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establecer una relación dinámica con este material, una clave que nos llevaría
Se encaminó hacia una casa al final de una pequeña calle no muy lejos de la
estación Nikolái. Allí tocó el timbre de una puerta al final de una escalera
descubierta que sugería modestas viviendas burguesas. Fuimos conducidos a
un apartamento muy sencillo. Lev Lvovich saludó a la mujer que nos recibió,
pero no me presentó. Fue derecho hasta el final del pasillo y abrió una puerta. El
hueco de la puerta parecía haber sido perforado a través de la pared del
apartamento contiguo que era más amplio y suntuoso. Había un marcado toque
oriental en la decoración. Las paredes del pasillo estaban adornadas con
tapices; lámparas de hierro forjado con cristales coloreados colgaban del techo.
Moviéndose como si estuviera en su casa, Lev Lvovich se asomó a una de las
habitaciones y luego me indicó que lo siguiera.
colgaduras, con lámparas que hacían juego. En un rincón había u diván grande
y bajo repleto de cojines multicolores. En éste, dos hombres estaban sentados
con las piernas cruzadas, jugando ajedrez con piezas de lujosa hechura. En una
mesa octogonal a su lado, había café y tazas. De cuando en cuando los
jugadores alargaban las manos para beber un sorbo. Juzgando por las
apariencias, ninguno de los dos era europeo. Uno, que lucía una bata de seda
estampada y un turbante, era macizo, moreno, con una barba corta, espesa y
negra. El otro, vestido con un traje ancho y bufanda en lugar de corbata, tenía la
piel bronceada y curtida, los pómulos prominentes, los ojos sesgados y una
pequeña barba de perilla. Salvo por una leve inclinación de cabeza, ninguno de
los dos prestó la menor atención a nuestra entrada. Continuaron su juego,
intercambiando palabras en una lengua que yo no comprendía.
A hora, sentado frente a él podía ver que sus ojos oscuros, cuyo resplandor
“Nichevo –no importa”, dijo. “Espero que tenga muchas ocasiones de tomar la
revancha”. Hizo una leve inclinación de cabeza, abriendo sus manos para indicar
que sería recibido.
Luego, una larga conversación tuvo lugar entre los tres hombres. Por sus
ademanes deduje que Lev Lvovich contaba a los otros dos mis experimentos en
curación mediante la oración del Padre Nuestro. Durante el último verano visite a
menudo una pequeña aldea cercana a la residencia de un rico terrateniente a
cuyos hijos daba clases. Un día, uno de los ancianos de la aldea me rogó que
ayudara a su esposa, quien se mantenía en cama con fiebre muy alta desde
hacía ya tres semanas. Me sentí totalmente impotente porque ninguno de
nosotros tenía dinero para un médico. Finalmente, accediendo a sus súplicas, lo
acompañé a su casa. De pie, ante la mujer enferma de gravedad, lo único que
se me ocurrió fue rezar en voz alta por su recuperación –recitando el Padre
Nuestro, una y otra vez, en inglés, una de las pocas oraciones que recordaba.
Sorpresa y turbación me sobrevinieron al notar que la fiebre se aplacó
inexplicablemente. Las noticias se esparcieron por toda la aldea, y los lugareños
comenzaron a implorarme que rezase de esta manera cada vez que uno de ellos
se enfermara. ¿Qué sucedía? Mis “pacientes” mejoraban. Estaba aterrado y
curioso por estas misteriosas “curaciones”. Por supuesto me alegraba que mis
esfuerzos ayudaran a los aldeanos, pero fue un alivio cuando el verano,
finalmente, llegó a su término conjuntamente con mi papel de “sanador”.
Al rato, Lev Lvovich se dirigió a mi y me pidió que dijera, para mi anfitrión, las
palabras del Padre Nuestro de la forma como yo las había recitado a mis
pacientes. Así lo hice, más bien cohibido.
“Por favor, diga su Padre Nuestro de nuevo”. Hablaba el inglés mejor que el
ruso, casi correctamente y con menos acento.
