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Miguel Morey y Carmen Pardo - «Las voces del agua».

Postfacio en
Pascal Quignard, "Butes"

Antiguamente, los filósofos temían a los sentidos; ¿no habremos olvidado


demasiado ese temor? Hoy todos los filósofos, tanto los actuales como los
futuros, somos sensualistas, y no en cuanto a la teoría, sino en la práctica.
Aquéllos, por el contrario, estimaban que los sentidos corrían el riesgo de
atraerlos fuera de su mundo, del frío reino de las «ideas», y de llevarlos a una
isla peligrosa y más meridional donde temían que se les derritieran sus
virtudes de filósofos igual que la nieve se derrite al sol. El requisito para
filosofar antes era ponerse cera en los oídos, un verdadero filósofo no tenía
entonces oídos para la vida; como la vida es música, negaba la música de la
vida —considerar que toda música es música de Sirenas constituye una
superstición muy antigua del filósofo.

F. Nietzsche, La Gaya ciencia, § 372

El primer testimonio que tenemos de las Sirenas es el de Homero, en


la Odisea, la aventura de Ulises. Más antiguo es el lance que con ellas tuvo
el navío Argos, con Orfeo y su cítara sobre el puente, aunque el texto que lo
narra es posterior en bastantes siglos.

En el relato de Homero no se nos habla de su aspecto, ni se dicen sus


nombres o su número, aunque al referirse a ellas utiliza el dual y la tradición
acostumbra a llamarlas Agláope y Telxíope. Su apariencia la conocemos
desde muy antiguo gracias a la iconografía, frecuentemente asociada con
ritos funerarios, aunque no sólo. En principio, se trata de figuras con cuerpo
de ave y cabeza de mujer. A partir de aquí se diversifican las variantes: con
brazos, con el torso entero de mujer, tañendo instrumentos musicales que a
su vez se diversifican según las épocas… También su número varía, pueden
ser dos como en Homero, pero también tres o cuatro. Sin embargo, todos los
testimonios coinciden en que lo que más específicamente las caracteriza es
la funesta atracción de su canto, su seducción abismal: mujeres pájaro que
cazan a lazo, que cautivan, y atan a los hombres con su música como las
agavilladoras amarran los haces de espigas. En los nombres que de ellas nos
han llegado se expresa con nitidez la fascinación que se les atribuye:
Aglaofonos (la de esplendorosa voz), Agláope (la de espléndido aspecto),
Leukosia (la blanca, la resplandeciente), Ligia (la de voz clara, aguda), Molpe
(la del canto y el baile), Parténope (la de aspecto de virgen), Pisínoe (la de
mente persuasiva), Teles (la encantadora), Telxíone (la de mente
encantadora), Telxíope (la de aspecto encantador)… En todos ellos, el brillo,
el resplandor, la luz que ciega, el agudo que rompe el cristal, también.

Existe sin embargo una discrepancia importante en los dos textos mayores
que dan testimonio de los poderes de su canto, el de Homero y Las
Argonáuticas de Apolonio de Rodas. Así, mientras Apolonio les atribuye un
canto inarticulado, bestial, maléfico, al que Orfeo opondría su música
mesurada, Homero les hace decir: «¡Ven aquí, con nosotras, Ulises, honra
de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie
ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestros
labios; sino que se van todos después de recrearse con ella y de aprender
mucho; pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos
y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto
ocurre en la fértil tierra».
II

Las Sirenas cantaban, pero sólo Butes saltó…

Butes es uno de esos personajes medio secretos, tan frecuentes en la


escritura de Pascal Quignard, quienes por más que su aparición resulte
luminosa no por ello dejan de pertenecer a la más completa oscuridad, héroes
del todo discretos. El ejemplo con el que convocan es siempre desmesurado,
siempre se trata de una experiencia crucial. Y sin embargo, ¿qué sabemos
de ellos?

