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ECLESIOLOGIA

1. Líneas generales de su desarrollo histórico

a) Orientaciones eclesiológicas del nuevo testamento


La iglesia es una experiencia vivida por las primeras generaciones cristianas
antes incluso de que la conciencia de la fe la poseyera de manera refleja y razonada. Pero en
un determinado momento comienza la reflexión sobre la experiencia eclesial, y comienza ya
en el nuevo testamento: es la eclesiología neotestamentaria. Es lógico que no haya que
esperar de los escritos canónicos una visión sistemática, unitaria y completa, aunque desde el
punto de vista de los contenidos nos ofrezcan los más preciosos datos de la fe. Pero esto no
quita el hecho de que la reflexión eclesiológica neotestamentaria tenga que limitarse a ser
fragmentaria, ocasional, incipiente. Por eso podemos hablar solamente de orientaciones
eclesiológicas en el nuevo testamento.

l. Una perspectiva actualista


Hay un modo de entender la iglesia muy relacionado con la experiencia
directa de la vida comunitaria: del hecho de vivir juntos, de orar y de actuar en común,’ de
cooperar cada uno al bien de todos y a la construcción de la comunidad se deduce cuál es el
sentido de la existencia de la iglesia. Véase, por ejemplo, cómo se desarrolla en 1 Cor la
imagen del cuerpo y la intuición mística de que la iglesia es el cuerpo de Cristo. En su origen
está la experiencia del pan eucarístico: «Ese pan que partimos, ¿no significa solidaridad con
el grupo del Mesías? Como hay un solo pan, aun siendo muchos formamos un solo cuerpo,
pues todos y cada uno participamos de ese único pan» (1 Cor 10, 16 s). Este cuerpo de
Cristo, que es la comunidad, vive porque está animado por la acción incesante, múltiple e
imprevisible del Espíritu. Del Espíritu viene la palabra de la fe: «Jesús Señor», en virtud de la
cual somos iglesia. Del Espíritu viene el bautismo de donde nace el cuerpo de Cristo. Y del
Espíritu proceden continuamente los diversos e indefinidos dones a través de los cuales cada
uno rinde a la iglesia su propio servicio, en la variedad de las funciones y en la unidad de la
vida (1 Cor 12-14). La insistencia en la acción libre e irresistible del Espíritu está relacionada
en Pablo, sin duda alguna, con toda su polémica contra la concepción mortificante que
intentaba reducir el cristianismo a la constricción de la ley, a la determinación moral de la
letra, a la engañosa confianza en las obras del hombre, más bien que en la continua acción
salvadora de Dios (Rom 3, 21-31; 8; Gál 2, 16-3, 5). En este ámbito se explica por qué la
iglesia del primer epistolario paulino, o sea, prescindiendo de las cartas pastorales, se
presenta de una forma tan poco estructurada, más como un acontecimiento libre que suscita
continuamente el Espíritu que como un organismo social estructurado establemente y bien
definido en sus articulaciones.
La primera carta de Juan parece estar bastante cerca de este modo de
entender la iglesia. Su tema dominante es el de la comunión. Para Juan se trata de una
comunión con Dios, de un habitar en la luz, que se realiza cuando a través del amor se está
en i-omunión con los hermanos; y todo esto es un don del Espíritu (1 Jn 4, 10-15). Otro
signo del Espíritu, además del amor a los hermanos, es la confesión de fe en Jesucristo,
venido de Dios y realmente encarnado (1 Jn 4, 2 s). En efecto, la comunión nace cuando el
apóstol refiere y anuncia su experiencia personal del encuentro con Cristo y cuando los que
escuchan el anuncio de esta experiencia se hacen partícipes de ella y viven también ellos en
comunión con Jesús y con el Padre (1 Jn 1, 1-4).
Este sentido actualista de la iglesia está relacionado también con la fuerte
tensión escatológica de la comunidad primitiva: Pablo saluda a la iglesia de Corinto como la
asamblea de aquellos que aguardan la revelación de Jesucristo, dispuestos a salir a su
encuentro en el día del Señor (1 Cor l, 7 s); Y en la que suele llamarse la «preformación» de
la iglesia, o sea, la comunidad de los doce en los sinópticos, se ve la misión dentro de una
especie de provisionalidad escatológica, expresada en aquel caminar sin bastón, sin dinero,
sin dos túnicas, en aquel rápido sacudirse los pies ante los hombres que rechazan el
evangelio, para que pueda ser acogido enseguida por otros más dispuestos a acogerlo (Mc
6, 7-11; Lc 9, 1-6). Por lo demás, los doce se caracterizan explícitamente como los jueces
escatológicos de la última asamblea de las doce tribus de Israel (Mt 19, 28).

2. Una perspectiva histórica


Pero esta perspectiva actualista no es la única ni siquiera en Pablo. En
efecto, el acontecimiento se concibe siempre como arraigado en el kerigma y no se da
ningún acontecimiento salvífico que no se realice en la fidelidad a ese evangelio que desde el
principio fue predicado por el apóstol. Cf. el capítulo 15 de 1 Cor. Por tanto, el signo
pnncipal de la autenticidad del acontecimiento que ha suscitado el Espíritu y de la misma
misión del apóstol es la confesión de «Jesús Señor» y la fidelidad al mensaje en su
proclamación original y común a todos los apóstoles (1 Cor 12, 3; 14, 36; 15, 2; Gál l, 8; 2,
2). La misma teología de la comunión de 1 Jn pone como fundamento de la iglesia el
anuncio de ese Cristo que vio el apóstol con sus propios ojos y tocó con sus propias manos
(1 Jn l, 1-4; cf. 4, 2 s). Por consiguiente, se observa en el nuevo testamento la preocupación
por relacionar el acontecimiento eclesial con su raíz histórica que es primordialmente el
anuncio apostólico y, por encima de él, el acontecimiento mismo de la vida, muerte y
resurrección de Cristo.
Esta preocupación es bastante evidente en el evangelio de Mateo. Aquí la
edificación de la iglesia se le atribuye explícitamente a Jesús de Nazaret en el célebre
episodio de Cesarea de Filipo (16, 13-20), y varios elementos de la disciplina de la
comunidad, incluido el poder de atar y desatar, o sea, el de juzgar y definir las cosas de la
iglesia en relación con el reino, quedan legitimados escrupulosamente con el recuerdo de las
palabras de Jesús, recuperados cuidadosamente por la tradición (18, 15-18). En esta misma
línea hay que situar la sorprendente revalorización de la ley, que casi da la impresión de
oponer un Cristo bien inserto en la historia y preocupado de la forma concreta de vivir de su
iglesia frente a un kerigmatismo estrecho que proclama a un puro Señor celestial, desligado
de la historia y que invita a la existencia en un nuevo eón, completamente espiritualizada, de
tipo gnóstico (5, 17-19). A esta necesidad de basarse en las palabras del Jesús prepascual y,
en cierto modo, en la tradición de la ley reformulada por Cristo, parece referirse la
recomendación a la observancia de «todas aquellas cosas» que había enseñado Jesús (28, 20)
y el elogio del escriba digno del reino, capaz de sacar de su tesoro cosas nuevas y viejas (13,
52).
Si Mateo le da a la iglesia una perspectiva histórica en relación con su
pasado, Lucas parece como si quisiera situarla sobre todo en la preocupación por el futuro.
Es conocido el trazo teológico tan singular de su evangelio, donde todo se orienta hacia
Jerusalén. el lugar del acontecimiento escatológico cumplido ya en la muerte y resurrección
de Cristo, y del que deriva la misión de los apóstoles que tendrá que extenderse hasta los
confines de la tierra antes de que el Señor vuelva a establecer definitivamente el reino. De
esta forma ve Lucas abierto ante la generación apostólica el tiempo de la iglesia, y los
Hechos intentan describir sus primeros pasos, guiados por el Espíritu y orientados a la
construcción de una comunidad bien estructurada y capaz de afrontar el futuro. En esta línea
está la concepción de los doce como una estructura colegial determinada que tiene la tarea
de dar testimonio del Cristo prepascual y del Resucitado (Hech 1, 15-26). El bautismo, la
eucaristía, la imposición de manos señalan el «desarrollo de la iglesia y de su misión. La
relación entre la tradición judía y las nuevas exigencias de los cristianos procedentes del
paganismo queda debidamente regulada. La iglesia de Jerusalén tiene su presbiterio al lado
de los apóstoles. Y se señala el ministerio de los presbíteros como necesario a todas las
iglesias, para que no se vean privadas de la dirección pastoral cuando lleguen a faltar los
apóstoles (2, 37-39. 42; 6, 1-6; 15, 1-3; 15, 5-29; 14, 23; 20, 17-38). Esta manera de pensar
en la iglesia preocupada por su futuro, y sobre todo de su fidelidad histórica al mensaje
original de donde ha nacido, domina todo el discurso de las cartas pastorales, donde cl
sentido del «depósito» y de la «tradición» constituyen la preocupación dominante.

