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CAPÍTULO 1

Mathilda Latimore se retiró de la orilla del desvencijado muelle de


madera en Omdurmán, deseando, fervientemente, no haber venido. Un sol
seco caía como fuego en su esbelta figura. Era el final del mes de mayo y
la temperatura, al medio día, alcanzaba los treinta y ocho grados
centígrados. En cualquier momento llegaría la lluvia. Su malhumor
aumentaba y la tolerancia disminuía.
Una pequeña chispa incendiaría este mundo.
A través de las aguas turbias donde el Nilo Blanco se unía con el
Azul, atrapando la vieja capital de Kartum en su península en forma de V,
podía ver la torre de las oraciones de la Mezquita de los dos Nilos y el
polígono de su cúpula futurista geodésica. Al norte del empalme, se
apreciaba el humo suspendido sobre el distrito industrial del norte de
Jartum.
Una multitud de sonidos en árabe y en los veintiséis idiomas
regionales de la República de Sudán la acometía por todos lados. El
pequeño buque de vapor de rueda que se acercaba parecía tener cupo
para cincuenta pasajeros, y más de trescientos esperaban en el muelle.
"Lo tengo bien merecido", pensó Mathilda con ironía. ¿Dónde está ese
hombre? Todo resultó mal. Comenzó a estarlo aún allá, en Boston, durante
la cena en la vieja casa de Eastboro.
—La situación se ha vuelto intolerable —mencionó Bruce Latimore,
padre de Mathilda—. Esa vía de ferrocarril debió quedar reparada hace tres
meses, y no hemos sabido ni una palabra de Quinn en los últimos treinta
años. Alguien tiene que ir allá.
—No serás tú, Bruce —dijo firmemente su esposa—. Aún no te repones
de tu gripe. Yo no quería que te levantaras hoy de la cama y, desde luego,
no permitiré que vayas a África por una... ¡vía de ferrocarril! —Mary-Kate era
pequeña pero hablaba con autoridad, y como la matriarca del clan Latimore,
muy pocas personas... incluyendo su esposo... se atrevían a contradecirla.
—Tenemos varios ingenieros de supervisión —sugirió Mathilda.
—Ninguno que hable árabe, Mattie —aclaró su padre—. La mitad de
ellos son demasiado viejos para esa clase de vida. Es un país atrasado. Lo
que necesitamos es un ingeniero joven y dinámico que hable árabe y que
no tenga compromisos inmediatos.
—Bueno, no me mires a mí —habló Mattie precipitadamente—. Yo estoy
en el negocio de la construcción, es decir, construyo edificios. ¡No conozco
nada de vías de ferrocarril! —su padre la miraba y también su madre—. He
estudiado el árabe... pero no puedo decir que lo hable bien —agregó,
mostrándose agitada.
—No hay nada de qué preocuparse —comentó Bruce Latimore—.
Tenemos un hombre nuevo en Jartum... Ryan Quinn. Es uno de los
mejores. Domina el árabe y quizá otra media docena de idiomas.
—Es raro que no lo haya conocido antes —mencionó Mattie—. Soy la
vicepresidente de la corporación y no he conocido al hombre que está a
cargo de las operaciones.
—Tú estabas en México la última vez que él vino aquí —aclaró Mary-
Kate—. Siempre tienes mucha prisa por ir a algún otro lugar... hacer algo
nuevo, Mattie. A veces deseo que tú... En fin, no es nada importante. A mí
me agradó.
—¿Y esa es la única recomendación que necesito? —preguntó Mattie
riendo.
—Y la aprobación de tu padre —dijo Mary-Kate de inmediato—. Y no
olvides que tu hermana Rebecca pasó un año en Chad, que es un país
vecino de Sudán.
—Por la descripción de Becky, el país al cual están tratando de
enviarme sería el último que yo elegiría.
—¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó Bruce con voz suave—. Has
ido conmigo a muchas asignaciones en el extranjero.
—Sí... bueno, ese es el problema —contestó—. Contigo. Esa es la
palabra clave. ¿Ahora quieres que yo vaya sola a encontrarme con un
hombre que ni siquiera me conoce? Ustedes saben lo difícil que es para
una mujer darse a respetar por los hombres de las compañías
constructoras. ¿O van a decirme que este tipo, Quinn, es inofensivo?
—No precisamente —aclaró su madre, agitada—. En realidad, yo... yo
saqué una conclusión totalmente opuesta. Parecía muy...
—Vamos, Mary-Kate —mencionó Bruce, riendo con indulgencia—. Mattie
irá allá como mi representante. Todo lo que tiene que hacer es mantener la
calma, inspeccionar todo, hablar mucho del centro de operaciones, y
finalmente, regresar a casa.
Su esposa le sonrió con algo más que cariño. "¡Después de todos
éstos años de matrimonio, aún están locos el uno por el otro!", pensó
Mattie.
—Será bueno para nuestra Mattie —les aseguró Marie-Kate a ambos—.
Forma parte de llegar a la mayoría de edad. Me parece recordar que
cuando se pone carne en la jaula del tigre, él la come... a veces —Bruce y
su hija miraron a aquella pequeña juez, sin comprender.
Ahora, Mattie Latimore se encontraba al otro lado del mundo, con sus
maletas repletas de pastillas contra la malaria, purificadores de agua, un
guardarropa adecuado, muy mal humor, y la habían depositado
urgentemente en medio de uno de los lugares más conflictivos del mundo.
¡En nombre del cielo! ¿En dónde estaba el señor Ryan Quinn?

—Ryan, sospecho que esta será una búsqueda inútil —murmuró Harry
Crampton. Aquel hombre alto y fornido que estaba junto a él empujó hacia
atrás su sombrero, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo y movió
la cabeza, disgustado.
—Eso creo —contestó—. ¿Ves algo?
—¿Cómo puedo? Por lo menos dime como es él.
—No tengo la menor idea. Alto, grande, supongo que como su padre.
Rubio, tal vez. Demonios, no lo sé.
—Pero, ¿por qué aquí, en Omdurmán?
—Porque llegó en el vuelo nocturno hace seis días y se registró en
aquel costal de pulgas en el centro de la ciudad. Ha acudido a todas las
agencias del gobierno en los últimos días tratando de obtener permisos para
ir al interior, ¡y yo siempre he llegado medio día después! En la última
oficina que visité me dijeron que Matt Latimore reservó un pasaje en el
buque Hurriya. Y aquí estamos. Mantén los malditos ojos abiertos, ¡ya tengo
suficientes problemas para perder el proconsulado del imperio Latimore!
—Calma, calma, Ryan. ¡Mira esa preciosidad! —Harry Crampton, un
hombre gordo, con un flequillo de cabello blanco que quería ocultar su
calvicie, tenía aproximadamente cincuenta años y había estado en el interior
del país durante mucho tiempo. Aquella rubia de piel de durazno era de
admirarse. Una chaqueta safari en color beige se adhería a su cuerpo por
el sudor. La falda, que le llegaba a la rodilla, podía ser de estilo muy
moderno en Boston, pero aquí se pegaba a su trasero en una forma
provocativa.
—Diablos, no tengo tiempo para eso —gruñó Ryan Quinn—. ¡Nunca
entenderé por qué la gente de Boston piensa que necesito quien me cuide!
Ya he pasado un mes en la región sin ningún éxito.
Su acompañante lo comprendía. El pequeño buque de vapor llegó a
su destino y la plancha de tablas de tres pies de ancho fue empujada a
tierra. Cuatro miembros de la tripulación, negros, esbeltos, con marcas
tribales y taparrabos, se acercaron a un costado del barco para mantener el
orden.
Los pasajeros acudieron en tropel para abordar. Aproximadamente la
mitad vestía ropa europea... camisa de manga larga, pantalones largos de
algodón. Otra cuarta parte usaba vestimenta árabe, una aba cubierta por la
tradicional djellaba que era como una capa, sencillamente una gallabiya
blanca, mejor descrita como una sencilla y larga camisa de noche.
Proliferaban los turbantes, aunque se observaban unas cuantas personas de
la nobleza del desierto que llevaban el tocado de tela sujeto con el
multicolor kafiyeh en forma de cuerda. Y, como era de esperar en una
nación multirracial, había a bordo unos cuantos refugiados Dinka cuya piel
negra y lustrosa destellaba a la luz del sol, y vestían lo menos que les era
posible como deferencia a las leyes musulmanas.
—Esperemos hasta el final —opinó Ryan Quinn—. Si no aparece,
tendremos que regresar.
—Parece que nuestra damita intenta abordar —habló Harry riendo—.
¿Por qué crees que prefiera ir por el río?
—Quizá porque no puede pagar el pasaje en tren o en autobús —
contestó Ryan Quinn—. ¡Por amor de Dios, no vayas a empezar con esa
rutina de "ayudar!"... "¡es tan joven que podía ser tu hija!".
—Tú sólo tienes treinta y cinco años. ¡La edad precisa! —tocó con
sarcasmo el ala de su sombrero de campo y caminó dirigiéndose a la
chica.
Mattie lo vio venir. Prácticamente todos los demás pasajeros habían
abordado y se apiñaban en la cubierta abierta que se extendía desde el
timón a la proa. Ella estaba desconcertada.
—¿Tiene la seguridad de estar en el muelle correcto? —le preguntó
Harry Crampton, quitándose el sombrero. El acento de su voz lo señaló de
inmediato como norteamericano y ella emitió un suspiro de alivio.
—No sé —confesó—. Me informaron en la oficina de viajes que podía
llegar a Kosti por barco. Esta es la primera salida. ¡Todos mis planes se
han venido abajo! —"Daré una paliza a Ryan Quinn cuando lo encuentre",
pensó, furiosa.
—Este es un país peligroso para una mujer que viaja sola —aseguró
Harry—. Debió haber tomado el tren. Vamos, permita que la ayude con sus
cosas —se puso al hombro una de sus tres maletas y cargó otra con la
mano—. ¿Es todo lo que trajo? —le preguntó.
—¿Todo lo que traje? —le dirigió una de sus sonrisas Latimore... las
sonrisas que su padre aseguraba que se podían utilizar para que los relojes
trabajaran al revés, en Massachusetts—. ¡Yo creí que era demasiado! —tomó
la tercera maleta con ambas manos y luchó por seguirlo por la plancha de
madera. El dio vuelta a la izquierda, hacia la popa. Un oficial musulmán la
miró sorprendido, y puso una marca en su lista de pasajeros.
El silbato sonó en el puente. Mattie sintió que la cubierta se movía
bajo sus pies. No había un solo camarote, ni siquiera una silla a la vista.
Harry bajó las maletas.
—Este es el mejor lugar —comentó—. Aquí siempre llega la brisa, y la
gente no cae encima de uno. Sujétese.
—Pero si yo pedí un pasaje de primera clase —mencionó ella—.
Pensé...
—Este es —le aseguró Harry riendo—. Primera clase en la popa,
segunda clase en la proa... sombra. Allí hay agua corriente... pero no la
beba.
—¿Y es todo?
—Es todo. A propósito, me llamo Crampton, Harry Crampton.
Se quedaron en la barandilla de la popa observando las ruedas de
paleta que agitaban el agua turbia. El Nilo Blanco no era exactamente
blanco. Y tampoco el Nilo Azul era azul. El río era amenazador y estaba
sucio... moviéndose lentamente hacia Egipto. Un hombre alto, tal vez
compatriota de Harry, se unió a ellos. Mattie lo miró de reojo. Era
exactamente la clase de hombre a quien una odiaría, pensó. Alto, cabello y
ojos color café, rostro cuadrado y sombrío. Hombros anchos y un cuello
poderoso... ¡exactamente lo que se esperaba de un típico jugador de fútbol!
Grande, tonto, fuerte y arrogante.
—Crampton... Harry Crampton —repitió Harry extendiendo la mano hacia
ella—. Trabajo en la industria de la construcción y voy con rumbo a Kosti.
—Latimore —contestó ella riendo y poniendo su mano delgada en su
manaza—. Mattie Latimore. También pertenezco a la rama de la
construcción.
—¡Oh...! —murmuró el hombre desconocido que estaba junto a Harry, y
profirió una mala palabra. La miró fijamente y el color de su rostro cambió,
de bronceado, a un rojo encendido. Luego giró sobre sus talones y se
marchó.
—Tiene que comprender —le dijo Harry a Mattie, sentados contra la
barandilla, en cubierta, algunas horas después—. Hay demasiadas cosas en
su mente. Existen toda clase de problemas en la vía de ferrocarril; no le
agrada que vengan del centro de operaciones a husmear. Ya es suficiente
con el hecho de que usted... —titubeó y dejó de hablar.
—De que yo sea mujer, supongo —movió la cabeza, disgustada. ¿En
estos tiempos y en este siglo? Sabía que en un ramo como el de la
construcción, era difícil que una mujer prosperara. La mitad de su buena
suerte podía deberse a su inteligencia y al hecho de graduarse con honores
en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, pero la otra mitad, admitía,
era por ser hija de Bruce Latimore—. Bueno, no puedo hacer nada al
respecto —mencionó, suspirando —. Tendrá que acostumbrarse a ello, o...
—¿O qué? —el hombre de quien hablaban se acercó lentamente a
ellos. Su voz era profunda.
Mathilda ignoró su pregunta y lo miró fijamente.
El la observó con atención y su mal humor creció. Vio su esbeltez, el
cabello lacio que le llegaba al hombro, el brillo de sus ojos azules, la
redondez de sus senos. "¡La enviaron para que me espiara! De buena gana
renunciaba ahora mismo", pensó con amargura. Hay un millón de cosas que
están sin hacer y no tengo paciencia para atender a nadie que venga del
centro de operaciones.
—¿Va a permanecer aquí mucho tiempo? —le preguntó Ryan.
—Parece ansioso de enviarme de regreso a casa —le contestó molesta
—. Estaré aquí tanto tiempo como sea necesario. Debió recibirme hace seis
días.
—Oiga, no es mi culpa —habló airado—. Hay ciento sesenta millas de
Kosti a Jartum. Nos encontramos con un camino bloqueado por el gobierno,
y eso nos retrasó.
—¿Durante tanto tiempo? —le preguntó, incrédula.
—Durante seis días y algunas horas —añadió Harry—. Nos faltaba el
sello del gobierno que se requería en nuestros documentos de viaje.
—Y mientras he estado pasando trabajos, esforzándome por todo
Jartum como una idiota, obteniendo la firma de todos los altos oficiales,
usted ha permanecido en algún hotel, ¡tomando las cosas con calma! —
Mattie habló con ira.
—Sí, por supuesto —mencionó Ryan Quinn y cada una de sus palabras
denotaba aburrimiento.
—Oiga, no fue precisamente así —protestó Harry—. Pasamos todo ese
tiempo en la cárcel, en Sennar... ¡y necesitamos tomar otro día para
sacarnos los piojos!
Mattie se volvió y miró a Ryan Quinn.
—Podía habérmelo dicho. Lo habría entendido.
—¿De veras? —se burló—. Si lo hubiera hecho, ¡sería la primera mujer
que conozco que entiende algo!
—¡Vaya! —exclamó—. ¿Habré caído con el único misógino que hay en
África?
—No lo creo —interrumpió Harry—. Si eso significa lo que yo pienso,
hay uno o dos más. Tal vez, tres. Espere a conocer a Artafi.
Ella lo miró, desconcertada.
—El es el motivo por el cual no funciona la vía del ferrocarril —se
apresuró a añadir Harry—. Le platicaré sobre ello en Kosti... si es que
llegamos. Es hora de comer algo.
—Me parece bien —se entusiasmó Mattie—. ¿Donde está la cocina?
—¿Cocina? —los dos hombres hablaron al mismo tiempo.
—¿No me diga —dijo Ryan— que no trajo alimentos?
—Por supuesto que no —contestó Mattie con ira—. Se lo dije, compré
un boleto de primera clase. ¿A qué hora sirven la comida?
—¡Dios me ayude! —se lamentó Ryan frotando su frente con las manos
—. Mire, señorita Inocencia, aquí no estamos en el río Mississippi. Su boleto
de primera clase le proporciona el viaje bajo un toldo, con una duración de
alrededor de... cuarenta y ocho horas. No sirven alimentos... tiene usted que
traerlos. Si los sirvieran, usted estaría loca si los comiera. Los estómagos
americanos no están preparados para las bacterias africanas.
—Muy bien —suspiró con resignación—, así que tendré que pasar
hambre durante un par de días. ¡Por lo menos tendré agua para beber!
—¡Gracias a Dios! ¿Quién le recordó que debía traer su propia agua?
—habló Ryan con alivio.
—¿Traerla? —su voz era débil—. Debía... ¡nadie me lo dijo! ¡Usted es el
responsable! ¡Dios mío, ustedes hacen que África parezca aún más
siniestra!
—Lo es —Ryan disfrutaba su confusión.
—Pero... allí hay una llave. ¡Hay agua en el barco!
—Por supuesto que la hay —replicó él afablemente—. Estamos en un río
de agua dulce. Esa agua la bombean del Nilo. ¿Por qué no bebe? ¡Para
mañana estará disfrutando de la Venganza del Faraón!
Mattie miró el agua. El río ya no era el basurero que había visto en
Jartum, pero aun aquí, no le parecía que fuera potable. Por otra parte,
Becky le explicó todo acerca del agua en África.
—Supongo que no podré conseguir una taza, ¿verdad? — preguntó la
joven.
—Sucede que yo tengo una aquí —dijo Harry. Se había quedado aparte
y sonreía al escuchar la pelea. Buscó en su mochila y sacó una taza de
lámina, toda maltratada... un poco más grande que una taza de té. Sonrió
más ampliamente cuando vio la mirada airada de Ryan Quinn—. También,
de pura casualidad, tengo dos emparedados extra. ¿Qué piensa hacer con
la taza?
—Beber —habló Mattie, decidida. Se puso de pie graciosamente y tomó
la taza que le ofreció Harry.
—Oiga, no quiero tener que enviarle a su padre mis condolencias —la
amonestó Ryan cuando vio que ella caminaba, con paso inseguro, hacia la
llave del agua que estaba en una esquina de la cabina del piloto—. ¡Eso lo
hace bajo su responsabilidad!
—Eso cree usted —murmuró al llenar la taza, puso en ella dos pastillas
purificadoras y regresó con lentitud, tratando de no derramar ni una gota.
Las pastillas chisporrotearon y se disolvieron, el agua se asentó y el
sedimento se fue al fondo de la taza. Quince minutos, le explicó Becky. Su
sed aumentaba minuto a minuto mientras observaba.
—¿Ha perdido el valor? —le preguntó Ryan—. ¿Ha recobrado el sentido
común?
—Ya lo creo —bebió el contenido de la taza sin agitarla.
—¡Loca! —murmuró Ryan—. ¡Total y completamente loca! Más vale que
comience a redactar la carta que le enviaré a su padre.
—Hágalo —le dijo con dulzura, y le volvió la espalda.
—Puso algo en el agua, ¿verdad? —le preguntó Harry en voz baja.
—Créalo—contestó riendo—. Tengo una hermana... bueno, la verdad,
tengo tres hermanas y un hermano. Pero esta hermana en particular es
doctora e hizo su internado en Chad. Su esposo es un doctor que fue jefe
de cirugía en el ejército. Me dieron unas pastillas mágicas. No sé lo que
contengan, pero dos de ellas en un vaso con agua pantanosa matan
cualquier cosa que se mueva, que nade, o siquiera que piense causar
problemas.
—¡Maldita! —gruñó Ryan Quinn poniéndose de pie. Se alejó furioso.
—¿Quiere un emparedado? —preguntó Harry a la muchacha.
—Si usted come uno, yo también lo haré.
Se sentaron recargados contra la barandilla y comieron. Como de
costumbre en los países cercanos al Ecuador, el crepúsculo fue corto y la
noche cayó rápidamente. La marca del Nilo estaba baja, esperando que
llegaran las lluvias. Primero, las lluvias locales y después, durante meses,
las lluvias en las montañas Ecuatoriales. Los agricultores y el ganado se
acercaban al río para obtener agua.
—Se ven tan cerca las estrellas —susurró Mattie; había terminado de
comer su emparedado y se inclinó hacia atrás para mirar por encima de la
popa—. ¿Hay luna?
—Aparecerá justo a tiempo —explicó Harry—. Aunque para eso, usted
necesita un hombre más joven que yo.
—No es cierto —negó Mattie—. Puedo tomarlos o dejarlos, y por el
momento, estoy en la fase de "dejarlos". ¿Qué le pasa a ese hombre?
—Es difícil saberlo. Es demasiado activo. Ha estado aquí desde hace
seis o siete años, trabajando para distintas compañías. Está divorciado.
Debe haber sido un rompimiento de los mil demonios... la única
correspondencia que recibe es de los abogados de ella.
—Bueno, eso es algo que no me incumbe —se apresuró a decir Mattie
—. ¡No creo haber conocido nunca un hombre más desagradable que él!
—No sé por qué —dijo Harry riendo— tengo la impresión de que
ustedes dos podían estar cortados por la misma tijera.
—Sí, he escuchado a una o dos personas decir lo mismo —admitió la
joven— Me muero por bañarme. ¿Podría hacerlo en el río?
—No se lo recomiendo... a no ser que tenga una de esas pastillas lo
suficientemente grande para purificarlo todo.
—¿Qué hay? —refunfuñó—. ¿Pirañas o cocodrilos que se comen a la
gente?
—Podría haber uno o dos cocodrilos, aunque ellos prefieren el agua
pesada. No, el problema del Nilo, aún aquí en el sur, es la bilharciasis.
—¿Cómo...?
—Bilharciasis —repitió—. Gusanos de hígado. Una hermosa cosita que
se mete en las entrañas y no vuelve a salir. La ceguera es la principal
enfermedad tropical en Egipto, el Sudán y Uganda. Tenemos baño en Kosti,
y yo le recomendaría que espere hasta entonces. ¡Dios, estoy cansado!
—¿Hay camas? ¿Hamacas? —preguntó Mattie.
—No en esta travesía —comentó Harry riendo—. No hay esa clase de
servicio. ¿Por qué no tomó el tren o el autobús?
Ryan Quinn apareció en ese momento.
—No pude hacerlo —cambió de posición para estar más cómoda—. En
la oficina de viajes me mostraron el mapa. Tanto el camino como el
ferrocarril suben el Nilo Azul, no el Blanco. Luego, se tiene que transbordar
en un lugar que se llama... Sennar, me parece, para de allí atravesar las
montañas para llegar a Kosti. Por otra parte, el mapa indica que el río va
casi derecho. Me dijeron que podía ir por el río...
—Un momento —interrumpió Ryan—. ¿Hablaban en inglés?
—No exactamente —contestó riendo al recordar la escena en aquella
pequeña oficina atestada—. Ellos... bueno, era una combinación de mi árabe
atroz y su horrible inglés.
—¿Y le dijeron que podía ir por el río desde Jartum hasta Kosti? —
insistió Ryan. Mattie comenzaba a sentirse molesta.
—Por supuesto —contestó—. Pero pensándolo mejor... —quizá no fue así
exactamente—. Yo pregunté algo como: ¿es posible ir por el río de aquí a
Kosti? Y me dijeron que sí.
Ryan sonrió. Hasta Harry se rió.
—¿Qué significa esto? —les preguntó.
—Ellos no mintieron —dijo Ryan—. Más vale que se calme. Ya se dará
cuenta.
—¿De qué? —le gritó cuando él se alejaba—. Estoy harta de mirarle la
espalda —murmuró para sí misma—. Apenas hace dos horas que lo conozco
¡y ya son demasiadas horas!
—Tengo una manta —le ofreció Harry—. Hace un poco de frío por la
noche. ¿La quiere?
—No, gracias —suspiró—. No lo voy a privar de su única manta.
Además, el señor Maravilla viene hacia acá. Estoy segura de que él
proporcionaría calor suficiente para los tres.
Harry se envolvió en su manta y se acostó sobre la cubierta de
acero. Ryan Quinn se acercó a ella, buscó algo en su mochila y desenrolló
un saco de dormir. Parecía hablar consigo mismo mientras lo hacía... Hacía
frío. Se sentó en cuclillas.
—¿Es así como piensa pasar la noche? —le preguntó a Mattie. Los
ruidos alrededor se apagaban. Las conversaciones se habían desvanecido.
Llegaba un fuerte olor a estiércol que venía de la tierra que había sido
arada.
—Creo... que sí —contestó—. Las opciones son muy limitadas.
—Así es, ¿verdad? —era la primera cosa agradable que decía.
—Sí —murmuró a media voz, para no despertar a Harry.
—No se preocupe por él —le aseguró Ryan—. No lo despertaría ni la
embestida de una manada de elefantes. Antes del amanecer hará mucho
más frío. Tengo aquí un saco de dormir doble. ¿Por qué no lo
compartimos? No tenemos que simpatizar para mantenernos calientes.
—No, gracias —dijo Mattie con frialdad—. Mi madre no tuvo hijas idiotas.
—¿Está segura?
—Completamente —lo aseveró de una forma tan terminante como para
callar a toda la Cámara de Diputados, pero en él no surtió ningún efecto.
—Bueno, no diga que no se lo ofrecí. Si cambia de opinión, sólo
quiero que recuerde que odio acostarme con una mujer que no se quita las
botas.
Ella no le contestó y le volvió la espalda. La luna empezaba a
aparecer. Baja y amarilla, se balanceó en los lejanos picos de Etiopía y
luego surgió a la mitad del cielo.
"¿Cuántos faraones habrán visto este espectáculo?", pensó Mattie. Vio
la sombra de dos gansos que volaron frente a la cara de la luna y se
estremeció. Se acurrucó más en un rincón contando las veces que la rueda
del barco giraba. Parecía que era la tierra a ambos lados la que se movía,
descubriendo un hermoso panorama pintado por algún artista, miles de años
atrás. Se estremeció de nuevo.
—Por amor de Dios, sus dientes castañetean tanto que no dejan
dormir a nadie — gruñó Ryan, detrás de ella.
—Puede irse a otro lado —habló ella a punto de llorar—. Hay mucho
espacio del lado de babor —él gruñó y se volvió de lado. La joven lo miró
airada a la luz de la luna. Allí estaba él, abrigado y cómodo, ¡sin otra cosa
que hacer aparte de sus comentarios sarcásticos! Se limpió las lágrimas
con las manos. Cuando regrese a Boston, voy a lograr que lo despidan. O
peor aún, ¡haré que lo envíen a nuestra oficina en Cleveland! ¿Por qué
estoy llorando? ¿Nostalgia... a mi edad? He estado lejos de mi casa más
de cien veces. Sería maravilloso tener conmigo a Mary-Kate. ¡Todo es tan
estúpido! En momentos como este, uno necesita a su padre y no a su
madre. Pero... es tan fácil hablar con Mary-Kate... es tan... ¡sensata! ¿Qué
haría mamá en una situación así?
Su cuerpo se estremecía por el frío y desde una enorme distancia,
una voz le ordenaba: ¡métete al saco de dormir! ¿Qué te puede hacer él en
medio de trescientas gentes? Podía no ser la voz de su madrastra... pero
quizá sí lo era. Mary-Kate Latimore descendía de una larga lista de brujas
de Salem.
Con precaución, habiéndose decidido, se movió lentamente y bajó la
parte de arriba del saco de dormir. Ryan estaba acurrucado en una
esquina, completamente aparte. Deslizó sus pies dentro del saco y luego
los volvió a sacar. ¡Odio acostarme con una mujer que no se quita las
botas! Se quitó las pesadas botas y ató los lazos de una con los de la
otra. Por lo menos había aprendido aquello al acampar en el trópico. Un
zapato no vale un centavo.
Metió las botas y los calcetines en una cavidad que había en la parte
superior del saco de dormir y se introdujo poco a poco hasta sentir calor.
Ryan se movió y ella se quedó quieta, aguantando la respiración, pero él
se volteó hacia un lado.
El ajetreo y el bullicio... el viaje por avión, la emoción, el pánico que
sintió al llegar, la frustración al tratar con la burocracia, la confusión de los
encuentros... todo contribuyó para que se durmiera en cuanto cerró los ojos.
No supo que Ryan la miraba sonriendo. Su sueño era tan profundo que no
notó cuando él se acercó hacia ella y extendiendo su brazo sobre su
cuerpo, acarició con la mano la suavidad de su seno. Aquello le provocó
sueños excitantes, eróticos.
Despertó a media noche cuando el barco se detuvo temporalmente.
Su chaqueta estaba desabotonada y la mano de él aún permanecía en su
seno. Por un segundo sintió pánico, pero era reconfortante. Pensó que sólo
alargaría la caricia un momento más; sin embargo se quedó dormida,
sintiendo una gran tranquilidad.
CAPÍTULO 2

