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De un solo aliento

Una interpretación perdida del Padre Nuestro

Relato de algunos encuentros con G. I. Gurdjieff


Por Sir Paul Dukes
E n medio del auge cultural y la agitación

intelectual de la Rusia pre-revolucionaria, un joven


inglés estudiante de música se lanza a una aventura
espiritual.

Conducido por una ruta sinuosa hasta llegar a un


apartamento retirado, decorado con tapices
orientales, conoce allí al misterioso Príncipe Ozay.

La experiencia que se le revela centra al joven


estudiante en la vida interior del hombre y en una
asombrosa interpretación de la oración del Padre
Nuestro mediante una técnica que funde la oración, la
música y la respiración a fin de tocar las más
secretas profundidades del alma.
De un solo aliento
Una interpretación perdida del Padre Nuestro

Relato de algunos encuentros con G. I. Gurdjieff


Por Sir Paul Dukes
Desde la antigüedad nos llegan ceremonias, ritos y oraciones. Sin embargo,
a menudo surge el sentimiento de que “algo” falta, algo que nos permitiría

establecer una relación dinámica con este material, una clave que nos llevaría

a ser tocados de nuevo por estas tradiciones de acuerdo a su intención inicial.

Lo que sigue es una indicación de lo que es posible.


U na noche, bastante tarde, Lev Lvovich me dijo: “Quiero que conozcas a

alguien. Ven conmigo”. No dio ninguna explicación, aparte de señalar que la


persona que íbamos a ver era uno “de aquéllos de los que hay muy pocos en el
mundo”. También exigió estricta reserva sobre nuestra visita, ya que ese hombre
se hallaba “escondido”. ¿Por qué? No lo explicó.

Se encaminó hacia una casa al final de una pequeña calle no muy lejos de la
estación Nikolái. Allí tocó el timbre de una puerta al final de una escalera
descubierta que sugería modestas viviendas burguesas. Fuimos conducidos a
un apartamento muy sencillo. Lev Lvovich saludó a la mujer que nos recibió,
pero no me presentó. Fue derecho hasta el final del pasillo y abrió una puerta. El
hueco de la puerta parecía haber sido perforado a través de la pared del
apartamento contiguo que era más amplio y suntuoso. Había un marcado toque
oriental en la decoración. Las paredes del pasillo estaban adornadas con
tapices; lámparas de hierro forjado con cristales coloreados colgaban del techo.
Moviéndose como si estuviera en su casa, Lev Lvovich se asomó a una de las
habitaciones y luego me indicó que lo siguiera.

L a habitación, bastante grande, estaba cubierta de cortinas y otras

colgaduras, con lámparas que hacían juego. En un rincón había u diván grande
y bajo repleto de cojines multicolores. En éste, dos hombres estaban sentados
con las piernas cruzadas, jugando ajedrez con piezas de lujosa hechura. En una
mesa octogonal a su lado, había café y tazas. De cuando en cuando los
jugadores alargaban las manos para beber un sorbo. Juzgando por las
apariencias, ninguno de los dos era europeo. Uno, que lucía una bata de seda
estampada y un turbante, era macizo, moreno, con una barba corta, espesa y
negra. El otro, vestido con un traje ancho y bufanda en lugar de corbata, tenía la
piel bronceada y curtida, los pómulos prominentes, los ojos sesgados y una
pequeña barba de perilla. Salvo por una leve inclinación de cabeza, ninguno de
los dos prestó la menor atención a nuestra entrada. Continuaron su juego,
intercambiando palabras en una lengua que yo no comprendía.

“¿Café?”, preguntó Lev Lvovich, señalándome un taburete. Sirvió el café y se


puso a mirar el juego. La partida terminó muy pronto, en medio de una discusión
presumiblemente sobre cómo el perdedor debió jugar en el momento crítico.
Aparentemente había ganado el hombre del turbante. Volteó la cara y al verme,
dijo, como si yo hubiese estado allí toda la noche: “¿Juega?” hablaba ruso con
un marcado acento.

“No muy bien”, conteste, “pero me gusta”.

En respuesta hizo un gesto invitándome a ocupar el puesto del contrincante


anterior, quien se puso de pie para cederme su lugar, y comenzó a charlar
animadamente con Lev Lvovich.

“Quítese los zapatos, si desea estar más cómodo”, dijo mi anfitrión.

Así lo hice, avergonzándome al descubrir que tenía un agujero en uno de mis


calcetines. Traté de ocultarlo cuando crucé la pierna, pero para mi bochorno, él
ya se había dado cuenta y, sonriendo, dijo: “¿Es partidario de la ventilación?
Muy bien… -¡nada como el aire fresco!... ¿Blancas o negras?”- y extendió
ambos puños cerrados con los dos peones. Cuando escogí el blanco me di
cuenta de que la otra mano también contenía uno blanco.

A hora, sentado frente a él podía ver que sus ojos oscuros, cuyo resplandor

me atravesaba, eran a la vez compasivos y de un humor chispeante. Yo estaba


agitado, pero de ninguna manera me sentía calificado para ser su contrincante.
Me ganó fácilmente.

“Nichevo –no importa”, dijo. “Espero que tenga muchas ocasiones de tomar la
revancha”. Hizo una leve inclinación de cabeza, abriendo sus manos para indicar
que sería recibido.

Luego, una larga conversación tuvo lugar entre los tres hombres. Por sus
ademanes deduje que Lev Lvovich contaba a los otros dos mis experimentos en
curación mediante la oración del Padre Nuestro. Durante el último verano visite a
menudo una pequeña aldea cercana a la residencia de un rico terrateniente a
cuyos hijos daba clases. Un día, uno de los ancianos de la aldea me rogó que
ayudara a su esposa, quien se mantenía en cama con fiebre muy alta desde
hacía ya tres semanas. Me sentí totalmente impotente porque ninguno de
nosotros tenía dinero para un médico. Finalmente, accediendo a sus súplicas, lo
acompañé a su casa. De pie, ante la mujer enferma de gravedad, lo único que
se me ocurrió fue rezar en voz alta por su recuperación –recitando el Padre
Nuestro, una y otra vez, en inglés, una de las pocas oraciones que recordaba.
Sorpresa y turbación me sobrevinieron al notar que la fiebre se aplacó
inexplicablemente. Las noticias se esparcieron por toda la aldea, y los lugareños
comenzaron a implorarme que rezase de esta manera cada vez que uno de ellos
se enfermara. ¿Qué sucedía? Mis “pacientes” mejoraban. Estaba aterrado y
curioso por estas misteriosas “curaciones”. Por supuesto me alegraba que mis
esfuerzos ayudaran a los aldeanos, pero fue un alivio cuando el verano,
finalmente, llegó a su término conjuntamente con mi papel de “sanador”.