3. Una perspectiva cósmico-mistérica


La existencia de la comunidad de fe, por muy pequeña y modesta que sea, se
relaciona no sólo con la vida – muerte - resurrección de Cristo, sino con un designio de Dios
más antiguo todavía y que abarca el destino de todo el universo. El evangelio y todo el plan
de salvación que se está desarrollando en la iglesia significa para Pablo la manifestación del
designio eterno de la creación, consistente en el proyecto de «hacer la unidad del universo
por medio del Mesías» (Ef 1, 10). Este plan salvífico que convierte a Cristo en el centro, la
forma perfecta, el destino del universo, tiene que realizar de manera evidente lo que la
creación era ya de manera escondida, ya que él es el «nacido antes que toda criatura, pues
por su medio se creó el universo... El es modelo y fin del universo creado, él es antes que
todo y el universo tiene en él su consistencia» (Col l, 15-17). Y he aquí que los dos textos
paulinos que presentan la posición central de Cristo en el universo concluyen de forma
inesperada con una referencia a la iglesia: «(El Padre) todo lo sometió bajo sus pies, y a él lo
hizo, por encima de todo, cabeza de la iglesia, que es su cuerpo» (Ef l, 22) ; «él es también
la cabeza del cuerpo, que es la iglesia» (Col l, 18). En ambos pasajes se define a la iglesia
con la imagen del cuerpo. Cristo es cabeza del universo, pero cuando se quieren definir con
mayor claridad sus relaciones con la realidad, entonces el discurso se hace más cauto y
determinado. Efectivamente, para la iglesia Cristo es verdaderamente la cabeza a todos los
efectos; ella no existe sin él, ni puede separarse de él, mientras que el mundo todavía está
esperando verse reunido bajo esta cabeza, quedar sometido – en la multitud caótica y
rebelde de sus potencias – a su único Señor, Jesucristo. De este modo la comunidad es
siempre algo más que ella misma, ya que es el signo de lo que es y tendrá que ser el mundo,
reconducido a la unidad del designio de la creación. Volvemos a encontrarnos con esta
perspectiva eclesiológica en el Apocalipsis, donde el nuevo Israel es «la muchedumbre
innumerable de toda nación y raza, pueblo y lengua» (7, 9) y donde el centro de la gran
batalla de la historia lo constituye la mujer que va a dar a luz, imagen de la iglesia,
amenazada por el dragón pero segura de la victoria final (l2, 1-10).

b) Eclesiología simbólica de los padres


La última de las perspectivas eclesiológicas del nuevo testamento parece
haber marcado más que las otras a la literatura patrística sobre la iglesia. Lo cierto es que la
perspectiva actualista se centró más bien en torno al tema de la eucaristía, creando el celebre
axioma: «La iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la iglesia». Será sobre todo la
tradición oriental la que acaparará esta idea, desarrollando entonces sobre todo una
eclesiología de la iglesia local. La perspectiva histórica desembocará en la temática de la
tradición y de la sucesión apostólica, con el episcopado como garantía de la ortodoxia, de la
apostolicidad de las iglesias y de su comunión católica. La perspectiva mistérica por el
contrario se mostrará más abierta y dominante en la reflexión de los padres. Más aún,
incluso la primera teología del episcopado, la que encontramos en Ignacio de Antioquía,
procede a través de una lectura de tipo mistérico: el papel del obispo se describe con la
frecuente y vigorosa imagen que hace de él el typo del Padre; la iglesia convocada en torno a
él es imagen de la asamblea salvífica de todos los hombres; el Padre de Jesucristo es el
obispo universal y la sumisión al obispo es sumisión a la gracia de Dios (Ad Magn. II, l; III,
1). El obispo preside eis typon (o eis tópon: en el puesto) de Dios (Ad Magn. VI, 1). Los
diáconos, como servidores de la iglesia, son imagen de Jesús, los presbíteros son símbolo de
los apóstoles y el Obispo es siempre «tipo» del Padre (Ad Tral/. III, 1).
Pero hasta aquí se trata de interpretaciones tipológicas de carácter parcial,
aunque sumamente interesantes para captar el sello peculiar de la reflexión patrística. Esta
perspectiva mistérica da lugar sobre todo a una visión eclesiológica global, en la que a través
del lenguaje evocador de los símbolos se intenta penetrar más allá del fenómeno existencial
de las comunidades o de la iglesia «católica» para captar sobre todo aquellos aspectos que
manifiestan en la iglesia un misterio superior a ella. Se apunta entonces esencialmente al
descubrimiento de su puesto en la economía de la salvación y por tanto de su relación con
Cristo por un lado y con el mundo por otro. El principal instrumento de esta teología es el
tipo o el símbolo. La inspiración de la historia bíblica, la experiencia litúrgica de los
sacramentos, la exigencia de la perspectiva mistérica de decir siempre algo más, siempre más
allá de lo visible, una multiplicidad muchas veces dialéctica de significados, junto con el
profundo influjo del platonismo y del neoplatonismo en la cultura de los padres, todo esto
determina su forma de proceder, que les permitirá unas intuiciones muy profundas para una
teología muy libre, muy dinámica y muy rica en sentido poético. Esta teología de imágenes
tiene su primer filón importante en la tipología bíblica. Se recogen ante todo aquellas
imágenes veterotestamentarias que el nuevo testamento ve realizadas en Cristo: por ejemplo,
la antigua figura de la viña de uvas agraces, pero cultivada con amor por Dios, que se ha
visto sustituida por Cristo, vid verdadera, y por la fecundidad de cuantos han quedado
injertados en él; o bien, la imagen de los desposorios de Yahvé con Israel, esposa adúltera,
superados por las bodas de Cristo con la iglesia. Estas sugerencias bíblicas son asumidas a
través de numerosas amplificaciones y derivaciones, como puede verse, a propósito de la
imagen de la viña, en este texto de Asterios el Sofista:
La viña divina es anterior a los siglos, salió del sepulcro y ha dado como
fruto a los nuevos bautizados, que son como racimos de uva sobre el altar. La viña
ha sido vendimiada y el altar se ha llenado de racimos como un lagar. Viñadores,
vendimiadores, recolectores, cigarras que cantan, nos han mostrado también hoy en
toda su belleza el paraíso de la iglesia. ¿Quiénes son los vendimiadores? Los
neófitos y los apóstoles. ¿Quiénes son las cigarras? Los nuevos bautizados,
empapados de rocío al salir de la piscina, que se posan en la cruz como en un árbol,
se calientan bajo el sol de justicia, brillan con el Espíritu y cantan las cosas
espirituales (Hom. XIV).
Este texto recoge en un conjunto lírico una multiplicidad de pasajes, como la
relación de la viña con el jardín del paraíso, con sus cuatro ríos bañando la tierra que son los
cuatro evangelios (cf. Hipólito Romano, Comm. Dan. I, 17; Cipriano, Ep. LXXIII, 10), o la
alusión al árbol plantado junto a las aguas, del salmo 1, donde el río es el bautismo (cf.
Justino, I Apol., XL, 8 s), o también el recuerdo del árbol de la cruz, presente también en
Ignacio (Ad Trall, XI, 1 s). Otro ejemplo típico de amplificación de una tipología bíblica es
el paso del tema del matrimonio con Yahvé al de la iglesia como casta meretrix, que se
desarrolla en torno a la figura de Rajab, la meretriz que da hospedaje a los exploradores de
la tierra prometida (Jos 2, 1-21; 6, 17-25) y obtiene la salvación de su casa cuando la
destrucción de Jericó. Véase este texto de Gregorio de Elvira:
¿Por qué precisamente Rajab? Creo que no se trata de una casualidad,
sino que tiene una razón profética. En efecto, en muchos pasajes de la Escritura me
encuentro con esta meretriz, no sólo hospedando a los santos, sino precisamente
como esposa. Por ejemplo Oseas, el profeta totalmente irreprensible, a quien ordena
el Señor que tome como esposa a una meretriz... Y el mismo Señor, que es nuestro
Salvador, sentado junto al pozo de Samaria hablando con una meretriz... Y
finalmente una meretriz que lava con sus lágrimas los pies del Salvador... Esta
Rajab, a pesar de que se la llama meretriz, lleva en sí proféticamente los
sacramentos de la iglesia - virgen..., de prostituta que era antes se ha convertido en
virgen 1.
La iglesia es comparada de forma atrevida con una meretriz, porque además
acoge a todos los que acuden a ella:
Aquella meretriz celebrada por la fe... representa a la iglesia reunida y
que tiene que seguir reuniéndose continuamente en medio de los paganos... Los
mensajeros descansaron en su casa y ella levantó su ánimo abriéndoles su puerta
mediante la recepción de la palabra de salvación (R. de Deutz, De opere trinitatis.
In Josue 10: PL 167, 1.008-1.009).
Finalmente esta imagen recoge también el misterio del pecado de la iglesia,
santificada por su esposo Cristo, pero expuesta siempre a la traición:
Lo que siempre hemos dicho de Jerusalén se refiere a la iglesia... Si la
miserable Jerusalén, en donde debería dominar la visión de la paz, acepta algo
semejante, entonces su elevado sentir y su noble hablar se convierten en ignominia.
Y en vez de presentarse a su esposo se presenta a sus amantes, adornada
precisamente con los adornos con que la había revestido la bondad excesiva de su
esposo.2
Además de las amplificaciones de las tipologías bíblicas ya explícitas en la
Escritura, los padres nos presentan lecturas tipológicas nuevas, sugeridas a veces por los
esquemas simbólicos helenistas, como por ejemplo el de Helios y Selene transferido a la
pareja Cristo - iglesia, que adoptan frecuentemente en la exégesis de la obra de seis días en
la creación. Nace entonces una espléndida mística lunar que juega con la idea del astro que
recibe la luz solar, con el fenómeno del novilunio y del eclipse como muerte de la luna en su
abrazo con el sol, con el ocaso de la luna para dar lugar al nacimiento del sol, y finalmente
con el tema de la fecundidad de la luna sugerida por la noche empapada de rocío y el
crecimiento de las mareas. El novilunio, el eclipse y el ocaso de la iglesia son símbolo de su
muerte al mundo, del sufrimiento, de la caída y del martirio: es un morir en Cristo para la
vida, como la luna que muere en el sol para volver a bañarse de su luz más esplendorosa.
«También la iglesia como la luna pierde y recupera su esplendor, aumentando cuando
mengua... ; en virtud de sus penas crece y gracias a ellas merece aumentar, cuando
disminuye por las persecuciones y se corona en el martirio de los confesores» (Ambrosio,
Hexaemeron 4; 8, 32).
Hay finalmente otros tejidos riquísimos y con infinitas variantes sacados
directamente del mundo de los mitos griegos o de la experiencia cotidiana. Pensemos en la
mística marinera, en sus relaciones con los mitos del mar, especialmente con el mito
homérico de Ulises y las sirenas. He aquí, por ejemplo, el texto de Máximo, obispo de Turín:
El mástil en la nave es la cruz en la iglesia que avanza sola e incólume en
medio de los naufragios, más o menos graves, del mundo. En esta nave, quien se
abrace al árbol de la cruz o se tape los oídos con las sagradas Escrituras no tendrá
que temer la dulce tempestad de la lujuria 3.
La literatura eclesiológica patrística es muy rica y solamente ha sido
estudiada en algunos sectores. Aquí he intentado recordar algunos puntos, especialmente
estudiados en las obras que figuran en la bibliografía. Quizás sea interesante sobre todo
observar cómo el lenguaje simbólico permite a los padres un discurso muy amplio y
profundo sobre la iglesia, capaz de penetrar en su misteriosa dialéctica interna, que apagarán
otras teologías más racionales y de carácter deductivo. La dimensión misteriosa de la iglesia
hace que su existencia pueda ser leída desde muchísimos puntos de vista y pueda ser captada
por la inteligencia en muy diversas direcciones, que apuntan siempre hacia algún aspecto
verdadero de la realidad, que tiene que relacionarse dialécticamente con los demás.

