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En el mismo lugar (Lima en tres novelas: una ciudad que se

desplaza)

FÉLIX TERRONES*

Alrededores de la casa, mi barrio, vecindades

que contemplo y por donde camino, hace ya tantos años.

Con alegría o con dolor os he creado:

con tantos acontecimientos, con tantas cosas.

Y todos tus sentimientos eran para mí.

Kavafis. En el mismo lugar.

La literatura siempre ha representado espacios físicos, lugares


reales que sirven –ficcionalizados- de escenario para los seres
que desarrollan sus tragedias, sus comedias, su heroísmo y su
mediocridad en ellos. De esta manera, muchas veces la ciudad
termina convirtiéndose en otro personaje, mudo y dinámico, que
acompaña a aquellos personajes que recordamos con mayor
intensidad. Así, recordamos con nitidez el sombrío París de
Rastignac o La Mancha onírica del Quijote. También al Dublín del
perdedor Farrington o al Yonville burgués de Charles Bovary.
Siempre habrá un escenario detrás, un telón que acompañe su
accionar. No obstante, considerar como ciudad solamente al
espacio físico es restarle complejidad, acaso significado. Esto
porque la ciudad no sólo es el lugar como tal sino también, más
que nada quizá, sus habitantes, esa masa anónima que le da
personalidad. De esta manera tenemos un importante deslinde: el
espacio se mantiene ya sea para crecer o reducirse, mientras sus
gentes siempre se encuentran en dinámica transformación y
desplazamiento.

Estoy seguro de que puede resultar bastante productiva una


lectura que hurgue por la figuración de una ciudad en
determinados momentos de su historia. Digamos, esta vez, Lima.
Pensemos, luego, en el siglo XX y en tres novelas representativas
del mismo; una de sus albores, otra de mediados y la última de su
crepúsculo. ¿Sus nombres? Duque (1934), Conversación en La
Catedral (1969) y Al final de la calle (1993).

Teddy Crownchield es el protagonista de Duque, la novela de


José Diez Canseco. Teddy es la representación propia del
burgués limeño de comienzos de siglo; es decir, un sujeto con
educación europea, desahogada posición social y económica, una
persona con espíritu diletante y fuertes vínculos amicales. Son
estas características las que, con los matices propios, compartirán
todos los demás personajes de la novela. Novela en la que se
relata una anécdota sencilla en un lapso breve: la caída de Teddy
en la homosexualidad y su regreso al extranjero a menos de tres
meses de haber llegado. ¿Por qué se aleja del Perú por segunda
vez? Porque Lima, según Diez Canseco, es una ciudad en la que
las verdades se susurran y se guardan las apariencias (Rigoletto,
uno de los personajes es la simbolización de esto). Hablamos de
un contexto urbano pequeño, en el que todos son conocidos de
todos y nadie desconoce el nombre –y los milagros– del resto.
Lima, casi una aldea, guarda el nombre para cada uno de sus
habitantes. Y el nombre es la identidad.

Quizá debamos dar cuenta de otra característica importante:


Teddy, pese a haber nacido en Lima, es un extranjero. Y afirmar
esto no es decir paradoja o contradicción alguna ya que nuestro
protagonista, quien salió del país por culpa del mal manejo que
realizó su padre de unas haciendas, llega a Lima como un
completo extraño, una persona que la conocerá con los ojos de su
experiencia previa.

-Y, ¿cómo es París? – Interrogó displicente Rigoletto.

-¡Bah! Casi lo mismo que Lima -respondió Teddy-. Las calles,


algunas más anchas. Más gente, más cabarets, más burdeles,
más rameras, más vividores, más monumentos, el río más
grande, la gente más sórdida: ¡París!

La diferencia entre Lima y París es una cuestión de proporciones.


Nada más. No hay nada que singularice a Lima como ciudad, que
la individualice por entre las demás ciudades. El aire europeo, la
herencia y lo adoptado, es la marca de comienzos de siglo. La
experiencia previa de Teddy no establece un punto de contraste
entre una y otra ciudad, su sensibilidad no lo ve así; por el
contrario, una será el reflejo -disminuido, eso sí- de la otra.

