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3 de septiembre, 2019
La educación es un proceso considerado fundamental en nuestra sociedad, y en
muchas otras, para el progreso de la misma, así como el de nosotros como individuos insertos
en ella. Existe una profunda relación entre la educación y como nosotros nos definimos
respecto a ella. Es decir, aquel que tenga mejor educación, que provenga de un mejor colegio
o que salga de una mejor universidad, será aquel que pueda lograr todos sus sueños y metas,
relacionando su educación directamente con las cualidades de la persona.
Desde que tengo memoria me preguntaban qué quería estudiar, donde quería estudiar,
y me felicitaban cuando respondía como todos esperaban: Voy a estudiar para ser ingeniero.
Claramente, ese plan no funcionó, y pude vivir en carne propia lo que significaba haber
fallado una carrera y, posteriormente, lo que implicaba haber perdido el año siguiente, por
haber postulado solo a la PUCV y no alcanzar a entrar a psicología, la primera vez que
postulé, solamente por 4 puntos. Pude realmente sentir el peso de la educación, o la falta de
ella, e incluso aún se pueden ver los vestigios de este suceso, al haber descrito, justo arriba,
como “un año perdido”, el año que no estudié en la universidad.
Sin darme cuenta, hasta hace poco, estaba siendo parte de un complejo entramado de
dinámicas políticas, morales y sociales, que conducían y pujaban de mi para seguir replicando
el sistema de la educación chilena, en donde, supuestamente si estudias, puedes mejorar tu
status social, y pasar a la élite universitaria/profesional, que era (y es) tan idealizada por mi
familia, mis amigos y, en realidad, con la mayoría de las personas con las que he hablado.
De la mano con todo lo que hemos visto este semestre en la clase de psicología educacional,
he podido comenzar a observar desde otra perspectiva al proceso de educación, tanto el mío,
como el de los demás. Sobre todo, gracias al trabajo en terreno que hemos realizado este
semestre. Esto me ha permitido comenzar a comprender lo que la educación es, ya no como
un simple participe, sino desde un punto de vista más crítico, en el rol de psicólogo en el que
me he tenido que posicionar, para llevara a cabo el trabajo.
Para comenzar a profundizar al respecto, primero me gustaría aclarar lo que entiendo
por psicología educacional. En sí, es un concepto difícil de definir concretamente, ya que, si
bien parece con concepto relativamente simple, en realidad esta disciplina tiene una gran
cantidad de definiciones y dimensiones (Coll, 2001). Estas distintas definiciones pueden estar
orientadas a diversos ámbitos de la educación, como el desarrollo de habilidades específicas
para aprender, procesos de convivencia, clima escolar, diseños para el aprendizaje, etc.
Personalmente, yo entiendo a la psicología educacional como una disciplina que analiza,
reflexiona, apoya y acompaña a todos los procesos psicológicos que son “inseparables de las
situaciones educativas que están en su origen" (Coll, 2001, p.48), haciendo especial énfasis
en las aulas de clases, ya sean en colegios o universidades. También cabe mencionar que la
psicología educacional aporta soluciones para el desarrollo de los planes de estudios, la
gestión educativa, los modelos educativos y las ciencias cognoscitivas en general. Yo lo
entiendo como un puente entre la psicología y el ámbito educacional, en donde ambos lados
se complementan de los procesos y teorías del otro, generándose una complicidad ideológica
entre ambas disciplinas. Baltar y Carrasco (2013), afirman que la psicología ha fortalecido
las nociones naturalizadoras propias de la pedagogía, lo que a su vez ha fortalecido el
ocultamiento de lo social que posee la educación, contribuyendo a esta complicidad
ideológica antes mencionada. Así, este trabajo en conjunto ayudó a pensar la educación como
un proceso natural de desarrollo de las potencialidades existentes de las personas.
