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Cf. Anselmo de Aosta, Ep. 235, 243, 249, 262, ed. F. S. Schmitt IV, l43, 153 s, 159 s.177.
5
Cf. T. Zapelena, De ecdesia Christi I, Roma 1950, 68.
d) La eclesiología «romántica»
El siglo XIX registra en la cultura europea una vigorosa reacción contra la
ilustración y su afán de proceder de forma racionalista por ideas claras y distintas o por
percepciones verificables y clasificables: se trata del movimiento romántico. Su sentido del
misterio, su vitalismo, la concepción orgánica del universo, el amor a las tradiciones
medievales ricas en leyendas donde viven y se mueven los bosques y las piedras, todo esto
constituye el clima cultural de un giro eclesiológico que resultará decisivo incluso para la
teología de nuestros días.
En este clima la obra de J. A. Mohler, junto con la escuela de Tubinga, sigue
dos líneas eclesiológicas nuevas y antiguas, la de la unidad y la de la encarnación. Ya no se
considera posible hablar de la iglesia como del reino de Francia o la república de Venecia,
porque la estructura social de la iglesia no es una realidad autónoma de lo que constituye su
misterio interior de fe, la presencia del Espíritu, la animación de la gracia. Se trata por tanto
de descubrir cuál es el principio de unidad entre los principios internos vitales de la iglesia y
su estructura exterior; este principio de unidad es el Espíritu divino. Pero como se trata del
Espíritu del Hijo encarnado, de él emana la articulación de un cuerpo visible que es la iglesia,
en donde los datos visibles son, como la carne de Cristo, el elemento histórico que significa
y encierra el misterio del Espíritu, escondido en la conciencia interior de la iglesia.
Se vuelve así en cierto sentido a la eclesiología mistérica de los padres,
aunque aquí su amplia simbología se restringe a una sola imagen, la del cuerpo de Cristo. En
conformidad con el clima romántico de esta teología, la imagen del cuerpo no se usa tanto
como concreción expresiva de una intuición simbólica como en un sentido fuertemente
vitalista, de forma que se trata en realidad de algo más que de una imagen: «La iglesia visible
es el Hijo de Dios que se sigue mostrando hoy a los hombres en forma humana,
continuamente renovada, eternamente joven; en una palabra, es su encarnación persistente»6.
Esta eclesiología influyó en los esquemas preparatorios del Vaticano I, pero no logró
imponerse ante la fuerte presión de los esquemas sociológicos y de las exigencias
apologéticas y jurídicas. De todas formas dio origen a una amplia literatura sobre el «cuerpo
místico», a un nuevo sentido de la comunidad cristiana y del pueblo de Dios, a una
conciencia del sacerdocio de los fieles y a un floreciente desarrollo de las categorías
sacramentales al servicio de la interpretación eclesiológica.
e) La eclesiología sacramental
La intuición mohleriana de una posible interpretación teándrica de la iglesia,
una vez sacada de su típico clima romántico, produjo un nuevo movimiento hermenéutico
que se impuso sobre todo en el Vaticano II y que maneja categorías sacramentales. El
término «sacramento», que en la tradición preconciliar se restringía al área semántica ritual,
volvió a encontrar la amplitud original de su significado, su primitivo sentido de misterio,
como realidad escondida del plan divino de salvación, manifestada luego en el
acontecimiento histórico de Jesucristo y del anuncio apostólico. Scheeben7 y Casel8 son los
precursores de esta eclesiología sacramental; el primero situó la iglesia dentro del esquema
de los misterios fundamentales de la trinidad y de la encarnación, mientras que el segundo se
atrevió a interpretar el misterio del culto y del año litúrgico como presencia actual de la
acción histórica de Cristo que nos salva en la iglesia.
