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Tres cuentos

Jesús María Sánchez (compilador)

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Henrique Capriles Radonski
Gobernador del estado Miranda
Juan Fernandez Morales
Secretario General de Gobierno

Miriam Hermoso de Rivas


Presidente
Fabricio Briceño Graterol
Director Editorial
Thiana Balza Mora
Editora
Gaetano Iannuzzi
Diseño gráfico
Jesús María Sánchez
Compilación de textos
Marijosé Pérez Lezama
Equipo FFESR
Corrección de textos
2010 TRES CUENTOS
ISBN: 9978-980-7316-08-8
Depósito Legal: If42320108001715
Colección: Literatura #3
Serie Narrativa # 1
Publicación Digital
2016 Fundación Fondo Editorial “Simón Rodríguez”
Av. Bolívar al lado del Boulevar Lamas, Casa de la Cultura
“Cecilio Acosta”, piso 1. Los Teques. Edo. Miranda
E-mail
ffeditorialsr@gmail.com
+58 (0212) 364.14.19
Todos los derechos reservados.
Prohibida su reproducción parcial o total
por cualquier otro medio sin permiso del editor.
Tres cuentos
Jesús María Sánchez
(compilador)
Contenido
(Desplázate por el libro con un click)

A los lectores.................................................................5
La tierra se hundió bajo sus pies...................................11
El Encanto..................................................................20
La lealtad probada.......................................................27
Bibliografía consultada................................................35
Hemerografía.............................................................35
A los lectores
Tienen ustedes entre sus manos, amigos lectores, tres cuentos
cortos escritos por César Gil Gómez, Federico Rodríguez Ro-
dríguez y Carlos Arocha Luna, plumas conocidas en los campos
del periodismo, la narrativa, la política y la ciencia, publicados
en “Texto de la tierra” de Los Teques. Revista literaria dirigida
para la época por Benjamín Arocha; en la redacción Carlos “Ca-
chucha” Arteaga; dibujos de los artistas Carlos Hernández, D.
Cazorla y Edgar Corrales.
La Tierra se hundió bajo sus pies es el título del trabajo de César
Gil Gómez; El Encanto es la creación de Federico Rodríguez y
Lealtad probada salió de la vocación literaria de Carlos Arocha
Luna. Esos tres escritores mirandinos, al lado de sus conocidos
libros, nos dejaron en periódicos y revistas gran parte de sus tra-
bajos, esperando por un compilador que se encargara de locali-
zarlos.
César Gil Gómez, para 1938, estará al frente de “El Indio”,
periódico político que vio luz en Guatire. Antes de comenzar a
transitar los caminos del periodismo se desempeñó como obrero
colocando cables para el alumbrado público en su pueblo natal,
Guatire, y como peón transportando tubos para el acueducto
que surtiría de agua a las residencias de las familias locales. Estos
rudos trabajos no fueron obstáculos para que César Gil Gómez
se dedicara, con pasión, a estudiar música en la escuela que man-
tenía Régulo Rico Lugo, pasando a formar parte, al lado de otros
alumnos, de la Estudiantina “Santa Cecilia”, en su segunda épo-
ca. Corría el año de 1930. Sus inquietudes musicales las describe
Guido Acuña, al presentar en el libro de cuentos El verde sabe a
limón una serie de pinceladas que César Gil Gómez realiza sobre
personajes populares de Guatire:
Su preocupación por los problemas de la nación lo aleja del cam-
po musical pero no de manera definitiva. Es compositor y buen
músico aferrado a lo artísticamente elevado. Desde la cárcel, Pe-
nitenciaría de San Juan de los Morros, donde estuvo recluido

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durante seis largos años, formó un coro de voces que interpre-
tan música folclórica inédita. Recoge “El Cutucután”, tonada de
los negros guatireños de la fiesta de San Juan. Escribe una suite
de canciones para piano y soprano de corte modernista pero sin
apartarse de su esencia venezonalista. Compone un trozo de mú-
sica negroide -“Negrita Curujujú”- que lo hacen ganador de la
mención honorífica en el concurso promovido por la Asociación
Venezolana de Autores y Compositores en 1955.
La actividad política llevó a César Gil a desempeñarse como
diputado en la Asamblea Legislativa del estado Miranda, en la
Asamblea Nacional Constituyente y en el Senado de la Repúbli-
ca. En el exilio, a raíz del derrocamiento del Presidente Rómulo
Gallegos, ejerció el periodismo en medios impresos como “La
Voz de Venezuela” (Cuba), “El diario del Caribe” (Colombia) y
“El Mundo“ (Puerto Rico). Al retornar al país, al caer la dicta-
dura en 1958, su firma aparecerá en “El Nacional”, “El Regio-
nal” (Valencia), “La Voz” (Guarenas), “La República” y en las
revistas “Momento”, “Elite”, “Revista Municipal de Venezuela”,
“Folklore y Artesanía”. Asimismo, será miembro fundador de “El
Periodista”, vocero de la Asociación Venezolana de Periodistas.
Antes del Golpe de Estado contra Gallegos, César Gil trabajó en
el diario “El País” y muchos de sus trabajos aparecerán bajo el
seudónimo de Juan Cabrices.
Entre los personajes populares que atrapó con su pluma, se
encuentra Ezequiel Zamuro:
Nace en Guatire. En el “Barrio Abajo“. En una casita de bahare-
que. Negro como la noche. Las estrellas escaparon a la tormenta.
Hijo de la bondad hecha mujer. Comadrona de prestigio a quien
todos respetan y llaman mamá. Todos llegaron primero a sus ma-
nos, lo mismo que “Zamuro” o el “catire” de Rincón abajo. Hijo
de un viejo hacendado.
En su larga trayectoria intelectual no faltan los cuentos infan-
tiles, las composiciones musicales, el cine, el ensayo, relatos y
cuentos. En la voz de un trovador popular, Justo Tovar, mejor co-
nocido dentro y fuera de la Parranda de San Pedro como “Pico”,
gran improvisador de tonadas, César Gil Gómez coloca una

