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Académicos e intelectuales en Colombia se han cansado de interpretar el pasado para explicar el presente.

Sin embargo, pocos se han aventurado a proyectar el futuro para entender mejor lo que pasa hoy. Por este
motivo SEMANA reunió a un grupo de expertos en temas clave para que imaginaran cómo sería Colombia sin
conflicto armado; para que pensaran la paz no como capricho del corazón sino como ejercicio de la razón que
tenga un asidero en la realidad.

En esta especie de gimnasia intelectual sólo se implantó una regla: los analistas tenían que pararse en el
vértice de un país con un acuerdo de paz firmado y unos actores en conflicto desarmados y desmovilizados.
En ese punto se dieron a la tarea de mirar hacia adelante en temas tan esenciales como la reconciliación
social, la redistribución del poder, la criminalidad, las Fuerzas Armadas, el sector agrario, la inversión
extranjera, las relaciones con Estados Unidos, el crecimiento económico, el narcotráfico, la justicia, el capital
social, la educación y cultura y los medios de comunicación.

Han pasado 18 meses desde que se iniciaron las conversaciones de paz con las Farc en San Vicente del
Caguán. Los más pesimistas no dejan de recordar como un mal presagio aquella silla vacía que esperó en
vano la llegada de ‘Tirofijo’ y creen que el proceso derivará en la agudización del conflicto. Los optimistas
creen que llegará el día en que los actores armados abandonarán sus frentes de combate para convertirse en
actores democráticos. De cualquier manera, la paz no se hace o se deshace sola. Para que sea algún día una
realidad es preciso comenzar a imaginarla, a planearla y a construirla.

Como se vio en El Salvador y Guatemala, los acuerdos de paz no sólo representan el silenciamiento de los
fusiles. Exige también profundos cambios sociales, políticos y económicos que consoliden lo que se acuerde.

En la Colombia del posconflicto, como lo señalan los analistas en este informe especial, seguirán vigentes el
narcotráfico, el crimen organizado y los problemas sociales en el campo y en las grandes ciudades. La firma
de un acuerdo de paz no desaparecerá de un plumazo los secuestros ni la delincuencia común. Pero la
desaparición de la violencia producto de la guerra política es un inmenso paso hacia adelante que impone un
gran reto: cicatrizar las heridas de la guerra y empujar al país hacia la reactivación económica y la
reconciliación social.

El espejo del futuro

¿Cómo es ese país que los colombianos imaginan después del conflicto? Gran parte de ellos, agobiados por
las adversidades del presente, no pueden pensar en su futuro. Una encuesta de Gallup a comienzos de este
año reveló que el 37 por ciento de los colombianos respondió “no sabe” a la pregunta sobre cómo cree que
sería Colombia después del conflicto. Los que se atreven a pronosticar el futuro dan unas respuestas
apocalípticas, dejando entrever que en sus vidas cotidianas sienten un cañón permanente en la nuca: el 20
por ciento cree que el país se convertirá en una “democracia socialista”, y un 15 por ciento, que se dividirá en
“dos estados independientes”.

¿Qué garantiza que un acuerdo de paz funcione? Para empezar, que se vuelvan prioritarios asuntos como la
redistribución del poder, la generación de empleo, la educación, la lucha contra la impunidad, el perdón y
olvido y la recuperación de la confianza.

Desafíos importantes serán la reconciliación nacional y la reconstrucción de la sociedad. Implicarán desarmar


las almas y desenfundar los valores y la ética. Los colombianos tendrán que perdonar a los violentos, pues
como señala uno de los analistas de este informe, Luis Carlos Restrepo “nada tiene que ver la reconciliación
con la gravedad de los delitos cometidos. No podemos decir que unas ofensas son suceptibles de
reconciliación y otras no. El perdón y la reconciliación son la justicia llevada al extremo”.

Durante esa transición social que supone sacrificios surgirán nuevos actores políticos decididos a transformar
las reglas de juego para acceder al poder. Por el momento los debates sobre si Colombia debe convertirse en
un país federado o en un régimen parlamentario son los primeros que se ventilan y estimulan a quienes se
atreven a mirar más allá del polvorín de la coyuntura. Esta redistribución del poder es la que aquí explora
Antonio Navarro.
En este escenario de futuro el país cobra otra dimensión: sicológica, política, cultural, económica. Por ejemplo,
al disponer de los recursos que antes se destinaban a la guerra, Colombia podrá mejorar su tasa de
crecimiento, promover el desarrollo de los sectores industrial y agrario y mejorar la calidad de vida de la
población mediante la generación de empleo y los programas de inversión social en salud, educación y
vivienda. La propuesta del ex ministro de Salud Juan Luis Londoño apunta hacia una paz económica que
requiere “concentrar e invertir todas las energías individuales y colectivas en la fórmula del E-I-E: Exportar,
Invertir y Educar.”.

Pero el panorama de la reactivación económica, unido a la reivindicación social del Estado colombiano, tendrá
en el narcotráfico un difícil obstáculo. Hoy es el más perverso carburante de la guerra y mañana, sin conflicto
armado, puede entrar en una fase mutante más dentro de la estela de terror y corrupción que ha dejado en su
paso por el país.

Desde mediados de los años 80 este fenómeno ha venido permeando la economía, las altas esferas del poder
y la conciencia de miles de colombianos que se dejaron tentar por el dinero fácil. Además, el narcotráfico ha
multiplicado sus frentes de acción y no solamente se apoya en el crimen organizado y en las redes
internacionales de tráfico de droga. También ha recurrido a la financiación de grupos de autodefensas, al pago
de dineros a la guerrilla para el cuidado de sus cultivos ilícitos y al sostenimiento de ejércitos privados de
sicarios. Hoy la guerra en Colombia se ha convertido en una lucha por controlar el negocio de la coca y la
amapola, y Carlos Castaño y el ‘Mono Jojoy’ lo saben mejor que nadie. El impacto del narcotráfico ha sido tan
negativo que ha llegado a afectar simultáneamente la economía , la política, el agro, el medio ambiente y las
relaciones con Estados Unidos.

Superada la guerra vendrá el reto de consolidar la paz. Y en esa transición, nuevos conflictos y nuevas
dinámicas sociales demandarán nuevas respuestas. Que quedarán huérfanas si no vienen acompañadas de
la suficiente creatividad. Pero sobre todo decisión. Entre tanto, nadie que viva en Colombia duda que el
camino hacia esa tierra prometida —la paz— será largo y doloroso. Pero no imposible. Y el primer paso en
esa dirección está en atreverse a pensar para empezar a construirla. Por eso SEMANA quiso en estas
páginas invitar a una especulación creadora. No para soñar una paz utópica. Para imaginar una paz a imagen
y semejanza de la compleja realidad del país.

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