Al rato, Lev Lvovich se dirigió a mi y me pidió que dijera, para mi anfitrión, las
palabras del Padre Nuestro de la forma como yo las había recitado a mis
pacientes. Así lo hice, más bien cohibido.

“¿Es usted inglés?”, preguntó mi anfitrión, en inglés.


“Si”.

“Por favor, diga su Padre Nuestro de nuevo”. Hablaba el inglés mejor que el
ruso, casi correctamente y con menos acento.

Repetí el “encantamiento”.

“Muy, pero muy in-te-re-san-te,” dijo, observándome con tanta atención que me
vi obligado a desviar la mirada. Advertí que Lev me observaba cuando se
disponía a jugar una partida de ajedrez con el hombre de los ojos sesgados. Me
hizo una señal con la cabeza, con una mirada que daba la impresión que
debiera prestar una especial atención a todo lo que dijera nuestro huésped.

C ontinuamos hablando en inglés, y la conversación –que tengo razones

suficientes para recordar- de desarrolló de la manera siguiente. La reconstruyo


de la mejor manera posible guiándome por los apuntes tomados en aquel
momento.

“¿Quién le enseño a rezar así el Padre Nuestro?”

“Nadie. Sólo se me ocurrió hacerlo así”.

“Diga la oración completa, de la misma forma”.

Así lo hice, balbuceando una o dos veces.

“¡Usted la interrumpió! Dijo las primeras frases sin detenerse, pero entonces
tomó aire. Eso es incorrecto. Esta es la manera como el Padre Nuestro debería
decirse. Escuche y observe”. Puso sus manos sobre las piernas, fijó la mirada
en mí, y comenzó a respirar lenta y profundamente, reteniendo el aire unos
momentos, sin moverse. Había mucha tranquilidad en la habitación. Lev Lvovich
y el otro hombre estaban absortos en su juego. Parecían pertenecer a otro
mundo. Yo sentía que estaba entrando en uno nuevo.

Una nota musical grave, baja y plena como un sol por debajo del do central
comenzó a sonar en el lugar, un sonido puro y seco, asordinado por las telas. Mi
anfitrión había comenzado a cantar el Padre Nuestro. Las palabras surgían lenta
y suavemente, las sílabas brotaban en forma equidistante y pareja, en el fluir de
la nota. Las consonantes, apenas sonaban lo suficiente para articular las
palabras. De principio a fin no había interrupción, ni vacilación, ni descanso para
respirar, ni variación en el tono; era un sonido único, integral y retenido, que le
impartía a la oración un significado más profundo que las propias palabras. El
“amén” –pronunciado, por supuesto, “aaa-meen”- se alargaba hasta lo inaudible
de una manera tal que fundía la nota musical que se apagaba, con el silencio
que le seguía. Cantado lentamente, de un solo aliento, parecía durar un tiempo
muy largo.

E mbelesado, me senté lleno de expectativas. El sonido de la nota cantada

tenía un efecto penetrante y singular. Me sentía como si aquello hubiera entrado


en mí. Poco después dijo: “se da cuenta, aunque las palabras tengan un
significado profundo, esto no es lo más importante. Incluso hay dudas de que las
palabras nos hayan sido transmitidas correctamente. Las versiones difieren y se
introducen matices en la traducción. Lo más importante del Padre Nuestro es
que nos proporciona una medida conveniente de un solo y entrenado aliento”.

Me encontraba perplejo. “¿Qué tiene que ver el aliento con esto?”


Su respuesta fue larga. Sólo puedo transmitir a medias lo que me dijo. El Padre
Nuestro, decía siempre refiriéndose a él como a “su Oración de nuestro Señor”,
era originalmente “un ejercicio devocional de respiración para ser cantado de un
solo aliento llano”. Esto mismo se aplicaba a otras oraciones antiguas
compuestas en Oriente en un pasado lejano. Beneficios sutiles de gran valor,
decía, se derivan de las vibraciones producidas por la entonación correcta,
mentalmente polarizada por las palabras de las oraciones. Para entonarlas de la
manera como estaban destinadas a serlo, debe prestarse igual atención a los
tres elementos: el aliento, el sonido y las palabras. En la religión moderna de
Occidente, que ha degenerado en un formalismo institucional sin remedio, se
toman las palabras por los hechos. “He estado en muchas iglesias de Inglaterra
y Norteamérica”, dijo mi anfitrión misterioso, “y siempre escuché a la
congregación mascullar el Padre Nuestro, todo corrido, en un gruñido confuso,
como si el mero murmullo repetido de la fórmula fuese lo requerido. ¿Ha leído
usted sus Escrituras?”

Le conté que me habían hecho tragar la Biblia cuando niño y, por consiguiente,
hubo momentos en que estuve a punto de odiarla.

“Es mejor odiar algo, que serle indiferente”, replicó. “Eso significa que puede
llegar a quererlo cuando lo comprenda correctamente”.

“Mi padre fue clérigo”, expliqué.

“¡Oh! Tuvo un mal comienzo. Uno no espera que los sacerdotes comprendan la
Biblia. Ellos se aferran al texto. Usted notará que aunque Jesús abiertamente
dictó las palabras de su oración modelo, cuando quiso mostrar cómo debían
pronunciarse –la parte más importante del ejercicio-, llevó a unos pocos
discípulos elegidos a un sitio apartado y les dio instrucciones especiales. Eso
nunca se dijo, no quedó registrado”.
“¿Por qué no?”

“No puede ser registrado. Es un asunto individual. No importa lo semejantes que


podamos ser en las apariencias, todos estamos construidos más o menos
diferentes unos de otros. Tiene mucho que ver con la manera como un hombre
respira, y no hay dos personas que lo hagan exactamente de la misma manera.
Se tenía que enseñar a respirar a cada uno de los discípulos, y luego a
encontrar la nota y el too correspondiente a sí mismo con lo cual la entonación
logra el mejor efecto”.

“Pero, ¿acaso la naturaleza no nos enseña a respirar?” repliqué.