Disminuida es también la representación social. Un retrato, eso es


lo que buscó hacer Diez Canseco con su novela, un retrato de
costumbres y tipos sociales. No obstante, su abanico social es tan
avaro como el número de páginas que tiene la novela. Al leer
Duque es imposible no establecer vínculos temáticos con una de
las cumbres de la literatura del siglo XX: En busca del tiempo
perdido. No sólo en lo que es evidente –la homosexualidad-, sino

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también en lo que respecta a ese anhelo por reflejar una sociedad
decadente y complaciente en su deterioro. Pero hay una diferencia
de fondo entre una y otra novela: si Proust tuvo en Francisca, en
Jupien, en la dulce sobrina de éste o en el mismo Morel a los
representantes de los sectores deprimidos de la Francia que le
tocó vivir, Diez Canseco no tiene en su novela ninguno. ¿Se
encontraba consciente de la pobreza de su novela en el retrato
social? Creemos que aquí ocurrió una situación que al mismo
escritor se le escapó, ya que no podía desligarse del
condicionamiento social. Nos referimos al hecho de que esa Lima
de comienzos de siglo era una ciudad, como bien ha calificado
José Matos Mar, de «minorías marginales y mayorías
marginadas».1 Así, Lima es la ciudad de unos cuantos, no sólo en
su geografía, sino también en su figuración dentro de la literatura.
Ambas, minorías y mayorías, tenían su espacio definido y
marcado; ninguna entraba o, siquiera, rozaba el de la otra. Menos
lo invadía. La invasión era imposible en la capital por la que se
paseó Teddy Crownchield.

Tenemos, entonces, tres puntos resaltados en Duque. El primero


es el carácter extranjero del protagonista, el segundo es la
presentación de Lima -ciudad sin rasgos particulares- como
imagen de una urbe extranjera, mientras que el tercero es la
homogeneidad en las características sociales de los personajes.
Toca ver cómo en las demás novelas cambia la figuración de la
ciudad y sus habitantes, esa manera tan dinámica y brusca que
tuvo para trocar su rostro del de una adusta señora criolla al de
una chola achorada.

La Lima que le tocó vivir y llevar a la literatura a Mario Vargas


Llosa es una ciudad del todo cambiada. Hablamos de una ciudad
que empieza a sentir una explosión demográfica que sigue en
marcha. Dicha explosión tiene una razón detrás: la migración
masiva del campo a la ciudad (Lima, sobre todo).

Santiago Zavala comparte muchas cosas con Teddy Crownchield.


Lo mismo que el protagonista de Duque, este personaje ha tenido
la mejor de las educaciones, posee además excelentes
«relaciones» que bien pueden –en una ciudad en la que la gente
se moviliza gracias a los vínculos amicales o familiares–
asegurarle su futuro. Por otro lado, su padre también se ha
enriquecido de manera poco correcta, pero con mayor tacto.
Vargas Llosa nos presenta a don Fermín, el padre de Santiago,

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En: Matos Mar, José. Desborde popular y crisis del Estado. Lima: IEP, 1984.p.16.

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como uno de los tantos empresarios que se enriquecieron con las
licitaciones públicas amañadas por el gobierno de turno. La caída
del mundo de Crownchield es el nacimiento del mundo de Zavala:
precisamente en el gobierno de Odría se dan los primeros
síntomas de la aparición de esa burguesía enriquecida por las
licitaciones y concursos públicos. Los latifundistas serranos y los
agroexportadores de la costa, junto con los negociantes
pesqueros, le ceden su lugar al sujeto emergente en negociado,
no siempre claro, con el gobierno. La posible salida ante la
debacle es la negociación, quizá el matrimonio oportuno. Este
aspecto se muestra bastante claro en los padres de Santiago
Zavala: él es el «clasemediero» que ascendió, ella la hija de la
familia rancia que procura sobrevivir con la alianza matrimonial.
Descubrimos, de esta manera, un primer síntoma de deterioro de
una clase social y de estrategia para seguir manteniendo las
prerrogativas que ve escapársele de las manos.

Por otro lado, otra diferencia sustancial con la novela de Diez


Canseco es la ambición –cercana a Marcel Proust y al Balzac del
epígrafe– por representar todos los estratos sociales en la novela.
Conversación en La Catedral será, dentro de la poética realista,
el libro de la década que más se acerque al ideal de «novela
mundo», de espejo de la realidad. Aquí, quizá sea conveniente
conjugar la heterogeneidad de los tipos sociales de Conversación
en La Catedral con la situación del protagonista en la novela.