Es, entonces, por causa de la estructura del sistema educativo de Chile, velado por los
organismos e instituciones encargadas de este mismo, en conjunto con las leyes y políticas
que se van creando, que se producen ciertas expectativas y demandas hacia la psicología
educacional. Nuestra disciplina, aplicada a estos contextos, en estas últimas décadas ha
mostrado una “acumulación de funciones, una heterogeneidad de tareas que se proyecta sobre
su actividad profesional, tornándola vasta, difusa y por momentos bordeando y solapándose
con roles de otros actores institucionales” (Erausquin, Denegri y Michele, 2014, p.1), lo cual
ha creado confusión respecto a lo que nosotros como psicólogxs educacionales podemos
aportar al proceso de educación, así como también respecto a lo que las instituciones creen
que nosotros deberíamos hacer. “Históricamente la Psicología Educacional se caracterizó
por la preocupación en el estudio de las diferencias individuales, la elaboración de
diagnósticos y el tratamiento de los niños problemáticos; de modo que en sus orígenes
aparece fuertemente ligada a la educación especial” (Erausquin, Denegri y Michele, 2014,
p.2), por lo que, de cierta forma, se ha generalizado esta idea de que los psicólogos son
aquellos que deben tratar y transformar a todos los estudiantes que no cumplan con las
normas que el colegio impone, teniendo la expectativa de que puedan diagnosticar y tratar a
lxs niñxs problema, para que calcen con el perfil que la escuela les exige.
Estas expectativas que se tienen de nosotrxs, en todas las escuelas, puede llegar a
causar fuertes tensiones entre lo que se espera de lxs psicólogxs, en su rol educacional, por
parte de las instituciones educacionales, en contraste a lo que nosotrxs mismxs, como
profesionales (o semi profesionales), consideramos que se debe hacer. Esto se ha producido
por la falta de identidad profesional del psicólogo en el campo educativo, que repercute en
las expectativas que el colegio impone sobre nuestra posición dentro de este contexto
(Erausquin, Denegri y Michele, 2014).
Podemos decir, entonces, que tiene una finalidad bastante fría y alienadora, ya que,
de los colegios, y de la educación en general se espera que “prepare a los individuos para el
trabajo y para la convivencia social, entendida como el respeto a las reglas y a los valores
morales dominantes” (Bock, 2003, p.3). Esto se ve aún más marcado en el colegio Luterano
Concordia, ya que es católico, por lo que se busca que los alumnos cumplan con los
parámetros disciplinarios esperados tanto por el mismo sistema educativo, como por la
religión que es impartida dentro del colegio, a todos sus alumnos. Este tipo de educación, al
final de cuentas, busca imponer el modelo dominante de la sociedad (Bock, 2003), en un afán
sin fin de crear sujetos eficientes, obedientes y productores, que terminen por generarle
ganancias al país, mediante su trabajo, en un futuro no muy lejano.
Ahora, si bien todo lo anterior suena maquiavélico por parte de los colegios, en
general, esto es algo que en realidad es implícito, invisibilizado o, llanamente, ignorado, ya
que es el sistema el que está conformado de esta manera, por lo que no es el director quien
contrata agentes encargados de reprimir y reproducir alumnos sin subjetividad para que el
sistema obtenga nuevos y buenos trabajadores, sino que el núcleo de todo este proceso
educacional está relacionado con la finalidad de la sociedad en la que vivimos, la cual es
hacia donde todos nos dirigimos inevitablemente: mayor individualización y la incansable
búsqueda de dinero. Es esta normalización del pensamiento capitalista, que hay hoy en día
en nuestras sociedades, la que nos impulsa gradualmente a querer tener un buen trabajo, con
buen salario, para poder comprar todas las necesidades vitalmente banales, que necesitamos
para sobrevivir en esta sociedad. Es algo casi inconsciente querer dinero para poder costear
nuestro soñado estilo de vida, con viajes, autos y nuestra propia casa, pero en el fondo, esta
necesidad es simplemente un pensamiento, traducido en conductas, impuesto desde antes,
que tiñe no solo la esfera de lo personal, sino de lo político y, por lo tanto, de lo educacional.
