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—Ryan, sospecho que esta será una búsqueda inútil —murmuró Harry
Crampton. Aquel hombre alto y fornido que estaba junto a él empujó hacia
atrás su sombrero, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo y movió
la cabeza, disgustado.
—Eso creo —contestó—. ¿Ves algo?
—¿Cómo puedo? Por lo menos dime como es él.
—No tengo la menor idea. Alto, grande, supongo que como su padre.
Rubio, tal vez. Demonios, no lo sé.
—Pero, ¿por qué aquí, en Omdurmán?
—Porque llegó en el vuelo nocturno hace seis días y se registró en
aquel costal de pulgas en el centro de la ciudad. Ha acudido a todas las
agencias del gobierno en los últimos días tratando de obtener permisos para
ir al interior, ¡y yo siempre he llegado medio día después! En la última
oficina que visité me dijeron que Matt Latimore reservó un pasaje en el
buque Hurriya. Y aquí estamos. Mantén los malditos ojos abiertos, ¡ya tengo
suficientes problemas para perder el proconsulado del imperio Latimore!
—Calma, calma, Ryan. ¡Mira esa preciosidad! —Harry Crampton, un
hombre gordo, con un flequillo de cabello blanco que quería ocultar su
calvicie, tenía aproximadamente cincuenta años y había estado en el interior
del país durante mucho tiempo. Aquella rubia de piel de durazno era de
admirarse. Una chaqueta safari en color beige se adhería a su cuerpo por
el sudor. La falda, que le llegaba a la rodilla, podía ser de estilo muy
moderno en Boston, pero aquí se pegaba a su trasero en una forma
provocativa.
—Diablos, no tengo tiempo para eso —gruñó Ryan Quinn—. ¡Nunca
entenderé por qué la gente de Boston piensa que necesito quien me cuide!
Ya he pasado un mes en la región sin ningún éxito.
Su acompañante lo comprendía. El pequeño buque de vapor llegó a
su destino y la plancha de tablas de tres pies de ancho fue empujada a
tierra. Cuatro miembros de la tripulación, negros, esbeltos, con marcas
tribales y taparrabos, se acercaron a un costado del barco para mantener el
orden.
Los pasajeros acudieron en tropel para abordar. Aproximadamente la
mitad vestía ropa europea... camisa de manga larga, pantalones largos de
algodón. Otra cuarta parte usaba vestimenta árabe, una aba cubierta por la
tradicional djellaba que era como una capa, sencillamente una gallabiya
blanca, mejor descrita como una sencilla y larga camisa de noche.
Proliferaban los turbantes, aunque se observaban unas cuantas personas de
la nobleza del desierto que llevaban el tocado de tela sujeto con el
multicolor kafiyeh en forma de cuerda. Y, como era de esperar en una
nación multirracial, había a bordo unos cuantos refugiados Dinka cuya piel
negra y lustrosa destellaba a la luz del sol, y vestían lo menos que les era
posible como deferencia a las leyes musulmanas.
—Esperemos hasta el final —opinó Ryan Quinn—. Si no aparece,
tendremos que regresar.
—Parece que nuestra damita intenta abordar —habló Harry riendo—.
¿Por qué crees que prefiera ir por el río?
—Quizá porque no puede pagar el pasaje en tren o en autobús —
contestó Ryan Quinn—. ¡Por amor de Dios, no vayas a empezar con esa
rutina de "ayudar!"... "¡es tan joven que podía ser tu hija!".
—Tú sólo tienes treinta y cinco años. ¡La edad precisa! —tocó con
sarcasmo el ala de su sombrero de campo y caminó dirigiéndose a la
chica.
Mattie lo vio venir. Prácticamente todos los demás pasajeros habían
abordado y se apiñaban en la cubierta abierta que se extendía desde el
timón a la proa. Ella estaba desconcertada.
—¿Tiene la seguridad de estar en el muelle correcto? —le preguntó
Harry Crampton, quitándose el sombrero. El acento de su voz lo señaló de
inmediato como norteamericano y ella emitió un suspiro de alivio.
—No sé —confesó—. Me informaron en la oficina de viajes que podía
llegar a Kosti por barco. Esta es la primera salida. ¡Todos mis planes se
han venido abajo! —"Daré una paliza a Ryan Quinn cuando lo encuentre",
pensó, furiosa.
—Este es un país peligroso para una mujer que viaja sola —aseguró
Harry—. Debió haber tomado el tren. Vamos, permita que la ayude con sus
cosas —se puso al hombro una de sus tres maletas y cargó otra con la
mano—. ¿Es todo lo que trajo? —le preguntó.
—¿Todo lo que traje? —le dirigió una de sus sonrisas Latimore... las
sonrisas que su padre aseguraba que se podían utilizar para que los relojes
trabajaran al revés, en Massachusetts—. ¡Yo creí que era demasiado! —tomó
la tercera maleta con ambas manos y luchó por seguirlo por la plancha de
madera. El dio vuelta a la izquierda, hacia la popa. Un oficial musulmán la
miró sorprendido, y puso una marca en su lista de pasajeros.
El silbato sonó en el puente. Mattie sintió que la cubierta se movía
bajo sus pies. No había un solo camarote, ni siquiera una silla a la vista.
Harry bajó las maletas.
—Este es el mejor lugar —comentó—. Aquí siempre llega la brisa, y la
gente no cae encima de uno. Sujétese.
—Pero si yo pedí un pasaje de primera clase —mencionó ella—.
Pensé...
—Este es —le aseguró Harry riendo—. Primera clase en la popa,
segunda clase en la proa... sombra. Allí hay agua corriente... pero no la
beba.
—¿Y es todo?
—Es todo. A propósito, me llamo Crampton, Harry Crampton.
Se quedaron en la barandilla de la popa observando las ruedas de
paleta que agitaban el agua turbia. El Nilo Blanco no era exactamente
blanco. Y tampoco el Nilo Azul era azul. El río era amenazador y estaba
sucio... moviéndose lentamente hacia Egipto. Un hombre alto, tal vez
compatriota de Harry, se unió a ellos. Mattie lo miró de reojo. Era
exactamente la clase de hombre a quien una odiaría, pensó. Alto, cabello y
ojos color café, rostro cuadrado y sombrío. Hombros anchos y un cuello
poderoso... ¡exactamente lo que se esperaba de un típico jugador de fútbol!
Grande, tonto, fuerte y arrogante.
—Crampton... Harry Crampton —repitió Harry extendiendo la mano hacia
ella—. Trabajo en la industria de la construcción y voy con rumbo a Kosti.
—Latimore —contestó ella riendo y poniendo su mano delgada en su
manaza—. Mattie Latimore. También pertenezco a la rama de la
construcción.
—¡Oh...! —murmuró el hombre desconocido que estaba junto a Harry, y
profirió una mala palabra. La miró fijamente y el color de su rostro cambió,
de bronceado, a un rojo encendido. Luego giró sobre sus talones y se
marchó.
