Você está na página 1de 8

Soja, palma, azúcar...

Monocultivos para que


crezca el dinero, no para alimentar
Alejandro Tena
Público

Estos tipos de monocultivos son un ejemplo de cómo el agrocapitalismo


especula con las tierras de los pueblos del globo sur.

Una extensa plantación de soja en Borneo Meridional, Indonesia (Willy Kurniawan/REUTERS)

Los campos ya no siembran alimentos. Las grandes extensiones de tierra del


planeta se vuelven uniformes. El huertito de aquel pequeño campesino autónomo
se extingue ante el despliegue de un imperio agrario que se extiende por todo el
globo sur. Las plantaciones hace tiempo que dejaron de dar comida para los
pueblos. Ahora, las semillas, homogéneas, se cultivan como monedas. Esta realidad
es fruto de un modelo de negocio ligado a grandes rasgos a los monocultivos, cuyos
impactos están generando problemas sociales y medioambientales en los territorios
del globo sur.

El aceite de palma, la soja –el oro rojo–, la caña de azúcar o el maíz son algunos
ejemplos de estos productos recogidos en el libro Los monocultivos que
conquistaron el mundo (Akal) de las periodistas Nazaret Castro, Aurora Moreno
y Laura Villadiego. Se trata, en cualquier caso, de materias primas que han
cambiado de manera radical la vida de las sociedades campesinas y han derivado
en multitud de problemas medioambientales, fruto de la deforestación que se
requiere para su siembra intensiva.

En cierta medida, todo se remonta al momento en el que el colonialismo llegó a


América, cambiando las estructuras socioeconómicas de las poblaciones que había
en el continente. “Aunque ya existía un comercio internacional, ese fue el primer
momento en el que se destinaron enormes cantidades de terreno a una producción
que iba a ser consumida en otro lugar, en este caso en Europa”, explica Nazaret
Castro. Pero este sistema de plantaciones al que Eduardo Galeano calificó de
“monarcas agrícolas” se fue transformando hasta culminar en el siglo XX, tras la
denominada Revolución Verde, en un modelo agroindustrial donde los cultivos, más
que para alimentar, sirven para especular.

En una coyuntura en la que la agricultura está altamente financiarizada, la palma,


la soja – la cual está detrás de los incendios de este verano en la Amazonia – o la
caña de azúcar son lo que las autoras del libro denominan como “materias primas
fléxibles” , es decir, las flex crops , cuyas utilidades en diversos sectores, más allá
del alimentario, se prestan como un elemento atractivo para los inversores. Es
decir, la alta demanda de los productos en los dispares mercados propician que
sean productos capaces de superar los riesgos y la volatilidad de los precios.

“El aceite de palma es el caso paradigmático. Está en la mitad de los productos que
encontramos en el supermercado, no es sólo en los ultraprocesados comestibles,
sino también en cosméticos, pinturas, shampoo y inciensos y otros productos. Por
supuesto, también los conocidos agrocombustibles”, enfatiza Castro. Todo ello en
un mercado que, según añade Aurora Moreno, está “muy concentrado en pocas
empresas” que poseen prácticamente todo el control de la producción, “desde la
plantación hasta el supermercado” .

El 90% de las calorías que se consumen en el mundo proceden de tan solo una
treintena de variedades de especies de alimentos

Ahora mismo la agricultura no está dirigida a recoger comida, está dirigida a


recoger dinero. El sistema está enfocado a ello”, comenta Laura Villadiego, que, de
una forma incisiva, carga contra un modelo en el que lo “fundamental no es
sobrevivir, sino que un puñado de empresas tengan beneficios”. Este sistema de
negocio tiene un impacto directo en el estilo de alimentación mundial, en tanto que
el crecimiento de las plantaciones de monocultivos ha ido en detrimento de la
biodiversidad de especies vegetales –también animales– derrumbando la pluralidad
de especies que se puede consumir. Tanto es así, que el 90% de las calorías que se
consumen actualmente en el mundo proceden de tan solo una treintena de
variedades, según detalla la publicación.

“La visión más clara para entender la pérdida de biodiversidad es en una zona llena
de vegetación, de selva, en la que se ve multitud de tipos de vegetación, aves y
otros animales. Pues, justo al lado de ello, se encuentra un terreno grande en el
que sólo se siembra un tipo de planta, perfectamente alineada y a siete metros una
de otra. Esto visualmente se aprecia más, pero también se percibe con la subida de
temperatura, ya que hay menos sombras”, narra Moreno.