Intrusos —los llama Quignard en ocasiones, tanto a estos personajes como


a los temas, problemas o textos que devuelve al presente con su escritura—
. Según la etimología latina a la que se remite, intrusos serían aquellos que
se hacen un lugar a empujones allí donde no se contaba con ellos.
Personajes desconocidos o casi, de pronto en el centro. Y sin embargo no,
de lo que se trata no es de proponer una lección histórica diferente, sino
simplemente de devolver a la luz de lo vivo experiencias confiscadas por una
determinada lectura de la historia, hacer vacilar esas certidumbres y restaurar
aquellas experiencias posibles cuyo cristal acostumbra a ser siempre una
buena pregunta y su telón de fondo la infinita novedad del pasado. Lascaux
se descubrió en 1940 —acostumbra a repetir Quignard al respecto.

Desde los tiempos de los Petits traités (1981-1990) hasta la serie Dernier
Royaume, iniciada en 2002, los textos de Quignard están hechos así, para
eso, y al detalle —Butes es un magnífico ejemplo de ello—. La indagación
estilística de Quignard viene de antiguo, y algún día se le prestará toda la
atención reflexiva que reclama, seguro. Y es que, lejos de adscribirse a la
coquetería de la escritura fragmentaria sin más, de lo que se trata es de la
búsqueda de un género literario blanco, un no-género —así lo ha llamado a
veces— en el que puedan coexistir en una misma prosa esos intrusos que
como espectros irrumpen a diario en la vida de nuestra experiencia, tanto si
se trata de emociones como de pensamiento…

Héroe discreto Butes, en fuga, como el propio Quignard siempre: a los


dieciocho meses, él mismo lo ha contado en diversas ocasiones, se niega a
aprender la lengua común, se niega a comer, a hablar, a obedecer… A veces
ha remitido incluso su tarea como escritor a este autismo primero —sería el
suyo así el testimonio de quien podría no haber hablado…—. Luego
abandonará la filosofía, la enseñanza, se exiliará de los círculos de la
inteligencia parisina, para acabar dimitiendo de su cargo en la editorial
Gallimard. Como un pensador nómada en el ángulo muerto entre lo social y
el tiempo, ni arcaizante ni postmoderno, simplemente en tránsito en el ángulo
del mundo —así parece entender a menudo su tarea Quignard…

Personaje medio secreto Butes, su gesta parece estar ahí ante todo para
hablarle a la vida secreta de cada cual. Con ocasión de la publicación del libro
que lleva precisamente por título Vie secrète (1998), Quignard se extenderá
en la caracterización de estas formas de vida que inventan pasajes secretos
para escapar de la mediación social, para separarse del mundo. Frente a la
comodidad del tópico que insiste en reconducir toda experiencia a la
mediación social fuera de la cual nada existiría, Quignard repite que la lectura
hace posible escapar de la educación que se recibe, como la literatura
permite emanciparse del lenguaje o el amor extirparse de la familia y el grupo.
También su rechazo de la filosofía, su fuga de toda prosa discursiva se
asienta sobre el mismo ángulo de atención. Y es que para los filósofos es
como si los hombres nacieran ya dotados de identidad, como Adán y Eva,
con treinta años cumplidos —dijo entonces—. Para nada tienen en cuenta la
existencia de un mundo primero anterior a este segundo mundo de nuestra
existencia social: los hombres nacen, y este nacimiento suyo viene a romper
un vínculo inimaginable, original, oscuro y cardíaco, el mundo de antes de
que se tuviera voz, el mundo acuático de cuando todavía no se ha comenzado
a existir en la atmósfera. Y al hablar así está bien claro lo que dice, Butes nos
acaba de regalar una maravillosa parábola al respecto. Su distancia de las
certidumbres de la prosa discursiva y la filosofía es inversa pero simétrica a
su interés por el misterio siempre abierto de la música, su convicción de que
la música puede pensar allí donde la filosofía tiene miedo.

Y sin embargo, ¿podría decirse que todo lo que acabamos de leer no es sino
una explicación de por qué Butes saltó?