c) La eclesiología sociológica de la edad media y de la contrarreforma


Preparada por la experiencia oriental, donde sé sintió menos la influencia del
primado papal y mucho más la del emperador con la consecuencia de una superación más
1
Tractatus Origenis de libris S. Scripturue, Paris 1900, 128-133.
2
Jerónimo, In Ezech. 16: PL 25, 148 d - l49 b.
3
Hom. 49, I: PL 57, 339 D-340 B.
rápida de la profunda antinomia entre iglesia y sociedad civil, la época carolingia presenta
una imagen de la iglesia imagen de la sociedad, de ese mundo que era ya una societas
christiana. La antigua dialéctica que oponía a la iglesia con el mundo pagano y con el
imperio de los perseguidores, junto con el esfuerzo posterior de compenetración con el
nuevo mundo de los bárbaros, son fenómenos que ya han pasado; la cultura de los siglos
VIII y IX juega completamente con la idea de un mundo occidental unido dentro del marco
del sacro imperio romano. El nuevo imperio, a diferencia del antiguo, no es extraño ni
mucho menos hostil a la iglesia; es un imperio cristiano donde el emperador asume
explícitamente la función de un ministerio eclesial, significado incluso por su consagración
litúrgica. La reflexión teológica se complacía en la imagen de Cristo rey y sacerdote, cuyo
ministerio se hacía visible en la iglesia a través del poder sacerdotal del papa y el poder real
del emperador. Dos poderes distintos, pero dirigidos al mismo fin de la construcción de la
iglesia y de la salvación de las almas. La reforma de Gregocio VII reaccionará contra esta
mentalidad dominante: frente al poder del emperador sobre la iglesia en tiempos decadencia
del papado, se siente la necesidad de subrayar la originalidad de la iglesia: la iglesia no es
simplemente una parte del imperio, sino la esposa de Cristo, que que Dios quiere «libre y no
esclava»4 Esta operación se hace posible de hecho solamente contraponiendo al poder del
emperador el poder del papa y exaltando la rigurosa unidad de la iglesia, a costa de la
autonomía de las iglesias locales y del episcopado, en torno a la sede romana y a su obispo,
definido por Pedro Damiani «obispo de todas la iglesias» (Opusc. 23, 1: PL 145, 474 C).
Así pues, de ahora en adelante gran parte de la eclesiología girará en torno,
a la contraposición de los dos poderes, el del papa y el del emperador, y en torno a la
concepción de la iglesia y de la sociedad como dos entidades paralelas y competentes entre
sí. De allí se seguirán dos consecuencias importantes que irán demostrando su alcance con el
correr de los años: 1) la sociedad civil se irá comprendiendo cada vez de una forma más
laica, con su propia naturaleza y estructura, libre de la influencia de la iglesia, a pesar de que
las intenciones de los reformadores gregorianos y de la iglesia de los siglos sucesivos iban en
dirección contraria a esta idea; 2) como la sociedad civil no es ya la sociedad pagana de los
primeros siglos ni es todavía la sociedad laica y pluralista de la sociedad moderna, sino que
es en concreto el mismo pueblo cristiano, la iglesia aparecerá cada vez más como una pura
estructura jerárquica y no como el pueblo de los creyentes. De este modo el conflicto no es
en realidad entre la iglesia y la sociedad civil, sino entre el poder eclesiástico y el poder civil,
quedándose el pueblo cristiano más como objeto que como sujeto en este débate. Aquí la
teología, la canonística y la política se entrelazan profundamente; y el resultado de ello en el
campo teológico es, por una parte, como contraposición, la aparición de movimientos
laicales y pauperistas que acentúan el sentido de la iglesia congregatio fidelium, con su
desenlace en la eclesiología protestante, y por otra parte la acentuación en el campo católico
más ortodoxo de aquellos aspectos sociales jerárquicos que convierten a la iglesia en una
realidad parecida – según una célebre expresión de Belarmino – al reino de Francia o a la
república de Venecia. Después de la reforma, a las exigencias de contraposición con el
imperio, que se había transformado en una contraposición con las autonomías crecientes de
una sociedad que se iba haciendo cada vez más laica, se añade la necesidad de captar los
signos de la verdadera iglesia en su rostro visible frente a la afirmación protestante de una
iglesia presente sobre todo en la interioridad escondida de los que creen en Cristo. Estas
tendencias van radicalizando en la teología postridentina y llegan hasta nuestros días en la
tradición de los manuales escolásticos, donde la categoría dominante para interpretar la
iglesia es simplemente la de «sociedad» en su definición sacada de la observación
sociológica de la reflexión filosófica. En esta interpretación, la comunidad de los fieles es
simplemente la causa msterialis, mientras que la causa final es la salvación de las almas
entendida en un sentido marcadamente individualista, y la causa formal la unión social, que
sólo puede definirse en virtud de la autoridad jerárquica que la crea con su poder y que es de
este modo la causa eficiente de la misma iglesia5 Es interesante observar cómo, siendo la
comunidad la pura materia del ser iglesia, siendo su finalidad ultraterrena, invisible e
individual, siendo el hecho de que la comunidad está sometida a una autoridad lo que
constituye esencialmente la convergencia hacia el fin, es este último elemento el único que
resulta interesante para la eclesiología. Por eso se ha observado atinadamente que la
eclesiología se transforma en una jerarcología. Este es un hecho que se puede comprobar
inmediatamente repasando el índice de cualquier tratado de ecclesia de los manuales
postridentinos, incluso en fechas muy recientes.

