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Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) - Sede Argentina

Tesis para optar al grado de Magíster en Estudios Sociales Agrarios

GÉNERO, TRABAJO Y MIGRACIÓN EN LA


AGRICULTURA FAMILIAR
Análisis de las trayectorias familiares, laborales y migratorias de mujeres
agricultoras en el cinturón hortícola de La Plata (1990-2019)

Tesista
María Eugenia Ambort
Directora
Dra. Leticia Muñiz Terra
Co-director
Dr. Matías García

Buenos Aires, abril de 2019.

0
perder el miedo
soltar la voz
tejer
la historia
(de las mujeres)
de mi vida

1
Índice de contenidos

AGRADECIMIENTOS 5

RESUMEN 7

INTRODUCCIÓN 8

Capítulo 1. Antecedentes, marco teórico y metodología de la


investigación 15

Introducción 15
1. Antecedentes sobre horticultura, género en los ámbitos rurales y migraciones 15
2. Marco teórico. Principales líneas conceptuales 23
3. Metodología de la investigación 34
3.1. Instrumentos de producción y análisis de datos 38
3.2. Consideraciones éticas 40
3.3. Conformación de la muestra y ejes del análisis 40

Capítulo 2. Relaciones de género en la economía campesina de Bolivia y


el momento de la migración 44

Introducción 44
1. Contextualización socio-histórica sobre Bolivia y su cultura migratoria 44
1.1. Antecedentes sobre historia y estructura socio-económica boliviana 45
1.2. La construcción de una cultura migratoria y los flujos de Bolivia hacia
Argentina 51
2. Infancias campesinas: trabajar para sobrevivir 53
2.1. Historia de vida de Sandra 53
2.2. Roles de género en las estrategias de reproducción de la familia campesina
57
3. Migraciones internas: el paso por el trabajo doméstico 60
3.1. Historia de vida de Elizabeth y de Cintia 60
3.2. Los roles de género en las primeras inserciones laborales remuneradas 64
3.3. Historia de vida de Carola 66
3.4. Trayectorias laborales feminizadas: cuerpos entrenados y disponibles para
el cuidado 67
4. Migración a la Argentina: siguiendo el tiempo de la cosecha 70
4.1. Historia de vida de Yeni 71
4.2. La migración: proyecto individual, proyecto familiar 76
Conclusión 78

2
Capítulo 3. Las relaciones de género en la horticultura intensiva en La
Plata y la maternidad como destino 80

Introducción 80
1. Historia de conformación del cinturón verde de La Plata y condiciones de vida y
de trabajo en la horticultura intensiva 81
2. Mujeres quinteras: vivir y trabajar en la horticultura platense 92
2.1. ¿Quién hace qué, y cuánto vale? Trabajo productivo y reproductivo en las
quintas hortícolas 92
2.2. Historia de vida de Raquel y su familia 99
2.3. Conciliación familiar y posibilidades de negociación al interior del hogar
hortícola 103
2.4. Posibles cambios intergeneracionales en las relaciones de género en la
horticultura platense 111
3. Maternidad y crianza entre los invernaderos 112
3.1. Sexualidad, embarazos adolescentes y la maternidad como destino 113
3.2. Los efectos del embarazo y la maternidad en el tiempo y en el cuerpo de las
mujeres 117
3.3. La maternidad como revancha frente a la propia experiencia infantil 118
3.4. Revisitar la propia infancia para reformular la crianza 122

Capítulo 4. Movimiento social y ronda de mujeres. El feminismo


pateando el tablero 124

Introducción 124
1. Armar la ronda, tejer la red: surgimiento y funcionamiento de las rondas de
mujeres en el cinturón hortícola de La Plata 126
2. Feminismo popular en acción: Problematizar-teorizar-transformar 129
3. Repensarse como mujer: “abrir la mente; querer algo y poder hacerlo” 138
Conclusión 143

REFLEXIONES FINALES 144

Bibliografía y otras fuentes consultadas 151

Fuentes primarias utilizadas 161

Índice de figuras
Introducción
Gráfico Nº1: Diferenciación social de unidades campesinas ........................................... 26
Capítulo 1

3
Mapa Nº2: Principales regiones hortícolas del país .......................................................... 28
Gráfico Nº2: La escalera boliviana .................................................................................... 29
Fotografía Nº 1: Ejemplo de biogramas elaborados a partir de entrevistas biográficas . 39
Gráfico Nº3: Análisis de trayectorias familiar, laboral y migratoria de las entrevistadas
.............................................................................................................................................. 41
Cuadro Nº1: Principales datos de las trayectorias de las entrevistadas ........................... 43
Capítulo 2
Mapa Nº3: División político-administrativa de Bolivia. Regiones y deptos ................... 46
Tabla Nº1: Tasa de alfabetismo, por sexo, según censo y área, población de 15 años o
más, censos 1976, 1992, 2001 y 2012 (en porcentaje) ..................................................... 49
Gráfico Nº4: Bolivia: tasa de alfabetismo de la población de 15 años o más de edad, según
censo y sexo, censos 1976, 1992, 2001 y 2012 (en porcentaje) ....................................... 49
Gráfico Nº5: Bolivia-área rural: nivel de instrucción más alto alcanzado de la población
de 19 años o más de edad, censos 1976, 1992, 2001 y 2012 (en porcentaje).................. 50
Gráfico Nº6: Bolivia: Población de mujeres de 15 a 49 años, por lugar de atención del
último parto (en porcentajes) .............................................................................................. 50
Mapa Nº4: Trayectoria migratoria de Sandra .................................................................... 54
Mapa Nº5: Trayectoria migratoria de Elizabeth ................................................................ 61
Mapa Nº6: Trayectoria migratoria de Cintia ..................................................................... 61
Mapa Nº7: Trayectoria migratoria de Carola .................................................................... 67
Mapa Nº8: Trayectoria migratoria de Yeni ....................................................................... 71
Capítulo 3
Mapa Nº9: Partido de La Plata con principales localidades ............................................. 81
Gráfico Nº6: Evolución de la cantidad de establecimientos hortícolas por nacionalidad
del productor entre 2000 y 2005 en La Plata ..................................................................... 85
Mapa Nº10: Cultivos intensivos hortícolas del AMBA .................................................... 86
Gráfico Nº7: Condiciones que reproducen la vulnerabilidad en la horticultura platense87
Fotografía Nº2: Construcción de casillas de madera en la quinta .................................... 89
Fotografía Nº3: Mapa de una quinta. Espacios productivos y reproductivos.................. 93
Mapa Nº 11: Trayectoria migratoria de la familia de Raquel ......................................... 100
Fotografía Nº4: Materiales utilizados en el taller sobre sexualidad ............................... 115
Fotografía Nº5: Taller sobre infancias ............................................................................. 120
Capítulo 4
Fotografía Nº 6: Dinámica de presentación en la ronda de mujeres: "la red" ............... 127
Cuadro Nº 2: Análisis de las rondas de mujeres.............................................................. 133
Fotografía Nº7: Asamblea de productores y productoras del MTE Rural ..................... 138

4
AGRADECIMIENTOS
Este trabajo no hubiera sido posible sin una multiplicidad de personas e instituciones que
me ayudan cotidianamente, me incentivan y confían en mí, desde diferentes lugares, para
ser la persona que soy y, entre otros objetivos, cumplir éste que hoy da lugar al cierre de
un ciclo con la finalización de la Maestría en Estudios Sociales Agrarios.
Así como en las rondas de mujeres, resuena siempre el lema de que “no estamos solas” y
que nos tenemos las unas a las otras, del mismo modo no puedo más que mirar a mi
alrededor y sentir agradecimiento por las múltiples redes que me sostienen y contienen.
Muchas forman parte de los privilegios que me permitieron, entre otras cosas, estudiar en
la universidad, o hacer estudios de posgrado. Y muchas también tienen que ver con la
convicción de que es importante construir vínculos desde el amor, el compañerismo, la
complicidad, y la certeza de que todo en la vida, de manera circular (o más bien
espiralada, porque nunca pasamos por los mismos lugares), va y vuelve.
Entre las instituciones que permitieron que transitase este camino en la academia quiero
agradecer a la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FaHCE) de la
Universidad Nacional de La Plata, donde pude culminar los estudios de sociología y
comenzar a forjar muchas de las maneras de ver el mundo que me acompañan hasta hoy.
Hace ya tres años que me encuentro realizando cursos de postgrado gracias a la beca
doctoral otorgada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET) en 2016, con mi lugar de trabajo en el Centro Interdisciplinario de
Metodología de las Ciencias Sociales de la FaHCE, donde comparto este oficio con
personas parecidas y diferentes, que siempre me han recibido con los brazos abiertos y
que allanan un camino que por momentos es muy solitario. Un especial agradecimiento a
todas las compañeras del CIMECS y particularmente al grupo de Desigualdad y
trayectorias laborales, con quienes hemos compartido muchas de las discusiones, ideas,
dudas y traumas que acompañan este proceso creativo. Esta beca me permitió disponer
mi tiempo y esfuerzo para profundizar los estudios en ciencias sociales y, en ese marco,
realizar la maestría de Estudios Sociales Agrarios en FLACSO, donde conocí a personas
excepcionales, compañeras, compañeros y profesores, muchxs amigxs y colegas hasta
hoy, con quienes aprendimos, debatimos y asumimos el desafío de seguir preguntando y
de generar herramientas que además de conocer, nos permitan problematizar y
transformar la realidad.
Los últimos años, además de excepcionales por la relativa estabilidad laboral que significa
la beca en relación al contexto de crisis vivido en Argentina, estuvieron marcados por dos
estancias doctorales en España que me permitieron conocer a muchas personas,
relacionarme con otros equipos de investigación, reflexionar sobre mi propio trabajo
desde otras perspectivas, y crecer. Estos viajes se realizaron en el marco de la Red
INCASI1. Un agradecimiento especial es para Laura Oso del ESOMI (Universidade Da
Coruña), Pedro López Roldán del QUIT (Universidad Autónoma de Barcelona), quienes
me alentaron y aconsejaron mientras fueron mis orientadores en las estancias, y a los

1
Part of this thesis advances benefited from the research stay in A Coruña (ESOMI-UDC) under the
guidance of Laura Oso, and Barcelona (QUIT-UAB) under the guidance of Pedro López-Roldán in the
context of INCASI Network coordinated by Dr. Pedro López-Roldán, a European project that has received
funding from the European Union’s Horizon 2020 research and innovation programme under the Marie
Skłodowska-Curie GA No 691004.

5
miembros de sus equipos con quienes he podido aprender en conjunto y he forjado
relaciones de amistad que perduran hasta hoy.
Sin dudas uno de los mayores estímulos para encontrarle un sentido al “oficio del
sociólogo” y a la tarea de investigar se la debo a la organización que me vio crecer en la
militancia y el compromiso por forjar un mundo más justo (o al menos intentarlo). Tanto
Patria Grande como el MTE y la CTEP han sido los ámbitos donde hemos podido (porque
este proceso siempre es colectivo) construir dialécticamente la relación entre teoría y
práctica, entre academia y educación popular, entre clase magistral y asamblea de base,
entre problemas de investigación y las dificultades de parar la olla en el cotidiano, y tener
energías para seguir luchándola. De cada compañero y de cada compañera aprendo cada
día cómo ser una mejor persona, y eso es invalorable. Las horas de descanso dejadas en
cada actividad, cada reunión, cada encuentro, dan sus frutos, y éste no es más que un
humilde aporte, desde otro lugar, a esa construcción colectiva.
Entre las personas que fueron soporte, apoyo, escucha, consejo y contención durante estos
años de estudio y producción académica están Leticia Muñiz Terra, Matías García y
Silvana Sciortino, quienes ocuparon el lugar de dirección y me acompañaron con
solidaridad y con paciencia en cada paso que fui(mos) dando. Sin su colaboración y
comprensión, dedicación y aliento para creer en mí misma, creo no hubiera encontrado la
motivación que tuve para llegar hasta acá. Son mi mayor ejemplo de que, también en la
ciencia, la creación es colectiva, y una gran parte de lo volcado en este trabajo tiene que
ver con las distintas instancias de discusión que nos dimos en el proceso de construcción
de la tesis. Mausi, Ines Gasparín, no “dirigió” ningún proceso, pero fue mi cómplice en
esta aventura de escribir, escuchándome, leyendo borradores y animándome a ir por más.
Las protagonistas de este trabajo, quienes fueron inspiración de estos meses de
observación, escucha y escritura son las compañeras del MTE Rural. Mujeres a quienes
admiro y aprecio por su fortaleza, por su talante y su cariño. Me recibieron amablemente
en sus casas muchas veces y también me visitaron en la ciudad. Aprendimos juntas.
Establecimos vínculos que rompieron barreras étnicas, culturales y de clase. Con varias
nos hicimos amigas. Hacernos feministas nos cambió la vida, o en eso estamos,
intentando construir vínculos que nos hagan más libres, para nosotras y para las que
vienen. Este trabajo tiene el objetivo de poner en primer plano sus vivencias, sus ideas,
sentimientos y pareceres, su voz, en un ámbito donde no siempre están presentes, como
son las letras académicas. En otros entornos, por el contrario, ya sorteamos algunos
límites y son ellas quienes dan charlas en la universidad o discursos en actos políticos.
Esto no hubiera sido posible sin el trabajo militante de las compañeras de Mala Junta,
quienes impulsaron las rondas de mujeres, en un proceso que fue semilla y hoy es una
enredadera imparable. Su ejemplo, claridad y humildad es una referencia importantísima
para quienes nos identificamos con -y queremos construir desde- el feminismo popular.
Por último, el agradecimiento es para la familia. La de toda la vida, la de Neuquén, y
también la que fui eligiendo en el camino, la(s) de La Plata, por todos sus cuidados, y
porque más allá de las ausencias siempre están con los brazos abiertos para recibirme y
apoyarme en lo que me proponga.

6
RESUMEN
Este trabajo tiene por objetivo comprender los roles de género y sus transformaciones en
la agricultura familiar, particularmente en el segmento dedicado a la horticultura y
hegemonizado por la comunidad migrante boliviana. Nos proponemos analizar los roles
ocupados por las mujeres en las economías campesinas de subsistencia en Bolivia, y sus
continuidades y transformaciones al migrar hacia la horticultura comercial intensiva en
Argentina. Abordamos el caso de las mujeres que viven y trabajan en el cinturón hortícola
de La Plata, a través de un análisis longitudinal basado en la reconstrucción de sus
trayectorias familiares, laborales y migratorias. El marco temporal abarca desde 1990
hasta la actualidad, tomando como referencia el momento en que inicia la migración de
las entrevistadas hacia este país. Se trata de una investigación cualitativa en la cual
realizamos entrevistas biográficas y observación participante en el marco de las “rondas
de mujeres”, espacios de participación para las agricultoras y de reflexión sobre
cuestiones de género. Los principales aportes se basan en la visibilización de un sujeto
históricamente invisibilizado en los estudios rurales, recuperando el género como
dimensión constitutiva de las formas de producción familiar, indagando en las formas de
conciliación, las negociaciones al interior de la familia y el rol que juega la comunidad
transnacional en ese proceso.

Palabras clave
Agricultura familiar – Género – Migraciones – Trayectorias

ABSTRACT
This work aims to understand the transformations in gender roles and relationships in
family farming, particularly in the segment dedicated to horticulture and hegemonized by
the Bolivian migrant community. We intend to analyze the roles occupied by women in
the subsistence peasant economies in Bolivia, and their continuities and transformations
by migrating towards intensive commercial horticulture in Argentina. We address the
case of women who live and work in La Plata’s horticultural belt, through a longitudinal
analysis based on the reconstruction of their family, labor and migratory trajectories. The
time frame covers from 1990 to the present, taking as reference the moment in which the
migration to Argentina of the interviewees begins. It is a qualitative research in which we
carry out biographical interviews and participant observation within the framework of the
"women's rounds", participation spaces for women farmers and reflection on gender
issues. The main contributions are based on the visibility of a historically invisible subject
in rural studies, recovering gender as a constitutive dimension of family work,
investigating the forms of conciliation, negotiations within the family and the role that
the transnational community plays in that process.

Key words
Family farming – Gender – Migration – Trajectories

7
INTRODUCCIÓN
Este trabajo pretender ser un aporte desde la investigación académica a los cambios
sociales que viene dando el movimiento feminista en los últimos años por la construcción
de la igualdad de géneros y un mundo más justo, denunciando la violencia contra las
mujeres y la invisibilización del aporte del trabajo doméstico y de cuidados para
garantizar la sostenibilidad de la vida.
Reclamos como la violencia de género, los femicidios o la legalización del aborto, que
tienen larga data en la agenda feminista, han alcanzado en los últimos años, tanto en
Argentina como en el resto del mundo, cierta visibilidad en los medios de comunicación,
consensos en la sociedad como temas relevantes y ciertos compromisos políticos para ser
abordados desde la legislación2. Por otro lado, las desigualdades en el ámbito de la
economía (sobre todo las discusiones sobre la distribución de las cargas de trabajo y las
brechas salariales entre varones y mujeres), son un tema en el que, consideramos, aun
persisten resistencias para discutirlo abiertamente3, y existe una falta de información y de
legislación con perspectiva de género que permita abrir debates y generar
transformaciones al respecto.
Replicando las tendencias a nivel mundial y latinoamericano, la última Encuesta
Permanente de Hogares de Argentina (EPH) (tercer trimestre de 2018) arroja datos sobre
una masculinización del mercado de trabajo, en el cual la tasa de actividad y la tasa de
empleo de los varones supera en 20 puntos la de las mujeres. Esto se debe
fundamentalmente al gran porcentaje de mujeres en edad laboral que permanecen en el
hogar realizando tareas domésticas no remuneradas. Por otro lado, dentro de la población
económicamente activa, las mujeres presentan las tasas más altas de desocupación y
subocupación (3 puntos y 5 puntos respectivamente). Es decir, quisieran trabajar (o
trabajar más) pero no consiguen empleo en el mercado de trabajo.
Sin embargo, sabemos que el acceso de las mujeres al mercado de trabajo no garantiza
una mayor autonomía para ellas ni la democratización de las tareas de cuidados, sino que
muchas veces les genera una sobrecarga de trabajo (lo que llamamos “doble jornada
laboral”). Una encuesta sobre trabajo no remunerado y uso del tiempo realizada en
Argentina en 20134 demuestra que las mujeres son responsables por el 76% del trabajo
doméstico, frente al 24% que es realizado por los varones, y asimismo ellas dedican más
tiempo al cuidado de personas o al apoyo escolar.

2
La marcha #NiUnaMenos en 2015, ha generado debates abiertos en distintos ámbitos de la sociedad y
campañas de concientización respecto de la violencia hacia las mujeres, el acoso callejero, el abuso y los
femicidios. Otro ejemplo, es la última presentación del proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del
Embarazo en 2018, que generó una apertura social al debate sobre el tema (respecto del cual hay varias
posiciones) inédito en el país, y su aprobación en la cámara de diputados del Congreso (posteriormente fue
rechazada en senadores).
3
Partiendo por las dirigencias empresariales, sindicales y políticas, que son conducidas en una amplia
mayoría por varones. Por caso, la ley Nº25.674 de Cupo sindical femenino del año 2003 establece que cada
unidad “(…) deberá contar con la participación proporcional de mujeres delegadas en función de la cantidad
de trabajadores de dicha rama o actividad” y que “la representación femenina en los cargos electivos y
representativos de las asociaciones sindicales será de un mínimo del 30% cuando el número de mujeres
alcance o supere ese porcentual sobre el total de los trabajadores.” Fuente:
http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/verNorma.do?id=80046 (última visita 11/03/2019)
4
https://www.indec.gob.ar/nivel4_default.asp?id_tema_1=4&id_tema_2=31&id_tema_3=117 (última
visita 11/03/2019)

8
Por otro lado, en términos de ingresos, la misma EPH nos muestra que las mujeres
perciben ingresos que, en promedio, son un 26,2% menores que los de los varones. Si
esta información se desagrega, observamos que las trabajadoras no registradas perciben,
en promedio, un 37,2% menos que los varones no registrados. Es decir, que la brecha de
género se amplía para quienes tienen peores condiciones de trabajo. Y del mismo modo,
la brecha se incrementa en los puestos de trabajos menos calificados, alcanzando el 38,6%
(frente al 20,4% para puestos profesionales).
Considerando el nivel educativo, encontramos que las mujeres ocupadas están, en
promedio, más formadas que los varones que participan en el mercado de trabajo; pero a
igual nivel educativo, los ingresos laborales de las mujeres trabajadoras son inferiores a
los de los varones. Esta diferencia de ingresos es del 26,9% para las de nivel
universitario/superior, y del 46,2% para las que cuentan con nivel primario.
Según el análisis de los datos realizado por el colectivo economía femini(s)ta5, gran parte
de la brecha está explicada por la cantidad de horas dedicadas al trabajo remunerado. Es
decir, las mujeres se emplean en el mercado, en promedio, menos horas que los hombres
y esto explica una parte importante de por qué perciben menores ingresos mensuales.
Ahora bien, si retomamos la encuesta sobre trabajo no remunerado y uso del tiempo,
vemos que las mujeres dedican un 75% más de tiempo al trabajo doméstico que los
varones, mientras que ocupan los deciles de menores ingresos de la sociedad.
Desde 2017, el 8 de marzo cobra fuerza a nivel global como Paro Internacional de
Mujeres bajo la consigna “Nosotras movemos el mundo, nosotras lo paramos”,
procurando visibilizar las desigualdades existentes y generar nuevos consensos sobre la
necesidad de discutir la forma en que se concilia socialmente trabajo productivo y
reproductivo. Este debate no puede darse sin repensar de conjunto las formas en que se
articulan producción y consumo en un mundo capitalista globalizado, que tiende a ampliar
las brechas de desigualdad social y genera un nivel de apropiación y destrucción del
planeta y la naturaleza que es, cuanto menos, inquietante.
La economía feminista, como programa académico y también en el marco de los
movimientos sociales y el activismo político, ha venido desarrollando conocimientos y
propuestas en torno de nuevas formas de analizar la relación entre economía y sociedad,
contemplando las relaciones de género, las formas en que estamos en el mundo y que
reproducimos la vida, y no únicamente las relaciones de producción, el crecimiento
económico o la acumulación de capital. Esta perspectiva de sostenibilidad de la vida
(Carrasco, 2003), que pone los cuidados y las necesidades humanas en el centro, viene
teniendo gran repercusión en distintos ámbitos, con muchas mujeres académicas y
activistas como referentes de este movimiento dentro del feminismo a nivel mundial.
En América Latina, por otra parte, la mirada se complejiza debido a la heterogeneidad
estructural de la población de los distintos países de la región, y “el punto de partida para
hacer economía feminista no puede ser otro que el reconocimiento de que las diferencias
de género no existen en el vacío, y que mujeres y varones atraviesan (sufren, aprovechan,
reproducen, superan) las desigualdades estructurales (clase, etnia) de manera desigual”
(Esquivel, 2016, p. 110).
Uno de los desafíos para impulsar consensos a nivel social y políticas públicas que
reviertan esta situación, es generar relevamientos, conocimientos, investigaciones e
informes que visibilicen y valoren la participación de las mujeres en la economía y su

5
http://economiafeminita.com/la-desigualdad-de-genero-se-puede-medir-3/ (última visita 11/03/2019)

9
aporte al bienestar de la población y a la reproducción de la vida, tanto en tareas
productivas como mediante los esfuerzos puestos en los cuidados. Esta investigación se
orienta en ese sentido, abordando particularmente la realidad de las mujeres agricultoras
que viven y trabajan en un sector productivo clave de la economía argentina, no sólo por
el nivel de recursos económicos que moviliza, sino sobre todo por su función social. Nos
referimos a la producción de alimentos para el consumo en fresco, en el cinturón hortícola
que se encarga de proveer diariamente de frutos y verduras al conglomerado urbano más
densamente poblado del país (donde viven más de 14 millones de personas, es decir, 1/3
de la población total). El cinturón verde de la ciudad de La Plata, ubicado al sur del área
metropolitana de Buenos Aires (ver mapa Nº1), es una de las regiones productoras de
hortalizas más grande y con mayor productividad de Argentina, donde viven y trabajan
más de 4000 familias. La modalidad de trabajo es fundamentalmente con mano de obra
familiar, aunque también existen establecimientos medianos o grandes que contratan
fuerza de trabajo asalariada.
Mapa Nº1: Área Metropolitana de Buenos Aires y aglomerado del Gran La Plata

Fuente:
https://es.wikipedia.org/wiki/Gran_Buenos_Aires#/media/File:Mapa_de_la_Gran_Buenos_Aires.svg
(última visita 10/03/2019)

La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y localizada 60 km al sur de la Ciudad


Autónoma de Buenos Aires, es el partido con mayor volumen de producción hortícola
intensiva de esta región, con más de 6.000 hectáreas en actividad y alrededor de 3.000
establecimientos productivos (Andrada, 2018; Miranda, 2017; Pineda, 2014) que
abastecen diariamente los mercados concentradores del gran Buenos Aires. Además,
destaca por ser una actividad muy demandante de fuerza de trabajo, empleando, en

10
promedio, 1,5 personas por hectárea a campo y hasta 4 bajo invernaderos6. Según
estimaciones del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), la horticultura
platense genera anualmente alrededor de 18.200 puestos de trabajo directo e indirecto7
(Fortunato, 2015 en base a INTA, 2011).

La horticultura (como en general las actividades agrícolas intensivas y no tecnificadas)


se caracteriza por ser altamente demandante de mano de obra, pero ésta es poco calificada,
mal remunerada y contratada bajo condiciones de mucha precariedad laboral (en términos
de seguridad social, extensión de la jornada de trabajo, períodos de descanso, continuidad
en el puesto, etc.). En consecuencia, esta demanda es satisfecha por trabajadores y
trabajadoras migrantes, que llegan desde su país de origen en busca de mejores horizontes
laborales y dispuestos/as a tolerar condiciones que los/as nativos/as no aceptarían8. En
Argentina, la horticultura es un nicho laboral ocupado principalmente por migrantes
bolivianos/as de origen campesino, y a diferencia de otros lugares del mundo donde la
tendencia es hacia la concentración de las unidades productivas en grandes empresas con
trabajadores/as asalariados/as (Da Silva, Gómez, & Castañeda, 2010), aquí predominan
las unidades familiares de pequeña escala, en la cual muchos y muchas migrantes han
conseguido, después de un tiempo de permanencia en la actividad, desarrollar
emprendimientos productivos propios a través del arrendamiento o compra de las tierras.
Paradójicamente, este ascenso social que les convierte en pequeños/as productores/as
(con aporte de la propia fuerza de trabajo y la de su familia), no revierte las condiciones
de explotación, precariedad e informalidad que caracterizan a este mercado laboral,
manteniendo a muchas familias en situación de pobreza y marginalidad.
La desvalorización del trabajo rural y la segmentación étnica del mercado de trabajo
hortícola en Argentina, que ya ha sido ampliamente estudiado desde la sociología rural,
nos ha llevado a preguntarnos, atendiendo al tema de la desigualdad de género que nos
preocupa, por la particular forma en que se estructuran las relaciones de género en este
sector productivo, atravesadas por la experiencia migratoria y las particularidades de la
comunidad transnacional boliviana.
Las formas patriarcales de dominación permean la sociedad mediante estructuras
mentales, formas de organización del trabajo y la familia, y estereotipos de lo que es ser
varón y ser mujer que, como siempre fueron así parece que nunca podrían ser cambiados.
En consecuencia, definimos realizar un estudio cualitativo y longitudinal a través de
historias de vida, que nos permitiera comprender desde la infancia campesina de estas
mujeres agricultoras cómo determinados roles productivos y domésticos se han
perpetuado en el tiempo o si, por el contrario, el hecho de haber migrado y cambiado
sustancialmente la forma de producir, han tenido un impacto en la transformación de las

6
Esto contrasta con la agricultura extensiva, donde el promedio es 1 persona cada 100 hectáreas (Fortunato,
2015, p. 5).
7
“(…) se estima que se generan en el CHP alrededor de 2.910.000 de jornales/año en explotaciones
familiares y 3.402.000 jornales/año en mano de obra contratada, lo que equivale a unos 12.330 empleados
y 9.700 trabajadores familiares. (…) Debe señalarse además, que la actividad hortiflorícola genera también
un importante número de empleos indirectos en la comercialización, provisión de insumos, servicios varios,
etc. En síntesis, se estima que el sector productivo genera en el AMBA más de 5.000.000 jornales/ año, lo
que equivale a alrededor de 18.200 personas que en forma anual, directa o indirectamente, encuentran su
fuente de trabajo en esta actividad productiva.”(Fortunato, 2015, p. 5)
8
Esto no sólo sucede en Argentina, sino que se replica con características similares en distintos países
(como México, Australia, Estados Unidos, España).

11
relaciones de género. Asimismo, entendiendo que estos roles son construcciones sociales,
analizar las particularidades que los mismos asumen para el sujeto bajo estudio.
En la horticultura (y como sucede en otras producciones intensivas con mano de obra
familiar), nos encontramos con la particularidad de que las unidades productivas se
configuran como unidades de producción y reproducción. Esto quiere decir que no hay
límites claramente definidos entre una y otra esfera, ya que la vivienda se localiza en el
mismo predio que la parcela productiva, y la familia funciona como un “equipo de
trabajo” para garantizar tanto el trabajo de la tierra como la reproducción del grupo
familiar. En este contexto, el aporte de trabajo de mujeres y jóvenes a la economía familiar
generalmente es invisibilizado detrás de la figura del “productor” como jefe de familia y
principal responsable de la actividad económica. Esta tendencia se reproduce tanto en la
cotidianeidad de la producción hortícola, como en muchos estudios académicos, que
abordan al grupo familiar como una unidad en la que todos/as colaboran para garantizar
la producción y la reproducción, opacando las relaciones de poder que se reproducen al
interior del mismo.
La forma de acercarnos a las horticultoras y construir los vínculos de confianza necesarios
para realizar la investigación fue a través de la observación participante en las “rondas de
mujeres”, un espacio de encuentro, formación y discusión sobre género para agricultoras
organizadas en el Movimiento de Trabajadores Excluidos - Rama Rural (MTE Rural).
Todas las productoras contactadas, en consecuencia, han participado de dichas reuniones
y entendemos que han realizado previamente a la situación de entrevista, en alguna
medida, un proceso reflexivo sobre su propia condición como mujeres rurales. Esto
probablemente forma parte de las debilidades de la investigación, ya que se trata de un
grupo particular, representativo del universo de productoras hortícolas de la región en su
trayectoria familiar, laboral y migratoria, aunque no así en las formas en que han
transitado la reflexión sobre las relaciones de género y emprendido algunos cambios al
respecto. No obstante, entendemos que también representa una de las potencialidades del
estudio, ya que habilitó un contacto fluido y sostenido en el tiempo con las productoras,
y al mismo tiempo nos permite analizar una de las estrategias orientadas a revertir las
desigualdades de género en el territorio desplegadas por un actor relevante9. En ese
sentido, entendemos que el abordaje de este grupo específico de productoras hace visible
algunos horizontes de cambio que podrían, con el tiempo, extenderse a más familias
agricultoras.
Procurando responder a los interrogantes planteados, como objetivo general de la
investigación nos propusimos conocer y analizar los roles ocupados por las mujeres en
las economías campesinas de subsistencia en Bolivia, y sus continuidades y
transformaciones al migrar hacia la horticultura comercial intensiva en Argentina.
Definimos como marco temporal el período que abarca desde la década de 1990 hasta la
actualidad, tomando como punto de partida el momento en que inicia la migración de las
entrevistadas hacia este país10.
A partir de este objetivo general, delimitamos los siguientes objetivos específicos:

9
El MTE agrupa a más de 3000 horticultores y horticultoras en la región bajo estudio.
10
Esto coincide tanto con el momento de profundización de políticas neoliberales en Bolivia (con
consecuencias de expulsión de la población rural más vulnerable), como también con el período en el que
se consolida la inserción de la comunidad boliviana en el cinturón hortícola platense (fines de los ’90 e
inicios de los años 2000).

12
1. Comprender las formas de organización del trabajo y las relaciones de género
establecidas al interior de las familias campesinas en Bolivia, a través de la
reconstrucción de las condiciones de vida y de trabajo en la familia de origen de
las entrevistadas.
2. Reconstruir las trayectorias laborales y migratorias de las entrevistadas,
identificando patrones comunes en la experiencia de inserción laboral de las
mujeres bolivianas como migrantes internas (del campo a la ciudad), y como
extranjeras en Argentina.
3. Analizar las formas de organización del trabajo y las relaciones de género
establecidas al interior de la familia en la horticultura platense, identificando
continuidades y transformaciones respecto de las economías campesinas de
subsistencia.
4. Indagar en la forma en que es y ha sido vivida la maternidad por las agricultoras
familiares, analizando continuidades y transformaciones respecto de la
experiencia maternal de la generación anterior (sus madres) y de la propia infancia
respecto de las formas actuales de crianza.
5. Analizar las transformaciones en las relaciones de género mencionadas y
percibidas a partir del proceso reflexivo desencadenado en las rondas de mujeres
de las cuales las entrevistadas participan, en el marco de una organización gremial
de pequeños/as productores/as de la que forman parte en La Plata.
En función de este orden analítico, la tesis está estructurada en 4 capítulos que se suceden
de la siguiente manera:
En el capítulo 1 presentamos los antecedentes bibliográficos sobre horticultura, género
en los ámbitos rurales y migraciones, que nos permitieron abrir la mirada respecto de la
pregunta formulada inicialmente, conociendo los trabajos previamente realizados y
estableciendo conexiones entre los mismos para abordar de manera particular el territorio
hortícola que analizamos. También incluimos los principales recortes conceptuales que
tomamos para realizar la construcción analítica de esta investigación, donde definimos
(entre otros) términos como economía campesina, los procesos de movilidad social,
migración transnacional, agricultura familiar, género, interseccionalidad y
empoderamiento. Finalmente presentamos las consideraciones teórico-metodológicas
respecto de la forma en que realizamos el trabajo de campo para producir los datos y el
posterior análisis de los mismos.
El capítulo 2 hace referencia al mundo campesino, las migraciones internas en Bolivia y
la migración internacional a la Argentina. Inicialmente presentamos, a modo contextual,
la historia y estructura socio-económica de Bolivia, y algunas reflexiones sobre la
construcción de una cultura migratoria en ese país. Luego entramos en el análisis de las
infancias campesinas, donde abordamos las condiciones de vida, las formas de
organización del trabajo y las relaciones de género en la familia de origen de las
entrevistadas. A continuación, describimos su primera experiencia migratoria, en la cual
de manera estereotipada las jóvenes campesinas se insertan a trabajar como empleadas
domésticas en distintas ciudades de Bolivia. Para finalizar, realizamos un análisis de la
migración internacional y el paso por distintas provincias de Argentina hasta llegar a La
Plata, donde abordamos la manera en que las mujeres enfrentan las tensiones propias de
la migración como proyecto individual y como proyecto colectivo “trasnacional” y
familiar.

13
En el capítulo 3 nos adentramos en conocer la vida de las mujeres como “quinteras11” a
partir de su arraigo en el cinturón hortícola de La Plata. Para comenzar introducimos la
historia de conformación de esta área hortícola y sus principales características socio-
económicas y productivas. Luego, en el segundo apartado analizamos las formas de
organización del trabajo y las relaciones de género en la horticultura platense, incluyendo
temas como la relación entre trabajo productivo y reproductivo en las quintas hortícolas;
la estrategias desplegadas por las familias (y la comunidad boliviana) para alcanzar la
movilidad social en Argentina y la manera particular en que estas mujeres participan de
dicho proceso; y las formas de conciliación del trabajo y la negociación al interior de la
familia. En el tercer apartado abordamos específicamente el tema de la maternidad, donde
incorporamos las experiencias personales de distintas entrevistadas y su forma de vivir la
maternidad siendo agricultoras, las diferencias y continuidades con la experiencia de sus
madres y el modo en que resignifican su propia infancia a través de la crianza.
En el capítulo 4 presentamos la experiencia de las rondas de mujeres y un análisis de las
transformaciones identificadas en las formas de autopercibirse y de posicionarse de las
productoras en distintos ámbitos, entendidas como un proceso de empoderamiento fruto
de la reflexión colectiva sobre la desigualdad de género. Incorporamos tanto las
observaciones registradas en las rondas como los relatos de las entrevistadas sobre esa
experiencia.
La tesis finaliza con las reflexiones finales, donde presentamos los principales hallazgos
y aportes de este trabajo al campo de los estudios sociales agrarios, así como posibles
líneas de análisis que puedan profundizarse en futuras investigaciones.
En cada apartado analítico, la narración va intercalando la historia de vida de alguna de
las entrevistadas con elementos conceptuales e históricos propios del ejercicio intelectual
y con crónicas sobre algunas instancias de discusión de las rondas de mujeres de las que
participamos, y donde las productoras reflexionaron de manera colectiva sobre su propia
condición y experiencia como trabajadoras rurales, migrantes, esposas, madres, hijas,
militantes, entre otras.
La investigación fue realizada mediante una intensa revisión bibliográfica en la literatura
especializada sobre horticultura, género en los ámbitos rurales, economía feminista y
migraciones; y una estrategia cualitativa de construcción de los datos. Para ello
combinamos la realización de entrevistas biográficas a 10 horticultoras (al menos dos
encuentros con cada una, donde indagamos en sus trayectorias familiares, laborales y
migratorias), con observaciones participantes en 20 rondas de mujeres. En las mismas
formamos parte de múltiples discusiones con las entrevistadas y con otras productoras,
sobre distintos temas relacionados con sus historias de vida, sus inquietudes, temores,
anhelos y deseos, atravesados por su forma de auto-percibirse como mujeres.

11
“Quinteras” o “quinteros” hace alusión a que trabajan en la “quinta”, que es como se denomina a las
unidades productivas dedicadas a la horticultura en la región. Este concepto aparecerá repetidamente a lo
largo del trabajo. Podría ser un equivalente de lo que es la chacra para los “chacareros”.

14
Capítulo 1. Antecedentes, marco teórico y metodología de la
investigación
Introducción
En este capítulo presentamos, en primer lugar, la revisión bibliográfica de la literatura
especializada que consultamos para profundizar en el tema de nuestro interés y construir
la pregunta de investigación sobre las relaciones y roles de género en el sector de la
horticultura familiar, hegemonizada por la comunidad migrante boliviana. La exposición
está organizada en función de tres ejes analíticos que articulan distintos autores y
perspectivas teóricas. Estos ejes son: producción hortícola en Argentina, relaciones de
género en los ámbitos rurales y migraciones internacionales. Partiendo de estos
antecedentes introducimos el marco conceptual que da cuerpo al análisis de la
investigación, hilando las relaciones entre los tres ejes temáticos en función de la pregunta
y los objetivos planteados. Mediante estos ejes nos proponemos comprender las
continuidades y transformaciones en los roles de género entre la economía campesina y
la horticultura comercial, ligadas a través del proceso migratorio. Finalmente,
presentamos la metodología, donde incluimos tanto la perspectiva teórica-epistemológica
desde donde nos ubicamos para construir el conocimiento sociológico, como las distintas
estrategias que desplegamos para realizar el trabajo de campo y producir las fuentes
primarias de información. Incluimos además algunas consideraciones éticas respecto del
proceso de investigación, y una exposición de la manera en que construimos la muestra y
realizamos el análisis de los datos.

1. Antecedentes sobre horticultura, género en los ámbitos rurales y


migraciones
Existe una amplia literatura que ha analizado los sistemas de producción hortícola en
Argentina y sus transformaciones, como también particularmente el cinturón hortícola de
La Plata, ya que se configura como uno de los más importantes por su nivel de
productividad, competitividad y densidad de establecimientos a nivel nacional.
El trabajo en el sector hortícola se caracteriza por el uso intensivo de la mano de obra,
por ser un trabajo mal referenciado (monótono, duro, mal pago), generalmente rechazado
por los/as trabajadores/as locales y que acaba absorbiendo un gran flujo de trabajadores/as
migrantes, quienes salen de sus países en busca de mejores condiciones y toleran
situaciones de explotación que la población nativa no admitiría12 (Carrasco Carpio, 1999).
En general, entonces, la mano de obra que se ocupa en horticultura es migrante y aporta
a la competitividad a través de la superexplotación (Marini, 1973). Otra característica
clave es su dependencia de la fuerza de trabajo (por la cantidad demandada y por el aporte
que ésta hace a la competitividad), lo que se transforma en un arma de doble filo, en la
medida que deriva en una limitante para la expansión de la actividad (García, 2013).
Los primeros migrantes dedicados a la actividad en Argentina provienen de ultramar,
siendo campesinos pobres de Europa (Italia, España, Portugal) quienes se asientan
durante las primeras décadas del siglo XX en la periferia de los principales centros
urbanos del país para la producción de alimentos frescos. En la actualidad son migrantes

12
En palabras de Aragón (1993, en Carrasco Carpio, 1999, p. 64) “sin inmigrantes, los invernáculos o
cualquier agricultura intensiva tiene un futuro más que incierto”.

15
de países limítrofes, en su gran mayoría de origen boliviano, quienes hegemonizan la
provisión de fuerza de trabajo y algunos nichos clave en la cadena hortícola (Benencia,
2012b). Desde los años ’70 se registra su llegada a las provincias del norte de Argentina,
mientras a partir de mediados de los años ’80 se insertan con fuerza en la provincia de
Buenos Aires. Benencia sostiene que es a partir de la constitución de enclaves étnicos en
distintos territorios de Argentina, que se da este avance de las familias bolivianas tanto
en la producción como en la comercialización hortícola. Este proceso en el cual las
familias bolivianas comienzan a jugar un papel decisivo en torno a la producción de
alimentos en las regiones periurbanas también ha sido definido como la “bolivianización
de la horticultura” (Benencia, 2006; Barsky, 2008). Cabe destacar que este fenómeno en
la región platense que es de nuestro interés se desarrolla más tardíamente, a partir de la
década del ’90 (García & Lemmi, 2011).
Desde los trabajos pioneros de Ringuelet (1991) y Benencia (1996, 1997) refiriéndose a
las formas de trabajo en la horticultura y al incipiente rol protagónico de los horticultores
de origen boliviano, en la última década se han multiplicado los estudios científicos
avocados a comprender este fenómeno en las distintas regiones del país como Tucumán
(A. I. Rivas & Natera Rivas, 2007; F. Rivero Sierra, 2008), Rosario (Rosenstein &
Cittadini, 1998), Córdoba (Benencia, Ramos, & Salusso, 2016; Pizarro, 2011b), Mar del
Plata (Bocero & Prado, 2007), el Valle Medio del Río Negro (Abarzúa & Brouchoud,
2014; Ciarallo & Trpin, 2015) o Chubut (Owen, Hughes, & Sassone, 2007).
Al mismo tiempo, existen líneas de investigación que abordan estos procesos de
transformación en la horticultura desde muy diversos enfoques: desde el análisis de la
dinámica de los mercados de trabajo y la movilidad social (Benencia & Quaranta, 2006b;
Ferroni, 2010), las transformaciones tecnológico-productivas (Cieza, 2006; García,
2011a; Souza Casadinho, 2012; Villulla, 2006), las formas de acceso a la tierra (García,
2008), la construcción de los territorios periurbanos hortícolas (Barsky, 2005; García &
Lemmi, 2011) o los instrumentos de intervención estatal allí desplegados (Feito, 2007;
Hang et al., 2015; Seibane, 2013), hasta la cuestión migratoria (Feito, 2013), la
discriminación y la xenofobia (Pizarro, 2007), o la construcción de saberes en horticultura
(Castro, 2016; Criado, 2015). Vale destacar que la mayoría de estos trabajos se encuentran
arraigados empíricamente en el área metropolitana de Buenos Aires, respondiendo tanto
a la centralidad político-económica de esta región del país, como a la alta densidad
poblacional que allí reside.
Uno de los principales antecedentes, y que resulta de interés para el tema que queremos
abordar en este trabajo, es el proceso de movilidad social experimentado por las familias
bolivianas de origen campesino a partir de la migración hacia la Argentina y en su
posterior inserción en la actividad hortícola. Teóricamente se inserta en los estudios que
analizan las transformaciones del desarrollo capitalista en el agro, y fundamentalmente
los procesos de acumulación y capitalización que históricamente han puesto en cuestión
la persistencia del campesinado como sujeto social agrario (Archetti & Stölen, 1975;
Murmis, 1991; Posada, 1996).
El proceso de diferenciación de las familias campesinas bolivianas como productoras
integradas a los mercados capitalistas en el área hortícola bonaerense, ha sido
caracterizado por Benencia (Benencia, 1997; Benencia & Quaranta, 2006b) describiendo
su paso de peones rurales a patrones “quinteros”, a través de la combinación de distintas
estrategias productivas y reproductivas que les permiten acumular capital para alcanzar
la autonomía como productores rurales y el control de los medios de producción. El
concepto acuñado para describir dicho proceso ha sido el de “escalera boliviana”, en el

16
que los distintos escalones (trabajador-peón, trabajador-mediero, productor-arrendatario,
productor-propietario) suponen posiciones y estrategias diferenciadas en relación a los
factores productivos (tierra, trabajo, capital).
En continuidad con esa línea de análisis, García (2011b) señala que las estrategias de
acumulación de capital de las familias bolivianas en la horticultura platense combinan
elementos capitalistas (como la contratación de fuerza de trabajo asalariada o en mediería,
la inversión de capital para implementación de tecnología o el avance hacia tareas de
comercialización) con la persistencia de elementos campesinos. Entre éstos se destaca
principalmente la utilización predominante de fuerza de trabajo familiar (no remunerada)
y la autoexplotación; y el llevar una vida austera basada en la contracción del consumo,
la producción de alimentos para el autoabastecimiento y la mantención de condiciones
precarias de infraestructura (principalmente las viviendas). Todo ello significa una fuente
de ahorro que les permite acumular capital para reinvertir en la producción y avanzar en
la escalera boliviana. Vale destacar que el proceso de movilidad social no es
exclusivamente ascendente, sino que en las trayectorias pueden observarse avances y
también retrocesos a eslabones anteriores, como consecuencia de inversiones fallidas o
como estrategias de resistencia frente a la crisis y contextos económicos adversos.
Llama la atención, sin embargo, que en estos análisis el lugar de la mujer y su rol en la
economía familiar aparece generalmente como el de ayudante o colaboradora, o
simplemente invisibilizado tras la idea de estrategias familiares, pero cuyo referente
empírico es, en definitiva, el productor jefe de familia.
En las revisiones bibliográficas hemos encontrado, en comparación, muy pocos estudios
que incorporen una perspectiva de género o que privilegien la comprensión de la
experiencia de las mujeres rurales o de las relaciones entre hombres y mujeres en la
horticultura. Esto se condice, a su vez, con que los estudios que abordan género y
ruralidad en términos generales son también escasos y puntuales. Sin embargo, cabe
destacar que, siguiendo el paso del movimiento feminista en la conquista de derechos e
igualdad entre varones y mujeres, son cada vez más los trabajos que incluyen la
perspectiva de género como un eje transversal en sus análisis. A continuación
presentamos algunos de los antecedentes que consideramos más relevantes sobre el tema.
Algunas de las pioneras en América Latina en producir conocimiento sobre las mujeres
rurales han sido Deere y León. Las autoras han abordado tanto el aporte realizado por las
mujeres a través del trabajo productivo y reproductivo (doméstico y de cuidados en
general) no remunerado en los hogares campesinos, para la acumulación de capital en las
economías periféricas (Deere, 1982), como la relación entre las formas de acceso a la
tierra (herencia, matrimonio, reforma agraria, derecho consuetudinario, mercado
inmobiliario) y la desigualdad de género. Sus estudios dan cuenta de cómo el acceso a la
tierra es una fuente fundamental de empoderamiento femenino, ampliando la autonomía
económica de las mujeres y mejorando sus condiciones de negociación al interior del
hogar (Deere & León, 2002, 2004), así como las condiciones de vida de todo el núcleo
familiar. Asimismo, sus aportes han sido de gran influencia en la incorporación de una
mirada de género en los programas de desarrollo en Latinoamérica, con el
empoderamiento de las mujeres como una forma estratégica de mitigar la pobreza rural.
En América Latina también se ha analizado el proceso de feminización de la demanda de
mano de obra agrícola, sobre todo en relación a los procesos de reestructuración
empresarial a partir de los años ’80, producto de las reformas estructurales del modelo
neoliberal cuya consecuencia directa fue el incremento de las tasas de pobreza rural
(Deere, 2005). Estas transformaciones, a la vez que impulsan la necesidad de los hogares

17
rurales de diversificar sus fuentes de subsistencia para hacer frente a la pobreza, entre las
cuales destaca la inclusión de la mujer en el mercado laboral; también imponen nuevos
criterios de calidad en sectores emergentes de la agricultura de exportación,
principalmente las frutas, hortalizas y flores. En una segmentación por género del
mercado de trabajo, las empresas buscan la contratación de mujeres para la realización de
tareas artesanales, asociándolas a cualidades y destrezas feminizadas como la agudeza
visual, el cuidado, la delicadeza y la paciencia. Numerosos estudios de caso indican cómo
la intensificación del proceso productivo, aumentando la demanda de mano de obra,
generó un acceso mayor de las mujeres al trabajo asalariado autónomo, lo cual significa
una mejoría en los procesos de empoderamiento; pero que en contrapartida los puestos de
trabajo destinados a ellas son siempre más flexibles y temporarios/estacionales que los
reservados para los hombres, dada la necesidad de conciliación entre trabajo productivo
y reproductivo en el hogar. Esto deriva en condiciones laborales más precarias, menores
remuneraciones y trayectorias inestables (Deere, 2005; Lara Flores, 1991). Algunos
ejemplos reconocidos son los trabajos de Lara Flores sobre la producción de hortalizas
frescas en México para la exportación hacia Estados Unidos (1992); sobre la
reestructuración agrícola que llevó a la diversificación de la fruticultura de exportación
en los Valles Centrales de Chile (1995), o sobre la floricultura en Colombia, que se
convirtió en los años ’80 en el segundo exportador mundial de flores (1998). En Brasil,
el caso paradigmático de esta reestructuración fue el Valle de San Francisco en la región
nordeste, con la irrupción de la vitivinicultura de exportación (Collins, 1993).
Por otro lado, una de las fuentes de visibilización de las problemáticas relacionadas con
las mujeres rurales a nivel mundial han sido los programas desplegados desde los
organismos internacionales de desarrollo (principalmente desde la Organización para las
Naciones Unidas y su sección específica para la alimentación y la agricultura - FAO). El
paradigma de Mujeres en el Desarrollo, impulsado desde los años ’70, se alejó de la
asociación de las mujeres únicamente en su rol de madres y responsables de la esfera
doméstica y reproductiva, reconociendo su capacidad como productoras rurales. La
recomendación era que los hogares rurales ganarían en productividad si las mujeres se
capacitaran y se insertaran en el mercado de trabajo. Sin embargo, al reconocerlas sólo
como recurso humano, dejó de lado las actividades doméstico-reproductivas que la
mayoría de ellas efectivamente asumen, significando con frecuencia una sobrecarga de
trabajo. Así, en una revisión de este último, desde mediados de los ‘80 el paradigma de
Género en el Desarrollo incorpora a los programas la necesidad de considerar y modificar
las relaciones entre varones y mujeres, para el logro de un desarrollo equitativo y
sustentable. Entre sus principales metas propone la promoción de procesos de
empoderamiento de las mujeres tanto a través del control de los factores productivos y
sus beneficios, como también de la mejora de su autoestima y de su participación en los
espacios de toma de decisión. Además, se plantea la sensibilización de los varones para
cuestionar los modelos culturalmente impuestos, y crear condiciones que permitan
renegociar el poder y mitigar la desigualdad de género (Fassler, 2007).
Si bien estas instituciones reproducen los postulados del cuestionado paradigma del
desarrollo13, dada su capacidad para producir información y para influenciar a los

13
Tras más de 50 años de políticas de “desarrollo” implementadas en América Latina y en el resto de los
países del “tercer mundo”, son muchos los autores y autoras que desde diversas miradas críticas analizan
cómo el paradigma del desarrollo funciona en estos países como un discurso de verdad que reproduce y
actualiza las formas coloniales de dominación. Los distintos organismos internacionales encargados de
promover el desarrollo sostienen la esperanzadora idea de que es posible, a través de las políticas públicas,

18
gobiernos de los distintos países, consideramos que han realizado aportes para visibilizar
las desigualdades en el mundo rural y proponer líneas de acción para revalorizar el lugar
de las mujeres y promover su empoderamiento (Ballara & Parada, 2009; FAO, 2011).
Uno de los principales problemas para efectivizar acciones que reviertan la desigualdad
es el sesgo de género de los instrumentos censales, y la consecuente subregistración
estadística del trabajo de las mujeres rurales, lo cual se traduce en una invisibilización de
sus aportes a la economía y sus problemáticas específicas. Las estadísticas oficiales
indican que en América Latina la participación de las mujeres en la agricultura es escasa,
alcanzando apenas el 20% del mercado de trabajo agrícola (FAO, 2011). Por lo tanto, se
indica que la mejora de la posición de las mujeres en la producción agropecuaria, en lo
que respecta al control de los medios de producción y el acceso a recursos (económicos,
productivos, financieros, tecnológicos, etc.) derivaría en una mejora en los indicadores de
rendimiento, seguridad alimentaria, nutrición y pobreza de los países en desarrollo. Así,
sugieren “eliminar todas las formas de discriminación de la mujer en el ámbito legal,
garantizar una mayor igualdad de acceso a los recursos, y que las políticas y programas
agrícolas tengan en cuenta la dimensión del género, así como hacer oír la voz de las
mujeres en la toma de decisiones a todos los niveles” (FAO, 2011, p. vii), no sólo como
forma de hacer justicia sino también como contribución al crecimiento económico y el
bienestar de sus familias, comunidades y países. Estas recomendaciones tienen que ver
con cerrar las brechas de género en el acceso a la tierra, en los mercados de trabajo rural,
los servicios financieros, y del capital social a través de la conformación de grupos de
mujeres (FAO, 2016).
En Argentina, un antecedente importante que describe la realidad de las mujeres rurales
desde una perspectiva de género es un estudio realizado desde el Ministerio de
Agricultura, en base al trabajo en territorio realizado desde el Programa de Desarrollo de
Pequeños Productores Agropecuarios (PROINDER) por la Secretaría de Agricultura,
Ganadería y Pesca con grupos de mujeres rurales desde 1989 (Biaggi, Canevari, & Tasso,
2007). El mismo, anclado desde la mirada del Género en el Desarrollo, da cuenta de las
condiciones de vida de las mujeres rurales de manera multidimensional, planteando las
principales problemáticas que las atraviesan, y que también forman parte del mundo de
representaciones y experiencias que conforman las trayectorias de las mujeres que
participaron de esta investigación.
Las autoras exponen por un lado la particularidad del trabajo doméstico y reproductivo
realizado por las mujeres rurales (Biaggi et al., 2007, p. 22). Como el hogar y la parcela
productiva generalmente se encuentran ubicadas en el mismo lugar, esto implica que
muchas tareas se superponen en tiempo y espacio, redoblando esfuerzos y
responsabilidades. Además, la propia dinámica de la vida en el medio rural supone la
realización de muchas tareas domésticas que de hecho son productivas (como buscar
agua, juntar leña, criar animales o cultivar y procesar alimentos). Por lo tanto su trabajo
es mucho más pesado que el de las mujeres urbanas, alcanzando unas 16-18hs por día,
aunque no es reconocido ni valorizado como tal. Además, el aislamiento que supone vivir
en ámbitos rurales acaba confinando a las mujeres al hogar, dado el difícil acceso a
dependencias públicas de promoción de la salud, la educación o la justicia, los mercados,

resolver los problemas del subdesarrollo latinoamericano. Sin embargo esto oculta, y corre del centro de la
escena, las relaciones de poder entre centro y periferia global, los conflictos y la dominación que
fundamentan el rol del Estado como garante del capitalismo; y mientras a nivel mundial la riqueza se
multiplica y la desigualdad se agrava, se suceden novedosas propuestas de desarrollo que son ofrecidas
como “la solución” a los problemas de la pobreza y la inequidad social (Manzanal, 2012, 2014).

