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La colonización griega del Mediterráneo fue parte de un gran

cambio que se produjo en el modo de vida de algunas ciudades


griegas. El hecho de la colonización también aceleró ese cambio.
En tiempos micénicos, Grecia había tenido un comercio muy
desarrollado, pero después de las invasiones dorias la vida se
hizo más sencilla y más pobre. La población griega se dedicó a la
«agricultura de subsistencia». Es decir, cada zona cultivaba las
materias primas que necesitaba. Cultivaba cereales y vegetales,
criaba ganado para obtener leche, ovejas para obtener lana,
cerdos para obtener carne, etc.
En tales condiciones, se necesitaba muy poco comercio, y las
ciudades se autoabastecían. Ahora bien, en un país poco fértil
como Grecia, esto significó que el nivel de vida bajó mucho. Cada
ciudad apenas era autosuficiente y no podía permitirse un gran
aumento de la población. (Cuando se producía tal aumento, esto
obligaba a la colonización.)
Pero el comercio fue recuperándose lentamente, y el proceso de
colonización apresuró ese renacimiento. Se hizo posible importar
alimentos de allende los mares, de Sicilia o de la región
septentrional del mar Negro, por ejemplo. Tales regiones eran
más fértiles que la misma Grecia, y en ellas el alimento se podía
obtener en mayores cantidades y con menor esfuerzo. Para pagar
tales importaciones de alimentos, las ciudades griegas se
dedicaron a la industria; fabricaron armas, textiles o cerámica para
intercambiar por los cereales. A veces las ciudades también se
dedicaban a la «agricultura especializada», para intercambiar
vinos y aceite de oliva (para los que la tierra griega es apropiada)
por cereales.
Una ciudad que pudiera obtener suficiente alimento para
mantener una pequeña población podía fabricar bastantes
materiales como para comprar gran cantidad de alimentos del
exterior y, de este modo, sustentar a muchas más personas. Así,
la población creció, particularmente en las ciudades más activas
en el comercio y la colonización.
Al sudoeste de Atenas, entre el Ática y la Argólida, hay un brazo
de mar llamado el Golfo Sarónico. En medio de él se encuentra la
pequeña isla de Egina, que tiene aproximadamente el doble del
tamaño de la isla de Manhattan. Es rocosa y estéril, pero fue una
de las ciudades griegas que prosperó y hasta llegó a ser poderosa
a consecuencia del comercio. En verdad, Egina hizo una
importante innovación.
En tiempos primitivos, los hombres comerciaban por trueque,
intercambiando productos: cada individuo cedía algo que no
necesitaba demasiado por otra cosa que necesitaba o deseaba
mucho. Lentamente, se impuso la costumbre de usar metales
como el oro o la plata en este comercio. Esos metales no se
gastaban o arruinaban y eran atrayentes y muy raros, de modo
que pronto se difundió su uso. En suma, constituían un útil «medio
de intercambio».
Mas para que el comercio fuera equitativo, cierto peso convenido
de oro debía ser cambiado, por ejemplo, por un par de cabezas de
ganado o determinada extensión de tierra. Esto suponía que los
mercaderes debían llevar balanzas en las cuales pesar el oro o la
plata, lo cual podía provocar muchas disputas sobre si las
balanzas eran fieles o si el oro o la plata eran puros.
En algún momento del siglo VII a. C., la nación de Lidia, de Asia
Menor, comenzó a emitir pepitas de oro y plata con respaldo del
gobierno usando metales de garantizada pureza y estampando en
cada pepita su peso o su valor. El uso de tales «monedas» facilitó
mucho las pequeñas transacciones y contribuyó a la prosperidad
de quienes utilizaban la invención.
Este nuevo sistema de monedas fue adoptado en Grecía. Según
la tradición, el rey Fidón, de Argos, fue el primero en usarlas, pero
esto no puede ser porque reinó un siglo antes. En realidad, fue
Egina la primera en hacer uso en gran escala de las monedas en
el comercio. Su prosperidad aumentó y llegó a su cúspide
alrededor del 500 a. C.; otras ciudades-Estado se apresuraron a
imitarla a este respecto.
Curiosamente, la creciente prosperidad provocó perturbaciones.
Cuando la riqueza entraba en una ciudad, surgía una nueva clase
de hombres poderosos: los ricos mercaderes. No siempre la vieja
clase terrateniente admitía compartir el poder político con estos
nuevos ricos, y esto engendró intranquilidad.
Al mismo tiempo, a medida que entraba dinero, los precios,
naturalmente se elevaban, de modo que se producía inflación.
Esto hacía que las personas que no participaban de la nueva
prosperidad, particularmente los granjeros, en realidad estaban
peor que antes. Se endeudaron.
El nuevo comercio también aumentó el valor de los esclavos. En
las fábricas de alfarería o de vestidos podían emplearse muchos
más esclavos que en las granjas, y los mercaderes podían
proporcionar esos esclavos. Por ello, aumentó la tendencia a
