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El Huron en el Palacio Real o reflexiones ingenuas sobre el


Recurso por Exceso de Poder

Era un hurón, pero un hurón jurista: sentado al pie de una haya púrpura,
donde una hoja. a veces arrancada por el viento, venía a posarse sobre
su hombro como el principio de una muceta roja, enseñaba el derecho
público a los futuros guerreros de su tribu. Los corazones sensibles de
esos jóvenes hombres, buenos y virtuosos, se exaltaban cuando su
palabra sabia les relataba las maravillosas invenciones con las que unos
sabios, al otro lado del gran Océano, habían logrado proteger a los
hombres contra los excesos del poder. Soñaba con dirigirse en
peregrinación a la ciudad desde donde irradiaba sobre el mundo la
antorcha del contencioso administrativo. Una beca de estudios ofrecida
por la Unesco le permite realizar su sueño. Voló en dirección a París.
En Orly, donde fui a recibirlo, sus primeras palabras fueron: "por favor,
lléveme a la sede de su gran Consejo". Cuando llegamos al patio del Palacio Real,
se arrodilló, y con el rostro hacia el suelo dijo: "beso la tierra sagrada en la que
se arraiga el gran árbol del recurso por exceso de poder, la más maravillosa creación de
los juristas, el arma más eficaz, más práctica, más económica que existe en el mundo
para defender las libertades" como lo escribió vuestro Gastón Jeze: “fortín del oprimido.
terror del opresor que cuando su brazo va a caer, se detiene al oír la voz temible del
juez que clama: "¡no sigas!".
Le interrumpí suavemente: "No pierda de vista mi estimado colega, que
la sabiduría del legislador no ha querido otorgar al recurso, el carácter
suspensivo; así pues. no le corresponde al juez detener el brazo de la
Administración cuando esta actúa: es después cuando interviene su
temida censura".
"No lo ignoro en absoluto —respondió--. pero ¿no olvidará usted el derecho que posee
el juez de ordenar la suspensión provisional? —No. claro que no, pero la ley encierra
ese poder en unos límites muy estrechos". Una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro:
—"Lo sé: pero también sé cuán maravilloso ingenio sabe poner vuestro juez contra la
letra de una ley opresiva al servicio de la libertad; allí donde el texto relativo a la
suspensión provisional solo permitía el paso de un ratón almizclero, la jurisprudencia
ha debido, me supongo, ensanchar la brecha para que un rebaño de bisontes la atraviese
fácilmente".
"Algunos jueces inferiores —le dije— intentaron recientemente seguir esa
dirección; pero el juez supremo, en su sabiduría, reconoció su
imprudencia; no se contentó con asegurar el estricto respeto de las
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condiciones impuestas por los textos para la concesión de la suspensión


provisional. les añadió algunas exigencias suplementarias: por ello, se le
alabó generalmente".
Pareció decepcionado, pero se sobrepuso enseguida. "Que importa después
de todo! ¿Lo esencial no es esa decisión final que, con una palabra, aniquila el acto
injusto, borra todas sus consecuencias como el sol derrite el hielo en nuestros grandes
lagos y da a la víctima todo lo que el derecho le otorga, todo lo que la Administración le
negaba?".
Un escrúpulo me hizo volver a tomar la palabra: "¡Cuidado! El poder del
juez no podrá ir tan lejos. De manera general, ya lo sabe, no puede
imponer a la Administración la obligación de hacer ni tampoco, con mayor
razón aún, de substituir su decisión por la que había censurado: incluso,
en el recurso de pleno contencioso puede solamente condenarla a pagar;
en el contencioso por exceso de poder, no se le permite ir más allá de la
pura y simple anulación del acto".
"Es una prohibición rigurosa —suspiró el hurón—; ¿cuál es entonces el texto que la
creó?".
Sonreí: "No se necesita un texto cuando la naturaleza de las cosas se
impone; y la naturaleza de las cosas quiere que la función de juzgar sea,
en el seno del ejecutivo, distinta de la de actuar. ¿Adónde iríamos si el
juez administrativo dedujera, de la anulación, las consecuencias
necesarias, dictara a la Administración la conducta a seguir para
restablecer el derecho u osara sustituir, por sí mismo, la decisión anulada
por una decisión jurídicamente correcta?".
