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KUKULCÁN

EL REGRESO DE LA SERPIENTE EMPLUMADA

CARLOS MATA
Copyright © 2019 Carlos X. Mata

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TXu 002139676

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escrito del autor.
Esta es una novela de ficción. Nombres, personajes,
eventos e incidentes son producto de la imaginación del
autor o usados de forma ficcional. Cualquier parecido con
eventos y personas, vivas o muertas, es mera coincidencia.
CARLOS MATA vivió por muchos años en Monterrey,
N.L. México, donde cursó estudios superiores y obtuvo el
título de Ingeniero Mecánico en la UANL. Un ávido lector
y explorador, enamorado de las culturas prehispánicas de
Mesoamérica desde su infancia, ahora vive en el estado de
Texas

www.novelakukulcan.com

Arte de la portada e ilustraciones: Karla Beatriz Ibarra


Guerra.
KUKULCÁN

KUKULCÁN

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KUKULCÁN

EPISODIO 3

El poderoso sonido de los tambores del gran teocalli,


o templo mayor, retumbaba desde la lejanía aún dentro de
las paredes de ese inmenso palacio. Majestuoso, amplio y
cuadrado, la residencia del teo tecuhtli supremo del imperio
azteca: Moctezuma Xocoyotzin, era sin duda el local más
suntuoso del mundo.

El estrépito que venía de las calles cercanas, al igual


que las olas de algarabía que se identificaban a lo lejos, se
unían a la gloriosa luz de oro que inundaba el salón donde se
encontraba el emperador, que al igual que el barullo, entraba
por las ventanas de la pared que daba al exterior. La estancia
tenía la combinación del olor acre, que despedían teas y
antorchas, y dulce, producido por el humo aromático de un
incienso hecho de una resina de árbol de copal, que crecía en
el sureste del imperio, y que ardía en pebeteros colocados
sobre varios pies altos de plata, situados entre cada ventana.
A todos esos elementos, suficientes para hacer que un
hombre experimentara un mar de sensaciones, se les unía la
brisa húmeda que surgía de la laguna y que era refrescada en
las miríadas de lengüecillas de agua que rizaba el viento
procedente de las montañas coronadas de nieve. Antes de en-
trar al palacio, esa brisa fragante se enriquecía sublimemente
con los aromas de la multitud de flores de un sinfín de colo-
res, en todas las combinaciones posibles, que embellecían
los jardines y chinampas que rodeaban el edificio.
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KUKULCÁN

Era el palacio morada real, corte de justicia, edificio


ministerial, y albergaba más de dos mil concubinas para el
emperador, además de tener y cumplir muchas otras fun-
ciones muy necesarias para la administración del imperio
más poderoso del mundo. Contaba con una gran cantidad de
salones decorados con gran fasto, por lo que era en sí un
enorme laberinto de numerosos cuerpos de construcción,
donde se alternaban salas, corredores, parques, galerías, un
zoológico, jardines internos, paseos con columnatas, techu-
mbres, gazebos y pérgolas, y patios para efectos de ilu-
minación solar y respiración de aire fresco, además de lum-
breras y claraboyas en techos con fuentes bajo ellas para
cuando llovía, puesto que la iluminación nocturna era a base
de fuego producido por antorchas y teas de maderas aromá-
ticas.

En algunos corredores del palacio había también pe-


queñas acequias por donde corría agua limpia y fresca, en
canales de mármol, las cuales descargaban en las fuentes de
travertino que estaban en los estanques de los patios, donde
pululaban toda suerte de aves acuáticas. Parecía como si
todas las riquezas del orbe se amontonaran y derrocharan su
belleza en cada uno de los salones. Pisos de maderas de di-
bujos geométricos o florales, o de los más espléndidos már-
moles traídos de todos los confines del imperio, columnas y
estípites de jaspe pulimentado verde, café, o rojo, paredes de
madera trabajada con delicadeza, otras revestidas de estuco
con hornacinas de piedra arenisca para los braseros, y unas
más tapizadas de mantos de algodón bordado con los diseños
más complicados con hilo de colores chillantes, o majes-
tuosa obra de plumería de aves fabulosas, encuadradas en
granito pulido con esmero.

Afuera, en las calles centrales de la gran ciudad de


Tenochtitlán, la mayoría de sus habitantes esperaban la pre-
sencia del hombre que era para ellos mucho más que su mo-

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narca, sacerdote supremo y jefe de todos los ejércitos del


imperio, arrollados en un solo ser y transfigurados en una
entidad inseparable. El pueblo lo consideraba, además, un
ser sobrenatural, conocedor de las verdades más profundas,
negadas inclusive a los más altos sacerdotes; alguien con
dotes divinos y un poder tan vasto e inimaginable sobre todas
las cosas y seres que habitaban en el Cem Anáhuac.

La fiesta y la verbena popular eran causadas por la


buena nueva que siempre llenaba de regocijo y daba motivo
a la nación mexica para celebrar en grande. Esa misma ma-
ñana había entrado corriendo a Tenochtitlán, por la calzada
de Iztapalapa, un mensajero con la noticia de que el poderoso
e imbatible ejército de la Triple Alianza de Tenochtitlán,
Tetzcoco, y Tlacopan, había logrado una más de sus ya
comunes y resonantes victorias, con la correspondiente cap-
tura de más de seiscientos prisioneros en la guerra contra
Coixtlahuaca. Esta victoria agregaba a la nación mixteca a la
gran lista de naciones tributarias y sumisas al imperio azteca.
Siguiendo una costumbre añeja, era menester para todos los
habitantes de la capital el participar en la celebración en la
plaza mayor, en agradecimiento a su dios de la guerra.

Moctezuma era vestido por cuatro de los nobles que


pertenecían al más alto nivel social, como todos los otros que
estaban designados a su servicio personal, puesto que ningún
esclavo o gente de menor linaje sería digno de estar en su
presencia. Todos ellos trabajaban con eficacia, y en el más
completo de los silencios.

Un maxtlatl, o braguero, le ceñía el talle. Estaba


hecho de un lienzo de algodón, teñido de color verde oscuro
que, además de taparle las partes nobles, era sujetado por un
cinto del mismo material y terminaba por el frente con otra
parte de algodón en forma trapezoidal, la cual colgaba hasta
la altura de las rodillas. Todo el pañete tenía orla de filigrana

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que seguía el patrón en boga entre los aztecas: la línea que


caracoleaba y que parecía no tener fin en las muchas figuras
idénticas que formaba, y que hacían alusión a las onduelas
que forman las aguas de la laguna al ser besadas por la brisa;
estaban dibujadas sin líneas curvas, solo ángulos cuadrados
que semejaban a los méandros de greca, en un patrón con-
tinuo y repetitivo en medio de una línea recta superior y otra
inferior.

El monarca extendía sus brazos, para que le fuera


puesto un adorno, que era entre gargantilla y hombrera, ya
que le cubría los hombros, las tetillas, y las paletas por la
espalda, y colgaba alrededor de la garganta. Era de red de
oro tejido con figuras de concha marina y guarnecido con un
diamante en cada cruce de los hilos. Encima de aquel pec-
toral, a la altura del esternón, lucía un gran dije de jade,
tallado en forma de cabeza de serpiente emplumada.
Ostentaba al cuello tres collares llenos de pendientes que
tenían grabados muchos símbolos en compleja perfección y
que estaban hechos con toda suerte de piedras chalchivitls y
joyas de alto valor y raro artificio. No llevaba joyas en su
labio inferior y su nariz, aunque los tenía agujerados para tal
fin. De las orejas le colgaron grandes aretes de oro, rea-
lizados con la figura de la serpiente descendiendo del cielo a
la tierra. En ambos brazos le pusieron brazaletes de oro,
constelados de piedras preciosas que le cubrían desde el
hombro hasta el codo, y otros desde el codo hasta la muñeca,
labrados con diseños caprichosos e intrincados, con toda
suerte de simbolismos de la historia azteca, así como de su
calendario. Los dedos de las manos lucían ensortijados con
una gran cantidad de anillos de oro y plata, aderezados con
piedras preciosas. En el dedo anular de la mano derecha lucía
un anillo que resaltaba entre los demás por ser el más grande:
una cabeza de serpiente con sus plumas alrededor del cuello
como si fueran pétalos de margarita.

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Su cuerpo, acribillado de cicatrices causadas por


muchos años de sacrificio sacerdotal y heridas de batallas
ganadas, fue cubierto por un manto de algodón bordado con
labor de plumería de colibrí que revelaba la dedicación y
paciencia del artífice, ya que solo había usado las plumas de
color azul de la parte del cuello de una clase particular de
esas aves, y considerando que cubría toda esa túnica, la ela-
boración de esa prenda debió significar una hecatombe de
esos pequeños pajarillos. El manto azul imperial cubría casi
por completo su cuerpo musculoso y esbelto. Un broche de
oro, maravilla de la orfebrería azteca, elaborado con maestría
e inexorable perfección en forma de tortuga marina, sujetó
el manto por su hombro izquierdo. Por último, le fue co-
locada la diadema imperial o penacho, el cual era una tiara
con pumas pequeñas azules, cafés y rojas arregladas con
gran sentido artístico entre tejuelos de oro, de la cual salía un
hermoso abanico de largas plumas verdes de quetzal.

Los movimientos algo bruscos del muchacho que le


amarraba las correas de sus cactlis, o sandalias, de piel de
leopardo con suela gruesa de cueros de venado sobrepuestos
forrada por los lados con engastes de lámina de oro, le llama-
ron la atención y le hicieron clavar los ojos en él. Parecía que
el joven estaba haciendo su labor a disgusto, y de esa forma
lo manifestaba. La potencia de su mirada hizo que el mucha-
cho volteara hacia arriba, encontrándose con el rostro del
emperador. Era la primera vez que lo hacía en mucho tiem-
po; de hecho, ese acto estaba castigado con la muerte.

Moctezuma tenía una cara que enmarcaba a unos


penetrantes ojos cafés algo claros. Ojos no muy comunes,
pues la mayoría de su raza los tenía oscuros, y por estar muy
cerca de unas cejas bien delineadas, le daban a su rostro un
aspecto de extraño vigor, que reflejaba el poder que poseía
y, al arquear la frente, emanar un aire de ferocidad. Se podría
decir que la cara del emperador era excepcional en su be-

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lleza, comparada con el normal de la gente del pueblo, y


tenía algo mágico o magnético, no desprovisto de cierta
donosura austera. Sin duda, el emperador lo sabía, esas
características le habían ayudado a sobresalir entre los
demás, hasta llegar a la máxima posición de poder que hom-
bre alguno podía alcanzar en todo el mundo, y su fascinación
atraía a la gente, quienes intentaban verlo con miradas
furtivas, desde que el Chihuacóatl había instituido la
prohibición de verlo al rostro. Pero a ese joven parecía no
importarle que su vida pudiera estar en peligro.

El contacto visual duró varios segundos. Por un


momento, Moctezuma sintió como si se estuviera viendo a
sí mismo en un espejo etéreo, pero en un tiempo muy pasado,
de cuando él era también un mozo con sueños de grandeza.
El parecido físico del muchacho con él mismo, le provocó
ese extraño momento de deja vu. De pronto, el joven pareció
recordar la peligrosa situación en que se encontraba. Con
lentitud, bajó la mirada y la cabeza, para seguir dando vuel-
tas a las correas de las sandalias y amarrarlas con cuidado a
la altura de las rodillas del emperador, para por fin atarle
esquinelas de oro que le cubrirían las espinillas.

Cuitláhuac, el hermano de Moctezuma, que era jefe


de todos sus ejércitos, y quien había conseguido la victoria
que se festejaba, entró a la habitación. Lo acompañaba
Tlacotzin, el Chihuacóatl, quien hacía las funciones de
gobernador de la nación mexica, la que habitaba la ciudad-
isla de Tenochtitlán, principal urbe y más grande que Tetz-
coco y Tlacopan, poblaciones en tierra firme, lindantes con
la laguna. Por ese motivo, y para todos fines prácticos, el
Chihuacóatl era el segundo hombre más poderoso del
imperio azteca.

Los dos se acercaron al rey con el protocolo usual de


la corte, haciendo una ceremoniosa inclinación, luego de ha-

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berse colocado sobre una de las tres marcas que había en el


piso, justo al pasar la puerta. Así postrados, pronunciaron
solemnes la palabra: “Tlatoani”.

Dieron dos pasos más al frente y doblaron la cerviz


otra vez, sobre la segunda marca, y continuaron: “Huey
tlatoani”.

Hicieron lo mismo otra vez, en la tercera marca, y


concluyeron: “Teo tlatoani”.

Moctezuma los miraba, esbozando una sonrisilla, al


ver la devoción de Tlacotzin en seguir ese acto que él mismo
había instituido y obligado a todo el mundo a realizar, enga-
ñando a todos, al decirles que había sido idea y capricho del
emperador. Con sus más de cuarenta años, la actitud del pro-
vecto rey había ido cambiando a una más tolerante y tran-
quila, menos severo y riguroso, más dado a la indulgencia y
al perdón. Ya por esos tiempos, se podía apreciar en él una
especie de reposo consumado de pantera, en vez del acecho
siempre insatisfecho del leopardo, que le caracterizó en sus
años de guerrero valiente y feroz.

“Te felicito hermano,” dijo Moctezuma, después de


que terminó el acto de humillación ante el rey, “por tu vic-
toria ante el enemigo de la nación mixteca. Ahora muchos
de esos poblados lo pensarán dos veces, antes de negarse a
pagarnos tributo y rendirse ante nuestra supremacía.”

“Gracias señor,” contestó Cuitláhuac, visiblemente


contento e irradiando ufanía. Su cabeza lucía un tocado que
consistía en una tiara azul claro de mosaico de turquesa que
traía atada a su trenza con hilo de oro, de donde salía un
abanico de plumas amarillas, símbolo de su alto rango. “Pero
contando con los recursos de armas y gente de que dispo-
nemos, ha sido una labor un tanto fácil el haber sojuzgado a

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esa nación. Además, esto no ha sido nada comparable a las


hazañas que tú lograste en las empresas de Tecuantepec,
Xoconochco o Cuéxtlan.”

“Me pregunto qué es lo que sigue adelante. No sé si


debo continuar anexando más territorios hacia el sur o ir
contra los tarascos al poniente,” continuó Moctezuma en voz
alta. Ninguno de sus interlocutores se atrevió a contestar.

“Debemos atacar a Tlaxcala y sojuzgarla de una


buena vez, en vez de permitir que se jacten de que no hemos
podido vencerlos,” intervino el muchacho que había estado
calzando a Moctezuma y había osado verlo directo al rostro.

Moctezuma lo miró, tratando de ocultar una leve


sonrisa ante la impertinencia neófita del joven. Cuitláhuac y
el Chihuacóatl lo veían incrédulos. Los otros tres jóvenes
nobles retrocedieron hacia los rincones del salón, helados de
terror, en un estado de pavor abyecto, deseando ser tragados
por la tierra. Se pusieron en cuclillas, clavaron los ojos en el
suelo, y en tensa agonía esperaron la reacción de sus su-
periores, pensando quizás en el lado del tzompantli en que
irían a parar sus cráneos atravesados por una estaca, que
cruzaría los occipitales para que se blanquearan al sol. De-
seando que fuera del lado de la plaza, porque era el que tenía
mejor vista, aguardaron en silencio durante todo ese tiempo
que les pareció eterno.

“Así es que usted opina que debemos enviar a nues-


tro ejército a la región de Tlaxcala, joven guerrero. ¿O es que
acaso no es usted guerrero?” preguntó Moctezuma, con voz
firme y un aplomo casi desalmado, que advertía tormenta.

“Soy guerrero, pero a mi edad, debería estar termi-


nando mi instrucción militar en el Calmecac, para ser yao-
yizque,” contestó el joven, poniéndose de pie en toda su

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estatura, que apenas rebasaba el hombro de Moctezuma, por


no tener más de diez y seis años de edad, enfrentando al rey
con su cuerpo vigoroso y atlético, en tanto que lo miraba de
frente con descaro. Su rostro de niño denotaba osadía. Y ya
en aquel camino de profanación, y dejándose llevar por su
fogosa impulsividad, continuó su atrevimiento sacrílego.

“Abrochando los cactlis del rey jamás llegaré a ser


jefe de guerreros. Creo que, si no se gastara tanto tiempo y
esfuerzo en sostener todos estos lujos vanidosos y super-
fluos, ya hubiéramos terminado de conquistar…”

“¡Petalcalcatl!” el Chihuacóatl rugió con voz trepi-


dante, y montado en cólera, llamó al mayordomo del palacio,
quien de inmediato entró al salón, seguido de media docena
de guardias. Todos los guerreros pertenecían a la guardia im-
perial de Moctezuma, como lo revelaban los muchos tatuajes
que lucían, pero en especial el de Quetzalcóatl, cuya imagen
representaba a una serpiente emplumada descendente, y que
empezaba con la cola de cascabeles en la nuca, y les bajaba
enroscada por todo el brazo derecho hasta terminar con la
cabeza luciendo su plumaje a la mitad del antebrazo. Ningún
otro ser humano que no fuera miembro de ese cuerpo elite
de la milicia azteca, podía ostentar semejante distintivo y
símbolo inequívoco de su rango, si no quería que su cabeza
fuera arrancada de su cuerpo de un golpe de macuahuitl al
descubrirse la impostura.

Con los ojos inyectados en sangre, como si estu-


vieran ardiendo en fuego salvaje, el encrespado Tlacotzin
bramó a los guardias:

“¡Llévense a este perro inmundo fuera de mi vista y


hagan que lo desuellen vivo y lo arrastren por todas las calles
de la ciudad!” terminó de gritar, casi echando espuma por la
boca, de la furia que sentía.

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“Un momento,” intervino sereno Moctezuma, conge-


lando las acciones de los guardias que ya tomaban por los
brazos al adolescente. “No necesitamos agregar ese espec-
táculo vulgar a los ya planeados para esta fiesta. Antes de
eso, quisiera saber quién es este mancebo que se atreve de
esta manera a ofender a su rey.”

“Por la vida del sol, su majestad, no creo que el ha-


blar con la verdad a un superior sea una ofensa. Cuando
menos, eso es lo que me han enseñado mis maestros en el
calmecac. Mi nombre es Cuauhtémoc, y soy hijo del difunto
emperador Ahuizotl y de la reina Tlilalcapan,” contestó el
muchacho imperturbable, sin sentir temor ni desmayo, ni
dejarse amilanar por el Chihuacóatl.

“No sobrevivirías ni un día en la casa de los yao-


yizques,” dijo Cuitláhuac, con una mueca que semejaba una
sonrisa. “Cualquier guerrero al primer embate te arrancaría
la cabeza de un mandoble, o te reventaría el cráneo de un
macanazo. Eres muy joven aún.”

Cuauhtémoc no se inmutó. No le tembló ni una pes-


taña, ni se le desinfló el aplomo, al hablar a los tres hombres
más poderosos del imperio, con un denuedo increíble, que
rayaba en el desprecio por la vida misma. Quizá en ese
momento, ni siquiera él sabía que poseía ese valor, y menos
de dónde le venía, pero sin duda le brotaba y se alzaba en
rebelión al asalto de todo su ser, desde lo más hondo de su
alma, gracias a la legión de guerreros y reyes que palpitaban
en su linaje.

“He aprendido a defenderme,” insistió el joven.

Moctezuma y Cuitláhuac se miraron en silencio, al


enterarse de que el muchacho era su sobrino. El rey caminó
hacia una ventana para echar una ojeada a la sombra que

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proyectaba el gnomon de piedra sobre la escala del reloj so-


lar en el patio. Por el tiempo que la sombra marcaba, ya era
el momento de partir a la plaza, ya que faltaba menos de una
hora para el mediodía. Se miró en un espejo de piedra obsi-
diana pulida para aprobar su atuendo, después frunció el
entrecejo y empezó a caminar hacia las puertas dobles del
salón ricamente adornadas con decoraciones de oro.

“Enciérrenlo en una celda en tanto decido qué clase


de castigo merece,” ordenó Moctezuma a los guardias, ante
la mirada incrédula del Chihuacóatl, que parecía echar
lumbre por los ojos. “Algún castigo que no sea tan sencillo
y aburrido como ese que ya tantas veces hemos presenciado
gracias a Tlacótzin,” terminó de decir con cierto sarcasmo,
al detenerse un momento. Con una mirada glacial y domi-
nante, acalló el intento de su segundo por imprecar su
decisión, quien seguía mirando al joven con encono apenas
velado.

El monarca y sus subalternos abandonaron el recinto


en silencio, tejiendo sus pensamientos en torno a la escena
que acababan de presenciar. Caminaron por los amplios pa-
sillos de mármol negro pulido, cruzando por salones largos
y silenciosos hacia el exterior del palacio, donde los esperaba
ya dispuesta la litera real. Cuatro altos dignatarios pala-
ciegos, que vestían mantos de algodón casi tan elaborados
como el de Moctezuma, se unieron a la comitiva en silencio.
Delante de todos ellos caminaba un heraldo pregonero que
llevaba en alto el cetro imperial, y que consistía en una va-
rilla de oro con el símbolo nacional del águila, el nopal y la
serpiente labrado en la punta, como insignia de la alta dig-
nidad y majestad del emperador.

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KUKULCÁN

EPISODIO 4

Jerónimo de Aguilar jamás había escuchado la Santa


Misa con tanta emoción, ni había rezado con tal devoción,
como lo hizo esa primera tarde, cuando regresó con los
suyos. La expedición española improvisó un altar, levan-
tando tan sólo una gran cruz de madera en lo alto de una
duna, sobre la arena de la playa de la isla de Cozumel. El
padre Bartolomé de Olmedo ofició la misa, y fue auxiliado
por el clérigo Juan Díaz, los dos únicos representantes de la
Iglesia que iban acompañando a la expedición.

Todos los hombres del campamento se acercaron al


oír el llamado a la misa, que se hizo mediante una pequeña
campana que colgaba de un tripié de madera. Hincados ora-
ron con fervor, pidiendo a su Dios protección en las aven-
turas, penurias, y quebrantos, así como victorias y riquezas,
que les esperaban en esa expedición hacia lugares desco-
nocidos para ellos, en esas tierras misteriosas de las Indias.

Aguilar gozaba con hondo placer cada detalle de la


ceremonia religiosa, como si volviera a un viejo y conocido
remanso tibio, feliz de sentirse de nuevo en el ambiente que
más le había atraído desde su infancia. Disfrutaba con delicia
esa sensación suave y tierna de volver al redil del rebaño hu-
mano al cual pertenecía. Sabía de antemano que aunque la
mayoría de esos hidalgos, soldados y marineros no serían del
todo afines a él, debido a que no desconocía que casi todos
los hombres que se embarcaban a las Indias eran una tropa
de bellacos que en mayor medida lo hacían buscando rique-
zas fáciles, o por la vanidad impertinente de añadir lustre a
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KUKULCÁN

sus blasones, cuando menos compartían con él la misma fe


y rezaban al mismo Dios que desde las alturas, de seguro
desplegaría su manto protector para resguardar a esta expe-
dición.

Aunque Aguilar sabía que los indios del Nuevo Mun-


do también esperaban el regreso del mismo Dios al que los
hispanos invocaban en ese momento, por alguna misteriosa
razón nunca se pudo sentir igual con ellos. Había algo indes-
criptible, eso que hace que un hombre se alinee y se sienta
en su hogar y con los suyos. Era posible que fuera el idioma,
el color de la piel, la ropa, alguna de seda, otra de terciopelo,
la voz del sacerdote en su idioma natal, el tañer de la
campana, el olor de la cera de los cirios derritiéndose, o el
de la cebolla asándose en la lumbre, el resoplido y los relin-
chos de los caballos, o el tintineo de los arreos de acero, o
inclusive el tufo de los cuerpos humanos sin bañar. Aunque
pensaba que tal vez solo sería la nostalgia saciada de haber
esperado y soñado con este momento por tanto tiempo.

Cada una de las palabras del padre de Olmedo le


transmitía una multitud de emociones por tanto tiempo espe-
radas. Cuando oyó las palabras para la consagración de las
hostias, y al momento de recitar el Credo, sentía que toda la
verdad y la magnitud de la redención de Cristo le resonaba
en la mente más clara que nunca, al haber sido testigo de los
nefandos sacrificios humanos que muchas de las naciones de
aquellas tierras practicaban con fines religiosos, en lo alto de
sus pirámides.

Cavilaba con serenidad, sabiéndose observado por


todo el campamento y tratando de ocultar con su impa-
sividad todo lo que le bullía por dentro. Entretanto, la luz del
sol que se ponía, les daba en las espaldas a los congregantes,
pero de frente a los frailes y a la cruz de madera, y ese efecto
elevaba el impacto de la índole escénica en su alma. Se pre-

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KUKULCÁN

guntaba si sus ahora compañeros de expedición, y si los


mismos religiosos que oficiaban la misa, podrían compren-
der a cabalidad, como él podía comprenderlo, por qué Dios
no quiso impedir la muerte de su hijo unigénito, pero ahora
veía y entendía el plan perfecto de Él para salvar a su cre-
ación del lado del mundo donde se encontraba. Jesús había
entregado su vida para redimir a toda la humanidad, de todos
los confines del planeta, que de otra manera no se hubiera
salvado.

Al momento del sacramento de la eucaristía, y al


sentir de nueva cuenta el sabor del pan y el vino en su boca,
con el alma henchida y obnubilado por la devoción, Aguilar
se quebró ya sin barreras, y todo ese tumulto de emociones
encontradas, plenas de esa alegría que aprieta el alma y besa
al espíritu, derribaron cualquier vestigio de fortaleza interior
que le quedaba, haciéndole arrodillarse y llorar sin tapujos.

Varios hombres tuvieron que levantarlo, tomándolo


de los brazos, tal vez al comprender la emoción que debía
sentir un hombre después de haber desafiado peligros homé-
ricos por tantos años y haber salido con bien de su odisea
para volver a la senda de la cristiandad.

Después de la misa, Cortés invitó a Aguilar a su


tienda a cenar, mientras que algunos pajes terminaban de
instalar el andamiaje de palos para habilitarle su propia
tienda, en donde podría descansar por el tiempo que perma-
neciesen en esa isla. El mismo general le había prestado
algunas de sus ropas y unas calzas de cuero con agujetas,
para que el ex náufrago se vistiera, mientras Martín Valdívia,
el sastre de la expedición, le confeccionaba camisa, medias,
jubón, caperuza, alpargatas, y zaragüelles a su medida. Afue-
ra, la noche estaba cayendo y muchas pequeñas fogatas
empezaban a refulgir por doquier. La luna iluminaba con su
pálido manto a todo el real, que se preparaba para pasar la

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KUKULCÁN

noche. Dentro de la carpa, Jerónimo de Aguilar era inte-


rrogado por el propio general y algunos de sus hombres,
acerca de sus vivencias en todo ese tiempo que estuvo per-
dido en tierras mayas.

El estar sentado en uno de los lados de la mesa de


madera rectangular para ocho, a mediación, junto con otros
siete y otros tantos sentados cerca: en sillas, taburetes, y
donde pudieran, le hizo recordar la escena de la última cena
del Señor, según la tenía en su mente. Ajeno a ese pen-
samiento, el general estaba sentado en una de las cabeceras,
en un sillón de cadera con asiento y respaldo de cuero y
ropeta de felpa. El recién llegado volvió a saborear con gusto
los alimentos típicos que se degustaban en las expediciones
españolas: bizcocho de trigo, queso, carne de cerdo y de res,
arroz, vinagre, aceite, tocino, garbanzo y aceitunas. Todo
acompañado con vino y agua. Varios mozos les sirvieron la
cena a los capitanes en escudillas de madera, y en vajilla de
loza al general y a Aguilar. Cortés de desvivía tratando de
agasajar a su huésped de honor, invitándolo a probar los
alimentos, mientras que él mismo le escanciaba el vino en
un cubilete de plata, que el ex náufrago rechazaba, por
sentirse que había perdido su capacidad de procesarlo sin
emborracharse de pronto.

Después de yantar, Aguilar se enteró sobre la forma


en que se supo en Cuba de su existencia. Un indio capturado
en una expedición anterior, llamado por los españoles Mel-
chorejo, fue llevado a la isla, donde aprendió suficiente cas-
tellano para poder explicar lo que sabía: que por rumores que
corrían entre los pueblos mayas, un cristiano, o posiblemente
dos, tenían años viviendo en el Mayab.

“En España y en Italia le han empezado a llamar a


este continente América, pero me gustaría oírlo de ti, Jeró-
nimo. ¿Es realmente tierra firme? ¿O es tan sólo una gran

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KUKULCÁN

isla, más grande que las ya conocidas?” le preguntó el ge-


neral.

“Les puedo asegurar que es una territorio más grande


que toda Europa junta. Es un gran continente,” respondió
Aguilar.

Los hombres de Cortés murmuraban escépticos, aun-


que emocionados por lo que oían, al ser todos ellos aven-
tureros, y al saber que vivían tiempos inéditos en la historia
de la humanidad. Cuando Europa apenas había descubierto
que el planeta parecía ser redondo como una bola de cañón,
pero tan vasto y diverso, que parecía que nunca acabarían de
seguir encontrando más vastedad y diversidad, en tanto indi-
viduos valerosos como ellos lo siguieran explorando. E in-
clusive ellos estaban seguros de que, al encontrar esas
maravillas, el planeta volvería a ofrecerles nuevas fronteras
que conquistar.

“En una especie de bibliotecas que tienen los mayas,


existen mapas y cartas donde están dibujadas todas los terri-
torios que componen este continente. Cuba es sólo una isla
pequeña que forma parte de estas tierras.”

Cortés echó una mirada a sus capitanes. “Entonces


tendremos que conquistar un continente… ¡Tendremos que
conquistar América!”

Los oficiales Francisco de Lugo y Alonso de Ávila


celebraron con discreción el apunte de su general, no poco
desconcertados, y levantaron sus copas de vino sin gran
entusiasmo. Los otros capitanes se mantuvieron quietos.

“Pero dime Jerónimo, ¿cómo pudieron los indios ha-


cer mapas de un continente, si no tienen embarcaciones
capaces de navegar los mares?” Cortés insistió.

17
KUKULCÁN

“Al parecer sí las tuvieron en la antigüedad. Hace


muchos años estos lares fueron poblados por una civilización
muy avanzada. Los antiguos mayas eran gente muy inte-
ligente que construyó maravillas increíbles. No son indí-
genas que viven en la barbarie, como los que encontramos
en las islas, y todo lo que les voy a contar de ellos sé que es
verdad, porque lo leí en muchos de sus libros sagrados,
aunque también sé que para ustedes no es tan fácil de
aceptar.”

“Me gustaría que me contaras todo lo que sabes


acerca de esos mayas, o de sus ancestros. Toda la infor-
mación será muy bienvenida,” remató el general.

“¿Acaso es que quieres que te cuente todos los


detalles de mi estancia en estas tierras?”

“Desde el primer día que llegaste aquí,” agregó Cor-


tés.

“Esa será una historia muy larga, se los advierto. Una


historia de casi nueve años.”

Cortés encogió los hombros. “Ya cenamos y hay


mucho vino, así es que tenemos toda la noche y el día de
mañana. Y también pasado mañana, y los días que sean nece-
sarios. Te escuchamos.”

El oriundo de Écija habló, tratando de evocar bellos


pero lejanos recuerdos con su mirada que parecía perderse
en la llama de una vela que chisporroteaba tratando de
mantenerse encendida, pues el pabilo estaba casi acostado en
la cera y despedía volutas de humo que se elevaban al techo.

“Esta región maya tienen un no sé qué atractivo y


enigmático y están colmadas de bellezas inefables. Estos

18
KUKULCÁN

años que he pasado aquí, me han sorprendido y han des-


pertado mi curiosidad e interés de manera increíble. Estos
ojos míos han visto infinidad de maravillas como pirámides
gigantescas, cientos de bajorrelieves, pinturas, monumentos,
columnas, códices; en fin, no sólo toda la historia de sus
hechos, sino la de sus costumbres públicas y privadas, sus
ideas religiosas, sus conocimientos astronómicos, su crono-
logía y sus supersticiones, su organización política y, en una
palabra, el conjunto de su civilización.”

El hombre hizo una pequeña pausa.

“Pero la más grande maravilla, y enigma a la vez, de


todas las que conocí, fue un dios que vivió entre los antiguos
mayas en los tiempos más remotos de su historia, cuando se
fundaron las primeras ciudades en su honor. Él fue un dios
maravilloso que les enseñó el camino del bien y del amor al
prójimo. Los sacó de la oscuridad en que vivían y los indujo
a crear grandes monumentos, a perfeccionar las ciencias y
las artes, la agricultura y la pesca. Un día, él partió por el mar
en su embarcación hacia Levante, hacia Europa, prome-
tiéndoles que en un futuro regresaría.”

Aguilar hizo otra pausa, más larga, para respirar


profundo antes de continuar.

“Fui confundido con ese dios desde el día de mi


captura, poco después del naufragio. Él era un dios de piel
blanca como la nuestra, y tenía barba como la mía. Los na-
turales de este continente carecen de vello corporal y tienen
la piel oscura como los indios caribes de Cuba.”

En las caras de los hombres de Cortés advirtió una


mueca que parecía ser una sonrisa con ribetes de burla.
Adivinando que la razón debía ser la peculiaridad de su his-
toria de carácter mesiánico, que seguramente en ese momen-

19
KUKULCÁN

to les sonaba a dislates o a fábula, no les prestó atención y


continuó relatando sus experiencias.

“Y créanme, porque lo que digo es cierto; repre-


sentando a ese dios recorrí varias de las ciudades donde se le
adoraba. Conocí sus templos y a los sacerdotes que en ellos
residen. De esa manera pude confirmar su existencia en los
muchos grabados y escritos que hay en todas las ruinas de
grandes monumentos y edificios de estas tierras, por lo que
les puedo asegurar que este dios blanco y barbado, en rea-
lidad sí vivió entre los antiguos mayas.”

“Por favor Jerónimo,” dijo el capitán Gonzalo de


Sandoval. “No nos digas que has creído semejante historia
absurda de estos indios. Además, me habrás de perdonar,
pero no te imagino como un dios adorado por esos paganos.”

El resto de los lugartenientes intercambió miradas


divertidas y luego empezó a reír sonoramente, mientras que
en el rostro de Cortés se reflejaba sorpresa.