Estas plantaciones son, quizá, como un cáncer en los bosques que acaban con la
vida en todas sus formas. Tanto, que las especies de animales y plantas no son las
únicas damnificadas. La agroindustria que se extiende por el cono sur asiático,
americano y africano supone también una amenaza para las tradiciones de los
pueblos campesinos que a menudo se ven desposeídos de sus territorios y de sus
modos de supervivencia. A fin de cuentas, es un proceso de proletarización del
campesinado, que deja de tener autonomía y se ve obligado a trabajar en
condiciones análogas a la esclavitud en estas plantaciones”.

El uso de fertilizantes termina infectando las fuentes de agua, lo que deriva en


multitud de enfermedades dermatológicas y estomacales

La contaminación del agua es otro problema derivado del agribusiness . El uso de


fertilizantes termina infectando las fuentes de agua más cercanas de las
poblaciones agrícolas, lo que deriva en multitud de enfermedades dermatológicas y
estomacales. “Además hay un impacto sobre las mujeres , ya que estas, debido
a la división sexual del trabajo, son las encargadas de proveer agua a los hogares.
Al contaminarse los ríos más cercanos, deben trasladarse a otras zonas lejanas
para el suministro”, matiza Castro.

Soberanía alimentaria

Las soluciones fáciles no son soluciones. El camino hacia la soberanía alimentaria


no es sencillo y la lucha contra este sistema que de manera indirecta está presente
en las vidas cotidianas de las sociedades industriales se presta tan complicado
como utópico. Sin embargo, las acciones individuales pueden marcar un camino a
seguir antes de conseguir una legislación fuerte que consiga apretar el cinturón a
los monarcas del agroliberalismo.

La elección de un consumo de cercanía puede ser un grano de arena que ayude a


liberar a los pequeños agricultores de las cárceles de monocultivos. Sin embargo,
las acciones potentes que cambien todo deben manar de las instituciones. “Si
solamente dependemos de las nuestras decisiones de compra es imposible que
estos cambios sean realmente profundos”, recalca Villadiego, que pone el foco en
los gobiernos y sus contradicciones legislativas.

Fuente: https://www.publico.es/sociedad/monocultivos-planta-dinero-lugar-
alimentos.html

Rebelión

Es cada vez más insoslayable enfrentar ya no en nuestro país sino en el mundo


entero una crisis, multifactorial, con distinta intensidad en diversas sociedades y
regiones, crisis que nos viene acosando, hostigando en varios ámbitos; una pérdida
de biodiversidad cada vez mayor, anunciada ya por Rachel Carson en los 60; una
contaminación cada vez más generalizada y cada vez más omnipresente en tierra,
agua y aire; la ya registrada en los 70 desaparición progresiva del ozono,
destrozado con cómodos productos químicos (como los clorofluorocarbonados y
otros), emitidos con ligereza por una industria siempre en expansión buscando
soluciones sin querer advertir que genera problemas; una llamativa pérdida de
fecundidad en la especie humana (al menos en aquellas sociedades, como la de
EE.UU., donde la intervención química es mayor y a la vez se han elaborado
estadísticas al respecto), así como en varias especies animales. [2]

Los registros históricos atestiguan que el dióxido de carbono estaba por debajo de
300 ppm en los inicios de la Revolución Industrial. Insensiblemente, año a año ha
ido corriéndose esa presencia que se suponía hasta entonces estable y ligada a las
condiciones bióticas del planeta. Ha sobrepasado, tras un siglo largo de constante
avance, más de 400 ppm. Sabemos que eso significa alteraciones de las
condiciones de vida en el planeta, pero no sabemos cuáles.

Podríamos seguir enumerando datos que atestiguan el deterioro planetario y


consiguientemente nuestras propias condiciones de existencia. [3] Para tomar este
partido, tendríamos también que elaborar los aportes –valiosos o capciosos− de la
pléyade de negadores del calentamiento climático y del drama ecológico que
apenas apuntamos. Desde el irresponsable e imperial Donald Trump, actual
presidente de EE.UU., hasta negadores un poco más dignos de atención, como
Jorge Orduna empeñado contra un “ecofascismo” (mucho más atento al papel
globalizador –en rigor como bien lo ha bautizado Frei Betto, globocolonizador– del
“internacionalismo ecologista”), o Aramís Latchinian, justamente preocupado e
indignado contra un ambientalismo burocrático y mediático, o Roberto Ferrero, con
justeza dedicado a diferenciar el ecologismo de los satisfechos y desarrollados de
un ecologismo periférico que, desesperado ante los destrozos de la
industrialización, intenta ahogar todo desarrollo industrial, afianzando el corte
centro/periferia.