19
los sistemas de transporte o los espacios de ocio y recreación. Por otro lado, el trabajo
productivo que realizan las mujeres, cuando se enmarca en la actividad familiar,
generalmente es considerado como una colaboración o una ayuda y no como trabajo
propiamente dicho. Si las mujeres trabajan a cambio de un salario, no siempre tienen el
control de los ingresos, los cuales son aportados al grupo familiar y administrados por los
hombres.
Por otro lado, la desigualdad de género no se expresa sólo en la dicotomía entre trabajo
productivo y trabajo reproductivo, sino que atraviesa distintas esferas de la vida cotidiana,
que van sumando dificultades para la constitución de las mujeres como sujetas autónomas
y en igualdad de condiciones (Biaggi et al., 2007, p. 31). En las zonas rurales, dado el
aislamiento y la menor infraestructura en comparación con las ciudades, estas dificultades
en general se agudizan. Uno de los principales problemas identificados por las mujeres
rurales tiene que ver con el acceso a la educación y a la salud. Ellas presentan
históricamente mayores índices de analfabetismo y menores grados de instrucción que
los varones, aunque esta tendencia se esté revirtiendo en las últimas generaciones. En
relación a la salud, la escasa información sobre sus cuerpos y su sexualidad, anclada en
mandatos religiosos y culturales, deriva en maternidades muy tempranas, lo cual se suma
a un alto índice de abandono por parte de los padres. El alcoholismo en el medio rural es
también planteado como un problema de salud pública, en la medida en que está
íntimamente asociado a la violencia hacia las mujeres, niños y niñas, pero se configura
como un tema tabú en las comunidades. La participación de las mujeres en grupos de
discusión ha sido identificado como el principal motorizador de cambios en las relaciones
familiares, en la medida en que ellas mejoran su autoestima, conocen sus derechos y se
animan a hablar; y al mismo tiempo impulsan el acompañamiento de casos de violencia
de otros hogares rurales y exigen justicia en los centros de salud, dependencias policiales
y judiciales.
A pesar de ser un tema poco explorado en general, encontramos algunos trabajos que han
abordado a partir de estudios de caso el lugar de las mujeres en el trabajo rural y las
relaciones de género en distintos sectores de la producción agropecuaria de Argentina.
Estos muestran, desde diferentes perspectivas, el lugar subordinado que ocupan las
mujeres en la familia rural y la invisibilización del aporte que ellas realizan, ya sea desde
la esfera productiva como en la reproductiva.
Para el proceso de feminización de la agricultura que describimos anteriormente, existen
algunos antecedentes que se refieren particularmente al caso argentino. Estos han
analizado, por ejemplo, la inserción asalariada de las mujeres en la fruticultura de
exportación del Alto Valle de Río Negro (Bendini & Bonaccorsi, 1998), y también la
vitivinicultura de exportación en la provincia de Mendoza (Mingo, 2014). A partir de
preguntarse por las inserciones laborales femeninas en el trabajo agrícola y agroindustrial
Mingo analiza la relación entre los roles de género difundidos en el medio rural
mendocino y los puestos de trabajo ocupados por las mujeres. La particularidad en este
caso tiene que ver con la asociación naturalizada entre trabajo asalariado femenino y las
tareas reproductivas culturalmente asignadas a las mujeres, interpretando formas de la
precariedad laboral (como la inestabilidad y los ciclos cortos de empleo) como una
“flexibilidad ventajosa”, que permite compatibilizar trabajo doméstico con trabajo
asalariado. En el mismo sentido pero analizando el mercado de trabajo frutihortícola, el
trabajo de Bocero y Di Bona (2013) sobre el periurbano marplatense, señala cómo “la
doble participación de las mujeres, como asalariadas y como principales responsables de
las tareas de cuidado y reproducción en sus hogares les propone una práctica permanente
de articulación entre espacios que presentan lógicas diferenciadas” (Bocero & Di Bona,

20
2013, p. 256) y condicionan su participación en el mercado de trabajo, delineando
trayectorias más inestables, estacionales y peor remuneradas. Además, coincidiendo con
(Mingo, 2011) develan cómo en las tareas agrícolas que les son asignadas “se espera que
las mujeres desplieguen aquellas características consideradas “naturalmente” femeninas
en sus puestos de trabajo. Esto es, “habilidades naturales”, que ubican a las mujeres en
tareas manuales, de escasa valoración por considerarse carentes de aprendizaje.” (Bocero
& Di Bona, 2013, p. 257). En consonancia con estos análisis, en un estudio sobre la oferta
y demanda de mano de obra agrícola en base a datos del Censo Nacional de Población,
Hogares y Viviendas del 2001, Quaranta señala que:
“La distribución de los asalariados agropecuarios según sexo evidencia, para el
conjunto, un predominio generalizado de la mano de obra masculina, con algunas
diferencias entre las regiones y en algunas provincias, donde se incrementa
levemente la participación de las mujeres. Estos valores demuestran, en términos
globales, la baja presencia de mujeres entre los trabajadores permanentes de la
agricultura de nuestro país, a la vez que reflejan la tendencia de la fuente a
subregistar el trabajo temporario donde es mayor la participación femenina.” (2010,
p. 21)
Por otro lado, también encontramos autoras que han incursionado desde una perspectiva
de género en el sector de la agricultura familiar capitalizada. Un trabajo clásico que
aborda las relaciones de poder y la desigualdad al interior de la familia y en la comunidad
rural (Stölen, 2004), anclado en las colonias agropecuarias del norte de la provincia de
Santa Fe, muestra cómo la división sexual del trabajo es estructurante en estas
explotaciones respondiendo a los estereotipos de varón/proveedor, mujer/ama de casa, y
que se perpetua más allá de las tranformaciones económicas y productivas de la región.
Su hallazgo radica en comprender que la desigualdad no se manifiesta ni es percibida
como una subordinación u opresión directa de un género sobre el otro, sino como una
relación jerárquica basada en una forma de hegemonía en la cual la mayoría de las
mujeres, si bien apreciarían algunos cambios en su cotidianeidad, se presentan satisfechas
con dicha situación. Esto tiene que ver con una ideología de género fundada en criterios
éticos y morales (como la decencia o el amor romántico) que ordena la sexualidad, el
matrimonio y la maternidad, y fortalece la posición de las mujeres en el ámbito familiar,
al mismo tiempo que mantiene el control de los medios y procesos de producción, los
ingresos y las instituciones en manos de los hombres. Por otro lado, Ferro (2002) desde
una mirada de la economía feminista realiza un análisis de este sector, para dar cuenta de
la participación de las mujeres en el boom sojero que experimentó el país desde la
agriculturización de la economía a partir de los años 1980. A través de encuestas de uso
del tiempo, entrevistas e interpretaciones censales procura hacer una contabilización del
trabajo no registrado (realizado por las mujeres en distintas esferas de trabajo directo
agrícola y trabajo rural no agrícola) como un activo en la producción agropecuaria sojera,
principal generador de divisas en la economía nacional.
Para las economías más típicamente campesinas del noroeste argentino, Cubiló (2018)
analiza las transformaciones de los espacios rurales y de los roles asignados a las mujeres
señalando, por un lado, la importancia del éxodo rural, con una presencia masculina
predominante en los campos dedicados a la ganadería, mientras las familias se trasladan
a los centros urbanos para mejorar su acceso a servicios públicos e infraestructura. El
desarrollo de servicios básicos como electricidad, telefonía y agua potable en las áreas
rurales dispersas mejoró además considerablemente la posición de las mujeres en el
hogar, aliviando las tareas asignadas al rol femenino. Por otro lado, se observa una
disminución en el número de hijos e hijas, un mayor acceso a la educación y una mayor

21
empleabilidad para las mujeres, quienes son más frecuentemente jefas de hogar. Si bien
se mantiene una jerarquía de género, basada en la subordinación e invisibilización del
trabajo de las mujeres, la autora aprecia un camino de superación de dicha desigualdad.
Para el sector de la agricultura familiar al que nos referiremos en este trabajo -la
horticultura periurbana- existen algunos estudios (Ataide, 2019; Bocero & Di Bona, 2013;
Insaurralde & Lemmi, 2018; Trpin & Brouchoud, 2014; Trpin, Rodriguez, & Brouchoud,
2017) que ya han incorporado una perspectiva de género en distintos territorios del país.
Son pocos y recientes los trabajos que exploran las relaciones de género y el lugar de las
mujeres en la horticultura platense (Camera, Murga, Palleres Balboa, & Ambort, 2018;
Insaurralde & Lemmi, 2018; Salva, 2013; Salva et al., 2008). Aquellos que pudimos
relevar incorporan, desde distintas perspectivas, una mirada ampliada de la noción de
trabajo, incluyendo tanto los trabajos productivos como reproductivos, y entendiendo las
formas adoptadas de organización del trabajo familiar como estructuradas por relaciones
de género. Así, todos ellos aportan a poner de manifiesto la desigual distribución del
trabajo entre varones y mujeres, dada la asignación de los trabajos productivos en la
quinta como responsabilidad primordial de los varones, frente a la responsabilización
exclusiva de los trabajos domésticos y reproductivos a las mujeres, aún cuando ellas
participan también del trabajo de la tierra.
Salva et al., (2008) lo hacen desde una perspectiva que relaciona los sentidos del trabajo
con las representaciones respecto del proceso salud-enfermedad, dando cuenta de la
mayor vulnerabilidad de las mujeres dada su mayor carga de trabajo no reconocida. Por
otro lado, Salva (2013) realiza un análisis en el cual pone de manifiesto la dimensión
afectiva y los padecimientos de las mujeres asociados a la asignación del trabajo
doméstico como un servicio familiar obligatorio y el no reconocimiento de su aporte y
capacidad para realizar el trabajo productivo.
En relación a la visibilización del trabajo realizado por las mujeres en las quintas
hortícolas del gran La Plata, Insaurralde y Lemmi (2018) dan cuenta de su participación
en actividades productivas, reproductivas y comunitarias, señalando la existencia de una
triple jornada laboral. El hecho de que la quinta y el hogar se encuentren en el mismo
lugar aporta a la invisibilización de las tareas realizadas por las mujeres, ya que su
esfuerzo se duplica al desplegarse en simultaneidad en tiempo y espacio. Por otro lado, y
en consonancia con Camera et al. (2018), la participación en grupos de mujeres orientados
al empoderamiento, a través del mejoramiento del autoestima femenina, el
reconocimiento de su propio trabajo y la posibilidad de expresarse, son mecanismos que
comienzan a contrarrestar las desigualdades de género en el hogar, en la producción y en
las organizaciones sociales de las cuales las productoras forman parte.
Por último, la condición migrante es uno de los factores que contribuyen a la desigualdad
social en contextos de exclusión, y que se constituye de manera recíproca o interseccional
con otras formas de la desigualdad, como la de género o la discriminación. En Argentina,
la migración limítrofe se ha desarrollado histórica y simbólicamente a partir de una
clasificación que atribuye una inferioridad racial y cultural a los pueblos originarios, y
que funciona como una discriminación negativa segmentando los mercados de trabajo y
asignándole a estos grupos los nichos laborales más desfavorables (Ataide, 2015, p. 48).
En ese sentido, existen investigaciones que vienen abordando las formas que asume la
desigualdad social en los procesos migratorios de la comunidad boliviana hacia
Argentina, considerando la intersección entre identidades migrantes, origen étnico,
desigualdad de género, y pertenencia de clase (Ciarallo & Trpin, 2015; Magliano, 2007,
2009; Mallimaci, 2012; Trpin & Brouchoud, 2014). Todas coinciden en la importancia

22
de considerar al género como un factor determinante y estructurante de las migraciones,
en tanto princio de organización social (Gregorio Gil, 2012) y como una forma de
deconstruir la mirada homogeneizante de los estudios migratorios, que reproducía un
orden social masculino centrado en la experiencia laboral/productiva (Trpin &
Brouchoud, 2014, p. 114).
La migración como un factor de cambio en las trayectorias puede generar nuevas
oportunidades de vida, procesos de movilidad social y de empoderamiento, aunque esto
no es una consecuencia lineal ni necesaria, y como observa Magliano (2007) para las
mujeres migrantes bolivianas, no necesariamente transforma las relaciones de género y
los esquemas culturales propios de la comunidad de origen. Resulta fundamental entonces
abandonar el etnocentrismo que considera que las sociedades de acogida ofrecen a las
mujeres de países pobres mejores condiciones para su liberación personal, ya que allí se
establecen relaciones más “modernas” (Gregorio Gil, 1998). Esto dependerá de la manera
en que se conjugan distintos factores de desigualdad que operan conjuntamente, como
puede ser la subordinación en el ámbito familiar, la discriminación por origen étnico y las
relaciones de explotación laboral.
Cabe señalar que todos los antecedentes consultados plantean como un problema la
escasez de datos estadísticos certeros sobre la inserción de las mujeres en el medio rural
y sus condiciones de trabajo. Coinciden en que existe una invisibilización de su aporte
como trabajadoras del campo, que cuando es registrado aparece como una “ayuda o
colaboración” a los jefes varones, y que también es necesario profundizar en visibilizar
la estrecha relación entre trabajo productivo y doméstico. Por ello, la mayoría de las
investigaciones apela a estudios de caso abordados con metodologías cualitativas,
privilegiando los análisis de trayectorias y las historias de vida para comprender y dar a
conocer, desde su propia voz, los lugares ocupados por las mujeres en la agricultura.
Siguiendo la misma línea, en este trabajo procuramos aunar los estudios de movilidad
social en la agricultura familiar con los aportes de la teoría feminista, para comprender
cómo se transforman los roles ocupados por las mujeres que migran desde el campesinado
boliviano a la horticultura platense, a través de un análisis que recupere sus historias de
vida, sus puntos de vista y sus vivencias en tanto mujeres rurales.

2. Marco teórico. Principales líneas conceptuales


En este apartado presentamos los principales conceptos teóricos que empleamos para
realizar el análisis de la investigación, basándonos en la combinación de diferentes
tradiciones interpretativas para poder dar lugar a una pregunta que es particular, ya que
conjuga, por una parte, los estudios sociales agrarios y la cuestión de la movilidad social
en ámbitos rurales, con los estudios de género y de economía feminista, atravesados por
el campo de las migraciones internacionales y el análisis de trayectorias.
Así, en primer lugar, retomamos algunas definiciones que permiten caracterizar a las
economías campesinas, y que nos ayudan a comprender el modo de organizar la
producción y la vida cotidiana en las comunidades de origen de las entrevistadas, en
distintos departamentos de Bolivia.
Luego presentamos el concepto de movilidad social y las formas de analizar los procesos
de capitalización y proletarización en el agro, lo que nos permite comprender las
características de la producción familiar en la que se insertan actualmente las familias
horticultoras que analizamos. Este pasaje de la agricultura de subsistencia a la horticultura
comercial no puede ser abordado sin incorporar al análisis las migraciones

23
internacionales, y principalmente la idea de comunidad transnacional, a través de la cual
explicamos la creciente hegemonía de la comunidad boliviana en la horticultura
argentina, en lo que caracterizamos como una economía de enclave en un mercado de
trabajo étnicamente segmentado.
Por último, el enfoque particular de nuestro análisis tiene que ver con adoptar una
perspectiva de género, analizando las relaciones de poder asociadas a la división sexual
del trabajo, para comprender los roles ocupados por las mujeres tanto en la economía
campesina como en la horticultura. Es a través del análisis de las trayectorias familiares
y laborales que podemos captar sus transformaciones a lo largo del tiempo.
Para caracterizar a la economía campesina retomamos el trabajo de Schejtman (1980)
quien, habidas cuentas de las discusiones entre campesinistas y descampesinitas en el
seno del marxismo europeo a comienzos del siglo XX; parte de la definición de que
allende del avance del capitalismo en el agro, el campesinado persiste manteniendo
características que le permiten relacionarse con las economías capitalistas de diferentes
maneras. Sus análisis se inspiran en la comprensión de la realidad latinoamericana, en la
cual no es posible replicar de manera lineal y binaria los procesos de desarrollo europeos
en el sentido de feudalismo/capitalismo o de tradicional/moderno, sino que por el
contrario persisten aquí formas de producir que combinan diferentes características y que
lejos de constituir anomalías explican justamente el desarrollo del capitalismo
dependiente y periférico.
Schejtman postula que
El concepto de economía campesina engloba a aquel sector de la actividad
agropecuaria nacional donde el proceso productivo es desarrollado por unidades de
tipo familiar con el objeto de asegurar, ciclo a ciclo, la reproducción de sus
condiciones de vida y de trabajo o, si se prefiere, la reproducción de los productores
y de la propia unidad de producción. (op. cit., p.123)
y determina una serie de características que definen a las unidades campesinas como tales,
diferenciadas, pero en relación con los mercados capitalistas. El carácter familiar de la
unidad productiva, indica que la unidad campesina es al mismo tiempo una unidad de
producción y de consumo “donde la actividad doméstica es inseparable de la actividad
productiva” (op. cit., p. 123). Ésta presenta un compromiso irrenunciable con la fuerza de
trabajo familiar, ya que su principal objetivo es, además de la reproducción del grupo
familiar, encontrar ocupación productiva para todos sus miembros. Por otro lado, la
intensidad del trabajo en la unidad campesina está dada por la relación entre la fuerza de
trabajo disponible y las necesidades de reproducción de la familia (en función del número
de consumidores que la unidad debe mantener). Así la “Ley de Chayanov” indica que
cuando las necesidades familiares están cubiertas por demás, el trabajo en la unidad
campesina disminuye, y por el contrario si hay más bocas para alimentar, el trabajo se
intensifica, más allá de los factores productivos (en este caso tierra) disponibles.
Las unidades campesinas no son autárquicas o aisladas de los mercados, pero su relación
con los mismos “se hace, en general, a partir de su condición de productor de valores de
uso y no de productos que a priori fueron definidos como mercancías” (op. cit., p. 128).
El acceso a los mercados es a través del intercambio o para el abastecimiento de
mercancías que ellas mismas no producen. Por otro lado, los ingresos generados en el
seno de la economía campesina son indivisibles en términos de salario, renta y ganancia
como en la contabilidad capitalista, sino que los mismos son contabilizados sumando los
esfuerzos colectivos y los ingresos monetarios y en especies obtenidos por el grupo

24
familiar. En ese sentido, en las unidades campesinas observamos el aprovechamiento de
fuerza de trabajo que no estaría en condiciones de valorizarse en otros contextos
productivos, como es el trabajo realizado por niños y niñas, personas mayores, o el trabajo
realizado en tiempos “sobrantes” por los/as trabajadores/as adultos/as. A esta fuente de
valorización del trabajo marginal y de sobreexplotación, se suman como estrategias de
persistencia de las unidades campesinas con muy bajos ingresos monetarios, tanto el
ahorro procedente de las jornadas de trabajo no remunerado realizado en el hogar, como
una peculiar internalización del riesgo y la incertidumbre, en la cual es preferible ganar
menos que arriesgarlo todo. La última característica de las unidades campesinas
corresponde a la pertenencia a un grupo territorial, dado que no pueden concebirse de
manera aislada o particular, sino que forman parte de un conjunto mayor inserido en un
determinado territorio, con el cual mantienen diversos intercambios mercantiles y extra-
mercantiles con mayor o menor nivel de reciprocidad.
Estas unidades establecen además distintos tipos de articulación con las economías
nacionales capitalistas en las que se insertan, principalmente en el mercado de productos
y en el mercado de trabajo.
La articulación asume la forma de intercambios de bienes y servicios (o, si se
prefiere, de valores) entre los sectores, intercambios que se caracterizan por ser
asimétricos y que conducen a transferencias de excedentes del sector campesino al
resto de la economía, como consecuencia de una integración subordinada del sector
de economía campesina al resto de los elementos de la estructura (agricultura
capitalista y complejo urbano-industrial). (op. cit., pp. 133-4)
Esta integración subordinada del campesinado (la cual no indicaría, sin embargo, su
inexorable desaparición, dada la persistencia de este sujeto agrario en todo el mundo, y
sobre todo en las sociedades latinoamericanas), se da fundamentalmente a través de la
provisión de productos y de fuerza de trabajo en los mercados a precios menores que los
que una empresa aceptaría, dada su lógica de supervivencia y reproducción del grupo
familiar y no de obtención de rentas o ganancias. Esto puede derivar, dependiendo del
contexto e influencia de las fuerzas sociales imperantes, en procesos de descomposición,
recomposición o persistencia de las unidades campesinas. La descomposición refiere al
“proceso que conduce a la pérdida progresiva de las posibilidades de sostenimiento, con
sus propios recursos, de la unidad familiar” mientras que la recomposición a “aquellos
procesos que reviertan la tendencia mencionada y a los que conduzcan a la creación de
unidades campesinas en áreas donde éstas no existían” (op. cit., p. 137).
Para el caso que analizamos, el campesinado boliviano ha atravesado un proceso de
descomposición en el cual, dadas las imposibilidades de permanecer en sus territorios con
acceso a la tierra para producir sus medios de vida en la agricultura, ni fuentes de empleo
que les permitan garantizar la subsistencia (como explicamos en el capítulo 2), una
porción de su población rural ha decidido migrar hacia otros países en busca de mejores
oportunidades de vida.
El país limítrofe de Argentina ha sido históricamente uno de los principales destinos de
la migración boliviana. Existen registros de flujos migratorios en ese sentido que datan
desde finales del siglo XIX, aunque el pico de mayor intensidad es partir de los años 1980
(Cassanello, 2014, p. 28). Varios autores coinciden en que se trata de una estrategia de
persistencia por parte del campesinado boliviano, sobre todo frente a la insuficiencia de
tierras disponibles (Cortes, 1998; Hinojosa Gordonava, Pérez Cautín, & Cortez Franco,
2000).

25
La migración de campesinos y campesinas bolivianas hacia Argentina, y en particular al
segmento de la economía destinado a la producción de hortalizas frescas, puede ser
analizado en el marco de los estudios de movilidad social (Benencia, 1999). La movilidad
social se refiere al paso de los individuos de un estrato social a otro, lo cual implica un
cambio en su posición en la estructura social y en su estatus. En los estudios rurales
latinoamericanos, el concepto ha sido empleado para analizar fundamentalmente los
procesos de transformación del campesinado en el marco de la modernización capitalista,
basándose en la idea de diferenciación social (Murmis, 1991). En su trabajo -que es
retomado por Benencia (2005) y por García (2013a), entre otros, para analizar el proceso
de movilidad social de las familias bolivianas que migran a la Argentina para trabajar en
la horticultura- Murmis plantea que las unidades de pequeña producción campesina
siempre tienden a estar “en flujo hacia” o “resistiendo el flujo hacia” otros tipos de
unidades productivas (1991, p. 30) (ver gráfico Nº1). La diferenciación campesina
entonces, sea hacia arriba o hacia abajo, tiene que ver con el nivel de integración de las
unidades productivas a los mercados, pudiendo alcanzar la descampesinización (es decir,
ausencia de rasgos campesinos). Esto puede ser a través de una movilidad social
ascendente, en la cual los rasgos campesinos se pierden con la conformación de empresas
capitalistas, totalmente integradas al mercado y en la cual el productor ya no aporta
trabajo directo de la tierra; o de movilidad social descendente, con la integración de los
miembros al mercado de trabajo como asalariados/as rurales y desaparición de la unidad
productiva. En ese flujo hacia uno u otro polo, que el autor llama de “descomposición”,
podemos encontrar unidades campesinas con diferentes grados de autonomía económica
y/o integración con los mercados: capitalistas campesinas, campesinas, o semiproletarias
campesinas.
Gráfico Nº1: Diferenciación social de unidades campesinas

Descampesinización

Capitalista Integración total a los mercados, sin trabajo


de origen campesino directo de la tierra

Capitalista Integración generalizada a los mercados en


campesino unidad productiva propia, con trabajo directo
y contratación de empleados
Descomposición
hacia arriba Campesino Integración intensa, media o débil a los
mercados.
y hacia abajo

Semiproletario Integración parcial a los mercados. Unidad


campesino productiva propia y venta externa de fuerza
de trabajo

Proletario Integración total a los mercados, sin unidad


de origen campesino productiva propia
Descampesinización
Fuente: elaboración propia en base a Murmis (1991).
Otro factor que influye sobremanera en los procesos de diferenciación campesina (hacia
arriba), tiene que ver con la capacidad de acumulación de capital. Como señalan Archetti
y Stölen “no toda la economía doméstica es automáticamente campesina. Estaremos en
presencia de una economía campesina típica si la combinación de recursos y los ingresos

26
obtenidos con la venta de la producción no permiten acumulación de capital” (1975, p.
121, cursivas en el original). En consonancia, podemos decir que los campesinos son
campesinos también porque no acumulan capital, ya sea porque no es su objetivo o porque
no pueden hacerlo (García, 2013, p. 92). La relación e integración parcial de las unidades
campesinas al modus operandi del capitalismo, basado en la división del trabajo y la
dependencia de insumos externos para realizar la producción, puede generar cambios en
su racionalidad, orientándolas más hacia la maximización de beneficios que sólo a la
reproducción de la unidad y del grupo familiar. Esto no quiere decir que las unidades de
pequeños/as productores/as que alcanzan un proceso sostenido de apropiación de sus
excedentes se asemejen sine qua non a una mediana o grande empresa capitalista.
Este debate respecto de las unidades de producción familiar con un nivel de integración
a los mercados capitalistas, pero con rasgos que las diferencian tanto en su forma de
organizar el trabajo, como en su estilo de vida y concepción de mundo, ha dado lugar a
distintas conceptualizaciones respecto de los sujetos de la agricultura familiar. Algunos
autores y autoras han optado por crear categorías ad-hoc para definir a sujetos que no
podían ser definidos ni como capitalistas ni como campesinos, como es el caso del farmer
al que refieren Archetti y Stölen para caracterizar a los colonos del norte de Santa Fe.
Para la producción hortícola familiar se ha optado, en cambio, por una categoría que
explicita el grado de modificación de las características campesinas “en el flujo hacia”
relaciones más capitalistas, con la denominación de “productores con rasgos campesinos”
(Benencia, 1999; García, 2010).
Estas familias bolivianas de origen campesino que se dedican a la horticultura en
Argentina han atravesado desde finales de los años ‘70 un proceso de movilidad social
ascendente en el cual, a partir de una particular estrategia de acumulación, acaban por
constituirse en pequeños productores y productoras, especializándose y hegemonizando
distintos nichos clave del sector agroalimentario hortícola en todo el país (ver mapa Nº2)
(Benencia, 2012a). El fenómeno ha tenido tal magnitud, alcanzando los distintos
cinturones hortícolas del país y creando nuevos en torno a centros urbanos donde no había
producción, que inclusive algunos autores se refieren a la “bolivianización” de la
horticultura (Barsky, 2008; Benencia, 2006).

27
Mapa Nº2: Principales regiones hortícolas del país

Fuente: Fernández Lozano, J. (2005)


Este proceso de movilidad social ascendente ha sido denominado como escalera
boliviana, en sintonía con los estudios pioneros realizados en Estados Unidos al respecto
del ascenso social de los farmer (Lynn Smith, 1947). La escalera boliviana (ver gráfico
Nº2) permite comprender la inserción de los y las migrantes bolivianas como trabajadoras
(peón), empleadas inicialmente de los patrones italianos o españoles que estaban al frente
de las quintas hortícolas desde comienzos del siglo XX; su paso por la mediería como
forma de arreglo informal en la cual, en vez de un jornal o un salario la familia recibe un
porcentaje de la producción a cambio de su trabajo; hasta conseguir alcanzar el
arrendamiento de la tierra para independizarse como productor/a, e incluso poder comprar
sus propias tierras o acceder a distintos eslabones de la comercialización (Benencia, 1997;
Benencia & Quaranta, 2006b; García, 2010). Es importante mencionar que la movilidad
no es inequívocamente ascendente, sino que la combinación de varios peldaños al mismo
tiempo forma parte de la estrategia de acumulación, e inclusive subir y descender a lo
largo del tiempo. Es decir, una persona puede simultáneamente arrendar un campo y hacer
changas en otro empleándose como peón al tanto o por jornal, o ser mediera y contratar
peones, o arrendar una tierra un año y al año siguiente regresar a la mediería, o ser
productora y tener un puesto en el mercado.

28
Gráfico Nº2: La escalera boliviana

comerciante
venta en
productor mercados,
propietario ferias,
productor trabajo verdulerías
arrendatario familiar
mediería trabajo ganancias
trabajo familiar
peón familiar ganancias
asalariado porcentaje de
salario las ventas
mensual, al
tanto o jornal

Fuente: elaboración propia en base a Benencia (1997); Benencia & Quaranta (2006) y García (2010).
Vale destacar que para la región que analizamos en este trabajo, el cinturón hortícola de
La Plata, es ínfimo el porcentaje de familias que acceden a la compra de la tierra, siendo
la gran mayoría arrendatarias. Asimismo, la integración con los eslabones de la
comercialización es en mayor medida una actividad complementaria del trabajo de la
quinta, y quedan por fuera de nuestro estudio aquellos productores o productoras que
abandonan la quinta para dedicarse íntegramente a la comercialización. Es así que nos
centramos principalmente en los primeros tres peldaños: peón/a, mediería, y productor/a-
arrendatario/a.
García (2010) señala que el ascenso social de las familias a través de su capacidad de
acumulación da cuenta de que ya no son típicamente campesinas. Sin embargo, tampoco
pueden ser catalogadas como capitalistas puras, dado que atraviesan un proceso de
descomposición en el cual conservan elementos campesinos. Así, el autor reafirma la
categoría intermedia de capitalistas con rasgos campesinos, adoptada inicialmente por
Benencia (1999) para caracterizar a este sujeto, tanto en su rol de peón como quien ha
alcanzado la posición de productor/a.
Los rasgos campesinos son sobre todo el trabajo físico directo de toda la familia, la
producción de valores de uso (alimentos para el autoconsumo), la flexibilidad y un estilo
de vida austero con muy bajo nivel de consumo. Las características capitalistas tienen que
ver principalmente con una racionalidad económica de costo-beneficio, orientada a la
obtención de ganancias, aunque también incluye una creciente asunción de riesgos, la
asunción de la totalidad de la administración de la unidad productiva e inclusive en la
comercialización (disminuyendo el trabajo físico), la contratación de trabajadores/as
asalariados/as, y la inversión de capital (en maquinarias, tecnología, o tierras).
Los autores señalan que la combinación de ambas lógicas explica las estrategias
domésticas, productivas y comerciales que han permitido en las últimas décadas la
consolidación de las familias bolivianas en la horticultura. Estas estrategias tienen que
ver con su gran flexibilidad y versatilidad para adaptarse al medio y a su capacidad de
resistencia frente a contextos adversos, privilegiando la inversión en la unidad productiva
antes que en el consumo, y una fuerte explotación de la mano de obra. Estos factores,
permiten comprender la mayor competitividad que han ganado respecto de los
agricultores tradicionales de la región, quienes no están dispuestos a trabajar en dichas
condiciones (García, 2013, p. 96). Más recientemente, la participación en asociaciones
gremiales se constituye también como una estrategia de resistencia desplegada por las
familias horticultoras del gran La Plata para mejorar su acceso a los mercados y sus

29
condiciones laborales, interpelando fundamentalmente al Estado (Ambort, 2017; Seibane
& Ferraris, 2017).
Por la importancia que han tenido las redes desplegadas por la comunidad boliviana en
Argentina para el desarrollo de procesos de acumulación en la producción hortícola y la
conformación de los cinturones verdes que rodean a los principales centros urbanos del
país, Benencia (2005) sostiene que se trata de una migración transnacional.
La migración transnacional forma parte de las condiciones de desarrollo del capitalismo
global, desplazando contingentes de trabajadores y trabajadoras en busca de mejores
condiciones laborales, quienes ocupan en las localidades de destino puestos de trabajo no
cubiertos por los y las autóctonos/as, pero que mantienen un contacto fluido y persistente
tanto con su país de origen como con su comunidad originaria en el país de destino (Glick
Schiller, Basch, & Blanc-Szanton, 1992). Las precarias condiciones laborales y
consecuente vulnerabilidad explican, en parte, el despliegue de estrategias que combinan
factores identitarios, económicos, sociales y culturales para conectar las sociedades de
origen y de destino de manera transnacional. La particularidad de la migración
transnacional es que, mediante la consolidación de redes de migrantes que se dan a partir
de actividades informales, no planificadas institucionalmente, pero sostenidas en el
tiempo y que requieren una coordinación de un lado y otro de las fronteras nacionales, se
constituyen espacios sociales que van delineando características propias y que trascienden
la diferenciación entre comunidad de origen y destino, o entre factores de atracción y
expulsión (como podían entenderse de manera más clásica las migraciones
internacionales) (Portes, 2001). Así, cobran vital importancia para el análisis de estos
procesos migratorios no sólo las estrategias individuales de movilidad, sino
fundamentalmente las estrategias colectivas y las redes sociales que conectan a quienes
migraron en el pasado, con quienes lo hacen en la actualidad y también con quienes
permanecen en origen. En estas redes y estrategias la familia, “los procesos familiares y
las relaciones entre personas definidas a través del parentesco, constituyen la base del
resto de relaciones sociales transnacionales” (Basch et al., 1994, citado en Parella Rubio,
2012, p.662). Las migraciones transnacionales, a la vez que interrelacionan comunidades
asentadas en distintos territorios nacionales, no pueden sino comprenderse en su escala
local, dado que las prácticas, relaciones y estrategias desplegadas por los y las migrantes
acaban por demarcarse localmente, adquiriendo características propias en cada espacio
transnacional que se conforma (Benencia, 2012a, pp. 153–154).
Benencia y Quaranta (2006) han analizado que la movilidad social a través de la escalera
boliviana tiene que ver con la consolidación de una economía de enclave étnico por parte
de la comunidad boliviana, en la cual “un conjunto de inmigrantes se concentra en un
espacio distintivo y organiza una serie de empresas que sirven para su propia comunidad
étnica y/o para la población en general” (op.cit., p.424, citando a Portes y Wilson, 1980).
El enclave étnico moviliza una solidaridad que crea oportunidades para los y las
migrantes, quienes consiguen generar condiciones para mejorar su situación a través del
auto-empleo, en un escenario similar al del mercado de trabajo primario local14. Este
enfoque, si bien cierto, también ha sido criticado por simplificar las relaciones de

14
Desde las teorías del mercado de trabajo dual, y en una crítica a los enfoques neoclásicos, se parte de la
idea de que el mercado de trabajo se encuentra segmentado. Así, el mercado de trabajo primario englobaría
“los puestos buenos del mercado, es decir, aquellos con salarios elevados, estabilidad, oportunidades de
avance, entre otros; y el mercado secundario sería aquel en el que quedarían confinados los puestos de
trabajo con salarios bajos, inestabilidad, escasas oportunidades de ascenso, y demás” (Piore, 1969, en
Fernández-Huerga, 2010, p. 120).

30
solidaridad basadas en las redes sociales propias de los y las migrantes, opacando las
relaciones de poder intrínsecas a estas relaciones en las cuales se refuerza un mercado
laboral sumamente precarizado (Ataide, 2015). A su vez, este mercado de trabajo
étnicamente segmentado refuerza prejuicios racializantes, que son reproducidos por
actores tanto propios como externos a la comunidad boliviana, fundados en la idea de que
los bolivianos y bolivianas toleran mejor que los nativos, por predisposición biológica o
tradición cultural, condiciones de trabajo extenuantes y muy sacrificadas (Pizarro,
2011a).
Adoptando una perspectiva de la interseccionalidad, asumimos que no hay una dimensión
de la desigualdad que prime sobre las otras de manera tajante o que éstas puedan
incorporarse de manera aditiva, sino que género, clase y raza o etnicidad, se articulan de
manera compleja para dar lugar a procesos sociales que permiten comprender, desde
diferentes aristas, las formas en que el sistema capitalista se reconfigura, absorbiendo las
críticas efectuadas por los movimientos emancipatorios a lo largo de la historia, y
abriendo al mismo tiempo nuevas brechas para la conquista de la justicia social (Jelin,
2014). En ese sentido, el aporte de esta investigación radica en comprender cómo se
configura la desigualdad de género en un segmento particular de la agricultura familiar
en Argentina, incorporando un nuevo marco conceptual al análisis del proceso de
movilidad social que describimos, basado en algunos marcos conceptuales provenientes
de los estudios feministas.
El género se refiere a la categoría analítica que permite explicar la construcción social,
simbólica, histórica y cultural de lo femenino y lo masculino en base a la diferencia sexual
(Hernández García, 2006). Como categoría multidimensional, involucra aspectos
biológicos, económicos, psicológicos, sociales y políticos, que van definiendo a partir de
la diferenciación sexual la manera en que se distribuyen los recursos y el poder en la
sociedad, cómo eso se introyecta en la subjetividad construyendo identidades a partir de
los discursos hegemónicos, y se legitima en base a las normas e instituciones sociales que
lo perpetúan (Lagarde, 1996).
En tanto estructurante del orden social, el género se constituye como un orden de poder
fundado sobre la sexualidad, en el cual se atribuyen cualidades, comportamientos y roles
a cada persona en función de su sexo biológico y de los atributos asociados a lo femenino
y lo masculino en cada sociedad a partir de un esquema binario. Este esquema parte del
binomio naturaleza-cultura y, asociando a lo femenino la capacidad biológica exclusiva
de la maternidad, asume una mayor predisposición de las mujeres a la sensibilidad, la
entrega y el cuidado de otros/as; mientras define a la esencia masculina a partir de la
creación, el pensamiento abstracto y la cultura, como posición dominante frente a la
naturaleza (Hernández García, 2006). Así se instaura un orden social jerárquico, el
patriarcado, fundado en la superioridad masculina y la subordinación de las mujeres, y
que se traduce en una división sexual del trabajo atravesada por la distinción entre
producción y reproducción. La esfera productiva hace referencia fundamentalmente a la
producción e intercambio de mercancías, siendo su principal motor el trabajo asalariado,
concebido como la venta de fuerza de trabajo a cambio de ingresos monetarios
(remuneración-salario). La esfera reproductiva, por otra parte, involucra todos los
procesos de trabajo físico, mental y emocional que garantizan el mantenimiento cotidiano
de la fuerza de trabajo presente y futura, pero también (y sobre todo) el bienestar de la
vida humana. Este trabajo doméstico y de cuidados, dependiendo de los países y el rol
que adopta el Estado en la seguridad social puede ser en parte tercerizado, pero sucede
principalmente en los hogares, de manera privada, con las mujeres como principales
responsables, y no es remunerado (Federici, 2013, p. 174).

31
Reproduciendo el sesgo androcéntrico que identifica a los hombres como sujetos de la
historia e interpreta la sociedad en función de la experiencia masculina, la disciplina
económica ha privilegiado la esfera de la producción como generadora de valor,
motorizadora de cambios sociales y explicativa de las formas históricas de organización
social (Rodríguez Enríquez, 2015). Así, ha mimetizado los términos de empleo y trabajo,
reduciendo la categoría “trabajo” a aquellos que ocurren en la esfera de la producción, y
omitiendo el valor y el aporte para el bienestar cotidiano de los trabajos realizados por
fuera del mercado: es decir los trabajos domésticos y de cuidados no remunerados (Torns,
2008). En consecuencia, la esfera reproductiva (y con ella, la mitad de la humanidad), ha
sido históricamente invisibilizada, subordinada en tanto generadora de medios de vida, y
considerada como un complemento de lo “realmente importante” (el trabajo productivo).
Esta mirada enfocada exclusivamente en los procesos productivos como si fuesen
autónomos de la esfera de la reproducción desconoce las relaciones de interdependencia
que constituyen a las relaciones sociales, y que vuelven inteligibles tanto la vulnerabilidad
de la vida humana como la importancia de las tareas de domésticas y de cuidado para el
sostenimiento de la vida (Pérez Orozco, 2014; Picchio, 2001). La economía feminista
pone de relieve cómo ambas esferas en realidad se encuentran íntimamente conectadas, y
forman parte del mismo sistema que permite el bienestar y la sostenibilidad de la vida.
En ese sentido, las relaciones de género son económicamente significativas, puesto que
el sesgo productivista exalta los privilegios masculinos: el acceso de las mujeres al
mercado de trabajo no ha significado –como contraparte– un acceso de los hombres al
trabajo doméstico, sino que ellos dejan un vacío de cuidados que es realizado
gratuitamente por “sus” mujeres (reforzando la doble jornada laboral), o bien de manera
precaria por otras mujeres que se emplean en trabajos de cuidados (Torns, 2008). El
sistema capitalista y la dominación patriarcal se entrelazan, garantizando la acumulación
del capital a través de la feminización de los trabajos de cuidados, lo cual refuerza al
mismo tiempo los privilegios de la masculinidad.
La familia, como institución social primaria para la socialización, funciona como
reproductora de los roles asignados y de las relaciones de género hegemónicas. Los
estudios feministas han realizado fuertes críticas a la idea de familia, dando cuenta de
cómo en su interior se replican y legitiman relaciones de poder y subordinación basadas
en el orden de género. El “Tratado sobre la Familia” de Becker (1981)15, asemeja la
familia a una empresa en la cual, en función de sus ventajas comparativas, se organiza la
división del trabajo entre sus miembros. La especialización de las mujeres en las tareas
reproductivas y domésticas y de los hombres en el trabajo asalariado y las funciones en
el entorno público garantizaría la óptima asignación de recursos al interior del grupo
familiar, liderado por un cabeza de familia racional y altruista.
Los aportes de la corriente del institucionalismo (Benería, 2008) y de la economía
feminista (Carrasco Bengoa, 2017; Pérez Orozco, 2014) implican una ruptura con este
paradigma, haciendo una crítica a la idea de homo economicus como individuo aislado,
ahistórico y autosuficiente; y a la idea de familia como unidad armónica y homogénea,
donde todos los miembros se ponen de acuerdo en igualdad de condiciones. Estas ideas
reproducen una mirada sobre el mundo y las relaciones sociales que naturaliza el statu
quo sobre el que se asienta la dominación patriarcal. Bajo esta mirada los hombres son
los principales agentes económicos, proveedores de dinero de un grupo familiar “a su
cargo”, e independientes; mientras las mujeres tienen una propensión maternal al cuidado

15
Exponente de la economía neoclásica y de la Nueva Economía de la Familia, lo cual le valió el premio
Nobel de economía.

32
de los/as otros/as, se dedican principalmente a tareas del hogar y dependen de hombres
que las mantengan económicamente, (y como consecuencia ocupan los puestos de trabajo
más inestables y precarios, obtienen menor remuneración, y son las responsables
exclusivas de los trabajos de cuidado no remunerados).
Asumir que las familias son más bien terreno de tensiones y de negociación, permitió
generar nuevos análisis sobre los procesos que dan lugar a la división sexual del trabajo,
los usos del tiempo y la asignación diferenciada de recursos entre los distintos miembros
del grupo familiar. A partir del enfoque de la negociación y el concepto de “conflictos
cooperativos” (Agarwal, 1999; Deere, 2012) se incorporan al análisis las relaciones de
poder y las distribuciones desiguales e injustas de tareas que se reproducen al interior de
la familia, sin dejar de comprenderla como una unidad cohesionada, que se propone
gestionar el bien común y que funciona como un equipo de trabajo. Agarwal (1994, pp.
54–71) señala que las relaciones en el hogar se caracterizan por elementos tanto de
cooperación como de conflicto: “Los miembros de un hogar cooperan en la medida en
que los arreglos de cooperación les dan a cada uno de ellos más beneficios que la no
cooperación” y que esta negociación “continua (y con frecuencia implícita) está sujeta a
las restricciones planteadas por el género, la edad, el parentesco”, y aquello que es
socialmente permisible negociar (citado en Deere & León, 2002, p. 34). Así, cada
sociedad establece determinados marcos normativos dentro de los cuales se realizan los
acuerdos y negociaciones intra-familiares que permiten conciliar entre sus miembros el
tiempo destinado a la vida familiar y laboral (Torns, 2011). La relación entre tiempo y
trabajo suele estar asociada, para los hombres, al tiempo destinado a la jornada laboral
(empleo), mientras para las mujeres implica, además del trabajo productivo, el tiempo
ocupado en las tareas de cuidado de personas y del mantenimiento del hogar y la familia
(Torns, 2005). En el medio rural, donde la unidad de producción y de reproducción se
encuentran físicamente en el mismo lugar, la diferenciación entre ambas es aún más
difusa.
Las relaciones de género y los roles asignados a varones y mujeres en cada sociedad, en
tanto cultural, histórica y simbólicamente instituidos, también son transformables y, de
hecho, se van modificando a lo largo del tiempo. Butler (1998) incorpora la idea del
género como una realidad performativa, dado que no existe una correspondencia estricta,
estática y unívoca entre sexo y género, sino que ésta se crea y recrea en las relaciones
sociales, a partir de un deber-ser masculino y femenino (que se corresponden –aunque no
de manera lineal– con el sistema de normas, valores y creencias vigentes en cada sociedad
en un momento determinado), que se reactualiza en la cotidianeidad, y en la cual es
necesario reconocernos para pertenecer. Al convertirse en normas sociales, si no hay
concordancia entre sexo, género y deseo, existe castigo y condena social. Pero también
existen resistencias, enfrentamientos y negociaciones a través de las cuales las minorías
han históricamente conquistado derechos frente al orden hegemónico que las
invisibilizaba, como es el caso del movimiento de mujeres.
Los procesos de toma de conciencia de las mujeres y de voluntad de transformar sus
propias vidas puede ser interpretado como un proceso de empoderamiento, en el cual van
alcanzando mayor autonomía y confianza en sí mismas para conquistar relaciones más
justas e igualitarias en los distintos planos de la sociedad (la familia, la comunidad, el
trabajo, la política, etc.). Deere y León (2002) señalan que “Para las feministas el
empoderamiento implica la alteración radical de los procesos y las estructuras que
reproducen la posición subordinada de la mujer como género" (citando a Young, 1993,
p.158)”, y que

33
el concepto de empoderamiento aparece como una estrategia liderada por mujeres
tercermundistas para cambiar sus propias vidas, al tiempo que genera un proceso
de transformación social, que es el objetivo último del movimiento de mujeres. El
empoderamiento se considera como la base desde la cual se generarán visiones
alternativas de la mujer, así como el proceso mediante el cual estas visiones se
convertirán en realidades a medida que cambian las relaciones sociales. Algunas de
las precondiciones para el empoderamiento de las mujeres son los espacios
democráticos y participativos, así como la organización de las mujeres. (op. cit.,
p.30)
En el intento por analizar las transformaciones en los roles de género asignados a las
mujeres horticultoras de origen boliviano, reconstruimos sus trayectorias laborales y
familiares, las cuales incluyen la experiencia migratoria de Bolivia hacia Argentina. Tal
como lo han señalado distintas autoras (Gregorio Gil, 1998; Ariza, 2000; Oso, 2007,
Hugo, 2000, Tienda y Booth, 2008 citadas en Parella Rubio, 2012) si bien la migración
supone una apertura a transformaciones más o menos profundas en las trayectorias vitales,
redefiniendo también las asimetrías de género y las relaciones sociales al interior de la
familia, afectando tanto a quienes migran como a quienes permanecen en origen, no
podemos pensar en una relación directa y unívoca entre migración y empoderamiento
(Hugo (2000) y Tienda y Booth (1991) en Cacopardo, Chejter, Pereyra, & Varela, 2005,
p. 32) . De hecho, en un estudio sobre los cambios y continuidades de las relaciones de
género en la migración de mujeres bolivianas hacia Argentina, Magliano (2007) da cuenta
de cómo la estratificación de género, étnica y de clase en los mercados de trabajo de la
sociedad de arribo profundiza la desigualdad, la discriminación y la exclusión, reforzando
los roles de género (op. cit., p. 54). Coincidimos, entonces, con Parella quien señala que
no es posible generalizar sobre el impacto de los fenómenos migratorios en las
relaciones de género, por cuanto estos dependen de los contextos premigratorios y
postmigratorios, así como de las diferencias en las pertenencias de clase o del origen
étnico a la hora de explicar el tipo de modelo familiar y el peso de los componentes
patriarcales. (2012, p. 673)
En consecuencia, las transformaciones en los roles de género ocupados por estas mujeres
campesinas, a lo largo de trayectorias atravesadas por la experiencia migratoria, la
precariedad laboral y la discriminación étnica, serán analizados atendiendo a la
interseccionalidad y a la multidimensionalidad que conforma las redes de la desigualdad
(Reygadas, 2004).

3. Metodología de la investigación
Para la realización de esta investigación partimos de un enfoque metodológico cualitativo
y un diseño de investigación flexible (Piovani, 2007) que a lo largo del proceso nos
permitió reformular y profundizar las miradas preliminares sobre la pregunta inicial,
incluyendo dimensiones y problemas que no habíamos considerado originalmente. Como
mencionamos, el objetivo del trabajo es recuperar las perspectivas de las mujeres respecto
los roles que han ocupado a lo largo de sus vidas en los ámbitos productivo y
reproductivo. Decidimos prestar especial atención a las desigualdades originadas en la
distribución de tareas, responsabilidades y recursos entre varones y mujeres, para analizar
las transformaciones de estos roles entre el mundo campesino de Bolivia y el trabajo en
la horticultura de Argentina.