“Les estoy diciendo la verdad. Les puedo asegurar


que esos indios no son paganos, bueno, al menos, no todos
ellos,” continuó Aguilar.

“¿Y qué clase de dios era usted, bueno o malo?”


preguntó el capitán Alfonso Hernández de Portocarrero en
tono socarrón. “¿Se comía usted a sus víctimas? ¿Se incli-
naban ellos ante su sagrada presencia?”

“Sé que es muy difícil para ustedes entender esto. Lo


fue para mí por varios años. Pero este dios es llamado Kukul-
cán por todos los indios que viven en tierra firme y ellos lo
representan en sus dibujos y en sus imágenes como una ser-
piente emplumada.”

20
KUKULCÁN

Los capitanes se quedaron confundidos por un


instante, con los ojos muy abiertos en espasmo, hasta que
otra carcajada general explotó, e interrumpió la explicación
del recién llegado. Un pedo muy sonoro y largo que algún
capitán dejó escapar, agregó todavía un motivo más de joco-
sidad para hacer la carcajada más extensa, que hasta puso
lágrimas en los ojos de algunos, e inclusive hizo que el hom-
bre que les explicaba sonriera.

“¡Silencio!” resonó la voz de Cortés en un grito mar-


cial. “Déjenme solo con Jerónimo,” ordenó el general.

Los oficiales titubearon por un momento, apenados


unos por su proceder, hasta que oyeron el segundo grito de
Cortés.

“¿Acaso están sordos?” reiteró con voz estentórea el


exacerbado general.

Cuando Aguilar y Cortés se quedaron solos, y


mientras aún se escuchaban a lo lejos las risillas de los capi-
tanes al alejarse, el general también despidió a sus pajes
personales y luego se disculpó por la conducta de sus
hombres.

“No señor, la culpa es mía, porque lo extraño de mi


historia fue la causa de todo esto. No era mi intención
hacerlos reír, ni a ti hacerte enojar,” dijo Aguilar.

“Jerónimo… no sé si me equivoque, pero no te veo


pasta de soldado o marinero.”

“Y no soy ninguna de las dos cosas, general.”

“¿Entonces?” preguntó Cortés extrañado.

21
KUKULCÁN

“Como un hombre de la Iglesia, acompañaba a la


expedición que naufragó.”

“¿Eres fraile?” preguntó Cortés, felicitándose


mentalmente por su agudo instinto de observación, al haber
notado en él la falta de la normal reciedumbre que tienen los
hombres de armas.

“Sólo recibí las órdenes menores. Ingresé a un


seminario cerca de Córdoba en mis años mozos, cuando me
di cuenta de mi verdadera vocación hacia la fe cristiana.
Quería ser sacerdote. Aprendí las Sagradas Escrituras y es-
taba convencido por completo, que lo mío era seguir una
vida como representante de la Iglesia.”

“¿Y qué sucedió?”

“Al cabo de algunos años de vida monasterial conocí


también la verdadera naturaleza humana. Supe que no todos
los hombres que viven dentro de la Iglesia obran de acuerdo
con los preceptos cristianos. Eso provocó un gran desen-
canto en mí. El colmo ocurrió cuando fui obligado a testi-
ficar un auto de fe, ordenado por la Santa Inquisición. Mon-
señor de Torquemada, el gran inquisidor, pasó por Sevilla
buscando infieles a quienes muchas veces se les acusaba por
simples sospechas de herejía o por practicar en secreto la
religión judía o islámica. Los pobres infelices eran conde-
nados a los tormentos más crueles, y si eran afortunados,
morían pronto en la tortura o en las hogueras de castigo.”

“Creo que empiezo a entender.”

“Abandoné mi carrera y no fue sino hasta que decidí


venir a las Indias a tratar de predicar el evangelio a mi ma-
nera, cuando encontré la paz interior que estaba buscando.
Mi intención era ayudar a los conquistadores de los nuevos

22
KUKULCÁN

territorios a esparcir la palabra de Cristo, una vez que


aprendiera el lenguaje de los nativos. Yo quería servir a Dios
de esa forma. Ahora pienso que nunca debí dudar de la
Iglesia que Jesús mismo construyó. Podrá tener muchas
fallas, ya que está compuesta por hombres comunes y peca-
dores como nosotros, pero todo eso lo debe haber previsto
Jesús mismo. Él debe haber sabido que no puede haber un
organismo en la tierra que sea perfecto, ya que la perfección
sólo la pueden alcanzar Él y su padre santísimo, el creador
de todas las cosas, y en eso estriban sus enseñanzas. Pero
entonces era yo muy joven y no me daba cuenta de mi error,
debí continuar mis estudios, y una vez terminados, tratar de
cambiar la Iglesia desde adentro, no como lo intenté. Ahora
sé que el actuar en nombre de Dios, pero fuera de su Iglesia,
a la larga desencadena muchos cultos antagónicos que ori-
llan a la destrucción de las religiones. Así sucedió en Teoti-
huacan y en las tierras mayas, por eso esas civilizaciones no
existen más.”

Sin entender muy bien a lo que Aguilar se refería,


Cortés buscó algún comentario adecuado a la plática. Recor-
dando sus propios extravíos de juventud, el general habló.

“Bueno, todos cometemos errores cuando somos jó-


venes. Yo también tuve que abandonar mis estudios en la
Universidad de Salamanca, pero fue por otros motivos, tú
sabes, líos de mujeres. Pero por favor, vamos a olvidar ese
penoso momento con mis capitanes. Anda, sígueme con-
tando tu historia, que en verdad la encuentro muy intere-
sante. ¿Por qué ese dios maya es tan importante para ti?”
preguntó Cortés, al tiempo que se servía otra copa de vino.

“Porque en verdad creo que nuestro propio Dios…”


Aguilar hizo una pausa, para que Cortés pusiera atención
absoluta a lo que iba a decir, “…fue quien vivió entre estos

23
KUKULCÁN

indios durante algún tiempo de su juventud, antes de iniciar


su odisea final allá en Tierra Santa.”

“¿Que?”

“Sí general, como lo oyes. Casi puedo asegurar que


la serpiente emplumada que los indígenas adoran es el hijo
de Dios.”

“¿Qué estás diciendo? no te entiendo,” dijo Cortés


balbuceando. “¿De qué estás hablando?”

“Estoy hablando de nuestro Señor Jesucristo. Es el


mismo dios que los mayas llaman Kukulcán.”

Cortés se demudó y quedó estupefacto, mientras sen-


tía que un escalofrío recorría su espina dorsal. En ese mo-
mento, la copa cayó de su mano, y así, como petrificado, no
movió uno sólo de sus músculos hasta que el aliento volvió
a su cuerpo.

Transcurrieron unos momentos, mientras que ambos


hombres permanecieron en silencio. Todavía ofuscado y con
los ojos desorbitados, Cortés veía los cristales quebrados en
el suelo, mientras que Aguilar intentaba estudiar el rostro del
general, el cual, iba empalideciendo con el paso de los se-
gúndos, quizá porque no podía dejar de preguntarse si la sa-
lud mental de su interlocutor estaba seriamente quebrantada.

“No sé qué decir. Me has dejado sin habla, y estoy


un poco borracho,” murmuró Cortés. “Imagino que lo mejor
ahorita es retirarnos a descansar y mañana podremos con-
tinuar esta charla.”

Aguilar asintió, como si ya esperara esa reacción.

24
KUKULCÁN

“Creo que es buena idea, porque yo también estoy


muy cansado. Me vendrá bien irme a dormir en la paz de
Dios,” dijo Aguilar, mientras daba un medio bostezo de ca-
mino hacia la puerta.

“Jerónimo,” lo llamó Cortés, haciéndolo detenerse


en la penumbra del vano de la puerta, “acerca de esto, no di-
gas una palabra a nadie, mucho menos a mis oficiales o a los
frailes, porque te mandarían quemar vivo esta misma noche.
Vamos a hacer de esto nuestro secreto.”

“Como ordenes, general,” sonrió Aguilar y salió de


la carpa.

25
KUKULCÁN

EPISODIO 5

Al salir a la calle Moctezuma, se cernió un silencio,


poblado en parte por el miedo, pero también por el respeto a
la dignidad del rey. Toda la gente a su alrededor hizo una
genuflexión en respeto a su augusta majestad, excepto los
portadores de dos grandes palios de plumas que se acercaron
para cubrirlo del sol. Los palios también servían de mos-
queadores. Esos varios cientos de personas que se hallaban
presentes parecían percibir algún enigmático poder que
emanaba de su teo tecuhtli, y por esa razón se acercaban a
él. Detrás de un nutrido grupo de guerreros de la guardia
particular del emperador, todos tenían la vista clavada en el
suelo, y así ocultaban sus rostros encendidos de emoción por
estar tan cerca de él, sin atreverse a verle la cara, como lo
ordenaba la regla. Hacía un clima templado, casi fresco, a
pesar del sol que iluminaba a Tenochtitlan, y que se asomaba
entre nubes blancas que parecían estar posadas en una capa
invisible que las mantenía a flote en la bóveda celeste a la
altura de los picos de los volcanes.

El rey caminó sobre una alfombra azul ribeteada, y


subió a un palanquín adoselado que lo transportaría hasta el
teocalli mayor, donde habría de oficiar la ceremonia del
triunfo del ejército de la Triple Alianza.

La litera imperial, toda una obra maestra de los más


grandes artistas del Anáhuac, estaba compuesta por un piso
de lámina gruesa de oro macizo labrada, y sujeta a los lados
por dos largas varas de plata, con ornamentos de oro en las
puntas, también trabajadas con gran maestría, las cuales so-

26
KUKULCÁN

bresalían al frente y atrás, donde eran sujetadas por los


guerreros atléticos, quienes la sostenían en el aire. En el piso
de la litera se ubicaba el asiento de madera, forrado por
cojines de algodón bordados en su exterior por plumería fina,
y rellenos en su interior de plumaje no tan fino. Las partes
de madera no forradas, el respaldo y las patas, estaban vis-
tosamente aderezadas con una profusión de perlas y piedras
preciosas. Cuatro pilares labrados en oro macizo imitaban
las esculturas de la serpiente emplumada descendiente, que
abundaban en los edificios por todo el Anáhuac: la cabeza
de las serpientes tocaba el piso, dos de ellas miraban hacia
atrás y dos hacia adelante, tenían las fauces abiertas ense-
ñando su lengua bífida. El resto de sus cuerpos fungía como
columnas que eran la base de donde se sostenía el dosel de
algodón tapizado con diferentes labores de pluma sobre-
puesta con tal disposición, que centellaba al sol con destellos
que parecían tornasoles de seda. Del armazón que sostenía
el toldo, colgaban cortinas de mantos que protegían la pre-
sencia imperial casi sagrada, de la vista del vulgo.

Las otras seis literas que seguían a la del rey eran un


poco más austeras, pero denotaban también el abolengo de
sus pasajeros. Todas ellas parecían flotar entre el mar de gen-
te, y así emprendieron la marcha hacia el teocalli. Al pasar
la comitiva, los curiosos volvían a ponerse de pie mirando
tan sólo de lejos y con morbo el majestuoso palanquín que
albergaba en su interior al hombre que había sido divinizado
por la gente del pueblo, mortales comunes, de tal manera que
era visto como un semidios y el lazo más cercano que los
unía con el sol y con sus dioses.

Después, lo siguieron a la plaza mayor como estela


humana, para unirse a la masa de gente que por todo el cua-
driculado de las avenidas de la ciudad iba espesándose y
convergiendo alrededor de la pirámide mayor, donde gran

27
KUKULCÁN

gentío se congregaba ya. Todo Tenochtitlán cantaba rego-


cijo.

A través de las cortinas de la litera, el emperador


observó la espléndida visión del populacho que se había con-
centrado ese mediodía. Olas de seres humanos, formaban
una multitud densa y abigarrada, semejando un campo de
color donde contrastaba el blancor de los huipiles de las
mujeres, bordados con hilo de algodón de toda suerte de
colores chillantes en cuello y mangas, y los que hacían una
policroma maravilla, con el fondo negro ébano de sus
cabellos y el cobrizo de las pieles de los hombres, ya que
muy pocos cubrían sus torsos con el manto de algodón tra-
dicional debido al día soleado. Sentimientos inefables y una
luminosa fascinación parecían inundar el alma del rey. La
emoción se hacía mayor porque atrás de la gente que des-
bordantemente llenaba la plaza, resaltaba la imponente pi-
rámide blanca del templo mayor, que por su magnificencia,
enorgullecía tanto a él como a todo su pueblo.

Lo había mandado remodelar sobre la construcción


anterior al inicio de su reinado, como lo habían hecho a su
vez los monarcas que le antecedieron; por lo que, en esa épo-
ca, el gran basamento escalonado, coronado en lo alto por
las casas del dios de la guerra, Huitzilopochtli, y del dios de
la lluvia, Tláloc, era el edificio más alto y admirable del
único-mundo.

Con ademanes y movimientos suaves y tranquilos


Moctezuma bajó de la litera apoyándose en dos de sus hijos,
y con paso digno se encaminó a la escalinata de mármol que
lo llevaría al atrio de la pirámide. A su paso, varios vasallos
le iban tendiendo tapetes azules para absorber el rumor de
sus pasos, y con el fin de que sus pies no se posaran en la
tierra que pisaban los simples mortales, por ser indigna de
sus huellas. Esos hombres hacían ese trabajo con tal destreza

28
KUKULCÁN

milimétrica, que parecía que esa había sido su única función


en toda su vida.

Pasó frente a varias decenas de guerreros principales


que, con altivez, vestían sus trajes de gala en la forma pres-
crita para la ocasión, al tiempo que todos ellos se inclinaban
en profunda reverencia ante el paso de su señor. Los que
traían penacho, rozaban el suelo con las plumas de sus toca-
dos.

Con prestancia, los caballeros cuahutli presumían


sus trajes de plumas que mimetizaban a las águilas y cubrían
el cobre brillante de la piel de sus torsos. Usaban máscaras
de cabeza de esa ave con el pico abierto, por donde se veían
sus rostros requemados por el sol de los días de campaña.
También lucían magníficos los caballeros ocelotl, con sus
trajes de piel y máscaras de jaguar. Todos ellos eran los cam-
peones de mayor rango del ejército azteca, los más fieros y
efectivos en haber capturado la mayor cantidad de prisio-
neros, cuyas vidas se ofrecían como humilde ofrenda de reci-
procidad al astro de donde proviene la vida, y por con-
secuencia, todo lo demás: el sol. El rey se instaló en un
estrado preparado para él. A uno de sus lados se instaló el
Chihuacóatl, al otro, su hermano Cuitláhuac.

Se hizo un silencio total cuando el orador oficial del


monarca con un ademán levantó una varilla de oro con su
brazo derecho. Siguiendo los preceptos rígidos, callaron los
caracoles y los tambores, así como toda la gente, debido a
que ninguna de las personas civiles, soldados, o sacerdotes
concentrados en la plaza, que sobrepasaban las cincuenta mil
almas, podía hacer el más mínimo ruido que rompiera el
silencio absoluto que debía imperar siempre que hablara la
voz divina del huey tlatoani; ya que quien lo hiciera, sería
ejecutado en las fiestas de la diosa del silencio. Las madres
jóvenes se aseguraban de tapar las bocas de sus bebés recién

29
KUKULCÁN

nacidos y los niños más pequeños, para evitar una


involuntaria contribución a las arcas de víctimas en la casa
de los sacerdotes, que siempre estaban ávidas de recibir más
personas para ofrendar.

Con voz firme y grave Moctezuma empezó a


pronunciar su discurso, aunque hablaba en voz baja, ya que
tenía un repetidor oficial de sus palabras, y era el único
facultado para oír su voz, y cuya función era hablar fuerte,
casi a gritos, para que el mensaje del emperador pudiese ser
escuchado por el resto de la gente.

“Naciones del imperio azteca, orgullosos estamos de


nuestros hijos y de nuestros hermanos, los guerreros mexicas
y los guerreros de los ejércitos aliados de nuestra Triple
Alianza. Esta gran victoria viene a sumarse a la larga cadena
de peldaños que hemos escalado desde que nuestro abuelo,
Tenoch, fundara esta ciudad, después de traer a nuestra raza
peregrinando desde el lugar de las garzas níveas, el legen-
dario Aztlán. En esta isla, Tenoch encontró el símbolo del
águila posada en un nopalli devorando una serpiente, sím-
bolo que nuestros dioses le habían pedido encontrar para
fun-dar una ciudad… para fundar un imperio. Este imperio
lo recibimos de nuestros abuelos, y ellos de los suyos, para
engrandecerlo siempre.” Moctezuma hacía pequeñas pausas,
esperando que el repetidor oficial terminara de pronunciar
sus últimas palabras.

“Sé que todos nuestros ancestros estarán hoy


orgullosos viéndonos desde el Mictlán. Sobre todo, nuestros
anteriores señores: Ahuizotl, Tizóc, Axayácatl, Izcoátl,
Nezahualcoyotl, Tlacaelel.” El monarca hizo otra pausa.

“Yo, Moctezuma Xocoyotzin, máximo teo tecuhtli y


huey tlatoani de todo el Anáhuac, me siento muy honrado en
dirigir los destinos de este pueblo, que se ha construido con

30
KUKULCÁN

la arcilla de nuestra isla de Tenochtitlán y amasado con la


sangre de nuestros enemigos; con apego siempre a nuestras
leyes y a los valores que nos infundieron nuestros dioses y
nos heredaron nuestros ancestros. En esta ocasión solemne,
y cuando todavía festejamos el triunfo de una guerra, les
anuncio que de inmediato se empezarán los preparativos pa-
ra sojuzgar alguna otra nación que aún no se encuentre so-
metida a nuestra grandeza. Así, seguiremos cumpliendo las
metas trazadas desde el día de mi coronación: ¡que el señorío
azteca sea el pueblo dominante del único-mundo y no exista
nación alguna que no esté bajo el mando de nuestro imperio!
Que empiece la fiesta.”

Una vez que el repetidor terminó el discurso, y


después de la explosión de júbilo de la gente, su vara de oro
dio la señal de inicio y el inmenso tambor del teocalli em-
pezó a tocar la marcha de la victoria. Su poderosa percusión
espantaba a los niños pequeños, porque sentían en sus cuer-
pos la presión de cada golpe que daba, mientras que a los
adultos, su tañer les llenaba de regocijo, ya que parecía ser
el palpitar del gran corazón que su ciudad era para el mundo
entero.

El primero de los eventos consistía en un bailable


ejecutado por hombres atléticos y hábiles, con el pelo teñido
de morado y ataviados con taparrabos elegantes, quienes
realizaban sus movimientos rítmicos con gran sincro-
nización. Sabían que si cometían algún error, podrían ser
despellejados y azotados en uno de los ya acostumbrados
arranques de ira de su monarca, o del Chihuacóatl.

Siguió otro bailable con los mismos hombres, quie-


nes se hicieron acompañar por algunas bellas doncellas con
el cabello teñido de rojo y recogido en trenza. Eran esbeltas,
y sus cuerpos, que parecían haber sido esculpidos por un
artista, delataban la tremenda disciplina a que debían some-

31
KUKULCÁN

terse en su anhelo por alcanzar las casi inaccesibles cúspides


de la perfección. Sus formas y sus músculos sudorosos
reflejaban la luz del sol con miles de destellos en su piel de
bronce con cada contorsión que realizaban al compás del
ritmo de la música, como si respondieran a una especie de
energía que parecía surgir del suelo, y que les subía cuerpo
arriba activándoles todos los nervios que pasaban por sus
caderas anchas, sus brazos ondulantes, sus pechos enhiestos,
sus cuellos de cisne, como si fuera un incendio fluido de
ritmo que al llegar a sus cabezas estuviera siempre a punto
de estallar para propagarse a todos los circunstantes.

La muchedumbre los observaba arrobada y con una


fascinación de donde surgían emociones realzadas por la
presencia del huey tlatoani, que la hacían ondular como un
mar revuelto. Admiraban embelesados la crispación de los
músculos de los danzantes en cada movimiento perfec-
tamente sincronizado con el de los otros, al tiempo que sus
facciones y sus ojos entornados no dejaban entrever la más
mínima emoción y sí un mucho de concentración. Al fondo,
un coro empezó a cantar, para acompañar los tambores y
flautas, una monodia que hablaba de la magnificencia del
imperio y la grandeza del emperador.

Las muchachas, que eran consideradas como las más


hermosas jóvenes de la ciudad, danzaban ataviadas con
blusas y faldas muy ceñidas a sus cuerpos, de color escarlata
fulgurante, con adornos bordados de hilos dorados, como lo
dictaba la moda de la época. Colgando de un cinto de cuero,
una plétora de hebras delgadas del mismo material estaban
cubiertas con pedazos idénticos de caña delgada, separados
unos de otros por nudos en la hebra, y así, formaba una
especie de segunda falda para hacer ruido al chocar las cañas
unas con otras. Este ruido se añadía al que producían unos
cascabeles de semilla de ayoyotl que portaban en sartales
atados en los tobillos de sus pies descalzos, y que agregaban

32
KUKULCÁN

un sonido más noble, como un fleco de música, y que


contrastaba con el rugir del tambor en cada salto que daban
con la gracia de las gacelas. La danza terminó cuando cuatro
bailarines tomaron a una de las mujeres, levantaron su cuer-
po a todo lo alto para caminar en forma circular mientras
ella, en toda su belleza y perfección, fingía estar ida, como
para hacer oferta de todo su ser a su dios, para que después
los guerreros, hincados con una rodilla en el suelo, la
tendieran en sus muslos e hicieran el simulacro de sacrificio
al dios Huitzilopochtli; lo cual llevó al público hasta el
paroxismo.

Tras un breve interludio, siguió otro bailable que


simulaba ser de los soldados aztecas en plena contienda y
ganando la guerra.

Una vez terminada la ceremonia previa al festejo de


la victoria, Moctezuma subió con parsimonia las ciento trece
gradas de la escalera principal que conducía a la plaza su-
perior del gran teocalli, donde lo esperaban los sacerdotes
del dios de la guerra, luciendo su siempre horrenda indumen-
taria.

Al pie de una escalera lateral del edifico, los soldados


custodiaban a los prisioneros del ejército vencido de Coix-
tlahuaca que iban subiendo a la plataforma atados de pies y
manos, y con el ánimo apachurrado al saber el final que les
aguardaba, excepto su jefe guerrero, Cetécpatl, quien fue la
primera víctima. Cuatro sacerdotes lo tomaron de sus extre-
midades y lo recostaron en la gran piedra de sacrificios, que
habían movido a la orilla de la terraza superior para que la
gente del pueblo pudiera presenciar aquel magno evento. El
guerrero, estoico y presto a morir, con la mirada agradecía a
Moctezuma el honor de ser sacrificado por sus manos, en el
altar más distinguido del mundo, y porque su alma encon-
traría la muerte gloriosa y su corazón ardería en fuego sa-

33
KUKULCÁN

grado en honor al dios Huitzilopochtli. El sol estaba en el


cenit y el pueblo expectante. Siendo los aztecas adeptos al
sol, pensaban que el astro demostraba su felicidad también
por la victoria militar de su pueblo, porque en ese momento
parecía brillar con mayor esplendor que de costumbre.

El monarca recibió un enorme cuchillo de obsidiana


con mango de jade enjoyado. De un paso se acercó al
prisionero y, tras refulgir un destello alucinante, provocado
por el reflejo solar en el polvo dorado que la piedra negra
parece tener en su interior, que la hace parecer mágica por
ser más perceptible cuando refleja la luz, le abrió el abdomen
en dos de un certero tajo, abajo del esternón y las costillas.
De inmediato, introdujo su mano por la herida sangrante,
extrajo el corazón de la víctima fuera del pecho, al tiempo
que los sacerdotes cortaban con rápidos movimientos las
venas y arterias que lo sujetaban al cuerpo.

El rey levantó su brazo hacia el sol, con el corazón


del guerrero todavía palpitando en su mano, y la sangre escu-
rriéndo por su antebrazo hasta el codo, mientras el pueblo,
abajo, estallaba de júbilo al ver a su monarca como la imagen
de un dios, con el puño erguido ofreciendo el sacrificio al
dios supremo.

34
KUKULCÁN

EPISODIO 6

Apenas surgió la primera luz del alba cuando Aguilar


oyó los llamados que le hacía Cortés, buscándolo afuera de
la puerta de su tienda. El oriundo de Écija volvía de bañarse
en el mar apacible y medio dormido, ya que en los años que
pasó entre los mayas había adquirido el hábito del baño
diario, y sabía que se sentiría incomodo todo el día si no con-
tinuaba haciéndolo. Dos o tres castellanos que fueron tes-
tigos del raro ritual del baño de ex náufrago lo observaron
extrañados, debido a que ellos, y casi todos los miembros de
la expedición, solo se lavaban algunas partes del cuerpo con
un paño mojado cuando menos una vez por semana, a pesar
de que la mayor parte de su indumentaria estaba hecha de
lana, y los hacía sudar mucho en ese clima tropical.

Debido al bochorno, dos pajes del general enrollaron


y levantaron una de las alas de la tienda, tras guardar la cama
en el almofrej. Después, les llevaron una mesita y dos sillas,
así como agua, té, y algo para desayunar. Los dos hombres
se sentaron y se hizo un silencio azarado, roto sólo por el
zumbido de algunas moscas, hasta que Aguilar decidió ha-
blar.

“Todo empezó desde el naufragio,” dijo pensativo,


viendo el sol radiante que salía detrás de las pequeñas lomas
de la isla de Cozumel. “Habíamos zarpado de Santa María
del Darién dos días antes, y si mal no recuerdo, nos diri-
gíamos a Santo Domingo. Creo que era finales del año 1510
o principios de 1511. La tormenta empezó de forma ines-
perada, y por varias horas navegamos a palo seco a merced

35
KUKULCÁN

de la furiosa tempestad, hasta que la nave no pudo más. Se


quebró y naufragamos. No sé ni como pude salvar el pellejo,
ni porqué estoy aquí todavía y puedo estar hablando contigo
en este momento.”

“De que tamaño era la nave?” preguntó el general


distraído y nervioso, sin saber que decir o por dónde empe-
zar.

“Tendría unos diez y ocho metros de eslora y seis de


manga. De no mucha cala, puesto que la bodega no era muy
grande.”

“¿Cuánta gente había en la carabela?” preguntó


Cortés, mientras miraba el pan de la canasta en la mesa,
tratando de decidir qué tomaría de almuerzo. Escogió al fin
una hogaza recién horneada y rellena de tocino.

“Casi cuarenta,” contestó Aguilar, al tiempo que


tomaba una empanada fría de jamón. “General, no me estás
atendiendo ni entendiendo. En ese naufragio yo me hundí y
casi me ahogué, o mejor dicho, me ahogué. No pude salir a
tiempo a la superficie, abrí la boca y tragué mucha agua… y
me hundí casi hasta el fondo del mar. Estuve así, bajo el agua
por mucho tiempo.”

Cortés miró perplejo a Aguilar. Con asombro casi


místico, le preguntó, “¿entonces cómo es que..?”

“Aún no lo entiendo,” interrumpió Aguilar, contes-


tando a la pregunta obvia. “Lo único que puedo pensar es
que sucedió un milagro que aún no alcanzo a comprender.”
Aguilar hizo una pausa para observar la reacción de su
interlocutor ante sus palabras. “Cuando recuperé el cono-
cimiento, y en medio de la confusión, me preguntaba cómo
era posible que hubiera sobrevivido y despertado acostado

36
KUKULCÁN

en las arenas de esa playa de una belleza extraordinaria. Por


un momento pensé que había muerto y estaba en una especie
de paraíso, pero el dolor de mi cabeza y el de un brazo,
además del cansancio, probaban lo contrario. No sé bien
cómo describirte ese sentimiento.”

“¡No te preocupes! lo haces muy bien. Me describes


de manera brillante tus vivencias y las puedo sentir con
nitidez, como si hubiera estado a tu lado. Por favor, no te
detengas en reseñar todo lo que puedas recordar con todos
sus pormenores,” el general animaba a el ex náufrago a
seguir hablando. “¿Alguien más sobrevivió?”

“Sólo uno más: Gonzalo Guerrero. Él era un hombre


grande y fuerte. No lo he visto desde el día en que fui cap-
turado y él logró escapar. Pero he oído rumores entre los
nativos, dicen que Guerrero vive como uno más de ellos, en
una aldea llamada Chetumal y que está algo alejada de aquí,
como ocho jornadas hacia el sur. Al parecer se casó con una
nativa y tiene ya una abundante familia.”

“¿Cuándo fuiste capturado?”

“Como a las tres o cuatro semanas del naufragio. Nos


escondimos y estudiamos las costumbres de los moradores
del poblado de Tulum. También habíamos observado a los
cazadores y pescadores. Decíamos que sólo hacía falta cam-
biar la pequeña pirámide por una capilla y entonces parecería
que estaba viendo a mi pueblo de Écija. El bullicio del mer-
cado era muy similar al de los pueblos en España, y ya hasta
nos guiábamos por los toques de caracol y tambor que daban
desde lo alto de una torre y señalaban las horas del día, cual
si fueran las campanadas de una torre de cualquier Iglesia
Católica.”

37
KUKULCÁN

Cortés sirvió dos tazas de té y ofreció una a su hués-


ped.

“Una tarde al retirarnos, caminábamos en silencio


hacia nuestro resguardo, cuando de pronto vimos un enorme
jaguar herido que corría veloz hacia nosotros. Al descu-
brirnos, cambió de rumbo y se perdió entre la selva, pero los
cazadores que lo seguían me rodearon en un segundo. No
supe en qué momento Guerrero consiguió escapar, pero
debió haber sido antes de que los indios lo vieran, porque ese
día no fue capturado.”

“¿Y qué te hicieron?” Cortés preguntó intrigado. Sus


dedos sobaban la taza, como contando los surcos en la
cerámica mientras perdía la mirada en las ondas sucesivas de
arena en los médanos de la playa, que parecían intermi-
nables, como si fueran pequeñas olas secas de polvo dorado.

“Fue una reacción extraña,” dijo Aguilar sonriendo,


“porque ellos nunca habían visto a una persona de piel tan
pálida como la nuestra. Ninguno de ellos se podía mover y
nada más me veían como una cosa extraña o un ser sobre-
natural. Pasaron varios segundos, que me parecieron eternos,
antes de que empezaran a murmurar entre ellos en un idioma
extraño para mí.” Hizo una pausa y luego añadió, como
pensando a mitad de su relato, “Yo sólo podía respirar
hondo, tratando de adivinar cuál iría a ser mi suerte en manos
de esos hombres de piel oscura y baja estatura. Sólo vestían
sus taparrabos y sus sandalias de cuero de venado. Sus armas
eran arcos y flechas, además de unas lanzas largas con pun-
tas de piedra negra, que en ese momento me parecieron más
filosas que las más finas espadas de Toledo.”

“Ya me puedo imaginar el terrible momento que de-


bes haber vivido. ¿Luego que pasó?”

38
KUKULCÁN

“Uno de los indios se acercó a mí con cautela, obe-


deciendo las órdenes de otro que era el jefe de la brigada.
Extendiendo un brazo tembloroso, rozó mi hombro en dos
ocasiones, y al ver que no sucedía nada anormal, tocó mi
brazo, y después mi barba.”

Cortés rio bajito al oír la interesante historia. Una


ráfaga de viento con el olor húmedo de las aguas sopló e hizo
que la tienda se hinchara como una vela.

“Luego, traté en vano de sonreír cuando veía


reflejado en los rostros de esos indios el mismo nerviosismo
que me invadía. Sólo pude balbucear tímidamente unas
palabras: Yo… cristiano. De pronto, dos o tres de los caza-
dores cayeron de rodillas vociferando de forma atropellada
toda suerte de vocablos en su idioma, que cuando lo es-
cuchas por primera vez, solo suena muy raro. Poco después,
me indicaron con señas el camino a Tulum, y me llevaron
allá.”

Un guardia se aproximó caminando hasta la mesa


donde estaban, e interrumpió la conversación.

“General, lo buscan los capitanes Montejo y Esca-


lante.”

“Tengo algunas cosas que hacer. Déjame organizar


el plan de acción para hoy,” Cortés se disculpó, “pero más
tarde me gustaría seguir escuchando tus experiencias en
aquel sitio.”

“Será un placer para mí, general,” contestó Aguilar,


mirándolo alejarse a grandes zancadas hacia su caballo que
ya le traía otro paje.

39
KUKULCÁN

⁕⁕⁕
Durante el día, el natural de Écija se dedicó a pasear
entre las calles del campamento, saludando a todos los hom-
bres que se iba encontrando y preguntándoles sus orígenes.
En cada una de sus historias trataba de hallar algún eslabón
que lo uniera con aquel pasado que por años le pareció haber
perdido. Con algunos hombres platicó largo y tendido de los
muchos sucesos que se habían dado en los reinos de España,
así como en Cuba, en todos esos años que estuvo perdido
para la civilización. De esa forma, se enteró que el rey Fer-
nando el Católico murió en 1516 y el hijo del rey Felipe el
Hermoso, nieto de Fernando, era ahora el rey Carlos I del
reino unido de Castilla y Aragón.

Por esas pláticas, que le hacían evocar nostalgias


difusas, Aguilar conoció también la forma en que había
salido la expedición de Cuba. Supo que a Cortés le había sido
dada la venia para comandarla por el simple hecho de ser
compadre del Gobernador, pues por lo demás, antes sólo
había sido un oscuro hacendado con una pequeña enco-
mienda de indígenas en Cuba, y un pobre escribano del
gobierno. Para colmo de males, tampoco contaba con la ex
periencia de las expediciones previas que otros capitanes sí
tenían. Cierto que había ganado el grado de capitán cuando
ayudó a Velázquez a la conquista por demás sencilla de la
isla, pero en muy pocos de aquellos rudos soldados, el ex
náufrago pudo atisbar algún ínfimo destello de admiración
hacia su principal comandante. Al contrario, por los comen-
tarios que corrían entre carpas y corrillos del campamento,
supo que muchos de ellos lo habían estigmatizado como un
advenedizo, cuya posición estaba fincada principalmente en
su buena fortuna, y su astucia de gato, para no desaprovechar
cuanta oportunidad fugaz le presentaba a veces su suerte.