A diferencia de Teddy, Santiago Zavala tendrá diferentes maneras


de ser interpelado. Todas ellas dependen de quién sea su
interlocutor y a qué sustrato social se adscribe éste. Sus pares -
familiares o amicales– lo llamarán Santiago, por ejemplo. No lo
llamará así Ambrosio, su antiguo chofer, quien se dirigirá a él
como niño Santiago, en una clara muestra de subordinación y
sometimiento. Sólo Ambrosio, pues no hay respeto alguno hacia él
en sus compañeros de La Crónica –bohemios de magra
economía- que lo llamarán simplemente Zavalita. Los diferentes
tipos sociales ven en un mismo individuo –quien por metonimia
representa una clase social– diferentes sujetos: el igual, el patrón
y el desclasado al que se le trata con cariño. Descubrimos, pues,
que se nos presenta a un personaje ya no tan unitario sino mucho
más complejo. La posición en el mundo de Santiago, su
circunstancia, serán más susceptibles. Sin ser derrocada, sin
embargo.

Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna,


sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos,

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esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el
mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los
canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo
de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar,
despacio, hacia la Colmena. [...] El Perú jodido, piensa, Carlitos
jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución [...] ahí está
Norwin, hola hermano, en una mesa del bar Zela, siéntate
Zavalita, manoseando un chilcano y haciéndose lustrar los
zapatos, le invitaba un trago. No parece borracho todavía y
Santiago se sienta, indica al lustrabotas que también le lustre los
zapatos a él. Listo jefe, ahoritita jefe, se los dejaría como espejos,
jefe.

Hay una enorme diferencia en los comienzos de una y otra novela


(asunto que no ocurre entre la novela de Vargas Llosa y la de
Malca, como veremos más adelante). Mientras en Duque el
protagonista se encuentra sucesivamente -su guardarropa y el
Country Club- en espacios cerrados; en Conversación en La
Catedral, Santiago se encuentra desde el inicio en la calle. Una
Lima en la que, como es evidente a partir de la cita, la actitud de
Santiago no será la de comunión o entusiasmo sino, lejos del
cinismo finisecular de Baudelaire, la de rechazo. Al ver la ciudad, o
en lo que se ha convertido esa ciudad, esa avenida por la que
circulaba Teddy Crownchield, como un monstruo de miles de ojos,
voces, olores y colores se preguntará: ¿En qué momento se
había jodido el Perú? A su manera Santiago es otro extranjero,
pero muy lejano, inicialmente, al tipo de Teddy Crownchield pues
su anhelo juvenil –muy a la época– fue el de cambio, mejorar el
estado de cosas. No obstante, lo mismo que la Lima antigua se
verá desbordado por el caos y la confusión que empiezan a
proliferar. Al final, y sólo al final, llegará al estado en el que
siempre vivió Teddy: un extraño en Lima.

Es preciso resaltar dos detalles que me parecen gravitantes de la


cita: el canillita y el lustrabotas. Apenas los leemos en las
funciones que realizan -no aparecen más-, pero en la figuración de
esa realidad sumergida en la alteridad y la contingencia son claves
para que el escritor le de el atisbo de novela realista que procura.
Y esto porque ellos son, precisamente, la clara muestra del nuevo
tipo de economía de la ciudad de Lima. Esos muchachos
migrantes, acaso lo fueron antes sus padres, son la economía
informal que tanto vociferaría años después Hernando de Soto.
Una economía de actividades, rubros o empresas no registrados,
casi artesanal, en las fronteras de la legalidad, en constante
proceso de adaptación y amalgama, negocios que desarrollan sus
reglas de juego con creatividad y osadía. Esa es la nueva Lima, la

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ciudad que ve, sin amor, desde la puerta de La Crónica, nuestro
personaje. Una urbe ya, que adquiere contornos propios e
identificadores.

Toca introducir la tercera novela: Al final de la calle, de Oscar


Malca:

Caminaba sin rumbo por La Colmena, miraba los escaparates y los


carteles chillones que emergían de los muros en medio del desorden y
la bulla de la avenida. Caminaba entre claxons que estallaban uno tras
otro, revistas usadas y navajas de afeitar que se esparcían en el suelo
al lado de charcos malolientes y mutilados que pedía limosna casi
amenazando a los transeúntes. La gente se le cruzaba chocándole los
hombros, gesticulando y hablando a gritos. M miraba la calle como si en
realidad estuviese en algún lugar muy dentro de su cuerpo,
encapsulado, oculto tras una delgadísima tela que, sin embargo, no lo
libraba del vaho miserable del entorno.