La despertó la música. Mattie se esforzó por incorporarse y miró


alrededor. Tenía el cuello, la espalda, los muslos y las piernas rígidos. El
otro lado del saco de dormir estaba vacío. Sintió miedo al recordar. Un
rápido movimiento de su mano le indicó que su chaqueta estaba abotonada
hasta el cuello... algo que ella nunca hubiera hecho. Percibió olor a café
recién preparado.
—¿Necesita ayuda? —Ryan Quinn se puso de rodillas junto a ella, con
una taza en la mano. Café negro caliente. Se enderezó y la tomó con
ambas manos. Era una bendición.
Mattie percibió el olor del río. El aire estaba invadido de aromas; lo
que más torturaba su nariz era el olor de la tierra en primavera, cargada de
estiércol. De repente se dio cuenta de que el barco se había detenido.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En El Geteina —le explicó Ryan. Aquel nombre no significaba nada
para ella. Bebió un sorbo de café.
—¿Por qué nos detuvimos? —preguntó la joven.
—Sería muy difícil avanzar más contra la corriente —ella lo miró,
apenas distinguía sus facciones en la penumbra.
—¿Y por qué me lo dice tan contento?
—Porque aquí es donde tenemos que bajar.
—¡Pero si yo compré un pasaje a Kosti! —se había terminado su café y
salió del saco de dormir. Ryan señaló río arriba. Ella caminó hasta la
barandilla y miró. Directamente al frente, el paso estaba bloqueado por la
parte posterior de una presa. Más allá, a un lado salía espuma del agua en
la base de la presa—. ¿Qué es eso?
—La presa del Nilo Blanco —contestó Ryan.
—Pero en la oficina de turismo me informaron que...
—¡Quiere decir que usted fue la que dedujo! —exclamó él—. ¡La típica
americana! Usted no preguntó, aseveró —con su voz la imitó—: "Oh, sí, es
posible ir por barco de Kartum a Kosti''. ¿No fue eso lo que le informaron?
Mattie nunca desconocía sus errores.
—Me mintieron.
—Oh, no, no lo hicieron —se rió—. Le dijeron la verdad. ¡Sí es posible!
No obstante, hay una diferencia de distancia en el viaje. Venga. Los
camiones esperan para rodear la presa, y en el otro lado nos aguarda otro
buque de vapor.
Fue su error. Lo anotó en su memoria. Era una característica de los
Latimore: aprender de las fallas. Lo único que resentía era haberlo
aprendido de ese hombre. Furiosa, recogió su equipaje y se dirigió hacia el
puente del lado de babor.
—No lleve tanta maldita prisa —la amonestó Ryan cuando la alcanzó.
Le quitó las maletas como si no pesaran nada—. ¡Pise con cuidado!
—Gracias —contestó Mattie sin amabilidad. El aún reía mientras
caminaban hacia el camión.
Una vez que abordaron el buque "El Falashi", Mattie se dio cuenta de
que había unos pequeños braseros con carbón encendidos que enviaban
hacía atrás su humo, mientras que las hélices impulsaban el barco hacia el
sur.
—Me detuve para comprar algunas provisiones —les dijo Harry cuando
estaban alrededor de su propio brasero—. Tomaré más café en un minuto y
después será mejor que volvamos a dormir. Es un trayecto largo hasta
Kosti.
Mattie le sonrió con afecto. Luego se acercó a la barandilla. Detrás de
ellos se encontraba la enorme presa. Había desaparecido el horizonte a su
alrededor mientras avanzaban en medio del lago artificial. Observó las
gaviotas que pescaban los desperdicios que arrojaban por la borda. El sol,
que aún no salía del horizonte, anunciaba su llegada con un pequeñísimo
cerco de luz, y con una promesa de que sería un día caluroso. Estaba
inmersa en sus reflexiones cuando Ryan se pasó a su lado.
—El café está listo —anunció—. Y si el decírselo la hace sentir mejor, lo
lamento.
—¿Qué es lo que lamenta? —le preguntó con expresión perpleja.
—Oh —murmuró él. Guardó silencio por un momento—. Bueno, cuando
usted se metió en mi saco de...
—La única condición que puso fue que me quitara las botas —lo
interrumpió—. Y lo hice. Espero no haberlo molestado.
—¿Molestarme? Oh, no, por supuesto que no.
Ryan estaba sentado en cuclillas junto a ella, bebiendo su café. Aquel
rostro duro no se había relajado. Mattie buscó algún tema para conversar.
—¿En dónde estamos ahora? —le preguntó.
—En Kordofan —señaló con la mano derecha—. Estamos más o menos
a la mitad del camino de Kosti. Si hacemos buen tiempo, debemos llegar
allá a las nueve o diez de la noche.
—¿Kordofan? ¿No es esa la zona donde hubo aquella terrible
hambruna hace un año?
—Es una de ellas —contestó—. Al terminar la sequía, no crecía ni una
hoja de pasto entre este lugar y las montañas.
—¿Y ahora? —preguntó la joven.
—El año pasado fue bueno para ellos. Hay suficiente alimento en
Sudán y también mucha gente que muere de hambre. El gobierno no ha
podido hacer que funcione el programa de distribución. El puerto está lleno
de barcos, los barcos están atestados de comida y la gente tiene hambre.
—Ese fue el motivo para que nosotros reconstruyéramos el ferrocarril —
dijo Mattie—. Si todo se hubiera hecho a tiempo...
—Debe estudiar sus contratos con más cuidado. Reparar y operar el
ferrocarril es lo que dice el contrato. Hace mucho tiempo que se efectuaron
las operaciones. ¿Acaso es usted una especie de ingeniero en ferrocarriles?
—No... precisamente — murmuró Mattie, buscando sus botas. El esbozó
una pequeña sonrisa de aprobación al ver que ella tuvo la precaución de
voltear las botas y sacudirlas, para hacer salir cualquier bicho que se
hubiera deslizado furtivamente dentro de ellas, antes de ponérselas.
—A usted no le simpatizo, señor Quinn —no era una pregunta. Era una
afirmación.
—¿Existe alguna condición para que me deba simpatizar? —le preguntó.
—¿Tendría algún inconveniente en decirme el motivo?
—Sí.
—Sí... ¿qué? —Mattie estaba desconcertada.
—Sí tengo inconveniente en decírselo —dio fin a la conversación al
ponerse de pie y alejarse.
Ella bebió el resto de su café, volvió al saco de dormir y pronto se
quedó dormida.
Despertó por la tarde y Harry Crampton estaba junto a ella.
—Haciendo guardia —le sonrió—. Parecía que no pensaba despertar
nunca.
—¿Por qué necesito que me cuide?
—Se encuentra en un país donde el ingreso promedio es apenas un
poco más de trescientos cuarenta dólares al año —le informó—. No se
necesita mucho para inducir a la gente a robar.
—Lo cual es nuestra responsabilidad, tanto como la del ladrón —añadió
Ryan Quinn desde el otro lado.
—No empieces, Ryan —dijo Harry—. Mattie no inventó el sistema.
—Quizá no —contestó Ryan—, pero caminar por aquí ostentando sus
anillos de oro, bolsos elegantes, ropa de Neiman-Marcus, cuando la gente
que nos rodea no tiene ni para comer. ¡Dios! Primero, me envían una
supervisora que no necesito, la cual resulta ser mujer.
—Es un castigo por las imprudencias cometidas en el pasado —le
contestó, solemnemente—. ¡Aunque usted no parece ser un hombre que odie
a las mujeres! —abrió mucho los ojos y lo miró, y le dirigió una de sus
mejores sonrisas. Rebotó en él como si llevara puesta una coraza.
—No odio a las mujeres que lo son de verdad, señorita Latimore —
habló Ryan con voz sedosa—. En mi vida siempre hay lugar para las
verdaderas mujeres.
—Eso es muy interesante —dijo Mattie—. ¿En su cama, supongo?
—Oh, allí y en otros lugares también. Pero usted no llena los
requisitos, querida Mattie —pronunció su nombre de tal manera que fue un
insulto.
—¿Y por qué no lleno los requisitos? —le lanzó la pregunta, furiosa.
—Por dos razones: primera, me gustan las mujeres más llenitas, y la
segunda es que me gusta que mis mujeres esperen a que se les solicite —
dijo Ryan plácidamente.
—¡Sus mujeres! —repitió Mattie. En el fondo de su mente escuchaba a
Mary-Kate. La primera persona que se enfade durante una discusión, es la
que pierde, decía siempre su madre. ¡Busca una salida que salve tu honor!
—. Bien, van a ser unas semanas interesantes, señor Quinn. ¿Usted
recordará, por supuesto, que soy la vicepresidenta de la compañía, y que
usted trabaja para mí?
Ryan Quinn la miró airado y movió la cabeza.
—¡Mujeres! —murmuró—. Mi contrato expira en unas cuantas semanas,
señorita. ¡Tal vez sea una suerte para ambos!
Había mil cosas que quería decirle, no muy corteses, pero él no le
dio la oportunidad porque se marchó, dejándola furiosa.
—Parece que usted y el jefe no se llevan muy bien —dijo Harry
Crampton acercándose—. Pruebe algo de esto para que desayune.
—Así parece, ¿verdad? —suspiró—. De una o de otra manera, me saca
de quicio. No tiene que decir nada; aun permaneciendo callado, me irrita.
¿Qué es esto? —le preguntó, después del segundo bocado.
—Se llama "pan del camino" —le contestó Harry—. Pan sin levadura,
cocido especialmente para los viajes; lo puede llenar de carne, salchicha o
lo que más le guste. Yo le pongo aceite de oliva... es la costumbre de la
localidad.
—Sabe bien. ¡Diablos, cualquier cosa en este momento me parece
deliciosa... hasta un trozo de Quinn rostizado! —Harry la miró con asombro,
y ella recordó que el señor Crampton era un trabajador leal. Es decir, leal a
Ryan Quinn.
—No quise decir que practico el canibalismo —mencionó riendo.
—Me alegra que lo reconozca —dijo él, muy serio—. ¡Y los chistes de
caníbales tampoco son muy populares por estos lugares!
—Eso que mencioné fue sólo una muestra de la enfermedad de la
familia Latimore —aclaró Mattie—. ¿Desde cuándo conoce a nuestro señor
Quinn?
—No recuerdo exactamente. Esta es la tercera obra en la que estoy
con él en África. Es un buen jefe, pero no le gusta recibir órdenes. Es muy
conocido en África. Deben ser unos doce países en los que ha estado
Ryan Quinn. También es un hombre atractivo.
—Si a usted le gusta ese tipo de hombres —murmuró Mattie, indignada.
La tarde pasó rápidamente. Gradualmente fueron apareciendo los
límites del gran lago y finalmente estaban de nuevo en el río. Las riberas
estaban más bajas que antes, o quizás el nivel del agua había subido.
—A mediados del mes que entra, después de que lleguen las lluvias,
el río comenzará a subir —le explicó Harry—. A fines de agosto ya no
necesitarán la sagia —señaló hacia donde estaban una serie de ruedas
hidráulicas, impulsadas por bueyes que sacaban el agua del río para
trasladarla a los campos.
El terreno cambiaba, del litoral arenoso del Norte a llanos cubiertos de
pasto, de color café por el sol del terreno seco. Las palmeras se
amontonaban por las riberas, y detrás de ellas crecían los tamarindos y las
acacias.
Grupos de pequeñas chozas redondas con techos en forma cónica
reemplazaban a las villas amuralladas del Norte. Los grandes campos de
algodón, recién arados, se extendían hacia el horizonte mientras que los
campesinos esperaban las primeras lluvias para comenzar a sembrar el
segundo cultivo del año. También la gente era diferente. Su piel era más
oscura. El turbante había desaparecido, aunque aún usaban el djellaba.
—Estamos llegando a la corriente del Nilo Blanco, y las tribus
musulmanas están dando paso a las tribus negras del Sudán del Sur... los
animistas y los cristianos. Y mientras más nos acercamos al Sur desde
Kosti, más nos aproximamos a la guerra.
—¡La guerra! ¡Creí que había terminado! —aquello era algo con lo que
Mattie no había contado. Un programa de administración o uno de
ingeniería era lo suyo, ¿pero la guerra? Recordaba las historias que su
hermana Becky le había contado sobre la guerra en Chad.
—La guerra no tiene nada de gracioso —mencionó la joven—. ¿Por qué
pelean?
—Por la independencia —contestó Harry en forma casual—. El botín.
Poder. Religión. Escoja usted. Sudán nunca fue un estado unido, a pesar
de todos los esfuerzos de los poderes coloniales. Ignoraban completamente
las fronteras tribales... y Sudán no se compone más que de tribus. Desde
el derrocamiento del presidente Nimeiri, el nuevo gobierno ha ignorado sus
promesas de autonomía en el sur, y ha traído tropas de Libia como aliados.
Las tribus pastorales... especialmente los Dinka... se han levantado en
armas. El gobierno controla todas las ciudades, los rebeldes tomaron
posesión de los caminos y las vías navegables. He escuchado que el otro
día derribaron a tiros un avión del gobierno sobre Malukal. ¿Qué le parece?
Han brincado, de las flechas a los cohetes antiaéreos, en una década. A mí
me asusta mucho, señorita. Bueno, allá vamos.
Mientras hablaban se había ocultado el sol, y directamente delante de
ellos, en ambas orillas del río, se veían luces. Harry ayudó a Mattie a
ponerse de pie.
—Kosti —anunció en forma pomposa y luego corrigió—. Bueno, no es
tan grande y luce mejor de noche... no se puede ver toda la chatarra.
—No me importa qué tan pequeño sea o qué tan oxidado esté —habló
Mattie—, siempre que haya un cuarto de baño y una cama suave. Me
sentiré más feliz cuanto más pronto termine con este problema.
—No se preocupe —le dijo Harry riendo—. Tenemos una magnífica casa
de huéspedes. Le gustará.
—Concédame el derecho de la duda —ella se aferró a la barandilla
cuando "El Falashi" se dirigía a la orilla del malecón. Ryan Quinn salió de
la oscuridad y, sin una palabra, colocó su mochila sobre su hombro y
caminó hacia el puente.
—Antes de que desembarquemos —le dijo Mattie con toda la dulzura
de que era capaz—, quiero darle las gracias, señor Quinn, por haberme
permitido utilizar su saco de dormir.
—Por nada, Mattie —le contestó—. Pensándolo bien, por favor siéntase
como en su casa en mi cama siempre que se presente la ocasión —Mattie
no pudo ignorar el sarcasmo con que habló, y se sonrojó.

El jeep que los esperaba era viejo y lleno de polvo. Harry parecía un
poco apenado.
—Yo estoy a cargo del mantenimiento de los vehículos.
—Me parece bien —contestó Mattie—. Lo único que tiene que hacer
este vehículo es caminar, para que yo me sienta feliz. Además, la arena ha
dibujado unas figuras muy atractivas en la capota —se sentó en el asiento
del frente para enfatizar su posición, esperando que el enigmático señor
Quinn pasara, con dificultad, rodeándola, al asiento posterior. No obstante,
Ryan Quinn tomó el asiento del conductor, sin decir una palabra, y la miró
con desafío. Atrapada entre la ira que sentía y los largos años de
entrenamiento en las reglas de cortesía, sin hablar pasó al asiento posterior
para que Harry, de bastante más edad que ellos, y probablemente no tan
ágil, ocupara el asiento más cómodo, al lado de Ryan.
—Gracias, Mattie —le dijo Harry—. Ya pasé la edad en que me parecían
atractivos los asientos que le trituraban a uno los huesos —aquello provocó
una exclamación de burla de parte de Ryan, que puso en marcha el
vehículo e hizo que la cabeza de Mattie se sacudiera hacia atrás, con la
velocidad del arranque. Se detuvieron a la entrada del puente. La ciudad
que habían dejado atrás estaba en silencio. A la luz de las llamaradas,
Mattie veía una docena de barcos de vapor amarrados en los muelles,
todos mucho mejores que "El Falashi". Harry vio la dirección de su mirada.
—Hace meses que no mueven un barco hacia el sur —le gritó—. Se
acostumbraba poder ir desde Kosti hasta Juba, pero ya no. Los rebeldes
controlan el paso del río. Nada se mueve —mientras él le describía cómo
habían sido antes las cosas, un par de soldados revisaba sus permisos de
viaje. Hicieron un comentario en árabe y Ryan los hizo callar con unas
cuantas palabras mordaces... palabras que Mattie no recordaba haber
escuchado. Los guardias los dejaron pasar.
—Ahora, este es el puente Latimore. Fue diseñado para los trenes,
furgones o caravanas de camellos que lo necesitaran. Es el tercero en este
lugar —le informó Harry.
—¿Qué pasó con los otros? —le preguntó.
—Los volaron —le informó, señalando los soportes del lado oeste—.
¡Víctimas de la guerra! Es por eso que tenemos allá ese destacamento de
soldados.
No parecían soldados a pesar de sus uniformes verdes de camuflaje.
Ninguno de ellos se movió cuando el jeep atravesó el puente a toda
velocidad y bajó, botando, a la arena de la ribera del lado izquierdo.
Por todo el derredor había vías de ferrocarril diseminadas, llenas se
furgones y vagones.
—¿Es este el patio del ferrocarril? —preguntó Mattie. Había un montón
de locomotoras de vapor estropeadas, con la pintura cayéndose a tiras y
las ruedas enmohecidas.
—Lo tuvimos que construir aquí —explicó Harry—. No podemos moverlas
hacia adelante, ¡y no quieren regresar!
—Tendré que ocuparme de eso —murmuró Mattie. Ryan debía tener
muy buen oído, pues a pesar del ruido del jeep y del viento, se rió.
El campamento Latimore estaba como a cuatrocientos metros de
donde terminaba el puente, en terreno más elevado, y construido de
acuerdo al manual de la compañía. Había hileras de barracas y cabañas
cómodas, fabricadas en un cuadrado estilo fortaleza, rodeadas de un área
vacía muy iluminada y de un cerco alto, de alambre de púas. El vigilante
de la verja de entrada no era un soldado, era un guerrero nubio, alto,
desnudo y armado con la lanza tradicional. Un hombre casi tan negro como
la noche, lo cual le daba un toque severo y primitivo al campamento
alumbrado con luz eléctrica. El jeep se detuvo y Ryan habló unas cuantas
palabras con él en un dialecto que Mattie ni siquiera podía nombrar. Unos
minutos después estaban estacionados frente al edificio de las oficinas
generales.
Mattie bajó del jeep. Los esperaban dos personas en la ancha
escalinata. Un árabe sudanés completamente vestido bajó corriendo por los
escalones, con una sonrisa en su rostro. Mattie estaba demasiado cansada
para verlo bien.
—Ahmed bin Raschid —se presentó a sí mismo con una amplia sonrisa
que dejó al descubierto sus dientes blancos. Pronunció su nombre como si
se escribiera con una "ch" alemana... "Achmed". Aquello añadía el toque
exacto. Mattie le ofreció una sonrisa y extendió su mano.
—Mathilda Latimore —dijo con voz suave—. Sala'am aleikum.
—¡Ah! —su rostro redondo color olivo se iluminó—. ¿Habla usted la
lengua del Islam?
—Sólo algunas palabras —contestó. La risa de él era contagiosa; en
conjunto era bien parecido, pero Ryan Quinn de inmediato enfrió el
entusiasmo de Mattie.
—Ahmed es el representante del gobierno —comentó. No tuvo que decir
nada más. Mattie había estado en muchos contratos extranjeros donde
"representante del gobierno" significaba: espía, policía secreta, y con
frecuencia un artista del chantaje.
Llevaba la cabeza baja mientras subían por la escalera. Se sorprendió
cuando toda la conversación cesó de repente. Hubo un momento de
silencio. Luego escuchó la voz profunda y colérica de Ryan Quinn.
—Virginia... ¿qué demonios haces aquí?
Mattie levantó rápidamente la cabeza. La silueta de la mujer que se
veía a la luz era esbelta, bien formada; lucía un vestido de noche de
finísima seda, con una caída color dorado que enfatizaba su busto y sus
caderas. Su cabello negro estaba extravagantemente recogido arriba de su
cabeza, dejando al descubierto las sombras y los planos de su rostro
delgado. De una oreja colgaba un pendiente, una cosa larga y delgada, de
oro, con una figura grabada que Mattie no pudo ver con claridad. No era
una mujer hermosa, sino una mujer dominante, guapa. Y una mujer
preocupada. Lucía en su rostro una sonrisa, pero en sus ojos brillaba una
lágrima.
El grupo entró al edificio, con Ryan a la cabeza, caminando muy
rígido junto a la mujer. Harry iba solo, detrás de ellos, y Mattie los seguía,
con Ahmed casi pegado a su lado. Llegaron a una gran sala de juntas y
bar al mismo tiempo. Ryan Quinn fue directamente al bar, se sirvió un
escocés doble y lo bebió de un solo trago. Dejó, ruidosamente, el vaso,
juntó las manos y se volvió.
Mattie observaba como un halcón. Al volverse, su rostro era afable.
Aquella furia que mostrara antes se había esfumado y hasta pudo sonreír.
—Harry, señorita Latimore, Ahmed —dijo—. Permítanme presentarles a
mi esposa... es decir a la que fue mi esposa... Virginia.
—¡Dios mío! —murmuró Harry y se dirigió hacia donde estaba la botella.
Virginia Quinn se quedó paralizada en la misma posición durante uno o dos
segundos; luego, con un grito discordante... mitad triunfo, mitad dolor...
corrió hacia Ryan y le arrojó los brazos al cuello.
—¡Oh, Ryan! —gimió.
—Harry —dijo Mattie—, ¡me muero de hambre y de sed, y necesito tanto
bañarme! —Harry se acercó a ella, malhumorado y con un vaso en la mano
—. Además, creo que los tres estamos extremadamente cansados —dijo en
voz baja.
Harry y Ahmed le ofrecieron su brazo y salió del cuarto luchando por
no mirar hacia atrás. Se sentía muy molesta. Es por mi estómago, se dijo a
sí misma mientras la acompañaban a la cocina. Algo que comí... o que no
comí. ¡No tiene ninguna relación con Ryan Quinn!
—Hay un cuarto de aseo detrás de esta puerta roja —Harry le indicó la
dirección correcta—. ¿Por qué no se toma un poco de tiempo para asearse?
Veré lo que puedo encontrar aquí y prepararé unos emparedados. No hay
cocinero en servicio hasta mañana por la mañana.
—¿Quiere decir que luzco tan mal? —preguntó.
—No es así —dijo Ahmed con entusiasmo—. Luce un poco... desaliñada,
pero su verdadero yo brilla a pesar de todo.
Como todos en cualquier corporación, el cuarto de baño era común y
corriente, con sus instalaciones de una blancura brillante, tan limpio que se
podía comer en el piso. Nada era más importante para Bruce Latimore que
sus empleados, dondequiera que trabajaran, tuvieran la mejor alimentación y
el ambiente más higiénico posible. Un gerente de distrito podía hacer un
camino al doble de la velocidad de lo que estipulaba el contrato, pero si un
cuarto de baño estaba sucio, era despedido.
Mattie no necesitó más que mirarse al espejo para confirmar sus
peores temores. Su cabello era un desastre, parecía un nido de ratones de
campo. En su rostro había tanto hollín de la chimenea de "El Falashi" que
requería la ayuda de un deshollinador. Su falda estaba torcida y en Boston
habrían prohibido su chaqueta safari. Se encogió de hombros, se quitó la
chaqueta y llenó un tazón con agua caliente.
Después de quince minutos, las cosas habían mejorado. Su cabello
estaba más o menos en orden y caía sobre sus hombros, sus mechones
del frente se rizaban ligeramente sobre sus mejillas, gracias al peine
esterilizado que había encontrado en uno de los gabinetes. Había limpiado
su falda con una esponja y la había enderezado; su cara tenía un color
rosado de tanto tallarla y lucía limpia. Sólo la chaqueta no tenía remedio.
Estaba arrugada, sucia, sudada... y como no había pensado en ponerse
nada debajo de la chaqueta, se la tuvo que volver a poner. Hizo una
pequeña mueca a su imagen reflejada en el espejo.
Los dos hombres estaban sentados a la mesa, uno frente al otro,
cuando ella regresó. Ahmed se puso de pie como un resorte. Harry se
removió en su asiento, le guiñó un ojo a Mattie y se volvió a sentar. Era
demasiado para ser bueno, pensó Mattie cuando el árabe la ayudó a
sentarse. Había un platón lleno de emparedados en medio de la mesa.
—¿Cerveza? —le ofreció Harry.
—Pensaba que nunca me la ofrecerías —sonrió—. ¿Qué se esconde en
medio de estas piezas de pan?
—Distintas clases de carne —contestó—. Le gustarán —para probar su
sinceridad, comenzó a comer. Ahmed, un poco más melindroso, partió en
dos un emparedado y lo mordisqueó.
Mattie sentía un hambre enorme. Tomó un emparedado, lo mordió con
precaución, le gustó el sabor y comió, bebiendo su cerveza al mismo
tiempo.
—No hay vasos para las damas —dijo, en broma.
—Nunca tuvimos aquí a ninguna dama —contestó Harry con tristeza—. Y
ahora, tenemos dos. Eso representa un pequeño problema.
—No puede ser tan malo —contestó—. Yo... ¿qué arreglos tenemos para
esta noche?
—Tenemos un bungalow especial para visitas femeninas —aclaró Harry
—. Nunca ha sido utilizado. Ya mandé a un hombre para que lo revise.
Pasará la noche muy cómoda.
—¡Gracias a Dios! —Mattie suspiró—. Oiga, esto está realmente sabroso.
Sabe como a cordero...
—Está muy cerca de adivinar —dijo Ahmed riendo... con una risa
aguda, casi cruel. "No me agrada este hombre", pensó Mattie.
—¿Qué es? —preguntó la joven.
—Camello tierno. Es una especialidad local. La mayoría de los
camellos son llevados a Egipto a precios muy altos.
—¿No hay carne de vaca en el Sudán?
—No mencione eso por aquí —le prohibió Ahmed con severidad—. ¡El
gobierno central ya tiene suficientes problemas con el ganado!
—¿Qué fue lo que dije ahora? —preguntó Mattie—. Dios mío, cada vez
que abro la boca, cometo un error.
—No deje que eso la preocupe —la tranquilizó Harry tomando otro
emparedado—. Hay mucho ganado vacuno en estos lugares, pero las tribus
nativas lo consideran un lujo. La única vez que comen carne de vaca es en
algún festejo especial.
—¿Vacas sagradas, como en la India?
—No, no es eso. Su ganado es dinero para ellos. Es la única unidad
de intercambio.
—¡Oh, Dios! —Mattie suspiró—. Y yo pensé que había estudiado la
situación antes de venir, pero todo lo que me dijeron en las instrucciones
finales fueron cosas equivocadas —apenas pudo disimular un bostezo—.
Sabe, no creo que pueda aguantar más. ¿Qué les parece si alguien me
indica dónde se encuentra esa cabaña para recién casados? Me llevaré un
par de esos emparedados y una botella de cerveza.
Ahmed hizo los honores. Le llevó la comida, acompañándola al
mirador para bajar por la escalera. La luna había salido, pero no podía
competir con los reflectores que salpicaban la noche. El bungalow no
estaba cerrado con llave. Ahmed acompañó a Mattie a la sala de estar y
dejó los emparedados sobre la mesa.
—Una baño, una cocina y una alcoba... —le mostró los cuartos,
abriendo las puertas. El dormitorio era más o menos grande y en él había
dos camas sencillas.
—Gracias —hacía lo posible por mostrarle, cortésmente, la puerta, pero
él no se daba por aludido—. ¿Qué es lo que quiere? —le preguntó por fin.
—¿Qué es lo que quiero? —repitió, riendo—. Una hermosa chica, una
noche de luna... quiero compartir su makhadda, palomita —sonriendo se
acercaba hacia ella.
Mattie ya estaba harta de aquella situación. Cuando estuvo a unos
cuantos centímetros de distancia, le lanzó un golpe con el puño cerrado,
directamente al plexo solar. La sonrisa de Ahmed desapareció cuando arrojó
el aire de sus pulmones ruidosamente y se dobló con las manos cruzadas
sobre el lugar donde había recibido el golpe.
—Escúcheme, sheik —le dijo Mattie con expresión siniestra—. Yo no
comparto mi almohada con nadie, ¡bnshi! ¡Lárguese! —Ahmed se fue
tambaleando hacia la puerta que ella sostenía, abierta. Lo ayudó dándole un
fuerte empellón, el cual envió al sudanés directamente hasta la sombra de
alguien que estaba parado afuera.
—Tuvo un pequeño problema, ¿verdad? —le preguntó Ryan Quinn.
"¡Dios mío!, está sonriendo de verdad", pensó Mattie. "¡Es la primera
vez! Por supuesto, ya que tiene a su esposa a su lado. ¿Habría
reconciliación?"
—Nada que no pueda manejar —murmuró—. Necesito dormir. ¿Qué
desea?
—No es usted muy hospitalaria y además tiene muy mal genio.
—Pero, usted... —estaba furiosa— debería...
—¡Oiga, me rindo! —se retiró un paso de la puerta, alzando una mano
como protección—. Eso es algo que oí decir a su padre en una cena de
familia. Usted no estaba presente, y él hacía una descripción detallada de
la familia.
—¿Sí? Es gracioso que diga usted eso —le contestó—. ¿Y qué fue lo
que dijo mi madre?
—Sabe, nunca pensé en eso. Y nadie mencionó que usted fuera una
mujer. Todo era Mat esto y Mat aquello. Su madre... ¿la señora pequeña?
—Sí, la señora pequeña.
—Dijo algo como: "vamos Bruce", y su padre cambió de tema.
—Quizás sea cierto que usted lo escuchó —admitió Mattie—. Ahora
dígame, ¿qué quiere usted de mí?
—Nada, en realidad. Pero ya que sólo hay un bungalow para
huéspedes femeninos, usted y Virginia lo tendrán que compartir hasta que
yo pueda hacer otros arreglos —Ryan salió del bungalow y regresó poco
después con su ex esposa.
Mattie, con la boca abierta, se hizo a un lado cuando él y Virginia
entraron. Observó cuando se besaron. No fue un beso apasionado, pero
pensó que debió haber sido muy satisfactorio. ¿Otros arreglos? ¿Por qué no
llevaba a la mujer directamente a su cama? ¿En qué diablos me habré
mezclado ahora?
Cualquier cosa que fuera, Ryan Quinn no se lo iba a decir. Dio unos
golpecitos en el hombro de su ex esposa y salió. Al pasar junto a Mattie,
que sostenía la puerta abierta a medias, le golpeó afablemente la barbilla y
rió.
—Buenas noches, jefe —le dijo con sarcasmo y se marchó antes de
que ella pudiera pensar en una respuesta adecuada.
CAPÍTULO 3