—Tiene que comprender —le dijo Harry a Mattie, sentados contra la
barandilla, en cubierta, algunas horas después—. Hay demasiadas cosas en
su mente. Existen toda clase de problemas en la vía de ferrocarril; no le
agrada que vengan del centro de operaciones a husmear. Ya es suficiente
con el hecho de que usted... —titubeó y dejó de hablar.
—De que yo sea mujer, supongo —movió la cabeza, disgustada. ¿En
estos tiempos y en este siglo? Sabía que en un ramo como el de la
construcción, era difícil que una mujer prosperara. La mitad de su buena
suerte podía deberse a su inteligencia y al hecho de graduarse con honores
en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, pero la otra mitad, admitía,
era por ser hija de Bruce Latimore—. Bueno, no puedo hacer nada al
respecto —mencionó, suspirando —. Tendrá que acostumbrarse a ello, o...
—¿O qué? —el hombre de quien hablaban se acercó lentamente a
ellos. Su voz era profunda.
Mathilda ignoró su pregunta y lo miró fijamente.
El la observó con atención y su mal humor creció. Vio su esbeltez, el
cabello lacio que le llegaba al hombro, el brillo de sus ojos azules, la
redondez de sus senos. "¡La enviaron para que me espiara! De buena gana
renunciaba ahora mismo", pensó con amargura. Hay un millón de cosas que
están sin hacer y no tengo paciencia para atender a nadie que venga del
centro de operaciones.
—¿Va a permanecer aquí mucho tiempo? —le preguntó Ryan.
—Parece ansioso de enviarme de regreso a casa —le contestó molesta
—. Estaré aquí tanto tiempo como sea necesario. Debió recibirme hace seis
días.
—Oiga, no es mi culpa —habló airado—. Hay ciento sesenta millas de
Kosti a Jartum. Nos encontramos con un camino bloqueado por el gobierno,
y eso nos retrasó.
—¿Durante tanto tiempo? —le preguntó, incrédula.
—Durante seis días y algunas horas —añadió Harry—. Nos faltaba el
sello del gobierno que se requería en nuestros documentos de viaje.
—Y mientras he estado pasando trabajos, esforzándome por todo
Jartum como una idiota, obteniendo la firma de todos los altos oficiales,
usted ha permanecido en algún hotel, ¡tomando las cosas con calma! —
Mattie habló con ira.
—Sí, por supuesto —mencionó Ryan Quinn y cada una de sus palabras
denotaba aburrimiento.
—Oiga, no fue precisamente así —protestó Harry—. Pasamos todo ese
tiempo en la cárcel, en Sennar... ¡y necesitamos tomar otro día para
sacarnos los piojos!
Mattie se volvió y miró a Ryan Quinn.
—Podía habérmelo dicho. Lo habría entendido.
—¿De veras? —se burló—. Si lo hubiera hecho, ¡sería la primera mujer
que conozco que entiende algo!
—¡Vaya! —exclamó—. ¿Habré caído con el único misógino que hay en
África?
—No lo creo —interrumpió Harry—. Si eso significa lo que yo pienso,
hay uno o dos más. Tal vez, tres. Espere a conocer a Artafi.
Ella lo miró, desconcertada.
—El es el motivo por el cual no funciona la vía del ferrocarril —se
apresuró a añadir Harry—. Le platicaré sobre ello en Kosti... si es que
llegamos. Es hora de comer algo.
—Me parece bien —se entusiasmó Mattie—. ¿Donde está la cocina?
—¿Cocina? —los dos hombres hablaron al mismo tiempo.
—¿No me diga —dijo Ryan— que no trajo alimentos?
—Por supuesto que no —contestó Mattie con ira—. Se lo dije, compré
un boleto de primera clase. ¿A qué hora sirven la comida?
—¡Dios me ayude! —se lamentó Ryan frotando su frente con las manos
—. Mire, señorita Inocencia, aquí no estamos en el río Mississippi. Su boleto
de primera clase le proporciona el viaje bajo un toldo, con una duración de
alrededor de... cuarenta y ocho horas. No sirven alimentos... tiene usted que
traerlos. Si los sirvieran, usted estaría loca si los comiera. Los estómagos
americanos no están preparados para las bacterias africanas.
—Muy bien —suspiró con resignación—, así que tendré que pasar
hambre durante un par de días. ¡Por lo menos tendré agua para beber!
—¡Gracias a Dios! ¿Quién le recordó que debía traer su propia agua?
—habló Ryan con alivio.
—¿Traerla? —su voz era débil—. Debía... ¡nadie me lo dijo! ¡Usted es el
responsable! ¡Dios mío, ustedes hacen que África parezca aún más
siniestra!
—Lo es —Ryan disfrutaba su confusión.
—Pero... allí hay una llave. ¡Hay agua en el barco!
—Por supuesto que la hay —replicó él afablemente—. Estamos en un río
de agua dulce. Esa agua la bombean del Nilo. ¿Por qué no bebe? ¡Para
mañana estará disfrutando de la Venganza del Faraón!
Mattie miró el agua. El río ya no era el basurero que había visto en
Jartum, pero aun aquí, no le parecía que fuera potable. Por otra parte,
Becky le explicó todo acerca del agua en África.
—Supongo que no podré conseguir una taza, ¿verdad? — preguntó la
joven.
—Sucede que yo tengo una aquí —dijo Harry. Se había quedado aparte
y sonreía al escuchar la pelea. Buscó en su mochila y sacó una taza de
lámina, toda maltratada... un poco más grande que una taza de té. Sonrió
más ampliamente cuando vio la mirada airada de Ryan Quinn—. También,
de pura casualidad, tengo dos emparedados extra. ¿Qué piensa hacer con
la taza?
—Beber —habló Mattie, decidida. Se puso de pie graciosamente y tomó
la taza que le ofreció Harry.
—Oiga, no quiero tener que enviarle a su padre mis condolencias —la
amonestó Ryan cuando vio que ella caminaba, con paso inseguro, hacia la
llave del agua que estaba en una esquina de la cabina del piloto—. ¡Eso lo
hace bajo su responsabilidad!
—Eso cree usted —murmuró al llenar la taza, puso en ella dos pastillas
purificadoras y regresó con lentitud, tratando de no derramar ni una gota.
Las pastillas chisporrotearon y se disolvieron, el agua se asentó y el
sedimento se fue al fondo de la taza. Quince minutos, le explicó Becky. Su
sed aumentaba minuto a minuto mientras observaba.
—¿Ha perdido el valor? —le preguntó Ryan—. ¿Ha recobrado el sentido
común?
—Ya lo creo —bebió el contenido de la taza sin agitarla.
—¡Loca! —murmuró Ryan—. ¡Total y completamente loca! Más vale que
comience a redactar la carta que le enviaré a su padre.
—Hágalo —le dijo con dulzura, y le volvió la espalda.
—Puso algo en el agua, ¿verdad? —le preguntó Harry en voz baja.
—Créalo—contestó riendo—. Tengo una hermana... bueno, la verdad,
tengo tres hermanas y un hermano. Pero esta hermana en particular es
doctora e hizo su internado en Chad. Su esposo es un doctor que fue jefe
de cirugía en el ejército. Me dieron unas pastillas mágicas. No sé lo que
contengan, pero dos de ellas en un vaso con agua pantanosa matan
cualquier cosa que se mueva, que nade, o siquiera que piense causar
problemas.