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composición de protesta contra los dueños de las haciendas del
valle de Santa Cruz de Pacairigua y Guatire, quienes explotaban
a la peonada, pagándoles cuatro centavos por trabajar desde las
seis de la mañana a las seis de la tarde:
Oiga usté Don Salvador,
le venimos a cantar,
porque usté es mucho mejor
que Samuel “El Alacrán”.
El cuento La Tierra se hundió bajo sus pies es la tragedia vivida
por un afamado decimista del Tuy Abajo; atacado por una en-
fermedad su comadre Eleuteria cree poder ayudarlo, dado, así lo
dice ella, que conoce a un médico en la ciudad.
Federico Rodríguez Rodríguez nació en la población barlo-
venteña de San José de Río Chico, hoy Municipio Autónomo
“Andrés Bello”, el 19 de noviembre de 1922. Hijo del inmi-
grante de las Islas Canarias, don Federico Rodríguez. Sus es-
tudios de bachillerato los realizará en el Liceo “Andrés Bello”
de Caracas, donde obtiene el título de Bachiller en Filosofía y
Letras en 1942, lo que le permitió ingresar en la Universidad
Central de Venezuela. Entre los años de 1949-1950, el joven
bachiller Federico Rodríguez, quien combinaba sus responsa-
bilidades estudiantiles con la política, es electo Presidente de la
Sociedad de Estudiantes de Medicina. Luego alcanzó, a pesar
del derrocamiento del Presidente Rómulo Gallegos, la dirección
de la Federación de Centros Universitarios.
El médico Luis Barrios Díaz, hijo del poeta guariqueño Luis
Barrios Cruz, de quien hemos tomado valiosa información para
hilar esta nota sobre Federico Rodríguez Rodríguez, nos dejó la
siguiente pincelada sobre su colega y amigo:
La personalidad del doctor Federico Rodríguez Rodríguez me-
rece ser ampliamente analizada desde varios puntos de vista y
habrá de ser contemplada según los aspectos específicos de las
múltiples actividades desarrolladas a través de su fecunda exis-
tencia. Quienes no lo conocían bien o simplemente no lo cono-
cían llegaban a pensar a primera vista que se trataba de persona

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poco accesible, pero, al poco tiempo, habían de comprobar todo
lo contrario. Tanto es así que una de sus principales características
era la de mantener excelente humor y gracejo en chistes y cuentos
que llevaban a estruendosas carcajadas de él mismo y del coro de
amigos y compañeros que lo escuchaban y festejaban. Siempre
estaba a la caza de situaciones de diversa índole jocosa para hacer
el chiste.
Federico Rodríguez Rodríguez supo llevar con dignidad los
mundos de la política, la ciencia, la literatura y la música, en los
días del amanecer democrático, después de haber estado en el
exilio. Se desempeñó como Gobernador del estado Miranda. A
raíz del derrocamiento del Presidente Rómulo Gallegos había sido
electo diputado suplente en 1947 de la Asamblea Nacional Cons-
tituyente, pero será enviado a la cárcel y luego expulsado del país,
residenciándose en la ciudad de New York, donde ejerció su pro-
fesión de médico cirujano en prestigiosos centros asistenciales.
Recordemos que Federico Rodríguez Rodríguez se había gra-
duado de médico en 1950 en la Universidad Central de Vene-
zuela y, al lado de su desempeño como profesor, sus inquietudes
científicas lo llevaron a desarrollar valiosas investigaciones, consi-
deradas por los entendidos de gran utilidad en el campo de la me-
dicina. Asimismo, además de publicar trabajos científicos, dejó,
en el campo literario, la obra Cuatro cuentos en prosa y uno en verso
y en el campo musical la letra de “Barlovento adentro”, composi-
ción a la que le colocó música Benito Galarraga, destacado edu-
cador, melómano y director; de una dilatada obra civilizadora en
San José de Río Chico y fundador de la orquesta “La Edénica” de
la Escuela de música y del conjunto folclórico “Barlovento”.
En 1947, en el Segundo concurso anual de cuentos del diario
“El Nacional”, entre los ganadores del tercer premio se encontraba
Federico Rodríguez Rodríguez con el cuento El inmigrante. Este
honor lo compartió con Gustavo Díaz Solís y Guillermo Mene-
ses. En el cuento que ustedes leerán a continuación, se enterarán
de cómo a Crucito Perdomo se lo llevó el Encanto.
De Carlos Arocha Luna, hijo de la población tuyera de Chara-
llave, les dejamos el cuento Lealtad probada. Su autor narra con

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lenguaje sencillo, la amistad sellada en la muerte, entre dos recios
trabajadores del pueblo: Juan de Dios y Matías, a quienes el mula-
to Moronta los persiguió hasta verlos en la urna, como hacían los
capataces con los esclavos. Las campanas de una iglesia se convier-
ten en el punto de referencia para que uno de los protagonistas del
cuento, Juan de Dios, reaccione y vengue a su amigo Matías.
Al morir Carlos Arocha Luna, médico, cuentista, parlamentario,
poeta, José Del Vecchio, su coterráneo, señalaría:
Lo más admirable en Carlos Arocha Luna era su sencillez, su mo-
destia y su firme convicción de luchar por una Venezuela mejor
en todos los órdenes. Como su compañero de infancia, colega y
amigo, supe valorar siempre sus principios y su amor por Venezue-
la. Los Valles del Tuy pierden un hijo que dignificó a esos pueblos,
por su inteligencia y su dedicación al servicio de la comunidad, y
Venezuela a un gran ciudadano.
Este ciudadano ilustre de Charallave, Municipio Autónomo
Cristóbal Rojas, nació en el hogar formado por Dolores Luna de
Arocha y J.J. Arocha Egui. Sus estudios de educación primaria
los cumplirá en la escuela que regentaba el maestro Pulido Ferra-
ra; después de culminar el bachillerato ingresa en la Universidad
Central de Venezuela; se graduó de médico en 1948 e integró la
promoción Dr. Domingo Luciani, trasladándose a su pueblo natal
a ejercer su profesión.
Al lado de la medicina combinó la literatura y la política. En el
campo literario dejó ensayos y poesía. Es el autor de los himnos de
la Federación Médica, del Colegio Luis Eduardo Egui, del Hospi-
tal Universitario de Caracas y del Seguro Social. Por su gran voca-
ción gremialista y gran sensibilidad social fue galardonado con los
premios “Dr. José María Vargas”, “Patrocinio Peñuela”, “Vicente
Salias”, “Rafael Rangel” y con la Medalla de la Federación Médica
Venezolana.
Entre 1947 y 1948 se lo vio como Diputado de la Asamblea Le-
gislativa del estado Miranda y entre 1975-1979 como Presidente
Jefe del Hospital Universitario de Caracas.

