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Michelle Roche

La pelvis de María Lionza


Cree, cree en algo
Que no sea corrupción.
Yolanda Pantin,
Hueso pélvico, 2002

—Aquí lo veo, mijita, ese hombre es para ti. Si se niega, es porque le montaron un
trabajo—, comenzó a decirle La Lenta, una bruja que le había recomendado su prima, quien
tenía la costumbre de visitar a una nigromante, un homeópata y un astrólogo en las fechas
cercanas a su cumpleaños.
Bárbara había llegado a ese sitio en la calle Eduvigis, luego de tomar la medida
desesperada de buscar ayuda sobrenatural para conseguir el amor de aquel hombre.
—Un trabajo, mi niña, a tu hombre le montaron un trabajo. Lo amarraron. Le
respiraron tabaco en la nuca. Pero está escrito, ustedes tienen que estar juntos. Eso mismo
dice la reina de corazones aquí en esta carta, que por cierto la tienes volteada, señal de que
un trabajo está fastidiándote el amor.
Apenas llegó a Petare, Bárbara se arrepintió de haber ido. El sol le picaba en la cabeza
y en los párpados, que casi no podía mantener abiertos por la incandescencia de la luz.
También sintió pesar por llevar un suéter que la protegía de las miradas sádicas de los
desconocidos. Le sudaba la comisura de la boca, los codos y detrás de las rodillas. Estaba
metida en ese inflamado pandemonio tropical que es el mercado de Petare. Olía a fritangas
y a carburador de carro. La atacaron las enardecidas bocinas de los carros y le chillaron las
cornetas de los autobuses. Vendedores ocasionales le ofrecieron pantalones, ropa interior,
llamadas telefónicas, alisado japonés y hasta masajes. Entre los niños que le decían
«señora, pist, señora», las mujeres que le pedían limosnas «por el amor de Dios» y los
hombres que la llamaban «mamita, voltea pa’ que veas lo que tengo aquí», le dieron ganas
de devolverse. Pero cuando iba a emprender la retirada, consiguió la calle Eduvigis
zigzagueando cerro arriba.
—Y, entonces, ¿compro cariaquito morado? —preguntó Bárbara.
—No, esto es mucho más fuerte. Tienes que llegar a la raíz. Ve para Sorte. Ve a buscar
a La Reina —respondió La Lenta con un dejo misterioso.
Para Bárbara, María Lionza, era solo la estatua de la mujer desnuda en la autopista que,
montada sobre un tapir, alzaba los brazos hacia el cielo y sostenía un hueso de pelvis. Los
que saben algo de ella la llaman «diosa». El Ama del Río. La Dueña de la Montaña. La
Madre de Yaracuy. La Diosa de Venezuela.
—¿Para Sorte? ¿No hay algo más fácil?
—¡Ni que fueras a ir en burro! Pregunta por el Flaco José o por Marisabel, su mujer.
Diles que yo te mando por un trabajo de amor contrariado. Ellos saben qué hacer.
—¿Pero, no hay algo más fácil? — repitió la otra.
—Ándate el fin de semana que ellos van a ver a la Reina. Aprovecha que el viernes es
el Día de la Raza y María Lionza se pone de buenas. Yo le prendo una velita a la
Coromotiana para que ataquemos por todos lados. No te acalores, mija, si le dices al Flaco
José que vas de mi parte, él te cuida y de pasadita te quita la pava. Llévate trescientos
cincuenta bolívares, o un poco más, porsia La Guaichía se pone dura.
De buena gana aceptó el Flaco José aquél dinero que le llegaba desde la capital. Le
aconsejó a Bárbara que apartara otros doscientos bolívares más, pues por esos días iban
muchas niñas lindas con trabajos difíciles para La Reina. El Flaco José tenía cincuenta años
pero no conseguía quien le creyera la edad. Lo primero que notó Bárbara fue que los
crespos negros sobre su cráneo no pintaban ni una cana, que sus párpados apenas
mostraban la mitad de sus pupilas dilatadas y que sus casi dos metros de humanidad se
movían incómodos dentro de la covacha mínima donde habitaba con su mujer. Marisabel,
en cambio, parecía su mamá. Los mechones mal pintados de rojo le caían sobre los
hombros y los ojos estaban dentro de un desorden de patas de gallo. Se veía como una
anciana, pero era quince años menor que el Flaco José. Marisabel no decía nada mientras su
pareja hablaba. Ella nunca hablaba con los vivos. Ambos daban la impresión de haber visto
infiernos en varios mundos. Conocían las artes de las cortes celestiales, pero solo pedían
milagros a los malandros. Y a La Reina, que es a la vez la mujer de los delincuentes y la
amante de los católicos.