Respondió que la naturaleza, por supuesto, nos obliga a respirar; vivimos por la
respiración, pero habitualmente desempeñamos dicha función de un manera
limitada, sin estudiarla, sólo lo suficiente como para mantener unidos el cuerpo y
el alma. Inclusive los cantantes y los atletas solamente estudian la respiración
adaptada a su actividad particular.
“También nos ponemos en cuatro patas y gateamos, hacemos ruidos, y
realizamos muchos actos sin instrucción especial, pero para caminar, hablar y
cantar necesitamos aprender. Sin embargo, nadie piensa que es necesario
enseñar a los niños a respirar –es decir, nadie, aparte de ciertos círculos
reducidos. Se vincula una técnica a cada cosa antes de poder hacerse con
mejor provecho, y esto es especialmente cierto en relación al aliento de la vida,
aunque muy poca gente se de cuenta”.
Insistí en que la respiración era una función tan natural como la digestión, o la
circulación de la sangre, y mientras más permitamos que estas cosas funciones
por sí solas, mucho mejor. “Además”, dije, “la oración no es una cuestión física,
es espiritual”.

“¿Dónde está la frontera?” replicó.


“Si la oración no tiene que ver con las funciones físicas, ¿Por qué todas las
grandes religiones, incluyendo aquellas que se fundamentan en su Biblia,
insisten en asociar la oración con el ayuno?”.

Me sentí perplejo ante ese comentario.


“Así que la oración en su más alto nivel pareciera después de todo tener algo
que ver con la digestión, e incluso con la calidad y la circulación de la sangre”.

E ste pensamiento revolucionario necesitaba ser digerido. Cambié de tema.

“¿Por qué es necesario que la oración sea entonada? ¿Por qué no se puede
simplemente recitar?”

Por toda respuesta él descubrió su poderoso pecho y, tomando mi mano, dijo:


“Ponga su dedo aquí”. Coloqué la punta de los dedos, como él me indicaba, en
la base de su pecho. Tomó una bocanada de aire profundamente y comenzó a
entonar aproximadamente la misma nota de antes. Podía sentir su torso entero
vibrando, y la vibración me era transmitida como una suave corriente eléctrica.

Retiré mis dedos, y después de un breve intervalo, dije: “Usted no articuló


palabras, cantó un solo sonido, ‘O’, y luego continuó con una ‘M’”.

“Nada se le escapa”, se rió entre dientes, animándome. “Este es un ejercicio con


el cual se puede empezar. ¿Le gustaría tratar? Cante la palabra home”1.

Deslicé la punta de los dedos dentro de mi camisa, colocándolas justo en el


esternón, y empecé a cantar, pero, ¡qué diferente había sido el efecto cuando lo

1
Home significa casa en ingles, pero con la traducción se pierde lo que importa aquí –el sonido
de la palabra. (N. T,)
hice con él! Sólo podía sentir una vibración débil, al mismo tiempo que mi
entonación sonaba como un gruñido quebrado.

“No importa”, dijo amablemente. “Le enseñaré como practicar, y al cabo de


pocos años si usted se aplica, obtendrá resultados”.

“¿Años?” exclamé desanimado.


“Bueno, ¿cuántos años toma adquirir pericia en música? La oración es un arte al
igual que la música, la pintura, la actuación o la escultura y, cuando menos,
posee el mismo grado de dificultad. Algunos tardan toda una vida en aprender”.

“¡Toda una vida! ¿De qué sirve aprender al final de una vida?!”

“Joven”, me dijo con seriedad, “mucho de lo que le digo ahora sólo lo podrá
comprender a cabalidad más adelante. Recuerde esto, rezar es un arte, y en el
arte no hay una meta final. Siempre se puede ir más allá. Es un viaje de
descubrimiento infinito y, como sucede en tales viajes, lo que se adquiere en la
marcha a menudo es tan valioso como lo que se encuentra al final del camino”.

Los dos hombres que jugaban ajedrez al fondo de la habitación habían concluido
su juego. Lev lvovich se acercó y le dijo algo a mi anfitrión, quien sacudió la
cabeza y contestó secamente, como si deseara seguir hablando conmigo. Lev
regresó con su compañero y comenzó otra partida.

“Por favor, diga el Padre Nuestro otra vez”, le rogué.

Una vez más mi anfitrión juntó sus manos, se preparó, tomó aliento lenta y
profundamente. Y de nuevo la nota profunda se esparció, llevando las palabras
familiares en su recorrido como una marea que lleva a los barcos lentamente a
puerto.
“¿Puedo intentarlo?” me atreví a preguntar.

“Por supuesto. Usted debe aprender”.

Pero de nuevo, mi voz, en comparación con la suya sonaba débil y áspera, el


tono vacilante y quebrado.
Tratando de pronunciar las palabras tan lentamente como lo había hecho él,
jadeaba cuando apenas iba por la mitad.

“No importa”, dijo de nuevo. “Regrese otra noche y le enseñaré cómo empezar”.

“¿Tengo también que ayunar?”, pregunté.


Me miró por un momento, y estalló en una carcajada. “Si, claro. Pero ¡no ahora!”
Dio una palmada y entró un criado, le dio una orden, y el criado regresó con una
bandeja surtida de zakuski y bebidas. Mi anfitrión llenó dos copas. “Pruebe mi
fórmula” dijo, “mucho mejor que el whisky. ¡Brindo por nosotros!”
Vació su copa al estilo ruso, y para no quedarme atrás, yo hice lo mismo. Menos
mal que yo tenía práctica –el brebaje era potente. Apuntando con el pulgar a Lev
Lvovich y su compañero, dijo: “Esos dos vejestorios se han quedado atascados
en su juego. Vamos a tomarnos otro”.

Después de una segunda copa llamó a los dos hombres, quienes interrumpieron
su juego para reunirse con nosotros. La conversación, inevitablemente, nos
apartó, pues el hombre de los ojos sesgados hablaba muy poco ruso y nada de
inglés, de manera que yo no pude hablar con él, y así, los tres conversaron entre
ellos en su propia lengua. Lev me hablaba en ruso, mientras mi anfitrión prefería
el inglés. Cuentos subidos de tono formaban parte de la conversación. Mi
anfitrión me traducía con gusto algunos de ellos. Me sabía uno o dos, que él
también tradujo con gran beneplácito.
D espués de la cena, Lev Lvovich y su compañero reanudaron la partida, y

mi anfitrión dijo: “Le cantaré algunas canciones orientales”. Dio una palmada y el
criado le trajo una especie de guitarra con la que tocó quejumbrosas tonadas
orientales, a veces tarareando, otras cantando suavemente con un exquisito
timbre de barítono.

“¿En que idioma está usted cantando?”, pregunté.

“En la lengua de los páramos rocosos de los montes inaccesibles”, dijo.