La reunión tuvo lugar dos días después de su llegada, en la gran sala


de juntas. Mattie pasó todo el tiempo durmiendo. Aún no se adaptaba a la
hora sudanesa, y el hecho de tener que compartir el bungalow con Virginia
Quinn no había sido muy satisfactorio.
—Siempre quejándose —le murmuró a Harry, sentado junto a ella—.
¿Qué diablos supones que fue lo que la hizo venir hasta acá?
—Dinero —contestó Harry—. Lo ha obtenido durante años, y ahora,
quiere más.
—¿Pensión para los hijos?
Harry movió la cabeza.
—No tienen hijos. ¿De qué se queja ella?
Mattie se encogió de hombros. Existía algo que no deseaba decir a
nadie. Había estado sentada en la sala de estar del bungalow la noche
anterior, antes de la cena, hojeando una revista Newsweek, de seis meses
atrás, cuando Virginia entró violentamente a la casa. La pequeña y frágil
morena, con los puños apretados, caminaba arriba y abajo por el cuarto,
agitada. Luego se paró frente a Mattie. Había lágrimas en sus ojos...
lágrimas de frustración.
—Usted es su jefe —le espetó, como acusándola.
—Sí, en cierto sentido... soy la vicepresidenta de la compañía. Sin
embargo, en lo que concierne a las operaciones aquí, en África, Ryan es
su propio jefe.
—¿Así que, Ryan? —Virginia de inmediato se dio cuenta de que lo
había mencionado, por descuido, por su primer nombre—. Usted y él se
entienden, ¿verdad? —subió la voz—. ¡Usted quiere a mi esposo! —histérica,
golpeó la mesa con los puños.
—En primer lugar —le aclaró con calma—, me pareció entender que
ustedes están divorciados. En segundo lugar, ¡yo no aceptaría a ese gorila
aunque lo estuvieran regalando!
—¡Usted no me engaña! —gritó Virginia—. ¡Sé cómo todas las mujeres
persiguen a Ryan! —se detuvo para tomar aliento, luchó consigo misma y
recuperó el control—. El es mío. Nos casamos en el infierno, y las cadenas
continúan atándonos.
—Lamento saberlo —contestó Mattie con afabilidad—. Debe ser difícil...
—Por supuesto que lo es —la interrumpió—. El es un desgraciado, ¡pero
es mío!
—No... puedo creerlo del señor Quinn —comentó Mattie—. Estoy segura
de que debe ser difícil vivir con él, pero...
—¿Qué sabe usted? —Virginia escupió las palabras—. A usted la criaron
con cuchara de plata... es lo que he escuchado.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarla? —Mattie suspiró.
—¿Aparte de dejarlo en paz? —contestó—. Sí, hay algo. Rompa su
contrato y formule uno nuevo con el doble de su sueldo. El vale cada
centavo, y yo necesito el dinero... ¡ahora!
—Eso es algo que está fuera de mi control —le dijo Mattie—. El
Consejo se tendría que reunir para discutirlo. Si cree que pueda ayudar, se
lo haré saber a mi padre.
—¡Dios... ustedes, la gente de buen corazón, me enferman! —contestó
Virginia al salir violentamente para dirigirse a la alcoba. Mattie escuchó el
chasquido de un vaso contra una botella. Movió la cabeza. Las personas
que encontraban consuelo en el alcohol no tenían su simpatía.
Llegaban personas a la sala de juntas, de una en una. No conocía a
ninguna de ellas. Entraban, se quedaban parados a un lado de la puerta y
miraban alrededor para mirar a aquella "mujer-jefe" que había venido a
revolverlo todo. De repente sintió que jalaban la silla que estaba a su
derecha. Ryan Quinn se sentó y se inclinó hacia ella.
—Debe tener cuidado —le murmuró—. Entiendo su problema, pero la
otra noche usted hizo algo peligroso.
—¿Peligroso? ¿Qué?
—Con el joven Ahmed —le contestó—. Todo el recinto conoce la
historia. Ha perdido mucho de su prestigio, y para un oficial del gobierno,
eso es algo muy malo.
—¡Prestigio! —repitió—. ¿Y qué se suponía que debía yo hacer...
acostarme y permitir que me violara?
—No tengo la respuesta —le dijo tranquilamente—. Pero usted debe
saber que el joven Ahmed es la voz del gobierno en Kosti, y tiene a los
soldados para apoyarlo. Igual a cualquier víbora, es peligroso cuando se le
hace enojar, y usted lo ofendió de la peor manera.
—¿Y qué sugiere usted que debo hacer? —le preguntó—. ¿Salir
corriendo de regreso a casa, con papá?
—Diré algo en su favor, señorita Latimore: tiene usted muchas agallas
—aquel cumplido la asombró tanto que contuvo el aliento. Pero en seguida,
él reventó el globo—. Es decir, para ser mujer. No sería una mala idea que
huyera. Puedo ponerla en el tren esta misma noche. ¿Le interesa?
—¡No, no me interesa! Los Latimore nunca huyen. Tengo intenciones
de hacer mi trabajo, señor Quinn —él la miró fijamente por un minuto y
luego le sonrió. Mattie pensó que él necesitaba que le bajaran los humos
de vez en cuando—. Además —añadió— por nada del mundo me perdería el
compartir el cuarto con su esposa. ¡Cuenta unas historias deliciosas!
—¡Maldita! —apartó su silla y golpeó la mesa. Se hizo el silencio en la
sala. Mattie vio que sus mejillas estaban rojas por la ira.
—George —dijo él—. Comienza a exponer la situación... por favor —la
última palabra cayó como un trozo de hielo que se rompía sobre la mesa.
El joven, al otro extremo, se levantó y se dirigió hacia un mapa que estaba
en el tablero.
—El ferrocarril sigue el camino —indicó el hombre—. Desde Kosti a El
Obeid, y de allí sube por el cerro hasta llegar a Darfur Province, en la
frontera con Chad. Deben notar que esto hace que el ferrocarril sea la línea
fronteriza entre las tribus Masakin, de aquí hacia el sur, y las tribus Arab
Kababish, al norte —colocó un mapa más detallado sobre el primero. Así
continuó durante veinte minutos, cruzando todas las T y punteando las I. A
los diez minutos de haber comenzado su conferencia, Mattie estaba
impaciente. A los quince minutos comenzó a golpear ligeramente el piso
con un pie. A los veinte minutos ya no lo soportó más. Golpeó la mesa
con el puño.
—Señor... —interrumpió la joven.
—Jensen —dijo Ryan—. De nuestro departamento de operaciones.
—Sí, señor Jensen —dijo Mattie, suspirando—. Temo que me está
diciendo más de lo que necesito saber acerca de este ferrocarril. Vaya
directamente al fondo, por favor.
—Bueno —admitió— nuestro primer problema fue reponer diecisiete
alcantarillas que fueron arrastradas por las inundaciones el año pasado,
cuando terminó la sequía. A la fecha, estas tres alcantarillas aún no
funcionan —señaló tres áreas separadas entre sí por unos 10 kilómetros al
oeste de El Obeid.
—Señor Jensen, no creo que tome mucho tiempo reparar tres
alcantarillas... podría usted asignar un equipo de hombres a cada una,
hacer que trabajen tiempo doble y pararse a ver que salga la tierra...
Jensen miró a Ryan con cautela. Por el rabillo del ojo Mattie vio que
éste asentía.
—Lo hemos hecho... tres veces —dijo Jensen, y Mattie sintió un
escalofrío que subió por su espina dorsal. ¿Tres veces? Eso sólo podía
significar...
—¿Sabotaje? —preguntó.
—Sabotaje —afirmó Ryan Quinn—. ¿Frank?
Se puso de pie otro hombre que estaba a la mitad de la mesa.
—Todos nuestros maquinistas han rehusado mover una máquina más
allá de Er Rahad dijo. Es más, casi la mitad de ellos han enfermado
seriamente y se han marchado. Los demás están sentados sobre sus
manos. No hemos rodado un tren hacia el oeste desde hace doce días.
—Pero los soldados... —protestó Mattie, y todos rieron.
—Usted aún no entiende —le aclaró Ryan con seriedad—. Los soldados
no están aquí para proteger la línea, ni para protegernos a nosotros. Los
soldados están aquí para gobernar en Kosti, para cobrar los impuestos,
para controlar el soborno en la ciudad. Ellos no se mueven fuera de sus
campamentos. ¿Tiene alguna otra pregunta, señorita vicepresidenta?
—Sí, muchas. Primero que nada, ¿quién está haciendo todo esto?
—Esa pregunta es fácil —replicó Jensen—. Son los jóvenes guerreros
Masakin. Están fuera del control de sus mayores.
—Y la segunda pregunta tiene que ser... ¿por qué?
—No hay necesidad de alejar a estos hombres de su trabajo —
interrumpió Ryan—. Usted y yo iremos a dar una vuelta por aquí y
hablaremos sobre ello.
—Igual podemos hablar aquí —le contestó.
—Sí, pero yendo en el jeep, podemos asegurarnos de que nadie
escucha por la cerradura —murmuró.
Ryan detuvo el vehículo en la cima del cerro y apagó el motor.
Delante de ellos, extendiéndose hacia el norte y al oeste, empezaba la
tierra fértil, el Nilo Blanco y Kosti.
El pasto seco apenas cubría la tierra; era tierra pobre, pero no era
aún el desierto. Un solo viejo árbol baobab alzaba sus ramas fuertes sobre
sus cabezas, proporcionando la única sombra en muchos kilómetros. El aire
era caliente y pesado.
—Este aire... casi se le puede cortar con un cuchillo —comentó Mattie,
bajando del vehículo.
Mattie llevaba un sombrero ligero de palma, de ala ancha, en vez del
casco pesado. En lugar de la chaqueta safari llevaba una sencilla blusa de
algodón con un cuello alto y mangas largas. Bajo la blusa llevaba una
camiseta suelta, de algodón, también blanca.
—No use ropa estrecha —insistía Ryan—. Deje bastante lugar para que
el aire circule, pero no exponga mucho su piel. Necesita cuidarse de los
insectos. Y use el blanco, pues ese color refleja el sol. ¿No ha notado que
la mayoría de los nativos lo usan?
—Yo pensaba que era un color preferido o algo relacionado con su
religión.
—Pues no es así —había afirmado un poco antes mientras se abrían
paso entre la muchedumbre. Sólo toda aquella gente habría hecho que el
día fuera memorable, pero el hecho de que él sonriera lo hacía mucho
más.
Había comprado un guardarropa completo, antes de acudir al cerro,
que incluía media docena de coloridos dishdash, que tenían una forma
sencilla, pero más amplia que el djellaba.
—Están hechos con algodón sudanés —le explicó Ryan— en fábricas
sudanesas, pero de acuerdo al diseño Yemeni. ¿Para que tantos?
—Tengo tres hermanas —le explicó— y una madre a quien le encantan
los regalos.
—¿Sólo mujeres en la familia?
—Oh, Dios, no —contestó riendo—. Michael tiene nueve años... es el
bebé de la familia.
—Su madre no ha perdido el tiempo.
—Es muy complicado para explicarlo —suspiró—. ¿A dónde vamos a
mirar ahora?
—Es hora de que tengamos esa conversación —volvieron en el jeep
por el río hasta el camino hacia El Obeid y subieron por la colina.
—¿Tiene sed? —le dio la cantimplora que colgaba del radiador del
vehículo, y que se enfriaba con el paso del viento.
—Me encantaría —murmuró Mattie, pero al llevársela a la boca recordó
lo que había dicho su hermana Becky y tomó sólo unos pequeños sorbos.
Cuando se la devolvió, Ryan sonreía... como si ella hubiese pasado otra
prueba habiendo hecho algo correcto.
—Sabe, usted no sólo tiene agallas, sino que no es tan estúpida como
yo pensaba.
—Bueno, pues muchas gracias —le contestó de mal talante.
—Oiga, no lo quise decir así —protestó—. Sinceramente, fue un
cumplido.
—¿Cuánto tiempo ha pasado en África?
El se quitó el sombrero de palma y se limpió la frente con el pañuelo
que llevaba alrededor del cuello.
—En esta ocasión, quizá seis años.
—¿De dónde es, y con qué frecuencia ha vuelto a casa en todo ese
tiempo?
—Es usted persistente, ¿verdad? Soy de Vernon, Texas, pero no he
ido a casa en todo este tiempo. Tomo vacaciones. Dakar, El Cairo,
Estambul... ese tipo de lugares.
—Es demasiado tiempo para estar lejos. Pienso que podría causar un
efecto extraño en un hombre.
—¿Quiere decir que acepta mi disculpa?
—Bueno, si es que fue una disculpa, desde luego que la acepto —le
contestó—. Pero, sabe usted, no era necesario. Somos socios en un
negocio, no personas mundanas. Me iba a decir algo que es confidencial.
¿Hay alguna razón por la cual no pudimos hablar en el campamento?
—Las paredes de nuestro campamento son muy porosas.
Generalmente no pasan ni diez minutos para que nuestras decisiones se
sepan en todo el campamento del gobierno, y tal vez diez días más para
que los mercaderes en Kosti lo sepan todo. Eso dificulta que se pueda
conducir un negocio.
—¿No puede llegar a saber quiénes son los espías? —preguntó la
joven.
—No hay forma de descubrirlo —Ryan movió la cabeza con disgusto—.
El gobierno nos proporciona los sirvientes. No podemos despedirlos... y
ellos saben para quién trabajan. Todos, con excepción de los guardias...
Los contratamos en forma independiente. Tenemos un contingente de Nuba
y otro de la tribu Nuer.
—Así que, a no ser que aquel buitre que está allá arriba esté
equipado con una cámara, estamos solos. ¿De qué quiere hablar?
—De todo este asunto —contestó—. El ferrocarril, la operación, la
corrupción, el gobierno... de todo.
—En ese caso, me sentaré —dijo Mattie subiendo de nuevo al jeep.
—Lo que tenemos a primera vista es el hecho de que las tribus
Masakin están interrumpiendo el ferrocarril. Eso es totalmente cierto. Lo que
tratamos de no mencionar es que el ferrocarril y la carretera han sido
construidos atravesando la parte norte de sus antiguas tierras. La
construcción hace imposible que los Masakin apacienten a su ganado en el
norte. Al mismo tiempo, esto ha hecho aumentar los terrenos de pastoreo
para los Kabache, una tribu musulmana, al norte. Ahora, en caso de que
usted no lo haya notado, el gobierno de Sudán es musulmán. No están
representadas muchas de las tribus negras. Hasta aquí, ¿me ha entendido?
—Fácil, ¿hay algo más?
—Es más complicado —continuó—. Encontrará que cada tribu en estos
lugares tiene un pequeño destacamento militar de musulmanes asignado.
Así como nuestro amigo Ahmed controla Kosti, estas pequeñas unidades
están tratando de controlar a las tribus negras. Esa es una molestia que
tienen que aguantar los Masakin. Al sur de las tierras Nuba hay una rama
de Nuer. Mire, deje que le haga un croquis —bajó del jeep, quitó el pasto
de un trozo de tierra y con un lápiz dibujó un diagrama en la arena.
—Así. Los Kababi musulmanes al norte, y un trozo de tierra de
pastoreo Masakin disponible para ellos. Los Masakin en medio, sin poder
avanzar hacia el norte debido al ferrocarril, y molestados por un grupo
militar del gobierno. Y aquí, al sur, los Nuer. Los Nuer son algo nuevo en
esta parte del mundo. Una compañía importante ha encontrado petróleo en
sus tierras. Los Nuer aún consideran que su riqueza está en el ganado,
aunque también trabajan para la compañía petrolera, y así pueden comprar
más ganado... más riqueza. Ahora, como tienen más ganado... más
riqueza... deben buscar un lugar donde apacentarlo y así, los Nuer están
avanzando hacia el norte, hacia la tierra de los Masakin. Y ahí van.
Resumiendo, el total de los problemas del Sudán, religión, terrenos de
pastoreo, nueva riqueza, viejas costumbres, y un nuevo gobierno musulmán
tratando de unificar la tierra.
—¿Y nosotros construimos el ferrocarril? —preguntó Mattie, asombrada—.
Dios mío, ¿en qué pensábamos?
—Bueno, nosotros estamos absueltos de ese pecado —dijo Ryan,
riendo—. Nosotros no construimos el ferrocarril, ¡únicamente lo reparamos!
¿Qué piensa usted?
—Lo que yo pienso... —lo miró y le sonrió—. ¿No cree que podríamos
construir balsas y enviar a flote todo el equipo Latimore río abajo, hasta
Egipto?
La miró con asombro, con una mirada que lo hacía parecer humano
de verdad, y ella le tomó la mano, riendo.
—El humor de los Latimore se distingue por ser disparatado —le explicó
con afabilidad, pero él no la escuchaba. Tenía la mirada fija en donde la
mano de ella había desaparecido en la suya. Miró, y le dio un ligero
apretón como si hiciera años que no aceptaba la armonía de un contacto.
—No, lo que quiero decir en realidad —dijo Mattie, buscando las
palabras—, es que necesitamos alguna forma de conectarnos con los líderes
de los Masakin. ¿Usted ha dicho que los jóvenes guerreros se han liberado
del control de sus mayores?
—Quizá —contestó, aún oprimiendo su mano—. Pero, tal vez no. Esa
gente será primitiva, pero no son estúpidos. Todo esto bien puede tratarse
de un plan urdido por Artafi y su consejo.
—¿Artafi?
—Sí. El viejo caballero es el supercacique de la tribu Masakin. Ellos le
llaman "rey". Eso no le agrada a la gente de Kartum.
—¿Usted lo conoce?
—Hemos sido presentados.
—Bueno, por amor de Dios —exclamó emocionada— ¡pongámonos en
contacto con él y veamos si podemos hacer un trato!
—Lo hace usted parecer tan simple. ¿Dónde diablos cree que he
estado durante los últimos treinta días? Esperando, de pie, afuera de la
cámara de consejo de los Masakin, tratando de conseguir una audiencia.
Sin resultado. No quieren escucharme.
—Quizá tengan un protocolo —objetó Mattie—. Yo soy la vicepresidenta
de Latimore. Usted debe tener algunos contactos. Haga arreglos para que
yo hable con su consejo.
—Nada es fácil en África. No conozco ninguna forma en el mundo
para que yo pueda hacer que usted entre a la Cámara.
—No existen los "nunca" —dijo ella firmemente—. Lo único que necesita
es un nuevo acercamiento.
—Sí, ¡cómo no! —contestó, soltando abruptamente su mano—. Lo único
que necesitamos... Señorita, usted no tiene ni la más mínima idea de lo
que está pidiendo.
—Es posible —le dijo con indiferencia, aunque su actitud desmentía sus
palabras—. Y ya que usted sabe mucho más que yo, quizá podría
explicármelo todo... en palabras pequeñas, por supuesto, para no agotar mis
capacidades.
—Me gustaría agotar su... —murmuró Ryan.
—Hable libremente. De verdad, quiero entenderlo.
—¡Caramba! —vociferó—. Siéntese y permítame explicarle unos cuantos
miles de las cosas de la vida.
Ella se alejó hasta el área donde había sombra, cruzó los brazos y se
estremeció. Había algo en aquel hombre que la hacía reaccionar en forma
indebida.
—¿Qué pasa? —preguntó él con voz suave, a su lado. Mattie se volvió
y lo miró. El la miraba, preocupado. El tomó su brazo con gentileza,
calmándola—. No quise asustarla tanto. Creo... que no estoy hecho para
tratar con... mujeres.
—Es algo que tendrá que aprender —le contestó—. No me había dado
cuenta de lo poco preparada que estaba para este... todo este continente.
Me alegro de que estemos solos —mencionó Mattie alegremente—. Estoy por
decir algo agradable de usted... y no quisiera que se supiera.
—Yo tampoco —se rió—. Tengo que mantener una cierta reputación.
—Pues bien, a pesar de todo esto, Ryan Quinn, usted es un gran tipo
para tenerlo cerca cuando las cosas no van bien. Bueno, ¿qué me iba a
decir?
—Es el primer halago que me hacen en toda mi vida y estoy a punto
de gritarlo. ¿Está segura de querer escuchar esto?
—Si los Masakin están destruyendo nuestro ferrocarril, tengo toda la
intención de entrevistarme con ellos para hacer un trato. Y cuanto más
pronto, mejor. Ahora, por favor siga adelante con su explicación.
—De acuerdo. Las cosas están así. Los Masakin tienen ciertas
costumbres que son... un poco extrañas para los bostonianos.
—¡Apuesto a que así es!
—Sin sarcasmos, señorita. Su cultura es una mezcla entre la
agricultura fija y el pastoreo nómada. Un chico Masakin se convierte en
pastor a la edad de los diez años. Antes de eso, trabaja en la aldea. A
veces sigue detrás de los rebaños durante seis meses sin volver a casa.
Así continúa hasta que cumple treinta y cinco años. Se lleva a cabo una
ceremonia en la cual se le inicia en la organización de los mayores. En
ese tiempo es cuando se casa, se convierte en miembro del consejo, se
instala en la aldea y no debe marcharse nunca.
—A mí... en realidad no me interesa una exposición de su vida sexual
—le dijo Mattie—. ¿Qué le parece si sólo señala las palabras clave?
—No se altere. Las palabras clave: casado... consejero... mayores.
¿Entendió?
—Entiendo las palabras, pero no la música. Tal vez debería usted
tocarlo de nuevo.
—De acuerdo —Ryan hizo una pausa—. Para simplificar —continuó—,
para que yo me presente ante los consejeros de la tribu para ser
escuchado, primero debo convertirme en un miembro de los mayores... ese
es el problema de la edad en el cual estoy capacitado. Y, segundo, ¡debo
ser casado!
—Pero... —balbuceó—. No veo dónde está el problema. Usted es
casado, y por una afortunada casualidad, ¡su esposa se encuentra aquí
mismo, en Kosti! Según yo lo veo, todo está arreglado. ¿Por qué no...?
—Aún no entiende nada. Primero que nada, no estoy casado, y no lo
he estado desde hace seis años. Segundo, es algo que saben bien en
todos estos lugares. El radio-telégrafo es mucho más eficiente que el
teléfono y los satélites.
—Usted podría fingirlo —le sugirió Mattie con ironía—. Tuve una larga
conversación con su esposa. Perdón... escuché largamente hablar a Virginia.
Estoy segura de que estaría feliz de reinstalarlo, ¡y de pasar como su
enamorada mujercita!
—Oh, Dios —murmuró y golpeó con el puño cerrado la capota del jeep
—. No tiene por qué estar tan divertida.
—Oh, no lo estoy —mintió—. ¡Estoy muy preocupada! Es tan
importante... no tan sólo para mí en lo personal, sino para Latimore
Incorporated.
—Me alegra que piense así. Ahora, sea tan amable de borrar esa
sonrisa afectada de su rostro y escúcheme. No podría llevar a Virginia
conmigo. Al cabo de veinte minutos en la escena, le daría un ataque,
gritaría a todo pulmón, y exigiría que la llevaran directamente a El Cairo. Mi
esposa... mi ex esposa... en caso de que usted no lo haya notado, no está
en su sano juicio.
—Oh, es temperamental —dijo Mattie con precaución—. Pero yo no me
atrevería a decir...
—Pues bien, créame, es la verdad —gritó Ryan, luego golpeó su mano
con la otra y luchó por controlarse—. ¡Maldición! Juré que no le volvería a
gritar. ¿Por qué lo hago? Usted me saca de quicio más que cualquier mujer
de las que he conocido en mi vida, Mattie Latimore. Ha habido ocasiones,
en los últimos tres días, en que he deseado tirarla por la borda, y otras en
que yo... ¡Oh, diablos! ¡Ya he echado a perder todo el programa, así es
que más vale que haga lo que he estado deseando hacer durante todo
este tiempo!
Antes de que ella se pudiera zafar, él puso sus dos enormes manos
sobre sus hombros y la oprimió contra él. Igual que todas las chicas
Latimore, Mattie había tomado lecciones de karate, pero este hombre no le
dio oportunidad de poner en práctica su técnica. La jaló hacia él, la
envolvió en sus brazos y cuando trató de patearle la espinilla, la alzó del
suelo hasta quedar cara a cara. A Mattie no le agradaba lo que veía en
aquellos ojos.
—¡No se atreva! —le gritó apretando los dientes.
—Oh, sí me atrevo —murmuró. Bajó su boca a la de ella. Ella agitaba
la cabeza de un lado a otro, pero no había forma de escapar. Sus labios
frescos y húmedos sellaron su boca, apresó su cabeza, y todas sus
protestas fueron inútiles.
La presión disminuyó y por alguna razón, ya no deseó escapar. Como
en una suave invasión, Ryan torturaba y provocaba sus labios, haciendo
que lo disfrutara. Sólo cuando él comenzó a besarle la oreja, ella se quejó.
Su mejilla sin afeitar raspaba su suave piel, y ella protestó. La bajó y la
puso sobre la tierra, lo bastante lejos para evitar que le hiciera daño.
"Hay algo raro aquí", le decía su mente analítica. "Es obvio que no
conoces todos los hechos. ¿Qué es lo que falta? Te han besado antes.
¿Qué es lo que estás pasando por alto y que es el motivo de que estés
tan... perturbada? No, ¡más bien frustrada!" No le venía nada a la mente.
"Debes obtener más información", pensaba Mattie.
—Ahora —le dijo tranquilamente— si ha terminado el combate de lucha
libre, quizá podamos hablar de negocios —tartamudeó la joven.
—Su mejilla está roja —observó Ryan y extendió la mano para tocarla,
pero ella lo esquivó.
—Por supuesto que está roja. ¡Usted no se afeitó!
—Lo siento —dio un paso hacia ella y ella se apartó rápidamente.
—Déjeme ver si he entendido bien. Usted fue al área de los Masakin y
no le concedieron una audiencia porque no está casado; por lo tanto, no
está calificado para formar parte del consejo...
—Más o menos —murmuró él.
—¿Y qué es lo que impide que yo vaya a verlos para dar mi opinión?
—¡Oh, Dios! —murmuró Ryan—. Usted no ha escuchado entre líneas. A
las mujeres... casadas o no... jamás se les admite en el consejo. Ni
siquiera a la misma reina. ¡Jamás!
—Parece ser un arreglo extraño —habló lentamente—. Pero no
inesperado. Este es un mundo de hombres.
—Más vale que lo crea realmente.
—Y dígame, señor Quinn. Si usted estuviera casado y lograra asistir a
una junta, ¿qué tendría que hacer su esposa?
—Como en todas partes —le contestó— existe un gran protocolo. Mi
esposa tendría que aparecer conmigo cuando llegara. Luego sería
presentada al consejo de mujeres. Yo no sé lo que pasa en un grupo de
esos. Nadie quiere decir una palabra acerca de ello. Ceremonias, supongo.
—¿Supongo que no querrían revisar su licencia de matrimonio, o algo
como eso? —preguntó Mathilda.
—Por supuesto que no —contestó, suspirando—. Ya le conté sobre el
radio-telégrafo. Esas personas saben todo lo que pasa en nuestro
campamento. Así que si yo me presentara en Topari con una esposa,
tendría que ser alguien de quien ellos supieran algo.
—¿Y esta es la única forma que usted conoce para que, por lo
menos, uno de nosotros pudiera introducirse en ese consejo?
—Esta gente no es tonta y no hay otra forma de hacerlo.
—Nada es imposible. Es importante para la compañía... muy
importante. Vamos a producir una esposa para usted, y ustedes dos se irán
a... ¿a dónde, dijo?
—Topari —repitió—. ¿Qué clase de ilusiones se está formando ahora?
—No son ilusiones —le contestó solemnemente—. Lo único que
necesitamos es una mujer caucásica, relativamente joven para que haga el
papel de su esposa.
—¿Y dónde la encontraríamos? ¿Diciendo unas palabras mágicas? ¿O
sacándola del aire?
—Es muy poco observador. ¡Aquí estoy yo!
Ryan se volvió lentamente, boquiabierto.
—¿Usted? ¿Usted sería mi esposa? ¡Dios! ¡Preferiría luchar contra un
cocodrilo!
—Tal vez yo misma preferiría eso. Pero por la compañía, estoy
dispuesta a hacer... casi... ¡todo! Pienso que si vamos a aparecer como
pareja, tendremos que utilizar su "radio-telégrafo". Y, mientras estemos en el
campamento, debemos mostrarnos más...
—¿Cariñosos?
—Bueno... aparentemente —sugirió la joven.
—¿Algunos abrazos aparentes? —mencionó él sonriendo.
—En público —aceptó Mattie—. Nada más.
—Pienso que nadie lo creería si no nos besamos un poco —ella alzó la
cabeza y lo miró intensamente.
—Bueno... supongo que sí. Pero sólo en público, en muy raras
ocasiones, ¡y nada de tonterías en los intervalos! ¿De acuerdo?
—Difícilmente funcionará. Estamos hablando de aparecer como marido
y mujer, no de un compromiso casual de verano —Ryan se mostraba
escéptico—. Nadie va a creerlo mientras usted continúe viviendo en la casa
para mujeres, ¡y yo esté en otro bungalow!
—¡Oiga, espere un momento! —protestó Mattie—. ¡Está llevando las
cosas demasiado lejos!
—Es la única forma —habló en voz baja. Mattie se alejó, nerviosa, y
luego regresó.
—Usted sabe que yo ni siquiera consideraría todo esto si no fuera
porque es necesario para la compañía.
—Por supuesto. Lo entiendo perfectamente —el hombre sonrió.
—Entonces, ¿por qué tengo esta loca sensación de que me está
manipulando?
—Fue idea suya, señorita. Le he dicho que no es posible que
podamos hacer nada. Aún lo creo así.
—Maldito —le dijo—. De acuerdo, ¡adelante! Avíseles, consiga una cita...
para el señor Quinn y su esposa.
—Oiga, todo fue idea suya —repitió—. ¿Cuándo se mudará?
—No tiene caso posponer el trago amargo. Lo haré esta noche. No
obstante, me gustaría saber, señor Quinn, ¿por qué, de pronto, está tan
dispuesto a cooperar? ¿Qué le parece si me dice la verdad sobre este
asunto?
—Se lo diré —murmuró—. Es obvio que no le simpatizo. Cuando esto
haya pasado, no quiero tener una mujer colgada de mi brazo buscando
algo más. Sé que con usted tengo una mejor oportunidad que con alguna
bobalicona que tiene sueños fantasiosos.
—Tiene usted mucha razón. No puedo imaginar por qué cualquier
mujer que tenga uso de razón, desearía casarse con usted, señor Quinn.
Sin embargo, surge un problema: ¡usted tiene que encontrar la forma de
evitar que Virginia me asesine mientras representamos esta comedia!
CAPÍTULO 4

Una cosa era reírse de todo en la cima aislada de una colina y


burlarse de Ryan a voluntad, pero otra cosa muy diferente era llevar a cabo
aquel plan en el corazón del campamento de construcción, pensaba Mattie.
Habían regresado de su expedición de muy buen humor. Cuando
atravesaron la verja, el guardia Nuer los saludó amablemente, pero cuando
llegaron al frente del bungalow de los huéspedes, fue una historia
completamente diferente.
Ahmed bin Raschid se encontraba parado, muy erguido, en el pórtico,
y Virginia estaba en la puerta.
—Sólo entre y comience a empacar —le dijo Ryan a Mathilda.
—Por si no lo ha notado —le dijo Mattie en voz baja—, los leones han
salido de sus jaulas y parece como que quieren morder. ¿Por qué habría
de querer suicidarme?
—Sólo necesita un poco de valor —le dijo, empujándola suavemente
por la espalda mientras ella subía por la escalera.
—Ya bint —dijo Ahmed con desprecio, en un árabe lento y clásico—.
Creo que debo volver a revisar sus papeles. Vendrá usted conmigo —trató
de tomarla del brazo, pero Ryan, repentinamente, se interpuso.
—Si quiere revisar sus papeles, hágalo aquí —le dijo en el mismo
idioma. Ambos hablaban con la suficiente lentitud para que Mattie pudiera
entender lo que decían. Pero había un tono muy siniestro en la voz de
Ryan que le habría parecido claro a pesar del idioma en que hablara—. La
señorita Latimore es la vicepresidente de esta organización, y todo se
llevará a cabo de la manera más cordial, mi amigo. No debe usted olvidar
que tengo contacto directo con el jefe de la policía en Kartum, así como
con todo el medio internacional.
—¡Olvida que yo soy la autoridad del gobierno de Kosti!
—Y usted no recuerda que se encuentra parado en medio de un
campamento Latimore —le contestó Ryan—. Nuestros guardias no son muy
amables con las autoridades del gobierno. Podría usted sufrir un accidente,
Ahmed, y ninguno de nosotros lo deseamos, ¿verdad?
—¿Por qué interfiere usted? —preguntó el sudanés.
—Porque esta joven se ha puesto bajo mi amparo —le dijo Ryan, y
enfatizó la situación pasando un brazo por los hombros de Mattie. Ella se
estremeció. El hecho de "ponerse bajo el amparo" de alguien tenía un
significado especial entre las tribus del desierto.
—Ya habrá otra ocasión —dijo Ahmed, furioso, bajando por los
escalones.
—En caso de que la haya, Ahmed, será en las tiendas de su padre,
donde habría luto —el oficial se puso pálido y se marchó—. Insallah —dijo
Ryan a espaldas de Ahmed—. Si Dios lo permite.
—¿De qué tanto hablaban? —preguntó Virginia con voz chillona. Estaba
de un humor violento, que se reflejaba en su voz y en su rostro.
—Nada importante. Dése prisa, Mattie —las dos mujeres entraron a la
casa. Mathilda bajó sus maletas y comenzó a poner sus cosas dentro de
ellas. Virginia se sentó sobre su cama, fumando nerviosa.
—¿Se marcha usted? —preguntó la morena.
—No precisamente —se detuvo y la miró. "No está desequilibrada",
pensó Mattie, "está enferma. Su aspecto es de calma, ¡pero sus ojos están
inyectados de sangre y extraviados!" Aquella mujer debía estar en un
hospital, y no en el Sudán.
—Virginia, tengo algo de mi dinero conmigo. Usted no parece
encontrarse muy bien como para estar aquí, en África. ¿Quiere que le
consiga un vuelo para que regrese a casa?
—¿A casa? ¡Usted debe estar loca! —le contestó, furiosa—. Si pongo un
pie en los Estados Unidos sin diecisiete mil dólares, ¡puedo darme por
muerta!
Mathilda Latimore había crecido siendo pobre en una familia rica. Su
padre había asignado a cada hijo una buena pensión para sus gastos. Su
madre había llevado cuentas muy estrictas de cada centavo que gastaban.
Cada uno de los hijos tenía que trabajar... ya fuera en casa o en algún
trabajo fuera de ella... y ninguno de ellos lo había tomado a mal. Aun así,
diecisiete mil dólares era muchísimo dinero. Mattie se dejó caer en una
silla, con la boca abierta.
—¿Diecisiete mil dólares? —le preguntó.
—Diecisiete mil —Virginia arrojó su cigarrillo al piso.
—¿Dónde podría alguien conseguir diecisiete mil dólares en tan poco
tiempo? —preguntó Mattie, perpleja.
—Ryan tiene un rancho en Texas —contestó Virginia— que vale diez
veces esa cantidad. Estoy segura de que lo venderá... eventualmente. El
me estima mucho, pero usted no me está haciendo ningún bien. Ryan es
mi seguro, ¡y no voy a permitir que usted cancele mi póliza! ¿Se marcha
usted del Sudán?
—No, no exactamente —Mattie se puso de pie y cerró dos de sus
maletas. No podía cerrar la otra.
—¿Qué es lo que trama, exactamente? —insistió Virginia.
—Sólo... me mudo a otro edificio. Aquí no hay suficiente espacio para
que me sienta cómoda. Usted lo sabe.
—Por supuesto —aseguró Virginia con amargura—. Desde luego que no
es suficiente para una vicepresidente. ¿Cómo consiguió ese título...
acostándose con el presidente?
Mattie se detuvo. ¡Cómo le gustaría arrancar cada uno de los cabellos
oscuros de la cabeza de aquella mujer, enferma o no!
—No, nunca me acosté con el presidente —le contestó con frialdad—.
Pero mi madre sí lo hizo —añadió.
—Bueno, yo... —comenzó a decir Virginia cuando Ryan golpeó la puerta
y entró sin esperar a que lo invitaran a entrar.
—¿Aún no está lista? —le preguntó con su voz más hosca.
—No puedo cerrar esa maleta —le explicó, agresiva.
—Vamos, hágase a un lado —le ordenó. Empujó hacia abajo la maleta
con sus brazos y la cerró. Miró alrededor—. ¿Esto es todo?
—Sí, todo —contestó Mattie.
—Entonces, vámonos —tomó las tres maletas y salió. Mattie se encogió
de hombros y salió detrás de él. Cuando llegó a la puerta, se volvió.
—Estoy segura de que nos volveremos a ver —le informó a Virginia—. A
no ser que piense marcharse pronto.
—Pienso irme en cuanto obtenga la escritura de ese rancho —contestó
—. ¿Y a dónde se muda usted?
—No lo sé. Supongo que a donde diga Ryan.
El bungalow de Ryan estaba frente al edificio administrativo y parecía
el doble más grande que el de huéspedes. Mattie bajó del auto
cautelosamente. No había forma de que una mujer bajara de un viejo jeep
con elegancia, y éste, como casi todos los que había en los grandes
lugares de construcción, era un desecho militar. Se sacudió un poco la ropa
y para entonces, Ryan había dado vuelta al vehículo acercándose a ella.
—Esta hora es adecuada —mencionó el hombre.
—¿Adecuada para qué?
—Para ese papel de besarnos y abrazarnos. Tenemos público al otro
lado de la calle.
—Dios —murmuró—. Si no fuera por la corporación... ¿quién demonios
le va a explicar todo esto a mi madre?
—¿Su madre? —rió él—. ¿Aquella mujercita que está en Boston? Podría
preocuparme por su padre, pero, ¿por esa mujercita?
—Precisamente, ella —le contestó Mattie con tristeza—. Mary-Kate cree
en la máxima de Teddy Roosevelt: "Camina despacio, pero lleva un bastón
pesado". Y más vale que inventemos una buena explicación.
—No espero ir a Boston en mucho tiempo. ¡Vamos muchacha, la voy a
besar!
Podía haberse dado tiempo para razonar aunque fuera unos cuantos
segundos, pero de repente sus besos requirieron de toda su atención y se
olvidó de toda la conversación.
Una vez dentro de la casa, aún tenía dificultad para respirar, y
esperaba a que Ryan trajera sus maletas. Se asomaba por las ventanas
encortinadas para observar. Punto número uno: cortinas en las ventanas.
Miró rápidamente alrededor. Alfombras en el piso. Muebles cómodos y
pesados. Aire acondicionado en la ventana de una esquina. Una puerta
abierta que daba al cuarto de baño, bien equipado con tina, ducha y
espejo. Y tres puertas cerradas. Había puesto la mano en la perilla de la
primera puerta cuando entró Ryan y dejó sus maletas en el piso,
ruidosamente.
—Súbale al maldito aire acondicionado —le ordenó mientras se limpiaba
la frente con el pañuelo que llevaba al cuello. Mattie caminó lentamente en
la dirección donde estaba el control, examinó el tablero e hizo girar el
botón correcto—. No sé por qué de repente siento tanto calor.
—Yo tampoco —contestó ella riendo a carcajadas. El la miró como si
de pronto hubiese perdido el sentido.
—Supongo que eso es una especie de chiste de Nueva Inglaterra. No
lo entendí. Ese es su cuarto, el que está al extremo. La puerta de en
medio es de la cocina —volvió a tomar las maletas y la siguió a la puerta
cerrada de su cuarto. Mattie lo miró con impertinencia al abrir la puerta
para entrar.
—No creo haber conocido a un hombre con menos sentido del humor
que usted.
—No, supongo que no —replicó él. Dejó las maletas en un rincón y se
dirigió a la puerta, pero cambió de opinión—. Y eso es algo muy gracioso —
añadió—, porque la gente me dice que yo era el chico más feliz del mundo
cuando era joven. ¿Quiere una copa?
Salieron al cuarto central. El desapareció en la cocina y volvió con
dos vasos. Mattie se sentó en uno de los sillones y aceptó la bebida. Ryan
se recargó en la mesa por un momento y luego fue a sentarse en el sillón
junto a ella y alzó su vaso, brindando.
Mattie bebió un sorbo y sintió que le quemaba la garganta. No era
propio de una dama educada, pero lo escupió todo.
—En nombre de Dios, qué... —dijo con voz ronca. Ya Ryan volvía de la
cocina con un vaso con agua, y le dio a beber a la fuerza. Ella tosía
violentamente y él le golpeaba la espalda.
—Está bien, está bien —decía ella, gimiendo—. ¡No me ha envenenado,
así que no hay necesidad de que me mate a golpes!
—De veras, no fue mi intención hacer ninguna de las dos cosas. Dios
mío, yo no haría...
Mattie esperó, emocionada, para saber qué era lo que él no haría...
pero él nunca terminó la frase.
Habiendo controlado la tos, se limpió los ojos y se recargó en el
respaldo del sillón; casi había recobrado el aliento.
—¿Qué es eso? —le preguntó.
—Rakki —le informó—. Nada más que un simple vino de palma
destilada dos veces. Lo beben todos los nativos.
—Con razón no les afectan las enfermedades.
—¿Se siente mejor? —cuando ella lo afirmó, el rostro de Ryan se
volvió otra vez de piedra.
—Yo sólo bebo cerveza y no mucho.
—Tenemos cerveza —le contestó—, pero contiene treinta por ciento de
alcohol y pensé que sería demasiado fuerte para usted.
—Gracias por preocuparse —murmuró—. ¿No tendrá limonada?
—Ni por casualidad. Cualquier cosa que se prepare con agua tiene
que ser hervida. Té, es la palabra mágica. ¿Quiere que le traiga una taza
de té?
—No lo puedo creer. De acuerdo, una taza de té. Sin crema y sin
azúcar. "He pasado mucho tiempo de mi juventud estudiando ingeniería",
pensó. "¿Qué es lo que he perdido?" Antes de poderse contestar, Ryan le
trajo una taza de té caliente. El silencio pesaba en el cerebro de Mattie. El
bebía de su vaso como si bebiera agua pura, y ella luchaba por enfriar el
té para no quemarse. Y ambos se observaban a través de la corta
distancia que los separaba.
—Un lugar muy bonito —dijo ella para romper el silencio—. Muy
elegante.
—El rango tiene sus privilegios —contestó. Y volvieron a quedar en
silencio.
—Su esposa... —comenzó a decir Mattie.
—Mi antigua esposa —la interrumpió, pero por lo menos se movió,
habló, pareció interesarse, así que Mattie dio otro paso adelante.
—Parece enferma.
—¿Ahora qué? —le preguntó, pero no había amargura en su voz—.
¿Quiere la historia de mi vida?
—No precisamente.
—De acuerdo. Le hablaré de mi esposa. Virginia y yo nos casamos
hace ocho años. Fue un matrimonio dinástico. Ella lo deseaba, mi padre y
mi madre lo deseaban, y a mí no me importaba. No funcionó. Me divorcié
de ella hace seis años.
—Seis años es mucho tiempo —mencionó Mattie—. ¿Y después, no
conoció a alguna mujer con la que deseara casarse?
—He conocido una o dos —reconoció—, pero no para casarme. Voy a
llevar a Virginia colgada de mi cuello como un albatros por el resto de
nuestras vidas.
—¿Tan responsable se siente de ella? —Mattie sintió una pizca de
dolor en su corazón. No era simpatía... de ninguna manera... pero no
estaba segura de cómo nombrarlo.
—Por supuesto que soy responsable de ella —murmuró—. Hace ocho
años formábamos un trío... Joe Sullivan, Virginia y yo. Se casó conmigo... y
después de un año se dio cuenta de que había elegido mal. Me dejó y se
fue a vivir con Joe. Dos años después él se arruinó y se suicidó.
Pertenecía a una de las familias más ricas de Texas, y quedó en la ruina.
¿Se imagina lo que es eso?
—Lo... supongo —contestó Mattie—. Texas y el petróleo van de la mano.
Tengo entendido que los tiempos son muy difíciles ahora en Texas. Y
supongo que eso fue lo que hizo que Virginia se derrumbara.
—Sí, eso la destrozó. No la muerte de Joe... él no se dedicaba al
negocio del petróleo... fue el hecho de haberse arruinado. Ella fue la
culpable. En caso de que no lo haya notado, ¡Virginia es una jugadora
compulsiva!
—Yo pensaba que eso era una especie de broma que inventa la
gente.
—¿Broma? Demonios —murmuró—. Es una verdadera enfermedad.
—Ella dice... —Mattie titubeó, considerando su propia audacia, pero
quería saber—. Dijo que necesita... una gran cantidad de dinero.
—Seguro que la necesita —contestó Ryan con amargura—. Pidió un
préstamo. La voy a dejar que sufra un buen rato.
—Pero estoy segura de que el banco podría hacer algo para que se
puedan hacer los pagos a plazos —dijo Mattie.
—Para ser vicepresidenta, es usted ingenua —le habló bruscamente—.
El banco con el cual ella está tratando, tiene su propia forma de cobrar sus
préstamos. ¿No creerá que haya hecho el viaje hasta el Sudán por un
simple préstamo de un banco?
—¿Va usted a ayudarla?
—Por supuesto que sí. Soy la causa de casi todos sus problemas, y la
voy a ayudar... eventualmente. Y así seguirá durante uno o dos años y
volverá a caer, y yo la volveré a ayudar una... y otra vez. Hasta que uno
de los dos muera. ¿Me entiende ahora?
—Para mí no es importante. ¿Cuándo iremos al interior? —cambió el
tema bruscamente.
—Comencé a hacer arreglos hace horas. Sabremos de ellos muy
pronto. Mientras tanto, no salga de este campamento. Ahmed no se
distingue por su indulgencia.
—¡Usted hace aparecer a este país como algo terrible! —le gritó—. ¡No
puede ser tan malo! ¡Ahmed no es más que un niño a quien se le ha
subido a la cabeza el puesto!
—No es tan malo. Se lo he dicho antes... nunca ha sido un verdadero
país… el actual gobierno musulmán está tratando de convertirlo en un país,
del mejor modo que ellos saben hacerlo. Los rebeldes intentan quitarle una
parte para formar un país por separado, y yo no los culpo por ello. Y las
tribus desean conservar su propio gobierno, así como sus costumbres, y
tampoco los culpo. En cuanto a Ahmed, es una rana grande en un charco
pequeño. En un país sacudido por la rebelión suele haber algunos como él.
Pero no crea que es un chico tonto. Es malo, es poderoso en esta área, y
es vengativo —la miró airadamente y se dirigió a la puerta—. Voy a cruzar la
calle para ver cómo van las cosas. Le enviaré su cena del restaurante.
Le llevaron la cena tal y como él prometió. Le pusieron la mesa con
eficiencia y permanecieron allí, pacientemente, hasta que llegó Ryan.
Después de una breve inspección a la mesa, les hizo una señal con la
mano y se marcharon.
—No esperaba que viniera a cenar —comentó Mattie mientras que sus
brillantes ojos azules recorrían su cuerpo pulcro. Notó que llevaba camisa y
corbata. ¿Un punto a favor del gran cazador? Ella había utilizado aquellas
horas para darse un baño de lujo.
Su cabello recién lavado y peinado brillaba con la luz y caía
suavemente sobre sus hombros, formando un bello marco para su cutis
claro, sus cejas más oscuras, y sus lindos dientes. Con la seguridad de
que el aire acondicionado funcionaba, se puso su único vestido formal, de
tres cuartos de largo de seda color ámbar, con el corpiño escotado en sus
senos y el cual se adhería hermosamente a sus caderas. Notó que, aparte
de una rápida inspección, Ryan le prestó la misma atención que le dedicó
al platón de ternera que estaba en el centro de la mesa.
—Tampoco yo pensaba venir —admitió—, pero terminé todo el trabajo
pendiente. Además, este es el momento ideal para representar nuestro acto
La mitad de esos hombres se marcharán por la mañana, van a casa.
—Que todos lo sepan... ¡Ryan Quinn visita su harén! Cuando vuelva a
casa escribiré un libro sobre todo esto.
—Si lo hace, le romperé el cuello —la amenazó—. La publicidad es algo
que no necesito... y menos en los Estados Unidos. .
—¡Ah! —exclamó—. ¡No estará lo bastante cerca para enterarse!
—No esté tan segura —recordó lo que había dicho poco tiempo antes—.
Bueno, no deberíamos estar siempre peleando —la ayudó a sentarse y él se
sentó frente a ella. Destapó cada uno de los platos de comida caliente—.
No está mal. Arroz, ternera, lentejas. ¿Me permite servirle?
Comieron sin prisa y acompañaron la comida con una botella de vino
marroquí. Cuando terminaron, Mattie recogió los platos dejándolos sobre una
mesita junto a la puerta.
—¿No ha recibido noticias de nuestro viaje?
Ryan asintió con la cabeza.
—Bastantes. Más de lo que me hubiera gustado escuchar. Saldremos
pasado mañana, después de medianoche.
—¿Tan pronto? —le preguntó, asombrada—. ¡Pensé que tendría la
oportunidad de usar una de esas camas suaves durante algunas noches!
¿Por qué la prisa?
—Primero —dijo él limpiándose la boca con una servilleta— el Sanda, el
festival, comenzará pronto y todas las tribus se reunirán en Topari. Es
exactamente la ocasión adecuada para que nosotros aparezcamos allá.
—Tiene sentido —admitió—. Pero, ¿por qué no dentro de tres o cuatro
días? Regularmente, yo necesito dormir mis ocho horas. Ya ha dicho lo
primero. ¿Debo entender que hay un segundo motivo?
—Creo que podría decir que así es —contestó—. Ahmed ha colocado
una guardia en nuestra verja. Me han dicho que tienen instrucciones de
vigilar a la ferenqi de pelo rubio —sonrió.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Y eso le parece gracioso? ¿Ese loco
sudanés está afuera esperando para cortarme en pedacitos?
—¡Oiga, no se ponga histérica! No creo que tenga en mente nada más
que seducirla.
Se levantó y se acercó ofreciéndole sus brazos como consuelo. Ella
necesitaba que la confortaran y el único que se lo podía hacer era él. De
otra manera jamás me acercaría a este hombre, se dijo cuando él la
oprimió cariñosamente contra su pecho. Pero sólo por un momento. Si algo
tenían las chicas Latimore, aparte de su belleza, era orgullo, y Mattie lo
empujó rápidamente. El abrió los brazos al instante cuando ella dio un paso
atrás y cayó sentada sobra el sofá.
—No, creo que no es muy gracioso —la miraba cuidadosamente—.
Quizás necesito lecciones de buen humor...
—Yo podría darle algunas indicaciones —le aseguró cuando hubo
recobrado la ecuanimidad—. ¿Cómo voy a salir de aquí si Ahmed tiene
guardias en la verja?
—Tecnología moderna —dijo Ryan pomposamente—. Helicóptero.
—¿Quiere decir que hice ese loco viaje en barco por nada? ¿Tiene
usted un helicóptero? Es usted... —y la lengua le falló.
—¡No he querido decir nada! —le gritó. Con sus ojos azules llenos de
ira, sus mejillas sonrosadas, sus senos levantados por la rabia que sentía y
sus puños apretados, preparados para arremeter, de pronto se convirtió en
la mujer más deseable que él había visto en su vida.
Sus emociones lo sofocaban y habló precipitadamente:
—Tenemos dos helicópteros. Normalmente los utilizamos en todas
partes, pero en las últimas tres semanas los rebeldes han estado enviando
cuadrillas de ataque hasta Kordogan. Tienen una especie de proyectiles
antiaéreos, por lo que hemos dejado en tierra los helicópteros.
—Así que para evitar a Ahmed, ¿yo me convierto en un blanco
volador? —preguntó con ira.
—Dios mío —contestó Ryan—. ¿Nunca podré hacer que usted me
entienda? A todo lo que digo le encuentra falla. No, no será usted un
blanco volador. Los rebeldes no pelean de noche. Utilizaremos el
helicóptero para que nos saque del territorio de Ahmed, y después nos
transportaremos por tierra.
—No me grite —murmuró—. No soy una niñita nueva en la cuadra.
—¡Gritaré si me da la gana! —rugió—. ¡Diablos!... Muy bien. No le
gritaré —se miraron airadamente durante unos segundos—. ¿Qué le parece si
tomamos café? —era una oferta de paz. Mattie sonrió y regresó a la mesa.
Hablaron sin discutir por espacio de cinco minutos. Del tiempo, de su
escuela como miembro de una de las principales familias de Massachusetts;
él le contó anécdotas de cómo creció como hijo único en un rancho
ganadero. Mattie comenzaba a sentirse muy orgullosa de sí misma cuando
aquella paz se derrumbó. Virginia Quinn abrió la puerta, entró y la cerró de
golpe detrás de ella.
—¡Conque esto era lo que intentaban hacer! —les gritó—. ¡Sabía que
algo había entre ustedes dos! ¿Una cena privada antes de ir a la cama,
verdad? ¡Te lo dije, güerita, que no debías jugar!
—Yo no estoy jugando —contestó Mattie con firmeza, sin pensar en el
doble significado de las palabras de Virginia. Era otro de los atributos de
los Latimore... jamás volverse atrás ante una ofensa física—. ¡Y si así fuera,
no veo que sea asunto suyo!
—¡Yo voy a hacer que sea asunto mío! —Virginia estaba desquiciada.
—Has bebido demasiado —le dijo Ryan levantándose lentamente de su
silla—. Cálmate, Virginia. Sólo tratábamos asuntos de negocios.
—Sí, cómo no —contestó con burla—. Lo veo muy claro. Se pone uno
esos vestidos escotados para hablar de negocios. ¿Me tomas por una
campesina?
—Parece que no entiendes la situación —le explicó Ryan—. Te lo he
dicho antes... ¡no te tomo por nada, en absoluto!
—¡No tengo por qué aguantar esto! —gritó Virginia—. ¡Alguien va a
pagar por esto! —durante aquel breve momento todos permanecieron
silenciosos y expectantes. Mattie tuvo la sensación de que quien iba a
pagar era ella.
Virginia Quinn lo confirmó. Sin otro grito, se abalanzó a través de la
mesa hacia Mattie, tirando al suelo los platos y también la cafetera.
Extendió ambas manos y las levantó apuntando con sus largas uñas
pintadas de rojo, que parecían diez pequeñas dagas, al rostro de la joven.
Por suerte, los reflejos de Mattie eran tan agudos como su lengua, y
se protegió levantando las manos. Al mismo tiempo empujó su silla hacia
atrás, tirándola.
Ryan tampoco se quedó quieto. Virginia llevaba pantalones y una
blusa. Antes de que ella pudiera llevar a cabo su maniobra siguiente, él la
había agarrado con una mano del cuello de su blusa y con la otra de la
cintura de sus pantalones. La alzó en el aire, ella aún luchaba, y rodeando
la mesa, la llevó hasta la puerta y allí la bajó.
Ella dejó de luchar. Cuando Ryan le murmuró unas palabras al oído,
comenzó a llorar, él abrió la puerta y ella salió. Ryan se quedó parado en
el umbral, durante un momento, luego volvió a cerrar la puerta.
Mattie levantó la silla, miró el desorden sobre la mesa y se inclinó
para recoger los residuos.
—Déjelo —le ordenó Ryan—. Por la mañana vendrá un par de personas
de la limpieza.
—Si, claro —Mattie suspiró y se enderezó—. Debo decir que es...
interesante... conocer a sus amigos, señor Quinn. ¿Qué fue lo que le dijo
para hacer que se marchara?
—¿Qué otra cosa? Le dije que le rompería su estúpido cuello si no se
marchaba al instante.
—Debí saberlo —murmuró Mattie—. Bueno, si tengo que empacar para
marcharme, es mejor que comience a hacerlo. ¿Cuánto tiempo estaremos
fuera?
—De diez a quince días —le informó—. Traiga sus cosas de viaje... y un
par de esos dishdashes que compró en Kosti.
—¡La típica respuesta masculina! —dijo con disgusto—. Usted mencionó
algo acerca de que yo vería a la reina. Supongo que habrá ceremonias...
—Por supuesto. Mientras que yo hablo con los miembros del consejo,
usted hablará con la reina.
—Y dígame, fuente de sabiduría —su tono era sarcástico—. Yo desearé
estar a tono con las personas por quienes estaré acompañada. ¿Qué ropa
lucirán las mujeres en esas ocasiones?
—Pues bien, no había pensado en ello. Interesante. Supongo que sería
correcto que usted armonice con las damas.
—¿Y, qué usarán ellas? —preguntó.
—Nada —dijo con naturalidad—. Los Masakin creen en la desnudez
durante las ceremonias.
CAPÍTULO 5