Mientras le explicaban a Bárbara en qué consistiría su visita a Sorte, el Flaco José puso
una colección de estampitas sobre el mantel de plástico que a duras penas cubría la mesa.
Bárbara pensó que eran fotos de santos, como millones que había visto en las iglesias, pero
pronto se asustó con lo que vió. Los santos de aquellas figuras estaban armados con pistolas
y chuzos, empuñaban botellas de ron o cerveza. Parecían, más bien, mafiosos del Bronx. La
mitad de la cara se las cubrían cachuchas y lentes oscuros. Unos tenían barbas como de
Matusalén, otros tatuajes como presidiarios. Sus nombres la llenaron de la incómoda
sensación de que estos ángeles seguían vivos por las urbes criollas: Petróleo Crudo,
Malandro Ratón, Félix Asuaje, Luis Segundo Virgüez, Tres Cuchillos, El Muelita, El
Chino, William, Oscarcito, Rigoberto Martínez. Eran los santos de la Corte Malandra, una
jerarquía divina que gobierna el más allá desde el infierno.
—Catirita, este es el más importante, el líder de la Corte: el Malandro Ismael.
Bárbara solo conocía al Ismael de la Biblia, el hijo de Abraham con la concubina
egipcia con que su esposa le obsequió al ver que su viejo vientre no podía darle un
primogénito. El patriarca lo quiso bien, hasta que la legítima por fin salió en estado y tuvo
que despedirlo junto a su madre, condenándolos a andar por el desierto, agobiados por el
hambre y la sed. Sobre la arena o el cerro, Ismael representa al desplazado, al hombre
vulnerable frente a la intermitente voluntad divina. Dentro de sus mundos áridos, cada
Ismael creó un vórtice de reglas bizarras, como focos de luces opacas que iluminan los
lados siniestros de la humanidad.
—No te me confundas, catirita. Este Ismael estaba bautizado. Pero ni Jesusito lo salvó
del puñal que le clavaron en una pelea. Él me habla a mí, a veces viene a buscarme y me
cuenta cómo le va en el cielo. Así, como los profetas que tú mientas.
Mientras el Flaco José le hablaba del Malandro Mayor, Bárbara trataba de desentrañar
la relación que podía existir entre una diosa colonial, el desplazado bíblico y el criminal
hecho ángel. La atacó en ese momento la seguridad de que en un país donde dios es un
demonio, la única institución perdurable es el infierno.
Antes de rezarle a los delincuentes muertos, el Flaco José le rendía pleitesía a los
criminales vivos. A los quince años, él y una pareja de zagaletones, se paraban en los
semáforos de Boleíta. Llevaban una caja de latón. Esperaban a que apareciera una mujer
metida en su carro, con las ventanas abajo, aireando los calorones del tráfico. Ellos
aprovechaban su distracción para sacar una rata de la caja y arrojársela en el regazo. Presa
del pánico, la mujer se salía del carro. Mientras gritaba, a los muchachos les daba tiempo de
meterse en el carro y apretar el acelerador. La rata salía dando tumbos antes de que la luz
terminara de ponerse en verde. En cualquier chivera los malandrines vendían el carro y se
entregaban a una borrachera que terminaba en playa Pantaleta. Un día confundieron a un
ministro con una señora horrorosa y fueron a parar, con todo y rata, a la jefatura.
—Estuvimos un mes llevando palo —contó el Flaco José.
Cuando lo soltaron se encontró con que debía cumplir una promesa.
—Si no te mataron, fue porque yo le recé y le recé y le recé a Jhonny Bravo —le dijo
su mamá que había dejado de comer chocolate, fumar y hasta de tirar para que alguna
divinidad le hiciera la gestión con Dios para sacar a su hijo del infierno. Luego, había ido a
ver a una santera que le recomendó ponerle velas a un tal Jhonny Bravo, otro santo
canonizado en la corte de los barrios. Decían que éste era bueno para rescatar a los jóvenes
de las malas juntas y de los pasos torcidos en la vida.
Al Flaco José no le quedó otra que encomendarse a su redentor. A punta de prenderle
velas todos los días a las joyitas de la Corte Malandra, a las Tres Potencias y a uno que otro
santo bonachón del devaluado culto católico, comenzó a agarrarle gusto a la santería.