Al cabo de un rato los otros finalizaban la partida, y después de varios tragos


más Lev dijo que era hora de irse.
“¿Volverá?” dijo mi anfitrión.
“Me gustaría muchísimo”.
“Lev Lvovich lo traerá”, dijo, y se levantó del diván para acompañarnos hasta la
puerta. Entonces noté que era de contextura robusta y de mediana estatura.
Al despedirnos, su apretón de manos fue cálido y fuerte.
Salimos como entramos, atravesando la puerta que daba al primer apartamento
y posteriormente a la angosta callejuela por donde llegamos. La ciudad dormía.
Nuestras pisadas se amortiguaban sobre una delgada capa de nieve. Pequeños
copos caían en silencio centelleando bajo el resplandor de los faroles.

“¿Entonces?”, preguntó Lev, “¿Qué te pareció el Príncipe?”


“¿El Príncipe?”
“Nosotros lo llamamos el Príncipe”.
“¿Qué Príncipe? ¿Acaso es un príncipe?”
Lev Lvovich vaciló. “Llámalo Príncipe Ozay”, dijo él. “Pero su nombre no importa.
¿Qué te pareció?”
No podía encontrar palabras para expresar lo que sentía, y atiborré a Lev de
preguntas sobre él. Sin embargo, no agregó nada –sólo dijo que volveríamos
próximamente.

Regresamos varias veces. Al principio estaba tan intrigado por la verdadera


identidad del “Príncipe Ozay” como por sus palabras y acciones –curiosidad
natural de la juventud. ¿Quién era él? ¿Por qué tanto misterio? Todavía no
lograba librarme de las inhibiciones de una sociedad escéptica que exige
requisitos convencionales como garantía de autoridad.
Pero había visto en Lev Lvovich que tales requisitos le importaban muy poco.
Desde entonces he podido observar que frecuentemente conducen a
conclusiones erróneas. Hay abundancia de tontos con títulos académicos. Tenía
razones para pensar que mi extraño anfitrión era, al menos nominalmente,
musulmán a parsi.
Siempre habló de la Biblia como “sus” Escrituras, pero fuese él turco, tártaro,
teutón o tibetano; fuese su profesión la de calderero, sastre, soldado, marinero o
vagabundo; fuese su reclusión voluntaria, forzada, o el resultado de motivos
políticos, sociales, comerciales o religiosos -¿Qué importancia tendría todo esto,
mientras yo pudiera recoger algo que necesitara y que él a su vez estaba
deseoso de compartir? Él era un hombre bastante sabio, que había viajado
mucho, con su conocimiento profundo de las religiones comparadas y de la
filosofía –no sólo de la universitaria, sino de la filosofía de la vida- de las que
hablaba en términos tan poco convencionales que sería difícil transmitirlas, tan
salpicadas como estaban de comentarios incesantes sobre eventos y anécdotas
de todo tipo.
Me fue difícil registrar más de una fracción de lo que él decía. En cuanto a su
profesión formal, por lo que se veía, bien podía ser un mercader o un cacique de
alguna tribu rebelde, o un periodista, o (como por un momento llegué a
sospechar) un visitante de la capital rusa en alguna misión religiosa.
Nunca lo averigüé, y como no era asunto mío, no permití que me siguiera
molestando demasiado. Lev Lvovich siempre se refirió a él con el más profundo
respeto. Me acompañó en todas las visitas. Fuimos recibidos siempre de la
misma forma misteriosa, entrando por el apartamento trasero, y permanecíamos
allí hasta las tres de la madrugada. El hombre de los ojos sesgados y de la
barba de perilla era la única otra persona que estaba allí, exceptuando el criado,
un mulato, que traía la comida y las bebidas.

E l Príncipe Ozay amaba la música y se interesó en mí no sólo por mis

experimentos de curación sino también por venir de tan lejos, de Inglaterra, a


estudiar en el Conservatorio Ruso. Era el aspecto musical de lo que planteaba –
cantar de un solo aliento- lo que más me cautivó, pero muy pronto descubrí que
esto se vinculaba inextricablemente con el resto –la física, la medicina, la
filosofía. Pero él no era siempre fácil de descifrar. Como norma era
provocativamente evasivo, hasta que yo emitiera algún comentario inusual o
desafiante.

Por ejemplo. Véanme una vez más sentado con las piernas cruzadas frente a él
–un chela a los pies de su guru, imagino que algunos prefieren esto a las
palabras “alumnos” y “maestro” que no dan la talla (de esos hay muchos). Mi
guru es con certeza divino –en el mejor sentido, lo que significa enteramente
humano- y su primera pregunta no es sobre el alma del chela sino sobre sus
calcetines. Pero esta vez vine preparado –tengo calcetines nuevos. “¿No hay
agujeros de ventilación? ¡Qué lástima!
Esto me recuerda al hombre que…”y así pasa de una anécdota a otra. Trato de
decir algo sobre los temas que tanto me interesan –pero él prefiere jugar
ajedrez. Más tarde lo vuelvo a intentar –pero insiste en probar una nueva bebida
que ha creado, más fuerte que la que ingerimos en la primera visita.
A eso de las dos de la madrugada murmuro: “Discúlpeme, Príncipe, pero….” Sin
ningún resultado. Llegan más bebidas. Pero a mi no me hacen trampas. Espero
la ocasión y digo abruptamente con la boca media llena: “Príncipe, si el Padre
Nuestro está ligado al ayuno, por qué dice, ‘Danos hoy –nuestro pan de cada
día’?”
Ese era el tipo de comentario que él estaba esperando.
“Usted se equivoca. No es con el Padre Nuestro que está ligado el ayuno, sino
con el descubrimiento de la nota en la cual tales oraciones deben ser cantadas.
Sin ayunar no se puede descubrir el Nombre”.
“¿Qué nombre?”
“Bueno, cuando usted dice ‘santificado sea tu Nombre’, ¿qué quiere decir?”
Tuve que confesar que nunca me había detenido a pensar en esto.
“En su Iglesia nadie piensa en esto. Eluden la pregunta la pregunta diciendo que
es el nombre de ‘Dios’ y hasta ahí llegan. Sin embargo, la clave está es sus
Escrituras: ‘En el principio era el Nombre y el Nombre estaba con Dios y el
Nombre era Dios”.
“En el principio era la Palabra, no el Nombre”, corregí.
“Logos, si quiere discutir”, replicó.
“De hecho, cuando aún no existía ningún lenguaje no podían existir palabras ni
tampoco nombres en el sentido ordinario”.
“Entonces, ¿qué era el logos?”
“Un sonido. El primer sonido. El sonido más profundo. Lo que podría llamarse la
nota tónica del mundo”.
“¿Un sonido que podemos escuchar?”
“Sentir. No oír en el sentido ordinario. El sonido más penetrante es inaudible, de
la misma manera que la luz más penetrante es invisible. Pero mediante
entrenamiento uno puede producir un eco audible del sonido porque cada octava
es una réplica a un nivel diferente de cualquier otra octava, como todo el mundo
sabe. La función de la oración no es rogar o alabar, sino afinar”.

