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DIOS TIENE CORAZÓN

El corazón humano en su dimensión fisiológica y espiritual

El significado primario de la palabra “corazón” es el órgano de carne, encerrado en


el pecho, cuya función es impulsar la sangre a todas las partes del cuerpo para
mantenerlo con vida.

Sin embargo, además de esa dimensión fisiológica, el corazón humano supone una
realidad mucho más profunda: es el centro íntimo del hombre del que proceden sus
actos de inteligencia y voluntad, sus pensamientos y sentimientos. El corazón es,
sobre todo, el lugar secreto, el santuario donde el hombre se encuentra a solas con
su Dios. Según San Francisco de Sales el corazón del hombre es “la sede y la fuente
del amor”, pues dentro de su corazón reside su capacidad de amar. De allí lo
afirmado por algunos pasajes de la Escritura: «Amarás a Yavé con todo tu corazón»
(Deut. 6, 5); «Hallarás a Yavé, si con todo tu corazón le buscas» (Deut. 4, 29);
«Acuérdate de todo el camino que Yavé te ha hecho hacer estos cuarenta años...
para conocer los sentimientos de tu corazón y saber si guardas o no sus
mandamientos» (Deut. 3, 2).

¿Qué significado tiene la palabra “corazón” en la Escritura y en el lenguaje


ordinario?

En primer lugar, y en sentido propio, indica el corazón corpóreo, material, el órgano


central de la circulación de la sangre. Así se habla de latidos del corazón, de
afecciones del corazón, de enfermedades del corazón, etc. La misma Escritura la
emplea en este sentido, aunque raras veces.

Lo más frecuente es que la palabra "corazón" se tome en sentido figurado; entonces


significa el interior, debido a que es un órgano interno. Por ejemplo, los Libros
Santos hablan del corazón de la tierra, del corazón' del mar. Con frecuencia designa
las disposiciones interiores del hombre, por oposición a su exterior: «Este pueblo se
me acerca de palabra y me honra con los labios; su, corazón, empero, está lejos de
mí», (Mateo 15, 8) «¡Hablaban bien con la boca, más con el corazón maldecían!»
Salmo 62, 4).

Ahora bien, así como el corazón material, lejos de ser un órgano inerte, está dotado
de gran actividad, que preside la circulación de la sangre y, por consiguiente, la vida
del cuerpo, de la misma manera el corazón designa el interior como algo vivo y
vivificante, como el foco, el manantial y el principio de toda vida, y, sobre todo, de la
vida superior del hombre. La palabra “corazón" por lo tanto, significa el alma con
sus principales facultades, la inteligencia y la voluntad. Se le podría: llamar corazón
espiritual, por oposición al corazón corporal.

Con mucha frecuencia, la Sagrada Escritura entiende por la palabra “corazón" el


alma, en cuanto es inteligente, es decir en cuanto es el principio que piensa. Por
ejemplo, «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?» (Mateo 9, 4), «María
conservaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón» (Lucas
2, 19). Si los discípulos no entendían el milagro de la multiplicación de los panes,
era porque «su corazón estaba ciego» (Marcos 6, 52). San Pablo llama al corazón
de los paganos «corazón insensato y lleno de tinieblas» (Romanos 1, 21), En este
sentido habla la Escritura de «un corazón dócil... que sabe hacer justicia y discernir
entre lo bueno y lo malo» (Proverbios 15, 14; 16, 23; 18, 15).

Pero la palabra “corazón” significa especialmente la fuente de todas las acciones


morales, buenas y malas, las cuales, según la, doctrina del Salvador, dimanan todas
del corazón; él es la sede de todas las virtudes y de, todos los vicios. Así, se habla
de un corazón bueno, noble, honesto, leal, franco, piadoso, dulce, Puro, humilde,
fiel; de un corazón de oros, como también de un corazón falso, impío, malo, cruel,
empedernido, impenitente; de un corazón de piedra, de serpiente, de tigre. De aquí
el empleo de la palabra corazón para designar, la conciencia y los estados de la
mismas.

Otro significado de la palabra “corazón” es aquel que lo describe como la sede de


todas las afecciones sensibles o de las pasiones: del deseo, de la esperanza, del
valor, del gozo, de la cólera, del odio, del horror, del temor, de la tristeza. En ese
sentido se habla del corazón devorado por los deseos, rebosante de esperanza y
de amor; lleno de cólera y de odio; de un corazón que salta de alegría, que está
abismado en el gozo, que palpita de espanto, que sangra, que está partido de dolor,
roído por la pena, devorado por la melancolía, movido a compasión, y así
sucesivamente.

