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La acción colectiva popular en los siglos XVIII y XIX: modalidades, experiencias,

tradiciones

Raúl O. Fradkin
Presentación

Si se repasan los desarrollos recientes de la historiografía americanista del siglo XIX puede
advertirse que dos campos contienen buena parte de las innovaciones: la denominada nueva
historia política y los estudios dedicados a la historia popular. No se trata de dos escuelas ni de dos
territorios historiográficos homogéneos y claramente diferenciados pues en ambos puede
registrarse varias notas comunes. Sin embargo, se trata de dos campos distintos informados por
tradiciones interpretativas y analíticas claramente distinguibles. Así, mientras la historia política ha
fundado su recobrado vigor, prestigio e influencia recusando los modos de hacer historia que se
desplegaron durante las décadas de predomino de la historia económica y social, la historia
popular ha sabido apropiarse de los resultados que produjo esa historiografía de marcado acento
regional. En cualquier caso, ambos campos no han entablado un diálogo abierto aunque
convergen en algunos problemas, coyunturas y procesos.

2Desde nuestro punto de vista, el análisis de las experiencias de acción colectiva popular puede
constituir un territorio particularmente adecuado para intentarlo y para ello reuniremos en este
dossier un conjunto de ensayos que analizan muy diferentes experiencias de los siglos XVIII y XIX.
Se trata de recuperar los hilos muchas veces opacos que enhebraron las múltiples tradiciones de
movilización coloniales y poscoloniales sin subestimar la centralidad de la crisis de desintegración
de los imperios como punto de inflexión de esas tradiciones y de reunir materiales que permitan
profundizar los enfoques comparativos de las intervenciones populares en el proceso diverso y
contradictorio de revoluciones producidas a ambos lados del Atlántico, de las conexiones entre las
experiencias hispano y lusoamericanas y de las crisis de gobernabilidad que vivieron durante el
siglo XIX en las áreas metropolitanas y coloniales. Vista desde este foco de observación esa
coyuntura se presenta como particularmente significativa por los modos en que condensó
tradiciones previas de movilización así como por su importancia en la forja de otras nuevas.

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3Pensar la cuestión en término de tradiciones permite indagar procesos de construcción de un
conjunto de nociones, valores, lenguajes, símbolos pero también de formas de acción colectiva. Es
cierto que algunas tenían antigua prosapia como los tumultos multitudinarios urbanos o los
motines de los pueblos campesinos e indígenas. En este sentido la trayectoria novohispana y
mexicana resulta emblemática en la medida que ha permitido registrar una notable vigencia y
persistencia de los tumultos de pueblo desde la época colonial hasta bien avanzado el siglo XIX.
Sin embargo, la presencia de patrones perdurables de acción colectiva fue sustancialmente más
diversa y las evidencias disponibles indican no sólo sus variaciones temporales y regionales sino
también sus estrechas relaciones con las coyunturas políticas.1

4Con todo, es indudable que algunas formas de acción colectiva eran radicalmente novedosas. La
crisis metropolitana generalizó la vigencia de un principio de legitimidad (la retroversión de la
soberanía y el principio del consentimiento), un cierto modelo para plasmarlo e institucionalizarlo
(las juntas), diferentes vertientes ideológicas y lenguajes políticos (pactismo, constitucionalismos y
diversas formas de liberalismo) así como nuevas prácticas (las elecciones). Pero también formatos
de acción colectiva política y militar. En este sentido, no siempre se subraya lo suficiente la
centralidad que tuvieron las experiencias tumultuarias en el desarrollo de la “eclosión juntera”
(para emplear la feliz expresión de un libro reciente2) y en la recepción de las elites americanas de
la dramática experiencia metropolitana. Tampoco se ha explicado en forma consistente la
centralidad que cobraron algunas formas de hacer la guerra.3 En especial, una: la guerra de
guerrillas.4 A través de diversas combinaciones el siglo XIX aparece signado - a uno y otro lado del
Atlántico - por estas nuevas formas de acción colectiva pero también por tradiciones más antiguas
de movilización.

5De alguna manera, la tentación de encontrar en un sustrato común la explicación de ciertas


analogías ha llevado ha buscarlo en la homogeneidad cultural del imperio. Pero, esta postulación
pareciera ser válida para el universo de las elites letradas y es bastante dudoso que pueda
argumentarse lo mismo para los heterogéneos conglomerados populares atravesados por
diversidades étnicas (y, por tanto, por tradiciones culturales muy distintas) que fueron los
protagonistas por excelencia de la acción colectiva. De este modo, las lógicas, las dinámicas y las

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modalidades de la acción colectiva popular parecen haber tenido un indudable “color local” que
solo se hace comprensible inscribiendo cada experiencia en las tradiciones y las trayectorias de los
antagonismos así como en las memorias “corta” y “larga” de sus actores.5

6Los modos en que las nuevas prácticas políticas se enhebraron con las tradiciones de
movilización preexistentes sigue siendo un problema histórico sujeto a múltiples lecturas y
plagado de ambigüedades y paradojas. En su momento François-Xavier Guerra había postulado
que era en “la ausencia de una movilización popular moderna y de fenómenos de tipo jacobino,
donde reside la especificidad mayor de las revoluciones hispánicas” aunque él mismo advertía que
las excepciones significativas las brindaban las sociedades esclavistas y las conjuraciones y
levantamientos de negros y pardos, como las ocurridas en Coro, Maracaibo y Bahía.6 Aunque
luego atenuó y corrigió el énfasis que inicialmente ponía en oponer los modos “tradicionales” y
“modernos” de acción colectiva7 – un refinamiento de su enfoque no siempre tenido en cuenta
por sus lectores-, parece necesario revisar este supuesto rasgo peculiar de las revoluciones
hispánicas. Y, sobre todo, parece imprescindible incluir de un modo más decidido aquel
“excepcionalismo” en los relatos centrales de las experiencias revolucionarias hispanoamericanas
no solo porque puede ayudar a registrar una imagen menos unidireccional de la difusión de las
ideas liberales sino porque también puede contribuir a situar de un modo más preciso la
intervención de los esclavos y los libertos en las luchas políticas y sus apropiaciones de los
discursos revolucionarios en circulación a través del Atlántico.8

7Una mirada de conjunto de la bibliografía sobre estos temas pone en evidencia que han sido
mucho más desarrollados los estudios sobre las áreas rurales latinoamericanas que las urbanas
aunque la historiografía mexicanista ha avanzado más decididamente en suplir este defasaje. De
este modo, la significativa contribución de Silva Prada amerita prolongar el imperio de las
tradiciones de movilización popular dentro de un marco temporal mucho más amplio que el
habitual.9 Sin embargo, el activismo urbano durante la insurgencia sigue siendo una cuestión
abierta y el impacto de las guerras en las ciudades latinoamericanas recién empieza a ser
estudiado con mayor atención.10 Con todo, es claro que los estudios del siglo XIX han debido
indagar en detalle las muy diversas formas de acción colectiva popular en las ciudades y sus

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ambiguos vínculos con las formas institucionalizadas de participación política.11 En especial, en la
historiografía española puede advertirse que si bien ha ocupado una atención relevante la
intervención campesina en las luchas decimonónicas también se han desarrollado estudios
sistemáticos de la acción colectiva popular urbana que permiten reconstruir a largo plazo sus
trayectorias y variaciones.12

8El cotejo de ambas historiografías permite considerar dos modificaciones relevantes a la hora de
evaluar posibles convergencias entre ambos campos historiográficos. Por un lado, que la historia
social agraria se ha interesado cada vez más por develar las formas, intensidad e incidencia de la
politización rural.13 Por otro, que la historia política se interesa de modo creciente en los procesos
de construcción de ciudadanía y de gobierno local en las áreas rurales así como en los desafíos que
supuso a la gobernabilidad de las sociedades.14 En un artículo reciente A. Annino profundizó las
implicancias de la “revolución territorial” que había adjudicado al imperio de la constitución
gaditana en el mundo hispánico demostrando que la emergencia de las nuevas prácticas políticas
no había ido necesariamente de las ciudades a las campañas sino que un precoz liberalismo y una
temprana adhesión al constitucionalismo habían anidado en ellas combinado con una arraigada
concepción de la justicia.15 Paralelamente, desde la historia social y regional se ha pasado a poner
en primer plano el análisis de los desafíos que suponían para el gobierno de los pueblos y
comunidades los proyectos reformistas y modernizadores.16

9Estas cuestiones son relevantes si se considera que la acción colectiva popular es una acción
situada y se podría decir que suele responder a una “geografía”, una “ecología” y una “economía”
específicas. Dado que supone una movilización de recursos organizativos, materiales y simbólicos
que se despliega a partir de las relaciones entabladas con dispositivos de poder y dentro de
oportunidades políticas, también tiene atributos, historias y marcos coyunturales específicos. De
alguna manera, entonces, el desafío es lograr una cierta convergencia entre las contribuciones
desarrolladas desde un tipo de historia dominada por una perspectiva “desde arriba y desde el
centro” (la historia de las instituciones, la historia intelectual y conceptual o la historia de las
prácticas y las formas de sociabilidad políticas) y una historia “desde abajo y desde las periferias”
que pueda dar cuenta de la historia de las resistencias, las culturas políticas populares y sus

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formas y tradiciones de acción colectiva. Ello supone – como se ha señalado - “descentrar” la sede
de lo político y recuperar la diversidad de las experiencias históricas, populares y regionales.17

10Los historiadores que lo han intentado debieron afrontar diversos desafíos y necesitaron
adoptar no solo descentrar lo político sino también ampliar el universo de su formas considerando
aquellas prácticas y estrategias que James Scott incluyó dentro de la “infrapolítica de los
dominados”.18 Pero también debieron afrontar un cambio en las perspectivas habituales
procediendo a la reconstrucción minuciosa y localizada de los patrones de conflicto de larga
duración. Una perspectiva de este tipo les permitió analizar como se enraizaban en culturas
políticas étnicas y relaciones de poder locales y superar las secuencias evolucionistas y las
dicotomías entre formas legales e ilegales de acción colectiva. De este modo, les fue posible
analizar mejor la dinámica de antagonismos, la expansión de los horizontes de los actores
indígenas y reconsiderar a la comunidad como una “formación política específica”. Puede
afirmarse que se ha ido definiendo un problema: las relaciones entre las formas de acción
colectiva, los dispositivos y prácticas de poder institucionalizados y las culturas políticas populares
y regionales. En este sentido, el cotejo de las experiencias históricas andinas y novohispanas se
devela sugestivo en la medida que los estudios disponibles tienden a demarcar convergencias
pero también diferencias importantes: la historiografía de la Nueva España ha hecho hincapié en
la presencia de un repertorio de acciones rebeldes basado en el predominio de las formas locales
de protesta y su “campanillismo” mientras que para los Andes se ha subrayado la amplitud de los
horizontes mentales de los insurgentes y su larga experiencia de relación y confrontación con las
formaciones estatales. 19

11En otros aspectos sus contribuciones son convergentes en señalar los vínculos estrechos pero
también elásticos entre política, religión e identidades comunitarias. Se trata de una cuestión
decisiva para la comprensión de la configuración de la variedad de culturas políticas populares y
regionales así como de sus relaciones con las formas que adoptó la acción colectiva. Si como se ha
dicho las llamadas guerras de la independencia adoptaron el modelo de una “guerra religiosa”20,
lo cierto es que ello no impidió sino que parece haber impregnado las diversas adhesiones y
apropiaciones populares peculiares y selectivas del liberalismo y del conservadorismo.21 En

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cualquier caso, las investigaciones han demostrado que el análisis de las relaciones entre los curas
y sacerdotes y las movilizaciones de protesta social agraria es una cuestión tan central como las
que existieron entre religión y configuración de las culturas políticas populares.

12Sin duda, se han producido algunas novedosas contribuciones que ameritan volver a visitar el
universo de problemas y de desafíos que contiene. Algunas provienen de una sociología y una
ciencia política que ha recuperado el lugar de la historia como espacio de verificación y
refinamiento de sus modelos analíticos y sus enfoques interpretativos acuñando conceptos que -
como repertorio de acción colectiva o ciclo de protesta – intentan dar cuenta de las dinámicas
históricas.22 Sin embargo, estas perspectivas parecen tener mayor influencia en la historia social
europea y española que en la latinoamericana donde las novedades más significativas parecen
provenir del mismo territorio historiográfico y supone un cambio de perspectivas. Quizás el más
significativo sea el desplazamiento del foco de atención desde los momentos de rebelión
generalizada hacia el escrutinio de las formas de protesta y resistencia empleadas cuando ellos no
sucedían, un cambio que ha devenido en la necesidad de recuperar las formas de la política
popular y de sus cambiantes relaciones cotidianas con el estado. En tales condiciones se ha pasado
de una imagen de las culturas políticas campesinas vistas como obstáculo para la acción política a
un análisis de la cultura como un repertorio de estrategias y recursos maleable, heterogéneo y
cambiante y a la recuperación de las experiencias históricas a largo plazo de sus relaciones con el
estado concentrando la atención en los vínculos entre las movilizaciones populares y la
configuración de sus culturas políticas.23

13Los trabajos que integran esta primera entrega del dossier se ocupan de algunos de los
problemas que hemos señalado. Antonio Escobar Ohmstede nos presenta las dinámicas de la
acción colectiva en las Huastecas novohispanas y pone en discusión hasta que punto la violencia
era su manifestación primordial para recuperar los modos y las lógicas de las intervenciones
políticas de los pueblos en esa conflictiva fase histórica conformada por las reformas borbónicas y
la insurgencia. María Elena Barral nos lleva a un contexto bien diferente: al territorio de las
misiones guaraníes y a partir del análisis de dos libros recientes nos introduce en el problemático
asunto de las relaciones entre sacerdotes y movilización indígena y entre cultura política popular y

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religión. Gustavo Paz, por su parte, analiza un contexto muy distinto: la experiencia de
movilización de los pueblos de la Puna argentina en la segunda mitad del siglo XIX y nos advierte
acerca de cómo antiguas tradiciones de movilización pudieron funcionar y adquirir novedosos
significados en contextos radicalmente distintos. Y Gabriel Di Meglio encara el análisis de una
experiencia muy diferente: la trayectoria de la movilización política popular en la ciudad de
Buenos Aires a lo largo de todo el siglo XIX. Se trata, por tanto, de experiencias, contextos, formas
de movilización y modos de abordaje muy distintos que serán enriquecidos en próximas entregas
de este dossier.