En esta eclesiología sacramental, desarrollada más tarde por Semmelroth,
Schillebeeckx y Rahner, la cuestión básica sigue siendo todavía la de la unidad entre la
iglesia visible y la invisible, entre el alma y el cuerpo de la iglesia, entre misterio y estructura
social. Al decir que la iglesia es sacramento, se la define en su bipolaridad esencial que la
sitúa siempre entre el espacio interior de Dios que se comunica a los hombres en Cristo por
medio de su Espíritu y el nivel de la realidad social, donde la iglesia se presenta como un
grupo humano, sometido a la experiencia, organizado y estructurado de manera visible, en
palabras, en ritos, en hechos históricos. Esta bipolaridad que se subraya con énfasis permite
hablar de la iglesia como de un acontecimiento misterioso que no consiste solamente en sus
estructuras visibles, que tiene todas las dimensiones del pueblo de Dios compuesto de todos
los justos de la tierra, ecclesia ab Abel, pero vislumbrando al mismo tiempo en la confesión
de fe de los creyentes en Cristo, en la vida concreta de la comunidad cristiana. en su liturgia
y en sus estructuras sociales y jerárquicas, el signo auténtico e indispensable de
acontecimiento escondido, y también el instrumento históricamente necesario para que este
acontecimiento se reproduzca y se extienda a todo el mundo. De esta forma el concepto de
«sacramento» aplicado a la iglesia permite interpretar todo lo social como funcional respecto
a lo interior y el misterio invisible como significado realmente por lo visible v eficazmente
6
J. A. Mohler, Symbolik, Mainz 1832; ed. crit. J. R. Geiselmann, Koln-Olten 1958.
7
Los misterios del cristianismo. Barcelona 1950.
8
El misterio del culto cristiano. San Sebastián 1955
presente en ello. Así pues, lo que sucede en los sacramentos rituales es solamente el vértice
de una realidad mistérica que se verifica en toda la existencia de la iglesia. La eclesiología
sacramental supera así claramente cualquier intento de juridicismo y de sociologismo y al
mismo tiempo impide caer en evasivas divagaciones sobre el misterio de lo invisible, que
dejarían sin sentido a la comunidad histórica con todos sus elementos estructurales. El
elemento social es indispensable para que el acontecimiento tenga un relieve histórico y una
posibilidad de realizarse en el nivel histórico, pero al mismo tiempo queda esencialmente
relativizado en cuanto que todo su sentido está en el acontecimiento interior del que no es
más que signo e instrumento.
2. Problemática actual
Corregir
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Eclesiología
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present:i el origen de la igleiia oii»ii el auiiiteiiniicntii de una comunión suiiitaila por el
f’,spíritu en <ioride c-I aiiuniiii itc-I c.vangcli<i cs ;iuigic1o cn la te: Lo que existía desde el
principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos. lo que contemplamos y palparon
nuestras manos – hablamos de la Palabra, que es la vida –... os lo anunciamos ahora para
que seáis vosotros solidarios con nosotros; pero, además, esta solidaridad nuestra lo es con
el Padre y con su Hijo Jesús, el Mesías (1 Jn l, l-4).
Por consiguiente, interpretar la iglesia fundanienialnieiitc coino <omunid;id
dc fe nii significa situarla en una pura forma sw.iológi~a. Una i<iniunida<t no se <1efine pnr
el hn al que tiende, sino por los valores que contiene, por el tipo de relacione’
interpcrsi~nalci de que vive, por la profundic1ad de comunión que realiza. De esie niod<>,
la <iriginalidad de la comunión eclesial no procede del fin sohrenatural al que está orientaila,
sino <Ie la singularidad de ese anuncio del Resucitado de donde nace, de la anirnaiiñn del
Espíritu que mueve a la fe con que se escucha el anuncio, de la dimcnsión transcel)dental de
la comunión con Dios siendo comunión entre los hombres. Est.a idea está realmenre taii
llena de contenido que puede constituir el punto de partida para un descubrimiento de la
coherencia lógica de todos los elementos dogmáticos de la iglesia. Si hay un peligro que
tiene que evitar esta eclesiología, es precisamente el de perder el sentido católico y cósmico
del misterio de la iglesia al acentuar el inrerpersonalisnx~. Pero si no se olvida nunca que la
comunidad existe sólo como una continua comunicación recíproca del mist.erio de Cristo, se
captará también loda la amplitud de sus dimensiones, en su misiún al mundo y a su destino
final que es el reino. En conclusión, parece que hemos de decir que, sea cual fuere el
instrumento hermenéutico adoptado, se puede alcanzar ciert.a inteligencia de algunos
aspectos reales de la iglesia: la literatura eclesiológica posconciliar se ha mostrado generosa
en estas lecturas parciales. Mís ambicioso sería el proyecto de enuiiirrar un instrumentu que
pueda ser tan rico en virtualidades que pueda colocarse en cl ccnlro <Iel <Iiscurso como un
primum formale de donde emane un cuadro lógiio comprensivo y explicativo de todos los
elementos sociales de la iglesia, sin que sea por otra parte tan genérico que valga para
cualquier contenido. La literatura teolñgi~a posconciliar ha sido bastante ávida de
semejantes proyectos.