Finalmente, la palabra corazón se emplea para expresar lo que hay de más grande
y de más fuerte en la facultad apetitiva del ser humano: el amor, el amor natural y
el sobrenatural, el amor puramente espiritual, que es el resorte más noble de la
voluntad y la mayor de todas las virtudes, y el amor, a la vez espiritual y sensible,
que es la primera de las pasiones y de los movimientos de la sensibilidad. Tener a
alguno en el corazón, poner el corazón en alguna cosa, dar el corazón a otro, hacer
un solo corazón y una sola alma, todo esto no significa más que una cosa: amar.
Asimismo, expresiones tales como “el corazón se inflama, arde, se consume, se
derrite, está herido", designan la pasión del amor. De todos los símbolos del amor,
el corazón es el más conocido y el que está más en uso.

Por tanto, el amor es la principal significación de la palabra “corazón”, significación


que contiene todas las demás. El amor domina toda la vida interior del ser humano;
en él residen sus energías más profundas y su " fuerza”, principal. La virtud del amor
está por encima de todo conocimiento, por encima de toda fuerza de voluntad, de
la cual es el fin y la regla; es el primer mandamiento, la plenitud de la ley; aventaja
en grandeza y en duración a todas las demás virtudes, fija su fin y determina su
dirección; sin el amor no hay mérito, ni gloria y toda grandeza es vana. Él es el
principio de toda la vida superior, el alma del alma, el vínculo de la perfección que
une al hombre más estrechamente con Dios, perfección suprema, haciéndolo
semejante a Él y partícipe, en alguna manera, de su propia naturaleza.
En síntesis, la palabra "corazón" significa lo que el hombre posee de más excelente;
lo que es en él sólido, verdadero, sincero, franco, por, oposición a todo lo que parece
vil superficial, fingido y afectado. El “corazón" es sinónimo de lo que hay en el
hombre de mejor y demás noble.

De allí que, aunque el significado primario de la palabra corazón es el órgano de


carne, encerrado en el pecho, también se usa para describir el interior del hombre,
su vida íntima, su parte superior, su alma y sus potencias (cognoscitivas y volitivas).
En ese mismo orden de ideas, se le atribuye corazón a Dios, a los ángeles y a los
bienaventurados, que no tienen corazón de carne. Finalmente, dado que los
sentimientos repercuten en los latidos del corazón, se designa con esta palabra la
vida afectiva, las potencias (voluntad y sensibilidad o apetito sensitivo, que incluye
el corazón de carne como órgano complementario), y sus actos (los sentimientos y
tendencias espirituales y sensibles) (corazón afectivo en sentido estricto).

El corazón de Dios Padre

En el actual ambiente pragmático y racionalista se corre el riesgo de entender a


Dios como si fuese algo abstracto, como una mera energía impersonal. Sin
embargo, la espiritualidad del Corazón de Cristo nos recuerda que Dios tiene
corazón.

De acuerdo con San Agustín toda la Biblia no hace otra cosa que “narrar el amor de
Dios”. En el Antiguo Testamento son constantes las expresiones del amor
apasionado del Dios de la Alianza a su pueblo. Allí Dios se presenta a sí mismo
como “misericordioso y compasivo, lento a la ira, de mucha fidelidad y lealtad, que
guarda fidelidad hasta la milésima generación, que perdona…” (Ex 32,6s). Dios se
revela como pastor, padre, esposo fiel de una esposa infiel…; ama más que una
madre (Is 49,15), es misericordioso con los pecadores…

Por otra parte, ese amor de Dios es presentado frecuentemente como un amor no
correspondido y ofendido por los hombres: “Hijos he criado y educado, pero se han
rebelado contra mí” (Is 1,1); hasta el punto de preguntar el Señor: “¿Pueblo mío,)
qué te he hecho o en qué te he ofendido? Respóndeme” (Miq 6,3). En ese orden de
ideas, Dios se queja de que “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón
está lejos de mí” (Is 29,13); asegura a los israelitas que les quitará “el corazón de
pie-dra” y les dará “un corazón de carne” (Ez 36,26). El gran mandamiento en el
Antiguo Testamento será “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda
tu alma…” (Dt 6,5);