34
Comprendiendo a la desigualdad como un fenómeno complejo, multidimensional y
variable (Reygadas, 2004) definimos realizar un estudio longitudinal, el cual nos
permitiera ir identificando las transformaciones (y continuidades) de los roles de género
a lo largo de la trayectoria vital de las mujeres. Adoptamos como marco teórico-
epistemológico el enfoque biográfico, desde el cual nos posicionamos para analizar la
realidad social. Este enfoque parte de la premisa de que es posible comprender distintos
problemas de la realidad social a partir de las historias de vida de los individuos, en las
cuales se articulan los condicionamientos objetivos con sus representaciones subjetivas,
decisiones y acciones a lo largo del tiempo. Poniendo énfasis en la perspectiva del actor,
se supone que los actores sociales son capaces de construir interpretaciones respecto de
los hechos y relaciones ocurridas en el marco de la interacción social, y que por lo tanto
la realidad social puede ser comprendida a partir de su mirada (Muñiz Terra, 2018).
La técnica metodológica específica para realizar este análisis es la entrevista biografica,
en la cual el sujeto es revalorizado en tanto objeto de la investigación, poniendo en el
centro del análisis su trayectoria vital y sus interpretaciones respecto de esas vivencias y
del contexto histórico en el cual tuvieron lugar. Asimismo, las normas sociales y valores
compartidos por la comunidad de la que el individuo forma parte cobran vital importancia
en esta perspectiva, en tanto son el reflejo y el marco, en la historia de vida particular, del
período o la época que se procura comprender (Ferrarotti, 1981; Pujadas Muñoz, 1992).
De esta manera, procuramos analizar los roles de género y sus transformaciones
considerando los marcos y patrones socioculturales en los cuales tienen lugar las
trayectorias, evitando caer en miradas idealizadas, victimizantes o románticas respecto de
las personas entrevistadas y sus narraciones.
El análisis biográfico incluye la sucesión de eventos vitales y situaciones experimentadas
por los actores sociales, que van delineando un “recorrido” y configurando el
entrecruzamiento de diferentes esferas de la vida a lo largo del tiempo (Bertaux, 1981).
Estas diferentes esferas sociales, pueden ser analizadas a través de trayectorias vitales
relativamente autónomas, como ser la trayectoria educativa, la trayectoria laboral,
familiar, residencial, política, religiosa, etc. Estas historias, paralelas e imbricadas entre
sí, responden a diferentes dominios sociales y pueden ser tantas como la persona
entrevistada considere, pero esto depende en buena medida del objetivo de la
investigación y del problema construido por el investigador o investigadora al proponer -
y establecer los márgenes de- dicha interpretación (Godard, 1996). En cada uno de estos
ámbitos los actores sociales despliegan actividades y prácticas, otorgan sentidos,
construyen identidades sociales, ocupan determinados roles, establecen relaciones y
experimentan diversos conflictos y tensiones, que se desarrollan a lo largo de su ciclo
vital y en territorios específicos. Los elementos que la persona identifica como relevantes
en la narración de su historia de vida tienen que ver tanto con las dimensiones subjetivas
-relacionadas con sus percepciones, decisiones y vivencias individuales-, como con las
dimensiones objetivas de su trayectoria: la comunidad en la que se inserta, la
configuración del mercado de trabajo local o las instituciones existentes.
Esta perspectiva adopta de manera privilegiada el análisis de procesos de cambio social,
puesto que se propone comprender las secuencias de acontecimientos que se suceden a lo
largo de la historia de vida de las personas, prestando especial atención a la temporalidad
y a las transformaciones a lo largo del tiempo y en su contexto histórico. Así, además de
analizar estos cambios de manera lineal, como una sucesión continua entre pasado,
presente y futuro, también presta especial atención a lo contingente: las bifurcaciones, o
“turning points”, según la escuela a la que se adscriba, que suponen puntos de inflexión
en la trayectoria vital de la persona, en la cual de manera imprevista o más o menos

35
controlada, se redefinen horizontes, estrategias y rumbos en el curso de vida (Muñiz
Terra, 2012).
Partiendo de una revisión bibliográfica sobre agricultura familiar y horticultura en la cual
escasean los trabajos enfocados en la figura de las mujeres en tanto sujetas autónomas, o
en analizar los roles que ocupan en los ámbitos domésticos y productivos, definimos en
este trabajo recuperar particularmente sus voces, historias y sentires respecto de las
formas de organización familiar y el lugar que ellas ocupan allí. Por esta razón, la unidad
de análisis está constituida únicamente por mujeres, aun cuando sabemos que los roles de
género y la desigualdad son fenómenos relacionales, e involucran e incumben tanto a
varones como a mujeres. La intención es realizar un estudio preliminar que nos permita
profundizar en próximas investigaciones, incorporando como unidad de análisis a los
distintos miembros de la familia (el hogar).
El trabajo de campo se realizó en el seno de una organización gremial (Movimiento de
Trabajadores Excluidos – Rama Rural) que nuclea a familias campesinas y de pequeños
productores y productoras rurales en 18 provincias argentinas, y que posee uno de sus
núcleos más fuertes en la región del gran La Plata. Allí participan unos 3000 horticultores
y horticultoras, con el objetivo de mejorar su calidad de vida, comercializar su
producción, promover la agroecología y lograr el acceso a la propiedad de la tierra.
En el marco del MTE Rural, que reúne a todos sus miembros en asambleas una vez por
mes y se estructura en áreas de trabajo (comercialización, administración, tesorería,
proyectos, entre otras) que llevan adelante diferentes proyectos colectivos, se conformó
en 2017 un área de géneros. Esta área, orientada a promover relaciones equitativas entre
los varones y mujeres miembros de la organización y su progresiva formación en
cuestiones de género se creó a partir de un espacio conformado previamente llamado
“rondas de mujeres”. Allí se convoca a las productoras del MTE para discutir temáticas
relacionadas con el lugar de la mujer en la sociedad (en la familia, en el trabajo, en la
organización), la violencia de género y también contar con espacios propios de ocio y
entretenimiento para las mujeres.
Las rondas de mujeres son coordinadas por militantes de una colectiva feminista (Mala
Junta), quienes proponen talleres y dinámicas participativas para debatir sobre temas de
género. Actualmente funcionan 5 rondas, en las cuales participan entre 5 y 20 mujeres
regularmente cada 15 días. Los encuentros se realizan durante los fines de semana y se
realizan tanto actividades recreativas como talleres de formación y discusión sobre temas
de interés de las participantes, relacionados a cuestiones de género16.
Durante 2017 y 2018 acompañé el desarrollo de las rondas, participando de estos espacios
como mujer, como militante/tallerista y también como investigadora, estableciendo un
vínculo con las productoras del MTE Rural y con las militantes de Mala Junta. De este
encuentro surgió la propuesta de realizar este proyecto de investigación, basado tanto en
la sistematización y análisis de las discusiones dadas en dichos espacios, como de la
producción, con ellas, de sus relatos de vida como mujeres agricultoras. De esta manera,
buscaba producir conocimiento específico sobre género y ruralidad, aportando a
visibilizar también en la literatura académica la voz de (y los roles ocupados por) las
mujeres en los hogares rurales.
En total realicé registros de observación participante (Guber, 2001) de 20 encuentros que
ocurrieron entre octubre-diciembre de 2017 y mayo-septiembre de 2018, donde se

16
En el capítulo 4 profundizamos sobre los objetivos, el funcionamiento y contenido de las rondas.

36
abordaron diferentes temáticas como: redes de mujeres, roles y estereotipos de género;
infancia, maternidad y crianza; salud sexual y reproductiva; sexualidad y deseo;
migración, género y trabajo; aborto; violencias; y de los cuales participaron en total
alrededor de 100 mujeres.
Estas observaciones complementaron la información producida mediante la realización
de entrevistas biográficas o historias de vida múltiples (Pujadas Muñoz, 1992). Las
entrevistadas fueron seleccionadas siguiendo los criterios de que fueran productoras
hortícolas en la región y participaran de las rondas, así como por su voluntad para formar
parte de la investigación y para contar la historia de su vida. La cantidad de entrevistas y
observaciones se definió en función del criterio de saturación, hasta que el trabajo de
campo no produjera nuevas informaciones relevantes sobre nuestro objeto de estudio
(Vasilachis de Giardino, 1992), alcanzando un total de 10 entrevistadas, partícipes de 4
de las 5 rondas mencionadas (dado que la última se conformó cuando ya estábamos
terminando el trabajo de campo).
La técnica de las historias de vida dio lugar a reconstruir junto a las entrevistadas sus
trayectorias familiares y laborales, con un énfasis orientado hacia el rol ocupado por las
mujeres de su familia (y por ellas mismas) en los ámbitos laborales-productivos
(asociados al trabajo remunerado) y domésticos-reproductivos (asociados a las tareas de
cuidado). Empleamos un método constructivo, en el cual a partir de los relatos de vida
fuimos elaborando distintas hipótesis de trabajo, que se construyeron en articulación con
nuestras propias ideas y marcos teóricos sobre los procesos migratorios, las relaciones de
género y el trabajo en la producción hortícola. El punto de partida fue la idea de que la
migración de Bolivia a la Argentina se constituye como un punto de inflexión que implica
un cambio en la forma de producir, y a su vez esto supondría transformaciones en los
roles productivos y reproductivos asignados al interior de las familias. No obstante, esta
primera aproximación teórica sirvió de base para la formulación de nuevas hipótesis,
surgidas a la luz de las evidencias construidas en las narrativas (Pujadas Muñoz, 1992, p.
53).
Las entrevistas biográficas, con una postura más próxima a la “escucha etnográfica”
(Segato, 2013), nos permitieron conocer con mayor profundidad a las entrevistadas, y así
dar curso a las narrativas generadas en el marco de las entrevistas biográficas de manera
situada (Sciortino, 2012). La relación previa entablada durante las rondas y los contenidos
de esas charlas, fueron la base sobre la cual tuvo lugar la conversación y reflexión con las
mujeres respecto de los roles de género vivenciados en sus propias trayectorias,
reconstruyendo sus historias de vida en la clave de identificar transformaciones en dichos
roles y desnaturalizando el propio rol como mujer, hija, esposa, madre, etc.
Entendemos a las entrevistas como una relación comunicativa y productiva de
información específica, una experiencia en la cual la información es co-producida en la
interacción con las entrevistadas (Guber, 2004). Esta técnica posibilita reconstruir los
acontecimientos a partir de sus representaciones sobre el pasado y el presente, que se
encuentran fuertemente atravesadas por los procesos de recuerdo y olvido que
caracterizan a la memoria y al ejercicio de reflexión sobre el pasado (Sautú, 1998).
Esperamos de esta forma construir un conocimiento cualitativo sustancioso que permita
identificar transformaciones, tensiones, resistencias y consensos en torno de los roles de
las mujeres al interior de la familia y las desigualdades de género.
El vínculo establecido con las mujeres en el ámbito de las rondas implicó un ejercicio
constante de reflexividad (Bourdieu & Wacquant, 2005) respecto de las relaciones
entabladas en el marco de la investigación. El rol ocupado como investigadora, por la

37
implicancia previa en el ámbito de observación, requirió de una continua auto-
objetivación de modo de no perder el distanciamiento intelectual necesario para realizar
el análisis (Valles, 2000). Nos interesa, más que negar o atenuar el rol ocupado como
observadora participante (y como participantes observadas), trabajar sobre cómo esta
interacción nos afecta (Favret-Saada, 2005) y nos transforma, y ello da lugar a la
construcción de conocimientos parciales y situados (Haraway, 1998).
Las mujeres que coordinan e impulsan las rondas, militantes de Mala Junta, fueron
nuestras informantes clave en el trabajo de campo, ya que son quienes han acompañado
el proceso de promover al interior de la organización un pensamiento que cuestione las
desigualdades de género y que otorgue voz propia a las mujeres. Desde ese lugar, también
fueron entrevistadas para obtener una mirada global del proceso que queremos analizar y
triangularlo con los avances del análisis de la investigación.

3.1. Instrumentos de producción y análisis de datos

• Notas de campo. Las notas de campo (observacionales, teóricas, metodológicas)


fueron el instrumento que nos permitió ir entretejiendo las experiencias en el campo con
intuiciones, preguntas teóricas, conceptualizaciones, reflexividad y análisis a medida que
se desarrolló la investigación. Siguiendo a Schatzman & Strauss (1973 citado en Valles,
2000), concebimos a la información obtenida de la observación participante como un
“registro vivo, basado en una concepción interactiva de las etapas de investigación. Las
notas de campo (…) ayudan a crearlos y analizarlos [a los datos] (encauzando y
reorientando la investigación)” (p.171, cursivas en el original). La bitácora de notas de
campo fue elaborada digitalmente a partir de notas escritas tomadas durante las rondas,
acompañadas de registros fotográficos y memorias de lo sucedido en cada encuentro. A
cada registro se anexó, cuando fue necesario, un apartado de reflexividad en el cual
problematizamos particularmente las percepciones propias de la investigadora respecto
de su lugar en el trabajo de campo, de las relaciones entabladas con las productoras y
militantes y las formas en que es co-producido el conocimiento, las diferentes sensaciones
involucradas en el proceso de investigación, y las cuestiones emergentes no contempladas
previamente o que pudieran ser significativas para el trabajo y que nos llevaron a
reformular algunas de las decisiones teórico-metodológicas planteadas inicialmente
(Guber, 2004).
• Entrevista biográfica. Invitamos a las productoras a contarnos la historia de su
vida, haciendo particular énfasis en sus trayectorias laborales y las de las mujeres de sus
familias. Para ello adoptamos la modalidad de entrevista biográfico-narrativa (Muñiz
Terra, Roberti, Ambort, Bidauri, & Riva, 2015) en la cual después de presentar los
objetivos de la entrevista, dejamos hablar a la entrevistada, proponiéndole que se explaye
sobre los principales acontecimientos de su vida. En el sentido de la “no directividad”
planteada por Guber (2004), esta estrategia tiene la intención de respetar la propia
temporalidad y jerarquía respecto de los acontecimientos significativos y los procesos de
memoria y olvido de las entrevistadas, así como la emergencia de sus propias
categorizaciones y mundos de representación. Posteriormente, se repregunta en función
de cuestiones que se hayan mencionado (o no) y que resulten de especial interés para los
objetivos de la investigación, pidiendo más información sobre aquellas cuestiones que
nos interesan puntualmente, y que vayan tejiendo el hilo del relato. La última parte de la
entrevista, supone un momento más reflexivo, en el cual proponemos a la entrevistada
elaborar conceptualmente algunas ideas a partir de la información brindada en su relato,
como por ejemplo identificar los puntos de inflexión en su trayectoria, los cambios y

38
continuidades respecto de los roles de género, y valorar la importancia de los procesos
migratorios respecto de esos cambios.
• Elaboración de biogramas. A partir de la información proporcionada en esta
primera entrevista, reconstruimos los hechos narrados en forma de línea de tiempo,
identificando en un gráfico (ver fotografía Nº 1) los acontecimientos más significativos
señalados por las entrevistadas: las temporalidades, los miembros de la familia y las
personas más importantes, las experiencias educativas, la migración y las actividades
laborales. También relevamos los “vacíos” o elementos contradictorios en el relato, los
cuales procuramos completar con ellas en una segunda entrevista.
Fotografía Nº 1: Ejemplo de biogramas elaborados a partir de entrevistas biográficas

Fuente: Fotografías propias

• Segunda entrevista. A partir de la elaboración de los biogramas, pautamos un


segundo encuentro con las entrevistadas, en el cual revisamos conjuntamente la
información proporcionada en el primero. Con algunas releímos partes de la entrevista
desgrabada, o escuchamos fragmentos del audio, y también analizamos la información
volcada en los biogramas dibujados. De esta manera, procuramos recuperar la forma en
que ellas mismas definían las secuencias de acontecimientos y puntos de inflexión a partir
de los procesos migratorios. Además, realizamos preguntas específicas sobre conciliación
familiar y organización social de los cuidados.
Durante las entrevistas, que ocurrieron en todos los casos en las casas de las entrevistadas,
tuvimos oportunidad de compartir con ellas parte de la jornada de trabajo, ayudándolas a
cosechar, a carpir, a desbrotar, a atar los tomates o bajar las cortinas de los invernaderos;
momentos de ocio, tomando mate, mirando fotos familiares, viendo televisión y
conversando sobre otros temas; y también reuniones familiares, donde compartimos con
el resto de su familia almuerzos, cenas o celebraciones como cumpleaños o feriados.
Las entrevistas biográficas fueron, en algunos casos, un momento donde las propias hijas
y sobrinas de las entrevistadas se acercaron para escuchar la historia de vida de sus madres
y tías, ocupando en ocasiones el lugar de entrevistadoras, y repreguntándoles cosas sobre
su pasado. También fueron el puntapié para generar reflexiones al interior de las familias
sobre los roles de género y el lugar de la mujer en la producción.
La información construida fue organizada y sistematizada a partir del software Atlas/ti y
de Microsoft Excel, y analizada a partir de un análisis socio-hermenéutico de los discursos
obtenidos en las entrevistas individuales biográficas, es decir “un análisis pragmático del
texto y de la situación social -micro y macro- que los generó” (Alonso, 1998, p. 211).
Esto significa que los textos obtenidos de las entrevistas transcriptas fueron analizados
buscando allí el mundo de significados y percepciones que los actores le asignan a sus
acciones en el particular contexto y momento en que tienen lugar. Desde esta perspectiva
lo que se pretende es “recoger hechos del habla y constituir con ellos un corpus que

39
adquiere sentido en relación con los usos principales que, desde las hipótesis de la
investigación, orientan el discurso de los enunciantes” (Alonso, 1998, p. 207).

3.2. Consideraciones éticas

La pertenencia a la misma organización me coloca en una posición de cercanía y


confianza con las horticultoras que, al mismo tiempo que habilita la posibilidad de
incursionar en un campo de investigación “difícil” (ya que el ámbito rural-doméstico-
femenino no es de fácil acceso para quien no forma parte de dicho entorno –lo cual
explica, en parte, la poca producción académica en este sentido–), amerita una reflexión
aparte respecto de las condiciones, subjetivas y objetivas, en las cuales se realizó la
investigación. Recuperamos, en este punto, los aportes de otras investigadoras feministas
y de la corriente de pensamiento decolonial, que reivindican la construcción de una
mirada parcial (Haraway, 1995) o de una “antropología por demanda” (Segato, 2013).
Como enfoque epistemológico, esta mirada cuestiona el carácter neutral y universal del
conocimiento científico y pone de relieve la importancia de dar cuenta de los puntos de
partida y las relaciones sociales que sustentan a la investigación, como forma de
garantizar la objetividad. Una objetividad que no es despolitizada, sino que abona a una
construcción de conocimiento socialmente comprometida y responsable.
Las estrategias metodológicas que empleamos al realizar una investigación se desprenden
necesariamente de estas posiciones epistemológicas y no son meros “instrumentos”
neutrales que utilizamos para recabar o producir información. En ese sentido, la
convivencia con las mujeres horticultoras en el ámbito de las rondas, las conversaciones
con ellas, la identificación intersubjetiva en tanto mujeres, con nuestras similitudes y
nuestras diferencias (de origen social, étnico, de clase), forman parte de una vivencia que
es constitutiva de la construcción de conocimiento que da lugar a la investigación. No
dejamos de tener en cuenta, por otro lado, la importancia del consentimiento informado,
y de poner a disposición de las mujeres horticultoras los objetivos de la investigación, los
avances realizados y los hallazgos obtenidos, así como su voluntad (o no) de participar
del proceso. Para garantizar el anonimato y confidencialidad de la información brindada,
los nombres reales de las entrevistadas fueron reemplazados por nombres de fantasía.

3.3. Conformación de la muestra y ejes del análisis

En los capítulos 2, 3 y 4 exponemos los resultados de la investigación, a partir de la


reconstrucción de las trayectorias de las mujeres horticultoras que fueron entrevistadas
durante el trabajo de campo. Mas allá de las diferencias de origen, edad, trayectoria
laboral y migratoria o composición familiar, todas sus historias de vida se asemejan a un
patrón común, el cual es resumido en el gráfico que presentamos a continuación,
construido en base a los biogramas resultantes de cada entrevista realizada (ver gráfico
Nº3).
Los círculos celestes representan los distintos contextos productivos en los cuales las
entrevistadas tuvieron inserción laboral, ya sea en la agricultura campesina en sus lugares
de origen, trabajo asalariado en la ciudad, o en la horticultura en distintas localidades de
Argentina hasta llegar a La Plata.
Las tres flechas rectas identifican a las distintas trayectorias analizadas:
-La flecha celeste corresponde a la trayectoria familiar;

40
-La flecha verde indica la trayectoria migratoria, tanto interna (del campo a la ciudad) en
Bolivia, como internacional hacia Argentina (con las posibilidades de ida y vuelta a
Bolivia y los distintos puntos intermedios hasta llegar a La Plata, donde se encuentran
actualmente).
-La flecha roja representa la trayectoria laboral, donde incluimos los distintos trabajos
remunerados y no remunerados realizados en los distintos momentos de su vida.
Por último, los círculos rojos señalan los puntos de inflexión que identificamos en las
trayectorias: la migración del campo a la ciudad en Bolivia, la migración de Bolivia hacia
Argentina, la maternidad y la participación en las rondas de mujeres.
Gráfico Nº3: Análisis de trayectorias familiar, laboral y migratoria de las entrevistadas

Fuente: elaboración propia en base al análisis de las entrevistas biográficas


Las productoras entrevistadas17 nacieron en un contexto familiar campesino en Bolivia,
centrado en una producción agropecuaria de subsistencia, y en condiciones de pobreza
extrema. El consumo por fuera de esta producción para autosustento era muy restringido,
basado únicamente en elementos de primera necesidad que no podían producir por su
cuenta. Estos se obtenían a través del intercambio o venta de productos propios en los
pueblos cercanos, a los cuales podían acceder caminando largas distancias. Las familias
eran numerosas, y todos los miembros tenían que trabajar desde muy jóvenes, en el campo
y en el hogar, para poder sostener al grupo familiar. Los hermanos o hermanas mayores,
tenían la responsabilidad de cuidar a los más chicos, y también de ayudar a su padre y a
su madre con el trabajo (siembra, cosecha, cuidado de animales).
Todas asistieron a los primeros años de la escuela primaria, pero debieron abandonar
tempranamente para comenzar a trabajar y ayudar a su familia. Los primeros trabajos eran
en el campo, cuidando o arriando el ganado de algún vecino o vecina, y la remuneración

17
Vale aclarar que, para el período de infancia en Bolivia señalado en el gráfico nos referimos a las 6
entrevistadas que nacieron y se criaron allí. Las cuatro restantes (una de ellas nació en Jujuy -sus
padres eran campesinos, de Tarija-; dos nacieron en Potosí y a los 4 y 5 años vinieron a la Argentina
con su familia; y una de ellas nació en Paraguay y migró a los 14 a Argentina con su familia. A los 15
años se casó con un productor boliviano en La Plata, y desde entonces se dedica a la horticultura), se
incorporan a las trayectorias a partir del momento de la migración a la Argentina, y representan a una
generación más joven. No obstante, la trayectoria de la madre de las 3 que nacieron en Bolivia, es muy
similar a la que describimos.

41
era en especias (bolsas de alimento). Posteriormente, por su cuenta o enviadas por sus
padres, fueron a trabajar en el servicio doméstico cama adentro en la ciudad. Este trabajo
remunerado significó el primer punto de inflexión en sus trayectorias, tanto por la
movilidad geográfica (pasar de vivir en el campo, a vivir a la ciudad), como por la
posibilidad de tener una independencia económica (aunque la mayor parte del salario
fuera enviado a los padres). En general, el trabajo cama adentro perdura hasta que se
ponen en pareja y, o bien comienzan a trabajar por horas o bien migran hacia Argentina.
Esta migración internacional constituye el siguiente punto de inflexión en las trayectorias.
Todas manifestaron haber migrado en busca de mejores condiciones laborales, debido a
la falta de trabajo o las bajas remuneraciones en su país. En todos los casos (excepto uno)
ellas o sus parejas tenían el contacto de parientes que ya estaban instalados en alguna
provincia y que les ofrecieron trabajo y vivienda al llegar. Mientras algunas migraron
directamente a La Plata, donde viven en la actualidad, otras pasaron por distintas
provincias, trabajando ya sea en la horticultura o de manera temporaria en la cosecha de
distintas producciones agrícolas. Algunas también se emplearon durante un tiempo en el
servicio doméstico, en la costura, o en la atención al público en verdulería, pero el trabajo
más estable a lo largo de la trayectoria laboral ha sido el de la producción hortícola.
En todos los casos, las familias pasan por los distintos peldaños de la escalera boliviana,
empleándose en quintas hortícolas como peonas o trabajando por día, luego trabajando
en mediería, hasta alcanzar el arrendamiento de una parcela para cultivar por cuenta
propia. Dependiendo del caso y los contactos, algunas ya comienzan directamente
trabajando como medianeras. Las posibilidades de expansión o de resistencia están
relacionadas, además, con el momento de la constitución familiar (es decir, cuántos
miembros están en condiciones de trabajar, y cuántos deben ser cuidados, como niños/as,
ancianos/as, o personas enfermas). Como mencionamos, la escalera no siempre es
ascendente, y en momentos de crisis económica, necesidad de ahorro o pérdida de la
producción por algún motivo (en general climático), retroceder (regresando a la mediería,
o empleándose de manera ocasional como peón/a) puede ser una estrategia de
persistencia.
Otro punto de inflexión en las trayectorias tiene que ver con la maternidad. Todas las
entrevistadas (excepto una que no pudo tener hijos/as), fueron madres por primera vez
entre los 14 y los 22 años, y esto significó un cambio importante en sus vidas, en el sentido
de ya no poder dedicarse exclusivamente a ellas mismas y tener que trabajar para
mantener a la criatura. Ninguno de estos primeros embarazos fue planificado y, en
consecuencia, se interpuso con otros planes que ellas tenían en mente, como el estudio o
el trabajo. A partir de la maternidad, todo lo que hacen (y principalmente todo el dinero
obtenido en el trabajo) se destina prioritariamente a la crianza.
Una diferencia entre las productoras que vivieron su infancia en Bolivia y las de la
segunda generación, que se criaron en Argentina, tiene que ver con el nivel educativo.
Quienes pasaron su infancia y adolescencia en Argentina llegaron a completar el nivel
secundario (o llegaron al último año) y presentan más aspiraciones que las primeras para
continuar estudiando e inclusive cambiar de profesión.
El último punto de inflexión, si bien incipiente, ya que abarca los últimos 2 o 3 años de
las trayectorias, se refiere a la participación de las entrevistadas en una organización
gremial. Los cambios asociados a esta militancia tienen que ver con comenzar a
considerarse sujetas de derecho como agricultoras, aspirando a organizarse para mejorar
sus condiciones de vida y de trabajo, y particularmente con su participación en las rondas

42
de mujeres, donde se problematiza la violencia de género, el machismo y los roles
asignados a la mujer en la sociedad.
Esta información se encuentra condensada en el siguiente cuadro (ver cuadro Nº 1):
Cuadro Nº1: Principales datos de las trayectorias de las entrevistadas

Fuente: elaboración propia en base a las entrevistas biográficas realizadas

43
Capítulo 2. Relaciones de género en la economía campesina de
Bolivia y el momento de la migración
Introducción
Partiendo del objetivo general de analizar los roles ocupados por las mujeres en la
agricultura familiar y sus transformaciones, tomando como objeto de estudio a las
campesinas bolivianas que migraron hacia Argentina para trabajar en la horticultura, en
este capítulo presentamos un análisis de las principales características de las formas de
vida del campesinado en Bolivia y de los procesos migratorios que involucran su
movilidad geográfica, internamente y también hacia países limítrofes como Argentina.
Prestamos especial atención a los roles y relaciones de género establecidos y
desarrollados en las formas de organización del trabajo a lo largo de las trayectorias
familiares y laborales de las entrevistadas.
En el primer apartado introducimos una contextualización socio-histórica sobre Bolivia,
con el objetivo de comprender el proceso migratorio de su población hacia Argentina.
Como veremos, lejos de constituir un hecho aislado, este flujo forma parte de una
tradición de movilidad de los pueblos andinos desde el período postcolonial.
En el apartado 2 de este capítulo abordamos las infancias campesinas, y a través de la
historia de Sandra vamos desandando las condiciones de vida y las relaciones de género
en la familia campesina y en la producción para el autosustento.
En el tercer apartado analizamos el primer punto de inflexión en las trayectorias, que
corresponde a la migración del campo a la ciudad para trabajar en el servicio doméstico.
A partir de los relatos de Elizabeth, Cintia y Carola, analizamos las primeras inserciones
laborales de estas jóvenes campesinas, delineando el peso de las relaciones de género para
comprender las trayectorias típicas en el ingreso al mercado laboral en los sectores
informales.
En el cuarto y último apartado realizamos un análisis de la migración internacional, que
también constituye un punto de inflexión en las trayectorias de las mujeres entrevistadas.
Siguiendo el pasaje de Yeni por distintas provincias de Argentina analizamos las
particularidades de los procesos migratorios transnacionales, y las tensiones inherentes a
la migración como un proyecto individual y como un proyecto colectivo/familiar, desde
el punto de vista de las mujeres.

1. Contextualización socio-histórica sobre Bolivia y su cultura migratoria


“aquí cada valle es una patria, en un compuesto en el que cada pueblo
viste, canta, come y produce de un modo particular y todos hablan
lenguas y acentos diferentes sin que unos ni otros puedan llamarse por
un instante la lengua universal de todos.”
René Zavaleta Mercado, Las masas en noviembre, 1983.
Zavaleta Mercado describe a la sociedad boliviana como abigarrada, refiriéndose a que
allí se han superpuesto históricamente diferentes épocas económicas -podemos llamarlas
feudalismo y capitalismo- sin combinarse demasiado. Esto ha dado lugar a que distintos
modos de producción, culturas y tiempos sociales se sucedan en el mismo escenario,
mezclados pero independientes, y entrelazados por los particularismos regionales de cada
territorio. Como consecuencia, se reproducen en la sociedad boliviana lógicas

44
demográficas diversas y ejercicios asimétricos del poder, arrastrados desde la herencia
colonial y que aparentan una dispersión irremediable, pero en la cual el autor encuentra
un punto de unificación, precisamente, en una intersubjetividad construida en torno a la
vida política del país y las sucesivas crisis que ha vivido (1983, pp. 214–216).
En este apartado procuramos recapitular las principales transformaciones de la estructura
socio-económica de Bolivia, que nos permiten comprender tanto la sociedad en la cual
nacieron y se criaron las mujeres que son sujeto de esta investigación, como la tradición
de movilidad geográfica que caracteriza a estos pueblos andinos. Si bien comprender la
historia boliviana nos remonta al período colonial, por la manera en que la colonización
delineó formas de dominación que se perpetúan hasta hoy, el período que abarca nuestro
análisis incluye desde el período de implantación de reformas estructurales basadas en el
modelo económico neoliberal (ejecutadas no sólo en Bolivia sino en toda América Latina
desde los años ‘70 y con fuerza en los ‘90) hasta la actualidad. Esto coincide a su vez con
la infancia de varias de las entrevistadas y con el contexto en el cual se dan las
migraciones hacia Argentina.

1.1. Antecedentes sobre historia y estructura socio-económica boliviana

La estructura social boliviana reproduce, desde su independencia en 1825 y hasta


mediados del siglo XX, el modelo económico colonial basado en la minería, los obrajes
y la hacienda, como productora de materias primas para los países capitalistas
desarrollados. Estas unidades de producción complejas, que empleaban mano de obra a
través de distintos métodos de coacción, se dedicaban a la exportación y, en menor
proporción, a abastecer el mercado interno. Por otro lado, las pequeñas unidades
productivas de subsistencia que existían (en manos de productores familiares o
comunidades indígenas), se fueron desestructurando a medida que se acentuaba la
explotación de la población originaria, y avanzaba una estructura agraria basada en el
latifundio (Cassanello, 2014, pp. 42–43). Este proceso de expropiación de tierras
comunales refuerza las relaciones de explotación heredadas de la colonia, y se
fundamenta en una ideología racista muy difundida entre las elites dominantes criollas
(Rivera Cusicanqui, 1985). El epicentro económico en ese momento era la región del
altiplano (zona andina), con una fuerte tradición minera, y en menor medida la de los
Valles (zona subandina), donde existía una agricultura diversificada orientada al mercado
interno. Los llanos del oriente se dedicaban a la ganadería extensiva y contaban con baja
densidad poblacional (ver mapa Nº3).

45
Mapa Nº3: División político-administrativa de Bolivia. Regiones y departamentos

Fuente: http://unidadeducativasanjuan.blogspot.com/2013/10/tema-las-zonas-geograficas-de-bolivia.html
En 1952, y como consecuencia de la conflictividad social desatada por el impacto que
tuvo la crisis mundial del capitalismo de 1930 en la economía dependiente minera, se da
un proceso insurreccional liderado por una alianza de campesinos, obreros, mineros y una
incipiente burguesía nacional, agrupada en el Movimiento Nacionalista Revolucionario
(MNR). Este proceso revolucionario implicó tanto una ruptura con la hegemonía de la
oligarquía minera (con la nacionalización de las minas), como la irrupción a la vida social
y política de sectores históricamente excluidos, otorgando el voto a la mujer y a las
personas analfabetas. Su medida más trascendente fue la reforma agraria que, según datos
del Instituto Nacional de Estadísticas (INE) de Bolivia, incorporó a más de 2 millones de
campesinos a la economía. El gobierno del MNR impulsó la consolidación de una
integración de las distintas regiones bajo un proyecto nacional anclado sobre todo en la
sustitución de importaciones de productos agrarios y la exportación de petróleo. Este
modelo de desarrollo se basó principalmente en el poblamiento y expansión de la frontera
cultivable hacia el oriente del país (históricamente menos poblado). Sin embargo, estas
políticas generaron un crecimiento económico desequilibrado, que consolidó al oriente
como la región pujante mientras los departamentos del altiplano permanecían sumidos en
la pobreza y como expulsores de población hacia aquellas regiones productivas.
El contexto internacional de la guerra fría y la influencia de la Revolución Cubana (1959)
en América Latina, lleva a una polarización de la política boliviana, entre el surgimiento

46
de un movimiento revolucionario y la implantación de la doctrina de seguridad nacional
orquestada por el gobierno de Estados Unidos y ejecutada por las fuerzas armadas locales.
En 1971 comienza una dictadura militar que, en consonancia con lo que estaba
sucediendo en Chile, Uruguay y posteriormente Argentina, impulsó un proyecto nacional
desarrollista, basado en la realización de grandes obras de infraestructura a través del
endeudamiento externo y los ingresos del sector minero y agro-exportador. Esta década
culmina con uno de los períodos de mayor inestabilidad política y económica de Bolivia,
con una sucesión de golpes de Estado y gobiernos de facto que derivaron en una crisis
económica con un proceso inflacionario y recesivo, agravado por una profunda crisis
institucional. La salida de esta crisis viene dada por la llegada en 1985 del presidente Paz
Estenssoro y la consumación del modelo neoliberal que ya habían iniciado los militares,
a través de la aplicación de reformas estructurales en la economía nacional y en la
administración pública. Así, se suceden la descentralización y privatización de las
empresas públicas de minería y petróleo, el viraje del modelo productivo a la exportación
de recursos naturales como el gas y la soja, y la reforma del Estado. La desocupación, la
pobreza y el descontento social producto de estas reformas tuvieron su ápice en los
conflictos por la privatización del agua, en el año 2000, y del gas en el 2003. Sería el
inicio de una reestructuración de las relaciones políticas en Bolivia, con fuerte
participación y liderazgo de las comunidades indígenas y sus reivindicaciones.
La guerra del agua y del gas18 delinearon la consolidación del Movimiento al Socialismo
(MAS) como fuerza política, y la llegada a la presidencia de Evo Morales Ayma en 2006
como primer presidente indígena en la historia del país, y quien ha resultado electo por 3
veces consecutivas hasta la actualidad. Su discurso articula de manera radical la defensa
de la madre tierra y el fortalecimiento del Estado en áreas estratégicas de la economía,
proponiendo un proyecto de país alternativo al desarrollo neoliberal, con la reivindicación
de la ancestralidad indígena y la valorización de las diversas etnias que componen a la
sociedad boliviana como sujetos de derecho.
A través de un proyecto que combina la extracción de hidrocarburos bajo control del
Estado, con una política basada en la capacidad de ahorro y de estabilidad financiera, el
gobierno de Evo Morales (período 2006-2017) alcanzó el desempeño económico con
mayor crecimiento de toda la región. En esta década el Producto Bruto Interno (PBI) de
Bolivia creció en un 78% a precios constantes, con un crecimiento promedio anual del
4,9% (por encima de las proyecciones realizadas por la CEPAL o el FMI). Este
crecimiento se concentró principalmente en la actividad minera, la construcción y el
sector público, denotando una ampliación constante de la inversión pública como motor
del desarrollo nacional, junto con la inversión extranjera directa. Uno de los logros que
asume el gobierno de Morales es la llamada “bolivianización de la economía” al mantener
unas finanzas estables que le permiten dejar de depender de una moneda extranjera como
el dólar en sus transacciones financieras, como resultado de la estabilidad y resultados
macroeconómicos favorables. En relación a la evolución de los indicadores
socioeconómicos, observamos un aumento del 312% del salario mínimo, con un sesgo
redistributivo hacia aquellas ocupaciones históricamente peor remuneradas como son los

18
Para un análisis más profundo sobre este período histórico en Bolivia consultar: García, A., Gutierrez,
R., Prada, R., Quispe, F. y Tapia, L. (comps) (2001). Tiempos de rebelión (La Paz: Muela del Diablo);
García, A., et al. (2000). El retorno de la Bolivia plebeya (La Paz: La Comuna).

47
trabajadores y trabajadoras eventuales, el personal de servicio y los/as obreros/as.
Asimismo, la pobreza extrema se redujo, en este período, en un 21,1% (CELAG, 2018).
Considerando que las mujeres entrevistadas salieron de Bolivia entre 1991 y 2008, y que
este período es representativo del flujo migratorio que caracteriza a la comunidad
boliviana asentada en el cinturón hortícola de La Plata (García, 2011b), nos interesa
mostrar a continuación algunos datos que permiten dar cuenta de las características de la
estructura socioeconómica boliviana en el momento en el que ellas parten hacia
Argentina. Por una cuestión de acceso a los datos y de presentación de los mismos, esta
caracterización se realiza en contraste con el período posterior, que es el correspondiente
a la gestión de Morales, más allá de que no fuera vivida por ninguna de ellas.
La estructura social boliviana ha sido históricamente sumamente desigual y polarizada,
con altísimos niveles de pobreza estructural, y si bien todos los índices han mejorado a
partir de los gobiernos del MAS, buena parte de su población continúa viviendo en la
pobreza. Según datos publicados por el Ministerio de Economía y Finanzas Públicas en
2016, la pobreza extrema19 en Bolivia ha pasado de afectar al 38,2% de la población en
el año 2005, al 17,3% en el año 201420. La población rural campesina ha sido uno de los
sectores históricamente más afectados por la condición de pobreza, vulnerabilidad y
desprotección, aunque así también ha sido uno de los que ha mejorado considerablemente
su situación en la última década. Como veremos en el apartado 4, una de las entrevistadas
reflexiona respecto de este crecimiento económico en Bolivia, mencionando que las
mejoras en infraestructura en las áreas rurales llegaron, por ejemplo, a los cerros donde
vive su familia, una vez que ya “todos” (en relación a los y las jóvenes de su generación)
habían migrado.
Otros indicadores que permiten apreciar las transformaciones socioeconómicas de
Bolivia en las últimas décadas son aquellos referidos al acceso a la salud y educación,
donde observamos un incremento sustancial y continuo en todos los índices consultados.
A modo de ejemplo exponemos algunos datos relevantes elaborados por el Instituto
Nacional de Estadísticas (INE) de Bolivia. Para el acceso a la educación retomamos la
evolución en los niveles de alfabetismo y del máximo nivel de instrucción alcanzado en
las áreas rurales entre 1976 y 201221. Podemos observar que los altos índices de
analfabetismo se han reducido de forma exponencial a lo largo de estas cuatro décadas,
alcanzando una tasa de alfabetismo total del 94,8% en 2012 (ver tabla Nº1). Además, se
ha ido achicando la brecha entre hombres y mujeres, reduciéndose casi 20 puntos entre
1976 y 2012, de los cuales 7,2 fueron entre 2001 y 2012 (ver gráfico Nº4). Vale aclarar

19
Lo que en Argentina se denomina “indigencia”.
20
Ministerio de Economía y Finanzas Públicas del Estado Plurinacional de Bolivia. Noticias del Ministerio:
“Bolivia es el país con mayor reducción de pobreza extrema y menor desempleo de la región” “En 2005, la
pobreza extrema en Bolivia alcanzó a 38,2%, es decir, 4 de cada 10 bolivianos vivía en extrema pobreza;
sin embargo, gracias a las políticas sociales implementadas por el gobierno nacional desde 2006, como las
transferencias condicionadas en efectivo (Bono Juancito Pinto, Renta Dignidad y Bono Juana Azurduy)
otorgada a la población más vulnerable, las subvenciones cruzadas, los incrementos salariales, entre otros,
este indicador disminuyó a 17,3% en 2014, lo que significa que de cada 4 pobres extremos, 2 mejoraron su
condición de vida. Entre 2005 y 2014, el país logró disminuir la pobreza extrema en más de 20 puntos
porcentuales.” (29/06/2016)
https://www.economiayfinanzas.gob.bo/index.php?opcion=com_prensa&ver=prensa&id=3673&categoria
=5&seccion=306 (última visita: 07/03/19)
21
Este período, que incluye los últimos cuatro censos de población, corresponde por su parte, con el curso
de vida de las entrevistadas, a quienes nacieron (las que nacieron en Bolivia) entre 1977 y 1989.

48
que, en las áreas rurales, los índices de analfabetismo y la desigualdad de género son más
altos que en las áreas urbanas, alcanzando la brecha entre varones y mujeres rurales, aún
en 2012, los 10,8 puntos porcentuales (ver tabla Nº1). La desigualdad en el acceso a la
educación entre varones y mujeres es algo que aparece como una constante en los hogares
de origen de las mujeres entrevistadas y que se ve reflejado en los porcentajes marcados
en rojo en la tabla Nº1: en 1976 sólo el 31,8% de las mujeres estaba alfabetizada, mientras
en 2001 el 62,1%. En todos los censos (incluido 2012) la diferencia porcentual entre
varones y mujeres sobrepasa los dos dígitos.
Tabla Nº1: Tasa de alfabetismo, por sexo, según censo y área, población de 15 años o más, censos 1976,
1992, 2001 y 2012 (en porcentaje)

Censo y Área TOTAL Hombres Mujeres Brecha H-M


CENSO 1976 63,0 75,7 51,2 24,5
Urbana 84,8 93,8 76,8 17,0
Rural 46,9 62,8 31,8 31,0
CENSO 1992 80,0 88,2 72,3 15,9
Urbana 91,9 96,2 86,5 9,8
Rural 63,5 76,9 50,1 26,8
CENSO 2001 86,7 93,1 80,6 12,4
Urbana 93,6 97,5 90,0 7,5
Rural 74,2 85,6 62,1 23,5
CENSO 2012 97,5 97,5 92,3 5,2
Urbana 98,9 98,9 95,8 3,1
Rural 94,8 94,8 83,9 10,8
Fuente: elaboración propia en base a INE (2015, p.37)

Gráfico Nº4: Bolivia: tasa de alfabetismo de la población de 15 años o más de edad, según censo y sexo,
censos 1976, 1992, 2001 y 2012 (en porcentaje)

Fuente: INE (2015). Censo de Población y Vivienda 2012 - Bolivia - Características de la población. p.38.

Respecto de los niveles de instrucción alcanzados en las áreas rurales, encontramos que
la relación entre ninguna participación en el sistema educativo y el acceso a la educación
secundaria se revierte entre 1976 y 2012: la altísima no-participación (58,2%) se reduce
3,6 veces llegando a 15,9 puntos porcentuales), y el acceso al secundario (un ínfimo 4,6%)
se multiplica por 7, y pasa a 32,7 puntos porcentuales. Sin ir más lejos, esta relación

49
también es marcada si comparamos los datos correspondientes a la década entre 2001 y
2012, donde la no participación y la educación secundaria disminuyen y aumentan
respectivamente más de 10 puntos porcentuales (ver gráfico Nº5).
Gráfico Nº5: Bolivia-área rural: nivel de instrucción más alto alcanzado de la población de 19 años o más
de edad, censos 1976, 1992, 2001 y 2012 (en porcentaje)

Fuente: INE (2015). Censo de Población y Vivienda 2012 - Bolivia - Características de la población. p.42.
Si observamos los indicadores sobre el acceso a la salud, como por ejemplo el lugar de
atención del último parto, encontramos que esta tendencia se replica. Por caso, entre 2001
y 2012 prácticamente se revierten los porcentajes de partos realizados en el domicilio o
en un establecimiento de salud, sobre todo en las áreas rurales. Mientras que en 2001 más
del 60% de los partos rurales ocurrían en un domicilio, en 2012 el 60% de los mismos
tienen lugar en un establecimiento de salud. Evidentemente, para las áreas urbanas estos
porcentajes disminuyen, pero es notable que los partos en un domicilio se reducen a
menos de la mitad en esta década (ver gráfico Nº6).
Gráfico Nº6: Bolivia: Población de mujeres de 15 a 49 años, por lugar de atención del último parto (en %)

Fuente: INE (2015). Censo de Población y Vivienda 2012 - Bolivia - Características de la población. p.57.
Todos estos indicadores, que denotan altos niveles de pobreza y precariedad,
fundamentalmente para la población rural e indígena y previo a la llegada del Movimiento
al Socialismo, dan cuenta de las condiciones de vida de subsistencia de las familias
campesinas que describieron las entrevistadas a la hora de relatarnos su infancia.
Esto les ha llevado históricamente a desarrollar estrategias de reproducción y
supervivencia, diversificando sus actividades económicas para complementar los

50
ingresos familiares, y entre las cuales se destaca la venta de fuerza de trabajo fuera de su
lugar de origen, ya sea en otros departamentos dentro de Bolivia como en otros países,
como lo han hecho todas las entrevistadas y sus familiares. Sin embargo, varios autores
y autoras insisten en que la migración como estrategia de subsistencia o motivada por la
búsqueda de empleo no se explica únicamente por factores económicos, sino que existen
elementos simbólicos y culturales que se juegan en dichos desplazamientos (F. A. Rivero
Sierra, 2013). Este imaginario se nutre tanto de la existencia de una cultura migratoria,
donde migrar forma parte de las expectativas en términos de desarrollo individual,
familiar y comunal (Cassanello, 2014, p. 90), como también de una idea de modernidad
asociada al cambio que implica salir de la comunidad de origen hacia un nuevo país, y
donde se sabe que otros paisanos y paisanas ya han sido exitosas. Hinojosa, Pérez y Cortez
(2000) explican de esta manera cómo la idea de lo moderno funciona como aglutinador
de un imaginario colectivo migrante:
reconocemos también la existencia de factores culturales e ideológicos que influyen
en la decisión migratoria, donde el acceso a centros urbanos, bienes y experiencias
novedosas ligadas a un “imaginario de lo moderno” arraigado en Argentina, atraen
el interés de los jóvenes. Ciertos componentes simbólicos del mundo “moderno”,
en la medida que transmiten mensajes y ciertas formas de representación del
mundo, desempeñan un rol aglutinador del grupo, actuando y estructurando el
inconsciente individual de las personas para posteriormente, en términos sociales,
proyectar un imaginario colectivo. (Hinojosa G. et al., 2000, p. 62)
En el próximo apartado analizamos la relación entre la construcción de una cultura
migratoria (asociada a, pero no solo, las condiciones de extrema pobreza del
campesinado) y la decisión de las entrevistadas de migrar hacia Argentina. En ese sentido,
esa decisión individual forma parte a su vez, de un proceso histórico colectivo que conecta
a ambos países de manera continuada desde el siglo XIX.

1.2. La construcción de una cultura migratoria y los flujos de Bolivia hacia


Argentina

Al relacionar los movimientos migratorios internacionales con las migraciones internas


en Bolivia, Cassanello (2014) señala que es posible hablar de una “cultura migratoria”,
relacionada con condiciones estructurales específicas y transformaciones sociales locales,
que van configurando una migración en etapas. Este proceso paulatino involucra
migraciones del campo a la ciudad y por distintos departamentos de Bolivia,
constituyendo estrategias de mejora económico-social y generando procesos de
aprendizaje que posteriormente facilitan la migración internacional. Migración interna e
internacional forman parte, así, de una misma trayectoria de movilidad (Cassanello, 2014,
pp. 41–42).
La construcción dentro de un país de una cultura migratoria significa que los
movimientos poblacionales entre regiones y aún cruzando la frontera nacional, se
constituyeron como opciones válidas durante décadas y aún siglos. La
naturalización de la opción de migrar como opción de vida va de la mano de la
consolidación de esta cultura migratoria, en donde se entrelazan la decisión
individual, familiar y colectiva. (Cassanello, 2014, p. 90)
La autora hace hincapié en que la migración boliviana, antes que ser un hecho aislado o
excepcional, se convierte en “una forma de vida”, asimilada y avalada a través de

51
generaciones como una estrategia válida de supervivencia y de mejora de las condiciones
de vida del grupo familiar.
A pesar de que la migración boliviana (en general, pero particularmente hacia Argentina)
data de los primeros períodos postcoloniales, la implantación del modelo de desarrollo
neoliberal a partir de la década del ’70 acentúa y consolida los procesos migratorios, como
respuesta a las transformaciones “demográficas, sociales, económicas y culturales que
afectaron el desarrollo individual, familiar y social de los sujetos en su país de origen.”
(Cassanello, 2014, p. 32). Estos cambios responden, al mismo tiempo, a transformaciones
de los procesos migratorios sucedidos a nivel global.
Las migraciones bolivianas (particularmente desde la frontera tarijeña) hacia Argentina
pueden dividirse, siguiendo a Hinojosa G., Pérez C., & Cortez F. (2000), en tres períodos.
Los primeros registros de flujos migratorios por motivos laborales datan de 1875, para
satisfacer la demanda de fuerza de trabajo en los ingenios azucareros, y se estima que un
20% permaneció residiendo en las provincias de Salta y Jujuy (op. cit., p.30-31). Un
segundo factor que impulsó la migración hacia esta región fue la Guerra del Chaco (1932-
1936), dado que las familias campesinas huían para evitar ser reclutadas como asistencia
del ejército. Posteriormente, el flujo continuó, tanto para ocuparse en los ingenios como
en la producción de hortalizas.
El segundo período, a partir de 1950, corresponde con la predominancia de migraciones
temporarias hacia Argentina, donde los campesinos van recorriendo varias provincias
como Salta, Jujuy, Corrientes o Santa Fe, para emplearse en diversas tareas agrícolas
estacionales. Hasta entonces, la estructura social boliviana mantenía resquicios de la
época colonial, con una economía basada en grandes latifundios, en los cuales el
campesinado debía prestar servicios personales a los terratenientes a cambio de poder
trabajar una parcela de tierra (Cassanello, 2014, p. 44). La revolución nacionalista de
1952 impulsó, entre otras reformas, la división de las tierras y su entrega en propiedad a
comunidades campesinas y pequeños productores. Esta reforma agraria
(…) además de reconocer como propietarios de las parcelas a los peones o
‘arrendatarios’ que trabajaban en las haciendas, los liberó de las obligaciones
laborales y económicas que los mantenía atados al patrón latifundista. Ello implicó
en lo inmediato que el recién denominado campesino tomaba sus propias decisiones
y disponía de mayor capacidad de movimiento. La migración estacional se convirtió
en una de sus estrategias más frecuentes. (Hinojosa G. et al., 2000, p. 32)
La reforma agraria implicó, en un primer momento y como menciona el autor, la
liberación de una masa de campesinos que, al no tener que pagar obligaciones al
terrateniente, podía moverse libremente por el territorio, retomando una tradición cultural
migratoria de antaño. Después de un período en Argentina donde conseguían reunir algún
ahorro, regresaban para asentarse en sus comunidades de origen. A fines de los años 70,
con la tecnificación de la industria azucarera y la consecuente merma en la demanda de
mano de obra, la migración boliviana rural se orienta casi exclusivamente a las quintas
agrícolas.
A partir de 1976 inicia el tercer período, en el cual la migración estacional, consolidada
por las redes sociales y el conocimiento sobre las temporadas de cosecha adquiridos en la
etapa previa, se combina con asentamientos definitivos en Argentina. Este incremento de
la migración permanente se explica principalmente por dos motivos. Por un lado, se trata
de una consecuencia tardía de la reforma agraria mencionada, en la cual hijos/as y
nietos/as de campesinos propietarios se enfrentan a una exacerbación del minifundio fruto

52
de la división de las tierras a través de la herencia. Esto se traduce en una escasez de
fuentes de trabajo y de tierras disponibles que motiva la migración de los miembros
jóvenes del hogar. Por otro lado, encontramos otro motivo de permanencia en el país en
la expansión de la mediería22 como forma asociativa en la horticultura de Argentina, la
cual se convierte en el principal medio que posibilita la acumulación de capital y posterior
asentamiento de los y las migrantes en los cinturones hortícolas del país. Estas
migraciones con un destino rural, a diferencia de las dirigidas hacia zonas urbanas, se han
caracterizado por “concentrarse en unas pocas zonas agrícolas, conformando núcleos de
residentes y familiares entre los cuales se construyen fuertes lazos de solidaridad” (op.
cit., p.38).
La inmigración boliviana hacia el cinturón hortícola de La Plata es oriunda
fundamentalmente del departamento de Tarija, aunque en menor medida también de
Chuquisaca y Potosí. En su gran mayoría las familias tienen un origen campesino, y
llegaron a través de redes sociales de parentesco o a través del contacto de alguna persona
conocida de su pueblo. Las trayectorias laborales y familiares de las entrevistadas dan
cuenta de los itinerarios migratorios mencionados, en los cuales sus padres y otros
parientes (de ellas o de sus maridos) de la generación anterior se emplearon como
trabajadores/as golondrina recorriendo distintas provincias de Argentina, aprendiendo el
oficio y estableciendo los lazos que permitieron la posterior inserción en la agricultura de
las entrevistadas, sus hermanos y hermanas, primos/as y cónyuges. Muchas de ellas
narran explícitamente la falta de tierras para cultivar debido a la fragmentación de las
parcelas productivas a través de la herencia (como vimos, una consecuencia indeseada de
la Reforma Agraria), como una de las causales fundamentales de la migración.
A continuación presentamos, a través de distintos relatos de vida, las condiciones de vida
y de trabajo de las entrevistadas y sus familias en el interior rural boliviano, y los
recorridos migratorios que las llevaron a asentarse en el cinturón hortícola de La Plata,
analizando particularmente las relaciones de género en los distintos ámbitos: la familia
campesina, el servicio doméstico en las ciudades bolivianas y en el proceso de migración
internacional hacia distintos puntos de Argentina.