"Así —dijo él—, ¿la única barrera que prohíbe al juez ordenar, o incluso estatuir en
lugar de la Administración es la naturaleza de las cosas?" No pude asentir. Reflexionó
un instante, luego continuó: "La naturaleza de las cosas... ¡se la puede entender de
muchas maneras! Para nosotros, la naturaleza de la función del juez en cualquier
materia, es decir lo que exige el derecho: cuando nuestro juez decide cuál de los dos
cazadores que se disputan el cuerpo de un alce que ambos pretenden haber matado. lo
ha hecho realmente, y debe llevárselo, según las leyes de la caza, nosotros pensamos
que sigue siendo juez y no se vuelve cazador de alces. Me parece que ustedes razonan
diferentemente cuando se trata ya no de alces sino de actos administrativos. ¿La
naturaleza de los hombres lo impone? No estoy seguro. Al fin de cuentas, para ustedes
como para nosotros, sin duda, lo que el accionante desea, me parece, es que, al final del
recurso, algo haya cambiado para mejor, en la realidad de su vida cotidiana: que pueda
hacer lo que le estaba prohibido injustamente, ocupar la función que se le negaba
ilegalmente. ¿Acaso es la anulación, esa abstracción, lo que le interesa? No. pero sí los
frutos que espera de ella. Entonces, ¿no es de alguna manera, desconocer la naturaleza
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de las cosas el disociar la anulación de sus consecuencias? ¿Reducir el acto a la nada,


pero negarse a decir lo que debe necesariamente desprenderse de esta desaparición no
supondría, de algún modo, para el juez, detenerse a mitad de camino sin llegar al final
de su misión? ¿Y qué diríamos del leñador que corta las raíces de un árbol, pero que se
niega a derribarlo, dejando esta tarea a la tempestad del invierno? Podría aceptarse
cuando la definición de la nueva situación deja lugar a eso que ustedes llaman, creo,
poder discrecional: eso no es competencia del juez, aunque haya dicho que el de ustedes
se aventura a veces a ello cuando lo considera oportuno. Pero cuando todo resulta de la
anulación en virtud de la necesidad jurídica, ¿por qué vuestro juez, tan intrépido, no ha
osado substituir su decisión por el acto anulado, o decirle a la Administración lo que
debe hacer?”
"Se lo indica algunas veces", repliqué: "no de manera imperativa en la
parte dispositiva, sino a título de consejo benévolo en la parte motiva.
Los autores citan una sentencia donde esta tendencia se manifiesta': sin
duda, si buscásemos encontraríamos algunas más. Por lo demás, no
subestime la sabia prudencia de nuestro juez: si, al dar una orden viera
que se quedaba en papel mojado, si no fuera obedecido, ¿qué sería de su
prestigio y su autoridad? Limitándose a la simple anulación ha protegido
la dignidad del juez, fundamento del orden jurídico".
El estupor se dibujó en el rostro de mi compañero: "¡y qué!, vuestro juez sería
semejante a ese débil sachem' que gobernó miserablemente a mi tribu hace unos años,
y que sabiendo que nadie nunca ponía en duda su autoridad, no encontró otra solución
para reinar en paz que la de no usar nunca su poder de jefe, seguro de no ser
desobedecido puesto que no mandaba nada. No pude creerlo; por otra parte, ¿no es más
fácil obedecer cuanto más precisa es la orden? Si nuestro juez dijera solamente a los
guerreros encargados de los servicios de la tribu: 'Vuestro acto es nulo'. la turbación se
dibujaría en sus caras; ellos esperan, para obedecer, saber lo que deben hacer, ya que,
seguramente, diferentes en eso de vuestros funcionarios, a los nuestros no le gustan las
iniciativas y se sienten más tranquilos cuando entre las responsabilidades y ellos se
interpone una decisión precisa, como esos cobertizos de tela que protegen de la gran
lluvia de otoño; no dudo, por mi parte, que si vuestro juez ordenara, vuestro juez
prestigioso y poderoso, su propia autoridad unida a la del derecho, reduciría a una
inmediata obediencia al más obstinado de los administradores".