Repetí el “encantamiento”.
“Muy, pero muy in-te-re-san-te,” dijo, observándome con tanta atención que me
vi obligado a desviar la mirada. Advertí que Lev me observaba cuando se
disponía a jugar una partida de ajedrez con el hombre de los ojos sesgados. Me
hizo una señal con la cabeza, con una mirada que daba la impresión que
debiera prestar una especial atención a todo lo que dijera nuestro huésped.
“¡Usted la interrumpió! Dijo las primeras frases sin detenerse, pero entonces
tomó aire. Eso es incorrecto. Esta es la manera como el Padre Nuestro debería
decirse. Escuche y observe”. Puso sus manos sobre las piernas, fijó la mirada
en mí, y comenzó a respirar lenta y profundamente, reteniendo el aire unos
momentos, sin moverse. Había mucha tranquilidad en la habitación. Lev Lvovich
y el otro hombre estaban absortos en su juego. Parecían pertenecer a otro
mundo. Yo sentía que estaba entrando en uno nuevo.
Una nota musical grave, baja y plena como un sol por debajo del do central
comenzó a sonar en el lugar, un sonido puro y seco, asordinado por las telas. Mi
anfitrión había comenzado a cantar el Padre Nuestro. Las palabras surgían lenta
y suavemente, las sílabas brotaban en forma equidistante y pareja, en el fluir de
la nota. Las consonantes, apenas sonaban lo suficiente para articular las
palabras. De principio a fin no había interrupción, ni vacilación, ni descanso para
respirar, ni variación en el tono; era un sonido único, integral y retenido, que le
impartía a la oración un significado más profundo que las propias palabras. El
“amén” –pronunciado, por supuesto, “aaa-meen”- se alargaba hasta lo inaudible
de una manera tal que fundía la nota musical que se apagaba, con el silencio
que le seguía. Cantado lentamente, de un solo aliento, parecía durar un tiempo
muy largo.
Le conté que me habían hecho tragar la Biblia cuando niño y, por consiguiente,
hubo momentos en que estuve a punto de odiarla.
“Es mejor odiar algo, que serle indiferente”, replicó. “Eso significa que puede
llegar a quererlo cuando lo comprenda correctamente”.
“¡Oh! Tuvo un mal comienzo. Uno no espera que los sacerdotes comprendan la
Biblia. Ellos se aferran al texto. Usted notará que aunque Jesús abiertamente
dictó las palabras de su oración modelo, cuando quiso mostrar cómo debían
pronunciarse –la parte más importante del ejercicio-, llevó a unos pocos
discípulos elegidos a un sitio apartado y les dio instrucciones especiales. Eso
nunca se dijo, no quedó registrado”.
“¿Por qué no?”
Respondió que la naturaleza, por supuesto, nos obliga a respirar; vivimos por la
respiración, pero habitualmente desempeñamos dicha función de un manera
limitada, sin estudiarla, sólo lo suficiente como para mantener unidos el cuerpo y
el alma. Inclusive los cantantes y los atletas solamente estudian la respiración
adaptada a su actividad particular.
“También nos ponemos en cuatro patas y gateamos, hacemos ruidos, y
realizamos muchos actos sin instrucción especial, pero para caminar, hablar y
cantar necesitamos aprender. Sin embargo, nadie piensa que es necesario
enseñar a los niños a respirar –es decir, nadie, aparte de ciertos círculos
reducidos. Se vincula una técnica a cada cosa antes de poder hacerse con
mejor provecho, y esto es especialmente cierto en relación al aliento de la vida,
aunque muy poca gente se de cuenta”.
Insistí en que la respiración era una función tan natural como la digestión, o la
circulación de la sangre, y mientras más permitamos que estas cosas funciones
por sí solas, mucho mejor. “Además”, dije, “la oración no es una cuestión física,
es espiritual”.
“¿Por qué es necesario que la oración sea entonada? ¿Por qué no se puede
simplemente recitar?”