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Carlos Arocha Luna, sobrino de doña Teotiste Candelaria Aro-
cha de Gallegos, sintió una gran admiración por el novelista Ró-
mulo Gallegos, lo que plasmó en su libro Rómulo Gallegos presen-
cia y perennidad de un símbolo, donde entre otras cosas nos dice:
Rómulo Gallegos es una de las personalidades más relevantes del
pensamiento, de la creación literaria, del espíritu cívico, de la mo-
ral ciudadana, de la dignidad humana y del intelecto en función
creadora en todo lo que ha transcurrido del siglo XX venezolano.
Su vida es polifacética por esa razón, porque descolló en múltiples
campos del quehacer humano.
Recordemos, a través del cuento Lealtad probada, a Carlos
Arocha Luna.

Jesús María Sánchez

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La tierra se hundió
bajo sus pies
César Gil
Tres cuentos

P anaquire entró a la ciudad llevando como único pa-


trimonio su sobrenombre. Lo había heredado de su
abuelo y de su padre. ¿Quién no conoció al indio Panaquire
en las riberas del Tuy Abajo? Su fama de cantador y deci-
mista recorrió todos los caminos barloventeños. Sus coplas
son recitadas por los peones en la recolección de cacao, o
cuando palanquean al alijo hacia “Boca e Paparo”, donde
el río se contorsiona entre el mar como una serpiente mo-
ribunda.
No presumas de decente
negrito de sotavento,
mira que «negro no es gente
ni casabe es bastimento».
Eso que negro no es gente
lo trajeron los mantuanos,
no le hagas caso Fulano,
que hay mucho blanco indecente.
Y la copla también desemboca en el mar, se hace a la mar
confundida en el grito del hombre que se enfrenta a las olas
encrespadas.
Panaquire está enfermo. Hace tiempo el médico le orde-
nó reposo absoluto. Ahora está grave. Lo confirma el exa-
men de la orina. Cuando los riñones se cansan, se hinchan
los pies y se ‹‹avienta›› la barriga. Se lo dijo un curandero,
mientras Panaquire recitaba para sí:
‹‹Cuando la pata se hincha
la sepultura relincha››
Por eso resolvió trasladarse a la ciudad, a la fuente clara
como el manantial, como el jaguey de ‹‹Maurica››, bordea-
do de piedras cubiertas de limo, donde una vez se sentó a
esperar el encanto que surgiría de las aguas transformado en
una mujer bonita.

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La tierra se hundió bajo sus pies

Ahora se dirige al hospital. Su comadre Eleuteria lo acom-


paña. Eleuteria es una de las mujeres más populares del ba-
rrio. Capitana de las fiestas ‹‹sanjuaneras›› y representante
del Sindicato de Trabajadores de la Aguja. Justamente, en
una de las reuniones de ese Sindicato conoció a un médico
de los que trabajan en el hospital, al doctor Osorio. “Ese
sí que es un ‘palo e médico”. Además, es su amigo. El le
ofreció su amistad cuando juntos atendieron un parto en el
puesto de salud.
Eleuteria camina confiada. El doctor Osorio le salvará la
vida a su compadre Panaquire, a quien la muerte anda pi-
sando los talones...
La mañana está fría. La neblina cubre el cerro, verde aún,
a pesar de la mano incendiaria. Los automóviles se multi-
plican en la puerta mayor del hospital. Un portero unifor-
mado les sale al paso:
—¿Tiene consulta?
Eleuteria no da importancia a la voz de un portero. Apar-
ta al hombre diciendo entre dientes:
—Venimos a ver al doctor Osorio... Es amigo mío, caray...
Panaquire se deja llevar de la mano dócilmente, como
cuando era niño y su madre le conducía a la iglesia en los
días de fiesta. Recuerda el día de la Primera Comunión. El
hizo la Primera Comunión sin vestido blanco, sin la cinta
de estampas doradas prendida del hombro, ni la vela y el
libro entre las manos, como el hijo de don Pancho, viejo
hacendado de la región.
Llegan al consultorio. Les atiende una señorita vieja que
les mira por sobre los anteojos. Parece cómo si hablara con
los ojos:

13
Tres cuentos

—¿Traen orden de hospitalización?


La pregunta es correcta. Aquel hombre está poseso de una
palidez en cuya transparencia se advierte la agonía. Eleute-
ria evade las miradas impertinentes. Toma del brazo a su
compadre y murmura:
—Yo no como esos cuentos. Yo soy amiga del doctor
Osorio.
—¡Ay! mijita, si no conoces al doctor Osorio ‹‹estás
lista››.
Entonces, ¿qué haces aquí mujer?
Panaquire continúa caminando tras el paso acelerado y la
palabra alentadora de Eleuteria:
—No se aflija compaíto... el doctor Osorio me lo cura.
Es mediodía. La gente comienza a salir del hospital. Los
ascensores bajan repletos. Los carritos porta-comidas reco-
rren los pasillos dejando al paso un olor a sopa desabrida.
Los teléfonos cesan en su timbrar exasperante y las enferme-
ras entregan el turno de la mañana.
Eleuteria camina y camina por los pasillos asida al brazo
de su compadre. Baja por las escaleras. No le agradan los as-
censores. Recuerda que una amiga suya se quedó encerrada
en uno de esos ‹‹bichos››.
Panaquire suda copiosamente. Eleuteria sigue tocando
todas las puertas que le salen al paso. Toca en un baño y le
responde la voz asustada de una monja. Pero ella continúa
tocando. «Tocar la puerta no es entrar». Mientras tanto, Pa-
naquire se agrava. No puede seguir caminando. Eleuteria lo
sienta en una de las sillas blancas en la sala de espera.
¡Si por lo menos alguien me diera razón del doctor Oso-
rio! —Piensa—.