40
KUKULCÁN

Hernán Cortés había estrechado los lazos con el


hombre fuerte de Cuba, después de tener muchas diferencias
con él, las que le costaron algunas noches en la cárcel, de la
cuál escapó varias veces, a raíz de su casamiento con
Catalina Juárez, dama de la aristocracia hispánica. A pesar
de la renuencia inicial de Cortés a cumplir a la joven con su
palabra de honor, después de manchar su honra y robar su
virginidad, el gobernador Velázquez lo forzó a cumplir, so
pena de vivir el resto de sus días encerrado en un calabozo.
El joven, al parecer famoso por sus entusiasmos y por haber
tenido algo más que simples dimes y diretes, sino que
comprobados escarceos amorosos con varias damas también
de alcurnia, tanto solteras como casadas, aceptó el sacrificio
a cambio de una gran hacienda y una posición como
escribano y secretario particular de su nuevo compadre,
puesto que el sagaz mozo invitó a Velázquez a apadrinar la
boda.

Todo indicaba que poco antes de partir la expedición,


el gobernador se había arrepentido de su mandato, como
cuando se enteró que Cortés dilapidaba su fortuna en armar
una expedición, en un principio planeada tan solo para bus-
car la nave de su sobrino Juan de Grijalba, quien no había
vuelto de su expedición, al contrario de los tripulantes de las
otras dos naves, que ya lo habían hecho. Después, cuando la
embarcación extraviada de Grijalba arribó, el plan cambió a
sólo partir para rescatar algo de oro, pero sin permiso de
poblar o conquistar cualquier territorio. Al saber que Cortés
contaba ya con once carabelas y había reclutado más de
cuatrocientos hombres, muchos de ellos de los recién re-
gresados de con Grijalba, y que entre ellos viajaría Cristóbal
de Olid, un muchacho que Velázquez mismo había criado en
su casa, el gobernador sospechó de inmediato la traición que
el sagaz y granuja general tramaba… e inútilmente intentó
detenerlo.

41
KUKULCÁN

Valiéndose de la astucia que nace de la ambición,


Cortés terminó de organizar su empresa, y en flagrante
desacato a la autoridad, persuadió a los emisarios de su com-
padre, quienes llevaban los despachos oficiales que le orde-
naban abortar la misión. Fue así como en vez de dejarse con-
vencer por ellos para cancelar su viaje, los convenció para
unirse a su causa, luego de decirles que una vez que un
ejército está conformado y listo para ir a hacer la guerra en
otra parte, si no se le autoriza a partir, puede tener la pere-
grina idea de empezar a hacer la guerra en su misma tierra, e
inclusive, marchar contra el gobierno hasta derrocarlo. De
esa forma, convirtió a sus seguidores en cómplices de se-
dición y traición, aunque la mayoría de ellos no se enteró
hasta mucho después. Cortés se aseguró de poseer la fide-
lidad de sus oficiales, porque ya no había marcha atrás.
Regresar a Cuba les hubiera significado ser juzgados y eje-
cutados por ahorcamiento, estrangulamiento, o ser quema-
dos en la hoguera, por lo que lo más honorable e idealista era
morir en la lucha por la conquista del Nuevo Mundo, y no
colgados como viles traidores.

Después de atender la misa en la mañana, Aguilar


observó curioso a los veedores de las naves hacer un
inventario de los pertrechos. Aquellos hombres intercam-
biaban información de los bastimentos que había en sus na-
ves con gran responsabilidad, con la intención de contar ba-
rriles de vino, libras de trigo y arroz, pipas de harina, botas
de garbanzos, ristras de ajos, docenas de pescado seco, bo-
tijas de miel, celemines de legumbres secas, barriles de an-
choas, fanegas de almendras con cáscara, jarras de alca-
parras, arrobas de queso, heminas de lentejas, y muchas otras
más vituallas con las que disponía todavía la expedición.
Con meticulosidad anotaban todo en sus libros. En otra me-
sa, los contadores revisaban otros libros en donde constaban
los emolumentos pagados a soldados y marineros hasta de-
terminada fecha. En las mesas también llevaban la cuenta de

42
KUKULCÁN

los gastos de la expedición. Aguilar se acercó a ver a los


toneleros cargar agua en barriles que llevaban en carretillas
a los bateles para ser transportados a las naves, en tanto que
los marineros calafateaban los cascos de las carabelas con
estopa y brea. El recién llegado se distrajo viendo a los hom-
bres encargados de recoger brazadas de leña para el fogón
de las naves, así como pienso y forraje, para alimentación de
las bestias. También vio de lejos a los encargados de los per-
trechos, quienes laboriosos estaban aparejando los navíos.

Poco después, se paseó entre los encargados de


preparar y empacar carne seca, cereales, y otros alimentos
durables, para alimentar al ejército durante los días de
travesía. Vio a grumetes y calafates en las cubiertas tra-
bajando en el mantenimiento de las carabelas, remendando
velas rotas, revisando y tensando las cuerdas de cáñamo, así
como carenando y tratando de remover hierbas y la broma
del casco, antes de que esos moluscos siguieran carcomiendo
las planchas de madera. Se alejó de los mastines, porque al
acercarse, los perros, acostumbrados a ser azuzados para ata-
car y matar a indios de piel oscura, le gruñeron con el hocico
recogido, tal vez por el color bronceado de su piel. Prefirió
acompañar a los palafreneros que llevaban a los caballos por
retorcidos senderos arenosos a pastar hasta la marisma. Se
entretuvo viendo a los animales piafar, cocear, y corcovear,
así como otros ejercicios a que eran sometidos antes de
darles descanso.

Fue a donde estaban los cocineros, al oler los guisos


que preparaban con comino y con otras especias, que por
muchos años había dejado de probar. Comió con ellos, ahí,
al amor de la lumbre. Probó los sabores casi olvidados de la
cebolla, la manzana, y se entregó al deleite de sentir de nuevo
como corría el zumo de naranja por su garganta después de
morder unos gajos que le ofrecieron. Después, pasó por
calles del campamento donde los soldados zurcían sus roto-

43
KUKULCÁN

sas y raídas ropas y sus camisas blancas percudidas. Ya más


tarde, asistió a rezar el rosario, antes de encaminarse a su
tienda a descansar.

El sol se había puesto y la penumbra empezaba a


cubrir el campamento. Alrededor de las fogatas, los soldados
reían, y comían, y se rascaban o despiojaban unos a otros. A
lo lejos, se empezaba a oír un rasgueo que Aguilar no podía
identificar, no sabía si provenía de guitarras, vihuelas, o la-
údes, pero que completaban los suaves tonos de armónicas y
dulzainas que acompañaban los cánticos de nostalgia o los
versos picarescos, que algunos hombres empezaban a tañer
mal y cantar peor. El hombre pudo ver a lo lejos a Alvarado
y a otros dos jinetes dirigiéndose a la carpa del general, ca-
balgando todavía con la rodela al brazo y lanza al ristre.
Recordó que el general quería verlo en la tarde, así que
decidió encaminarse también hacia allá.

Se acercó a la tienda de campaña y se pudo dar cuenta


que adentro estaban reunidos los principales oficiales de la
expedición con su general, como en conferencia, para co-
mentar los sucesos del día y planear los de la siguiente jor-
nada; como siempre, acompañados de buenas cantidades de
vino que traían de las bodegas de los barcos.

Se detuvo, pensando si era conveniente su presencia


en esa reunión, dada la escena que había vivido con los ca-
pitanes. Detrás de la cortina escuchó lo que se platicaba
adentro, al oír los rugidos viscerales con que se comunicaban
esos rudos hombres, con sus voces tan diferentes a las de los
mayas. Por la carcajada siempre pronta de algunos reconoció
que los efectos del vino se habían hecho ya presentes en las
cabezas.

“Ya han sido reparadas las dos naves dañadas,” dijo


un capitán. “Estamos listos para partir.”

44
KUKULCÁN

“Debemos seguir el camino de Grijalva, ir a Tabasco


por el resto del oro que Grijalva olvidó allá,” dijo otro

“¡Si!” el grupo festejó con algarabía el comentario


del capitán Escalante.

Cortés estaba serio, rascándose la barba.

“¿Cómo te fue, Pedro? ¿Qué viste en el otro extremo


de la isla?” preguntó a Alvarado sobre la misión que recién
había concluido.

Alvarado era un hombre pelirrojo de aventajada


estatura, fuerte y delgado. Sus ojos eran de un color azul in-
tenso que le daban a su mirada un cierto aire siniestro, de re-
cio soldado curtido por los afanes del mundo. Había también
algo en su actitud, que parecía darle ínfulas de superioridad
con todos, y hasta para con el mismo Cortés, quizá por eso,
Aguilar sintió aversión hacia él desde el momento en que lo
conoció.

“Tan sólo la misma mierda. Nada nuevo,” respondió


al apurar un vaso de vino. “Pero hubieran vistos las caras de
esos indios. Entramos a la plaza del pueblo a lomos de
nuestras monturas y la mayoría de la gente se refugió en sus
casas; apenas unos cuantos se quedaron mirándonos con
ojitos como de borregos que van a trasquilar. En mi penco
subí los escalones del montón ése de piedras, con mis
hombres atrás de mí, y todos juntos sacamos esas figuras de
animales y cabezas de serpientes que tienen por dioses y las
echamos a rodar por los escalones para que se quebrasen
como si fueran bolas de sal,” el capitán pelirrojo, muy
orondo, terminó el comentario en tono burlón.

Aguilar sintió como si su cuerpo fuera traspasado por


una lanza por la irreverencia sacrílega, y como si hubiera

45
KUKULCÁN

sido impulsado por una catapulta, prorrumpió en la tienda,


sobrecargada de vapores etílicos, gritando al capitán peli-
rrojo. “¡Nunca vuelvas a hacer eso!”

La carcajada provocada por el comentario de Alva-


rado se acalló de repente, al escuchar aquel grito. Todos lo
miraron sorprendidos y pasmados, sin entender semejante
imprudencia y preguntándose el motivo de su exabrupto.

Rojo de ira, Alvarado se levantó de un salto y se


enfrentó a Aguilar con una mirada tan llena de fuego que
reflejaba un brillo asesino que nacía sin duda en lo más
profundo de su acre corazón.

“Cómo te atreves!” exclamó otro capitán de barba


vedijuda que estaba cerca de él y cuyo aliento de sepulturero
con olor a vino le bañó la cara, al momento que se percataba
del refulgir de espadas acompañado del sonido metálico que
hacían sus hojas al rozar la contera de las vainas. Las espadas
de un capitán de rubicundo cabello ondulado como de alam-
bre de cobre y mala catadura que se encontraba más lejos, y
la de otro que traía el pelo negro cogido en una cola corta en
la nuca, blandieron en el aire. Las de otros dos más, detrás
de ellos, que solo amagaron con desenvainar, solo salieron
de la vaina a la mitad de su longitud.

“Esas figuras representan dioses para los indios,”


dijo Aguilar, estoico e impasible, tratando de justificar su
reacción, aunque ya arrepentido de su decisión irreflexiva.
“Quizás tan sagradas como lo es para nosotros la imagen de
la Santa Cruz.”

Alvarado no dejaba de verlo. Soplaba como una


forja, mientras que con su mano no soltaba la cruz de su es-
pada. Miró a Cortés, en una especie de gesto de quien solicita

46
KUKULCÁN

autorización para acallar a ese hombre que había osado alzar


la voz a alguien de su envergadura.

Después de sopesar la situación por tan solo un


instante, intervino el general rápidamente para calmar los
ánimos de su capitán, y bajarle los humos, ya que conocía de
sobra sus arrebatos impetuosos y sus arranques de ira. Pasó
una mano sobre la espalda y el hombro de Aguilar, cubrién-
dolo, y de inmediato alzó la voz.

“Este hombre es Jerónimo de Aguilar. Es nativo de


Écija y estuvo perdido en tierras mayas por nueve años.
También habla el idioma de ellos.”

Cortés lo alejó del cuerpo vigoroso y estatuario de


Alvarado, porque podía sentir la ira en el ambiente. El militar
seguía con la mirada al recién llegado, con un gesto depre-
catorio pintado en su rostro, a fin de manifestarle su disgusto.
No le gustaba al capitán de fogoso temperamento y con la
siempre pronta comezón de echar mano a la espada, el tener
que reprimir y no poder dar libre curso a su ansia de matar.
Cortés fijó sus ojos en Alvarado, para detener cualquier
intento de protesta del pelirrojo.

Así era el general. Quienes lo conocían, eran


conscientes de que ejercía su autoridad sin aspavientos, pero
con firmeza, y en casos necesarios, se hacía obedecer a gritos
o a la fuerza. Aunque eso casi nunca sucedía. De forma
subliminal, siempre los había hecho comprender que el
poder le venía de Velázquez, el gobernador de Cuba y, por
ende, del rey de España. Bien sabían los capitanes que una
insurrección ante esos poderes era castigada de forma impla-
cable por la Corona, y pagada con la cabeza bajo el hacha
del verdugo.

47
KUKULCÁN

“Por esta razón, desde este momento…” Cortés ma-


tizó sus palabras y utilizó un tono inequívoco y marcial,
“…nombro a Jerónimo de Aguilar como el traductor oficial
de la expedición. A este cargo le confiero el mismo grado de
importancia en nuestro ejército como al de cualquiera de us-
tedes, y al que ose tocarlo, lo ahorco. ¿Estamos todos de
acuerdo?” concluyó.

No hubo desobediencia. Los oficiales dejaron esca-


par una aquiescencia de mal talante, por medio de un gesto
de afirmación que hicieron con sus cabezas.

“Ahora, si nos disculpan, me voy a llevar a Jerónimo


a su tienda, ya que tenemos asuntos de mucha importancia
que tratar. Buenas noches, caballeros.”

Los dos hombres salieron de la tienda y caminaron a


la del ex náufrago.

“Lo siento general, creo que he cometido otro error.


Lo que menos hubiera deseado era indisponerme con tus
lugartenientes,” dijo Aguilar, sintiendo desasosiego por la
trapisonda causada, y preocupado por el cariz que estaban
tomando las cosas. En ese momento, se sentía polo y centro
de una tormenta que se estaba gestando.

“No, no estés apenado. Todo está bien. Lo que pasa


es que tú tienes una manera de pensar y mis capitanes pueden
pensar diferente. Ellos no son como tú o como yo, que fui-
mos a estudiar y somos hombres criados entre libros, y cre-
cimos bajo cuidados de nuestras madres. Ellos son hombres
sandios y rudos, de modales chocarreros, vienen de estratos
bajos y sin muchas letras, hechos a combatir y a conquistar
a base de derrotar al adversario, por lo que a veces es muy
difícil para ellos evitar la tentación de la espada. Algunos
están bañados en mucha sangre en las campañas de España

48
KUKULCÁN

e Italia, la conquista de Cuba, y tantas otras justas ganadas


en el campo de lid. Pero esas son las condiciones que yo
exijo de mis hombres, porque es así como necesitamos que
sean, si es que queremos lograr algo importante en esta
expedición. Son hombres que desconocen treguas y fatigas,
buenos veteranos de lanza y espada y nadie mejor que ellos
para hacer frente al peligro y dirigir una tropa de pecadores
como la que conforma mi ejército.”

“Pero ahora los tengo en mi contra. ¿Qué van a pen-


sar de mí?”

“A lo mejor pensarán que estás un poco loco por


tanto tiempo que pasaste en tierras mayas. No te preocupes,
con la próxima copa de vino, Pedro olvidará el incidente y el
resquemor que pudiera sentir.”

Cortés encendió una vela con la tea que estaba fuera


de la puerta. Con ella, hizo arder otras de un candelero que
había en la mesita; después de hacer eso, ambos hombres
tomaron asiento.

“¿Tú si me crees?” preguntó Aguilar en tono serio.


“¿O tú también piensas que no estoy cuerdo?”

Al general extremeño le tomó varios segundos para


contestar.

“Pienso que lo mejor es que me sigas contando tu


historia. Eso es lo que en verdad importa por ahora, porque
tengo que tomar decisiones pronto. Esta mañana me dijiste
que te capturaron y te condujeron a Tulum. Por favor, cuén-
tame más sobre ese lugar.”

49
KUKULCÁN

EPISODIO 7

En ese día radioso, Moctezuma sacrificó a las si-


guientes veinticinco víctimas de la misma manera, y después
fue relevado por un sacerdote que continuó su sagrada labor.
Cuando más de la tercera parte de los seiscientos prisioneros
ya habían sido sacrificados a manos de los avezados sacer-
dotes, el monarca se retiró al templo del dios de la guerra,
Huitzilopochtli, que era el recinto del lado derecho, si se veía
desde la plaza la paridad que coronaba la pirámide. El otro
recinto construido en la plataforma superior del teocalli
mayor estaba dedicado al dios de la lluvia: Tlaloc.

Pasó en medio de una doble hilera imponente de


sacerdotes vestidos de negro y con sus rostros también pin-
tados del mismo color. Todos ellos luciendo orgullosos su
cabellera, que era masa solida apelotonada y cimentada por
sangre humana seca de años de servicio divino y jamás
lavada ni peinada. Por consecuencia y sin excepción, todos
despedían la repugnante mezcla de olores de santidad azteca:
copal, tabaco y sangre humana putrefacta. El emperador co-
rrió la gruesa cortina que protegía el aposento y entró a la
penumbra de ese lugar que tenía un cierto aire lúgubre, que-
dándose solo en ese sitio: el más sagrado de los altares de la
raza mexica.

La casi absoluta obscuridad, solo comparable con la


completa tiniebla interior que sentía Moctezuma, era inte-
rrumpida por la media luz crepuscular que emanaba de una

50
KUKULCÁN

hilera de braseros en donde se asaban corazones humanos en


las ascuas. Eso era todo lo que alumbraba la enorme figura
de piedra esculpida del dios de la guerra, con su máscara
cubriéndole el rostro fiero, lucía aún más abominable en la
débil luz de aquel macabro recinto. Las paredes estaban
tapizadas de cráneos humanos que pertenecieron a las víc-
timas más selectas, sacrificadas el día de su inauguración,
todas ellas por voluntad propia. El monarca veía en silencio
toda aquella representación que había visitado tantas veces,
sin acostumbrarse todavía al penetrante olor de la costra de
sangre que cubría la base y los pies del ídolo, y que formaba
una capa gruesa, negruzca y maloliente.

“Una vez más lo has logrado,” Moctezuma empezó a


platicar con la figura, como tratando con eso de cumplir con
el estigma que su pueblo le adjudicaba: el de tener la facultad
de hablar con los dioses.

“Nuevamente has conducido a mi ejército por la


senda de la victoria. Deberás estar muy orgulloso de tus
bravos hijos guerreros aztecas, que conquistan pueblos, so-
juzgan naciones, y engrandecen nuestro dominio. Bastante
hemos progresado desde que nos guiaste hasta esta tierra
desde el Aztlán.”

Hizo una larga pausa después de sus últimas pa-


labras, como esperando alguna respuesta de la figura de
Huitzilopochtli, el colibrí zurdo. Al ver que no cambiaba en
nada el semblante de la máscara que le cubría el rostro del
dios, se sintió contento de no tener que hablarle directo al
ídolo tallado en piedra y exornado con nácar, ya que él bien
sabía que era aún más espantoso: un cráneo humano de cuya
sonrisa cuadrada salía una lengua bífida, con dos órbitas
rodeando los ojos saltones y redondos, enmarcado por dos
grandes orejas con pendientes de gran tamaño, y coronado
con penacho de calaveras. El resto del cuerpo estaba for-

51
KUKULCÁN

mado por miembros de cuerpo humano armado como en


rompecabezas, en donde se distinguían muchas manos con
sus brazos de diferentes tamaños, y que representaban adul-
tos y niños, hombres y mujeres, apuntando a distintas direc-
ciones, y toda la figura de una altura casi tres veces la del
emperador.

El monarca siguió hablando en voz baja, como te-


miendo ser escuchado por alguien.

“Los acontecimientos se siguen dando como los ha-


bía planeado y sin querer tú me ayudas, o mejor dicho, le
ayudas a Él, al único y verdadero dios, y nada podrás hacer
para evitar tu fin, dios de la guerra que mataste a tus cuatro-
cientos hermanos para defender a tu madre… según dicen
esos apócrifos libros sagrados de teología perecedera.”

El emperador dio media vuelta y salió de aquel lugar


sintiendo sobre su espalda la fiera mirada que detrás de la
máscara debía tener el ídolo, con el temor de que el dios en
verdad lo fulminara con un rayo, por hablarle de esa manera
y atreverse a dudar de su poder maléfico. La luz de los úl-
timos esplendores de un atardecer de oro le devolvió calma
y alivio a su alma.

52
KUKULCÁN

EPISODIO 8

Bajo la luz de una luna fría e indiferente, y una brisa


suave que bañaba al campamento como un arrullo fresco,
Cortés y Aguilar continuaron con su plática.

“El poblado de Tulum está situado en la orilla del


mar Caribe, en la parte del este y hacia el norte de la penín-
sula maya de Yucatán. Debe estar muy cerca de aquí, hacia
el sur de Cozumel.”

Aguilar sonrió al evocar aquellos recuerdos lejanos y


miró a su interlocutor, tratando de hacerle sentir la magia de
la época en que vivió en aquel sitio.

“Uno de los hombres que me encontraron se nos


adelantó corriendo a toda velocidad, para comunicar la sor-
prendente noticia a su cacique. Pronto oí que sonaron los
caracoles y los tambores que avisaban a todo el pueblo. La
gente salió de sus casas para ser testigos de mi llegada. Con
curiosidad y con mucho orden se formaron a ambos lados de
la calle principal, pero cuando pasamos la muralla que rodea
la ciudad, ese orden se convirtió en una ola de murmullos y
voces de asombro.”

Cortés prendió otras dos lámparas de aceite que


habían sido llevadas durante el día, cuando el recién llegado
estaba ausente. La carpa se llenó de vida y color. Aguilar se
preguntó si tanta iluminación no habría sido ordenada por el

53
KUKULCÁN

general para estudiar mejor su rostro al hablar, y así


someterlo a un escrutinio y dilucidar el estado de su cordura;
aunque entendía qué si así fuese, el receloso general hubiera
estado en su derecho de guardar esa reserva cautelosa ante
lo inverosímil que debía sonarle su narración.

“La gente se iba arremolinando detrás de nosotros, y


nos seguía a medida que caminábamos hacia el centro de la
plaza. Era muy extraño. Ya cerca de la plaza habían tirado
miles de pétalos de flores por donde iba yo a pasar y todos
me veían en una especie de éxtasis, como quien viese a un
rey, o al Sumo Pontífice. Algunos hasta se postraban a mi
paso, al ir caminando entre las dos masas humanas, y yo sólo
miraba cientos de rostros que parecían iluminados por un
extraño fulgor de alegría, y algunos extendían sus manos ha-
cia mí, tratando de tocarme, pero sin hacerlo, como si
sintieran que podrían caer fulminados por un rayo. Al pie de
la pirámide mayor me esperaban cuatro hombres cuyas finas
vestiduras me hicieron suponer que eran los jefes del pobla-
do. Me causaron mucha admiración sus lujosos maxtlis, o
calzones, que cubrían sus cinturas y destellaban con hilos de
metales brillantes, con los que estaban adornados. Portaban
mantos de piel de jaguar o venado que colgaban a sus espal-
das, atados con cadenas y broches de cobre. Sus sandalias
eran de cuero y cubrían sus cabezas con penachos, de donde
saltaba una hermosa variedad de cuernos de venado, o largas
plumas de quetzal, atadas a hilos de cuero que formaban
verdaderas cataratas multicolores a sus espaldas, como si
fueran capas. Portaban en una mano largas lanzas y en la otra
cargaban escudos de caparazón de tortuga.”

El general no perdía detalle de la fantástica narración


de su interlocutor. El ansia de seguir escuchando esa historia
se reflejaba en su rostro y Aguilar así lo detectaba. Cortés
sabía que toda esa información valía oro molido para asegu-
rar el éxito de su expedición, o cuando menos para no

54
KUKULCÁN

fracasar de forma estrepitosa, como otros lo habían hecho


antes. Entendía bien que haber encontrado a ese náufrago
había sido un grandioso golpe de fortuna de los muchos que
la vida le había dado, gracias a la buena estrella que el sentía
poseer, y todo lo que aquel hombre le informara, redundaría
en que tomara las mejores medidas para dar el siguiente paso
en su expedición.

“El tambor de madera que estaba en lo alto de la


pirámide dejó de sonar. Gracias a Dios, también dejo de oírse
un sonido de lo más siniestro y tenebroso que uno haya es-
cuchado, y que se produce soplando una especie de flauta
gigante, que al parecer obtienen del corazón de una planta
que se da más al norte, llamada maguey. Al instante, la gente
dejó de hablar y se hizo un profundo silencio. Uno de los
hombres que estaba frente a mí, empezó a recitar lo que me
pareció un discurso de bienvenida. Yo creía estar viviendo
en un sueño y había dejado de sentir miedo ante esa sitúa-
ción. A lo lejos escuchaba, sin entender una palabra de las
muchas que salían de la boca de ese indio de edad avanzada.
Sólo me limitaba a observar las reacciones en los rostros de
las personas que estaban a mi lado, quienes lo seguían con
atención. Veía de reojo la forma de la pirámide, cuya esca-
lera principal tenía en las alfardas dos serpientes talladas en
la piedra, que bajaban desde lo alto, y sus cabezas remataban
en la base, con sus espantosas fauces abiertas y enseñando
su lengua bífida. Todavía me acuerdo de ese momento y aún
siento escalofríos.”

“Qué horrible situación debes haber vivido,”


comentó Cortés, siguiendo con atención cada palabra pro-
nunciada por su acompañante. Unos criados llevaron la cena.
El general destapó una bandeja que contenía una generosa
ración de tocino que estaba envuelta en una tela encerada. La
partió en dos y las sirvió en las escudillas de madera. Lo
mismo hizo con el queso.

55
KUKULCÁN

“Entonces la gente empezó a gritar, repitiendo la


última palabra que había pronunciado el viejo cacique. Eso
me sobresaltó y me hizo voltear hacia atrás a ver a la mul-
titud, que a una sola voz exclamaba repitiendo las mismas
sílabas: Ku-kul-cán, Ku-kul-cán, elevando el tono en cada
ocasión.”

“¿Y qué significan esas sílabas?” preguntó Cortés,


sin estar seguro si ese había sido el nombre que Aguilar ya
había mencionado antes.

“No lo sabía en ese entonces, yo solo los escuchaba


con desmayo y sentía aprensión al palpar la emoción de la
gente, y pensaba que lo mismo debió haber sentido Jesús,
cuando la multitud gritó en coro a Poncio Pilato que lo cru-
cificara. A señas me indicaron que subiera las escaleras, y
así lo hice, sin que el pueblo me dejara de mirar con atención,
como si estuvieran presenciando un evento añorado por
mucho tiempo. En la plataforma superior había un salón de
donde salieron cuatro sacerdotes vestidos de manera rara y
con sus caras pintadas de negro. Ellos me llevaron adentro
del recinto.”

“¿Quieres algo de tomar? ¿Algún té, o vino?”

“Agua, está bien,” respondió el hombre al sentir se-


quedad en la boca.

Aguilar también sentía alegría al descubrir el interés


que su narración suscitaba en Cortés. Desde que se había
decidido a contarle su secreto al general, no se había arre-
pentido hasta ese momento. Pensó que el hecho de que
hubiera llevado a dos hombres de la Iglesia en su expedición,
era motivo suficiente para conocer el carácter bueno de ese
hombre y se podía confiar en él con ese asunto tan contro-
vertible. El general le sirvió el agua de una múcura, de segu-

56
KUKULCÁN

ro obtenida o robada de los indios. Después de un trago,


prosiguió la historia, contándole con toda suerte de detalles
lo que podía recordar.

“Adentro del salón que estaba en una penumbra casi


absoluta, alumbrado tan sólo por dos antorchas, había cinco
banquitos donde todos nos sentamos. Antes de sentarnos, hi-
cieron una profunda reverencia que hubiera envidiado un
paje de la corte del rey de España, pero que me llenó de con-
fusión. Me tenía muy nervioso un gran ídolo con careta de
mosaico de turquesa que estaba detrás de ellos, en una es-
pecie de altar, debido a que yo asociaba con el demonio todo
lo que veía que ellos tenían. Trataron de comunicarse con-
migo sin éxito, por lo que me dejaron descansar por esa no-
che, después de que cenamos todos juntos y de señalarme un
lugar donde dormir. Cuando estuve solo, me puse a observar
con curiosidad la infinidad de adornos que tenían las pare-
des, miles de dibujos y relieves en las piedras o el estuco que
cubrían todos los rincones del salón. El detalle de los relieves
estaba tan bien logrado y pintado, que me pareció que podría
competir en belleza con los adornos cerámicos de los salones
de los palacios moros de Granada.”

“Pero ¿qué clase de figuras eran?”

“Era una multitud de relieves de muchas cosas. De


cuando en cuando distinguía una cara, un sol, un hombre pa-
rado o sentado, una calavera en medio de un círculo, un
conejo, y así, muchas formas más. Pero había una figura cen-
tral y principal en todo ese mosaico, que cubría la pared de
lado a lado. Era una serpiente que atravesaba ondulante todo
el salón, y cuya cabeza volteaba hacia atrás, abriendo sus
fauces, y por su boca salía fuego. Pensé que esa noche no iba
a poder dormir al estar seguro de que el fuego dibujado era
del infierno y la serpiente el mismísimo demonio. Ahora sé
que esa serpiente representa todo lo contrario. Esa es tan solo

57
KUKULCÁN

la forma en los indios representaron a un ser divino que bajó


del cielo para vivir en la tierra. Las plumas simbolizan el
quetzal, un ave muy vistosa que habita la región y vuela por
los cielos, la serpiente representa a un animal que vive en la
tierra. Así, con esa combinación que produce a un ente mí-
tico que no existe en la naturaleza, nosotros podemos reco-
nocer a un ser divino que llegó del cielo.”

“¿No pensaste en escapar?” preguntó Cortés son-


riendo.

“Justo eso fue lo que pensé. Salí a la plataforma de la


pirámide y el poblado parecía dormido a esas horas de la
noche. El viento fresco y húmedo soplaba al compás del so-
nido que producían las olas, que rompían en cataratas de es-
puma a unos pocos metros, en la playa. Todavía hoy puedo
recordar con claridad esa noche: el cielo estaba claro y ta-
chonado de estrellas, y algo dentro me decía que no había
ningún peligro para mí dentro de esa pirámide ni en aquel
poblado. Por la forma en que me recibieron y me trataron,
pude inferir que había razones recónditas y misteriosas que
en ese momento no entendía, pero que no representaban pe-
ligro inmediato. Sentí una paz interior como de quien llega
al fin a un lugar que por mucho tiempo había buscado.
Además, abandoné por completo mi idea de escapar al ver
cuatro guardias custodiando la base de la pirámide y también
por el hecho de que mis cansados ojos se me cerraban de
sueño.”

“Entonces, ¿qué hiciste?”

“Regresar al interior de la pirámide y dormir,


arrullado por el estruendo de las olas que chocaban contra el
acantilado. Sólo eso. A la mañana siguiente, todo lucía tan
diferente. Poco a poco aprendí el idioma e hice muy buenos
amigos por ese tiempo que viví en Tulum.”

58
KUKULCÁN

“Es increíble como pudiste sobrevivir tanto tiempo


entre esa gente. No sé, conozco a los naturales de Cuba y
otras regiones de estas tierras, y no son amigables. Yo no
sobreviviría solo ni tres días. ¿Y cómo aprendiste el len-
guaje?” preguntó el general, con la mirada fija en la llama
débil de una vela que ya se moría.

“Empezamos con la ayuda de esos relieves de las


paredes. Yo señalaba uno y un joven sacerdote maya me
pronunciaba el nombre y yo lo repetía. Eventualmente, a-
prendí ese idioma, que cuando no lo entiendes, suena exac-
tamente como el parloteo que hacen los monos de la jungla.”

“Jerónimo, ¿crees que podríamos desembarcar en


Tulum, o cerca de ahí, y fundar una ciudad sin encontrar
mucha resistencia por parte de los indígenas?” lo interrum-
pió Cortés.

“No entiendo,” contestó Aguilar intrigado por lo


extraño de la pregunta. “¿Te refieres a fundar una nueva
ciudad bajo el gobierno de España?”

“Algo así,” contestó Cortés. “Es algo que creo que


ayudaría mucho a esta expedición, aunque sólo tenemos per-
miso para rescatar, no para fundar. Pero hay algo muy im-
portante que debo saber ¿qué me puedes decir de las riquezas
que hay en Tulum?”

Después de pensarlo un poco, Aguilar respondió:

“No hay muchas, ten eso por seguro. ¿Pero recuerdas


lo que te dije de que estas tierras no son una isla grande como
ustedes lo imaginaban, sino un continente, más extenso que
toda Europa?”

59
KUKULCÁN

“Si, me lo dijiste y todavía no lo puedo creer. Pero


sospecho que es cierto, puesto que expediciones anteriores a
la nuestra han bordeado gran extensión de costas y no encon-
traron nunca el fin,” contestó Cortés.

“Pues en esta inmensa tierra existen gran diversidad


de naciones separadas por fronteras invisibles. Las que ha-
bitan en la península maya, como ya te lo dije, son descen-
dientes de una civilización que floreció y logró edificar gran-
des construcciones que ahora son sólo ruinas. En cuanto a
riquezas, no hay nada destacable que valga la pena, apenas
si vi algunos objetos de oro en todo ese tiempo que viví ahí.
Al parecer, ellos le dan más valor a una piedra que parece
como mármol verde, que extraen de sus minas y no debe
valer mucho en Hispania."

Cortés no pudo ocultar un gesto de desencanto al


escuchar las palabras de Aguilar.

“Pero algo aprendí durante ese tiempo,” Aguilar


prosiguió, animado por la convicción de poder convencer al
general de alejarse de sus amigos mayas, como le había
prometido a Tukúl, y dirigirse a Tenochtitlán. “Hay una ciu-
dad más al Norte de las tierras mayas donde están asentados
los poderes absolutos de todo el continente, y donde reina el
monarca supremo de todas las naciones. Según se cuenta, en
su ciudad el oro es el material que más abunda, y algunas
fábulas que corren entre la gente, dicen que allá las casas son
hechas de plata y el palacio de Moctezuma, que es el nombre
de ese monarca, está construido todo en oro.”