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Home significa casa en ingles, pero con la traducción se pierde lo que importa aquí –el sonido
de la palabra. (N. T,)
hice con él! Sólo podía sentir una vibración débil, al mismo tiempo que mi
entonación sonaba como un gruñido quebrado.
“¡Toda una vida! ¿De qué sirve aprender al final de una vida?!”
“Joven”, me dijo con seriedad, “mucho de lo que le digo ahora sólo lo podrá
comprender a cabalidad más adelante. Recuerde esto, rezar es un arte, y en el
arte no hay una meta final. Siempre se puede ir más allá. Es un viaje de
descubrimiento infinito y, como sucede en tales viajes, lo que se adquiere en la
marcha a menudo es tan valioso como lo que se encuentra al final del camino”.
Los dos hombres que jugaban ajedrez al fondo de la habitación habían concluido
su juego. Lev lvovich se acercó y le dijo algo a mi anfitrión, quien sacudió la
cabeza y contestó secamente, como si deseara seguir hablando conmigo. Lev
regresó con su compañero y comenzó otra partida.
Una vez más mi anfitrión juntó sus manos, se preparó, tomó aliento lenta y
profundamente. Y de nuevo la nota profunda se esparció, llevando las palabras
familiares en su recorrido como una marea que lleva a los barcos lentamente a
puerto.
“¿Puedo intentarlo?” me atreví a preguntar.
“No importa”, dijo de nuevo. “Regrese otra noche y le enseñaré cómo empezar”.
Después de una segunda copa llamó a los dos hombres, quienes interrumpieron
su juego para reunirse con nosotros. La conversación, inevitablemente, nos
apartó, pues el hombre de los ojos sesgados hablaba muy poco ruso y nada de
inglés, de manera que yo no pude hablar con él, y así, los tres conversaron entre
ellos en su propia lengua. Lev me hablaba en ruso, mientras mi anfitrión prefería
el inglés. Cuentos subidos de tono formaban parte de la conversación. Mi
anfitrión me traducía con gusto algunos de ellos. Me sabía uno o dos, que él
también tradujo con gran beneplácito.
D espués de la cena, Lev Lvovich y su compañero reanudaron la partida, y
mi anfitrión dijo: “Le cantaré algunas canciones orientales”. Dio una palmada y el
criado le trajo una especie de guitarra con la que tocó quejumbrosas tonadas
orientales, a veces tarareando, otras cantando suavemente con un exquisito
timbre de barítono.
Por ejemplo. Véanme una vez más sentado con las piernas cruzadas frente a él
–un chela a los pies de su guru, imagino que algunos prefieren esto a las
palabras “alumnos” y “maestro” que no dan la talla (de esos hay muchos). Mi
guru es con certeza divino –en el mejor sentido, lo que significa enteramente
humano- y su primera pregunta no es sobre el alma del chela sino sobre sus
calcetines. Pero esta vez vine preparado –tengo calcetines nuevos. “¿No hay
agujeros de ventilación? ¡Qué lástima!
Esto me recuerda al hombre que…”y así pasa de una anécdota a otra. Trato de
decir algo sobre los temas que tanto me interesan –pero él prefiere jugar
ajedrez. Más tarde lo vuelvo a intentar –pero insiste en probar una nueva bebida
que ha creado, más fuerte que la que ingerimos en la primera visita.
A eso de las dos de la madrugada murmuro: “Discúlpeme, Príncipe, pero….” Sin
ningún resultado. Llegan más bebidas. Pero a mi no me hacen trampas. Espero
la ocasión y digo abruptamente con la boca media llena: “Príncipe, si el Padre
Nuestro está ligado al ayuno, por qué dice, ‘Danos hoy –nuestro pan de cada
día’?”
Ese era el tipo de comentario que él estaba esperando.
“Usted se equivoca. No es con el Padre Nuestro que está ligado el ayuno, sino
con el descubrimiento de la nota en la cual tales oraciones deben ser cantadas.
Sin ayunar no se puede descubrir el Nombre”.
“¿Qué nombre?”
“Bueno, cuando usted dice ‘santificado sea tu Nombre’, ¿qué quiere decir?”