4
Cf. Anselmo de Aosta, Ep. 235, 243, 249, 262, ed. F. S. Schmitt IV, l43, 153 s, 159 s.177.
5
Cf. T. Zapelena, De ecdesia Christi I, Roma 1950, 68.
d) La eclesiología «romántica»
El siglo XIX registra en la cultura europea una vigorosa reacción contra la
ilustración y su afán de proceder de forma racionalista por ideas claras y distintas o por
percepciones verificables y clasificables: se trata del movimiento romántico. Su sentido del
misterio, su vitalismo, la concepción orgánica del universo, el amor a las tradiciones
medievales ricas en leyendas donde viven y se mueven los bosques y las piedras, todo esto
constituye el clima cultural de un giro eclesiológico que resultará decisivo incluso para la
teología de nuestros días.
En este clima la obra de J. A. Mohler, junto con la escuela de Tubinga, sigue
dos líneas eclesiológicas nuevas y antiguas, la de la unidad y la de la encarnación. Ya no se
considera posible hablar de la iglesia como del reino de Francia o la república de Venecia,
porque la estructura social de la iglesia no es una realidad autónoma de lo que constituye su
misterio interior de fe, la presencia del Espíritu, la animación de la gracia. Se trata por tanto
de descubrir cuál es el principio de unidad entre los principios internos vitales de la iglesia y
su estructura exterior; este principio de unidad es el Espíritu divino. Pero como se trata del
Espíritu del Hijo encarnado, de él emana la articulación de un cuerpo visible que es la iglesia,
en donde los datos visibles son, como la carne de Cristo, el elemento histórico que significa
y encierra el misterio del Espíritu, escondido en la conciencia interior de la iglesia.
Se vuelve así en cierto sentido a la eclesiología mistérica de los padres,
aunque aquí su amplia simbología se restringe a una sola imagen, la del cuerpo de Cristo. En
conformidad con el clima romántico de esta teología, la imagen del cuerpo no se usa tanto
como concreción expresiva de una intuición simbólica como en un sentido fuertemente
vitalista, de forma que se trata en realidad de algo más que de una imagen: «La iglesia visible
es el Hijo de Dios que se sigue mostrando hoy a los hombres en forma humana,
continuamente renovada, eternamente joven; en una palabra, es su encarnación persistente»6.
Esta eclesiología influyó en los esquemas preparatorios del Vaticano I, pero no logró
imponerse ante la fuerte presión de los esquemas sociológicos y de las exigencias
apologéticas y jurídicas. De todas formas dio origen a una amplia literatura sobre el «cuerpo
místico», a un nuevo sentido de la comunidad cristiana y del pueblo de Dios, a una
conciencia del sacerdocio de los fieles y a un floreciente desarrollo de las categorías
sacramentales al servicio de la interpretación eclesiológica.

e) La eclesiología sacramental
La intuición mohleriana de una posible interpretación teándrica de la iglesia,
una vez sacada de su típico clima romántico, produjo un nuevo movimiento hermenéutico
que se impuso sobre todo en el Vaticano II y que maneja categorías sacramentales. El
término «sacramento», que en la tradición preconciliar se restringía al área semántica ritual,
volvió a encontrar la amplitud original de su significado, su primitivo sentido de misterio,
como realidad escondida del plan divino de salvación, manifestada luego en el
acontecimiento histórico de Jesucristo y del anuncio apostólico. Scheeben7 y Casel8 son los
precursores de esta eclesiología sacramental; el primero situó la iglesia dentro del esquema
de los misterios fundamentales de la trinidad y de la encarnación, mientras que el segundo se
atrevió a interpretar el misterio del culto y del año litúrgico como presencia actual de la
acción histórica de Cristo que nos salva en la iglesia.
En esta eclesiología sacramental, desarrollada más tarde por Semmelroth,
Schillebeeckx y Rahner, la cuestión básica sigue siendo todavía la de la unidad entre la
iglesia visible y la invisible, entre el alma y el cuerpo de la iglesia, entre misterio y estructura
social. Al decir que la iglesia es sacramento, se la define en su bipolaridad esencial que la
sitúa siempre entre el espacio interior de Dios que se comunica a los hombres en Cristo por
medio de su Espíritu y el nivel de la realidad social, donde la iglesia se presenta como un
grupo humano, sometido a la experiencia, organizado y estructurado de manera visible, en
palabras, en ritos, en hechos históricos. Esta bipolaridad que se subraya con énfasis permite
hablar de la iglesia como de un acontecimiento misterioso que no consiste solamente en sus
estructuras visibles, que tiene todas las dimensiones del pueblo de Dios compuesto de todos
los justos de la tierra, ecclesia ab Abel, pero vislumbrando al mismo tiempo en la confesión
de fe de los creyentes en Cristo, en la vida concreta de la comunidad cristiana. en su liturgia
y en sus estructuras sociales y jerárquicas, el signo auténtico e indispensable de
acontecimiento escondido, y también el instrumento históricamente necesario para que este
acontecimiento se reproduzca y se extienda a todo el mundo. De esta forma el concepto de
«sacramento» aplicado a la iglesia permite interpretar todo lo social como funcional respecto
a lo interior y el misterio invisible como significado realmente por lo visible v eficazmente
6
J. A. Mohler, Symbolik, Mainz 1832; ed. crit. J. R. Geiselmann, Koln-Olten 1958.
7
Los misterios del cristianismo. Barcelona 1950.
8
El misterio del culto cristiano. San Sebastián 1955
presente en ello. Así pues, lo que sucede en los sacramentos rituales es solamente el vértice
de una realidad mistérica que se verifica en toda la existencia de la iglesia. La eclesiología
sacramental supera así claramente cualquier intento de juridicismo y de sociologismo y al
mismo tiempo impide caer en evasivas divagaciones sobre el misterio de lo invisible, que
dejarían sin sentido a la comunidad histórica con todos sus elementos estructurales. El
elemento social es indispensable para que el acontecimiento tenga un relieve histórico y una
posibilidad de realizarse en el nivel histórico, pero al mismo tiempo queda esencialmente
relativizado en cuanto que todo su sentido está en el acontecimiento interior del que no es
más que signo e instrumento.