“Tal vez sí sea cierto,” contestó Cortés pensativo y


ensimismado, sin dejar translucir la inmensa emoción que le
estaba invadiendo. “Juan de Grijalba acaba de hacer una pe-
queña expedición, la más exitosa hasta la fecha, volviendo a
Cuba con una buena cantidad de oro que sacó de los peque-

60
KUKULCÁN

ños pueblos de la costa más al norte, y además con la


información que me acabas de confirmar, de ese gran monar-
ca del que me hablas. Después de todo, ese dato fue lo que
motivó al gobernador Velázquez a darme el mando de esta
expedición, aunque se arrepintiera al final, al darse cuenta el
desgraciado que no soy su amigo, como se lo hice creer por
mucho tiempo,” terminó Cortés, ya sonriendo de forma
evidente.

“¿Qué más sabes de su ciudad?”

“La llaman Tenochtitlán. Se dice que es una isla en


medio de grandes lagos y está situada en el altiplano central
que conocen como: Valle del Anáhuac. Fue fundada apenas
hace algunas diez generaciones, pero debido a la admirable
organización que ha mostrado el pueblo azteca, ha podido
dominar a todos los pueblos y naciones de los alrededores,
llegando su mando inclusive hasta las costas este y oeste del
continente. La mayoría de los pueblos sojuzgados les pagan
tributo: tarascos, totonacas, purépechas, chichimecas, mix-
tecas, tlaxcaltecas. Esos son los nombres de los pueblos que
me acuerdo haber oído. Por lo mismo, esa ciudad debe ser la
más rica y poderosa de este continente, comparable con las
grandes capitales mayas de la antigüedad como Tikal y
Chichén, en sus épocas de mayor esplendor.”

“Pues entonces creo que Tulum no es el lugar más


adecuado para desembarcar, más bien, debemos rodear esta
península y dirigirnos hacia la región de Moctezuma.”

“Sí, también creo que eso es lo más indicado que


debemos hacer,” dijo Aguilar, feliz de darse cuenta de que
ambos compartían pensamientos convergentes. “Capitán, si
algo aprendí de todos los incontables escollos que pude sor-
tear, y de acuerdo con mi experiencia de cómo se mueven y
suceden las cosas, es que debemos tener fe que cualquier

61
KUKULCÁN

acción que tomemos en esta expedición, y cualquier triunfo


que hayamos de conseguir por la bondad de Dios, no será
obtenido por nosotros, sino que lo hará nuestro Señor a tra-
vés nuestro.”

“Así sea, hermano. No se diga más. Mañana mismo


zarpamos con rumbo al norte,” dijo Cortés tajante, espan-
tando con la mano una nube de diminutos insectos que vo-
laba cerca de su cabeza. De inmediato, se levantó de un salto
de su silla y salió de la carpa.

Aguilar lo vio alejarse a grandes trancos, pensando


que el general estaba de alguna forma tratando de rehuir el
tema y evitando tocar el punto concreto más importante para
él: el de la serpiente emplumada.

62
KUKULCÁN

EPISODIO 9

La algazara de la gente se oía hasta el salón donde se


encontraba Moctezuma. El bullicio estaba acompañado por
los acordes de las flautas y los tambores, que tocaban en la
gala para celebrar la victoria de la guerra, y que se estaba lle-
vando a efecto en el otro extremo del palacio. La fiesta era
una reunión entre la flor de la nobleza azteca y los jefes gue-
rreros más importantes del ejército, en una ceremonia priva-
da con toda la parafernalia y boato que la inmensa riqueza
daba, pero ya fuera de la vista y sin la molestia del siempre
expectante y curioso populacho. El emperador mandó avisar
mediante Tlacotzin, que los invitados no podrían contar con
el honor de la asistencia del monarca a esa fiesta, como siem-
pre, parco en explicaciones para fundar su ausencia, al igual
que lo había hecho en muchas otras fiestas. Los contertulios
no se sorprendieron con la noticia, aunque en los comen-
tarios que siguieron en un murmullo general, tejido de do-
cenas de conversaciones, no pudieron dejar de comparar
como era este tlatoani, a diferencia de otros reyes, quienes
nunca faltaron a la obligación de departir con sus principales.
Los invitados pronto olvidaron el menosprecio del monarca,
agradecieron la presencia del Chihuacóatl, y se dispusieron
a disfrutar de la velada y los manjares.

Moctezuma seguía el ritmo de la lejana música


mientras repasaba con la vista los más de doscientos
platillos, montados sobre braseros portátiles, que le presen-
taban en una larga mesa. Como era la costumbre diaria, la

63
KUKULCÁN

variedad incluía toda suerte de animales voladores y de caza,


peces de la laguna y hasta del mar, y frutas y legumbres tra-
ídas de todos los confines del imperio. De todos ellos escogía
uno para su cena. Al fin señaló un platillo de albóndigas de
camarón con nopales en jugo de limón, acompañados de
aguacate rebanado y todo bañado en salsa de chile pasilla,
porque todavía sentía un ligero malestar en el estómago, al
recordar la cantidad de sangre derramada en el teocalli esa
tarde. Una larga hilera de doncellas entró por una puerta
lateral para retirar los platillos que el emperador había des-
deñado. Esos alimentos serían llevados a las mesas de la
fiesta para agregar a los ahí servidos, o para dar de comer a
los sirvientes del palacio.

La luz resinosa y ahumada de muchas teas alumbraba


la estancia. Una mujer le arrimó un aguamail de oro para que
se lavara las manos y otra le extendió una pequeña mantilla
de algodón para secarse. La comida le fue servida en una me-
sa que estaba detrás de un gran biombo en un estrado de
aquel salón. Las jóvenes nobles que le servían la comida
sabían que al emperador no le gustaba comer acompañado
de nadie, ni que nadie lo observara cuando lo hacía. Extraña
costumbre que había empezado desde que una de sus
primeras esposas le señalara que hacía un leve y molesto
ruido al masticar, aunque tuviera la boca bien cerrada.

Mientras el monarca ingería sus alimentos, al otro


lado de la mampara varios bufones de la corte hacían sus
representaciones o declamaban versos de Nezahualcóyotl, el
rey-poeta. Otras veces eran juglares de la corte que le
cantaban, o bailarinas que hacían gala de sus dotes artísticas
frente a él para alegrarle un poco la hora de ingerir sus
alimentos, aunque siempre sin interrumpirlo, debido a que
no había nada que enfadara más al rey, que el ser molestado
durante su comida.

64
KUKULCÁN

Cuando hubo terminado de cenar, despidió a todo


mundo con un leve ademán. Una vez solo, caminó hacia una
puerta que llevaba a una cámara interior, que, a falta de luz
de antorcha, estaba siempre sumida en tinieblas. A tientas
buscó un acayétl, o caña de tabaco, en un estante. Cuando lo
encontró, volvió sobre sus pasos rumbo a uno de los braseros
que quemaban incienso de copal para encenderlo, y luego
arrojó almohadones que le estorbaban al piso para arre-
llanarse en su sillón forrado de piel de leopardo y fumar
tranquilo.

Con deleite empezó a disfrutar el acayétl, elaborado


con el más fino tabaco de las tierras del bajío, tratando sin
éxito de hacer ruedas con las volutas que exhalaba, como
desde niño había observado a algunos hombres mayores po-
der hacerlo de manera experta. Frustrado como siempre, dio
un sorbo al chocolátl, la bebida que se producía a partir de
la semilla del cacao. De pronto, una bella niña de algunos
trece años entró al salón de una manera que a todas luces
desdeñaba la ortodoxia del imperio.

Casi corriendo, y sin detenerse para inclinarse en las


tres marcas del piso, donde todos los demás seres humanos
tenían que hacerlo, la chiquilla vestida solo con un huipil
morado de bordados coloridos en las mangas y el cuello, y
ajorcas de oro en los tobillos, fue directo a sentarse sin me-
lindres a los pies del emperador. Moctezuma se alegró de la
sorpresiva visita de su hija, la princesa Tecuichpo. La saludó
con un leve jalón de una de sus trenzas, después le preguntó
el motivo de su visita.

“He sabido lo que ocurrió esta mañana cuando te


vestían para salir a la celebración. Sé que Cuauhtémoc está
encerrado esperando el castigo que habrás de darle. Vengo a
decirte que, de todos mis primos, él es a quién más quiero,
siempre hemos jugado juntos y me ha cuidado mucho desde

65
KUKULCÁN

que era chiquita, así que te pido por favor que le perdones la
vida.”

Moctezuma recordó de inmediato el episodio de esa


misma mañana con el joven impertinente.

“¿Cómo supiste lo que sucedió en un salón donde tu


no estabas presente?”

“Tengo mis contactos secretos entre tu servi-


dumbre,” contestó la niña, con una gracia irresistible y aires
de misterio que divertían al emperador.

“¿Y puedo saber quiénes son esos servidores míos


que divulgan la información que debería ser confidencial?”

“No, no puedes Tata, porque los mandarías castigar


y yo me quedaría sin mis contactos. Entonces, ¿qué dices a
lo que te he pedido?”

El monarca se tornó serio y pensativo, para tratar de


impedir que su hija se saliera tan fácil con la suya, aunque
ambos sabían que siempre lo lograba.

“Bueno, tú sabes que hay leyes por las cuales hemos


de regirnos, y tu amigo, que es mi sobrino, ha ofendido al
emperador del Anáhuac, al jefe de los ejércitos aztecas, y al
Chihuacóatl, al atreverse a darles un consejo de guerra
cuando él mismo ni siquiera ha terminado su instrucción en
las artes bélicas.”

“Pero tú puedes hacer que se modifiquen esas leyes,


Tata. Tú eres más poderoso que ellas ¿o no?”

66
KUKULCÁN

“Hablaré con él, y si se encuentra en verdad arre-


pentido de su mal proceder, trataré de liberarlo de su cas-
tigo.”

“¿Le salvarás de la muerte?”

El rey le contestó con un suspiro, sintiéndose como


siempre frustrado ante la facilidad patética con la que esa ni-
ña manejaba al hombre más poderoso del único-mundo.

“Está bien, lo haré. Vete a dormir.”

La niña salió corriendo del salón con gran júbilo,


cuando su madre ya llegaba para reprenderla por su imper-
tinencia, al escapar de sus criadas para ir a molestar a su
padre con asuntos sin importancia.

Moctezuma, todavía sonriendo, tomó el cenicero


circular de obsidiana, labrado con la figura de una serpiente
emplumada que le daba vuelta. El recipiente tenía una plé-
tora de diamantes y esmeraldas incrustadas en el brocal. Es-
taba apagando su acayetl cuando lo sorprendió la intempes-
tiva entrada del Chihuacóatl al salón. Más le extrañó que su
subordinado tampoco lo saludara usando las tres marcas del
piso. Tlacotzin lucía nervioso y pálido. En su mano tenía un
lienzo enrollado.

“¡Señor, tienes que ver esto!” Sin decir más,


desenrolló un lienzo quebradizo de papel, y lo puso sobre un
almohadón grande, frente al icpalli del emperador.

La piedra negra se hizo añicos al estrellarse contra el


mármol gris con nublados rosados del piso. Moctezuma veía
atónito el dibujo de un hombre de piel muy blanca y ojos del
color del cielo, que tenía el pelo dorado cubriendo su cabeza
y parte de su cara.

67
KUKULCÁN

“Este dibujo fue hecho en Mayapán hace ya algún


tiempo,” dijo Tlacotzin, explicando al perplejo emperador
toda la información que él había podido recabar con respecto
al pictograma.

“Eso explica por que lo hicieran usando papel de


henequén, que usan los mayas, en vez de amate. Parece ser
que los pochtecas y el pintor-escriba que lo dibujó, fueron
asaltados y muertos. Otros mercaderes apenas lo encontraron
en un pequeño poblado de la costa sureste. Estaba en venta
en un mercadito, todo olvidado y lleno de polvo. El comer-
ciante que lo tenía en venta dice que lo compró desde hacía
tiempo a los que es muy probable que hayan sido los asal-
tantes. Para sentar precedente de que no se debe tomar algo
propiedad del emperador, o comprar algo que ha sido robado
al emperador, he mandado arrasar ese pueblito de Paynala y
sus alrededores. El gobernador Ixcahuatzin será arrestado
por nuestros pochtecas y rendirá tributo a Huitzilopochtli, y
su corazón adornará el teocalli mayor, además de que su
cráneo se secará al sol en el tzompantli.”

Moctezuma no contestaba nada, tan sólo miraba el


dibujo y hacía dudar a Tlacotzin que incluso hubiese oído
sus palabras.

El emperador se arrodilló poco a poco, ante la mirada


intrigada de su subalterno, observando como un demente
todos los detalles del pictograma, después de aquello, sólo
atinó a balbucear una palabra:

“Quetzalcóatl.”

68
KUKULCÁN

EPISODIO 10

De nueva cuenta, Jerónimo de Aguilar era uno más


de los tripulantes de una carabela española desde su nau-
fragio, pero al contrario de esa última vez, el mar estaba
tranquilo y el cielo soleado. Aun así, no pudo evitar los te-
rribles mareos y gran malestar que sintió justo después de
que la nave levó anclas y zarpó a mar abierto con la tri-
pulación debidamente confesada y comulgada, para así ini-
ciar su periplo. El escuchar otra vez el rechinido de hierros,
el crujido de tablas y el incesante golpeteo de las velas al ser
azotadas por los vientos, le regresaron los recuerdos terribles
del naufragio.

Los demás hombres que navegaban junto con él en


la nave capitana, piloteada por Antón de Alaminos, trataron
de reprimir las risas y las burlas de la mejor forma posible,
comprendiendo que su dificultad para acoplarse al viaje se
debía más a un ataque de pánico causado por el recuerdo de
su terrible accidente, que por el muy leve vaivén de la nave
en esas buenas aguas. En dos días de mar, la molestia pasó,
y el español pudo entonces disfrutar la travesía y alternar con
marineros y tripulantes, mientras gozaba del océano tran-
quilo y siempre murmullante que derramaba en borbotón sus
encantos. Ese mar, por ser distinto a cada instante, pero
eternamente igual, le instaba a andar por senderos de enso-
ñación y recovecos de felicidad, exaltado por el espíritu del
cielo encima, de un terciopelo celeste, que auroleaba en la
lejanía al acercarse y fundirse con el horizonte. Todo magia

69
KUKULCÁN

y belleza, como esculpido por una mano artista, sin ninguna


duda, de naturaleza divina. El viento modelaba en líneas sua-
ves y ondulantes el cuerpo del mar yacente con toda esa luz
que le daba vida en el día y toda esa luz que moría por las
noches. Vida y muerte. Tan mágico que en unos momentos
de ciertos amaneceres nublados hasta se convertía en un
océano de aguas que perdían el azul, para tornarse moradas
en dirección a la luz saliente, donde las naves navegaban se-
renas por senderos líquidos de inefable hermosura púrpura.
Luz y oscuridad. Belleza y misterio. Así era el océano ante
los ojos de Aguilar.

Gracias a los conocimientos que había adquirido de


los mayas, ahora le llamaba la atención, y miraba con cu-
riosidad, las observaciones del rumbo y cálculos de la velo-
cidad que hacían los ayudantes del maestre para calcular la
derrota de la nave, y por consiguiente del resto de la flota
que la seguía. En cada turno de guardia, los marineros ano-
taban la velocidad que calculaban según el movimiento de la
carabela con respecto a hierbas u otros objetos que flotaban
en la salada extensión del océano, y anotaban sus obser-
vaciones en una pizarrita para pasar los datos después a un
cuaderno que se guardaba en la bitácora. Un grumete, que
alternaba guardias con otros dos cada cuatro horas, daba
vuelta a una ampolleta de vidrio con arena cada media hora.
Ellos eran los encargados de rezar el padrenuestro y el
Avemaría al amanecer. En horas del día, tocaban una
campanita cada dos ampolletas para dar la hora.

Durante el día, el maestre se pasaba mucho tiempo


oteando con su catalejo el contorno borroso de la costa, que
cambiaba con regularidad, y comparaba sus observaciones
con las cartas de marear que otras expediciones habían
hecho. Si debía corregir el rumbo, se lo hacía saber al ti-
monel. Por las noches, Aguilar gustaba de permanecer en
vela, observando al contramaestre buscar la estrella polar y

70
KUKULCÁN

usar con pericia todos sus instrumentos como ballestilla,


compás, astrolabio, aguja de marear o brújula, y otros más,
para verificar la posición que en el día tan solo estimaban
con sus cálculos. No fallaban mucho cuando había buenos
vientos y viajaban en línea recta, pero sí un poco, cuando los
vientos eran contrarios y tenían que viajar zigzagueando en
el océano, izando y arreando velas, de acuerdo con los ca-
prichos de la madre naturaleza. En esas circunstancias, las
anotaciones y predicciones eran inútiles, pero al anochecer,
con la posición que les daban las estrellas, se orientaban otra
vez y podían ajustar sus cartas de marear. Aguilar se reía, al
igual que otros marineros, cuando trataban de usar la última
novedad del avance científico para conocer la latitud: el cua-
drante, un instrumento de bronce en forma de cuarto de cir-
culo con una escala marcada de cero a noventa grados, que
con otros accesorios señalaba el ángulo de Polaris. Pero su
función dependía de que el hilo que cargaba una plomada
colgara en forma vertical, a la perfección, apuntando al piso,
cosa que, con el vaivén del navío, era prácticamente una
imposibilidad. También disfrutó mucho intercambiar infor-
mación y conocimientos con Alaminos sobre la posición de
los planetas, las estrellas, las constelaciones, la órbita de la
luna, así como la teoría que explicaba el velo luminoso de la
galaxia, que a través de la noche, surcaba el insondable enig-
ma del infinito.

Cuando aparecían las primeras franjas rosadas en el


horizonte, el ex náufrago se retiraba a dormir en un rincón
no muy lejos del camarote de Cortés, y despertaba ya cerca
de la hora del rancho, para reunirse con el general y acom-
pañarlo a tomar sus alimentos. Cuando no lo encontraba
ensimismado en sus cavilaciones absortas, o en sus lecturas,
muchas veces lo sorprendía con pluma y tintero frente a él,
cortaplumas a un lado, sentado en su escritorio escribiendo
con puño febril, tratando de no rasgar el papel, en un grueso
cuaderno y otros libracos y documentos, como si extrañara

71
KUKULCÁN

su oficio de escribano, la posición en la que fungió por un


tiempo como oficial del gobierno en Cuba. Para la segunda
o tercera vez que lo vio enfrascado haciendo eso, Aguilar no
tuvo dudas ya de que ese era su pasatiempo favorito, cuando
no estaba impartiendo ordenes o hablando con sus subal-
ternos. Observó también que en un librero tenía muchos li-
bros para leer, entre los cuales solo pudo reconocer algunos.
Uno por ser un libro famoso en Hispania: El cantar del Mio
Cid. El otro estaba en idioma francés y decía: Merveilles du
Monde, en letras grandes, y que creyó haber visto alguna vez
en el seminario. El tercero por supuesto lo reconoció de
inmediato: la Biblia, y sin pensarlo dos veces se la pidió
prestada, para repasar en sus ratos antes de dormir.

Con el general y con otros capitanes degustaba la


pitanza, por lo general la remojaban con vino. El platillo
consistía en tasajo, o carne salada, arroz, aceite, vinagre,
ajos, queso… y por ser comensales de postín, también tenían
acceso a otras delicias de las que el resto de la tripulación
carecía, como mermeladas de higo, de uva, ciruelas pasa, y
otras golosinas.

A los pocos días de viaje por un mar tranquilo y bajo


un cielo plácido y azul, los once navíos que conformaban la
expedición española terminaron de rodear por completo la
península maya, y una gran extensión de tierra, registrada en
sus mapas con el nombre de Kimpech, cuando por fin an-
claron en la desembocadura de un gran río. Ya era tiempo de
recargar agua fresca, hacerse de frutos tropicales y lo que
encontraran de verduras, huevos de tortuga y tortugas vivas
para sus menestras, así como otros alimentos y cosas que
debían allegarse los encargados del avituallamiento. El río
había sido nombrado De Grijalva desde las expediciones
anteriores de Juan de Grijalva y de Hernández de Córdoba.
En ese lugar, Cortés y sus capitanes también habían planeado
hacer una incursión tierra adentro desde donde el ejército

72
KUKULCÁN

podía ser apoyado todavía por los cañones y falconetes de


las carabelas, en caso de un ataque de los indios, lo que, por
otro lado, serviría para ejercitar y desentumir las armas de
los soldados.

Entre las veleidades de la travesía, a medida que


fueron dejando atrás las aguas opalescentes del Mar Caribe
y el perfil de la costa fue cambiando, Cortés le fue expli-
cando un poco sobre los puntos que estaban marcados en sus
mapas, y acerca de la suerte de sus predecesores, los expe-
dicionarios anteriores. Cuando pasaron la punta que cono-
cían ellos como Cabo Catoche, el general le contó que Her-
nández de Córdoba había capturado ahí a Melchorejo, quien
venía en la nave del capitán De Olid, y era el único intérprete
que tenía antes de que él fuese rescatado.

El general también había aprovechado ese tiempo


para obtener toda la información posible que Aguilar pudiera
darle acerca de la gente que habitaba esas regiones. Le pre-
guntó sobre su forma de pelear, sobre las armas que poseían,
y la organización de sus tropas. El ex náufrago le comunicó
lo poco que sabía de esas cuestiones, debido a que en
realidad nunca estuvo tan cerca de los guerreros mayas. Algo
que le llamó la atención a Aguilar, fue la forma en que Cortés
le hacía las preguntas y la contrariedad que se dibujaba en su
rostro cuando le decía que esos indios no eran como las
tribus salvajes de las islas conquistadas hasta la fecha, sino
por el contrario, eran gente muy bien organizada y que
podían presentar buena resistencia a los objetivos militares
de los hispanos. Tierra adentro había incluso grandes ciuda-
des como Mayapan, Chichén Itzá, y Ti’ho, que debían tener
grandes ejércitos.

Sin embargo, los dos hombres tuvieron poco tiempo


durante el recorrido, para platicar un poco más sobre las vi-
vencias de Aguilar en Tulum y lo extraño de sus creencias

73
KUKULCÁN

religiosas, ya que Cortés siempre estaba acompañado por sus


subordinados e impartiendo órdenes. Pero el general le había
prometido que en cuanto acamparan en tierra firme, busca-
rían el lugar y el momento propicio para seguir platicando a
solas sobre el dios Kukulcán.

Un evento curioso de ese viaje se dio cuando el


general observó que el nuevo traductor tenía ya varios cam-
bios de la ropa que le había hecho el sastre, pero no un baúl
para guardar sus objetos personales. El líder de la expedición
bajó con él a la bodega a buscar uno que tuviera lugar para
acomodar sus cosas. Preguntó a varios hombres sobre algu-
nos baúles y todos los compartían con otros, o los tenían lle-
nos con sus cosas, hasta que dieron con una castaña de buen
tamaño con refuerzos de chapa de azófar labrados con ára-
bescos, que no era compartida con nadie por su dueño. Cuan-
do el renuente muchacho la abrió, obedeciendo la orden del
general, encontraron bajo la ropa muchos libros en blanco
que el soldado había llevado consigo para reseñar la historia
de la expedición, lo cual ya había empezado a hacer, como
lo vieron en un libro con apuntes. Con el rostro teñido de
rojo como la grana, el joven soldado les explicó que soñaba
con ser historiador una vez terminada esta aventura, y su idea
era empezar dicha carrera escribiendo las peripecias de esta
expedición. Cortés se alegró de encontrar tantos libros en
blanco y de inmediato decretó la confiscación de los mismos,
debido a que entre sus planes estaba escribir de su puño y
letra unas largas cartas de relación a la corte de España, aun-
que esa idea le había llegado apenas, y tarde se había dado
cuenta que no llevaba suficiente papel en blanco de Cuba
para tal tarea; lo peor era que no sabía si en el Nuevo Mundo
encontraría la ventaja tecnológica que ofrecía el papel, o si
los indios todavía no habían desarrollado el arte de la
escritura.

74
KUKULCÁN

Bernal Diaz del Castillo no pudo contener las


lágrimas al entregar sus libros en blanco al capitán Cristóbal
De Olid, cosa que movió al general a prometerle pagar buen
precio por ellos, con oro que en el futuro rescataran, además
de decirle que nunca olvidaría tan noble y voluntario gesto
de donar tan preciados objetos por el bien de la expedición.
El bisoño novelista, ya veterano de otras dos expediciones,
con cara de náufrago por la tristeza, se consoló un poco al
oír su juramento donde le prometía que él jamás olvidaba un
favor y nunca dejaba de pagarlo, así pasaran muchos años
para eso, por lo que podría tomar su palabra al pie de la letra,
y nunca olvidarlo.

Las naves mayores fueron sujetadas a las áncoras, y


los esquifes fueron usados para entrar al río con algunos
soldados que dispuso Cortés, tratando de imitar en todo mo-
mento las acciones que hiciera antes Grijalva. El general sa-
bía que la expedición anterior ahí había intercambiado unas
cuantas bagatelas por algunas pequeñas piezas de oro.

Al avanzar un poco los botes contra la corriente, y al


adentrarse a tierra por el río, los españoles se dieron cuenta
que en las riveras había muchas barcas con indios, quienes
gritaban de forma agresiva, dando a entender que estaban
listos para atacar. Las piraguas estaban hechas de una pieza
proveniente de un gran tronco de árbol, en donde se había
labrado el vaso y la quilla, haciendo de estas pequeñas y
versátiles embarcaciones un magnífico y veloz instrumento
de transporte acuático.

“Permite que me acerque para poder hablar con ellos.


Solo necesito dos remeros,” pidió Aguilar al general, al notar
su inseguridad cuando ordenó el regreso de los bateles. El ex
náufrago trataba de ayudarlo a tomar una decisión sobre qué
acción sería la más indicada, de acuerdo con la situación. En
ese momento subsistía en su ánimo la convicción de que ha-

75
KUKULCÁN

blando con el jefe guerrero y presentándose como enviado


de Kukulcán, los españoles podrían hacer contacto con ellos
de forma pacífica, y por lo mismo, lo instaba a darle una
oportunidad de convencerlos para que se aviniesen a reci-
birlos sin pelear.

“Sería demasiado peligroso,” le contestó Cortés


meditabundo, recargado en el barandal de proa de la nave ca-
pitana.

“Sólo me acercaría lo suficiente, para que puedan oír


mis gritos. Lo haría donde podamos girar y regresar rápido,
si vemos que son hostiles,” insistió Aguilar.

“Se devolverían con cientos de flechas clavadas en la


espalda,” interpuso Cortés. “No, creo que no me debo arries-
gar a perder a mi intérprete principal. Quizá sería mejor
atacar de una buena vez.”

“Pero, si logramos acercarnos en paz, podríamos


sacarles noticias de la tierra de Moctezuma,” dijo Aguilar
con porfiado tesón, apenas pudiendo reprimir un tímido
acento de desesperación, de anhelo.

“Si los vencemos, también les sacaremos esa infor-


mación,” apuntó con sorna Pedro de Alvarado, con ceñudo
semblante y gesto despótico. Un rictus agudo y socarrón se
dibujaba en su boca. Como siempre, el pelirrojo, se había
acercado presumiendo su gran orgullo y bizarría.

“No les podremos sacar ninguna información si los


matas,” contradijo Aguilar tajante, no solo por disentir del
capitán extremeño, sino porque pensaba que los hombres de
la orilla debían ser tan amigables como algunos de los mayas
que él había conocido en la península. Por ese motivo no sen-
tía temor, al contrario, estaba seguro de convencerlos para

76
KUKULCÁN

que recibieran a los emisarios del dios blanco y barbado que


los mayas representan como una serpiente emplumada.

“Está bien,” contestó Cortés, con un matiz de


impaciencia no velado, no sin antes haber verificado con los
artilleros el alcance de los cañones, para cerciorarse de que
no tendría problema para cubrir una eventual retirada de
Aguilar, “aunque no entiendo por qué tratas de evitar una
pelea ante ese puñado de indios mal armados y anárquicos,
a quienes espantaríamos con unos cuantos disparos de nues-
tros arcabuces y una pequeña escaramuza. Pero sirve que
tanteamos su reacción a tus palabras, si es que acaso hablan
ese mismo idioma que tú dominas. Ve y trata de comunicarte
con ellos, a ver si nos quieren recibir en paz. Toma mi yelmo
y mi coraza. Póntelos, y ten cuidado.”

El batel de Aguilar navegó río arriba, acercándose a


la canoa del representante del cacique Tabazcoob. Se per-
cibía un aire tibio y lánguido. El español apreció que el rostro
del indio estaba pintado de amarillo y negro, lo cual
significaba guerra, según había aprendido. Ambas embar-
caciones se detuvieron a veinte metros una de la otra,
mientras sus respectivos ejércitos aguardaban expectantes.

“Venimos en son de paz,” gritó el intérprete en


idioma maya, al ver al indígena de pie en la piragua. “De un
país muy lejano, por el oriente, en representación del dios…”

“Ya sabemos que vienen del oriente. Son ustedes los


mismos forasteros que se han acercado a nuestra tierra y que
han matado a cientos de nuestros hombres.”

Aguilar desconocía el grado al que habían llegado las


expediciones anteriores combatiendo a los naturales en esas
tierras tan apartadas de la península maya. Por eso, seguía
desconcertado, buscando alguna respuesta que lo ayudara a

77
KUKULCÁN

encontrar una buena salida. Comprendía el rechazo de los


indios a los hombres blancos, quizá porque en el fondo
sabían que esa expedición significaba una de las primeras
chispas de un fuego que muy pronto habría de asolar irre-
frenablemente a todo el Nuevo Mundo.

“No sé de cuales forasteros me hablas. Nosotros


somos emisarios del dios Kukulcán, y hemos venido a pre-
parar su retorno a estas tierras.”

“Los hombres de quienes te hablo, son de tu misma


raza y sólo han venido otras veces a llevarse nuestras pocas
riquezas. Sabemos que no son dioses, puesto que también
sangran y mueren como nosotros.”

“No somos dioses, pero recuerda a nuestro dios Ku-


kulcán, él si lo fue…”

“La mayoría de mi gente no cree ya en ese dios


antiguo. Su culto ha terminado. Tampoco cree en ustedes,
por lo que el señor Tabazcoob les pide se alejen para siempre
de aquí. Tierra adentro hay muchos más guerreros de tribus
aliadas para pelear contra ustedes, en caso de que insistan en
venir.”

Los remeros que conducían la canoa del indio dieron


la media vuelta y se devolvieron a la orilla del río. De in-
mediato, muchas de las piraguas de las márgenes se lanzaron
contra la barca de Aguilar profiriendo aullidos espantosos,
por lo que los remeros hispanos movieron sus remos con
toda la rapidez que sus brazos y sus fuerzas les permitieron.
Cuando ya casi eran alcanzados por dos piraguas repletas de
guerreros indios, surgió en el aire un estruendo ensordecedor
provocado por una detonación de un cañón. Cuando la bola
de hierro dio en el agua cerca de ellos, levantó una impre-
sionante cortina de líquido de varios metros de alto. Aquello,

78
KUKULCÁN

aunado al eco del estrépito jamás oído en esa jungla, hizo


que muchos de los indios atacantes se lanzaron al agua dando
gritos de terror, y bandadas de cientos de aves que se encon-
traban en las márgenes salieran volando despavoridas. Fue
así como Aguilar y sus compañeros se salvaron de ser cap-
turados.

En la cubierta de la nave de Cortés, los capitanes


discutieron con él sobre la posibilidad de atacar al día si-
guiente, y tomar el poblado de Tabazcoob.

“¿Dices que en tierra hay muchos indios listos para


repelernos?” preguntó el líder de la expedición a Aguilar; su
semblante no podía ocultar la preocupación que aquello le
ocasionaba.

“Debe ser una mentira de esos indios para intimi-


darnos,” replicó, alzando la voz, Pedro de Alvarado.

“Me dijo que varias provincias se han unido en esta


causa,” contestó Aguilar, ignorando a Alvarado.

“Es posible, porque de seguro recordarán la batalla


que Grijalva peleó contra las provincias de Champotón,”
replicó el general.

“Yo vine con Grijalva,” intervino Gonzalo de Sando-


val, dando un paso al frente, “así como Alvarado y muchos
de los hombres de esta expedición; y todos sabemos que esos
salvajes desorganizados son incapaces de presentar mucha
resistencia a nuestras armas.”

“Además, si se supo en toda esta tierra de nuestras


luchas cuando venimos con Grijalva,” arguyó Alvarado con
peyorativas palabras preñadas de veneno, nacidas de su
frustración por tener que contemporizar con el general en la

79
KUKULCÁN

anterior decisión, “si nos retiramos ahora, también se sabrá


que ese salvaje nos asustó con sus amenazas. Yo pienso que
debemos atacar para sentar precedente. Si son muchos los
indios a los que nos enfrentamos y vencemos, mejor.”

Un murmullo de admiración embelesada salió de las


bocas de esos hombres esforzados y amigos del azar, a quie-
nes nunca les flaqueaban los ánimos para hacer cara al pe-
ligro. Las palabras del pelirrojo sonaban convincentes. Mu-
chos de los ahí reunidos, camaradas de armas en otras
expediciones anteriores del fanfarrón capitán Alvarado, sen-
tían que él debería ser, o en realidad era, el verdadero coman-
dante de esa expedición, aunque de manera oficial, el cargo
era ocupado por Hernando Cortés. Todas las miradas con-
vergían en el rostro de este último, esperando la aprobación
de lo dicho por Alvarado.

Después de pensarlo brevemente, y aunque dentro de


sus planes no estaba el tener zafarranchos innecesarios, el
reticente general creyó prudente ordenar el ataque, presio-
nado por sus mismos subalternos. El extremeño sentía que,
de no hacerlo, sus hombres podrían empezar a pensar que le
temblaba la voluntad y poner en duda su capacidad de
mando, e inclusive su valor.