Tuve que confesar que nunca me había detenido a pensar en esto.
“En su Iglesia nadie piensa en esto. Eluden la pregunta la pregunta diciendo que
es el nombre de ‘Dios’ y hasta ahí llegan. Sin embargo, la clave está es sus
Escrituras: ‘En el principio era el Nombre y el Nombre estaba con Dios y el
Nombre era Dios”.
“En el principio era la Palabra, no el Nombre”, corregí.
“Logos, si quiere discutir”, replicó.
“De hecho, cuando aún no existía ningún lenguaje no podían existir palabras ni
tampoco nombres en el sentido ordinario”.
“Entonces, ¿qué era el logos?”
“Un sonido. El primer sonido. El sonido más profundo. Lo que podría llamarse la
nota tónica del mundo”.
“¿Un sonido que podemos escuchar?”
“Sentir. No oír en el sentido ordinario. El sonido más penetrante es inaudible, de
la misma manera que la luz más penetrante es invisible. Pero mediante
entrenamiento uno puede producir un eco audible del sonido porque cada octava
es una réplica a un nivel diferente de cualquier otra octava, como todo el mundo
sabe. La función de la oración no es rogar o alabar, sino afinar”.
“¿Afinar qué?”
“El cuerpo. O el alma, si usted prefiere esa metáfora”. (A menudo usaba esta
expresión, “cuerpo –o alma si usted prefiere la metáfora”). “Usted es un
instrumento musical al igual que un piano, y necesita mantenerse afinado. Es ahí
donde intervienen el ayuno y otros ejercicios; usted es incapaz de recibir y
devolver vibraciones finas cuando su cuerpo –o alma, si lo prefiere- está
sobrecargado de alimentos resonando en el estómago, o mientras la sangre
retumba en las venas y en las arterias”.
“¿La sangre? ¿Retumbando?”
“Como una cascada. No se puede oír cuando se está siempre escuchando hacia
fuera. Uno tiene que escuchar hacia adentro –y eso, de por sí, es un arte.
Mientras sus principales vías de comunicación estén llenas del ruido de ese
tráfico interior, ¿cómo puede esperar oír algo?”
“Entonces, ¿para qué atiborrarse de comida ahora?” Dije esto con un genuino
desaliento, poniendo mi tenedor y cuchillo sobre la mesa.
Mi gesto fue de tal franqueza que logró que él estallara de la risa. Se detuvo
para contarle a Lev Lvovich y al otro hombre lo que yo acababa de decir. Lev me
miró benévolamente como preguntándose si me estaría afectando demasiado el
comportamiento de nuestro anfitrión. No obstante, yo estaba seguro de que lo
único que me quedaba por hacer era esperar.
“D ios”, tomé nota de lo que decía en otra oportunidad, “no se alcanza por
medio de la actividad, sino más bien a través del cese de toda actividad. El cese,
hasta el mayor límite posible, de dieta, respiración y sexo. Estos son los tres
pilares sobre los que se edifica la oración. Cada uno tiene que ser entrenado y
disciplinado por la restricción –no existe otra manera de hacerlo pues todos son
caballos desbocados. Sólo cuando el terreno está limpio se puede comenzar
una verdadera construcción. Solamente desde allí se puede actuar
concientemente. Decir que la oración es ‘mental’ o ‘espiritual’ sería eludir el
asunto. La oración es fisiológica. Sus Escrituras mismas lo dan a entender, pero
el formalismo le ha tapado los oídos a la mayoría de sus sacerdotes para que no
comprendan, y la vista también, para que no perciban”.