2. Infancias campesinas: trabajar para sobrevivir


En este apartado abordamos, a través de la historia de vida de Sandra, las formas de
organización del trabajo y las estrategias de reproducción de las familias campesinas, en
una economía de subsistencia. Recuperamos particularmente las experiencias vividas en
tanto mujeres campesinas y durante el período de la infancia, para comprender las formas
que asumen las relaciones de género en este contexto particular.

2.1. Historia de vida de Sandra

22
La mediería consiste en un acuerdo asociativo para la producción agrícola entre dos partes: una de ellas
aporta la inversión de capital (es decir, la tierra) y la otra aporta el trabajo, comprometiéndose a realizar
todas las tareas demandadas por el cultivo hasta la cosecha. La producción se reparte posteriormente en
partes iguales o en porcentajes según el acuerdo previamente establecido. Supone una oportunidad para
quien aporta el capital dado que comparte con los/as trabajadores/as los riesgos que conlleva la producción,
y supone también para estos una oportunidad ya que les permite acceder a los medios de producción sin
necesidad de inversión previa.

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“Nosotros trabajábamos así en ronda, todos. Trabajábamos hasta que cerraba
la noche, como siempre lo hacemos acá”.
Sandra nació en la zona rural de Tarija, Bolivia, en 1979. Su padre y su madre siempre se
dedicaron a la agricultura. Su papá, además, era partero y curandero/enfermero. Su mamá
era analfabeta. Ella es la tercera de 6 hermanos y hermanas. Su hermano mayor de muy
joven se fue a trabajar a la ciudad, y la que le sigue apenas se casó se fue a vivir con el
marido, por eso Sandra siempre hizo de hermana mayor. A los 14 años salió para trabajar
en la ciudad, en el servicio doméstico. Al poco tiempo, al quedar embarazada, volvió a
vivir al campo con sus padres, donde crió a su primera hija, Rosa. Allí formó pareja y
tuvo tres hijas más, pero como él no la trataba bien, terminó separándose. A los 29 años,
y después de la muerte de su padre, Sandra se juntó con Lucas (su pareja actual) y decidió
migrar a la Argentina. Él ya conocía el lugar, pues había trabajado algunos años en la
horticultura con su tío en la zona de Olmos, La Plata. Viajaron juntos en colectivo desde
Tarija hasta La Plata, y comenzaron a trabajar como medianeros de aquel tío. Las cuatro
hijas de Sandra quedaron a cargo de su abuela en Tarija, y poco a poco fueron haciendo
su propio camino; todas ellas viven actualmente en Argentina, entre Salta y La Plata.
Después de 9 años trabajando en mediería, hace un año que Sandra y Lucas probaron
empezar a trabajar por su cuenta y alquilan poco menos de una hectárea de invernaderos.
Decidieron tener dos hijas, que hoy tienen 8 y 3 años, y aunque les hubiera gustado tener
un varón, definieron que ya no van a tener más. Hace varios años que ambos participan
de organizaciones gremiales en la región. A partir de esa experiencia, Sandra cuenta que
comenzó a expresarse mejor, a decir lo que piensa y a defender sus derechos. Ella fue una
de las impulsoras de las rondas de mujeres en la zona de Olmos, y se dedica tiempo libre
para encontrarse con sus amigas, jugar al futbol o “chusmear”, y lo que le gusta de la
relación con su marido es que pueden hablar sobre todo. Se ponen de acuerdo para que
cada uno pueda hacer lo que tiene ganas. Si bien el trabajo de la quinta le gusta, le parece
muy sacrificado. Quisiera que sus hijas puedan estudiar y dedicarse a otra cosa. Le
encanta cocinar y su sueño es poder tener un local donde vender comida típica boliviana.
Mapa Nº4: Trayectoria migratoria de Sandra

Fuente: elaboración propia


La infancia de Sandra transcurrió entre los cerros, cuidando cabras y ayudando a su papá
con la producción de papa, arveja, trigo o maíz. También sacaban leche y manteca, hacían
quesos, o carneaban algunos animales. “Yo ayudaba a mi papá, trabajaba, iba a
ayudarle… Allá en Bolivia trabajábamos en cerros, teníamos yuntas de bueyes, echando

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semillas para que produzcan los alimentos para nosotros. Y con mi mamá… mi mamá a
veces iba por detrás con la comida, nosotros íbamos a veces temprano, sin tomar
desayuno”. (…) “Nosotros trabajábamos así en ronda, todos así. Íbamos al cerro a
sembrar papá, maíz, trigo, esas cosas. Y a cuidar las ovejas, andar con las cabras, con
todos esos animales”.
Todos/as en la familia trabajaban, tenían asignada alguna tarea, y marcando una
continuidad con su actividad actual, comenta que era un trabajo muy sacrificado. A
diferencia de la horticultura, los cultivos eran estacionales, y fundamentalmente para el
autoconsumo. “Mi papá trabajaba así, como se trabaja aquí [en La Plata]. Pero él no
hacía madurar lechugas y esas cosas, él hacía madurar era: papa, maíz, trigo. Eso hacía
madurar, para comer.” Producían los alimentos que necesitaban para subsistir, y lo que
les faltaba iban a comprarlo a la ciudad, a veces intercambiaban lo que producían por
otros productos que no tenían. “A veces nos faltaba el azúcar, nos faltaba el jabón, nos
faltaba la carne, nos faltaba un fideo. Y teníamos que bajar dos días caminando, desde
donde yo vivía a la ciudad a comprar esas cosas para dar de comer a nuestros hermanos
más chiquititos. Y entonces yo lo que sabía bajar era con mi papá. Yo conocí la ciudad
de Tarija, así, bajando, caminando. Yo caminaba dos días; una noche y dos días. Nos
quedábamos en el campo a dormir, y después llegábamos a la ciudad a comprar todas
las cosas que necesitábamos, y de vuelta otros dos días para volver a regresar a nuestra
casa.”
Como su hermano y hermana mayores partieron temprano del hogar paterno-materno,
Sandra siempre fue la que ayudó a su papá en todo, trabajando con él a la par y también
cuidando de sus hermanos/as más chicos/as. En el campo no tenían luz eléctrica ni otros
servicios. Se cocinaba a leña y se lavaba la ropa en el río. Tampoco tenían vecinos
cercanos y la vida transcurría principalmente en familia. Todos/as tenían que ayudar, a
trabajar en el campo y también a hacer las cosas de la casa. Eran épocas de mucha
necesidad, a veces no había qué comer, y recuerda que había que hacer mucho sacrificio.
Salir temprano de casa sin tomar desayuno, por ejemplo, o caminar más de una hora por
el campo para llevarle la comida a su papá, que estaba trabajando, y quedarse con él hasta
la noche. “A mis hermanos, los más chiquitos, [los cuidaba] mi mamá. Yo andaba atrás
de mi papá. Mi papá, él me llevaba por todos lados. Hasta para ir al cerro, ver los
animales, yo le llevaba la comida y ya me quedaba con él hasta la noche. Y mi mamá se
quedaba con los otros más chiquitos. Íbamos a la escuela. Si se enfermaban, ella los
cuidaba. Y a veces mi mamá se enfermaba, entonces los cuidaba yo también. Yo les
cocinaba, lavaba la ropa, los atendía. Si caían, peleaban, ya estaba yo ahí para
atenderlos, porque era más grande.”
Desde muy chica, 6 o 7 años, le tocó cuidar a sus hermanos y hermanas más pequeñas,
cocinarles, hacerse cargo de ellos/as. Su mamá le enseñaba los quehaceres del hogar como
limpiar, lavar o cocinar. “Me acuerdo cuando la primera vez, cuando mi mamá me dijo
a mí: ‘hijita vos has ido a la escuela, vas a volver, vas a hacer pan.’ Yo no sabía. Me
dice: ‘vas a hacer pan. Ahí está la harina, ahí está la manteca, ahí está el azúcar, la sal,
la levadura’. Bueno. Yo vine, agarré, hice. Una masa me salió bien y otra me salió mal.
Y bueno, ahí aprendí. Y la comida también. Yo siempre cocinaba, siempre. Yo le veía a
mi mamá cómo cocinaba y cocinaba igual.” Los aprendizajes eran de esta manera,
mirando como lo hacían los adultos y errando hasta aprender a hacerlo bien. Así aprendió
también a limpiar la casa o a lavar la ropa en el río. “A las otras dos también les enseñaba,
pero las otras no daban mucha importancia como yo. Yo en cambio era más grande y
más atención tenía. Las otras eran más chicas, poca importancia le daban.”

55
Los juegos durante la infancia eran en la naturaleza, con los animales, con la tierra, con
los hermanos y hermanas. También solían jugar a las bolitas o hacer muñecas de trapo.
Cuando se enfermaban, se curaban con yuyos, no solían ir al médico ni al hospital,
excepto que estuvieran muy grave, pero no recuerda enfermarse. Hoy Sandra sigue
manteniendo esa tradición y esos conocimientos de curar con hierbas que le enseñó su
papá, aunque en La Plata no encuentra las mismas que había en Bolivia. “Allá hay yuyos,
varios yuyos que acá no hay. Esos yuyos se hervían en una olla de agua, y sabían bañarse,
se bañaban, tomaban esa agua, se hacían vapores y listo, ya estaban guapos.”
Sandra pudo ir a la escuela hasta segundo grado. A pesar de que fue sólo dos años tiene
recuerdos muy vívidos de esa experiencia, sobre todo porque las maestras eran malas y
muy exigentes. Les golpeaban si no cumplían con lo que les pedían, como llegar
temprano, saludar, estar bien aseada o respetar a los adultos. “Rara era la vez un día que
no nos pegaba, pero todos los días nos pegaban. Y por ahí hacíamos la tarea mal. Ella
no te explicaba, ella agarraba, te agarraba con la regla, o si no tenía su trenzado. Con
eso nos pegaba. Y así. Íbamos, pero nunca hemos hecho el pie atrás, siempre hemos ido
a la escuela.”
A diferencia de la educación que reciben hoy sus hijas, la forma de enseñanza no era a
través de la explicación, con paciencia, sino que les obligaban a aprender y a entender las
cosas. Los castigos físicos eran comunes si no comprendían o no cumplían con sus tareas.
A pesar de esto que Sandra cataloga como una “mala experiencia”, valora mucho los
aprendizajes adquiridos en la escuela, y que la han acompañado a lo largo de su vida:
“respetar a la gente y también hacerse respetar”. “Yo lo que aprendí es saber leer,
firmar, el nombre, y algunas sumas. No tan bien, pero las sé. Para defenderme las sé”.
Su padre y su madre la obligaban a ir a la escuela, no la dejaban faltar aunque hiciera frío,
lloviera o tuviera que salir muy temprano, aun de noche. Iban caminando. Pero en
segundo grado su papá necesitaba ayuda en el campo para el cuidado de animales y la
sacó de la escuela para colaborar con la economía familiar. Le hubiera gustado seguir
estudiando, a pesar de que las maestras fueran tan malas. Recuerda haber llorado para
seguir en la escuela. Sus hermanas más jóvenes, en cambio, pudieron dedicarse más
tiempo al estudio. Si bien también ayudaban en la casa, no fueron obligadas a abandonar
la escuela tan temprano.
Sandra no tenía buena relación con sus hermanos varones, ya que los recuerdos que tiene
es que tomaban alcohol y se ponían violentos, inclusive llegando a los golpes con el padre
o con ella. “Tengo mi hermano que es más mayor, pero él es re malo. Es malísimo, y es
borracho. Él toma. Cuando se tomaba llegaba a la casa, me pegaba a mí, le quería pegar
a mi papá, mi papá también se defendía y así que era… él sí es malo, muy malo…” Ellos
salieron rápidamente del hogar, yendo a trabajar a la ciudad. Uno de ellos es camionero
en Brasil. Las que permanecieron más tiempo en la casa familiar han sido las hijas
mujeres.
El padre de Sandra, además de agricultor, también era partero y enfermero, y siempre fue
quien más le enseñó. Con su mamá, en cambio, no tenía buena comunicación. Recuerda
que ella no sabía explicarle bien las cosas, y que además su padre la retaba por no hablarle,
por lo cual le tenía un poco de resentimiento. Su papá, por ejemplo, le explicó lo que era
la menstruación, cómo iba a cambiar su cuerpo y cómo se tenía que higienizar. Ese
momento, a los 13 años, significó para ella el “hacerse mujer”, tener que empezar a
ocuparse de ella misma, de sus elementos de higiene. “Mi papá él me decía: ‘vos de tal
año vas a ser así’, cuando vos no sabés, que cuando sos chica no sabés qué le va a pasar

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a tu cuerpo, entonces mi papá como era partero él me decía ‘vos de 12 a 13, 14 años ya
te va a venir la menstruación. Y es normal, no pasa nada, no vas a tener miedo.’”
A los 14 años y a pesar de que su padre no estaba de acuerdo, porque quería que se quedara
en el campo para ayudarle, Sandra decide migrar a la ciudad para trabajar por su cuenta.
Trabajó como vendedora, empleada doméstica y cocinera, en casas de familia bajo la
modalidad de cama adentro con un día de descanso. Este fue, para ella, el período de su
vida en que vivió con mayor libertad. Tenía amigas, iba a los bailes y gastaba el dinero
que ganaba en lo que quería: cosas para ella, como ropa nueva, o comer afuera. Este
período duró poco menos de un año, hasta que quedó embarazada de su primera hija,
entonces regresó al campo donde su padre le ayudó con la crianza.

2.2. Roles de género en las estrategias de reproducción de la familia campesina

Las familias campesinas en las que se criaron las productoras entrevistadas son familias
numerosas (entre 4 y 10 hijos/as), donde todos/as tenían una tarea asignada para colaborar
con la economía familiar. En un contexto de extrema pobreza, el principal objetivo era
garantizar la subsistencia, a través de la producción de alimentos y del intercambio de lo
producido en las ciudades por otras mercancías de primera necesidad. Se trataba entonces
de una unidad doméstica de producción y de consumo, donde se producían básicamente
valores de uso, y en la cual la principal estrategia era el empleo de la fuerza de trabajo de
todos los miembros de la familia para la producción de alimentos, con muy baja
integración con los mercados.
En esta forma de organización familiar encontramos una clara división sexual del trabajo,
dado que mientras los varones eran los principales responsables por la producción de
cereales y legumbres, el cuidado de los animales o conseguir dinero a través del comercio,
la responsabilidad de las mujeres se centraba en estar a cargo de los hijos e hijas y
ocuparse de las tareas domésticas. Si bien el espacio dedicado para la producción y el
entorno doméstico se encontraban en el mismo terreno, estaban físicamente separados, ya
que los cultivos eran extensivos e involucraban muchas veces el arreo de cabras o chivas
entre los cerros. En esta división del trabajo aparece una primera desigualdad al interior
de las familias, en la que se reproducen los estereotipos de mujer-cuidadora y de hombre-
proveedor, típicos de la ideología patriarcal. La responsabilidad por las tareas de cuidados
y el trabajo doméstico no les quitaba a las mujeres responsabilidad en la producción de
alimentos, sino que estos se adicionaban, pero no ocurría a la inversa en relación a la
responsabilidad de los varones por las tareas del hogar y de cuidados. No obstante, ir a
trabajar al campo implicaba pasar la mayor parte del día afuera, a la intemperie,
caminando o labrando la tierra, por lo tanto no era posible realizar tareas en la producción
y en el hogar en simultáneo (como puede ocurrir en los ámbitos rurales donde el hogar se
encuentra integrado a la unidad productiva). Lo que encontramos más bien es una
organización del trabajo en la cual, en la medida en que los hijos e hijas iban creciendo,
varias de las tareas domésticas y de cuidados iban siendo delegadas y la madre también
salía al campo a trabajar.
El trabajo doméstico era muy sacrificado, e involucraba tareas pesadas como el acarreo
de agua y leña, el lavado de la ropa en el río, la cocina a leña y la elaboración de
prácticamente todos los alimentos a partir de lo producido (incluyendo harina, lácteos o
encurtidos). Para esto último, también recibían a veces a familiares que se acercaban para
ayudar y a cambio se quedaban a comer, estableciendo relaciones de reciprocidad basadas
en el parentesco y en la producción de bienes de uso o de consumo. Una particularidad
que refuerza la naturalización de la división sexual del trabajo en el contexto campesino

57
tiene que ver con la falta de información e inexistencia de métodos anticonceptivos. Esto
hacía que muchas mujeres estuvieran embarazadas o en período de lactancia durante
varios años seguidos, razón por la cual estaban destinadas a permanecer en el hogar,
reforzando la feminización de los trabajos domésticos y el lugar de las mujeres como
“naturalmente” cuidadoras, asociado al rol maternal. Como mencionaba una de las
entrevistadas, que tiene 9 hermanos y hermanas: “no me acordaba cómo era mi mamá
sin estar embarazada, pensaba que así era su cuerpo y sólo de grande fui a darse cuenta
de que estaba esperando un bebé” (Cintia, ronda de mujeres de Los Hornos).
Hombres y mujeres trabajaban entonces a la par en las tareas del campo, y en la medida
en que los niños y niñas podían (a partir de los 6 o 7 años de edad), también se les
asignaban tareas en la producción, como la recolección, la siembra o el cuidado de
animales. No encontramos una distinción por género muy marcada en la asignación de
las tareas productivas, sino que la mayor responsabilidad recaía sobre el hijo o hija mayor,
quien acompañaba al padre al campo, ya fuera el sembradío propio o en los trabajos fuera
por temporada, y ayudándole en todo. Sin embargo, sí existía un mandato muy fuerte en
relación a que las mujeres aprendieran a realizar las tareas domésticas, para poder cumplir
con su rol de esposas-cuidadoras cuando formaran su propio hogar. En ese sentido,
identificamos una desigualdad de género respecto de las oportunidades educativas, dado
que en la medida de sus posibilidades los padres y madres priorizaban el estudio de los
varones de la familia antes que el de las mujeres, esperando que éstos pudieran prosperar
consiguiendo un mejor empleo en la ciudad, y así poder ayudar a sostener el hogar,
reproduciendo el estereotipo del varón-proveedor. La figura del hermano o hermana
mayor es muy importante en esta forma de organización familiar, puesto que en ellos/as
recae la responsabilidad de criar a los hermanos y hermanas menores. De las
entrevistadas, quienes fueron hermanas mayores cumplieron desde muy jóvenes (8, 9 o
10 años) un rol de “autoridad maternal” en el hogar, cuidando, educando o saliendo a
trabajar para sustentar a sus hermanos/as, llegando inclusive a ser llamadas de “mamá”.
Por esta razón, tuvieron menos oportunidades educativas (debieron salir antes de la
escuela) que quienes por ser menores no tenían tantas responsabilidades familiares.
Identificamos a la desescolarización temprana de los hijos e hijas como una consecuencia
de la necesidad de que todos los miembros del grupo familiar aporten para garantizar la
subsistencia, entendiendo al trabajo infantil como una de las estrategias de reproducción
de la familia campesina. Si bien la educación era considerada como un valor, frente a la
necesidad económica de contar con más brazos para la producción, los niños y niñas eran
retirados de la escuela en los primeros años. Esto se acentuaba en el caso de los hijos e
hijas mayores y particularmente en el caso de las mujeres. Así, los hijos e hijas menores
en general asistieron más años a la escuela y tuvieron menos obligaciones laborales que
los y las mayores. Y entre los hijos e hijas menores, los varones fueron más estimulados
que las mujeres para continuar estudiando. Esto daba continuidad a una tendencia que ya
venía de la generación anterior, en la cual en general los padres de las entrevistadas habían
tenido acceso a algunos años de la educación formal o habían aprendido un oficio
(constructor, partero, curandero, agricultor), mientras que las madres -por el hecho de ser
mujeres- no habían sido enviadas a la escuela, y muchas eran analfabetas o directamente
no sabían hablar el español (y manejaban lenguas originarias, como el quechua).
Otra de las estrategias reproductivas de las familias campesinas es la semi-proletarización
de algunos de sus miembros, como forma de obtener algunos ingresos extra, y al mismo
tiempo contar con menos bocas que alimentar en el cotidiano. En esta estrategia podemos
encontrar dos modalidades que no son excluyentes: Por un lado, la venta de fuerza de
trabajo en el mercado por parte del padre, quien como principal proveedor migraba por

58
temporadas para emplearse en distintos sectores agrícolas (principalmente de Argentina)
o en el sector de la construcción (en Bolivia), y quien podía inclusive llevar al hijo o hija
mayor para ayudarle. Por otro lado, y sobre todo en las familias más numerosas, la
proletarización se da a través del envío de los hijos o hijas para vivir en casas de otras
familias más pudientes (muchas veces de parientes o conocidos), quienes estaban a cargo
de su manutención y “educación” a cambio de trabajo. Dependiendo de la familia que les
recibiera, el trabajo podía ser en el campo (cuidando animales o cosechando), o en el
hogar, cumpliendo tareas de servicio doméstico (si eran mujeres). El pago era en especie
(bolsas de alimento que eran entregadas a la familia de origen), o bien en metálico, pero
por un valor menor que el salario convencional para dichas tareas, y también era
entregado al padre o madre de la niña o niño. En general regresaban los fines de semana
para visitar a su familia.
Podemos concluir que la familia campesina, si bien mantiene una división sexual del
trabajo que reproduce la distinción entre responsabilidades domésticas y productivas que
sostienen los estereotipos de mujeres-cuidadoras y varones-proveedores emplea
indistintamente a varones y mujeres en las actividades productivas por la necesidad de
fuerza de trabajo para garantizar la subsistencia. Lo que aparece como significativo
entonces en este contexto, más allá de la propia organización social del trabajo, es
fundamentalmente el rol que cumple la familia campesina como transmisora y
reproductora de un orden de género basada en la ideología patriarcal y en esta división
sexual del trabajo naturalizada. Al entrenamiento desde la primera infancia de las mujeres
como esposas-cuidadoras y como trabajadoras domésticas se suman las menores
oportunidades educativas y la desinformación sobre salud sexual y reproductiva, cerrando
un círculo en el cual la mayor predisposición a realizar tareas de servidumbre, la
experiencia de una realidad que siempre fue así y los embarazos sucesivos naturalizan la
feminización de los trabajos domésticos y de cuidados. Este orden, que es reproducido
por varones y mujeres en una aceptación de roles tradicionalmente asignados, y
garantizado por la autoridad masculina encarnada en el jefe de familia, se sostiene en
última instancia por el control del cuerpo de las mujeres, tanto por su fijación en el rol de
cuidadoras debido a la maternidad continuada, como mediante el ejercicio de distintas
formas de violencia. Ésta puede ser física, psicológica (como las amenazas de abandono,
los celos o el control), de dependencia económica o sexual, y es justificada tanto por el
alcoholismo como por experiencias traumáticas vividas por ellos en el pasado (castigos
físicos en la infancia), generando la conversión en víctima del victimario y la aceptación
de las mujeres de esta situación como destino inevitable.
La violencia de género es un tema que aparece de manera recurrente en muchos de los
relatos y de las historias de vida que reconstruimos durante el trabajo de campo. En el
transcurso de las rondas, muchas veces surge por parte de las productoras la necesidad de
contar lo que les pasó, ya sea a modo de desahogo, para dar un ejemplo, o para pedir
ayuda frente a una situación límite. Como iremos desandando en las próximas páginas,
los roles de género asignados a varones y mujeres en las economías domésticas no están
deslindados de los mandatos y estereotipos basados en la idea del amor romántico, y las
transformaciones en el ámbito de la división del trabajo entre varones y mujeres van
necesariamente de la mano de la construcción de nuevos acuerdos en las relaciones de
pareja.
Una de las cuestiones que nos interesa mencionar concluyendo este apartado, tiene que
ver con el relativo aislamiento que vivían (e incluso viven) las mujeres campesinas. Un
aislamiento que es tanto geográfico, por la ausencia de vecinos/as en los alrededores,
como también de falta de comunicación, posibilidad de expresarse y de tomar decisiones

59
por su cuenta. Las madres, tías o abuelas que estaban a cargo de las mujeres que
entrevistamos son recordadas como mujeres malas, nerviosas o poco comunicativas,
cuyas enseñanzas no tenían tanto valor como las recibidas por parte de los adultos
varones. Podemos vincular estos recuerdos en la relación con las mujeres de su entorno
con las características ya mencionadas de baja escolaridad, analfabetismo y altas cargas
de trabajo doméstico asociadas al número de hijos/as, para intentar comprender esta
situación.
A continuación, analizamos el siguiente punto de inflexión en las trayectorias de las
entrevistadas: la migración interna en Bolivia desde el campo hacia la ciudad, para
emplearse en el servicio doméstico cama adentro.

3. Migraciones internas: el paso por el trabajo doméstico


La mayoría de las productoras que creció en las zonas rurales de Bolivia, tuvo una
experiencia laboral como empleada doméstica en la ciudad. Algunas eran enviadas a la
edad de 8 o 9 años a trabajar en casa de alguna familia al pueblo más cercano para obtener
un ingreso familiar extra, pero fundamentalmente para tener una boca menos que
alimentar en el hogar. Otras, en cambio, decidieron por su cuenta salir a buscarse la vida
en la ciudad como una forma de ganar independencia y manejar su propio dinero. Así lo
relatan en su historia de vida Elizabeth y Cintia, dos hermanas de la zona de Tarija.

3.1. Historia de vida de Elizabeth y de Cintia

“Fueron mis patronas que me enseñaron, me explicaron”


Elizabeth nació en 1977 en el interior de Tarija, Bolivia, en un hogar de origen campesino
extremadamente pobre. Es la segunda de diez hermanos y hermanas. En su infancia
pasaron mucha necesidad, al punto de no tener qué comer, y por eso tuvo que salir a
trabajar fuera de casa a la edad de 9 años. Después de varios años como empleada
doméstica en la ciudad de Tarija, se juntó con su actual marido y partieron al norte de
Argentina a buscar mejor vida y trabajar en la horticultura. Él ya había trabajado allí y
tenía algunos contactos. Después de pasar por la provincia de Salta llegaron a La Plata,
donde se encuentran desde hace 20 años. Allí tuvo dos hijos y una hija: el mayor tiene
21, la siguiente 16 y el más chico 13. Todos aun viven con ella, estudian y también ayudan
con el trabajo de la quinta. El mayor, combina estudios de enfermería con trabajos en la
construcción, mientras su hija se encuentra terminando el secundario y también hace
tortas de repostería para vender. Eli, como la llaman afectuosamente, es una mujer muy
decidida y emprendedora. Viven en un establecimiento hortícola grande, de 40 hectáreas,
propiedad de un productor italiano capitalizado y especializado en la producción de
tomate. Allí su marido está contratado formalmente (es decir, cobra un salario y está
registrado como trabajador), pero toda la familia trabaja (incluido su papá, sus hermanas
y sus hijos) con un acuerdo informal, a destajo. El patrón aporta todos los insumos
necesarios para la producción y el laboreo de la tierra, y les paga un monto fijo23 por cada
cajón de tomate cosechado (es decir, al final del proceso de trabajo). En esa quinta viven
y trabajan aproximadamente 30 familias. Allí, Elizabeth tiene improvisada en su casa
(que es una casilla de madera, precaria) una despensa donde vende todo tipo de artículos

23
En la temporada de verano de 2018-2019 el acuerdo que establecieron fue de $38 por cajón de tomate
cosechado, mientras el valor final de venta de cada cajón en el mercado osciló entre los $150 y los $1500,
dependiendo de la oferta y la demanda.

60
de consumo diario a las familias que viven dentro de la quinta, ya que el comercio más
cercano puede estar a más de 2km de distancia. Pero además, con su marido alquilan otra
quinta donde producen por su cuenta y contratan a otras familias para trabajar como
medianeras, y donde vive y trabaja otro de sus hermanos. Tienen una camioneta y
diariamente se trasladan para cumplir con el trabajo en las dos, que quedan a unos 5 km.
Es ella quien trata con las familias empleadas, maneja la camioneta, negocia con los
intermediarios para vender la producción, y también, los sábados por la mañana, vende
de manera directa en la feria del barrio. Hace dos años y medio que se enteró que había
una organización de productores en la región y se acercó al Movimiento de Trabajadores
Excluidos (MTE Rural) para participar. Desde entonces, ha hablado con todos sus vecinos
y personas conocidas para incentivarles a que se organicen. Además, es la promotora de
las rondas de mujeres en su zona, y responsable del área de tesorería en su grupo. Esta
forma de impulsar siempre hacia adelante buscando mejorar sus condiciones de vida y la
de las personas que tiene alrededor es una característica que la acompaña desde la primera
infancia, ya que al ver que sus padres no daban abasto, salía a trabajar para poder llevar
algo qué comer a sus hermanos.
Cintia es su hermana, 10 años menor, quien lleva más de la mitad de su vida en Argentina,
desde los 14 años que vino por primera vez, y llegó –al menos por ahora– para quedarse.
Vive y trabaja en la misma quinta que Elizabeth con su familia, donde su marido es peón,
contratado, al igual que su cuñado. Él es boliviano, tarijeño, pero de la zona de Bermejo.
Actualmente tienen dos hijas, de 9 y 1 años, y un varón de 5. Si bien Cintia trabaja la
tierra, dice que no le gusta especialmente, y que si pudiera elegir trabajaría en el servicio
doméstico; pero la quinta le permite vivir y trabajar en el mismo lugar, pudiendo ocuparse
de las tareas domésticas, cuidar a su familia y estar con sus hijos.
Cuando nos encontramos, me preguntó para qué quería conocer su historia de vida,
porque era una historia muy triste y su familia siempre sufrió muchas necesidades. Dice
no haber conocido lo que es la infancia, que sólo la conoció cuando tuvo hijos, porque
para ella y para sus hermanos/as siempre fue trabajar. Trabajar y sobrevivir.
Realizamos las entrevistas en el contexto familiar, donde estaban presentes sus hermanas
e hijas, por lo tanto los testimonios estaban atravesados por anécdotas recordadas por
otros miembros de la familia, y también por las preguntas realizadas por las hijas y
sobrinas, quienes no siempre conocían toda esa realidad. A través de su historia
reconstruimos la experiencia del primer empleo de las jóvenes campesinas como
empleadas domésticas en la ciudad.
Mapa Nº5: Trayectoria migratoria de Elizabeth Mapa Nº6: Trayectoria migratoria de Cintia

Fuente: elaboración propia Fuente: elaboración propia

Fuente: elaboración propia


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Cintia y Elizabeth cuentan que vienen de una clase muy baja de Tarija, al sur de Bolivia,
y sus padres, campesinos de origen, intercalaban residencia entre el campo y la ciudad
para poder mantener a sus hijos e hijas. Cintia recuerda que su papá era albañil, trabajaba
en todo tipo de obras en Tarija, y que su madre siempre lo ayudaba. También trabajaban
en el campo, en la cosecha de papa o de maní, o plantando cebolla, e incluso intercalaban
con temporadas como peones golondrina en Argentina. Por lo tanto, la niñez transcurrió
mayoritariamente entre sus hermanos/as, o bajo la tutela de una tía o de su abuela materna.
Recuerdan que se cuidaban entre ellos/as, los mayores a los menores, y desde muy
jóvenes tuvieron que salir a trabajar para poder tener qué comer o para vestirse. La
alimentación era muy simple y deficiente: sopas de arroz, papa y sal, a veces algún huevo
si tenían, o fideos tostados. Sólo comían carne cuando le sobraba a su tía, pero eran
pedazos de grasa sebosa. Recuerdan haber pasado hambre cuando eran chicas, hacen
chistes mencionando que chupaban piedras, pero mencionan con tristeza que uno de sus
hermanos pequeños falleció cuando era bebé, y si bien no lo saben exactamente sospechan
que fue por falta de alimentación.
Las dos fueron a la escuela primaria hasta los 9 años, hasta cuarto grado. Era una escuela
rural, con un mismo maestro o maestra ocupándose de varios cursos al mismo tiempo.
Había hasta el 8vo grado, pero ambas tuvieron que abandonar porque no tenían recursos,
y no podían cumplir con los materiales que les pedían para estudiar. Cintia recuerda que
la escuela era muy estricta y que “algunos maestros te entendían, y otros no, y te exigían
igual” (…) “llegabas y te revisaban si te lavaste las orejas, los pies, si tenés las uñas
cortadas. Si no las tenías era castigo o te mandaban a lavar la cara. Te pegaban. Los
maestros tenían la autoridad de pegarte. Si no hacías algo te daban un castigo, correr
alrededor de la cancha.” Considera que los mayores aprendizajes en la escuela fueron a
respetar a los mayores y a saludar. También sentía que aprendía y que les explicaban bien,
por eso no se queja de lo estrictos que eran.
Elizabeth en cambio describe la experiencia escolar como “una tortura”. El hecho de ver
que los otros tenían para comprarse cosas en el recreo, que tenían algo para comer y ella
no, “era algo horrible”. Recuerda levantar chicles del suelo, o comer los chicles ya
mascados por sus compañeros o compañeras. Además de no poder comprar los materiales
escolares, lo que la llevó a abandonar los estudios a los 9 años fue la necesidad de salir a
trabajar para ayudar a mantener a sus hermanos y hermanas menores.
A las dos les hubiera gustado estudiar más, pero tuvieron que dejar la escuela porque eran
muchos hermanos/as “y no alcanzaba para todos”. Lo decidieron entre ellos/as, porque
los papás no se encontraban en Bolivia en ese tiempo, ya que estaban trabajando en
Argentina. Si bien a la distancia, también manifestaban que les parecía mejor que
estuvieran trabajando que estudiando. “Mis papás, si ellos sabían que vos estabas
trabajando y generabas dinero para ayudar a tus hermanos, era mejor eso que el
estudio.” Consideraban al estudio como una pérdida de tiempo, y además que la escuela
era un lugar donde sus hijas se podrían quedar embarazadas. De muy chicas, a las hijas
mujeres les insistían con que se busquen un marido. “no estaba en sus planes el estudio.
El estudio era un... Había que buscar novio.” Reflexionando, se dan cuenta de que los
padres no les hablaban, no les explicaban los cambios que ocurrían en su cuerpo, y que la
mayoría de las cosas que saben sobre la pubertad se las enseñaron sus patronas (como
también sexualidad, o anticoncepción). Elizabeth cuenta la anécdota de que la madre no
les contaba que estaba embarazada, sino que en determinado momento se iba al hospital
y regresaba con un bebé, y que la explicación que les daba era que los bebés se
“compraban”. Cintia, por su parte, recuerda que en la juventud comenzó a engordar, y

62
que su madre la castigó acusándola de estar embarazada, entonces ella pensaba que los
hijos se hacían comiendo.
Además de las necesidades económicas, la infancia estuvo atravesada por castigos físicos
propiciados tanto en la escuela como en casa. Su padre, alcoholizado, les golpeaba, tanto
a su esposa como a sus hijos e hijas, si por ejemplo llegaban de la escuela más tarde que
lo normal. “No nos mataban de milagro”, reflexiona.
Ambas recuerdan que la infancia transcurrió entre juegos y trabajo. Siempre trabajaron,
por ejemplo, en la cosecha de distintos cultivos como papa, cebolla, maní o arveja en
campos vecinos. Así conseguían, en parte de pago, algunas cosas para comer, aunque
como eran niños o niñas, les pagaban la mitad. Otras tareas que realizaban era buscar agua
en el río, cuidar los animales (chanchos, ovejas) o juntar leña, mientras jugaban a treparse
a los árboles, a hacer figuras de barro o con piedras. Recuerdan que mientras en el campo
el trabajo era parejo entre varones y mujeres, ya en la casa las que realizaban las tareas
domésticas eran las mujeres, a quienes las entrenaban para poder casarse. “[nos
mandaban] a barrer, a cocinar, a lavar la ropa de tus hermanos. Cosa que yo decía ‘¿por
qué no lo hace él [su hermano], si él también es grande?’. Pero siempre te decían ‘vos
sos mujer, vos tenés que aprender. El día de mañana te vas a juntar y no vas a saber
lavar la ropa’, siempre te recalcaban eso.” La mayoría de estas tareas las aprendían
mirando a su mamá, y Elizabeth insiste también en que si bien la madre era quien tenía a
los hijos e hijas, fue ella principalmente quien cuidaba de sus hermanos y hermanas
menores.
Los/as mayores, como Elizabeth, a la edad de 8 o 9 años, ya salían a trabajar en casa de
otras familias, en la ciudad, y regresaban al campo los fines de semana a visitar a sus
hermanos y hermanas. El pago por ese trabajo, que era muy poco, se lo entregaban todo
a su mamá para poder comprar alimentos. “Ponele, venía del colegio, iba a trabajar y
venían, le pagaban a mi tía, y con esa plata teníamos que comprar la comida para todos
los demás.” (…) “Pero eso era supervivencia. No había [ingresos] de otro lado… Eso no
entraba de otro lado.” Esta era una estrategia familiar, además, para tener menos bocas
que alimentar en el hogar. Así, quienes de alguna manera les criaron y enseñaron durante
este período fueron las patronas, quienes estaban autorizadas por sus padres para pegarles
si se portaban mal. “En cambio, yo no trabajaba para mí [como sus hermanos menores].
Era todo para... salí de trabajar de ahí, fui a trabajar a otro lado, y era para mantener a
mamá. Porque me acuerdo que ellos venían a Tarija [sus padres] y decían... ellos te
ponían a trabajar, vas a trabajar acá en tal lugar, “y donde se porte mal, culito”. Culito
decían que te hagan las patronas [habilitando para que les pegaran].”
El primer trabajo de Elizabeth fue a los 8 años, cuidando al hijo de un año de una prima.
Ésta era una “patrona mala”, ya que le pegaba si el niño lloraba y no le tenía paciencia.
Trabajó allí durante 6 meses. De los 9 a los 11 años, trabajó como empleada cama adentro
en la casa de una profesora. Esta fue una “patrona buena”, quien la motivaba para volver
a estudiar, le enseñó a cuidarse, a higienizarse, y también le inculcó valores como a ser
autónoma, y valerse por sí misma. Si bien estaba bien ayudar a su familia, también la
incentivó a trabajar para ella y salir adelante.
Cintia, en cambio, tuvo su primer trabajo remunerado a los 12 años, como empleada
doméstica. Salió sola de la casa paterna para buscar donde emplearse. “Yo lo que quería
en ese tiempo era salir. Había un momento que quería salir, y ahí me escapé de mi casa.
Era trabajar y ganar mi propio dinero y comprarme lo que yo quería”. Recuerda que las
patronas la ponían a prueba, dejaban dinero o cosas de valor tiradas por la casa, para ver
si las robaba. Tenía que realizar todas las tareas del hogar menos cocinar, ya que al ser

63
chica no llegaba a la cocina, o se podía quemar. Allí aprendió todos los quehaceres
domésticos, que por vivir en el campo no había aprendido antes: baldear la vereda, lustrar,
levantar la caca de los perros. Por el hecho de ser menor recibía la mitad del pago normal
para la época por ese trabajo. “Cuando sos chico te pagan la mitad. Aparte si sos de
afuera del pueblo, así del campo, te pagan menos que a una chica que ya tiene más
experiencia y eso. Aprovechan de la situación.” A los 14 años, en una de las vueltas de
su madre de Argentina a Bolivia, al ver las condiciones en las que su hija trabajaba,
consiguió que una mujer boliviana que vivía en Salta (Argentina) la contratase como
empleada doméstica, y la mandó con ella. Por ser menor de edad, pasó la frontera de
manera ilegal con un documento prestado. Al llegar se encontraba indocumentada, y hoy
reconoce ese hecho como un caso de trata de personas. Recuerda a esa patrona como una
“realmente mala”, ya que la golpeaba y no le pagaba. Allí cumplió los 15 años, pero
después de pasar algunos meses, aun sin documentación y sin dinero, decidió escapar. Se
fue a Fraile, en Jujuy, donde deambulaba por los mercados, buscando un lugar para pasar
la noche y alguna changa para ganar algo de dinero. Más tarde consiguió un trabajo como
empleada doméstica en Orán, Salta, donde –a pesar de que era poco– le pagaban y no la
maltrataban. Mantuvo este trabajo por algunos meses hasta que, por una casualidad, se
encontró un día con su hermano mayor, al que no veía hacía años y que en ese entonces
era camionero, en el playón de una estación de servicio. Él le propuso que se fuera con él
a Santa Fe, donde podría trabajar en una verdulería, y accedió. Allí, ya con 16 años, estuvo
trabajando durante un tiempo, pero se sentía controlada por su hermano, y tenía
dificultades para conseguir otros trabajos por no tener documentos. En Santa Fe, su
hermano la convenció para que llamara por teléfono a su mamá, que desde que había
escapado no había sabido más de ella, y a su vez la madre la convenció para que se fuera
a La Plata, donde estaba su hermana mayor (Elizabeth), diciéndole que se encontraba
enferma. Cuando llegó a La Plata vio que no había nadie enfermo, pero se quedó para
trabajar, ayudándola a cuidar a su sobrina que en ese momento tenía meses. Elizabeth ya
vivía y trabajaba en la zona de quintas donde está actualmente, pero a Cintia nunca le
gustó tanto el trabajo de la tierra. Si puede elegir, prefiere el trabajo doméstico. Así fue
que una vez instalada, consiguió un trabajo cama adentro en la ciudad de Buenos Aires
(aproximadamente a 80km de La Plata, 2 horas de viaje), donde estuvo por casi dos años.
Lo consiguió a través de un anuncio en el periódico y fue aceptada tras una entrevista
personal. Trabajaba limpiando la casa, cocinando y cuidando a un bebé de un año. Se
quedaba allí de lunes a sábado, y los domingos volvía a su casa. No estaba registrada
como trabajadora, pero le pagaban un sueldo y los viáticos. En La Plata, en la quinta
donde vivía con su hermana, conoció a su actual marido, Daniel, que también trabajaba
allí y con quien estuvieron de novios durante todo ese tiempo. A los 22 años, cuando
decidieron tener a su primera hija, al enterarse del embarazo, su patrona le dijo que ya no
iba a poder seguir trabajando allí y la echó.

3.2. Los roles de género en las primeras inserciones laborales remuneradas

Como vimos en el relato de Elizabeth y de Cintia, y que se repitió en la mayoría de las


charlas con otras productoras en el marco de las rondas, las primeras inserciones laborales
de estas mujeres campesinas fueron en el servicio doméstico. En muchos casos, el empleo
de los miembros más jóvenes del hogar en la ciudad tenía que ver con una estrategia
familiar de proletarización de parte de sus miembros para diversificar las fuentes de
ingresos y para tener, al mismo tiempo, menos bocas que alimentar en el cotidiano. Este
es el caso de Elizabeth, o también de los hermanos mayores de Sandra, como vimos en el
apartado anterior de este capítulo. Mientras las primeras inserciones laborales fuera del

64
trabajo rural de las mujeres eran en casas de familia cuidando niños y niñas, limpiando o
cocinando, las ocupaciones típicas de los varones jóvenes eran en la construcción, el
comercio o el transporte, repitiendo los mandatos estereotípicos que asocian lo femenino
a los cuidados y al ámbito privado, en una extensión de sus funciones maternales;
mientras los varones acceden a trabajos mejor remunerados y de la esfera pública. El
trabajo doméstico es una salida laboral fácil de conseguir y para la cual no se les exigía
experiencia previa ni requisitos de edad. La mayoría de los contactos eran a través de
conocidos o parientes de sus padres/madres, quienes de alguna manera les hacían “un
favor” contratando a las jovencitas, ya que también se encargaban de cuidarlas y
educarlas. Los padres seguían teniendo la tutela y habilitaban, por ejemplo, que la
disciplina fuera a través de castigos físicos, o los permisos para salir los fines de semana
a pasear o ir a los bailes. Para otras entrevistadas, como es el caso de Cintia o de Sandra,
el trabajo en el servicio doméstico fue una decisión que tomaron ellas mismas para poder
independizarse del hogar de origen y poder comenzar a comprarse cosas para ellas. En
todos los casos esta independencia económica significa poder acceder a bienes de
consumo, como por ejemplo ropa nueva o elementos de higiene, y es vivida como un
momento de libertad (más allá de las restricciones que significaba trabajar cama adentro
con un día libre a la semana).
Si bien la inserción de las mujeres en el servicio doméstico era considerada como una
extensión de sus funciones de cuidado en el hogar de origen, la mayoría de las tareas que
tenían que cumplir en el nuevo trabajo eran nuevas para ellas, ya que nunca habían vivido
en el medio urbano. Tareas como barrer la vereda, pasar el lampazo, juntar la caca de los
perros, pasar el plumero, limpiar adornos o cocinar con gas, eran actividades que nunca
habían realizado en el campo, pero que sin embargo aprendieron rápidamente observando
a otras empleadas con más experiencia o siguiendo las recomendaciones de sus patronas.
La experiencia de trabajo en el servicio doméstico fue también el momento de sus vidas
en el que se relacionaron de manera más cercana con otras clases sociales (más adineradas
que las de su familia de origen). Allí pudieron conocer -desde adentro de la casa e insertas
en la dinámica familiar- cómo viven, cómo se relacionan, sus formas de consumo y sus
valores, lo cual es hasta hoy constitutivo de su propia identidad, principalmente a partir
de la diferenciación: desde los modos de tratar a las personas o criar a los/as hijos/as,
hasta la comida o la decoración del hogar eran aspectos de la vida cotidiana de las familias
pudientes para las que trabajaban, con las que ellas no se identificaban. Sin embargo, esta
percepción también está muy atravesada por la relación que pudieron establecer en ese
momento con sus patronas (y si ésta era una patrona “buena” o “mala”).
Las patronas aparecen como una figura importante para ellas, ya que fueron las personas
de referencia en el momento de su pubertad, representando (para bien o para mal) el
ejemplo de personas adultas en ese período de su vida. Las patronas buenas son
recordadas porque las trataban con respeto, les enseñaban a trabajar y a tener buena
conducta, también valores como la higiene y la buena presencia, e incluso incentivándolas
para salir adelante haciéndose valorar y respetar. Las patronas malas, en cambio, eran
personas que abusaban de su autoridad, desconfiaban de ellas, las trataban con desprecio
y llegaban a infringirles castigos físicos. Estas mujeres fueron quienes les enseñaron gran
parte de lo que saben sobre los cambios que iban aconteciendo en sus cuerpos y sobre su
sexualidad. En esta época el embarazo era, al mismo tiempo, una incógnita (por la poca
información certera a la que tenían acceso) y una amenaza: quedarse embarazada

65
significaba perder el trabajo o comenzar a cobrar menos, además de la carga moral con la
que cargan las madres jóvenes y solteras24.
A pesar de haber padecido estos abusos de poder, todas ellas explican que no mantenían
relaciones de sujeción con estas personas y que en cuanto encontraban oportunidad
renunciaban o se escapaban, buscando emplearse en otro lado. La gran difusión de la
economía informal y del cuentapropismo en Bolivia también nos permite comprender la
facilidad para cambiar de un empleo a otro, basado siempre en changas o en servicios
personales mediante acuerdos de palabra. No obstante, queremos señalar cómo esta
flexibilidad para aprender oficios y cambiar rápidamente de trabajo, constituye en estas
trayectorias una estrategia de resistencia que les permite ir buscando las mejores opciones
y, sobre todo, hacerse respetar. Saber trabajar, y por lo tanto no depender de un solo oficio
ni de un solo patrón (o patrona) es asumido por ellas como un valor, que les permite
enfrentarse a cualquier situación inconveniente y encontrar la manera de salir adelante.
La historia de Carola, otra de las productoras entrevistadas, es muy gráfica al respecto.

3.3. Historia de vida de Carola

“Para mí es fácil. Nada es difícil para mí, lo aprendo rápido.”


Carola nació en 1984 en la zona rural de Sucre, departamento Chuquisaca. Proviene de
una familia campesina numerosa, tiene 10 hermanos y hermanas. Todos y todas ellas
viven actualmente en Argentina y se dedican a la agricultura, excepto uno que es
sordomudo y vive en Sucre con los padres, quienes tienen 70 años y ya están jubilados.
Recuerda una infancia feliz, a pesar de venir de una familia muy pobre, muy humilde,
afirma que nunca le faltó nada. Cultivaban los alimentos que necesitaban para subsistir:
papa, trigo, granos, choclo, maíz. Las cosechas eran para todo el año. Y también criaban
animales. Fue a la escuela hasta segundo grado, luego tuvo que dejar para empezar a
trabajar y aportar al sustento familiar. A partir de los 9 años comenzó a cuidar las chivas
de los vecinos, por lo que le pagaban con bolsas de alimento (papa, maíz).
A los 15 años, se trasladó a la ciudad para emplearse en el servicio doméstico. Nunca
había aprendido a limpiar casas de la ciudad, o lo que era un trapeador, ya que venía del
campo y allí tenían piso de tierra. Aprendió mirando a las otras chicas que trabajaban allí.
Primero a limpiar, y después a cocinar. Así pudo entrar a trabajar como cocinera en otra
casa donde le pagaban más. A medida que fue aprendiendo a trabajar, sentía que tenía
más opciones para elegir el trabajo que le conviniera para poder ganar un poco más. Si le
tocaba una patrona mala, por ejemplo, que la tratara mal o que no la entendiera, no tenía
problema en responderle o en cambiarse de trabajo: “también me sabía defender, no soy
de quedarme calladita.” Trabajó cama adentro para distintas familias, algunas de mucho
dinero, en distintas ciudades de Bolivia como Tarija, o Yacuiba. En ese período conoció
a su actual marido, quien se había recibido de bachiller y trabajaba en la construcción.
Después de un tiempo de noviazgo se mudaron juntos, pero consideraban que no les iba
bien en Bolivia, y decidieron probar suerte en Argentina. Llegaron “así, con una
maletita” a la capital (Buenos Aires), donde él tenía parientes. Ella trabajó como
empleada doméstica y él como albañil, pero tampoco les fue bien, así que contactaron a

24
Esta referencia a patronas buenas y malas también se repite en las memorias de los talleres sobre
Trayectorias de vida que se realizaron en las rondas, sistematizadas por algunas militantes de Mala Junta
(colectiva feminista que coordina los talleres de las rondas de mujeres del MTE, donde participan las
entrevistadas).

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los hermanos de ella que estaban en La Plata, para empezar a trabajar en la quinta.
“Cuando llegamos aquí empezamos a trabajar mirando a otra persona, aprendimos. Es
muy fácil eso, no es difícil. Para mí es fácil. No sé, lo aprendí rápido, como vengo del
campo, así que ya… vengo rápido aprendiendo. Nada es difícil para mí. Lo aprendo
rápido y… me gustan las verduras.”
Mapa Nº7: Trayectoria migratoria de Carola

Fuente: elaboración propia


A pesar de esta capacidad para desenvolverse con soltura en distintos trabajos y aprender
rápido, también reconoce que de haber podido estudiar más hoy podría escoger entre más
opciones laborales y, sobre todo frente a la crisis que está sufriendo la horticultura
intensiva en Argentina, dedicarse a una actividad menos sacrificada.
A pesar de haber querido ser madre, hasta ahora Carola nunca quedó embarazada. Piensa
que no puede tener hijos/as por un golpe que tuvo cuando era pequeña. En su hogar son
sólo ella y su marido, y entre los dos alquilan una quinta de unas tres hectáreas, las cuales
trabajan junto a otras 4 familias en mediería. Dos de ellas son de mujeres separadas, hoy
madres solteras, también provenientes de Sucre. En su quinta se desarrolla una de las
rondas de mujeres, donde cada quince días se reúnen para jugar fútbol, hacer talleres,
tomar mates y conocerse. Siente que todavía está aprendiendo y escuchando, pero que le
gusta de lo que allí se habla. Carola es la única productora entrevistada que no participa
del MTE, sino que está integrada a otra organización rural, pero a través de la iniciativa
de las medianeras que trabajan en su quinta (que sí forman parte del MTE) fue que
impulsaron la ronda allí.