⁕⁕⁕
Por más de medio día estuvo Aguilar rezando un en-
garce de oraciones con ayuda de un rosario que le había
facilitado el padre Olmedo. Desde la cubierta de la nave ca-
pitana estuvo oyendo el clamor que fue elevándose de los
disparos, cañonazos, y gritos de los heridos de las dos hues-
tes, sumido en el limbo de la incertidumbre y con el alma
oprimida por los presentimientos más sombríos. Sabía que
el infierno inclemente y mezquino de la guerra era siempre

80
KUKULCÁN

una posibilidad real. Así lo había aceptado desde que se


embarcó en Sanlúcar de Barrameda con la idea evangelizar
salvajes y consolar cristianos que cayeran heridos pidiendo
indulgencias y buscando su absolución, o pidiendo ayuda pa-
ra confesar sus pecados y así expiar sus culpas, como ya lo
había hecho en otras ocasiones. De hecho, hubo de ser tes-
tigo de muchas cruentas batallas antes de su naufragio, por
lo que aceptaba la guerra como una encrucijada normal de
su destino, consecuencia natural de esos tiempos de impie-
dad que le tocaron vivir, sabiendo que la paz era una quimera
en ese choque de civilizaciones y mundos tan diferentes. Por
lo tanto, ya no le sorprendía la facilidad con la que sus
compatriotas se empecinaban en usar ese infausto recurso de
matar a diestra y siniestra, como atajo para resolver de forma
rápida las discrepancias entre bandos contrarios.

Cuando declinó todo ese ruido, un barco remero


llegó con dos hombres que había enviado Cortés, para llevar-
lo a tierra firme. En ese trayecto se pudo enterar de que
habían vencido a varios escuadrones de indios del cacique
maya.

Los soldados que lo llevaban ante Cortés, le contaban


con lujo de detalles como había respingado su caballo, en
medio del torbellino de la lucha, al tratar sin éxito de esquí-
var un mazazo. Luego el animal dobló las patas delanteras al
caer, haciendo al general perder los estribos con el movi-
miento. Al caer en la tierra fangosa de los pantanos, Cortés
perdió una de sus botas, pero así había seguido, haciendo
gala de su audacia indomable y su habilidad como espada-
chín, hasta salvar la vida de su montura. Luego fue auxiliado
por hombres de su guardia, que se habían abierto camino a
estocadas para protegerle, y siguió luchando hombro con
hombro con los demás hombres de su destacamento hasta
salir indemne de la refriega.

81
KUKULCÁN

El extremeño y sus tropas habían marchado tierra


adentro, divididos en cuatro capitanías. Enmedio de la con-
fusión de la lucha, el intérprete indio Melchorejo, que Cortés
había decidido utilizar en esa ocasión, desertó, perdiéndose
entre manglares y cañaverales. Por ese motivo mandó llamar
a Aguilar, ya que ahora no contaba con nadie más como tra-
ductor.

Cuando este llegó al sitio donde debería hallarse


Tabazcoob, el poblado estaba ya dominado por los espa-
ñoles. Escopeteros, piqueros, ballesteros, artilleros y hom-
bres de espada y rodela se hallaban descansando. Hechos a
privaciones y a dormir sobre la hierba silvestre, descansaban
sentados o acostados sobre la arena, piedras, o troncos caí-
dos. El cacique había huido para no ser capturado. Cortés
daba instrucciones para que trasladasen a los heridos a las
naves para ser curados. Al ver a Aguilar, le pidió que en-
trevistara a los prisioneros para obtener más información
sobre esa gente, y sobre los dominios de Moctezuma.

Los españoles se sorprendieron mucho cuando


supieron, por medio de los prisioneros que entrevistaba el
intérprete oficial, que Melchorejo se había unido a los abo-
rígenes y ahora les daba información de la expedición his-
pana al decirles que sólo eran unos pocos forasteros que
venían a conquistar sus territorios para despojarlos de sus
riquezas, como lo habían hecho ya en Cuba.

Al general le preocupó un poco el nuevo cariz de las


cosas y que los indios ahora pudieran enterarse sobre las
tácticas de pelea de sus hombres y el tipo de armas que
tenían. Juró que de volver a capturar a Melchorejo, él mismo
lo despacharía al infierno a palos, por traidor. También le
consternó saber que los indios se organizaban en otro
poblado cercano, llamado Centla, para el ataque del día si-
guiente.

82
KUKULCÁN

⁕⁕⁕
Una de las pocas chozas del pueblo, hechas de tallos
largos de carrizo y hojas de palma, que no estaba en pala-
fitos, había sido asignada a Aguilar para pasar la noche. El
aire era suave y el cielo se empezaba a pintar de azul oscuro.
Cuando se disponía a dormir, recibió la inesperada visita del
general.

“No funcionó, ¿verdad?” preguntó Cortés, con su


camisa todavía pringosa de manchas de sangre seca. Se le
notaba curioso, y contento a la vez, de tener tiempo de hablar
a solas con el intérprete, aun en esa débil claridad que daban
las llamas temblonas de una lámpara. Tenía el rostro sudo-
roso y la barba brillante causada por una humedad que em-
papaba hasta los pensamientos y un rocío de aire que se pe-
gaba en el cabello.

“¿A qué te refieres?” le preguntó Aguilar, fingiendo


no entender, mientras le veía lavarse manos y cara en una
palancana.

“En el río les hablaste a esos indígenas del dios del


que me has contado. Pero por lo visto, ellos no lo adoran
como dices que lo hacen los indios de la península.”

“Si, así es,” contestó Aguilar, bajando la cabeza. “No


lo entiendo, me dijeron que ya casi nadie cree en él.”

“¿Cómo es que tú si crees en ese dios? ¿Qué fue lo


que te hizo creer en él? Y más que todo, qué te hizo
relacionarlo con…”

“Creo en él por todo lo que viví. Es algo difícil de


explicar. Pienso que por más que te lo relatase, aun así no lo

83
KUKULCÁN

comprenderías. Imagino que necesitaría otros nueve años


para que lo entendieras,” dijo Aguilar, sorprendido de que el
general considerara que era el momento propicio para hablar
con él de Dios, justo después de haber matado a tantos
enemigos.

Los dos hombres se sentaron en la mesa. Cortés lo


observaba con curiosidad, tratando de penetrar el velo del
misterio que cubría el mar enigmático e insondable que eran
los razonamientos del segundo.

“¿Quieres algo de pan? Deberías aprovechar ahora


que todavía tenemos reserva de harina de trigo,” apuntó el
general.

“Los mayas también hacen una especie de pan que


llaman casabe, lo elaboran a partir de una planta llamada
yuca, pero no es tan delicioso como los discos planos que
llaman tortillas, y que sacan moliendo los granos de otra
planta llamada maíz. Yo le he tomado más cariño a las tor-
tillas que al pan, y nunca nos acabaremos el maíz que hay
aquí, así que, por mí, te puedes terminar tú solo el pan de
trigo.”

Cortés dejó escapar una risotada ante aquel comen-


tario.

“¿Cuánto tiempo viviste en Tulum?” preguntó,


tratando de hacerse una idea más clara de la vida que había
tenido en tierras mayas y hallar los motivos en los que fun-
daba sus locas teorías.

“Sólo unos meses. Lo suficiente para haber apren-


dido el idioma por completo, y haber conocido un poco de
sus costumbres.”

84
KUKULCÁN

“¿Y a dónde fuiste después de Tulum?”

“A Chichén Itzá, una ciudad al oeste de la primera.


Fui ahí a petición de Acab Cambál, el sacerdote mayor del
culto de Kukulcán. Él vivía en Chichén Itzá, y con el tiempo
se convirtió en el mejor amigo que he tenido en mi vida.”

“¿Tuviste algún motivo en especial para dejar


Tulum?” preguntó Cortés, animando a su interlocutor con un
gesto de sus manos a hacer más extensos sus relatos.

“Estando un día ahí, recibí la visita de Acab Cambál


y su cortejo de sacerdotes menores. Como ya estaba acos-
tumbrado a que me visitara todo tipo de caciques y jefes de
pueblos mayas, aliados o amigos de los habitantes de Tulum,
e incluso a enemigos de ellos, no le puse mucha atención a
la visita de otro grupo más.”

“¿Enemigos?” Cortés mordisqueaba un pedazo de


pan dulce de una canasta en la mesa. Con sus dedos pulgar e
índice juntaba las migajas de la cubierta, y luego los sacudía
para tirarlas en el suelo.

“Casi todas las provincias mayas se encuentran en


guerra, unas contra otras. A mi llegada se llamó a una tregua
general en tanto determinaban si yo era el dios que estaban
esperando. En un principio pensé que me estaban confun-
diendo con Cristóbal Colón, o con algún otro cristiano de
alguna expedición anterior.”

A Cortés se le iluminó el rostro.

“¡Eso es! De seguro el dios del que ellos hablan era


el almirante Colón, quien los visitó en una de sus expedí-
ciones.”

85
KUKULCÁN

“No fue el almirante. Casi de inmediato, después que


aprendí el idioma y a leer sus textos sagrados antiguos, y a
interpretar los glifos en sus monumentos, supe que Kukulcán
perpetúa la memoria de un maestro extraño, blanco y bar-
bado como nosotros, que vino del oriente como nosotros,
pero que vivió entre ellos muchos katunes y bakutunes antes
de la llegada de Colón.”

“¿Qué es eso?”

“La forma como miden ellos el tiempo. Según sus


códices, Kukulcán vivió aquí hace mil quinientos años nues-
tros.” Aguilar dejó que Cortés absorbiera el impacto de
aquella revelación. “Después pensé por mucho tiempo que
bien pudo haber sido uno de los primeros cristianos o alguno
de los apóstoles de Jesús. Recordando mis estudios teo-
lógicos, concluí que, a la muerte del Señor, ellos habían
tratado de llevar su palabra a todo el mundo, ya favorecidos
con la gracia del poder divino. En mi afán por sacar con-
clusiones, recordé que Santo Tomás había sido el apóstol que
más dudó de la resurrección de Jesús, y no se convenció sino
hasta que el Señor mismo le mostró sus manos lastimadas
por los clavos de la cruz. Después de eso, él se convirtió en
el más fanático predicador de su palabra y llegó hasta los
rincones más recónditos del mundo.”

“¿Pensaste entonces que Santo Tomás cruzó el mar?


Es posible, si contaba con la ayuda del poder divino del
Espíritu Santo.”

“Por mucho tiempo estuve convencido de que


Kukulcán era Santo Tomás. Pero luego, por lo que fui apren-
diendo, tuve que cambiar de parecer.”

“¿Y para qué había ido a visitarte ese Cambál?”

86
KUKULCÁN

“Primero creí que sus motivos eran los mismos de


todos los demás: porque querían ver la curiosidad de moda,
el hombre blanco que había venido del oriente. Pero casi me
desmayo al ver colgada del cuello de Acab Cambál una pe-
queña cruz de madera, idéntica a un crucifijo que usaría un
fraile cristiano, tal cual si la hubiera comprado en cualquier
mercado de Roma. Le pregunté por el significado de esa cruz
y me respondió que yo bien lo sabía: que bajo ese símbolo
habría de volver Kukulcán a esta tierra, y que, según la pro-
fecía, en el preciso momento en que yo naufragué en la costa
de Yucatán. Que así estaba escrito en los libros sagrados de
sus ancestros. Años después pude corroborar esto, y vaya
que los mayas son expertos en medir el tiempo exacto de
cosas que van a suceder en un futuro, gracias a sus cálculos
astronómicos.”

“Bueno, hay que admitir que eso fue bastante des-


concertante para ti. Igual lo hubiera sido para mí.”

“Tras intercambiar unas cuantas palabras, pronto se


dio cuenta que yo no era ningún dios, sino sólo un hombre
bastante confundido y asustado. Me invitó a visitar Chichén
Itzá, quizás pensando que allí, viviendo en el impresionante
centro ceremonial dedicado a Kukulcán, podríamos platicar
mejor acerca de nuestras naciones y nuestras religiones.”

“¿Está lejos de Tulum?” preguntó Cortés, mientras


tomaba un poco de agua de su odre de cuero. Después se la
pasó a su acompañante, quien también le dio unos tragos.

“Caminamos menos de cuatro jornadas para llegar a


ese lugar. El camino es largo y sinuoso, pero bien trazado y
desmontado. Lo que más me llamó la atención en aquella lla-
nura, fueron los extraños pozos naturales de agua que los
mayas llaman dznot, pero yo llamo cenotes, por la dificultad
de pronunciar la palabra en maya.”

87
KUKULCÁN

“¿Y esos qué son?”

“Esos pozos son la única fuente natural de agua para


los mayas de tierra adentro. Los cenotes son las partes
expuestas de los ríos que corren bajo una superficie de suelo
calcáreo, que a veces se colapsa, formando socavones.”

“¿Y qué me dices de la ciudad en sí?”

“En la ciudad hay nada más unas pocas casas al-


rededor de un inmenso pozo llamado: cenote sagrado. Pero
cerca de ahí, de pronto, y a través del follaje de unos árboles,
se me presentó a la vista la enorme masa de piedra de la gran
pirámide. Créeme que en mi vida he visto palacios gran-
diosos y bellas iglesias, pero jamás nada tan majestuoso
como ese edificio. Dos grandes cabezas de serpiente emplu-
mada con sus fauces abiertas y enseñando sus lenguas bí-
fidas, reposan a los lados de la base de la escalera principal
de la pirámide. Cada escalera tiene noventa y un escalones
para que al sumar las cuatro y al añadir la plataforma su-
perior, sumen los trescientos sesenta y cinco días del año.”

“¡Qué coincidencia!” contestó admirado Cortés.

“No, no es ninguna coincidencia. Te puedo nombrar


otros muchos detalles que prueban que los mayas antiguos
poseían un profundo conocimiento del movimiento de los
astros, pero no acabaríamos en varios días.”

“¿Pero, los mayas piensan que los astros se mueven?


¿Cómo es eso?”

“Así es. No me preguntes cómo, pero así es. Además,


ellos saben que en nuestro sistema solar hay cuando menos
otros siete planetas, aparte del nuestro, girando alrededor del
sol.”

88
KUKULCÁN

“No sé ni por asomo a lo que te refieres, pero eso sue-


na a locura.” Los dos hombres sentían como fluía oscu-
ramente el río de sus emociones hacía destinos ignorados.

“Todo el centro ceremonial da la sensación de estar


envuelto por un halo mágico y encerrar grandes enigmas
debido a lo curioso y distinto de su construcción. Hay un
grupo de edificios que parecen haber sido el palacio de algún
antiguo señor feudal, también un edificio extraño, con techo
redondo en forma de bóveda que asemeja una pequeña
iglesia, pero los nativos lo llaman: el observatorio. En los
cientos de columnas construidas y colocadas con gran
simetría en el templo de la columnata, y en el templo de los
guerreros, encontré cosas que me dejaron sin habla, como la
estatua del sacerdote de Kukulcán, o los dos pilares que están
detrás de esa estatua, los cuales sostenían el techo del templo
que colapsó hace mucho tiempo y no está ya más, pero los
verticales pilares subsisten y tienen forma de serpiente con
sus cabezas reposando en el piso del templo, sus cuerpos al
aire y las colas dobladas hacia arriba. De esa forma
representan el descenso de Kukulcán del cielo a la tierra.”

“Me gustaría visitar algún día esa ciudad de


Chichén,” comentó el capitán, con su mirada perdida, tra-
tando de imaginarse lo que el ex náufrago le describía, y al
mismo tiempo, sintiéndose incómodo por el efecto que
producía en su alma el oír semejantes disparates, y lo que era
peor, comenzar a dejar de considerarlos como tales. Con
todo eso, debido a su naturaleza indecisa y suspicaz, siempre
le retenía cierto instinto de desconfianza. Terminó frustrado
por no poder dilucidar la verdad, pero sabiendo que por el
momento no le quedaba otra más que ceder a lo absurdo, cul-
minó: “Pero por ahora tenemos otras misiones que cumplir.
Debo irme, mis hombres me están esperando.”

89
KUKULCÁN

Cortés dejó la casa donde pernoctaría Aguilar, para


dirigirse a donde sus capitanes organizaban a su gente con
gran cuidado, para dormir con las armas prontas en caso de
un ataque nocturno, y prepararse para el duro combate que
tendrían al día siguiente.

Un doméstico y varios guardias fueron asignados al


intérprete para su seguridad. Por ellos, se enteró que el ánimo
de la tropa estaba alto y el espíritu festivo, después de ese
primer triunfo en tierra extraña, ya que para muchos de los
soldados de espada al cinto que pelearon esa tarde, esa había
sido la primer justa contra indios en toda su vida. Encan-
dilados por el brillo del oro imaginado, se sentían ahora con
fuerza para llegar hasta destinos ignotos y vencer lo que
fuera. Así mismo, ya podían percibir que la expedición ter-
minaría pronto con éxito, para resarcirse de tantas pena-
lidades, y así volverían todos ellos, hasta el más humilde,
encumbrados y con dinero a Cuba, dueños de riquezas inso-
ñadas.

90
KUKULCÁN

EPISODIO 11

Durante los albores del día siguiente, se celebró una


misa oficiada por el padre Olmedo. Todos esos hombres ora-
ban, pidiendo a Dios la protección en esta empresa que es-
taban llevando a cabo en su nombre y para la propagación de
su palabra. Todos rezaban con fuerza, como si sintieran que,
en la medida de la devoción puesta, sería la protección reci-
bida.

Terminada la homilía, después de almorzar y antes


de partir al poblado de Centla, Cortés ordenó al clarín llamar
a todo el ejército para dar sus últimas disposiciones. El aire
soplaba fuerte, lo que levantaba su capa. Estaba rodeado por
sus lugartenientes, todos ellos montando sus corceles.

El esplendor de la estampa de esos animales se


engrandecía a los ojos de todos los hombres que carecían de
uno, puesto que en la expedición sólo venían doce caballos,
y en esas tierras no existían semejantes animales. Los hom-
bres rodearon a su general, quién traía el peto puesto y enar-
bolaba su espada en lo alto. Sin más preámbulo, les arengó a
gritos:

“Nos espera una gran cantidad de indios dispuestos a


repelernos de estas tierras; es ahora el momento de probar
nuestras fuerzas y nuestras armas, o de abandonar por com-
pleto nuestra misión. Sé que la gracia de Dios nos va a seguir

91
KUKULCÁN

favoreciendo como hasta ahora, por lo que habremos de con-


tinuar, ¡en el nombre del Señor!”

Se escuchó un clamor de aprobación, que provenía


de todos los hombres del campamento, que después de la
perorata del voluntarioso general se aprestaron a partir para
afrontar su destino. Cortés dispuso de nuevo que Aguilar se
quedara rezagado, puesto que en la lucha no lo necesitaría y
sólo lo llamaría hasta el momento en que tuviese que
intercambiar palabras con los vencidos.

⁕⁕⁕
Para la tarde de ese mismo día, un jinete con dos
caballos llegó a buscar a Aguilar, comunicándole la victoria
de los hispanos y que el general lo requería para hablar con
el jefe de los indios que se habían rendido.

El intérprete casi no recordaba el gran placer que


daba el montar una cabalgadura. De hecho, no se acordaba
cuando había sido la última vez que lo había hecho. Sin
embargo, le parecía un recuerdo perdido entre las brumas de
otra vida. El jinete del otro corcel, quien traía colgando el
yelmo del arzón, era el capitán Alfonso Hernández de Por-
tocarrero, hombre alto y con el cuerpo casi completamente
cubierto de espeso vello negro hirsuto, con pelo largo que le
caía en melena sobre los hombros. Del cuello le colgaba un
relicario que apenas se veía bajo la barba montaraz que le
llegaba al pecho. Su cualidad más reconocida por todo el
ejército era que emitía unos eructos atronadores, que hacían
aullar de espanto a los mastines, y por la noche despertaban
a medio campamento.

En el corto camino del campamento a Centla, cuando


iban cabalgando a campo traviesa, Portocarrero le contó la

92
KUKULCÁN

forma en que habían vencido a los indios, matando a destajo


a cientos de ellos, hablando con su vocerrón espeso de gi-
gante, para cubrir el ruido que se hacía cuando sonaban el
acero de la funda de su espada al chocar contra la lámina de
su armadura a cada paso del corcel. Emocionado de manera
visible, temblando todavía por haber probado de nueva cuen-
ta la exaltación de matar, y la posibilidad de morir, le decía
cómo una avanzada de soldados de a pie, a rompe y raja, se
fue abriendo paso a golpes de espada ante un mar de gue-
rreros indios que a ojos vistas eran varios miles, y también
le explicó cómo asustaron a los nativos los disparos de ar-
tillería. Después, el ataque de la caballería por dos flancos
terminó por hacer huir al resto de los indígenas, que hasta
entonces se habían batido en una furiosa lucha, al des-
membrar al ejército oponente, y facilitar el triunfo de los
españoles.

“Cuando los indios veían nuestras monturas se


quedaban estáticos, como si lo que miraran fueran seres
sobrenaturales, o algo aún peor, como si caballo y jinete
fuéramos unos centauros.” Portocarrero le contaba a Agui-
lar, como si sólo fuera una aventura emocionante, imitando
con la fusta los movimientos de espada que había hecho en
la brega. Sin darse cuenta, hundía las espuelas en los ijares
de su penco, haciéndolo apurar el paso y a Aguilar tener
dificultad para mantenerse a su lado a galope tendido. “Me
abrí paso con mi espada, cortando cabezas de indios a diestra
y siniestra, como si estuviera en un huerto de sandías.”

El traductor lo escuchaba con ánimo sombrío y ojos


llorosos, al no poder contener lágrimas de frustración, pen-
sando en la suerte de esos desventurados mayas que no ha-
bían querido escucharlo, y que, en aquel momento, era ya
demasiado tarde para muchos de ellos, los que habían encon-
trado la muerte a mansalva en esas batallas. No era tristeza
inconsolable lo que sentía, pero si abatimiento, por no haber

93
KUKULCÁN

podido evitar la escena fatídica de esa matanza. Pero esas


cosas ya las procesaba a través de los cristales enrarecidos
de su naufragio, como subterfugio para evitar tener dudas de
conciencia. Por lo tanto, pensaba que de seguro los delez-
nables sucesos acaecidos durante ese día se habían dado así,
porque ese debía ser el sino inexorable que Dios les tenía tra-
zado a ambos bandos.

La hazaña que significó la victoria de los españoles


resonó al grado de apaciguar a todos los poblados que aún se
animaban a oponerse a los extranjeros. En la batalla habían
muerto cerca de quinientos indios contra sólo algunos cuan-
tos cristianos heridos y dos muertos. Los que perecieron fue-
ron víctimas de saetas emponzoñadas en la punta por raros
tósigos, y no las pudieron eludir ya que cubrían sus cuerpos
tan sólo con corazas livianas de cuero, a falta de armadura
de acero. Los restos de los dos difuntos fueron ocultados con
habilidad del conocimiento de los nativos, y después se les
dio cristiana sepultura con las merecidas honras.

Dos días después de la toma de Centla, llegaron al


campamento dos emisarios del cacique Tabazcoob, atavia-
dos con ropa de gala, para anunciarle a Cortés que el cacique
mismo lo visitaría al día siguiente para parlamentar, rendirse,
y capitular ante él, y que no lo había hecho antes porque aún
no terminaba de reponerse del estropicio causado por la
guerra y de juntar los presentes para tan valerosos guerreros
de tez blanca.

Tabazcoob era un hombre de mediana edad, flaco y


alto, lo que le hizo recordar a Aguilar a su extinto amigo
Acab Cambál, pero el parecido era sólo físico, puesto que en
carácter y educación diferían mucho, aunque por lo visto era
jefe guerrero ilustre y distinguido entre esa gente por méritos
ganados en pasadas luchas. Tenía el pelo negro largo que
caía sobre su espalda, pero sobre la frente, cortado en fle-

94
KUKULCÁN

quillo. Portaba pendientes de obsidiana en orejas, nariz, y


labio inferior, lo que hacía descubrir una larga hilera de
dientes pintados de azul. El cacique se notaba muy servil en
el trato hacia el general, y aunque sabía que ellos no eran
dioses, sino forasteros que habían llegado a sojuzgarlos,
como les había informado Melchorejo, no escatimó regalos
en joyas para el general. Aguilar sabía que dichos presentes
debían provenir del saqueo de todo su pueblo, y de otros
pueblos circunvecinos.

“¿Conoces a Moctezuma?” le preguntó el intérprete


a Tabazcoob.

“En persona no, pero mantenemos intercambio


comercial con su nación, que es la más poderosa de este
mundo, y nos envía con frecuencia saludos y presentes con
sus pochtecas.”

“¿Pero no le rinden tributo?”

“Le envío regalos con sus mercaderes en cada


ocasión que nos visitan, y a cambio de eso, me evito el tener
guerras con ellos o con los pueblos de mis alrededores.”

“¿Y su nación es grande?”

“Su nación es grande, pero sus dominios abarcan


muchas naciones grandes. Debes saber que no hay nada en
todo el Anáhuac más vasto, hondo, y alto que la majestad del
emperador.”

“¿Y cómo podemos llegar hasta él?”

Tabazcoob levantó la vista para ver a los dos espa-


ñoles que lo interrogaban, con un gesto de burla ante sus pre-
tensiones, y la osadía de tratar de llegar al corazón del im-

95
KUKULCÁN

perio con esos pocos hombres, y con los inventos que pose-
ían, que, aunque buenos, no dejaban de ser inútiles ante el
combate de cientos de miles de los mejores guerreros del
único-mundo.

“¿Cómo puedo llegar?” insistió Aguilar.

“Su ciudad está en el centro del Cem Anáhuac, donde


la tierra no es muy alta ni muy baja, donde la distancia de
mar a mar no es mucha ni poca como aquí, que es poca,
comparando con las tierras más al norte, y donde nunca hace
ni mucho frío ni mucho calor.”

Un murmullo que fue creciendo, detuvo el


interrogatorio al cacique indígena. Al volver la vista, descu-
brieron a un grupo de hermosas jóvenes indias, vestidas con
sus huipiles blancos, que llevaban bordados de hilos de mu-
chos colores en el cuello y mangas. Tenían sus cabellos lar-
gos trenzados por la espalda y amarrados con tiras de algo-
dón de brillantes colores. Calzaban sandalias de cuero pinta-
do de morado y atadas al tobillo. Las muchachas llegaron
custodiadas por varios indios guerreros.

Tabazcoob dijo a Aguilar que obsequiaba al ejército


victorioso a esas mujeres esclavas, en prueba de su amistad,
porque eran diestras en preparar las tortillas de maíz y demás
alimentos que sus hombres necesitarán durante su viaje a la
región de Moctezuma. Otros hombres también llevaron gran
cantidad de frutas, verduras, y animales, como venados, gua-
jolotes y otras aves, para la celebración de los vencedores.

“Dile que lo invito a él y a los otros caciques a bordo


de la nave capitana, para recibirlos como se merecen y así
poder agradecerles su inaudita generosidad,” dijo Cortés a
Aguilar, con una mirada complaciente, sin poder quitar la
vista de una de las indias, mujer de pródigos encantos, que

96
KUKULCÁN

sobresalía de las demás tanto por su estatura y porte, así co-


mo por su belleza y su piel color canela.

Al día siguiente, el general recibió a los hombres en


su embarcación, emperifollado con sus mejores galas, que
incluían el yelmo con celada de plata coronado de penacho
de plumas rojas, traje de terciopelo color durazno, peto bru-
ñido, capa adamascada color café y medias rosas. Había
mandado acomodar una silla de respaldo alto en la cubierta,
donde se sentó, cual si fuera un rey de alguna corte de
Europa. Ahí les agradeció sus regalos de una manera muy
efusiva, sin poder ocultar lo contento que estaba por la que
sentía que era su primer resonante victoria de su expedición.
Unos mozos sirvieron copas de vino a todos los reunidos, y
los nativos demostraron gusto de probar algo tan diferente.
Varios pajes entregaron a los indios algunas baratijas lleva-
das de España y se las obsequiaron. Al cabo de un rato de
mutuos halagos e intercambio de finezas y zalamerías, Cor-
tés cambió de voz y habló en tono solemne al cacique Tabaz-
coob.

“Ahora que nos hemos conocido como amigos, y que


ustedes saben que venimos en nombre de nuestra majestad,
el sacro emperador Don Carlos I de España y V de Alemania,
les pido juren fidelidad y vasallaje a él y a su nación, reci-
biendo con este acto nuestra protección de los posibles ata-
ques futuros de cualquier otra nación enemiga.

Mientras Aguilar traducía las palabras de Cortés, los


caciques se volteaban a ver entre ellos, tan sólo para con-
firmar lo que ya habían pronosticado y admitido antes de
presentarse ante él.

“Y a cambio de eso, no les pedimos ningún pago o


tributo a nuestro rey, sino que acepten fundar una ciudad en
estas tierras bajo el dominio de España. Así también, les pido

97
KUKULCÁN

acepten a nuestro Dios Jesucristo, abandonando de inme-


diato sus creencias a sus falsos ídolos.”

“Sino que acepten,” traducía Aguilar en idioma


maya, “fundar en su tierra una ciudad bajo el dominio de
Iberia, y vean a nuestro Dios con el mismo fervor con el que
ven a los suyos, puesto que al final de cuentas, es el mismo
de todos: la serpiente emplumada.”

El general adivinó que su compañero había


modificado un poco la traducción de sus palabras, al ver el
gesto de completa aceptación de sus propuestas en los ros-
tros de los indios. Pero en ese momento, lo más importante
para él era la aprobación de anexarse a España. De esa ma-
nera, se sentía más fuerte y valiente para aspirar a hacer algo
más grande y resonante en su expedición.

⁕⁕⁕
Los españoles volvieron a su campamento que tenían
en la margen del río, para organizarse y descansar de las con-
tiendas que habían sostenido. Muchos de los indios siguieron
acercándose para departir con ellos y llevarles todo tipo de
frutos, alimentos y agua, evitándole a los extranjeros el tener
que molestarse en salir a buscar su sustento. Las indias que
les había regalado el cacique se pasaban todo el día traba-
jando con los cocineros. Eran muy diestras para preparar los
manjares que aderezaban con una habilidad admirable, y
cuya delicia atravesaba los sentidos de los forasteros, que
gustosos los probaban hasta atiborrarse.

Los hombres de la península ibérica manoseaban con


curiosidad los frutos y vegetales desconocidos para ellos en
el viejo continente y que estaban dispuestos en canastas de
bejuco en las mesas. Con timidez los mordisqueaban, pro-

98
KUKULCÁN

bando su sabor. Aguilar los invitaba a probarlos a placer, ya


que su sabor era fantástico. Sobre todo, les recomendaba
probar primero la bebida de maíz que llamaban atolli, y él
pronunciaba como atole. Después, los invitaba a comer el
tubérculo boludo que los campesinos extraían de la tierra y
denominaban como papatl, y que cocido o asado tenía un sa-
bor exquisito. A los capitanes les había llamado la atención
un fruto rojo y carnoso que las indias llamaban tomatl, y que,
al morderlo, se reventaba y escurría su jugo por sus barbas,
causándoles diversión. Su compañero intérprete les reco-
mendó que jamás lo ingirieran de los molcajetes, cuando es-
taba molido, revuelto con chile, ya que esa salsa era picante
de verdad, y por momentos podía hacer que un hombre
perdiera la respiración, y hasta enfermarlo del estómago por
varios días, aunque el comentario llegó demasiado tarde para
un soldado que ya regurgitaba un bocado al sentir lo picoso
de la salsa.

“La primera vez que comí la salsa, pensé que me


habían dado un veneno muy portentoso y que moriría en
unos instantes,” comentó Aguilar, causando risas entre quie-
nes lo oían.

Una de las cocineras le acercó al general una canasta


con unos frutos de color negro, quién tomó uno y se lo llevó
a la boca, pensando que sería una papa cocinada de manera
diferente, pero al darle una gran mordida, el fruto se reventó
e hizo saltar una pulpa verdosa acompañada de una gran se-
milla del tamaño de un huevo de gallina, que hizo un ruido
sordo al golpear la madera de la mesa.

La carcajada no se hizo esperar por parte de los


oficiales y soldados que se hallaban cerca, cuando vieron la
semilla caer. Cortés miraba el ahuacátl en su mano y la pulpa
en la mesa y la semilla en la tierra, por lo que después de
analizar la escena, él también soltó una risotada. Aguilar le

99
KUKULCÁN

recomendó que esa fruta mejor la comiera ya hecha salsa


usando trozos de tortilla frita como cuchara y la sacara del
molcajete. Cortés así lo hizo y un gesto de aprobación de su
rostro le comunicó a las cocineras que le había gustado el
ahuacamolli, o salsa de ahuacátl.

⁕⁕⁕
Aguilar pasaba esos días platicando con cuanto
indígena se acercaba al campamento y con las indias co-
cineras, quienes hallaban motivo de bastante emoción, el
escuchar a un español hablando su idioma maya. Sólo había
una de ellas que no le sorprendía oír al forastero hablando
una lengua extraña para él, debido a que ella misma hablaba
varios idiomas también. Su nombre era Ce Malinalli, la más
alta y hermosa de todas, quién poseía la altivez natural de
quién ha nacido en cuna de abolengo.

El ex náufrago pudo dilucidar muy pronto la índole


de ese misterio en una plática. Malinalli le contó que era
oriunda de un poblado mucho más al norte de Centla, lejos
de las tierras mayas. Había nacido en Paynala, e incluso era
hija del difunto gobernador, por tanto, era de noble cuna y
no esclava, como la trataba la gente de las márgenes del río
donde desembarcó por primera vez Juan de Grijalba.

“¿Y cómo es que viniste a parar a este poblado como


esclava?” preguntó el castellano, tratando de tomar más
confianza con esa india que parecía ser muy inteligente y le
podría servir en un futuro.

“Es una historia muy larga, y muy triste para mí,”


dijo Malinalli con un gesto amargo. “Preferiría no recor-
darla.”

100
KUKULCÁN

Aguilar no trató de hurgar más en la vida de esa mu-


jer enigmática, entendiendo que al igual que él, debía ser una
víctima más de las caprichosas circunstancias de este mundo
insensato. Sólo se limitaba a observar su noble estampa de
rasgos finos, con sus hermosos ojos grandes, que parecían
sonreír por sí mismos, resaltando en un rostro perfecto de
piel que más bien parecía la de una mujer blanca que había
pasado varias tardes bajo el sol. De cualquier manera, al
español le simpatizaba esa mujer, y en esos breves mo-
mentos que había pasado con ella desde que la conoció,
sentía una especie de comunión íntima con otro ser humano,
como no lo había experimentado desde la muerte de su
amigo indio Acab Cambál.

“¿Tu ciudad estaba bajo el dominio de Moctezuma?”

“Moctezuma…” repitió la palabra Malinalli, como


evocando un lejano recuerdo. “Sí. Paynala era una ciudad
pequeña pero vasalla del imperio azteca. Sus recaudadores
llegaban de tiempo en tiempo. Recuerdo que mi padre se
desvivía en atenciones hacia ellos. En aquél entonces no
entendía el por qué.”