Más de veinticinco veces habla el Antiguo Testamento del corazón de Dios,


expresando con esa imagen una gama de realidades que se dan en Él: Dios pone
su corazón en el hombre (Jb 7,17); los proyectos del corazón del Señor subsisten
de edad en edad (Sal 33,11); promete pastores según su corazón (Jer 3,15); su
corazón se conmueve ante su pueblo: “Mi corazón ha dado un vuelco en mí…” (Os
11,8) …
En la tradición cristiana algunas frases del Cantar de los Cantares han sido
aplicadas al amor entre Cristo y su Iglesia: “Me has robado el corazón, hermana
mía, esposa” (4,9), que dice el esposo, o la petición de la esposa: “Ponme como
sello sobre tu corazón…, pues fuerte como la muerte es el amor” (8,6). Otros textos
del Antiguo Testamento hablan del corazón del Mesías. Así, por ejemplo, porque
Yahvé está a mi diestra, “se alegra mi corazón” (Sal 16,8-9); “mi corazón como cera
se derrite en mis entrañas” (Sal 22,15); “el oprobio me destroza el corazón y
desfallezco, esperé compasión, y no la hubo, consoladores, y no los hallé” (Sal
69,21).

El corazón del Verbo encarnado

En el Nuevo Testamento se llega a la siguiente definición: “Dios es amor” (1Jn 4,8).


Manifestación asombrosa de ese amor es la Encarnación redentora del “Hijo de su
amor” (Col 1,13): “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados” (1Jn 4,10), haciéndonos hijos suyos, y dándonos en Cristo todos los
bienes (Rm 8,32). El Dios que Jesucristo nos ha revelado no es un Dios lejano e
insensible a nuestras necesidades. Por el contrario, es un Dios cercano, que ha
enviado a su Hijo único, para que comparta nuestra existencia y nos haga partícipes
de su gloria. Este Dios cristiano no ha tenido otro motivo para actuar así que su
inmenso amor por nosotros, que somos criaturas suyas y que quiere hacernos hijos
suyos.

El culto y la devoción al sagrado Corazón de Jesús ponen ante nuestros ojos el


resumen de toda la vida cristiana: el amor. Dios es amor y se mueve por amor. El
hombre está llamado al amor y hasta que no lo encuentra, hasta que no lo vive, está
inquieto y desasosegado. El Espíritu Santo es amor de Dios derramado en nuestros
corazones.

Jesús es el Hijo hecho hombre, con un corazón humano como el nuestro, que ama
al Padre y a los hombres hasta el extremo y que sufre al ver a los hombres alejados
de la casa del Padre. Jesús se ha tomado en serio nuestra felicidad y ha ofrecido
su vida en rescate por la multitud, para atraer a una multitud de hijos dispersos,
haciéndolos sus hermanos.

Toda la vida de Jesús revela su amor. La tradición cristiana no ha cesado de


contemplar la ternura y misericordia que manifiesta la humanidad de Jesucristo en
tantas escenas evangélicas, su amor especial por los pecadores, pobres, enfermos,
niños… Son frecuentes las alusiones evangélicas a los sentimientos del corazón
humano de Cristo: “conmovido, extendiendo su mano, lo tocó” (Mc 1,41); “fijando en
él la mirada, le amó” (Mc 10,21); “vio mucha gente y se conmovió por ellos” (Mc
6,34); “al ver la ciudad, lloró por ella” (Lc 19,41); “Jesús, cuando la vio llorar … lanzó
un suspiro profundo, se alteró… lloró…” (Jn 11,33-35). Cristo amó al Padre y a los
hombres “hasta el extremo” (Jn 13,1), pues “no hay mayor amor que dar la vida por
los amigos” (Jn 15,13), y lo hizo de manera personalizada: “Me amó y se entregó a
sí mismo por mí” (Gal 2,20).

Unas veces se le ve enternecido, al contemplar a los pobres, a los enfermos, a los


desgraciados y a los pecadores: «Tengo compasión de este pueblo» (Marcos 8, 2).
«No lloréis» (Lucas 7, 13). «Ten confianza, hija mía» (Mateo 9, 22). Otras veces
abraza, acaricia y protege a los niños, con ternura maternal (Marcos 10, 16). Ama
al joven puro que le busca (Marco 10, 21), y mira con compasión al apóstol
arrepentido (Lucas 22, 61). Llora la muerte de su amigo Lázaro y sobre la
desdichada ciudad de Sión (Juan 11, 35; Lucas 19, 41). Se dirige a los apóstoles
con palabras propias de la amistad más íntima y de la mayor familiaridad les llama
sus amigos (Juan 15, 15), sus hermanos (Juan 20, 17), sus hijos (Juan 21, 5), sus
hijitos (Juan 13, 33; Mateo 10, 24); finalmente, arde en deseos de sufrir y de morir
por las almas.