Disfrutaba la compañía de los espíritus, porque solo ellos podían entender los recovecos de
su cabeza.
Por esos días, La Lenta «descubrió» su vocación de médium, cuando lo consiguió en
un trance de ron, un sábado por la noche. Y a través de ella, él conoció a Marisabel, que
también era buena para hacer contacto con el más allá. Años después, ellos se fueron a
Yaracuy para hacer dinero con los pobres diablos que no tenían el don de conocer los
secretos de los muertos.
Bárbaralo escuchaba todo entre sorbos de anís y de ron. Tomaba y tomaba, sin emitir
juicios. El licor le daba sensación de sosiego a su alma y apariencia de inmunidad a su
cuerpo. Así son las mujeres independientes de la Caracas moderna. Todo pueden beberlo,
todo saben hacerlo. Mientras más al Este quedan los guetos que habitan, más se convencen
de que lo único que hace falta para salir del subdesarrollo es estudio, trabajo y dinero.
Cuando el alcohol le dio la impresión de que se había abstraído por completo del mundo
real, le comenzó una tenue zozobra, el terror de quien se sabe haciendo turismo en el
mundo marginal de las pesadillas.
Atisbos de verosimilitud la acompañaron hasta la subida del valle donde nace el río
Yaracuy. Después perdió la noción de lo que era real y de lo que parecía un sueño.
No hacía falta caminar mucho para comenzar a oír los tambores: tucututucu… Bárbara
avanzaba en medio de un carnaval de menesterosos y cada vuelta al cerro era atravesar una
cámara nueva en el infierno. Desde la primera estación, el Flaco José prendió un tabaco.
Tucututucu, tucututucu, tucututucu… tú. La percusión le lastimaba los oídos. Olía a
medicamento y asafétida. En las cavernas incrustadas en la montaña, estaban los santos del
sincretismo venezolano iluminados con sus velas. Entre los primeros círculos Bárbara se
percató que la santería desafiaba a la historia cristiana: san Benito conversaba con el Catire
Páez, mientras veía con lujuria a una monja de ojos exóticos. José Gregorio Hernández
acompañaba a Negro Primero, que le hacía guiños a Isabelita.
Más allá, María Lionza comandaba su corte, secundada por su Negro Felipe y el indio
Guaicaipuro. Simón Bolívar y el Malandro Ismael compartían una mesa con frutas y flores.
Esas son las cosas del país: a la hora de comer, los delincuentes y los padres de la patria se
sientan como iguales en la misma mesa.
Bajo una mata quedó Francisco de Miranda, a quien María Lionza malquería por
oligarca y Bolívar odiaba por nuevo rico. Tenía enfrente dos velas y una mano de cambur.
Por todas partes había azabaches y cruces. Había una algarabía de noche de brujas, como
un cementerio de muertos vivientes donde los convocados gritaban sus agonías. Había
hombres tirados en el suelo entre contornos de cal y velas encendidas. Había mujeres y
hombres bailando tambores, despojándose de sus ropas y de sus almas. Bárbara observó
aquellos pies encallecidos, acostumbrados a andar descalzos sobre mar y tierra, pero sobre
todo fuego. Tucututucu, tucututucu, tucututucu… tú. Pedazos de luz se encendían entre la
tierra, donde los chamanes bailaban, borrachos de alegría. Tenían los pies vueltos tizón y el
tabaco en la boca. Bárbara estaba agotada.
—Ya vamos, catirita, un pasito más —le dijo el Flaco José.
Quizá fue media hora más tarde, cuando ella vio, entre la maleza, algo que casi la hizo
salir corriendo. Un hombre en trance le gritaba a una gran hoguera, y el fuego ¡le
respondía! Otro la rodeó con sus brazos, evitando que Bárbara pegara la carrera montaña
abajo. El Flaco José se cuidó de separarla rápido del desconocido.
—Por aquí es, muchachita.
Cuando el Flaco José la abrazó todo se envolvió en brumas de sueño. Mucha gente,
humo en demasía, gallos negros con las plumas paradas y los picos enrojecidos. Y una
intoxicación como jamás la había sentido.