—Diré algo en su favor —habló Mattie con sarcasmo—. Es usted un


arrogante desgraciado. ¿En dónde está el helicóptero?
—Ya vendrá —Ryan se encogió de hombros—. No se atreverían a no
venir. Le dije al piloto que usted era la pasajera y se quedó petrificado.
Ella lo quería fulminar con la mirada. Estaban sentados en cuclillas
afuera de donde estaba marcada, en el campamento, la pista del
helicóptero, en total oscuridad. El viento era helado. Al otro extremo del
campamento, las verjas principales estaban cerradas. Afuera había una
brigada de seis soldados sudaneses y adentro, un pelotón de veinte
guerreros Nuer. Y todo era culpa de él.
—Me imagino que usted se considera a sí mismo un hombre que se
ha formado solo.
—Desde luego. Pero, ¿a dónde quiere llegar? —le preguntó.
—Me devuelve la fe —dijo ella—. Habiéndose formado usted solo,
¡releva a Dios de la culpa de haber cometido una terrible equivocación!
—Eso —lo dijo sin humor— ¡es gracioso!
—Sí... bueno —ella tartamudeó buscando algo ingenioso que decir, sin
hallarlo.
—Oiga —le dijo Ryan en voz baja, acercándose más a ella—. Sé que
no le agrado, pero ayudaría mucho a nuestra misión si su animadversión
fuera menos intensa.
—No intento permitir que las personalidades se mezclen con los
negocios —le explicó como disculpa—. He estado observándolo un poco.
Admiro su capacidad administrativa, sus dotes de mando...
—¿Pero personalmente?
—Bueno... —se encogió de hombros en la oscuridad. No tenía caso
mentirle—. En lo personal... tiene usted razón. No me simpatiza. Lo siento.
—Ya llegó —la sacó del lugar marcado como la pista de aterrizaje. El
ruido se volvió más fuerte, brillaron las luces sobre sus cabezas y al
instante se confundieron con los reflectores que iluminaba la pista. El viejo
helicóptero aterrizó.
—¡Podían aplicarle una capa de pintura!
—¿Habrá algo que usted no tenga que criticar? Sí, necesita pintura y
más que eso, necesita un motor nuevo... y si lo pensamos bien, ¡también el
piloto necesita un descanso! ¿Qué otra cosa tiene que decir?
Se abrió la puerta del helicóptero y se deslizó hacia abajo una
pequeña escalera.
—Si el piloto necesita que lo releven, yo lo puedo hacer —habló
enfadada.
El ignoró la escalera y la levantó en brazos subiéndola al
compartimiento de pasajeros; después él saltó junto a ella.
—¿Es usted piloto? —le preguntó, incrédulo.
—Desde que tenía diecisiete años.
Ella no tenía intenciones de decirle su verdadera edad. No porque
veinticinco años fueran muchos, pensó, sino sólo porque no era algo que a
él le incumbiera. El se colocaba el cinturón en un asiento del lado opuesto
a la cabina. Lo miró molesta. El motor se sacudió, zumbó, y con dificultad
subió al aire. Las luces de aterrizaje se apagaron al instante. Dieron vuelta
en una pequeña loma y se dirigieron al Oeste.
Era casi imposible comunicarse con Ryan. No había sistema
amplificado de teléfonos y el ruido dentro del helicóptero era insoportable.
El helicóptero se sacudía y golpeaba, manteniéndose bajo sobre la
tierra, siguiendo las vías dobles, el camino y la vía de ferrocarril que corrían
lado a lado hacia las montañas de Darfur. Su pensamiento vagaba mientras
observaba a Ryan. El, de inmediato se había hundido en papeles,
trabajando sin cesar a la luz débil de la cabina. Aquí estaban, embarcados
en una aventura que podía salvar la vida de la Compañía en África Central.
Lo observaba y juzgó que necesitaba un corte de pelo. Vestido, para
el viaje, con jeans y camisa oscura, su sombrero de paja en el suelo, junto
a él, Ryan Quinn aún era la personificación de la pulcritud.
Se acomodó para dormir un poco. No obstante, no pudo olvidarse de
él. Su rostro estaba grabado en su mente, persiguiéndola. Ella no esperaba
aquello.
—Tienes una carga doble —le había dicho su padre en una ocasión—.
Sé que eres una ingeniera capaz... una de las mejores... pero para la
mayoría de nuestra gente serás la hija del jefe. Sólo demostrando qué tan
buena eres, podrás vencer la dificultad que representa ser hija mía. Y lo
harás tú sola, Mattie. Yo no modificaré ni un ápice las normas de la
Compañía sólo porque eres mi hija.
—Pero fuera del trabajo, ¿aún me amarás? —le había preguntado, y se
había dedicado a cumplir sus órdenes con toda exactitud. Con éxito.
Trabajó en media docena de proyectos importantes y descubrió que podía
ordenar, en tanto aprendió a acatar las órdenes. Se quedó dormida.
La despertó el ruido del helicóptero al aterrizar. Cuando se asomó por
las incómodas ventanillas no vio nada. Después ignoró la mano que le
ofrecía Ryan y bajó.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio la silueta
borrosa de lo que parecía un vehículo. Ryan la condujo hacia él. Los pasó
un hombre que iba en dirección opuesta.
—Hujambo —dijo, y Ryan contestó el saludo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Mattie en un tono de conspiración.
—Puede hablar en voz alta. No hay nadie en veinte kilómetros a la
redonda, eso espero.
—Yo creí que volábamos hacia Topari... No veo ningún poblado por
aquí.
—Estos son tiempos muy inestables y no quiero permanecer aquí ni un
minuto más de lo necesario. Suba al Land Rover —para asegurarse de que
lo hacía, le dio un buen empujón que la envió hasta el vehículo. Todavía
estaba refunfuñando cuando él subió por el otro lado. Al mismo tiempo, el
piloto del helicóptero encendió los motores y llevó al viejo pájaro de vuelta
hacia el cielo.
Mattie se estremeció. Faltaba más de una hora para que amaneciera,
pero no era la brisa fría lo que la afectaba, sino el pensar que se habían
quedado solos. Ryan revisaba la carga del vehículo con una lamparita.
—Se va —mencionó quejándose. El levantó la cabeza y la miró—. El
helicóptero —añadió.
—Por supuesto. Ese es el propósito de todo este asunto.
—Entonces, será mejor que me lo explique. No... no veo señales de
vida por aquí, más que nosotros.
—Amén. ¿Qué sucede? ¿Se está acobardando?
—¿No tengo derecho a hacerlo de vez en cuando? —le preguntó.
El se inclinó y le dio unos golpecitos en la mano.
—Todos tenemos ese derecho. Yo mismo he sentido pánico en una o
dos ocasiones. Pero yo pensaba que la Imperial Señorita Latimore... oh,
demonios, ¡ahí voy de nuevo! —la acercó más a sí—. No hay por qué
alarmarse. No queríamos exponernos estando los rebeldes en el área, y
queríamos dejarle una pista falsa a Ahmed bin Raschid. Estamos a
veinticinco kilómetros de Er Rahad, un área bastante segura. El helicóptero
ahora va en dirección opuesta, hacia Sennar, en el Nilo Azul. Llegará allá
al amanecer y el telégrafo hará llegar la noticia a Kosti en pocos minutos.
Eso frustrará el pequeño complot de Ahmed, y nos dejará el camino libre.
—Es como una historia de Sherlock Holmes —sonrió Mattie. De pronto
sintió alivio—. ¡Todo es tan sencillo cuando ha sido explicado! Aunque esa
frase... "el pequeño complot de Ahmed"... no me gusta. ¿En realidad, usted
cree que tiene algo planeado?
—No lo tome a la ligera. Es un joven peligroso, y estamos en una
parte del mundo donde la ley no siempre funciona.
—No lo haré —suspiró—. Gracias —Ryan oprimió su mano con más
fuerza por un momento, y luego la soltó. El motor del auto arrancó con un
ruido sordo en aquel silencio que los rodeaba. Aquello trajo a la mente de
Mattie una media docena más de preguntas—. ¿Por qué el interior de este
vehículo está al revés?
—¿Qué? —avanzaban sin luces por la llanura y Ryan se inclinaba
sobre el volante para poder ver. La luna no ayudaba. Había salido,
ocultándose inmediatamente detrás de las nubes—. Oh, ¿se refiere al
volante? Este es un modelo británico de exportación, uno de los más finos
del mundo. Cuatro ruedas, alto para pasar entre la maleza, motor muy
confiable. ¿Dónde esta ese camino?
—¿Camino? ¿Buscamos un camino?
—Ya no —se rió. El vehículo rebotó sobre algo que envió sus cuatro
ruedas al aire y luego cayó estrepitosamente, giró un poco y retomó su
viaje—. Ahora vamos hacia el suroeste. Koalib Mountain está como a
doscientos kilómetros a campo traviesa.
Aquella información le proporcionó a Mattie una sensación de
seguridad. No tenía idea de dónde estaba Koalib Mountain, pero con el solo
hecho de tener un nombre la tranquilizaba. En todo caso, aún no llegaban
a aquel lugar. Un rato después él se apartó del camino y se detuvo.
—Acamparemos aquí un rato y dormiremos un poco —le informó—. No
dormimos anoche y estos caminos son peligrosos.
—No me diga que hay problema de tráfico. No he visto otro vehículo
en la última hora. Y no me siento muy feliz al tener que acampar en el
suelo, estando a sólo unos cuantos kilómetros de un pueblo. Debe haber
algún hotel...
—No como a usted le gustaría —informó Ryan—. La aldea más próxima
tendrá apenas unos cuatrocientos habitantes, no más. Aquí estamos en el
viejo camino de las caravanas. Hay un viejo mesón para las caravanas en
el pueblo. Muchos camellos trajeron muchas pulgas... y algunos otros
insectos...y los dejaron en el serai. Por mi parte, prefiero el campo libre y
limpio.
—Me parece sensato —mencionó indiferente y él la miró, asombrado.
—¿Sin discusiones?
—Ninguna, pero creo que estaríamos mejor allá, entre los árboles.
—No lo dirá en serio, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. Nos protegerán del sol.
—Bien, como me lo recuerda constantemente, usted es el jefe —
encendió el motor y subieron una loma. Se detuvieron en medio del grupo
de árboles, cuyas raíces habían encontrado agua en el lecho seco del río,
que estaba cerca.
—Bajaré la tienda —Ryan procedió a hacerlo.
—Lo ayudaré —Mattie bajó del camión y estiró sus músculos durante
uno o dos minutos. Sentía las piernas rígidas. Sus brazos temblaban.
"Bajaré la tienda"... lo escuchó muy bien. La tienda. Y si sale de nuevo con
aquel saco de dormir, yo... ¿qué haré? Su mente práctica se impuso justo a
tiempo antes de ponerse histérica. En realidad, no hay necesidad de tener
dos tiendas, pensó. El no soñaría en atacarla, siendo ella su jefe.
Con su ayuda, sólo les tomó veinte minutos montar el campamento y
hacer una fogata con carbón. Mientras luchaba con la mochila que llevaba
en la espalda, aún agachada, se fue detrás de un árbol.
—¡Algo me pasa! —gritó alejándose de un salto; las lágrimas corrían
por su rostro. Ryan llegó corriendo desde la fogata, le dio una rápida
mirada y rió a carcajadas.
—No es gracioso —le dijo, quejándose—. Algo se ha metido en mi... en
mí. ¡Sáquelo! ¡Y no se atreva a reír!
—No lo haré —le aseguró—. Vuélvase.
—Aún se está riendo.
—No, de veras. Esto le va a doler un poco.
—Yo... ¡Dios mío! —giró rápidamente para inspeccionar la aguda espina
que él tenía en los dedos—. ¿De dónde vino eso? ¿Por qué no me advirtió?
—Pensé que lo sabía —podía ver que él aún sonreía—. Usted insistió
en que acampáramos bajo estos árboles. No es una mala idea... si se tiene
cuidado. Se les conoce como árboles espinos por estos lugares.
Pasó otra media hora para que Mattie recuperara su buen humor. Al
estar parada, observando a Ryan que alimentaba el fuego, su honestidad le
requería que admitiera... por lo menos ante ella misma... que tal vez él
habría hecho todo aquel trabajo en diez minutos sin su ayuda. El levantó la
cabeza, la miró y sonrió.
—Todo es tan tranquilo. No hay aves, no hay animales... es como si
todo estuviera desierto —le mencionó la joven.
—Tiene usted razón —afirmó Ryan al colocar una olla con agua en la
pequeña fogata y sacando una sartén para freír—. La sequía duró una
década... en el Sahel. Toda el área oeste del Sudán, Etiopía, Chad, la
República Central Africana, casi se secaron. He oído decir que en aquel
tiempo se podían ver aquí leones, elefantes, avestruces, leopardos, jirafas y
todos los animales comunes del África, por no mencionar las aves. ¿Le
gustan los huevos en polvo?
—Comeré cualquier cosa.
—Oí decir que algunas de las aves están regresando —continuó Ryan—.
En Malhal... —señaló hacia las colinas al oeste— dicen que los kiljos están
regresando. Se trata de la cigüeña africana. Se ven algunos buitres de vez
en cuando. Nos han reportado que se han visto leones aislados... casi
todos son machos viejos que han salido del grupo. Son peligrosos. A lo
largo del Nilo, todo ha vuelto a la normalidad, pero en el monte los tiempos
aún son difíciles. Hay que cuidarse de las serpientes.
—¿Cómo se distinguen las venenosas de las que no lo son?
—No existen las que no lo son aquí, señorita. Pruebe esto mientras
preparo el café —le dio una rebanada del pan que ya había probado en
Hurriya. Le pareció que habían pasado años. El pan que le dio, lo había
partido, y lo había rellenado con lo que se podía llamar huevos revueltos.
Le supo a ambrosía. Y el té era delicioso.
Una vez que terminaron de comer, ella frotó la sartén con arena
mientras que Ryan movía el Land Rover hacia los árboles.
—No me gustaría que tuviéramos visitas mientras dormimos —comentó
cuando ya estaban dentro de la tienda. Ella se puso nerviosa. Ryan se
quitó las botas, desabrochó la hebilla de su cinturón y se tendió en uno de
los sacos de dormir. No fue fácil para ella. Hizo lo mismo que él, pero no
encontraba una posición cómoda.
Nada parecía molestar a Ryan, lo cual ponía más furiosa a Mattie.
¡Todo le parecía más disparatado a cada minuto!
Mattie parpadeó durante uno o dos segundos. El sol estaba saliendo,
desbaratando las nubes que habían amenazado desde el este. La
temperatura subía rápidamente.
Estaba muy dormida cuando Ryan despertó, se volvió de lado y pasó
unos cuantos minutos agradables observándola. Su cabello rubio estaba
desordenado alrededor de su rostro. Sus manos se abrían y se cerraban, y
su blusa se había torcido hacia arriba, dejando al descubierto la piel suave
y bronceada de su cadera. El calor de la mañana comenzó a filtrarse y
también él se durmió.
El calor también lo comenzó a sentir Mattie. Estaba dormida y
empezó a soñar. Era una pesadilla. Despertó gritando y se puso de rodillas.
—¿Qué pasa? —Ryan llegó a su lado cuando ella gritó y la envolvió
con sus brazos cálidos, protegiéndola de las enormes gotas de lluvia que
golpeaban la tienda.
Había llegado la lluvia.
Ambos permanecieron de rodillas durante algunos minutos, abrazados,
mirando llover. Ryan la calmaba. Mattie hacía lo posible por controlarse. Le
tomó mucho esfuerzo, pero lo logró.
—Estoy bien —le dijo—. No lo entiendo.
—Estaba cansada —contestó él—. Se sorprendió. Comienza la
temporada de lluvias, aunque yo no esperaba que se iniciara con una
tormenta.
—Me lo dijeron en Boston —suspiró—. ¿Lloverá durante tres meses?
—No tanto —le aseguró—. Sí, habrá lluvia durante los próximos días.
Creo que será quizás algo como treinta días. El único problema es que la
lluvia de todo el año caerá en esos treinta días. Mire el tamaño de esas
gotas.
Mattie no había hecho más que mirar desde que despertó. La tierra
plana de la sabana que los rodeaba se convertía en lodo con la lluvia, las
gotas eran tan grandes como los granizos de Nueva Inglaterra. Todo el
mundo suspiraba. Las acacias, detrás de ellos, detuvieron la tormenta por
un minuto, luego las hojas le dieron paso. Los relámpagos centelleaban a
su derecha y a su izquierda.
—Tenemos que salir de aquí —le murmuró Ryan al oído.
—¡Salir! ¡Usted está loco!
—Oiga... usted es ingeniero —le gritó—. ¿En dónde estamos? Están
cayendo rayos en toda el área, estamos en medio de una planicie, en la
cuna de una colina. ¿Qué le dice eso, jefa?
La mente de Mattie comenzó a funcionar débilmente. Terreno plano,
colina alta, relámpagos: todo indicaba un desastre. Aún recordaba vivamente
una escena de su infancia: una práctica de fútbol soccer en un terreno
llano, y un entrenador que les decía a los jugadores que continuaran
trabajando cuando caía una tormenta. Cayó un rayo. Murieron dos jugadores
y el entrenador.
—¿Hacia dónde corremos? —le preguntó.
—Hay un wadi seco allá, a la izquierda —le gritó Ryan—. Una zanja,
señorita. ¡Exactamente después del siguiente rayo, corra con todas sus
ganas!
Mattie buscó sus botas y decidió llevarlas en la mano en vez de
perder tiempo poniéndoselas. El la hacía avanzar con una mano en sus
hombros. Cubrió la distancia a una velocidad record y se mantuvo
agachada. La zanja abierta, una depresión de apenas medio metro de
profundidad, le parecía mejor a medida que se acercaba. Ryan no le dio
tiempo a que hiciera una entrada dramática. La empujó con fuerza y cayó
de clavado y él cayó con todo su peso casi encima de ella, un instante
después.
—¡Mantenga la cabeza baja! —le gritó—. ¡No durará mucho!
Mattie se abrazó a la tierra como lo haría un amante, tratando de
adherirse a ella. Sólo había un problema. El agua tenía que correr hacia
alguna parte, y había elegido la zanja. En vez de una zanja seca, en el
espacio de unos minutos tenían el agua hasta el cuello.
—No —le advirtió Ryan—. Mantenga la nariz fuera del agua, ¡pero no se
levante!
Mattie se asomaba por la orilla de la zanja y lo que veía era
espantoso. A menos de seiscientos metros de donde estaban, había caído
un rayo en un grupo de árboles, y a pesar del torrente de agua que caía
sobre sus cabezas, estaban en llamas.
—¿Está bien? —le preguntó Ryan acercándose a ella.
—Sí —sabía que estaba bien. A pesar de los destrozos que los
rodeaban. A salvo, con el brazo de Ryan rodeando sus hombros y aquel
rostro tan cerca de ella que sus ojos casi no lo enfocaban.
La tormenta, una negra espiral en el centro de las nubes grises, se
desplazó al norte, hacia El Obeid.
—Ya está casi claro —dijo—. Creo que hemos...
Pero la tormenta, perversa como todas ellas, tenía que asestar un
golpe final. El rayo más grande con el cual estaba armada dio un último
latigazo: cayó con estruendo en las acacias, destrozó el grupo de árboles y
todo su contenido, y luego se disolvió lentamente. Después siguió un
aguacero firme y tranquilo.
—Oh, Dios mío —dijo Ryan—. ¿Quieres ver aquello? —la tienda se
quemaba, dos árboles habían caído sobre el Land Rover y había llamas
alrededor del tanque de gasolina del vehículo.
—¡Y toda nuestra comida está en ese camión! ¿Por qué a mí, Dios
mío?
—No es por usted, es por mí —dijo Mattie, angustiada—. Todo cuanto
he hecho en este viaje se ha convertido en...
No era necesario que terminara lo que empezó a decir. El fuego
envió una chispa a la parte posterior del camión, cayó en un charco de
gasolina que se derramaba por el agujero que había abierto un árbol al
caer sobre el tanque, y con un rugido, el vehículo, la tienda y lo que
quedaba de los árboles, se convirtieron en una bola de fuego y todo se
esfumó.
Mattie luchaba por sacar la cabeza para mirar, y él se la bajó
violentamente y la metió al lodo.
—¡Maldita idiota! —le gritó Ryan—. ¡Los escombros vuelan por todo este
lugar! —ella subió una mano para limpiar el lodo de su nariz. Necesitaba
respirar aunque se muriera de miedo.
No dejó de llover. Su mundo volvió a quedar en silencio. Ryan la
levantó jalándola con una mano y se sentaron al borde de la zanja, con el
agua a la cintura, mirando hacia donde estuvo su campamento.
—Oh, Dios mío —repetía él una y otra vez.
—Hay algo bueno en todo esto —mencionó Mattie tranquilamente,
buscando sus botas entre el agua.
—¿Sí? —gruñó Ryan—. ¿Y qué es, Mary Poppins?
—Bueno, ya que tenemos que caminar, ¿no es una ventaja que la
próxima aldea esté sólo a tres kilómetros más o menos?
—No está asustada, ¿verdad?
—Por supuesto que no —buscó entre su ropa algo con qué limpiarse el
lodo de la cara—. No tiene sentido estar asustada de los hechos, ¿no cree?
—Supongo que no —aceptó él, pesimista.
—No obstante, hace cinco minutos —le confesó— ¡estaba tan aterrada
que creí que se me iban a romper los dientes de tanto castañetear! ¿Cómo
está mi cabello?
—Lleno de lodo, como toda usted. Yo pensaba que el agua de lluvia
era el champú perfecto.
—Ustedes, los hombres, son todos iguales... ¡Jamás entenderán a las
mujeres! —le sonrió—. ¿Por qué estaba tan pesimista hace un momento?
—Ustedes, las mujeres, son todas iguales —le contestó—. Jamás
entenderán lo que es más importante para un hombre. ¡Dejé la mejor de
mis pipas en el asiento de ese vehículo!
CAPÍTULO 6