—¡Maldita! —gruñó Ryan Quinn poniéndose de pie. Se alejó furioso.
—¿Quiere un emparedado? —preguntó Harry a la muchacha.
—Si usted come uno, yo también lo haré.
Se sentaron recargados contra la barandilla y comieron. Como de
costumbre en los países cercanos al Ecuador, el crepúsculo fue corto y la
noche cayó rápidamente. La marca del Nilo estaba baja, esperando que
llegaran las lluvias. Primero, las lluvias locales y después, durante meses,
las lluvias en las montañas Ecuatoriales. Los agricultores y el ganado se
acercaban al río para obtener agua.
—Se ven tan cerca las estrellas —susurró Mattie; había terminado de
comer su emparedado y se inclinó hacia atrás para mirar por encima de la
popa—. ¿Hay luna?
—Aparecerá justo a tiempo —explicó Harry—. Aunque para eso, usted
necesita un hombre más joven que yo.
—No es cierto —negó Mattie—. Puedo tomarlos o dejarlos, y por el
momento, estoy en la fase de "dejarlos". ¿Qué le pasa a ese hombre?
—Es difícil saberlo. Es demasiado activo. Ha estado aquí desde hace
seis o siete años, trabajando para distintas compañías. Está divorciado.
Debe haber sido un rompimiento de los mil demonios... la única
correspondencia que recibe es de los abogados de ella.
—Bueno, eso es algo que no me incumbe —se apresuró a decir Mattie
—. ¡No creo haber conocido nunca un hombre más desagradable que él!
—No sé por qué —dijo Harry riendo— tengo la impresión de que
ustedes dos podían estar cortados por la misma tijera.
—Sí, he escuchado a una o dos personas decir lo mismo —admitió la
joven— Me muero por bañarme. ¿Podría hacerlo en el río?
—No se lo recomiendo... a no ser que tenga una de esas pastillas lo
suficientemente grande para purificarlo todo.
—¿Qué hay? —refunfuñó—. ¿Pirañas o cocodrilos que se comen a la
gente?
—Podría haber uno o dos cocodrilos, aunque ellos prefieren el agua
pesada. No, el problema del Nilo, aún aquí en el sur, es la bilharciasis.
—¿Cómo...?
—Bilharciasis —repitió—. Gusanos de hígado. Una hermosa cosita que
se mete en las entrañas y no vuelve a salir. La ceguera es la principal
enfermedad tropical en Egipto, el Sudán y Uganda. Tenemos baño en Kosti,
y yo le recomendaría que espere hasta entonces. ¡Dios, estoy cansado!
—¿Hay camas? ¿Hamacas? —preguntó Mattie.
—No en esta travesía —comentó Harry riendo—. No hay esa clase de
servicio. ¿Por qué no tomó el tren o el autobús?
Ryan Quinn apareció en ese momento.
—No pude hacerlo —cambió de posición para estar más cómoda—. En
la oficina de viajes me mostraron el mapa. Tanto el camino como el
ferrocarril suben el Nilo Azul, no el Blanco. Luego, se tiene que transbordar
en un lugar que se llama... Sennar, me parece, para de allí atravesar las
montañas para llegar a Kosti. Por otra parte, el mapa indica que el río va
casi derecho. Me dijeron que podía ir por el río...
—Un momento —interrumpió Ryan—. ¿Hablaban en inglés?
—No exactamente —contestó riendo al recordar la escena en aquella
pequeña oficina atestada—. Ellos... bueno, era una combinación de mi árabe
atroz y su horrible inglés.
—¿Y le dijeron que podía ir por el río desde Jartum hasta Kosti? —
insistió Ryan. Mattie comenzaba a sentirse molesta.
—Por supuesto —contestó—. Pero pensándolo mejor... —quizá no fue así
exactamente—. Yo pregunté algo como: ¿es posible ir por el río de aquí a
Kosti? Y me dijeron que sí.
Ryan sonrió. Hasta Harry se rió.
—¿Qué significa esto? —les preguntó.
—Ellos no mintieron —dijo Ryan—. Más vale que se calme. Ya se dará
cuenta.
—¿De qué? —le gritó cuando él se alejaba—. Estoy harta de mirarle la
espalda —murmuró para sí misma—. Apenas hace dos horas que lo conozco
¡y ya son demasiadas horas!
—Tengo una manta —le ofreció Harry—. Hace un poco de frío por la
noche. ¿La quiere?
—No, gracias —suspiró—. No lo voy a privar de su única manta.
Además, el señor Maravilla viene hacia acá. Estoy segura de que él
proporcionaría calor suficiente para los tres.
Harry se envolvió en su manta y se acostó sobre la cubierta de
acero. Ryan Quinn se acercó a ella, buscó algo en su mochila y desenrolló
un saco de dormir. Parecía hablar consigo mismo mientras lo hacía... Hacía
frío. Se sentó en cuclillas.
—¿Es así como piensa pasar la noche? —le preguntó a Mattie. Los
ruidos alrededor se apagaban. Las conversaciones se habían desvanecido.
Llegaba un fuerte olor a estiércol que venía de la tierra que había sido
arada.
—Creo... que sí —contestó—. Las opciones son muy limitadas.
—Así es, ¿verdad? —era la primera cosa agradable que decía.
—Sí —murmuró a media voz, para no despertar a Harry.
—No se preocupe por él —le aseguró Ryan—. No lo despertaría ni la
embestida de una manada de elefantes. Antes del amanecer hará mucho
más frío. Tengo aquí un saco de dormir doble. ¿Por qué no lo
compartimos? No tenemos que simpatizar para mantenernos calientes.
—No, gracias —dijo Mattie con frialdad—. Mi madre no tuvo hijas idiotas.
—¿Está segura?
—Completamente —lo aseveró de una forma tan terminante como para
callar a toda la Cámara de Diputados, pero en él no surtió ningún efecto.
—Bueno, no diga que no se lo ofrecí. Si cambia de opinión, sólo
quiero que recuerde que odio acostarme con una mujer que no se quita las
botas.
Ella no le contestó y le volvió la espalda. La luna empezaba a
aparecer. Baja y amarilla, se balanceó en los lejanos picos de Etiopía y
luego surgió a la mitad del cielo.
"¿Cuántos faraones habrán visto este espectáculo?", pensó Mattie. Vio
la sombra de dos gansos que volaron frente a la cara de la luna y se
estremeció. Se acurrucó más en un rincón contando las veces que la rueda
del barco giraba. Parecía que era la tierra a ambos lados la que se movía,
descubriendo un hermoso panorama pintado por algún artista, miles de años
atrás. Se estremeció de nuevo.
—Por amor de Dios, sus dientes castañetean tanto que no dejan
dormir a nadie — gruñó Ryan, detrás de ella.