La autodonación de Jesús continúa: Él, que no nos llama siervos, sino amigos (Jn
15,15), quiere vivir en nuestra alma: “Si alguno me ama … mi Padre lo amará, e
iremos a él, y haremos morada en él”. Más aún, se nos da como alimento en la
Eucaristía, nos da la vida eterna y nos asegura la resurrección corporal (Jn 6,54).

Ante tanto amor, el cristiano, lleno de estupor, exclama con Juan: “Mirad qué amor
nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues (¡lo somos!” (1Jn 3,1);
desea -como el propio discípulo amado- reclinar la cabeza en el pecho de Jesús (Jn
13,25; 21, 20), contemplar y tocar -con Tomás- la herida del costado del Resucitado
(Jn 20, 20.25.27)-, y se siente llamado a amar a todos desde su corazón, como
Pablo: “Dios me es testigo de cómo os añoro a todos en las entrañas de Cristo
Jesús” (Flp 1,8).

Hay especialmente tres textos evangélicos que son muy sugerentes en lo que
respecta al Corazón de Jesús:

Invitación de Jesús a descansar en Él (Mt 11,25-30)

El llamado himno de exultación concluye con una invitación de Jesús a los “fatigados
y sobrecargados”: “Venid a mí”, a los que hace una promesa: “y yo os aliviaré”. Se
trata de ir a un Jesús que es “manso y humilde de corazón”, de aprender de Él y
cargar con su yugo; para quien sabe descansar en su Corazón, “mi yugo es suave
y mi carga, ligera”.

En efecto, la ley del Señor se hace suave por el amor a Cristo, que forma en
nosotros un corazón semejante al suyo al descansar en Él.

Fuente de agua viva (Jn 7,37-39)

Una segunda invitación del Señor a acercarse a su Corazón está implícita en unas
palabras pronunciadas en la fiesta de los tabernáculos, cuando Jesús gritó: “Si
alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí. Como dice la Escritura: De
su corazón brotarán torrentes de agua viva”. Esta invitación a beber el agua viva es
una llamada a acercarse al Corazón de Jesús

La promesa del agua viva que traerá el Mesías es un tema frecuente en el Antiguo
Testamento (Is 12,3; Ez 47,1-12; Zac 13,1). El mismo Juan explica su sentido: “Esto
lo decía refiriéndose al Espíritu que recibirían los que habían de creer en Él” (Jn
7,3-9).

Mirada al Traspasado (Jn 19,31-37)

En el Calvario, después de la muerte de Jesús, un soldado le traspasó el costado


con su lanza, y en seguida salió sangre y agua. La insistencia posterior de Juan
sobre el hecho sugiere su trascendencia: “Glorificado Jesús por su muerte, el río de
agua viva ha comenzado a brotar de su costado, de su Corazón; los torrentes de
gracia ya no se secarán jamás; el Espíritu se dará incesantemen-te a los que creen
en Jesús, vienen a Jesús y beben de su Corazón” (P. Cándido Pozo).

Cuando experimentamos nuestras almas áridas en el desierto de la vida, debemos


acudir a recibir el agua que brota del Corazón de Jesús. Así, el desierto se convertirá
en vergel (cf. Ez 47,7ss). Por otra parte, el Catecismo nos dirá que “la oración,
sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios
tiene sed de que el hombre tenga sed de Él” (2560).

De otro lado, los Sinópticos relatan que, al morir Jesús, se rasgó el velo del Sancta
Sanctorum (Mc 15,38); en su lugar, Juan da testimonio de cómo se ha rasgado el
pecho de Cristo. Relacionando ambos hechos, y teniendo en cuenta la carta a los
Hebreos (6,19; 10,19-20), algunos autores señalan cómo a través del costado
abierto de Cristo podemos penetrar en la intimidad divina, oculta en el Antiguo
Testamento tras el velo del santuario; en esa intimidad descubrimos el Amor
redentor de Dios, simbolizado en el Corazón traspasado de Cristo.