—No hay nada más cómodo que esto —suspiró Mattie, recostada contra
la paja. Las ruedas de madera de la antigua carreta de bueyes chirriaban
al balancearse lentamente por la vereda, entre las montañas—. Y qué gran
idea... ¡alquilar toda una yunta! —lo decía como un cumplido excepcional...
después de todo, no hubo ningún otro medio de transporte en la aldea para
alquilar, o para robar.
Miró a Ryan y sofocó la risa.
Ryan Quinn, tendido sobre la paja junto a ella, sobre su estómago,
estaba profundamente dormido.
—No sé por qué lo critico tanto —murmuró—. Usted verdaderamente ha
hecho lo mejor para cuidar de mí a pesar de mis estupideces.
Los bueyes, animales que no tenían ningún futuro del cual hablar, no
llevaban prisa. De vez en cuando, la pareja que jalaba la carreta se
detenía. Ndunonp, el chico a quien contrataron como conductor, caminaba
lejos de la yunta. Era demasiado joven para mirar con avidez a las chicas
a la orilla del camino, pero mostraba un vivo interés en todas las cosas
vivientes que encontraba.
Mattie miró alrededor y aspiró profundamente. El aire era limpio y
vigorizante. En sus dos días de viaje la lluvia había caído sólo un día. Rara
vez duraba más de dos horas. El campo a su alrededor había surgido a la
vida el segundo día. El pasto color café se convirtió en una alfombra color
verde. Los arbustos que parecían secos tenían brotes. Las pequeñas zanjas
se convirtieron en arroyos y riachuelos. A donde quiera que iban, pequeños
grupos de Masakin trabajaban en sus campos y en los de sus vecinos.
En aquel primer día, Mattie estuvo terriblemente tensa. Recordó
vivamente cómo miró el lugar donde había estado su campamento mientras
que la lluvia le limpiaba el lodo de todo el cuerpo. Lluvia tibia y suave,
como un baño en campo abierto. Sin poderse mover, ahogándose en
desesperación, observó a Ryan mientras buscaba, entre los escombros, algo
que pudiera rescatar. Cuando encontraba alguna cosa pequeña, la sacaba
del fuego y la arrojan a sus pies. Juntaron un pequeño montón. Dos
cantimploras, una de ellas medio llena de agua. Pero el agua ya no era
problema, ¿verdad? Un saco de dormir, algo chamuscado, pero utilizable.
Nada de ropa, más que su sombrero que se le cayó cuando corría hacia la
zanja. Agradecida, se lo puso en la cabeza. No existía nada más peligroso
para una persona caucásica que el sol ecuatorial en la cabeza. Una
mochila con un tirante roto. Un rifle con una parte de la madera quemada,
pero utilizable... o eso fue lo que dijo Ryan. Un estuche de primeros
auxilios, una bendición sin comparación. Un pedazo de tela impermeable, lo
único que quedó de la tienda. Y un cepillo de dientes, que compartirían.
No era mucho, aquí, en medio de la llanura africana. Ryan salió de
entre las cenizas y se paró a su lado, mirando el pequeño montón de
efectos rescatados. Mattie le sonrió.
—No tendremos que llevar una carga tan pesada, ¿verdad?
Ryan empujó hacia atrás su sombrero y se rascó la cabeza,
desconcertado.
—No creo que llegue a entenderla nunca —le comentó—. Esperaba
nada menos que un caso completo de histeria, y por el contrario, se pone
a hacer chistes. ¿Qué pasa con usted?
—¿Por qué habría de ponerme histérica? Quizás estemos perdidos,
pero sabemos en qué continente nos encontramos. Ambos tenemos salud.
Debe haber comida en alguna parte del camino, y además, usted está
conmigo.
¿Qué clase de comentario era aquel? Un líder verdadero debía
guardar su distancia con sus tropas. No obstante, pensó, sólo somos dos.
No necesitamos líderes ni seguidores. Únicamente debemos... ser
compañeros. ¡Buenos compañeros! Sonrió y miró a Ryan.
No era exactamente apuesto. Todavía tenía pedazos de lodo en
algunas partes de su rostro. Su ropa era un asco. Y aun así, lucía...
atractivo.
—Si eso es un cumplido, le doy las gracias.
—Lo es —contestó riendo—. Inclínese un poco hacia acá.
Ryan observó su rostro travieso por un momento, luego obedeció. Ella
tenía que ponerse de puntillas, limpió una pequeña parte de su mejilla y lo
besó. El se enderezó y la miró interrógante.
—Oh... ¿tiene que haber una razón?
—Bueno... —él pensó un momento y se encogió de hombros—. Supongo
que no, pero de todos modos, gracias. Creo que debemos irnos. Quisiera
que llegáramos a la aldea antes de que oscurezca.
Mattie sintió una pequeña sensación de excitación dentro de ella. No
podía identificarla, pero allí estaba.
—Luce usted terrible —le comentó Mattie.
—En cambio, usted ¡luce tan bien como para comérsela!
Ella quedó desconcertada. Quinn, el de corazón duro, ¿haciendo
cumplidos?
—Podría ayudarlo a cargar algo —insistió cuando él se ponía la mochila
a la espalda.
—Claro que podría —le comentó y vio que la había lastimado—. Oiga,
no quise decirlo así. El caso es que yo me crié en una generación...
diferente, creo. Los hombres son los que llevan la carga. Cuando invito a
cenar a una dama, yo pago. Le abro la puerta...
—¿Pero aquí? —lo interrumpió Mattie, riendo. Allí no había casas, ni
puertas. El sonrió.
—Así que, vámonos. En cuanto encuentre una puerta, la abriré para
usted —se movió y flexionó los músculos para acomodarse la mochila, y
comenzó a caminar.
Mattie lo siguió lo mejor que pudo. Sus botas eran a prueba de agua,
pero sólo contra la humedad de afuera. Ahora rechinaban. Su falda
tampoco se había salvado de las aventuras de aquel día. A medida que
cesaba la lluvia y salía el sol, la tela de su falda encogía, oprimiéndole las
rodillas. Trataba de ajustar la cintura para sentir más libertad, sin lograrlo.
Finalmente, desesperada, gritó:
—¡Oiga!
Ryan se volvió.
—Necesito un minuto para arreglar algunas cosas. No puedo seguirlo a
este paso —no era una queja, era un hecho, y así se lo presentó.
—Muy bien. Se me olvida que no llevamos ninguna prisa, ¿verdad?
—No —le contestó, jalando su falda, revisando las cintas de sus botas.
Cuando levantó la cabeza tuvo la sensación de que acababa de aprender
algo tremendamente importante. ¡En realidad, no llevamos ninguna prisa!
Desde su infancia, cuando ella y Mary-Kate salían a caminar, ¡no había
tenido prisa por nada! Sus ambiciones y sus amores la habían hecho pasar
por la escuela a gran velocidad, siempre tratando de ser la mejor... en todo
lo que hacía. Y Con éxito. Se preguntó cuántas veces le había dicho su
madre: "¡más despacio, niña! No tienes que vivir todos tus años en los
primeros veinte. Tienes una larga vida por delante".
Cuando empezaron a caminar de nuevo, lado a lado, Ryan fue más
despacio. Mattie tropezó con una piedra suelta y él la sujetó con la mano.
Y cuando comenzaron de nuevo su recorrido, él aún sostenía su mano. Por
alguna razón, ella no hizo nada por romper aquel contacto.
Les tomó una hora escalar la pequeña loma que tenían al frente, y
allá, al fondo del valle, estaba la aldea, un pequeño grupo de chozas. No
fue la aldea la que la sorprendió. Fue el sol, que se ponía en una gloria
multicolor en las colinas, al oeste. Hizo que Ryan se detuviera,
impresionada ante aquella pintura de la naturaleza.
—¡Mire eso! —exclamó, jadeando.
El levantó la vista exactamente cuando el color oro se convertía en
color ámbar, y el rojo en color púrpura.
—¡Buen Dios! —exclamó. Se quedaron allí, observando mientras los
colores cambiaban y se fundían, para luego desaparecer en el crepúsculo—.
¿No es extraño? —dijo Ryan—. He estado aquí durante muchos meses y es
la primera vez que tengo tiempo para mirar la puesta del sol. Hermoso,
¿eh?
Mattie, como respuesta, oprimió su mano; estaba muy saturada de la
gloria del mundo africano para poder hablar. No comenzaron a bajar la
colina hasta diez minutos después, hacia un recibimiento que nunca
hubieran esperado.
Era una pequeña aldea, sin duda alguna. Pero si contaba con
cuatrocientos habitantes, debieron traer algunos parientes. Por lo menos, era
así como ella lo veía. Habían unas mil personas allí, todas esperando con
alegría y sonriendo. Estos eran los Masakin Tiwal, los Nubios altos. Todos
comenzaron a cantar, y algunos hombres iniciaron una danza con grandes
saltos que los hacían sobresalir entre los demás.
—¿Habla usted el Tiwal? —le preguntó, nerviosa.
—Unas cuantas palabras —murmuró él—. Hola, cómo estás... cosas así.
—Será una gran ayuda, estoy segura —contestó—. Trate de decir algo a
este enorme hombre que está frente al grupo.
No les fue tan mal, se decía una hora después. Aquel tipo grande se
llamaba Amefa. Tenía tres esposas, mucho ganado y una orden del Jefe
Artafi de que esperara y diera la bienvenida a los representantes de
Latimore.
—¿Desde cuándo? —murmuró Mattie—. No creo que haya pensado que
caminaríamos... ¿Cómo supieron que veníamos? ¿Cuánto tiempo más nos
habrían aguardado?
—Eso no importa —le explicó Ryan—. El radio-telégrafo le avisó al jefe
que veníamos. En lo que concierne a esta gente, nunca piensan en el
tiempo. Habrían esperado hasta que llegáramos, o hasta que el Jefe les
hubiera dicho que ya no lo hicieran. Eso simplifica mucho la vida, ¿verdad?
¡Mire esas casas locas!
Las chozas eran todas idénticas. Cinco torres redondas de adobe, con
techos cónicos de paja unidos en forma de estrella para formar una sola
casa. Cada torre tenía su propósito: una era el cuarto donde dormían, otra
para almacén, otra para los niños, y así sucesivamente. El patio central
proporcionaba espacio para la cocina al aire libre.
—Amefa tiene muchos problemas —observó Ryan—. Tiene que
proporcionar casas idénticas para cada una de sus tres esposas. Es por
eso que la mayor parte de los hombres de la tribu sólo tienen una...
esposa. ¿Quiere bañarse?
—Ya lo creo —respondió Mattie— pero sólo si usted está fuera de la
casa, señor Quinn —el sonrió y se marchó.
El baño fue una sorpresa que resolvieron con facilidad. Una parte del
patio estaba empedrado. Directamente arriba, colocada en la pared, había
una olla grande, suspendida, con agua. Una joven que se quedó para
ayudarla le dio instrucciones; por medio de mímica, le indicó que debía
desnudarse, pararse debajo de la olla y voltearla hasta que el agua cayera
sobre ella. Se sintió muy bien. Usó el jabón en gran cantidad y cuando
terminó se secó con una gruesa toalla de algodón.
Su ropa era una porquería y no deseaba ponérsela de nuevo. No tuvo
que tomar una decisión. Después del baño se encontró con que toda su
ropa había desaparecido y la repusieron con una gallabiya blanca que
cubría desde el cuello hasta el tobillo. Su asistente, que vestía con buen
gusto únicamente lo que señalaba la tribu, y nada más, la ayudó a
acomodar en su lugar la gallabiya, la tomó de la mano y la llevó a la casa
vecina. Ryan la esperaba, vestido en forma incongruente, con unos
pantaloncillos rojos de estilo europeo.
—La cena —le dijo, mirándola de arriba abajo—. ¡Luce muy elegante!
—También usted. Vuélvase para verle la espalda.
El hizo una pirueta.
—¿Satisfecha?
—Sí —era todo un hombre. No lo había notado antes. De constitución
sólida... sin nada de grasa en su cuerpo.
—¿Cenamos? —le preguntó Ryan—. Nuestro anfitrión no puede
acompañarnos. Somos huéspedes del jefe y él es sólo la autoridad local.
Comieron de un plato común de madera lleno de brillante arroz
blanco, entremezclado con verduras. Lentejas, frijoles, cebollas... fue lo que
Mattie pudo identificar, pero no lo demás.
—¿No hay carne? —preguntó.
—No es algo que se pone en un menú normal —contestó Ryan—.
Pescado, si es que viven cerca del río. ¿Le gusta?
—Sabe bien, pero me cuesta trabajo llevármelo a la boca. ¿Qué pasa
con el tenedor, el cuchillo y la cuchara?
—Sólo para afeminados —le informó con seriedad—. Se come con la
mano derecha, con tres dedos. Métalos en la comida, haga una pelotita y
llévela a su boca.
—Con razón comen desnudos —Mattie suspiró después de hacer el
tercer intento—. Estoy poniendo del asco este traje ajeno.
—Perseverancia, señorita.
—Sí, perseverancia —sin embargo, se rió de sí misma. Ya había
oscurecido. Las únicas luces eran la de una fogata y la de una antorcha
colocada en el muro. Arriba, las estrellas vigilaban... y probablemente se
reían de ellos. Mattie se lavó las manos, las secó en su gallabiya y se
retiró.
—¿Cansada? —le preguntó Ryan.
—Rígida —le contestó.
—¿No quisiera dar un paseo a la luz de la luna?
Bajó la vista y vio sus botas estropeadas. No les quedaban ni señas
de elegancia. Rió para sí misma. ¡Mattie Latimore, luciendo unas botas de
campo y algo parecido a un camisón de noche! "¡Si pudiera verme ahora
mamá!"
—No creo —le contestó—. Es mejor descansar mis pies hasta mañana.
Lo que más necesito es dormir. ¿Dónde?
—Bueno, esta es nuestra casa. Sólo un cuarto para dormir, y
únicamente tenemos un saco para dormir.
—¿No habrá otra forma? —le preguntó.
—No. Además, estas buenas personas creen... —hizo una pausa
buscando la palabra adecuada.
—Continúe —le dijo ella—. No es hora de ser cobardes.
—Bueno —él tartamudeaba— les han dicho que vendría un jefe con su
mujer, y...
—Muy bien, muy bien. Y supongo que de nosotros dos, ¿el jefe es
usted?
—Correcto —murmuró él—. ¡Usted es mi mujer! ¡Y no discuta!
—¿Quién está discutiendo? —preguntó Mattie con voz suave, y se
dirigió a la choza.
Había una plataforma en un lado de la choza. De adobe, como el
resto de la casa, sin ningún adorno, y encima de la plataforma estaba el
saco de dormir. Era el mismo que había visto primero en el Hurriya. Aspiró
profundamente dos veces para calmar sus nervios. Aquí las cosas no iban
tan mal como en la primera noche que pasó en el barco. Había caído en
un mundo de fantasía donde nada era como en casa, y lo insólito de todo
la ayudaba a reprimir sus temores. Sin pensarlo más se quitó las botas, las
dejó a un lado y se deslizó dentro del saco.
Ryan entró y se acercó a ella una hora después.
—¿Suficiente espacio? —le preguntó Mattie cuando él se acomodó a su
lado. El no le contestó y se volvió de lado, dándole la espalda. En unos
minutos más, Mattie escuchó su lenta respiración. "Duerme; me alegro. No
me agradaría tener que luchar contra él toda la noche". Pero no era cierto
que se alegrara. Tampoco deseaba un combate encarnizado, pero podía
haberle hecho aunque fuera una pequeña insinuación, ¿verdad? ¡Qué
manera de alterar el ego de una chica! Antes de ponerse a analizar sus
sentimientos, también ella se quedó dormida.

Despertó al amanecer. Estaba tendida sobre su lado izquierdo. Ryan


se oprimía contra su espalda, y tenía un brazo extendido sobre el abdomen
de ella. No había forma de quitar el brazo sin despertarlo, y no deseaba
hacerlo. Fue un día difícil y sin duda alguna también este día lo sería. El
necesitaba descansar. Sus argumentos no le parecían tan mal, y ello le
permitió ignorar las señales que enviaba su propio cuerpo. "Deja de hacerte
tonta", le decía su conciencia. "Te gusta".
—Calla —murmuró. Ryan despertó al instante. Escucharon las
conversaciones y las risas de una media docena de voces, que provenían
del patio, y dos cabezas se asomaron por la puerta de la choza, diciendo
algo.
—El desayuno —tradujo Ryan—. ¿Está usted bien?
Mattie extendió una mano para apoyarse y gritó al tocar y sentir la
piel desnuda de él.
—Sí, estoy bien —retiró con rapidez la mano del fuego de su piel y la
dejó al aire, sin saber dónde ponerla. El sonrió y se deslizó fuera del saco
de dormir. Aún llevaba puestos aquellos ridículos pantaloncillos rojos.
Mattie salió detrás de él. La gallabiya se le había subido mientras
dormía, hasta la altura de sus caderas. No tenía intenciones de exhibir sus
piernas a la luz del brillante sol de la mañana. Le costó trabajo. Aunque
mantenía su vista constantemente en Ryan, él parecía ignorarla. Su propia
ropa estaba junto a la cama, lavada y doblada. Habían limpiado sus botas,
las cuales se puso.
El desayuno consistía en un pan frito en el trozo de fierro que servía
como sartén, y relleno de los mismo vegetales que había visto la noche
anterior.
—¿Y ahora, qué hacemos? —le preguntó a Ryan al comer el último
bocado.
—Lo planeado —le contestó—. Vamos a Topari.
—¡Debe estar a muchos kilómetros de distancia!
—Como a doscientos.
—Yo no puedo... —comenzó a decir, pero luego cerró la boca. "Yo no
puedo caminar tan lejos", pensó, para evitar que él comenzara con eso de
la "pequeña mujercita".
—No iremos caminando... hasta allá —le aclaró él.
—¿En qué nos trasladaremos?
—Su carruaje la espera —señaló hacia la puerta. Y allí estaba una
carreta de madera de dos ruedas, dos bueyes cansados, un recipiente con
grasa rancia de animal para engrasar los ejes, y un jovencito de rostro
sonriente, rodeados de toda la población de la villa, que los quería
despedir.
—¿Vamos hasta Topari en eso?
—Sí. La han llenado de paja fresca, sólo por tratarse de nosotros.
—¡Pero tardaremos toda la vida para cubrir esa distancia!
—Me han asegurado que estos bueyes son muy resistentes.
¡Llegaremos en ocho días! Las señoras tienen un regalo para usted. Sonría.
Mattie sonrió. Los aldeanos comenzaron a cantar y la ayudaron a
subir a la carreta. Después de una hora, aún escuchaban los cánticos que
entonaban en la aldea. Mattie se recostó sobre la paja y se rió. De ella, de
su mundo, de Ryan y de todas sus pretensiones.
El primer día avanzaron la distancia prometida. Una de las ruedas se
aflojó y tuvo que ser reparada. Ryan lo hizo con una ecuanimidad que la
asombró. Cada vez que ella se quejaba, le decía: "no hay prisa". Al final
del día se acurrucaron alrededor de una fogata hecha con estiércol y
comieron un pan igual al que habían comido en el desayuno. Mattie
comenzaba a creer que en realidad, no había ninguna prisa.
—No pensé que usted sabría cocinar —le dijo—. Este pan es estupendo.
—Por supuesto —admitió ella con orgullo—. Es uno de los requisitos
para ser una Latimore.
—¿Saber cocinar?
—Más vale que lo crea, señor. Aunque debo decir que nunca había
preparado así el pan.
—¿Y cómo aprendió?
—Observé a las mujeres durante el desayuno —luego añadió,
melancólica—. ¡Cómo me gustaría un emparedado de filete!
—No es bueno para usted. ¡Las dietas vegetarianas son saludables!
—Estoy segura. Pero muy aburridas. Hoy no avanzamos mucho.
—Ninguna caravana lo hace —contestó—. Las primeras veinticuatro
horas siempre son para acostumbrarse. Mejoraremos mañana. ¿Dónde está
el chico?
—Le di de comer antes. Está allá, con los bueyes. ¿Está seguro de
que son veloces?
—Fue lo que me dijeron —le aseguró—. ¿No supondrá que estuvimos
tratando con el único estafador de la tribu Masakin?
Mattie se rió... echó la cabeza hacia atrás y su hermoso cabello rubio
se dispersó al viento. Cuando dejó de reír, Ryan la miraba fijamente, con
una rara expresión de anhelo.
—Quisiera poder bañarme.
—No hay baño, pero tenemos una tina.
—¿Se refiere a ese agujero lleno de agua? Pensé que podía estar
contaminado.
—No hay razón para ello, Mattie —dijo su nombre con afabilidad, sin
aquel sarcasmo que usara antes—. Aquel wadi estaba seco hace no más de
treinta días. Ahora está lleno de agua de lluvia. ¿Qué más puede pedir?
—Tiene razón. ¿Hay jabón?
—Trajimos bastante.
—Ojalá tuviera otra gallabiya. Me gustaría guardar mi ropa buena para
cuando efectuemos nuestra entrada.
—Las mujeres pusieron tres o cuatro en ese costal, para usted. Así
como un par de toallas y un peine. ¿Qué más podría pedir?
—Me da un poco de... bueno, es un área muy desolada y puede
haber animales salvajes, y...
—¿Y qué más necesita? —Ryan estaba demasiado cerca para poder
evadirlo. Mattie era una persona que necesitaba tener alrededor su propio
espacio, pero por esta vez no le importó estar acompañada por él.
—Creo que necesito un guardia —murmuró.
—Yo estoy disponible.
—No me refiero a que alguien se pare allí y me vigile mientras me
baño —aclaró rápidamente—. No quiero que usted...
—¿Me forme una idea equivocada? —la interrumpió—. ¿Que yo me
aproveche de mi jefa?
—Bueno —se disculpó—. Sólo quise que todo quedara... claro.
—Ya lo creo. ¿Algo más?
Caminaron juntos hasta el wadi, pasaron por donde estaban los
bueyes y dejaron atrás el pequeño círculo de fuego. Mattie se sentó en la
orilla mientras que Ryan efectuaba una inspección cuidadosa.
—Nada —reportó—. Todo bien. Adelante.
—Sí —replicó—. En cuanto usted...
—Me vaya —se perdió en la oscuridad. Ella lo vigilaba, no confiaba
mucho en él... se desvistió con precaución, buscó el jabón y probó la
temperatura del agua.
Esperaba el frío de Nueva Inglaterra y encontró la tibieza del África.
El agua cubría su cuerpo, dándole paz. Cuando salió, se quedó parada por
un momento, inquieta, escudriñando el horizonte.
—¿Por qué diablos iba Ryan a querer espiarme? —murmuró—. En los
últimos días no ha visto más que mujeres desnudas. Y algunas muy lindas.
Era extraño, pensó al salir del agua. ¡Me siento ahora mejor de lo
que me había sentido en años! Todo es tan... informal. La vida dejó de ser
una carrera. Me dirijo a Topari, y esto es lo importante, no el hecho de
llegar allá. Miró la luna, que la acababa de sorprender. La luz plateada
bailaba en el agua tibia, casi lo bastante brillante para producir sombras.
Agitó la cabeza y se rió cuando el agua cayó de su cabello. Perdió el paso
y cayó de rodillas en el agua. Volvió a reír.
—Mira —le murmuraba al mundo—. Siempre has estado muy orgullosa
de tu cabello, ¡y el orgullo va antes de una caída!
Salió por la parte dura que rodeaba el wadi y se tendió a la luz de la
luna.
—Afrodita —murmuró a su oído una voz masculina; ella giró
rápidamente y se encontró envuelta en una toalla suave de algodón, regalo
de la aldea de Moro.
—¿Ryan? —gritó, alarmada.
—¿Quién más?
Trataba de apartarse de él, pero él tenía las manos sobre sus
hombros y la oprimía contra él. Con una mano trazaba círculos por su
espalda, desde sus hombros a sus caderas.
—¿Qué hace? —le preguntó en voz baja.
—Le seco la espalda. ¿Qué otra cosa?
Jamás sintió algo parecido a esto, en toda su vida. Dentro de ella
crecía una excitación que debía terminar, y rápidamente. Giró, y al hacerlo
se le cayó la toalla y se quedó parada a la luz de la luna con los brazos
cruzados sobre el pecho.
—Usted prometió cuidarme —habló con voz temblorosa.
—Eso hago. Ha perdido su toalla.
—¡Usted... usted mencionó que guardaría su distancia!
—Mentí —le contestó.
Ella pudo haber corrido o gritado. Pero se quedó quieta, temblorosa,
mientras que el aire fresco acariciaba su cuerpo húmedo. Ryan se acercó
de nuevo y en la forma más amable la cubrió con la toalla.
—¿Mejor? —le preguntó. Le secaba el cabello con sus manos. Había
muchas sensaciones que perturbaban su mente analítica. Muchos síntomas
que hacían vibrar sus sentidos y que le decían... ¿qué? Aquel era el
problema. ¡No le era posible interpretar el mensaje!
Ryan la volvió hacia él y comenzó a secarla, moviendo sus manos
sobre la toalla por sus senos, y ahora sí, pudo entender el mensaje.
¡Peligro! Era la señal que venía desde todas direcciones. Mattie se apartó
de él, y sin advertirlo, abrió un espacio entre ella y la toalla.
—Hermosa —dijo él con voz baja, mirando sus pequeños senos—.
Hermosa —repitió al acercarse, la besó ligeramente en la frente y se apartó.
Se miraron durante un momento más, luego Ryan reaccionó.
—Póngase las botas antes de regresar. Hay toda clase de cosas con
las cuales puede tropezar —ella vio su rostro impasible al mirarla, luego él
se volvió y comenzó a caminar hacia la luz de la fogata.
—Botas —murmuró ella al sentarse sobre su ropa para meter los pies
en sus botas de piel. Se estremeció, pero no de frío. Deslizó sobre su
cabeza una de las gallabiyas. Tomó sus cosas y se detuvo para dar una
mirada más al sendero que formaba la luz de la luna en el agua brillante.
"¡Maldito señor Quinn!", pensó la joven.
CAPÍTULO 7

El tercer día de su largo y tedioso viaje lo iniciaron en un ambiente


de frialdad. Llovió y extendieron la lona que rescataron sobre la carreta,
como una especie de tienda. El chico que había sido su guía desapareció.
—En aquella aldea está su casa —le informó Ryan—. Tomaremos otro
guía dentro de una hora más o menos.
—Gracias, señor Quinn —dijo Mattie.
—¿Señor Quinn? ¿Después de anoche?
—Señor Quinn, por lo de anoche. —había hecho un hueco en la paja a
su medida. Para enfatizar su desaprobación, lo dejó... a regañadientes... y
se mudó hasta la parte posterior de la carretera. La lluvia duró
aproximadamente dos horas. Su indiferencia sólo duró una media hora.
—Mire, lo lamento si le... causé algún problema —dijo Ryan
disculpándose. Era la oportunidad que Mattie buscaba.
—No fue ningún problema. Usted me sorprendió, y como todas las
personas, reacciono con violencia ante las sorpresas. También tuve
vergüenza, si desea saberlo —se esforzó por sonreír.
—No me había fijado que se le forman hoyuelos en las mejillas —
comentó Ryan—. ¿Se pasa al frente?
—Creo que lo haré —Mattie se pasó a su lugar favorito—. No es muy
divertido hacerle al Kee-bird.
—¿Kee-bird?
—Es un viejo chiste de Nueva Inglaterra —le dijo riendo—. Es un pájaro
que vuela al revés para enterarse de dónde ha estado antes, y grita
durante el vuelo.
La joven se recostó con aquel pensamiento en la mente y pronto se
quedó dormida.
Despertó tarde. Ryan, sentado con las piernas cruzadas, estaba a su
lado, mirando a los bueyes. Aún llovía y los animales habían decidido que
ya era más que suficiente. Sin hacer caso de lo que les ordenaban,
salieron del camino y pastaban.
—Es tarde. ¿Hora de almorzar? —especuló Mattie y Ryan miró su reloj.
—Son las seis —asombrada, también miró su reloj, un regalo de su
padre, que era muy exacto.
—No lo puso en la hora local —le informó al inclinarse para ver. Se
sorprendió cuando el brazo de él rozó su pecho. Podía percibir su olor
masculino.
—Yo... lo puse de acuerdo con su reloj en Kosti.
—Muy bien, pero ahora estamos en territorio Nuba. El amanecer es la
primera hora del día y siguen once. El crepúsculo es la primera hora de la
noche.
—Pero entonces, las horas no pueden tener la misma duración.
—Claro que la tienen. Estamos sólo a unos cuantos grados del
Ecuador, usted lo sabe. Puede haber una pequeña diferencia en la duración
de las horas, pero si a los Masakin no les importa, a nosotros tampoco
debe importarnos. Ahora, ya que usted es el jefe, y en el reino Latimore es
el jefe quien efectúa el trabajo pesado...
—Espere un maldito minuto —le dijo Mattie—. El reino Latimore está
muy lejos de nosotros. ¡Somos socios iguales!
—Bien, en ese caso, socia, lanzaremos al aire una moneda para ver
quién de los dos sale a la lluvia para traer a los bueyes al camino.
Se asomó, desde su refugio.
—No le pediría a una mujer que saliera con esta tormenta, ¿verdad?
—¡Ah! No somos iguales —dijo Ryan, riendo—. De una manera u otra,
sabía que eso surgiría. ¿No será usted una de esas nuevas feministas?
—Bueno —contestó, indecisa—. Lo soy y no lo soy. Yo sostengo la tesis
de mi madre. Ella está en contra del movimiento de igualdad. ¡Dice que
jamás admitirá que ningún hombre sea tan bueno como ella!
—Vaya. ¡Una ultrafeminista!
—En realidad, no —contestó Mattie, suspirando—. Creo que los hombres
y las mujeres se complementan. Como mi madre y mi padre.
—En ese caso, le diré lo que haré —alzó con un dedo la cabeza de
Mattie—. Me voy a sacrificar. Saldré en medio de la lluvia y el lodo, me
empaparé y echaré a andar de nuevo nuestra carreta, siempre que usted
me pague por la molestia —Mattie se quedó mirándolo con los ojos muy
abiertos. El tramaba algo, y ella no sabía qué era.
—De acuerdo.
El bajó de la carreta. Ella se tendió sobre su estómago para
observarlo. Los bueyes aún no estaban dispuestos. Era difícil aguantar la
risa al mirarlo, empapado por la lluvia, empujando a los animales y
eventualmente parándose frente a ellos para regañarlos.
—¡No golpee a las pobres bestias! —le gritó. El la miró con ira, hizo un
último esfuerzo y los animales, habiendo decidido por ellos mismos que era
hora de continuar, volvieron al camino e iniciaron su recorrido. Unos
minutos después, Ryan subía a la carreta, con el agua escurriendo por su
cara.
—Míreme —le dijo, buscando una toalla en su mochila para secarse el
cabello—. ¡Se necesita tener aletas para sobrevivir allá afuera! —arrojó la
toalla y se tendió junto a ella—. Y entonces, ahora, mi linda...
—¿Qué diablos está usted?... ¡oiga, está todo mojado! —exclamó
cuando él la sacó de su nidito y la tomó en sus brazos—. ¿Qué cree que
está haciendo?
—Cobrándome...
—No... no tengo aquí mi bolso —balbuceó—. Tendrá que... no puedo
pagarle ahora mismo. No tengo...
—Tiene todo cuanto necesita.
Ella agachó la cabeza cuando él se puso encima de ella. Una parte
de su cuerpo estaba debajo de él, sus senos oprimidos contra su camisa
empapada, y tenía una pierna encima de la de ella que la sujetaba contra
la paja. Cerró los ojos. ¿Para qué luchar?, le decía su conciencia. ¡Sabes
que lo deseas! ¡Es sólo un beso, creo!
Sacó los brazos del abrazo de Ryan y subió las manos rodeándole el
cuello, aun antes de que sus labios tocaran los suyos. El comenzó a
separarse cuando sintió la presión de sus manos tratando de mantener en
posición su cabeza. Aquel primer beso había tenido un lindo sabor. Cuando
la volvió a besar se sintió transportada al paraíso. Aquellas sensaciones
continuaron enviando descargas afiebradas a lo largo de su espina dorsal, y
por fin, Ryan se detuvo y se apartó. Desde la otra esquina de la carreta
buscaba el rostro de ella.
Le tomó tiempo a Mattie recobrar el control. Tiempo para reintegrar a
la analítica señorita Latimore... la ingeniera. Ryan parecía leer en su rostro
mientras se convertía de una personalidad a otra.
—¿Supongo que esto me convierte en "persona non grata"? —le
preguntó.
—No, por lo que a mí toca —le comentó—. Yo lo disfruté. ¿Usted no?
¿Lo repetimos?
Mattie eligió cuidadosamente sus palabras.
—Creo que no, señor Quinn. Esto es algo que una chica puede
disfrutar sólo en pequeñas dosis, pero no me gustaría que se volviera un
hábito. Aunque, sí, lo disfruté.
—Entiendo.
—Eso no significa que no podamos ser amigos. Buenos amigos —
añadió la joven.
—Es la mejor oferta que he tenido esta semana, señorita.
"Y probablemente la única", pensó Mattie. Debería estar enfadada con
él. ¿Y por qué no lo estaba? No encontró respuesta, aunque la buscó en
todos los rincones de su cerebro. Le ofreció otra sonrisa, se tendió sobre
su estómago y observó a los bueyes hasta que sintió sueño.