“¿Afinar qué?”
“El cuerpo. O el alma, si usted prefiere esa metáfora”. (A menudo usaba esta
expresión, “cuerpo –o alma si usted prefiere la metáfora”). “Usted es un
instrumento musical al igual que un piano, y necesita mantenerse afinado. Es ahí
donde intervienen el ayuno y otros ejercicios; usted es incapaz de recibir y
devolver vibraciones finas cuando su cuerpo –o alma, si lo prefiere- está
sobrecargado de alimentos resonando en el estómago, o mientras la sangre
retumba en las venas y en las arterias”.
“¿La sangre? ¿Retumbando?”
“Como una cascada. No se puede oír cuando se está siempre escuchando hacia
fuera. Uno tiene que escuchar hacia adentro –y eso, de por sí, es un arte.
Mientras sus principales vías de comunicación estén llenas del ruido de ese
tráfico interior, ¿cómo puede esperar oír algo?”
“Entonces, ¿para qué atiborrarse de comida ahora?” Dije esto con un genuino
desaliento, poniendo mi tenedor y cuchillo sobre la mesa.
Mi gesto fue de tal franqueza que logró que él estallara de la risa. Se detuvo
para contarle a Lev Lvovich y al otro hombre lo que yo acababa de decir. Lev me
miró benévolamente como preguntándose si me estaría afectando demasiado el
comportamiento de nuestro anfitrión. No obstante, yo estaba seguro de que lo
único que me quedaba por hacer era esperar.

“¡Escuche, joven! ¿Cuántas asignaturas estudia usted en el Conservatorio?”


Las enumeré: piano, armonía, contrapunto, orquestación, dirección orquestal,
historia de la música, estética, etc.
“Sin embargo, ¿no es verdad que, entre todas, conforman un todo?” prosiguió.
“Bueno, es exactamente lo mismo con el arte de la oración. El aficionado piensa
que puede hacerlo al igual que un aficionado que hace música, a través de una
especie de ‘instinto’, o siguiendo los dictados de su ‘alma’, o algún disparate por
el estilo, cuando es precisamente el ‘alma’ la que necesita ser dirigida. El ‘alma’,
o sentimiento, como debería ser llamado, penetra la música; pero, no obstante,
el conocedor sabe que, para ser perfecta, la música más conmovedora requiere
una técnica entrenada”.
“El ayuno es un tributario del arte de la oración”, prosiguió, “pero también es un
arte en sí mismo y no necesita ser estudiado de forma sistemática, no de
manera fortuita o superficial”.
La respiración también es un arte, decía, igual que el sexo. “Nadie –en quien el
sexo sea débil o no desarrollado o desequilibrado o anormal- puede esperar
jamás afinarse a la perfección”.

“¿Y que me dice del celibato?”, le pregunté.


“En ciertas etapas del entrenamiento, el celibato temporal es tan esencial como
el ayuno”, replicó, “pero sería estúpido hacer del ascetismo un fin en sí mismo.
El fanático que se convierte en célibe permanente es como el músico que pasa
toda su vida haciendo un mismo ejercicio”.

“D ios”, tomé nota de lo que decía en otra oportunidad, “no se alcanza por

medio de la actividad, sino más bien a través del cese de toda actividad. El cese,
hasta el mayor límite posible, de dieta, respiración y sexo. Estos son los tres
pilares sobre los que se edifica la oración. Cada uno tiene que ser entrenado y
disciplinado por la restricción –no existe otra manera de hacerlo pues todos son
caballos desbocados. Sólo cuando el terreno está limpio se puede comenzar
una verdadera construcción. Solamente desde allí se puede actuar
concientemente. Decir que la oración es ‘mental’ o ‘espiritual’ sería eludir el
asunto. La oración es fisiológica. Sus Escrituras mismas lo dan a entender, pero
el formalismo le ha tapado los oídos a la mayoría de sus sacerdotes para que no
comprendan, y la vista también, para que no perciban”.

M ucho de lo que él dijo estaba muy por encima de mi entendimiento en

aquel momento y solo llegue a comprenderlo después. Él debe haber notado la


expresión de desaliento que a veces me invadía, ya que repitió más de una vez:
“Joven, recuerde lo que le dije acerca de que éste es un viaje de
descubrimientos. Hay tanto por aprender a lo largo del camino como al final, y
unos cuantos pasos son mejores que ninguno, aunque tropiece”.

L as interpretaciones del Príncipe Ozay me abrieron perspectivas

inesperadas e ilimitables. Lo más importante para mi entonces era que el


Evangelio bíblico debía estudiarse de una manera absolutamente diferente de la
que me había sido inculcada durante la infancia. Tenía un significado que sólo
mediante una búsqueda diligente podía descubrirse; para atesorarlo, porque la
clave de su aplicación se basaba en las cosas simples prácticas de la vida
cotidiana, empezando antes que nada con el entrenamiento del cuerpo físico,
hasta convertirlo en templo apropiado para el espíritu. Visto no solamente como
un libro abierto sino como algo para lo cual era necesario encontrar una clave, el
Evangelio se convertía así en algo intensamente personal, libre de cualquier tipo
de dogma: un mensaje viviente, con la oración del Padre Nuestro como
emblema y las parábolas como ejemplo. “Busca y encontrarás”, sonaba como
una clarinada penetrante salida de las profundidades, un reto al esfuerzo y la
aventura, un llamado para hacer y arriesgar, en primer lugar con uno mismo.

El Príncipe Ozay me animaba a ensayar la composición de mis propias


oraciones de un solo aliento como ejercicios, tomando al Padre Nuestro como
medida de duración, para ser cantado de la misma manera, en la nota adecuada
más profunda, cada vez de un solo y firme aliento. Compuse un cierto número
de tales oraciones, de las cuales la que sigue, con la que él estuvo muy
complacido, fue la primera:

“Señor de la Vida, cuyo poder omnipotente habita hasta


en la más ínfima célula de este cuerpo, manifiesta Tu
gloria aquí dentro, hasta la perfección plena. Permite que
esas fuerzas radiantes que llenan Tu universo me
purifiquen y me eleven, y que a través de la observación
gozosa de Tus leyes pueda adquirir la fuerza divina y la
salud, y de esta manera consagrarme a Tu servicio por el
resto de mis días”.