14Completamos este dossier con tres nuevas contribuciones en las cuales se analizan desde
distintos enfoques dimensiones y experiencias bien diferentes.

15En su ensayo Sergio Serulnikov realiza una estimulante propuesta para la construcción de una
nueva agenda historiográfica que sea capaz de comprender mejor las disímiles respuestas de las
sociedades hispanoamericanas frente a la crisis general de la monarquía hispánica. Para ello,
postula que resulta necesario que la investigación adopte una perspectiva integradora, regional y
de larga duración. A través de un repaso de algunas de las más recientes contribuciones
producidas en la historiografía americanista y de las evidencias que le suministran sus estudios
sobre la crisis de la sociedad colonial de Charcas, el autor se aparta del canon que ha imperado en
años recientes en los análisis de las independencias latinoamericanas. Sin dejar de ponderar sus
significativas contribuciones discute, sin embargo, una cuestión central: si lo enfoques globales
que han pensado la cuestión de la crisis a escala imperial no habrían llevado a una suerte de
invisibilización de la multiplicidad de respuestas que encontró, las cuales solo se tornan
comprensibles atendiendo a las distintas configuraciones sociales y a sus trayectorias específicas
de negociación y conflicto. Desde su perspectiva, entonces, solo un enfoque más integrador, a la
vez más atento a lo regional y a la larga duración, sería el que podría suministrar una comprensión
cabal y adecuada de las razones, las motivaciones y las racionalidades de los alineamientos de los
actores y de sus modos de acción. Se presenta, así, un argumento que invita a la re-consideración
de algunos de los supuestos que han primado en lo que ha dado en llamarse la nueva historia
política.24 Básicamente, de dos de ellos: por un lado, que dada su concentración en la experiencia

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decimonónica esa historiografía ha tendido a tomar como punto partida de sus análisis la crisis de
1808; por otro, que su énfasis en la autonomía del campo de lo político ha derivado en una suerte
de des-socialización de su análisis. En ambos sentidos la propuesta de Serulnikov es sugestiva e
invita a la reflexión: en la relación al primero, porque convoca a extender las miradas de la historia
política a la era colonial; y respecto al segundo, porque llama particularmente la atención sobre
una dimensión hasta ahora menos atendida, esta es, los modos en que se fueron politizando los
conflictos y las tensiones sociales y culturales.

16En su colaboración Julio Pinto Vallejos nos introduce en el análisis de la singular experiencia
chilena. Su autor nos ofrece aquí una versión que condensa algunos puntos centrales de una
investigación mucho más vasta y minuciosa de reciente aparición que realizó junto a Verónica
Valdivia y que no dudamos en invitar a los lectores a visitarla dada la minuciosidad de la
reconstrucción de la experiencia histórica popular que ofrece, la densidad del material
documental revisado y su renuencia a interpretarla a partir de supuestos apriorísticos.25 Sino
única, la experiencia popular chilena es particularmente fértil. Lo es para indagar varios de los
problemas en torno a los cuales gira este dossier. Y también para recusar el dispositivo discursivo
de tono patriótico que inunda este territorio historiográfico, especialmente en tiempos de
conmemoraciones como los que estamos viviendo, y a los cuales los ámbitos profesionales de la
historiografía terminan siendo menos inmunes de lo que quisieran ser. La colaboración de Pinto
Vallejos deja pocas dudas acerca de la imperiosa necesidad de situar en un adecuado marco
regional el análisis de estas experiencias y nos muestra que en Chile la crisis de la independencia
no parece haber suscitado procesos – al menos significativos - de politización popular autónoma y
que cuando los produjo fue en defensa de la causa realista. Ello, por supuesto, no impidió la
intensa movilización militar plebeya e incluso intensos debates políticos en la década de 1820
acerca de la incorporación de los sectores populares al ejercicio de derechos republicanos pero no
pareciera haber dado lugar al surgimiento de expresiones propiamente plebeyas de interpelación
ciudadana. Lo que en cambio, sí parece haber sido mucho más notorio - y no por eso menos
significativo - es que esos sectores habrían aprovechado de diversas maneras los espacios y los
intersticios para perseverar en una pertinaz defensa de sus formas propias de sociabilidad. En
buena medida esta situación habilitó algunas de las condiciones para hacer posible la que

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probablemente haya sido la experiencia histórica más exitosa de reconstrucción del orden en la
primera mitad del siglo XIX hispanoamericano, una experiencia tan exitosa que pese a su impronta
conservadora se habría de convertir en referente ineludible para varios programas y proyectos de
inspiración liberal.26

17Cerramos este dossier con la sugerente colaboración que Genís Barnosell dedica a analizar la
dimensión religiosa de la llamada guerra de independencia española a través de la experiencia de
los sitios de Zaragoza y Gerona. Nos pareció particularmente importante incluir la consideración
de esta faceta de lo sucedido en la metrópoli y por varios motivos. En primer término, porque la
posibilidad de pensar las denominadas guerras de independencia como fueron vividas por los
protagonistas en términos de una guerra religiosa ha sido particularmente incitante. Así, estudios
dedicados a muy diversas experiencias latinoamericanas han mostrado que la religión
suministraba esquemas mentales para interpretar lo que estaba sucediendo, recursos retóricos y
simbólicos para dar forma a la acción colectiva así como se había convertido en objeto de disputa
de los retazos de legitimidad que quedaban del antiguo régimen para construir la de uno nuevo y
en una suerte de filtro cultural para la recepción y apropiación de las novedades ideológicas.27 La
colaboración de Barnosell nos vuelve a mostrar algunos de los componentes comunes de las
culturas políticas que habitaban el imperio así como la vigencia y revitalización de sus tradiciones
pluriseculares en un contexto de crisis e incertidumbre extremas. Como bien lo subraya, las
expresiones milenaristas y mesiánicas que contenían esas tradiciones no pueden ser circunscriptas
a mundos pretéritos sino que cobraron particular relevancia en este contexto de la crisis
peninsular como lo hicieron en la América hispana y portuguesa y que fueron parte de los
imaginarios de los más diversos grupos sociales y étnicos.28 Como bien advierte el autor, a partir
de considerar las condiciones extremas de las poblaciones urbanas sometidas a duro asedio, la
guerra religiosa parece haber suministrado recursos y motivaciones para sostener una
movilización más allá de lo que a priori podría esperarse y dotar a la población no solo de una
cohesión imposible de obtener por otros medios sino de una lógica religiosa de la acción colectiva
que desplazó a la estrictamente militar. Sin embargo, la explicación de estos comportamientos
colectivos a partir de nociones como “fanatismo” resulta claramente insuficiente; pero también,
nos muestra que las apelaciones a la “nación” y a la “libertad” también lo eran: su cuidadoso

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análisis de la evolución de los tópicos predominantes en los discursos que las autoridades hacían
circular entre la población le permite advertir como fueron perdiendo importancia aquellos
relacionados con el concepto aristocrático del honor así como también las referencias a Fernando
VII mientras que, en cambio, se hacía evidente un incremento de las alusiones a la patria, de las
referencias locales y, sobre todo, de las religiosas, en particular a la Virgen del Pilar. De este modo,
el contenido crecientemente localista del discurso movilizador terminaba fundiendo religión y
defensa local.

18Esperamos que las colaboraciones reunidas en este dossier hayan llamado la atención de los
lectores sobre los temas y los problemas que nos interesaba poner en discusión y que contribuyan
a la empresa siempre renovada – y siempre inacabada – de abrir nuevas sendas en el
conocimiento del pasado.

Notas:

1 Un panorama al respecto en Coastworth, John, “Patrones de rebelión rural en América Latina: México en
una perspectiva comparativa”, en F. Katz (comp.), Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México
del siglo XVI al siglo XX, Tomo 1, México, Ediciones Era, 1990, pp. 27-63. La fertilidad de analizar los
patrones de movilización social rural en el largo plazo ha sido explorada por Tutino, John, De la insurrección
a la revolución en México. Las bases sociales de la violencia agraria, 1750-1940, México, Ediciones Era,
1990.
2 Chust Calero, Manuel (coord.), 1808. La eclosión juntera en el mundo hispano, México, El Colegio de
México/Fondo de Cultura Económica, 2007.
3 Los vínculos estrechos entre guerras y construcción de formaciones estatales constituyen un capítulo
central de los desarrollos historiográficos recientes y sugieren tanto la necesidad de adoptar perspectivas
analíticas de largo plazo como que el análisis de la acción colectiva popular forma parte inseparable de la
misma cuestión aunque no la subsuma. Véase, por ejemplo, Chust, Manuel y Marchena, Juan (eds.), Las
armas de la Nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1850), Madrid, Iberoamericana,
2007 y Por la fuerza de las armas. Ejército e independencias en Iberoamérica, Castelló de la Plana,
Publicaciones de la Universitat Jaume I, 2008; Ortíz Escamilla, Juan (coord.), Fuerzas militares en
Iberoamérica, siglos XVIII y XIX, México, El Colegio de México/El Colegio de Michoacán/Universidad
Veracruzana, 2005.
4 Lempérière, Annick, “Revolución, guerra civil, guerra de independencia en el mundo hispánico, 1808-
1825”, en Ayer, N° 55, 2004, pp. 15-36. La revisión histórica sobre las guerrillas hispanas durante la
confrontación con la invasión napoleónica y sus legados es un problema de renovado interés: Esdaile,
Charles, Napoleón contra España. Guerrillas, bandoleros y el mito del pueblo en armas (1808-1814), Buenos
Aires, EDHASA, 2006; Thone, John, La guerrilla española y la derrota de Napoleón, Madrid, Alianza Editorial,

10
1999; Moliner Prada, Antonio, La guerrilla en la guerra de independencia, Madrid, Adalid, 2004. El mejor
estudio reciente para la América hispana en Demélas, Marie-Danielle, Nacimiento de la guerra de guerrilla:
el diario de José Santos Vargas (1814-1825), Travaux de l’IFEA Tomo 196, IFEA- Plural Editores, 2007.
5 Estas dimensiones de las experiencias de movilización popular se ha demostrado particularmente fértil
para el estudio de algunos procesos actuales de insurgencia popular: Svampa, Maristella y Stefanoni, Pablo
(comps.), Bolivia: memoria, insurgencia y movimientos sociales, Buenos Aires, CLACSO, 2007.
6 Guerra, François-Xavier, Modernidad e independencias, Madrid, Mapfre, 1992, p. 36 y 41.
7 Guerra, François-Xavier, ”De la política antigua a la política moderna: algunas proposiciones”, en Anuario
IEHS, Nº 18, 2003, pp. 201-212
8 Linebaugh, Peter y Rediker, Marcus, La hidra de la Revolución. Marineros, esclavos y campesinos en la
historia oculta del Atlántico, Barcelona, Crítica, 2005. Véase también Aguirre, Carlos, Agentes de su propia
libertad. Los esclavos de Lima y la desintegración de la esclavitud 1821-1854, Lima, Pontificia Universidad
Católica del Perú, 1995 y “Silencios y ecos: la historia y el legado de la abolición de la esclavitud en Haití y
Perú”, en A Contracorriente, Vol.3, N° 1, 2005, pp. 1-37; Marchena Fernández, Juan, “El día que los negros
cantaron la Marsellesa: el fracaso del liberalismo español en América, 1790-1823”, en Historia Caribe, Vol.
II, N° 7, 2002, pp. 53-75 y Langue, Frédérique, “La pardocratie ou l’itinerarie d’une ‘classe dangereuse’ dans
le Venezuela des XVIIe et XIXe siecles », en Nuevo Mundo. Mundos Nuevos. BAC, N° 5, 2005. Véase
también Gómez, Alejandro: “La revolución de Caracas desde abajo”, en Nuevo Mundo. Mundos Nuevos, N°
8, 2008.
9 Silva Prada, Natalia, La política de una rebelión. Los indígenas frente al tumulto de 1692 en la ciudad de
México, México, El Colegio de México, 2007.
10 Van Young, Eric, “Islas in the Storm: Quiet Cities and Violent Countrysides in the Mexican Independence
Era”, en Past and Present, N° 118, 1988, pp. 130-155; Archer, Christon, “Ciudades en la tormenta: el
impacto de la contrainsurgencia realista en los centros urbanos, 1810-1821”, en Brosetta, Salvador, Corona,
Carmen y Chust, Manuel (comps.), Las ciudades y la guerra, 1750-1898, Castelló de la Plana, Publicacions
de la Universitat Jaume I, 2002, pp. 335-360. Hébrard, Véronique, “La ciudad y la guerra en la historiografía
latinoamericana (siglo XIX)”, en Anuario Americanista Europeo, N° 1, 2003, pp. 41-58.
11 Grez Toso, Sergio, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general. Génesis y evolución histórica del
movimiento popular en Chile (1810-1890), Santiago, DIBAM-RIL, 1988; Sábato, Hilda, La política en las
calles. Entre el voto y la movilización, Buenos Aires, 1862-1880, Bernal, UNQ, 2004.
12 Ardit, Manuel, Revolución liberal y revuelta campesina. Un ensayo sobre la desintegración del régimen
feudal en el País Valenciano (1793-1840), Barcelona, Ariel, 1977; Fradera, Josep María, Millán, Jesús y
Garrabou, Ramón (eds.,), Carlisme i moviments absolutistes, Barcelona, Eumo Editorial, 1990; Rújula,
Pedro, Constitución o Muerte. El Trienio Liberal y los levantamientos realistas en Aragón (1820-1823),
Zaragoza, Edizions d l’Astral, 2000; Torras, Jaume, Liberalismo y rebeldía campesina, 1820-1823, Barcelona,
Ariel, 1976; Vilar, Pierre, Hidalgos, amotinados y guerrilleros. Pueblos y poderes en la historia de España,
Barcelona, Crítica, 1999. Para la acción colectiva urbana véase López García, José, El motín contra
Esquilache. Crisis y protesta popular en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Alianza Editorial, 2006; Pinilla
Cañadas, Scheherezade: “1820-1821: Riego mueve Madrid. Nuevas brisas en el viejo repertorio de acción