—Puede irse a otro lado —habló ella a punto de llorar—. Hay mucho
espacio del lado de babor —él gruñó y se volvió de lado. La joven lo miró
airada a la luz de la luna. Allí estaba él, abrigado y cómodo, ¡sin otra cosa
que hacer aparte de sus comentarios sarcásticos! Se limpió las lágrimas
con las manos. Cuando regrese a Boston, voy a lograr que lo despidan. O
peor aún, ¡haré que lo envíen a nuestra oficina en Cleveland! ¿Por qué
estoy llorando? ¿Nostalgia... a mi edad? He estado lejos de mi casa más
de cien veces. Sería maravilloso tener conmigo a Mary-Kate. ¡Todo es tan
estúpido! En momentos como este, uno necesita a su padre y no a su
madre. Pero... es tan fácil hablar con Mary-Kate... es tan... ¡sensata! ¿Qué
haría mamá en una situación así?
Su cuerpo se estremecía por el frío y desde una enorme distancia,
una voz le ordenaba: ¡métete al saco de dormir! ¿Qué te puede hacer él en
medio de trescientas gentes? Podía no ser la voz de su madrastra... pero
quizá sí lo era. Mary-Kate Latimore descendía de una larga lista de brujas
de Salem.
Con precaución, habiéndose decidido, se movió lentamente y bajó la
parte de arriba del saco de dormir. Ryan estaba acurrucado en una
esquina, completamente aparte. Deslizó sus pies dentro del saco y luego
los volvió a sacar. ¡Odio acostarme con una mujer que no se quita las
botas! Se quitó las pesadas botas y ató los lazos de una con los de la
otra. Por lo menos había aprendido aquello al acampar en el trópico. Un
zapato no vale un centavo.
Metió las botas y los calcetines en una cavidad que había en la parte
superior del saco de dormir y se introdujo poco a poco hasta sentir calor.
Ryan se movió y ella se quedó quieta, aguantando la respiración, pero él
se volteó hacia un lado.
El ajetreo y el bullicio... el viaje por avión, la emoción, el pánico que
sintió al llegar, la frustración al tratar con la burocracia, la confusión de los
encuentros... todo contribuyó para que se durmiera en cuanto cerró los ojos.
No supo que Ryan la miraba sonriendo. Su sueño era tan profundo que no
notó cuando él se acercó hacia ella y extendiendo su brazo sobre su
cuerpo, acarició con la mano la suavidad de su seno. Aquello le provocó
sueños excitantes, eróticos.
Despertó a media noche cuando el barco se detuvo temporalmente.
Su chaqueta estaba desabotonada y la mano de él aún permanecía en su
seno. Por un segundo sintió pánico, pero era reconfortante. Pensó que sólo
alargaría la caricia un momento más; sin embargo se quedó dormida,
sintiendo una gran tranquilidad.
CAPÍTULO 2
El jeep que los esperaba era viejo y lleno de polvo. Harry parecía un
poco apenado.
—Yo estoy a cargo del mantenimiento de los vehículos.
—Me parece bien —contestó Mattie—. Lo único que tiene que hacer
este vehículo es caminar, para que yo me sienta feliz. Además, la arena ha
dibujado unas figuras muy atractivas en la capota —se sentó en el asiento
del frente para enfatizar su posición, esperando que el enigmático señor
Quinn pasara, con dificultad, rodeándola, al asiento posterior. No obstante,
Ryan Quinn tomó el asiento del conductor, sin decir una palabra, y la miró
con desafío. Atrapada entre la ira que sentía y los largos años de
entrenamiento en las reglas de cortesía, sin hablar pasó al asiento posterior
para que Harry, de bastante más edad que ellos, y probablemente no tan
ágil, ocupara el asiento más cómodo, al lado de Ryan.
—Gracias, Mattie —le dijo Harry—. Ya pasé la edad en que me parecían
atractivos los asientos que le trituraban a uno los huesos —aquello provocó
una exclamación de burla de parte de Ryan, que puso en marcha el
vehículo e hizo que la cabeza de Mattie se sacudiera hacia atrás, con la
velocidad del arranque. Se detuvieron a la entrada del puente. La ciudad
que habían dejado atrás estaba en silencio. A la luz de las llamaradas,
Mattie veía una docena de barcos de vapor amarrados en los muelles,
todos mucho mejores que "El Falashi". Harry vio la dirección de su mirada.
—Hace meses que no mueven un barco hacia el sur —le gritó—. Se
acostumbraba poder ir desde Kosti hasta Juba, pero ya no. Los rebeldes
controlan el paso del río. Nada se mueve —mientras él le describía cómo
habían sido antes las cosas, un par de soldados revisaba sus permisos de
viaje. Hicieron un comentario en árabe y Ryan los hizo callar con unas
cuantas palabras mordaces... palabras que Mattie no recordaba haber
escuchado. Los guardias los dejaron pasar.
—Ahora, este es el puente Latimore. Fue diseñado para los trenes,
furgones o caravanas de camellos que lo necesitaran. Es el tercero en este
lugar —le informó Harry.
—¿Qué pasó con los otros? —le preguntó.
—Los volaron —le informó, señalando los soportes del lado oeste—.
¡Víctimas de la guerra! Es por eso que tenemos allá ese destacamento de
soldados.
No parecían soldados a pesar de sus uniformes verdes de camuflaje.
Ninguno de ellos se movió cuando el jeep atravesó el puente a toda
velocidad y bajó, botando, a la arena de la ribera del lado izquierdo.
Por todo el derredor había vías de ferrocarril diseminadas, llenas se
furgones y vagones.
—¿Es este el patio del ferrocarril? —preguntó Mattie. Había un montón
de locomotoras de vapor estropeadas, con la pintura cayéndose a tiras y
las ruedas enmohecidas.
—Lo tuvimos que construir aquí —explicó Harry—. No podemos moverlas
hacia adelante, ¡y no quieren regresar!
—Tendré que ocuparme de eso —murmuró Mattie. Ryan debía tener
muy buen oído, pues a pesar del ruido del jeep y del viento, se rió.
El campamento Latimore estaba como a cuatrocientos metros de
donde terminaba el puente, en terreno más elevado, y construido de
acuerdo al manual de la compañía. Había hileras de barracas y cabañas
cómodas, fabricadas en un cuadrado estilo fortaleza, rodeadas de un área
vacía muy iluminada y de un cerco alto, de alambre de púas. El vigilante
de la verja de entrada no era un soldado, era un guerrero nubio, alto,
desnudo y armado con la lanza tradicional. Un hombre casi tan negro como
la noche, lo cual le daba un toque severo y primitivo al campamento
alumbrado con luz eléctrica. El jeep se detuvo y Ryan habló unas cuantas
palabras con él en un dialecto que Mattie ni siquiera podía nombrar. Unos
minutos después estaban estacionados frente al edificio de las oficinas
generales.
Mattie bajó del jeep. Los esperaban dos personas en la ancha
escalinata. Un árabe sudanés completamente vestido bajó corriendo por los
escalones, con una sonrisa en su rostro. Mattie estaba demasiado cansada
para verlo bien.
—Ahmed bin Raschid —se presentó a sí mismo con una amplia sonrisa
que dejó al descubierto sus dientes blancos. Pronunció su nombre como si
se escribiera con una "ch" alemana... "Achmed". Aquello añadía el toque
exacto. Mattie le ofreció una sonrisa y extendió su mano.