El canto de las oraciones en esta manera especial, decía Ozay, era practicada
en la Iglesia Cristiana primigenia, que la había heredado de los antiguos
egipcios, de los caldeos, de los brahmines y de otras tradiciones del Oriente,
donde se le conocen como la ciencia del Mantra. Este aspecto esotérico del
Cristianismo se había perdido en la Iglesia occidental desde hace siglos. La
estandarización de credos y dogmas tendió a extinguirlo, y el uso de órganos en
las Iglesias precipito la declinación del canto mántrico. Una reminiscencia,
prueba de que existió en la antigüedad, perdura en la costumbre de entonar
oraciones en una sola nota. Pero el arte de la respiración que lo controlaba
apropiadamente se ha perdido por completo. No queda más que un desalentado
y deprimente zumbido monótono que hace de cada oración un lamento. La
mayoría de los sacerdotes oficiantes contemporáneos de las Iglesias Anglicanas
o Católicas se sorprenderían mucho –por no decir que sufrirían un choque- si se
les dijera que sus prácticas son una crasa degradación de lo que una vez tuvo la
intención de ser un ejercicio físico devocional de gran valor espiritual, diseñado
para entrenar el aliento de vida por medio del cual vivimos, y ser ejecutado con
esta intención en ciertas posiciones del cuerpo claramente definidas, muy
diferentes de la actitud tensa, contraída, que es la costumbre adulterada de hoy.
Una presencia mayor del arte mántrico prevaleció dentro de la Iglesia Ortodoxa
Griega, especialmente en su vertiente rusa, como resultado de su devoción por
la canción pura, sin interferencia instrumental alguna. La Iglesia Ortodoxa nunca
consintió que su canto fuera estropeado o degradado con la “ayuda” del órgano,
y en consecuencia, no permitió que entrara en las iglesias.

Pero la Iglesia Ortodoxa propiamente dicha se envileció con su asociación


política y su servilismo al poder secular, y el conocimiento que alguna vez
conservó detrás de su fachada dogmática se perdió en gran parte. En efecto, a
sus popes todavía se les entrena como cantores, lo que incluye tanto la
vocalización como el control de la respiración; desapareció hace ya mucho
tiempo la concepción primigenia de la conexión esencial e inseparable entre lo
espiritual y lo psicológico.

No obstante, el Príncipe Ozay me dijo una noche cuando se tocaba este tema:
“¿Le gustaría escuchar un eco del sonido del que le he estado hablando?”
En realidad no había nada que yo deseara más.
“Entonces, vaya a los oficios de la abadía de Alexandr Nevsky esta semana”,
dijo, “y ponga particular atención en todo lo que escuche”.

Era el comienzo de la Semana Santa y los grandes oficios previos a la Pascua


se celebraban diariamente en todas las iglesias de la región. Dejé todo a un lado
para asistir a la Abadía la mañana siguiente muy temprano.

E l amplio interior de la Abadía está oscuro. Sólo unas pocas velas

centellean aquí y allá ante los iconos enmarcados en bronce con sus caras
pintadas de oscuros tonos que atisban misteriosamente por detrás de su
moldura de metal adornado. En la lejanía se oye flotar un canto monótono que
parece surgir de la parte trasera del gran iconostasio. Los feligreses comienzan
a congregarse, hacen reverencias, se persignan al entrar y prenden velas al pie
de los iconos de su predilección. También se encienden cirios frente al
iconostasio y en el atril dorado que se ubica sobre el estrado, en la nave de la
iglesia. El canto distante que se alarga, quejumbroso, se prolonga sin cesar,
destruyendo todo sentido de tiempo y materialidad.

Ahora la iglesia se llena, feligreses de pie o arrodillados, solos o en pequeños


grupos. El canto llega a su término. El oficio está a punto de comenzar. Se da
una pausa, y de pronto el coro estalla en una canción magnífica, angelical. La
abadía de Alexandr Nevski era famosa por la belleza superlativa de sus cánticos,
incluso entre una constelación de catedrales. Mientras los acordes divinos
resuenan por la Abadía, las grandes puertas del iconostasio se abren de par en
par y el archimandrita junto con algunos popes asistentes, mitrados y
engalanados con túnicas suntuosas, se adelantan, trayendo incensarios para
sahumar a la congregación. La música, el color, el perfume -¡fueron
verdaderamente sabios, quienes, por su condición artística, idearon este
trasfondo sensible al ejercicio religioso!
El elaborado oficio sigue su curso. El tono bajo, fuerte y profundo de un pope
tras otro arrastra las invocaciones; el coro hace resonar las respuestas.
Finalmente llega el momento de leer las Escrituras. Un pope joven –es difícil
estimar se edad a través de sus abundantes bucles y espesa barba, aunque
pareciera estar rondando los treinta- se sube al estrado y ocupa su sitio en el
atril. El resto de los oficiantes se ubican a los lados. El escenario es
impresionante. Una quietud momentánea se asienta en el lugar. El joven pope
se acomoda la sotana, hace una genuflexión frente al altar, se persigna y se
prepara para leer. ¿Para “leer”?
El primer indicio de que lee es la reverberación, en medio de la inmensidad
silenciosa de la iglesia, de un sonido –bajo, parejo, extendido. Con cada aliento
que se prolonga canta una sola frase, muy lentamente, articulando todas las
sílabas en forma pareja. Es un fuerte barítono, muy parecido en el tono a las
voces de sus colegas, pero más pulido, más vibrante. Comienza con una nota
como una octava por debajo del do central, subiendo un semitono en cada frase,
aumentando al mismo tiempo el volumen. Cuando llega a la dominante, su voz
resuena vigorosamente entre las bóvedas y los arcos. Cuando, al concluir, en la
octava, alcanza el clímax de la “lectura”, la nota es como su carta de triunfo final
–exultante, majestuosa, triunfante, sobrecogedora.