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La tierra se hundió bajo sus pies

Panaquire suda frío. Eleuteria le da a oler valeriana de un


frasquito que lleva siempre en la cartera. El enfermo hace
una mueca.
Sí, no hay duda —se dice—, mi compae está malo...
pero hay que ‹‹echá pa lante››... ‹‹chivo que se devuelve se
esnuca››.
Jamás tuvo tanta vigencia esta expresión del abuelo Gene-
ral, lanzada ante el enemigo que trató de cerrarle el paso en
la guerrilla montonera.
Eleuteria se encuentra indecisa. La angustia le sube al
cuello.
Un médico que pasa hacia la sala de operaciones, echa
un vistazo sobre el rostro pálido de Panaquire y diagnostica
apresurado:
—Etilismo... Sí, etilismo agudo...
¿Qué será etilismo, Dios mío? —se pregunta Eleuteria en
voz alta—.
Un viejo español que espera consulta en el turno de la
tarde comienza a explicarle:
—Pues, verá usté, ese etilismo es una enfermedad muy
mala, ¡sí señor!
—Verá usté —concluye—, ese señor está muy grave. Es
cuestión de las vísceras.
Bueno, ¡pues! Ahora si me completé con eso de las vísce-
ras —piensa Eleuteria—.
¡Cómo está el mundo! Ya la gente no quiere ni hablá en
cristiano.
Eleuteria seca el sudor que corre por la frente de su com-
padre. En torno suyo hay varios enfermos que igualmente

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Tres cuentos

esperan. Una señora se lamenta en voz baja de haber per-


dido el turno de la mañana. Sostiene entre los brazos a un
niño que se calcina en fiebre.
—Eso es ‹‹tifo›› —dice alguien—. Más allá, una mujer
que fue bella alguna vez exhibe la inflamación de ambas
piernas.
Esa está ‹‹clorótica›› —piensa Eleuteria—.
Panaquire recuerda la copla que ahora no puede recitar:
«Cuando la pata se hincha...»
Las horas del mediodía se hacen más pesadas en un hospi-
tal. Sobre todo cuando se espera con enfermos graves.
Las enfermeras pasan con el chiste entre la risa fugaz.
Eleuteria piensa que la indolencia forma parte de aquellas
muchachas vestidas de blanco. Ella ignora el sacrificio de
una enfermera en la gravedad de un paciente o en la neuras-
tenia de un médico, que es la peor de las neurastenias.
Se confunden nuevamente entre el murmullo humano.
Panaquire ha pasado la crisis. Logra incorporarse. El hospi-
tal toma de nuevo un aspecto de mercado libre. Un ruido
sordo llega desde la puerta principal. Una señora grita su
angustia porque no le atienden a su hija:
—Yo soy hermana de un ‹‹pesao››.
—Aquí atendemos por igual a todos los pacientes, señora.
Eleuteria escucha la conversación y comenta para sí:
—Cuando así tratan a las hermanas de los ‹‹pesaos››.
Luego se acerca una señora que aparece armada de lápiz
y libreta:
—Nosotros no somos hermanos de ‹‹pesaos››, señora,
pero necesitamos el hospital.

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La tierra se hundió bajo sus pies

—¡Espere su turno!
—Nosotros somos de Barlovento.
—¡Espere su turno!
—¡Yo soy amiga del doctor Osorio!
—¡Qué espere turno le dije, señora!
Eleuteria sienta a su compadre en un banco de made-
ra. Hay mucha gente esperando turno. Un aire impuro se
advierte en aquella galería de espera. La hediondez axilar
parece adherida a las paredes. Una señora respira fuerte la
ira de su larga espera. Se oye el lloriqueo de un niño que
padece colitis.
—Ese muchacho lo que tiene es ‹‹mayo...››.
En horas de la tarde la espera se torna sofocante. Panaqui-
re abre y cierra los ojos lentamente. Para él ya todo es igual.
Lo mismo le da sentarse que caminar escaleras abajo tras de
los pasos de su comadre. Muchos pacientes abandonan el
campo. Se retiran cansados, con la esperanza de ser atendi-
dos al día siguiente.
Eleuteria se arriesga y toca los nudillos en la puerta de un
consultorio. La respuesta se filtra por las rendijas:
—¡Señora, ya le dije que espere su turno!
Son casi las cinco de la tarde. Una voz seca, confundida
entre el bostezo, se asoma por el postigo entreabierto:
—Por hoy se acabaron los turnos... Mañana será otro
día...
—Pero, señorita —le dice Eleuteria...
— Mañana será otro día...
—Yo quiero ver al doctor Osorio —grita Eleuteria
desesperada.

17
Tres cuentos

—¿Quién será ese doctor Osorio? —piensa la señorita


llevándose el lápiz a los labios.
Eleuteria toma de nuevo las escaleras. Comienza a subir
llevando de la mano a Panaquire, quien ya no opone resis-
tencia a nada. A él le parece estar caminando sobre el aire.
Piensa un poco en el Jesús de su devoción caminando sobre
las aguas. Piensa también en la alfombra mágica de Las mil
y una noches, conocida en el relato que una tarde les leyera
don Pancho.
En cada piso que logran escalar, Eleuteria grita con fuerza:
—Yo quiero hablar con el doctor Osorio...
Junto con la puerta mayor del hospital, se había cerrado
el día. Una noche sin estrellas. Eleuteria lo advierte desde la
ventana. Debe ser que las noches de los hospitales no tienen
estrellas, o tal vez, como algunas enfermeras esa noche, no
están de turno.
Eleuteria continúa subiendo. Los peldaños parecen mul-
tiplicarse bajo sus pies adoloridos. Llegará hasta el cielo con
su grito en búsqueda del doctor Osorio. Y en ese momento
piensa en el Nazareno de San Pablo, en la gente que se viste
de violeta el miércoles de la Semana Santa. Su compadre
es devoto del Nazareno. Pero, ese día de su calvario no es
Miércoles Santo. Además, ¿qué importancia tiene un día?
Todos los días son iguales para el pobre.
—Un paso más compaíto, y encontramos al doctor Osorio.
Pero, el compadre ya no puede más. En el décimo piso
le fallan las piernas. Eleuteria siente que las manos de su
compadre están heladas. Panaquire respira fuerte. La fatiga
le absorbe el organismo. Un sudor frío le cubre el rostro.
La tierra se hunde bajo sus pies. Un oscuro nubarrón sale
a su encuentro. Siente la sensación de estar entrando en la

18
La tierra se hundió bajo sus pies

tempestad, de envolverse en la nube negra que se desata en


lluvia el día de San Pedro. Eleuteria eleva un grito agudo,
largo que se prolonga hasta que el aire se agota en sus pul-
mones.