3.4. Trayectorias laborales feminizadas: cuerpos entrenados y disponibles para


el cuidado

Como vimos, las migraciones del campo a la ciudad de las entrevistadas están impulsadas
en todos los casos por una motivación y necesidad laboral, en la que se entremezclan la
estrategia familiar de garantizar la subsistencia del grupo (a través de la proletarización
de algunos de sus miembros); con la estrategia individual de estas jóvenes campesinas,
que buscan alcanzar cierta independencia económica y acceso a bienes de consumo a los
que no accedían en el campo, además de la intención de colaborar económicamente con
sus hogares de origen. En algunos casos son incentivadas (u obligadas) por los padres a

67
partir (como es el caso de Cintia o de Elizabeth), mientras en otros ellas migran inclusive
contra la voluntad de sus progenitores, quienes hubieran deseado que se quedaran
trabajando con ellos/as en el campo, pero tampoco les impiden iniciar su propio camino
(como es el caso de Sandra, o de Yeni, cuya historia relatamos en el próximo apartado).
Las trayectorias laborales de los productores y productoras con quienes pudimos
conversar en el marco del trabajo de campo responden a un patrón típico en el cual, en
sus primeras inserciones fuera de la familia campesina los varones se emplean como
vendedores ambulantes, transportistas o trabajadores de la construcción, mientras las
mujeres realizan en su gran mayoría trabajos relacionados con la servidumbre (limpieza,
cuidadoras, lavanderas, cocineras). También encontramos algunas vendedoras, pero en
menor proporción. Esto responde tanto a la feminización de los trabajos domésticos y de
cuidados, como a los estereotipos que sitúan a los hombres en los espacios públicos y a
las mujeres en los ámbitos privados. Una de las principales consecuencias en términos de
la desigualdad de género de esta diferenciación entre trayectorias tiene que ver con las
condiciones laborales y las posibilidades que estas opciones delimitadas por sexo ofrecen
a varones y mujeres para desarrollarse. Si bien todos los trabajos a los que estos y estas
jóvenes campesinas tenían acceso en la ciudad (por su origen, nivel educativo, edad) eran
informales y mal remunerados, encontramos una diferencia que aparenta ser significativa
entre aquellos realizados por varones y por mujeres. A diferencia de los trabajos “de la
esfera pública”, donde los trabajadores tienen autonomía y control sobre sus tiempos fuera
del horario laboral, el servicio doméstico cama adentro presenta una reminiscencia de las
relaciones de servidumbre en la cual las trabajadoras deben estar disponibles las 24 horas
todos los días de la semana (excepto el día que tienen libre), y experimentan un control
casi total de su cotidianeidad y su vida privada. Esta forma de control sobre el cuerpo de
las mujeres (y en muchos casos niñas) forma parte, en continuidad, de la transmisión de
valores y creencias que asignan a la mujer un rol pasivo, frágil, sumiso, asociado a los
cuidados y no tanto al trabajo productivo.
Vimos entonces cómo los trabajos realizados por las mujeres campesinas en la ciudad en
Bolivia están relacionados con el servicio doméstico y los cuidados, ya sea como niñeras,
como empleadas domésticas o como cocineras. Y si bien existe una continuidad entre el
entrenamiento como mujeres-cuidadoras en su hogar de origen (como vimos en el
apartado anterior) y los empleos obtenidos con la migración a la ciudad, en realidad
encontramos que este cambio de contexto implica el aprendizaje de un nuevo trabajo, ya
que la forma de realizar las tareas domésticas en el campo (casas con piso de tierra, lavado
de ropa en el río, cocina a leña) y en la ciudad (lustrar, limpiar adornos, lavar la vereda,
cocinar a gas) eran totalmente diferentes. Podemos afirmar, una vez más, que esta
correspondencia lineal entre ser mujer y trabajar como empleada doméstica tiene que ver
con la feminización naturalizada de los trabajos de cuidados y la transmisión de una
ideología que va delimitando la esfera de acción de las mujeres en el ámbito de la
servidumbre, un trabajo que está social y culturalmente más desvalorizado que otros, y
asociado a su vez a las figuras de madre y esposa.
La precariedad, informalidad y baja remuneración de los trabajos que conseguían las
entrevistadas, habilitaba en simultáneo que la rotación entre empleos fuera muy alta, y
que prácticamente no persistieran relaciones de sujeción entre las mujeres que
entrevistamos y sus patronas/es. Esto les permitió desarrollar una habilidad valorada por
todas, que tiene que ver tanto con el saber trabajar (y saber que se valen por sí mismas
para sustentarse) como con la flexibilidad necesaria para aprender nuevos oficios y
cambiar de empleo, de rubro, de ciudad o de país, si así lo veían necesario o si encontraban
nuevas oportunidades. Además, esta flexibilidad va acompañada de la capacidad para

68
tender y utilizar redes sociales de parentesco, de paisanaje y de solidaridad en la búsqueda
de mejores trabajos y oportunidades de vida. Las trayectorias laborales de las
entrevistadas se desarrollaron siempre en la informalidad, y en este contexto el boca en
boca, las recomendaciones de conocidos/as y las “ayudas” son la manera primordial de
buscar y encontrar trabajo. Así, las entrevistadas forman parte de estas redes en las que
buscan y también dan trabajo a otras personas cuyo origen social y experiencias de vida
son similares.
Una cuestión que nos interesa recalcar, y que aparece como una continuidad en los
distintos trayectos de vida que analizamos, tiene que ver con que frente a esta flexibilidad
-entendida como una capacidad para reconvertirse, aprender, cambiar el rumbo de la
propia vida, adaptarse a nuevos contextos (en el marco de un mercado laboral que tiende
a expulsarlas o a ofrecerles oportunidades de trabajo inestables y precarias)-, persiste una
rigidez de lo que llamaremos como “inercia patriarcal”, que es una tendencia a reproducir
los estereotipos de género y los roles socialmente asignados a varones y mujeres en la
familia tradicional. No resulta esto un hallazgo en sí mismo novedoso, sino que tiene que
ver con las formas en que el sistema económico y la organización social patriarcal se
complementan manteniendo los privilegios masculinos en el hogar y en el mercado
laboral. No obstante, en este caso resulta interesante pensar cómo frente a situaciones de
pobreza y necesidad extremas estas mujeres (y hombres) han desplegado distintas
estrategias individuales y colectivas que les permiten transformar esa economía de
subsistencia, o salir de ella, y sin embargo ciertos comportamientos que generan control
por parte de los hombres y dependencia por parte de las mujeres se perpetúan en el tiempo
y los distintos contextos. Este es un tema que continuaremos profundizando en el próximo
apartado y en el siguiente capítulo.
El período de trabajo en el servicio doméstico culmina, en general, para las mujeres
entrevistadas, en el momento en que forman pareja y/o comienzan a pensar en conformar
su familia propia. Como fue el caso de Elizabeth, o de Carola, primero dejaron de trabajar
cama adentro para ir a vivir junto a sus maridos, y posteriormente decidieron entre los
dos “ir a buscar mejor vida” a la Argentina. Muchas mujeres bolivianas migran hacia
Argentina con sus parejas, y cuentan con redes que les permiten insertarse laboralmente.
En algunos casos sus maridos ya han probado suerte antes, trabajando como peones, y
después de un tiempo van a Bolivia “para conseguir esposa” y luego regresan para
continuar trabajando ya en vistas de armar una familia. Otras, como veremos a
continuación, lo hacen siendo solteras, siguiendo el imaginario cultural de la migración
exitosa y las redes de contactos familiares heredada de parientes que migraron
anteriormente.
En el próximo apartado, presentamos un análisis del proceso de migración internacional
hacia Argentina, en el cual las campesinas bolivianas van delineando distintos trayectos
migratorios hasta instalarse en el cinturón hortícola de La Plata, muchas veces con escalas
en distintas provincias del país. Las redes de solidaridad y parentesco permiten
comprender en buena medida la consolidación de esta comunidad transnacional de
creciente peso en la horticultura de Argentina. El objetivo de este apartado es recuperar
las experiencias de migración internacional de las mujeres, y las formas en que se
complementan y tensionan las expectativas en relación al proyecto migratorio individual
y la conformación de la familia propia.

69
4. Migración a la Argentina: siguiendo el tiempo de la cosecha
Argentina aparece en las estadísticas bolivianas como el principal destino migratorio de
su población, y esto corresponde tanto a la cercanía y los intercambios fronterizos entre
ambos países, como por la histórica conformación de nichos laborales en los cuales se
han insertado generaciones de migrantes: uno de ellos es la agricultura, y específicamente
el sector hortícola25. Así, la migración boliviana que en un inicio tenía como destino la
zafra en las provincias del norte de Argentina (cosecha de caña de azúcar en Tucumán,
Salta y Jujuy), a partir de la crisis de estas economías regionales, en la década del ’70
presenta un desplazamiento hacia los principales centros urbanos del país (Buenos Aires,
Córdoba). Si bien otros nichos laborales de la comunidad boliviana son la construcción o
la costura, es indudable que desde los inicios de la década del 2000 se han conformado
como un actor hegemónico en la producción de hortalizas a lo largo y ancho de todo el
territorio, reemplazando a los antiguos productores (como en los cinturones hortícolas de
Buenos Aires, Córdoba o Tucumán) o inaugurando territorios productivos alrededor de
ciudades donde no los había (como en Chubut o Río Negro) (Benencia, 2012a, p. 176).
En el censo boliviano de 2012, un 10% de los hogares afirmó tener parte de sus miembros
viviendo en otro país. En ese momento, un total de 489.559 ciudadanos y ciudadanas
bolivianas (alrededor del 5% de la población del país) se encontraban en el exterior, de
las cuales 187.254, residían en Argentina (38,2%). Resulta significativo, además, que del
total de emigrantes que provienen del medio rural, el 53,6% tenga como destino este país.
Esto contrasta con los datos provenientes del censo argentino de 2010, que arrojan que en
ese momento había 345.272 bolivianos residentes en el país, lo cual representa el 19,11%
de la población extranjera total, y con las estimaciones de los consulados bolivianos en
Argentina, que consideran que ese número podría multiplicarse varias veces si se tienen
en cuenta los y las migrantes documentados/as e indocumentados/as (Cassanello, 2014,
p. 98). Más allá de los sesgos de las estadísticas oficiales en ambos países, no caben dudas
de la importancia de este flujo migratorio tanto en origen como en destino.
Autores y autoras tanto de Bolivia como de Argentina señalan la existencia de una cultura
migratoria que permite comprender este proceso de movilidad, que responde no sólo a
motivos económicos sino a la construcción de una tradición migratoria, una territorialidad
y un conjunto de expectativas y sentidos que van delineando la “transnacionalidad”. Este
concepto hace referencia, como mencionábamos en el primer capítulo, a experiencias
migratorias que mantienen una conexión entre el lugar de origen y el de destino a lo largo
del tiempo, y que se explican en buena medida por las formas de inserción de esta
comunidad en el lugar de destino, por las estrategias adoptadas por los y las migrantes
para asentarse y prosperar económicamente en ese lugar y, en ese sentido, por las redes
sociales desplegadas para hacerlo.
A través de la historia de vida de Yeni, analizaremos los itinerarios migratorios -
individuales y colectivos- que la llevaron hasta el cinturón hortícola de La Plata, y que
permiten entender cómo se ponen en juego los antecedentes familiares, las redes sociales,

25
Los principales destinos laborales de la inmigración boliviana en Argentina a comienzos de los años 2000
son el sector de la construcción, la industria manufacturera (textil), el comercio y el servicio doméstico. La
agricultura aparece como una actividad importante en determinados territorios rurales de producción
hortícola, y gana impulso sobre todo posterior a la crisis de 2001. (Datos provenientes de la Encuesta
Complementaria de Migraciones Internacionales ECMI 2002-2003 del INDEC, sistematizados por
Cassanello, 2014).

70
las expectativas y las particularidades de cada territorio a la hora de definir estos
recorridos.

4.1. Historia de vida de Yeni

“Pienso que todos los que venimos de Bolivia trabajamos en la quinta, o sino en la
costura”
Yeni nació en 1988. Es oriunda de Potosí, de la región del altiplano boliviano, y al
momento de la primera entrevista cursa el octavo mes de embarazo. Tiene también un
hijo de 9 años. Llegó a la Argentina hace 13 años, cuando tenía 17. A diferencia de otras
mujeres bolivianas que ya migran en pareja, Yeni decidió viajar sola hacia Argentina para
empezar a trabajar. Es cierto que su padre y su hermana mayor habían hecho ese trayecto
durante toda su vida, entonces ya contaba con contactos y experiencia a la hora de migrar.
Pasó por la horticultura en Tucumán y en La Plata e incluso probó trabajar en la costura
en la ciudad de Buenos Aires. Finalmente se decidió por volver a la quinta, donde podía
estar al aire libre, le rendía más el dinero y había menos inseguridad. En La Plata conoció
a su actual marido, Juan, oriundo de Tarija, con quien probaron, sin suerte, regresar a
vivir en Bolivia. No se pudieron adaptar al trabajo allá. Así regresaron una vez más a
Argentina, donde se emplearon primero en la cosecha de aceituna en La Rioja y luego en
la horticultura de Mendoza. Finalmente regresaron a La Plata para trabajar en la quinta,
donde tenían más posibilidades de tener trabajo durante todo el año. Para este entonces
ya había nacido su primer hijo. Viven allí hasta hoy, donde trabajan a medias con la tía
de ella.
Mapa Nº8: Trayectoria migratoria de Yeni

Fuente: Elaboración propia


Respecto del futuro, Yeni menciona que si bien le gustaría regresar a Bolivia, ya no
quisiera volver al campo sino a trabajar a la ciudad. Pero tampoco regresaría sin un trabajo
seguro, como un vehículo propio o un negocio para montar. En realidad, cree que tiene
más posibilidades de prosperar en Argentina, como agricultora, si pudiera acceder a tener
un pedazo de tierra propio para trabajar.
Su relato nos permite comprender mejor el proceso migratorio que culmina con su
radicación -al menos por ahora- en el cinturón hortícola de La Plata. La decisión de migrar

71
hacia Argentina, las tensiones entre un proyecto migratorio individual y cómo, con la
conformación de una familia, la migración se torna una estrategia colectiva, y las formas
en que se va asumiendo la permanencia en un país en el que se esperaba pasar tan solo un
par de temporadas.
Yeni comienza la entrevista contando que es de Bolivia, departamento Potosí, y que vino
a la Argentina por cuestiones de trabajo. Que allí vivían en los cerros, y eran muchas
familias para poca tierra, y por eso había tenido que migrar. Su padre ya falleció y su
madre aún vive allí. Es la tercera de 4 hermanos/as, 3 mujeres y 1 varón. Ella y su hermana
mayor viven en La Plata, la segunda en Santa Cruz, Bolivia, y su hermano después de
haber migrado regresó a Potosí para cuidar a su mamá. Allí el terreno que tenían era muy
pequeño, menor que la hectárea que produce hoy en La Plata. Cultivaban alimentos para
su subsistencia y cuando necesitaban mercadería de la ciudad llevaban algo de lo que
producían para vender, y se traían de vuelta fideos, arroz, azúcar, harina, aceite. No podía
ser mucha cantidad, porque no había transporte, y todo era cargado en burro.
Su papá había tenido la oportunidad de asistir hasta quinto o sexto grado escolar, porque
sus padres lo habían hecho estudiar, pero su mamá no. Ella ni siquiera aprendió a hablar
el castellano, y sólo se comunica en quechua. De la familia de su mamá, sólo su tío pudo
estudiar: ninguna de sus tías ni su mamá fueron a la escuela. “Mi mamá nunca estudió.
Nunca le dieron la oportunidad de estudiar. Porque antes, los abuelos eran más de hacer
estudiar a los hombres. Así me contaba mi mamá. Que no, porque las mujeres no son
para estudiar, que son para cuidar chicos, para cuidar las ovejas, para cuidar los
animales y todo eso. A mi papá sí.” Por eso, sus padres siempre intentaron priorizar la
educación. Si bien al que más incentivaban era a su hermano varón, a él nunca le interesó
el estudio.
Yeni pudo hacer hasta el 8vo año de la escuela, e incluso sus padres pagaron un internado
para que pudiera hacerlo, ya que en su pueblo solo había hasta quinto. Su hermana mayor,
justamente por ser la mayor, fue la que menos pudo estudiar (hasta 4to grado) y quien
siempre tuvo más responsabilidad para ayudar económicamente a sus padres. “Y mi
hermana mayor, no. Siempre estaba fuera de la casa. Vino aquí a Argentina, volvió, de
vuelta ya ha ido a La Paz a emplearse. Como era mayor ella, siempre estaba ayudando
a la familia. Siempre estaba trabajando.” Así es que no tiene muchos recuerdos de su
hermana, porque cuando ella tenía 13 años y Yeni 5, comenzó a salir a trabajar con su
padre. Se iban por temporadas de 2 o 3 meses a trabajar en la cosecha de uva a Mendoza,
Argentina. Él le contó que comenzó a emplearse como trabajador golondrina en Argentina
desde los 16 o 17 años. Al salir de la escuela, ella estuvo unos tres años más ayudando a
su familia en el campo, a sembrar las chacras y pastar chivos, hasta que decidió salir e
independizarse.
A los 17 años, como aun era menor de edad, su padre le firmó el permiso para venir a
trabajar a Argentina. Decidió irse, al igual que sus hermanas y hermano, y el resto de
jóvenes de la región, por la falta de trabajo y la falta de tierra para poder quedarse allí a
producir. “Pensaba que capaz podía encontrar mejor vida. Como que en Bolivia no
podías comprarte cuando eras joven a gusto una ropa, o a gusto lo que vos querías, en
el campo… Y eso yo pensé, como que alguien más anteriores que han venido decían que
en Argentina podían ganar plata.”
Es en este momento de su vida que Yeni considera que entró a la vida adulta, cuando se
independizó económicamente y, además de trabajar fuera del hogar de origen, pudo
comenzar a comprarse cosas por su cuenta. Aunque se imaginaba que se iría por un año,
para juntar un poco de dinero y luego regresar, se encontró con que la vida en Argentina

72
no era tan fácil como imaginaba, que tenía que trabajar mucho y que sólo podía hablar de
vez en cuando por teléfono con su familia. El dinero que juntaba, que tampoco era tanto
como para poder ahorrar, también se lo gastaba en nuevos “gustos” que allí no tenía, como
comprar ropa o salir a comer. Además, siempre que pudo envió una parte de lo que ganaba
para ayudar a sus papás.
Comenta que una vez viviendo en Argentina al regresar a Bolivia de visita, ya se sentía
diferente, y que no estaba segura de querer volverse. Además, allá ya no quedaba
prácticamente nadie de su generación: “Imaginate, mis tíos tenían ocho hijos, siete hijos,
y ellos ninguno está ahora en Bolivia. Todos están acá en Abasto, en Varela, en Escobar,
algunos están en Mendoza, en La Rioja. Todos en Argentina. Todos mis familiares están
aquí en Argentina. Solamente mis tíos están [allá] viejitos.” Cree que en buena medida
se han ido acostumbrando a la vida en Argentina, y por eso también les cuesta regresar.
“En el campo allá en Bolivia no estabas acostumbrado a ir a un kiosco, a un almacén.
En Bolivia vivías sin tele, sin nada de tecnología. Cuando éramos niños era todo jugar
así normal, en las cositas de campo. Entonces cuando vinimos aquí había tele, podías
mirar esas novelas, todas esas cosas. Cuando vinimos con mi primo ya… y así, nos
gustaba la tele. Y después íbamos a trabajar. En Bolivia no, nada, cero de la tele y esas
cosas. Todavía no existían, en nuestro pago no existía luz, no existían caminos lindos.
Nada, era todo pie. Pero eso era… también nos acostumbramos, viste. Cuando no hay
luz nos prendemos una vela, está tranquilo. Pero ahora más acostumbrados ya estamos,
un ratito sin luz y ya estás pataleando. Después de caminar, sí, también somos mucho de
caminar. Cuando no viene un colectivo rápido ya estamos allá, a otro lado, agarrando...
Somos más de caminar. Como nuestros pagos, así.”
Sus padres la apoyaron en la decisión de migrar y en principio llegó a Tucumán, donde
la esperaban un primo y una prima. Allí, al igual que en Potosí, trabajó en la agricultura
durante unos meses, hasta que la fue a buscar su hermana, que vivía en La Plata. Pasó dos
años trabajando con ella en la horticultura, en la zona de Olmos.
Recuerda que desde chica, en su pago, ya tenía esa relación con la tierra. Fue sobre todo
su papá quien le enseñó a trabajar. Además de la papa y el maíz, que producían en mayor
cantidad, él también sembraba algunos tomates para comer, como había aprendido en
Argentina. “Y mi papá me enseñaba a desbrotar tomate, porque él siempre venía desde
joven, sabía cómo era desbrotar tomate. Y me decía ‘hija, mirá, vení, tenés curiosidad
de… si algún día no vas a estudiar nada y vas a tener una curiosidad de aprender esto,
desbrotar tomate’. Y yo le decía ‘¿qué es desbrotar?’. ‘Es dejar el principal nomás, el
que va arriba, y florece para que dé frutos. Estos no sirven’. Eso me enseñaba él.
Entonces yo me acordé de eso, cuando vine aquí.”
Esa fue su primera relación con la horticultura. Más tarde, su hermana le enseñó las
maneras de preparar las hortalizas para la venta en Argentina: cómo armar los paquetes
de acelga, los atados de espinaca o verdeo, que llevan un nudo especial amarrado con la
“liga”, una fibra vegetal muy resistente. También a acomodar las lechugas en las jaulas o
cajones de carga, para que puedan ser transportadas en camiones. Recuerda que no le fue
difícil aprender. “Y aprendes rápido, el que tiene ganas de aprender aprende rápido”.
La diferencia que encuentra entre la producción en Bolivia y en Argentina, es que en
Argentina, en la horticultura intensiva, comercial, es necesario estar todos los días
atendiendo los cultivos. En Bolivia, al ser productos estacionales y para autoconsumo, las
tareas eran más puntuales y repartidas a lo largo del año.
Mientras estaba soltera, como en la quinta se aburría, salió a trabajar algún tiempo por su
cuenta. “Pienso que todos los que venimos de Bolivia trabajamos en la quinta, o sino en

73
la costura” reflexiona. A través de unas primas se fue para capital, a Bajo Flores, para
trabajar en un taller textil. Allí trabajaban alrededor de 30 personas de origen boliviano o
paraguayo, y el jefe era coreano. Como la mayoría estaba indocumentada, recuerda que
tenían que ser muy cuidadosos frente a posibles inspecciones de la AFIP y/o el Ministerio
de Trabajo26. Yeni entró sin ningún tipo de experiencia, y comenzó trabajando como
ayudanta. Apilaba la ropa que ya estaba cosida, cortaba algunos hilos que quedaban
enganchados, y después de un tiempo pudo pasar a utilizar la plancha, para aplicar
estampas en las prendas. Para comenzar a coser con las máquinas, debía pasar al menos
7 meses de experiencia en el taller. Lo recuerda como un trabajo muy duro: en invierno,
entraban a las 6 de la mañana, paraban una hora a la una del mediodía para comer y
descansar, y luego seguían trabajando hasta las 6 de la tarde. No veían el sol. No llegó a
aprender a costurar, porque al cabo de 7 meses decidió regresar a la quinta, al ver que la
paga no le alcanzaba para comer y pagar el alquiler del cuarto que compartía con sus
primas, y que además vivía en una zona que era muy peligrosa.
Así regresó a La Plata, para trabajar nuevamente con su hermana en la horticultura y allí
conoció a Juan, su actual marido, que también trabajaba allí. Cuando decidieron juntarse
viajaron a Bolivia, para conocer a la familia. Pasaron algunos meses en Tarija, región de
donde es él, y donde intentaron instalarse, pero no les fue muy bien. A pesar de que ambos
trabajaban –ella atendía al público en una tienda y él manejaba un taxi– sólo les alcanzaba
para comer. Como él no hablaba quechua, la lengua materna de Yeni (y la que se habla
en Potosí además del español) decidieron regresar directamente a trabajar en Argentina.
Llegaron, a través de unos conocidos de la familia de ella, a trabajar en la cosecha de
aceitunas en La Rioja, donde estuvieron dos meses. Se hospedaban en la casa de un
pariente y trabajaban a destajo, “por tanto”. Recuerda que se levantaba a las 3 de la
mañana a cocinar, con su prima, y a las 4 y media les pasaban a buscar con un colectivo
para ir a cosechar en un campo más alejado. Cosechaban las aceitunas subidos a escaleras
hasta las 5 de la tarde, horario en el que regresaban en el mismo colectivo. Les pagaban
diariamente por cantidad de cajas cosechadas, y no conocían a su patrón, sólo al
encargado que se había ocupado de contactarles. “Me gustó La Rioja porque era un
campo y era silencio, era tranquilo. Era cerro y había chivos… como en Bolivia. Y era
así, tranquilo, no era peligroso.”
Cuando se acabó la aceituna se trasladaron a Mendoza, donde ella sabía que tenía
conocidos, aunque llegó sin ningún contacto. Después de pasar varias horas en la terminal
de colectivos consiguió llamar a su papá, quien le pasó la dirección de una prima que
vivía en un pueblo cercano. Fueron hasta allí y llegaron caminando, un poco por intuición
ya que ella nunca había estado allí, hasta la casa de esta persona conocida. Así fue que
volvieron a trabajar en quinta. Los dos tenían ya experiencia por haber trabajado en La
Plata, pero la diferencia es que allí los campos eran de mayor extensión y sin
invernaderos. Recuerda que en verano plantaron sobre todo chaucha y tomate. Los
parientes que los recibieron alquilaban la tierra y compraban todos los insumos, y ellos
aportaban el trabajo y recibían el 30% de la ganancia.
Esa temporada Yeni quedó embarazada de su primer hijo. No lo estaban buscando, ya
que los dos tenían 21 años y todavía no se habían establecido en un lugar fijo, e
imaginaban que iban a seguir trabajando algunos años más antes de formar una familia.
Además, si bien Mendoza presentaba oportunidades de hacer dinero durante el verano,

26
Asociación Federal de Ingresos Públicos, es el organismo que regula y fiscaliza las obligaciones
tributarias. El ministerio, por su parte, es el encargado de la fiscalización laboral.

74
en invierno la producción descendía mucho, por el frío, y era más difícil conseguir trabajo,
por eso ya estaban pensando en regresar a La Plata. “El invierno era muy costoso en
Mendoza. Porque ya no daba verduras, solo había para plantar verdeo y ajo. Y tanta
gente que queda sin trabajo ya, y para plantar ajo y eso en un ratito se le acababan los
surcos. La persona se agarraba dos, tres, y ya no había más. Era difícil.”
Al enterarse del embarazo, si bien reconoce que no se sentía preparada para ser madre,
recuerda que cuando lo supo decidieron tenerlo y quedarse en Mendoza hasta que naciera.
“Una vez que vino… ya está, y qué vamos a hacer, nos quedamos. Nos quedamos hasta
que nazca mi hijo, y otro año más trabajamos.” Cuando empezó el verano y su bebé ya
tenía seis meses, se fueron de Mendoza. Primero viajaron a Bolivia para visitar a la
familia, y luego regresaron para instalarse definitivamente en La Plata, en la zona de
Olmos, donde permanecen hasta hoy. Su hijo mayor ya tiene 9 años.
A diferencia de su propia infancia, en la cual su padre estaba siempre de viaje y su madre
como salía al campo a trabajar la dejaba al cuidado de sus hermanas mayores, hoy es ella
quien se encarga de estar presente y de cuidar a su hijo en todo momento. Yeni observa
diferencias con Bolivia en relación al consumo y a las pautas culturales que tienen en
Argentina, y cómo esto impacta en la crianza. Los juegos, en su infancia, eran sobre todo
con la imaginación, o con muñecas de trapo. Hoy, en cambio, considera que los chicos
pueden disfrutar al máximo de su niñez, tienen juguetes, pueden mirar dibujos animados
en la televisión, y ella y su pareja se esfuerzan para darles todo. Sin embargo, al tener
acceso a juguetes, televisión y comida industrializada como golosinas, yogures o
gaseosas, cuando van a Bolivia de visita no se quieren quedar, se quieren volver a su casa
porque dicen que no les gusta y que se aburren. De las charlas informales con distintas
productoras o productores, se desprende que ésta es una de las principales razones para
que las familias bolivianas consideren fijar su residencia en Argentina. Con la
escolarización sus hijos/as se educan en un ámbito y una cultura totalmente diferente a la
que tuvieron ellos/as, y no tienen el deseo de cambiar de vida para irse a vivir a Bolivia.
Actualmente Yeni y Juan viven y trabajan en la misma quinta que Lidia, la tía de Yeni,
con quien conviven y alquilan el terreno a medias. Cultivan todo tipo de hortalizas a
campo, ya que la dueña de la tierra no les permite construir invernaderos. Las venden “a
culata de camión27” y también emplean una parte para su propio consumo. Trabajando a
medias se siente en una relación laboral más justa que cuando trabajaban al 30%, sin
embargo, percibe que con la crisis económica el dinero les rinde menos que antes. Aun
trabajando al 30% les quedaba algún resto para ahorrar, para darse un gusto o mandar a
Bolivia, y hoy por hoy sólo tienen para comer y para volver a invertir en la producción.
La tía Lidia, que es soltera, forma parte de su hogar, y con ella se reparten las tareas
domésticas. En general Lidia o el marido de Yeni son quienes cocinan “porque lo hacen
más rico”, ella no se considera buena cocinera. En cambio, lo que a él no le gusta es lavar
los platos, entonces se reparten las tareas. Continúan hasta hoy haciendo recetas y
utilizando ingredientes de Bolivia, como son el trigo, la papa lisa, el maní, el picante de
pollo, el ají de arroz, o el mote. Es una forma de preservar su cultura, lo mismo que para
Yeni hablar quechua. Dice no tener vergüenza de hablarlo y siempre que se encuentra con

27
Culata de camión es una modalidad de venta a consignación a través de intermediarios. Estos
intermediarios son camioneros que recorren quinta por quinta juntando la producción y que luego la venden
a los puestos de venta mayorista en los mercados concentradores de la región. Al cabo de unos días regresan
a la quinta y le pagan al productor o productora el valor al que consiguieron vender el producto, lo cual
depende del precio de ese día en el mercado y de la cantidad y calidad del producto.

75
alguien que es de su misma región hablan en su idioma. Le quiere enseñar a su hijo, pero
él cuando la escucha, piensa que está hablando en inglés.
En relación al trabajo de la quinta, remarca que no hay diferencias entre hombres y
mujeres, todos realizan el mismo trabajo. Por esta razón, como además son las mujeres
las que se ocupan de la casa y la crianza, trabajan incluso más que ellos. “Aquí no hay
hombre o mujer. El hombre hace su trabajo y nosotras lo hacemos lo mismo el trabajo
del hombre. Es cosechar lechuga o carpir o hacer carga en las jaulas, todos juntos.
Siempre estamos los dos. No es que dicen a veces trabaja el hombre más, o la mujer
menos. Yo creo que la mujer tiene más trabajo todavía, nosotras. Nosotras que somos del
campo, y… siempre estamos con trabajo, con los chicos, y con la quinta, así.” Más allá
de participar en las rondas de mujeres, Yeni cuenta que no tiene tiempo libre ni hace
ninguna actividad para ella.
A continuación, realizamos un análisis de cómo es vivida la experiencia de la migración
internacional por las mujeres campesinas bolivianas, en el marco de lo que presentamos
como una “cultura migratoria” para esta comunidad. Discutimos en parte con la idea de
que en este flujo migratorio la única forma que tienen ellas de concretar esta movilidad
sea a través del reagrupamiento familiar o el acompañamiento de sus maridos como
pioneros en la migración. Presentamos entonces algunos elementos que permiten pensar
la experiencia de las mujeres migrantes, de manera individual, autónoma y al mismo
tiempo, colectiva, a partir de la maternidad en Argentina y de la pertenencia a una
comunidad transnacional.

4.2. La migración: proyecto individual, proyecto familiar

La historia de Yeni grafica claramente la “cultura migratoria” a la que hace referencia


Cassanello (2014), al señalar que existe en las familias bolivianas una normalidad
respecto de la idea de “salir a buscar una mejor vida”, ya sea en otros departamentos de
Bolivia como en Argentina. Yeni siempre se ha movido por las provincias argentinas a
través de contactos establecidos por redes de parentesco, que le permitieron conseguir
trabajo y vivienda, ya sea en el campo o en la experiencia que tuvo en la costura en la
ciudad. Estos vínculos, en parte, formaban parte de las redes que había establecido su
padre al ser trabajador golondrina durante décadas en Mendoza. Esta experiencia de su
padre, también compartida por su hermana mayor, junto a la de muchas personas más de
su comunidad que venían a “hacer plata a Argentina” constituían además un acervo de
prácticas, hábitos, imaginarios y expectativas que hacían que para Yeni la migración
internacional fuera un destino probable o “normal”.
La escasez de tierras en Bolivia (vinculada, como mencionamos, a la división de las
tierras por la herencia posterior a la reforma agraria de 1952) y los bajos salarios en la
ciudad, sumado al hecho de que la mayor parte de los jóvenes de la región migraran,
impulsaron a Yeni a partir para “buscarse la vida”, en continuidad con la historia de su
familia. No imaginaba, sin embargo, establecerse definitivamente en Argentina, sino que
sus expectativas eran juntar dinero durante un tiempo para luego regresar a su país. Pero
nunca pudo, hasta ahora, reunir lo suficiente para hacerlo. Mientras trabajó como
empleada, la remuneración sólo le alcanzaba para cubrir sus gastos, en una sociedad
donde había muchas más cosas para consumir que las que conocía en Bolivia. Cuando
comenzó a trabajar por su cuenta, ya en pareja, con el dinero que juntan sólo pueden vivir
y reinvertir en la producción, sin posibilidades tampoco para ahorrar.

76
Otro de los factores que implica un cambio en su vida a partir de la migración, tiene que
ver con nuevas pautas culturales tanto en términos de consumo (poder comprarse cosas a
las que en Bolivia no accedía, por el hecho de vivir en el campo y no ser económicamente
independiente), como en términos de acceso a infraestructura básica propia del proceso
de urbanización más avanzado en Argentina. La luz eléctrica, los caminos, el transporte
público, la televisión y la telefonía son avances tecnológicos que van cambiando las
costumbres y estilos de vida, en la medida que se incorporan a la vida cotidiana. Si bien
muchas mujeres entrevistadas nos han comentado que este tipo de desarrollo en
infraestructura ya se ha instalado en Bolivia en los últimos tiempos, muchas igualmente
se sienten diferente cuando están allá. Yeni reflexionaba sobre estos cambios en su pueblo
natal “mejoraron los caminos, hay luz y señal de celular, ahora que ya no queda nadie
allí”. A pesar de ello, permanece en sus relatos una añoranza y un deseo de regresar,
basado en el estilo de vida tranquilo, sin inseguridad y propio de la producción para
autoconsumo, “sin necesidad de dinero para todo”. Sin embargo, lo que constituye un
punto de inflexión en la posibilidad de realmente hacerlo, es el hecho de tener hijos o
hijas que se hayan criado en Argentina.
El análisis de las migraciones internacionales desde una perspectiva de género, es decir,
analizando la experiencia de las mujeres migrantes y las relaciones entre varones y
mujeres en el proceso migratorio, es relativamente reciente en la literatura especializada.
Una de las tendencias se ha enfocado particularmente en la feminización de las
migraciones, y el hecho de que cada vez sean más mujeres quienes migran por su cuenta
y encabezan el proyecto migratorio del grupo familiar (Oso & Parella, 2012). Esto se
adapta principalmente a mujeres que salen de países periféricos para emplearse en el
servicio doméstico en países más desarrollados, lo que ha dado lugar también al análisis
de las cadenas globales de cuidado (Pérez Orozco, 2007). Mallimaci (2012), quien ha
estudiado la migración de mujeres bolivianas hacia Argentina, hace una crítica que
consideramos pertinente señalando que, al centrarse en las experiencias de las mujeres
pioneras en la migración hacia Estados Unidos o hacia Europa, esta mirada es limitada
para comprender las migraciones entre países latinoamericanos. La disminución en el
índice de masculinidad de las migraciones (o el aumento en el número de mujeres
migrantes) de los países limítrofes hacia Argentina, no nos está hablando necesariamente
de una “feminización” de las migraciones latinoamericanas.
La autora señala que para la movilidad de Bolivia hacia Argentina lo típico es que los
varones sean pioneros en un proceso migratorio en el cual posteriormente se traslada la
esposa, o toda la familia. Esto no implica, sin embargo, que las mujeres no tengan un
proyecto propio en torno a la migración, ni que las relaciones de género no sean
significativas para comprender el proyecto migratorio familiar. Por el contrario, la
migración implica una conjunción de estrategias productivas y reproductivas que
involucran a varones y mujeres de distinta manera y que permiten el asentamiento en el
local de destino.
En nuestro trabajo de campo pudimos constatar que, si bien una forma muy extendida es
la reagrupación familiar, las mujeres no siempre migran para reencontrarse con (o
siguiendo a) su marido quien ya habría viajado previamente a la Argentina. Sino que
encontramos una multiplicidad de casos posibles, como por ejemplo quienes viajaron por
primera vez siguiendo expectativas y tradiciones familiares (como Yeni), o como en el
caso de Cintia, fueron enviadas por sus padres y luego siguieron individualmente su
trayecto, o inclusive quienes viajaron por primera vez a Argentina a la par de sus maridos.
Esto no significa, sin embargo, que la migración (o la resignificación del proyecto

77
migratorio, al decidir permanecer) no forme parte de una estrategia de consolidación
familiar en el lugar de destino.
Siguiendo el caso de Yeni, podemos ver cómo un proyecto que era inicialmente individual
(aunque se da en el marco de un imaginario social respecto de la migración a la Argentina
que es construido colectivamente), en el cual el principal objetivo era alcanzar la
independencia económica, probando en distintos empleos y en distintas regiones de
Argentina (sea Tucumán, La Plata, Buenos Aires, costura o agricultura) pero con
expectativas de regresar a Bolivia, permanece y es compartido al ponerse en pareja. Todas
las entrevistadas, y en general las mujeres que contactamos en las rondas, se casan con
hombres bolivianos (o hijos de bolivianos), dando continuidad a esta comunidad
transnacional, mismo residiendo en Argentina. Inclusive la única entrevistada que no es
boliviana, sino que llegó a los 14 años desde Paraguay, al juntarse con un productor de
Tarija considera que se incorporó a esta comunidad (por la forma de trabajar y de vivir, y
las personas con las que se relaciona).
Al juntarse, Yeni y Juan prueban suerte en Tarija, de donde es él, pero al no poder
prosperar económicamente regresan a Argentina, en el mismo movimiento de intentar
juntar dinero para posteriormente asentarse y formar una familia. La llegada del primer
hijo implica un quiebre en este proyecto dado que limita las posibilidades de ahorrar, y
conlleva asumir algunos cambios en el estilo de vida contemplando ciertas comodidades
y planificación para la familia, que eran sacrificadas cuando sólo estaban ellos dos.
En el sentido de entender la migración como un proceso transnacional, vemos que existe
una conexión permanente con el lugar de origen, a través del envío de remesas, viajes
para visitar o cuidar de familiares que viven allá, o manteniendo las redes sociales al
recibir y ayudar a nuevos/as migrantes. También se expresa en un deseo siempre presente
(aunque al pasar el tiempo se va transformando más bien en añoranza) de regresar a
Bolivia, ya sea intentando juntar dinero aquí para invertirlo allá, como el deseo de
encontrar en su pueblo las posibilidades para prosperar que se encontraron en Argentina
(en el sentido de tierras disponibles, la posibilidad de trabajarlas sin desembolsar una
inversión previa -mediería-, o de la posibilidad de contratar maquinaria (tractores) para
el laboreo, por ejemplo). Sin embargo, los pasos dados avanzando por la escalera
boliviana, los aprendizajes en la horticultura, las inversiones realizadas y los vínculos
establecidos van consolidando parejas (y hogares) que delinean trayectorias de familias
migrantes cada vez más asentadas en el lugar de destino, y que con la llegada de hijos o
hijas que ya son argentinas, vislumbran cada vez más lejano el retorno al lugar de origen.

Conclusión
A modo de conclusión de este capítulo podemos decir que en el contexto socio-económico
boliviano posterior a los años ’70, marcado por las reformas estructurales neoliberales,
los sectores campesinos se enfrentaban a una fuerte pauperización y a un límite en la
distribución de la tierra generada por la reforma agraria iniciada 20 años antes. Así, frente
a la pobreza extrema y la escasez de tierras para cultivar, las familias campesinas
desplegaban distintas estrategias de reproducción y sobrevivencia. Entre ellas
encontramos la utilización de la fuerza de trabajo de todos los integrantes del grupo
familiar, y también la perpetuación de una cultura migratoria, que permitía tanto
disminuir el número de bocas para alimentar como también generar ingresos extra a través
de la semi-proletarización de algunos de sus miembros. En esta forma de organización
familiar el trabajo productivo es realizado sin distinción de género, por varones y mujeres,
mientras que los trabajos domésticos son realizados fundamentalmente por las mujeres,

78
en una división sexual del trabajo guiada por los principios de la cultura patriarcal, que
naturaliza la feminización de estos trabajos. Así, encontramos que la familia campesina
funciona como reproductora de estos valores que asignan a las mujeres la función de
madre y esposa-cuidadora y a los varones el rol de proveedor, los cuales son transmitidos
de generación en generación, y se perpetúan también en las posibilidades educativas
brindadas a nenas y varones en edad escolar. A ellas se les privilegia el entrenamiento
para ser buenas esposas mientras se apuesta a que ellos estudien para que consigan un
mejor trabajo.
Como parte de este entrenamiento y de la estrategia de semi-proletarización, las mujeres-
niñas son enviadas para trabajar en el servicio doméstico cama adentro en la ciudad. Así
se van reproduciendo roles estereotipados, a través de la construcción de trayectorias
típicas en el cual las mujeres trabajan como sirvientas mientras los hombres en la
construcción o el transporte. Además de reforzar la feminización de las tareas domésticas
y de cuidados, encontramos que esta forma de empleo implica un control total del cuerpo
de las mujeres, disponibles para asumir función las 24 horas, y que esto supone una
continuidad con el rol que deberán cumplir posteriormente, al momento de conformar una
familia propia y convertirse en madres-esposas-cuidadoras. Esto no quiere decir que las
mujeres no ostenten autonomía ni desplieguen estrategias propias para defenderse, sino
que en el contexto de precariedad en el que consiguen trabajo, la flexibilidad para
adaptarse al cambio y la predisposición para aprender a trabajar son actitudes por ellas
valoradas y que las acompañan en su aspiración de movilidad social.
Esta aspiración alcanza una concreción material en el momento en el que deciden, solas
o acompañadas, “probar suerte” en Argentina, migrando para trabajar allí y dando
continuidad a viajes ya realizados previamente por parientes y conocidos, aunque sin
mucha noción sobre a dónde se iría a trabajar o de qué. Encontramos que este proyecto
migratorio, que no se pensaba en un principio como definitivo, va adquiriendo cierta
permanencia en la medida en que se conforma una familia propia en el lugar de destino.
Y si bien las mujeres no siempre migran en calidad de esposas, el hecho de tener hijos o
hijas criadas y educadas en Argentina es un factor determinante a la hora de decidir
quedarse o regresar.
En los próximos capítulos, nos adentramos en las estrategias desplegadas por las familias
bolivianas en el marco de la horticultura intensiva del cinturón verde de La Plata, para
analizar las relaciones de género establecidas en el trabajo y la reproducción de la vida en
las quintas, la experiencia de la maternidad para las mujeres quinteras y las formas de
reconfigurar sus relaciones a partir de pensarse a sí mismas desde una perspectiva de
género.

79
Capítulo 3. Las relaciones de género en la horticultura
intensiva en La Plata y la maternidad como destino
Introducción

Habiendo reflexionado sobre las condiciones de vida y las relaciones de género en la


infancia campesina de las entrevistadas, así como en su trayectoria laboral signada por la
migración interna para el trabajo doméstico y la migración internacional hacia Argentina
para trabajar en la agricultura, en este capítulo nos interiorizamos en las condiciones de
vida y de trabajo de las mujeres quinteras a partir de su arraigo en el cinturón hortícola de
La Plata. El objetivo específico de este capítulo es analizar las formas de organización
del trabajo en la horticultura platense y las relaciones de género establecidas al interior
de las familias hortícolas, privilegiando particularmente los roles ocupados por (y
asignados a) las mujeres quinteras. Asimismo, indagamos en las transformaciones
intergeneracionales respecto de las formas en que son y han sido vividas por ellas la
sexualidad, la maternidad, la infancia y la crianza.

El capítulo se estructura, entonces, de la siguiente manera:

En el primer apartado introducimos la historia de conformación de esta área hortícola y


sus principales características socio-económicas y productivas con el objetivo de brindar
al lector o lectora un panorama general sobre el territorio periurbano en el cual se
desarrollan las trayectorias que analizamos. También aportamos elementos para
comprender cómo se inserta y desarrolla la comunidad boliviana en este sector
productivo, que posteriormente retomamos para analizar la experiencia particular de las
mujeres quinteras.

A continuación, en el segundo apartado analizamos las formas de organización del trabajo


y las relaciones de género en la horticultura platense, a partir de un taller sobre Género y
trabajo realizado en las rondas de mujeres y de la historia de vida de Raquel y su familia.
Incluimos en el análisis temas como la relación entre trabajo productivo y reproductivo
en las quintas hortícolas; las estrategias desplegadas por las familias (y la comunidad
boliviana) para alcanzar la movilidad social en Argentina y la forma particular en que
estas mujeres participan de dicho proceso; las formas de conciliación del trabajo y el
poder de negociación de las mujeres al interior de la familia; y algunos indicios de
cambios intergeneracionales en las relaciones de género.

En el tercer apartado abordamos particularmente el tema de la sexualidad y la maternidad,


a través de las reflexiones personales de distintas entrevistadas. Este tema apareció en las
sucesivas charlas como un emergente que estructura su experiencia de vida, indicado
como un punto de inflexión que marcó un antes y un después en sus vidas. También
observamos que va constituyéndose en una forma de realización personal en la medida
en que buena parte de su tiempo y esfuerzo está dedicado a la crianza. Incluimos también
en este apartado la crónica de un taller sobre infancias realizado en las rondas, donde se
expresa una voz colectiva en la cual la relación con los hijos e hijas es vivida como una
revancha frente a las propias experiencias en la niñez. En el análisis identificamos los
cambios intergeneracionales en relación a la experiencia de la sexualidad, la maternidad,
la infancia y la crianza.

80
1. Historia de conformación del cinturón verde de La Plata y condiciones
de vida y de trabajo en la horticultura intensiva
La ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, se encuentra localizada
56km al sudeste de la capital federal. Es la cuarta ciudad más poblada de Argentina,
rondando los 800.000 habitantes, y se constituye como el centro político, administrativo
y educativo más importante de la provincia. Su fundación se remonta al año 1882,
momento en que se decide diferenciar a la capital de la provincia de la capital nacional,
trasladándola a otro lugar. Una de sus características fundacionales es precisamente el ser
una ciudad totalmente planificada, asentada en un territorio donde no había urbanización
previa. A través de la expropiación de antiguas estancias y la expulsión de otros
moradores, se impulsó la construcción de la ciudad diseñada íntegramente para cumplir
con las funciones políticas para las que fue creada, y contemplado también otras, como
por ejemplo el abastecimiento de alimentos frescos.
Mapa Nº9: Partido de La Plata con principales localidades

Observaciones: El cinturón verde de La Plata se extiende rodeando al centro urbano, y abarca las localidades
de Villa Elisa, Arturo Seguí, El Peligro, Abasto, Ángel Etcheverry, Lisandro Olmos, Los Hornos y Arana,
señaladas en el mapa Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Gran_La_Plata#/media/File:Gran_La_Plata.svg
(última visita: 10/03/2019)

81
Así surge el cinturón hortícola de la ciudad de La Plata (CHP), cuya historia de
conformación puede dividirse en tres grandes períodos a lo largo del siglo XX (García &
Lemmi, 2011). El momento inicial se remonta, como mencionamos, a la planificación de
este sector productivo orientado a la producción de hortalizas y frutos para el consumo
local, a través de la creación de quintas28, en torno del casco urbano. En aquel período,
un primer anillo alrededor de la ciudad estaba destinado a las quintas hortifrutícolas y a
la producción de ladrillos (dando origen al mítico barrio de Los Hornos); a continuación,
se encontraban las tierras destinadas a la chacra (producción de cereales, ganado menor
y aves de corral), y el resto del territorio a la ganadería extensiva, garantizando así la
seguridad alimentaria de la región. Hasta 1920, sin embargo, la producción hortícola fue
principalmente doméstica, realizada en los fondos de las casas y orientada al autoconsumo
de las familias trabajadoras, con comercialización de los excedentes. Siguiendo el ritmo
de poblamiento impulsado a nivel nacional, son inmigrantes europeos (fundamentalmente
de origen italiano) quienes se asientan en la región como productores de hortalizas. El
censo agropecuario de 1914, data de

165 explotaciones dedicadas específicamente a la producción de frutas y hortalizas


en La Plata, abarcando una superficie de 518 hectáreas. La mayoría de las
explotaciones se encontraban dirigidas por migrantes italianos (78%), en segundo
lugar argentinos (10%) y españoles (8%), en las cuales prima la utilización del
trabajo de los miembros de la familia por sobre el de los peones. El 92% de las
explotaciones no supera las 25 hectáreas de superficie. (García & Lemmi, 2011, p.
257)

A partir de la década de 1940, en el período de entreguerras, se inicia el segundo período


de consolidación del territorio hortícola. Esto se relaciona inicialmente con la llegada de
grandes contingentes de inmigrantes europeos, campesinos y campesinas empobrecidas,
convocadas por familiares o conocidos ya asentados en la región, para trabajar en las
quintas hortícolas de La Plata. El crecimiento del área productiva responde, además, al
aumento de la demanda fruto de la expansión industrial de aquella época (período de
sustitución de importaciones) y el consecuente aumento poblacional, y trasvasa los límites
trazados en la planificación inicial, llegando hasta el área de ganadería. La fuerza de
trabajo era predominantemente familiar y, a diferencia del primer período, la producción
estaba orientada íntegramente hacia el mercado. Entre fines de 1940 y 1960, la mayoría
de los productores italianos o su descendencia alcanzaron la propiedad de la tierra, a
través de políticas de congelamiento de alquileres (lo cual les permitió ahorrar para luego
comprar), y el fomento de procesos de colonización. Las quintas en este período eran de
entre 4 y 7 ha. y se producía todo tipo de hortalizas casi sin mecanización y con
fertilizantes y plaguicidas caseros, fabricados con recetas de herencia familiar.

A partir de 1960 comienzan a llegar a la región los primeros afluentes de trabajadores


provenientes del norte del país (Santiago del Estero, Salta y Jujuy), quienes también se
dedicaban a la agricultura en sus lugares de origen, para emplearse como trabajadores
(generalmente estacionales) en las quintas. En un período de alta demanda de hortalizas
y bajos costos de producción, y con posibilidades de acumular capital que les permite

28
“Quintas” es como se denomina en la región a los establecimientos agrícolas destinados a la producción
de hortalizas para comercializar, y que se diferencian de las “huertas”, asociadas principalmente a la
producción doméstica (o comunitaria) para auto-consumo.

82
acceder a la propiedad de la tierra y contratar trabajadores, los productores de origen
italiano pasan en un período de aproximadamente 30 años, a ser básicamente patrones y
gerentes de la producción, casi sin aportar ya trabajo físico en la quinta.

El tercer período de expansión del cinturón hortícola corresponde al proceso de


intensificación que se da a partir de la década de 1970. En consonancia con el auge a nivel
global de la Revolución Verde, se incorporan a la producción innovaciones tecnológicas
que abarcan semillas híbridas, sistemas de riego, agroquímicos para el control de plagas
y malezas, fertilizantes inorgánicos y maquinarias (tractores) de gran potencia, y que
tienen un gran impacto en los niveles de productividad de las quintas hortícolas. En este
período, se estima que el CHP abarcaba unas 5000 hectáreas, de las cuales “el 75%
estaban en manos de propietarios, 17% bajo arrendamiento y 8% en mediería. […] El
55% de las explotaciones son pequeñas, de entre 2 y 6 hectáreas […] y la principal forma
de comercialización es la entrega en consignación en mercados concentradores.”
(Gutman et al, 1987, p. 90 citado en García & Lemmi, 2011, p. 266).

Sobre fines de los años ‘70 y principios de los ‘80 comenzaron a arribar a la región
migrantes de origen boliviano en busca de trabajo, que como vimos en los capítulos
anteriores habían sufrido un proceso de pauperización y traían consigo un conjunto de
saberes acumulados propios de la actividad para el autosustento (García, 2011b). Estos
campesinos (eran fundamentalmente hombres) y sus familias, eran contratados por los
patrones italianos como peones inicialmente, aunque se propagarían luego las relaciones
de mediería.

Al mismo tiempo, desde mediados de la década del ‘80 y principios de los ‘90, en un
contexto caracterizado por la imposición del modelo de acumulación neoliberal, en el
sector hortícola se implementaron un conjunto de transformaciones tecnológicas que
afectarían la forma y organización de la producción, trayendo consecuencias en el
mercado de trabajo local. En forma gradual, la espiral tecnológica incluyó la
mecanización, agroquímicos, híbridos, riego localizado y fertirrigación, teniendo grandes
repercusiones en los rendimientos, la calidad de la producción, la demanda de insumos,
la comercialización y la utilización y remuneración de los distintos factores de producción
(Lemmi, 2011). Particularmente, el factor preponderante en las transformaciones
productivas de la horticultura platense fue y es la expansión del invernáculo durante los
años ‘90. Esta innovación tecnológica, que aceleró la intensificación en el uso del suelo
en esta franja periurbana, se propagó en un período en el que otras áreas productivas
metropolitanas (al norte y al oeste de la ciudad de Buenos Aires) iban perdiendo terreno
frente al avance de la urbanización, lo cual se constituye en un factor más de
diferenciación de la horticultura en la región.

El sistema del invernáculo avanzó por sobre la producción a campo no sólo por las nuevas
condiciones y exigencias del mercado, sino por generar un conjunto de ventajas para los
productores que lo tornan atractivo. Entre ellas, siguiendo a García (2015) podemos
mencionar: (a) incremento del período anual de producción, (b) mayor “calidad del
producto”29, (c) posibilidad de reducir tiempos muertos, (d) posibilidad de acelerar,
adelantar y hasta retrasar los procesos productivos y, (e) mayor relación costo/beneficio.

29
Calidad basada en criterios estéticos, fundamentalmente en términos visuales (textura, color) y de
homogeneidad del producto (forma, tamaño); no así en sus cualidades nutricionales u organolépticas (sabor,
aroma).