III

La diagonal que idealmente traza Butes con su salto, entre el canto de las
Sirenas y la música de Orfeo, hace que irrumpan inevitablemente aquí otras
referencias. La de Maurice Blanchot sería tal vez la menos obviable. Teniendo
en cuenta el lugar preeminente que, en Le livre à venir y en L’Espace
littéraire, le dedica a ambos mitos, es irremediable tratar de poner en
contraste ambas miradas. Sabemos que, para él, la astucia de Ulises es tanto
la salvación que abre la posibilidad del relato de la aventura como la pérdida
de Eurídice es para Orfeo el principio de un lamento que no puede tener fin
—así tensa Blanchot los dos lances entre los que Butes parece dibujar su
diagonal—. Aunque «es posible —nos advierte Michel Foucault, en La pensé
du dehors— que bajo el relato triunfante de Ulises reine el lamento inaudible
por no haber escuchado mejor y durante más tiempo, por no haberse
zambullido lo más cerca posible de la voz admirable donde tal vez el canto
iba a tener lugar. Y bajo los lamentos de Orfeo resplandece la gloria de haber
visto, durante menos de un instante, el rostro inaccesible, en el momento
mismo en el que se giraba y regresaba a la noche: himno a la claridad sin
nombre y sin lugar». En cualquier caso, lo que queda claro desde el principio
es la distancia que separa ambas miradas. Al contrario que Quignard,
Blanchot, aun ponderando los dos extremos, privilegia claramente la versión
que da Homero de la naturaleza del canto de las Sirenas, y de ella extrae el
hilo su reflexión. Se recordará lo que dice en el primer capítulo de Le livre à
venir, que lleva precisamente ese mismo nombre, «El canto de las Sirenas»:

«Las Sirenas: realmente parece que cantaban; pero de un modo


insatisfactorio, pues sólo dejaban entender la dirección en que se abrían las
verdaderas fuentes y la felicidad verdadera del canto. Sin embargo, con sus
cantos imperfectos, que no eran sino un canto venidero, conducían al
navegante hacia ese espacio en que verdaderamente comenzaría el cantar.
Por tanto no lo engañaban, sino que lo llevaban realmente a su objetivo. Pero,
una vez alcanzado el lugar, ¿qué es lo que pasaba?, ¿qué lugar era ése?
Uno en el que ya sólo se podía desaparecer, porque en esta región de fuente
y origen hasta la música había desaparecido más radicalmente que en ningún
otro paraje del mundo: un mar en el que se hundían, sordos, los vivos, y en
el que las Sirenas —lo que prueba su buena voluntad— un día tuvieron,
también ellas, que desaparecer.

¿De qué naturaleza era el canto de las Sirenas? ¿Cuál era su punto débil?
¿Por qué este fallo hacia ese canto tan poderoso? Los unos siempre han
respondido que era un canto inhumano: un ruido natural, sin duda (¿es que
hay otros?), pero al margen de la naturaleza, en todo caso extraño para el
hombre, muy profundo y despertando en él ese placer extremo de caer,
imposible de satisfacer en las condiciones normales de la vida. Pero, dicen
los otros, lo más extraño era el embrujo: no hacía más que reproducir el canto
de los hombres, y, como las Sirenas, aun siendo sólo animales muy bellos a
causa del reflejo de la belleza femenina, podían cantar como cantan los
hombres, convertían el canto en algo tan insólito que hacían surgir en quien
lo escuchaba la sospecha de inhumanidad en todo canto humano. Por tanto,
¿es de desesperación de lo que habrían muerto los hombres, apasionados
por su propio canto? A causa de una desesperación muy cercana al rapto.
Había algo maravilloso en este canto real, canto común, secreto, canto simple
y cotidiano, que no podían sino reconocer enseguida, cantado irrealmente por
potencias extrañas y, digamos, imaginarias, canto del abismo que, una vez
escuchado, abría en cada palabra un abismo e invitaba con fuerza a
desaparecer en él.

Este canto, no lo olvidemos, iba dirigido a navegantes, gente de riesgo y


ademán audaz, y él mismo era navegación: era una distancia, y lo que
revelaba era la posibilidad de recorrerla, de hacer del canto el movimiento
hacia el canto y de este movimiento la expresión del mayor de los deseos»[*].

Se hace evidente que cuando Blanchot habla de canto está pensando en la


promesa de sentido que lo conduce, en lo que el canto dirá, entendido éste
ante todo como poema, y el poema como matriz primera de un espacio
literario del que la especificidad irreductible de la música quedaría evacuada.
Aunque tal vez no sea enteramente correcto hablar aquí de dos visiones
distintas, no del todo. Más bien se diría que ambos escuchan la voz de las
Sirenas de muy diferente manera…

IV
¿Dónde está el oído del que escribe?