19
El Encanto
Federico Rodríguez Rodríguez
El Encanto

L a boca desdentada de la abuela iba dejando caer las


frases en vacilante cascada:
—… y después de que El Encanto se llevó a Pedrito, que-
dó en el aire un olor a azufre que no se podía aguantar.
Los muchachos, atentos a las palabras de la viejita, se
sintieron estremecidos de horror al llegar a esa parte de la
narración y sus mentes infantiles volaron a Pozo Azul, el
gran remanso de Río Grande donde habitaba El Encanto
y en el cual ellos se bañaban diariamente. Desde niños ve-
nían oyendo la conseja familiar que arrancaba de muchas
generaciones atrás, y ya la existencia del diabólico habitante
de Pozo Azul que formaba parte de sus vidas como factor
determinante.
La absurda creencia, generalizada en casi toda la región
(cruzada de numerosos ríos y campo fértil para toda supers-
tición) había adquirido en aquel diminuto poblado visos de
realidad actuante, abonada sus existencias por la desapari-
ción de algunos mozos del lugar, circunstancias que a todos
se les antojaban sospechosas.
Las últimas palabras de la abuela desataron un coro de
comentarios en el menudo auditorio, menos en el indiecito
de piel oscura y pelo liso que se quedó callado y pensativo.
Crucito Perdomo había sentido desde niño la fascinación de
El Encanto. En sus 15 años de vida la creencia supersticiosa
gravitaba sobre su existencia de manera decisiva, alterando
sus costumbres, condicionando sus actos, tiranizándolo…
y sobre todo atrayéndolo con toda la fuerza del misterio. ¡Y
hoy era la historia referida al rescoldo del tronco encendido
para espantar los zancudos, mañana la imposición de la ma-
dre de no bañarse solo en Pozo Azul y otro día la desapari-
ción de algún «zagaletón» atribuida al misterioso habitante
del remanso! ¡Y cómo era de extraña esa predilección de El

21
Tres cuentos

Encanto para los muchachos en trance de ser hombres! ¡Y


cómo era de sorprendente la atracción que Pozo Azul ejercía
sobre los muchachos del pueblo!; a tal punto de que no pa-
saba día sin que la plácida quietud del lugar se viese alterada
por la gritería juvenil.
Pero era indudable que el más atraído por el pozo y su En-
canto era Crucito Perdomo. ¡Una atracción extraña, fatal!
A toda hora pensaba en el remanso y deseaba estar allá.
Cuando iba al conuco del padre, se entregaba al trabajo con
furia para terminar más pronto y poder ir un rato a bañarse,
y en la escuela estaba siempre pendiente de que fueran las
cuatro de la tarde para correr disparado hacia Pozo Azul y
una vez allí hundir el primero su cuerpo prieto y muscu-
loso en las aguas azules de puro hondo y lanzar antes que
nadie el grito de «¡cotúa rabúa!» señal para iniciar los juegos
acuáticos. Ágil como el que más, esquivaba las arremetidas
del muchacho que hacía de cotúa, que lo buscaba ansioso
de tocarle la cabeza para pasarle la obligación. Y era de ver
a Crucito hurtando el cuerpo; sumergiéndose y nadando
rápidamente hacia el lugar a donde menos espera el perse-
guidor, para allí, al salir a la superficie, a la par que el bufido
para botar el agua y el aire viciado, lanzar el grito jactancio-
so y burlón: «¡Cotúa, rabúa!»
Otras veces salía fuera del agua y ágilmente se montaba
sobre un árbol que alargaba una de las ramas sobre el pozo y
de allí se tiraba de cabeza al río, perseguido implacablemen-
te por el compañero que hacía de cotúa. Otras veces, para
dirimir alguna diferencia con un compañero, lo desafiaba a
batirse a «pancadas» en el pozo.
Y entonces era lo bueno: sumergiéndose para surgir como
una flecha en el sitio donde debiera estar el contrario y lan-
zar una terrible «pancada» que las más de las veces abatía

22
El Encanto

el agua ante la mirada expectante del rival que esperaba


ansioso para replicar: esquivando presuroso alguna «panca-
da» malintencionada por medio de una rápida inmersión;
demostrando siempre una superioridad marcada sobre sus
compañeros en agilidad y viveza, y derrochando en todo
momento alegría, juventud y vida, mucha vida. Y cuando
alguna «pancada» daba por casualidad en el blanco, con
toda seguridad era Crucito quien la propinaba y llevaría la
mejor parte en la riña posterior que, a orillas del pozo ha-
bía de causar la patada que el contrario no pudo esquivar
a tiempo.
Muchas veces, burlando la vigilancia materna, iba al pozo
y después de bañarse largo rato se sentaba al borde del re-
manso, en el sendero que lo bordeaba y que no era otro que
el Camino Real, el que conduce a Caracas, y se entregaba
a la meditación. ¡Caracas! ¡Ciudad mito! Maravillosa ciu-
dad que junto con El Encanto llenaba totalmente su ima-
ginación. ¿Cómo serían sus casas y sus calles y sus mujeres?
¿Qué de cosas lindas no se verían allí? De seguro que habría
pozos más grandes y mejores que Pozo Azul, y quién sabe si
hasta tendrían sus “Encantos” también.
¡Y tan cerca que debía estar Caracas! Tan al alcance de sus
manos que la ponían las narraciones de los caminantes.
Sí él pudiera… Y sus ojos se echaban a recorrer el camino
y muchas veces se iba él detrás de sus miradas hasta llegar
a Vuelta Redonda, la curva donde desaparecía el camino
y detrás de la cual se alzaba lo desconocido, con toda su
poderosa atracción.
Y se ponía a contemplar el camino que se perdía más allá
de la curva, entre el verde murallón de cañas amargas de
la orilla del río y los cacaotales inmensos. Muchas veces se
acercaba a los que trabajaban en la hacienda y se ponía a