2. Problemática actual

a) El problema del instrumento hermenéutico


Para el teólogo que intenia reflexionar sobre la iglesia e interpretarla, ella se
presenta como un conjunto de experiencias - concretas tramado con algunos datos
dogmáticos que lo atraviesan y lo sostienen. ¿Cómo penetrar en este objeto de la
investigación teológica? ¿qué instrumentos utilizar? ¿cómo conseguir una síntesis teológica?
Es interesante observar cómo la hermenéutica simbólica de la tradición
bíblica y
patrística ha sido utilizada con cierto efecto innovador por el Vaticano II. La
Lumen gentium empieza presentando a la iglesia a través de las imágenes bíblicas del redil,
del campo, del edificio, de la familia, del templo, de la ciudad, de la esposa (n. 6). Pues bien,
el símbolo le da al lenguaje la capacidad de alargar los límites semánticos de la palabra;
significa siempre más que el concepto, contiene numerosas intuiciones y capta conceptos
que de suyo son contradictorios o por lo menos dialécticos de la realidad. Por tanto, hablar
de la iglesia por medio de símbolos da un respiro al razonamiento y lo adecua mejor a la
amplitud y a la profundidad del misterio. En efecto, el símbolo es un instrumento
hermenéutico especialmente adecuado a esas realidades de la experiencia que afectan
profundamente a la globalidad del hombre, incluso en sus aspectos más subjetivos y que no
es posible expresar por medio de ideas claras y distintas. Véase, por ejemplo, toda la riqueza
simbólica que encierra el lenguaje del amor. Así pues, la hermenéutica simbólica de la iglesia
tiene por lo menos el efecto de delimitar y relativizar toda interpretación sucesiva que
intente enmarcarla en esquemas ligados a la lógica deductiva o que estén en función de las
exigencias sociológicas y jurídicas. La lectura simbólica de la iglesia tiene que respetar, sin
embargo, la naturaleza de este lenguaje. Ningún símbolo, por ejemplo, puede imponerse
como instrumenta privilegiado o como centro de una síntesis de conjunto; no es más que la
expresión de una intuición que atraviesa el objeto por su cuenta en toda la profundidad de su
dirección; por tanto, no puede excluir otras infinitas intuiciones posibles, igualmente
luminosas. Además, si en el lenguaje simbólico son posibles ciertas deducciones, hay que
observar con atención cómo de un símbolo se deducen otros símbolos, pero no ya las
mismas realidades, y que las nuevas intuiciones simbólicas deducidas de las anteriores tienen
que ser también utilizadas como instrumento de un lenguaje simbólico sin transferirse a unos
esquemas conceptuales, sociológicos o jurídicos. Por ejemplo, de la imagen de la iglesia
como cuerpo de Cristo puede derivarse la imagen del obispo como «cabeza» de su iglesia o
del papa como «cabeza» de la iglesia católica, pero el término «cabeza» es a su vez
simbólico y no puede utilizarse inmediatamente en sentido jurídico. Otro ejemplo puede ser
el del sacerdocio: las imágenes rituales de sacerdote, altar, sacrificio, son una representación
simbólica eficaz de la obra de Cristo que, en su entrega de amor total, pone a los hombres en
comunión con Dios. De aquí puede deducirse toda una lectura simbólica de tipo sacerdotal
de la obra del apóstol que con su entrega total al servicio del evangelio pone a los creyentes
en comunión con Dios, como hace Pablo en Rom 15, 16; pero no puede deducirse de allí la
necesidad de un sacerdocio de tipo ritual en la iglesia. En conclusión, parece que hay que
decir que la hermenéutica simbólica tiene más bien la función de hacer saltar a los otros
esquemas interpretativos, poniendo de relieve su fundamental falta de adecuación, sin que
pueda ni deba someterse a ellos, ni verse instrumentalizada o utilizada dentro de sus
procedimientos lógicos específicos.
El esquema sacramental parece en cierto modo sacar su inspiración del
discurso simbólico, pero intenta teorizarlo y racionalizarlo. En esto consiste quizás su mérito
y su limitación. La lectura simbólica crea sus imágenes y puede crear todas las que quiera; la
categoría del sacramento recoge más bien los datos de la experiencia concreta y visible de la
iglesia para ponerlos en relación con la realidad invisible revelada y creída. En cuanto que
esta relación es un dato muy general que rige toda la realidad de la iglesia, resulta bastante
fácil la operación de señalarlo; el fenómeno iglesia es un signo históricamente visible y un
instrumento históricamente eficaz del misterio interior de la comunión de la humanidad con
Dios y en Dios. Si del plano general se pasa luego a los campos específicos, nos referiremos
ante todo a los sacramentos rituales. Aquí la relación entre el signo y la realidad invisible es
un dato que se cree en la fe: ex opere operato. Pero esta relación, especialmente marcada
por una especie de fatalidad de la gracia, que solamente puede ser creída, no puede
lógicamente transferirse sin más ni más a cualquier otro sector de la experiencia eclesial.
Pongamos por ejemplo a la palabra. El anuncio del evangelio es en la iglesia signo de la fe,
como encuentro interior de adhesión a Cristo. Pero nos preguntamos si el esquema
sacramental está en disposición de ofrecer algún criterio de garantía de una correspondencia
entre la autenticidad de lo interior y la de la palabra exterior. Aunque se conciban estas
relaciones en términos sacramentales no hay ningún fundamento para decir que a una
confesión de fe correcta corresponde sin más una fe auténtica o viceversa, dándose el caso
de que existe una verdadera fe bajo proposiciones defectuosas o equivocadas, y viceversa.
Además, el anuncio es instrumento para que nazca la fe en otros; pero esta relación está
siempre cargada de ambigüedad, ya que no puede decirse si es la habilidad del discurso o la
profundidad de la convicción o la rectitud de la proposición o la coherencia del testimonio lo
que garantiza la eficacia de la palabra, o bien ninguno de estos elementos ni otros
cualesquiera en los que pudiera pensarse, sino solamente una acción invisible de la gracia.
Esto quiere decir que el esquema sacramental establece en realidad un nexo genérico,
basado en la economía de la encarnación o en fundamentos antropológicos, entre lo visible y
lo invisible, capaz ciertamente de aplicarse a toda la realidad eclesial, pero sin ofrecer a la
reflexión sobre ella ninguna criteriología, ningún instrumento verdadero de discernimiento, y
por tanto en definitiva una inteligencia muy escasa del dato. Parece ser entonces que la
categoría de sacramento es un instrumento útil para una hermenéutica final del material
eclesiológico, pero una vez que éste ha sido investigado y escudriñado críticamente con
otros instrumentos. O sea, se trata más bien de una hermenéutica catequística y didáctica
que propiamente teológica.
Además, la eclesiología tiene entre manos otras categorías de origen
sociológico para interpretar a la iglesia: sociedad, comunidad, pueblo. Con ellas se capta y
se centra el fenómeno, siempre con la esperanza de seguir más allá hasta captar la dialéctica
interna que convierte al fenómeno - iglesia en un misterio. La categoría más peligrosamente
sociológica parece ser la de sociedad; en efecto, la sociedad existe sólo como instrumento
para un fin, lo cual tiende a llevar el contenido invisible del fenómeno fuera del propio
fenómeno. O sea, si la iglesia es una sociedad en la que los creyentes se unen solamente para
alcanzar el fin de su salvación, la iglesia como tal no tiene en sí nada de esa salvación, sino
que es un mero instrumento para que a través de ella se salven los creyentes. Este es
realmente el mayor grado de secularización que puede soportar el «misterio». Así es como
pudo la iglesia ponerse en paralelo con la sociedad civil e incluso hacerle la competencia,
basándose en la superioridad de su fin que es el fin último y sobrenatural, superior e
inclusivo del fin terreno que busca el estado. Pues bien, la categoría de «sociedad» expresa
realmente algunos de los aspectos de la iglesia, pero resulta muy peligroso convertirla en el
instrumento interpretativo principal; antes será preciso entender la iglesia como una
comunión en la que se participa por libertad y por gracia en virtud de una vocación suscitada
por el Espíritu. Ella es ya acontecimiento de salvación para el que cree libremente, y no una
forma ulterior de organizarse la sociedad civil, en torno a una autoridad superior, para
alcanzar un fin superior. La idea de pueblo de Dios parece ser entonces más adecuada para
expresar la realidad social e histórica de la iglesia: indica la originalidad de ser un pueblo
reunido no por la contingencia geográfica, ni por valores culturales, lingüísticos o políticos,
ni por programas sociales o manifiestos ideológicos, sino por Dios, que llama a los hombres
a la fe en Cristo y a la realización de una nueva unidad fraternal que realice y manifieste en la
historia la salvación traída por Cristo. La categoría de «pueblo» pone de relieve la
pertenencia de la iglesia a la historia del mundo, a través de su vinculación con el que fue el
pueblo de Dios antes de la venida de Cristo. Además, este concepto expresa la exigencia de
una estructuración social, indispensable para la vida de un pueblo. Por otra parte, impide que
se reduzca la dimensión de la iglesia a la de una secta mistérica o que se limite su vocación a
unos grupos selectos o a unas categorías sociales restringidas. El pueblo es una realidad
esencialmente variada, en la que los hombres confluyen a partir de todas las diversas
categorías que componen la realidad humana. Además, el concepto de «pueblo de Dios»
define a la iglesia a un nivel más profundo que la categoría de sociedad, ya que esa última
indica más bien el conjunto de relaciones organizadas de forma refleja, que intentan
encuadrar jurídicamente a una realidad humana comunitaria preexistente y que por eso
mismo no tiene por qué agotarse dentro de su forma social. De este modo la iglesia - pueblo
parece tener unos límites menos rigurosos que la iglesia sociedad y comprender dentro de sí
incluso a comunidades y a conciencias singulares que quedarían excluidas en un rígido
marco social de condiciones formales de pertenencia a la iglesia. A pesar de esto el concepto
de pueblo de Dios, bastante inculcado en el Vaticano II y difundido en la literatura
eclesiológica posterior, no se ha impuesto como instrumento hermenéutico principal para
una inteligencia global de la iglesia. Quizás el motivo de ello esté en el hecho de que la idea
oscila un poco entre su realidad de imagen, la sugestiva imagen del pueblo que camina por el
desierto hacia la tierra prometida, y su calidad de categoría sociológica concreta. La idea de
pueblo, formalizada de manera más precisa, tiende a resolverse en la de sociedad; no
formalizada, tiende a seguir siendo una imagen que se sitúa al lado de las demás que son más
propias del lenguaje simbólico y con todas sus características.
Parece ser que la eclesiología contemporánea, junto con la categoría de
sacramento, prefiere sobre todo la de «comunidad». En relación con «sociedad»,
«comunidad» indica más bien un acontecimiento libre, una comunión de personas en una red
concreta de relaciones interpersonales; indica no sólo una organización instrumental para
alcanzar juntos un fin extrínseco que cada uno por sí mismo sería incapaz de conseguir, sino
más bien un conjunto de valores que consiste ya de suyo en encontrarse uno con los demás,
en el intercambio de experiencias de la fe y en la realización común de una vida nueva que es
ya ante el mundo signo y actuación de la salvación cristiana. Frente a la sociedad civil la
iglesia - comunidad no se pone en paralelismo, ni en competencia con ella, como si su
estructura pudiera de algún modo sobreponerse a la del estado, sino que se sitúa más bien
como signo y como levadura dentro de la misma sociedad para hacer que fermente allí la
originalidad cristiana y la cooperación para todo lo que signifique un progreso real de la
comunidad humana. Se podría atribuir a este instrumento hermenéutico de la eclesiología el
mismo defecto que le hemos atribuido al de «sociedad», o sea, el de ser una categoría
sociológica, que no puede por tanto captar el misterio de la iglesia, su realidad más profunda
de encuentro interior con Cristo, de comunión con Dios y de acontecimiento salvífico. Es
indudable que puede darse una interpretación semejante de la iglesia, tan secularizadora
como la que está ligada al concepto de sociedad, viéndola como un encuentro de cristianos
que viven juntos en virtud de unos valores psicológicos, afectivos u operativos más que en
virtud de la realidad mistérica de la salvación. Pero mientras que en el concepto de iglesia -
sociedad los dos límites infranqueables del extrinsecismo del fin

