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CARLOS MATA
Copyright © 2019 Carlos X. Mata
TXu 002139676
ISBN
Derechos de edición mundiales en todos los idiomas:
Carlos X. Mata. Todos los derechos reservados. Bajo las
sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente
prohibida la reproducción total o parcial de esta obra. Se
autorizan breves citas en artículos y comentarios
bibliográficos, periodísticos, radiofónicos y televisivos,
dando al autor los créditos correspondientes.
Esta publicación tampoco puede ser transmitida o
registrada por un sistema de recuperación de información,
en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por
fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por
escrito del autor.
Esta es una novela de ficción. Nombres, personajes,
eventos e incidentes son producto de la imaginación del
autor o usados de forma ficcional. Cualquier parecido con
eventos y personas, vivas o muertas, es mera coincidencia.
CARLOS MATA vivió por muchos años en Monterrey,
N.L. México, donde cursó estudios superiores y obtuvo el
título de Ingeniero Mecánico en la UANL. Un ávido lector
y explorador, enamorado de las culturas prehispánicas de
Mesoamérica desde su infancia, ahora vive en el estado de
Texas
www.novelakukulcan.com
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“¿Que?”
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Durante el día, el natural de Écija se dedicó a pasear
entre las calles del campamento, saludando a todos los hom-
bres que se iba encontrando y preguntándoles sus orígenes.
En cada una de sus historias trataba de hallar algún eslabón
que lo uniera con aquel pasado que por años le pareció haber
perdido. Con algunos hombres platicó largo y tendido de los
muchos sucesos que se habían dado en los reinos de España,
así como en Cuba, en todos esos años que estuvo perdido
para la civilización. De esa forma, se enteró que el rey Fer-
nando el Católico murió en 1516 y el hijo del rey Felipe el
Hermoso, nieto de Fernando, era ahora el rey Carlos I del
reino unido de Castilla y Aragón.
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que era chiquita, así que te pido por favor que le perdones la
vida.”
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“Quetzalcóatl.”
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Por más de medio día estuvo Aguilar rezando un en-
garce de oraciones con ayuda de un rosario que le había
facilitado el padre Olmedo. Desde la cubierta de la nave ca-
pitana estuvo oyendo el clamor que fue elevándose de los
disparos, cañonazos, y gritos de los heridos de las dos hues-
tes, sumido en el limbo de la incertidumbre y con el alma
oprimida por los presentimientos más sombríos. Sabía que
el infierno inclemente y mezquino de la guerra era siempre
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Una de las pocas chozas del pueblo, hechas de tallos
largos de carrizo y hojas de palma, que no estaba en pala-
fitos, había sido asignada a Aguilar para pasar la noche. El
aire era suave y el cielo se empezaba a pintar de azul oscuro.
Cuando se disponía a dormir, recibió la inesperada visita del
general.
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“¿Qué es eso?”
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Para la tarde de ese mismo día, un jinete con dos
caballos llegó a buscar a Aguilar, comunicándole la victoria
de los hispanos y que el general lo requería para hablar con
el jefe de los indios que se habían rendido.
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perio con esos pocos hombres, y con los inventos que pose-
ían, que, aunque buenos, no dejaban de ser inútiles ante el
combate de cientos de miles de los mejores guerreros del
único-mundo.
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Los españoles volvieron a su campamento que tenían
en la margen del río, para organizarse y descansar de las con-
tiendas que habían sostenido. Muchos de los indios siguieron
acercándose para departir con ellos y llevarles todo tipo de
frutos, alimentos y agua, evitándole a los extranjeros el tener
que molestarse en salir a buscar su sustento. Las indias que
les había regalado el cacique se pasaban todo el día traba-
jando con los cocineros. Eran muy diestras para preparar los
manjares que aderezaban con una habilidad admirable, y
cuya delicia atravesaba los sentidos de los forasteros, que
gustosos los probaban hasta atiborrarse.
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Aguilar pasaba esos días platicando con cuanto
indígena se acercaba al campamento y con las indias co-
cineras, quienes hallaban motivo de bastante emoción, el
escuchar a un español hablando su idioma maya. Sólo había
una de ellas que no le sorprendía oír al forastero hablando
una lengua extraña para él, debido a que ella misma hablaba
varios idiomas también. Su nombre era Ce Malinalli, la más
alta y hermosa de todas, quién poseía la altivez natural de
quién ha nacido en cuna de abolengo.
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Cortés y sus capitanes se enteraban de lo que Aguilar
iba sacando de sus pláticas con los indígenas tan pronto
como los ponía al tanto de sus investigaciones. La infor-
mación que consideraban más valiosa e interesante era la que
se refería a los aztecas y a su poderoso y rico monarca. Así,
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Votán.
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“¿Qué?”