83
La propagación del invernáculo terminó de consolidarse en los años posteriores a la
devaluación del año 2002. Según la información del último Censo Horti Florícola de la
Provincia de Buenos Aires (CHFBA) de 2005 (Ministerio de Asuntos Agrarios, 2005) en
La Plata el 23,5% de los sistemas productivos hortícolas eran exclusivamente a campo y
el 27,5% exclusivamente bajo cubierta, mientras que el 49% combinan ambos sistemas.
Para el año 2010, los sistemas bajo cubierta eran predominantes con unas 2.500 hectáreas
en el partido de La Plata (Cieza, et. al., 2015), y según estimaciones realizadas más
recientemente, esta superficie se elevaría en la actualidad a más de 5000 hectáreas
(Baldini, Marasas, Palacios, & Drozd, 2016).

El modelo del invernáculo es fuertemente demandante de fuerza de trabajo: algunos


autores afirman que hasta duplica su demanda en relación a la producción a campo.
Mientras que a nivel Buenos Aires (sin La Plata) se utiliza en promedio 0,55 trabajadores
por hectárea hortícola total, en La Plata dicho valor es de 1,35 (Fuente: CHFBA’05)
(García, 2014) lo cual se explica por el intensivo uso de invernaderos en la región. En ese
sentido, la inmigración boliviana jugó y juega un papel clave en el crecimiento de la
fuerza de trabajo de la horticultura platense. Según datos del Consulado Boliviano, el
85% de los horticultores de La Plata son de dicha nacionalidad (Cieza et al., 2015). Esto
se relaciona no sólo con el incremento cuantitativo de la fuerza de trabajo de origen
boliviano, sino también con el proceso de movilidad social ascendente, que les ha llevado
a ocupar paulatinamente una gran parte de la cadena de producción hortícola. Este
proceso implicó en gran medida un reemplazo de los antiguos productores de origen
europeo, permaneciendo únicamente aquellos más capitalizados y orientados a una
producción de tipo empresarial.

Los productores pequeños o medianos, que en los ’90 ya incorporaban fuerza de trabajo
de origen boliviano (como peones o medianeros), fueron paulatinamente abandonando
las tierras que trabajaban, tanto por un recambio generacional en el cual los hijos o hijas
ya no continuaron con la actividad, como por el impacto de la crisis económica y política
que afectó al país a fines de los ’90 e inicios de los años 200030, y desalentó a muchos
productores a continuar invirtiendo en el sector. Fueron así cediendo las tierras en alquiler
a este nuevo actor que se incorpora a la escena: en el período de mayor efervescencia
social post 2001, los peones y medieros de origen boliviano comenzaron a arrendar las
antiguas quintas de los italianos, incorporándose como “productores” (como describimos
en el capítulo 1, en el proceso denominado “escalera boliviana”, gráfico Nº2).
Reproducimos un gráfico elaborado por García y Kebat (2008) sobre datos del último
censo hortiflorícola, donde se expresa claramente la dimensión del proceso de movilidad
social en el cual los hasta entonces medieros de origen boliviano se insertan como
productores en el CHP en el período post crisis (ver años 2002, 2003 y 2004).

30
La crisis de diciembre de 2001, también conocida como “el argentinazo”, fue una crisis económica,
política y social desencadenada por la imposición de una medida denominada “el corralito” que restringía
la extracción de dinero de los bancos, y que desembocó en la renuncia del entonces ministro de economía,
Domingo Cavallo, y del presidente Fernando de la Rúa. En un contexto de crisis financiera e institucional,
en el cual el lema de las movilizaciones populares era “Que se vayan todos”, en una semana pasaron cinco
funcionarios por la presidencia, hasta concretarse un gobierno interino que perduró hasta 2003, cuando se
volvió a llamar a elecciones. Estos sucesos se enmarcan en un proceso de recesión económica más amplio,
que abarca desde 1998 hasta inicios del año 2002, cuando a través de la devaluación de la moneda local se
pone fin al programa de convertibilidad, que emparejaba el peso argentino con el dólar estadounidense, que
había sido parte de las medidas neoliberales implementadas durante la década del ’90 (Basualdo, 2013).

84
Gráfico Nº6: Evolución de la cantidad de establecimientos hortícolas por nacionalidad del productor entre
2000 y 2005 en La Plata

70 120
EH por nacionalidad entre 00 - 05
60 100

EH Total entre 00 - 05
50
80
40
60
30
40
20

10 20

0 0
2000 2001 2002 2003 2004 2005
ARGENTINO BOLIVIANO TOTAL

Fuente: Elaborado por García y Kebat (2008) en base a datos del CHFBA ’05.

Varios autores acuerdan en que las familias bolivianas han sido un actor clave en el
proceso de acumulación que se dio en el sector en las últimas décadas y que, en el caso
de La Plata, llevaron a constituir el cinturón hortícola más competitivo del país (Benencia,
2005; García, 2011b, 2014). La intensificación productiva dada por la utilización del
invernáculo, sumada a la gran flexibilidad y disposición de las familias bolivianas para
permanecer (y consolidarse) en esta actividad, permiten comprender esta diferenciación.
En el mapa Nº10 a continuación puede observarse la preeminencia y alta densidad de
establecimientos que producen hortalizas en este partido, frente al resto de los que abarcan
el área hortícola bonaerense. La intensidad del color verde indica cuán por encima o por
debajo del promedio se encuentra cada partido del Área Metropolitana de Buenos Aires,
en relación a superficie cultivada, volumen de producción y cantidad de explotaciones
hortícolas, según los datos del Censo Hortiflorícola de la provincia del año 2005 (G. A.
Rivas, 2005).

85
Mapa Nº10: Cultivos intensivos hortícolas del Área Metropolitana de Buenos Aires

Fuente: Rivas, Gabriel Atilio (2005, p.6)

Las estrategias de acumulación de los horticultores bolivianos fueron analizadas por


García (2010) quien señala que el pasaje por los peldaños de la escalera boliviana (ver
gráfico Nº 2, capítulo 1) está dado fundamentalmente por su capacidad para adaptarse a
condiciones adversas, tolerando precarias condiciones de vida y de trabajo, y relegando
el consumo familiar para enfrentar las inversiones productivas que les permiten producir
más cantidad, a menores costos y durante todo el año. El principal factor de acumulación
es entonces el ahorro, a través de un acceso limitado a bienes destinados a la reproducción
(como puede ser la alimentación, el vestido, la vivienda, la salud, la educación o la
recreación), y la superexplotación de la fuerza de trabajo. Este concepto, acuñado
originalmente por Marini (1973) en el marco de la teoría de la dependencia, es utilizado
para explicar las formas de acumulación en el capitalismo dependiente, y hace referencia
a que la fuerza de trabajo (sea contratada o propia) se remunera por debajo de su límite
normal de consumo, representando una estrategia adicional de acumulación de capital
(García, 2014). La precariedad de las condiciones laborales, por otra parte, se expresa en
jornadas de trabajo de más de 10hs, trabajo nocturno o de madrugada, trabajo infantil,
remuneraciones por debajo del salario mínimo o en la prácticamente nula registración
laboral (con la consecuente carencia de prestaciones sociales como aportes jubilatorios y
obra social), y se encuentra amparada en la gran informalidad que define a la horticultura
platense en su conjunto.

Esta informalidad, que se basa en el incumplimiento de las normativas vigentes, se


reproduce en la esfera laboral, fiscal y migratoria, constituyéndose en la región como una
norma antes que como una excepción a las reglas. La inobservancia de la legislación
laboral se relaciona con la remuneración por debajo del salario mínimo, pero también con
el trabajo infantil o de mujeres embarazadas y con la negación sistemática de la mayoría

86
de los derechos consagrados (como un límite horario para las jornadas laborales o las
contribuciones sociales correspondientes). Además, la informalidad se sustenta tanto en
la ausencia de fiscalización por parte de sindicatos y el Estado como por la falta de
información de los trabajadores y trabajadoras sobre sus derechos laborales, y convive
con la total evasión del sistema impositivo en la mayoría de las transacciones comerciales
de la horticultura (sea mercados de tierra, de capitales, de insumos o de productos)
(García, 2014). Asimismo, la condición migratoria de muchos trabajadores y
trabajadoras, en ocasiones con residencia precaria o irregular, y cuya necesidad de
trabajar para subsistir es imperiosa, también ejerce una presión para evitar la
formalización y posibilita reproducir la precariedad del empleo.

Es bajo esta informalidad que se amparan las condiciones de explotación del trabajo (y
de autoexplotación) que permiten garantizar la producción y el ahorro que mencionamos,
en una cadena de relaciones amparadas por vínculos de parentesco y paisanaje. Así, quien
logró ascender en la escalera y pasar a ser arrendatario/a (a través de la autoexplotación
propia y de toda su familia), contrata a su vez peones o medieros/as, que son personas
conocidas y que necesitan trabajar, y que deben hacerlo en las mismas condiciones de
precariedad que mencionamos. Al mismo tiempo, si desean acumular cierto capital para
continuar ascendiendo tienen que autoexigirse lo más posible y, eventualmente, también
contratar a otros/as, ampliando el círculo. Esta modalidad de explotación de la fuerza de
trabajo, fuertemente condicionada por un contexto de necesidad en el cual las estrategias
de reproducción y movilidad social acaban por traducirse en la contracción del consumo
y la aceptación de condiciones laborales paupérrimas, se ejerce en buena medida por la
situación de vulnerabilidad en la que se encuentran las familias de origen boliviano en el
CHP. La vulnerabilidad (ver gráfico Nº7) se relaciona con algunas características propias
de las familias –como la condición migrante, la pobreza material (expresada por ejemplo
en la capacidad de consumo y la condición de la vivienda) o el bajo capital cultural
(asociado al analfabetismo o la poca familiaridad con las instituciones locales)– , y con
algunas condiciones estructurales, en la cual intervienen distintos actores que componen
la cadena productiva frente a los cuales los horticultores y horticultoras se encuentran en
una posición subordinada.
Gráfico Nº7: Condiciones que reproducen la vulnerabilidad en la horticultura platense

Fuente: Ambort (2017, p. 59)

87
La condición migrante (Pedreño Cánovas & Riquelme Perea, 2006) opera como factor de
vulnerabilidad en la medida en que, cuando la residencia es ilegal o precaria resulta en
una imposibilidad para el acceso a derechos ciudadanos . Por otro lado, el 31

desconocimiento de las reglas, derechos, usos y costumbres del país son factores que
retrasan la exposición pública, la libre circulación, y la autopercepción como sujeto de
derechos, con posibilidad de exigir para sí mejores condiciones (de trato, de vida, de
ingresos). Asimismo, el racismo y la discriminación que se asocian a los rasgos de los
pueblos originarios, de quienes descienden la mayoría de los horticultores y horticultoras
bolivianas, son muy marcadas en sociedades que se piensan a sí mismas y se identifican
con los valores blancos y europeos de la sociedad occidental, como la argentina. No
obstante, vale mencionar que en la última década las políticas migratorias han sido
receptivas y favorables a la integración de los trabajadores y trabajadoras inmigrantes
residentes en el país, agilizando el acceso a documentación, a servicios públicos y a
derechos civiles y políticos . Con el último cambio de gobierno, a partir de 2016
32

comienzan a vislumbrarse algunas diferencias con la gestión anterior, lo cual se expresa


por ejemplo, en el reforzamiento de medidas estigmatizadoras y/o expulsivas . 33

La pobreza material se expresa en la situación económica que atraviesan las familias


horticultoras, cuya reproducción se da en condiciones de vida marcadas por la escasez,
viviendas precarias y deficiente acceso a servicios públicos. La mayoría llega al CHP
“con lo puesto” y se instalan en las quintas ayudadas por otras familias que también
atraviesan situaciones de precariedad y pobreza, y van armándose de a poco de los
muebles y enseres necesarios para la reproducción del grupo familiar. Todas las familias
quinteras viven en casillas precarias de madera, por lo general de una sola habitación
donde convive todo el grupo familiar. Estas casillas se encuentran expuestas a las
inclemencias climáticas (mucho calor en verano, mucho frío en invierno), siendo que la
aislación (física y térmica) es el mismo plástico y madera que se utiliza para los
invernaderos (ver fotografía Nº2).

31
Nos referimos, por ejemplo, a ser beneficiario/a de determinados programas sociales de transferencia de
ingresos (como la Asignación Universal por Hijo), a registrarse como trabajadores/as o como
productores/as, como a ser víctimas de mayor discriminación en el sistema de salud o educación, y de una
limitación general para realizar diversos trámites oficiales.
32
El programa Patria Grande (Programa Nacional de Normalización Documentaria Migratoria)
implementado por la Dirección Nacional de Migraciones a partir de 2004, tenía por objetivo “la
regularización de la situación migratoria y la inserción e integración de los extranjeros residentes en forma
irregular en el país”, y tuvo una gran repercusión en la región, garantizando el acceso a permisos de
residencia permanente, al DNI argentino y a los beneficios en términos de derechos sociales que ello
implica. En http://www.migraciones.gov.ar/pdf_varios/estadisticas/Patria_Grande.pdf se presentan los
fundamentos y resultados del programa.
33
Ver http://www.perfil.com/politica/se-inaugura-una-carcel-para-inmigrantes.phtml (26/08/2016)

88
Fotografía Nº2: Construcción de casillas de madera en la quinta

Fuente: Fotografía propia (septiembre, 2015). A destacar en la imagen: cubierta aislante de las paredes
hecha con plástico transparente; condiciones de hacinamiento (en la foto se observan 4 casillas, a la
izquierda y al fondo); cercanía de las casillas con los invernáculos (a la derecha). La imagen corresponde a
una jornada solidaria para la construcción de emergencia de una casilla para una familia quintera que había
perdido todo en un incendio.

La cocina es mayormente a leña y no cuentan con agua corriente ni sistemas de


calefacción. La infraestructura predial es escasa o precaria, tanto en términos de
iluminación, alambrados y caminos (lo cual dificulta los accesos y aumenta la
inseguridad) como de instalaciones hídricas y sanitarias. En relación a esto último, es
común que los pozos de agua sean muy antiguos y se encuentren en mal estado, o sean
nuevos pero precarios (por los altos costos que conlleva realizar uno en buena
profundidad) y en consecuencia el agua que se extrae del suelo (y que se utiliza tanto para
consumo como para riego) se encuentra contaminada; además, en general los pozos
ciegos (ya que no hay sistema de cloacas) también son precarios y muchas veces se
instalan al lado del pozo de agua, incrementando los focos de contaminación. Para las
familias que no cuentan con vehículos propios, el acceso a centros comerciales,
educativos, sanitarios u otros lugares de especial interés (como son las agronomías34),
implica altos desembolsos de tiempo y dinero en transporte y logística.

A esto se adiciona el bajo capital cultural –entendido en términos de altos niveles de


analfabetismo y baja calificación de los trabajos realizados– lo cual favorece la sumisión
ante dichas condiciones socioeconómicas y dificulta la elaboración de acciones

34
También llamadas “semillerías” o “agroquímicas”. Se refiere a los comercios dedicados a la venta de
insumos para las quintas, ya sean agroquímicos, semillas, mangueras de riego o polietileno para los
invernaderos.

89
sistemáticas para transformar la propia realidad. Como indicador podemos basarnos en
los datos publicados por el ReNAF35 para el Area Metropolitana de Buenos Aires
(AMBA) (del cual el partido de La Plata reúne el 30% de los núcleos familiares, y si
agrupamos la zona sur del AMBA (La Plata, Berazategui y Florencio Varela) alcanzan el
52%), el 27% de los/as titulares alcanzaron el nivel educativo primario completo; el
30,5% el nivel primario incompleto, y un 4,5% no posee instrucción alguna. En total,
alrededor del 60% de los productores o productoras familiares poseen bajos niveles de
instrucción y encuentran dificultades para desempeñar tareas de lecto-escritura y
cálculos36.

Existen numerosos trabajos que han profundizado en la vulnerabilidad que presentan los
y las horticultoras de origen boliviano como sujetos subordinados frente a otros actores o
estructuras de poder que imponen las reglas de juego en el sector (Benencia & Quaranta,
2006a; García, 2013, 2014; Pizarro, 2007). Siguiendo a García (2014), distinguimos
entonces cuatro mercados en la horticultura platense que operan como estructuras de
poder y que garantizan la reproducción y rentabilidad de la actividad externalizando los
costos de producción a través del trabajo: el mercado inmobiliario, el mercado financiero,
el mercado de agroinsumos, y el mercado de hortalizas, como apareció resumido en el
Gráfico Nº7.

Respecto del mercado inmobiliario, cabe mencionar en primer lugar que la principal
forma de acceso a la tierra en el CHP es el arrendamiento, ya que, por tratarse de un área
periurbana, las zonas productivas se entremezclan y compiten con otros usos del suelo,
alcanzando valores inaccesibles para la compra por parte de la producción familiar. Así,
los dueños de la tierra y en mayor medida, las empresas inmobiliarias en que aquellos
delegan la gestión, poseen el control del acceso a este medio de producción. Los Contratos
de Arrendamiento Rural no garantizan la continuidad de las familias en el mismo predio
por más de tres años (lo cual es relativamente poco teniendo en cuenta que las familias
viven y trabajan en el mismo lugar y en pos de una producción sustentable a
mediano/largo plazo), no reconocen ninguna mejora de infraestructura realizada por
los/as inquilinos/as en el mismo (de lo cual se deriva la precariedad de las viviendas y
demás condiciones sanitarias que describimos anteriormente), ni tienen en cuenta la
estacionalidad de los cultivos (y la consecuente variabilidad de los ingresos de las familias
a lo largo del año).

Por otro lado, la intensificación productiva que se ha desarrollado en la horticultura


platense a través de la incorporación del invernáculo y todo el paquete tecnológico (que
como vimos, son condiciones necesarias para alcanzar cierta competitividad y calidad
comercial que permiten la persistencia), implica un flujo de gastos e inversiones que es
garantizado a través de un sistema de créditos. Al no encontrarse bancarizados/as, ni
registrados/as impositivamente, ni ser propietarios/as, los horticultores y horticultoras
(como prácticamente toda la agricultura familiar) no cumplen con las condiciones para el

35
Registro Nacional de la Agricultura Familiar.
36
Cálculos propios en base a datos preliminares del ReNAF para octubre de 2010 disponibles en:
http://www.renaf.magyp.gob.ar/documentos/InformeProvincial2012-AMBA.pdf

90
acceso al sistema de créditos bancarios, y deben incurrir en empresas financieras cuyas
tasas de interés implican devolver hasta el doble del monto que ha sido prestado.

El modelo productivo asociado al invernáculo es totalmente dependiente de insumos


externos (plásticos, madera, mangueras de goteo, semillas, agroquímicos, fertilizantes,
etc.), y coloca a los productores y productoras en una situación de dependencia respecto
de las semillerías proveedoras de agroinsumos. La continua oferta de productos químicos
nuevos para ser aplicados a los cultivos, sumada al desconocimiento respecto de algunas
plagas o técnicas de manejo, implica que los/as productores/as se encuentran en una
posición desfavorable respecto de los “ingenieros37” que les venden los insumos en las
agronomías. Es muy frecuente que se encuentre en el mismo depósito de agroquímicos
de la quinta (cuando éste existe) varios productos de diferente marca o nombre comercial,
cuyo compuesto químico y función es la misma. El principal problema, sin embargo,
radica en los elevados precios de estos productos (mayormente importados y a precio
dólar) haciendo que la dependencia de los mismos haga a este modelo poco sostenible
desde el punto de vista económico para los agricultores y agricultoras familiares.

Otro factor de vulnerabilidad se expresa en la estructura de comercialización, en la cual


los/as productores/as son tomadores de precios y entregan la mercadería a intermediarios
que pasan quinta por quinta recogiendo verdura para llevar a los mercados concentradores
(conocida como venta “a culata de camión”). Como no existe regulación para los precios
de las hortalizas (y no se encuentran preestablecidos precios máximos o mínimos), los
mismos varían diariamente en función de la oferta y la demanda. Estas variaciones dan
lugar a engaños por parte de los intermediarios, quienes venden la carga a un determinado
valor en el mercado y pueden transmitirle otro al productor/a en la quinta. Esto es posible
además, porque no se realizan facturaciones ni registros fiscales sobre las transacciones.

Todos estos elementos posibilitan y explican en buena medida la transferencia de ingresos


desde el trabajo hacia el resto de los actores sociales que se ven involucrados en la cadena
productiva hortícola, que remarcábamos al comienzo del apartado. Ante esto, y como
fuimos señalando, las familias productoras despliegan diversas estrategias de resistencia
para enfrentar esta situación que hasta les posibilita en ocasiones prosperar
económicamente: como la contracción del consumo, la superexplotación del trabajo y
autoexplotación a través del trabajo familiar, la mediería como relación laboral, o la
inversión en tecnología. A estas estrategias se sumaría, de manera relativamente reciente,
el reclamo al Estado y la participación en organizaciones de productores como forma de
mejorar las condiciones de vida y de acceder a derechos, fundamentalmente a través de
las políticas públicas (Ambort, 2017).

Habiendo analizado las condiciones de vida y de trabajo del cinturón verde de La Plata
en un sentido más o menos general, nos preguntamos a continuación por la forma en que
esta precariedad e informalidad que caracterizan a la horticultura (y que derivan en una
situación de vulnerabilidad para las familias que allí trabajan), impacta particularmente
en las condiciones de vida y de trabajo de las mujeres. Asimismo, indagamos no sólo en
las restricciones materiales, sino también en aquellos factores inmateriales, normativos y

37
Los ingenieros que firman las recetas agronómicas que habilitan la venta de agroquímicos, o simplemente
quienes revenden los productos agroquímicos, son en general posicionados en un lugar de superioridad por
parte de los productores/as por sus conocimientos técnicos.

91
simbólicos (ligados a la “inercia patriarcal” y constitutivos de las estrategias familiares
de movilidad social) que las condicionan.

2. Mujeres quinteras: vivir y trabajar en la horticultura platense

En este apartado analizamos las formas de organización del trabajo y las relaciones de
género en la horticultura platense, prestando atención a cómo se produce la división
sexual del trabajo en función de roles y estereotipos asociados a lo femenino y a lo
masculino.

Comenzamos la exposición con una descripción sobre la distribución del espacio y las
tareas cotidianas (productivas y reproductivas) que conlleva vivir y trabajar en las quintas
del periurbano platense. El título de este sub apartado ¿Quién hace qué y cuánto vale?,
surge de la crónica de un taller realizado en las rondas de mujeres, donde se reflexionó
sobre la distinción entre trabajo remunerado y no remunerado en la familia hortícola. A
partir de este ejercicio, analizamos la división sexual del trabajo y las formas de
conciliación en la organización familiar, valorando el aporte realizado por las mujeres a
la economía del hogar y al bienestar de sus miembros en su vida diaria.

En el siguiente sub apartado (2.2) introducimos la historia de vida de Raquel, quintera


joven, hija de inmigrantes bolivianos llegados al cinturón hortícola platense hace casi dos
décadas, que nos brinda elementos para analizar los roles ocupados por las mujeres en el
proceso de movilidad social de la familia horticultora.

El sub apartado 2.3, está dedicado a analizar los factores que influyen en la conciliación
familiar y laboral en la actividad hortícola, así como aquellos que condicionan la posición
de retirada de las mujeres, en los procesos de negociación al interior del hogar y la pareja.
En este punto incluimos una reflexión sobre el doble papel que juegan las redes de
parentesco y solidaridad de la comunidad boliviana en la consolidación de la horticultura
platense, y cómo esto afecta particularmente a las mujeres que forman parte de esta
comunidad para alcanzar grados de autonomía que les permitan conciliar el trabajo y
negociar condiciones y acuerdos al interior de los hogares

Por último, la experiencia de Raquel, criada en Argentina y como segunda generación en


la actividad hortícola, nos da pistas para reflexionar sobre algunos puntos de posible
transformación intergeneracional en los roles de género asignados a (y ocupados por) las
agricultoras.

2.1. ¿Quién hace qué, y cuánto vale? Trabajo productivo y reproductivo en las
quintas hortícolas

A continuación, presentamos una descripción de los espacios productivos y reproductivos


que componen a las quintas hortícolas, las tareas involucradas en cada uno de ellos y un
análisis de cómo se produce la división del trabajo entre los miembros de la familia. La
descripción surge de múltiples observaciones y charlas durante visitas a las productoras
en sus casas y lugares de trabajo, así como de las discusiones que surgieron de un taller
realizado en las rondas de mujeres. En la fotografía Nº3 se observa un mapa que sirvió de
apoyo para el taller, denominado “Género y trabajo”. En el mismo pudimos visibilizar el
trabajo remunerado y no remunerado realizado en las quintas, indicando en un primer
momento las tareas correspondientes para cada espacio (productivo-la quinta,

92
reproductivo-el hogar), en un segundo momento quién las realiza, y por último calculando
su valor de mercado si hubiera que contratarlas. De esta manera quedaba en evidencia el
doble trabajo realizado por las mujeres, y el ahorro que éste implica para la economía
familiar.
Fotografía Nº3: Mapa de una quinta. Espacios productivos y reproductivos

Fuente: fotografía propia. Septiembre, 2018

Como mencionamos en el apartado anterior, en las quintas hortícolas las viviendas


quedan ubicadas en el predio productivo, separadas por unos pocos metros de los surcos
de cultivo o de los invernaderos. Es difícil diferenciar los espacios productivos y
reproductivos, tanto físicamente como también a la hora de pensar en una división de las
tareas, ya que ambos se encuentran íntimamente relacionados y muchas veces las tareas
domésticas se realizan en simultáneo o intercaladamente con las de producción.
En general, en las quintas vive y trabaja más de una familia, y arrendatarios/as,
medianeros/as y peones (si los hubiera) comparten el mismo ámbito doméstico. Todas las
casillas38 se ubican en el mismo lugar, cerca de la entrada del predio que da a la calle. Así
se conforma como un pequeño vecindario, donde viven entre tres y cinco familias, aunque
dependiendo de la cantidad de hectáreas y la demanda de trabajo también pueden ser más.
Las viviendas son autoconstruidas y pequeñas, con un espacio común para comer y
cocinar y una habitación para dormir. En general, no poseen cuartos separados para los
hijos e hijas, e incluso puede que ambos espacios estén integrados en una misma y única
habitación.
Este espacio doméstico cuenta con una galería o área exterior (cubierta o descubierta) con
una vereda o piso de cemento en frente de las casillas, con un tanque de agua de donde se
abastecen los hogares (que no poseen agua corriente dentro), un lugar para lavar la ropa
y extenderla al sol, un horno de barro y un espacio destinado a cocinar con leña. El baño

38
“Casilla” (a diferencia de “casa”) hace referencia a la los materiales -precarios- con que es construida la
vivienda (maderas y plásticos, en vez de cemento y ladrillos). Algunas productoras también se refieren a
su vivienda directamente como “pieza” denotando la precariedad y falta de espacio.

93
(letrinas y duchas) también se encuentra en este espacio común, en una construcción
separada de las viviendas, y tampoco tiene agua corriente.
Anexado a este espacio, y en cercanía con la tranquera de entrada y salida de la quinta,
encontramos un lugar donde se guardan los vehículos (moto, auto o camioneta, si los
tuvieran) y un galpón, ambos construidos con madera y plásticos, y con piso de tierra o
de cemento alisado. En este galpón es donde se preparan las distintas verduras (lavar,
seleccionar, enjaular o embalar) y se acopian antes de ser entregadas a los consignatarios
que las pasan a buscar en camiones, quinta por quinta. Allí se guardan también,
eventualmente, el tractor y las herramientas. Algunas familias designan una porción
pequeña de tierra un poco más alejada para la cría de animales de granja (gallinas,
chanchos, patos u ovejas) que se destinan para el autoconsumo. Toda esta zona cuenta
con la presencia de perros, que en general permanecen atados, y que se utilizan como
guardia de seguridad y alerta frente a la presencia de personas extrañas en la quinta. En
cercanía con este espacio podemos encontrar también una zona destinada a la quema de
la basura doméstica, ya que esta región periférica de la ciudad no cuenta con servicio de
recolección de residuos.
A pocos metros de este ámbito fundamentalmente doméstico comienzan las parcelas
productivas, ya sean surcos para la producción a campo, o invernaderos para la
producción bajo cubierta. Hay quintas que se especializan en algunos pocos productos
(como puede ser la lechuga, el tomate o el pimiento), pero en general se observa una
diversificación de cultivos en las parcelas, y una siembra escalonada que permite tener
siempre algo para cosechar y vender. La producción de hortalizas implica la realización
de diversas tareas a lo largo del ciclo productivo, con distintos picos de intensidad
dependiendo del tipo de cultivo y de la época del año.
Entre las tareas productivas que implican trabajo físico, mencionadas por las productoras,
encontramos: el cultivo o preparado de la tierra, armando los lomos o surcos para plantar
(con el tractor, que puede ser propio o alquilado -en ese caso, el trabajo lo realiza un
tractorista-); el armado y reparación de invernaderos (en general el armado inicial es
tercerizado a personas especializadas, pero el mantenimiento y reparación es realizado
por las familias, principalmente por los hombres si tienen que subirse a los techos para
hacerlo); el trabajo de la tierra propiamente dicho, ya sea en la quinta o en el invernadero,
que incluye varias tareas como: sembrar (directamente en la tierra, o en la plantinera,
dependiendo de la variedad); trasplantar los plantines a la tierra; regar; carpir (sacar las
malezas del surco dejando únicamente el cultivo); curar (es decir, aplicar agroquímicos
para matar distintas plagas. Esto puede realizarse al comienzo del ciclo, de modo
preventivo, aplicando productos que matan todo tipo de microorganismos y semillas que
se encuentren en el suelo; o durante el cultivo, para matar o espantar a plagas presentes o
posibles); abonar (los fertilizantes -generalmente estiércol de pollo- pueden agregarse al
suelo antes de la siembra, o también aplicarse directamente a los cultivos de manera
pulverizada, con la mochila, o por el sistema de riego); desbrotar (esta tarea se realiza
para los cultivos de fruto e implica realiza una poda para dejar el tallo principal de la
planta y aumentar la producción de frutos, como por ejemplo tomate); atar (el atado o
encañado también se realiza para el cultivo de frutos, que necesitan un tutor y/o un sostén
para mantener la plata erguida con el peso de los mismos); hormonear (aplicar un
producto pulverizado en las flores para garantizar el “cuaje”, es decir, que todas las flores
den frutos) y cosechar. El acondicionamiento de la producción post-cosecha incluye:
lavar, seleccionar, atar (en el caso de que sean verduras de hoja) y embalar la producción
en distintos envases según la presentación requerida en el mercado (cajones, jaulas o
bandejas). El circuito finaliza con la carga de la producción en los camiones de los

94
intermediarios que son quienes las llevan al mercado. Todas estas tareas son realizadas
indistintamente por varones o mujeres, con excepción de la fumigación, que es realizada
principalmente por hombres. Esto fue justificado tanto para evitar la exposición de las
mujeres a los productos tóxicos, como por el peso que supone para ellas cargar las
mochilas en la espalda. Sin embargo, cuando ellos no están presentes esta tarea es
realizada también por las mujeres. Lo mismo sucede con el manejo del tractor que, si bien
es una tarea preponderantemente masculina, también hay mujeres con interés en aprender
o necesidad de hacerlo.
Hay otras tareas involucradas en la producción hortícola que fueron mencionadas por las
productoras, pero que no requieren de trabajo físico directo, como es el contacto con los
intermediarios, que son quienes les vinculan con los mercados y realizan semanalmente
los pedidos de verdura. Este contacto se da a través del teléfono celular o la radio, e
incluye tomar los pedidos, recibir los envases vacíos, realizar la carga y recibir luego el
pago correspondiente. Esta es una tarea que si bien hay mujeres que se encargan de
hacerla, es realizada principalmente por los hombres, lo cual tiene que ver con una
reproducción de la figura socialmente aceptada del rol de varón-proveedor, que en este
caso se traduce en asumir un rol gerencial en la quinta, en tanto “productor”39, haciéndose
cargo de este tipo de negociaciones y de la venta de la producción. También tiene que ver
con que los camioneros intermediarios son todos varones, y en general se muestran
reticentes a tratar con las mujeres, descalificándolas como responsables de la venta de su
producción. Así, en los talleres realizados en las rondas las productoras manifiestan que
los camioneros, por teléfono, piden hablar con los hombres para pasarles los pedidos, o
que cuando se presentan en la quinta no las toman en cuenta y sólo se dirigen a sus
maridos. Sin embargo, otra tarea que no implica trabajo físico es la toma de decisiones
respecto de qué plantar y cuándo, o en qué invertir, y en relación a esto todas las
productoras con las que entramos en contacto se reconocieron a la par de sus maridos,
pudiendo conversar sobre ello y decidiendo de conjunto. En relación a la compra de los
insumos en las agronomías, esta es una tarea que realizan indistintamente varones o
mujeres, en función de lo que se necesita en cada momento o de los acuerdos respecto de
las inversiones a realizar. Por último, la venta en ferias o en puestos del mercado (si es
que existe, ya que no todas las familias venden por su cuenta) es una actividad que
realizan principalmente las mujeres.
Una jornada de trabajo típica implica levantarse por la mañana temprano (en invierno
puede ser entre las 6 y las 7, en verano entre las 4 y las 5), tomar un desayuno, y salir a
trabajar en la quinta hasta el mediodía. Las mujeres se retiran un poco antes para preparar
la comida, y toda la familia se reúne para almorzar. Tras una pequeña siesta o descanso,
se retoma el trabajo en la quinta hasta caer el sol. Cuando ya es de noche, aun se realizan
tareas en el galpón, sobre todo de acondicionamiento de la cosecha para la carga. Los
hijos o hijas en edad escolar, en general a contra turno de la escuela ayudan realizando
tareas livianas bajo la supervisión de sus padres. Son pocos/as quienes realizan
actividades recreativas extracurriculares, pero sí se dedica un tiempo en el hogar para
realizar tareas escolares. El invierno, por el impacto de la disminución de las horas de luz
solar y las bajas temperaturas en la fisiología vegetal, es la estación con menos demanda
de trabajo y las jornadas son un poco más cortas (aunque nunca bajan de las 8hs); mientras

39
Las comillas tienen que ver con que en general, desde el sentido común pero también desde las
instituciones (públicas o privadas) que intervienen en el sector, se hace referencia a “los productores” como
responsables de las quintas, invisibilizando el trabajo de mujeres, jóvenes y niños/as, cuya labor es
considerada más bien como una ayuda o colaboración del trabajador principal, jefe de familia.

95
que en el verano el trabajo se multiplica y las jornadas laborales arrancan de madrugada
y se extienden hasta la noche (superando las 16hs diarias), con algunas pausas para
descansar al medio día en los momentos de mayor calor.
A la jornada laboral de las mujeres en la quinta se agrega el trabajo reproductivo,
incluyendo tareas domésticas y de cuidados que se extienden a lo largo de todo el día, y
que implican una predisposición completa al servicio de sus parejas, hijos e hijas (y otros
parientes que convivan en el hogar). Las tareas del hogar incluyen: preparar las comidas
(servir el desayuno, y cocinar y servir el almuerzo y la cena), ordenar y limpiar la casa,
lavar la ropa, coser, juntar leña, quemar la basura, alimentar a los animales domésticos,
ayudar con las tareas escolares. Excepto la ésta última, que puede ser una actividad
compartida o realizada por los varones (dependiendo su nivel de estudios), o la quema de
la basura, el resto de las tareas domésticas son una responsabilidad (reconocida como una
obligación femenina) de las mujeres-amas de casa. Cuando los hombres participan de las
tareas domésticas es en carácter de “ayuda”, y en general en momentos en que la mujer
no está presente, o para resolver una necesidad individual (por ejemplo, cocinarse o
lavarse su propia ropa). Las tareas relacionadas con el cuidado de niños/as son
responsabilidad de ellas. Bromeando (pero no tanto), algunas productoras mencionan
“atender al marido” como una de las tareas domésticas, haciendo referencia a mantener
relaciones sexuales.
Las tareas reproductivas o de cuidados que se realizan fuera del hogar son: llevar o traer
chicos/as de la escuela (o acompañarlos/as y esperarlos/as en la parada del colectivo),
asistir a la reunión de padres/madres, hacer las compras, realizar trámites en la ciudad
(como ir al banco o relacionados con la documentación), sacar turnos, llevar a los
controles médicos o realizar actividades recreativas para o con los/as hijos/as. Estas
tareas, que sí se reconoce de primera instancia que pueden ser perfectamente realizables
por cualquiera de los dos, son generalmente realizadas por las mujeres o, cuando las
realizan los hombres, es porque fueron indicados por ellas para hacerlo, como ir a una
reunión en la escuela o realizar un trámite particular. En general, son ellas quienes se
encargan de la salud de los niños/as pequeños/as, y los varones pueden en ocasiones
acompañarlas a las consultas marcadas.
El tercer momento del taller, consiste en asignar el precio de mercado correspondiente a
cada tarea, imaginando que las tareas de la quinta y del hogar pudieran ser tercerizadas.
Para las primeras esto era bastante sencillo, porque es común y factible contratar
peones/as para realizar algunas tareas puntuales en los períodos de mayor demanda
laboral, y por lo tanto hay un relativo consenso en el sector en relación a las formas y
valor de la remuneración (por hora, por día o por tanto -es decir: jaulas
cosechadas/embaladas, o lomos carpidos, o canteros trabajados con el tractor, etc.-). El
valor aproximado para estas tareas se calculó en un jornal de $500 o $600 (en marzo,
2019, dependiendo la zona y la cantidad de horas de trabajo), lo cual implicaba una suma
mensual de aproximadamente $18.000, a lo cual se adicionarían las tareas de gestión
realizadas por el productor o productora.
Ya para las tareas reproductivas esto era un poco más complicado, dado que no es común
para ellas contratar personas para colaborar con las tareas domésticas ni el cuidado de
niños/as, pero fue posible realizar un cálculo aproximado del costo para una familia que
quisiera tercerizar diariamente la cocina y la limpieza, y contratar un transporte escolar,
una maestra particular y una niñera, por ejemplo. Esto implicaba desembolsar un salario
de al menos $15000 mensuales para las tareas domésticas y otro equivalente para la

96
niñera, a lo cual debía agregarse el transporte ($10.000) y el apoyo escolar, dando un
costo total de aproximadamente $40.000 al mes.
Lo que este cálculo (incómodo) dejaba en evidencia para las productoras, en primer lugar,
era el hecho de que su economía familiar no podía costear la tercerización de ninguna de
las dos tareas. Por esa razón, insistían en aclarar que emplean su propia fuerza de trabajo
para producir, sin horarios fijos, y prácticamente sin contratar personal. También que su
trabajo no les deja ganancias monetarias: simplemente obtienen lo mínimo para subsistir
y reinvertir. No obstante, cuando la coordinadora incorporó a la ronda la pregunta sobre
el trabajo no remunerado, es decir, que si al igual que por el trabajo en la quinta, ellas
recibían algo por el trabajo realizado en el hogar, y qué pasaría si lo tuvieran que contratar,
para algunas era difícil imaginar esta situación hipotética. Aclaraban que no reciben nada
por el trabajo doméstico y que les sería imposible pagar lo que vale contratarlo. Además,
explican que alguien lo tiene que hacer, y que es su función como madres, cuidar a sus
hijos y ocuparse de su familia, ya que, si ellas no hicieran este trabajo, nadie más lo haría
(y ejemplifican, imaginándolo entre risas “estaría todo sucio, no habría comida, los
chicos no irían a la escuela”). Por otro lado, mencionaron que ellas también asumen
algunas tareas domésticas (que son fácilmente tercerizables, como hacer pan o remendar
ropa) como una forma de ahorro, y que éstas se intensifican en momentos de crisis
económica como el actual.
Estos elementos permiten comenzar una reflexión sobre por qué les parece que esto es
así, por qué decimos que las tareas domésticas y de cuidado son responsabilidad exclusiva
de las mujeres, y si existe alguna de éstas que, por ejemplo, los hombres estén
inhabilitados para hacer. La primera respuesta, es que los varones pueden hacer todas
estas tareas, pero que la carga es repartida porque ellas trabajan en la casa mientras ellos
trabajan en la quinta. Sin embargo, hay también quienes señalan que las mujeres trabajan
el doble que los hombres, que ellas tienen más responsabilidades y que nunca paran de
“hacer cosas”, y que el trabajo de la casa y con los chicos es más pesado incluso que el
trabajo de la quinta. Entonces, volviendo a la lista de tareas, e indicando que las mujeres
aparecen el doble de veces que los hombres, la coordinadora incorpora la pregunta sobre
qué sucede con los momentos de descanso del trabajo, cómo son distribuidos, y si ellas
se dedican tiempo para ellas mismas. Todas explican que no tienen tiempo para sí mismas
y que no hacen cosas que les gusten o “por placer”, o si las hacen siempre es acompañada
de los/as hijos/as. En cambio, los varones sí tienen momentos de ocio y en general dedican
el sábado por la tarde para jugar al fútbol, encontrarse con amigos y tomar cerveza.
Otro punto de la discusión, pasa por la forma en que el esfuerzo de las mujeres puesto en
el trabajo doméstico es valorado. A diferencia del trabajo en la producción (que puede ser
más o menos valorizado como tal, pero tiene asignado un valor económico al fin), el
trabajo doméstico, cuando es asumido como una obligación femenina, adquiere por
momentos una función cercana a la servidumbre. Por ejemplo, algunas productoras
mencionaban que les es exigida por sus maridos una cierta calidad de comida elaborada,
a un cierto horario, y que si esto no se cumple puede ser motivo de retos o de reclamos.
La comida quemada aparece así en varios relatos, como un estigma de “mala esposa”, e
indicador del “fracaso” del entrenamiento de las mujeres en el trabajo doméstico durante
la infancia y juventud, al que nos referíamos en el capítulo anterior. Esto da el pie para
que surjan testimonios sobre actitudes de control, de celos o de maltrato que se dan en las
relaciones de pareja y que son frecuentes en el cinturón hortícola y entre la comunidad
boliviana. Contrastan frases que generalizan cómo “los bolivianos son muy machistas”,
con las que se justifican individualmente diciendo que “por suerte” o “gracias a dios”
ellas tienen un marido bueno. En prácticamente todas las charlas con productoras, la

97
violencia física, los celos y el maltrato aparecen como un tema recurrente, el cual les
preocupa y al mismo tiempo les resulta difícil de abordar.
El taller cierra con una reflexión sobre si todo esto que nos cuestionamos, es posible que
sea cambiado y de qué manera. La primera conclusión de las productoras es que quienes
tienen que cambiar de actitud son los hombres, valorizar más a las mujeres, respetarlas,
entenderlas, y que así como ellas se juntan a discutir estos temas, también sería necesario
que ellos lo hicieran. Por otro lado, también aparece la voz de quienes pudieron frenar
una situación de maltrato o de violencia en la pareja, alentando a otras para que no se
dejen humillar y que se valoren a sí mismas, afirmando que es posible cambiar. Por
último, también reflexionan sobre cómo fueron educadas ellas, cómo eran estas relaciones
en su familia de origen y cómo ellas crían a sus hijos e hijas, y también la educación que
reciben en la escuela como un posible factor de cambio. Queda en el aire la pregunta
sobre si se reproduce esta forma de distribuir las tareas cuando son asignadas a los hijos
varones o a las hijas mujeres, o si ese puede ser un posible espacio para comenzar a
cambiar las relaciones de género.
A través de esta actividad, pudimos realizar un análisis de cómo se configura la división
sexual del trabajo en la producción hortícola, con una participación prácticamente
equitativa de varones y mujeres en las tareas asociadas a lo productivo (“la quinta”), y
una marcada feminización de los trabajos domésticos y de cuidados, asociados al rol
maternal y de “buena esposa”.
En relación al trabajo de la quinta, observamos que las tareas masculinizadas son aquellas
que, por un lado, identifican al varón en la posición jerárquica de “productor”,
responsable (hacia afuera o frente a los otros, intermediarios, ingenieros o técnicos) de la
administración de la quinta y de las gestiones comerciales. No obstante, vimos que esa
visibilidad como “productor”, hacia dentro de la quinta se desdibuja un poco, ya que las
mujeres realizan tareas y toman decisiones productivas prácticamente a la par de los
varones. Por otro lado, encontramos que la manipulación de agroquímicos y el manejo
del tractor, también son tareas realizadas preferentemente por varones. Las explicaciones
dadas por las mujeres responden, por un lado, a un requerimiento de fuerza física que
ellas si está el hombre prefieren no hacer, y al requerimiento de un saber técnico, que no
es que ellas no puedan adquirir, sino que no se les enseña. Pero, además, frente a la
manipulación de productos tóxicos, aparece una idea de que el cuerpo de la mujer debe
ser preservado y no puede enfermarse (ya que es quien debe cuidar a los hijos/as), frente
a un cuerpo masculino que se expone a los riesgos que implica la fumigación con
agroquímicos sin atender a las consecuencias. Una de las entrevistadas, por ejemplo, lo
expresaba de esta manera: “Si yo tengo para carpir vamos los dos. Ahora, si él tiene para
curar va solo y yo me quedo a hacer las cosas de la casa. Así. Pero él nunca quiere que
vaya cuando él está curando porque el invernadero es un solo… el veneno hace mal. ¿No
ves? Entonces no vamos cuando está curando, no vamos a la quinta [se refiere a ella y a
sus hijas].”
Respecto del trabajo doméstico y de cuidados encontramos, en primer lugar, que las
propias mujeres reproducen y justifican la idea de que ellas son las responsables por
realizar estas tareas, por su condición de madres y esposas. Esto expresa una clara
continuidad con el “entrenamiento” que ellas reciben desde muy jóvenes (como
mencionamos en el capítulo anterior), y que reproduce la “inercia patriarcal” en la cual
los varones se sienten justificados para exigir estas tareas a “sus mujeres”, como parte de
las obligaciones conyugales.

98
Por otro lado, la puesta en común sobre el agotamiento físico y mental que las
responsabilidades como madre y esposa significan para ellas, sumadas al trabajo en la
quinta, a la ausencia de tiempo “libre”, y a la poca valoración que encuentran en sus
familias por el esfuerzo realizado, genera en las mujeres una cierta incomodidad al
reconocer la desigualdad existente. En ese sentido, una salida rápida o fácil de esa
incomodidad es la justificación de que esto “siempre fue así”, por lo tanto, no se puede
cambiar (o hacerlo es muy difícil); o convencerse de que al fin de cuentas la propia
condición “no es tan mala” ya que siempre hay ejemplos de casos peores. En cambio,
quienes intentan reflexionar sobre cómo revertir esta situación que les parece injusta,
reconocen que es necesario un cambio de actitud por parte de los hombres, una revisión
de los acuerdos en el marco de la pareja, una mayor valoración de su propio trabajo y
también la delegación de tareas por parte de las mujeres, como así también cambios en la
educación de los hijos e hijas, que no reproduzcan estos estereotipos de varón-proveedor
y mujer-cuidadora.
A continuación, en los próximos sub apartados, profundizamos el análisis sobre las
relaciones de género en la horticultura, tomando como ejemplo la historia de vida de
Raquel y su familia para comprender el rol de las mujeres en el proceso de movilidad
social por la escalera boliviana, las posibilidades de generar acuerdos de conciliación y el
poder de negociación que ostentan las mujeres, en el marco de la organización familiar
del trabajo. Por último, reflexionamos sobre algunas posibles transformaciones que nos
parecen relevantes para pensar cambios intergeneracionales en estos los roles, entre las
familias de quienes migraron inicialmente y en este caso la de su hija, nacida y criada en
Argentina.

2.2. Historia de vida de Raquel y su familia

“Trabajar de sol a sol en la quinta, lavar la ropa de madrugada”


Elena, la madre de Raquel, nació en 1982 en el seno de una familia campesina muy pobre
del interior de Tarija. Su principal actividad era criar ganado (ovejas, chanchos, chivos)
y cultivar cereales. Tenía 10 hermanos y hermanas, y su infancia fue muy sufrida, no
tenían ni para comer y muchas veces sólo tomaban te, sin comer nada. Por esa razón de
muy chica la mandaron a la ciudad a trabajar como empleada doméstica en una casa de
familia. Todos los meses su padre y su madre iban a cobrar por ese trabajo para poder
comprar comida para alimentar a sus otros hijos e hijas. Así transcurrieron los primeros
años de su vida hasta los 15, momento en que conoció a su marido (10 años mayor que
ella), con quien partió hacia Argentina en busca de un futuro mejor. Se juntaron y
migraron a la provincia de Jujuy (frontera con Bolivia) para emplearse como embaladores
de tomate. Allí Elena, quien en seguida se quedó embarazada, tuvo dos hijas, Raquel (a
los 16) y Jimena, dos años después. Tras pasar cinco años en Jujuy la familia se trasladó
definitivamente a La Plata, donde tenían parientes que les ofrecían trabajo en la quinta.
Comenzaron como medianeros, hasta que después de tres años pudieron alquilar un
pedazo de tierra para producir por su cuenta. En el primer período como arrendatarios, la
pareja continuaba trabajando en otra quinta a contra turno, para poder obtener los ingresos
necesarios para pagar el alquiler de la propia.

