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La primera vez que aparecieron los mosquitos, yo estaba en las hamacas del patio.

Había viento sur y parecía acercarse una tormenta. Los árboles se mecían bastante
y le daban un aspecto confuso al sendero que iba hacia el pueblo. Tenía el mismo
pantalón azul que llevo puesto ahora, y por el cielo cruzaba una avioneta que
anunciaba algo inentendible con sus altoparlantes desconados. Recuerdo la primera
picazón en la mano derecha, en el huequito que se forma entre el índice y el pulgar.
Uff… dolió mucho más de lo habitual. Tanto, que frené en seco el movimiento de la
hamaca y me miré la mano, convencido de que me había picado una araña o una
avispa o alguno de esos bichos que aparecen en el bosque cuando hay mucho viento.
Pero era sólo un mosquito, o más bien, el primero. El viento resopló con un chiflido y
empecé a sentir la misma picadura en otras partes del cuerpo. Estaba abrigado y sin
embargo las picaduras atravesaban la tela gruesa de mi buzo como no hubiera nada
que atravesar.

No sé cuántas personas habrán estado afuera esa primera tarde, espero que no
muchas. Se activó en mí una especie de alarma animal que hizo que me sacudiera la
ropa lo mejor que pude y corriera hacia la casa. Vera terminaba de prender la
salamandra en el living, y Jesús supuse (y tenía razón) que estaba en el taller, como
siempre. Eché llave a la puerta y empecé a cerrar todas las puertas, ventanas y
espacios por los que pudieran entrar. Vera me miraba sin entender nada. Llamé con
un grito a Jesús y les pedí que me ayudaran a evitar que esas porquerías entraran
en la casa, que no preguntaran nada, que después les iba a explicar. Medio a
regañadientes me ayudaron. Tenemos un sistema infalible para momentos de crisis,
es muy simple: si uno de los tres, en un claro estado de emergencia, pide ayuda para
hacer algo, por más descabellado que sea, el resto lo acompaña y hace lo que el sujeto
en crisis decreta. Las preguntas después.

Imagino que al resto de las personas que viven cerca del bosque les habrá llevado
más tiempo tomar dimensión de lo que pasaba, así que dudo que sigamos teniendo
vecinos; digo que imagino, porque hace más de un mes que no salimos de la casa.
Afuera sólo se oye todo el tiempo un zumbido como una máquina de cortar el pasto
encendida, como si un mosquito gigante dominara el cielo. Es tan fuerte que a
menudo me imagino un mosquito del tamaño del bosque o más grande, un mosquito
madre o algo así del que no paran de salir huevos que el viento deposita por todo el
lugar y que eclosionan al instante; un bicho horrendo que por su torpe gigantismo no
se mueve demasiado de su lugar, pero sobrevuela con su culo peludo y su aguijón
monumental toda la zona. Desde que llegaron no volvió a salir el sol, así que cada
tanto la fantasía del mosquito gigante me vuelve a invadir y atribuyo el clima frío y
nuboso a eso.

De más está decir que ninguno de los tres tenemos ninguna intención de comprobar
mis delirios, no sólo porque a esta altura ya no nos parecen inverosímiles, sino porque
mi breve experiencia con las picaduras reveló que esos bichos no me mataron por
pura suerte. Todas las picaduras se infectaron en menos de una hora, se convirtieron
en pústulas malolientes, y de no ser por litros de alcohol y unos menjunjes que
preparó Jesús, se me hubieran gangrenado ambas extremidades y miembros.

Esta mañana atrapamos a uno durante una de las rondas de revisión. Tardamos
mucho en cazar uno porque no es fácil lidiar con el temor que ejercen estas porquerías
cuando se las encuentra, por ejemplo en uno de los pasillos. Después de varias
secuencias poco deseadas, establecimos como parte de un riguroso plan de
supervivencia, que debíamos ir vestidos con las telas más gruesas que hubiera y con
la mayor cantidad de prendas que nuestros cuerpos soportaran, así como también
andar siempre con un elemento contundente en el bolsillo del pantalón o en la mano.
Si alguien corre con la mala suerte de encontrarse con un mosquito (la verdad es que
en realidad no sabemos qué mierda son) estando solo, inmediatamente grita, por
ejemplo: “¡Mosquito! ¡Pasillo tres, sobre la mesa de vidrio que está bajó el espejo!”.
Entonces el resto acude con sus herramientas matabichos en la mano a socorrer al
infortunado.