11
colectiva en la España del siglo XIX”, en Res Publica, N° 16, 2006, pp. 77-96 y Santirso Rodríguez, Manuel,
Revolución liberal y guerra civil en Cataluña (1833-1840), Barcelona, Universitat Autónoma de Barcelona,
1994.
13 Un claro ejemplo al respecto para la historiografía española lo constituye el dossier presentado por
Carmen Frías Corredor y Carmelo Romero Corredor en el número 38 de la revista Historia Agraria, 2006.
14 Morelli, Federica, “Entre el antiguo y el nuevo régimen. La historia política hispanoamericana del siglo
XIX”, en Historia Crítica, N° 33, 2007, pp. 122-155 y “Pueblos, alcaldes y municipios: la justicia local en el
mundo hispánico entre el Antiguo Régimen y el Liberalismo”, en Historia Crítica, N° 36, 2008, pp. 31-60.
15 Annino, Antonio, “Imperio, constitución y diversidad en la América hispana”, en Historia Mexicana, N°
229, 2008, pp. 179-228 publicado antes en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Debates, 2008. Disponible en:
http://nuevomundo.revues.org//index33052.html.
16 Escobar Ohmstede, Antonio, Falcón, Romana y Buve, Raymond (comps.), Pueblos, comunidades y
municipios frente a los proyectos modernizadores en América Latina, siglo XIX, San Luis Potosí/Amsterdam,
CEDLA/El Colegio de San Luis, 2002,
17 Mallon, Florencia, Campesino y Nación. La construcción de México y Perú poscoloniales, México,
Historias CIESAS, 2003 (primera edición en inglés de 1995). Un debate al respecto entre Mallon, Tutino y
Halperín Donghi en Historia Mexicana, Vol. XLVI, Nº 3, 1996.
18 Scott, James, Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos, México, Era, 2004.
19 Van Young, Eric, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, México, FCE,
2006 (primera edición en inglés de 2001). Ver también Glave, Luis Miguel, “Las otras rebeliones: cultura
popular e independencias”, en Anuario de Estudios Americanos, Vol. Nº 62, Nº 1, 2005, pp. 275-312. Stern,
Steve, “Nuevas aproximaciones al estudio de la conciencia y las rebeliones campesinas: las implicaciones de
la experiencia andina”, en Stern, S. (comp.), Resistencia, rebelión y conciencia campesina en los Andes. Siglo
XVIII al XX., Lima. IEP, 1990, pp. 25-41. Serulnikov, Sergio, Conflictos sociales e insurrección en el mundo
colonial tardío. El norte de Potosí en el siglo XVIII, Buenos Aires, FCE, 2006. Thomson, Sinclair, Cuando sólo
reinasen los indios. La política aymara en la era de la insurgencia, La Paz, Muela del Diablo/Aruwiyiri.
Editorial del THOA, 2007.
20 Demélas-Bohy, Marie-Danielle, “La guerra religiosa como modelo”, en Guerra, Francois Xavier, Las
revoluciones hispánicas: independencias americanas y liberalismo español, Madrid, Ed. Complutense, 1995,
pp. 143-164.
21 Guardino, Peter, Campesinos y política en la formación del Estado Nacional en México. Guerrero, 1800-
1857, Chilpancingo, Gobierno del Estado Libre y Soberano de Guerrero, 2001. Salvatore, Ricardo,
Wandering Paysanos. State order and subaltern experience in Buenos Aires during the Rosas era, Duke
University Press, Durham and London, 2003; Walker, Charles, De Tupac Amaru a Gamarra. Cusco y la
formación del Perú republicano, Lima, CBC, 2004.
22 Obviamente hacemos referencia a las contribuciones de Charles Tilly y Sydney Tarrow. Para su difusión
en el mundo de habla hispana véase por ejemplo Traugot, Mark (comp.), Protesta social. Repertorios y
ciclos de acción colectiva, Barcelona, Hacer Editorial, 2002.

12
23 Joseph, Gilbert y Nugent, Daniel (eds.), Aspectos cotidianos de la formación del estado. La revolución y
la negociación del mando en el México moderno, México, Ediciones Era, 2002; Larson, Brooke, Indígenas,
elites y estado en la formación de las repúblicas andinas, Lima, PUCP-IEP, 2002.
24 Al respecto puede consultarse Guillermo Palacios (coord.): Ensayos sobre la nueva historia política de
América Latina, s. XIX, México, El Colegio de México, 2007
25 Julio Pinto y Verónica Valdivia, ¿Chilenos todos? La construcción social de la nación (1810-1840),
Santiago, LOM, 2009.
26 Al respecto, para el caso argentino sigue siendo indispensable Tulio Halperín Donghi, Proyecto y
construcción de una nación (Argentina 1846-1880), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1980.
27 Marie-Danielle Demélas-Bohy, “La guerra religiosa como modelo”, en Guerra, Francois Xavier (comp.),
Las revoluciones hispánicas: independencias americanas y liberalismo español, Madrid, Ed. Complutense,
1995, pp. 143-164. Roberto Di Stéfano, “Lecturas política de la Biblia en la revolución rioplatense (1810-
1835)”, en Anuario de Historia de la Iglesia, N° XII, 2003, pp.201-224.
28 Eric Van Young, “El enigma de los reyes: mesianismo y revuelta popular en México, 1800-1815”, en Van
Young, E., La crisis del orden colonial. Estructura agraria y rebeliones populares en la Nueva España, 1750-
1821, México, Alianza, 1992, pp. 399-428. Marco A. Landavazo, “Fernando VII y la insurgencia mexicana:
entre la máscara y el mito”, en Marta Terán y José A, Serrano Ortega (eds.), Las guerras de independencia
en la América española, México, El Colegio de Michoacán/Universidad Michoacana de San Nicolás de
Hidalgo/ CONACULTA-INAH, 2002, pp. 79-88. Jan Szeminski, La utopía tupamarista, Lima, PUC, 1993. Teresa
Porcekansky, “El sustrato mesiánico de las rebeliones negras en la América colonial: el caso de Palmares”,
en Memoria del Simposio La Ruta del Esclavo en el Río de la Plata: su historia y sus consecuencias,
Montevideo, UNESCO-Logos, 2005, pp. 149-217.

Référence électronique

Raúl O. Fradkin, «La acción colectiva popular en los siglos XVIII y XIX: modalidades, experiencias,
tradiciones», Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En ligne], Débats, mis en ligne le 18 juin 2010,
consulté le 23 février 2015. URL : http://nuevomundo.revues.org/59749

13
En torno a los actores, la política y el orden social en la independencia
hispanoamericana.

Sergio Serulnikov
Apuntes para una discusión.
En el marco de una reunión académica realizada en la Universidad de Buenos Aires con motivo del
Bicentenario, se propuso a la panelistas reflexionar sobre los actores de la revolución y el orden
social.1 Este recorte temático -en el que se focaliza el presente ensayo- me parece
particularmente feliz puesto que nos sitúa en el centro de una problemática clave para interpretar
el fenómeno de la independencia. Por un lado, porque la debacle de la dominación española
conllevó también, con muy diversos ritmos y grados de intensidad, un resquebrajamiento del
orden social vigente, de la sociedad de Antiguo Régimen. Por otro, porque una historia de la
revolución, o en rigor una historia política de la revolución, no puede ser sino en parte una historia
de actores. Al menos como yo lo entiendo, este enfoque supone tres tipos de operaciones. La
primera es poner en relación diversos campos sociales y, por lo tanto, bibliotecas que no siempre
han dialogado entre sí. Me refiero no sólo al vínculo entre acontecimientos políticos y estructuras
socioeconómicas (tan centrales a la historiografía de las décadas del sesenta al ochenta), sino
también a cuestiones que han adquirido gran relevancia en los últimos años, tales como las
mutaciones en las modalidades de sociabilidad, la conformación de una esfera o esferas públicas,
los imaginarios y lenguajes políticos o el funcionamiento del estado y las formas de gobierno. El
desafío de una historia de actores es articular estos planos de la realidad, al mismo tiempo que
evitar ser subsumido, colonizado, por ninguno de ellos en particular. La re-socialización del análisis
de lo político, abogada con razón por Raúl Fradkin para el caso rioplatense en la mencionada
reunión, requiere a mi juicio una re-politización del análisis de lo social, lo cultural y de las ideas.2

2Tal aproximación a lo político exige una determinada escala de observación: una perspectiva
local o regional. Se trata de una elección más compleja de lo que aparenta. En los últimos años,
algunos de los trabajos más influyentes y controversiales en el campo –pienso por ejemplo en los
de François-Xavier Guerra o Jaime E. Rodríguez- han más bien adoptado un enfoque que, a falta
de mejor definición, llamaríamos global.3 Su unidad de análisis no es sólo Latinoamérica sino todo

14
el ámbito iberoamericano. Que ello tiene significativos beneficios está fuera de duda. En principio,
debido a que hay ciertos temas (las tradiciones políticas hispánicas, la estructura de gobierno
colonial, las reformas imperiales borbónicas, el surgimiento del nacionalismo criollo) que sólo
pueden ser cabalmente comprendidos en esa dimensión. Y también porque este tipo de mirada es
un necesario paliativo contra las tradicionales historias patrias que tendían a poner la nación como
el origen y no el resultado del lento proceso de conformación de lo estados latinoamericanos. Aún
así, estos marcos interpretativos globales no dejan de plantear serios interrogantes respecto a
cómo es conceptualizada la relación entre lo local y lo global y, por ende, a la manera como deben
ser construidos nuestros objetos de estudio.

3En un sentido, podría pensarse que se trata de una falsa discusión puesto que hay dos hechos, o
dos conjuntos de hechos, que nadie disputa. El primero es que las abdicaciones de Bayona
desencadenaron un cataclismo político a lo largo y ancho del mundo iberoamericano y que todos,
a ambos lados del Atlántico, de una u otra forma, estuvieron forzados a confrontar las mismas
cuestiones: la reversión de la soberanía, la relación entre España y América, el vínculo entre
capitales y ciudades subordinadas y, no menos importante, el problema del orden social -en su
doble connotación de mecanismos de control social y reformulación de las jerarquías
estamentarias. El segundo hecho es que las respuestas a estos dilemas fueron disímiles de ciudad
en ciudad, de región en región. De todos modos, creo que hay una diferencia sustancial entre
considerar el fenómeno de la independencia como un acontecimiento “único e indivisible” que
reconoce distintas manifestaciones locales, y considerarlo como una serie de levantamientos
locales (o ausencia de los mismos), que ciertamente obedecieron a un mismo estímulo externo y
estuvieron indisociablemente entrelazados entre sí, pero cuya dinámica política, cuyos rasgos
ideológicos y cuyo desenlace no fueron sólo diversos: respondieron a configuraciones específicas
que, en muchos y muy fundamentales aspectos, son irreductibles a fenómenos comunes al
conjunto de la monarquía hispánica. Tomar el ámbito del imperio como unidad de análisis (y vale
la pena recalcar que me estoy refiriendo aquí a un enfoque global y no a obras de síntesis o a
estudios comparativos que pueden o no compartir ese tipo de enfoque) impide dar cuenta de la
naturaleza y complejidad de esas experiencias; con frecuencia las invisibiliza.