b) La eclesiología entre lu apologética y el ecumenismo Es sabido que la
tradición manualista había colocado el tema de la iglesia entre los de una teología
fundamental concebida sobre todo con una función apologética. Antes de iniciar un
discurso teológico que quisiera ser católico – se decía –, era indispensable demostrar
sobre la base de las Escrituras que sólo en el cuadro de una iglesia visible, estructurada
como una sociedad, dotada de órganos jerárquicos de gohierno y de un magisterio
infalible que culmina en el primado papal, se da una verdadera fe y por tanto es posible
una teología auténtica.
Corregido 313
Esta manera de plantear el discurso eclesiológico choca hoy con dos serias
dificultades. Ante todo parece cada vez más claro que no es posible concebir la iglesia
partiendo desde fuera, de sus estructuras sociales, sin tener en cuenta que éstas solamente
tienen sentido en relación con el misterio interior al que sirven. Por eso parece imposible
construir una eclesiología que preceda en todos los sentidos a cualquier otra reflexión
teológica sobre el sentido de la encarnación del Verbo, de la salvación, de la perspectiva
escatológica de la historia. En vez de ser un discurso parcial, la reducción apologética de la
eclesiología corre el peligro serio de ser un discurso que deforma la realidad. En segundo
lugar, no se ve la legitimidad de una reflexión teológica que quiera ser solamente justificativa
y legitimadora, y no más bien crítica, sobre la base de la llamada a las fuentes de la fe y del
diálogo con las diversas experiencias eclesiales que de hecho existen, respecto a las formas
históricas que se ha dado la iglesia católica a través de los siglos. Semejante función crítica,
que parece constitutiva de toda sana teología, exige actitudes y métodos distintos de los
apologéticos.
Esto no quita que el problema al que intentaban responder los manuales no
exista en realidad. No es posible eludir la exigencia de una confrontación entre las tres
grandes tradiciones teológicas confesionales, en su diversa manera de concebir la iglesia. Las
diferencias dogmáticas se refieren a diversos temas específicos, por ejemplo, a la doctrina
del sacerdocio y de los sacramentos, y también – como es lógico – a la del primado papal.
Pero respecto al cuadro teológico global, parece que es posible trazar una especie de tres
diseños fundamentales, que responden a tres modos diversos de teologizar sobre la iglesia: el
protestante, el ortodoxo y el católico. Estas esquematizaciones son sólo parcialmente
verdaderas; hay que tenerlo en cuenta. Pero expresan en su conjunto ciertas líneas
dominantes, manifestadas en la constante diversidad de acento, hasta el punto de que es
posible hablar de tradiciones teológicas confesionales propias y verdaderas.