Estos ideales que tenemos tan arraigados en nuestra sociedad, así como las conductas
y perfiles que se definen en nuestro sistema educacional, clasificando a las personas como
dentro o fuera de la normalidad, para crear el contexto educacional idílico, están directamente
relacionados con el sistema neoliberalista, el cual, según Dávalos (s.f.)
Es más que una doctrina económica, política o social. Es economía porque estudia la
regulación a través de una analítica concreta, aquella de la economía clásica. Es política,
porque fundamenta al Estado moderno, la democracia, y el sistema político moderno, desde
el liberalismo clásico. Es ética, porque establece los fundamentos de la convivencia social
desde una posición determinada por la razón de mercado y el individualismo. Es histórica
porque construye a la razón de mercado como heurística y hermenéutica de la historia. Es
jurídica porque establece un modelo de Estado y de contrato social desde el cual se regulan y
administran las sociedades. Es simbólica porque ha generado una ideología éxito individual
sustentado en el consumo y el mercado. (p.2)
Este sistema que impera en nuestra sociedad actual, que ha transformado la noción de
la escuela como un lugar donde los sujetos se forman culturalmente para la vida, hacia una
noción más mercantilista, donde el colegio se vuelve una empresa, los rectores son
administradores, los profesores son capital humano, los estudiantes se convierten en usuarios
y los padres se convierten en clientes, generando a su vez una distinción de calidad entre los
establecimientos educacionales y la educación que entregan. Así mismo, se consolida aún
más, en nuestros inconscientes, la idea de que “a través de la educación los sujetos podrían
salir de la pobreza y acceder al modo de vida de las clases medias (volviéndose trabajadores
más productvos), como también desde ella incorporarse -vía mérito- a los círculos más
elitarios (Orellana, 2014, p.13).
Se crea, entonces, este perfil de persona, “un individuo libre, flexible y precario, que
no necesita de partidos, políticos, sindicatos ni organizaciones sociales” (Estupiñán, 2016,
p.156), el cual es enfocado hacia la individualización, y que compite incansablemente con
sus pares, para poder lograr un mejor estatus, que lo defina como persona, dejando de lado
cualquier otro tipo de molde que no calce con esta idea ser emprendedores de sí mismos,
mejor que los demás, de la mano con esta pseudo promesa de libertad y de movilidad social.
En relación con esto, la educación también toma otra connotación, ya que prepara a los
alumnos para ser partes de una sociedad-mercado, lo que implica que los conocimientos que
se entregan, así como los proyectos que se buscan aplicar, y los perfiles que se definen dentro
de las mismas escuelas y proyectos educativos, están teñidos por el neoliberalismo que,
intrusivamente, nos muestra y define que es a lo que los estudiantes debemos aspirar lograr,
consagrando la importancia de la individualidad, por encima de la comunidad. “En este
sentido, la comunidad no puede ser sino la de sí mismo en busca del bienestar a través del
interés personal” (Estupiñán, 2016, p.155).
A pesar de esto, es cierto que todos queremos hacer nuestro mejor esfuerzo, pero tal
cual como he hablado más arriba, hay que seguir teniendo en cuenta la importancia de
balancear las expectativas del colegio y las nuestras, lo que en sí mismo es un desafío
constante para lxs psicólogxs educacionales, para que las propuestas que presentemos no
provengan solamente de la necesidades del colegio, como institución replicadora de
estudiantes, sino también crearlas desde las necesidades que se generan en las dinámicas
particulares del curso al que asistimos, para poder aportar con algo positivo que pueda
facilitar, para todos, el proceso de aprendizaje.
Fue así como llegamos a las incursiones al aula, con la mirada puesta en las dinámicas
de convivencia del curso.