15
4Lo mismo sucede si no se plantea un adecuado recorte temporal, una mirada de mediano y largo
plazo que tome la crisis de la monarquía hispánica como un punto de llegada y no de partida.
Existió, y todavía existe, una tendencia a considerar 1808 (o los años inmediatamente
precedentes) como el big bang de la revolución. Ello puede obedecer a meras decisiones de
investigación, pero también a ciertas opciones hermenéuticas. Nuevamente, una reciente
corriente historiográfica ha postulado que los territorios americanos eran concebidos como
reinos, no colonias (no sólo en el plano jurídico sino en la vida real); que las elites americanas se
consideraban miembros plenos de la nación española; que entre 1808 y 1810 no tenían “razones
objetivas o subjetivas para lanzarse a la insurgencia”; y que por ende la “eclosión juntera” formó
parte de una revolución política en todo el mundo hispano suscitada por la doble resistencia a la
invasión francesa y el absolutismo monárquico.4 Las motivaciones profundas (no ya las
declaraciones de propósitos) detrás de la formación de las juntas en América habrían sido en
esencia las mismas que en España. La emancipación sería el subproducto no previsto, y no
deseado, de este proceso. Así pues, mientras mucho de interés sucede antes de 1808 para explicar
las raíces históricas de los anhelos autonomistas e igualitarios de las juntas americanas (las
políticas de los ministros de Carlos III, la vigencia del antiguo pensamiento constitucionalista
hispánico, el diálogo con las ideas de la ilustración y el liberalismo), muy poco ocurre para explicar
su consecuencia directa y, en muchos casos, inmediata: la independencia. En esta visión, los
impulsos separatistas criollos pertenecen al cortísimo plazo: surgieron de la incapacidad de las
nuevas autoridades metropolitanas de reconocer sus aspiraciones de igualdad y autonomía. En
suma, sea por el diseño de las investigaciones o por compartir este paradigma interpretativo,
mirado desde una estricta perspectiva política, la independencia, como la creación, parece
suceder ex nihilo. La mediana y larga duración suele quedar como el coto de análisis de conjunto
del colonialismo español tardío o de disciplinas específicas (la historia económica, intelectual,
institucional, sociocultural, etc.). Es mi argumento, por el contrario, que no hay modo de entender
las muy disímiles respuestas de las sociedades hispanoamericanas a la invasión napoleónica sin
una historia política de largo aliento: una historia que reconstruya prolongados procesos de
negociación y conflicto en torno al ejercicio del poder, en ocasiones a sus principios de legitimidad

16
mismos (el origen de la sujeción a la metrópoli), en ámbitos regionales específicos, entre sujetos
colectivos reales.

5Creo que la historiografía latinoamericana reciente ofrece algunas líneas de investigación muy
sugestivas para pensar la crisis política y social del orden colonial desde esta perspectiva
integradora, regional y de larga duración. Por razones de espacio, voy a focalizarme sólo en dos
conjuntos de estudios. El primero puede calificarse genéricamente como “historia política desde
abajo”, una denominación poco elegante pero que tiene una virtud: indicar que el estudio de los
grupos subalternos es abordado desde un ángulo que no es el de la tradicional historia de las
revueltas y rebeliones ni el de la historia socioeconómica y cuantitativa. Se centra más bien en la
lógica y los cambios de sus prácticas políticas (sean violentas o pacíficas) y en los patrones de
interacción con las elites locales y las instituciones estatales. Reducido a su mínima expresión, el
interrogante general que organiza el campo es cómo los actores sociales se convierten en actores
políticos. ¿Empleando qué repertorios de acción colectiva, apelando a qué criterios identitarios,
articulando qué conjunto de ideas, bajo qué tipo de alineamientos? No menos importante, estos
estudios se han interrogado sobre el impacto de largo plazo de la participación popular en los
asuntos públicos. Desde el punto de vista metodológico, ello conlleva desechar un enfoque
meramente programático e intencional de la acción colectiva que deduzca su alcance ideológico
(revolucionario, conservador, tradicional, moderno) de los objetivos expresos o las declaraciones
de principios de sus protagonistas. Supone concebir de manera más amplia y multifacética el
proceso histórico de construcción del significado de la política, abandonar la noción de que sus
connotaciones y derivaciones son enteramente transparentes a los actores.

6Desde el punto de vista estrictamente histórico, esta línea de investigación ha puesto en cuestión
dos presupuestos muy fuertes respecto a la racionalidad de las prácticas políticas populares de la
época. El primero, sobre el que no me voy detener, es la asimilación entre antagonismos de
clase/étnicos y conflicto político. El segundo, que es el reverso del otro, es algo más complejo.
Sabemos, siempre supimos, que los sectores bajos -desde la plebe urbana y las comunidades

17
indígenas hasta los campesinos y la población de color- estuvieron a ambos lados de las trincheras
durante la larga transición a la independencia. Por ende, una vista panorámica puede hacernos
creer que ni las tensiones sociales o étnicas ni los grandes ideales políticos, las grandes causas, son
pertinentes para dar cuenta de sus opciones. Y esto valdría tanto para las guerras de la
independencia como para los posteriores enfrentamientos entre liberales y conservadores. Sin
embargo, cuando se dejan las vistas aéreas para situarse a nivel del terreno (cuando se mira el
bosque desde abajo, no desde arriba de las copas de los árboles) la perspectiva es notoriamente
diferente. Parece claro que los grupos populares no fueron realistas o patriotas (y no serían luego
liberales o conservadores) porque estas grandes causas les dieran lo mismo, porque respondieran
a levas más o menos forzosas, a relaciones patrón/cliente o a incentivos materiales inmediatos.
Vale decir, no se alienaron de uno u otro bando porque no tuvieran opción, no les importara, o
simplemente no entendieran de qué venía la cosa. Desde luego, no puede descartarse a priori que
algunos de estos factores se pusieran en juego. No obstante, varios trabajos sugieren que la
movilización popular, cualquiera fueran sus motivos ideológicos explícitos y mecanismos de
reclutamiento, obedeció en ocasiones a expectativas de cambio profundas (no menos profundas
por lo pronto que las de las elites) y tuvo un definido impacto en el desmantelamiento de la
sociedad de Antiguo Régimen y la conformación de los sistemas políticos y sociales que
emergieron tras la disolución del imperio español.

7Algunos pocos ejemplos. El reciente libro de Cecilia Méndez sobre los pueblos campesinos de
Huanta, en la sierra peruana, argumenta que la apelación a ideas perfectamente tradicionales (la
fidelidad a la Corona y la consiguiente oposición a los proyectos independentistas criollos) sirvió
como un medio de legitimar la instauración de un orden social perfectamente sedicioso. Y luego, a
fines de la década de 1820 y 1830, los Iquichanos apelaron a nociones de ciudadanía y patriotismo
que estaban en directa contradicción con el régimen político que había impuesto ese mismo
lenguaje.5 Algo similar había mostrado Eric Van Young en su análisis de los usos del discurso
mesiánico y del mito del buen rey de los campesinos mexicanos durante la década de 1810. Agitar
la imagen de Fernando VII (y hacerlo de manera genuina) no significaba necesariamente defender
el status quo. Podía significar todo lo contrario.6 Para la región de la Gran Colombia, Marixa Lasso

18
y Margarita Garrido han mostrado que la integración de “los libres de todos los colores” a los
ejércitos criollos, aunque subordinada y en ocasiones compulsiva, adquiere connotaciones muy
diferentes cuando es observada en la larga duración. Para atrás, porque en la década de 1790 la
concesión de fueros militares a los pardos por parte de la Corona había sido denunciada por esas
mismas elites locales como un flagrante ataque a las jerarquías estamentarias y el control social. Y
también para adelante, porque puso en juego nociones muy expansivas de ciudadanía que, a
pesar de sus posteriores restricciones de hecho y de derecho, nunca podrían ser extirpadas del
todo de los imaginarios nacionales.7 Un fenómeno análogo al señalado por Rebecca Scott
respecto a la participación de la población afroamericana en la emancipación de Cuba, y que
contrasta con la segregación de la población negra durante la independencia Estados Unidos y las
consiguientes concepciones raciales sobre las que se erigió el país, antes y después de la abolición
de la esclavitud.8

8Un último ejemplo de este enfoque es el libro de Peter Guardino sobre los sectores populares de
la ciudad de Oaxaca.9 El autor plantea la aparente paradoja que las consecuencias sociales y
políticas de los levantamientos campesinos liderados por Miguel Hidalgo y José María Morelos
fueron tanto o más significativas del bando realista que del bando insurgente. De modo que las
derivaciones de la militarización contra-revolucionaria pudieron no ser menores que las de la
militarización revolucionaria. Guardino argumenta que la movilización de la población urbana de
Oaxaca para enfrentar a los ejércitos campesinos contribuyó decisivamente a expandir el ámbito
legítimo de intervención de los sectores plebeyos en los asuntos públicos, en las cuestiones de
estado. Durante la década de 1810, estimulado por las elecciones de representantes para las
Cortes de Cádiz y las sucesivas reformas liberales, se va a crear una novedosa escena política que
dio nacimiento a la formación de dos partidos o facciones (los “aceites” y “vinagres”) y a un
proceso de politización popular que ya no tendría retorno y que se entroncaría con la
independencia y los subsiguientes enfrentamientos entre conservadores y liberales. En suma,
puede decirse que la realidad social (esto es, las durísimas realidades sociales del campo mexicano
de comienzos del siglo XIX) informan los acontecimientos políticos (los levantamientos
campesinos). Pero luego son las realidades políticas las que moldean la sociedad en formas que no

19
pueden ser deducidos de la ideas de los sujetos ni de los motivos iniciales de los enfrentamientos.
Las estructuras (sean económicas, culturales o ideológicas) proveen el contexto pero no el
significado de la experiencia. Reconstruir el significado de la experiencia requiere volver a la
política entendida como proceso, volver a los actores.

9Un segundo campo de la historiografía colonial al que quiero referirme son los trabajos sobre la
llamada cultura del honor. Como se sabe, estos trabajos, inspirados en los estudios de genero y la
obra de Julian Pitt-Rivers sobre el mundo mediterráneo, se focalizan en las normas morales que
rigen las relaciones cotidianas entre los individuos, los modos de distinción social y las
subyacentes concepciones de género -la asociación entre status social y las nociones apropiadas
de masculinidad y feminidad. Se ha sostenido que el honor tenía en estas sociedades una doble
connotación: la nobleza y la honra (esto es, la precedencia social o pureza de sangre, por un lado,
y el mérito o conducta virtuosa, por otro). Se ha sostenido también que los sectores plebeyos
participaban de esta cultura del honor. Pero con el importante añadido que las jerarquías
estamentarias presuponían una muy desigual distribución de la virtud personal y de la capacidad
de sostener las apariencias de masculinidad y feminidad respetable. Entre otros motivos, porque
como la reputación masculina estaba estrechamente vinculada al control sobre la sexualidad de
las mujeres, se creaba, según resumió Patricia Seed, “un privilegio social y sexual básico para los
hombres españoles (peninsulares o criollos) al simultáneamente otorgarles acceso a las mujeres
de otros grupos raciales y reservarles el acceso exclusivo a las mujeres de su propio grupo”.10

10Ahora bien, ¿qué tiene ver todo esto con la independencia? ¿Qué tienen que ver, digamos, Ann
Twinam con Francois-Xavier Guerra o Julian Pitt-Rivers con Pierre Rosanvallon -los estudiosos del
honor y el género con los estudiosos de la crisis del Antiguo Régimen?11 Yo creo que tienen
mucho que ver, y creo también que queda mucho por explotar todo lo que tienen que ver. Por
ejemplo, un libro como el de Sarah Chambers sobre Arequipa durante el período 1780-1850 nos
permite al menos atisbar las posibilidades de este enfoque. Allí se analiza cómo la prolongada
crisis de la dominación española en el sur del Perú conllevó una profunda transformación en la

20
cultura del honor, una creciente preponderancia de la virtud cívica (encarnada sobre todo en el
servicio militar) sobre la pureza de sangre.12 Las jerarquías estamentarias nunca volverían a ser
las mismas. También estudios como los de Clement Thibaud sobre la Academia Carolina de
Charcas en el último tercio del siglo XVIII apuntan en esta dirección. Thibaud sostiene que la
novedad de la institución (el hecho que hubiera sido el lugar de formación de varios futuros
dirigentes de la revolución) no hay que buscarla donde generalmente se la ha buscado: en el plano
de las ideas. De hecho, la recepción de la filosofía de la Ilustración fue muy superficial, según nos
dice el autor, “más un rumor, una moda, un enciclopedismo miope que un autentico espacio de
interrogación sobre el mundo”.13 El efecto revulsivo de la Academia hay que buscarlo, por el
contrario, en la variada composición del estudiantado, en las sociabilidades democráticas
desarrolladas en sus claustros, en la internalización de ideales meritocráticos, así como en el
despliegue de estos valores en el ceremonial público y la fiesta –los más conspicuos medios de
escenificación de las jerarquías y el honor en estas sociedades. Son estas mutaciones en los
valores y las percepciones sobre los fundamentos del status social las que con el tiempo harían
posible que el lenguaje de la Ilustración dejase de funcionar como una mera marca de distinción
intelectual y se convirtiese en una herramienta conceptual (no la única por cierto) para interpretar
la realidad.