—Mathilda Latimore —dijo con voz suave—. Sala'am aleikum.
—¡Ah! —su rostro redondo color olivo se iluminó—. ¿Habla usted la
lengua del Islam?
—Sólo algunas palabras —contestó. La risa de él era contagiosa; en
conjunto era bien parecido, pero Ryan Quinn de inmediato enfrió el
entusiasmo de Mattie.
—Ahmed es el representante del gobierno —comentó. No tuvo que decir
nada más. Mattie había estado en muchos contratos extranjeros donde
"representante del gobierno" significaba: espía, policía secreta, y con
frecuencia un artista del chantaje.
Llevaba la cabeza baja mientras subían por la escalera. Se sorprendió
cuando toda la conversación cesó de repente. Hubo un momento de
silencio. Luego escuchó la voz profunda y colérica de Ryan Quinn.
—Virginia... ¿qué demonios haces aquí?
Mattie levantó rápidamente la cabeza. La silueta de la mujer que se
veía a la luz era esbelta, bien formada; lucía un vestido de noche de
finísima seda, con una caída color dorado que enfatizaba su busto y sus
caderas. Su cabello negro estaba extravagantemente recogido arriba de su
cabeza, dejando al descubierto las sombras y los planos de su rostro
delgado. De una oreja colgaba un pendiente, una cosa larga y delgada, de
oro, con una figura grabada que Mattie no pudo ver con claridad. No era
una mujer hermosa, sino una mujer dominante, guapa. Y una mujer
preocupada. Lucía en su rostro una sonrisa, pero en sus ojos brillaba una
lágrima.
El grupo entró al edificio, con Ryan a la cabeza, caminando muy
rígido junto a la mujer. Harry iba solo, detrás de ellos, y Mattie los seguía,
con Ahmed casi pegado a su lado. Llegaron a una gran sala de juntas y
bar al mismo tiempo. Ryan Quinn fue directamente al bar, se sirvió un
escocés doble y lo bebió de un solo trago. Dejó, ruidosamente, el vaso,
juntó las manos y se volvió.
Mattie observaba como un halcón. Al volverse, su rostro era afable.
Aquella furia que mostrara antes se había esfumado y hasta pudo sonreír.
—Harry, señorita Latimore, Ahmed —dijo—. Permítanme presentarles a
mi esposa... es decir a la que fue mi esposa... Virginia.
—¡Dios mío! —murmuró Harry y se dirigió hacia donde estaba la botella.
Virginia Quinn se quedó paralizada en la misma posición durante uno o dos
segundos; luego, con un grito discordante... mitad triunfo, mitad dolor...
corrió hacia Ryan y le arrojó los brazos al cuello.
—¡Oh, Ryan! —gimió.
—Harry —dijo Mattie—, ¡me muero de hambre y de sed, y necesito tanto
bañarme! —Harry se acercó a ella, malhumorado y con un vaso en la mano
—. Además, creo que los tres estamos extremadamente cansados —dijo en
voz baja.
Harry y Ahmed le ofrecieron su brazo y salió del cuarto luchando por
no mirar hacia atrás. Se sentía muy molesta. Es por mi estómago, se dijo a
sí misma mientras la acompañaban a la cocina. Algo que comí... o que no
comí. ¡No tiene ninguna relación con Ryan Quinn!
—Hay un cuarto de aseo detrás de esta puerta roja —Harry le indicó la
dirección correcta—. ¿Por qué no se toma un poco de tiempo para asearse?
Veré lo que puedo encontrar aquí y prepararé unos emparedados. No hay
cocinero en servicio hasta mañana por la mañana.
—¿Quiere decir que luzco tan mal? —preguntó.
—No es así —dijo Ahmed con entusiasmo—. Luce un poco... desaliñada,
pero su verdadero yo brilla a pesar de todo.
Como todos en cualquier corporación, el cuarto de baño era común y
corriente, con sus instalaciones de una blancura brillante, tan limpio que se
podía comer en el piso. Nada era más importante para Bruce Latimore que
sus empleados, dondequiera que trabajaran, tuvieran la mejor alimentación y
el ambiente más higiénico posible. Un gerente de distrito podía hacer un
camino al doble de la velocidad de lo que estipulaba el contrato, pero si un
cuarto de baño estaba sucio, era despedido.
Mattie no necesitó más que mirarse al espejo para confirmar sus
peores temores. Su cabello era un desastre, parecía un nido de ratones de
campo. En su rostro había tanto hollín de la chimenea de "El Falashi" que
requería la ayuda de un deshollinador. Su falda estaba torcida y en Boston
habrían prohibido su chaqueta safari. Se encogió de hombros, se quitó la
chaqueta y llenó un tazón con agua caliente.
Después de quince minutos, las cosas habían mejorado. Su cabello
estaba más o menos en orden y caía sobre sus hombros, sus mechones
del frente se rizaban ligeramente sobre sus mejillas, gracias al peine
esterilizado que había encontrado en uno de los gabinetes. Había limpiado
su falda con una esponja y la había enderezado; su cara tenía un color
rosado de tanto tallarla y lucía limpia. Sólo la chaqueta no tenía remedio.
Estaba arrugada, sucia, sudada... y como no había pensado en ponerse
nada debajo de la chaqueta, se la tuvo que volver a poner. Hizo una
pequeña mueca a su imagen reflejada en el espejo.
Los dos hombres estaban sentados a la mesa, uno frente al otro,
cuando ella regresó. Ahmed se puso de pie como un resorte. Harry se
removió en su asiento, le guiñó un ojo a Mattie y se volvió a sentar. Era
demasiado para ser bueno, pensó Mattie cuando el árabe la ayudó a
sentarse. Había un platón lleno de emparedados en medio de la mesa.
—¿Cerveza? —le ofreció Harry.
—Pensaba que nunca me la ofrecerías —sonrió—. ¿Qué se esconde en
medio de estas piezas de pan?
—Distintas clases de carne —contestó—. Le gustarán —para probar su
sinceridad, comenzó a comer. Ahmed, un poco más melindroso, partió en
dos un emparedado y lo mordisqueó.
Mattie sentía un hambre enorme. Tomó un emparedado, lo mordió con
precaución, le gustó el sabor y comió, bebiendo su cerveza al mismo
tiempo.
—No hay vasos para las damas —dijo, en broma.
—Nunca tuvimos aquí a ninguna dama —contestó Harry con tristeza—. Y
ahora, tenemos dos. Eso representa un pequeño problema.
—No puede ser tan malo —contestó—. Yo... ¿qué arreglos tenemos para
esta noche?
—Tenemos un bungalow especial para visitas femeninas —aclaró Harry
—. Nunca ha sido utilizado. Ya mandé a un hombre para que lo revise.
Pasará la noche muy cómoda.
—¡Gracias a Dios! —Mattie suspiró—. Oiga, esto está realmente sabroso.
Sabe como a cordero...