Pero nos interesa ir un paso atrás. En la historia todavía reciente de nuestra


modernidad. La que suele datarse, en Occidente, como el Renacimiento europeo y
el mal llamado “Descubrimiento” bautizado por europeos, de América.

A la primera de estas manifestaciones se la suele asociar, con razón, con un


desplazamiento de lo religioso a lo científico, pausado, irregular, pero
desplazamiento que la modernidad, asentándose y universalizándose, puede
verificar como decisivo.
La segunda, en cambio, redefinirá una nueva globalización, puesto que América
será finalmente deglutida, cultural y físicamente, por Europa, enseñoreándose en el
planeta.

Hasta el siglo XV, Europa había coexistido con África y Asia, constituyendo lo que
con el tiempo se llamará el Viejo Mundo, en una suerte de globalización que tenía
como eje el mar Mediterráneo, sobre todo oriental.

Pero la asimetría establecida entre la Europa transatlántica y el continente


americano fue decisiva para establecer una relación de dominio de lo europeo y su
proyección planetaria. Con un nuevo eje, en el océano Atlántico.

En 1520, inicialmente a cargo de Fernando de Magallanes y finalmente de Juan


Sebastián Elcano, los humanos dan “la vuelta al mundo”. Muy poco después esa
expansión, con desigual intensidad, se aplicará sobre las otras “partes” del Viejo
Mundo, por ejemplo convirtiendo al África en proveedor de esclavos para el Nuevo
Continente, donde los europeos no establecerán, salvo excepciones, una relación de
igualdad, de humanidad, con sus pobladores; “los indios”. En muchos casos, ni
siquiera tratados como sirvientes o vencidos. Deslumbrados por las riquezas, los
europeos optarán, masivamente, por la eliminación de los “subhumanos”
encontrados, sobre todo los varones, o en todo caso –la versión buenista de Las
Casas− procurarán con educación, adiestramiento y proselitismo como si de niños
se tratara– rehacerlos “a la europea”.

La conquista de América sierva

Con la expansión de Europa, su consiguiente colonización de El Nuevo Mundo,


tendremos desplegado en toda su amplitud lo que Tzvetan Todorov llamará con
singular acierto “La cuestión del otro”.

Entramos así a la modernidad con esta configuración: la existencia, la presencia de


“el otro”. La otredad. Esto significa, brutalmente, la desaparición del universo, es
decir, de la unidad del cosmos.

Los griegos habían trabajado siempre con el opuesto conceptual cosmos-caos.


Ahora, en presencia de una colonización galopante, ya no estamos enfrentados al
caos, a la falta de la regularidad propia del cosmos; ahora estamos en territorio
adverso.

Los aborígenes resisten hacerse esclavos. Para extraer de África millones de seres
humanos y convertirlos en esclavos, hubo que matar a otros tantos, a veces
muchos más todavía. Y en el Nuevo Mundo, los europeos ante la resistencia de las
sociedades aborígenes, también se valieron de las armas, el terror, la tortura, para
someter a estos otros otros.

Desde entonces, con el Occidente colonizador, floreció el racismo. Y con el racismo,


la idea de superioridad. Sentimientos similares, de ombligo del mundo, podían
albergarse en mentalidades “de aldea”, localmente apenas. Pero con el dominio
sobre el nuevo continente, esa actitud caracterizará, como norma, a los europeos
respecto de los colonizados.

Y la idea de superioridad también abarcará lo humano respecto de lo no


humano. [4]
Así empezamos a ver a la naturaleza como ajena. Y eso está a un solo paso de
verla como enemiga. Nada para extrañarse si tenemos en cuenta que estamos
hablando de hace 500 años. Con una naturaleza mucho más presente que lo que
hoy podemos calificar como tal. Y con una humanidad mucho menos significativa
que la actual.

Pero esa configuración de el otro implica romper con toda idea de común-unión. De
comunión. Significa elaborar una estrategia de enfrentamiento. A muerte. Significa
la instauración de el enemigo, un poco por doquier.

Al romper con el “orden natural” y encaramados en el consiguiente despliegue de


los desarrollos tecnológicos, tenemos el auge de las ciencias físicas, astronómicas,
naturales, químicas. Que revolucionan el cuadro del conocimiento humano, hasta
entonces centrado en las disciplinas del lenguaje; el teatro, la literatura, la historia,
la lógica, la oratoria, y ramas fundamentales del tejido social, como el derecho.