Al principio fui tocado únicamente por la riqueza de una voz que pudo haber
cosechado fama mundial para su dueño si éste hubiese querido explotarla en el
escenario de la ópera. El hecho en sí, sin embargo, no era nada excepcional en
la Iglesia Rusa. Chaliapin no fue el único gran cantante ruso que se inició en un
coro de pueblo. Ni tampoco fue inusual su manera de leer. Era la práctica
establecida; en aquel momento las Escrituras se leían de la misma manera en
todas las iglesias del país. No obstante, la voz de este joven pope era diferente
de la de todos los demás. Cuando se acercaba al mi bemol se notaba cómo algo
extraordinario sucedía con su voz. Parecía estar “dirigiéndola” de una cierta
forma (esa es la única expresión que puedo encontrar para describirlo). Se había
asido con fuerza al facistol, había erguido el tronco, alzado levemente la cabeza
y parecía estar proyectando los sonidos hacia algún punto localizado en los
vastos espacios de lo alto. No escuche el efecto, lo sentí, -agudamente, casi
como un dolor, análogo al dolor que se siente en la vista al desplazarla
abruptamente de la oscuridad a la luz brillante. Obtenía ese extraño efecto sólo
con ciertas vocales, y con éstas yo sentía el sonido como si estuviera
produciéndose dentro de mi propia cabeza y en todo mi cuerpo. Yo parecía estar
identificado con eso, y su efecto era lograr que todo a mí alrededor se
manifestara como si estuviese nadando y, por un momento, se convirtiera en
algo etéreo e irreal. Tuve miedo de tambalearme y caer, por lo que fue necesario
restablecerme a la fuerza. Fue una experiencia desconcertante.

Cuando el joven pope alcanzó su exultante nota final, la sensación de ser


arrastrado se me hizo poco menos que intolerable, aunque no hubiera hecho
nada por detenerla o evadirla. Pero experimenté un sentimiento casi de alivio
cuando el coro rompió a cantar de nuevo. Pronto volví a mis cabales y miré a mí
alrededor para observar si otros habían sido afectados al igual que yo. Si alguien
más había “sentido” los mismos acordes que yo, no sabría decirlo, pero lo que
no admitía ninguna duda era que toda la congregación había sido
poderosamente impresionada. La mayoría estaba de rodillas, llorando.
E l joven pope bajo del estrado y la ceremonia siguió su curso. Me alejé con

la certeza de que había oído lo que el Príncipe Ozay deseaba que oyera, y yo
ansiaba conservar un recuerdo vivo de ello.
Asistí dos o tres veces más durante la semana y tuve la misma experiencia,
siempre misteriosa, aunque cada vez menos desconcertante por estar ya la
expectativa.

Le conté primero a Lev Lvovich.


“Debes contárselo al Príncipe”, me dijo.
El mero hecho de que el Príncipe Ozay supiera del pope establecía en mi mente
una conexión inevitable entre ambos.
“¿Será ese joven pope un alumno del Príncipe?”, le pregunté a Lev con
curiosidad, pero no fui alentado a husmear en lo no me incumbía.

Me llevó a ver al Príncipe Ozay, y una de las primeras preguntas que le hice se
refería a si otros en la congregación podrían haber tenido una experiencia
semejante a la mía. Me respondió que esto era improbable, aunque cualquiera
persona sensible podía ser impactada por la calidad excepcional de la voz.

“Debería tomar su experiencia como una señal alentadora”, dijo. “Esto significa
que aún partiendo de unos pocos ejercicios, su cuerpo –o alma, si lo prefiere- ha
comenzado a ser receptivo al Nombre, o a la Palabra, si lo prefiere. Dentro de
unos años, si usted persiste, notará los resultados”.

“Sin embargo”, repliqué con obstinación, “no puedo decir que fue precisamente
agradable, especialmente la primera vez”.

“Joven”, respondió con severidad, “¿condena usted al sol porque lo ciega


cuando lo mira, o al fuego porque lo quema cuando lo toca, o a sus músculos
porque le duelen después de un esfuerzo? La verdad siempre debe ser revelada
en pequeñas dosis muy diluidas. Y el sonido también tiene que ser racionado,
especialmente el Nombre que está por encima de todo Nombre, como lo
expresan las Escrituras suyas. Por eso es que el Nombre debe ser santificado.
Una sobredosis fácilmente podría causar su muerte de no estar lo
suficientemente entrenado”.

“¿Podía, por esto, haberme muerto en la catedral?”, pregunté aterrado.

“Si, si esto hubiera estado más concentrado, al igual que una cuerda de violín
estalla al ser pulsada con demasiada fuerza o que notas musicales de una cierta
calidad pueden quebrar objetos sólidos a distancia”.

Comencé a pensar que me había librado de un aprieto.


Mi cara debió haberme traicionado porque vi como cambiaba su expresión.
“Joven”, dijo, reprochándome suavemente, “podría darle muerte en un instante,
aquí sentado, sin necesidad de que ninguno de los dos movamos ni un
músculo”.

Lo miré con estupor, incrédulo por un momento. Pero había algo en su tono y
actitud que implicaba una convicción. Permanecí sentado, avergonzado,
profundamente desconcertado.

“¿Le tiene usted miedo al riesgo?”, me dijo una vez más con gentileza, aunque
todavía con algo de reproche. “Comprenda esto claramente. Ningún hombre
puede adquirir un conocimiento de esta naturaleza sin riesgo de morir. Dios, mal
aplicado, es el Diablo. Sólo hay una fuerza en la Creación. El bien y el mal
dependen exclusivamente de su aplicación”.
El Padre Nuestro

Padre nuestro, que estás en los cielos,


santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino,
hágase tu Voluntad
así en la tierra como en el cielo.
Danos hoy
nuestro pan de cada día;
y perdónanos nuestras ofensas,
así como nosotros perdonamos
a quienes nos ofenden;
y no nos dejes caer en tentación,
más líbranos del mal.
Porque tuyo es el reino,
el poder
y la gloria
por los siglos. Amén.
¿Quién es el Príncipe Ozay?

Según recuerdos y memorias de los alumnos de Gurdjieff, el maestro de la


oración, el Príncipe Ozay, fue de hecho Gueorgui Ivánovich Gurdjieff
(1866_1949)2, un maestro espiritual cuyo período activo en la Rusia de 1914
coincide con la época en que sucedieron estos acontecimientos.
Nacido en Alexandropol, en la frontera ruso – turca, el joven Gurdjieff fue criado
y educado en un ambiente cultural de extraordinaria riqueza, una encrucijada de
influencias de Oriente y Occidente.

Había llegado a Moscú y San Petersburgo después de una larga odisea a través
de monasterios y escuelas esotéricas ocultas del Medio y Lejano Oriente, lo
había guiado su inagotable pregunta: ¿Cuál es el sentido y el propósito de la
vida en la Tierra, y en particular, de la vida humana? Esta búsqueda le aportó
gradualmente el antiguo conocimiento que más tarde trajo a Occidente.

Entre quienes fueron atraídos a su enseñanza se encontraban P. D. Ouspensky,


Catherine Mansfield, T. S. Eliot, Frank Lloyd Wright, Jean Toomer, Maurice Nicoll,
A. R. Orage, y muchos más. Sus ideas y métodos prácticos para la
transformación conciente del hombre pulsaron una cuerda sonora en algunos
miembros de una generación desilusionada por las calamidades de la Primera
Guerra Mundial que buscaban un sentido más profundo para sus vidas
aparentemente afortunadas.