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Mapa Nº 11: Trayectoria migratoria de la familia de Raquel

Fuente: elaboración propia

En La Plata Elena tuvo una hija y un hijo más. Raquel, por ser la mayor, siempre tuvo
asignada la responsabilidad de trabajar para colaborar con la familia: tanto en la quinta
ayudando a su madre y a su padre, como en la casa, haciendo las tareas domésticas y
cuidando a sus hermanas y hermano menor. Estas tareas le eran asignadas desde los 6
años, a la par que comenzó a estudiar la escuela primaria, y luego la secundaria.
Raquel cuenta que siempre tuvo muy buena comunicación con su mamá, y que además
de contarle cómo había sido su propia infancia siempre trató de darle, como mujer, más
libertad que la que ella había podido tener, incentivándola para que estudie. Elena había
podido asistir sólo a los primeros años de la escuela primaria hasta tener que empezar a
trabajar. Raquel, en cambio, pudo estudiar hasta el último año de la secundaria, la cual
abandonó por causa de un embarazo a los 17 años.
A pesar de que ese embarazo no fue planificado, Raquel recalca que su madre sí le hablaba
sobre métodos anticonceptivos, aconsejándola para que prestara atención y que no se
creyera todo lo que dicen los hombres. Reflexiona que esto era debido a que Elena no
había tenido educación sexual en su infancia, ni en la escuela ni en su casa, ya que su
abuela, que tampoco había estudiado, no sabía explicarle cómo cuidarse como mujer y lo
único que hacía era decirle que no hablara con nadie.
Los años de escuela son recordados por Raquel como “un tiempo lindo”, le gustaba ir a
estudiar. En esa época era muy tímida y muy sensible, cuenta que era “la niña mimada
del curso” y que las maestras y maestros la contuvieron todo el tiempo durante esa etapa
de la niñez. Sin embargo, también recuerda que sus compañeros y compañeras la
discriminaban y le hacían bullying por el hecho de ser boliviana. “O sea, ni siquiera soy
boliviana, nací en Jujuy [Argentina]. Y bueno, por el color de piel, por la forma de hablar
y todas esas cosas. Me decían ‘bolita’. En la primaria era sobre todo los varones. En la
secundaria, las mujeres. Y bueno, en el secundario sí las chicas me hacían ‘bullying’, me
decían ‘negra fea’ y otras cosas.” Los últimos años de secundaria cambió de escuela,
donde la discriminación hacia los/as hijos/as de bolivianos/as o paraguayos/as (que
mayormente venían de las quintas) por parte de chicos o chicas que venían ‘del barrio’
persistía, pero al ser más grande Raquel considera que eso ya no le afectaba, y que además

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ya se sabía defender. Los y las docentes, acostumbradas a que la mayoría de sus alumnos
y alumnas de las quintas además de estudiar trabajasen, tenían consideración y les daban
más tiempo para cumplir con las tareas asignadas, o les permitían hacer otros trabajos
para poder aprobar.
Trabajar a contra turno del horario escolar y el hecho de vivir en una zona alejada de la
escuela y de difícil acceso, hizo que le costara aprender y desempeñarse bien en el estudio.
Si bien las profesoras le tenían mucha paciencia, también hubo un año que repitió de
curso, ya que había faltado mucho. Para asistir a la escuela iban en bicicleta con su
hermana, y el frío y la lluvia, sumado a que en invierno por la mañana debían salir todavía
de noche, hizo que repitiera uno de los primeros años de la secundaria. Al recordar su
infancia, Raquel señala que desde los seis años su papá y su mamá le enseñaron a trabajar
a la par de ellos en la quinta. A los siete, ya comenzó a cocinar por su cuenta, y ayudada
por su hermana, dos años más chica, hacían todas las tareas del hogar. Recuerda que
aprendió todo mirando, su mamá le decía “Mirá y aprendé”, y también por necesidad,
porque pasaban mucho tiempo solas mientras los padres trabajaban. “En sí creo que nos
tuvimos que aprender a cuidar solas, unas con otras. Porque en sí a nosotras nos dejaban
en casa encerradas por no ir a la quinta. Porque ellos salían muy temprano a trabajar y
nosotros nos quedábamos. Y bueno, ahí es cuando aprendí a cocinar. Es cuando tenés la
necesidad de comer y tenés que aprender sí o sí.”
Cuando Elena tuvo a su tercera hija, fue Raquel, con 8 años, quien la crió. Le cocinaba,
se quedaba con ella, la llevaba al jardín. Recuerda que eran tiempos económicamente muy
difíciles: trabajaban duramente para pagar el alquiler de la quinta, la electricidad para el
riego y poder alimentarse, pero no llegaban a fin de mes porque el dinero no les alcanzaba.
Las jornadas de trabajo eran muy largas. Como trabajaban en dos quintas, salían por la
mañana, regresaban para almorzar, y volvían a irse a trabajar hasta la noche. Raquel era
quien realizaba todas las tareas del hogar como cocinar, limpiar, lavar los platos, tender
las camas, y además cuidaba a sus hermanos/as: les bañaba, cambiaba y peinaba. Como
era muy chica para lavar la ropa, recuerda que esa tarea la hacía su mamá cuando
regresaba de trabajar. Calentaba agua a leña y lavaba toda la ropa por la noche, y luego
la extendían al sol al otro día. Lo mismo para baldear la casa u otras tareas que Raquel no
podía realizar.
Respecto del trabajo en la quinta, menciona que su mamá trabajaba mucho más que su
papá, quien pasaba temporadas fuera por viajes a Bolivia para ver a su madre que tenía
problemas de salud, dejándoles a ellas toda la responsabilidad de sacar adelante las
cosechas. Él era alcohólico y maltrataba a su madre con golpes y amenazas, llegando al
punto de que Elena decidiera, hace tres años, irse del hogar tras un intento de incendio de
su propia casilla. Actualmente vive en Jujuy con sus hijas e hijo menores, apoyada por
sus hermanos y hermanas que viven y trabajan allí. Raquel decidió quedarse en La Plata,
porque ya estaba comenzando a formar su familia propia.
A los 16 años conoció a Juan, su actual pareja, que tiene la misma edad que ella y también
es productor. Juan llegó de Bolivia a La Plata a los 14 años, para trabajar en la quinta de
unos familiares. Raquel se quedó embarazada a los 17 y tuvo a su hija durante el último
año de la secundaria, por eso no pudo terminar de estudiar. “En cuarto y quinto la remé
como estudiante, como madre, como ama de casa y como laburante en la quinta. Así que
nada, hacía el esfuerzo de salir adelante”. Durante el embarazo y los primeros meses de
maternidad siguió estudiando con el apoyo de los/as profesores/as, que le permitían hacer
trabajos desde su casa. Sin embargo, al no poder ir a rendir los exámenes, al final lo tuvo
que dejar. La maternidad y todas las responsabilidades que conlleva significó para ella el

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comienzo de la vida adulta y la independencia definitiva de sus padres. Le hubiera gustado
continuar estudiando, e incluso seguir alguna carrera. Actualmente asiste a la escuela para
adultos para rendir las materias que le quedan y quisiera estudiar luego profesorado de
educación física o ingeniería agronómica.
En relación al trabajo de la quinta, Raquel señala que es un trabajo pesado, muy
sacrificado, porque hay que salir al campo haga frío o calor, prácticamente sin horarios
cuando hay verduras para cosechar. En verano, las cargas deben estar listas para las 7 de
la mañana, por eso muchas veces deben entrar a trabajar a las 3 o 4 de la madrugada, hasta
terminar. En invierno, entran un poco más tarde, pero sólo paran para almorzar y vuelven
a trabajar hasta que cae el sol. En relación a la división de tareas, con su marido realizan
todas las tareas de la quinta por igual: sembrar, plantar, carpir, echar abono, cosechar,
cargar. La única tarea que realiza más él que ella es la de fumigar, porque los
agroquímicos son peligrosos, y por el peso de la mochila. También se ponen de acuerdo
respecto en qué sembrar o en qué invertir el dinero. Sin embargo, como ella “se tienta y
gasta mucho”, es él quien guarda los ahorros de la familia. Raquel también realiza
algunos trabajos ocasionales extra, como hacer comida para vender en las movilizaciones,
porque quiere tener independencia y dinero propio para gastar. A diferencia de su padre,
que era controlador y manejaba él solo el dinero (recuerda que su madre tenía que pedirle
cada vez que quería comprar algo, dependiendo de la aprobación de él para poder hacerlo,
y que incluso ella le daba plata a escondidas de él cuando era adolescente), hoy ella tiene
una relación más equitativa con su marido y entre los dos se controlan y deciden en qué
gastar. También ve una diferencia en que los dos realizan tareas domésticas: si bien
reconoce que es ella la que “tiene todo en la cabeza”, Juan “la ayuda” y el trabajo es más
repartido. Además, ha podido comprarse un lavarropas automático y ya no necesita lavar
la ropa a mano como hacía su mamá.
Ellos se juntaron a los 17 años y decidieron probar durante 6 meses alquilando un pedazo
de tierra para trabajar, pero no les fue bien. Entonces regresaron a la quinta alquilada por
el padre de Raquel, donde le subalquilan un pedazo para trabajar por su cuenta. Hace dos
años, a raíz de un fuerte temporal que azotó a la región y les hizo perder toda la inversión
realizada en invernaderos y plantación de tomate, Raquel y Juan decidieron probar suerte
fuera de la quinta, en un trabajo menos sacrificado. A través de un contacto de la madre
de ella, que buscaba ayudante, comenzaron a trabajar en una verdulería de la zona de
Olmos. Raquel cuenta que se acostumbró rápido, que el trabajo era diferente pero que le
gustaba hablar con los clientes, y que tenía un extra como vendedora porque podía contar
de dónde provenían las verduras que ofrecía. Si bien lo considera una buena experiencia
laboral, sólo permaneció un mes allí, ya que la patrona “era mala”, y le molestaba que
estuviera allí con su hija, llegando incluso a maltratarla. Ella se encontraba aún en período
de lactancia y el horario de trabajo era muy extenso (15 horas diarias, de 7 a 14 y de 15 a
23), con lo cual, si bien se turnaban con su marido para trabajar y cuidar a la nena, se les
hacía inviable. Raquel señala que, en este período en el que a Juan le tocaba quedarse solo
con su hija recién nacida, tuvo oportunidad de ponerse en el lugar de lo que ella vivía
como madre “A él también como padre primerizo se le complicaba, lloraba, no sabía qué
le pasaba y todas esas cosas. Pero bueno, ahí aprendió a ver que a una madre le cuesta
criar a un hijo, que la maternidad no es fácil para ninguna mujer, y tomó consciencia.”
Después de trabajar un mes en la verdulería, al que calificó de “estresante” porque la
patrona se enojaba de que estuviera allí con la bebé, Raquel y Juan decidieron
abandonarlo. Con los ahorros que tenían se fueron entonces a visitar a la familia de él a
Bolivia, y estuvieron allí un mes buscando trabajo en la ciudad. Si bien ella había ido
otras veces para visitar familiares, no terminó de adaptarse al clima ni al lugar. Se hubiera

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quedado si hubiesen encontrado un buen trabajo, pero él sólo conseguía changas como
albañil que no le convencían, y ella no tenía suerte en los locales comerciales como
vendedora, ya que buscaban gente con experiencia, y además eran trabajos de muchas
horas diarias sin franco para descansar. Antes que ir a trabajar al campo en Bolivia,
decidieron regresar y continuar trabajando en la quinta en Argentina. A partir de esta
experiencia pudieron valorizar que, a pesar del sacrificio que implica, la quinta representa
un lugar seguro, porque tienen dinero para vivir el día a día, y al menos pueden cultivar
sus propios alimentos (en Bolivia habían tenido que comprar hasta la cebolla o la papa
para cocinar). No obstante, es consciente de que los vaivenes del precio de las hortalizas,
sumado a las inclemencias del clima, pueden hacer que pierdan todas las inversiones
realizadas, como les había pasado la temporada anterior. Hace un año, Raquel y Juan
pudieron comprar con los ahorros que juntaron un terreno en una zona alejada de la
periferia platense, donde pretenden construir, en algún momento, su casa propia.

Cuando le pregunto si le gusta el trabajo que hace, duda. Lo primero que responde es que
no importa si le gusta o no, que lo tiene que hacer y punto, porque es su trabajo y necesita
plata para vivir. Sin embargo, a lo largo de la charla va comentando las cosas que le gustan
y no le gustan de su trabajo: quisiera estudiar agronomía para conocer más sobre el tema
de las semillas, y también reconoce que, a pesar de tener cualquier otra profesión y un
trabajo “seguro”, no abandonaría la quinta, porque le gusta el campo y no se puede
acostumbrar a la ciudad. Sueña con tener su casa y su tierra propia para poder cultivar
allí.

En los apartados 2.3 y 2.4, nos basamos en esta historia de vida como ejemplo para
analizar las formas de conciliación del trabajo y el poder de negociación de las mujeres
al interior de la familia y el lugar que ellas ocupan en las estrategias (familiares y
comunitarias) que posibilitan la movilidad social en la horticultura. Además, presentamos
algunos indicios de posibles cambios intergeneracionales en las relaciones de género en
la horticultura, a la luz de procesos sociales relacionados con el movimiento de mujeres,
las organizaciones sociales y la escuela como motorizadores de cambios culturales y
normativos.

2.3. Conciliación familiar y posibilidades de negociación al interior del hogar


hortícola

Algunos aportes interesantes para analizar las dinámicas de los grupos familiares desde
una perspectiva de género, teniendo en cuenta las negociaciones internas y las formas en
que se construyen los acuerdos para repartir las cargas de trabajo y los frutos (materiales
e inmateriales, de estatus, simbólicos, etc.) del esfuerzo colectivo, provienen tanto de las
teorías sobre la conciliación de la vida familiar y laboral (Torns, 2005) como de las teorías
sobre la unidad doméstica (Sen (1990) en Benería, (2008); y Agarwal (1994, 1999, 2002)
y Katzs (1991) para el caso de las mujeres rurales.)
El abordaje de los hogares desde una perspectiva de género a partir de la conciliación de
la vida familiar y laboral se refiere fundamentalmente al análisis de la relación entre
trabajo y tiempo, considerando la distribución diferenciada de los mismos entre varones
y mujeres (Torns, 2005). Las formas que asume la conciliación se remiten a acuerdos y
negociaciones individuales sobre la organización de la vida privada, pero tienen su razón
de ser, en última instancia, en las formas de organización social, política y económica,
con las legislaciones laborales vigentes y la definición de los marcos respecto de aquello
que es normal o “tolerable” dentro de dichos acuerdos, para cada sociedad (Torns, 2011).

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Según las economistas feministas, uno de los factores que más influye en el poder de
negociación al interior de los hogares tiene que ver con la posición de retirada o de
resguardo (Agarwal, 1994; Deere & León, 2002). “La posición de retirada se define por
la posibilidad de que la persona sobreviva fuera del hogar si hubiese una ruptura en las
relaciones matrimoniales o en la unión, o por la posición económica en que quedaría la
mujer si tal situación llegara a ocurrir” (Deere, 2012, p. 93). Los elementos que
constituyen esta posición de resguardo son la propiedad y control de activos económicos
(tierras); su acceso al trabajo y otras fuentes de ingreso; y la posibilidad de acceder a
recursos y apoyo (económicos, sociales, emocionales) de la familia extendida o de la
comunidad. Así, esta teoría plantea que mientras más posibilidades tenga la persona para
desarrollarse por fuera de la unidad doméstica, mayor será su poder de negociación e
influencia dentro del hogar, y mayor será su autonomía económica. Esta autonomía
supone, para las mujeres, la posibilidad de salir de una relación conyugal insatisfactoria
o decidir inclusive si casarse o no hacerlo.
Agarwal insiste, además, en que las formas que adopta esta negociación, y el poder que
ostenta cada una de las personas involucradas para negociar dichos acuerdos, se explica
por una compleja serie de factores (tanto internos a la unidad doméstica como externos)
que deben ser tenidos en cuenta, en especial cuando se trata de factores cualitativos como
las normas sociales o las propias percepciones sobre el proceso de negociación (1999, p.
14). Las normas sociales marcan el límite de lo que puede negociarse: aquello que es
normal y socialmente aceptado y que no se discute en la cotidianeidad. Éstas, sin
embargo, no son inmutables, también están sujetas a la negociación y al cambio, pero esto
lleva además de tiempo de preparación y discusión, sobre todo la solidaridad y la acción
colectiva.
Como describimos en el apartado 2.1. (¿Quién hace qué, y cuánto vale?) las familias
hortícolas que analizamos presentan una división del trabajo en la cual la producción es
realizada con el aporte de trabajo de hombres, mujeres y niños/as, mientras las tareas
reproductivas (domésticas y de cuidados) son una responsabilidad prácticamente en su
totalidad de las mujeres, en una continuidad con las formas de organización de las familias
campesinas en Bolivia. Esto implica una “doble jornada” laboral para las productoras
hortícolas, quienes al salir del trabajo en la quinta continúan realizando un trabajo
doméstico y de cuidados que no es reconocido como tal, valorado por el resto de los
miembros del hogar, ni mucho menos remunerado. Sin realizar un cuestionamiento
previo, estas responsabilidades feminizadas se instituyen como una norma en el sentido
de lo mencionado anteriormente: siempre fue una obligación femenina (asociada a la
función maternal, que se perpetúa aún si las mujeres no tienen hijos/as pequeños/as) y
está socialmente aceptado que así sea. Asimismo, entendemos que esta doble jornada se
vuelve más intensa para las productoras que para las mujeres campesinas por el hecho de
que la actividad es más intensiva (requiere labores y cuidados diarios) y que el hogar se
encuentra ubicado en el mismo espacio físico que la parcela productiva (por lo tanto, se
pueden realizar varias tareas a la vez: cuidar niñxs y trabajar en el invernadero; o cocinar
y vigilar el sistema de riego).
En el marco de la estrategia de movilidad social que, como vimos al inicio de este
capítulo, exige poner todo el esfuerzo en ahorrar y reinvertir en la producción, con el
trabajo y sacrificio de toda la familia (lo cual implica mecanismos de superexplotación y
autoexplotación), encontramos que siguiendo con la “inercia patriarcal” el trabajo
productivo se comparte y divide entre todos los miembros del hogar, pero no así el trabajo
doméstico.

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El ascenso social de las familias, alcanzando mayor autonomía en la producción al pasar
de la mediería al arrendamiento de las tierras, lo cual supone mayor capacidad de
acumulación y reinversión (y simbólicamente, una diferenciación de estatus al interior de
la comunidad), no se traduce sin embargo en mejoras sustanciales de las condiciones de
vida (como describimos en el primer apartado de este capítulo). Inclusive, las inversiones
que deben desplegar para mantenerse como productores/as por cuenta propia son mayores
que cuando tienen un patrón/mediero. En consecuencia, la necesidad de ahorro hace que
el gasto en bienes de consumo u orientados a satisfacer necesidades reproductivas (como
alimentación, vestido, salud, electrodomésticos, mejora de las viviendas, u ocio y
recreación) no aumente considerablemente y que las cargas de trabajo doméstico no
disminuyan. En el marco de la precariedad (casillas de madera, piso de tierra, cocina a
leña, sin agua corriente ni recolección de residuos, residencia alejada de la ciudad) y la
austeridad en el consumo, sumada a la deficiencia en infraestructura periurbana y acceso
a servicios públicos, implican un trabajo físico, de logística y organización familiar muy
pesado para las mujeres en tanto amas de casa y cuidadoras.
Una inversión que sí es realizada por las familias cuando consiguen ahorrar, es en la
compra de vehículos (motos, autos, camionetas). Además de representar, simbólicamente,
una muestra material del ascenso social, el vehículo implica en la cotidianeidad dejar de
depender del transporte público (colectivo) o particular (remisses) para salir de la quinta
y trasladarse hacia salas médicas, escuelas, agronomías, supermercados, reuniones, el
centro de la ciudad, etc. En la mayoría de los casos, aunque el vehículo sea propiedad de
ambos cónyuges, quienes conducen son los hombres. Son muy pocas las mujeres
quinteras que saben manejar. La mayoría, si bien quisiera aprender (y es una de las
principales demandas cuando preguntadas sobre qué les gustaría aprender), explica que
no manejan porque sus parejas no les quieren enseñar, porque no tienen tiempo, o porque
no les tienen paciencia para enseñarles, o bien porque les da miedo, se ponen nerviosas y
piensan que no podrían hacerlo. En este punto sobre la movilidad encontramos un factor
clave respecto de la autonomía, las posibilidades de negociación, las formas de control y
la desigualdad entre varones y mujeres.
El aislamiento que de por sí implica vivir alejadas de los centros comerciales y de
vecinos/as o familiares, sumado a que no todas las quintas cuentan con paradas del
transporte público a una distancia razonable (para algunas la más cercana puede estar a 2
o 3 km), los altos precios de los remisses y el clima de “inseguridad” en el cual no está
bien visto ni recomendado que las mujeres salgan solas o regresen al oscurecer hace que,
aunque quieran salir a hacer cosas por su cuenta, acaben quedándose en la casa, o
dependan de que los maridos las quieran llevar e ir a buscar. Por caso, ésta es una de las
principales limitantes para participar de las rondas de mujeres. En general, asisten con
más frecuencia quienes viven relativamente cerca de la quinta en la que se realiza el
encuentro, o quienes consiguen que su pareja las lleve antes de ir a jugar al fútbol (bajo
la condición de que vaya con los/as hijos/as). Las estrategias desde la organización para
alentar y posibilitar la participación de las productoras en las rondas fueron: por un lado,
realizar las rondas en el mismo lugar y horario que el merendero (en el cual se sirve una
merienda para los/as niños/as), de esta manera al ser un espacio para los/as hijos/as los
varones se mostraban más predispuestos a llevar a las mujeres; y por el otro establecer un
cupo obligatorio de mujeres que debían participar. Al tratarse de un acuerdo establecido
desde la organización (y no por propio deseo individual de la mujer), también hubo un
mayor número de mujeres que asistieron a las reuniones.
La doble jornada laboral de las mujeres implica, además, una ausencia de tiempo
disponible para sí mismas, para el propio disfrute, cuidado o recreación. En general los

105
tiempos libres del trabajo productivo ellas los dedican para realizar trabajo doméstico
atrasado, o si no tienen “nada para hacer” igual son responsables por el cuidado de los
hijos/as. Esto contrasta con la organización del tiempo de los hombres, quienes al finalizar
su jornada laboral (el sábado por la tarde hasta el domingo al mediodía es el período de
la semana en el que, en general, no se trabaja en las quintas) poseen un momento de
desconexión con el trabajo, a través de la realización de actividad física (jugar al fútbol)
y encuentro con amigos (a tomar cerveza).
Por otro lado, frente a la (falta de) autonomía de las mujeres, como la posibilidad de salir
solas a algún lugar o para participar de actividades sin sus maridos, lo que ellas ponen de
relieve constantemente sobre las situaciones de tensión o conflicto en la pareja tiene que
ver fundamentalmente con la posesividad y los celos. La desconfianza que genera el
hecho de relacionarse con otras personas, provoca situaciones de control y manipulación
que hacen que las mujeres muchas veces inclusive desistan de tomar la iniciativa para
hacer cosas por su cuenta. Si bien se trata de una relación recíproca, dado que ellas
también celan a sus maridos o “no los dejan salir”, según las conversaciones entabladas
en las rondas ellos detentan mayor poder que ellas en esa negociación, por varias razones
vinculadas tanto a la posibilidad que les brinda la movilidad (irse cuando quieren), como
la legitimidad que tienen en tanto hombres en “el qué dirán” (los rumores), y en última
instancia por el uso de la fuerza física y el ejercicio de la violencia como mecanismo de
dominación. Los rumores o “lo que dice la gente”, tiene un peso muy fuerte en la
construcción de la propia autoestima de las mujeres, en las normas sociales respecto de
lo que está bien o mal, y en las percepciones individuales construidas en base a ello. La
legitimidad de la dominación masculina fundada en esos rumores se basa tanto en que los
varones están más habilitados que ellas para participar de la vida pública, y no levantan
la sospecha que sí se genera cuando ellas salen (“si no están con los/as hijos/as es porque
no los cuidan” -por lo tanto “son malas madres”-; o si se visten bien o se “arreglan” es
porque “están de levante” -“son atorrantas”-); como también en la aceptación social que
tienen los hombres ante situaciones de infidelidad (basada tanto en la idea de una
sexualidad masculina irrefrenable o por necesidad fisiológica-animal o en la figura
legitimada del “ganador”, frente al estereotipo de la “mala mujer”). Por último, el
consumo excesivo de alcohol es concebido en esta comunidad como una forma legítima
de recreación, y es consumido por hombres y mujeres (pero fundamentalmente por ellos
cuando salen). El alcoholismo guarda una estrecha relación con los niveles de violencia
a los que son sometidas las familias por los hombres alcoholizados, ya sea conduciendo
peligrosamente o a la hora de intentar gestionar los conflictos de pareja u otros traumas,
como la violencia física vivida en la propia infancia o en situaciones de discriminación
como trabajadores migrantes40.
Si bien, como fuimos relatando hasta ahora, observamos una desigualdad persistente entre
varones y mujeres, sustentada sobre todo en representaciones culturales y normativas
sobre los roles asignados a cada uno, entendemos que las relaciones de género no son
fijas ni inamovibles, sino que, por el contrario, en tanto “realidad performativa”, se
producen y renegocian en cada interacción social. En ese sentido, además de las
posiciones “fijas” en los roles de varón-proveedor y mujer-cuidadora, encontramos

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Las mujeres muchas veces justifican la violencia de los hombres mencionando que vivieron infancias
muy violentas. En algunas reuniones en las que asistieron hombres alcoholizados, también pudimos
observar cómo en ese estado sacan a relucir situaciones traumáticas relacionadas con el racismo y la
discriminación, que en otros contextos no son asumidas abiertamente como tales.

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también en las sucesivas charlas con las mujeres ciertas posibilidades de negociación al
interior del hogar y de establecer nuevos acuerdos en la pareja. Estos nuevos acuerdos,
que las mujeres relacionan con una mayor capacidad de diálogo, “más carácter” (en el
sentido de poder imponer su punto de vista) por parte de ellas y una actitud más
comprensiva por parte de los varones, pueden derivar en mayores grados de libertad y
una mayor conciliación entre trabajo doméstico y productivo para los miembros (en
particular para las mujeres). Por ejemplo, como vimos en el caso de Raquel, al poder tener
momentos para sí misma (encontrarse con amigas, jugar al fútbol, participar de las rondas
de mujeres o asistir a reuniones como delegadas en la organización), tomar decisiones en
conjunto respecto de la producción y las inversiones a realizar con el fruto del trabajo de
ambos, o que ellos realicen algunas tareas relacionadas con la crianza y el cuidado de los
hijos (como el hecho de que ella trabajara en la verdulería y él tuviera que hacerse cargo
de su hija recién nacida).
No obstante, también encontramos otros casos en los cuales las negociaciones al interior
del hogar reproducen y consolidan la “inercia patriarcal”. Se trata de negociaciones
extorsivas sustentadas, no tanto en la de posibilidad y voluntad de conciliar a través del
acuerdo y el diálogo, sino en el sostenimiento de estereotipos ideales como los de “familia
unida” o el “matrimonio para toda la vida”, que se verían frustrados si la pareja se
disolviera. Frente a la imposibilidad de conversar y alcanzar un consenso ante una
situación de conflicto, la negociación adopta formas de control recíproco (en el cual, por
ejemplo, si existía una crisis por celos o infidelidad, el acuerdo acaba siendo que ninguna
de las dos personas puede volver a salir sola), o de mantenimiento de la relación de pareja,
pero en un clima de hostilidad. La amenaza de separación, sumada a la posibilidad o no
de seguir viendo cotidianamente a los/as hijos/as, es también uno de los factores que
puede introducirse en este tipo de negociaciones extorsivas al interior del hogar. Las
mismas, evidentemente, no aportan al bienestar de la familia, a aumentar la autonomía de
sus miembros, ni a deconstruir la desigualdad o los privilegios masculinos.
En un contexto de trabajo familiar en el que todo lo que tienen es “de los dos”
(maquinarias, vehículos, invernaderos, ahorros) ya que fue forjado con el esfuerzo,
trabajo e inversión realizado por ambos en el marco de la pareja, la posición de retirada
de la mujer frente a una situación de violencia o el deseo de no continuar con la relación,
es muy débil. Por un lado, no cuentan prácticamente con papeles que acrediten la
propiedad sobre los bienes materiales (ya que en general contratos y patentes están a
nombre de los varones) y casi ninguna pareja está legalmente casada. La posibilidad de
“irse” del hogar, entonces (y más allá de los papeles), significa hacerlo sin llevarse nada
material, dejando atrás el fruto de años de trabajo y sacrificio. Irse, además, significa
hacerlo con los hijos e hijas, si los tiene, asumiendo en principio su sustento económico
y cuidados cotidianos. Irse, por otro lado, es asumir el estigma de mala madre y mala
esposa (que forma parte de la “inercia patriarcal” reproducida por la comunidad
boliviana) rompiendo el canon de familia tradicional y el estereotipo de mujer-cuidadora,
y desafiando a la idea de que las mujeres “necesitan” de un hombre-proveedor para poder
sustentarse. El hecho de ser inmigrantes, cuando su familia nuclear no se encuentra cerca,
debilita aun más las posibilidades de establecer redes que ayuden a las mujeres en
momentos de dificultad o conflicto conyugal. En general, si la pareja se relaciona
únicamente (o viven y trabajan) con la familia de él, la presión social y complicidad para
que la situación no se modifique es aún mayor. Inclusive si conviven con la familia de
ella, también son frecuentes las alianzas entre hombres (por ejemplo, los hermanos de la
productora defendiendo a su cuñado) en detrimento de la posición mujer. Por último, cabe
mencionar que, ante la intención de la mujer de finalizar la relación, la posibilidad de que

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sea el hombre, afincado en su posición de “varón-proveedor” y “productor”, quien deje
el hogar (y la quinta) es prácticamente nula.
En este punto, nos interesa realizar una digresión para reflexionar, desde una mirada de
género, sobre las redes de solidaridad basadas en el parentesco y el paisanaje que permiten
la consolidación de la comunidad boliviana como transnacional y la forma en que esto
influye en la posición de las mujeres. Como mencionamos en los capítulos anteriores,
estas redes facilitan la inserción, la acumulación y el ascenso social de las familias
bolivianas en nichos laborales específicos de Argentina, como es la horticultura. Sin
embargo, a lo largo de este trabajo también pudimos observar que estas redes “solidarias”
presentan una contracara en el mantenimiento de relaciones que, reproduciendo la inercia
patriarcal, sujetan a las mujeres en posiciones de subordinación y dependencia dentro del
grupo familiar. Así como la pertenencia a la comunidad boliviana significa una
oportunidad a los y las recién llegadas para mitigar la condición migrante, brindando una
red de contactos densa, que favorece una rápida inserción laboral, el acceso a la vivienda
(si bien precaria) y a un saber-hacer que les permite instalarse sin mayores dificultades
en un país extranjero, encontramos que del mismo modo estas redes sociales son también
bastante cerradas: las parejas, las amistades, los deportes, las fiestas populares, las
relaciones comerciales, las escuelas y los barrios (estos últimos en menor medida, pero
también) se conforman entre paisanos/as (o sus descendientes). Esto implica, por un lado,
la consolidación de una comunidad capaz de mantener su cultura, sus tradiciones, sus
fiestas, sus formas de relacionarse, e incluso su lengua, pero que al mismo tiempo al
alimentarse a sí misma reproduce la segmentación que observamos en el mercado de
trabajo hortícola, limitando también el margen de relaciones con actores sociales por fuera
de la comunidad. Entendemos que esto puede ser, en buena medida, una respuesta
defensiva de auto-construcción y de creación de condiciones para prosperar
económicamente frente a la propia idiosincrasia argentina, basada en un ideal de
superioridad blanca europea; pero no podemos dejar de mencionar cómo esta comunidad
y sus redes también reproducen lógicas patriarcales y machistas que se configuran de
manera hegemónica (es decir, son aceptadas como normas sociales, más allá de que
existan actores, en este caso las mujeres, que no se vean representadas en ello). Así, la
feminización de los cuidados y el control (de los cuerpos y de la economía) ejercido por
los hombres en su carácter de esposos-proveedores, son considerados un tema privado y
sobre el cual nadie puede opinar, porque se resuelve al interior del hogar, consolidando
la idea de familia armónica y “para toda la vida”. Cuando en alguna conversación grupal
se habla sobre violencia de género, es común que todos y todas conozcan algún caso y
hayan escuchado discusiones “subidas de tono” entre parejas vecinas. Sin embargo, frente
a este tipo de situaciones (que ponen en riesgo, generalmente, la integridad física de las
mujeres) la reacción no es intervenir, ayudar, o buscar la manera de “hacer algo”, ya que
“es un problema de ellos”, “cada familia es un mundo”, y no es bueno meterse en los
problemas de otros. Esto contrasta con otros casos en los que las redes de solidaridad sí
se activan, sobre todo cuando los problemas son de índole económico, dando trabajo,
vendiendo fiado, ayudando con alguna labor atrasada, prestando una vivienda o incluso
dinero. Podemos concluir así que la pertenencia a la comunidad boliviana no representa
para las mujeres un factor que mejore sus condiciones de negociación, sino que frente a
una situación de “retirada” ellas se enfrentan no sólo a sus parejas sino a toda la
comunidad y sus patrones culturales, y disponen además de pocas redes sociales por fuera
de ésta con las que puedan contar para ayudarlas.
Entre los factores que mejoran la posición de retirada de las mujeres, por otra parte,
encontramos los subsidios económicos que reciben por parte del Estado, los cuales les

108
garantizan un ingreso mínimo para sustentarse y complementario al trabajo que realizan.
En este caso las productoras entrevistadas son beneficiarias de la Asignación Universal
por Hijo o por embarazo para protección social (AUH) por la cual cobran una suma de
dinero mensual por cada hijo o hija menor de 18 años; y el Salario Social Complementario
(SSC). Éste último, a diferencia de la AUH, no es universal y es adquirido mediante la
participación en una cooperativa u organización social (MTE-CTEP41). Además de esta
relativa autonomía económica, ya que son ingresos que no permiten subsistir42, el factor
determinante en la posición de retirada, como mencionamos recién, son las redes de
parentesco y de solidaridad que puedan establecer y construir con otras mujeres que crean
en ellas y las alienten y ayuden si deciden cambiar el rumbo de su vida (sobre este punto
profundizamos en el próximo capítulo, sobre las rondas de mujeres). Otro elemento al
que pueden recurrir (no tanto para mejorar su posición de retirada, pero sí para frenar las
situaciones de violencia en la pareja) son las denuncias por violencia de género
presentadas ante la comisaría de la mujer. Éstas sirven, en primera instancia, para
amedrentar a los agresores, quienes reciben una notificación-aviso por parte de la justicia
(siendo trabajadores informales y extranjeros, lo cual podría peligrar la residencia en el
país -o al menos alimenta dicho imaginario-). Y en ocasiones, también pueden servir
como antecedente para restringir su acercamiento hacia la mujer (medida
cautelar/perimetral) o la guarda de los hijos e hijas.
El caso de Elena, la madre de Raquel, nos sirve para ejemplificar esta situación. Ella
estudió hasta segundo grado de la primaria (en Bolivia). Trabajó como empleada
doméstica desde los 7 años. A los 15, se casó y emigró junto a su marido a la Argentina.
Tuvo a su primera hija a los 16, y luego tuvo 3 hijos e hijas más. Vivió en pareja,
trabajando en la quinta, hasta los 35. Su marido era alcohólico y muy controlador, la
amenazaba, la golpeaba y no le dejaba disponer del dinero que ganaban trabajando entre
los dos. Cuando se incorporó al MTE, Elena viajó al Encuentro Nacional de Mujeres43.

41
El Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) forma parte de la Confederación de Trabajadores de la
Economía Popular (CTEP), organización gremial que representa a trabajadores y trabajadoras informales,
autónomos/as y cooperativistas de Argentina que se encuentran excluidos/as de derechos laborales como
salario mínimo, seguridad social, aportes jubilatorios, vacaciones, etc. Estos sectores se organizan para ser
incluidos dentro de la economía formal reclamando la concreción de estos derechos al Estado, como así
también para mejorar las condiciones de trabajo y la productividad de las distintas actividades que engloba
(reciclado urbano, agricultura familiar y campesina, textil, venta ambulante, cooperativas de liberados/as,
trabajo socio-comunitario, construcción, entre otras).
42
La AUH otorga mensualmente $2.031 por cada hijo/a (hasta un máximo de 5) a uno de los tutores
(preferentemente la madre), lo cual equivale en marzo de 2019 a 48,99 dólares estadounidenses. El SSC
otorga, por su parte, $6.000 mensuales a cada beneficiario (U$D 144,72 en marzo de 2019). Los/as
beneficiario/as de estos programas son los/as trabajadores/as informales y no registrados/as (sin aportes ni
seguridad social). Y para el SSC, se suma el requisito de no ser propietario/a de inmuebles ni de vehículos
de menos de diez años de antigüedad. En el Gran Buenos Aires, en enero de 2019, el costo de la canasta
básica alimentaria (umbral de indigencia), para una familia tipo de 5 integrantes se estimó en $11.124 (U$D
268,31), y la canasta básica total (umbral de pobreza) se estimó en $27.812 (U$D 670,83). Fuente: (INDEC,
2019).
43
El Encuentro Nacional de Mujeres (ENM) es una reunión auto convocada, horizontal, plural, federal y
autofinanciada que se realiza anualmente en Argentina desde 1986 (en 2019 tendrá su XXXIV edición).
Entre sus objetivos se encuentra discutir la agenda del movimiento de mujeres y a través de distintos talleres
brindar herramientas a las participantes para “descubrir que no estamos solas, que podemos juntarnos para
dejar de lado nuestros sufrimientos y cambiar la realidad de nuestro país”. Cada año se realiza en una ciudad
distinta. En la última edición participaron más de 60.000 mujeres y se realizaron 73 talleres diferentes.
“Cada año, al encontrarnos intercambiamos nuestras vidas, nuestras experiencias y convertimos problemas
que parecen individuales en un problema de todas. Eso nos ayuda a encontrar los caminos para resolver
nuestros sufrimientos. En el encuentro también expresamos nuestras luchas, la que damos en la fábrica, la

109
A partir de esta experiencia, se animó a hablar sobre la violencia que sufría en su casa y
a pedir ayuda. Pudo escuchar de parte de otras mujeres que lo que ella estaba viviendo se
llamaba maltrato y violencia de género, que se podía cambiar, que no merecía ser tratada
así, que tenía derechos. Elena retomó el contacto con su familia, hermanos y hermanas
que tenía en Jujuy, y cuando estuvo preparada se mudó con sus hijos/as menores para
recomenzar “desde cero” su vida allá. Se fue de La Plata sin llevarse ni pedir nada de lo
poco que tenía, sin siquiera avisarle a su marido, y dejando a Raquel con su nieta de un
año.
Raquel, que hoy está armando su familia propia, reflexiona en la entrevista sobre cómo
pudo ir cambiando su mirada respecto de las relaciones de género y a su vez sobre la
relación entre su padre y su madre. En primer lugar, sobre la maternidad, ya que hoy
decide (y puede) tener una maternidad más presente, pasar tiempo con su hija, educarla,
y además compartir esa experiencia con su marido. “La diferencia… nada, que mi mamá
no lo pudo aprovechar la maternidad. O sea, no pudo ver crecer a mis hermanos, no
pudo estar con ellos. No por el tema de que ella no estaba presente, por el tema del
trabajo. (…) Yo creo que eso lo siento ahora, que yo sí, estoy más con ella [con su hija].
Porque en sí mi papá era muy machista, así que a veces si salía, iba a jugar a la pelota,
no volvía dos o tres días, y ella tenía que estar haciendo su trabajo.” También considera
que ella tiene hoy la oportunidad de hablar con su marido y de poder negociar y dividir
las tareas del hogar, cosa que su madre no podía. “Gracias a dios me tocó un marido que
me entiende, que comprende. No fue lo mismo con mi padre, que fue muy machista. Iba,
se acostaba en la cama y esperaba que la comida esté servida y todas esas cosas. Y él me
ayuda, me ayuda a cocinar, o nos dividimos las tareas. Él trabaja y yo me pongo a
cocinar, sino yo me quedo hasta que esté la comida y él cocina, y así.” Si bien en un
comienzo él le planteaba que era deber y responsabilidad de ella, como mujer, cocinar y
cuidar de la bebé, hoy en parte comparten esas tareas. Raquel reflexionaba, bromeando,
que “como su mamá no le pudo enseñar, ahora le está enseñando ella, para que deje de
ser machista”. Por otro lado, también observa una diferencia fundamental en relación al
manejo del dinero de ambos, ya que su madre era dependiente económicamente y le tenía
que pedir permiso al marido para gastar o comprar algo. Hoy ella conversa con Juan sobre
eso, y deciden y se controlan entre los dos respecto de los gastos que tienen.
Más allá de los cambios generacionales que percibimos entre Raquel y Elena, que
aparecen como un dato relevante para pensar las transformaciones en las relaciones de
género a la luz de la creciente repercusión que tienen en la sociedad los debates sobre la
igualdad de género planteados por el feminismo y el movimiento de mujeres, es
importante dejar en claro que la experiencia vivida por Elena en el marco de su relación
de pareja es un ejemplo de la realidad que viven muchas (si no la mayoría) de las mujeres
quinteras que nunca han hablado sobre lo que (les) sucede en el ámbito de la vida privada.
Finalizando el apartado, a partir de este análisis intergeneracional, esbozamos algunos
elementos que consideramos nos permitirían identificar pequeñas transformaciones en
curso en las relaciones de género en la horticultura platense.

casa, el barrio, el campo, la escuela, la facultad, la ciudad, etc.” (Fuente:


http://encuentrodemujeres.com.ar/historia-del-encuentro/ Última visita: 20/03/2019)

110
2.4. Posibles cambios intergeneracionales en las relaciones de género en la
horticultura platense

Si bien la historia de vida de Raquel no es un caso representativo de la generalidad de


mujeres horticultoras en el cinturón verde de La Plata (ya que la media se asemejaría más
a la historia de Elena, su mamá) nos parece relevante para analizarla precisamente como
segunda generación quintera, y en contrapunto con la experiencia de sus padres de origen
campesino. Consideramos que nos brinda pistas para pensar algunas transformaciones en
las relaciones de género, los roles de las mujeres y las formas de conciliación familiar en
la horticultura a partir de ejes como: el acceso al sistema educativo, un contexto de mayor
discusión pública sobre temas de género y derechos de las mujeres, y la participación en
organizaciones que ponen en su agenda las reivindicaciones del movimiento de mujeres.

En términos de los roles ocupados por las mujeres en la organización familiar del trabajo
(y recuperando lo descripto en el subapartado anterior), podemos mencionar que tanto
Elena como Raquel ejercen una doble jornada laboral al tener responsabilidades
(compartidas) en el trabajo productivo y (exclusivas) en el trabajo doméstico y
reproductivo. Ambas trabajan a la par de sus maridos, aportando con trabajo físico al
proceso de acumulación que le permite a la familia ascender socialmente. Para el caso de
Elena, pasando de ser empleados/embaladores en Jujuy, a medianeros y posteriormente
arrendatarios, en La Plata. En el caso de Raquel, su trayectoria no es estrictamente
ascendente, ya que siempre subarrendó la tierra alquilada por su padre (y este es, al menos
en La Plata, el techo al que llegan los productores y productoras hortícolas en la escalera
boliviana, debido al alto valor de la tierra). Su experiencia fue arrendando por su cuenta
durante un período, y también buscando alternativas laborales fuera de la quinta. En
ambos casos trabajando a la par de su pareja. En términos de capacidad de acumulación
para el ascenso social, por otra parte, identificamos el hecho de haber podido invertir en
la compra de un terreno para construcción de una casa propia.

Por otro lado, esta doble jornada laboral significa que ambas, como mujeres, son las
principales (si no únicas) responsables por el trabajo doméstico y de cuidados cotidiano.
En ese sentido, existe una feminización naturalizada de estos trabajos, que son ejecutados,
en el caso de Elena, por ella misma y por sus hijas cuando ella se encontraba trabajando
en la quinta. Este trabajo doméstico es asumido (por varones y mujeres) como una
obligación femenina, en una condición que es comparable con la servidumbre. Esta es la
situación típica en la familia quintera, narrada por otras mujeres horticultoras en el marco
de las rondas y de conversaciones informales. Raquel, por su parte, expresa que considera
que ha podido (o está intentando) entablar una relación más igualitaria con su pareja. Una
relación en la que, si bien ella es la principal responsable por las tareas de cuidados, se
posiciona desde otro lugar. Delega tareas, le exige a su marido que divida parte del trabajo
doméstico y el cuidado de su hija, y se impone en su necesidad de tener tiempo para sí
misma, aunque a él no le guste. Dice que “le está enseñando a no ser tan machista”.

El relato de Raquel nos sugiere que en su trayectoria ha adquirido algunos elementos y


experiencias que le permiten posicionarse de otra manera a la hora de construir una
familia, proponiendo incluso nuevas formas de conciliación familiar. Por un lado, el
hecho de haber asistido a la escuela (primaria y secundaria), en un ámbito en el cual era
alentada por los y las docentes a valerse por sí misma y a creer en ella misma, superando
situaciones como la discriminación y las dificultades que de por sí suponía estudiar y
trabajar (y ser madre) al mismo tiempo. Por otro lado, el hecho de haber vivido junto a su

111
madre los conflictos de pareja y la situación de explotación y maltrato a la que era
sometida, situación que finalmente ambas pudieron catalogar como “machismo” y
“violencia de género”, en un proceso de corrimiento de los límites de la violencia
“tolerable” y de su propia capacidad para decir “basta”. Entendemos que el hecho de
poder nombrar a determinados conflictos naturalizados como una forma de la violencia
(psicológica, física, simbólica), y en paralelo de poder pensarse como mujer en términos
de sujeto de derechos (derecho a una vida sin maltratos, o a tener tiempos de descanso y
de ocio), es en parte una decantación de las discusiones que surgen en el marco de la
organización gremial en la cual ambas participan y particularmente de las rondas de
mujeres.

Si bien lo relatado remite a experiencias particulares que hacen a la trayectoria de Raquel,


entendemos que existen algunas condiciones más generales que nos permiten pensar que
este caso podría ilustrar posibles pequeños cambios generacionales que comienzan a
vislumbrarse en las relaciones de género en el contexto de la horticultura platense. Nos
referimos al hecho de que hoy la escolarización sea ampliamente difundida y valorada
entre la comunidad boliviana, y de que todas las familias envían a sus hijos/as a la escuela
(además, en Argentina la educación es obligatoria hasta el último año de la secundaria);
que la violencia de género sea un tema cada vez más debatido y cuestionado socialmente44
(al menos en las escuelas y en los medios de comunicación); y que en la región bajo
análisis la gran mayoría de las familias horticultoras participan activamente de
organizaciones gremiales reivindicativas45 que con mayor o menor énfasis se posicionan
respecto de la violencia de género y apoyan (en mayor o menor medida, en la práctica o
discursivamente) las demandas del movimiento de mujeres (como la igualdad de géneros,
el rechazo a todas las formas de violencia, la legalización del aborto, o políticas públicas
para el abordaje de la violencia de género).

3. Maternidad y crianza entre los invernaderos


La maternidad representa, para todas las entrevistadas, un punto de inflexión en sus vidas.
Es el momento en que su acotado margen de libertad individual, de decidir cómo
continuar su trayectoria laboral, su recorrido migratorio, o en qué invertir el dinero que
ganan trabajando se ve coartado por el embarazo y la llegada del primer hijo o hija. A
partir de entonces, su tiempo, esfuerzo y proyección personal está orientada a satisfacer
las necesidades de esa nueva persona que depende de ellas. Ninguna de las mujeres que
entrevistamos planificó su primer embarazo, sino que los/as hijos/as “les llegaron”, y si
bien fue un momento de dudas, incertidumbres y temores, decidieron continuarlo.
Algunas se plantearon la posibilidad de interrumpir el embarazo, pero no se animaron a
hacerlo.

44
Sólo por poner un ejemplo, en las rondas de mujeres generalmente no es necesario explicar qué es el
género o qué es la violencia de género. Las productoras, ya sea por la escuela de sus hijos/as o por la
televisión, poseen una noción sobre a qué hace referencia el concepto. Esto no era así, hace pocos años
atrás, antes de que la cuestión de género tuviera la visibilidad que tiene actualmente.
45
Esta estimación propia tiene que ver con la posibilidad -restringida a la participación en organizaciones
de carácter gremial- de acceder a programas sociales de transferencia de ingresos como es el Salario Social
Complementario. Para dimensionar, sólo el MTE agrupa a más de 3000 personas en la región, y existen al
menos dos organizaciones de productores/as más (UTT y ASOMA) que podemos considerar equivalentes.
Si bien el trabajo de género es incipiente, estas organizaciones participan de los Encuentros Nacionales de
Mujeres y realizan acompañamientos de casos de violencia entre sus integrantes.

112
En este apartado presentamos, a partir de la experiencia de las productoras entrevistadas
y de los talleres realizados en las rondas, el análisis de la relación entre los roles de género
y la experiencia de ser madres, prestando atención a los cambios y continuidades respecto
de la maternidad, la infancia y la crianza en el contexto campesino y el actual. Abordamos
cuestiones relacionadas con la salud sexual y reproductiva, los embarazos adolescentes y
la maternidad como un destino ineludible; los efectos del embarazo y la maternidad en el
cuerpo y en el tiempo de las mujeres; y la maternidad como revancha frente a la propia
experiencia infantil.

3.1. Sexualidad, embarazos adolescentes y la maternidad como destino

En las rondas de mujeres, al hablar sobre embarazos y maternidad, la mayoría de las


productoras expresó que se embarazaron en el inicio de las relaciones sexuales (entre los
14 y los 21 años), momento en que contaban con poca o nula información sobre métodos
anticonceptivos. Muy pocas lo habían decidido y para la mayoría los hijos “llegaron”, y
esto significó una reorganización individual y familiar que las marcó fuertemente.
En Bolivia, en el medio rural, no tenían acceso a métodos anticonceptivos químicos o de
barrera (como las pastillas o el preservativo), y a quienes les enseñaron en la adolescencia
a prevenir embarazos fue principalmente calculando los días de ovulación en el ciclo
menstrual. No obstante, muchas recordaban tener desconocimiento sobre el
funcionamiento de su propio cuerpo y confusión en relación a los embarazos y los
nacimientos, sin comprender realmente cómo se producían los mismos. Los mitos que
mezclan cigüeñas, con repollos, semillitas y hospitales, sumados a algún elemento
misterioso y prohibido respecto de las relaciones sexuales y la concepción, estructuran
los recuerdos sobre las primeras nociones de sexualidad. Preguntar sobre el tema en sus
casas era, a su vez, motivo de sospecha. Las recomendaciones que les daban sus madres
(que como vimos en el capítulo anterior, no estaban escolarizadas y además habían sido
madres muy jóvenes) en relación a cómo cuidarse eran básicamente de no confiar en los
hombres, y de no creerles todo lo que les dijeran. No acercarse a ellos sería la mejor
manera de no quedarse embarazada. Cintia, una de las productoras entrevistadas, contó
en un taller que en la pubertad comenzó a engordar (algo que hoy puede interpretar como
causado por la malnutrición), y recuerda que su madre, quien realizaba trabajos
golondrina en Argentina, en uno de sus regresos a Bolivia al ver “que tenía panza” la
castigó y la sacó de la escuela porque pensaba que estaba embarazada. Por muchos años,
ella creyó que los embarazos se producían comiendo.

En relación a la sexualidad, encontramos que a la falta de información se suma también


una doble moral basada en la castidad y “pureza” femenina, por un lado, y en la aceptación
de la una sexualidad masculina irrefrenable y dominante por el otro. Para la mayoría de
las mujeres, las relaciones sexuales no están ligadas al placer sino más bien a una
obligación contraída junto con el matrimonio. Tanto expresar que no se tienen ganas,
como intentar negociar algo al interior de la relación, significa contraer más problemas
que simplemente “dejarse hacer”. En ese sentido, las enfermedades de transmisión sexual
y los embarazos no planificados (sobre todo al inicio de la vida sexual) se vuelven un
problema para las mujeres, junto a la imposibilidad de conversar abiertamente con sus
parejas sobre estos temas.

La anticoncepción es una responsabilidad e inquietud que recae exclusivamente en las


mujeres. Son ellas quienes más se informan y asisten a los controles médicos, y a partir
de la implementación de la Asignación Universal por Hijo para la protección social

113
(AUH), para la cual se exigen controles médicos anuales y vacunación obligatoria de los
hijos e hijas, las mujeres asisten con mayor frecuencia a las “salitas” de atención primaria,
donde reciben de manera gratuita anticonceptivos hormonales. Esta es una de las
condiciones que le permite a la mayoría, en la actualidad, tener un control de su fertilidad
y llevar adelante una planificación sobre su maternidad. Es notoria, por caso, la reducción
en el número de hijos e hijas en relación a la generación anterior. Tomando a todas las
entrevistadas como ejemplo, mientras sus madres habían tenido en promedio 6,4 hijos/as,
en este grupo el promedio baja a 2 hijos/as por mujer. El uso del preservativo masculino,
por otra parte, y según nos comentaban en los talleres, no es frecuente y los hombres son
reacios a utilizarlo. En relación al aborto o interrupción voluntaria del embarazo,
encontramos que no es una práctica muy difundida entre las mujeres horticultoras46. Si
bien lo reconocen como una alternativa posible, las creencias religiosas sobre el momento
en que se inicia la vida del feto y el estigma social de la “mala madre”, sumado a la falta
de información sobre cómo y dónde hacerlo de manera segura y los riesgos que conlleva
una mala praxis en estos casos, son algunos de los factores que lo desalientan.

Para muchas de las productoras una de las primeras oportunidades que tuvieron para
hablar sobre salud sexual y reproductiva entre pares y fuera de la consulta médica por
embarazo, fue -entre risas y vergüenzas- en el marco del taller sobre sexualidad de las
rondas de mujeres. Decir “vagina, vulva, útero o clítoris”, dibujarlos y señalarlos en el
propio cuerpo (ver fotografía Nº4), y poder hacer preguntas sobre métodos
anticonceptivos, aborto, abuso o placer en la sexualidad fue el puntapié para poder hablar
sobre el derecho a decidir cuándo y cómo tener relaciones sexuales y cuándo ser madre.

46
En Argentina el aborto es considerado un delito, excepto en casos de violación o cuando existe peligro
para la vida o la salud de la mujer. En 2018 el proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo
obtuvo media sanción en el Congreso de la Nación, generando un gran debate público en torno a la
legalización. En ese contexto, y por demanda de las productoras participantes de las rondas, se realizaron
talleres y discusiones sobre el tema. Para la ocasión las productoras comentaron sus experiencias (propias
o de mujeres conocidas) en relación al aborto, y posteriormente se pusieron en común y debatieron
diferentes dudas y creencias en relación a qué se estaba discutiendo en dicho proyecto de ley y cuáles son
las implicancias (físicas, psicológicas, familiares, sociales, culturales) de la interrupción de un embarazo.
También recibieron información sobre cuáles son las formas seguras en que se realizan los abortos (en
Argentina y en otros países) cuando una mujer decide no ejercer la maternidad en ese momento.

114
Fotografía Nº4: Materiales utilizados en el taller sobre sexualidad

Fuente: Memorias del taller sobre sexualidad. Archivo sobre Rondas de Mujeres. Mala Junta.