El oriente ha vivido la fase de formación de la unidad católica entre las
iglesias locales de forma bastante distinta que el occidente. La distancia de Roma y del
papado en los momentos de su mayor esplendor y la presencia del emperador con su
activismo en la vida de la iglesia fueron hechos decisivos en el desarrollo de la conciencia
eclesial de oriente. Por otra parte, no es que el emperador desarrollase en la iglesia una
función igual a la del papa, cuya influencia doctrinal se ejerció también, a pesar de todo, en
estas iglesias. El emperador perseguía intereses de índole política y no podía ignorar que la
iglesia era un peón importante en su tablero. Debido a una dirección papal más reducida y a
un poder imperial real, pero de naturaleza secular, el episcopado adquirió lógicamente un
gran relieve. Hay que añadir otro elemento importante, esta vez de naturaleza cultural: el
espíritu contemplativo del oriente, la atmósfera fuertemente platonizante de su cultura,
inducían espontáneamente a acentuar en el conjunto de la experiencia eclesial el papel de la
liturgia y por tanto el del sacerdocio, como icono de la Jerusalén celestial. Todos estos
elementos fueron llevando poco a poco a las iglesias orientales a asumir un aspecto distinto
del de las occidentales: están menos inmersas en los asuntos de este mundo y dependen
ampliamente primero del emperador y luego de los diversos poderes locales de las
sociedades civiles en que viven. Su papel en la sociedad civil está por tanto caracterizado
más abiertamente por el aspecto contemplativo de la vida; la liturgia ocupa un puesto
absolutamente primordial y en la concepción del ministerio el aspecto sacerdotal - cultual es
todavía más absorbente que en las iglesias occidentales. De allí se fue derivando
paulatinamente un modo de entender la iglesia, que la ve realizada sobre todo y de forma
plena en la celebración eucarística de cada iglesia local, reunida en torno a su obispo. El
servicio de la iglesia al reino de Dios consiste más en anunciarlo y significarlo a través de la
liturgia que a través de la actividad en el mundo. Y de este servicio y de esta significación es
una realización completa la iglesia local reunida en torno a su obispo. De esta forma la
estructuración social y la comunión jerárquica católica unificada bajo el primado del papa,
así como el activismo histórico - mundano con todos sus conflictos de poder y sus
disquisiciones teológico - jurídicas, que caracteriza de manera tan acusada a la historia de la
eclesiología occidental, no determina de forma tan relevante a la oriental. La iglesia oriental
se configura sobre todo como la iglesia del sacramento, iglesia local, iglesia del obispo,
donde la capacidad icónica de hacer presente en el mundo el reino de Dios es ya completa y
no necesita de ningún otro complemento.
Contra el activismo político católico romano, en sus degeneraciones
evidentes de un papado y un episcopado más preocupados del poder que del evangelio,
reaccionó en sus tiempos la reforma protestante, pero dando origen a una orientación
eclesiológica profundamente distinta de la oriental. Tendrá con él en común la intolerancia
de todo organismo jurídico que pretenda ejercer un poder sobre las iglesias locales, pero se
apartará decididamente del fuerte colorido sacramental de la eclesiología del oriente. Más
aún, el concepto católico de sacramento, sobre todo en su punto culminante que ve la
eucaristía como renovación del sacrificio de la cruz, será uno de los puntos cruciales de la
crítica de los reformadores. En los sacramentos, se dirá, es una vez más la iglesia del poder y
de la ley la que manifiesta su presunción de poder disponer de unas acciones, reguladas
precisamente por normas jurídicas, capaces de efectos salvíficos, mientras que la salvación
viene sólo, siempre y exclusivamente, de Cristo a través solamente del acto de fe con que el
creyente le confía todo su destino. De esta idea fundamental es de donde nace la tradición
eclesiológica protestante. En el corazón de este discurso está el acto de fe; por tanto, el
principal de los datos visibles e históricos del cristianismo es la predicación del evangelio, de
la que brota precisamente la fe. La iglesia es la comunidad que se forma en torno a la
Palabra. Esta comunidad, en obediencia a la Palabra, celebra los sacramentos que se
convierten entonces en signos de una fidelidad a la voluntad de Cristo, por lo que puede
decirse que existe verdadera iglesia donde se predica fielmente la palabra y donde se
celebran los sacramentos con fidelidad. La realidad completa y misericordiosa de la iglesia
está dentro del misterio de las conciencias, por lo que puede hablarse de una iglesia
abscondita; más allá de la Palabra y de los sacramentos no hay ninguna otra estructura que
pueda pretender expresar de forma exclusiva y totalizante esta realidad. El coloquio de la fe
con Dios no tolera mediaciones interpuestas; pide solamente un desarrollo normal en la
comunidad, en donde la Palabra y los sacramentos manifiestan la comunión con Cristo.