—Está muy cerca de adivinar —dijo Ahmed riendo... con una risa
aguda, casi cruel. "No me agrada este hombre", pensó Mattie.
—¿Qué es? —preguntó la joven.
—Camello tierno. Es una especialidad local. La mayoría de los
camellos son llevados a Egipto a precios muy altos.
—¿No hay carne de vaca en el Sudán?
—No mencione eso por aquí —le prohibió Ahmed con severidad—. ¡El
gobierno central ya tiene suficientes problemas con el ganado!
—¿Qué fue lo que dije ahora? —preguntó Mattie—. Dios mío, cada vez
que abro la boca, cometo un error.
—No deje que eso la preocupe —la tranquilizó Harry tomando otro
emparedado—. Hay mucho ganado vacuno en estos lugares, pero las tribus
nativas lo consideran un lujo. La única vez que comen carne de vaca es en
algún festejo especial.
—¿Vacas sagradas, como en la India?
—No, no es eso. Su ganado es dinero para ellos. Es la única unidad
de intercambio.
—¡Oh, Dios! —Mattie suspiró—. Y yo pensé que había estudiado la
situación antes de venir, pero todo lo que me dijeron en las instrucciones
finales fueron cosas equivocadas —apenas pudo disimular un bostezo—.
Sabe, no creo que pueda aguantar más. ¿Qué les parece si alguien me
indica dónde se encuentra esa cabaña para recién casados? Me llevaré un
par de esos emparedados y una botella de cerveza.
Ahmed hizo los honores. Le llevó la comida, acompañándola al
mirador para bajar por la escalera. La luna había salido, pero no podía
competir con los reflectores que salpicaban la noche. El bungalow no
estaba cerrado con llave. Ahmed acompañó a Mattie a la sala de estar y
dejó los emparedados sobre la mesa.
—Una baño, una cocina y una alcoba... —le mostró los cuartos,
abriendo las puertas. El dormitorio era más o menos grande y en él había
dos camas sencillas.
—Gracias —hacía lo posible por mostrarle, cortésmente, la puerta, pero
él no se daba por aludido—. ¿Qué es lo que quiere? —le preguntó por fin.
—¿Qué es lo que quiero? —repitió, riendo—. Una hermosa chica, una
noche de luna... quiero compartir su makhadda, palomita —sonriendo se
acercaba hacia ella.
Mattie ya estaba harta de aquella situación. Cuando estuvo a unos
cuantos centímetros de distancia, le lanzó un golpe con el puño cerrado,
directamente al plexo solar. La sonrisa de Ahmed desapareció cuando arrojó
el aire de sus pulmones ruidosamente y se dobló con las manos cruzadas
sobre el lugar donde había recibido el golpe.
—Escúcheme, sheik —le dijo Mattie con expresión siniestra—. Yo no
comparto mi almohada con nadie, ¡bnshi! ¡Lárguese! —Ahmed se fue
tambaleando hacia la puerta que ella sostenía, abierta. Lo ayudó dándole un
fuerte empellón, el cual envió al sudanés directamente hasta la sombra de
alguien que estaba parado afuera.
—Tuvo un pequeño problema, ¿verdad? —le preguntó Ryan Quinn.
"¡Dios mío!, está sonriendo de verdad", pensó Mattie. "¡Es la primera
vez! Por supuesto, ya que tiene a su esposa a su lado. ¿Habría
reconciliación?"
—Nada que no pueda manejar —murmuró—. Necesito dormir. ¿Qué
desea?
—No es usted muy hospitalaria y además tiene muy mal genio.
—Pero, usted... —estaba furiosa— debería...
—¡Oiga, me rindo! —se retiró un paso de la puerta, alzando una mano
como protección—. Eso es algo que oí decir a su padre en una cena de
familia. Usted no estaba presente, y él hacía una descripción detallada de
la familia.
—¿Sí? Es gracioso que diga usted eso —le contestó—. ¿Y qué fue lo
que dijo mi madre?
—Sabe, nunca pensé en eso. Y nadie mencionó que usted fuera una
mujer. Todo era Mat esto y Mat aquello. Su madre... ¿la señora pequeña?
—Sí, la señora pequeña.
—Dijo algo como: "vamos Bruce", y su padre cambió de tema.
—Quizás sea cierto que usted lo escuchó —admitió Mattie—. Ahora
dígame, ¿qué quiere usted de mí?
—Nada, en realidad. Pero ya que sólo hay un bungalow para
huéspedes femeninos, usted y Virginia lo tendrán que compartir hasta que
yo pueda hacer otros arreglos —Ryan salió del bungalow y regresó poco
después con su ex esposa.
Mattie, con la boca abierta, se hizo a un lado cuando él y Virginia
entraron. Observó cuando se besaron. No fue un beso apasionado, pero
pensó que debió haber sido muy satisfactorio. ¿Otros arreglos? ¿Por qué no
llevaba a la mujer directamente a su cama? ¿En qué diablos me habré
mezclado ahora?
Cualquier cosa que fuera, Ryan Quinn no se lo iba a decir. Dio unos
golpecitos en el hombro de su ex esposa y salió. Al pasar junto a Mattie,
que sostenía la puerta abierta a medias, le golpeó afablemente la barbilla y
rió.
—Buenas noches, jefe —le dijo con sarcasmo y se marchó antes de
que ella pudiera pensar en una respuesta adecuada.
CAPÍTULO 3
—No hay nada más cómodo que esto —suspiró Mattie, recostada contra
la paja. Las ruedas de madera de la antigua carreta de bueyes chirriaban
al balancearse lentamente por la vereda, entre las montañas—. Y qué gran
idea... ¡alquilar toda una yunta! —lo decía como un cumplido excepcional...
después de todo, no hubo ningún otro medio de transporte en la aldea para
alquilar, o para robar.
Miró a Ryan y sofocó la risa.
Ryan Quinn, tendido sobre la paja junto a ella, sobre su estómago,
estaba profundamente dormido.
—No sé por qué lo critico tanto —murmuró—. Usted verdaderamente ha
hecho lo mejor para cuidar de mí a pesar de mis estupideces.
Los bueyes, animales que no tenían ningún futuro del cual hablar, no
llevaban prisa. De vez en cuando, la pareja que jalaba la carreta se
detenía. Ndunonp, el chico a quien contrataron como conductor, caminaba
lejos de la yunta. Era demasiado joven para mirar con avidez a las chicas
a la orilla del camino, pero mostraba un vivo interés en todas las cosas
vivientes que encontraba.
Mattie miró alrededor y aspiró profundamente. El aire era limpio y
vigorizante. En sus dos días de viaje la lluvia había caído sólo un día. Rara
vez duraba más de dos horas. El campo a su alrededor había surgido a la
vida el segundo día. El pasto color café se convirtió en una alfombra color
verde. Los arbustos que parecían secos tenían brotes. Las pequeñas zanjas
se convirtieron en arroyos y riachuelos. A donde quiera que iban, pequeños
grupos de Masakin trabajaban en sus campos y en los de sus vecinos.
