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E l lenguaje, se sabe, es un fenómeno con múltiples caras, dentro de las que se incluye una cognitivo-
biológica (es una propiedad codificada genéticamente que nos constituye como especie) y otra sociocultural
(la lengua que hablamos nos hace pertenecer a una comunidad y una cultura determinadas). Desde un punto
de vista cognitivo, la ciencia ha comprobado en las últimas décadas algo que los filósofos intuyeron
muchísimo antes: la enseñanza del lenguaje sólo es aparente, ya que los padres no instruyen a sus hijos en
cómo se arma una oración o cómo se hace una pregunta. Más bien hay una adquisición en la que –guiados por
principios internalizados– los niños reconocen los elementos y las reglas de la lengua que les ha tocado en
suerte. La relativa homogeneidad de la lengua que adquieren los niños ante los múltiples y contradictorios
estímulos que reciben debería ser un motivo de maravilla. Y decimos relativa porque, desde el punto de vista
social, la lengua se destaca por su enorme variación (determinada histórica, geográfica o socialmente). En este
otro sentido, los niños fueron los principales receptores de las políticas lingüísticas en la Argentina,
caracterizadas por su tendencia a imponer el monolingüismo y acallar las diferencias en forma represiva. Las
víctimas más sufridas en relación con esas políticas fueron históricamente los niños bilingües (hijos de
inmigrantes o de indígenas), a los que se ha obligado a menudo a abandonar y defenestrar nada menos que su
lengua materna. Todavía hoy perdura el mito (que la ciencia ha refutado contundentemente) de que hablar otra
lengua en la casa puede “interferir” o “imposibilitar” el correcto desarrollo del español en la escuela. La
verdadera razón de la homogeneización lingüística compulsiva que la educación se propuso como tarea es la
idea decimonónica de que una nación y su identidad sólo pueden construirse sobre la homogeneidad: una
nación, una cultura, una lengua. Aún hoy muchos (por convicción o por ignorancia) se niegan a entender la
diversidad lingüística como riqueza, y no como problema. Ésa es la tarea que nos toca desde la Universidad
y, en particular, desde el Museo de la Lengua.
Laura Kornfeld
La Cultural Nº52, julio de 2013