23
Tres cuentos

contemplarlos en sus faenas: a los hombres cuando «jalaban


machete», tumbando la maleza que se traga las plantaciones;
a las mujeres que tumbaban las mazorcas y recolectaban los
granos en hojas de cambur antes de transportarlos en ca-
nastos a la oficina donde les medirían en cajas el producto
recogido; hombres y mujeres sometidos a toda clase de ex-
plotaciones, desde el patrono que mide fallo y paga fallo,
hasta el comerciante que les compra barato y les vende caro.
En otras oportunidades se quedaba largo rato en Vuelta Re-
donda, totalmente ido, con la vista perdida en la lejanía.
De allí se devolvía y sentándose de nuevo en el borde del
pozo se entregaba a sus meditaciones, con su mente volando
de El Encanto a Caracas y viceversa.
En ocasiones en que el día amanecía lluvioso, recibía el
indiecito la peor noticia que podían darle: no debía ir al
pozo porque el arcoíris (ese tan hermoso que adornaba el
cielo) “estaba bebiendo agua en Pozo Azul y El Encanto
estaría disgustado con toda seguridad”, y sentía odio por
aquel maldito arcoíris que le impedía su diario entreteni-
miento. En esos días se lo veía triste, desganado, sin esa
alegre y pujante ansia de vivir que de ordinario rebosaba
en todos sus actos, en cada uno de sus más pequeños mo-
vimientos.
Y era un espectáculo digno de ver cuando aclarado el
tiempo y bajo el sol que se le ceñía al cuerpo musculoso,
corría Crucito hacia el remanso a la cabeza de los mucha-
chos del pueblo.
Y mientras, iba creciendo y entrando en esa edad en que
se deja de ser niño y se comienza a ser hombre. Su vida,
la de un muchacho cualquiera del pueblo, se iba jalonan-
do con esos pequeños y comunes sucesos que adquieren,
sin embargo, gran relieve en la infancia, máxime si ésta es

24
El Encanto

humilde: hoy un golpe, mañana el sarampión, un día una


pelea con un chico, otro una culebra muerta en el conuco,
siempre la miseria.
Una vez oyendo las historias que sobre Caracas refería un
recién llegado se le ocurrió comentar.
— ¡Cómo me gustaría ir a Caracas!
Y recibió en pago una seria reprimenda de la madre,
acompañada de un fuerte coscorrón, no debía ni siquiera
volver a pensar en semejante cosa. Pero en su mente, a pesar
de que sus labios no volvieron a expresarlo, la idea había
echado raíces poderosas, fertilizada quizás por aquella mis-
ma prohibición materna.
El tiempo, entre tanto, seguía transcurriendo de mane-
ra inexorable y Crucito adelantando en su transformación
biológica. Era ya un soberbio mozo de 18 años, musculoso,
ágil, bien plantado.
Pero el tiempo no había logrado borrarle la atracción de
Pozo Azul con su Encanto y su camino a Caracas… Por el
contrario, ahora más que nunca sentía la necesidad de ir
al pozo y bañarse en él y recorrer el camino hasta Vuelta
Redonda.
Y una mañana luminosa marchó solo, totalmente solo,
hacia el remanso. Y no regresó más. Nunca se supo qué
había sido de él. Pero los habitantes del pueblo y hasta la
misma madre lo “sabían” con toda seguridad; por eso no
les asaltó nunca la duda porque ellos “tenían” la dolorosa
convicción.
¡A Crucito Perdomo se lo había llevado El Encanto!

25
La lealtad probada
Carlos Arocha Luna
La lealtad probada

Cuando el golpe violento del badajo le estremeció la boca


a la campana arrancándole un grito clamoroso que se difun-
dió por todo el ámbito del pueblo, el catire Juan de Dios
—repuntador de los Valles del Tuy— se percató de que a
Matías, que era como decir su hermano, lo llevaban a en-
terrar.
Tirado en un camastro en la obscuridad de la habitación
que le servía de refugio. Perdida en la sombra la mirada
sin objeto, sintió que la piel se le erizaba cuando el doble
lastimero que lanzaba la torre de la iglesia se articulaba en
sílabas que penetraban en la negrura de su albergue a gritar-
le: ¡Co-bar-de! ¡Cobarde!
Los gemidos del bronce le enrostraban su indigno pro-
ceder. Debió haber muerto cobrando en abierta valentía la
vida segada del amigo. Pero él en cambio había continuado
la huida.
Recordaba haberlo visto caer, cuando el fusil del mulato
Moronta atronó el atardecer. Después fue la fuga apresura-
da a través del monte, subiendo cuestas y saltando zanjones,
con la franela húmeda adherida a la piel y el corazón gol-
peándole con violencia en el pecho, por el apremio de la ca-
rrera y el temor de verse alcanzando por sus perseguidores.
Más tarde, cerciorado de que habían perdido su rastro,
sin el peligro inminente de su captura, se había detenido,
al borde casi del agotamiento, a la sombra acogedora de
un jobo.
Fue entonces cuando por vez primera se dio cuenta de su
mezquina acción. La conciencia lo empezó a torturar. ¿Qué
habría sido de Matías? ¿Lo mataría acaso el disparo alevoso

27
Tres cuentos

y trapero? Se horrorizaba ante la sola idea de que estuviese


muerto. ¡No! ¡No! Tenía que estar vivo aún cuando estuvie-
se en las garras del ruin mulato, cabecilla de la comisión de
reclutamiento. Pero de ser así… ¡Qué de cosas no sería éste
capaz de tramar en su contra para hundirlo!