En ese momento incliné la cabeza: "¡Lástima! Lo que me hace dudar de
que, si opta por dar órdenes, el juez sea obedecido, es que en el campo
de la simple anulación, ya..." me interrumpió: "¡No insinúe que la
Administración desafía las decisiones de anulación, y que no procede, aun sin que se le
ordene, al restablecimiento del derecho! Sé que no se trata de eso, y que la ejecución de
las decisiones de anulación no plantea ningún problema, ya que la más sabia de las
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obras dedicadas al recurso° no se ocupa de este tema en ninguna parte, y que la mayoría
de los autores no se detienen en esta cuestión”.
"Y ¿qué podrían decir sobre el tema?" exclamé. "Una de dos: o la
Administración acepta sacar las consecuencias de la anulación, si resulta
materialmente posible a pesar del paso del tiempo. o se niega y, en ese
caso, ¿qué puede hacer el juez?: ¿disponer de la fuerza armada? ¿Lo
verían ustedes movilizando a un pelotón de guardias para obligar a que
el señor prefecto de policía, su jefe, o incluso el señor ministro de
relaciones culturales, las ejecuten, si por casualidad no obedecieran de
ningún modo?"
Lo vi a punto de tambalearse. "¿Y qué? Ninguna ley hace, de la desobediencia al
juez por un funcionario, un delito castigado con multa o prisión? Al menos, el que se
burla así del derecho, no debería responder, respecto a su víctima, con sus bienes, hasta
encontrarse arruinado como justo castigo de tal fechoría?”
"La jurisprudencia —añadí--, ha internado remediar la insuficiencia de los
textos. Quien no haya podido lograr que la Administración cumpla,
dispone de una vía simple y práctica: solicitar la reparación del perjuicio
que ese hecho le causa; sobre su negativa, intenta, ante un juez, un
nuevo recurso por la vía del pleno contencioso esta vez, y por el ministerio
no gratuito de un sabio abogado. El juez, entonces, condenará a la
Administración a pagar la indemnización solicitada; y si la condena es
confirmada en apelación, la Administración pagará seguramente algún
día".
“Así, si lo he entendido bien, mediante el pago de un tributo que será tanto más leve en
cuanto procederá, creo, del tesoro público que alimentan con sus cargas los ciudadanos
contribuyentes, la Administración pagará definitivamente su libertad, y el derecho a no
respetar el derecho... ¿Y si la víctima es pobre, o está mal informada o cansada de litigar?
Pues, de recurso en recurso, el tiempo, me parece, va pasando. Y si no acude a la segunda
instancia, ¿qué pasa entonces?”
"¿Qué quiere que pase? El juez, al anular, ha cumplido con su trabajo, su
competencia se termina, su decisión será publicada; los exégetas
apreciarán su gran alcance doctrinal, sopesarán los matices. ¿Querría
usted que ellos tuvieran que seguir, en sus altercados ulteriores, y
frecuentemente mezquinos, con la Administración, la modesta comparsa
que es el demandante? Por otra parte. la no ejecución pura y simple; es
tan frecuente. Ninguna estadística permite afirmarlo; la Administración,
preocupada por la regularidad, dispone cuando lo juzga necesario, de vías
que evitan el escándalo: puede reemplazar el reglamento que contravenía
el acto anulado por un texto nuevo sobre cuya base podrá mañana volver
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a tomar regularmente la misma decisión: podría, sin ir más allá de este


teatro francés que usted ve aquí, citarle un ejemplo reciente; y si la
Administración cree salvaguardar también el pasado, le basta con obtener
una ley que barra los efectos de la cosa juzgada y reestablezca el antiguo
estado de cosas, revistiéndolo de la autoridad suprema; esto lo obtiene,
en general. sin grandes dificultades; y, de esta manera, el reino del
derecho vuelve a recuperar su imperio".