Gurdjieff introdujo su enseñanza en Norteamérica a mediados de los años veinte


con charlas públicas y presentaciones de sus “Movimientos”, las danzas
sagradas que había traído de Oriente. Más que ejecuciones fragmentarias o
ejercicios calisténicos, los Movimientos son un lenguaje físico mediante el cual
se transmite el conocimiento y se transforma en comprensión.

2
En el texto original aparece 1877 como el año de su nacimiento. Según posteriores estudios, el año 1866
es la fecha más acertada. (N. T.)
El trabajo de Gurdjieff se ha extendido por el mundo en los años posteriores a su
muerte, el 28 de octubre de 1949. Gurdjieff se refería a su enseñanza como una
“Escuela del Cuarto Camino”.

Diferenciaba al Cuarto Camino de los tres caminos tradicionales de progreso


espiritual: el del faquir, el monje y el yogui.

El faquir se esfuerza por obtener maestría sobre su cuerpo como vía de acceso
hacia la unión con la Divino. El monje intenta, mediante los sentimientos y la
devoción, encaminarse hacia la misma meta. El camino del yogui hacia la unión,
el sendero de la comprensión, es a través de la mente.

Cada uno de estos caminos, aunque efectivos, son incompletos. En algún


momento el adepto debe equilibrar las tres funciones en su totalidad. Estos
caminos tradicionales usualmente exigen que el buscador se aísle del mundo.

El Cuarto Camino trabaja sobre las tres funciones –cuerpo, mente, sentimiento-
simultáneamente, para permitir el desarrollo armónico del hombre.

También es característico del Cuarto Camino el hecho de que puede seguirse


dentro de las condiciones de vida ordinaria del buscador.

Las ideas de Gurdjieff han ejercido su influencia en muchos ámbitos: las artes, la
ciencia, la educación, la teoría social y la filosofía, a menudo como una corriente
que fluye justo bajo la superficie. Actualmente, existen grupos que trabajan
unidos en todo el mundo tratando de comprender las ideas de Gurdjieff y de
hacer uso de las técnicas para el desarrollo armónico que conforman su legado.
¿Quién es Paul Dukes?

Desde su más temprana edad como hijo de un ministro-párroco en Inglaterra,


Paul Dukes, nacido el 10 de febrero de 1889, fue atraído por el misterio. Su
mente joven cobraba vida con el deseo de ver y conocer lo que se ocultaba
detrás de las apariencias. Su espíritu de aventurero y su propia pasión por la
actividad física febril se equilibran y complementan con su profundo sentimiento
por la música y un sentido de su poder para vincularnos a un orden superior.

En estos años Paul Dukes se interesaba en la teosofía, el espiritismo y el


hipnotismo e investigaba fenómenos de curación “espiritual” en el momento que
este ensayo es redactado. Paul Dukes tiene el honor de ser el primer alumno
inglés de Gurdjieff. Fue miembro de ka Comisión Anglo-Rusa desde 1915 hasta
1918 y sirvió como oficial de la Inteligencia Británica en Rusia entre 1918 y 1919.
A cargo de una comisión itinerante de investigación en la Rusia europea, su
dominio del ruso, su habilidad para disfrazarse, su audacia y su disponibilidad
para cruzar fronteras e internarse en zonas peligrosas le hicieron vivir
numerosas aventuras durante el servicio a su país.

Bajo el seudónimo de Afirenko, portando un pasaporte ruso que lo hacía pasar


por un agente de la Checa (precursora de la KGB), se infiltró en Leningrado
después de cruzar la frontera finlandesa en el silencio de la noche. Su suerte era
extraordinaria, y hubo veces en que se alistó en el Ejercito Rojo, e incluso en el
propio Partido Comunista, para obtener información. Fue gracias a estos
servicios, un historial de aventuras románticas e intrigas en medio de la
Revolución Rusa, que le fue otorgado la orden de Caballero del Imperio Británico
a la edad de treinta años.

Sir Paul Dukes fue autor de Read Dust and the Morrow (1922) The Store of
Secret Agent ST25 (1938), ambos recuentos de sus experiencias en Rusia.
También escribió An Epic of the GESTAPO (1940) y The Unending Quest (1950),
una serie de bocetos autobiográficos entre los cuales este ensayo fue publicado
por primera vez.

En 1922, se casó con Orden Mills, hija de la Sra. W. K. Vanderbilt de Nueva


Cork. Se divorciaron en 1929, y en 1959 él se casó con Diana Fitzgewrald. Paul
Dukes se radicó en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde murió el 27 de agosto de
1967.
Obras de G. I. Gurdjieff

Relatos de Belcebú a su Nieto (Del Todo y De Todo, Primera Serie)


Encuentros con Hombres Notables (Del Todo y De Todo, Segunda Serie)
La Vida no es real sino cuando “Yo Soy” (Del Todo y De Todo, Tercera Serie)
Perspectivas desde el Mundo Real

Algunas obras de sus alumnos

De Hartmann, Thomas. Nuestra vida con el señor Gurdjieff.


Fremantle, Christopher. De la Atención.
Orage, A. R. Del Amor y otros ensayos.
Ouspensky, P. D. Fragmentos de una Enseñanza Desconocida.
Ouspensky, P. D. Psicología de la Posible Evolución del Hombre.
Vaysse, Jean. Hacia el despertar a sí mismo.
E l maestro espiritual Gueorgui Ivanovich Gurdjieff

(1866-1949) llegó a Moscú y San Petersburgo tras


una larga odisea por monasterios y escuelas del
Oriente Lejano y Medio. Lo había guiado su
inagotable pregunta: ¿Cuál es el sentido y propósito
de la vida en la Tierra, y en particular de la vida
humana? Esta búsqueda le aportó gradualmente el
antiguo conocimiento que más tarde trajo a
Occidente.
E mbelesado, me senté lleno de expectativas. El sonido de la

nota cantada tenía un efecto penetrante y singular. Me sentía como


si aquello hubiera entrado en mí. Poco después dijo: “se da cuenta,
aunque las palabras tengan un significado profundo, esto no es lo
más importante. Incluso hay dudas de que las palabras nos hayan
sido transmitidas correctamente. Las versiones difieren y se
introducen matices en la traducción. Lo más importante del Padre
Nuestro es que nos proporciona una medida conveniente de un
solo y entrenado aliento”.

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