A veces la escritura ocupa el segundo tiempo de un movimiento binario en el


que la escucha se entrega al primer tiempo. En ese tiempo anterior a la
palabra inscrita, el oído se mece en un espacio sonoro que tensa la lengua y
la mano que luego recorrerá el blanco espacio del papel. Antes de sentir la
tensión en la lengua y la mano, se percibe en el oído. El oído tiende hacia o
se tensa entre.

La escritura puede entonces asumir una disposición o instalarse en el


intervalo que dibuja ese oído tensado en un entre. El oído de Quignard parece
asumir ambas posiciones. Primero, el oído es tentado por el zambullirse en
el agua de Butes. La llamada de la mar en la que Butes perece será una
constante a la que se unirá la tensión dramática que el escritor anima con la
distinción entre dos tipos de música: la voz de las Sirenas y la música de
Orfeo. La tensión se sitúa entre Orfeo y las Sirenas, aunque como Vladimir
Jankélévitch advierte en La musique et l’ineffable, libro al que Quignard se
remite, la voz de las Sirenas aún no es música para el oído humano.

El oído del que escribe se emplaza en el entre que teje esa voz cuya música
escapa a lo humano y el canto de Orfeo. En ese intervalo la palabra de
Quignard deja aflorar el poder que la música ejerce: la llamada de ese mar
que engulle a Butes y la posibilidad de regreso del Hades por el canto de
Orfeo.

¿Escribir en el entredós, entonces?


Renacido de nuevo a la palabra tras sus períodos infantiles de mutismo,
Quignard elige escribir como una forma de estar en el lenguaje callándose, y
ese quehacer directamente engastado en el silencio le entrega una evidencia
simple que se convierte en tutelar: que la palabra escrita, la literatura dice lo
que la oralidad no puede decir. Y que el silencio tan intenso de la lectura y la
convocatoria íntima de la música nos asoman al mismo mar. Entonces,
escribir un libro silencioso bien pudiera ser lo más parecido, lo más próximo
a hacer música, ese lenguaje sin significado que sin embargo toma nuestro
cuerpo, en fuga ambos de las significaciones convencionales de la lengua
común. Un libro debe ser un pedazo desgarrado del lenguaje, un pedazo que
se le arranca a la palabra —ha dicho en alguna ocasión.

Y también: Quiero perseverar en el arte, en el silencio líquido de la lengua


escrita.

¿Podría decirse que alguno de los secretos de la perfección del texto que
acaba de leerse tiene que ver con esa perseverancia, con ese modo de
asomarse a la mar, de escuchar su canto?

VI

¿Orfeo o el canto de las Sirenas? Dos tipos de música que desgranan para
Quignard dos estados del ser. En ambos la música se hace invocación,
llamada que conduce a lo humano o a la muerte. La música es el tejido sonoro
que sostiene toda una vida, desde el estado fetal hasta su desfallecimiento
con la pérdida del último aliento. La primera música que se escucha parece
tejida por la voz de las Sirenas. Su voz emplazada en una tesitura aguda, voz
de mujer, deja escuchar para Quignard la llamada originaria que yergue. Es
un canto animal, una voz acrítica, continua, en la que no es posible un
reconocimiento del decir. No es un canto humano y, por ello, es una música
de perdición. En esta música se pierde el ritmo que marca el tiempo de lo
humano. La invocación de las Sirenas conduce fuera de lo humano e impide
el regreso. La suerte de aquél que las escucha sólo puede ser su
aniquilación.

Los verdaderos músicos —escribe Quignard— «son los que aflojan la cuerda
de la lengua. Dejan una parte de la humanidad».

Los verdaderos músicos son entonces los que encantan el oído ligándolo a
un canto que destensa el lenguaje, canto en el que brota un tiempo sin
mesura humana. En su música se pierde el aliento y se siente el dolor de
estar vivo. Con ellos, la música no es tanto lenguaje como fuerza que arrastra.
Uno de estos músicos, afirma Quignard, fue Franz Schubert, sin él —
prosigue— no comprenderíamos el estado originario de los primeros días de
existencia atmosférica.