En circunstancias como estas uno advierte que realmente no conoce su propia casa
como se debe, o que los nervios pueden complicar las cosas a la hora de enunciar el
lugar donde uno se halla al momento de toparse con un mosquito. Así sucedió una
vez que Jesús avisó que se encontraba el comedor y Vera y yo corrimos hacia allá.
Entonces a los gritos resolvimos:

- ¿Dónde estás Jesús?


- ¡Les dije que en el comedor!
- ¡Estamos acá boludo!
- ¡No puede ser, está sobre la salamandra! ¡Dale apuren que se va a ir para otra
habitación!
- ¡Ese es el living Jesús, cuándo vas a dejar de confundírtelos!

Vera propuso que hagamos un mapa de toda la casa, y la verdad es que ninguno se
opuso. Es una casa de dos pisos, con varias habitaciones y pasillos muy similares
entre sí y llena de recovecos donde se pueden meter esas porquerías. Se dispuso un
mapa original, que se guarda en el botiquín del baño de abajo y varias copias que se
pegan en lugares estratégicos para que no nos perdamos. Así mismo, cada zona de la
casa se encuentra marcada con un número y un nombre, de manera que cuando llega
el momento de avisar alguna situación como la del living, no haya confusiones.

Tener plena consciencia de lo que causan sus picaduras, alimenta miedos tan fuertes
que la primera reacción que se tiene al verlos u oírlos (su zumbido es paralizante) es
la de intentar reventarlos contra la pared con el primer objeto que se tiene a mano.
Llevó mucho tiempo que lográramos la calma suficiente como para actuar de manera
racional y meter uno de esos bichos en un frasco. Tuvimos que colocar luces por toda
la casa, tapar todo recoveco por el que se pueda filtrar aire exterior (eso aumenta los
olores y la humedad), colocamos espuma de jabón por todos lados para asegurarnos
de que no haya filtraciones y dormimos por turnos con las luces prendidas. Esto se
decidió después de que, un día, Vera amaneciera con diez picaduras iniciando su
estado de putrefacción en las piernas. Las pústulas tardaron cinco días en curarse
como para que pudiera moverse otra vez.

Son unos insectos muy inteligentes y enérgicos y encuentran siempre alguna forma
de meterse en la casa; de hecho, se mueven tan rápido que sólo pudimos “cazar” uno,
y no es que esa tarea haya sido algo de “coser y cantar”. Por suerte, jamás vimos más
de un mosquito al mismo tiempo, por eso creemos que no entran en “enjambres”, sino
que siempre se meten en solitario.
Estamos en el desván asegurando algunas partes que no habíamos revisado bien.
Por fortuna el sistema de ventilación de la casa es una porquería y en esta habitación
no corre una gota de aire. Es un hervidero, de manera que si entrara una de esas
cosas ahí sería nuestro fin porque es un ambiente perfecto para que esos huevos de
mierda se cultiven. Por la ventana se ve el cielo nocturno de manera muy difusa, la
cantidad de mosquitos aumenta a velocidades incalculables y a esta altura parecen
una niebla constante que apenas deja ver algo hacia afuera. Sabemos que en algún
momento nos vamos a quedar sin comida y alguien va a tener que salir, pero ninguno
de los tres habla sobre eso. Preferimos dedicarnos a perfeccionar el sistema para
seguir sobreviviendo mientras los alimentos duren.

Mientras jugábamos al chinchón, Jesús nos dijo que durante la tarde volvió a pasar
esa avioneta destartalada. Los parlantes repetían en bucle una frase pero Jesús dijo
que no se entendía nada.

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