Nadie ha reparado en ese family resemblance que tienen los


comienzos de Conversación en La Catedral y Al final de la
calle. Y es lamentable porque se trata de un parentesco cuyo
análisis puede gastar mucha tinta y, en consecuencia, develar
mucho del cambio en la literatura de Lima. En ambos tenemos al
protagonista que se pasea por las calles de una ciudad con la que
no termina de cuajar una identificación, ni siquiera un intento de tal
cosa. Las calles, además, siempre se presentan llenas de gente,
transeúntes y vehículos, en una agitación permanente. Sin
embargo, el parecido entre una y otra cita es aparente, irreal ya
que el protagonista de Al final de la calle se deja arrastrar sin
voluntad. Ese caminar sin rumbo lo distingue de los otros dos
personajes y lo sitúa en la figuración de una sociedad en los
albores de un régimen -el fujimorista- que, a fuerza de vírgenes
lloronas, vampiras resucitadas y technocumbia, abolió al
ciudadano en favor del individuo hundido en la inopia. No sólo eso,
sino que hay una significativa confusión, primero, y amalgama,
después, del sujeto con la calle, Lima: miraba la calle como si en
realidad estuviese en algún lugar muy dentro de su cuerpo,
encapsulado, oculto tras una delgadísima tela que, sin embargo,
no lo libraba del vaho miserable del entorno. Por primera vez en la
literatura peruana un protagonista de novela se confunde con la
masa de su ciudad. Lo sintomático radica en que sea en sentido
negativo, pese a que el personaje parezca no enfadarse. En
realidad, parece no querer nada.

¿Cuál es el nombre de este tercer e inquietante sujeto? Su


nombre es M. M de mierda, M de molicie, M de miseria. A fuerza

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de significar todo, es nada. Pareciera que su nombre se ha
perdido en la multitud por entre la cual camina, una legión de
seres iguales, poseedores del mismo desalentador futuro que
signó a la generación del noventa. Todos ellos pueden también
ser también M, esa es su tragedia. M no es extranjero -es un
mestizo peruano-, pero pareciera que su conciencia de tal no
existe, es nula. Toda referencia a la ciudad y sus distritos -
“M”agdalena, sobre todo- no pasará por su cabeza sino que se
desprenderá del discurso del narrador. Escribí líneas arriba que el
nombre es la identidad: está claro que en esta novela ese nombre
está orientado a mostrar una identidad que no se construye y
define a partir del contacto con el otro, sino que pareciera
disolverse tras este contacto.

Otro aspecto a resaltar es el concerniente a la literalización de


Lima en Al final de la calle como la ciudad de todas las voces:
por sus páginas circulan decenas de personajes, todos de diverso
calibre y condición. Quizá, en contraposición a Duque, sea mayor
el número de los provenientes de sectores socio-económicos
medios o bajos. Ya no es más ese pequeño damero en el que
todos eran vecinos y se conocían por el nombre. Ahora nadie se
conoce, todos son seres anónimos que se mueven en la difusa
frontera de tener una identidad o perderla. Pérdida de identidad
que en Al final de la calle pone en entredicho incluso a la novela
como género, si la entendemos en su versión decimonónica
realista. La novela no narra nada, no tiene una anécdota o una
historia que seguir. Lo que nosotros leemos en el libro de Oscar
Malca es, en última instancia, la fractura de la realidad unívoca,
estable, su conversión en mero relato o, quizá, retazos de lo que
debió serlo.

Lo mismo que Lima, la ciudad en ese laberinto que supone su


extravío y encuentro a la vez, su literatura ahora se orienta a
figurar un dinamismo impremeditado, cuyas consecuencias son
muy difíciles de prever. Las nuevas reglas de juego –tomo
prestado el título de Romeo Grompone– se hacen, junto con la
identidad, en el trayecto y ese camino muy bien lo develamos en la
ficción literaria. Total, el artista, el escritor, es quien, con alegría y
con dolor, crea los alrededores de la casa, barrio y ciudad para
dibujar su tiempo siempre cambiante, siempre distinto. Y acaso su
rostro, en la misma ciudad.

(*) Egresado de la Facultad de Humanidades de la PUCP.

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