11Quisiera concluir este sucinto repaso con un ejemplo tomado de mi propia investigación sobre
la ciudad de Charcas a fines del siglo XVIII, el cual apunta a otra manifestación del vínculo que une
a la cultura del honor y la cultura política. Un aspecto de mi trabajo trata con las derivaciones de
una de las principales medidas de la administración imperial borbónica tras los masivos
levantamientos tupamaristas: el estacionamiento de guarniciones permanentes de soldados
peninsulares en las grandes urbes andinas. En el caso de Charcas, esta decisión daría lugar a
gravísimos enfrentamientos. A comienzos de la década de 1780, se iban a producir reiteradas
denuncias sobre actos de violencia de la tropa en las calles y lugares de esparcimiento y,
especialmente, sobre casos de adulterios y otros desafíos a la autoridad patriarcal. Las quejas
provinieron indistintamente de personas patricias y plebeyas. Estas cuestiones de honor se
politizaron de inmediato debido, entre otros factores, a que los soldados del fijo sustituyeron a las

21
milicias de mestizos que habían exitosamente enfrentado a las fuerzas indígenas; portaban sus
armas en el espacio urbano; gozaban de inmunidad de las justicias ordinarias; disfrutaban de éste
y otros privilegios en virtud de su origen peninsular; y, sobre todo, a que su presencia en la ciudad
obedecía a una política de estado, no a una medida circunstancial. Los altos magistrados
coloniales en Charcas y Buenos Aires no se preocuparon en encubrirlo: proclamaron que no debía
“tenerse armado a ese Paisanaje” puesto que era “punto decidido el que solo debe haber tropa de
España”. El resentimiento fue lo suficientemente intenso como para suscitar no uno sino dos
motines populares contra la guarnición militar, en 1782 y 1785 (los primeros tumultos en Charcas
desde los tiempos de la conquista). Y fue lo suficientemente extendido socialmente como para
que el ayuntamiento se convirtiera en la expresión institucional de la revuelta popular, en el
vocero de la oposición de todo el vecindario al ejército, los ministros de la audiencia y al propio
virrey de Buenos Aires. Durante estos años, se realizaron varios cabildos abiertos que contaron
con la activa presencia de artesanos y mercaderes; por haberse osado a exponer importantes
cuestiones de estado “a la censura de un Pueblo rudo e ignorante”, el ayuntamiento fue acusado
de “un crimen horrendo de sedición”. Para tener una noción del impacto de esta experiencia en
los tumultuosos tiempos por venir, baste recordar una observación hecha por Gabriel-René
Moreno a mediados del siglo XIX. Moreno señaló que todavía entonces, dos o tres décadas
después de la independencia, los ancianos de la ciudad aún hablaban de un antes y un después de
los episodios de 1782-1785.14

12Ahora bien, lo que me interesa subrayar aquí es el trasfondo de este proceso. Y el trasfondo es
que las afrentas a los derechos patriarcales y la reputación de la gente decente y las castas por
igual adquirió una doble connotación: plantear la cuestión de si peninsulares de baja condición
social (como lo eran los soldados) podían tener preeminencia sobre criollos de noble origen y
situar la defensa de la masculinidad de patricios y plebeyos en un mismo plano. Diríamos entonces
que se produce una democratización relativa del honor como función de la democratización
relativa del deshonor. Y, en términos más generales, afirmaría que los ataques a la honorabilidad
del vecindario en sus dos sentidos, la nobleza y la honra, contribuyó a socavar la
autorepresentación de la sociedad urbana como una sociedad hidalga, cortesana, dividida en

22
sectores hispanos y no hispanos: un reino entre otros reinos. Los vecinos, sin perder por supuesto
sus distintivas identidades grupales, comenzaron a concebirse como miembros de una misma
entidad colectiva definida en oposición a las políticas metropolitanas y a sus agentes y
beneficiarios directos, es decir, comenzaron a concebirse como integrantes de una sociedad
colonial.

13En síntesis, mi argumento aquí es que el resentimiento contra la dominación colonial no se forjó
solamente en las salas de la administración colonial, en las crecientes presiones económicas, en
las tradiciones de revuelta o en los claustros, los salones y las tertulias donde se reunía la “minoría
inteligente”, las “personas de razón”. También se forjo en las tabernas y en los dormitorios. En la
capacidad (o incapacidad) de los hombres para vindicar las afrentas a su honor y ejercer sus
derechos patriarcales, para controlar la actividad sexual de sus esposas, hermanas e hijas. Lo
personal es político. Y a veces, bajo ciertas circunstancias, lo personal es político en la acepción
más acotada y literal del término: el de poner de manifiesto la naturaleza del sistema de gobierno
imperante (quiénes ejercían el poder, cómo lo hacían, con qué fundamentos). El desafío consiste
en pensar las mediaciones simbólicas que llevan a que las relaciones interpersonales sean
tematizadas como políticas y, simultáneamente, en examinar ese proceso en el tiempo: cómo esa
gente fue construyendo su memoria histórica, la raíz de sus agravios, su sentido de la dignidad.

14Volviendo entonces al punto inicial, sí Pitt-Rivers y Rosanvallon tendrían mucho de qué


conversar. Pero para que la conversación sea productiva, conceptual e históricamente, se requiere
una determinada agenda de investigación. Esto es, investigaciones que tomen la crisis de la
monarquía hispánica no como su punto de partida sino de llegada y que no se focalicen en un
campo social determinado (el de las ideas y las discursos políticos, las modalidades de sociabilidad,
las relaciones socioeconómicas, el honor y el género), sino más bien en la intersección de los
mismos, tal y como se expresaron en procesos concretos de negociación y conflicto de mediano y
largo plazo. Se requiere pues una historia política entendida como proceso, una historia de
actores.

23
Notas:

1 Jornadas Bicentenario, Instituto de Historia Argentina y Americana “Emilio Ravignani”,


Universidad de Buenos Aires, 6 al 9 de abril de 2010. El presente trabajo es una versión revisada
de mi presentación en estas jornadas.

2 Raúl O. Fradkin, « Los actores de la revolución y el orden social ». Ponencia presentada en


Jornadas Bicentenario, Instituto de Historia Argentina y Americana “Emilio Ravignani”, Universidad
de Buenos Aires, 6 al 9 de abril de 2010.

3 François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones


hispánicas (México: MAPFRE, 1992); Jaime E. Rodríguez, La independencia de la América española
(México: El Colegio de México, 2005).

4 Las citas son de Manuel Chust, “Un bienio trascendental: 1808-1810”, en Manuel Chust
(coordinador), 1808. La eclosión juntera en el mundo hispano (México: Fondo de Cultura
Económica, 2007).

5 Cecilia Méndez, The Plebeian Republic: The Huanta Rebellion and the Making of the Peruvian
State, 1820-1850 (Durham: Duke University Press, 2005).

6 Eric Van Young, “The Raw and the Cooked: Elite and Popular Ideology in Mexico, 1800-1821”, en
Mark D. Szuchman (Ed.), The Middle Period in Latin America. Values and Attitudes in the 17th-19th
Centuries (Bower and London: Lynne Rienner Publishers, 1989), pp. 75-102.

7 Marixa Lasso, Myths of Harmony: Race and Republicanism during the Age of Revolution,
Colombia 1795-1831 (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2007); Margarita Garrido,
Reclamos y representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo Reino de Granada, 1770-
1815 (Bogotá: Banco de la República, 1993).

8 Rebecca J. Scott, Degrees of Freedom: Louisiana and Cuba after Slavery (Harvard University
Press, 2005).

9 Peter Guardino, El tiempo de la libertad. La cultura política en Oaxaca, 1750-1850 (Oaxaca: El


Colegio de San Luis, 2009).

24
10 Patricia Seed, To Love, Honor, and Obey in Colonial Mexico. Conflicts over Marriage Choice,
1574-1821 (Stanford: Stanford University Press, 1988), p. 150.

11 Ann Twinam, Vidas públicas, secretos privados. Género, honor, sexualidad e ilegitimidad en la
Hispanoamérica colonial (México: Fondo de Cultura Económica, 2009); Guerra, Modernidad e
independencias; Julian Pitt-Rivers, Antropología del honor o política de los sexos. La influencia del
honor y el sexo en la vida de los pueblos mediterráneos (Barcelona: Editorial Crítica, 1979); Pierre
Rosanvallon, La consagración del ciudadano. Historia del sufragio universal en Francia (México:
Instituto Mora, 1999).

12 Sarah C. Chambers, From Subjects to Citizens. Honor, Gender and Politics in Arequipa, Peru,
1780-1854 (University Park: The Pennsylvania State University Press, 1999).

13 Clément Thibaud, “La Academia Carolina de Charcas: una ‘escuela de dirigentes’ para la
Independencia”, en Rossana Barragán, Dora Cajías y Seemin Qayum (comp.), El siglo XIX. Bolivia y
América Latina (La Paz: Muela del Diablo Editores, 1997), p. 51.

14 Sergio Serulnikov, “Crisis de una sociedad colonial. Identidades colectivas y representación


política en la ciudad de Charcas (siglo XVIII)”, Desarrollo Económico, vol. 48, n. 192, 2009; “’Las
proezas de la Ciudad y su Ilustre Ayuntamiento’: Simbolismo político y política urbana en Charcas a
fines del siglo XVIII”, Latin American Research Review, vol. 43, n. 3, 2008; “Motines urbanos contra
el ejército regular español. La Plata, 1782 y 1785”, en Sara Mata y Beatriz Bragoni, Comp., Entre la
Colonia y la República: Insurgencias, rebeliones y cultura política en América del Sur (Buenos Aires:
Prometeo Libros, 2009); “Plebeian and Patricians in Late Colonial Charcas: Identity,
Representation, and Colonialism”, en Andrew B. Fisher and Matthew D. O’Hara, Eds., Imperial
Subjects: Race and Identity in Colonial Latin America (Durham, Duke University Press, 2009), pp.
167-196.

Référence électronique

Sergio Serulnikov, « En torno a los actores, la política y el orden social en la independencia


hispanoamericana. », Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En ligne], Débats, mis en ligne le 18 mai
2010, consulté le 24 février 2015. URL : http://nuevomundo.revues.org/59668 ; DOI :
10.4000/nuevomundo.59668

25
El rostro plebeyo de la Independencia chilena 1810-1830

Julio Pinto Vallejos

La investigación más reciente sobre la Independencia latinoamericana ha realizado una notable


labor de recuperación de los protagonismos populares a que ella dio lugar. Para la historiografía
fundacional del XIX y comienzos del XX, esa temática en general no revistió mayor interés: o bien
los grupos plebeyos quedaban subsumidos en un “pueblo” abstracto y unitario que se habría
plegado masiva y espontáneamente a la lucha emancipatoria, o, con mayor frecuencia, eran
derechamente descalificados como sujetos incapaces de iniciativa política o intervención histórica
consciente. Como lo dijera el historiador conservador chileno Alberto Edwards, la “plebe” no era
más que “materia inerte, ganado humano”1, de quien no cabía esperar comprensión alguna de los
procesos más trascendentes que se desencadenaban a su alrededor. Incluso cuando su
participación en ellos resultaba indesmentible, como en la formación de montoneras o en las
revueltas populares que en distintos lugares del continente (México, Venezuela, el Río de la Plata)
acompañaron el colapso del imperio español, ello se atribuía a la acción de “agitadores” ajenos a
su clase, o al estallido de pasiones primarias facilitado por el debilitamiento de los controles
ancestrales. Las “turbas” hidalguistas que el mexicano Lucas Alamán tuvo ocasión de observar
directamente en el asalto a la Alhóndiga de Guanajuato, y cuyo recuerdo frecuentó sus pesadillas
hasta el fin de sus días, no eran ciertamente un sujeto racional empeñado en la construcción de un
orden autónomo y republicano, sino engendros de una “barbarie” que los sucesores del régimen
colonial iban a tener enormes dificultades para volver a encuadrar2. Y en esta apreciación, el
conservador Alamán no iba a diferir mucho de los liberales Domingo Faustino Sarmiento o Diego
Barros Arana, todos ellos agentes destacados en el despertar de la historiografía latinoamericana.

2Los estudios de orientación más “estructuralista” que hegemonizaron la producción


historiográfica durante la segunda mitad del siglo XX, ya fuesen de sello marxista o inspirados en la
escuela francesa de los Annales, adoptaron una óptica diametralmente opuesta en su valoración
de los sujetos, pero a la postre similar en sus efectos sobre la interpretación de los procesos.
Precisamente porque los grupos plebeyos no tenían nada que ganar de un cambio que sólo

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afectaba a la cúpula del orden político, y que supuestamente había dejado intacto el
ordenamiento económico o social que venía de la Colonia, no podía esperarse que se
comprometiesen voluntariamente en una lucha en la que los máximos riesgos y los peores
sacrificios iban a recaer sobre sus espaldas. Así las cosas, su indudable involucramiento sólo podía
explicarse en clave coactiva, o como el aprovechamiento de la ruptura en el bloque dominante
para fines muy distintos a los perseguidos por sus “superiores”. Sólo a modo de ejemplo, ésa es la
lectura que prevalece en el texto Metáfora y realidad de la independencia en el Perú, del peruano
Heraclio Bonilla, donde la participación indígena en los movimientos insurgentes de 1812 y 1814
obedece a una combinación entre la convocatoria clientelista criolla y la instrumentalización de
dicha iniciativa para sacudirse el yugo de la élite blanca en general, sin discriminar entre españoles
y americanos (como había ocurrido treinta años antes con la rebelión de Tupac Amaru). No habría
allí, por tanto, una apropiación o interés reales en la causa independentista, respecto de la cual,
argumenta el mismo autor, los sectores populares del Perú sólo se habrían pronunciado a través
de un “gran silencio”. Y concluye: “las masas populares, y con razón, no acudieron al llamado para
la liberación, hecho por—y para—las capas altas de la sociedad colonial”3.