II

Él y Matías habían sido, desde siempre, amigos entraña-


bles. Puntales mutuos para meterse el hombro y levantar el
ánimo en trance de flaquear en la hora menguada de algu-
no de los dos. Juntos se habían levantado como dos brazos
empeñados en rendirle su esfuerzo diligente a un mismo
cuerpo.
Desde niño comenzó a gestarse el vínculo que los haría
inseparables, como dos paralelas, para toda la vida. Más tar-
de, aquel vínculo se fue robusteciendo como el tronco de
un árbol al crecer.
Salieron del recinto materno casi a una misma hora en
dos casas vecinas de un mismo barrio del pueblo, durante
una soñolienta madrugada pueblerina solo turbada por los
gritos destemplados que profería el gamonal del gallinero.
A la madre de Matías no le subió la leche, yendo a saciar
su hambre en los senos repletos de la madre de Juan de
Dios. Cambiando a rato los prietos pezones. Haciendo in-
tercambio de saliva y de sentimientos. Acurrucados ambos
al amparo de un mismo calor.
Cuando fueron creciendo compitieron en travesuras al
corretear por las desoladas calles del pueblo cogidos de la
mano. Solazándose en los pozos de la misma quebrada. O

28
La lealtad probada

hurtando las jugosas naranjas en la vega del Musiú Baldo-


mar, cuidadas por éste con solícito esmero. Y en la hora cir-
cunspecta de la infancia, domaron con singular paciencia,
sentados hombro con hombro, la dureza de los bancos de
la carente escuela del maestro don Jesús, bajo el bochorno
de la hora temprana de la tarde; con nostalgia de gárgaro,
de pozos y de calles; o entonando los cánticos religiosos del
catecismo bajo la tutela imperturbable del Padre Salazar.
Juntos se arrodillaron a recibir de sus manos, la hostia con-
sagrada en el instante solemne de la Primera Comunión. Y
juntos confesaron al cura, consternados de miedo, similares
pecados.
Después, ya hechos hombres, trabajando en los potreros
de don Anselmo Robles, integraron siempre una pareja afa-
nosa y contenta en el cumplimiento de sus labores. Lo mis-
mo exprimiendo las ubres apretadas en el ordeño matutino,
que aspeando una res para sellarla con el hierro candente o
castrando los novillos que habrían de ser destinados a labo-
res agrícolas convertidos en bueyes.
Y fuera del trabajo se les vio siempre juntos en los sitios
donde el registro de las cuerdas de un arpa y el restallar de
unas maracas anunciaban un jolgorio.
Lo mismo que en las tardes de toros coleados, durante
las fiestas patronales del pueblo, jineteando altaneros sus
fogosos corceles ante las talanqueras pobladas de sonrisas,
luciéndose al derribar por tierra con destreza las arrobas des-
bocadas de un toro. Mientras los hombros irisaban con la
lluvia de lazos de variados colores que premiaban la hazaña.

29
Tres cuentos

III

En la mente de Juan de Dios permanecía intacta, tortu-


rante, la imagen del amigo cuando caía de bruces. ¡Matías
estaría muerto o en las manos inescrupulosas de sus perse-
guidores! En sus oídos seguía resonando el disparo traicio-
nero del mulato Moronta.
Cuando cayó la noche, Juan de Dios retornó al sitio don-
de Matías había sido derribado. Con la ayuda de los fósforos
vio sobre la tierra reseca las costras negruzcas, redondeadas y
el reguero coagulado de sangre.
Un odio atroz al miserable Moronta se le agolpó en el
pecho. De nuevo se acusó de cobarde por haber emprendi-
do la huida. Debió haberle hecho frente al malvado y sus
esbirros. Morir peleando en venganza del amigo abatido.
Amparándose en las sombras regresó al pueblo. Necesita-
ba informarse del estado en que se hallaba Matías. Estuvo
en el lugar donde fueron sorprendidos cuando emprendie-
ron la fuga. En la calle no divisó a nadie. La recluta había
ahuyentado a los hombres. Recorrió un trecho más y llamó
a la puerta de la vieja Matilde, comadrona del pueblo. Al
abrir traspuso el umbral apresuradamente.
La vieja le dio noticias ansiadas. Matías estaba mal heri-
do, se temía un fatal desenlace. Lo tenían en el dispensario,
acompañado por algunos familiares y vigilado por guardias
de Moronta. El villano mulato lo había acusado de recluta
desertor, tratando de justificar su crimen. El muy ladino
sabía que la única salida lícita ante el reclutamiento forzoso
era la huida. Cuando salió con la comisión había pensado
en ellos: en atraparlos juntos para luego enviarlos como pre-
sos comunes a purgar sus condenas. Les odiaba porque sen-

30
La lealtad probada

tía envidia de sus briosas juventudes. De su alegría perenne.


Del aprecio que de todos gozaban. Y sobre todo, porque
Carmen Dolores, una hermosa morena que engalanaba el
pueblo, no atendió a los requiebros que le hizo, los cuales se
cruzaron con los de Juan de Dios.
La recluta había hecho sus estragos. Se habían llevado
a varios hombres que dejaban desamparados a sus hijos y
mujeres. A Rosendo, un mocetón alegre, sobrino de Matil-
de quien ganaba honradamente su vida comerciando con
frutos menores en el pueblo, le propinó Moronta más de
quince planazos cuando trato de huir.
La vieja le dio asilo en su casa. En una troja abandonada,
morada de las ratas donde el sol se negaba casi a penetrar, le
colocó la partera aquel camastro sobre el cual se encontraba.
Allí pasó la noche íntegramente en vela. Mortificado
un rato. Desesperado el otro. Sintiéndose culpable por la
muerte de Matías, abandonado en una menguada hora por
su mejor amigo.
Ahí estuvo rumiando en silencio su venganza. Asediado
en el sombrío recinto por arrebatos pasionales salpicados
en rojo, como la entraña del cundeamor. Cuando llegó la
aurora, lo sorprendió con los ojos abiertos, clavados en las
rendijas de las cañas del techo, por donde penetraban dimi-
nutas cuchillas de luz a cortar las tinieblas.
Más tarde, cuando las láminas del sol que se habían cola-
do por las grietas se tornaron ardientes, le llegó de la iglesia
aquel mensaje que lo hizo llorar.