Prevalece entonces una cierta concepción actualista de la iglesia, que se muestra sumamente
respetuosa de la libertad de conciencia y de la interioridad del misterio de la fe, pero que al
mismo tiempo hace difícil la realización de esa unidad católica que tiene que ser para el
mundo el signo de la salvación de Cristo, que tiene las dimensiones de la creación.
De la tradición eclesiológica católica se ha hablado como de una «iglesia del
derecho», en contraposición a la «iglesia del sacramento» y de la «iglesia de la palabra».
Esta fórmula es ilegítima si quiere decir que la eclesiología católica habría ignorado el papel
de los sacramentos o del evangelio en la constitución de la iglesia. Puede ser acertada si
pone de relieve el hecho de que la tradición católica, respecto a la fe misma y a la vida
sacramental, en una palabra, respecto a la existencia de la iglesia, ha desarrollado hasta tal
punto el discurso sobre las condiciones formales de su autenticidad, la autenticidad de la
Palabra y del sacramento, que ha creado con ello una tendencia formalista, de tipo jurídico,
que subrayaba más bien los aspectos formales que los existenciales de la iglesia. Esta
preocupación por la autenticidad formal va estrechamente ligada con el acento tan fuerte
que se ha puesto en las exigencias de la unidad católica visible de la iglesia frente al mundo.
Esto explica el espacio más reducido que ocupa en la eclesiología católica tradicional la vida
concreta de la comunidad local respecto a las estructuras que la hacen participar de la
unidad católica. Así se explica la típica preocupación católica de ver la única fe interior
expresada en proposiciones autorizadas y en definiciones dogmáticas, a las que apela toda la
teología de la infalibilidad y del magisterio. Y así se explica, precisamente en la línea de esta
exigencia de correspondencia de lo exterior con lo interior, la fuerte acentuación de la
eficacia ex opere operato de los sacramentos, relacionada con la necesidad de definiciones
precisas de las condiciones de validez y legitimidad de los gestos sacramentales. Y se explica
finalmente la gran preocupación por una estructuración social de cada comunidad y de sus
relaciones católicas, de forma que se garantice al final, a través de las estructuras exteriores,
la formación de una especie de única gran iglesia visible, esparcida por el mundo, organizada
unitariamente en torno al poder supremo del papa. Es evidente que este planteamiento
eclesiológico, además de corresponder al aspecto cósmico de la iglesia que presenta el
nuevo testamento, permite a la iglesia realizar su unidad mundial en el plano visible, y
también sumergirse en su actividad histórica con mayor eficiencia y libertad. También es
evidente que esta tradición eclesiológica tiene entre sus defectos típicos el del centralismo,
que mortifica el pluralismo y la libertad de las iglesias particulares, y el peligro de caer en un
formalismo jurídico, más atento a las apariencias y a los esquematismos de las condiciones
formales que a la autenticidad concreta de la existencia eclesial, en la fidelidad cotidiana de
la imitación de Cristo.
El movimiento ecuménico actual permite y exige que cada una de las
teologías confesionales colabore con las demás y defienda aquellas adquisiciones propias que
en su conciencia son imprescindibles para realizar su obediencia a la palabra de Dios. Esto al
mismo tiempo supone una capacidad nueva de escucha, que sustituya a la antigua actitud
polémica y apologética y cree posibilidades de síntesis nuevas, que habrá que buscar
pacientemente e implorar del Espíritu.
BIBLIOGRAFIA