El canto de las oraciones en esta manera especial, decía Ozay, era practicada
en la Iglesia Cristiana primigenia, que la había heredado de los antiguos
egipcios, de los caldeos, de los brahmines y de otras tradiciones del Oriente,
donde se le conocen como la ciencia del Mantra. Este aspecto esotérico del
Cristianismo se había perdido en la Iglesia occidental desde hace siglos. La
estandarización de credos y dogmas tendió a extinguirlo, y el uso de órganos en
las Iglesias precipito la declinación del canto mántrico. Una reminiscencia,
prueba de que existió en la antigüedad, perdura en la costumbre de entonar
oraciones en una sola nota. Pero el arte de la respiración que lo controlaba
apropiadamente se ha perdido por completo. No queda más que un desalentado
y deprimente zumbido monótono que hace de cada oración un lamento. La
mayoría de los sacerdotes oficiantes contemporáneos de las Iglesias Anglicanas
o Católicas se sorprenderían mucho –por no decir que sufrirían un choque- si se
les dijera que sus prácticas son una crasa degradación de lo que una vez tuvo la
intención de ser un ejercicio físico devocional de gran valor espiritual, diseñado
para entrenar el aliento de vida por medio del cual vivimos, y ser ejecutado con
esta intención en ciertas posiciones del cuerpo claramente definidas, muy
diferentes de la actitud tensa, contraída, que es la costumbre adulterada de hoy.
Una presencia mayor del arte mántrico prevaleció dentro de la Iglesia Ortodoxa
Griega, especialmente en su vertiente rusa, como resultado de su devoción por
la canción pura, sin interferencia instrumental alguna. La Iglesia Ortodoxa nunca
consintió que su canto fuera estropeado o degradado con la “ayuda” del órgano,
y en consecuencia, no permitió que entrara en las iglesias.
No obstante, el Príncipe Ozay me dijo una noche cuando se tocaba este tema:
“¿Le gustaría escuchar un eco del sonido del que le he estado hablando?”
En realidad no había nada que yo deseara más.
“Entonces, vaya a los oficios de la abadía de Alexandr Nevsky esta semana”,
dijo, “y ponga particular atención en todo lo que escuche”.
centellean aquí y allá ante los iconos enmarcados en bronce con sus caras
pintadas de oscuros tonos que atisban misteriosamente por detrás de su
moldura de metal adornado. En la lejanía se oye flotar un canto monótono que
parece surgir de la parte trasera del gran iconostasio. Los feligreses comienzan
a congregarse, hacen reverencias, se persignan al entrar y prenden velas al pie
de los iconos de su predilección. También se encienden cirios frente al
iconostasio y en el atril dorado que se ubica sobre el estrado, en la nave de la
iglesia. El canto distante que se alarga, quejumbroso, se prolonga sin cesar,
destruyendo todo sentido de tiempo y materialidad.
Al principio fui tocado únicamente por la riqueza de una voz que pudo haber
cosechado fama mundial para su dueño si éste hubiese querido explotarla en el
escenario de la ópera. El hecho en sí, sin embargo, no era nada excepcional en
la Iglesia Rusa. Chaliapin no fue el único gran cantante ruso que se inició en un
coro de pueblo. Ni tampoco fue inusual su manera de leer. Era la práctica
establecida; en aquel momento las Escrituras se leían de la misma manera en
todas las iglesias del país. No obstante, la voz de este joven pope era diferente
de la de todos los demás. Cuando se acercaba al mi bemol se notaba cómo algo
extraordinario sucedía con su voz. Parecía estar “dirigiéndola” de una cierta
forma (esa es la única expresión que puedo encontrar para describirlo). Se había
asido con fuerza al facistol, había erguido el tronco, alzado levemente la cabeza
y parecía estar proyectando los sonidos hacia algún punto localizado en los
vastos espacios de lo alto. No escuche el efecto, lo sentí, -agudamente, casi
como un dolor, análogo al dolor que se siente en la vista al desplazarla
abruptamente de la oscuridad a la luz brillante. Obtenía ese extraño efecto sólo
con ciertas vocales, y con éstas yo sentía el sonido como si estuviera
produciéndose dentro de mi propia cabeza y en todo mi cuerpo. Yo parecía estar
identificado con eso, y su efecto era lograr que todo a mí alrededor se
manifestara como si estuviese nadando y, por un momento, se convirtiera en
algo etéreo e irreal. Tuve miedo de tambalearme y caer, por lo que fue necesario
restablecerme a la fuerza. Fue una experiencia desconcertante.
la certeza de que había oído lo que el Príncipe Ozay deseaba que oyera, y yo
ansiaba conservar un recuerdo vivo de ello.
