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En los primeros capítulos de la obra de Víctor Nieto podemos leer cómo el elemento
lumínico va más allá de una aspecto físico o constructivo, configurándose como símbolo
primordial para la significación del (no) espacio, no sólo en la arquitectura sino en la
totalidad del arte del siglo XIII.
La catedral, construcción predilecta del arte gótico, representaba mucho más que un
lugar de reunión para un credo determinado. Este edificio era concebido como morada
del mismo Dios y representación terrena de la esperada Jerusalén Celeste, ya
nombrada por los escritos románicos. Es esta idea la que sirve como detonante y motor
en la construcción de la catedral y el planteamiento de nuevas soluciones que
aproximen a la conceptualización de la misma. Esta consideración conllevaba la
búsqueda de la perfección formal y constitutiva, siendo exponente de la geometría, el
orden y la belleza denotada de Dios. Por lo contrario, todos estos elementos quedarán
subordinados a uno sólo, la luz.
Con el románico las vidrieras eran meras formas de cierre que cumplían una función
objetiva de iluminación. El pequeño vano que era posible abrir constituía un foco de luz
entorno al que se articulaba el programa iconográfico. Con la llegada de la bóveda de
crucería se hacían posibles grandes aperturas gracias a los arbotantes y la eliminación
del contrafuerte. Esto supuso exorar al muro de su función sustentante y convertirlo en
una paramento translúcido, capaz de alejarse de la referencia espacial terrena y
delimitar un no - espacio.
Este simbolismo celestial de la luz, no sólo se traducirá con Dios, sino con el poder
terrenal de reyes. El oro visto como luz y sol servirá para justificar una sociedad
jerárquica, argumentada a través de un trasfondo teocrático. En palabras de Ullmann:
“El poder venía desde arriba y se transmitía a los rangos inferiores mediante un acto de
concesión. (…) El rey no erta tal por otra gacia que por la de Dios: el oficial de rango
inferior no era tal por otra gracia que por la del rey”.
Estas jerarquías, real y eclesiásticas serán las impulsoras de estas grandes catedrales,
articulando una artificiosidad de la imagen, de marcado carácter efectista. La
sofisticación de este simbolismo originará voces detractoras dentro de la misma iglesia,
como son San Bernardo y los cistercienses. Algunos de ellos verán en este artificio una
excitación devocional a través de valores materiales, como es el de riqueza y poder,
relacionando estas obras góticas con sus promotores. Por ello, los cistercienses
generarán un nuevo arte que responda simplemente a los fines utilitarios, dando lugar
a una arquitectura desprovista de ornamentos superfluos, llegando incluso a prohibir la
utilización de vidrieras.
A pesar de estas voces discordantes, la “luz gótica” seguir inserta en el arte hasta
hasta bien entrado el siglo XVI, como bien refleja Cennino Cennini en su Il libro
dell’Arte, recopilando las diferentes técnicas del dorado de tablas. Podemos incluso ver
una reverberación de la concepción del espacio contemporáneo con el muro cortina, el
cual transforma las cualidades de la luz, como ocurre en la fachada del edificio
Seagram de Mies van Der Rohe.