Los días continuaron como una estampa de primavera en un jardín de


rosas. Aquel pequeño brote que alimentaron aquel día se expandió, abrió y
extendió un aura de contento en su peregrinaje. Los bueyes continuaban
con su paso fijo. Tomaron un nuevo guía, un viejo guerrero cuyo nombre
jamás aprendieron y tomaron el ritmo de compañerismo que requería aquel
viaje.
Ryan hacía el fuego en la mañana y por la noche, atendía a los
bueyes, volteaba la paja en la carreta para evitar que se enmoheciera, y
trataba a Mattie con toda la benevolencia que se podía esperar de un tío
amable. Excepto en las ocasiones fortuitas en que la tocaba, sólo en forma
accidental, desde luego, debido a los angostos confines de la carreta. Pero
cada contacto despertaba un recuerdo, revigorizaba una chispa que
iluminaba el rostro de Mattie de excitación, y aquello duraba todo el día.
Ese día, bajo un cielo claro, caminaron juntos, dejando atrás a los
bueyes sin proponérselo.
—Es más seguro caminar al frente que detrás de ellos —dijo Ryan en
broma.
Se tomaban de la mano como unos adolescentes, ella reía al mirar
sus ojos oscuros y él sonreía con aquella ligera sonrisa que era su
emblema de la felicidad. A la orilla del camino vieron un montón de
florecillas color amarillo.
—Margaritas —dijo él y cortó dos flores.
Mattie sabía que no eran margaritas, pero no importaba. Estaban
como a cien pasos adelante de la carreta, y los bueyes se habían detenido.
El puso las flores frente a ella y comenzó a arrancar sus pétalos.
—Me quiere, no me quiere... hasta que arrancó el último pétalo de la
pobre florecilla en: "me quiere".
—¿Cómo lo logró? —le preguntó, riendo.
—Los conté antes de empezar y descarté el pétalo que sobraba.
—¡Eso es trampa!
—De ninguna manera. ¡En el amor y en la guerra, todo se vale!
"No me hace gracia", pensó la joven. Ryan estaba frente a ella, la
observaba con aquellos ojos agudos de halcón. ¿El amor y la guerra?
Desde luego que esta no era una guerra; entonces debía ser... ¡El esperaba
que ella dijera algo!
Incierta sobre sus recién nacidas emociones, le comentó:
—Nuestros bueyes están en huelga —e hizo una mueca al ver que la
sonrisa de Ryan desaparecía.
Comenzaron a contarse historias. Ella le platicó todos los pequeños
detalles de su vida, como una de las hijas de la casa Latimore. El le
informó acerca de su vida en un rancho ganadero azotado por el viento, en
una faja estrecha de terreno de Texas, y cómo, después de haber perdido
a su padre, él hizo lo posible para que el rancho continuara produciendo,
mientras que estudiaba en la Universidad de Texas para obtener su título
de ingeniero.
—Siempre quise recorrer el mundo —mencionó una noche, melancólico
—. Pero ahora... no sé. Tengo la sensación de que es hora de que me
establezca en un solo lugar.
—Quiere decir, ¿regresar a Texas? —estaban tendidos, lado a lado,
sobre la paja, con el rostro hacia el cielo abierto, cerca de la hora del
crepúsculo.
—Probablemente. ¿Supongo que usted no se adaptaría a esa clase de
vida?
—Oh, no sé. Los mejores años de mi vida los pasé en una granja,
donde mi padre se casó con mi madrastra.
—Es la primera vez que la oigo decir eso —comentó Ryan—. Madrastra.
Yo pensé que era su madre natural. ¿Una madrastra malvada?
—Ni lo piense —contestó, riendo—. Más bien es como un hada madrina.
Mi papá no sabía qué hacer con una niña de siete años. Mi hermana
Becky es hija de Mary-Kate. ¡Dios, ambas los empujamos hacia el altar!
—Y ahora, es usted una ingeniera...
—Bueno... obligada por las circunstancias. En realidad, estoy
capacitada como arquitecta... pero papá necesitaba ayuda en su negocio. Mi
hermano Michael se hará cargo algún día, pero sólo tiene... ¡Dios, Mike
tiene doce años! ¡Apenas ayer era un bebé!
—Una chica podría practicar mucho su arquitectura en el pórtico de mi
rancho. Hay mucho espacio, mucha comodidad...
—Y está Virginia... —lo interrumpió.
—Sí, Virginia —murmuró. Después de un minuto de silencio ella le
acarició la muñeca y bajó de la carreta para comenzar a preparar la cena.
El regresó después de soltar a los bueyes para que pastaran. Ella ya
había encendido el fuego para cocinar su sencilla comida.
—Se ha vuelto usted muy útil —afirmó Ryan—. Debí advertir que debajo
de esa hermosa piel, había una chica de rancho.
—¡Cállese! —contestó riendo—. Sé cuando me están dando por mi lado,
aunque venga de un vaquero de Texas. Dos días más y mi piel estará tan
quemada por el sol que se podrá partir. Este jabón está decolorando mi
cabello. ¡Dios, soy un asco!
—Exactamente el asco con el que a un hombre le gusta mezclarse —le
oprimió el brazo. Aquella frase... y el pensamiento... permanecieron con
Mattie en sus sueños de aquella noche.
Era su última noche en el camino. Todo el día habían visto pasar
grupos grandes y pequeños de Masakin, todos yendo hacia la misma
dirección. Guerreros, pastores, mujeres, niños pequeños iban por el camino
cantando y salmodiando.
—Creo que deberíamos quedarnos aquí esta noche —Ryan examinó la
fila de personas que pasaban—. Hay agua y bastante espacio. Sospecho
que si nos acercamos más a la aldea no encontraremos ninguna de las dos
cosas.
—¿Qué tanto tendremos que caminar mañana? —le preguntó.
—No mucho, diez u once kilómetros de acuerdo con nuestro guía.
—Ya deseo llegar. Es nuestra última noche de camino. ¿No se siente
un poco nervioso?
—Un poquito —aceptó. Saltaron de la carreta e iniciaron sus
procedimientos de cada noche. Todo fue hecho en orden, sólo que el viento
traía sonidos... cánticos, un constante tamborileo de pies que bailaban en tal
cantidad que estremecían la tierra. Otros peregrinos desaparecían por el
camino, apresurándose para unirse a aquel alboroto.
Después de cenar, caminaron basta la cima de una pequeña colina
que estaba cerca y esperaron para ver la salida de la luna. El rodeaba los
hombros de Mattie con un brazo y ella a su vez le rodeaba la cintura.
—Hemos avanzado mucho — habló Mattie con voz baja.
—Así es.
—No me refiero a la distancia sino a... usted sabe.
—Sí, lo sé. Usted ha cambiado.
—También usted, gracias a Dios.
—Ahora, ¿quien es la que hace preguntas agudas? —estaba muy
oscuro para verlo, pero supo que sonreía.
—Tengo un poco de... temor acerca de lo que pasará después.
—¿Con nosotros? Dejemos que la naturaleza tome su curso —aclaró
Ryan.
—No —protestó—. Con ellos en la aldea. ¿Tiene alguna idea de cómo
debemos comportarnos?
—Un par de ideas imprecisas. Tenemos que ver cómo se desarrollan
las cosas. ¿Y usted?
—No estoy segura. En alguna forma tenemos que involucrar el futuro
Masakin con el futuro del ferrocarril. Me gustaría bañarme —cambió el tema.
—Puede hacerlo. Este no es un charco, es un gohr.
—¿Y qué diablos es un ghor?
—Es un lecho de río que está seco la mitad del año —le explicó—. Una
especie de riachuelo de medio tiempo. Cuando está seco, los sudaneses
construyen un dique en el extremo más bajo. La tierra por aquí es barro
duro y retiene el agua. Cuando comienzan las lluvias, se llena el gohr
detrás del dique y así... tienen una represa. Vamos los dos a refrescarnos.
—Yo... no tengo traje de baño —tartamudeó.
—¿Nunca ha nadado desnuda?
—Solamente en una ocasión... hace mucho tiempo —suspiró—. Usted no
tiene idea de cuan profundas son mis raíces calvinistas.
—Las vamos a disminuir un poco. Adelántese hasta el pie de esta
loma. Yo iré a revisar a los bueyes y a traer unas toallas.
Mattie titubeó un momento cuando él desapareció en la oscuridad.
Únicamente habían salido las estrellas, la luna haría su aparición en otra
media hora y mientras tanto, le parecía estar completamente sola en un
planeta lejano.
En diez minutos, Ryan estaba de regreso. Vio una mancha blanca en
la orilla, indicando el lugar donde Mattie dejó su ropa. Escuchaba un
chapoteo. Se desnudó con rapidez y cuando iba a zambullirse, salió la luna
y brilló sobre aquel lago construido por el hombre, alumbrando el cabello de
Mattie. "Una dama de plata en un mar de plata", pensó Ryan, y por un
momento no pudo moverse. "¿Qué es lo que ella me está haciendo"?
Aspiró profundo y se lanzó al agua para preguntárselo a ella.

Para variar, durmieron hasta muy tarde; despertaban sólo cuando


empezaba el ruido de los pies que bailaban y al sentir que pasaba una
procesión de peregrinos. Mattie abrió los ojos con precaución. Estaba
acurrucada en el brazo de Ryan y él tenía la otra mano en la cadera de
ella. Se aseguraba a sí misma que no había ocurrido nada la noche
anterior. Nadaron, jugaron y él la besó. La llevó en brazos de regreso a la
carreta. Se secaron uno al otro... ¡Y eso había sido todo! El pudo haber
exigido algo más, pero no lo hizo.
Trató de levantarse sin perturbarlo, pero no lo logró. Al primer
movimiento de su cabeza, él abrió los ojos.
—Bueno, ¿qué es lo que tenemos aquí? —preguntó—. ¿Una chica?
—Es hora de levantarse —le dijo ella—. El viaje ha terminado.
—Oh, entiendo. ¿Cenicienta estuvo fuera demasiado tarde y el carruaje
se ha transformado en una calabaza?
—En una carreta de bueyes —lo corrigió, apartándose de él. La
observó mientras se vestía, acostado con las manos cruzadas detrás de su
cabeza, sin decir nada. Hicieron lo que hacían siempre, aunque en una
forma rígida e incómoda. El placer y la tranquilidad del viaje se habían
esfumado y ahora tomaban su lugar las obligaciones de Latimore
Corporation.
Llegaron a la cumbre de la última colina a media mañana... la hora
cuarta, tiempo local. No hablaron ni una palabra en todo aquel tiempo.
Mattie iba sentada con las piernas colgando, al frente de la carreta, y Ryan
caminaba a la cabeza de los bueyes. Mattie observaba su figura ágil, con
tanta intensidad que apenas notó la multitud de peregrinos alrededor; todos
llevaban prisa, menos ellos. Ryan parecía tan... inaccesible; y sin embargo,
ella no podía sacar de su mente aquellas pequeñas intimidades que habían
compartido en su viaje de ocho días por el campo.
Se puso su ropa europea, la falda beige, la camiseta suelta, la blusa
casi blanca. Llevaba el sombrero de paja sobre su hermoso cabello rubio.
—¿Qué tan estúpida se puede una volver? —murmuró para sí—. Mira a
tu alrededor, Mattie —y lo hizo. Ryan eligió aquel preciso momento para
regresar a la carreta.
—¿Ocurre algo? —le preguntó.
—Estaba... soñando despierta. ¡Mire a toda esa gente!
—Hasta a mí me sorprende —le contestó al subir para sentarse a su
lado—. Yo pensé que vendrían unos cuantos cientos de hombres para
celebrar el festival y la junta del Consejo. Debe ser algo más importante
que eso. ¡Juro que debe haber ocho o nueve mil personas aquí!
La aldea de Topari, que consistía de cuatrocientas de aquellas chozas
de cinco torres a las que ella se había acostumbrado a ver, estaba casi
oculta por una gran masa de tiendas, campamentos y cobertizos que la
rodeaban. No obstante, a pesar de aquellos miles de gentes, casi no se
escuchaba ni un solo ruido. Si un niño lloraba, lo callaban.
En el centro árido de la aldea, en un espacio del tamaño de un
campo de fútbol, miles de peregrinos se habían formado en un rectángulo,
dejando un espacio abierto en el centro. No se veía ni un solo árbol, y
había dos sombrillas que cubrían la cabeza del hombre sentado en medio
de aquel espacio abierto.
—Jamás en mi vida vi algo como esto —dijo Mattie, nerviosa, y se
acercó aún más a Ryan. Casi en forma inconsciente, él puso un brazo
alrededor de sus hombros—. Estoy... un poco alterada.
—No se preocupe. Después de todo lo que hemos pasado, ¿qué
pueden hacernos?
—¿No cree que pueden ser caníbales?
—Estos, no —le aseguró—. En un tiempo fueron los guerreros más
temidos de África, pero ahora ya no.
—¡Cada uno de ellos lleva una enorme lanza!
—Eso podría ser un problema. Es usted un platillo muy apetitoso,
Mattie —era la primera vez que la llamaba por su nombre aquel día y
sintió... bonito. Merecía que le devolviera el cumplido.
—Y usted es un hombre muy agradable, Ryan.
—Bueno. ¡Mi primer cumplido verdadero! —ella se negaba a mirarlo—. ¡Y
allí hay otra primera cosa... una mujer que está vestida!
Ella se volvió. La curiosidad siempre fue su perdición. Era verdad. En
medio de toda aquella multitud que iba y venía, estaba parada una joven
nativa a la orilla del camino, que vestía una falda y una blusa. No lleva
zapatos, pero traía una cadena de oro en el cuello, ¡y de ella pendía una
cruz!
—¿Una cristiana? —preguntó Mattie, asombrada.
—No sólo eso, sino que nos espera a nosotros —replicó Ryan. Saltó de
la carreta como un atleta. La joven, rígida de tanto viajar en la carreta, bajó
con torpeza.
—Latimore —les gritó la chica. La gran sonrisa en su rostro era
suficiente como bienvenida.
—Sí, Latimore —le contestó Ryan.
—Me llamo Meriam —se acercó con la mano extendida. Su acento
inglés de la clase alta le daba encanto—. Por el hecho de hablar inglés, el
Jefe me ha designado para que yo sea su... traductora. ¿Es esta la palabra
correcta?
—Así es —afirmó Ryan—. Ella es...
—¿Su mujer? —interrumpió Meriam—. Vengan conmigo. Dejen esas
bestias. Todo está preparado.
—Sí... Mattie es mi mujer.
—No tiene que ser tan convincente —le murmuró a Ryan al oído.
—¡Es usted muy joven! —le dijo Meriam al mirarla, como si le
sorprendiera—. Pero tan desafortunada.
—No comprendo —Mattie decidió tomar parte en la conversación.
Meriam era esbelta, bien proporcionada, y llevaba las marcas de la tribu en
la frente. Era encantadora, se le formaban unos grandes hoyuelos en las
mejillas, y sus dientes blancos brillaban en su rostro negro.
—Yo también soy joven —continuó Meriam—. Pero yo no tengo hombre,
usted debe comprender.
—Yo no —dijo Mattie riendo—. Es decir, yo no entiendo.
—La costumbre —le explicó Meriam—. Cuide dónde pisa. Allí hay una
zanja. Bueno, una mujer... una joven que se ha criado en la casa de su
padre... tiene su nombre de soltera. Como yo... Meriam. Cuando yo elija a
un hombre, ya no me llamaré Meriam sino la mujer de Metchak... o como
se llame el hombre. Pero cuando tenga mi primer hijo, entonces obtendré el
nombre que llevaré toda la vida. Me llamaré Cheda... como madre de
Cheda, que es el nombre que he escogido para mi primer hijo. Usted es
Mattie. Pero se le debe conocer como la mujer de Latimore —mientras
hablaba los guiaba hasta una puerta que se abrió frente a ella sin que
nadie lo ordenara.
—Ahí tiene la liberación femenina —murmuró Ryan al oído de Mattie.
—Explíqueselo usted —le dijo Mattie a él—. Soy yo la Latimore, ¡no
usted!
—¿Qué? ¿Para provocar un motín en medio de esta multitud? ¡Todo
esto fue idea suya!
—¡Es usted un!... —Mattie estaba a punto de ponerlo en su lugar
cuando llegaron dos altos Masakin Tiwal, uno a cada lado de ella, y la
tomaron de los brazos. Otro par igual tomó bajo sus brazos a Ryan. Estaba
tan asustada que no pudo hablar. Meriam, al ver la expresión de su rostro,
la rescató.
—No tiene nada que temer. El jefe está recibiendo a los embajadores
de otras tribus. A ustedes los atenderá como representantes del clan
Latimore, pero hasta el final de la lista, comprenda. No conocemos a esta
gente Latimore. Los guardias no representan más que una formalidad. Nadie
puede acercarse al Jefe con las manos libres. Es la costumbre.
—Ryan, tengo miedo.
—No tiene de qué preocuparse —le contestó—. Yo la cuidaré.
—¡Cómo no! —contestó entre sus dientes que castañeteaban—. Es usted
solo, y ellos son quince mil.
—Exagera. No puede haber aquí más de cinco o seis mil.
—Debí haber traído el rifle. ¡Al menos eso nos daría una oportunidad!
—Difícilmente. No tengo balas. Vamos, Mattie, anímese.
—Sí, anímese —la invadió la ira—. ¡Es muy fácil decirlo! ¡Busque algo
que me haga sentir mejor, o cállese!
—¿Qué le parece esto? Mattie: la amo.
Ella se volvió con tanta rapidez que se le cayó el sombrero. Lo miró
con los ojos muy abiertos que rápidamente se le llenaron de lágrimas.
—Oh, Dios —murmuró él—. ¡No pensé que le disgustara tanto!
—Sólo porque me muero de miedo y estoy lejos de mi hogar... ¡no
tiene por qué mentirme, Ryan!
—¿Mentirle? —repitió. Todos voltearon a verlo—. No le estoy mintiendo,
Mattie —le dijo en voz más baja—. ¡Meriam, dígale a estos gorilas que me
suelten para demostrárselo!
La chica Masakin se rió.
—No es posible —le informó—. Una vez que se ha iniciado la
ceremonia, no es posible. Ustedes dos parecen... oh, me falla el idioma.
Hay muchas cosas que no sé decir en inglés. Estudié en el Colegio
Cristiano en Juba, y había muchas palabras que no enseñaban los
misioneros.
—Su inglés es perfecto —le comentó Mattie—. ¡Sólo que él miente
mucho!
—¿Qué hombre no lo hace cuando busca a la mujer que quiere? Todo
parece tan sencillo, pensó Mattie. ¿Filosofía del África Negra? Sin embargo,
la chica parece tan segura de sí misma. Tal vez apenas tenga dieciséis
años. ¿Por qué ha de saber tantas cosas... más que yo?
—Ahora les toca a ustedes —les explicó Meriam con voz baja—.
Caminen con los guerreros. No hagan ningún movimiento. Párense
derechos. Inclinen la cabeza cuando el Jefe los reciba. ¿Qué desean que le
diga?
—¿Decirle a él? —era obvio, viendo a los embajadores que le habían
precedido, que los saludos eran una formalidad, y nada más—. Dígale que
la Casa Latimore le trae saludos y amistad desde el otro lado de las
Grandes Aguas.
—¡Muy bien! —la chica Masakin rió—. ¿Se refiere a los Estados Unidos?
¿A qué parte? Estudiamos mucha geografía en mi escuela.
—De Texas —murmuró Ryan.
—Eso le enseñará a no decir tonterías —Mattie habló con voz baja—.
¡Del otro lado de las Grandes Aguas! ¡Por Dios, es usted muy exagerado,
Ryan Quinn!
—Texas —repitió Meriam—. Un gran territorio. ¡Mucho ganado!
No hubo tiempo para más plática. Sus guardias los hicieron avanzar
por el angosto sendero hasta el punto de presentación. Mientras caminaban
lentamente, Mattie concentró su atención en la figura que estaba frente a
ellos. El Jefe era un Masakin Tiwal, la tribu de estatura alta. Descansaba
en un trono de madera, colocado sobre un estrado que lo elevaba sobre la
tierra. Su estatura, más la altura del trono, lo hacían parecer
exageradamente alto. Un hombre delgado que llevaba un yelmo emplumado
que acrecentaba su dignidad imperial, y nada más. Era imposible calcular
su edad. A sus pies estaba sentada una mujer alta adornada con las
marcas de la tribu, cuyos ojos miraban hacia todos lados, como si fuera el
mayordomo de la reunión.
Mientras esperaban en fila detrás de otras dos personas que serían
presentadas, Ryan dijo:
—¿Por qué razón no sujetan sus manos, Meriam?
—¿A mí? —preguntó la chica en voz baja—. ¿Por qué habrían de
hacerlo? Soy la hija del Jefe. Recuerden, ¡no digan ni una sola palabra!
—Yo hablo algunas palabras Masakin.
—Haga lo que dice la chica —murmuró Mattie—. ¡Cállese, Ryan!
—Le encanta darme órdenes, ¿verdad?
—Callen —interrumpió Meriam—. Ahora me toca a mí —se paró enfrente
de ellos, y en voz alta comenzó a decir algo en Masakin. El Jefe, que
había estado un poco soñoliento, se enderezó en su silla. La mujer que
estaba a sus pies sonrió, con una sonrisa amplia y ávida.
—¿Qué está diciendo? —le preguntó Mattie a Ryan, con voz baja.
—¡Nos está poniendo por las nubes! —murmuró Ryan—. Le está
diciendo algo del clan Latimore, que viene de las tierras extensas de Texas,
la tierra donde hay mucho ganado ¡y está agregando algunas mentiras
acerca de lo grandes que son nuestros terrenos ganaderos, y cómo hemos
venido desde allá a saludar al Jefe Artafi Masakin!
El jefe agitó una mano como saludo y la mujer a sus pies dio dos
palmadas y al instante toda la multitud aplaudió. Aquella parte de la
ceremonia había terminado. Cuando los aplausos disminuyeron, los
guerreros que los escoltaban entrelazaron sus brazos con los de ellos y los
llevaron al trote, de vuelta entre la multitud.
Cuando salieron de entre la muchedumbre, los guerreros los soltaron,
como si hubiesen perdido todo interés en ellos y desaparecieron entre la
gente.
Apareció un hombre viejo y murmuró unas palabras al oído de
Meriam. La chica sonrió.
—¿Qué? —preguntó Ryan, ansioso.
—La presentación fue todo un éxito —contestó—. Yo debía llevarlos a
un área para acampar arriba de la aldea. Ahora mi madre ordena que se
les proporcione una choza en el recinto del Jefe. Y a usted... ¿Mattie?... ¡mi
madre la recibirá con las demás mujeres, esta noche en su choza!
—¡Caramba! —exclamó Ryan—. Se lo advertí, Cenicienta. ¡Ahora tiene
usted una audiencia con la Reina!
—¡Cielo santo! —se quejó Mattie—. ¿Qué le diré?
—No se preocupe.
—¿Que no me preocupe? —repitió—. ¡Usted puede decirlo! Pues bien,
¡maldición, Ryan Quinn, me preocuparé si me da la gana!
CAPÍTULO 8

—¿Luzco bien? —Mattie dio una vuelta frente a Ryan. Su falda y su


blusa, que habían desaparecido de su choza a mediodía, después de la
recepción, habían vuelto a aparecer al oscurecer, perfectamente lavadas y
dobladas.
—Como para comerla —comentó Ryan, sentado, con las piernas
cruzadas en el piso duro de la choza—. Los va a dejar muertos. ¿Nerviosa?
—Muerta de miedo —confesó—. ¿Qué puedo decir?
—Diablos, no lo sé. La única forma en que podríamos obtener su
ayuda es si ellos fueran los dueños del ferrocarril.
¿Si fueran los dueños del ferrocarril? Aquel pensamiento daba vueltas
en la mente de Mattie, buscando en donde asentarse.
—Pero el ferrocarril pertenece al gobierno.
—Sí —replicó él—. Pero también el gobierno dice que toda la tierra le
pertenece, ¡y eso no impide que la gente la utilice! Dé otra vuelta, me
gusta verla.
—¿Quiere decir... así? —se puso de puntillas, efectuó dos giros. A la
tercera vuelta resbaló. Se balanceó por un segundo tratando, en vano, de
recuperar el equilibrio, y fue a caer exactamente en las rodillas de Ryan. Al
caer, su falda se levantó y dejó al descubierto gran parte de sus piernas
largas y esbeltas.
—¡Vaya! ¡Cae dinero del cielo! —exclamó Ryan.
—No sea tonto—jadeaba sin aliento. Comenzó a levantarse, pero él
extendió el brazo y la oprimió con fuerza. Sus ojos oscuros, demasiado
cerca de Mattie, buscaron su rostro y luego recorrieron todo su cuerpo. Ella
trató de bajarse la falda. Hubo un momento de lucha y después, como si
no hubiera necesitado más que un intento de protesta, se relajó y se quedó
quieta en sus brazos.
—No la entiendo —murmuró Ryan—. Creí que entendía a todas las
mujeres. Veo su exterior, pero no tengo idea de lo que ocurre en su
interior.
—Tampoco yo me entiendo —suspiró—. Sabe, siempre me he
comprendido. Tenía mi vida planeada... desde los trece años. En ella, no
había lugar para alguien que se llamara Ryan Quinn. Ningún lugar. ¿Qué es
lo que me ha hecho?
—Esa es mi pregunta —contestó—. ¿Qué diablos me ha hecho usted a
mí?
—¿Hablaba en serio cuando dijo aquello en el campo?
—¿Qué fue lo que hablé?
—Usted dijo... yo... —le daba vergüenza repetirlo. Si él no se acordaba,
era que no fue nada serio. Era solamente otra de sus mentiras blancas.
—Si se refiere a "la amo" —murmuró—, dije en serio cada una de las
palabras en aquella ocasión.
—¿En aquella ocasión, eh? ¿Quiere decir que habló en serio entonces,
pero no ahora?
—Es hora de irnos —Meriam entró por la puerta abierta. Se detuvo en
seco— ¡Oh! —exclamó—. ¡No fue mi intención interrumpir. Discúlpenme, por
favor!
—No ha interrumpido usted nada —explicó Mattie con amargura, al
empujar a Ryan y ponerse de pie—. Absolutamente nada.
Salieron y Mattie vio que unas antorchas iluminaban el centro de la
aldea. Meriam la condujo de la mano a la más chica de dos estructuras
completamente diferentes a las otras chozas. Había un edificio bajo, largo,
con techo de paja.
—Aquella es la Casa de Consejo de los hombres —Meriam señaló el
otro edificio que se extendía en la oscuridad—. Agáchese. La entrada es
muy baja... dicen que para enfatizar la humildad.
—¿Nunca entran las mujeres al otro edificio? —preguntó Mattie.
—Nunca. Venga —estaban en un pequeño compartimento exterior. La
puerta frente a ellas la cubría una sábana de lino. Dos mujeres muy viejas
estaban sentadas a cada lado de la puerta, como centinelas. Las dos
fumaban unas pipas muy pequeñas. Meriam se detuvo sólo el tiempo
suficiente para quitarse la blusa y sin volverse para mirar a Mattie, la guió,
atravesando la cortina de lino.
Adentro, el aire era tibio. Se veía una cortina de humo arriba, en los
aleros. El cuarto estaba lleno de mujeres de todas formas y tamaños; la
mayoría fumaban pipas. En el centro, en un espacio abierto, ardía una
pequeña fogata de estiércol. En un extremo, acostada en una cama
formada por almohadas, estaba la mujer más alta y graciosa, a quien vio
sentada a los pies del Jefe, en la ceremonia de recepción.
—Venga —le indicó Meriam—. Haga lo mismo que yo —le dio la mano.
Mattie la tomó y la siguió.
Mientras pasaban a un lado del fuego que estaba en el centro de
todo aquel público que la inspeccionaba, Mattie sintió el rubor que
coloreaba sus mejillas. De la multitud le llegaba un murmullo de siseos. Se
escuchaba como una desaprobación. Meriam se detuvo en seco como a
cuatro pasos de la esposa del Jefe, cayó de rodillas e inclinó la cabeza.
Mattie la imitó, con torpeza. Era bastante ágil, pero no era para ella una
práctica normal estar sentada sobre sus pies doblados. Le fue fácil
inclinarse. Deseaba evitar aquellos ojos penetrantes. Después de un minuto
de silencio, Meriam dijo algo rápidamente en la lengua Masakin. Otro
minuto de silencio y habló la esposa del Jefe... dijo algo breve, agudo,
sustancial. El público se agitó.
Meriam se volvió para mirar a Mattie.
—Es mi culpa. Debí haberlo notado. La Gran Dama dice que por qué
se presenta usted ante ella para insultarla cubriendo su corazón con la
ropa.
—Quiere decir que yo...
—Mire a su alrededor —le ordenó Meriam. Todas las mujeres estaban
desnudas.
—Quiere decir que tengo que quitarme... ¿todo?
—No todo —contestó Meriam con amabilidad—. Así como lo hice yo.
Ella debe ver su corazón.
—¡Válgame Dios! —Mattie suspiró—. Bien, supongo que todas son
mujeres. Dígale a... la Gran Dama que fue por ignorancia, que no fue
intencional —pidió Mattie y empezó a desabotonarse la blusa. Debajo de la
blusa no llevaba... nada. Al quitársela emitió otro suspiro que se escuchó
por todo el cuarto. Se volvió a sentar sobre sus talones, enderezó los
hombros y miró directamente a los ojos de la esposa del Jefe. La mujer
escudriñó su rostro por un momento, asintió con la cabeza y dijo algo.
Mattie supo que su tono era de simpatía y su expresión era amable, y
sintió alivio.
—La Gran Dama dice —tradujo Meriam— que no sabía que la mujer
Latimore era toda blanca. De haberlo sabido, jamás le habría pedido que
exhibiera su fealdad ante todas. Le ruega que no lo tome en cuenta. Si
usted lo desea, puede ponerse la blusa de nuevo.
—No —contestó Mattie y se enderezó—. Una debe ver el corazón para
escuchar la verdad.
—Es usted muy lista —murmuró Meriam—. ¿Conoce el ritual?
Mattie denegó con la cabeza. La chica Masakin volvió a traducir. El
rostro de la esposa del Jefe mostró una amplia sonrisa y se escucharon
aplausos en el cuarto. Un punto a favor de la tribu Latimore, pensó Mattie.
La esposa del Jefe volvió a hablar, expresándose con ademanes. Todas
indicaron que estaban de acuerdo, con la cabeza. Meriam hizo una
pequeña pausa, como si buscara la palabra correcta.
—Ella dice que ahora hablemos con menos formalidad —tradujo—. Debo
decirle que mi madre habla del poder de la tribu Latimore. Ella ha visto el
campamento en Kosti. Hay allá muchos hombres fuertes y... mil máquinas
para hacerlos más poderosos. Los números se nos dificultan —confesó—. No
tenemos un nombre para los números mayores de cien. ¿Me entiende? Me
pide que escriba el nombre de su tribu para que todas lo puedan ver... en
inglés.
Mattie se dejó caer de nuevo sobre sus talones con una sonrisa
traviesa en su rostro. Después de todo, no es tan difícil, pensó. La sonrisa
se amplió. ¿La tribu Latimore en gran estima? Meriam, con una vara,
dibujaba el nombre Latimore en el piso de tierra. Todas las cabezas se
estiraban cuando la chica volvió al lado de Mattie.
—¿Su madre piensa que es muy grande el campamento de Kosti? —
preguntó Mattie, con precaución.
—Sí, muy grande. Mi madre ha viajado mucho. ¿Hay algún error?
—No precisamente. En realidad, el campamento de Kosti es uno de
los más pequeños que tiene la tribu Latimore. Tenemos otros ochenta y
nueve campamentos en todo el mundo: todos son más grandes que el de
Kosti.
—¿Es cierto eso? —preguntó Meriam.
—Se lo juro —Meriam se volvió y comenzó a hablar. El cuarto quedó
en silencio profundo. La esposa del Jefe se puso de pie y dio un paso al
frente.
—Mi madre pregunta si hay muchas máquinas.
—Miles —le aseguró Mattie.
—No puedo decirle eso —objetó Meriam—. Supongamos... ¿tantas como
estrellas hay en el cielo?
—Como estrellas hay en el cielo —la chica comenzó a traducir a gran
velocidad. Le tomó una cantidad sorprendente de palabras expresar tan
poco.
Cuando terminó de traducir, su madre inició un discurso. Duró algunos
minutos y Meriam parecía desconcertada.
—Dice mi madre... —la chica titubeó por un momento— "En el pasado
fuimos muy poderosos. Los Jefes Masakin se sentaban en el trono de los
Faraones. Nos echaron de nuestras tierras en cuatro ocasiones. Los Jefes
de hace mucho tiempo decidieron retirarse aquí en Nuba para conservar
nuestra cultura como había sido". Mi madre dice... "este Consejo se ha
reunido para decidir si aquello fue un error. Si no deberíamos avanzar,
como los Nuer, y obtener máquinas y volver a gobernar como debíamos
hacerlo. Si no lo hacemos, nos aplastarán y desapareceremos en el aire,
como las hojas que caen de los árboles".
El silencio pendía en el aire como el humo. La esposa del Jefe hizo
otra pregunta.
—Dice mi madre que usted debe aclarar su posición en la tribu
Latimore, así como la de su hombre.
Cambio de tema, se dijo Mattie a sí misma. Grandes principios,
seguidos de ideas pequeñas. ¿Cuál es mi posición? ¿Y la de mi hombre?
Les daría un ataque si supieran. ¡Pero tengo derecho a presumir!
Se puso de pie. Ella y la esposa del Jefe eran las únicas que
estaban de pie.
—Dígale a su madre que yo soy la hija de la casa —Meriam se
asombró.
—Esas palabras —Meriam estaba desconcertada—, no las entiendo...
¿hija de la casa?
—Quiere decir... bueno, mi padre es el Jefe Latimore, ¿comprende? El
Jefe de la tribu. Yo soy su hija —Meriam sonrió de oreja a oreja y repitió la
frase un par de veces—. ¿Hija de la casa? Como lo soy yo, mujer Latimore.
¡Yo soy la hija de la casa Masakin! —aplaudió e hizo una rápida traducción.
Se escuchó un susurro alrededor. La esposa del Jefe se movió hacia un
lado e hizo un ademán.
—Mi madre dice que usted será bienvenida muchas veces, y la invita
a sentarse con ella en reconocimiento a su dignidad.
"¿Yo?", pensó Mattie, "¿mi dignidad? Estoy sentada aquí, medio
desnuda, a miles de millas de mi hogar, ¿y tengo dignidad?"
El hecho de sentarse junto a la esposa del Jefe era distinto a estar
aislada, en medio de una conferencia. La realidad comenzaba a
desvanecerse. Los rostros que la rodeaban se volvieron vagos y muy
lejanos. Desapareció la voz de Meriam y fue como si ella pudiera conversar
directamente con la Gran Dama.
—Así es —dijo la dama—. ¿Que usted no lo entiende? Escuche. Mi
abuelo fue Faraón en Egipto. Su heredera era su hija. Sólo al casarse con
la hija del Faraón podía, otro hombre, llegar a ser líder, y así continúa
siendo entre nosotros. Mi padre era Jefe. Artafi es el Jefe porque yo lo
elegí... me casé con él. Mis hijos no serán Jefes. El hombre a quien mi hija
prefiera, sucederá a Artafi. ¿Lo entiende ahora?
Casarse con la hija del Jefe, se dijo Mattie a sí misma. ¿Es eso lo
que se propone Ryan? Tuvo una sensación desagradable en el estómago.
Sin pensar tomó la taza que le ofrecía Meriam y bebió aquella bebida
fuerte.
—Es una lástima que sea usted tan fea —dijo la esposa del Jefe—. Ese
color... debe ser motivo de vergüenza para usted...
—Trato de ocultarlo —Mattie sonrió al aceptar otra taza llena.
—Es muy tarde para remediarlo, pero hay algo que podemos hacer.
¡Podemos darle la marca del corazón!
—¿Qué es eso? —le preguntó a Meriam. La chica se volvió.
—Mire... mi hombro —Mattie miró. Arriba, en su hombro izquierdo, había
una fila de cicatrices circulares—. Es la marca de nuestra tribu. Sobre el
corazón, para señalar el compromiso.
—¡No, yo no quiero que me puncionen! —protestó.
—No es una punción —exclamó Meriam con regocijo—. Es lo que
ustedes llaman... ¿tatuaje? ¿Es esa la palabra correcta?
—Tatuaje. No me opongo a un poco de tatuaje —dijo Mattie con los
ojos muy abiertos—. ¿Ayudará?
—Eso la convertiría en miembro de nuestra casa —Meriam sonrió—.
¿Acepta?
—¿Por qué no? —contestó Mattie.
—Pero usted no nos ha dicho nada de su hombre —insistió la madre
de Meriam—. ¿Será el Jefe Latimore cuando muera su padre?
Mattie se esforzó por ordenar sus pensamientos. Un solo error podía
echar abajo todo lo que había logrado. ¿Se casaría Ryan con ella para ser
el Jefe del imperio Latimore? ¡Sería una buena broma! ¡Michael era el
heredero designado!
—Aún no está decidido —dijo con timidez—. Mi hombre es de... Texas.
Posee mucho ganado... cientos de cientos.
—Ah —la dama negra insistió, ya no como la esposa del Jefe, sino
como una madre—. El precio de la novia aún no está decidido. Entiendo
que debe ser difícil entre dos tribus tan poderosas. Meriam, ¡dale otra
bebida a nuestra invitada!
La conferencia de las mujeres continuó por espacio de cinco horas,
hasta que llegó la noche y llamaron al doctor. Cuando Mattie despertó
estaba sentada en una mesa vacía en otra choza pequeña, lejos del
campamento. A su lado estaba un viejo arrugado y desdentado, sonriendo.
Meriam, preocupada, estaba junto a él.
—Usted vomitó —le dijo la chica a Mattie—. Bebió demasiada cerveza.
El es Mashoto. Es... doctor.
—¡Dios mío! —exclamó Mattie—. ¿Un médico brujo de verdad?
—No precisamente —aclaró el viejo en un inglés perfecto—. Yo estudié
en El Cairo. Pero no me siento ofendido. Mi padre era un médico brujo, y
pienso que tal vez sabía de medicina más que yo. Ahora, la están
embelleciendo, ¿eh? Pondremos un poco de alcohol en eso sólo para estar
seguros. Un hermoso diseño —de pronto, Mattie se dio cuenta de que
estaba completamente desnuda, y con rapidez cubrió sus senos con las
manos.
—También he bombeado su estómago. Se sentirá mejor.
—¡Oh, Dios! —Mattie suspiró—. Lo he echado todo a perder, ¿verdad?
—Nada de eso —le aseguró Meriam—. Fue muy divertido. Todos lo
comentan. Mi madre está orgullosa de conocerla. Mañana hablará de nuevo
con usted... únicamente con usted.
De repente escuchó un ruido al fondo... un sonido crepitante, y una
voz. El doctor se encogió de hombros y se dirigió al rincón, llevando una
luz.
—¿Qué fue eso? —preguntó Mattie. Ya más o menos conocía la
respuesta.
—Es el telégrafo —dijo el doctor riendo. Mattie miró por encima del
hombro y vio la radio-etiqueta Panasonic en el pequeño transmisor de
baterías.
—Ahora puede usted regresar con su hombre —le aconsejó el doctor—.
Descanse, duerma. Mañana tal vez le duela la cabeza. Su hombro está un
poco irritado. Tome dos aspirinas. No se agite —le dio un frasquito con
pastillas y la ayudó a bajar de la mesa. Con la ayuda de Meriam, bajó la
colina y llegó a la choza que había sido asignada a su hombre Latimore.