3Inspirados por la revitalización de la historia política popular en la línea de lo que ha dado en


llamarse la escuela de los Estudios Subalternos, diversas historiadoras e historiadores han
pugnado durante los últimos años (más o menos a partir de 1990) por modificar una vez más estas
percepciones, identificando una presencia mucho más activa—y autónoma—de dichos sujetos en
la ruptura con España y en la construcción del nuevo orden republicano-nacional. Para la
Independencia propiamente tal, estudios como los de Gabriel Di Meglio y Raúl Fradkin para
Buenos Aires, Clément Thibaud para Venezuela o Eric van Young para México han demostrado que
la plebe urbana y rural, los pardos o los indígenas no sólo intervinieron activamente en los debates
y luchas políticas de la época, sino que sabían perfectamente por qué y para qué lo hacían4. De
igual forma, la obra hasta cierto punto pionera de Florencia Mallon, Campesino y nación,
contribuyó a romper la barrera historiográfica que durante mucho tiempo aisló a las comunidades
indígenas decimonónicas de los procesos de formación política nacional que se desarrollaban a su

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alrededor5. Gracias a esos y muchos otros aportes orientados en la misma dirección, el rostro
plebeyo de la Independencia se va tornando cada vez menos desconocido.

4En el caso chileno, la historiografía enfocada en los grupos populares había hasta hace muy poco
desatendido el período independentista. Este “gran silencio” de los historiadores fue alterado
preliminarmente por Ana María Contador, quien estudiando la guerrilla realista liderada por los
hermanos Pincheira entre los años 1817 y 1832 llegó a la conclusión que el campesinado chileno
habría sido más proclive a defender el orden tradicional que a alinearse con la causa insurgente6.
Leonardo León, en cambio, se inclina por la tesis de que los sujetos populares enfrentaron la
pugna independentista con un sentimiento generalizado de indiferencia, concordando en lo
fundamental con la visión arriba citada de Heraclio Bonilla: ninguno de los bandos representaba
realmente los intereses plebeyos, y por tanto no tendría por qué haber suscitado entre ellos
expresiones auténticas de adhesión7.

5Ya obtenida la independencia, Gabriel Salazar postula que el fenómeno de “apertura política”
promovido por el segmento más liberal de la naciente clase política (los “pipiolos”) durante la
segunda mitad de los años 1820 habría encontrado un eco favorable entre quienes él denomina el
“estrato plebeyo” (artesanos, labradores) y el “bajo pueblo” (sirvientes, peones, vagabundos),
derivando en una suerte de movilización democrática que debió ser frenada violentamente por la
reacción conservadora liderada por Diego Portales en 1829-308. Para Sergio Grez, sin embargo,
este fenómeno sólo habría denotado un aprovechamiento “instrumental” de la masa popular por
parte de grupos de élite que buscaban su propia conveniencia: “el bajo pueblo constituía una
mera fuerza de choque o, como ocurría con una fracción del artesanado, mera masa electoral que
los bandos trataban de ganar en períodos de votaciones”. “Indiferentes a las motivaciones o
principios enarbolados por los partidos en lucha”, concluye, “los sectores más miserables y
marginales de la plebe urbana, estaban dispuestos a venderse al mejor postor o, en su defecto, a
seguir a aquellos que les permitiesen obtener beneficios concretos e inmediatos en un contexto

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político inestable”9. Cuando más, la irrupción popular en la esfera pública habría obedecido a un
propósito tan “instrumental” como el de los partidos de élite que buscaban su apoyo.

6Un estudio reciente realizado por el autor de este artículo conjuntamente con la historiadora
Verónica Valdivia, titulado ¿Chilenos todos? La construcción social de la nación (1810-1840), ha
procurado identificar, entre otros procesos vinculados al surgimiento del nacionalismo plebeyo,
los mecanismos y modalidades de inserción política popular durante esa etapa inicial del estado
nacional chileno10. Compulsando lo que al respecto ha dicho la historiografía y confrontándolo
con fuentes originales del período, se ha tratado de reconstruir las trayectorias a través de las
cuales los grupos que encabezaron el proceso convocaron a sus compatriotas de clase inferior a la
constitución de un nuevo pacto social, refrendado ya no por la figura paterna del monarca
español, sino por los principios a lo menos potencialmente “horizontales” de la soberanía popular
y nacional. En los párrafos que siguen se ofrece una versión sintética de los principales hallazgos
emanados de dicha investigación.

7Durante la primera etapa del proceso propiamente independentista, entre la conformación de la


primera Junta de Gobierno y el estallido del enfrentamiento armado con el Virrey del Perú
(septiembre 1810-marzo 1813), los indicios de participación autónoma plebeya son
extremadamente escasos. Descontando la concurrencia con fines básicamente aclamatorios a
algunas ceremonias, estimulada, como se hacía en tiempos coloniales, mediante despliegues
escenográficos y la distribución de monedas, el bajo pueblo de la capital estuvo más bien ausente
de los principales hechos políticos de lo que en Chile se conoce como la “Patria Vieja”—muy
diferente a lo que Gabriel Di Meglio ha registrado para la plebe bonaerense en igual período. De
acuerdo a una creencia muy arraigada en la cultura histórica chilena, esta norma habría
encontrado su única excepción en el liderazgo construido por el caudillo José Miguel Carrera,
personaje de origen aristocrático que dominó la política criolla entre 1811 y 1813, y a quien se
atribuye una intención claramente movilizadora de los estratos populares. Así, el historiador
decimonónico Diego Barros Arana lo acusa de “pretender dar parte en la decisión de los negocios

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públicos a las turbas populares, siempre fáciles de ser manejadas por caudillos audaces y
ambiciosos”11. Este juicio ha sido reproducido posteriormente por historiadores de muy diverso
signo, como el conservador Jaime Eyzaguirre, para quien Carrera habría arrancado “el cetro
directivo de la política de manos del Cabildo y el Congreso para trasladarlo a los cuarteles y a la
agitación callejera”, o el marxista Luis Vitale, quien adjudica a dicho caudillo la “incorporación de
los sectores populares al proceso revolucionario”12. Estudios más recientes, sin embargo, así
como una lectura cuidadosa de los escritos del propio Carrera, demuestran que su invocación al
bajo pueblo—salvo, como se verá más adelante, en el plano militar—nunca adquirió un carácter
sistemático o de verdadero reconocimiento social, y que cuando llegó a valerse de tales apoyos
fue sólo como un instrumento para desequilibrar las pugnas que se desarrollaban al interior de la
élite13. El “populismo” carrerino habría sido más una construcción historiográfica que un síntoma
de temprana politización plebeya.

8Quien sí procuró conectar la causa independentista con los intereses populares fue el diputado
por la ciudad de Concepción al Primer Congreso Nacional (que sesionó entre julio y diciembre de
1811), el fraile franciscano Antonio Orihuela. En una proclama profusamente citada por la
historiografía social, Orihuela exhortaba explícitamente al “bajo pueblo” en los términos
siguientes: “Atended: Mientras vosotros sudáis en vuestros talleres; mientras gastáis vuestro
sudor y fuerzas sobre el arado; mientras veláis con el fusil al hombro, al agua, al sol, y a todas las
inclemencias del tiempo, esos señores condes, marqueses y cruzados duermen entre limpias
sábanas y en mullidos colchones, que les proporciona vuestro trabajo”. Y concluía: “Acordaos que
sois hombres de la misma naturaleza que los condes, marqueses y nobles; que cada uno de
vosotros es como cada uno de ellos, individuo de este cuerpo grande y respetable que se llama
Sociedad; que es necesario que conozcan y les hagáis conocer esta igualdad que ellos detestan
como destructora de su quimérica nobleza”14. Sin embargo, y pese a la afirmación del historiador
marxista Marcelo Segall en el sentido que “la presión de la clase obrera comienza con las
proclamas de Antonio Orihuela, que dispuesto a transformar la independencia política en
revolución social llamaba a los trabajadores a la rebelión y al levantamiento”15, no hay indicación
alguna de que la exhortación del fraile franciscano haya tenido eco entre sus presuntos

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interlocutores. En su carácter de agitador social en potencia, Orihuela desaparece de los registros
históricos tras esta fugaz y solitaria irrupción.

9El inicio de las operaciones bélicas en marzo de 1813 forzó al liderazgo “patriota” a contemplar la
incorporación de los sectores plebeyos desde otro ángulo, marcado por una urgencia mucho más
inmediata que el debate republicano abstracto o el faccionalismo intra-élite. Así, la Junta que a la
sazón gobernaba el país decretó la recluta obligatoria de “todos los ciudadanos del Estado”,
comprendiendo dentro de esta categoría no sólo a quienes hasta entonces habían ejercido
efectivamente derechos políticos, sino al conjunto de la población masculina. Una derivación
interesante de ese llamado fue el cambio de denominación del cuerpo de milicias hasta entonces
conocido como “Batallón de Pardos y Mulatos” por la mucho más edificante de “Infantes de la
Patria”, atendiendo a que “la patria no debía permitir que los ciudadanos que acudían a su
defensa se distinguiesen con título alguno que suponga diferencia entre ellos y los demás cuerpos
del Estado”16. Por su parte, el ya nombrado José Miguel Carrera, quien asumió inicialmente el
mando supremo del esfuerzo militar, instruyó a sus subalternos sobre la necesidad de generar
sentimientos de compromiso ciudadano para enfrentar exitosamente la emergencia: “en el
sistema de la libertad civil cada hombre es con la fuerza de la expresión soldado de su país; se
acabaron felizmente las diferencias de estado, los militares son ciudadanos armados y cada
ciudadano es un guerrero para sostener los derechos de la sociedad. Desaparezca enteramente la
humillante idea de los mercenarios que vio el despotismo como a los satélites de la tiranía”17.
Como lo había demostrado la experiencia europea a partir de la Revolución Francesa, el soldado
mercenario debía dar lugar al soldado ciudadano.

10Más allá de esta retórica incluyente, el análisis de la guerra que se desenvolvió entre la invasión
realista de 1813 y la derrota patriota de octubre de 1814, con la que concluyó este primer intento
independentista en Chile, revela que la plebe urbana y rural no se plegó con demasiado
entusiasmo a la causa. Las numerosas deserciones y la dificultad de los líderes para insuflar
patriotismo entre sus recién descubiertos “conciudadanos en armas” parecen darles la razón a

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autores como Leonardo León, que subrayan la indiferencia con que el mundo popular enfrentó el
proceso. Peor aun: las pocas instancias de acción militar autónoma surgidas desde ese sector
social, como las montoneras dirigidas por “un atrevido campesino nombrado Chávez” o por “dos
campesinos chilenos apellidados Espinosa”, tendieron a favorecer al bando realista, al que además
le costó bastante poco reclutar soldados entre las filas populares18. Dicha predilección fue
reforzada por la acción del clero, el que en su inmensa mayoría puso en juego su innegable
ascendiente popular en favor del Rey. Decía al respecto José Miguel Carrera: “los frailes y los
curas han influido sobremanera en los ánimos de estos habitantes, persuadiéndolos que nuestras
miras tienen por objeto destruir la religión, y que el no reconocimiento y desobedecimiento al Rey
son crímenes de igual naturaleza y gravedad”19. Así las cosas, no llama la atención que la derrota
de las fuerzas insurgentes no haya suscitado demasiadas lamentaciones en el Chile plebeyo, y que
la entrada triunfal en Santiago del general realista Mariano Osorio haya sido acompañada por
“gritos de aplauso lanzados por el populacho”20. El primer asalto de la lucha independentista no
había logrado entusiasmar a los más pobres.