El relato de la lanzada se cierra recordándonos otra profecía bíblica: “Mirarán al que


traspasaron”. Juan alude a Zac 12,10, un texto mesiánico que dice: “Y derramaré
… espíritu de gracia y de plegaria, y mirarán hacia mí, a quien traspasaron, y llorarán
por él como suele hacerse por el primogénito, y se hará duelo amargo por él…” Juan
nos está invitando a contemplar al Mesías con llanto amargo porque lo hemos
traspasado. Por tanto, nuestra mirada al Corazón de Jesús debe hacerse con
espíritu de reparación por nuestros pecados y los del mundo entero (cf. también Ap
1,7).

Ahora bien, Jesús se lo dijo a la samaritana y lo va a repetir en la cruz: Tengo sed


(cf. Jn. 4, y Jn. 19, 28). El Señor tiene sed de nuestro amor. Jesús es el “agua viva”
y el sediento. Tiene sed de amar “hasta el extremo” y sed de ser la fuente de agua
que brota “hasta la vida eterna”.
Cuando del Corazón traspasado de Cristo en la cruz sale sangre y agua (Jn. 19,
34), el evangelista ve cumplido que Jesús es la fuente de agua viva donde pueden
acudir todos los sedientos de amor para alcanzar la salvación.

El hombre necesita beber del Amor y amar “dando la vida”; para eso tiene que beber
de la fuente de agua viva que es el Corazón traspasado del Señor.

Los israelitas en el desierto buscaban fuentes de agua para saciar su sed. Los
hombres de todos los tiempos tratan de saciar su sed de amar y lo encuentran en
Cristo, que abre de par en par su Corazón para decirnos que nos ama siempre y
con locura.

El Corazón de Jesús es un Corazón sin puertas. Es fuente de donde brota la


verdadera libertad y el verdadero amor. Sin Jesús, el hombre muere de tristeza y
agoniza por falta de amor. Encontrar a Jesús es encontrar en el “desierto de la vida”
el verdadero amor que sacia plenamente nuestros corazones.

Es curioso que san Juan, que siempre habla del agua como vida al contemplar a
Cristo muerto en la cruz y ver brotar “agua y sangre” de su costado es como si viese
un adelanto de la resurrección: en el Crucificado, del que brota “agua”, viene
galopando ya la resurrección y la vida.

Jesús es el agua viva, que sacia nuestro corazón sediento de amor. Por Él, con Él
y en Él, encontramos que el “agua viva” nunca dejará de brotar de su Corazón
abierto. En Él, el hombre encuentra el gozo de “beber” de la fuente de la salvación.
El Corazón de Jesús, fuente de agua viva, es nuestra salvación; nuestra esperanza
de que Dios nos ama siempre y sin puertas, con Corazón abierto y redentor, para
que los hombres “tengan vida y la tengan en abundancia”.

El Corazón de Jesús y los Santos Padres

Los santos padres han puesto su mirada en el Costado abierto de Jesús y de allí
han pasado al Corazón, de donde nace la Iglesia, la dulce esposa de Cristo. Así lo
expresan San Justino y San Ireneo, que ven el Costado de Cristo como “fuente de
vida”.

San Justino habla del Corazón de Jesús en el contexto de Getsemaní: su corazón


se derretía como cera en sus entrañas. San Agustín dirá de Juan en la última cena
que «bebía de lo íntimo del corazón del Señor los secretos más profundos», y en
numerosos pasajes de sus obras nos hablará de los sentimientos del corazón de
Jesús, al igual que otros Padres. San Juan Crisóstomo dirá como supremo elogio
de San Pablo que su corazón era «el Corazón de Jesús». Y también se referirá al
Corazón de Cristo como un “tesoro”, pues cree que San Juan Evangelista es como
un buscador de tesoros que ve cómo el soldado “golpea el muro” (su carne) y
descubre el tesoro que es el Corazón abierto del Salvador.
Pero será sobre todo la escena de la lanzada al costado de Cristo la que abrirá el
camino al amor de su Corazón. Sin duda lo entendió así el cristiano que escribió en
la catacumba de Priscila: «Rescatado por la herida de Cristo». El costado abierto
es el camino para el santuario del amor redentor y la fuente de la sabiduría, donde
se reciben las aguas vivas del Espíritu.

Sin embargo, en general los Padres se fijan más en lo que sale de la herida del
costado que en penetrar hacia el corazón; no parece que hayan relacionado la
realidad objetiva de la redención con la realidad subjetiva del amor de Cristo, causa
de aquélla, o que hayan visto su corazón como símbolo del amor redentor. La
Providencia reservaba a otros dicha profundización.