Lenta y cuidadosamente, Mattie abrió los ojos. Estaba tendida sobre


su espalda dentro del saco de dormir. La choza estaba llena de gente. Seis
o siete mujeres que parecían tener entre dieciséis y sesenta años la
rodeaban, riendo entre ellas. Volvió la cabeza para ver mejor y al instante
lo lamentó.
—Le duele la cabeza, ¿verdad? —comentó Ryan desde atrás de ella.
En lugar de volverse para mirarlo, hundió gradualmente la cabeza en la
pequeña almohada.
—Aspirina —gimió—. Oh, Dios, qué fue lo que...
—Agarró una buena —le dijo Ryan, riendo.
—No hable tan fuerte —suplicó—. Aspirina... el doctor me las dio.
—Fue la cerveza de mijo. La mitad de las mujeres mayores del
campamento están igual. Tome, pruebe esto.
Le puso dos pastillas en la mano, le levantó un poco la cabeza y
puso en sus labios una taza de té frío. Primero probó, después tragó.
—Pensé que era... no sé lo que pensé.
—Esperemos que sólo sea una resaca. En estos lugares no
pasteurizan la cerveza.
—No tiene por qué sentirse tan satisfecho por ello. ¿Qué hacen aquí
estás personas?
—Han venido a ver —le explicó—. ¡Por todo el festival se sabe que
usted es toda blanca! ¡Y han venido a verla!
—¡Cielos! —murmuró—. ¡Hágalas salir de aquí! —en su ira se le olvidó la
condición en que se encontraba y se sentó. La cabeza le dio vueltas. Hubo
un instantáneo grito de placer de todas las mujeres que observaban y que
corrieron hacia la puerta cuando Ryan les hizo señas de disparar. Mattie se
tomó la cabeza con ambas manos.
—Sabe, tienen razón —dijo Ryan. Trataba de ponerse serio, pero ella
podía escuchar la risa entre sus palabras—. ¡Es usted toda blanca!
Olvidándose de su cabeza, se miró, sentándose sobre el viejo saco
de dormir. Durante unos momentos se rehusó a dar crédito a lo que vio...
¡estaba desnuda!
—¿Dónde diablos está mi ropa? —murmuró con ira, entre lágrimas.
Ryan se acercó a la cama y deslizó un brazo debajo de ella,
acercándola a él.
—Llore, mi amor —suspiró—. Sé que no debí criticarla como lo hice.
—Si tuviera fuerza suficiente —le dijo con ira—, lo tiraría de un golpe...
¿Quién me desvistió?
—¿Me creería si le digo que... Meriam?
—No, ¡no lo creería!
—Entonces, no tengo que mentirle. Yo lo hice.
—Es usted un asqueroso...
—Vamos, vamos, Mattie. No lo diga. Se de buena fuente que mis
padres estaban casados cuando nací.
—Lo siento —murmuró acercándose más a él. Ryan le sonrió, pero no
dijo nada. Después él se movió y ella quedó con la cabeza sobre las
rodillas de él. Se encogió, agradecida del apoyo, feliz de estar junto a él.
Las aspirinas estaban obrando su magia. Casi estaba en condiciones de
razonar.
¿Por qué me siento tan contenta de estar donde estoy? ¿Por qué, en
realidad, no me importa que él me haya desvestido sin que yo me diera
cuenta? Porque, intervino su conciencia, lo amas. Pero no quiero amarlo.
Está ligado a Virginia. Después de todo, ¿qué es lo que hemos compartido?
Un par de besos, una noche salvaje en que nadamos desnudos, y ocho
días tranquilos y reposados en una carreta. ¿Es eso suficiente para un
romance? Hasta una pobre primitiva como la madre de Meriam sabe lo que
él se propone. Quiere parte del imperio Latimore. ¿No es cierto?
—Sabe —le dijo, titubeando—, yo no cuento con dinero propio, excepto
mi sueldo.
—¿Es eso un hecho? —le preguntó—. Yo habría pensado que usted
valdría un montón de dinero. ¿No posee ni una sola parte de Latimore?
—Sí, por supuesto que sí. Todos tenemos una parte, pero todas mis
utilidades van a un depósito desconocido y se donan para fines benéficos,
al final de cada año. ¡Ni siquiera sé cuál es la institución de beneficencia!
—Bueno, ¿qué le parece? —nunca oí a alguien menos interesado,
pensó Mattie. ¿Será una buena señal, o será sólo un actor consumado?
—Y cuando mi hermano Michael cumpla veintiún años, ¡ni siquiera
tendré este empleo como vicepresidenta!
—Qué bueno para Michael —comentó, aburrido—. Quisiera saber de qué
se trata esta reunión. Quisiera tener un indicio para poder hacer algo
respecto al ferrocarril.
—No siente mucho interés por mí —le reclamó—. En unos cuantos años
más, no tendré ni un harapo sobre mi espalda.
—Ahora tampoco lo tiene —Ryan rió—. ¡Y me interesa muchísimo!
—¡Oh, usted! —Mattie le dio una palmada en la mano y se volvió a
cubrir con la manta—. ¡Hombres! ¡Todos son iguales!
—Creo que sí. ¿Por qué trata de iniciar un pleito conmigo?
—Yo... no —tartamudeó—. Yo sólo... yo sé de qué se trata este
Consejo.
—Claro que lo sabe. Anoche, en la junta de mujeres, la informaron de
todo.
—Tiene mucha razón —le contestó—. Usted ve todo lo que hay en este
campamento, ¡pero no tiene ni la más ligera idea de lo que está ocurriendo!
—Pero usted me pondrá al tanto, ¿correcto?
—Lo que debía hacer es abofetear su cara ridícula —le dijo, luchando
por sentarse. El la detuvo con su brazo y ella se volteó para mirarlo de
frente—. ¡Ahora, escúcheme! El Consejo tiene un asunto importante ante
ellos. ¿Me está escuchando? ¡Míreme cuando le hablo!
—La estoy mirando.
Mattie, furiosa, siguió la dirección de la mirada de él y se puso roja.
Una de sus gallabiyas estaba a los pies de la cama. Se puso de rodillas,
de espaldas a él, y tomó el traje largo y blanco.
—¿Necesita ayuda?
—No la suya —murmuró. Metió la cabeza en el vestido y comenzó a
jalarlo sobre sus hombros cuando él la detuvo con sus manos.
—¡Mire eso! —exclamó—. ¿Qué le pasó en el hombro?
La estupidez de su propia reacción fue para Mattie como un golpe en
el estómago. Su puso en cuclillas acomodando el traje en sus caderas. Le
era imposible aguantar la risa.
—Es mi tratamiento de belleza —le informó con orgullo—. La esposa del
Jefe se sorprendió tanto al ver que yo era tan fea... que hizo que su gente
me pusiera una marca de belleza. ¡La necesitaba!
Ryan bajó la gallabiya de su hombro y estudió el diseño.
—Parecen como jeroglíficos. No sé dónde está la belleza... ya era
usted bastante bella sin esto.
—Es la insignia de la tribu —le explicó—. Me han adoptado en la tribu
Masakin, y hay muchas cosas que usted no sabe. El Jefe no tiene nada
que decir en estas cosas. Los miembros del Consejo son elegidos y el Jefe
no puede hacer más que lo que decide el Consejo. Y ahora se enfrentan a
la decisión más importante que han tenido que tomar en cientos en años.
—Dígame, fuente de sabiduría.
—Para su información, los Masakin están resolviendo en este Consejo
si deberán mantener las viejas costumbres de la tribu, o si es necesario
cambiar a las de la vida moderna y a la maquinaria, como lo han hecho
las tribus Nuer.
—¡Válgame Dios! —exclamó Ryan. Ella quiso hacerlo callar, sin lograrlo.
—Esta reunión será a la hora cuarta —dijo Ryan consultando su reloj—.
A las diez en punto. En una media hora más. No creo que pueda lograr ni
siquiera insinuar algo, si es que el problema es tan serio. ¿Qué sugiere?
—¿No es esta una sorpresa? —preguntó Mattie con aire de suficiencia—.
¡El gran Ryan Quinn pidiendo mi opinión!
—Bueno, pues acordamos ser socios iguales. ¡Casi!
—Su ego es enorme.
—Es igual al suyo —Ryan rió—. ¡Por eso formamos un excelente
equipo!
—Tengo una sugerencia, pero no me haga preguntas.
—Sin preguntas —prometió Ryan.
—Cuando esté usted en esa reunión, busque la oportunidad para hacer
una exposición sencilla. Solamente diga: "¿No les gustaría operar un
ferrocarril?" No agregue nada más. Diga solamente eso.
—Tiene usted un brillo maligno en sus ojos. De acuerdo, así lo haré.
Ahora, debo irme, ¿no me da un beso para la buena suerte?
—Por el bien de la corporación —él se acercó a ella y antes que
Mattie pudiera cerrar sus labios, él la besó con pasión. Se arrojó a sus
brazos, feliz.
La falta de aire los obligó a finalizar el beso. Mattie estaba tendida en
los brazos de Ryan; sabía que él tenía puesta una mano en uno de sus
senos, y lo acariciaba a través del delgado algodón de la gallabiya, pero no
se oponía.
—Eso fue... bastante interesante para ser una novicia —sus ojos
oscuros ardían, y Mattie sabía muy bien quién se quemaría en aquel juego.
—¿Te gustan los niños? —le preguntó él en forma completamente
inesperada. Y no esperó su respuesta—. Me tengo que ir. ¿Me das un beso
para la buena suerte?
—Me encantan los niños —contestó ella.
—¿Qué harás mientras yo esté ausente?
—Tengo otra junta con la esposa del Jefe —le era difícil hablar.
Requería de toda su atención para mirarlo a los ojos. El no parpadeaba, y
la antigua superstición de Nueva Inglaterra decía que si uno podía sostener
la mirada del otro sin parpadear, era seguro que se iba a tener suerte. Y
ella deseaba tanto tener suerte.
Ella habría ganado si Ryan hubiera jugado limpio... Mientras ella lo
miraba fijamente, él acercó la cabeza más y más, hasta que a ella le faltó
la fuerza de voluntad y cerró los ojos. Una vez más, él la besó acariciando
su pecho con la mano. No era momento de conquista. Mattie hizo su parte.
Rodeó su cuello con sus brazos y lo atrajo hacia ella.
Escucharon un ruido en la puerta.
—Comienza la reunión —anunció Meriam al entrar—. ¡Y la Gran Dama
la espera, mujer Latimore! Oh... ¿lo he vuelto a hacer?
La mujer Latimore se apartó de los brazos de él y sonrió a ambos.
—No, de ninguna manera, Meriam —le aclaró, feliz—. En este momento
salía.
CAPÍTULO 9

Mattie esperó todo el día el regreso de Ryan. En la aldea la gente


estaba sentada en grupos pequeños, observando la cabaña donde se
llevaba a cabo la reunión. En cuanto a ella, en la parte que jugaba en su
pequeña intriga, todo era absurdamente fácil. Meriam la llevo a la choza de
su madre, arriba, en la colina, cerca de la del doctor. No hubo ninguna
ceremonia, todo fue cuestión de negocios.
—Cualquiera puede aprender a operar un ferrocarril —le aseguró a la
esposa del Jefe al responder a una media docena de preguntas que le
había hecho—. Mire a la tribu Nuer. Hace diez años no conocían nada más
que el ganado. Ahora extraen petróleo, conducen camiones, todo. Los
Masakin pueden hacer lo mismo. Latimore fundará una escuela y
proporcionará la enseñanza en nuestra base, en Kosti. Mientras los
entrenamos, los hombres necesitarán vigilancia para el sistema de vías.
Digamos, cien hombres que entrenaremos y doscientos hombres para
vigilar. Y construiremos lugares de cruce para el ganado para que puedan
pasar sus rebaños. ¿Le parece posible?
—Todo es posible —contestó la mujer—. Hay cinco cientos de cientos
de Masakin.
—¿Usted puede ordenar que los hombres hagan esto?
—Tiene usted mucho que aprender, mujer Latimore. A los hombres no
se les puede ordenar... pero se les puede convencer. Esa es la tarea de la
mujer. Esta noche el Consejo fumará una pipa y se irán a dormir pensando
en sus palabras. Ellos soñarán, y mañana estarán convencidos.
—¡Tengo que conseguir algo de su tabaco!
—No es tabaco —admitió la esposa del Jefe—. Mire... ¿lo conoce?
—¡Oh, Dios! —exclamó Mattie—. ¡Hashish!
—Exactamente —contestó—. A veces encontramos útiles los regalos de
los árabes. El jefe fumará su pipa y se irá a acostar. Nadie se reunirá con
él más que su esposa. Será igual con los demás hombres. Se les
murmurarán palabras al oído... ¿de qué otra forma se construyen los
sueños? Es feo hacerlo. Nosotras, las mujeres Masakin, interferimos sólo en
casos difíciles... y este es uno de ellos. Nuestra gente tendrá que cambiar
o desaparecer. Ahora márchese. Mañana arreglaré las cosas con usted y
con su hombre. No comprendo a su madre, cómo es que le permite que
viva con él ¡sin que haya pagado el precio por su esposa! ¡Los Latimore
tienen costumbres muy raras!
Ryan volvió a la puesta de sol, exhausto.
—Es el trabajo más duro que he hecho en mi vida. Estar sentado allí,
sin hablar casi nada.
—¿Pero pudiste decir tus líneas? —le preguntó Mattie, ansiosa.
—Desde luego que sí. Nunca supe el gran actor que había en mí. Tu
padre debería duplicarme el sueldo.
Ella se puso a preparar algo para comer, molesta por el comentario.
El se acercó detrás de ella y la rodeó con sus brazos.
—No quise decir eso —le dijo con voz baja—. Mi contrato termina
dentro de diez días y no tengo intenciones de renovarlo.
—Pero... pero entonces nosotros —lo miró sonrojada.
—"Entonces nosotros" es correcto —la interrumpió—. Vamos a poner a
trabajar este asunto, y después le daremos atención estricta a "nosotros". A
propósito, no he escuchado hoy nada más que repeticiones. Ellos creen que
soy dueño de mil cabezas de ganado, y cada uno de ellos no hizo más
que mover la cabeza, diciéndome que nunca debí permitir que se divulgara
esa información, ¡pues eso haría que el precio aumentara! Quisiera saber
de qué hablaban.
Mattie apiló la comida en su plato común. Arroz y verdura, como
antes, pero ahora incluía sabrosos trocitos de carne de res.
—Tú y yo tenemos que hablar seriamente —le dijo—. Prueba esto.
—Buenísimo. Carne de verdad. ¡Ya me estaba cansando la dieta
vegetariana!
—Pero es muy saludable.
—Sí, saludable —contestó—. ¿De qué quieres que hablemos?
—La esposa del Jefe —comenzó— piensa que hacemos una buena
pareja.
—Sí. ¿Y qué más?
—Me preguntó cuánto pagaste por mí, y yo no supe qué contestarle —
lo miró con humildad—. Supongo que una chica debe saber cuánto vale.
Luego se sintió muy mal porque mi madre jamás debió permitirme vivir
contigo sin que... bueno, tú lo sabes.
—Parece que estás a punto de decirme algo que no quiero escuchar.
La palabra que te está ahogando —añadió él— es "matrimonio", ¿correcto?
—Yo... sí —tartamudeó—. Esa palabra ha surgido una o dos veces.
—¿Y tú, qué piensas de ello?
—¿De la palabra?
—Del hecho —contestó, riendo.
—Yo... ¿tú qué piensas?
—Bueno... —Ryan terminó de comer su parte, se enjuagó las manos en
un balde con agua y se sentó, recargado en la pared—. ¿Tomando todo en
cuenta? Tú me has dicho que no tienes dinero y que perderás tu empleo
cuando tu hermano Michael llegue a la mayoría de edad. Por otra parte,
eres una ingeniera bastante buena, una administradora regular, y si te lo
propones, puedes llegar a ser una buena arquitecta. Entonces, como yo
estoy pensando en sentar cabeza, tengo mucho más de un millar de
cabezas de ganado allá, en mi rancho de Texas. Tú eres muy hermosa y
cuando caminas agitando ese lindo trasero, siempre me invade el loco
impulso de saltarte encima...
—¡Bueno! —lo interrumpió, indignada.
—No me interrumpas —le dijo con calma—. Ese es uno de mis malos
hábitos que vas a tener que corregir. ¿Dónde me quedé? Ah, sí. Aquellos
ocho días en que viajábamos hacia Topari, cambiaron por completo mi
modo de pensar. Y hay otra cosa. Creo que estoy muy enamorado de ti.
Ahora, puedes hablar.
Mattie se sonrojó y luego sonrió ampliamente.
—Parece que no me dejaste nada que decir.
—Es como se supone que debe ser —bromeó—. Lo único que tienes
que decir es: sí. Sí, ¿entendiste?
—Sí. Entendí. Sí. ¿Debo chocar los talones e inclinarme?
—Ven acá, mujer.
Ella se acercó, vacilante, pero se acercó. Aún no estaba dispuesta a
bajar su bandera, pero por lo menos deseaba dejar de discutir. Ryan puso
un brazo alrededor de su cuerpo, en forma casual. Cayó la oscuridad y se
encendieron algunas luces por la aldea. Sobre ellos cayó una feliz quietud,
en dos cuerpos separados que soñaban el mismo sueño.
Aquello duró hasta la hora cuarta de la noche, en que sonó una
corneta. El Consejo continuaba debatiendo.
—Es hora de ir a la cama —anunció Ryan. Se pusieron de pie al
mismo tiempo y, tomados del brazo, se fueron a dormir.
—¿Ya estamos comprometidos? —le preguntó Ryan.
—No veo ninguna señal —contestó Mattie en voz baja. El se quitó el
anillo que llevaba en su dedo pequeño y lo puso en la mano izquierda de
ella. Era demasiado grande para sus dedos delgados.
—Ahora, ya estamos comprometidos.
—De acuerdo.
—¿Es todo lo que dices? ¿De acuerdo? —preguntó Ryan.
—Creo... que sí —contestó—. Tengo esta... especie de desconfianza en
ti siempre que afirmas cosas como esta. ¿Y qué vendrá después de decir:
"ahora, ya estamos comprometidos"?
—Pensé que era obvio. Ahora, cuando compartamos el mismo saco de
dormir, podremos pensar en otras cosas, en vez de dormir.
—¡Oh, no, eso no!
—¿Qué hice ahora?
—Nada... todavía. Mira, Ryan. Has estado lejos de tu casa desde hace
mucho tiempo, así que tengo que decírtelo. La revolución sexual en
América, ya pasó.
Esperaba una explosión volcánica. En vez de eso, él estudió su rostro
serio durante un momento y sonrió.
—Muy bien, señorita.
—Lo entiendes, ¿verdad? Sabía que comprenderías.
—Y es todo lo que obtengo esta noche —dijo él con ironía—. ¿Y un
beso?

El día siguiente amaneció con un estallido de sol. El humo salía de la


casa de Consejo. Meriam llegó, riendo, en la hora primera.
—El Consejo ha llegado a una decisión —anunció—. La darán a conocer
a la hora sexta. ¡Y los casamenteros lo están esperando, hombre Latimore!
—¿Esperándome, a mí? —Ryan daba la impresión de que no tenía idea
de lo que le estaban hablando. Mattie se estiró y salió del saco de dormir.
Ryan se sentó en medio de las dos mantas prestadas que había utilizado
como cama, en el rincón opuesto.
—Es hora de que pongas tu dinero donde tienes la boca —le dijo
Mattie en tono de burla—. Yo también los acompaño.
—Oh, no —dijo Meriam muy seria— eso, nunca. A usted no se le
permite escuchar la... discusión.
Meriam y Ryan se marcharon, platicando. Mattie se quedó sola.
—Me van a subastar —murmuraba, caminando por la choza. ¿Y ni
siquiera puedo escuchar? Bonito sistema. ¡No me molesta!
Y, por supuesto, no le molestaba. ¿Por qué iba a preocuparse por
algo así una mujer moderna? Aquello no evitó que caminara de arriba abajo
por la choza, ni que subiera a la cumbre de la colina.
—Es para tomar aire fresco —se dijo—. Allá abajo, en la aldea, los
hombres salían de la casa de Consejo, bostezaban, se rascaban y se
felicitaban entre sí.
"Estúpidas costumbres" —pensó la joven.
Escuchó un gran grito de alegría de parte de los negociadores antes
de llegar donde estaban los hombres y otro grito igual de parte de los
consejeros, del otro lado. Pero nadie quiso hablar con ella. Nadie. Se dirigió
de nuevo a su choza. Hacía mucho calor cuando Ryan regresó.
—¿Y bien? —le preguntó.
—Muy bien, de veras. ¡Dios, estamos muy... agresivos!
—¿Qué pasó? —preguntó Mattie.
—¿En el Consejo? Votaron a favor del cambio. ¿Y lo podrás creer? El
Jefe ya tenía los nombres de trescientos hombres... cien para recibir
entrenamiento y doscientos para que ejerzan vigilancia. Desde mañana
caminarán hasta El Obeid. Tendremos un tren especial que saldrá de Kosti
para recogerlos. Y tengo que hacer que Harry eche a andar un programa
de entrenamiento, instalaciones, habitación... hay un millón de cosas que
hacer; si sólo pudiera comunicarme con la base...
—¿Por qué no se lo dices al médico brujo? —preguntó Mattie,
disgustada—. ¡El sabe dónde está la terminal del radio-telégrafo!
—¿De veras lo sabe? ¡Es curioso que tú sepas algo como eso!
—Lo escuché por casualidad —murmuró.
—Sabes, me siento orgulloso de mí mismo. Haber venido aquí, hacer
estos arreglos imprevistos y eliminar el problema. Será algo muy bueno en
mi récord. ¿Sabes lo que dijo el Jefe? Que él soñó la respuesta. ¿Puedes
creerlo?
—Tienes razón de sentirte orgulloso de ti mismo.
—No podría haberlo logrado sin tu apoyo —continuó—. Algún día tendrás
que decirme qué fue lo que ocurrió, realmente, en el consejo de las
mujeres.
—Algún día —le prometió con vaguedad—. O quizás me lo guarde para
contárselo a mis nietos.
—¿El médico brujo y el radio-telégrafo? —le preguntó, esperando que
ella lo confirmara. Mattie confirmó moviendo la cabeza.
—Entonces, comienza a empacar. Si puedo comunicarme les pediré
que envíen un helicóptero. Podemos salir de la aldea en la carreta y
cambiar después a otro transporte —Mattie asintió una vez más, y recibió un
beso en la punta de la nariz antes de que él se marchara.
Lo observó cuando se iba, como una madre cariñosa se queda
mirando a su hijo el primer día que se marcha para ir a la escuela.
Dios, se dijo a sí misma. ¡No me había dado cuenta de qué tan difícil
es este asunto del matrimonio!
A la hora cuarta del día siguiente habían rescatado a los bueyes de
entre la muchedumbre.
—El gris estaba tan enfermo que apuesto a que se lo comieron
durante el festival. Pero el Jefe nos ha proporcionado otro.
—No parece que pueda llegar a El Obeid —aclaró Mattie—. Eso debe
ser muy lejos...
—Así es. Pero no te preocupes. Tenías razón acerca del médico brujo.
Tiene todo un sistema de radio instalado en su dispensario, y me
comuniqué directamente con Harry. El helicóptero salió esta mañana,
temprano, y nos alcanzará como a las cinco de la tarde. Y eso pone fin a
tu gran aventura, Mattie. Tú y yo estaremos de vuelta a la civilización... por
lo menos mañana al caer la noche. ¿Cuál es el primer pensamiento que te
viene a la mente?
—Una buena ducha caliente.
—Vaya, sabes cómo desinflar el ego de un hombre. ¡Arriba, bueyes!
Los bueyes, por supuesto, comenzaron a andar cuando estuvieron
dispuestos. Y directamente detrás de la carreta desfilaba una guardia de
honor... sesenta guerreros Masakin Tiwal, con la cabeza adornada con
plumas de avestruz sujetas con bandas de cebra, con sus lanzas que
brillaban al sol; sus cuerpos aceitados resplandecían mientras danzaban y
salmodiaban rítmicamente.
—Me siento como Alicia en el País de las Maravillas —le murmuró
Mattie a Ryan al volverse para mirar la procesión que los seguía—. Una
reina y su séquito. Jamás tendré otro.
—Sí, lo tendrás —le aseguró él con afabilidad—. El día de nuestra boda.
Se acercó más a él.
—¿Hablas en serio, Ryan?
—Cada una de mis palabras. No confías realmente en mí, ¿verdad?
—No es por ti. Es que no tengo mucha experiencia en este negocio
de los hombres y las mujeres. Yo... creo que no confío en nadie. No te
enfades. ¡Lo creeré cuando salgamos de la iglesia, después de la
ceremonia!
—No estoy molesto, cariño. Has venido desde muy lejos para encontrar
tu corazón. Todo será mejor cuando volvamos a los Estados Unidos.
—No creo que vuelva a ver las cosas que he visto en estos días.
Igual que tú, aquellos ocho días camino a Topari estarán siempre en mi
memoria. ¿Cuánto pagaste por mí?
—Acordamos el precio, pero no el pago —contestó—. A última hora me
salieron con algo nuevo. Todas estas negociaciones no eran por algo que
se suponía yo debía pagar. La costumbre es que mis parientes deben
pagar la cuenta.
—¿Y cómo saliste de ésa?
—¡Juré solemnemente que yo volvería a mi imperio en Texas y que
mis tíos enviarían el pago por medio del sistema postal que tienen aquí.
—Pero, ¿cuánto? —insistió Mattie.
—Nunca lo diré. No obstante, te diré una cosa: ¡fue el precio más alto
que se ha pagado este año en las tribus Masakin!
—¿Y eso qué? Valgo cada uno de los dólares del precio.
—Vacas —corrigió él—. El pago tiene que ser en vacas, no en dólares.
—En ese caso, estarás en tu elemento a la hora de pagar. Debes
saber mucho acerca de las vacas...
—No me digas eso —le dijo—. ¿Sabes por qué me marché de Texas?
—No, ¿por qué?
—Porque odio a las vacas —continuó—. Lo único que me gusta de ellas
es la leche y unos buenos filetes. Todo lo demás, está fuera de mi gusto.
Mattie deseaba preguntarle algo más, pero perdió la oportunidad. A
una hora de haber salido de Topari, la procesión se detuvo, el guardia les
dirigió un gran saludo Masakin, y Meriam y su madre subieron a la carreta.
—Les traemos recuerdos del Jefe Artafi —habló la madre—. Les desea
muchos hijos y muy buen ganado. ¿No se olvidará, mujer Latimore, cuando
regrese a su hogar, al lado de su madre?
—No me olvidaré —contestó Mattie a través de sus lágrimas—. Y usted,
Meriam, ¿vendrá a Kosti?
—No —contestó la chica en aquel inglés tan preciso—. Este es mi
verano décimo quinto. Comienzo a buscar un esposo... para que sea el
nuevo Jefe.
—Elija con sensatez —le dijo Ryan con una gracia que no era
característica en él. Las dos mujeres Masakin volvieron caminando hasta en
medio de la guardia, un grito más de saludo de parte de los hombres, y
las dos caravanas se separaron.
—Me siento mal al marcharme —habló Mattie al ver que desaparecían
las dos mujeres—. Ella me enseñó mucho en tan corto tiempo.
—Es probable que vuelvas a ver a Meriam —Ryan la consoló. Ella se
secó los ojos.
—No me refiero a Meriam —dijo— sino a su madre.
Viajaban en silencio. El camino serpenteaba frente a ellos por wadis
que antes estaban secos, y ahora llenos. El agua de lluvia corría hacia los
wadi, rodeaba otras colinas y salía a la sabana que sé extendía hacia el
Norte, al horizonte. No se movía nada en el cielo de aquella tarde calurosa.
Topari había quedado reducido a nada. Gradualmente, Mattie sintió los
ojos muy pesados. Se recargó sobre el hombro de Ryan. El la acomodó en
una posición más cómoda, pero ella dormía profundamente.
Sería la falta de movimiento o la forma repentina en que Ryan tensó
su hombro lo que la despertó. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, se
enderezó, completamente despierta.
—Conserva la calma —le advirtió Ryan, poniendo una mano en su
brazo.
—Sí, por supuesto —murmuró estremeciéndose. La carreta había llegado
a la cima de una cordillera y se detuvo. Frente a ellos estaba un British
Saracen muy estropeado, un vehículo blindado que les apuntaba a la cara
con su torreta armada. Allí se encontraba Ahmed bin Raschid. A ambos
lados del carro blindado había docenas de soldados agrupados que
apuntaban, con sus antiguos rifles, a la carreta.
Mattie observó, petrificada, cuando el delgado árabe salió de su
vehículo de guerra y caminó, pavoneándose, hacia ellos. Ryan oprimió su
brazo. Los soldados los estaban cercando. Ella veía las gotas de sudor en
sus frentes negras. Avanzaban con precaución, como si tuvieran miedo de
la pareja que estaba en la carreta.
—Señorita Latimore —dijo Ahmed, con sarcasmo. Ella veía el odio que
brillaba en sus ojos oscuros, así como la enorme pistola que llevaba al
cinto.
—Permítame recordarle que operamos bajo contrato de Jartum —le dijo
Ryan.
—Si es así —dijo el árabe con voz sedosa— la señorita Latimore sólo
deberá mostrarme su permiso para viajar en este distrito.
—¿De eso se trata? —preguntó Ryan, furioso—. ¡Un insignificante
permiso para viajar!
Ahmed movió una mano, y dos soldados subieron a la carreta,
asieron a Ryan de los brazos y los obligaron, a ambos, a bajar.
—Ah, pero la ley es la ley —dijo Ahmed—. Me veo obligado a...
detener... a la señorita Latimore para interrogarla. Usted, señor Quinn,
puede continuar en su negocio.
—¡Al diablo con eso! —gritó Ryan luchando contra los soldados.
Subieron, en ayuda de éstos, otros dos soldados.
—En ese caso —mencionó Ahmed—. Me veo obligado a arrestarlo
también, señor Quinn.
—Ya veo que eso le rompe el corazón. Cuando el gobierno se entere
de esto, Raschid, ¡estará usted metido en un gran problema!
—En ese caso, procuraré que nunca se lleguen a enterar —comentó el
árabe—. Es una lástima, ¿verdad? Hay tantos bandoleros en esta área.
Hombres peligrosos. Matan sin tener un motivo. Aunque, desde luego, una
belleza como nuestra señorita Latimore aquí presente... estoy seguro de que
la mantendrán viva por poco tiempo... digamos, ¿con el propósito de
divertirse?
—Oh, Dios mío —murmuró Mattie—. Esto no es real, ¿verdad? ¡Dime
que no es real!
Los soldados los empujaron mientras que el Saracen guiaba el camino
hacia el norte.
—¡Oiga! —gritó—. Ahmed se volvió y la miró—. No puede dejar allí a
esos animales —protestó—. Déles una oportunidad. ¡Haga que den la vuelta
o quíteles los aparejos!
—Ah, bondadosa de corazón. Sé amable con los animales. Por
supuesto dio una orden a uno de sus soldados negros. El hombre dirigió
una mirada perpleja a Mattie y se fue corriendo. Obligó a los bueyes a
darse la vuelta, los colocó en dirección al camino de regreso y les dio un
golpe en el trasero. Los animales, sin preocuparse nunca de la dirección
que tomaban, se marcharon lentamente. El vehículo avanzó de nuevo hacia
adelante. Los soldados empujaron a Ryan por la espalda para obligarlo a
avanzar, mientras que Mattie caminaba y tropezaba a su lado, hirviendo de
rabia.
—No te dejes acobardar —le murmuró Ryan.
—No, por supuesto que no —le contestó—. Después de todo, no es
más que un secuestro, mutilación, violación, o asesinato. ¿Qué mujer no se
sentiría encantada por todo eso?
—Esa es mi chica. Ahora, conserva tu aliento. No podemos hacer nada
hasta que llegue la noche.
—¿Quieres decir que hay alguna esperanza?
—Siempre hay esperanza, mi amor. Estamos muy cerca de Topari. En
ese auto blindado... una vez que resolvamos ese problema, ¡todo será fácil!
Mattie caminaba con la cabeza inclinada por la llanura; su mente
giraba urdiendo tramas y estratagemas.
Después de caminar dos horas al calor del sol llegaron a una
pequeña colina en medio de la llanura. Había dos viejos árboles baobab
que se elevaban al cielo y les proporcionaron un refugio. Había un viejo
camión, tan estropeado como el auto blindado, a la sombra, y habían
encendido unas fogatas para cocinar. Los hicieron subir la colina, los
soldados que iban detrás los llevaron a una sucia tienda de lona y los
obligaron a sentarse en el suelo de tierra. Dos de los hombres los ataron
con una cuerda y amarraron el otro extremo a uno de los postes de la
tienda. Se quedaron guardias vigilando a la entrada de la tienda.
Una hora después, cuando cayó el crepúsculo. Ahmed bin Raschid
entró en la tienda.
—Una comida excelente —comentó. Utilizaba un mondadientes de oro
en sus dientes perfectos.
—No se saldrá con la suya —habló Ryan con frialdad.
—No veo por qué —contestó—. Tenemos problemas para instalar
nuestro radio. Después le daré a la señorita Latimore la oportunidad de que
le compre algo para cenar... y tal vez hasta pueda alargar sus vidas —se
inclinó y pasó una mano por el cabello rubio de Mattie—. Es extraño lo
atractivas que son las rubias para los hombres de mi raza. Debo tener
paciencia. Estoy seguro de que aumentará mi placer cuando pruebe el resto
de ella. Le agrado un poquito, ¿no es cierto, querida?
—Como me puede agradar un puerco —le dijo en árabe—. Un puerco
cubierto de fango. Sin duda, su madre debe haber sido una conductora de
camellos, su padre un israelí dueño de una casa de prostitutas ¡y todas sus
hermanas tienen excremento en los dedos de los pies!
—Ya bint —murmuró, furioso—. ¡Usted tiene que aprender! —le abofeteó
la mejilla y la tiró sobre las rodillas de Ryan.
—Tranquila —le murmuró Ryan con voz baja cuando Ahmed salía de la
tienda—. Conserva la calma. Observa al guardia.
En aquella oscuridad le era casi imposible a Mattie ver nada en
particular, hasta que un soldado metió la cabeza llevando una antorcha.
Veía las cicatrices de su tribu en su frente con toda claridad.
—¡Cielo santo! —murmuró— ¡Masakin!
—Es un ejército políglota —explicó Ryan—. Quédate tranquila. Cuando
yo te diga, corre a toda velocidad hacia el auto blindado.
—No entiendo nada.
—Estamos en medio de una llanura vacía —le explicó en un murmullo—.
Si ellos se apoderan del vehículo, nos alcanzarán en un minuto. Si nosotros
lo tenemos, ¡no podrán hacer nada! ¿Entendiste?
Mattie asintió con la cabeza, trataba de semejarse a una chica que no
sólo entendía, sino que tenía fe en cualquier plan para escapar.
—Vamos, no tengas miedo, y por amor de Dios, ¡no grites!
—No... no —tartamudeó, fuera de sus casillas. El soldado era un
hombre joven, lleno de fuerza. Se sentó en cuclillas junto a Mattie, que
temblaba. El soldado dejó su rifle en el suelo y acercó una mano a los
botones de la blusa de Mattie. ¡Señor del Cielo!, pensó. ¿No grites? ¿En
lugar de Ahmed obtengo este... soldado? ¿Me habrá ofrecido Ryan a
cambio de un plan para escapar?
El soldado batallaba con los botones que le eran desconocidos y
gruñó. Enredó una de sus manos musculosas en el cuello de la blusa y la
rompió de un tirón. Pero no pensaba violarla. Se puso detrás de ella,
descubrió su hombro izquierdo y volvió a sentarse en cuclillas. Ella
escuchaba su respiración. Le dijo algo a Ryan, repitiéndolo tres veces.
Luego, en voz baja, llamó al otro guardia y lo hizo entrar en la tienda, hizo
a un lado la tela rota de la blusa y los dos miraron. Mattie, con miedo, los
veía por encima de su hombro. Habían acercado la antorcha... tanto, que
sentía su calor, mientras estudiaban el tatuaje que habían grabado en su
piel.
Sin ninguna advertencia apagaron la llama dejando la tienda a
oscuras. Cambiaron unas cuantas palabras. Uno de ellos salió despacio de
la tienda y desapareció en la oscuridad. Era más de lo que Mattie podía
soportar. Se sentó muy rígida, en la oscuridad; las lágrimas rodaban por
sus mejillas y sentía obstruida la garganta. Cuando Ryan se acercó y rodeó
sus hombros con un brazo, se desplomó en su pecho, buscando el
consuelo que sólo él podía proporcionarle. Sollozó allí durante un momento,
pero en seguida recuperó la lucidez. ¿Su brazo rodeando mis hombros?
¿Con las manos atadas? Se enderezó y se dio cuenta de que otra mano
trataba de desatarla y luego no sintió más la presión de las cuerdas.
—Masakin —le dijo Ryan en un murmullo— . Han reconocido las marcas
de la tribu. ¿Lo ves? ¡Tú estás facilitando las cosas!
Fue fácil. El Saracen estaba estacionado a unos cuantos pasos de la
tienda y todos los soldados comían alrededor de la fogata. Se arrastraron
hasta el vehículo manteniéndose fuera del horizonte. Ryan empujó a Mattie
hacia arriba de la torreta y ella cayó dentro del pozo blindado del auto. El
iba detrás de ella. El guardia Masakin cerró la torreta con llave.
—¿Y el otro guardia? —preguntó Mattie en voz baja.
—Estamos cerca de Topari —le recordó—. Ha ido a pedir ayuda. Si
corre toda esa distancia, algo tiene que ocurrir mañana, al amanecer.
—¿Al amanecer? —preguntó, jadeando—. ¿Pero por qué no nos vamos
en el auto?
—Porque tu amigo Ahmed es muy astuto —le contestó—. A nosotros no
nos teme, pero sí a sus propios soldados. ¡Hace que vacíen los tanques de
gasolina de los vehículos, todas las noches!
—¿Y nos quedaremos aquí, sentados? —ahora que estaban fuera de la
tienda había surgido su ira Latimore—. Estoy segura de que hay un poquito
de gasolina en esos tanques. ¡Y esa es una... una ametralladora!
El inspeccionó con las manos en la oscuridad.
—No tiene municiones —le informó—. ¡Pero sí hay un poquito de
combustible en el sistema!
—¿Y qué vamos a hacer?
—Quedarnos tranquilos. Cuando descubran que no estamos, vamos a
echar a andar esta cosa, precisamente por aquel campo, y haremos
pedazos su radio.
—Estoy segura de que eso hará que se arrepienta —dijo ella con
sarcasmo.
—Puedes apostar —le contestó él, también con sarcasmo—. No podrá
comunicarse pidiendo ayuda. Ahora, por amor de Dios, ¿quieres sentarte?
—Gracias, señor Quinn —habló en voz muy baja.
CAPÍTULO 10