11La restauración del gobierno colonial entre 1814 y 1817 parece haber modificado parcialmente
la situación. Las autoridades realistas se condujeron en esta etapa con un despliegue militar y
represivo inusual en el Chile anterior a 1810, despertando antipatías que durante la “Patria Vieja”
se habían mantenido sólo latentes21. Dicha acción se focalizó preferentemente en el liderazgo
criollo, que debió sufrir reclusiones, confiscaciones y relegaciones a las islas de Juan Fernández,
pero también afectó aspectos de la cotidianeidad popular que no dejaron indiferente a un actor
poco aficionado a ver sus espacios invadidos por la vigilancia oficial22. Ratificando esa impresión,
la prensa realista daba cuenta de su fuerte inquietud por los efectos que sobre el control social
había tenido la insurgencia que se acababa de derrotar: “un corto número de sediciosos libertinos
supo desenfrenar la plebe, armarla y hacerla instrumento de su insurgencia y general
desolación”23. Para restablecer el orden, por tanto, se estimó necesario restringir la movilidad
física por medio de pasaportes, y se instruyó a los alcaldes de barrio de Santiago en el sentido de
“purificar la población de ociosos, vagos y mal entretenidos”24. Se impuso también el toque de
queda y se amenazó con ejecutar sumariamente a los “ladrones y salteadores de caminos” que

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fuesen sorprendidos in fraganti25. Por último, se intentó prohibir la realización de festejos y
formas de sociabilidad, tales como el Carnaval o las reuniones en casas de juego y “chinganas”, de
fortísimo arraigo popular26. Así, la acción administrativa regular, y ya no una coyuntura política
presuntamente extraordinaria, comenzó a incidir sistemáticamente en la esfera de la convivencia
plebeya.

12Según la mayor parte de la historiografía, y también del imaginario histórico nacional, este giro
volcó a una parte significativa del “bajo pueblo” hacia una postura mucho más favorable a la causa
independentista27. Fruto de ello habría sido un supuesto recrudecimiento en la acción
montonera, aglutinada en torno a la figura casi mitológica del caudillo Manuel Rodríguez,
comisionado por San Martín para desgastar a las autoridades realistas y proveerlo de inteligencia
en preparación del operativo militar que a la sazón organizaba en Mendoza. En una imagen que se
ha hecho clásica, Rodríguez habría sabido captar y movilizar el creciente descontento popular en
una serie de audaces acciones que incluyeron el asalto a poblados relativamente cercanos a
Santiago como Melipilla y San Fernando, convirtiéndose en un personaje querido y admirado
entre esos círculos de la población—y en el héroe popular por antonomasia surgido de la gesta
emancipadora. Sin embargo, una mirada más detenida sobre la composición social de esas
montoneras revela que en ellas confluían indistintamente hacendados, campesinos y bandidos, sin
que pueda detectarse un predominio visible de sujetos populares actuando por iniciativa propia.

13 La gran excepción a esta norma fue el bandido José Miguel Neira, antiguo ovejero en una
hacienda del Valle Central y uno de los capitanes más afamados y arrojados de la hueste
rodriguista. Neira fue efectivamente el primer (y hasta podría decirse el único) caudillo de
extracción plebeya que se plegó a la causa insurgente, colaborando activamente en las principales
acciones militares encabezadas por Rodríguez. Sin embargo, Verónica Valdivia interpreta esta
adhesión no necesariamente como un síntoma de ardor patriótico o afinidad doctrinaria, sino
como un mecanismo de legitimación de expresiones más o menos consuetudinarias de
irreverencia plebeya, como el saqueo o la burla a la autoridad, que ahora podían revestirse de

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cierta respetabilidad28. En sentido inverso, resulta indudable que las acciones de Neira y sus
hombres, indistintamente de su calificación como patriotas o bandidos, eran sumamente
funcionales a los propósitos que desde el otro lado de los Andes impulsaba San Martín, por lo que
no extraña que el prócer en persona lo identificara como “comandante de partida patriota”, y
como su “paisano y amigo”29. Sin embargo, tras la victoria del Ejército de los Andes en
Chacabuco, la resistencia de Neira y los suyos a abandonar sus antiguos hábitos volvió a hacer de
ellos simples delincuentes o bandidos, ahora claramente disfuncionales a la causa
independentista. Así, el general chileno Luis de la Cruz se lamentaba ante sus superiores que
“desde la gavilla de salteadores que se formó en este partido (Talca) por el famoso Neira,
protegida por el vecindario adicto a nuestro sistema liberal, se ha hecho tan común saltear, robar
y asesinar que no bastan ni persecuciones, ni ejemplares castigos para contener a estos
malvados”30. A poco andar, y a escasos meses de obtenido el triunfo de Chacabuco, el
incorregible Neira fue fusilado por las autoridades patriotas en la plaza pública de Talca31.

14A contar de ese momento, la montonera campesina pasó nuevamente a identificarse de forma
inequívoca con la causa realista, primero bajo la conducción del caudillo mestizo Vicente
Benavides, y tras su muerte bajo la de los famosos hermanos Pincheira, que mantendrían viva la
resistencia, en estrecha alianza con los indígenas de la Frontera, hasta 1832. La ferocidad
alcanzada por esta verdadera guerra social, la misma que indujo al historiador decimonónico
Benjamín Vicuña Mackenna a equipararla con la “guerra a muerte” librada en Venezuela, da
cuenta de la tenacidad con que este segmento del mundo popular, estigmatizado una y otra vez
por las autoridades como “bárbaro” y “gavilla de salteadores”, estuvo dispuesto a mantener su
lealtad al Rey32. Todavía a fines de 1831, José Antonio Pincheira—último sobreviviente entre los
cuatro hermanos que en algún momento encabezaron la guerrilla—condicionaba la deposición de
las armas a que se le reconociera su grado de coronel del rey de España, y ofrecía su apoyo al
Estado chileno siempre y cuando no se le obligase a enfrentar al gobierno de la antigua metrópoli,
“cuyas banderas estaba pronto a seguir en todo tiempo y circunstancias”33.

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15El fenómeno de los Pincheira ha impulsado a la historiadora Ana María Contador a postular una
suerte de apego innato del campesinado chileno al orden tradicional, amagado por un proyecto
republicano ajeno a su cosmovisión y claramente identificado con “aquéllos que siempre los
habían tenido sumidos en la opresión y el abandono”. Alimentada por la destrucción provocada en
las provincias del sur por la guerra de independencia, la rebeldía popular habría aprovechado el
debilitamiento de los controles estatales para levantar una propuesta que era a la vez de
restauración política y de subversión social, y que además contribuía, por la vía del saqueo a
haciendas y poblados, a enfrentar en términos prácticos la gravísima crisis de subsistencia que
asoló la región durante las décadas de 1820 y 183034. El debate sobre el carácter
predominantemente político o delictual de la guerrilla de los Pincheira seguramente persistirá por
un buen tiempo más, pero no deja de ser sugerente, como lo ha enfatizado la historiadora
argentina Carla Manara, que su accionar siguiera justificándose hasta el final en función de la
causa realista35. Todavía en 1837, cinco años después de la derrota definitiva de la guerrilla, un
grupo de cuatro artesanos de la ciudad de Concepción estuvo dispuesto a trenzarse a golpes
porque tres de ellos se pusieron a gritar “¡viva el Rey!”, en circunstancias que el dueño de casa se
manifestaba defensor del “sistema de la patria”36. Por lo visto, la imagen del Rey tardó bastante
más de lo imaginado en desaparecer de las conciencias plebeyas.

16¿Tuvo el bando triunfador capacidad para engendrar lealtades semejantes, aunque fuese sin el
mismo grado de espontaneidad? La sucesión de guerras en que una parte del mundo popular
chileno se sumió a partir de 1813, que incluyó la guerra de independencia propiamente tal, la
“guerra a muerte” en el sur y la Expedición Libertadora del Perú de 1820-1824, podría haber
derivado en el tipo de adhesiones que una prolongada experiencia bélica suele estimular,
despertando sentimientos de protagonismo colectivo y pertenencia común. Así lo afirma una
arraigada tesis sobre la importancia de la guerra como fuente forjadora de la nacionalidad chilena,
articulada en una de sus expresiones más recientes por Mario Góngora, y así también lo avalaría
una serie de estudios que han aparecido últimamente sobre la íntima conexión entre el accionar
bélico y la formación de los estados nacionales latinoamericanos37. En el caso concreto que se
analiza, sin embargo, la investigación realizada con Verónica Valdivia indica más bien lo contrario:

35
las constantes deserciones y los diversos actos de indisciplina, culminados más de alguna vez en
violentos motines, indican que la “gesta patriótica” no gozó de mucha popularidad. Apremiadas
por las urgencias militares y por la falta de recursos, las autoridades independentistas apelaron
más al reclutamiento forzoso y al castigo físico que a la persuasión nacionalista, tendencia sólo
contrarrestada por el reconocimiento más bien simbólico encarnado en el ceremonial
conmemorativo de las principales batallas o en la distribución de medallas y condecoraciones que
permitían al soldado raso sentirse parte de una obra superior a su propia inmediatez. Sólo muchos
años después, cuando las guerras emancipatorias comenzaban a quedar en el recuerdo y las
finanzas públicas iniciaban su recuperación, se hizo más habitual el espectáculo de veteranos de
origen humilde invocando su condición de “defensores de la patria” para obtener algún tipo de
reconocimiento, que por lo demás ya no sería de orden meramente simbólico.

17Una vía alternativa de incorporación plebeya a los grandes “proyectos nacionales”, que en otras
partes del continente alcanzó ribetes no despreciables, fue la suministrada por la apelación
política al principio de la soberanía popular. Aunque lo que entonces—o siempre—se entendía
por “pueblo” era de una plasticidad sólo equivalente a su indefinición, hubo más de alguna
instancia durante los primeros años de la organización nacional en que se debatió explícitamente
sobre la conveniencia de incluir dentro de esa categoría a lo que la jerga de la época denominaba
el “bajo pueblo”. Así, el influyente ideólogo Camilo Henríquez escribía en 1822 que “el pueblo es
la universalidad de los ciudadanos”, o más precisamente, “es la sociedad entera, la masa general
de los hombres, que se han reunido bajo ciertos pactos”38. Más atingente aun, durante una
discusión sostenida en el Congreso Constituyente de 1826 sobre la legitimidad de restringir el
derecho a voto según criterios de propiedad o alfabetización, el diputado Bauza interpelaba a sus
colegas: “aquellos infelices gañanes, aunque sean peones, ¿no son ciudadanos? ¿por qué se les
quiere despojar de ese derecho? ¿por qué se les quiere mantener en ese estado de abatimiento?”.
Y elaboraba: “no porque la miseria los reduce a sujetarse a un real de jornal, tenemos nosotros
facultad para excluirlos del goce de ciudadanos. Yo opino, señores, que a ningún hombre que
tenga sentido común, sea o no propietario, se le prive del derecho a sufragio, aunque vaya con un
poncho o aunque vaya en cueros”39.

36
18Inspirada al menos parcialmente en esos criterios, la constitución liberal de 1828 efectivamente
amplió el electorado a todos los varones mayores de 21 años, con el único requisito de servir en la
milicia urbana o rural, excluyéndose expresamente, aparte de los consabidos casos especiales
(física o moralmente ineptos, deudores al fisco, condenados a pena infamante, etc.), sólo a los
sirvientes domésticos40. Según la mayor parte de los testimonios, esta medida parece haber
abierto las compuertas para la irrupción plebeya en los actos y debates políticos “formales”.
Diego Barros Arana, nunca muy proclive a este tipo de irrupciones, afirma que en las calificaciones
verificadas en marzo de 1829 “se inscribió un número de electores casi doble del de las elecciones
anteriores”. Surgieron también, como corolario de dicha modificación, asociaciones o clubes “a los
que concurrían artesanos u otros hombres del pueblo, y en que se trataban las cuestiones políticas
con gran ardor”, y cuya existencia, a juicio del citado historiador, “en una época en que las clases
sociales inferiores estaban sumidas en la mayor ignorancia, y en que eran pocos los artesanos que
sabían leer, era de muy escasa importancia en el resultado de los comicios, pero contribuía a
aumentar la excitación pública y dio origen a desórdenes y a la violencia con que algunas de ellas
fueron disueltas por los contrarios o por las autoridades subalternas”41. Pronunciándose
retrospectivamente sobre esta situación, el periódico conservador El Araucano deploraba con
igual energía la masificación que a su entender había alcanzado el debate público: “a cada instante
se oyen empeñadas discusiones sobre mejoras políticas, sobre facciones, sobre procedimientos
del gobierno, sobre periódicos y sobre cuanto toca a la política”, de lo que emanaba que “el
primer magistrado y el último artesano pierden largos ratos conversando sobre garantías, sobre
conjuraciones, sobre aspirantes a empleos & & (sic)”, a tal extremo que “parece que la vida de la
sociedad fuera la política”42.

19La historiografía ha debatido sobre el verdadero alcance de esta politización plebeya, y sobre
sus implicancias para la activación de los actores populares como interlocutores significativos en el
debate público. Gabriel Salazar, por ejemplo, no vacila en afirmar que “desde una distancia que
era a veces de irónica contemplación y otras de expectante posibilidad de irrupción, el estrato
plebeyo y el bajo pueblo incursionaron en la política patricia por medio de apariciones puntuales

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que, pese a su carácter vulgar y callejero, provocaban gran escándalo”, en tanto que un más
parsimonioso Sergio Grez, aun reconociendo que esta experiencia pudo tener algún efecto a
mediano plazo sobre ciertos gremios artesanales, concluye que ella constituyó básicamente una
instancia de instrumentalización tumultuaria del “bajo pueblo” por parte de facciones de élite
enzarzadas en sus propias disputas43. En verdad, las fuentes consultadas no permiten discernir
más nítidamente el grado de autonomía con que los actores populares que participaron en estos
episodios encararon dicha intervención, o el sentido último que en su fuero interno le quisieron
conferir. Evidentemente, no se aprecia aquí un protagonismo o una tenacidad comparables a los
de la montonera realista de los Pincheira. Pero lo que sí puede inferirse es la novedad de una
penetración en los espacios de toma de decisiones que durante la Colonia habían estado
normalmente vedados a personas de su “calaña”, o la posibilidad de transgredir los límites
jerárquicos “naturales” que brindaba una coyuntura de redefiniciones políticas y fraccionamiento
declarado de los grupos de poder. Aun sin intervenir significativamente en los debates, el Chile
plebeyo podía sacar partido de ellos para vivir sus vidas con menos restricciones, y con mayor
latitud para cultivar sus propias aficiones y formas de sociabilidad: la trashumancia, la chingana, el
trabajo no sometido a la autoridad de un patrón.