Siempre se nos enseña que hay que tener una convivencia sana, una buena
convivencia, que ayude al clima del aula. Pero al comenzar a problematizar las relaciones
que se generan dentro de la convivencia, comienzas a darte cuenta de que la convivencia es
dictada por el proceso educativo, que baja desde el organismo regulador, en este caso el
MINEDUC, y se entiende, en general, como “una serie de aprendizajes referidos al tipo de
convivencia que propone y reproduce la escuela en sus prácticas cotidianas (formas de
comportamiento, normas de conducta, valores aceptados o rechazados, etc.)” (MINEDUC,
2013). Entonces, en nuestro contexto nacional, en su mayoría, e incluyendo el colegio al que
asisto, vislumbramos que el foco de la educación, referente a la dirección en la que se llega
a entender y enseñar lo que significa la convivencia, es la prevención de la violencia dentro
y fuera de las aulas de clases, proponiendo como solución el castigo o reprimenda, lo cual
muchas veces deja de lado otros enfoques que podrían permitir el acceso a otro tipo de
oportunidades y herramientas para lxs alumnxs, no solo para que logren encajar
perfectamente con el molde de alumno ideal que se tiene en cada establecimiento y, por lo
tanto, sea futuro buen ciudadano, sino que también que les permita ser agentes
transformadores de la sociedad (Carbajal y Fierro, 2019).
Mediante toda esta experiencia que he ido recabando, a lo largo de mis visitas, pude
notar que se focaliza mucha energía, por parte de los docentes, así como también del
MINEDUC, en construir relaciones duraderas que puedan ser pacíficas, lo que no significa
que no presenten momentos de conflicto y tensión en la comunidad escolar. O sea, se busca
enseñar que aprendan a vivir juntos y, en menor medida, enseñar a ser, siendo estos dos
puntos de inflexión importantísimos en el desarrollo del concepto de convivencia (Carbajal
y Fierro, 2019).
De igual manera, es importante destacar que la inclusión “no tiene que ver solamente
con el alumnado, sino también con el personal docente y el resto de miembros de la
comunidad educativa” (Sandoval, López, Miquel, Durán, Giné, Echeita, 2002, p.232), por lo
que debemos tener presente, para la futura intervención, que los profesores también podrían
ser parte de las dinámicas que propondremos, al menos involucrando a la profesora jefe y, en
un mundo perfecto, al director del colegio, aunque esto último lo veo difícil. Aumentar “la
participación de todo el mundo implica un cambio en los sistemas educativos y la mejora de
las condiciones escolares para responder a la diversidad del alumnado, mediante estrategias
que permitan que todo el mundo se sienta valorado por igual” (Booth & Ainscow, 2011, p.24)
y, a pesar de que ya se ha implementado el enfoque inclusivo, desde el MINEDUC (2016),
aun se puede observar que existen deficiencias respecto a su implantación en las dinámicas
fundamentales de los colegios.
En lo personal, desde un punto de vista más crítico, si se quiere, creo que la uno de
los desafíos más grandes que la escuela Luterano Concordia tiene por delante, es la completa
aplicación, en todos los ámbitos escolares, del discurso de inclusión, que baja desde el
ministerio. Por ejemplo, el simple hecho de que el colegio tenga una connotación religiosa,
que define a sus estudiantes según principios religiosos, genera desde ya una exclusión a las
personas que no cumplen con los mandamientos que la religión católica exige. Esto pone en
conflicto el enfoque inclusivo que se debe instalar en todas las instituciones educacionales
del país, el cual propone “la transformación de las culturas, políticas y prácticas de las
instituciones escolares para abordar el quehacer educativo en función de las características y
particularidades de las y los estudiantes, procurando el aprendizaje y la participación de todas
y todo (MINEDUC, 2016, p.11).