Una imagen del Flaco José le iba diciendo cosas en la lengua del infierno. Él ponía cara
de jabalí y de angelito. La tocaba. La tocaba primero suave, luego más fuerte. Sentía sus
palmas rodeando sus brazos, sus piernas, agarrando sus tetas. Aunque podía ser que no, que
fuese sólo su imaginación. Bárbara olía la quemazón de su piel, sin sentirla. ¡Tan
contundente era el poder que la poseía! Con los ojos cerrados, vio a una mujer sobre un
caballo que corría indómito entre la maleza. Hedía a azufre. Aquel hombre apareció entre la
selva montañera sobre un caballo. Lanzó desde su grupa a una mujer con el cabello rojo.
Luego la montaba a ella. Oyó versos a gritos. Se espantó. Marisabel vociferaba para que
Negro Primero dejara en paz a Isabelita. Y el Negro Felipe atravesó una puerta abierta en el
cielo para salvarla. Se transformó en Johnny Bravo. Luego se hizo rata. El Flaco José
rompió una ventana celestial que José Gregorio Hernández había cerrado con llave. Un
caballo corcoveaba entre los árboles. Johnny Bravo se montó en la rata. El animal se
parecía al Malandro Ismael. El Flaco José se lo comenzó a coger. Todo olía a azufre y a ron.
Todo se iba desvaneciendo entre recuerdos brutales. Bárbara vio a Simón Bolívar. Y vio a
Isabelita. Y a aquél hombre. Y a Francisco de Miranda comiéndose un cambur. Marisabel
llevaba una corona de flores sobre su cráneo sanguinolento y se besuqueaba con el Flaco
José que iba sobre una danta. Él ya no hablaba. Ella gritaba. El azufre ardía. Y los gallos:
¡quiquiriquí!. Un perro le lamía los pies. Los tambores repiqueteaban con la fuerza de las
náuseas. Se turnaban con los ladridos del perro que ahora comenzó a morderle las nalgas.
Todo olía a tabaco y a ron. Hasta que la oscuridad se hizo total.
Tucututucu, tucututucu, tucututucu… tú.
Al día siguiente, Marisabel se despidió de ella con un abrazo. Cuando el esposo intentó
acercarse, Bárbara lo detuvo. Ya nada olía a tabaco. Ni a ron. El hedor de azufre quedó para
sus pesadillas. Pero el Flaco José le causaba amagos de vómito. El dolor que le atravesaba
de la piel al hueso de la pelvis, cortaba como el terror. Preguntó qué había pasado la noche
anterior. Le explicaron: María Lionza la había poseído.
Cuando llegó a su casa, llamó a La Lenta para preguntarle cómo estaba todo con la Virgen
de Coromoto:
—Perfecto, esa vela se consumió y la noche estuvo serena. Te va a ir bien, pero no lo
invites a beber, no te conviene —fue el augurio de La Lenta.
Resuelto, vamos a tomarnos un café.
Antes de encontrarse con aquél hombre, Bárbara pasó por la farmacia a comprar las
pastillas del día siguiente. Le dio pena pedirlas, porque la atendió un muchacho con cara de
confusión. Dentro de su carro, después de que tenía más de veinticuatro horas pensando en
el asunto, se dio cuenta de que tener que comprar esas pastillas era la conclusión menos
mala de su pesadilla. Otras mujeres, con las mismas agallas que ella, no hubieran vivido
para contarlo.
Cuando se estacionó frente al café, sacó la cajita mínima. Desde su carro, Bárbara
podía ver a aquel hombre esperándola en una mesa para dos. Lo interesante de un ingeniero
es que nunca ofrecen sorpresas. Como era domingo iba vestido de kakis y franela polo.
Aquel hombre ya había pedido un café y veía de un lado a otro, como preguntándose qué
hacía él, solo, en ese lugar. Quizás ella le había robado el tiempo al proyecto tan importante
de construir un nuevo centro comercial en Caracas.
Bárbara sostuvo las dos pastillas entre sus manos. Adentro estaban las instrucciones.
Este remedio contra las consecuencias es más efectivo si se toma antes de los dos días.
Bárbara se las tragó haciendo buches de saliva. La angustiaba no poder recordar si el Flaco
José había usado preservativo.
Se preguntó para qué iba a declararle a aquel hombre su amor, si no podía ofrecerle
más que su cuerpo aterrorizado. Ya ni siquiera era trascendente si él la quería. Mientras
pensaba en esto, un «biencuidado» le hacía señas para que estacionara mejor el carro. Ella,
sin verlo, encendió el motor y se fue. Sorprendido en su faena profesional por la
displicencia burguesa de Bárbara, el «biencuidado», atónito, la observó alejarse y apenas
pudo gritarle:
—¡Grandísima puta!

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