Eastboro es una pequeña villa de Nueva Inglaterra. Tiene únicamente


una calle comercial de tres cuadras de largo, y una vieja iglesia de madera
pintada de blanco, con su cementerio en la parte posterior. El verano
prematuro había puesto su mano gentil sobre la tierra, y la naturaleza
perfumaba el aire. A una cuadra de la iglesia estaba la casa Latimore, de
estilo neobarroco, coronada con torres y ventanales y un mirador amplio y
cubierto. Mattie compartía el columpio con su pequeña madre. Su hermana
Faith, de diecisiete años, estaba sentada en el escalón de arriba. Hope, de
catorce años, se balanceaba peligrosamente en el barandal del pórtico, y
Michael de doce años, robusto y sólido como su padre y más alto que su
madre.
—¿Y luego, qué más ocurrió, Mattie?
Mattie se inclinó hacia adelante en su deseo de que todo les
pareciera una aventura, aunque sentía destrozado el corazón. Mary-Kate lo
sabía... era un madre para todas las épocas, y aunque en su cabello
brillaban algunas canas, y su esbelta figura era ligeramente más gruesa de
lo que había sido, mantenía su dedo firme en el pulso de la juventud.
—Bueno —dijo Mattie— no descubrieron que habíamos escapado de la
tienda hasta poco antes del amanecer. Hicieron mucho ruido, tropezando en
la oscuridad y fue entonces cuando Ryan... —su voz se quebró y luego
continuó— Ryan arrancó el motor del auto y encendió los faros. Todos los
soldados gritaban y dos de ellos nos dispararon, pero las balas rebotaban.
Entonces Ryan metió la velocidad y pasó sobre el radio de mesa y lo
despedazó.
—¿Entonces mataron a todos los malos? —dijo Michael.
—No —Mattie se rió—. Apenas pudimos llegar hasta donde estaba el
radio cuando nos quedamos sin gasolina. Ryan dijo que permaneciéramos
quietos, y eso hicimos. Los soldados corrían como un montón de hormigas,
escalaban el auto, pero no podían entrar.
—Y por supuesto, ustedes no podían salir —dijo Faith—. ¡Qué par de
locos! ¡Se merecen el uno al otro!
—Vamos, señorita —amonestó su madre—, la historia es de Mattie.
Continúa, querida.
—Bueno, ya no queda mucho por contar. Nosotros no podíamos salir y
ellos no podían entrar, y en eso salió el sol. ¡Y allí estaban! ¡Todos nos
quedamos perplejos! Especialmente Ahmed bin Raschid.
—¿Quiénes eran los que estaban allí? —preguntó Hope.
—¡Quinientos guerreros Masakin! —Mattie recordó aquella sorpresa con
regocijo—. Llegaron por la noche y formaron un círculo alrededor de la
colina. Bloqueaban los caminos en todas las direcciones.
—Cuéntanos de nuevo qué tan altos eran —insistió Michael.
—Grandes —Mattie rió—. Los Masakin Tiwal eran... muy altos.
—Nadie es tan alto como Larry Bird —comentó Michael, escéptico.
—Pues todos lo eran —dijo Mattie—. Más grandes. ¿Quieres escuchar
esta historia, o no?
—Continúa —insistió Hope.
—Bueno, de cualquier modo, Ahmed ordenó a sus soldados que
dispararan a los guerreros, pero eran demasiado listos para obedecer.
Sabían que podían disparar un tiro, quizá dos, y los guerreros caerían sobre
ellos. Así que bajaron sus armas y se rindieron. Ahmed se enfureció tanto
que sacó su revólver dispuesto a disparar, cuando Ryan salió de un salto
del auto blindado y cayó exactamente encima de él. ¡Y le propinó una
golpiza terrible! Y ese es, más o menos, el fin de la historia. Los Masakin
se llevaron a Ahmed y él... desapareció. Llegó el helicóptero y nos llevó de
vuelta al campamento en Kosti al señor Quinn y a mí, y eso es todo.
Mary-Kate consultó su reloj.
—Y ahora, es tiempo de que ustedes tres vayan a la granja. Le
prometieron al tío Henry que irían a ayudar con las gallinas esta noche.
—Yo no quiero ayudar con ninguna gallina —dijo Hope—. ¡Gallinas... qué
asco!
—Yo los llevaré —dijo Faith y se levantó con elegancia del escalón.
—Yo no voy a arriesgar mi vida si tú conduces —dijo Michael.
—¿Qué te parece si arriesgas una bofetada en la boca? —le informó su
hermana y bajaron por la escalera, aún discutiendo, como todos los
hermanos.
—Y ahora —dijo Mary-Kate— cuéntame el resto de la historia.
—¡Oh, mamá! —respondió Mattie—. Eso... es todo.
—Por supuesto —contestó su madre—. Envío a África a una hermosa
joven vibrante y regresa a casa, seis semanas después, agotada hasta los
huesos, y con varios kilos menos de peso —era bastante más pequeña que
su hija, pero de todos modos, Mattie fue a refugiarse en sus brazos.
—Todos pasamos por épocas malas, Mattie. Cuando nació el pequeño
John... y murió tan inesperadamente... creí que se me rompería el corazón.
Pero tenía a tu padre, y a todos ustedes, y deberes que me llamaban, así
que volví al trabajo. Eso me ayudó. Pero más que otra cosa, tenía el
hombro de tu padre para llorar sobre él. ¡Vamos, chica!
—Pues bien. El dijo que me amaba. Nos íbamos a casar. Pero en el
mismo momento en que regresamos al campamento, desapareció en las
habitaciones de su esposa...
—¡Oh, Dios! ¿Tú sabías que era casado?
—Sí —Mattie suspiró—. Quiero decir... no. Están divorciados, pero ella
me lo advirtió... me aseguró que ellos estaban unidos por cadenas forjadas
en el infierno, y ¡que él jamás llegaría a ser libre! Lo olvidé durante el viaje,
pero...
—Vamos, niña, dilo todo —le apresuró Mary-Kate, calmándola.
—Estuvimos tan terriblemente ocupados los días siguientes... haciendo
planes para la escuela, un sitio para un campamento, alimentación... todas
esas cosas. Y una semana después de que regresamos, de pronto me di
cuenta de que hacía tres días que no lo veía. Acorralé a Harry Crampton
en la oficina y él... él me dijo que creía que Ryan me lo había dicho. ¡Ryan
y Virginia se habían marchado desde hacía tres días, volando hacia Texas!
—¿Y él no te dijo ni una palabra?
—Nada. Durante una semana permanecí sentada como un radiador que
goteaba, llorando, pero no supe nada de él... ni una palabra. Así que
finalmente regresé a casa.
Su madre le acariciaba el cabello.
—¿Mamá?
—Sí, mi amor.
—¿Todos los hombres son así?
—No los que son buenos, cariño. Olvida todo. Vuelve al trabajo,
mantente ocupada y deja que el tiempo lo decida.
Siguió una semana en que toda la familia procedía con mucha
discreción, respetando la intimidad de Mattie, aunque estaban impacientes
por obtener información. Ni su padre podía hacer nada para ayudar a su
hija, que sufría. Sólo Mary-Kate poseía el bálsamo tranquilizante para hacer
que el dolor se calmara... por poco tiempo.
Y Michael, que sabía que únicamente un hombre podía hacer llorar a
Mattie, presentó una solución.
—Nada más díganme dónde vive —dijo una noche durante la cena— y
yo iré a romperle la cabeza.
—Amén —dijo su padre—. Yo iría, pero ya me estoy haciendo muy
viejo.
Las noches eran terribles. Cansada o no, para donde Mattie se
volviera, la noche reflejaba aquellas horas mágicas en Topari. Podía ver el
lento progreso de su viaje detrás de los bueyes mientras las millas se
sucedían lentamente. Recordaba cada movimiento, cada segundo, desde
aquel día absurdo cuando cayó un rayo sobre el Land Rover, hasta su
última noche en el camino en que finalmente se dio cuenta de que amaba
a Ryan Quinn.
Mattie lloraba de pena, obtenía sustento del cariño que la rodeaba, y
una semana después de haber regresado de África, tomó la carretera a
Boston en su pequeño Triumph y volvió a su trabajo.
—Estudia este —le sugirió su padre—. Belfair. Necesitaban un nuevo
edificio para el ayuntamiento. Algo que no sea como la Torre de Londres,
ni como una caja de cereal, y que pueda hacerse con algo menos de cien
mil dólares.
—Lo estudiaré —le prometió— pero algunos de esos parámetros tendrá
que estirarse. ¡No podríamos diseñar ni construir una perrera con ese
presupuesto! —tomó los papeles y, silbando, se dirigió a su oficina. Todos
pensaban que silbaba de felicidad por su retorno a la normalidad, pero a su
padre no lo engañaba. "Silbando al pasar por el cementerio", decía siempre
Mary-Kate.
Mattie se preguntaba por qué su padre nunca la interrogó. A pesar de
estar tan unida a sus padres, nunca pensó que Bruce se enterara de todo
lo que sabía Mary-Kate, y viceversa. Así era como vivía aquella pareja.
Como si fueran una sola persona, tanto como era físicamente posible.
Mattie revisó las inmediaciones de Belfair, se dirigió al lugar un día
nublado y se quedó pensando en cuál era la forma correcta de iniciar un
problema de diseño. No obstante, África aún le preocupaba, y acudió a la
oficina del proyecto sudanés, para verificar.
Andy Frame era el ingeniero del proyecto. Pertenecía a la nueva
generación en la corporación Latimore, era un californiano joven y atrevido y
dirigía su pequeño proyecto con mano de hierro. Se mantenía alerta
vigilando a la hija del jefe. No a Mattie... ella era demasiado independiente.
Faith era la chica a quien él vigilaba. La esbelta, hermosa Faith, quien
deseaba llegar a ser abogada.
—Bien, tenemos algunas cosas que actualizar —le informó a Mattie,
cautelosamente—. El ferrocarril está funcionando, desde Kosti hasta la
provincia de Darfur. Han hecho el viaje redondo doce ingenieros aprendices
de locomoción. En dos ocasiones, a unos representantes de la tribu Dirika
se les persuadió de que no debían destruir los conductos subterráneos de
la línea...
—¡Y cuántas cosas incluye eso! —dijo Mattie, riendo.
—¿Qué?
—¡Lo que dicen es que los rebeldes efectuaron dos ataques a la línea
del ferrocarril, y que los guerreros Masakin los echaron de allí.
—Dios, eso no es muy civilizado —dijo Andy Frame, horrorizado.
—No. en realidad no lo es —dijo Mattie juzgando a aquel hombre que
no le parecía que estaba a la altura de los estándares de Latimore. Al día
siguiente sacó el tema a colación con su padre, a la hora del almuerzo, en
la cafetería.
—Lo sé. Pero hay un lugar para cada quien, Mattie. Aún trato de
encontrar el lugar adecuado para el joven Frame. En relación con el
proyecto del Sudán, la solución de Quinn parece ser la ideal. Los trenes
están funcionando, el gobierno está contento, el proyecto de la escuela
avanza. Pero...
—¿Pero?
—Hay dos peros —rió y extendió la mano para tomar su pie a la
mode.
—¡No! —le dijo Mattie dando un golpecito en su muñeca—. Mamá dijo...
—¡A mí no me des órdenes, jovencita! Soy lo bastante viejo para ser
tu padre.
—Sí, señor —sonrió—. Sólo que mamá me dijo que si te sorprendía
rompiendo tu dieta, debía decírselo inmediatamente. Así que creo que tendré
que hacer otra llamada de larga distancia por mi cuenta.
—¡Qué te parece! ¡Espías en mi propia familia! ¡Creo que soy el
hombre más dominado por su mujer en todo el Estado!
—Tú y Michael —le insinuó en broma—. Ahora, acerca de los "peros"...
—Ah, sí, los "peros". Bueno, el primero: lo que ustedes dos hicieron
allá en aquel país, fue iniciar a los Masakin en un gran cambio, para que
salieran de lo primitivo, a lo moderno. No estoy muy convencido de que
eso haya sido prudente. Parecían ser felices con sus costumbres atrasadas.
—Yo tampoco estoy muy segura —confesó Mattie—. Pero fíjate en las
alternativas. Se estaban quedando atrás, y sus vecinos presionaban sus
pequeñas fronteras. También lo hacía el gobierno del centro. De no haber
hecho nada, habría desaparecido su cultura junto con ellos. No queda
ningún lugar a donde ellos habrían podido emigrar. A medio millón de
personas no les es posible mudarse con facilidad... no en estos tiempos.
Son un pueblo inmensamente inteligente. El hecho de salir de la Edad de
Piedra, tal vez les hubiera planteado problemas a ellos, pero por otra parte,
pueden ser parte importante del pegamento que se necesita para que el
Sudán se mantenga unido como nación. ¿Cuál es el otro "pero"?
—El otro es más importante, cariño —se inclinó sobre la mesa y tomó
la mano de su hija—. Ryan Quinn es un hombre excepcional. Nos ha
notificado que no renovará su contrato con nosotros. Ha quedado sin
empleo desde el lunes pasado.
Mattie se encogió de hombros, hizo lo posible por no demostrar
ningún interés por el destino de Ryan Quinn, y así lo expresó.
—Vamos —le dijo su padre—. A mí no me engañas.
—Pues bien, a mí no me importa él ni lo que haga —luego se calló y
miró a su padre con los ojos llorosos—. ¿Dónde está? —su voz estaba a
punto de quebrarse.
—Ha regresado a los Estados Unidos —le contestó su padre con
naturalidad—. No está en Texas. En realidad, no lo sé con exactitud.
—Bueno, no me interesa —afirmó—. Por lo que a mí respecta, puede
estar en... en... China. Creo que me tomaré la tarde libre. Tengo...
—Tienes, ¿qué? —le preguntó su padre. Mattie dio un salto, casi se
había olvidado de que su padre se encontraba frente a ella.
—Tengo algunas... compras que hacer —dijo—. Toda mi ropa está
pasada de moda o fuera del país.
—Buena idea —su padre rió—. Come un poco. Aumenta unas cuantas
libras para que le gustes a algún hombre.
—¡Ah, hombres! —lo dejó que pagara la cuenta.
A las cuatro, Mattie se encontraba en su casa, arriba, en su pequeña
suite, tratando de ayudar a su hermana Hope, quien estaba metida hasta el
cuello en álgebra, habiendo reprobado por tercera vez.
—No me explico cómo a alguien que toca tan bien el violín puede
costarle tanto trabajo el álgebra, que es tan sencilla —exclamó Mattie.
—Bueno, el violín es real —aclaró su hermana—. Odio estas tonterías
teóricas. ¡Necesito algo que pueda tocar con mis manos!
Escucharon un ruido de motores afuera, y Hope se dirigió a la
ventana para asomarse.
—Sólo un par de camiones grandes —reportó—. Ahora, si tomo esta
ecuación, yo... ¡ya se me olvidó!
—El producto de los medios es igual al producto de los extremos —dijo
Mattie con un sonsonete—. Repítelo cincuenta veces.
—No puedo. Tengo una cita con la música.
Se escuchaba más ruido afuera. Ruido de animales. Un estrépito. Y
un grito desde abajo de las escaleras. Faith, su hermana, parada en el
rellano del segundo piso, gritaba.
—¡Mattie!
—No hay descanso para los malos —le dijo su hermana, en broma.
—Así parece —contestó Mattie al salir al pasillo—. ¿Qué pasa, Faith? ¡Y
no me grites como una verdulera!
—Olvídate de las verduras —le dijo su hermana, excitada—. Hay alguien
aquí. ¡Mamá quiere que vengas al salón de inmediato! ¡De inmediato,
Mattie!
—Muy bien, ya voy —Faith era una chica que se excitaba por todo.
Cuando algo le gustaba, resplandecía. Cualquier otra cosa la clasificaba
como "los abismos" y le causaba depresión y espinillas—. ¿Qué es todo
este alboroto?
—Yo no lo sé —replicó Faith— pero debe ser alguien importante para
estar en el salón.
Eso es cierto, pensó Mattie, caminando con más prisa. Su madre no
era vieja, aunque pertenecía a la estirpe de la Vieja Nueva Inglaterra. El
salón permanecía cerrado a la vida normal de la casa, sus puertas dobles,
siempre cerradas; se le reservaba para las visitas del pastor de la
parroquia, para funerales y para bodas. Por lo cual, automáticamente,
cualquier cosa que se llevaba a cabo en el salón, era de cierta importancia.
El ruido de afuera aumentaba; de ser un disturbio, se convirtió en un
estruendo, pero Mattie no podía ver nada por las cortinas de encaje que
cubrían las ventanas, mientras caminaba de prisa por el corredor de la
planta baja y abría la puerta del salón.
—Mathilda —dijo su madre. No era la voz "maternal", llena de
insinuaciones de risa, sino su voz profesional de "juez". Nadie la llamaba
Mathilda... excepto su abuela en Newport, a la que odiaba con pasión. Se
volvió, enfocando la vista a la semioscuridad del salón.
Su madre estaba sentada, muy rígida y severa, en el sofá. Frente a
ella, hundido en uno de los sillones que habían sido hechos por su padre,
estaba Ryan Quinn.
Mattie se quedó congelada. Todos los músculos de su ser se negaban
a funcionar.
—Mathilda —repitió su madre— este caballero parece creer que has roto
un contrato con él, y ha venido a exigir un arreglo.
—¿El, qué? —tartamudeaba, sin poder quitar sus ojos de su rostro
severo e inflexible—. ¿Cuál contrato?
—¿Señor Quinn?
El se dirigió a Mary-Kate.
—En el mes de junio —relató como si estuviera ante un tribunal—
accedió a casarse conmigo. Para apoyar ese contrato, hice un trato formal
y legal con ciertos representantes de la tribu Masakin, en ausencia de sus
padres legales, y accedí a un precio de compra adecuado, por usted, como
mi prometida.
—Pero... pero... —tartamudeaba— yo...
—¿Niega usted que en aquel tiempo era usted miembro de la tribu
Masakin, bajo la autoridad del Jefe Artafi?
—No... yo...
—¿Duda usted del derecho del Jefe de la tribu para nombrar un
representante legal para que negociara por usted?
—Yo... no, yo...
—¿Niega usted que yo me reuní con el representante y negocié su
compra?
—Yo... yo no sé —balbuceó—. No me dejaron acercarme para saberlo.
Además, usted no pagó el precio por la novia, sólo estuvo de acuerdo en
la cantidad.
—Parece que eso es a lo que ha venido el señor Quinn —interrumpió
Mary-Kate. Había vuelto la risa a su voz—. El señor Quinn me dice que ha
viajado toda esta distancia...
—Porque usted huyó de mí —interrumpió Ryan—. ¡Fui hasta Kosti para
recogerla, y usted había desaparecido! ¿Qué clase de trato es ese?
Mattie se rehusó a mirarlo. Le causaba cosas extrañas en el
estómago y no deseaba más desventajas. Miró a su madre.
—Pregúntale por su esposa... Virginia —murmuró.
—¿Señor Quinn?
—¡No es mi esposa! —gritó—. Nos divorciamos legalmente hace seis
años.
—Pero... pero usted me dejó en Kosti y... yo pensé... ella dijo...
—Señora Latimore, permítame explicarle esto a usted —interrumpió
Ryan—. Me es casi imposible explicar nada a su hija.
—Como guste, señor Quinn. Por favor, vuelva a sentarse. ¿Desea
tomar algo?
—No, no... no podría tomar nada. ¡Sólo de mirar a esta.... a su hija,
me enfurezco!
—Sí, ya lo veo. Mattie, siéntate, por favor. No quiero que revolotees
sobre mí como una mariposa. Diga, señor Quinn...
—Sí —aclaró su garganta—. Mí ex esposa estuvo en el campamento, en
Kosti. Cuando Mattie y yo escapamos de Ahmed, tomamos un helicóptero
para regresar allá e inmediatamente me fui a buscar a Virginia para sacarla
del lugar donde se ocultaba. Fue ella quien le dijo a Ahmed dónde podía
encontrarnos. Interceptó la llamada que hicimos por radio para que nos
enviaran el helicóptero, ¡y de inmediato pasó la información!
—Yo no sabía eso —interrumpió Mattie, indignada—. ¡Pudo haber hecho
que nos mataran!
—Cállate —le ordenó Ryan—. Estoy hablando yo —se volvió hacia Mary-
Kate—. Así que ya ve, señora Latimore. Yo me sentí un poco molesto por
todo esto y pensé que su hija, tan madura, comprendería y me evitaría...
—¡No tienes que ser tan sarcástico! —le gritó Mattie—. ¿Cómo demonios
iba yo...
—Vamos, señorita —interrumpió su madre—. Las palabras feas nunca
han resuelto una situación —Mattie se sonrojó y se hundió en su silla—.
Continúe, señor Quinn.
—Así que —continuó Ryan— por fin encontré a mi ex esposa; se
ocultaba en uno de los edificios del campamento, e inmediatamente se
derrumbó en algo que el doctor dijo que era una completa depresión
nerviosa, la cual le causaría daños permanentes si no la llevábamos a un
hospital estadounidense. Le dejé instrucciones a Jensen, y...
—¿Jensen? —exclamó Mattie—. ¿Ese muchachito insignificante, Jensen?
—El mismo. Tú estabas tan ocupada con el programa de
entrenamiento en los patios del ferrocarril, que me fue imposible obtener
una cita contigo.
—¡Oh, Dios! —dijo Mattie en voz baja y volvió a caer en su silla. Era
cierto. Durante algunos días ella se había apartado de todo para poner en
marcha el programa. Y el pobrecito de Jensen...
—Jensen. Cayó enfermo con dengue. Tuvimos que evacuarlo.
—¡Oh! —murmuró Ryan—. No me digas que no recibiste mi recado...
—No, no te lo digo, pero ni siquiera sabía que te habías ido hasta...
¿porqué te fuiste?
—Ya te lo dije —le contestó—. Quiero decir, que ya se lo expliqué todo
a tu madre. Tenía que apresurarme a sacar a Virginia de allí. Alguien debía
acompañarla. Yo era el único que la conocía, así que fui el elegido. Ahora
está en el Centro Médico de Texas. Creo que con dos o tres años de
tratamiento, podrá salir con bien.
—¡Oh, Dios! —se lamentó Mattie—. ¡Yo estaba tan celosa! ¡Casi me
comí los dedos preocupándome por ti!
—Y ese es mi caso, señora Latimore —concluyó Ryan—. Tenemos un
contrato válido, su hija y yo. Tengo, afuera, el precio acordado por ella.
Treinta y dos vacas, cuatro de ellas preñadas. Un toro. Cuatro cabras.
Dieciséis gallinas.
—¡Bueno! —Mary-Kate se puso de pie—. ¿Mattie?
—Oh, Dios, qué estúpida he sido —murmuró Mattie—. ¿Ryan?
El no le contestó. Se puso también de pie, se enfrentó a ella y abrió
los brazos. Ella corrió hacia él y lo abrazó. El bajó la cabeza hasta la de
Mattie, aislándola del resto del mundo. Mary-Kate se limpió una lágrima y
se dirigió a la puerta.
—Mi esposo es el único que puede recibir el pago —les informó.
Ninguno de los dos parecía escucharla. Desde la puerta de entrada escuchó
un rugido de ira.
—¿Quién diablos es responsable de este desorden? —Bruce Latimore
había llegado a casa.
Sonriendo, Mary-Kate salió al vestíbulo y cerró parcialmente las
puertas dobles del salón.
—¿De quién son todos esos... animales que están afuera? —gritó
Bruce.
No causó ningún efecto en Mary-Kate. Después de veinte años de
matrimonio, ya se había acostumbrado a sus gritos.
—Son tuyos —le aclaró, acercándose a él.
—¿Míos? —la miró con recelo.
—Tuyos —repitió tranquila. Estaba un poco barrigón este maravilloso
hombre suyo, su frente era quizá una o dos pulgadas más alta de lo que
era antes, pero lo seguía amando igual.
—¿Supongo que me lo explicarás todo?
—Hay un hombre en el salón que está besando a tu hija Mathilda —le
explicó—. Parece que mientras estuvieron en África, él la compró.
—¿El compró a mi hija?
—¡Papá! —gritó Michael que entraba corriendo por la puerta de atrás—.
¡En el salón hay un hombre besando a Mattie!
—¿De veras? —Bruce Latimore también había aprendido algo en
aquellos años. Aunque el vivir con Mary-Kate era como un viaje permanente
sobre terreno peligroso, era también muy divertido.
—Treinta y dos vacas, cuatro de ellas preñadas —Mary-Kate contaba
con los dedos—. Cuatro cabras. Un toro. Y ya no me acuerdo cuántas
gallinas. El precio de Mattie.
—Entiendo que ellos están...
—En el salón —su esposa le enderezó la corbata. El se encogió de
hombros y entró en el salón. Ryan Quinn dio un salto y Mattie, que había
estado sentada sobre sus rodillas, apenas pudo evitar caer al suelo. Se
agazapó detrás de Ryan, tratando de abrochar un par de botones.
—He escuchado que usted quiere casarse con mi hija —le dijo Bruce
con su voz más impresionante.
—Creo que sí —replicó Ryan, con igual seguridad.
—¿Y estos... animales en mi césped? ¿Son el precio convenido?
—Hasta la última gallina —respondió Ryan.
—En ese caso —dijo Bruce— acepto su oferta. ¿Sabe? Tengo otras dos
hijas que tengo que casar —se volvió para marcharse, luego tuvo una
ocurrencia tardía— Y a propósito, Quinn, esos animales son míos,
legalmente, desde este momento, pero todo ese estiércol en mi nuevo
césped... ese es suyo. ¡Encárguese de ello! —salió del salón. Ryan tomó a
Mattie de nuevo en sus brazos. A la distancia, escuchaban hablar a la
familia.
—Michael —reprendía Mary-Kate—. ¡Retírate de la puerta del salón!
¡Vengan todos a cenar antes de que se enfríe!
—¿Qué hay para cenar, mamá? —preguntó Hope.
—Carnes frías —contestó.
—Dios —murmuró Ryan al oído de Mattie—. ¿Todos están locos?
—Todos, menos yo —le contestó—, ¡Tienes suerte de haber atrapado a
la única cuerda de la familia!
La volvió a besar en forma muy satisfactoria. O así lo juzgaba ella.
—Malditos botones —decía él—. Cada vez que los desabrocho, pasa
algo.
—Yo no —sonrió—. ¡De aquí en adelante, te las arreglas solo!
—¡Tenemos que organizar nuestra boda, Mattie!
—No te preocupes —murmuró—. Mamá se ocupará de eso.
—¿Crees que deba hospedarme en algún hotel?
—¿En Eastboro? ¡Debes estar bromeando! Aquí no hay hoteles ni
moteles.
—¿Y qué diablos hago hasta el día de la boda?
—Estás bien exactamente donde estás —le dijo—. Pero mi hermana
Rebecca vive en Middleboro...
—Qué bien. ¿Cómo desabrocho esta cosa?
—Tiene un gancho en la parte de atrás —suspiró cuando Ryan
encontró la respuesta y llevó dos dedos hasta la punta de su seno. Sólo
rompían el silencio los distantes murmullos de la familia que cenaban, y los
suspiros de Mattie.
—No creo poder esperar mucho —habló Ryan con voz tensa.
—Tampoco yo. Mi hermana Rebecca tiene una casa de campo al otro
lado del pueblo. Está vacía, con excepción de los fines de semana.
—¿Y?
—Y ahora es lunes. Puedes alojarte en la casa de campo, pero
necesitarás alguien que se ocupe de ti... comida y lavado de ropa y... otras
cosas, y yo podría hacerlo hasta que mamá arregle lo de la boda, y...
—Eso me agrada... ¿Cuándo nos podemos ir?
Había desesperación en la voz de Mattie mientras sentía que los
dedos de él la acariciaban.
—Ahora mismo —susurró la joven—. No puedo esperar... Dios, Ryan, ¡te
amo!
—Y yo a ti —murmuró—. La ayudó a levantarse; estaba desaliñada.
Salieron de la casa. La puerta del frente se cerró detrás de ellos.
En el comedor, Bruce Latimore movió la cabeza cuando escuchó el
ruido de la puerta. Su esposa le dirigió una mirada de advertencia y le dio
un puntapié en el tobillo.
—Lo tiempos han cambiado —la informó Mary-Kate.
—Sí —dijo Bruce con tristeza— pero, ¿qué pasará con mi césped?

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