Asistí dos o tres veces más durante la semana y tuve la misma experiencia,
siempre misteriosa, aunque cada vez menos desconcertante por estar ya la
expectativa.
Me llevó a ver al Príncipe Ozay, y una de las primeras preguntas que le hice se
refería a si otros en la congregación podrían haber tenido una experiencia
semejante a la mía. Me respondió que esto era improbable, aunque cualquiera
persona sensible podía ser impactada por la calidad excepcional de la voz.
“Debería tomar su experiencia como una señal alentadora”, dijo. “Esto significa
que aún partiendo de unos pocos ejercicios, su cuerpo –o alma, si lo prefiere- ha
comenzado a ser receptivo al Nombre, o a la Palabra, si lo prefiere. Dentro de
unos años, si usted persiste, notará los resultados”.
“Sin embargo”, repliqué con obstinación, “no puedo decir que fue precisamente
agradable, especialmente la primera vez”.
“Si, si esto hubiera estado más concentrado, al igual que una cuerda de violín
estalla al ser pulsada con demasiada fuerza o que notas musicales de una cierta
calidad pueden quebrar objetos sólidos a distancia”.
Lo miré con estupor, incrédulo por un momento. Pero había algo en su tono y
actitud que implicaba una convicción. Permanecí sentado, avergonzado,
profundamente desconcertado.
“¿Le tiene usted miedo al riesgo?”, me dijo una vez más con gentileza, aunque
todavía con algo de reproche. “Comprenda esto claramente. Ningún hombre
puede adquirir un conocimiento de esta naturaleza sin riesgo de morir. Dios, mal
aplicado, es el Diablo. Sólo hay una fuerza en la Creación. El bien y el mal
dependen exclusivamente de su aplicación”.
El Padre Nuestro
Había llegado a Moscú y San Petersburgo después de una larga odisea a través
de monasterios y escuelas esotéricas ocultas del Medio y Lejano Oriente, lo
había guiado su inagotable pregunta: ¿Cuál es el sentido y el propósito de la
vida en la Tierra, y en particular, de la vida humana? Esta búsqueda le aportó
gradualmente el antiguo conocimiento que más tarde trajo a Occidente.
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En el texto original aparece 1877 como el año de su nacimiento. Según posteriores estudios, el año 1866
es la fecha más acertada. (N. T.)
El trabajo de Gurdjieff se ha extendido por el mundo en los años posteriores a su
muerte, el 28 de octubre de 1949. Gurdjieff se refería a su enseñanza como una
“Escuela del Cuarto Camino”.
El faquir se esfuerza por obtener maestría sobre su cuerpo como vía de acceso
hacia la unión con la Divino. El monje intenta, mediante los sentimientos y la
devoción, encaminarse hacia la misma meta. El camino del yogui hacia la unión,
el sendero de la comprensión, es a través de la mente.
El Cuarto Camino trabaja sobre las tres funciones –cuerpo, mente, sentimiento-
simultáneamente, para permitir el desarrollo armónico del hombre.
Las ideas de Gurdjieff han ejercido su influencia en muchos ámbitos: las artes, la
ciencia, la educación, la teoría social y la filosofía, a menudo como una corriente
que fluye justo bajo la superficie. Actualmente, existen grupos que trabajan
unidos en todo el mundo tratando de comprender las ideas de Gurdjieff y de
hacer uso de las técnicas para el desarrollo armónico que conforman su legado.
¿Quién es Paul Dukes?
Sir Paul Dukes fue autor de Read Dust and the Morrow (1922) The Store of
Secret Agent ST25 (1938), ambos recuentos de sus experiencias en Rusia.
También escribió An Epic of the GESTAPO (1940) y The Unending Quest (1950),
una serie de bocetos autobiográficos entre los cuales este ensayo fue publicado
por primera vez.