El Corazón de Jesús en el catecismo de la Iglesia Católica

Hablar acerca del Corazón de Jesús en el Catecismo es lo mismo que hablar del
Corazón de Jesús en la fe de la Iglesia. Los puntos principales de la Cristología
referidos al Corazón de Jesús en el Catecismo aparecen en dos partes:

En los Numerales 470 al 478 se habla acerca de identidad humana de Jesús (Cómo
es hombre el Hijo de Dios). Y en los Numerales 599 al 618 el tema es la Redención
(La muerte redentora de Cristo en el designio divino de salvación).

Y es que la imagen del Corazón de Jesús responde precisamente a esas dos


preguntas:

La pregunta por la identidad de Jesús: ¿quién es Jesús?

La pregunta por la misión de Jesús: ¿cuál fue su acción salvadora?

Con respecto a la identidad humana de Jesús dice el Catecismo (470):

Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación "la naturaleza humana


ha sido asumida, no absorbida" (GS 22, 2), la Iglesia ha llegado a confesar con
el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones
de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero
paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza
humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios
que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella proviene de "uno de la
Trinidad". El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo
personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo
expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10):

«El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia
de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo
semejante a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22, 2).
En otras palabras, lo que es el Dios invisible, Cristo lo visualiza. Podemos conocer
cómo es Dios en Jesucristo.

Y el Numeral 474 del Catecismo se refiere explícitamente al Corazón de Jesús:

Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y


a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de
Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos
con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado
por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como
el principal indicador y símbolo […] de aquel amor con que el divino Redentor ama
continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pio XII, Enc.Haurietis aquas:
DS, 3924; cf. ID. enc. Mystici Corporis: ibíd., 3812).

Sin embargo, en todo el Catecismo, especialmente cuando habla de Jesucristo, de


la Cristología, se están poniendo las bases de la teología del Corazón de Jesús. En
el Numeral 112, por ejemplo, se define el Corazón de Cristo como la palabra de
Dios (la Sagrada Escritura), cuya función es revelar el Corazón de Cristo:

Prestar una gran atención «al contenido y a la unidad de toda la Escritura». En


efecto, por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura
es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el
centro y el corazón, abierto desde su Pascua (cf. Lc 24,25-27. 44-46).

«Por el corazón (cf. Sal 22,15) de Cristo se comprende la sagrada Escritura,


la cual hace conocer el corazón de Cristo. Este corazón estaba cerrado antes
de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta
después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella
consideran y disciernen de qué manera deben ser interpretadas las profecías»
(Santo Tomás de Aquino, Expositio in Psalmos, 21,11).

Ahora bien, con respecto a la misión redentora de Jesús, los Numerales 606 y 607
afirman que “toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre”. El Numeral 608 lo describe
como “el cordero que quita el pecado del mundo”. Y en el Numeral 609 se habla
acerca del corazón humano de Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre:

Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres,
"los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1) porque "nadie tiene mayor amor que el
que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en
la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor
divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-
9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y
a los hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me quita [la vida]; yo la doy
voluntariamente" (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios
cuando Él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
De otro lado, en el Numeral 766 se describe la relación entre el Corazón de Jesús
y el nacimiento de la Iglesia:

Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra
salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz.
“El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son
signo de este comienzo y crecimiento” (LG 3).” Pues del costado de Cristo
dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia” (SC 5).
Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así
la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz (cf. San
Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam, 2, 85-89).

(Cata, tengo la duda de su incluir este Numeral, pues la alusión al Corazón del Señor
allí no es explícita) Finalmente, en el Numeral 826 se dice que la caridad es el
corazón de la santidad de la Iglesia:

La caridad es el alma de la santidad a la que todos están llamados: "dirige


todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin" (LG 42):

«Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes


miembros, el más necesario, el más noble de todos no le faltaba, comprendí
que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor.
Comprendí que el Amor solo hacía obrar a los miembros de la Iglesia, que si
el Amor llegara a apagarse, los Apóstoles ya no anunciarían el Evangelio, los
Mártires rehusarían verter su sangre... Comprendí que el Amor encerraba
todas las vocaciones, que el Amor era todo, que abarcaba todos los tiempos y
todos los lugares... en una palabra, que es eterno» (Santa Teresa del Niño
Jesús, Manuscrit B, 3v: Manuscrits autobiographiques ).

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