En aquel primer día, Mattie estuvo terriblemente tensa. Recordó
vivamente cómo miró el lugar donde había estado su campamento mientras
que la lluvia le limpiaba el lodo de todo el cuerpo. Lluvia tibia y suave,
como un baño en campo abierto. Sin poderse mover, ahogándose en
desesperación, observó a Ryan mientras buscaba, entre los escombros, algo
que pudiera rescatar. Cuando encontraba alguna cosa pequeña, la sacaba
del fuego y la arrojan a sus pies. Juntaron un pequeño montón. Dos
cantimploras, una de ellas medio llena de agua. Pero el agua ya no era
problema, ¿verdad? Un saco de dormir, algo chamuscado, pero utilizable.
Nada de ropa, más que su sombrero que se le cayó cuando corría hacia la
zanja. Agradecida, se lo puso en la cabeza. No existía nada más peligroso
para una persona caucásica que el sol ecuatorial en la cabeza. Una
mochila con un tirante roto. Un rifle con una parte de la madera quemada,
pero utilizable... o eso fue lo que dijo Ryan. Un estuche de primeros
auxilios, una bendición sin comparación. Un pedazo de tela impermeable, lo
único que quedó de la tienda. Y un cepillo de dientes, que compartirían.
No era mucho, aquí, en medio de la llanura africana. Ryan salió de
entre las cenizas y se paró a su lado, mirando el pequeño montón de
efectos rescatados. Mattie le sonrió.
—No tendremos que llevar una carga tan pesada, ¿verdad?
Ryan empujó hacia atrás su sombrero y se rascó la cabeza,
desconcertado.
—No creo que llegue a entenderla nunca —le comentó—. Esperaba
nada menos que un caso completo de histeria, y por el contrario, se pone
a hacer chistes. ¿Qué pasa con usted?
—¿Por qué habría de ponerme histérica? Quizás estemos perdidos,
pero sabemos en qué continente nos encontramos. Ambos tenemos salud.
Debe haber comida en alguna parte del camino, y además, usted está
conmigo.
¿Qué clase de comentario era aquel? Un líder verdadero debía
guardar su distancia con sus tropas. No obstante, pensó, sólo somos dos.
No necesitamos líderes ni seguidores. Únicamente debemos... ser
compañeros. ¡Buenos compañeros! Sonrió y miró a Ryan.
No era exactamente apuesto. Todavía tenía pedazos de lodo en
algunas partes de su rostro. Su ropa era un asco. Y aun así, lucía...
atractivo.
—Si eso es un cumplido, le doy las gracias.
—Lo es —contestó riendo—. Inclínese un poco hacia acá.
Ryan observó su rostro travieso por un momento, luego obedeció. Ella
tenía que ponerse de puntillas, limpió una pequeña parte de su mejilla y lo
besó. El se enderezó y la miró interrógante.
—Oh... ¿tiene que haber una razón?
—Bueno... —él pensó un momento y se encogió de hombros—. Supongo
que no, pero de todos modos, gracias. Creo que debemos irnos. Quisiera
que llegáramos a la aldea antes de que oscurezca.
Mattie sintió una pequeña sensación de excitación dentro de ella. No
podía identificarla, pero allí estaba.
—Luce usted terrible —le comentó Mattie.
—En cambio, usted ¡luce tan bien como para comérsela!
Ella quedó desconcertada. Quinn, el de corazón duro, ¿haciendo
cumplidos?
—Podría ayudarlo a cargar algo —insistió cuando él se ponía la mochila
a la espalda.
—Claro que podría —le comentó y vio que la había lastimado—. Oiga,
no quise decirlo así. El caso es que yo me crié en una generación...
diferente, creo. Los hombres son los que llevan la carga. Cuando invito a
cenar a una dama, yo pago. Le abro la puerta...
—¿Pero aquí? —lo interrumpió Mattie, riendo. Allí no había casas, ni
puertas. El sonrió.
—Así que, vámonos. En cuanto encuentre una puerta, la abriré para
usted —se movió y flexionó los músculos para acomodarse la mochila, y
comenzó a caminar.
Mattie lo siguió lo mejor que pudo. Sus botas eran a prueba de agua,
pero sólo contra la humedad de afuera. Ahora rechinaban. Su falda
tampoco se había salvado de las aventuras de aquel día. A medida que
cesaba la lluvia y salía el sol, la tela de su falda encogía, oprimiéndole las
rodillas. Trataba de ajustar la cintura para sentir más libertad, sin lograrlo.
Finalmente, desesperada, gritó:
—¡Oiga!
Ryan se volvió.
—Necesito un minuto para arreglar algunas cosas. No puedo seguirlo a
este paso —no era una queja, era un hecho, y así se lo presentó.
—Muy bien. Se me olvida que no llevamos ninguna prisa, ¿verdad?
—No —le contestó, jalando su falda, revisando las cintas de sus botas.
Cuando levantó la cabeza tuvo la sensación de que acababa de aprender
algo tremendamente importante. ¡En realidad, no llevamos ninguna prisa!
Desde su infancia, cuando ella y Mary-Kate salían a caminar, ¡no había
tenido prisa por nada! Sus ambiciones y sus amores la habían hecho pasar
por la escuela a gran velocidad, siempre tratando de ser la mejor... en todo
lo que hacía. Y Con éxito. Se preguntó cuántas veces le había dicho su
madre: "¡más despacio, niña! No tienes que vivir todos tus años en los
primeros veinte. Tienes una larga vida por delante".
Cuando empezaron a caminar de nuevo, lado a lado, Ryan fue más
despacio. Mattie tropezó con una piedra suelta y él la sujetó con la mano.
Y cuando comenzaron de nuevo su recorrido, él aún sostenía su mano. Por
alguna razón, ella no hizo nada por romper aquel contacto.
Les tomó una hora escalar la pequeña loma que tenían al frente, y
allá, al fondo del valle, estaba la aldea, un pequeño grupo de chozas. No
fue la aldea la que la sorprendió. Fue el sol, que se ponía en una gloria
multicolor en las colinas, al oeste. Hizo que Ryan se detuviera,
impresionada ante aquella pintura de la naturaleza.
—¡Mire eso! —exclamó, jadeando.
El levantó la vista exactamente cuando el color oro se convertía en
color ámbar, y el rojo en color púrpura.
—¡Buen Dios! —exclamó. Se quedaron allí, observando mientras los
colores cambiaban y se fundían, para luego desaparecer en el crepúsculo—.
¿No es extraño? —dijo Ryan—. He estado aquí durante muchos meses y es
la primera vez que tengo tiempo para mirar la puesta del sol. Hermoso,
¿eh?
Mattie, como respuesta, oprimió su mano; estaba muy saturada de la
gloria del mundo africano para poder hablar. No comenzaron a bajar la
colina hasta diez minutos después, hacia un recibimiento que nunca
hubieran esperado.
Era una pequeña aldea, sin duda alguna. Pero si contaba con
cuatrocientos habitantes, debieron traer algunos parientes. Por lo menos, era
así como ella lo veía. Habían unas mil personas allí, todas esperando con
alegría y sonriendo. Estos eran los Masakin Tiwal, los Nubios altos. Todos
comenzaron a cantar, y algunos hombres iniciaron una danza con grandes
saltos que los hacían sobresalir entre los demás.