“¿Por qué?” preguntó Aguilar, al ver que Malinalli


no terminaba su relato.

Ella sonreía viéndolo, divirtiéndose ante su igno-


rancia. Y cuando sonreía, parecía como si toda ella exhalara
un aura de frescura.

“Porque Moctezuma podría haber hecho desaparecer


a Paynala con una mínima orden que le hubiera dado a su
sirviente más cercano, tal vez acostado en su lecho, o disfru-
tando de su comida favorita. Sólo con ocurrírsele que en
Paynala había la suficiente cantidad de personas para el

101
KUKULCÁN

sacrificio que se necesitaba ofrendar al dios que se festejaría


en esa ocasión.”

“¿Sería capaz de matar a tanta gente en un homenaje


para honrar a uno de sus dioses?”

“Mi pueblo no tiene tanta gente. Sólo serán unos tres


mil moradores, pero eso es suficiente para un festejo menor
de los aztecas.”

“No entiendo ¿tres mil son pocos?”

“Hombres, mujeres y niños de las naciones enemigas


del imperio son hechos prisioneros y llevados al templo
mayor de Tenochtitlán para ser sacrificados. Sus corazones
son extraídos de sus cuerpos. En la ceremonia de asunción
de Moctezuma que mi padre presenció, fueron sacrificadas
más de cuarenta mil personas en un festejo que duró varios
días.”

“Sí, algo así me habían contado, pero no sabía el


número tan grande de víctimas que se aniquilaban. Ese lugar
debe ser sin duda el reino de Lucifer, donde domina a sus
anchas, alcanzando niveles de atrocidad indescriptible.”

Sin entender lo dicho por Aguilar, Malinalli pro-


siguió.

“La fama de sus xochiyáoyotl, o guerras floridas, que


sirven para capturar a los prisioneros que servirán en el
sacrificio, ha llegado ya a todos los confines del único-mun-
do.”

El ex náufrago recordó esa costumbre que alguna vez


le explicara Acab Cambál.

102
KUKULCÁN

“La primera vez que escuché eso de guerras floridas,


me confundí. ¿Cómo puede haber una guerra de flores?
Después me lo explicaron. Flor y sangre se pronuncian usan-
do la misma palabra en lenguaje náhuatl, por lo que en
realidad debería llamárseles guerras sangrientas.”

“Que en realidad no lo son tanto. Corre poca sangre


en esas confrontaciones, y entre más prisioneros vivos
capturen, mejor. Así, Huitzilopochtli, su dios de la guerra,
tendrá más alimento.”

“Huitzilopochtli… el que los llevó por la senda


triunfal desde que emigraron del Aztlán para llegar a donde
viven ahora: en lo que ellos llaman el corazón del único-
mundo, o Cem Anáhuac, la gran cuidad de Tenochtitlán.”
Aguilar repasaba las enseñanzas que recibiera de su difunto
amigo indio. “Pero dime Malinalli, ¿los aztecas no cono-
cieron al dios Kukulcán?”

“Todos lo conocemos, pero casi nadie cree en él ya,


al ver el tremendo éxito que ha tenido su contraparte.”

“¿Y tú, creíste alguna vez en Kukulcán?”

“En la villa costera donde nací y en Tenochtitlán, la


serpiente emplumada es llamada Quetzalcóatl, y admito que
cuando era niña me fascinó su historia cuando me la contó
mi padre. De hecho, en las afueras de mi pueblo hay un lugar
llamado Coatzacoalcos, y si recuerdo bien, ese nombre se
creaba a partir de que tenía varias pequeñas pirámides de
Quetzalcóatl, y de ahí viene cóatl. A las pirámides se les lla-
ma tzacualli, porque es un lugar donde se esconde o se pro-
tege, para decir que es donde mora, el dios. El vocablo co
define un lugar. La combinación de los tres vocablos te da el
nombre de Coatzacoatl. En plural, porque no era una sino
varias pirámides, se crea el nombre. Mi padre me llevó ahí

103
KUKULCÁN

muchas veces y me contaba la historia de ese dios, de hecho,


hay una leyenda que cuenta la partida de Quetzalcóatl hacia
el oriente, cuando terminó su labor en estas tierras, fue desde
ese lugar, el pueblito donde viví de pequeña, o muy cerca de
ahí. Cuando supe de ustedes, lo primero que me vino a la
mente fue que eran emisarios de ese dios, seres divinos que
venían a anunciar su regreso.”

“Y en cierta forma así es. No somos divinos, sino


hombres como ustedes de carne y hueso, pero venimos de
otras tierras a traerles de nuevo a Kukulcán.”

Ce Malinalli miró desconcertada a Aguilar, pensando


si estaría hablando en serio, o lo que le decía era una simple
broma para observar su reacción, aunque siguiera sin enten-
der el motivo por el que se lo decía.

“Debo volver con Cortés, y tú debes regresar a tus


labores, porque las otras muchachas ya te ven con malos
ojos. Me imagino que tu buena cuna y porte de realeza no te
salva de las envidias.”

“No,” la muchacha contestó sonriendo.

“Después seguiremos hablando de esto,” concluyó el


hombre. Ella asintió, para después alejarse y tornar a la
faena.

⁕⁕⁕
Cortés y sus capitanes se enteraban de lo que Aguilar
iba sacando de sus pláticas con los indígenas tan pronto
como los ponía al tanto de sus investigaciones. La infor-
mación que consideraban más valiosa e interesante era la que
se refería a los aztecas y a su poderoso y rico monarca. Así,

104
KUKULCÁN

día con día, a medida que sabían más acerca de Moctezuma,


aumentaba su curiosidad por acercarse un poco más a los
territorios de sus dominios; de hecho, los españoles consi-
deraban que para que su expedición fuese un éxito ante el
gobernador de Cuba, tendrían que llegar un poco más lejos
de lo que Grijalva había alcanzado en su expedición.

Aguilar pasó la tarde del sábado dando clase de


catecismo a Ce Malinalli y a las demás cocineras, pero
también a más de un centenar de indios que por curiosidad
se habían acercado al campamento. Todos ellos se hallaban
sentados alrededor de una gran cruz de madera que los
carpinteros habían construido e instalado en lo alto de una
loma, debido a que preparaban el festejo del día siguiente.
Otros hispanos recogían hierbas silvestres y hacían pequeños
atados, preparándolos para la sagrada celebración del domin-
go de ramos, en esa época de cuaresma.

El clérigo Diaz le sugirió a Cortés que aprovecharan


esa fiesta y esa misa para bautizar a un buen número de
indígenas, cosa que daría más ánimos a los soldados cris-
tianos para continuar con esa misión más devotamente, al
infundirles la idea de que no sólo estaban ahí con el fin de
obtener riquezas, si no que para llevar el evangelio a aquellas
almas que todavía vivían en el paganismo.

Aguilar les explicó a los indios los aspectos sobre la


vida del hijo de Dios; lo que significaba para ellos la cruz;
cómo fue muerto Jesús en ella, y el pasaje de su resurrección.
Aunque Diaz y Olmedo no le quitaban la vista de encima, no
podían entender lo que decía a los nativos, pero los dos frai-
les se sentían más que contentos ante la reacción de acepta-
ción que apreciaban en los rostros de aquella gente, cuando
escuchaba atenta lo que el oriundo de Écija les decía. No
hacía falta entender el lenguaje para ver que lo dicho ante los
indios era simiente que caía en tierra fértil y más que bien

105
KUKULCÁN

dispuesta para hacerla germinar. Poco más tarde, el propio


Cortés se unió a los frailes para escuchar también la prédica
de aquel ser que consideraba como un enviado del cielo, para
ayudarlo a obtener el éxito que había estado buscando toda
su vida.

“Entonces, el hijo de Dios, Jesucristo, Quetzalcóatl,


Kukulcán, o como ustedes quieran llamarle, fue muerto en
la cruz. Pero revivió al tercer día y se les apareció a sus
discípulos para confirmarles su origen divino. Por eso la
cruz, como esta de madera que vemos aquí, pasó a ser el sím-
bolo del propio Dios, quien murió por nosotros y para que
nosotros ya no hagamos sacrificios de ningún ser humano
para halagar a su padre.”

“Ese signo lo conocemos desde hace muchos


katunes. Nos lo dejó Kukulcán grabado en un templo en
Lakamha.” Un indio algo mayor de edad que se encontraba
en el grupo, alzó la voz para hacerse escuchar por el español.

“Si, lo sé. He estado en ese templo, he visto ese


símbolo de la cruz y ese altar.” Aunque el comentario lo
tomó por sorpresa, Aguilar pronto se repuso. Con curiosidad,
le preguntó:

“¿Has estado tú en Lakamha?”

“No, nunca he visitado sus ruinas, pero un


antepasado de mi familia fue sacerdote de Votán. Él sí es-
tuvo estudiando las ruinas de la ciudad sagrada de Lakamha
y contaba acerca del templo de la cruz y del misterio que
guarda la base de la pirámide mayor de ese centro cere-
monial.”

Votán. Aguilar ya no pudo escuchar más. La mención


de ese nombre de inmediato despertó recuerdos borrosos en

106
KUKULCÁN

él, y por alguna razón le causó reconcomio hasta el fondo de


su alma, como si aquel nombre hubiera resonado en las
cuevas de alguna negrura abismal en lo más profundo de su
ser, y el eco penetrara lentamente y en demasía bajo la su-
perficie de su consciencia. En ese instante, sus pensamientos
volaron al momento en que el sacerdote maya de Kukulcán
y de Votán, Acab Cambál, le dijera algo acerca del enigma
que guardaba la pirámide mayor, o como él la llamaba: el
templo de las inscripciones. El sacerdote indio mencionó
hasta el día de su muerte, que le gustaría estudiar más ese
templo, impulsado quizás por ese anhelo errante que produce
en la perenne obscuridad de la existencia, la siempre insa-
tisfecha ansia de encontrar a nuestro creador. Él estaba se-
guro de que allí, podrían encontrarlo juntos y descifrar el
misterio más grande de sus religiones.

El indio seguía hablando palabras que Aguilar no


entendía: “El pasaje que nos has contado, acerca de la resu-
rrección de Kukulcán, también era conocido por los sacer-
dotes de la serpiente emplumada, puesto que el propio Quet-
zalcóatl les dijo como iba a suceder. Los artistas de la an-
tigüedad inclusive dejaron un registro de este pasaje tallado
en la piedra de un muro, llamado Coatepantli, en un centro
ceremonial mucho más al norte de aquí, donde se puede
apreciar muchas serpientes emplumadas con sus fauces
abiertas devorando a la muerte, de esta manera venciéndola,
representada en el muro por calaveras y miembros descar-
nados.”

Aguilar seguía un poco mareado por la emoción que


le conmovió las entrañas, como si estuviera sumergido en un
letargo profundo, sin disimulo y sin importarle que era ob-
servado por los clérigos y el general, Aguilar concluyó la
clase para retirarse a su choza.

107
KUKULCÁN

Votán. La palabra rebotaba con burla dentro de su


cabeza y la sentía hervir en su memoria, al tratar de acordarse
de todo cuanto su amigo maya le había contado sobre ese
nombre, el cual no era más que otro de los muchos nombres
que había recibido la serpiente emplumada entre algunos de
los pueblos mayas de la antigüedad.

Votán.

108
KUKULCÁN

EPISODIO 12

El emperador Moctezuma salió de su palacio por la


salida al embarcadero, en medio de dos filas de guerreros de
su guardia personal. Ahí lo esperaba la canoa imperial que
lo llevaría a cruzar la laguna hasta la ciudad de Tetzcoco, en
tierra firme. La segunda ciudad de la Triple Alianza de Te-
nochtitlán, Tetzcoco, y Tlacopan, estaba bajo la autoridad
del rey Nezahualpilli.

El acalli del emperador sobresalía en riqueza y


esplendor a la otra veintena de piraguas, todas ellas labradas
y pintadas con colores encendidos, repletas de guardias per-
sonales y de otros ministros que iban custodiando al teo
tecuhtli. En silencio, cruzaron un laberinto de canales hasta
alcanzar las aguas principales de la laguna, las cuales se
veían muy apacibles en aquella tibia hora de la tarde, cuando
apenas una brizna de viento soplaba desde el norte.

A golpes suaves de remo dejaron atrás los jardines


flotantes del palacio, con sus miles de flores radiantes, de
todos los colores y aromas, que alegraban la vista y per-
fumaban el alma de quien las mirara.

El agonizante sol en el poniente bañaba con su luz


anaranjada las inmensas montañas de blancas crestas y las
colinas suaves que rodeaban al imponente Valle de Anáhuac.
En su centro, como un espejo que reflejaba la belleza del
cielo azul, la laguna poseía una quietud manifiesta sobre-

109
KUKULCÁN

manera cuando la canoa imperial tenía que navegar por sus


aguas saladas, ya que todo tráfico de hombres y mercancías
entre la isla y los pueblos limítrofes quedaba suspendido por
motivos de seguridad hacia el rey, pero más que todo, por
motivos de vanidad. Aunque dicho evento se daba raras ve-
ces, dejaba fuera de navegación a varios miles de esas pe-
queñas embarcaciones que día y noche, con ahínco y sin
descanso llenaban el lago de efervescente actividad, en el
incesante trajinar de la ciudad más grande del único-mundo.

En poco menos de media hora, la chalupa del


emperador entró por el embarcadero del palacio de Neza-
hualpilli, entre docenas de garzas rosadas y blancas que
abundaban en los alrededores, cuando el cielo empezaba a
poblarse de miríadas de puntos de luz. El viejo rey de Tetz-
coco le esperaba en el balcón de mármol con su mano posada
en el pasamano de la balaustrada como deteniéndose, pero
aún de pie, a pesar del mal que le aquejaba. El emperador de
inmediato advirtió el aspecto muy desmejorado en el sem-
blante del patricio insigne de la nación acolhua.

“¿Cómo estás padre?” le preguntó Moctezuma, des-


pués de desembarcar de la piragua. “Te veo decaído.”

“Mal, ya ves,” contestó Nezahualpilli, tocando con


su mano derecha el hombro del rey, a manera de saludo.

“Vamos, no puede ser tan malo. En unos pocos días


sanarás. Ya lo vas a ver.”

“Te agradezco que hayas tenido la atención de venir


a visitarme en mi convalecencia; pocos hombres en el mun-
do son honrados en recibir la visita de Moctezuma Xoco-
yotzin,” dijo el viejo rey de Tetzcoco, al tiempo que ambos,
lentamente y con pie ligero, se encaminaban a la biblioteca
sobre el piso de granito negro con manchas cafés y oro, tan

110
KUKULCÁN

pulido que espejeaba y reflejaba sus figuras como agua quie-


ta, de tal manera que hacía dudar a los guardias si caminaban
sobre piso seco o mojado.

“De hecho,” dijo Moctezuma pensativo, tratando de


alegrar al viejo rey, a quién consideraba casi como su padre
verdadero, “eres el único hombre a quién he visitado por
motivos de enfermedad; a todos los demás, les hago que
vayan a mi palacio para desearles pronta recuperación,” fi-
nalizó, sonriendo y con el corazón inundado de gratitud
hacía ese hombre que tanto amaba.

La cercanía con el huey tlatoani provocaba una ola


de silencio, a medida que pasaban cerca de una hueste de
sirvientes y dignatarios palatinos que como una marea iban
y venían ocupados en sus asuntos; pero que hacían una ge-
nuflexión al estar cerca del él, en señal de respeto a la ma-
jestad del emperador. Moctezuma en cambio, iba repasando
sus memorias del tiempo que vivió en ese palacio, en su ya
lejana infancia, cuando toda esa gente ahora hincada, difí-
cilmente hubieran volteado a mirarlo. Los dos monarcas se
acomodaron en la amplia biblioteca, cubierta en las cuatro
paredes por estanterías llenas de códices y rollos de las ges-
tas de la Triple Alianza y de muchos archivos históricos ha-
llados por los arqueólogos aztecas, a través de los años, de
la vetusta y extinta cultura tolteca de Teotihuacán. Los mo-
narcas se sentaron en torno a una mesa, donde había dis-
puestas jarras de plata llenas de chocolatl espumoso y jícaras
de alabastro para servirlo en ellas. Moctezuma tuvo que so-
plar el vaho de su bebida que estaba muy caliente, pensando
divertido que un desliz de esta naturaleza, cometido por uno
de los sirvientes de su palacio, casi seguro le hubiera costado
la vida debido a la rigidez del Chihuacóatl. Un sirviente que
observó aquello, llevó de inmediato una vasija con hielos,
para enfriar las bebidas. Después de encender unos acayetls
suavizados con liquidámbar, prosiguieron con la charla.

111
KUKULCÁN

“Y bien ¿cómo van las cosas en la isla?”

“Mal,” contestó el emperador, cambiando el sem-


blante. “Ya ves que la gente del pueblo está nerviosa con
tantos prodigios que se nos han presentado, los reales y los
que han inventado. Según ellos, todos esos son presagios de
calamidades para nuestra nación,” continuó, mientras veía la
gran mesa larga cerca de ellos que tenía varios libros encima.
Uno de esos códices, larga banda de amate con dobleces
alternativos a una distancia de un antebrazo, estaba des-
plegado a todo lo largo de la mesa y el emperador pudo
distinguir algunos pictogramas de estrellas y planetas. Por
los pucherillos de cerámica que tenían los colores de la tinta
que contenían, y que estaban cerca de otro libro más
pequeño, semiabierto, y con sus tapas de madera con orna-
mentos de oro echadas a un lado, Moctezuma supo que
Nezahualpilli había estado trabajando en su actividad favor-
rita, las observaciones y cálculos de los misterios celestes.

“Si, he oído los últimos,” sonrió Nezahualpilli al


enterarse de las cuitas que torturaban el ánimo del empe-
rador. Después, se quedó mirando por la ventana la torre del
observatorio astronómico que tenía su palacio. “El del ave
que llevaron a tu presencia, y que tenía un espejo en la ca-
beza, por medio del cual pudiste ver la destrucción de nues-
tro mundo, antes de que huyera de la sala. También el de la
mujer que sale llorando por las calles, y clama por sus hijos
perdidos…”

“Yo mismo he oído los lamentos de esa mujer hace


pocos días,” interrumpió Moctezuma muy serio.

“¿Qué?”

“No lo sé… no estoy muy seguro. Una noche, no


hace mucho, estaba en el balcón de mi habitación, pasada la

112
KUKULCÁN

medianoche, y creo que pude oír algo.” El rostro del monarca


reflejaba una especie de espanto. “Era como un murmullo
traído por el aire de la laguna, pero podría jurar que era una
voz femenina muy bella, por lo que decía, supuse que podría
tratarse de una madre angustiada, que en un arrullo tierno
dice a sus hijos pequeños: mis hijos… ¿qué va a ser de uste-
des?”

Nezahualpilli sonreía.

“No es que no haya oído antes esos murmullos, pero


esta vez se escucharon muy claros.”

“El único problema es que estás muy nervioso por


toda esta situación. Debes haber oído el aullido de algún
animal del zoológico que tienes en el jardín de tu palacio.
Necesitas recordar que esos cuentos son nada más que inven-
ciones de gente supersticiosa.”

“¿Y qué me dices de las extrañas nubes de luz de


colores provenientes del norte, que vemos algunas noches en
el cielo? ¿Y los continuos hervores de la laguna? También
las sequías, cuando no las excesivas lluvias, y todo eso no va
a ser más que un mero preludio para lo que les falta por ver
en esta noche. Me temo que todo esto es para volver loco a
cualquiera que peque de supersticioso, y nuestros pueblos lo
son. Creo que hasta yo también me he vuelto un poco como
ellos. Ahora, recuerda que desde que era yo niño he venido
oyendo e inclusive creo que he visto apariciones.”

Nezahualpilli lo detuvo en seco.

“Todo esto es una sucesión de eventos que estaban


predestinados a ocurrir. Tú y yo sabemos la única y verda-
dera razón por lo que esto está pasando.” El viejo rey estiró
la mano y tomó de un cesto un códice enroscado que exten-

113
KUKULCÁN

dió sobre su regazo. La cara de un hombre blanco con


cabello y barba de oro estaba dibujada en el lienzo. “Todo
llegará a su tiempo y ese tiempo está ya muy cerca, según las
profecías que sólo tú y yo conocemos. Aunque tu Chihua-
cóatl malamente mandó a la piedra del sacrificio a los
pochtecas que trajeron este dibujo, el rumor se propagó entre
la gente no sé de qué manera, y por eso ven todas esas señas
como malos augurios; porque saben que un dios desconocido
para ellos vaga por estas tierras y un día habrá de llegar hasta
nuestras naciones con consecuencias imprevistas y quizá fa-
tales.”

Los dos hombres guardaron silencio, mirándose mu-


tuamente con el cariño que les daba una profunda convi-
vencia y comunión entre ambos, que había nacido casi desde
que Moctezuma era un niño que apenas empezaba a tener
uso de razón. Nezahualpilli lo había adoptado casi como un
hijo y lo había conducido siempre por el sendero de la en-
señanza y la disciplina que le forjaron ese carácter, que a la
postre lo condujo a la más alta magistratura que existía en
todo el Cem Anáhuac.

“Según la profecía, él va a retornar pronto, en el año


Ce Acátl,” dijo Moctezuma, señalando el dibujo. “Y no
entiendo por qué todavía no sabemos nada de él. Ya debería
estar acercándose a mi ciudad.”

“Nos dijo que retornaría el día Chiconaui Ehécatl,


Nueve Viento, del año Ce Acátl, Uno Caña. Solo eso sabe-
mos por los libros antiguos. Ese es el día exacto del ani-
versario del nacimiento de Quetzalcóatl, en el único año de
esta gavilla de cincuenta y dos años que es dedicado a la
serpiente emplumada. Aunque no sabemos cómo y dónde
llegará. Puede ser que arribe a otras tierras primero, recuerda
que nuestras ciudades ni siquiera existían cuando partió de

114
KUKULCÁN

regreso a su tierra. No podemos hacer otra cosa mejor que


esperar.”

El mayordomo del palacio de Nezahualpilli irrumpió


de pronto en el salón, con el semblante alterado, tras mover
a un lado una espesa cortina.

“Señores, perdonen que los interrumpa, pero es que


está ocurriendo algo trascendental. Hay una luz muy
brillante en el cielo, en forma de punta de flecha. Un fe-
nómeno espacial que los únicos que pueden analizar e inter-
pretar son ustedes.”

Los dos reyes salieron a la terraza de un segundo pi-


so, donde dirigieron sus miradas hacia el cielo. Entre
millones de fulgurantes estrellas, que tintineando azules
alumbraban la negrura de la noche, destacaba una luz más
brillante y amarilla, como un sol menos grande que la luna y
con una cauda cuya punta se dirigía hacia el este. El cuerpo
celeste estaba fijo en el cielo, sin movimiento aparente para
quienes lo observaban desde el Anáhuac.

Los dos hombres podían escuchar los murmullos de


espanto de la gente que también observaba el cielo desde las
calles aledañas al palacio, y que hacían vibrar el aire con
oleadas de pavor. No pasó mucho tiempo, cuando de pronto,
cesaron todos los murmullos y la gente se recogió en sus
casas invadidos de terror supersticioso, presintiendo que éste
sería el último y más grande de los portentos que habían
estado sucediendo.

“Puntual a su cita,” exclamó Nezahualpilli, con un


rostro apacible, sin asomo de sorpresa, y sin dejar de obser-
var el cometa.

115
KUKULCÁN

“Es… increíble,” contestó Moctezuma admirado,


observando también el fenómeno sideral.

Un breve silencio que hicieron los dos hombres al


estar ambos envueltos en sus pensamientos fue interrumpido
por la voz de Nezahualpilli.

“No, no es increíble. Este evento cósmico estaba


calculado para ocurrir justo en esta noche y a esta hora, por
nuestros antiguos astrólogos, quienes pudieron calcular a la
perfección la órbita de estos cuerpos, y en los libros que
acabas de ver en mi biblioteca está todo registrado. En ellos
nos dejaron el conocimiento de que estos objetos celestes
están hechos principalmente de hielo, y que la cauda se crea
por la velocidad con la que se trasladan, y por la evaporación
del hielo al pasar cerca del sol, que no es más que una
inmensa bola incandescente. Los sabios que vivieron en Te-
otihuacan hace muchas gavillas de años, sabían que la fuerza
de atracción del sol, y uno de los grandes planetas, de los
nueve que acompañan al nuestro en el viaje espacial, son las
más grandes fuerzas que determinan las órbitas de los come-
tas, y así lo pudieron medir, y lo predijeron en los códices
que guardo. El único problema para nosotros es saber cómo
entender esos pictogramas, y eso es a lo que me he dedicado
gran parte de mi vida.”

“Si, lo sé, desde que era niño me has venido instru-


yendo y explicando todo esto. Admiro tu versación en todas
esas ciencias que yo nunca pude dominar como tú y tu padre,
el rey Nezahualcóyotl. Pero lo que yo hubiera querido es que
tú y esos antiguos sabios hubieran podido predecir con exac-
titud las cosas que pasarán aquí en el Anáhuac,” aclaró Moc-
tezuma.

El rey de Tetzcoco sonrió para sus adentros.

116
KUKULCÁN

“Es mucho más fácil predecir las cosas que pasan en


el cielo de un modo inexorable, que las que pasarán aquí en
la Tierra. Allá no hay nada que pueda alterar el curso de las
órbitas. No existen las pasiones humanas que en nuestro
mundo influyen de muchos modos para cambiar el rumbo de
las cosas, ya sea para bien o para mal.”

Moctezuma dejó de ver el astro para fijar su vista en


la cara del anciano, buscando que le aclarara el punto que
acababa de tocar.

“Quisiera saber de forma exacta cómo va a darse el


regreso de nuestro dios, puesto que presiento que no va a ser
algo fácil, agradable, ni pacífico. Nuestra idiosincrasia está
basada en el dios de la guerra, Huitzilopochtli, con el conse-
cuente derramamiento de sangre y muerte como ejes de su
religión. Todo lo contrario, a las enseñanzas de nuestro dios
Quetzalcóatl. ¿No has encontrado en tus libros sagrados,
como es que será el resultado de ese choque de creencias?”

Nezahualpilli miró al emperador azteca con cariño, y


le habló en tono consolador.

“Es imposible de anticipar ese resultado, ni aunque


aún vivieran los sabios de Teotihuacan que predijeron la
aparición de este cometa. El tonalli de nuestros pueblos se
desarrollará de acuerdo con una voluntad superior sabia y
perfecta, y los hombres que vivan esos cambios deberán to-
marlos como vienen, y acatar esos designios con humildad,
sin tratar de alterar la forma en que nuestro dios, Quetzal-
cóatl, tenga por bien dictar para como habrán de darse… y
como habrá de cumplirse su profecía.”

“¡Hablas como si tú no te incluyeras en esos eventos


que se avecinan!” exclamó Moctezuma.

117
KUKULCÁN

“Me temo que será muy tarde para mí, puesto que
siento que mi hora para dejar este mundo se acerca.”

El emperador abrió mucho los ojos ante la inesperada


noticia. Exhaló un suspiro, casi un sollozo, y en un tono que
parecía mucho a una súplica, rogó al anciano.

“¡No te puedes ir! No me puedes abandonar en este


momento tan crucial que se avecina para nuestro imperio.
No después de tantos años esperando esto, y de haberte pre-
parado, y de haberme preparado, para afrontar las dificul-
tades que habrán de venir.”

“Hijo, tú tan sólo eres el instrumento que él ha es-


cogido para arreglar su regreso. No debes temer nada. Está
contigo y estará en todo momento. Justo porque te he ins-
truido de la mejor forma posible desde que eras un niño, me
iré tranquilo. Sé que podrás hacer frente a lo que se avecina
y tendrás los arrestos suficientes para liberar a tu pueblo, y a
todas las naciones de este reino, de nuestro enemigo.”

⁕⁕⁕
Las últimas palabras de Nezahualpilli persiguieron a
Moctezuma, quien, apesadumbrado dejó el palacio de Tetz-
coco y regresó a la ciudad-isla esa misma noche. Los silen-
ciosos remeros iban cabizbajos y tristes al herir el agua con
sus golpes de remo, al tiempo que veían a su rey perdido en
lejana meditación e invadido por pensamientos sombríos. La
luz mortecina del extraño meteoro se reflejaba en las crestas
de las olas, tornándolas color anaranjado y haciendo a la la-
guna entera lucir como un mar de fuego líquido por el que
navegaba el desolado emperador. En esos momentos sentía
él en su alma no menos confusión que la que debían estar
experimentando los miles de habitantes del Anáhuac ante

118
KUKULCÁN

tantos fenómenos, que tomaban como presagios de mal


agüero.

Sin embargo, nada pasó en los siguientes días. El co-


meta palideció y luego dejó de verse en el firmamento, sin
provocar ninguna catástrofe. La salida del otoño y la llegada
del invierno, con sus días faustos y buena temporada de llu-
vias, puso coto a todos los temores, e insufló a todo el
Anáhuac de vida y movimiento. La abatida gente de la na-
ción azteca fue pronto olvidando los malos augurios y al
cabo de poco volvieron a su vida normal colmada de arduo
trabajo, que a la vez hacía surgir su natural alegría y espíritu
festivo, provocados ambos por una plétora de festejos a sus
dioses.

119
KUKULCÁN

EPISODIO 13

Bajo la luz dorada de esa agonizante tarde, Acab


Cambál se inclinó frente a la pared esculpida, como si
quisiera acariciar con los ojos aquella magistral obra de ar-
tistas antiguos, y se maravilló ante su belleza. Sus tembló-
rosos dedos recorrieron los complicados bajorrelieves de
los glifos mayas que habían sobrevivido siglos de abando-
no. La otrora grandiosa ciudad de Lakamha, era ya tan sólo
una ruina casi olvidada, cubierta de vegetación. El sacer-
dote cerró sus ojos, y con su mano derecha todavía tocando
el tablero, trató de imaginar a la gente que ocupó esa ma-
jestuosa capital, situada en medio de la promiscuidad húme-
da y enmarañada de la jungla, cerca de donde corre un
afluente del río Usumacinta.

A la distancia, se oían los ruidos de sus compañeros


instalando el campamento, al pie de la ruina del palacio y
cerca de la enorme masa de piedra compuesta de nueve
plataformas, que constituían la pirámide mayor de la ciu-
dad. Su peregrinaje de varios meses, desde que habían par-
tido de Chichén Itzá, pasando por Mayapán, Sayíl, Edzná,
Uxmal, Labná, Kabáh, Calakmul, Yaxchilán y Bonampak,
había llegado a su fin. Los cantos de los pájaros exóticos y
los rugidos de los monos aulladores empezaron a disminuir
con la puesta del sol.

Jerónimo de Aguilar lo observaba a unos cuantos


pasos detrás de él. Sabía que eso no era más que otro más

120
KUKULCÁN

de sus muchos sueños vívidos, frecuentes y repetitivos, que


iban y venían por los complejos corredores de su mente, co-
mo si fueran ondas de delicia rememorada. Sabía que Acab
Cambál estaba muerto, y que sólo estaba en su sueño recor-
dando un pasaje que había vivido con su muy querido
amigo, el sacerdote maya de Kukulcán. Quería decirle que
lo extrañaba mucho, y que le daba una gran alegría el poder
verlo vivo otra vez. Pero su pensamiento todavía con-
sciente, le decía que era mejor dejarse llevar por su incon-
sciente y vivir, y gozar, ese sueño. Algo en su cámara in-
terior le decía que no interrumpiera el hermoso mundo
irreal y fantástico de los ensueños, con la estupidez perversa
del pensamiento lógico. Muy en el fondo, le daba gusto vol-
ver a experimentar, aunque fuera así, de esa forma, esos
momentos tan maravillosos del pasado que había vivido
con Acab Cambál. En un instante, pasó a un nivel más pro-
fundo de inconsciencia.

Con pie suave y paso sordo, se acercó un poco más


a su amigo. El sacerdote maya, a pesar del sigilo, volteó a
verlo.

“Está oscureciendo, he traído una antorcha,” dijo el


hispano.

“Gracias Jeronim-ho. Después de nuestra larga jor-


nada, no podía esperar para iniciar mi exploración. ¿Me
acompañas?”

Los dos hombres caminaron juntos por un corredor,


bajo una bóveda de piedras saledizas donde todas las
paredes estaban cubiertas con bajorrelieves todavía visibles
a través del musgo y otras pequeñas plantas que invadían
las ruinas del palacio. La antorcha, con su luz siempre vi-
brante, revelaba rastros de colores rojos, azul pálido, verde,
amarillo.

121
KUKULCÁN

Muchos murciélagos chillaron y volaron en des-


orden dentro del oscuro corredor, molestos por la luz de la
antorcha que reverberaba en el espacio confinado. A me-
dida que los compañeros de travesía caminaban, Acab
Cambál iba explicando el significado de algunos de los
símbolos que hablaban de la historia de la ciudad y la
naturaleza de su gente.

Aguilar dejó escapar un grito cuando revisaba con


ojos ávidos una pared que daba al exterior.

“¡Mira esto!” con una mano temblorosa, señaló un


relieve esculpido en una estela devastada por el tiempo, y
que era muy diferente a los otros que habían observado.
“¿Mis ojos me engañan acaso?” preguntó el español, entre-
cortado por la sorpresa.

“No hermano,” los ojos claros de Acab Cambál


brillaron con la luz de la sabiduría y de la fe, como lo hacían
en cada momento de deslumbrante iluminación ante el
descubrimiento.

El relieve frente a ellos representaba a un hombre y


una mujer que estaban de pie sosteniendo con sus manos a
una serpiente emplumada. El hombre tan sólo vestía un
taparrabo, y calzaba sandalias atadas hasta las rodillas. Su
cabeza estaba adornada con un gran penacho de plumas. La
mujer vestía una blusa de manga larga, una falda, un collar
de perlas, así como aretes en sus orejas. Sus pies estaban
descalzos, como signo de humildad.

“El hombre y la mujer, están sosteniendo a…”


Aguilar balbuceó.

“Si Jeronim-ho. Es nuestro dios: Kukulcán,” dijo el


sacerdote, casi temblando, presa de una gran emoción.

122
KUKULCÁN

“Pero… este palacio fue construido mucho antes…”


el europeo no podía terminar las frases, sacudido por las
borrascas más crueles que eran provocabas por la orgía de
sus sentidos alterados.