La música de Schubert crea un espacio en el que el tiempo como medida del


movimiento es sometido a un desencajamiento continuo. Sus melodías se
niegan a seguir un hilo causal, se presentan como evocaciones de un errar.
Con ellas se difumina la forma musical y se pone en un brete a una memoria
apurada por el reconocimiento. Como explica Morton Feldman, en el Schubert
tardío el paso de una idea musical a otra es excesivamente explícita, como si
se tratara de un mal jugador de poker Schubert muestra las cartas. Dejando
al descubierto las costuras de sus obras, sosteniendo repeticiones casi
idénticas que parece que no dejan paso a la conclusión de sus obras, este
músico llamado en su tiempo «el de las divinas longitudes» sitúa su música
en un espacio sonoro en el que es posible dejar de contar para tender el oído
a momentos de tensión que dan cuenta de ese aflojar la cuerda de la lengua.
La música de Schubert se encamina hacia un espacio sin discurso.

Todo otro espacio es el que forja el segundo tipo de música al que Quignard
alude: la música de Orfeo. Esta música que entona un canto acompañado por
la cítara es ya una música humana pues deja escuchar la medida audible del
tiempo. El canto de Orfeo es articulado, tanto porque es un canto discontinuo
que se corta como el lenguaje, como por el modo en que articula el grupo
social. El canto de Orfeo no es como el de las Sirenas una invocación dirigida
a un particular, a Ulises, a Butes… su canto transforma al individuo en sujeto
social, por ello es un canto colectivo. La música órfica forja la unanimidad de
la mecánica social, de la mecánica del poder. El ritmo que siguen los
compañeros de Butes sentados en el banco de su navío da cuenta de esa
unanimidad. La música los ata al banco forjando una disciplina corporal y
mental necesaria para que el navío avance. Esta música fragua una perfecta
tecnología social.

Sólo Butes es el disidente, escribe Quignard. Sólo Butes se levanta de ese


banco y sigue la invocación de las Sirenas. En ese banco quedan sus
compañeros, dirigidos por esa música humana cuya representación mayor
puede ser, como Quignard apunta, las filas de la orquesta que siguen a un
director. La orquesta, ese espacio que antaño se reservaba a la danza, acoge
—principalmente en su formación clásica y romántica— un conjunto
instrumental en el que los músicos se mantienen en su mayor parte sentados,
olvidados del baile y observando atentamente las indicaciones del director y
la música escrita sobre la partitura. La música se escribe sobre el papel al
tiempo que el cristianismo combate la danza por considerarla inmoral; así,
lentamente, la fijación corporal hará olvidar las antiguas danzas pírricas o
báquicas. Sólo las danzas de la corte —patrones de medida—, y más tarde
las danzas populares estilizadas con ritmos que se avienen a la creación de
esa tecnología social tendrán su lugar en las filas de una cierta música
humana.

Butes, Schubert y otros músicos verdaderos abandonan esas filas mecidas


por el canto de Orfeo. Pero, una gran parte de la música occidental, como
Quignard recuerda, siguió remando en su banco, entonó la necesidad de la
cohesión social, de la música que unifica. Desde la constitución del canto
litúrgico —apenas la sola expresión vocal durante siglos sometida al discurrir
del texto divino—, hasta la polifonía que la siguió y donde aún las mujeres
tenían prohibida su participación, la música vocal parece dar razón de esa
exclusión de la voz de las Sirenas. Las voces agudas son en esta música
cantadas por hombres en falsete. Y algo de ese falsete se percibe, de vez en
cuando, en el canto colectivo que ata a cada uno a su banco. Como la voz de
falsete pobre en armónicos, así el canto colectivo requiere la pérdida de los
armónicos del individuo que se integra en el grupo social. La voz de falsete,
voz que hace de la cabeza el lugar de resonancia, bien podría dar el tono del
tipo de racionalidad que debe sustentar la mecánica social que funda la
música de Orfeo.

VII

¿Orfeo o el canto de las Sirenas? ¿Música humana o música animal?