¿Por qué lo veo como un desafío? Porque, por ejemplo, para la religión católica no es
aceptable que un hombre use aretes, porque no es normal. No puede usar falda, porque no es
normal. “Es el mismo uso de la noción de normalidad la que se encuentra a la base de los
mecanismos que generan exclusión” (MINEDUC, 2016, p.14) y, si bien estos son conflictos
solo tienen relación con la idea de género que se considera como normal, por parte de la
religión católica, tarde o temprano generará grandes dificultades al momento de tener que
verse enfrentados a una situación que ponga en tensión esta concepción religiosa, de hombre
y mujer. De esta forma, “la eliminación de toda discriminación arbitraria; es decir, de todas
aquellas prácticas, regulaciones, mecanismos, comportamientos, actitudes, etc. que atenten
contra el reconocimiento de la dignidad de cada persona” (MINEDUC, 2016, p.5) queda
como un punto pendiente y en tensión, dentro de esta escuela, debido a que solo
recientemente estos temas están surgiendo en las aulas de clase. Para ser más específicos,
luego de que volvimos para conversar con el director respecto al proceso de intervenciones,
del segundo semestre, nos pidieron, de forma casi desesperada, que solucionáramos la
situación de una alumna que se denomina a sí misma como lesbiana. Nos contaron que ella
le dijo esto a todos, sin filtros, y que había comenzado a formarse en la fila de los hombres.
Se nos pidió que solucionáramos. QUE LO SOLUCIONARAMOS. Esa fueron las palabras
que la profesora jefe del curso y el director usaron. Como si la orientación sexual fuera algo
que debiese arreglarse. Por lo tanto, la diversidad pareciera ser que solo es aceptable cuando
tiene relación con la cultura, o el país de nacimiento, pero no en temas que se pueden
clasificar como “más sensibles”, para la religión católica, como lo es la orientación sexual.
La diversidad incluye “las diferencias visibles y no visibles y las similitudes entre las
personas: la diversidad trata de la diferencia dentro de una humanidad común. La diversidad
abarca a todos, no solo a los que se observan a partir de una normalidad ilusoria” (Booth &
Ainscow, 2011, p.27), y es lo que generalmente se olvida por parte de estos establecimientos
católicos, ya que siempre se separa a aquellos, de nosotros, lo que termina por quebrar el
discurso de la inclusión.
Esto le suma una dificultad extra a nuestro trabajo, pero estoy ansioso por empezar a
trabajar este segundo semestre, en relación a todas las problemáticas que hemos observado,
ya que al fin podremos involucrarnos más con los y las estudiantes, dejando de estar presentes
en las clases, pero distantes, simplemente observando. Esta vez, tendremos que ponernos a
nosotros mismos en juego, para lograr conectar con los y las estudiantes, para que los talleres
que vamos a implentar puedan hacerles sentido, y no simplemente se sientan como ratones
de laboratorio, por decirlo así, sino que puedan ser participantes activos en su proceso de
aprendizaje de nuevas dinámicas de relación.
Para cerrar este meta análisis, me gustaría reflexionar respecto a todo el proceso que
ha sido este ramo, el cual, para mí, fue bastante enriquecedor.
Primero que todo, comenzar a tratar con terceros, quienes depositan responsabilidades
y expectativas en nosotros, le da toda una dimensión de complejidad al ramo, pero en el buen
sentido. Creo que es vital para nuestra formación como profesionales, que podamos vernos,
desde un principio, lo más involucrado con la tarea real que realizaremos al momento de salir
de nuestra carrera, lo es inminente. Poder interactuar en contextos que son distintas a los de
nosotros, me ha entregado todo un set de herramientas, que pueden ser aplicadas
transversalmente. He aprendido a negociar, he aprendido a escuchar y analizar. He aprendido
la importancia del contexto y la historia de la que vienen las personas, y lo que implica en
sus conductas. En general, no solamente obtuve conocimientos relacionados con la
psicología, sino que aprendí habilidades que pueden ser aplicadas a muchos ámbitos de mi
vida.