Corregir
312

Eclesiología
ll2
JC lik llC(Csidad de ad)iesiíin soiial, r< lai ii»~ada iu~i í;i iiwcsidad dei t’iii
últinio, ri ducen neiesariamciite la iglesia a una in~trurncniaiiíín a nivc’l suiial dc una
auiiiridad. de un uinjunto de nornias y <Ie relaiiiines jurídiui, i1e «indiiiii<~es fi>rmal(s ((c
perteneniia v de preceptos de ciimportaniie~iii>, la ide;«ir iglesia-uiniuni<ín es c;ipa~ Ae
explicitar en su interiiir los clcmentos típii<>i <lcl mistcriii: la .iJhcsión litire de Ia fe, I;l
uiniunión de’,los (’reyenles entre sí y c<>n Dios, ei creiiniicnto dc la uiniunidad en viriud del
t;ipíriiu como realizaciíén v signo de la hurnuiidaci nueva. De hecho el nuevii testanienio ni>i
present:i el origen de la igleiia oii»ii el auiiiteiiniicntii de una comunión suiiitaila por el
f’,spíritu en <ioride c-I aiiuniiii itc-I c.vangcli<i cs ;iuigic1o cn la te: Lo que existía desde el
principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos. lo que contemplamos y palparon
nuestras manos – hablamos de la Palabra, que es la vida –... os lo anunciamos ahora para
que seáis vosotros solidarios con nosotros; pero, además, esta solidaridad nuestra lo es con
el Padre y con su Hijo Jesús, el Mesías (1 Jn l, l-4).
Por consiguiente, interpretar la iglesia fundanienialnieiitc coino <omunid;id
dc fe nii significa situarla en una pura forma sw.iológi~a. Una i<iniunida<t no se <1efine pnr
el hn al que tiende, sino por los valores que contiene, por el tipo de relacione’
interpcrsi~nalci de que vive, por la profundic1ad de comunión que realiza. De esie niod<>,
la <iriginalidad de la comunión eclesial no procede del fin sohrenatural al que está orientaila,
sino <Ie la singularidad de ese anuncio del Resucitado de donde nace, de la anirnaiiñn del
Espíritu que mueve a la fe con que se escucha el anuncio, de la dimcnsión transcel)dental de
la comunión con Dios siendo comunión entre los hombres. Est.a idea está realmenre taii
llena de contenido que puede constituir el punto de partida para un descubrimiento de la
coherencia lógica de todos los elementos dogmáticos de la iglesia. Si hay un peligro que
tiene que evitar esta eclesiología, es precisamente el de perder el sentido católico y cósmico
del misterio de la iglesia al acentuar el inrerpersonalisnx~. Pero si no se olvida nunca que la
comunidad existe sólo como una continua comunicación recíproca del mist.erio de Cristo, se
captará también loda la amplitud de sus dimensiones, en su misiún al mundo y a su destino
final que es el reino. En conclusión, parece que hemos de decir que, sea cual fuere el
instrumento hermenéutico adoptado, se puede alcanzar ciert.a inteligencia de algunos
aspectos reales de la iglesia: la literatura eclesiológica posconciliar se ha mostrado generosa
en estas lecturas parciales. Mís ambicioso sería el proyecto de enuiiirrar un instrumentu que
pueda ser tan rico en virtualidades que pueda colocarse en cl ccnlro <Iel <Iiscurso como un
primum formale de donde emane un cuadro lógiio comprensivo y explicativo de todos los
elementos sociales de la iglesia, sin que sea por otra parte tan genérico que valga para
cualquier contenido. La literatura teolñgi~a posconciliar ha sido bastante ávida de
semejantes proyectos.
b) La eclesiología entre lu apologética y el ecumenismo Es sabido que la
tradición manualista había colocado el tema de la iglesia entre los de una teología
fundamental concebida sobre todo con una función apologética. Antes de iniciar un
discurso teológico que quisiera ser católico – se decía –, era indispensable demostrar
sobre la base de las Escrituras que sólo en el cuadro de una iglesia visible, estructurada
como una sociedad, dotada de órganos jerárquicos de gohierno y de un magisterio
infalible que culmina en el primado papal, se da una verdadera fe y por tanto es posible
una teología auténtica.

Corregido 313

Esta manera de plantear el discurso eclesiológico choca hoy con dos serias
dificultades. Ante todo parece cada vez más claro que no es posible concebir la iglesia
partiendo desde fuera, de sus estructuras sociales, sin tener en cuenta que éstas solamente
tienen sentido en relación con el misterio interior al que sirven. Por eso parece imposible
construir una eclesiología que preceda en todos los sentidos a cualquier otra reflexión
teológica sobre el sentido de la encarnación del Verbo, de la salvación, de la perspectiva
escatológica de la historia. En vez de ser un discurso parcial, la reducción apologética de la
eclesiología corre el peligro serio de ser un discurso que deforma la realidad. En segundo
lugar, no se ve la legitimidad de una reflexión teológica que quiera ser solamente justificativa
y legitimadora, y no más bien crítica, sobre la base de la llamada a las fuentes de la fe y del
diálogo con las diversas experiencias eclesiales que de hecho existen, respecto a las formas
históricas que se ha dado la iglesia católica a través de los siglos. Semejante función crítica,
que parece constitutiva de toda sana teología, exige actitudes y métodos distintos de los
apologéticos.
Esto no quita que el problema al que intentaban responder los manuales no
exista en realidad. No es posible eludir la exigencia de una confrontación entre las tres
grandes tradiciones teológicas confesionales, en su diversa manera de concebir la iglesia. Las
diferencias dogmáticas se refieren a diversos temas específicos, por ejemplo, a la doctrina
del sacerdocio y de los sacramentos, y también – como es lógico – a la del primado papal.
Pero respecto al cuadro teológico global, parece que es posible trazar una especie de tres
diseños fundamentales, que responden a tres modos diversos de teologizar sobre la iglesia: el
protestante, el ortodoxo y el católico. Estas esquematizaciones son sólo parcialmente
verdaderas; hay que tenerlo en cuenta. Pero expresan en su conjunto ciertas líneas
dominantes, manifestadas en la constante diversidad de acento, hasta el punto de que es
posible hablar de tradiciones teológicas confesionales propias y verdaderas.
El oriente ha vivido la fase de formación de la unidad católica entre las
iglesias locales de forma bastante distinta que el occidente. La distancia de Roma y del
papado en los momentos de su mayor esplendor y la presencia del emperador con su
activismo en la vida de la iglesia fueron hechos decisivos en el desarrollo de la conciencia
eclesial de oriente. Por otra parte, no es que el emperador desarrollase en la iglesia una
función igual a la del papa, cuya influencia doctrinal se ejerció también, a pesar de todo, en
estas iglesias. El emperador perseguía intereses de índole política y no podía ignorar que la
iglesia era un peón importante en su tablero. Debido a una dirección papal más reducida y a
un poder imperial real, pero de naturaleza secular, el episcopado adquirió lógicamente un
gran relieve. Hay que añadir otro elemento importante, esta vez de naturaleza cultural: el
espíritu contemplativo del oriente, la atmósfera fuertemente platonizante de su cultura,
inducían espontáneamente a acentuar en el conjunto de la experiencia eclesial el papel de la
liturgia y por tanto el del sacerdocio, como icono de la Jerusalén celestial. Todos estos
elementos fueron llevando poco a poco a las iglesias orientales a asumir un aspecto distinto
del de las occidentales: están menos inmersas en los asuntos de este mundo y dependen
ampliamente primero del emperador y luego de los diversos poderes locales de las
sociedades civiles en que viven. Su papel en la sociedad civil está por tanto caracterizado
más abiertamente por el aspecto contemplativo de la vida; la liturgia ocupa un puesto
absolutamente primordial y en la concepción del ministerio el aspecto sacerdotal - cultual es
todavía más absorbente que en las iglesias occidentales. De allí se fue derivando
paulatinamente un modo de entender la iglesia, que la ve realizada sobre todo y de forma
plena en la celebración eucarística de cada iglesia local, reunida en torno a su obispo. El
servicio de la iglesia al reino de Dios consiste más en anunciarlo y significarlo a través de la
liturgia que a través de la actividad en el mundo. Y de este servicio y de esta significación es
una realización completa la iglesia local reunida en torno a su obispo. De esta forma la
estructuración social y la comunión jerárquica católica unificada bajo el primado del papa,
así como el activismo histórico - mundano con todos sus conflictos de poder y sus
disquisiciones teológico - jurídicas, que caracteriza de manera tan acusada a la historia de la
eclesiología occidental, no determina de forma tan relevante a la oriental. La iglesia oriental
se configura sobre todo como la iglesia del sacramento, iglesia local, iglesia del obispo,
donde la capacidad icónica de hacer presente en el mundo el reino de Dios es ya completa y
no necesita de ningún otro complemento.
Contra el activismo político católico romano, en sus degeneraciones
evidentes de un papado y un episcopado más preocupados del poder que del evangelio,
reaccionó en sus tiempos la reforma protestante, pero dando origen a una orientación
eclesiológica profundamente distinta de la oriental. Tendrá con él en común la intolerancia
de todo organismo jurídico que pretenda ejercer un poder sobre las iglesias locales, pero se
apartará decididamente del fuerte colorido sacramental de la eclesiología del oriente. Más
aún, el concepto católico de sacramento, sobre todo en su punto culminante que ve la
eucaristía como renovación del sacrificio de la cruz, será uno de los puntos cruciales de la
crítica de los reformadores. En los sacramentos, se dirá, es una vez más la iglesia del poder y
de la ley la que manifiesta su presunción de poder disponer de unas acciones, reguladas
precisamente por normas jurídicas, capaces de efectos salvíficos, mientras que la salvación
viene sólo, siempre y exclusivamente, de Cristo a través solamente del acto de fe con que el
creyente le confía todo su destino. De esta idea fundamental es de donde nace la tradición
eclesiológica protestante. En el corazón de este discurso está el acto de fe; por tanto, el
principal de los datos visibles e históricos del cristianismo es la predicación del evangelio, de
la que brota precisamente la fe. La iglesia es la comunidad que se forma en torno a la
Palabra. Esta comunidad, en obediencia a la Palabra, celebra los sacramentos que se
convierten entonces en signos de una fidelidad a la voluntad de Cristo, por lo que puede
decirse que existe verdadera iglesia donde se predica fielmente la palabra y donde se
celebran los sacramentos con fidelidad. La realidad completa y misericordiosa de la iglesia
está dentro del misterio de las conciencias, por lo que puede hablarse de una iglesia
abscondita; más allá de la Palabra y de los sacramentos no hay ninguna otra estructura que
pueda pretender expresar de forma exclusiva y totalizante esta realidad. El coloquio de la fe
con Dios no tolera mediaciones interpuestas; pide solamente un desarrollo normal en la
comunidad, en donde la Palabra y los sacramentos manifiestan la comunión con Cristo.
Prevalece entonces una cierta concepción actualista de la iglesia, que se muestra sumamente
respetuosa de la libertad de conciencia y de la interioridad del misterio de la fe, pero que al
mismo tiempo hace difícil la realización de esa unidad católica que tiene que ser para el
mundo el signo de la salvación de Cristo, que tiene las dimensiones de la creación.
De la tradición eclesiológica católica se ha hablado como de una «iglesia del
derecho», en contraposición a la «iglesia del sacramento» y de la «iglesia de la palabra».
Esta fórmula es ilegítima si quiere decir que la eclesiología católica habría ignorado el papel
de los sacramentos o del evangelio en la constitución de la iglesia. Puede ser acertada si
pone de relieve el hecho de que la tradición católica, respecto a la fe misma y a la vida
sacramental, en una palabra, respecto a la existencia de la iglesia, ha desarrollado hasta tal
punto el discurso sobre las condiciones formales de su autenticidad, la autenticidad de la
Palabra y del sacramento, que ha creado con ello una tendencia formalista, de tipo jurídico,
que subrayaba más bien los aspectos formales que los existenciales de la iglesia. Esta
preocupación por la autenticidad formal va estrechamente ligada con el acento tan fuerte
que se ha puesto en las exigencias de la unidad católica visible de la iglesia frente al mundo.
Esto explica el espacio más reducido que ocupa en la eclesiología católica tradicional la vida
concreta de la comunidad local respecto a las estructuras que la hacen participar de la
unidad católica. Así se explica la típica preocupación católica de ver la única fe interior
expresada en proposiciones autorizadas y en definiciones dogmáticas, a las que apela toda la
teología de la infalibilidad y del magisterio. Y así se explica, precisamente en la línea de esta
exigencia de correspondencia de lo exterior con lo interior, la fuerte acentuación de la
eficacia ex opere operato de los sacramentos, relacionada con la necesidad de definiciones
precisas de las condiciones de validez y legitimidad de los gestos sacramentales. Y se explica
finalmente la gran preocupación por una estructuración social de cada comunidad y de sus
relaciones católicas, de forma que se garantice al final, a través de las estructuras exteriores,
la formación de una especie de única gran iglesia visible, esparcida por el mundo, organizada
unitariamente en torno al poder supremo del papa. Es evidente que este planteamiento
eclesiológico, además de corresponder al aspecto cósmico de la iglesia que presenta el
nuevo testamento, permite a la iglesia realizar su unidad mundial en el plano visible, y
también sumergirse en su actividad histórica con mayor eficiencia y libertad. También es
evidente que esta tradición eclesiológica tiene entre sus defectos típicos el del centralismo,
que mortifica el pluralismo y la libertad de las iglesias particulares, y el peligro de caer en un
formalismo jurídico, más atento a las apariencias y a los esquematismos de las condiciones
formales que a la autenticidad concreta de la existencia eclesial, en la fidelidad cotidiana de
la imitación de Cristo.
El movimiento ecuménico actual permite y exige que cada una de las
teologías confesionales colabore con las demás y defienda aquellas adquisiciones propias que
en su conciencia son imprescindibles para realizar su obediencia a la palabra de Dios. Esto al
mismo tiempo supone una capacidad nueva de escucha, que sustituya a la antigua actitud
polémica y apologética y cree posibilidades de síntesis nuevas, que habrá que buscar
pacientemente e implorar del Espíritu.