20Los testimonios escandalizados de diversos observadores de la élite respecto de los desbordes


populares propiciados por esta situación dan cuenta de las alarmas que esta modalidad
“inorgánica” de movilización popular podía desatar. Decía al respecto el ministro Diego Portales a
poco de ascender al poder: “el Gobierno recibe frecuentes y amargas quejas de varios pueblos de
la República por la continua alarma en que pone a sus vecinos la repetición de atroces asesinatos y
robos inauditos. Los hombres honrados se ven en la necesidad de halagar a los malhechores para
ponerse a cubierto de los riesgos a que están expuestas sus propiedades y sus vidas. Los jueces
contemporizan con los malvados que pudieran aprehender, porque temen que quedando
impunes la misma impunidad les alienta para descargar su saña sobre sus aprehensores”. A lo que
añadía en similar sentido el Presidente de la Corte Suprema de Justicia: “cada revolución política
arroja en estos pueblos, como la erupción de un volcán, una lava de malhechores que por mucho
tiempo permanecen cometiendo las depredaciones y atentados más horribles. La discordia civil es

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la trompeta que pone en acción a tan infames agentes; convierten sus intenciones criminales en
objetos de alta política, se embanderan en los partidos, reciben armas, y aun cuando siguen en la
carrera de sus excesos es con un nuevo colorido que los autoriza para cometerlos peores. Al fin la
tormenta pasa, y estos malhechores, para quienes el crimen se había convertido en deber,
continúan habituados con la impunidad sin máscara alguna en su ejercicio. Su número se
aumenta con la copia de prófugos, desertores y otros muchos desvalidos que en estas crisis de
horror pierden su pequeña fortuna y carecen de arbitrios para sobrellevar sus deberes”44. Fue
precisamente para concluir con estos “crímenes” y “atrocidades” que Portales y otros personeros
aristocráticos se decidieron a poner término a la experimentación ciudadana iniciada durante la
década de 1820, y tras la cruenta guerra civil de 1829-1830 instauraron el orden conservador que
de allí en más se encargaría de consolidar la organización política de la naciente nación chilena.
Bajo su férula, ni los desbordes plebeyos de instigación “pipiola” ni la guerrilla realista de los
Pincheira, derrotada precisamente en 1832, iban a poder sobrevivir. En la concepción portaliana,
el bajo pueblo sólo estaba llamado a trabajar, obedecer y servir.

21En suma, y a diferencia de lo ocurrido en otras partes de América Latina, la Independencia no


suscitó en Chile un proceso significativo de politización popular autónoma—salvo la que se
produjo en defensa de la causa realista. Aunque el reclutamiento militar efectivamente movilizó a
un contingente numeroso de campesinos y peones entre 1813 y 1832, ello no redundó en un
empoderamiento visible del mundo plebeyo, o en una demanda discernible de reconocimiento
nacional. Los debates sostenidos durante la década de 1820 en torno a la incorporación de
diversos sectores populares al ejercicio de sus derechos republicanos parecen haber tenido un
efecto más concreto, especialmente durante el bienio liberal de 1828-1829, pero sin que ello diera
lugar al surgimiento de expresiones propiamente plebeyas de deliberación o interpelación
ciudadana. Más bien, estos sujetos optaron por aprovechar los espacios así creados, y también las
pugnas entre los diversos sectores de élite, para dar rienda suelta a sus propias formas de
sociabilidad y expresión transgresora, lo que fortaleció la determinación de los grupos más
conservadores por restaurar un orden que amenazaba con desquiciarse del todo. Tras la victoria

39
de ese bando en 1830, sobre el bajo pueblo chileno descendió todo el “peso de la noche”
portaliana.

Notas:

1 Alberto Edwards, La fronda aristocrática, edición original, Santiago, 1928, p. 24.


2 Lucas Alamán, Historia de Méjico, 3 vols., edición original, México D. F., 1849-1852.
3 Heraclio Bonilla, Metáfora y realidad de la Independencia en el Perú, Lima, Instituto de Estudios
Peruanos, 2001. Las citas corresponden a un artículo escrito originalmente en 1971, en co-autoría
con Karen Spalding, y titulado “La Independencia en el Perú: las palabras y los hechos”.
4 Gabriel Di Meglio, ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la
Revolución de Mayo y el rusismo, Buenos Aires, Prometeo, 2006; Raúl Fradkin, La historia de una
montonera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006;
Clément Thibaud, Repúblicas en armas. Los ejércitos bolivarianos en la guerra de Independencia en
Colombia y Venezuela, Bogotá, Planeta/IFEA, 2003; Eric Van Young, The Other Rebellion. Popular
Violence, Ideology, and the Mexican Struggle for Independence, 1810-1821, Stanford University
Press, 2001.
5 Florencia E. Mallon, Peasant and Nation. The Making of Postcolonial Mexico and Perú, Berkeley
y Los Ángeles, U. of California Press, 1995.
6 Ana María Contador, Los Pincheira: Un caso de bandidaje social, Chile 1817-1832, Santiago,
Bravo y Allende, 1998.
7 Leonardo León, “Reclutas forzados y desertores de la patria: El bajo pueblo chileno en la guerra
de la Independencia, 1810-1814”, Historia 35, Santiago, Pontificia Universidad Católica de Chile,
2002.
8 Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile (1800-1837), Santiago, Sudamericana, 2005.
9 Sergio Grez, De la” regeneración” del pueblo a la huelga general. Génesis y evolución histórica
del movimiento popular en Chile (1810-1890), Santiago, DIBAM, 1995; ps. 202-218.
10 Julio Pinto y Verónica Valdivia, ¿Chilenos todos? La construcción social de la nación (1810-
1840), Santiago, LOM, 2009.
11 Diego Barros Arana, Historia general de Chile, edición original, Santiago, 1884-1902; tomo VIII,
ps. 334-335.
12 Jaime Eyzaguirre, Ideario y ruta de la emancipación chilena, Santiago, Universitaria, 1957, p.
131; Luis Vitale, Interpretación marxista de la Historia de Chile, edición original, Santiago, Prensa
Latinoamericana, 1967-1972, vol. III, ps. 19-25.
13 Mariana Labarca, “José Miguel Carrera y las clases populares, 1811-1813”, y Javiera Müller,
“Adhesiones populares. El mito del apoyo popular a Carrera”; ambos en Seminario Simon Collier
2004, publicación del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago,
2004.

40
14 La proclama de Antonio Orihuela ha sido reproducida íntegramente en Sergio Grez (ed.), La
“cuestión social” en Chile. Ideas y debates precursores, (1804-1902) Santiago, DIBAM, 1995, ps.
51-55. El mismo autor ha analizado la proyección de este personaje en su De la regeneración del
pueblo a la huelga general, Santiago, DIBAM, 1997, ps. 193-197. Ver también Luis Vitale, op. cit.,
tomo III, ps. 25-28. Menos empática es la visión que expone Sergio Villalobos en su artículo “El
bajo pueblo en el pensamiento de los precursores de 1810”, Anales de la Universidad de Chile, vol.
120, 1960, ps. 47-49.
15 Marcelo Segall, Las luchas de clases en las primeras décadas de la República, Santiago, 1962,
p. 6.
16 El decreto está parcialmente reproducido en Barros Arana, op. cit., tomo IX, ps. 45-46.
17 “Decreto publicado por bando de la Junta Gubernativa”, Archivo del general José Miguel
Carrera, Tomo 4, p. 247.
18 Las expresiones son de Barros Arana, quien alude a dichas montoneras en el tomo IX de su
Historia general de Chile, ps. 101, 105-6.
19 José Miguel Carrera a Junta Gubernativa, Concepción, 9 de septiembre de 1813, reproducido
en Barros Arana, op. cit., tomo IX, p. 133. Ver también sobre este tema Jaime Valenzuela
Márquez, “Los franciscanos de Chillán y la Independencia: avatares de una comunidad
monarquista”, Historia N° 38, vol. I, Santiago, Pontificia Universidad Católica de Chile, enero-junio
2005.
20 Barros Arana, op. cit., tomo IX, p. 444.
21 Para este período, denominado en la historiografía chilena “la Reconquista”, ver Miguel Luis y
Gregorio Víctor Amunátegui La reconquista española de Chile en 1814, Santiago, Editorial
América, s/f; y Cristián Guerrero Lira La contrarrevolución de la Independencia en Chile, Santiago,
DIBAM, 2002.
22 Esta hipótesis ha sido desarrollada por Verónica Valdivia en el capítulo 2 de nuestro libro ya
citado ¿Chilenos todos? Los párrafos que siguen sintetizan su argumentación.
23 Viva Fernando VII. Gazeta Ministerial del Gobierno de Chile, No.4, 19 de dic. de 1814; Tomo I,
nov. de 1814 - nov. de 1815, p.47.
24 Ibid., No. 46, 28 de septiembre de 1815, Tomo II, pp. 255-256.
25 Viva Fernando VII. Gazeta Ministerial del Gobierno de Chile, No.49, 19 de octubre de 1815.
26 Viva Fernando VII. Gazeta Ministerial del Gobierno de Chile, 30 de enero de 1815; 13 de
febrero de 1816; Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, op. cit., pp.194-197.
27 Se exceptúa parcialmente de esta apreciación Cristián Guerrero Lira en su obra ya citada La
contrarrevolución de la Independencia en Chile, donde caracteriza las medidas represivas como
una reacción normal en tiempos de guerra.
28 Ver ¿Chilenos todos?, op. cit., capítulo 2.
29 Comunicación personal reproducida en El Valdiviano Federal, Santiago, 21 de abril de 1834.

41
30 Archivo del Ministerio de Guerra, Vol.22: Oficios recibidos del partido de Talca, junio 29 de
1817.
31 Ana María Contador, Los Pincheira: un caso de bandidaje social, op. cit., p. 133.
32 Benjamín Vicuña Mackenna La guerra a muerte, edición original, Santiago, Imprenta Nacional,
1868.
33 El Araucano, (Santiago), 28 de enero de 1832.
34 Ana María Contador, op. cit., Conclusiones. Ver también Gabriel Salazar, Labradores, peones y
proletarios, Santiago, SUR, 1985: y Mario Góngora, “Vagabundaje y sociedad fronteriza en Chile
(siglos XVII a XIX)”, Cuadernos del Centro de Estudios Socio-Económicos, N° 2, Santiago,
Universidad de Chile, 1966.
35 Carla Manara; ver su trabajo “Revolución y accionar guerrillero en las fronteras andinas del sur
(1818-1832)”, ponencia presentada ante el VII Congreso Argentino Chileno de Estudios Históricos
e Integración Cultural, Salta, Argentina, 2007.
36 Archivo Intendencia de Concepción, vol. 26, oficio del Comandante de Serenos al Intendente, 9
de septiembre de 1837. Debe tomarse nota, sin embargo, de que en este incidente al menos uno
de los involucrados también estuvo dispuesto a batirse en defensa de “la patria”.
37 La propuesta de Mario Góngora aparece en su obra Ensayo histórico sobre la noción de Estado
en Chile en los siglos XIX y XX, Santiago, Universitaria, 1985, (2ª edición); para la tesis más general
sobre la guerra y el Estado-nación en Latinoamérica, ver Miguel Ángel Centeno, Blood and Debt:
War and the Nation-State in Latin America, Pennsylvania State University Press, 2002; Fernando
López-Alves, State Formation and Democracy in Latin America, 1810-1900, Duke University Press,
2000.
38 El Mercurio de Chile, N° 10, 31 de agosto de 1822.
39 Sesiones de los Cuerpos Legislativos, tomo XII, Congreso Nacional 1826-1827, sesión de 13 de
julio de 1826, ps. 126-8.
40 Ver el texto de la Constitución de 1828 en www.memoriachilena.cl,.
41 Barros Arana, Historia general de Chile, tomo XV, p. 246.
42 El Araucano, 19 de febrero, 1831.
43 Sergio Grez, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general. Génesis y evolución histórica
del movimiento popular en Chile (1810-1890), op. cit., ps. 202-218; Gabriel Salazar, Construcción
de Estado en Chile, op. cit., ps. 431-443.
44 Ambas citas en El Araucano, (Santiago), 29 de enero de 1831.

Référence électronique

Julio Pinto Vallejos, « El rostro plebeyo de la Independencia chilena 1810-1830 », Nuevo Mundo
Mundos Nuevos [En ligne], Débats, mis en ligne le 18 mai 2010, consulté le 24 février 2015. URL :
http://nuevomundo.revues.org/59660 ; DOI : 10.4000/nuevomundo.59660
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