En segundo lugar, haciendo más énfasis en los aportes que la experiencia educacional
le entrega a la formación profesional, me gustaría destacar la similitud que existe entre la
manera en la que trabajamos, en nuestro rol de psicólogos, en la escuela, como en las
organizaciones. Al fin y al cabo, la escuela, la educación en realidad, es un entramado
organizacional que, como cualquier otra organización, tiene personas que cumplen
funciones, que tienen necesidades, y que están en conflicto o tensión con algún aspecto de la
misma organización, en relación a su contexto. De cierta manera, siento que esta experiencia
nos permite trabajar en ámbitos y herramientas que son transversales en nuestra disciplina.
También siento que nos aporta toda una perspectiva distinta, tanto de nuestro propio proceso
educacional, como de nuestros hermanos o hijos, en ciertos casos. Nos aporta esta mirada,
que nos permite comprender de mejor manera el funcionamiento de esta gran maquina
llamada sistema neoliberal, el cual es inescapable y que está presente en gran parte de
nuestras prácticas, discursos y manera de relacionarnos. De igual forma, nos permite de cerca
las injusticias y desigualdades sociales, permitiéndonos salir de nuestra burbuja y
acercándonos a la realidad, donde tanto la escuela como la psicología toman un rol importante
como justificadores de esta misma segregación. De esta manera, ambas instituciones
cumplen una función social primordial, en donde se deposita sobre los propios individuos la
responsabilidad de los problemas que presentan las esferas sociales, psicologizando los
problemas sociales (Ovejero, 2002).
El mayor aporte que esta experiencia nos entrega a nuestra formación, según mi
parecer, es el gran aporte que hace a nuestro desarrollo de un pensamiento crítico.
Definitivamente a mí me ha ayudado a mirar algo tan normalizado en mi vida, como lo es la
educación, desde un punto de vista totalmente distinto, lo que me ha permitido comprender
muchas de mis decisiones y conductas a lo largo de toda mi vida, dentro de la educación.
Aunque parezca extraño, siento que entes estaba mucho más alienado que ahora, y la
experiencia educacional que tuve este semestre, ha ayudado a romper con los esquemas que
solía tener antes.
Finalmente, me gustaría poder recalcar la importancia que ha tenido el enfoque de
inclusión, en la convivencia, en relación a lo que hemos visto en nuestro trabajo de campo.
“Todas las acciones que afectan a los demás se basan en valores” (Booth & Ainscow, 2011,
p.24), ya sea negativas o positivas. Cuando ocurren instancias en que ciertos alumnos
cometen acciones negativas que atentan contra el reglamento de convivencia, la solución que
existía, y aún existe, la mayoría de colegios, es castigarlos, y clasificarlos como alumnos
problemáticos, excluyéndolos de los grupos, mediante suspensiones u otro tipo de
mecanismos punitivos. Se asume que el alumno tiene un problema, siendo que lejos de
pertenecerle al alumno, este “constituye el resultado de la interacción entre un alumno y las
características y recursos que provee -a veces dificultosamente- el contexto escolar”
(Eurasquin y D’Arcángelo, 2018, p.14). En este sentido, la inclusión ha comenzado a generar
cambios respecto a la concepción que se tiene de estos “estudiantes problema” y a la manera
en la abordan estos problemas dentro de las instituciones educacionales. Ya no simplemente
se les debe considerar como victimarios, a los cuales hay que corregir individualmente, sino
que se deben dejar de lado los prejuicios y estigmas que se tienen, para trabajar, en conjunto
con toda la comunidad estudiantil, en el diálogo y la inclusión de estas personas, por medio
de dinámicas que le permitan sentirse parte de su aprendizaje, y que le reintegren a su grupo
educacional. “Esto no significa que haya que evitar los desafíos o la confrontación, o negar
el desencuentro, sino actuar ante ellos de forma que pueda constituir un punto de partida para
la reflexión y la inventiva” (Booth & Ainscow, 2011, p.28), no solo por parte de aquel que
cometió la falta, sino también por parte de los que se vieron afectados, para que ambos puedan
encontrar una resolución que no fomente más violencia ni exclusión, sino que les permita
reencontrarse nuevamente como compañeros de una misma institución educacional.
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