El rostro cándido del hurón reflejaba estupor: "Resumamos —dijo-- Una
decisión administrativa aparentemente arbitraria afecta a un individuo: es ejecutada, si
la Administración lo requiere. sin que el juez ponga ningún obstáculo. Si esta ejecución
produce todo su efecto en ese mismo instante, todo está dicho, y la anulación, después,
no podrá hacer que lo que ha sido no haya sido. Si se prolonga en el tiempo. la anulación
deja. a la Administración, el cuidado de decidir ella misma los medios necesarios para
restablecer el derecho; sin que el juez ose, en este punto, hacer otra cosa más que
sugerirle unas escasas y tímidas directivas; sin que él acepte, ni ordenar, ni decidir él
mismo. Y si ella se niega a sacar las consecuencias de la anulación, la víctima no tiene
otro recurso diferente a la obtención a largo plazo de una eventual indemnización. Pero.
entonces. ¿por qué se dice a veces, de vuestro gran juez que se comporta. respecto a la
Administración, como un jefe jerárquico? Se le considera audaz, y a mí me parece
tímido. Confieso, en verdad, que no podría blandir el hacha de guerra contra la
autoridad que la lleva a la cintura; pero dejando aparte esta imposibilidad, ¿no podría
dar algún vigor a esta anulación platónica, que deja a la Administración como dueña, en
el fondo, de hacer caer, sobre los ciudadanos, la más implacable arbitrariedad sin que
nadie pueda impedirlo?'.
Le interrumpí con vehemencia: "¡No blasfeme! El recurso por exceso de
poder es una institución grande y gloriosa aun cuando no aporta al que la
ejerce con éxito una satisfacción concreta —y se la aporta, a pesar de
todo, en numerosos casos—, mantiene por encima de las contingencias,
el principio de que la Administración está sometida al derecho; procura al
particular, ante todo, un medio de protestar contra lo arbitrario, una
salida a su indignación, y, como mínimo, la satisfacción de que le digan
que tenía razón contra el poder: ¿no valora esta victoria moral? ¿Y los
servicios rendidos al derecho, la definición, sin tregua, más exigente y
más rigurosa de la legalidad? ¿Debo recordarle todo lo que ha crecido en
el marco del recurso?: la teoría de los principios generales, el control de
los motivos".
También él me interrumpió: "Nosotros, buenos salvajes, somos espíritus simples:
nosotros pensamos que la justicia está hecha para el justiciable, y que su valor se mide
en términos de vida cotidiana. No nos interesa el desarrollo del derecho sino la
protección eficaz que recibe el particular. Yo pensaba que vuestro gran recurso le
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aseguraba esta protección. Habré hecho un viaje tan largo para aprender que no es nada
de eso?".
Había tal abatimiento en su rostro que traté de reconfortarlo: -“¡No se
desespere! Los progresos obtenidos son las arras de los progresos futuros
el recurso no ha dicho su última palabra, y el porvenir queda abierto:
confíe en el liberalismo del juez".
Sacudió la cabeza: "Pero, ¿por qué le tentaría comenzar una obra que todos, a cuál
más, le dicen que es una obra maestra terminada? ¿Cómo no temería, al intentarlo,
desnaturalizarla? Cuando el artista de nuestra tribu ha esculpido, en secreto, un nuevo
tótem, nos reunimos todos alrededor y miramos, y si la obra es juzgada digna del dios
al que pretende honrar, se le prohíbe al autor que vuelva a tocarla por miedo a que el
dios se irrite. Si yo fuera de su nación, y si yo admirara como todos ustedes, su gran
Consejo. y su recurso, no cesaría, me parece. no de alabarlo sino de denunciar sus fallas
para incitarlo a superarse él mismo y a igualarlo a ese gran dios que ustedes llaman el
reino del derecho".
"Sabio consejo —le dije—, pero nadie sostendrá que el tiempo presente
es malo para llevar más allá la lucha contra lo arbitrario, y dar, a la
evolución del recurso por exceso de poder un nuevo punto de partida, en
la vía de la eficacia. Sin embargo. es necesario tener confianza en el
porvenir".
"Volveré —dijo—, cuando el porvenir haya respondido a su confianza, y cuando el
ciudadano encuentre en el recurso, las satisfacciones efectivas a las que nosotros,
modestos hurones, acordamos un precio, sin duda, excesivo".
Esa misma tarde, sin una mirada hacia la Torre Eiffel iluminada, tomó
tristemente el camino de su haya purpúrea y de su wigmam. ¿Cuándo lo
volveremos a ver?

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