Acab Cambál estaba parado muy cerca de la estela


de piedra verdecida. Sus dedos tocaban el liquen que cubría
la figura que representaba al personaje mitológico que era
parte serpiente y parte pájaro quetzal. Cielo y tierra reuni-
dos en un solo ser divino.

“El Hermoso Relieve… al fin puedo estar aquí,


tocándolo con mis propias manos. Había soñado tanto con
este momento, Jeronim-ho. Desde el día en que, siendo
todavía un niño, me contaron de su existencia.”

“Pero si los toltecas todavía no…”

“Jeronim-ho, cuando este palacio fue construido,


mucho antes de que los toltecas arribaran a tierras mayas,
ya era aquí conocido Kukulcán, aunque con otros nom-
bres.”

“Quieres decir que antes de que los toltecas trajeran


a Quetzalcóatl a Chichén…”

“Aquí ya adoraban a la serpiente emplumada, y la


llamaban Votán. En Izamal le llamaban Zammná, en Tikal
la conocían como Gucumatz, y los incas más al sur, la deno-
minaron Bochica y Viracocha. En muchas regiones muy
lejanas ya se le adoraba antes de que los peregrinos toltecas
llegaran,” dijo Cambál, mientras seguía observando con
tesón el relieve en la pared, como si intentara encontrar
arcanos secretos.

123
KUKULCÁN

“Como en Uxmal y Sayil, y todos los lugares que


hemos visitado, donde también encontramos a la serpiente
emplumada esculpida en las paredes de esos edificios de-
rruidos,” dijo Aguilar, con una sonrisa de desconcierto pin-
tada en su rostro, recordando la gran impresión que le causó
el gran cuadrángulo de edificios de Uxmal, y el Arco de
Labná. “Pero no me habías dicho de los muchos nombres
que tenía Kukulcán.”

“En realidad es sólo mi teoría. Zamná es un dios


muy antiguo, contemporáneo del Quetzalcóatl de Teoti-
huacan. Se dice que vivió un tiempo en Izamal, una ciudad
al norte de Chichén Itzá, y donde ahora sólo hay restos de
edificaciones, muy dañadas por el tiempo. En una de las
paredes de piedra destaca una gran cara labrada suya.”

Aguilar escuchaba muy atento y con emoción, como


cada vez que el sacerdote le empezaba a contar lo que al
principio le parecieron cuentos o fábulas de tiempos igno-
tos, imaginados por la gente de un pueblo muy extraño para
él, cuyos enigmas sorprendentes conturbaban su imagi-
nación.

“Según cuenta la leyenda, y las historias de los


pocos libros que sobrevivieron a tantos katunes y a tantas
guerras, Zamná fue un dios que sacó a mis ancestros del
atraso, para fundar la ciudad de Izamal, y después surgieron
las demás ciudades. Desde ese entonces, el poder teocrático
subsistió en toda la región por incontables generaciones,
dándose así las condiciones para construir los grandes cen-
tros ceremoniales de la antigüedad como Tikal y Calak-
mul.”

“¿Entonces, Zamná fue tan grande como Kukulcán,


y por eso piensas que era el mismo dios?”

124
KUKULCÁN

“En efecto, ninguno de los muchos nombres con los


que lo conocemos fue atribuido por él mismo. Por supuesto
que él tampoco se impuso la figura de serpiente emplu-
mada. Esos son los nombres con que la gente del pueblo lo
llamó, o la forma como lo representaron los artistas por do-
quier en estas tierras. Por esa razón, pienso que, a pesar de
los distintos nombres, debe tratarse del mismo ser.”

“¿Por qué piensas eso, si hay tanta distancia entre


todos esos lugares?”

“Porque creo que sería muy difícil que pudieran


existir dos, tres, o cuatro dioses en la misma época, y con
las mismas facultades.”

“¿Zamná y Votán tenían también poderes divinos


como Kukulcán?” preguntó Aguilar, de nuevo aguijoneado
por la curiosidad.

“Los tres eran profetas, así como grandes civili-


zadores, además de que curaban enfermos y revivían muer-
tos. El nombre de Zamná quiere decir: el que posee o recibe
la gracia del cielo; y él mismo solía decir: Ytzeen caan,
ytzeen muyal, que quiere decir: Yo soy el rocío o substancia
del cielo.”

Aguilar escuchaba mudo y boquiabierto ese epíto-


me de la teología del Nuevo Mundo. Las últimas brumas de
duda que le quedaban acerca de la identidad de aquel dios
se iban violentamente despejando ante la diáfana reve-
lación. Por alguna extraña razón, unas palabras resonaron
en su memoria: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Al
fin pudo hablar de nuevo:

125
KUKULCÁN

“Ahora entiendo el motivo por el que la gente me


recibía y me veía con tanta fe y devoción. Creían que yo era
él, quién regresaba del oriente.”

“Y la figura de serpiente emplumada, que tanta


aversión te causaba al principio, igual que con los nombres,
es una de las muchas formas que los artistas eligieron para
representar a su dios. Ellos pensaron que esa era la mejor
manera de definir a un ente divino, mitad hombre y mitad
dios, que bajó del cielo a vivir en la tierra.”

“Pero ¿por qué encarnado en la figura de un animal


raro, inexistente? porque que yo sepa, nadie ha visto jamás
una serpiente con plumas,” preguntó Aguilar solo por pre-
guntar, aunque no hallaba palabras adecuadas para expresar
sus dudas.

Acab Cambál pareció sonreír.

“Tú sabes que en nuestro idioma se representan


muchas cosas con figuras. Para hablar de ese ser divino que
vivió en el cielo mencionamos al quetzal, un ave preciosa
que vuela majestuosa por el cielo. Para decir que ese ser
divino se transfiguró en hombre y bajó aquí, a nuestro
mundo, para vivir entre nosotros, mencionamos a la ser-
piente, animal que se arrastra por la tierra. Con la com-
binación de las plumas del quetzal, esa serpiente representa
a nuestro dios-hombre: Kukulcán.”

“Creo que ahora si entiendo,” dijo Aguilar, diri-


giendo una mirada a su acompañante, quién le devolvió una
sonrisa.

“No comprendo por qué,” añadió Cambál, “muy po-


cos artistas lo representaron como según lo mencionan la

126
KUKULCÁN

leyenda y los antiguos códices sagrados: de piel blanca y


con una barba como la tuya, cubriéndole el rostro.”

Los dos hombres guardaron silencio, mientras


mantenían sus ojos fijos en el Hermoso Relieve. La cara de
Aguilar se veía pálida ante el resplandor de la antorcha. Pa-
sados unos minutos, pudo elaborar una pregunta.

“¿Pero, quiénes son el hombre y la mujer que están


sosteniendo con sus manos a Kukulcán?”

“Sin duda, son los padres humanos que alimentaron


y criaron a nuestro dios aquí en el mundo de los mortales,
cuando él vivió entre nosotros como un hombre de carne y
hueso. Ella es Chimalma, la mujer virgen que lo concibió
sin intervención de varón alguno. Y él es su esposo, el hom-
bre que crio a nuestro dios.”

“José y María…” agregó Aguilar pensativo.

En aquel momento, la noche había cerrado y las


primeras estrellas comenzaban a brillar.

⁕⁕⁕
El sueño del ex náufrago se trasladó a otra escena de
esa misma exploración. El hombre estaba en su choza de ca-
ñabrava terminando de lavarse, en una mañana fresca y lin-
da. Los rayos del sol apenas entraban tenuemente a través
del follaje, cuando los gritos de sus compañeros llamaron su
atención. Al oír el barullo, asomó la cabeza afuera de su cho-
za para encontrarse con una escena que lo paralizó de
inmediato e hizo correr un escalofrío por su espalda.

127
KUKULCÁN

Un enjambre de salvajes rodeaban los cuerpos inertes


y ensangrentados de los sacerdotes menores que los acom-
pañaban. Los asesinos eran hombres de un aspecto feroz y lo
que el llamaría bárbaro, jamás visto por él en aquellas tierras,
y que debían proceder de alguna tribu desconocida.

El español vio que Cambál bajó corriendo las


escaleras de la pirámide mayor. A mediación de la esca-
linata, gritó algo a los intrusos, pero no alcanzó a oír bien lo
que había dicho. Sin que nadie lo esperara, uno de los ata-
cantes descargó la tensión de su arco contra el pecho del
sacerdote. Dos hombres más imitaron ese acto, clavándole
las flechas que hicieron rodar por los escalones su cuerpo,
que cayó agonizante.

Segundos más tarde, cuando vieron que el hispano


salió de su escondite semidesnudo y dando un fuerte alarido,
los salvajes arrojaron sus armas al suelo y huyeron despa-
voridos profiriendo chillidos de terror, como si hubieran vis-
to al mismísimo diablo. Ellos sólo trataban al correr de poner
la mayor distancia posible entre ellos y aquel ente pálido y
barbado que salió de las entrañas de la tierra, y que era uno
de los ejemplares más raros de ese piélago de bestias imagi-
narias de sus terroríficas fábulas. Pensaban que, quizá aleján-
dose, evitarían tener algún altercado con lo sobrenatural.

“Nnnoooo!” Aguilar gritó en su sueño. Y su propio


grito lo despertó.

⁕⁕⁕
Cortés entró a la habitación, y se quedó absorto, tra-
tando de entender lo que pudo haber motivado ese grito de
espanto.

128
KUKULCÁN

“Estaba soñando,” le dijo Aguilar, todavía agitado,


con la vista nublada de llanto.

“Por lo visto tenías una pesadilla. Al parecer una


grande y muy aterradora.”

“No, era un sueño hermoso… menos el final. Soñaba


que recorría de nuevo las ruinas de Lakamha con mi amigo
Acab Cambál. Como lo hice años atrás.”

“Tu amigo Cambál. ¿Por qué no me cuentas tu sue-


ño? Todavía tenemos un poco de tiempo antes de que
comience la celebración de hoy.”

129
KUKULCÁN

EPISODIO 14

Los últimos frescos del invierno y la entrada de la


primavera no lograron alegrar el humor de Moctezuma, de-
bido a que por esos días murió Nezahualpilli, y aunque fue
una muerte anunciada, llenó de tristeza el alma del monarca.

Una cámara mortuoria del palacio del emperador se


dispuso para las exequias, donde iban a ser honrados los res-
tos del difunto rey de Tetzcoco. Por orden del monarca, el
cuerpo había sido trasladado a Tenochtitlán, ya que quería
darle a su amigo una honorable despedida, de acuerdo con lo
que consideraba que el viejo rey merecía.

En el otro lado del palacio, en un amplio salón de


gran fuste, repleto de muchos colores y de los aromas más
balsámicos y embriagadores, varias decenas de los más im-
portantes guerreros, caciques, mercaderes, miembros de las
familias más influyentes del estado, y demás altos digna-
tarios de todo el imperio, esperaban la presencia del primer
orador para recibir de su voz el anuncio de quien debería ser
el nuevo rey de Tetzcoco. Para ese momento, ya los habían
hecho pasar a todos ellos por la cámara mortuoria para
despedir a Nezahualpilli.

En aquella ocasión se había roto la costumbre, al


parecer a petición del propio emperador, y contrario al pro-
tocolo usual, que consistía en vestir un burdo manto de he-
nequén que cubriera las ricas vestiduras, y lucir los pies des-

130
KUKULCÁN

calzos ante la presencia del soberano, todos los hombres


congregados en la sala lucieron ricas galas y saborearon con
deleite su dignidad recuperada, aunque sin expresarlo de
forma abierta, debido al luto que debían guardar en respeto
al honorable difunto.

Los caballeros águila eran quienes más atraían la


atención entre los presentes. Caminaban con seguridad, lu-
ciendo la suntuosidad de sus atuendos, elaborados con plu-
mas de águila entretejidas con el manto de algodón que lle-
vaban ceñido a sus cuerpos, los cuales estaban adornados
para realzar ciertas partes, como la hilera de plumas largas
de cola de chachalaca que colgaban debajo de sus brazos y
simulaban las alas del ave. Estas plumas eran escogidas por
tener dos colores, negro hasta la mitad, y café de la mitad a
la punta. Todo ese arreglo, hacía que los guerreros que
portaban esos trajes parecieran verdaderas águilas humanas.

Los caciques, mercaderes acaudalados, y gente


perteneciente a lo más granado de la ciudad, lucían lo mejor
de sus joyas: pendientes, cascadas de brazaletes en brazos, y
collares de oro al cuello con incrustaciones de piedras verdes
de jade, los de mayores recursos, dependiendo de los méritos
de su prosapia; portaban diamantes, esmeraldas y turquesas,
los de menos abolengo. Todos ellos remataban el lujo de sus
atuendos con un tocado de voluminosos penachos de largas
plumas que se elevaban al aire unos, o que caían por sus
espaldas formando cascadas coloridas, otros. Algunos de
ellos llevaban un ramo de flores aromáticas, otros llevaban
abanicos de plumas preciosas, amarillas, verdes, azules, mo-
radas, o blancas.

Los guerreros que no pertenecían a la orden del


águila o a la del jaguar, lucían en sus cabezas una banda de
cuero de venado del color que correspondiera a su rango mi-
litar: rojo sangre, morado prisionero, gris tortura, negro

131
KUKULCÁN

muerte. También, para diferenciarse unos de otros en los


rangos militares menores, lucían en su piel tatuada, tanto de
pecho, como de brazos y de espalda, así como en las piernas,
diferentes símbolos de la más diversa índole que reflejaban
sus logros militares en el campo de lid.

La mayoría, tenía tatuadas insignias generales en la


espalda, pero de los símbolos más respetados, como la piedra
del sol, o diferentes versiones de la insignia nacional, el del
águila posada sobre un nopal devorando a una serpiente.

En señal de duelo, el Chihuacóatl dirigió a los


presentes en la sala de audiencias una breve alocución, sin
mucho entusiasmo, donde habló de las virtudes del difunto
rey Nezahualpilli, y de los magníficos servicios que había
prestado a lo largo de su fructífera existencia para el en-
grandecimiento de la Triple Alianza. Echando miradas circu-
lares, recordaba a los presentes los logros del rey muerto,
desde que guerreara al lado del antiguo tlatoani Axayácatl,
para después reinar la nación acolhua bajo las órdenes de los
gobernantes: Tizóc, Ahuizótl, y ahora, el más grande y más
magnífico de todos: Moctezuma Xocoyótzin.

“Señor de Tecuantepec, señor de Apazco, señor de


Xochimilco, señor de Ixtapalapan, señor de Chalco, señor de
Huexotla, señor de Xico…” el Chihuacóatl iba nombrando
uno a uno a los cincuenta y dos caciques de las principales
naciones vasallas que se hallaban presentes. “Señor de Coa-
tlinchan, señor de Tenayuca, señor de Xaltocan, señor de
Técpan, señor de Ixtacalco, y demás señores presentes, este
día habrá de anunciarse quien será el sucesor del trono de
Tetzcoco, segunda nación de la Triple Alianza. A falta de
tlatócan, que fuera desintegrado cuando nuestro huey
tlatoani asumió el mando del imperio, será él mismo quién
otorgue dicho nombramiento, pues bien comprendemos que

132
KUKULCÁN

su sabia decisión será la más acertada y la más cercana a la


que habría tomado el propio dios nuestro Huitzilopochtli.”

Ninguno de los grandes señores de las naciones que


formaban el imperio azteca, ni ninguno de los principales
sacerdotes, o de los grandes jefes guerreros, ni ninguno de
los viejos sabios ex miembros del tlatócan ahí presentes, se
atrevió a objetar lo dicho por el Chihuacóatl. Con un respeto
que rayaba en la sumisión abyecta, se arrodillaron o hicieron
una genuflexión, y con la cabeza gacha casi barrieron el piso
con las plumas de sus penachos cuando el emperador entró
al salón, haciendo gala de sus maneras arrogantes. En si-
lencio esperaron a oír el ungimiento del que sería el nuevo
rey de la nación de Tetzcoco, y aunque no lo dijeran, sabían
que sería uno de los hijos legítimos del difunto rey, ya que
todos conocían el afecto que Moctezuma guardaba por aque-
lla familia, y estaban casi seguros de que el nombramiento
recaería en el príncipe Ixtlilxóchitl, por ser más apegado a
Moctezuma que su hermano Cacama. En esta ocasión, tam-
bién se rompió la regla, los presentes escucharon la voz del
rey en vivo, sin necesidad de esperar la repetición del orador
oficial.

“Pues bien, después de reflexionar con detenimiento,


sé que el mejor hombre para reinar Tetzcoco, y por el bien
de la Triple Alianza, es el príncipe Cacamatzin. Por consi-
guiente, he decidido nombrarlo nuevo rey de esa nación,”
dijo el emperador, con una voz más bien apagada, debido a
su ánimo sombrío.

Cacama dio un paso al frente y agradeció el


nombramiento. “Gracias, huey tlatoani, por este gran honor
que me confieres. Pondré siempre mi mejor empeño para
ayudarte a alcanzar las metas que traces para engrandecer
nuestro señorío.”

133
KUKULCÁN

No hubo queja, ni ningún ápice de apelación, ni la


más mínima expresión de protesta brotó de la garganta de
Ixtlilxóchitl ni de ninguno de los hombres ahí reunidos,
quienes asintieron cabizbajos en señal de aquiescencia y
abnegación. En respetuoso silencio, e inclinados ante su
majestad, esperaron a que saliera del recinto el emperador
para después desfilar frente al ungido y recién proclamado
rey. Todos ellos le presentaron sus felicitaciones y sus salu-
dos, así como sus condolencias por la muerte de su padre.

134
KUKULCÁN

EPISODIO 15

Aguilar le contó al general con lujo de detalle y sin


divagar, todas sus vivencias en ese recorrido que hiciera por
varias ciudades en ruinas, y de la forma como había muerto
el sacerdote maya. Cortés lo escuchó con enorme interés,
como siempre que le contaba cosas referentes a los indígenas
de ese continente, o cuando intentaba convencerlo, conti-
nuando con su evolución de la noción de sus teorías acerca
de la relación que había entre un dios pagano de los indios,
que representaban como una serpiente emplumada, y el Hijo
del Hombre: Jesús de Nazareth.

“¡Que interesante!” dijo Cortés, cuando Aguilar hizo


una pausa.

“Más interesante es esto que te voy a contar,” agregó


Aguilar, quién no tenía intenciones de parar. “Una noche en
que Acab Cambál, los otros tres sacerdotes menores de Ku-
kulcán y yo nos encontrábamos alrededor de la fogata cenan-
do pavo asado, mi amigo me preguntó si mi Dios Jesucristo
hablaba nuestro lenguaje. Le contesté que no. Le dije que Él
hablaba varios idiomas, pero no el castellano. Hablaba he-
breo y algo de griego, pero su lengua nativa era el arameo.
Cambál me cuestionó si yo hablaba arameo. Le contesté que
sabía algunas pocas palabras, que es una lengua antigua de
un lugar muy lejano a Hispania. Lo estudié en el seminario,
pero ya había pasado mucho tiempo.

135
KUKULCÁN

Entonces, quiso saber cómo decía agua en arameo.


Después de pensarlo un poco, contesté que se dice: A.”

“Me aseguró que en maya antiguo se dice Ha.


Luego, me preguntó por la palabra país. Estuve seguro y
respondí: Ta. Afirmó que se le nombraba del mismo modo
en su lengua.”

“Después comparamos madre y padre, Naa y Ba, y


resultaron ser similares; madre es Nana y padre es Abba.
Como entenderás, yo ya estaba muy asombrado por esas
coincidencias increíbles, que, para ese momento, dudaba
mucho que lo fueran.”

“Me dejas sin palabras,” Cortés lo increpó


sorprendido.

“Así me preguntó lo que significa la palabra Kin, y


le dije que el sol. Me dijo que en maya antiguo el sol era
llamado Kin. Continuamos revisando muchas otras
palabras y también los números.”

“Uno es Hun, le expliqué. Se dice igual, confirmó.


Dos es Cas. En maya era Ca, y el tres es Ox en ambos
idiomas. Cuatro es San en arameo y Can en maya.”

“Así seguimos comparando. Ho, Usac, Uuac, Uax,


Bolan, Lahun. Cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez.

“Ho, Uax, Uac, Uaxac, Bolon, Lahun. Me contestó.


Sus ojos claros brillaron con más intensidad, reflejando las
llamas de la fogata, y una sonrisa de preocupación se dibujó
en su cara al observar que mis ojos estaban tan abiertos, que
parecía que podrían salírseme de las órbitas. No pude dor-
mir esa noche, tratando de procesar esa nueva revelación.
En los días siguientes, Acab Cambál y yo recorrimos el

136
KUKULCÁN

resto de los edificios semiderruidos de la ciudad. No encon-


tramos nada interesante en la pirámide mayor, aunque re-
cuerdo que él sospechaba que toda esa representación que
parecía ser una especie de corte suprema y archivo his-
tórico, sólo era una tapadera para encubrir algo de mucha
mayor importancia que debía estar escondido en alguna
parte de ese edificio, o enterrado debajo de los cimientos.”

Conmocionado, Cortés, no atinaba a decir nada,


pero su semblante dejaba translucir de forma ostensible la
ansiedad que sentía por saber más sobre esos enigmas que
le harían perder el sueño. Al notar su estupor, como lo hacía
cada vez que tenía oportunidad, Aguilar prosiguió contán-
dole una retahíla de sucesos que se dieron en esa visita a la
ciudad de Lakamha.

“Acab Cambál decidió dejar para después el estudio


del posible misterio oculto de la pirámide mayor. Su aten-
ción se había centrado en un extraño altar hallado en el
interior de una pirámide pequeña. El altar lucía dos figuras
humanas en posición de adorar a una cruz estilizada, ro-
deada por cientos de glifos, y por toda clase de figuras raras.
Los glifos estaban definidos con total claridad, con ángulos
redondeados y con incontables caracteres inscritos en ellos:
puntos, círculos, cruces, jaguares, perros, y cabezas de ve-
nados, combinados en una variación que parecía no tener
fin.”

“Cambál sabía que esas inscripciones de seguro


explicarían la razón del altar y a quién estaba dedicado. Para
tratar de desentrañar el sentido de las figuras, el sacerdote
empezó a limpiar y a estudiar con gran emoción y con mucho
cuidado, el extraño altar de la pequeña pirámide que llama-
mos: el templo de la cruz.”

137
KUKULCÁN

El general se iba emocionando cada vez más, con-


forme Aguilar continuaba su narración. Y aunque sin
interrumpirlo, su lenguaje corporal le incitaba a continuar.

“Lo acompañé durante todos esos días de extenuante


trabajo. Las conclusiones que sacábamos de esas figuras
enigmáticas en forma de cruz nos dejaban asombrados. La
cruz parecía salir de una máscara en forma de calavera cua-
drada y tenía un quetzal en su parte superior. Una serpiente
emplumada de dos cabezas, con sus fauces abiertas, estaba
posada en el transversal, y un hombre se hallaba casi en la
base de la cruz.”

“Una tarde lluviosa y gris me dijo emocionado que


ya había descifrado el mensaje del conjunto, después de
haber leído con mucho cuidado todos esos glifos y relieves.
Le pregunté si decía algo que no supiéramos, y me contestó
que todo ese monumento ratificaba lo que dicen los textos
sagrados antiguos: que algún día regresaría Kukulcán por
levante, y lo reconoceríamos a través del símbolo de la cruz.
Recuerdo con claridad que ese día pude ver en los ojos de
Acab que la verdad se le había revelado, cuando al fin re-
movió todos los velos del misterio que la jungla ocultó por
mil quinientos años. Esa verdad, de que Cristo Jesús vivió
entre los nativos del Nuevo Mundo, la siento ahora hervir en
mi alma y fermentar en mi ser, como una realidad indis-
cutible,” terminó de contar Aguilar.

“Es cierto,” dijo Cortés todavía atolondrado por lo


que acababa de oír, dominado aun por el asombro de lo in-
creíble, “la similitud de lenguajes entre dos regiones que
tienen un mar-océano en medio, va mucho más lejos de cual-
quier coincidencia, y podría ser prueba contundente para
convencer al más escéptico, pero el mundo no se mueve de
esa manera. Lo mejor es que sólo tú y yo sepamos de este

138
KUKULCÁN

asunto, si no queremos que nos ejecuten a garrote vil por


blasfemos,” terminó de decir el general.

139
KUKULCÁN

EPISODIO 16

Era la medianoche, cuando Moctezuma caminaba


por pasillos sumidos en oscuridad de su palacio, cuyos pisos
pulidos y paredes decoradas, reflejaban en zonas de luz vi-
brante, separadas por trechos sombríos, las llamas dan-
zarinas de las antorchas. Fue así como pasó por salas si-
lenciosas y desiertas, vacías a esa hora de la multitud de
dignatarios palatinos que durante el día pululaban en ellas.
En la cámara de cremación de aquel recinto, estaba el cuerpo
de Nezahualpilli, que había sido trasladado desde Tetzcoco
y ya había sido preparado para su último trámite en este
mundo. Un gran comal de cobre había sido colocado en el
centro de la terraza abierta al cielo, y en el comal había un
montón de leña coronada por una cama de madera, donde
yacía inerte el cuerpo del difunto, engalanado con sus más
finos mantos y joyas. Su cara estaba cubierta con una más-
cara de mosaico de turquesa, y bajo su cuerpo había un lecho
de pieles de jaguar. En tanto que una gran piel de un leopardo
que él mismo había cazado pocos años antes, le tapaba desde
los pies hasta el pecho.

El emperador estuvo contemplando el cuerpo yerto


de su viejo amigo por un largo tiempo. Había dado órdenes
de que a nadie se le dejara entrar después de cierta hora,
incluyendo a las cuarenta y cuatro viudas, y a los casi ciento
cincuenta hijos que se le atribuían al extinto y prolífico rey.
Así podría despedirse a su manera de quien había sido la per-
sona más allegada a él. Y así, solo con él, pasó las horas

140
KUKULCÁN

recordando desde el primer día a su lado, cuando le salvó la


vida siendo casi un bebé que apenas había aprendido a
caminar. Sin duda, aquel monarca era el único hombre que
le había dado un poco de cariño y un mucho de instrucción
en los años que vivió en su palacio. Años en los que aprendió
mucho más que en los que pasó al lado de su propio padre,
el señor Axayácatl.

Por la situación de las constelaciones, y el ángulo con


que Citlalozomahtli, la constelación del cucharón menor, iba
girando alrededor de la Estrella Polar, fue contando las horas
que faltaban para amanecer. Casi hasta el alba, el emperador
estuvo recordando el cúmulo de consejos que recibiera del
difunto rey, los cuales fueron de gran ayuda para que pudiera
alcanzar su investidura, pero también el hermetismo férreo
con que los dos guardaron siempre el arcano secreto más
grande de sus vidas: el conocimiento acerca de la verdadera
historia del dios representado en códices y monumentos co-
mo una serpiente emplumada.

Con los ojos rasgados por el llanto, al darle libre


curso al dolor que le apuñalaba hasta la médula, y cuando ya
los primeros rayos del sol empezaban a atravesar el fino velo
gris que todavía se cernía sobre el Anáhuac, el emperador
tomó una varita de ocote, y la encendió con el fuego de un
pebetero de granito pulido que estaba cerca. Con ella hizo
arder la pira funeraria. En pocos momentos, la fogata infla-
mada, pirámide de carbón luminoso de rojos y amarillos de
donde salían llamas y chispas de fuego, hizo temblar con
extrañas sombras las decoraciones retorcidas de la terraza.
La luz de la enorme fogata se fue difundiendo a través del
mismo humo que despedía, para iluminar gran parte del cua-
dro central de la ciudad capital del imperio. En otras ocasio-
nes y circunstancias, esa hubiera sido la señal para que los
sacerdotes del teocalli mayor empezaran el sacrificio de
algunas cuatrocientas víctimas, de los que habían sido los

141
KUKULCÁN

más cercanos criados del monarca fallecido, para que lo


acompañaran y siguieran sirviendo en su viaje al Mictlán,
como era la tradición. El rompimiento de la regla, por
órdenes estrictas de Nezahualpilli, dejó muy apesadum-
brados y hundidos en un mar de inconsolables lágrimas a
muchos de esos fieles sirvientes que ya no podrían cuidar
más a su señor.

Con el intenso crepitar de la leña que ardía a sus


espaldas, y el candente resplandor rojizo, cuya vibración
hacía parecer su figura como si estuviera esculpida en fuego,
Moctezuma salió de la terraza. Todavía enjugándose las
lágrimas, volvió al interior del palacio, tras mover una pe-
sada cortina de algodón café que tenía bordada con hilo de
oro el perfil del paisaje urbano de Tenochtitlán con todas sus
pirámides. Con una seña, ordenó a los guardias, que habían
estado escondidos en una antecámara, hacerse cargo de los
restos de su mentor, quien había pedido que sus cenizas fue-
ran arrojadas en la boca del Popocatépetl.

⁕⁕⁕
La pérdida del anciano monarca, llenó de tristeza y
le agrió el ánimo a Moctezuma, quien sentía un gran vacío
que no podía llenar, a pesar de que trataba de distraer su aten-
ción aislándose en la galería de tiro, afinando su puntería con
la cerbatana, el atlatl, la lanza, y flechas tiradas con arco.
También trataba de cansarse la tristeza refugiándose en los
brazos de sus doce esposas y de sus veintiocho concubinas
favoritas, de las más de dos mil mujeres de que disponía en
su palacio. Ese inmenso harén no era más que otra de las
exageraciones del Chihuacóatl, porque el emperador siem-
pre creyó que unas veinte mujeres eran más que suficientes
para satisfacer a plenitud las necesidades de cualquier hom-

142
KUKULCÁN

bre normal, como él, cuando era atacado por el deseo carnal
bajo los influjos de la lascivia.

El saber que tendría que afrontar solo lo que habría


de venir por el oriente, lo tuvo de mal talante, preocupado,
pensativo, e irritable, en esos últimos meses que vivió antes
de la llegada de nuevas graves que habrían de cambiar la vida
del Cem Anáhuac para siempre.

143
KUKULCÁN

EPISODIO 17

La misa del Domingo de Ramos fue una festividad


llena de alegría y colorido. En esa mañana luminosa, los es-
pañoles se postraron frente a la cruz con sus ramos que serían
bendecidos, bajo la tibia luz del astro rey, cuyos fuertes
rayos, se filtraban entre las nubes y teñían la niebla con polvo
de oro. Detrás de ellos también llegaron muchos indios
vistiendo sus mejores galas, y quienes acudieron de buena
gana a recibir su emuku o bautismo, en esa nueva religión.

Aguilar veía con beneplácito la disposición de los


nativos para recibir a su Dios, aunque le costaba trabajo
explicar a los frailes la asombrosa rapidez con la que acep-
taron los indios a una divinidad extranjera. La verdad que só-
lo él sabía, era que los indios celebraban con este acto la
unión de la religión del Kukulcán que adoraron sus abuelos
con la del Cristo de los hombres blancos, para así formar una
sola, grande y fuerte, según se los había explicado el extraño
hombre maya-español llamado Aguil-ha.

En el aire flotaba el aroma delicioso de flores, frutas,


carne asada y maíz cociéndose en tortillas, sopes, tamales,
totopos, y gorditas fritas. El general se acercó al traductor,
quien se encontraba muy cerca de los frailes. El padre de Ol-
medo y el clérigo Diaz sacaban agua de un baño de madera
con unas copas metálicas para mojar las cabezas de los in-
dios adultos y a una nube de niños que los acompañaban.

144
KUKULCÁN

Formando una larga línea, todos ellos pasaban uno a uno pa-
ra recibir el sacramento.

“A mí no me engañas,” le dijo Cortés al oído en un


tono muy alegre. “Les hablaste de tu dios a estos indios
¿verdad?”

“Tú los acabas de decir. De lo que les hablé fue de la


verdad, y ellos la conocen por sus ancestros,” contestó el
hombre, sintiendo una fruición extraña, mientras que en su
ánimo subsistía la convicción de que ya estaba convirtiendo
al general a su causa, que era la de ayudar a cumplir la
profecía del regreso de Quetzalcóatl al Nuevo Mundo, y este,
era ya el objetivo único de su vida.

“Mañana partimos. Mis capitanes y yo hemos


decidido que zarpar es ya necesario y lo haremos al
amanecer. Nuestros hombres no aguantan mucho en esta
jungla inhóspita enredada de mangles y llena de caimanes,
iguanas, y escarabajos enormes, que les infunden más miedo
que el que les puede dar el saber que estamos rodeados de
miles de indios que nos quieren matar con sus dardos enve-
nenados.”

Los hombres empezaron a caminar rumbo a la tienda


del general.

“¿Vamos a las costas del Norte? ¿Hacia los dominios


de Moctezuma?” preguntó Aguilar.

“Así es. Vamos hacia un lugar más al norte, a donde


Grijalva llegó en su expedición. Sólo que él no tuvo la suerte
de hallarte y por lo tanto no pudo tener contacto con el rey
que tanto mencionas. Si logramos comunicarnos con él, y
por supuesto recibir algunos obsequios de su parte, nuestra
expedición será todo un éxito.”

145
KUKULCÁN

“Creo que ahí tenemos un pequeño problema,” apun-


tó Aguilar, al venirle a la mente un obstáculo inesperado.

“¿Cuál puede ser?”

“Que los aztecas, que así es como se llaman los


vasallos de Moctezuma, no hablan el idioma maya. Creo que
su idioma es llamado náhuatl, pero ya buscaré entre estos
mayas a ver si alguno de ellos sabe un poco de ese idioma.”

“Dios quiera que encuentres a alguien,” dijo Cortés,


un poco contrariado al saber de esa eventualidad que se le
presentaba, sin tener una buena idea de cómo subsanarla, es-
perando que no acabara convirtiéndose en un inconveniente
insalvable.

“¿No te parece hermoso ver a estos indios recibiendo


el sacramento del bautismo de manos de un auténtico re-
presentante de nuestra Santa Iglesia?” preguntó Aguilar,
tratando de cambiarle la cara de mortificación al general.

“Sí, por supuesto que lo es. Esta vivencia les va a dar


a nuestros hombres un aliciente extra para seguir con nuestra
expedición.”

“¿Sabías que los mayas de la región donde estuve


practican el bautismo y una serie de ritos que se asemejan a
los sacramentos cristianos que hacemos nosotros?”