c) El problema del futuro: iglesia e historia


El sentido del futuro y de la misión de la iglesia respecto al mundo y a la
historia puede verse fuertemente debilitado por dos actitudes opuestas del espíritu. Es
posible cierta concepción del reino de Dios como de una realidad venidera, que hay que
implorar del Padre, para la que hay que prepararse, pero que no tiene nada que ver con la
historia y con el desarrollo de este mundo. La iglesia atestigua entonces esta esperanza suya
en un mundo nuevo de una forma tan radical que queda aislada y se aísla a sí misma del
quehacer mundano y de los desarrollos de la vida civil. O por el contrario se concibe el reino
de Dios como una realidad tan presente en el mundo que coincide prácticamente con la
estructura social de la misma iglesia, por lo que la afirmación de la iglesia en el mundo, la
capacidad de reducir el mundo a iglesia y de integrar las estructuras civiles en cierto modo
dentro de las estructuras eclesiales coincide al parecer con la venida del reino de Dios y con
su afirmación en el mundo. Estas dos posiciones se resuelven finalmente en una forma
paradójica de ausencia de la iglesia en el camino de la historia. La primera por su fuga del
mundo, realizada y teorizada, la segunda por la reducción de su actividad a un trabajo
eclesiocéntrico y a una actitud esencialmente conservadora y reaccionaria, cerrada a las
dimensiones futuras de la historia.
Es la Gaudium et spes, más que la Lumen gentium, la que da paso a este
problema, abriendo realmente un nuevo capítulo en la eclesiología. Me parece decisivo el
siguiente pasaje:
Constituido Señor por su resurrección, Cristo, a quien se ha dado todo
poder en la tierra y en el cielo, obra ya en los corazones de los hombres por la virtud
de su Espíritu, no sólo suscitando en ellos el deseo de la vida futura, sino animando,
purificando y robusteciendo con eso mismo los generosos deseos con que la familia
humana se esfuerza por hacer más humana su propia vida y someter toda la tierra a
este fin. Pero son diversos los dones del Espíritu: mientras que a unos los llama para
que den abierto testimonio con su deseo de la patria celeste y lo conserven vivo en la
familia humana, a otros los llama para que se entreguen con un servicio terreno a
los hombres, preparando así con este ministerio la posesión del reino celeste (GS
38).
Según este texto, el reino de Dios, personificado expresamente en el Señor
resucitado, no es solamente una realidad que hay que esperar para el final de los tiempos. El
reino está ya actuando en la historia. Y esto no sólo en la iglesia, sino también en el mundo,
en donde los hombres trabajan por el progreso técnico y científico («someter la tierra») en
orden a un auténtico progreso social, esto es, humano («hacer más humana la vida»). La
iglesia entonces, puesta ante esta emergencia del reino que tiene lugar en el mismo mundo,
tiene una doble tarea, que se encarna principalmente en los dos diversos carismas
fundamentales de la vida contemplativa y de la vida activa. Algunos tienen en la iglesia el
don de testimoniar sobre todo la dimensión transcendente del reino, otros la dimensión más
típicamente terrena; así la iglesia en su conjunto sigue en la historia dos perspectivas, la de la
confesión de fe en el Señor que ha de venir y la de su presencia operante dentro del camino
de progreso en el mundo. Pero si sólo la iglesia conoce y anuncia en su confesión de fe el fin
transcendental y último, esto no la sitúa por encima de la sociedad civil, como si estuviera
dotada del poder de dictar las leyes de su progreso. La iglesia sabe realmente que ella no
está en posesión de la totalidad del reino, cuya «esperanza vive», y sabe que el reino opera
también en el mundo. De aquí el reconocimiento de que «las cosas creadas y también la
sociedad tienen leyes y valores propios» (GS 36); de ahí la elección de la fórmula que habla
de «compenetración de la ciudad terrena y la ciudad celeste» y la importante afirmación de
que esta compenetración sólo puede percibirse en la fe (GS 40). Y de aquí también la
exhortación a los laicos, que tienen en la iglesia el carisma específico de la actividad secular,
para que respeten las leyes propias de la realidad terrena, confíen en la fuerza de sus propias
competencias debidamente adquiridas y cooperen con todos los que comparten la misión de
hacer más humana la vida (GS 43).
De todo esto se deriva la concepción de una presencia dinámica, libre y
abierta de la iglesia en la historia, con la aspiración a la superación del antiguo contraste
entre la iglesia y el estado por medio de nuevas perspectivas. Surgen más bien nuevos y
graves problemas sobre el significado, los modos y los instrumentos con que la iglesia, sobre
todo a través de la actividad de los laicos, se inserta en el camino de la sociedad civil y sobre
las relaciones que su compromiso secular tiene que tener con la confesión de la fe en Jesús,
único Señor, y con la espera de su retorno para la llegada definitiva del reino. El antiguo
concepto de misión, como pura predicación del evangelio en orden al reclutamiento de
nuevos cristianos y la ampliación de la presencia de la iglesia se inserta actualmente en un
marco más complejo determinado por las exigencias del ecumenismo, por la conciencia de
que la iglesia tiene que servir a la unidad de la familia humana por encima de la diversidad de
fe y de religión, con la consiguiente exigencia de diálogo con todas las religiones, y
finalmente por el deber de participar en todo movimiento de progreso que, moviendo al
mundo hacia una vida más humana, sea una auténtica manifestación del reino. Por otra
parte, esta participación está pidiendo ser iluminada y acompañada por la fe en Cristo y por
la esperanza de su retorno y exige al propio tiempo de la iglesia que respete la autonomía de
los valores, de los criterios y de los instrumentos propios de ese caminar del mundo. Esta
exigencia hace cada vez más complejas las relaciones entre los cristianos comprometidos en
la acción política y social y los no creyentes con quienes cooperan, y por otra parte sus
relaciones con los pastores de la iglesia. Efectivamente, ante los no creyentes se presentarán
siempre con una reserva de juicio en nombre de la fe. Y frente a los pastores se moverán con
una reserva de libertad en nombre de la autonomía de la realidad terrena. De este modo
también la teología política y la teología de la liberación acuden a la eclesiología, exigiéndole
nuevos desarrollos sobre el tema de la dimensión escatológica de la iglesia, de su
compromiso secular y de la vocación específica del laicado.
S. DIANICH