esclavizar a los agricultores endeudados, como castigo por no
poder pagar sus deudas.
El uso de esclavos creó dificultades a los artesanos libres, que
elaboraban productos manufacturados en pequeña escala para
mantener su prosperidad.
La introducción de la acuñación de monedas hizo que todo el
proceso se produjera más rápida y drásticamente. A veces, la
vieja clase terrateniente se entendía con la nueva clase mercantil
para hacerse de un aliado vigoroso, mientras que los agricultores
y artesanos se unían en la oposición.
Sólo Esparta pudo evitar las conmociones y dislocamientos
provocados por la expansión comercial. Prohibió el uso de la
moneda y la importación de artículos de lujo. Se aferró a la
agricultura de subsistencia y a las viejas costumbres. Esto creó un
bajo nivel de vida, pero era considerado como una virtud
espartana y su gobierno fue estable.
En otras partes, en cambio, un encono y una violencia nuevos
entraron en la política, donde unos pocos «ricos» se enfrentaban
con un número creciente de «pobres» cada vez más pobres. Y la
situación fue peor precisamente en las ciudades más dedicadas al
comercio.
Los tiranos de Jonia
Para que se hiciese sentir la insatisfacción popular por las
oligarquías, el pueblo necesitaba líderes. A menudo hallaban
alguno (a veces, uno de los mismos nobles, que había reñido con
los otros) con suficiente audacia para armarlos y conducirlos a
una rebelión contra sus gobernantes. En tal caso, el líder
habitualmente quedaba como único gobernante. En verdad, tal
vez fuera la ambición de este tipo de gobierno la que lo llevase
originalmente a combatir a la oligarquía.
No se trataba de un rey, pues no había heredado su cargo ni, por
ende, tenía ningún derecho legal o sagrado a él. Era
sencillamente un «amo», nada más. La palabra griega que lo
designaba era tyrannos, que se ha convertido en nuestra voz
«tirano». (La expresión «tirano» es equivalente a lo que hoy
llamaríamos un «dictador». Ahora usamos la palabra «tirano» en
un mal sentido, para designar a un gobernante cruel y vicioso,
mas para los griegos sólo designaba a un gobernante que no
había heredado el poder. Podía muy bien ser un líder amable y
bueno.)
Los tiranos fueron numerosos en la historia griega entre 650 y 500
a. C. Por ello, la segunda mitad de la Edad de la Colonización es
también llamada «Edad de los Tiranos». No es una denominación
muy apropiada, pues hubo muchas ciudades sin tiranos en este
período y hubo más tarde muchas ciudades que los tuvieron.
A menudo los tiranos fueron gobernantes capaces que dieron
prosperidad y paz a sus ciudades. Puesto que habían obtenido el
poder a causa del cambio de los tiempos y el descontento
popular, adaptaron el gobierno a las nuevas costumbres como el
método más sabio de permanecer en el poder. Por ello, la suerte
de la gente común por lo general mejoró bajo ellos. Los tiranos
trataron de hacerse populares embelleciendo la ciudad (y por
tanto empleando artesanos en los necesarios trabajos de
construcción y conquistando su apoyo), introduciendo nuevas
fiestas para diversión del pueblo, etc.
Los tiranos llegaron primero al poder en Jonia, donde florecía el
comercio con el interior de Asia Menor y donde las nuevas
costumbres se hicieron sentir con mayor fuerza. El más famoso de
ellos fue Trasíbulo, quien gobernó en la gran ciudad colonizadora
de Mileto alrededor del 610 a. C. Bajo su gobierno, Mileto alcanzó
la cúspide de su fama y su poder, y fue realmente la ciudad más
floreciente e importante del mundo griego.
Y bajo Trasíbulo surgió en Mileto un grupo de hombres que, a la
larga, fueron más importantes que cualquier cantidad de tiranos.
El primero de ellos fue Tales, quien nació en Mileto
aproximadamente en 640 a. C. Se supone que era de madre
fenicia y se dice que visitó Egipto y Babilonia. Presumiblemente
llevó a Grecia el saber y los conocimientos de las civilizaciones,
mucho más antiguas, del Sur y el Este.
De los babilonios, por ejemplo, aprendió bastante astronomía
como para predecir eclipses; su predicción de un eclipse que se
produjo en 585 a. C. asombró a los hombres y elevó el prestigio
de Tales a gran altura.
También tomó la geometría de los egipcios, pero realizó en ella
dos avances fundamentales. En primer lugar, la convirtió en una
disciplina abstracta y, según nuestro conocimiento, fue el primer
hombre que la concibió como referida a líneas imaginarias de
espesor nulo y rectitud perfecta y no a líneas reales, con espesor
e irregulares marcadas en la arena, garabateadas en cera o
formadas por cuerdas tensas.
En segundo lugar, demostró enunciados matemáticos mediante
una serie regular de argumentos, poniendo orden en lo que ya se
sabía y procediendo paso a paso hasta la prueba buscada, como
consecuencia inevitable. Esto llevó al progreso de la geometría,
que fue la mayor realización científica de los griegos.

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