—¿Habla usted el Tiwal? —le preguntó, nerviosa.
—Unas cuantas palabras —murmuró él—. Hola, cómo estás... cosas así.
—Será una gran ayuda, estoy segura —contestó—. Trate de decir algo a
este enorme hombre que está frente al grupo.
No les fue tan mal, se decía una hora después. Aquel tipo grande se
llamaba Amefa. Tenía tres esposas, mucho ganado y una orden del Jefe
Artafi de que esperara y diera la bienvenida a los representantes de
Latimore.
—¿Desde cuándo? —murmuró Mattie—. No creo que haya pensado que
caminaríamos... ¿Cómo supieron que veníamos? ¿Cuánto tiempo más nos
habrían aguardado?
—Eso no importa —le explicó Ryan—. El radio-telégrafo le avisó al jefe
que veníamos. En lo que concierne a esta gente, nunca piensan en el
tiempo. Habrían esperado hasta que llegáramos, o hasta que el Jefe les
hubiera dicho que ya no lo hicieran. Eso simplifica mucho la vida, ¿verdad?
¡Mire esas casas locas!
Las chozas eran todas idénticas. Cinco torres redondas de adobe, con
techos cónicos de paja unidos en forma de estrella para formar una sola
casa. Cada torre tenía su propósito: una era el cuarto donde dormían, otra
para almacén, otra para los niños, y así sucesivamente. El patio central
proporcionaba espacio para la cocina al aire libre.
—Amefa tiene muchos problemas —observó Ryan—. Tiene que
proporcionar casas idénticas para cada una de sus tres esposas. Es por
eso que la mayor parte de los hombres de la tribu sólo tienen una...
esposa. ¿Quiere bañarse?
—Ya lo creo —respondió Mattie— pero sólo si usted está fuera de la
casa, señor Quinn —el sonrió y se marchó.
El baño fue una sorpresa que resolvieron con facilidad. Una parte del
patio estaba empedrado. Directamente arriba, colocada en la pared, había
una olla grande, suspendida, con agua. Una joven que se quedó para
ayudarla le dio instrucciones; por medio de mímica, le indicó que debía
desnudarse, pararse debajo de la olla y voltearla hasta que el agua cayera
sobre ella. Se sintió muy bien. Usó el jabón en gran cantidad y cuando
terminó se secó con una gruesa toalla de algodón.
Su ropa era una porquería y no deseaba ponérsela de nuevo. No tuvo
que tomar una decisión. Después del baño se encontró con que toda su
ropa había desaparecido y la repusieron con una gallabiya blanca que
cubría desde el cuello hasta el tobillo. Su asistente, que vestía con buen
gusto únicamente lo que señalaba la tribu, y nada más, la ayudó a
acomodar en su lugar la gallabiya, la tomó de la mano y la llevó a la casa
vecina. Ryan la esperaba, vestido en forma incongruente, con unos
pantaloncillos rojos de estilo europeo.
—La cena —le dijo, mirándola de arriba abajo—. ¡Luce muy elegante!
—También usted. Vuélvase para verle la espalda.
El hizo una pirueta.
—¿Satisfecha?
—Sí —era todo un hombre. No lo había notado antes. De constitución
sólida... sin nada de grasa en su cuerpo.
—¿Cenamos? —le preguntó Ryan—. Nuestro anfitrión no puede
acompañarnos. Somos huéspedes del jefe y él es sólo la autoridad local.
Comieron de un plato común de madera lleno de brillante arroz
blanco, entremezclado con verduras. Lentejas, frijoles, cebollas... fue lo que
Mattie pudo identificar, pero no lo demás.
—¿No hay carne? —preguntó.
—No es algo que se pone en un menú normal —contestó Ryan—.
Pescado, si es que viven cerca del río. ¿Le gusta?
—Sabe bien, pero me cuesta trabajo llevármelo a la boca. ¿Qué pasa
con el tenedor, el cuchillo y la cuchara?
—Sólo para afeminados —le informó con seriedad—. Se come con la
mano derecha, con tres dedos. Métalos en la comida, haga una pelotita y
llévela a su boca.
—Con razón comen desnudos —Mattie suspiró después de hacer el
tercer intento—. Estoy poniendo del asco este traje ajeno.
—Perseverancia, señorita.
—Sí, perseverancia —sin embargo, se rió de sí misma. Ya había
oscurecido. Las únicas luces eran la de una fogata y la de una antorcha
colocada en el muro. Arriba, las estrellas vigilaban... y probablemente se
reían de ellos. Mattie se lavó las manos, las secó en su gallabiya y se
retiró.
—¿Cansada? —le preguntó Ryan.
—Rígida —le contestó.
—¿No quisiera dar un paseo a la luz de la luna?
Bajó la vista y vio sus botas estropeadas. No les quedaban ni señas
de elegancia. Rió para sí misma. ¡Mattie Latimore, luciendo unas botas de
campo y algo parecido a un camisón de noche! "¡Si pudiera verme ahora
mamá!"
—No creo —le contestó—. Es mejor descansar mis pies hasta mañana.
Lo que más necesito es dormir. ¿Dónde?
—Bueno, esta es nuestra casa. Sólo un cuarto para dormir, y
únicamente tenemos un saco para dormir.
—¿No habrá otra forma? —le preguntó.
—No. Además, estas buenas personas creen... —hizo una pausa
buscando la palabra adecuada.
—Continúe —le dijo ella—. No es hora de ser cobardes.
—Bueno —él tartamudeaba— les han dicho que vendría un jefe con su
mujer, y...
—Muy bien, muy bien. Y supongo que de nosotros dos, ¿el jefe es
usted?
—Correcto —murmuró él—. ¡Usted es mi mujer! ¡Y no discuta!
—¿Quién está discutiendo? —preguntó Mattie con voz suave, y se
dirigió a la choza.
Había una plataforma en un lado de la choza. De adobe, como el
resto de la casa, sin ningún adorno, y encima de la plataforma estaba el
saco de dormir. Era el mismo que había visto primero en el Hurriya. Aspiró
profundamente dos veces para calmar sus nervios. Aquí las cosas no iban
tan mal como en la primera noche que pasó en el barco. Había caído en
un mundo de fantasía donde nada era como en casa, y lo insólito de todo
la ayudaba a reprimir sus temores. Sin pensarlo más se quitó las botas, las
dejó a un lado y se deslizó dentro del saco.
Ryan entró y se acercó a ella una hora después.
—¿Suficiente espacio? —le preguntó Mattie cuando él se acomodó a su
lado. El no le contestó y se volvió de lado, dándole la espalda. En unos
minutos más, Mattie escuchó su lenta respiración. "Duerme; me alegro. No
me agradaría tener que luchar contra él toda la noche". Pero no era cierto
que se alegrara. Tampoco deseaba un combate encarnizado, pero podía
haberle hecho aunque fuera una pequeña insinuación, ¿verdad? ¡Qué
manera de alterar el ego de una chica! Antes de ponerse a analizar sus
sentimientos, también ella se quedó dormida.