¿Música que conduce a la colectividad o música de perdición individual?

Seducido por el canto de las Sirenas Butes elige volver a la condición


originaria, a la voz del agua, pero allí sólo puede perecer ahogado. Por eso
la música es para Quignard la «isla» imposible de alcanzar. Pero queda una
cierta escucha, la de la voz del mar. Ponerse a la escucha de las olas que
llegan a la orilla y regresan en un vaivén que no cesa. De pie, ante el mar, se
puede escuchar el estruendo del agua que en un gran crescendo se precipita
sobre la orilla para después, horadando la arena bajo los pies, arrastrarse
hacia dentro con su resaca y su sonido que, en diminuend, parece sumirse
en la profundidad del mar. La voz del mar, la voz de las Sirenas, invoca el latir
del tiempo que escapa a lo humano en el movimiento de las aguas.

El oído del que escribe está de pie escuchando ese mar.

El oído del que escribe está sentado en la sala de conciertos escuchando la


orquesta.

El oído del que escribe está sintiendo la tensión de la música: el canto de las
Sirenas y el canto de Orfeo. Se escribe entonces en la tensión que la música
forja, sabiendo como Quignard que la música piensa en alta mar cuando la
filosofía siente temor.

Tensado el oído entre la voz de las Sirenas y la voz de Orfeo se presiente


que tal vez, en el origen, en el vientre materno, supimos un día cómo piensa
la música; que, tal vez, como la cabeza de Orfeo en el agua, un día
entonamos un canto ahora perdido. Tensado el oído del lector con la palabra
de Quignard no se puede por más que preguntar como en una cantilena cuya
duración se desconoce:

«¿Qué pensaba antaño nuestra cabeza en el agua?»


[*] Con todos los matices que se quiera, la lectura que lleva a cabo Foucault
en el texto citado, La pensé du dehors, sigue la misma dominante,
subrayando en el canto de las Sirenas la voz atrayente que promete un canto
futuro, tal como se desprende de la lección de Homero. «Las Sirenas son la
forma inasible y prohibida de la voz atrayente. No son sino enteramente
canto. Simple surco plateado en el mar, cresta de la ola, gruta abierta entre
las rocas, playa inmaculada, ¿qué son, en su ser mismo, sino la pura llamada,
el vacío feliz de la escucha, de la atención, de la invitación a la pausa? Su
música es lo contrario de un himno: ninguna presencia resplandece en sus
palabras inmortales; sólo la promesa de un canto futuro recorre su melodía.
Seducen no exactamente por lo que dan a oír, sino por lo que brilla en la
lejanía de sus palabras, la posteridad de lo que están diciendo. Su fascinación
no nace de su canto actual, sino de lo que se compromete a ser. Ahora bien,
lo que las Sirenas le prometen a Ulises que cantarán es el pasado de sus
propias hazañas, transformadas por el futuro en poema: “Conocemos los
males, todos los males que los dioses en los campos de la Tróade infligieron
a las gentes de Argos y de Troya”. Ofrecido como en hueco, el canto no es
más que la atracción del canto, pero no promete al héroe otra cosa sino un
doble de lo que ya ha vivido, conocido, sufrido, ninguna otra cosa sino lo que
él mismo es. Promesa a la vez falaz y verídica. Miente, ya que quienes se
dejen seducir y pongan proa hacia las playas no encontrarán sino la muerte.
Pero dice la verdad, ya que es a través de la muerte como el canto podrá
elevarse y contar hasta el infinito la aventura de los héroes. Y sin embargo,
hay que renunciar a oír este canto puro —tan puro que no dice más que su
retiro devorador—, taparse los oídos, atravesarlo como si se fuera sordo, para
continuar viviendo y empezar así a cantar; o más bien, para que nazca el
relato que no morirá hay que estar a la escucha, pero hay que permanecer al
pie del mástil, atados los pies y las manos, y vencer todo deseo por medio de
una astucia que se hace violencia a sí misma, sufrir todo sufrimiento
permaneciendo en el umbral del abismo atrayente, y reencontrarse
finalmente más allá del canto, como si se hubiera atravesado vivo la muerte,
pero para restituirla en un lenguaje segundo».

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