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Nezahualpilli sonreía.
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“Me temo que será muy tarde para mí, puesto que
siento que mi hora para dejar este mundo se acerca.”
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Las últimas palabras de Nezahualpilli persiguieron a
Moctezuma, quien, apesadumbrado dejó el palacio de Tetz-
coco y regresó a la ciudad-isla esa misma noche. Los silen-
ciosos remeros iban cabizbajos y tristes al herir el agua con
sus golpes de remo, al tiempo que veían a su rey perdido en
lejana meditación e invadido por pensamientos sombríos. La
luz mortecina del extraño meteoro se reflejaba en las crestas
de las olas, tornándolas color anaranjado y haciendo a la la-
guna entera lucir como un mar de fuego líquido por el que
navegaba el desolado emperador. En esos momentos sentía
él en su alma no menos confusión que la que debían estar
experimentando los miles de habitantes del Anáhuac ante
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El sueño del ex náufrago se trasladó a otra escena de
esa misma exploración. El hombre estaba en su choza de ca-
ñabrava terminando de lavarse, en una mañana fresca y lin-
da. Los rayos del sol apenas entraban tenuemente a través
del follaje, cuando los gritos de sus compañeros llamaron su
atención. Al oír el barullo, asomó la cabeza afuera de su cho-
za para encontrarse con una escena que lo paralizó de
inmediato e hizo correr un escalofrío por su espalda.
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Cortés entró a la habitación, y se quedó absorto, tra-
tando de entender lo que pudo haber motivado ese grito de
espanto.
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La pérdida del anciano monarca, llenó de tristeza y
le agrió el ánimo a Moctezuma, quien sentía un gran vacío
que no podía llenar, a pesar de que trataba de distraer su aten-
ción aislándose en la galería de tiro, afinando su puntería con
la cerbatana, el atlatl, la lanza, y flechas tiradas con arco.
También trataba de cansarse la tristeza refugiándose en los
brazos de sus doce esposas y de sus veintiocho concubinas
favoritas, de las más de dos mil mujeres de que disponía en
su palacio. Ese inmenso harén no era más que otra de las
exageraciones del Chihuacóatl, porque el emperador siem-
pre creyó que unas veinte mujeres eran más que suficientes
para satisfacer a plenitud las necesidades de cualquier hom-
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bre normal, como él, cuando era atacado por el deseo carnal
bajo los influjos de la lascivia.
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Formando una larga línea, todos ellos pasaban uno a uno pa-
ra recibir el sacramento.
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“¿Qué palabras?”
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Durante el tiempo que la nave capitana surcaba el
océano dirigiéndose hacia el norte, Aguilar pensaba en la
suerte que estarían corriendo las diez esclavas regaladas a
los hispanos por el cacique Tabazcoob. Demasiado tarde se
le ocurrió que era muy probable que hubieran sido distri-
buidas entre los oficiales, para ser usadas como concubinas.
Más que en ninguna otra, pensaba en Ce Malinalli, o Marina,
que ya era su nombre cristiano. Ella había sido asignada al
capitán Portocarrero por ser la que parecía de más alto linaje
y mejor presencia entre todas, puesto que él era el de mayor
abolengo entre los españoles que llegaron con Cortés, ade-
más de ser uno de sus amigos pudientes, y uno de los que
más lo ayudó en los últimos aprestos de su flota, después de
que el general hubiera gastado casi todo su peculio para
preparar la expedición. De pronto, se acordó que en una de
las pláticas que sostuviera con Malinalli, ella le había dicho
que hablaba varios idiomas y que procedía de un pueblo muy
cercano a Tenochtitlán. Contento, pensó que era probable
que ella hablara náhuatl, y que podría ser la persona capaz
de traducir de ese idioma al maya para él.
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“Pero creo que sería mejor que mandes traer a los as-
trólogos y a los sacerdotes del templo para pedirles su opi-
nión.”
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soluto que hasta ese momento había detentado. Así que es-
tuvo seguro de que aquel era el tiempo propicio, por lo que
agregó: “Es más, ya lo he hecho.”
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Al día siguiente, cuando se ponía el sol bajo un cielo
gris de nubes y el campamento seguía terminando de insta-
larse, vibraron las campanadas del Avemaría en el aire quie-
to de la tarde para llamar a los españoles a celebrar la misa
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tres de las once naves para observar cómo eran recibidos por
los aborígenes, como si fueran conejillos de indias, aunque
en el fondo sabían que esa era una de las funciones de una
parte de las actividades de un ejército, no muy diferente a la
función que desempeñaban los maestresalas, quienes tenían
que probar todos los alimentos y bebidas que recibían de los
indios, antes de servirlos a los españoles, debido al riesgo
que se corría de que pudieran estar envenenados.
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