BIBLIOGRAFIA

La principal obra bibliográfica, de carácter interconfesional, es la segunda parte del volumen


de U. Valeske, Votum ecclesiae, München 1962. Abundante bibliografía más reciente en J.
Frisque, La eclesiología en el siglo XX, en R. Vander Gucht-H. Vorgrimmler (eds.), La
teología del siglo XX III, Madrid 1974, 190-203.

l. Estudios históricos fundamentales. Para la eclesiología del nuevo testamento, R.


Schnackenburg, La iglesia en el nuevo testamento, Madrid 1965, presenta los temas
fundamentales, mientras que H. Schlier, Eclesiología del nuevo testamento, en J. Feiner-M.
Lohrer (eds.), Mysterium salutis IV/1, Madrid 1973, 107-229, expone de manera
rigurosamente analítica el pensamiento de cada uno de los escritos neotestamentarios. Una
historia más completa de la eclesiología, aunque aún no ha salido la primera parte, se
encuentra en la Historia de los dogmas: Y. M. Congar, Eclesiología, Madrid 1976. De la
eclesiología patrística no existen obras sistemáticas completas. El trabajo más rico en temas,
que estudia algunas de las imágenes más notables de la iglesia a lo largo de toda la patristica
es el de H. Rahner, L’ecclesiologia dei padri, Roma 1971. Sobre los estudios más recientes
cf. M. Nedoncelle y otros, L’ecclésiologie uu XIX siecle, Paris 1960 y S. Jaki, Les
tendances nouvelles de l’ecclésiologie, Roma 1957; R. Velasco, La eclesiología en su
historia, Valencia 1976.
2. Aportaciones significativas al debate actual. A propósito de la eclesiología
neotestamentaria, la tendencia protestante más radical hacia una concepción puramente
actualista de la iglesia está representada sobre todo por E. Kasemann, Begründet der
neutestamentliche Kanoe die Einheit der Kirche?: EvT 2 (1951-1952) 201-217; Id., Unité et
diversité dans l’ecclésiologie du nouveau testament: ETReL 41 (1966) 253-258. A este
propósito cf. también W. Marxsen, Frühkalholizismus im Neuen Testament, Neukirchen
1958. En el campo católico se acerca a estas tendencias G. Hasenhüttl, Charisma.
Ordnungsprinzip der Kirche, Freiburg 1969. Para comprobar más bien un tipo de lectura del
nuevo testamento, por parte de un exegeta de alto nivel opuesto al anterior, cf. H. Schlier,
Der Geist und die Kirche, Freiburg 1980. Sobre la eclesiología de Lucas y de Mateo, como
ejemplos típicos de una dimensión histórica, más que puramente actualista, de la iglesia, cf.
H. Conzelmann, El centro del tiempo, Madrid 1974 y W. Trilling, El verdadero Israel,
Madrid 1974.
A la actualización del pensamiento patrístico han contribuido mucho H. de Lubac,
Meditación sobre la iglesia, Madrid 1980; J. Daniélou, Historia de la salvación y liturgia,
Salamanca 1967; H. U. von Balthasar, Ensayos teológicos II, Madrid 1964.
Para conocer los términos principales del debate ecuménico actual conviene leer la colección
de escritos, hecha por B. Gherardini, de K. Barth, La chiesa, Roma 1971, y el representativo
volumen de N. Afanassief, L’église du saint Esprit, Paris 1975. Para algunos aspectos de
gran interés de la confrontación entre eclesiología católica y protestante cf. H. Küng,
Estructuras de la iglesia, Barcelona 1965. El volumen de U. Valeske, citado al principio,
constituye un amplio material de la historia y de la temática de la confrontación entre la
eclesiología católica contrarreformista y la eclesiología protestante. En el terreno de la
teología sistemática no pueden ignorarse las aportaciones de O. Semmelroth, La iglesia
como sacramento de la salvación, en Mysterium salutis IV/l, 321-370; E. Schillebeeckx,
Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San Sebastián 1965; K. Rahner, La iglesia y los
sacramentos, Barcelona 1964; Id., Iglesia y hombre, Madrid 1967. Estos autores sobre todo
han dado vida a discusiones y estudios sobre la categoría de sacramento aplicada a la iglesia.
El que más atención ha dedicado en sus investigaciones a la eclesiología ha sido sin duda Y.
M. Congar, del que recordamos Ensayos sobre el misterio de la iglesia, Barcelona 1966. Un
interesante estudio del tema del «cuerpo místico» es el de M. J. Le Guillou, Cristo y la
iglesia. Teología del misterio, Barcelona 1967. Para entrar en la discusión entre la
concepción de iglesia-sociedad y de iglesia-comunidad es interesante el estudio que ha hecho
sobre el Vaticano II A. Acerbi, Due ecclest’ologie, Bologna 1975. Para las perspectivas
teológicas nuevas en torno al problema de las relaciones de la iglesia con el mundo vale la
pena consultar los volúmenes del gran Handbuch aier Pastoraltheologie, editado por F. X.
Arnold y K. Rahner, Freiburg 1964 s, sobre todo los estudios de K. Rahner, cf. finalmente el
número 6 de la revista Concilium (1968) y el último libro de Y. M. Congar, Urs pueblo
mesiánico, Madrid 1976; Id., Mieisterios y comunión eclesial, Madrid 1973; B. Besret,
Claves para una iglesia nueua, Salamanca 1974; J. J. Hernández, La ntcecu creación,
Salamanca 1976; J. Moltmann, La iglesia, fuerza del Espíritu, Salamanca 1978.

3. Intentos de síntesis sistemática. Quizás la primera obra importante de síntesis


eclesiológica para sustituir a los manuales tradicionales sea la de Ch. Journet, L’église du
Verbe incamé, Bruges 1941-1969. En 1953 sale el primer ensayo que presenta
sistemáticamente a la iglesia como sacramento: O. Semmelroth, La iglesia como
sacramento original, San Sebastián ~1966. El concepto de comunión se sitúa en el centro
de la síntesis de J. Hamer, Lu iglesia es una comanión, Barcelona 1965. El tema del
cuerpo místico vuelve a dar vida a una obra monumental en H. Mühlen, Uea mysticu
persona, Paderborn 1964. En 1967 sale el volumen tan discutido de H. Küng, La iglesia,
Barcelona 1970; caracteriza a esta obra la atención a la relación entre la esencia de la
iglesia y sus formas históricas, junto con el programa de una eclesiología ecuménica que
atienda sólo a las fuentes bíblicas. Una obra interesante que intenta utilizar todas las
aportaciones de la renovación conciliar, pero que se detiene bastante en la categoria de
iglesiasociedad construyendo su síntesis en torno al tema, el más jurídico entre los temas
bíblicos, de la alianza, es la de B. Gherardini, La chiesa urca della alleunza, Roma 1971.
Casi al mismo tiempo salió también la obra de L. Bouyer, La iglesia de Dios, Madrid
1973. Finalmente, en S. Dianich, La chiesa mistero ch’ comueione, Torino 1975, he
intentado construir una síntesis, muy rápida pero con todo el rigor posible, inspirada en el
prólogo de 1 Jn con su relaci6n dialéctica aanuncio-comunión», señalada como origen de
la iglesia.

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