Ese desarrollo renacentista nos traerá, por ejemplo, el microscopio (inventado en


1590) y el telescopio (en 1610). Y la ampliación de disciplinas conexas, como la
astronomía y la cosmografía vinculadas con el manejo del telescopio, así como de la
biología y la química accediendo al mundo microscópico.

La llegada de estas nuevas áreas del conocimiento se inscriben entonces en un


mundo ahora cuantitativizado, cuantitativizable. Mundo enseñoreado con el
concepto de el otro.

En el siglo XVI entonces ya teníamos a Monsanto, Syngenta, Bayer… la


agroindustria deshaciendo el planeta.

No en sentido literal, obviamente, pero en germen. Como diría Aristóteles, en


potencia.

Es el american way of life el que encarna con mayor vigor ese “nuevo mundo”.

Con orgullo, los americans, en rigor los White, Anglo, Saxon, Protestants,
los WASP, se deslastran de tradiciones europeas, de pasados europeos, para ellos,
precisamente, “pasados de moda”.

Con estos deslastres, empero, se llevaron todo atisbo de comunidad que “el mundo
viejo” todavía tuviera.

Y ese empuje hacia un mundo nuevo, se lleva a cabo desde una coyuntura histórica
excepcional: con el fin de la llamada 2GM, 1945, EE.UU. quedó dueño virtual del
mundo entero, al disponer de los tres complejos industriales mayores del planeta
que eran, precisamente, los que llevaban adelante la construcción de la nueva
era. [5] Será apenas un momento el del unicato norteamericano, porque la década
del ’50 comienza con la bomba H soviética y el establecimiento, al menos
convencional, de dos superpotencias planetarias.

Pero fue suficiente para modelar lo que estaba sobreviniendo.

En ese cambio múltiple sobrevenido con la guerra mundial y su desenlace, aunado


a los cambios tecnológicos cada vez más significativos, por ejemplo en los
desarrollos químicos o en los comunicacionales (para señalar apenas un par),
el american way of life por ser un racismo colonialista, generó inevitablemente un
nosotros y un ellos. Los otros, es decir el resto del mundo; lo ignoto, lo
amenazante, lo conquistable.

Esto último se expresará en el terreno cultural y comunicacional: Hollywood “hará”


nuestra próxima realidad.

Y la vida cotidiana, tendrá con la irrupción de los termoplásticos, toda una


revolución de “la comodidad” que tardará décadas para que la sociedad vea sus
atroces secuelas.

Chovinismo y microbios: una forma de entender el mundo y sus “luchas”.

En ese “caldo” cultural se produjo, por ejemplo, la semántica de microbio. La


designación es neutra; pequeñísima porción viva. Pero el american way of life la
consideró enemiga.

Y sobrevino el ataque, cultural y militar, contra los (despreciables) microbios:


todavía recuerdo los documentales para escolares –cientificistas y pedagógicos–
sobre el cuidado de los dientes y la boca: la pasta de dientes y los cepillos
remedando armas haciendo operaciones de limpieza de esos impiadosos enemigos,
los microbios y las caries. Made in Hollywood.

Y los proyectos alimentarios –monstruosos e ignorantes– de la década del ’50, de


llegar a alimentarnos con las dietas científicamente calculadas de nuestras calorías,
sin necesidad de andar comiendo alimentos, que siempre podían traernos visitantes
indeseados: vivir de pastillas compuestas con todos nuestros nutrientes. Reader’s
Digest.

Y ya en plena década de los ’60, los emporios tecnológicos llevando su batería de


insecticidas del universo militar –para el cual fueran creados– al de la agricultura,
para luchar contra los “microbios”, las “plagas”. El caso paradigmático del DDT.

En esa época, cuando los grandes laboratorios productores de tales venenos


(insecticidas, nematicidas, fungicidas) estaban “otorgando la solución” a los
agricultores occidentales, europeos y a sus colonias más o menos ex, como el
continente americano, todo un universo agrícola, con centenares de millones de
agricultores –la India–, resistió la llegada de tales “salvadores” (aunque se trató de
una resistencia vencida).