Ambos hombres entraron en la tienda. Cortés em-


pezó a quitarse las armas para quedar en mangas de camisa.
La pregunta le hizo olvidar sus preocupaciones. Intrigado
por el comentario, le contestó con otra pregunta.

“¿Cómo puede ser eso?”

146
KUKULCÁN

“Allá le llaman a la ceremonia el emuku, que sig-


nifica: bajada del dios. Es en esa ceremonia donde los niños
mayas en edad de entrar en la adolescencia reciben el ca-
putzihil, que es como si fuera un sacramento, comparable a
nacer de nuevo.”

El general se sentó en su sillón y le ofreció a su acom-


pañante un taburete.

“Bueno, eso sí se podría comparar mucho a nuestro


bautizo cristiano. ¿Y cómo es esa ceremonia?”

“A los mayas, desde su nacimiento, se les pone una


cuenta blanca en el cabello de la coronilla, y se les cuelga
una concha con un hilo muy delgado atado a sus cinturas,
para cubrir sus partes nobles. A cada una de las niñas las
acompaña una anciana, a los niños, un hombre adulto, por-
tando todos ellos unos paños blancos que les cubren la ca-
beza. Primero, se procede a la purificación del lugar. Uno
por uno, los niños echan en un brasero unos granos de maíz
y un poco de incienso. Cuando todos han pasado, uno de los
chaces se lleva el brasero a las afueras de la ciudad, para
tirarlo. Después, se riega el salón con agua revuelta con hojas
de un árbol llamado copo, y de esa forma, queda el lugar
purificado.

“¿Alguna vez participaste en esas ceremonias?”

“¿Que si participaba? ¡Me hubieras visto!” respondió


Aguilar, dándole a entender con ademanes la intensa par-
ticipación que había tenido en esos actos. “Era yo quien fun-
gía como sacerdote principal de Kukulcán para unos, o como
el dios en persona para otros, y por eso me ponían un gran
penacho de plumas largas de quetzal. También me daban una
vara labrada con gran destreza, y que tenía en la punta varios
cascabeles de serpientes.”

147
KUKULCÁN

Cortés sonrió, al imaginarse a Aguilar de la forma en


que se describía a él mismo.

“Entonces ¡podría decirse que eres el primer religió-


so que ha fungido como capellán en estas tierras del Nuevo
Mundo!” dijo Cortés casi riendo.

“Mientras que los sacerdotes rezaban las oraciones


pertinentes, yo pasaba por cada niño y niña y los rociaba va-
rias veces en la frente con la vara, mojada en agua mezclada
con flores y granos de cacao. Después, encontré un aceite
con el que los podía ungir y hacerles la señal de la cruz en
sus frentes. A ninguno de los chaces le importaba mucho que
antes de rociar a los niños con el agua, pronunciara yo unas
cuantas palabras en nuestro idioma castellano.”

“¿Qué palabras?”

“Antes de rociar a cada niño, les preguntaba cómo se


llamaban. Después pronunciaba la frase: Yo te bautizo en el
nombre de Dios padre, de Dios hijo, y del Espíritu Santo con
el nombre de… y pronunciaba su nombre. Así lo hacía, ya
que estaba empecinado en empezar la labor que me trajo al
Nuevo Mundo. Era obvio que nadie entendía lo que estaba
haciendo, pero yo me sentía muy dichoso de que esos niños
recibían, aunque sin saberlo, el bautizo cristiano.”

“¿Nunca te preguntaron que significaban tus pala-


bras?”

“Pensaban que estaba hablando a otra deidad supe-


rior a mí, y, por consiguiente, no me molestaban. Yo lo hacía
como una profesión de fe, a manera de dar un primer paso
para consensurar las religiones del Nuevo y del Viejo Mundo
en una nueva liturgia. Después de mi interpretación, uno de
los chaces quitaba los paños blancos de las cabezas de los

148
KUKULCÁN

niños y les cortaba con un cuchillo de obsidiana las cuentas


que tenían atadas a su cabello. Las madres de las niñas les
cortaban el hilo que pendía de sus cinturas, bajo sus huipiles,
y sus conchas caían al suelo, lo que significaba que ya podían
casarse. A las niñas se les daba un ramo de flores para que
las olieran, y a los niños se les daba un rollo de tabaco para
que lo fumasen.”

“¿Qué significa fumar?” interrumpió Cortés.

“Aspirar el humo de las hojas de una planta llamada


tabaco, que muy bien picadas se queman con lentitud, dentro
de un rollo pequeño, hecho con mismas hojas enteras. Es una
costumbre y un placer de los adultos, diría yo, equivalente a
la costumbre de los europeos de beber vino hasta emborra-
charse. Al inhalar el humo del tabaco, la mayoría de los niños
hacían las muecas más graciosas que yo he visto, y no para-
ban de toser por un buen rato, pero ese hecho significaba que
ya eran todos unos hombres. Luego de eso, seguían los rega-
los a los agasajados, y más tarde, lo mejor de todo, el ban-
quete y la fiesta.”

“Vaya que sí parece me estuvieras describiendo un


bautizo en España,” comentó sorprendido Cortés.

“Para ellos, el caputzihil es el advenimiento a la


pubertad, o a la nueva vida. Es el nacimiento a otra existencia
de amor, de ilusiones, de fuerza, y de placeres. La virilidad
en el hombre, el encanto, la gracia, y la pasión en la mujer.
Por eso a los niños les dan de fumar las hojas de tabaco como
señal de mayoría de edad, y por eso también cae la concha
de las niñas y les dan a oler las flores, símbolo de la juventud
que comienzan a aspirar con todas las ambiciones de su
alma, y con todos los anhelos de su corazón. Pero eso no es
todo, también realizan ritos muy similares a nuestras fiestas
en las bodas, cumpleaños, y hasta en las defunciones. Todo

149
KUKULCÁN

eso lo aprendieron de sus antepasados, y ellos, de su dios


Kukulcán.”

⁕⁕⁕
Durante el tiempo que la nave capitana surcaba el
océano dirigiéndose hacia el norte, Aguilar pensaba en la
suerte que estarían corriendo las diez esclavas regaladas a
los hispanos por el cacique Tabazcoob. Demasiado tarde se
le ocurrió que era muy probable que hubieran sido distri-
buidas entre los oficiales, para ser usadas como concubinas.
Más que en ninguna otra, pensaba en Ce Malinalli, o Marina,
que ya era su nombre cristiano. Ella había sido asignada al
capitán Portocarrero por ser la que parecía de más alto linaje
y mejor presencia entre todas, puesto que él era el de mayor
abolengo entre los españoles que llegaron con Cortés, ade-
más de ser uno de sus amigos pudientes, y uno de los que
más lo ayudó en los últimos aprestos de su flota, después de
que el general hubiera gastado casi todo su peculio para
preparar la expedición. De pronto, se acordó que en una de
las pláticas que sostuviera con Malinalli, ella le había dicho
que hablaba varios idiomas y que procedía de un pueblo muy
cercano a Tenochtitlán. Contento, pensó que era probable
que ella hablara náhuatl, y que podría ser la persona capaz
de traducir de ese idioma al maya para él.

Cortés no tomó ninguna de las esclavas para su uso


personal, cosa digna de encomio que causó sorpresa entre la
gente que conocía su fama de mujeriego. Casi todo el ejér-
cito percibió eso como un acto demagógico, con afán de ga-
narse la simpatía de sus hombres, al ponerse del lado de los
soldados que aún tenían que sufrir el celibato forzado, debi-
do a las circunstancias que el destino les había deparado has-
ta ese momento.

150
KUKULCÁN

El Jueves Santo llegaron a las costas de una región


que ya conocían los que habían ido con Grijalva. Cortés or-
denó a los tripulantes de tres carabelas el desembarco en
tierra firme, mientras el resto de la flota se quedó fondeando
en una ensenada cerca de un islote bautizado como San Juan
de Ulúa.

Muy pocos indios se acercaron a los europeos que es-


taban en la playa. Mientras eso ocurría, tanto Aguilar, como
Cortés, y los tripulantes de las otras ocho naves miraban
aquel recibimiento. Sólo hasta que el general estuvo seguro
por completo de que los indígenas no eran hostiles, ordenó
el desembarco de toda la expedición, cuando ya la luna llena
alumbraba la playa con su luz nacarada, como si fuera una
enorme perla refulgente, con el negro terciopelo de la noche
de fondo.

151
KUKULCÁN

EPISODIO 18

Una mañana, llegó un mensajero yciucatitlantli, o


correo veloz, quien traía la correspondencia que había via-
jado en relevos de mano en mano desde donde termina el
Anáhuac y empieza el mar. Eran los pictogramas de lo que
los centinelas del emperador apostados por el mar del oriente
habían visto el día anterior.

Ante la notable ansiedad del correo-veloz, Mocte-


zuma sintió que la angustia reprimida por meses volvía a
salir a flote a la superficie de su alma.

“¿Qué es lo que ha pasado?” le preguntó nervioso.

“¡Unos teocallis flotando en el mar, señor!” el joven


contestó con mucho temor. “Eso es lo que me han dicho que
vieron sus hombres de la playa, y mandaron estos picto-
gramas.” Sacó unos lienzos enrollados de un tubo de cobre
y se los dio al monarca, quien los tomó y de inmediato los
desplegó en uno de los almohadones que rodeaban su icpalli.

En el primero, vio el burdo dibujo de lo que sería una


copia del templo más grande de Tenochtitlán, pero encima
de un piso azul que debía ser el agua del mar. El segundo
pictograma representaba lo mismo, pero señalaba once teo-
callis flotantes que descansaban sobre bases oscuras de color
café, las cuales seguramente les servían para desplazarse so-
bre el agua del mar azul.

152
KUKULCÁN

“Teocallis que flotan en el agua…” El emperador no


pudo terminar la frase y sólo atinó a cerrar los ojos ante la
sensación desconcertante y el mareo que sentía al asimilar la
fuerza de tan portentosa revelación.

“De los templos flotantes salen unos monstruos


mitad hombre, mitad venado gigante, que tienen unos palos
como de cobre, pero de un color más oscuro, que truenan y
escupen fuego y matan venados desde una gran distancia,”
el mensajero refirió todo lo que sabía, mientras le mostraba
al rey el último lienzo que tenía pictogramas de jinetes y
caballos.

El tamborcillo de oro atado a un lado del icpalli


repiqueteó mientras Moctezuma llamaba al Chihuacóatl,
después de despedir al mensajero. Su subordinado se pre-
sentó en la sala de inmediato y compartió el mismo asombro
del rey. Así, el segundo hombre más poderoso del imperio
comenzó a analizar los dibujos llevados desde los confines
del Anáhuac.

“Unos dioses han llegado del oriente. No me cabe la


menor duda, puesto que sólo unos dioses podrían hacer que
la mole de piedra de un teocalli flote sobre las aguas del
mar.”

El emperador dio la explicación clara y concisa de su


interpretación a los dibujos. El Chihuacóatl no acertaba a
pronunciar palabra.

“Pero creo que sería mejor que mandes traer a los as-
trólogos y a los sacerdotes del templo para pedirles su opi-
nión.”

153
KUKULCÁN

“Llamaré a los sacerdotes, señor,” contestó el Chi-


huacóatl nervioso, “pero me temo que no podremos ver a los
astrólogos.”

El monarca sospechó de inmediato de la existencia


de alguna de las atrocidades características de Tlacotzin,
mientras sentía un reconcomio de alacranes en las entrañas.

“¿Por qué no podremos verlos? ¿Es que acaso fueron


a Teotihuacan a consultar a los astros?”

“Fueron al Mictlán. Los mandé sacrificar en honor


de Huitzilopochtli cuando no pudieron descifrar los malos
augurios de los portentos que se presentaron el año pasado.”

“¿Y los magos y agoreros del mercado de Tlatelolco?


¿Y los hechiceros y nigrománticos de los calpullis? ¿Y las
viejas sibilas y pitonisas de los oráculos, y las brujas y curan-
deras de los templos?” refunfuñaba el rey.

“Todos ellos ya no viven para poder darnos una opi-


nión.”

El soberano dio un fuerte golpe con su varilla de oro


a un cenicero alto de jade labrado que tenía cerca, el cual se
quebró en pedazos. En esos momentos, el rey sentía que la
sangre se le agolpaba en el rostro, al montar en cólera por la
súbita ola de furia e indignación que le invadió al oír aquello.

En medio de aquel trance, el Chihuacóatl buscaba en


su mente un buen argumento que esgrimir.

“¿Cómo pudiste hacer todo eso sin consultarme?” ru-


gió el rey, poniéndose de pie como impulsado por un resorte.
Tlacotzin dio dos pasos atrás.

154
KUKULCÁN

“Bueno, yo he tenido que tomar algunas decisio-


nes… y con el afán de no molestarte…” musitaba tími-
damente el subordinado, aturullado y sorprendido, con un
tono de mortificación, debido a que sólo en contadas oca-
siones el emperador hacía patente su furia, rabiando de esa
manera.

“¡Pero no tomes esas decisiones tan estúpidas que no


arreglan nada!” seguía gritando furioso, sintiendo que su
alma se convertía en un campo de batalla de emociones en-
contradas.

Durante varios minutos ambos hombres perma-


necieron en silencio. Moctezuma respiraba fuertemente tra-
tando de tranquilizarse un poco. En varios braseros espar-
cidos en la sala, ardían pedazos de una corteza especial con
llama azulenca que daba aroma sin humo y ayudaba al rey a
relajarse. Un poco más sereno, le habló a su subalterno.

“Desde este momento, considérate removido de tu


cargo,” dijo Moctezuma, con voz altitonante.

El aludido levantó la vista. Por unos segundos vaciló,


como quien no puede creer lo que ha escuchado, y espera
una rectificación de parte del rey. Pero cuando no llegó, olvi-
dó su timidez e imprecó la disposición que significaba la pér-
dida de su inmenso poder.

“¡No puedes hacerme esto! ¡No por algo tan insig-


nificante! ¡Te soy demasiado útil para que me castigues de
esta manera, señor!”

“¡Claro que puedo!” dijo Moctezuma, pensando que


tal vez estaba siendo demasiado estricto, aunque sentía que
era tiempo de deshacerse de ese hombre que mostraba esos
arranques de locura impertinente, causados por el poder ab-

155
KUKULCÁN

soluto que hasta ese momento había detentado. Así que es-
tuvo seguro de que aquel era el tiempo propicio, por lo que
agregó: “Es más, ya lo he hecho.”

“No será tan fácil,” levantó la voz el Chihuacóatl, y


en un descarado intento de nunca visto desafío, vociferó al
monarca. “Tanto esos guardias que están afuera de la puerta,
como los del palacio, y todos los generales de tus ejércitos
me son fieles, porque yo soy quien en realidad he ejercido el
mando de tu reino en los últimos años.”

Como si hubiera sido impulsado por una catapulta


activada por la fuerza explosiva de la ira que había
acumulado, el emperador cayó sobre aquel hombre, como un
lince sobre su presa, y le propinó una severa bofetada que lo
hizo callar y lo derribó, sin que pudiera defenderse. El rey
golpeó con la punta del pie el tamborcillo, que vibró con es-
tridencia, para llamar a los guardias de la puerta.

Tras correr la cortina, entraron ocho guardias Asus-


tados, quienes habían escuchado la discusión de los dos
hombres más poderosos del único-mundo.

“¡Arréstenlo!” ordenó el rey, con indecible cólera, “y


enciérrenlo mientras pienso qué castigo merece quien se
atreve a desafiar al huey tlatoani del imperio,” terminó casi
a gritos, perdiendo su aplomo usual.

Los guardias avanzaron temerosos hacia el Chihua-


cóatl. En un último intento de insubordinación, Tlacotzin,
les llamó a no obedecer, puesto que era él y no el rey quien
siempre les había dado las órdenes y sus puestos, y quien les
pagaba sus servicios, además de recordarles que, al haber
aceptado sus cargos, le habían jurado lealtad eterna. Moc-
tezuma estaba casi apoplético escuchando las palabras de su
segundo.

156
KUKULCÁN

Tras dudarlo un instante, los guardias tomaron por


los brazos al traidor, después de ver en el rostro del rey una
mirada que hubiera matado a cualquier guerrero de más bajo
rango militar. Nunca lo habían descubierto tan irascible e
irritado, y para ellos, su enojo era sinónimo de furia divina.

Cuando se sintió perdido, el hombre se arrodilló.


Cambiando su actitud, y con la voz quebrada, le suplicó cle-
mencia al emperador:

“Perdóname, señor. Te lo imploro en el nombre de


todos esos años que he colaborado contigo. Si he cometido
errores a causa de mi temperamento, te pido reconozcas en
algo tu culpa, puesto que tú mismo fuiste quien me desig-
naste en este cargo. Siempre he sido tu servidor más leal,
desde que cubría siempre tus espaldas cuando fui tu segundo
en armas, en los campos de batalla de todas esas guerras que
juntos combatimos. Por las tantas veces que salvé tu vida en
esas lides, así como las que salvaste la mía, te imploro que
me perdones la vida por una última ocasión.”

Las palabras de su ayudante penetraron en la cabeza


del monarca, logrando el efecto deseado. En ese momento,
el rey recapacitó, y con un ademán detuvo a los guardias que
ya conducían al infractor fuera de la estancia. Con una mi-
rada contundente, y precursora de futuras tormentas, les hizo
saber que en caso de que la situación se llegara a saber fuera
de esas cuatro paredes, ellos y todas sus familias completas
encontrarían una muerte horrenda. Aunque la mirada era in-
necesaria, ya que lo sabían a la perfección por experiencia
ajena. Tras pensarlo un poco, todavía molesto con su sub-
alterno por haberle provocado ese acceso de furia, encontró
la solución para zanjar ese desagradable incidente.

“Está bien. Voy a condonar tu desafío a mi persona


y al alto cargo que represento, porque sabes de sobra que esa

157
KUKULCÁN

insubordinación no merece otro castigo más que la muerte.


Conmutaré tu sentencia dándote una oportunidad para que
puedas ganarte mi indulto: prestarás tus servicios en bien de
tu nación, o, mejor dicho, en bien de la humanidad entera,
puesto que serás el embajador que he de enviar a la costa, y
quien habrá de recibir en mi nombre a los dioses que vienen
del oriente.”

158
KUKULCÁN

EPISODIO 19

En cuanto pisaron tierra firme, Aguilar le pidió a


Cortés que mandara llamar a Marina. El general envió a dos
de sus hombres a la nave de Portocarrero para llevarla de
inmediato ante él. Se encaminaron ya con ella a recibir el
saludo de los naturales, y cuando estuvieron frente a los jefes
de los indios que habían llegado a la playa para recibir a los
extranjeros blancos, Cortés pidió a su intérprete que les sa-
ludase como tenían por costumbre. Ninguno de los jefes to-
tonacas pudo contestar el saludo en lengua maya.

Ce Malinalli tradujo del maya al náhuatl para la


pintoresca comitiva de indios, después tradujo de náhuatl al
maya para Aguilar, y éste al castellano para Cortés. Así, ante
el asombro de todos, aquella hermosa esclava india se con-
virtió desde ese momento en una de las personas más impor-
tantes del ejército castellano.

“Dicen que son Teuhtilli y Cuitlalpitoc, principales


de las costas y súbditos de Moctezuma,” Aguilar le hizo sa-
ber a Cortés lo que habían referido. “Mencionan también que
ya han mandado el aviso a su señor de nuestra presencia y
que en dos días tendremos una respuesta del emperador
azteca, el señor Moctezuma Xocoyotzin.”

“¿Dos días? ¿estamos tan cerca de su ciudad?” pre-


guntó ansioso Cortés.

“No, en realidad no está tan cerca,” Marina traducía,


Aguilar traducía. Los caciques indios explicaban.
159
KUKULCÁN

“Moctezuma tiene una gran cantidad de hombres


correo-veloz que llevan su mensaje con gran rapidez, desde
la costa hasta su ciudad, corriendo y turnándose uno a uno
siendo un sistema muy eficaz de correo. Así, él está infor-
mado de todo lo que sucede en sus dominios.”

Aguilar se concentraba en lo que Marina le iba di-


ciendo para así traducirlo, ponía mucha atención en las pala-
bras, mas no en su significado, por lo que no entendía muy
bien el asombro de sus compatriotas.

“Este correo-veloz sirve también para llevar pescado


y camarón fresco, o cualquier otro platillo del mar, así como
frutos tropicales que se le antojaran al emperador en su co-
mida; inclusive, le consiguen hielo de los picos de las mon-
tañas para transportar la comida desde aquí a su palacio, o
para enfriar sus bebidas.”

“Esperaremos pues el mensaje de Montezuma,” dijo


Cortés, todavía sin poder pronunciar bien el nombre, al
tiempo que se rascaba una cicatriz antigua debajo de la bar-
ba, y sin saber qué más decir.

Después del intercambio de cortesías, ya cuando los


indios se retiraron y los capitanes españoles se alejaron a
seguir ordenando la instalación del campamento, Aguilar se
quedó solo con Marina. Ella lo veía con una sonrisa sigilosa
y ojos radiantes, como estrellas, por la satisfacción de haber
pasado con éxito esta primera prueba de traducción y saberse
útil a la causa de Quetzalcóatl. Soplaba una brisa fresca que
le mecía el cabello entre castaño y negro, la cual venía car-
gada de sal de mar, que se mezclaba con el olor intoxicante
de flores y frutas como mameyes, piñas, mangos, y agua de
coco. Aguilar le preguntó con verdadero interés sobre su
suerte a manos de Portocarrero.

160
KUKULCÁN

“Bien, me fue bien,” contestó, bajando la vista y


fijándola en el suelo, con cierto asomo de amargura. “Si te
refieres a ser usada como mujer, supongo que ya lo esperaba.
Cuando te venden como esclava a un nuevo amo, siempre es
lo primero que pasa,” continuó, con su voz clara y dulce, sin
reproche velado, mirando a lo lejos a los hombres blancos
que amarraban los bastidores para poner las tiendas.

“Entonces, ¿ya te había pasado esto?” preguntó el


hombre sin poder creerlo, sintiendo remordimiento y culpa-
bilidad por ser tan inocente, estúpido, y tan recto de corazón
que no alcanzó a maliciar en Tabasco lo que los oficiales
iban a hacer con las esclavas, para así haberla rescatado de
esa situación. Hasta ese momento comprendió que lo pri-
mero que siempre hacían los soldados, como si fuera ritual
ineludible, era forzar a las mujeres de las huestes enemigas,
como si fueran trofeos de guerra, para desahogar sus apetitos
venéreos y sus más bajos instintos por tanto tiempo con-
tenidos, y mediante esos desafueros que en su mente co-
braban tintes de venganza por sus compatriotas muertos, así
engrandecer ante sus propios ojos y para regocijo de su cora-
zón, la victoria conseguida.

“Varias ocasiones. Desde que tendría unos nueve


años y me vendieron por primera vez a un mercader de escla-
vos, un pochteca azteca, que me llevó a tierras mayas, y me
vendió al mejor postor.”

“Me habías dicho que venías de una familia noble,”


continuó el español mientras observaba el pelo de la mujer
india agitarse por un lene vientecillo que soplaba del mar.

“Soy hija del que fuera gobernador de Paynala,”


continuó Marina con dos perlas de llanto jugueteando en sus
ojos, y un dejo de tristeza en la curva delicada de su boca tan
fina que enmarcaba un mentón grácil. “Mi madre murió

161
KUKULCÁN

cuando nací, y mi padre, que me enseñó todo el amor y


cariño que pueden sentir dos seres humanos, contrajo se-
gundas nupcias. Después, todo cambió… mi padre murió
envenenado y a los pocos días yo fui raptada por unos
pochtecas que habían sido sus amigos. Después supe, porque
los oí en una noche que se embriagaron, que el propio hom-
bre que me raptó y me violó, había matado y quemado a una
niña de mi edad para que mi madrastra la presentase como
mi cadáver y mi pequeño medio hermano, Ixcahuatzin, fuese
el heredero del poder de mi padre.”

Aguilar no pudo contener el impulso de abrazar a


aquella pobre mujer que era la viva imagen de la desolación,
hundida en un mar de llanto. Sin encontrar las palabras
adecuadas para calmar un poco aquellos dolorosos recuerdos
de una vida llena de ruindades, dejó que su mano acariciara
la sedosa cabellera y por un momento sintió pena por haber
hecho que esos ojos tan hermosos que hasta parecía que se
podía contemplar el infinito en ellos, estuvieran anegados en
llanto por su culpa.

Mientras la brisa húmeda del mar los bañaba con su


aroma salado y el cielo empezaba a pardear, el hispano sintió
ese frágil cuerpo tibio pegado al suyo, que se convulsionaba
al ritmo de su llanto, y entonces fue que le vino a la mente
que ese podría ser un motivo poderoso, la venganza, que
podría estar impulsando a Malinalli a tratar de ayudarlos a
conquistar esas tierras.

⁕⁕⁕
Al día siguiente, cuando se ponía el sol bajo un cielo
gris de nubes y el campamento seguía terminando de insta-
larse, vibraron las campanadas del Avemaría en el aire quie-
to de la tarde para llamar a los españoles a celebrar la misa

162
KUKULCÁN

de Viernes Santo. Cortés, los capitanes, y los demás que con-


taban con prendas de ese color, vestían de riguroso negro
como lo ordenaba la tradición cristiana. A lo lejos, Aguilar
pudo divisar a algunos espías aztecas muy ocupados en su
tarea de plasmar en sus lienzos todos los movimientos del
real español, sin poder distinguir lo nerviosos que estaban al
ver a tantos hombres blancos vestidos del color sagrado que
solo a los más altos sacerdotes aztecas les era permitido usar.
Ni él mismo podía sospechar el momento trascendental que
se estaba cumpliendo en ese instante, ya que esa fecha, ape-
nas siguiendo al primer plenilunio posterior al equinoccio de
la primavera, el 17 de abril de 1519, nueve-viento del año
uno-caña para los naturales, era el día exacto del nacimiento
de Quetzalcóatl, en el único año dentro de su ciclo del siglo
azteca de cincuenta y dos años, dedicado a la serpiente em-
plumada, y el día que el dios blanco y barbado les prometió
a los toltecas regresar cuando partió hacia el oriente. Aunque
ignoraba todo eso, algo muy hondo en su fuero interno le dio
la certidumbre de que su presencia en esa tierra, y la cele-
bración de esa misa, estaba cumpliendo una profecía que ha-
bía sido dicha a los naturales del Nuevo Mundo casi mil
quinientos años atrás.

Al tercer día de la visita de Teuhtlilli y Cuitlalpitoc,


el campamento aún no terminaba de instalarse cuando
recibieron de nuevo la visita de los caciques de la costa con
la respuesta de Moctezuma, quien les mandó decir que se
encontraba de lo más contento con el arribo de hombres tan
valerosos, puesto que ya tenía noticia de los sucesos en tierra
de Tabazcoob. También les avisaba que en cuatro días llega-
rían sus embajadores a recibirlos, como tan distinguidos
huéspedes merecían.

Además de los saludos, Teuhtlilli y Cuitlalpitoc lle-


varon con ellos a cinco indios que cargaban unos atados y
unas cestas de bejuco de buen tamaño que contenían una

163
KUKULCÁN

gran diversidad de pequeñas joyas de oro, plumas y piedras


preciosas que dejaron boquiabiertos a los españoles. Pero
mayor fue su sorpresa cuando los indios les explicaron que
eso era nada más un pequeño presente que el emperador ha-
bía mandado a Grijalba cuando desembarcó en ese mismo
lugar, pero por desgracia había llegado tarde, cuando la
expedición ya se había retirado a Cuba. Emocionado ante la
inesperada riqueza recibida, Cortés los invitó a presenciar la
misa de resurrección, y sin muchas excusas en su mente, los
caciques no tuvieron otro remedio que aceptar.

Los señores dignatarios del Totonacapan, fungiendo


como emisarios del monarca mexica, siguieron con atención
la ceremonia de aquellos seres blancos y barbados, espe-
rando emocionados algún portento sobrenatural, como debía
suceder en un rito donde dioses llegaban arrodillados ante
los que parecían ser los sacerdotes de algún ente superior.
Pero a medida que transcurrió la misa y Aguilar y Marina les
explicaron lo que sucedía, la desilusión se fue dibujando en
sus rostros.

“¿Y no hay sacrificios de sangre en su ritual?”


preguntó Tehutlilli con timidez, acercándose al oído de la
intérprete.

Adivinando la intención de la pregunta, y cono-


ciendo a la perfección la mentalidad de aquellas personas, la
bella india les contestó con astucia.

“Lo que hay en aquella copa de plata, es la sangre de


su propio Dios, que será tomada por todos estos hombres
para alimento de sus almas,” les aseguró, mientras una bella
sonrisa se dibujaba en su rostro de tez morena clara, que a
veces parecía iluminada por dentro.

164
KUKULCÁN

Aquello superó por mucho las expectativas de los


nativos, acostumbrados a ver la decapitación y el desmem-
bramiento de simples seres humanos en la piedra del sacri-
ficio, y como se alimentaban los platones de los dioses con
corazones extraídos de víctimas de guerra, y pintaban con su
sangre las paredes de los templos. Pero eso no era nada,
comparado con el interés dramático que agregaba a la ce-
remonia el hecho de poder comer el cuerpo y beber de una
copa la sangre del mismo Dios, como les decía la mujer que
hacían los embajadores de Quetzalcóatl. Por ese motivo, sa-
biendo que estaban contemplando un acto extraordinario, di-
vino, y nunca visto por ninguno de ellos, no dejaron de son-
reír por el resto de esa tarde.

A Cortés las cosas se le presentaban de manera muy


sencilla, y al parecer en las cuestiones de la suerte las traía
todas consigo. Todo eso lo tenía de magnífico humor. Pen-
saba que el simple hecho de haber entablado conversación
con Moctezuma significaba la meta alcanzada de la misión
por la que Velázquez lo había mandado en un principio, y
con mucho, había superado lo logrado por las anteriores
expediciones. Después de aquello, esperaría a los emba-
jadores del emperador azteca para recibir el presente que de
seguro le llevarían, y así podría regresar a Cuba con grandes
tesoros, y más exitoso de lo que jamás había soñado.

Ya con eso, pensaba, el gobernador de Cuba no po-


dría recriminarle sus acciones y acusarlo de traición ante la
corte de España por haber desobedecido a los emisarios que
le ordenaron cancelar el viaje. Cuando menos, aquel rescate
y el contacto con el emperador azteca justificaba cualquier
acusación y le evitaría, tanto a él, como a sus capitanes de
ser arrestados y enjuiciados con el peligro de morir ejecu-
tados.

165
KUKULCÁN

Todos juntos habían corrido el riesgo, y lo sabían


bien cuando decidieron desobedecer la autoridad, pero como
buenos hidalgos de corazón indómito, no iban a cancelar su
expedición cuando ya la tenían toda armada, los hombres
contratados, las naves listas y cargadas, y se habían gastado
la mayor parte de sus fortunas para tener el derecho a com-
partir las honras y los provechos que pudiera dejar esta nueva
y promisoria expedición.

En aquellos tiempos, el cristiano que no era rico de


nacimiento tenía que buscar fortuna de una sola manera: ti-
rándose a las armas. Aunque provenían de una nación que
había estado enzarzada en constantes guerras por ocho-
cientos años, el auge de las campañas militares contra los
moros en Iberia, y contra italianos y germanos en Europa, ya
había pasado y no había mucho que lograr por allá. El lugar
más atrayente para los hidalgos que querían fundar casa y
blasón, y así grabar sus nombres a fuego y acero en los anales
de la historia, con la posibilidad de terminar al mismo tiempo
inmensamente ricos, era sin duda la conquista del Nuevo
Mundo. Algunos de ellos procedían de familias famosas por
sus logros militares y ellos no querían quedarse atrás, exis-
tiendo la oportunidad de engrandecer sus ya casi nobles
nombres y apellidos. Varios de los oficiales, frustrados por
haber participado en otras expediciones donde encontraron
más peligros que provechos, pusieron su esperanza en el
capitán Cortés, esperando que tuviera la audacia y la teme-
ridad que a los otros le habían faltado. La descarada muestra
de desafío a la autoridad de Velázquez, la cual había agra-
dado, e inclusive atraído, a otros capitanes y soldados, fue
una buena forma de iniciar esa aventura.

Sin embargo, el grueso del ejército no compartía el


entusiasmo de su general por el contacto establecido con
Moctezuma. El ánimo había decaído después de haber visto
la maniobra ordenada por el extremeño, de desembarcar sólo

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KUKULCÁN

tres de las once naves para observar cómo eran recibidos por
los aborígenes, como si fueran conejillos de indias, aunque
en el fondo sabían que esa era una de las funciones de una
parte de las actividades de un ejército, no muy diferente a la
función que desempeñaban los maestresalas, quienes tenían
que probar todos los alimentos y bebidas que recibían de los
indios, antes de servirlos a los españoles, debido al riesgo
que se corría de que pudieran estar envenenados.

Aunque todos los días construían las casas de carrizo


con techos de hojas de palma, como si fueran a pasar una
larga temporada, la mayoría quería ya retirarse a Cuba con
el botín de oro que habían conseguido y que era más del que
se obtuvo en todas las anteriores expediciones. De esa
manera, no estarían expuestos a ser sorprendidos por alguna
emboscada del emperador azteca.

Un gran número de indios les llevaban mucho maíz,


aves, conejos, coyotes, legumbres, y bebidas como limo-
nada, tepache, agua de jamaica, y aguamiel de los cañales.
Aprovechando la abundancia, los hispanos devoraban los
deliciosos platillos que los cocineros preparaban, hasta que-
dar ahítos y somnolientos, preguntándose si los indios no los
estarían engordando adrede, al prepararles platillos exóticos
y deliciosos como chorizo de venado, tacos de pescado, o
guisos con nopales, como si los estuvieran cebando para
fines más oscuros que los de la simple amistad.

Los capitanes le habían hecho notar a Cortés la


posibilidad de que se tratara de una estratagema del empe-
rador, porque les parecía inverosímil que un rey tan poderoso
de tan vasta nación se hubiera prodigado de esa manera con
un regalo tan espléndido a unos extranjeros que ni siquiera
conocía. Todos pensaban que era más explicable esa muni-
ficencia a manera de anzuelo, como un malicioso ardid, para
retenerlos en esas tierras en tanto que movía su ejército para

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KUKULCÁN

aniquilar al enemigo antes de que se marcharan lejos, para


que no llevaran noticias de su existencia a otras partes del
mundo.

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KUKULCÁN

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