31
Tres cuentos

IV

Juan de Dios evocada los recuerdos felices de la infancia


y los no menos gratos del más cercano ayer. Sentado en el
camastro, con la cara entre las manos, procuraba abstraer-
se del instante amargo que vivía para remontarse a la hora
dulce y blanca de la niñez. Pero las campanas, doblando
quejumbrosas, lo hacían estremecer.
Ahora se trasladaba al cortejo del entierro. Iba entre los
primeros. En el interior de la urna se hallaba su brazo her-
mano, sin calor, sin gestos, sin palabras… Comenzaban a
ascender al repecho final para llegar al cementerio. Allí esta-
ría la fosa abierta para tragarse el cuerpo yerto y rígido del
amigo. Escuchaba el golpe sordo del ataúd en el fondo de
la fosa sombría. Y luego las paladas. Sonoras las primeras al
dar contra la tapa de madera. Después amortiguadas, cuan-
do la tierra hubiese cubierto el último vestigio del ropaje
final.
Las campanas habían cesado de doblar. Seguramente ya
vendrían de regreso. Todos lamentarían el triste y doloroso
final de una amistad sin parangón. Sentía la vida vacía, sin
estimulo. En un trozo de soledad del camposanto se ha-
bía quedado la fidelidad hecha persona que en todos los
instantes acompañó su vida. Una existencia útil y valiosa
aventada del mundo prematuramente por un golpe injusto
y alevoso.

32
La lealtad probada

Y luego la pregunta desgarradora de la vieja comadrona al


empujar la puerta vacilante de la troja:
—¿Y ahora Juan de Dios que Matías está muerto y tú eres
un fugitivo, qué piensas hacer?
Matilde le adivinó en el gesto la respuesta. Sin haber pro-
nunciado palabra alguna traspuso la distancia del sitio don-
de se hallaba hasta la calle. Consigo llevaba una resolución.
Cobrar con otra vida la vida del amigo y la suya propia,
ahora sin incentivo.
Con salvaje violencia penetró en la guarida del mulato.
Sentado en una hamaca, con el torso desnudo y el revólver
al cinto, Moronta daba lustre a un puñal. No obstante la
sorpresa por la brusca presencia del rival odiado, el negro
saltó con desenfado echando mano al arma que portaba en
el cinto. Disparó a quemarropa dando en el blanco. Juan
de Dios se estremeció de dolor. Sin embargo, haciendo un
esfuerzo soberano, logró asirlo por el cuello en furiosa em-
bestida que le hizo soltar el arma humeante.
Lucharon con denuedo. Eran dos fieras defendiendo sus
vidas. Pero el odio salvaje y la desesperación de Juan de
Dios, le insuflaron más fuerzas. El mulato comenzó a ceder
ante la garra poderosa que le asía la muñeca derecha en cuya
mano amenazaba el puñal.
Al fin, la fuerza contraria se lo enfiló hacia el pecho cla-
vándolo con furia. Moronta se desplomó en el suelo con el
pecho inundado de borbotones rojos.
En su propio cubil lo encontraron más tarde. La rigidez le
había aferrado la mano al mango del puñal en un postrero

33
Tres cuentos

esfuerzo por arrancárselo del sitio por donde se le escapaba


la vida.
Y en una vereda sembrada de guatacaros, atajo estrecho
que conduce al cementerio, hallaron el cadáver de Juan de
Dios, caído a medio camino en su última jornada hacia la
fidelidad.

34
Bibliografía consultada
Arocha Hernández, Benjamín. (1988). Charallave de
recuerdo. Colección Biblioteca de Temas y Autores
Mirandinos. Caracas: Italgráfica.

Arocha Luna, Carlos. (1986). Rómulo Gallegos presencia y


perennidad de un símbolo. Caracas: Italgráfica.

Barrios Díaz, Luis. “Discurso”. Pronunciado el 22 de


noviembre de 1983 en el Hospital Universitario de
Caracas.

Gil, César. (1994). El verde sabe a limón. Cuentos y


relatos. Guatire: Ediciones Casa de la Cultura del es-
tado Miranda.

Hemerografía
Arocha Luna, Carlos. “La lealtad probada”. Texto de la
Tierra. Los Teques. Enero de 1966. No-5.

Gil Gómez, César. “La tierra se hundió bajo sus pies”.


Texto de la Tierra. Los Teques. Agosto- septiembre de
1966. Nros. 12 -13.

Rodríguez Rodríguez, Federico. “El Encanto”. Texto de


la Tierra. Los Teques. Enero de 1967. No.17.

35
Jesús María Sánchez
Docente en distintas instituciones educativas de Guatire
y Araira, investigador de la historia de estos pueblos
mirandinos. Miembro fundador de la Casa de la
Cultura “Antonio Machado” y del Centro de Educación
Artística “André Eloy Blanco” de Guatire. Integrante
de las Parrandas de “San Juan y San Pedro”. Entre otras
responsabilidades asumió las de director de Cultura,
Secretario General de Gobierno y Gobernador encargado
del estado Miranda.
Ha publicado los trabajos de investigación: Poemas y otros
trabajos de Elías Calixto Pompa; Apuntes sobre Guatire,
Araira, Colonia Bolívar y diversidad de artículos en medios
impresos y audiovisuales mirandinos.
Los tres cuentos compilados en este libro por Jesús María
Sánchez, quien siempre se ha preocupado por preservar
las letras mirandinas, fueron originalmente escritos por
César Gil Gómez, Federico Rodríguez Rodríguez y Carlos
Arocha Luna, talentosos profesionales del periodismo,
la narrativa, la política y la ciencia. El cuento La Tierra
se hundió bajo sus pies, de César Gil Gómez, nos acerca
a la tragedia vivida por un afamado decimista del Tuy
Abajo atacado por una enfermedad. Su comadre Eleuteria
cree poder ayudarlo con un médico en la ciudad. En El
Encanto, Federico Rodríguez Rodríguez refiere cómo a
Crucito Perdomo se lo llevó precisamente El Encanto.
Carlos Arocha Luna, en Lealtad probada, narra la amistad
hasta la muerte de dos recios trabajadores y hombres
del pueblo: Juan de Dios y Matías, a quienes el mulato
Moronta persiguió hasta el final. Aquí las campanas de
una iglesia son punto de referencia para que Juan de Dios
se rebele y vengue la desaparición de su amigo Matías.

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