Los campesinos indios, generalmente minifundistas, no veían necesidad de


arrebatarles a los insectos y demás “sabandijas” la comida (la merma para el
consumo humano rondaba el 10% de cada cosecha). Los laboratorios procuraban
tentar a los agricultores para que se adueñaran de ese 10% también (algo
matemáticamente imposible, porque los agrotóxicos que querían venderles
costaban dinero… y porque, con el tiempo, iban a costar más que aquel 10 %
inicial…). Los agricultores aducían que así vivían también los bichitos, como ellos
mismos. La India carecía, entonces, de… modernidad.

La contaminación planetaria creciente, y hoy con carácter de metástasis planetaria,


nos está revelando que aquellos campesinos indios analfabetos eran más sabios,
sabían más de naturaleza, que los laboratorios. Y que el sueño del chovinismo
tecnocrático en la lucha contra los microbios ha resultado miope. Porque cualquier
biólogo sabe que el 99,9999% de los microbios son benéficos, saludables,
imprescindibles para nuestra propia vida (y la del planeta en general). Y que toda
campaña dedicada a combatirlos o extirparlos, bajo pretextos de higiene o calidad
alimentaria, es equivocada, y contraproducente.
Porque no existe salvación hundiendo al otro. A costa de lo demás.

Pero al imperio le cuesta entender eso. Porque le sigue rindiendo atender a su


propia exclusividad; por eso, las élites de poder estadounidense, israelí, británica,
por ejemplo, siguen apostando a la guerra.

Y aquí ya no hablamos solamente de las guerras alimentarias (aunque también).


Nos referimos a todas las guerras, incluidas las más “tradicionales”.

A las de los laboratorios en el caso de la agricultura, pero también a la guerra


clásica para la apropiación de bienes considerados valiosos, como el petróleo, que,
por ejemplo, existe bajo los pies de tantos musulmanes.

Por eso, como bien explicita Denis Rancourt [6] y explica Naomi Klein [7], se
siguen desmantelando estados, sociedades y países mediante guerras y agresiones
en el mundo árabe. Política de shock.

Volviendo a nuestro momento cultural, vemos que la guerra está presente en los
más diversos aspectos de nuestras sociedades. Y que la guerra es la pretensión de
borrar a el otro. Y nuestra convicción es que, por el contrario, sólo multiplicándonos
con los otros podremos construir un mundo vivible. ¿Pero podemos
compartir algo con quienes pretenden quedarse con todo?

Notas

[1] Una suscriptora de una revista que editara hace años me preguntó si
fitomejoradores y agrotóxicos no se referían a lo mismo, a las mismas sustancias.
Le contesté que por cierto era así y que el doble bautismo revelaba las muy
distintas significaciones que le dábamos a lo mismo.

[2] A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, se registra década a década,
ininterrumpidamente una pérdida de capacidad espermática en varones humanos
estadounidenses. La misma investigación ha verificado, también marcada
disminución de fertilidad en aves marinas, por ejemplo, y en cocodrilos de la
península de Florida (Myer, Dumanoski y Peterson, Nuestro futuro robado, 1996).

[3] Aunque no se trata de resultados de sencilla lectura, unívocos. Junto con tales
deterioros existen a veces formidables avances en el conocimiento humano, que
permite sortear algunos obstáculos como nunca antes. Como único ejemplo;
progresos quirúrgicos.

[4] Lynn White en “Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica” [1968] reseña
el papel de los cristianos, particularmente sacerdotes, acabando con el paganismo
característico de los indígenas, para implantar un mundo moderno ajeno a todo
pathos panteísta, a toda identificación con, por ejemplo, la naturaleza. Al romper
con el paganismo se rompía con un nosotros que abarcaba todo y se introduce así,
la cuestión de el otro, no ya entre humanos (donde por cierto ya estaba bien
consolidada por el colonialismo y el racismo consiguiente) sino respecto del resto
del mundo.

[5] 1. La franja atlántica de EE.UU.; 2. La cuenca del Ruhr, casi toda asentada en
territorio alemán, ahora ocupado por Los Aliados (es decir, primordialmente, por
EE.UU.) y 3. El cordón industrial dentro del archipiélago japonés (Kyoto, Yokohama,
Tokyo) también bajo ocupación de EE.UU. Fuera de tales centros industriales había
algunos otros como el soviético, el sueco o el norte italiano, pero todos de muy
secundaria significación, entonces (v. James Burnham, La revolución de los
directores, 1941).

[6] Cit. p. Jonas Alexis y Michael Cangemi, “Alfred Lilienthal y otros lucharon contra
la mafia jázara”, Veterans Today, publicado en castellano, rebelión.org, 6 oct.
2019.

[7] La doctrina del shock, 2007.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia
de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Você também pode gostar