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Muñecas 21/10/2005

Los muñecos de la infancia son un fetiche literario un poco bochornoso. Bomboncito, por
ejemplo, es un muñeco del tamaño de un niño de tres años al que fustigué durante todo mi
despertar sexual. Es el único de mis muñecos por el que no he sentido ternura sino auténtica
perturbación. Como muchos niños, yo era una fetichista con arranques violentos. Vestido
como un granjero, de mono azul y camisa a cuadros, era el perfecto sustituto temporal de
un hombre. En el lugar de la boca tenía un hoyuelo profundo en que cabía mi lengua
doblada en dos. Una amiguita y yo teníamos un juego secreto. Estábamos obsesionadas con
la clásica escena de la infidelidad de las películas, así que jugábamos a reproducirla: yo me
desnudaba y me metía en la cama con Bomboncito, con la sábana debajo de las axilas, tal
cual, de manera que sólo se me vieran los hombros, como en el cine. Entonces ella entraba
dando una patada a la puerta y nos encontraba infraganti.

Recordé a Bomboncito al ver las fotografías de Elena Dorfman, quien recorrió Estados
Unidos y Europa fotografiando a hombres que practicaban el sexo con mujeres sintéticas.
Mírenlas (www.elenadorfman.com), son perfectas, pesan 55 kilos y son perfectas. No
hablan, no se quejan, no te piden un beso antes de irte al trabajo. La mayoría proviene de
una fábrica de Carolina del Sur y sólo pueden adquirirse por Internet a unos 6 mil dólares
cada una. Se trata de mujeres de plástico hechas a la medida del comprador. Hay nueve
tipos de caras para escoger: tristes, tontas, buenas, tímidas, agresivas; las hay voluptuosas y
frágiles; rubias, morenas, de ojos claros y oscuros, de uñas largas y filudas, depiladas o con
el vello púbico cortado en forma de corazón. Fueron hechas siguiendo el modelo de Dios:
una Eva para entretenimiento del hombre, por eso todas tienen auténticas y funcionales
vaginas y un ano diseñado con extraordinario realismo. Pese a tener el equipamiento
completo, las real dolls no son sólo las parejas sexuales de sus dueños fetichistas.

En los extraños hogares que comparten hombres y muñecas, ellas acompañan a estos seres
solitarios en sus rutinas: ven televisión cogidos de la mano, salen al jardín a tomar el sol
mientras él escribe poemas en la portátil, juegan palabras cruzadas con otros miembros de
la familia y ocupan un lugar en la mesa a la hora de cenar. Algunas están hechas a imagen y
semejanza de sus dueños. Si él es gótico, ella usa collar de perro, negras uñas postizas y lo
acompaña en sus subrepticias visitas al cementerio. A otro, le gusta colocar a sus dos rubias
muñecas haciendo el amor como un par de barbies lesbianas. Hay quien ha vestido de novia
a su muñeca -una que es igual a la Brooke Shield de La laguna azul- y jura que puede oír
los latidos de su corazón. Las miman tanto que hasta podría decirse que son amadas y que
su amor es correspondido. Lo dice esa expresión invariable en sus ojos, tan parecida a la
eternidad. A veces sus dueños no son hombres, sino otras mujeres que ven en estas
muñecas una extensión de su propia personalidad - hay una mujer que asegura que cada
muñeca representa una parte diferente de sí misma: la amante, la niña, la amiga, el juguete
y la cómplice intelectual (las tiene a todas escondidas en un armario secreto construido en
la pared) -. Al mirarlas con sus floreados vestidos de domingo, leyendo una novelita
romántica sobre el sofá, casi diría que son reales, pero de más cerca uno nota el jebe
desgastado de sus labios infinitamente besados.
Una vez entrevisté a Dorfman y me dijo que con sus fotos buscaba responder a la pregunta
de si tiene sentido considerar a un objeto el sustituto de un ser humano. Ella piensa que los
que consumen este tipo de muñecas son hombres asustados de los impulsos femeninos. Me
conmueve la delicadeza de sus fotos. No mucha gente se muestra tan indulgente con las
obsesiones de los otros.

Escrito por Gabriela Wiener

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