Sandra, cuya historia de vida fue narrada en el capítulo 2, se quedó embarazada de su


primera hija a los 14 años, unos meses después de haber salido a la ciudad para trabajar
como cocinera y empleada doméstica. La maternidad significó para ella el fin de ese
período de libertad, de poder hacer lo que quisiera, de salir, de tener su propio dinero y
poder comprarse cosas para ella. A partir de ese momento, en que su bebé estaba en
camino, tuvo que ponerse a pensar en lo que necesitaría y trabajar para mantenerla. Lo
recuerda con un toque de resignación y de nostalgia. No tenía otra opción que aceptar el
destino de ser madre. Su papá la apoyó en todo y la recibió de nuevo en el hogar para
ayudarle en esta nueva etapa. El padre de su hija la ayudaba económicamente de vez en
cuando, pero no estuvo presente en la crianza.
“-¿Para vos qué significó la maternidad?
-Para mí era feo. Pero qué vas a hacer. Lo que está está, no podés desarmarlo ni nada,
no podés hacer nada. Tenés que pensar que viene un bebé a camino, tenés que pensar
que a ese bebé le va a hacer falta todo y así que a laburar.
-¿Y cómo pensás que te cambió haber sido mamá?
-Me cambió cuando yo me sentí que ese bebé no me dejaba salir, no me dejaba
cambiarme ropa que yo quería ponerme, y era diferente ya, ya no era como era cuando
era sola. Cuando vos sos sola te comprás la ropa que vos querés. Ya no comprás para
vos, ya tenés que comprar para el bebé.”
Para Yolanda su primer embarazo tampoco fue planificado ni dentro de una pareja
estable, y fue motivo de muchos miedos y dudas. Al igual que Raquel, ella es hija de una
familia horticultora. Nació en Potosí, pero a los 5 años se trasladó con toda su familia a
La Plata. Toda su vida estudió y trabajó. Terminó la escuela secundaria y empezó el
profesorado de educación física en la universidad. A los 21 años se quedó embarazada, y
sólo pudo contarlo cuando ya estaba de 6 meses. La primera reacción de su mamá fue la
culpa y la vergüenza, y la necesidad de ocultarlo para evitar que otros hablaran sobre ello.
“Yo era madre soltera, mi mamá se enteró a los seis meses, me quería matar. Y yo no le
había dicho nada, porque tenía miedo. Porque mi mamá… no tenías novio, no tenías

115
nadie, entonces si quedabas embarazada era como un pecado mortal para mi mamá.
Entonces me dijo ‘no, cómo vas a estar con la panza, no, no’, le tenía miedo al qué dirán.
‘Qué van a decir mis compadres’, y yo lloraba. Y agarró y me mandó a Buenos Aires. Me
dijo ‘andá a trabajar a Buenos Aires’. ‘Bueno’, le digo, y me fui a trabajar a Buenos
Aires”. (…) “mi mamá por desligarse de mí, porque yo estaba embarazada… o sea,
porque la gente no me mire, pero yo pensaba ‘si mi hijo va a nacer, capaz que quería
darlo en adopción’. Y bueno, yo seguí la corriente, ‘mejor, capaz que voy a estar mejor
allá’. Ella estaba en la idea de que yo estaba estudiando, trabajando, y era una persona…
ella pretendía que yo termine de estudiar, pero no se pudo. Inclusive había averiguado
para abortar, pero ya tenía seis meses, no podía, no había forma. Me llevó a un montón
de lugares clandestinos, que había por ahí, le decían ‘no, no, no’.” Después de pasar los
últimos tres meses de embarazo trabajando como cocinera y ayudante de costura, Yolanda
regresó a La Plata para tener a su hijo. Su madre en este tiempo pudo procesar la
información y la recibió de nuevo en el hogar para que pudiera vivir y trabajar allí,
incentivándola para que pudiera seguir estudiando. Si bien en ese momento no pudo
continuar, actualmente después de haber formado una pareja con otro horticultor, con
quien tuvo una hija que hoy tiene 4 años (el mayor tiene 12), retomó los estudios en un
instituto terciario.
Una vez embarazadas, la maternidad es asumida por las productoras como un destino
ineludible, al cual deben acostumbrarse y “sentar cabeza”, asumiendo una vida adulta de
trabajo y de crianza. Sin embargo, es vivida al mismo tiempo como un momento de
plenitud y de maduración, en la cual se tiene un objetivo claro por el cual asumir
responsabilidades, trabajar y esforzarse por una vida mejor.
A pesar de no haber sido deseada, Yeni (su historia de vida fue narrada en el capítulo 2)
expresa sentirse realizada a través de la maternidad. “Es hermoso. Como que no quería
todavía ser madre, pero es lo más lindo, verlo crecer en tu panza, y empiezas a ver más
con claridad las cosas. Y por quién tienes que trabajar, y por quién tienes que cuidarse.”
A partir de que nació su primer hijo, él comenzó a ser su principal preocupación y nunca
lo deja solo. Como nunca dejó de trabajar en la quinta, desde que era bebé se lo llevaba
con ella al invernadero. Dice que no hay nada que no le guste de la maternidad, ya que
está dispuesta a hacer todo por sus dos hijos, y son el estímulo para esforzarse y darles
todo lo que necesitan, como ropa o estudios. A diferencia de su propia infancia, en la cual
su padre estaba siempre de viaje y su madre, como salía al campo a trabajar la dejaba al
cuidado de sus hermanas mayores, hoy es ella quien se encarga de estar presente y de
cuidarlos en todo momento.
Delia es la única entrevistada que no es boliviana. Ella proviene de Paraguay, y llegó a
La Plata a los 12 años con su mamá, quien se empleó como trabajadora en una quinta
hortícola. A diferencia del resto de las productoras, Delia venía de la ciudad y nunca había
trabajado. Su mamá falleció cuando ella tenía 14 años, de una enfermedad que no llegó a
tratarse. En esa época ella ya estaba de novia con su pareja actual, y a los 15 años se quedó
embarazada. Antes de saber que lo estaba regresó a Paraguay, a vivir con unas tías. Al
darse cuenta, ellas le sugirieron que aborte o que lo dé en adopción, pero después de
reflexionar y de hablar con su pareja, decidió regresar y formar una familia.
Considera que el embarazo fue en parte porque ambos no sabían cómo cuidarse, y también
por tener vergüenza de comprar anticonceptivos, o de preguntar para informarse.
Recuerda que en esa época sólo hablaba con algunas amigas de su edad, que tampoco
sabían. Su segundo hijo, en cambio, fue planificado. Decidieron tenerlo para que no
tuviera tanta diferencia de edad con la primera, que le lleva cuatro años.

116
Observamos que en la etapa adulta o con una familia conformada, la maternidad es
asumida como proyecto y relativamente planificada por las parejas, que deciden cuántos
hijos/as tener y cuándo tenerlos/as. Sandra, por ejemplo, tuvo a sus dos últimas hijas con
su actual marido una vez que se instalaron en La Plata. Ellas hoy tienen 10 y 4 años. Los
dos embarazos fueron planificados por la pareja, y después de la última (a pesar de que
les hubiera gustado tener un varón) decidieron no tener más hijos, y que Sandra se ligara
las trompas para no volver a quedar embarazada.

3.2. Los efectos del embarazo y la maternidad en el tiempo y en el cuerpo de las


mujeres

Para las mujeres, la maternidad significa entonces asumir íntegramente el rol de madre-
cuidadora y la pérdida de la posibilidad de una vida autónoma, de hacer lo que ellas
quieran, de emprender proyectos a futuro en relación al estudio o el trabajo, o decidir en
qué gastar su dinero, ya que tienen la responsabilidad de mantener a su(s) hijo/a(s).
Mientras éstos son pequeños/as el trabajo es extenuante y continuo, ellas son las
encargadas de cuidarlos/as y estar con ellos/as la mayor parte del tiempo, mientras
realizan otras tareas (ya sea productivas o reproductivas). A medida que van creciendo
pueden comenzar a enseñarles y delegarles algunas tareas (esto sucede a partir de los 5 o
6 años aproximadamente) y no tienen que estar tan pendientes de ellos/as todo el tiempo.
La única entrevistada que sólo tiene hijos/as adolescentes comentó que es recién en esta
etapa cuando comienza a sentir un respiro en relación a tener algo de tiempo para sí
misma.
Esto es muy diferente de la experiencia de la paternidad, pues los hombres no
necesariamente dejan de hacer “su vida” en relación a la trayectoria laboral, el proyecto
migratorio o las actividades recreativas (como salir con sus amigos, o jugar al futbol) por
el hecho de ser padres, sino más bien asumen el rol típico de varón-proveedor. En muchos
casos, sobre todo en los embarazos adolescentes en los que la pareja no persiste en el
tiempo, ellos no asumen íntegramente su paternidad en la crianza, y si lo hacen es
visitando esporádicamente a los/as hijos/as, y/o ayudando económicamente a la madre de
manera insuficiente.
Para Raquel la maternidad “llegó” en un momento en el que todavía tenía otros proyectos,
como terminar la escuela secundaria y seguir la universidad. Recuerda el período del
embarazo como un momento difícil, ya que se sentía sola, y porque ya no pudo continuar
con otras cosas que hubiera querido hacer. Si bien no había decidido en ese momento ser
madre, recalca que tampoco tuvo el coraje para interrumpir el embarazo, y como “su
pareja siempre la apoyó en todo, decidió ir para adelante”. Aunque no quisiera volver a
vivir algo así, porque fue una etapa muy difícil de su vida, no se arrepiente, ya que hoy
por hoy disfruta los momentos con su hija y de poder verla crecer.
“-¿Y para vos qué significó la maternidad?
-Bueno, por una parte, bien porque aprovecho al máximo de mi hija. Y no sé, ver crecer,
ver reír a un ser tan lindo es lo más lindo del mundo. Y a la misma vez no, porque
teníamos planes, teníamos proyectos a seguir. Yo iba a seguir estudiando, iba a seguir
una carrera. Quién sabe, por ahí hasta ahora ya hubiera terminado algo. Y bueno, nada,
tenía el apoyo de mi pareja constantemente. Y bueno, no pude terminar mi secundario.
No digo que es un obstáculo a seguir, pero bueno, hay cosas que ya no lo podés hacer
como mujer, porque tenés responsabilidades.”

117
En el caso de Raquel (como vimos en el apartado anterior) encontramos algunos cambios
intergeneracionales en relación con la experiencia de la maternidad, tanto en la
disposición (y posibilidad de disponer tiempo) para asumir la crianza de su hija, como en
la posibilidad de conversar y repartir responsabilidades con su pareja. A su vez,
observamos una determinación por parte de ella en no repetir el tipo de relación
establecida entre su papá y su mamá, y de asumir un rol activo en “educar” tanto a su
marido como a su hija, para ser menos machista y más independiente.
Además de las transformaciones en el uso del tiempo a partir de la maternidad, muchas
de las productoras señalaron que los cambios en su cuerpo también eran algo muy
marcado en ellas después de haber tenido hijos/as. Varias expresaron, por un lado, que la
cesárea les había dificultado la vuelta al trabajo, o que sentían que ya no podían realizar
tanto esfuerzo físico. Pero lo que más les preocupa tiene que ver con los cambios en su
aspecto físico, sobre todo el hecho de engordar, ya sea por el proceso de embarazo en sí,
como por el sedentarismo que comienzan a experimentar después de ser madres y tener
que pasar mucho más tiempo en casa con los/as hijos/as.
Cintia, en ese sentido, plantea que algo que no le gusta de la maternidad, es que ya no
puede dedicarse a sí misma, comprarse cosas para ella o tener tiempo para arreglarse y
maquillarse, ya que siempre pone a sus hijas e hijo y sus necesidades por delante. O bien
si van a hacer una actividad en familia, es ella la que tiene que encargarse de todo. Y
ejemplifica: “Ponele, si decidimos salir, o nos invitan a alguna parte. Los tengo que
cambiar, bañar, todo yo. Él [su pareja] se cambia y sale. Eso es lo que no me gusta y no
comparto con él. Y se lo digo, pero no… Todo lo tenés que hacer vos… Y él está para
irse. ‘¿Ya estás?’. Y no sabe que yo tengo que vestir a tres y recién salir. Y eso no me
gusta, porque antes tenías tiempo hasta para maquillarte, y ahora…”. También siente
que desde a partir de los embarazos comenzó a engordar, y no se siente satisfecha con
eso, cosa que su marido también le reclama o echa en cara.
En las rondas de mujeres se realizaron actividades orientadas a problematizar los
estereotipos de belleza hegemónica, y la violencia simbólica que significa mirarse en el
espejo y no gustarse porque no se es alta, flaca y rubia. En varios encuentros en los que
se trabajó este tema aparece una frustración generalizada respecto del propio aspecto
físico y un deseo inalcanzable de ser “como las de la propaganda”. Otras mujeres no
tienen ese deseo, pero sí una suerte de resignación y no se sienten “lindas”. Esta baja
autoestima se refuerza con los comentarios y exigencias de los hombres, quienes les
recalcan que están engordando (o envejeciendo), o les hacen bromas y sugerencias
respecto de la comida que ellas comen o preparan. Este tema será también abordado en el
próximo capítulo sobre las rondas de mujeres.

3.3. La maternidad como revancha frente a la propia experiencia infantil

Recuperando las propias infancias campesinas que describimos en el capítulo 2,


entablamos en este punto del análisis la relación entre las experiencias infantiles de las
entrevistadas -marcadas por la situación de pobreza, la economía de subsistencia y la
“inercia patriarcal” de la cultura campesina, en tanto reproductora de los roles de género
socialmente asignados- con la forma en que las productoras asumen y ejercen actualmente
su maternidad. A continuación, reproducimos la crónica de un taller realizado durante las
rondas47, dedicado al tema de “la infancia”. Aquí se muestra cómo a través de la reflexión

47
Relato armado en base a notas de campo, Olmos, 08/09/2017 y Etcheverry 30/06/2018.

118
colectiva sobre las vivencias en este período surgen formas de resignificar la propia
infancia a través de la maternidad, y la posibilidad de generar cambios en los roles de
género a partir de la crianza.
Armamos la ronda y la coordinadora convoca a todas a cerrar los ojos, mientras las
invita a recordar momentos de su infancia: quiénes las cuidaban, qué hacían, a qué
jugaban, quiénes eran las personas más importantes para ellas en ese momento. Mientras
tanto, otra coordinadora les reparte algunas golosinas, evocando esos sabores y olores
que tanto nos gustan cuando somos niñas.
Con todos esos recuerdos en la mente, al abrir los ojos, se las invita a dibujar su árbol
genealógico: las personas que componen su familia y que son (o fueron) importantes
para ellas durante su infancia. Se reparten hojas, lapiceras y papeles de colores para
hacerlo. Cada una se pone a trabajar, algunas arman un cuadro, otras hacen un dibujo,
otras escriben los nombres y una descripción.
En la puesta en común, cada una fue exponiendo lo que había escrito o dibujado, y
contando experiencias de su infancia. Fueron sus madres o sus abuelas quienes más las
cuidaron. Algunas recuerdan a sus padres con cariño, mientras otras agradecen no
haberlo conocido, o haberlo dejado de ver hace tiempo, ya que era alcohólico y violento.
Todas coinciden en que desde muy chicas empezaron a trabajar, y que los momentos de
juego eran mientras trabajaban, cuidando los animales o haciendo tareas domésticas.
No tenían más amiguitos que sus hermanos o hermanas, ya que en el campo no había
vecinos que vivieran cerca, entonces jugaban y se cuidaban entre ellos. Si bien pasaban
necesidad, varias consideran que tuvieron una infancia feliz. Algunas, por su parte,
mencionan que ellas no tuvieron infancia, porque siempre tuvieron que trabajar.
Recuerdan, por ejemplo, tener que ir a lavar la ropa al río, de madrugada, y mencionan
que sólo supieron lo que era la infancia cuando tuvieron a sus propios hijos e hijas. Con
ellos/as sí disfrutaron, jugaron y aprendieron a la par que avanzaban en la escuela. Para
algunas, esa experiencia llegó recién con los/as nietos/as. Algunos relatos son
desgarradores, ya que la niñez fue vivida como un momento muy duro, tanto por la
violencia sufrida, como por la situación económica que pasaba la familia en ese
momento. La ronda, en silencio, acompaña, y habilita el espacio para el llanto, para
contar o para callar, según la necesidad de cada una.
La escuela fue vivida por muchas como un espacio de libertad, un lugar en el que podían
ser chicas y no tenían que trabajar. Recuerdan que en esa época a las mujeres no las
querían dejar estudiar, y en cambio a los varones sí. A ellas les decían que si no
aprendían a hacer las tareas domésticas, no iban a tener un futuro. La mayoría sólo
cursó los primeros años de primaria, y luego entre los 7 y los 12 años, las mandaron a
trabajar en el campo (cuidando animales) o en la ciudad (en el servicio doméstico cama
adentro). Explican que las mandaban a vivir a las casas de otras personas, porque en su
casa no tenían para comer. Entonces allí las mantenían a cambio de trabajo y, a veces,
una paga mínima.
Las que no habían tenido una experiencia de violencia, recuerdan a su papá con mucho
cariño, como una figura muy importante en sus vidas ya que fue quien les enseñó todo,
porque la madre en cambio no sabía leer ni escribir, y además era mala. Varias madres
eran analfabetas, y en cambio los padres habían podido ir a la escuela. Aparece
repetidamente la figura de la madre, o la tía, como una persona nerviosa, que pierde la
paciencia, que no sabe explicar y con la que no se puede hablar demasiado.

119
Hablar sobre la propia infancia las lleva a reflexionar sobre la experiencia de la
maternidad, y sobre la infancia de los hijos o hijas en espejo. (Todas las presentes son
madres, excepto las dos coordinadoras cuyas infancias fueron muy diferentes, sin
obligaciones y con muchas personas atentas y disponibles para su cuidado y diversión.)
La maternidad aparece como una posibilidad de dar revancha, de ofrecerle a los hijos y
a las hijas oportunidades que ellas no habían podido tener, desde enseñarle cosas a sus
hijas para que puedan ser más autónomas hasta hablarle a sus hijos varones para
respetar a las mujeres.
El taller cierra con un pequeño fuego, donde cada una puede quemar un papel en el que
escribió un deseo y, si quiere, también puede compartirlo en voz alta. La mayoría desea
que sus hijos/as puedan estudiar, para poder “ser alguien en la vida”. Una productora,
que en el momento de la ronda no había podido hablar, dijo que ella quería decir algo:
que deseaba para sus hijas mujeres que no les pase nada como lo que había pasado ella,
y por otro lado poder enseñarles a sus hijos varones que traten bien a las mujeres, no
como le había sucedido a ella en su experiencia con los hombres.
Fotografía Nº5: Taller sobre infancias

Fuente: Fotografía propia


Este taller recupera los elementos de las infancias campesinas, que muchas veces
aparecen en la forma de recuerdos dolorosos, con el objetivo en primera instancia de
sanar. Enfrentar la propia historia de manera colectiva -ya que las vivencias de pobreza,
de humillación o de sacrificio no fueron casos aislados sino lo que le sucedió a la mayoría-
habilita a no vivirlo en soledad y encontrarse en la historia de la otra. Sentir empatía y en
el mismo movimiento sentirse comprendida. El segundo objetivo es, después de este
reconocimiento de las experiencias infantiles, repensar cómo desde el hoy, en la función
de madres, se relacionan con la(s) infancia(s). Qué cosas de las que ellas vivieron quieren
perpetuar y cuáles son modificables. En muchos relatos y también en las entrevistas, las
mujeres de su infancia (madres, abuelas, tías) aparecen como personas malas, nerviosas,
intolerantes. Esto contrasta con la figura de los padres buenos, personas pacientes y
trabajadoras, quienes les enseñaron valores y oficios. Pensarse en el lugar de madre hoy,
sobrecargada, cansada, nerviosa, con todos los miedos que implica una maternidad que
en principio no era esperada, habilita a reflexionar sobre esos recuerdos maternales de la
infancia y también elegir ejercer la maternidad de otra manera.
Por otro lado, en el taller se hace énfasis en el poder de las mujeres, en cuanto madres,
para romper con esta “inercia patriarcal”. Ellas son quienes educan, transmiten valores y
pasan más cantidad de tiempo con sus hijos e hijas. En la ronda resuenan preguntas como:
“¿Tratamos igual a nuestros hijos varones que a nuestras hijas mujeres? ¿Le enseñamos
a nuestros hijos varones a valorar a las mujeres? ¿Les inculcamos que deben ser
autónomos, que las mujeres no somos sus sirvientas? ¿Hablamos con ellos/as sobre

120
sexualidad? ¿Les enseñamos a conocer su cuerpo y cuáles son sus derechos?
¿Incentivamos a nuestras hijas para que sean autónomas?”
Muchas de las entrevistadas, cuando les preguntamos sobre las rondas de mujeres,
explican precisamente el cambio que hicieron en su vida cotidiana para dejar de
reproducir estereotipos de género en la crianza.
Delia reflexiona bastante sobre su propia infancia y sobre los cambios respecto de cómo
educa a su hija y a su hijo. La marcó mucho el hecho de haber sido “una niña mimada” y
de no haber aprendido a hacer las cosas del hogar, entonces desde chicos pretende
enseñarle a ambos (tiene una hija de 10 y un hijo de 4) a trabajar, ya sea en la quinta o en
la casa, barrer o cortar lechugas. No ponerles a trabajar a la par de los adultos, pero sí
acostumbrarles al trabajo, ya que “si no les enseñan de chicos, luego de grandes les cuesta
más o se hacen vagos”. Además, por una experiencia de abuso que tuvo cuando era chica,
tiene muy presente hablarle a su hija sobre sexualidad y sobre su cuerpo, que nadie la
puede tocar y que sienta confianza y le pueda contar si alguna vez le pasa algo.
En relación al trabajo en la infancia, todas quieren que sus hijos e hijas puedan “ser
alguien en la vida” y les alientan para que estudien y puedan tener una profesión que les
permita, si quieren, no tener una vida tan sacrificada como la que ellas llevan. En el marco
de esta comunidad estudiar es un valor muy importante. Los y las jóvenes son exigidos/as
e incentivados/as para que estudien. Es común que sean buenos alumnos o alumnas y
reciban premios en la escuela por sus notas (como abanderados/as, o escoltas). Podemos
decir que la educación forma parte de un imaginario colectivo como garantía (o
condición) de movilidad social que, de todas maneras, dada la segmentación del mercado
laboral, podría ser discutida. Pero por otro lado, y aun sabiendo que la legislación
argentina prohíbe que los niños, niñas y adolescentes trabajen hasta los 16 años48, las
entrevistadas consideran que saber trabajar también es un valor importante, y llevan a sus
hijos/as a la quinta para enseñarles y que vivan en carne propia el esfuerzo que cuesta
trabajar en el campo. De esa manera, consideran que van a valorar la oportunidad que
tienen de estudiar y de acceder a más opciones de vida que las que ellas tuvieron. Cintia
lo explica así: “Yo quiero que sean mejor que yo. Que no sufran tanto en la quinta. Por
eso le exijo mucho en el estudio. Que sea algo en la vida y también, sí, la llevo a trabajar,
para que sepa que cuesta la plata, que no está para agarrar y tirar.” Su hija de 10 años
y su hijo de 5, ambos van a la quinta a ayudar cuando no están en la escuela o haciendo
las tareas, y también realizan tareas domésticas simples. “El [tomate] cherry lo cosechan
los dos. Por ahí en el sentido de los dos… también es que si, ponele, si se mete al barro
lo tiene que lavar él las zapatillas. El otro día lo hice lavar a él. Cuando fui a ver estaba
la mitad lavada, la mitad no, pero igual lo hice lavar. Tienen que hacer los dos.”
Viviana, hermana de Yolanda, señala que, a diferencia de su propia experiencia en la
infancia, a ella le interesa aprender sobre cómo informar a sus hijos/as sobre educación
sexual. “Que acá en la quinta mucho no se habla de eso”. Recuerda que la sexualidad
era un tema prohibido en su casa cuando eran chicas, y que la madre no lo mencionaba,
o no sabía cómo hablarles sobre eso. “[nuestra educación sexual fue] Nula. Porque nunca
nos dijeron te van a crecer los pechos o vas a sangrar todos los meses. Nada.” Y cuenta
que por suerte tenían a su hermana mayor que llegado el momento les fue explicando.
“Pero mi mamá no, mi mamá es como que era un tema prohibido. Eso viene ya de cultura

48
Son frecuentes los casos en que los organismos de fiscalización llegan a las quintas y, si encuentran a
menores de edad dentro de los invernaderos o con herramientas de trabajo, realizan denuncias y aplican
multas por explotación infantil.

121
o de generaciones…” menciona, y ambas reflexionan sobre cómo seguramente su madre
vivió lo mismo con su mamá, quien tampoco le hablaría, como algo que se traspasa de
generación en generación. En cambio, ella indica: “Y ahora no creo que haría lo mismo
con mi hija. Ya de chiquita le voy… de cuidarse, de las nenas, cómo… que no hablen con
desconocidos y todo eso.”
Yolanda, por su parte menciona que a partir de las rondas empezó a no hacer diferencias
entre varones y mujeres en la crianza. Como mencionamos, tiene un varón de 11 años y
una nena de 4. Antes, él era su varón preferido, lo mimaba y no lo dejaba hacer nada.
“Pero ahora, si hay que lavar los platos tenés que lavar, y si tenés que limpiar tenés que
limpiar, y si tenés que barrer tenés que barrer. Y reniega, pero lo tiene que hacer. Igual
con mi nena, ella es chiquita, pero…” De la misma manera, explica que decide que
puedan tener una infancia más libre, sin restricciones respecto de qué hacer o a qué jugar
por el hecho de ser varón o mujer. “Y por ahí también a las nenas a veces, o jugabas con
muñecas o con autitos los varones. Pero ahora si ella quiere jugar a los autitos o dibujar
autitos, lo que sea, ya no le estoy imponiendo ‘no, no juegues al autito porque eso es
juego de nenes’. Juega con lo que ella quiere, y eso también tiene que ver la crianza…
para no hacer tan machistas a los varones y no hacer tan señoritas a las nenas. Era muy
‘sentate bien’ o ‘cerrá las piernas’ o esto que el otro. Ahora es como… yo los dejo crecer
libremente a mis dos hijos.”

3.4. Revisitar la propia infancia para reformular la crianza

En este apartado, pudimos ver las formas en que las mujeres entrevistadas viven (y han
vivido) la sexualidad y la maternidad, partiendo de una experiencia inicial con muy poca
información sobre el propio cuerpo, los ciclos menstruales, los embarazos y las formas
de prevenirlos. La mayoría quedó embarazada en las primeras relaciones sexuales y
vivieron esta experiencia como un “destino inevitable” en el cual vieron coartada su
libertad individual de tomar otros caminos en su vida, o de no poder dedicarse a otros
proyectos. A partir del primer embarazo su cuerpo, su tiempo de trabajo y su dinero se
ponen, en buena medida, a disposición de su(s) hijo/a(s). Esta experiencia contrasta con
la manera en que es vivida la paternidad, según lo relatado por las entrevistadas, quienes
han tenido hijos/as con personas que no las han acompañado en la crianza, o cuyos
maridos no tienen, dentro de los arreglos familiares, las responsabilidades de cuidado
cotidiano que ellas asumen.
Podemos afirmar entonces que este rol de madre-cuidadora reproduce, desde la infancia
campesina, la “inercia patriarcal” y un modo de ser mujer disponible para el trabajo
doméstico y los cuidados, en el cual ellas dedican una gran parte de su tiempo y esfuerzo
a la crianza de los/as hijos/as.
Por su parte, encontramos que el hecho de repensar su propia infancia desde el hoy,
ocupando ellas mismas el rol de madres-cuidadoras, ha permitido resignificar algunos
aspectos de la forma en que ejercen la maternidad. En primer lugar, destaca la importancia
que le dan al hecho de que sus hijos e hijas puedan estudiar, lo cual está relacionado
principalmente con cambios en el contexto socio-económico de manera general y de la
situación de la familia en particular en relación a las oportunidades educativas. A
diferencia de los hogares de origen, donde se privilegiaba el estudio de los varones antes
que el de las mujeres, y los/as hermanos/as menores tenían más oportunidades de estudiar,
en la actualidad las familias dan oportunidad de estudiar a todos/as (en principio) por
igual. Del mismo modo, pero tal vez en sentido inverso, la experiencia de haber tenido
que trabajar desde muy jóvenes es valorada por las familias quinteras a pesar de todo, en

122
el sentido de haber aprendido el valor del trabajo y capacidades para hacerlo con
flexibilidad y sacrificio. Así, además de la necesidad del aporte de sus hijos/as a la
economía familiar, les exigen que ayuden en la quinta como forma de transmisión de una
cultura del esfuerzo y el trabajo, y de un oficio que les puede servir en el futuro (Dahul,
2017).
Otra diferencia en la manera de ejercer la maternidad tiene que ver con la educación
sexual, y la importancia que (al menos las productoras que entrevistamos, y que han
pasado por algún taller de discusión sobre sexualidad), les otorgan a estos conocimientos
como herramienta para que, sobre todo sus hijas mujeres, puedan conocer su cuerpo y
vivir su sexualidad y maternidad con más conciencia que lo que ellas vivieron. En el
mismo sentido, la reflexión sobre las formas en que los estereotipos de género
condicionan a las personas en el ejercicio de su autonomía, y cómo estos son inculcados
desde la primera infancia, también llevó a algunas productoras a una resignificación de
los tratos diferenciados entre nenas y varones durante la crianza. Por último,
consideramos que el hecho de ponerse hoy, como madres-amas de casa, en el lugar de las
mujeres que estuvieron con ellas y las cuidaron durante la infancia, y que en repetidas
ocasiones fueron recordadas como mujeres malas, nerviosas, de pocas palabras o con las
que era difícil relacionarse porque no les tenían paciencia, también aporta para
resignificarlas. En ese sentido, poder ponerse en el lugar de las otras, comprender por qué
eran así, y valorar sus labores, también sería una forma de reconciliación con ese pasado
y de encuentro con las mujeres de su vida desde otro lugar.
Para finalizar, podemos mencionar que si bien estas formas de repensar la maternidad, la
infancia y la crianza generan algunos pequeños cambios en la forma de relacionarse con
los hijos e hijas y educarles, no encontramos cambios significativos en el imperativo de
estas mujeres para pensarse a sí mismas desde el lugar de madre-cuidadoras. El deseo de
cuidar y sacar adelante a la familia a través del amor maternal, sumado a la necesidad de
resolver todas las tareas de la reproducción en el cotidiano, y enmarcadas en formas
heredadas y construidas de organización familiar (atravesadas por “inercia patriarcal”),
en la cual están rodeadas por hombres que no asumen su corresponsabilidad en las
funciones paternales de cuidado; hacen muy difícil romper con los roles (auto)asignados
e impuestos en relación al deber ser de la maternidad.
A continuación, nos adentramos en el último capítulo de la tesis, donde analizamos las
formas en que las productoras entrevistadas y participantes de las rondas han ido
transformando su manera de comprender su propia experiencia de vida como mujeres,
trabajadoras rurales, madres, esposas y militantes, al reflexionar colectivamente respecto
de las relaciones de género.

123
Capítulo 4. Movimiento social y ronda de mujeres: el
feminismo pateando el tablero
Introducción
Parte de los hallazgos de esta investigación indica que la participación gremial de las
agricultoras y sus familias, y en particular los espacios específicos de discusión sobre
género, evidencian algunos cambios cualitativos en la autopercepción de las mujeres y en
los roles ocupados por ellas en distintos ámbitos. Dedicamos este último capítulo al
análisis de dichos espacios de reflexión y de las transformaciones destacadas por las
entrevistadas a partir de su participación, en lo que analizamos como un proceso de
empoderamiento.
Este capítulo tiene entonces por objetivo analizar algunas de las transformaciones en las
relaciones de género enunciadas por las productoras hortícolas entrevistadas y
participantes de las rondas de mujeres, a partir de la reflexión sobre determinados temas
propuestos en las mismas. Incorporamos, asimismo, algunas transformaciones que no
fueron mencionadas verbalmente, pero que pudimos percibir en la práctica en el marco
de las observaciones participantes realizadas durante el trabajo de campo. También nos
basamos en las conversaciones que mantuvimos con las coordinadoras de los talleres
(militantes del MTE y de la colectiva feminista Mala Junta), sobre su experiencia y
apreciación respecto de los procesos de cambio en las productoras y en los roles de
género, a partir del desarrollo de las rondas.
Si bien el concepto de “empoderamiento” tiene en la actualidad connotaciones ambiguas
debido al uso que se hace del mismo en relación a los programas de desarrollo, y las
consecuencias para los países del llamado “tercer mundo”, consideramos que es una
noción que es explicativa respecto de los cambios en los roles de género que estamos
analizando. A los efectos de este trabajo, y en vistas de los procesos de reflexión colectiva
acontecidos en el marco de las rondas de mujeres, consideramos que la idea de
empoderamiento nos permite comprender el camino emprendido por las horticultoras en
este espacio como “una estrategia liderada por mujeres tercermundistas para cambiar sus
propias vidas, al tiempo que genera un proceso de transformación social, que es el
objetivo último del movimiento de mujeres.” (Deere & León, 2002, p. 30).
Durante las entrevistas, la participación en las rondas de mujeres fue señalada por las
productoras como un punto de inflexión (es decir, un acontecimiento que generó un
cambio en su vida) en la medida en que se auto perciben de una manera diferente, se
pueden expresar mejor, reciben una contención y escucha ante situaciones que
anteriormente eran vividas en soledad, y emprenden acciones para cambiar su vida (en
relación al trabajo, a la sexualidad, a la maternidad, a la violencia o la militancia). Por
otro lado, en la observación cotidiana de las rondas y de otros espacios en los que las
mujeres horticultoras participan (como asambleas del MTE o talleres de capacitación)
pudimos percibir indicios de algunas transformaciones en las relaciones de género y en
el posicionamiento público de las mujeres que también procuramos destacar en este
apartado. Es importante recalcar, que el colectivo de mujeres que entrevistamos ha
realizado un proceso de reflexión y discusión, y por lo tanto su punto de vista y
experiencia vital en este punto no es representativo de la mayoría de horticultoras de la
región. No obstante, entendemos que comprender este proceso de empoderamiento que
se encuentran atravesando nos permitirá visibilizar, al menos, el papel que juegan el auto-
reconocimiento como sujetas de derecho y la capacidad de negociación al interior del

124
hogar (y de las organizaciones), como elementos que permiten iniciar procesos de cambio
en las relaciones de género desiguales, significando (tal vez) un freno a la “inercia
patriarcal”.
Así, presentamos en primer lugar una historización breve del proceso de surgimiento de
las rondas junto a una explicación de su funcionamiento interno (actores que participan,
objetivos, relaciones que se establecen, metodología de intervención en el territorio,
actividades realizadas), que permitirá al lector o lectora situarse para comprender el
proceso al que hacemos referencia.
A continuación, realizamos un análisis de los principales temas abordados en las rondas
de mujeres de las que participamos durante el trabajo de campo y, siguiendo el esquema
de intervención de la realidad desde la educación popular feminista (Problematizar-
Teorizar-Transformar), identificamos:
1. Los objetivos de la actividad (tema de la realidad cotidiana a problematizar
colectivamente); 2. Los conceptos elaborados a partir de la reflexión colectiva y la
coordinación de las militantes feministas (teorizar en base a conocimientos prácticos); y
3. Los cambios o transformaciones de la vida cotidiana enunciados por las productoras y
observados en distintas prácticas. Ilustramos este apartado con ejemplos de las dinámicas
realizadas en las rondas, o crónicas de las discusiones vivenciadas que dan cuenta de los
pequeños cambios en los posicionamientos de las mujeres y en los roles de género a los
que hacemos alusión.
La educación popular feminista (Nadeau, 1996) parte de la realidad cotidiana para
transformarla, para poder poner en palabras las distintas opresiones que nos atraviesan
como mujeres. Hablar sobre lo que nos pasa lleva a reconocernos las unas en las otras, y
es la manera de romper la inercia y el silencio de la dominación patriarcal en la cual,
como las cosas fueron siempre de una manera, pareciera que nunca pudieran ser
cambiadas. Aparece así la necesidad de problematizar lo que sucede en los hogares, en la
vida privada y doméstica, y en las restricciones de las mujeres para la participación en las
esferas públicas. Reconocer estos ámbitos como un territorio de disputa, implica
reivindicar no sólo la inclusión plena de las mujeres en el mundo laboral y los espacios
de poder, sino la transformación de las lógicas que los rigen, para adaptar el trabajo y la
política a ritmos de vida compatibles con las necesidades humanas de cuidado. Aquello
que muchas autoras y activistas denominan “feminizar la política”.
Como parte de su metodología incorpora la importancia de nombrar las opresiones y de
sanar experiencias traumáticas o dolorosas a través del trabajo corporal, emocional y
espiritual, así como del encuentro, la solidaridad, la creación de redes y la pertenencia a
una comunidad. La pregunta como punto de partida para compartir a través de la
enunciación opiniones y experiencias individuales muchas veces guardadas como un
secreto, es el primer paso para reconocer que lo que nos pasa como mujeres, en la mayoría
de los casos no es exclusivo de la esfera privada ni una experiencia meramente individual.
Esta problematización de la vivencia personal (retomando el lema de “lo personal es
político”), da el pie para ponerle un nombre a esas experiencias narradas en primera
persona en forma de anécdota, pero que tienen un correlato conceptual que las ampara:
ya sea en el marco legal (como delito o como derecho) y es desconocido, o en el marco
de las teorías y los movimientos sociales feministas, y que se construye en forma de
demanda colectiva. Es posible entonces llamar por su nombre al abuso sexual (incluso
dentro del matrimonio), a la doble jornada laboral de las mujeres, al derecho a decidir
sobre el propio cuerpo, a la pedofilia, al acoso callejero, a la manipulación, a la violencia
obstétrica, etc. Llamar a las cosas por su nombre, es el primer paso para comprender un

125
problema social y dar lugar, si se quiere, a un proceso de transformación sobre la propia
realidad.
A modo de cierre del capítulo, incorporamos los relatos de las entrevistadas sobre su
experiencia en las rondas de mujeres y las formas en que fueron cambiando sus
percepciones y posicionamientos a partir de este proceso.

1. Armar la ronda, tejer la red: surgimiento y funcionamiento de las


rondas de mujeres en el cinturón hortícola de La Plata
Las rondas de mujeres surgieron a mediados de 2016, impulsadas por militantes del
Movimiento de Trabajadores Excluidos - Rama Rural (MTE) en coordinación con
militantes de una colectiva feminista “Mala Junta”, quienes como respuesta a una
demanda de un grupo de productoras que ya se había comenzado a juntar, propusieron al
movimiento la creación de estos espacios de encuentro para mujeres. Una reunión donde
poder compartir tanto momentos de ocio y diversión, como también talleres sobre
distintas temáticas relacionadas al género.
La primera ronda surgió inicialmente de un grupo de productoras que se comenzaron a
encontrar para realizar “la copa de leche”, una merienda para sus hijos e hijas, en el marco
del MTE. Según nos comentaban las militantes de Mala Junta y MTE que entrevistamos,
ese encuentro entre mujeres que no necesariamente tenían un vínculo de parentesco entre
sí, era una situación excepcional, ya que en general las mujeres no cuentan con momentos
para intercambiar con otras o para tener “amigas” por fuera de los círculos familiares. A
partir de la demanda de ese grupo, de crear una reunión específica de mujeres, se fue
instalando una dinámica de intervención en el territorio basada en una concepción de la
educación popular feminista. Esto quiere decir que no se impuso un modelo de acción a
seguir, ni un diagnóstico previo cerrado sobre el grupo, sino que los primeros
acercamientos se realizaron desde la pregunta y la intención de generar un espacio para
problematizar diversas cuestiones relacionadas con la desigualdad de género que son
transversales a las sociedades patriarcales, y de tener -como mujeres- la experiencia
vivida y corporizada de hacerlo. En ese sentido, se planteó en igualdad de importancia la
discusión y reflexión sobre temas específicos, como también el encuentro y el goce por
sí mismos: hacerse amigas, dedicarse tiempo para ellas sin estar pendientes de alguien
más, hacer cosas divertidas. El derecho al tiempo de ocio y al auto-cuidado, que parece
algo básico o poco relevante, aparecía para estas mujeres como un momento vital
históricamente negado.
Actualmente funcionan 5 rondas de manera regular en distintas zonas del periurbano
platense. Las mismas suceden cada 15 días, durante los fines de semana, en la quinta de
alguna productora que ofrece el lugar para recibir a las demás. Se realizan actividades
recreativas, que son elegidas por el grupo (jugar al fútbol, bailar, cocinar, hacer
manualidades, etc.) y actividades formativas (talleres) sobre distintos temas que surgen
tanto por demanda de las participantes como por propuesta de las talleristas. Al final
circula un “buzón de dudas”, donde se pueden insertar de manera anónima preguntas,
dudas, temas de interés, que serán abordados en los encuentros posteriores. Cada ronda
cuenta, además, con una o dos militantes dedicadas al cuidado y recreación de los hijos e
hijas de las productoras, para que ellas puedan desprenderse por unas horas de esa
responsabilidad y dedicarse de lleno a la actividad y a sí mismas.
Respecto del objetivo inicial del proyecto, las militantes de Mala Junta expresaron que se
trató de crear espacios de encuentro de las mujeres del MTE Rural, para poder ir

126
interpelando sobre esa realidad y sensibilizando, con una perspectiva de iniciar un proceso
de formación en género que permitiera perfilar a algunas productoras para conformar el
área de géneros de la organización. Este objetivo político-pedagógico estaba acompañado
de otro más práctico-lúdico (no por ellos menos político), orientado a romper con la lógica
productivista y dedicar tiempo al ocio y el disfrute personal. “Otro objetivo prioritario
era que pueda existir un espacio de disfrute, de encuentro de las compañeras, que más o
menos veníamos con una idea de cómo era su vida cotidiana pero ahí conociendo y
laburando algunas actividades nos encontrábamos con que no había un espacio
personal. No había un espacio de ocio. Había siempre continuidad entre el trabajo
doméstico, el trabajo de la quinta, el cuidado de los chicos.” Por otro lado, también
recalcaron la importancia de las rondas para romper el aislamiento e incomunicación en
que viven las mujeres, a través de la confianza y la creación de redes. “Armar redes de
contención, ir construyendo esa confianza en esas rondas para que esto, puedan tomar
mate, puedan charlar, puedan conocer a la otra, y después la puedan ayudar si la tienen
que ayudar, si la tienen en la casilla de al lado, y está gritando [haciendo alusión a casos
de violencia]. Porque no lo hacían.”
Fotografía Nº 6: Dinámica de presentación en la ronda de mujeres: "la red"

Fuente: fotografía propia, ronda de Florencio Varela, agosto, 2018


Una de las cuestiones que las militantes expresaron fue que, más allá de los (grandes)
objetivos que ellas se pudieran plantear al proponer las rondas de mujeres (como la
creación de redes o la formación de referentas en género), lo que se encontraban en el
territorio era mujeres muy calladas, tímidas, que llegaban a la reunión y que hasta que la
coordinadora no iniciaba la charla, por ejemplo, no conversaban entre sí. O que, al
presentarse u opinar, lo hacían mirando hacia abajo o tapándose la boca. “La primera vez
que nosotras fuimos la foto era: mirar para abajo, entre ellas mismas no era que nosotras
llegábamos y estaban charlando con la que tenían al lado. Así que nosotras ahí
dimensionamos la importancia de poner en palabras la propia historia. Se trabajó mucho
(o poco, no sé, porque siempre es poco) la cuestión de la identidad.” En consecuencia,
ya el sólo hecho de ocupar un lugar de enunciación, expresarse, hablar por sí mismas
sobre ellas mismas, “sacarse la vergüenza”, significaba un gran paso antes de poder
pensar en proponerse otro tipo de objetivos, que de igual manera se encontraban

127
entrelazados. “Una de las cosas que empezamos a dimensionar era el valor de poner en
palabras lo que les pasaba, y esto del acompañamiento, que no hay un ejercicio de estar
hablando con la compañera, de preguntarle qué le pasa, acompañar desde ahí. Y que
esto lo han podido incluso decir: ‘con las rondas nos sacamos la vergüenza’ que es como
un piso, (…) que es zarpado [muy fuerte]. A mí me pasa eso, como que de lo mínimo,
nosotras nos ponemos objetivos más grandes, de armar redes, pero la base era que
puedan hablar y decir ellas lo que les pasaba. Digamos, antes de encontrar como una
cercanía con el feminismo, o algo así.”
Este punto de partida, de alguna manera reformula e interpela a la idea de un feminismo
único o unidireccional, abriendo el juego a un encuentro en el cual las militantes se
preguntan “cómo descubrir sin imponer”, “(…) promoviendo que sean las propias
compañeras [productoras] las que puedan identificar el feminismo en sus propias
realidades”. Desde una perspectiva del feminismo popular, en el cual se pone sobre la
mesa que las desigualdades de género, raza y clase se encuentran articuladas y son
interdependientes, se plantea la necesidad de identificar -a través de la circulación de la
palabra- cómo éstas aparecen, internalizadas, en las experiencias vividas y las relaciones
cotidianas. En las rondas de mujeres se advierten roles diferentes entre quienes coordinan
las actividades (mujeres blancas, universitarias, de clase media, militantes feministas,
oriundas de diferentes lugares de Argentina) y quienes participan de las mismas (mujeres
campesinas, pobres, con bajos niveles educativos, pertenecientes a una organización
gremial, migrantes, provenientes de Bolivia); y la relación comunicativa involucra todo
el tiempo la identificación de lo que nos diferencia, pero sobre todo de aquello que nos
une como mujeres. En ese sentido, las actividades tampoco son unidireccionales (de quien
“coordina” hacia quien “participa”), sino que todas las mujeres presentes opinan y
cuentan sus realidades por igual. “Se reconocen las luchas comunes que tenemos más
allá de las clases sociales y los lugares de donde vengamos, y después por otro lado se
reconoce lo que más sufren ellas como reconociendo que tienen más aun por lo que
luchar que una mujer blanca, argentina, de clase media. Como que todo el tiempo se
trata de que las actividades que hacemos, las hacemos todas, tanto las productoras como
nosotras y si tenemos que contar lo que nos pasa en cualquier ámbito, con los hombres,
con el trabajo, con la forma en que fuimos criadas, que se exponga todo como para ver
también eso, cómo somos distintas y que quede visible.”
Por último, otro de los objetivos planteados por las militantes fue incentivar la
participación de las productoras en los Encuentros Nacionales de Mujeres, llevando su
propia voz como mujeres rurales y migrantes (o la que ellas quisieran). Desde 2016 han
participado, en un número creciente, de los encuentros realizados en Rosario, Chaco y
Trelew.
Si bien existen una serie de talleres planificados para el desarrollo de las rondas, la
dinámica que va adquiriendo cada una tiene que ver con las demandas, expectativas y
participación de cada grupo de mujeres en particular. Ellas deciden cada cuánto y dónde
reunirse, y los temas también son negociados entre ellas y con las coordinadoras.
Una de las primeras negociaciones, por ejemplo, al comenzar las rondas fue en relación
a qué actividades realizar en los espacios de ocio y el desafío de, sin imponer, poder
proponer actividades recreativas que no sólo reprodujeran los roles de género
tradicionales. “En el primer encuentro a mí lo que me quedó marcado es que aparecían
todas cosas como: tejer, bordar manteles, y también muy vinculadas a cuestiones como
asignadas a las mujeres. Entonces eso fue un puntapié para pensar, caracterizar un poco
el grupo. Que si bien se estaba encontrando en una situación excepcional que antes no

128
pasaba y querían aprovechar mejor ese tiempo, lo querían aprovechar como para roles
tradicionales, de alguna manera. Ahí aparece lo del fútbol, que fue una de las primeras
discusiones que se da, sobre ese lugar tan legitimado para los varones, donde ellos los
sábados se encontraban religiosamente, todo el día, se iban a jugar al futbol y ellas
seguían como con esta continuidad de la vida cotidiana, yendo a la quinta, cuidando a
los pibes, limpiando la casa. Y que a ellas les gustaba jugar, pero era como en situaciones
más... así, no lo tenían tan instalado. Así que esa fue una de las actividades que nos
pareció que estaba bueno resignificar”. De esa manera, muchas de las rondas inician o
finalizan con un partido de fútbol entre las participantes, aunque también se siguió
adelante con la propuesta de pintar los manteles colectivamente. Luego se los regalaron
la una a la otra, cultivando así un nuevo tipo de vínculo entre ellas.
A continuación, presentamos una sistematización de los talleres realizados en las rondas
durante el período del trabajo de campo, y realizamos el ejercicio de identificar pequeñas
rupturas en la cotidianeidad a través de la problematización de las relaciones y roles de
género imperantes.

2. Feminismo popular en acción: Problematizar-Teorizar-Transformar


En este apartado presentamos una sistematización de las distintas rondas de mujeres a las
que asistimos (en total fueron 20 encuentros)49, y un análisis de las formas en que la
reflexión en clave de género sobre los distintos temas genera pequeñas transformaciones
en la cotidianeidad.
En la sistematización incorporamos el tema principal abordado durante la ronda e
identificamos las categorías construidas mediante la reflexión colectiva sobre
experiencias cotidianas de las mujeres participantes. Entendemos que este ejercicio de
conceptualización de las propias vivencias a partir de la puesta en común, en un debate
que es orientado por las coordinadoras desde una perspectiva del feminismo popular,
forma parte de un proceso de formación y reinterpretación colectiva del mundo, que bien
podría ser retratada mediante la metáfora de “ponerse las gafas violetas50”. Esta nueva
forma de ver el mundo (así lo han expresado las productoras: “abrir los ojos”, “abrir la
mente”) podría ser uno de los motores de algunas transformaciones que, aunque mínimas,
son significativas si consideramos que pueden representar una resistencia frente a la
“inercia patriarcal”.
Los temas que pudimos relevar a través de la observación participante en las cuatro rondas
que funcionaron entre 2017 y 2018 fueron los siguientes:
-Red de mujeres. A través de una dinámica de presentación en la cual las participantes
se van pasando un ovillo de lana pero mantienen agarrada una parte de la misma, una vez
que hablan todas queda armada “la red”, de la cual todas forman parte y las mantiene

49
Utilizamos también algunas memorias elaboradas por las militantes de Mala Junta sobre otras actividades
en las que no estuve presente.
50
“Ponerse las gafas violetas” hace referencia al libro sobre igualdad y feminismo El diario violeta de
Carlota de la escritora Gemma Lienas, en una metáfora que significa incorporar una “nueva manera de
mirar el mundo para darse cuenta de las situaciones injustas, de desventaja, de menosprecio, etc., hacia la
mujer. Esta nueva mirada se consigue cuestionando los valores androcéntricos, es decir, valores que se dan
por buenos vistos desde los ojos masculinos.” (Lienas, 2013, p. 164). La frase se ha vuelto popular y es
utilizada por colectivos feministas y artículos de divulgación para hablar sobre esta nueva forma crítica de
ver el mundo desde la perspectiva feminista.

129
unidas (ver fotografía Nº 6). Ésta simboliza la hermandad entre mujeres (la sororidad), la
construcción de empatía y confianza mutua para poder ponerse en el lugar de la otra y
apoyarse.
-Roles y estereotipos de género. En este taller las participantes, divididas en grupos,
reconstruyen la historia de vida de un varón y una mujer “ideales”. Apoyadas con recortes
de fotografías de revistas les atribuyen rasgos físicos a estos dos personajes e imaginan
cómo viven, a qué se dedican, cómo es su familia, qué les gusta hacer y cuales son sus
deseos, anhelos, miedos y frustraciones. A partir de estos ejemplos se realiza una
reflexión sobre los mandatos de la feminidad y la masculinidad.
-Trayectorias de vida. En este taller cada participante marca y comenta, sobre un mapa
de América Latina, su trayectoria migratoria. Los distintos lugares por los que pasó y los
trabajos que tuvo hasta llegar a La Plata, el momento y los motivos de la migración.
Además de conocerse entre ellas, se hace una reflexión colectiva sobre la forma en que
se vive el desarraigo, los deseos de regresar y las ganas de quedarse, las dificultades para
visitar a la familia, y los obstáculos y oportunidades encontrados para integrarse a la
sociedad de destino.
-Infancia, maternidad y cuidados. Este taller (relatado en el capítulo anterior) consiste
en recordar la propia experiencia infantil para repensar, desde el hoy, las formas en que
se ejerce la maternidad y la crianza. El ejercicio de poner en palabras la propia historia de
vida también favorece que las productoras se conozcan entre sí y puedan identificarse en
la vivencia de la otra, generando empatía.
-Salud sexual y reproductiva. En este taller se reconstruye de manera colectiva, con lo
que cada participante sabe, las partes del sistema reproductor femenino y cómo funcionan.
La información que falta es incorporada por las coordinadoras. También se abordan las
formas de anticoncepción y prevención de enfermedades de transmisión sexual. El taller
finaliza con la entrega a cada una de una bitácora menstrual donde pueden anotar
diariamente los cambios que perciben en su cuerpo y relacionarlos con el momento del
ciclo en el que se encuentran.
-Educación sexual ¿qué nos enseñaron? Esta actividad se basa en recordar y poner en
común lo que sabíamos y nos enseñaron cuando éramos chicas sobre: de dónde vienen
los bebés, la menstruación, las primeras relaciones sexuales y el embarazo. A partir de
esta experiencia se reflexiona sobre la importancia de la educación sexual desde la
primera infancia.
-Deseo y erotismo. En este taller, a partir de una lectura colectiva, se conversa sobre
aquellas cosas que nos excitan, cómo se crean las fantasías, cuánto conocemos sobre
nuestro cuerpo y las formas en que sentimos placer, y cómo y con quiénes aprendimos lo
que sabemos. Se reflexiona sobre lo poco que nos conocemos a nosotras mismas, que
nunca se nos habló como mujeres sobre la sexualidad como una forma de sentir placer y
que lo que sabemos lo aprendimos con los hombres con los que mantuvimos relaciones
sexuales. Esto lleva a repensar los vínculos con y entre nosotras mismas, conocernos más
y aprender de la experiencia de las otras, y también a revisar la forma en que hablamos
(o no) con los hijos e hijas sobre sexualidad.
-Género, trabajo y política. Este taller (explicado en el apartado 2 de este capítulo)
consiste en identificar los trabajos remunerados y no remunerados realizados por las
mujeres a partir de elaborar una lista de las tareas productivas y reproductivas
(domésticas) que se realizan en el marco del trabajo familiar, identificando quién las
realiza (si varones, mujeres o ambos) y cuánto costaría externalizarlas (es decir contratar

130
a alguien para que las realice). Esto visibiliza, por una parte, el ahorro que significa el
trabajo doméstico realizado por las mujeres para la economía familiar; lo poco reconocido
socialmente que está este trabajo (frente a los trabajos que sí son remunerados), y cómo
a pesar de que son tareas necesarias para sobrevivir y vivir bien que todas las personas
pueden (y deberían poder hacer) históricamente se nos ha enseñado que son una
obligación femenina. Se reflexiona sobre el poder que tienen las mujeres para influir en
otras formas de crianza que no reproduzcan este estereotipo.
En una segunda parte, dedicada a pensar en las relaciones de género en la política y al
interior de la organización, el ejercicio consiste en realizar una lista de las características
que debería tener el o la “referente ideal”. Se reflexiona sobre si son atributos que mujeres
y hombres pueden tener por igual, o si corresponden más a uno u otro género. Al ver que
son universales, se contrasta con la realidad de la organización: quiénes son los o las
referentes actuales, y qué lugares ocupan varones y mujeres en las distintas tareas. Al
quedar en evidencia que las caras más visibles de la organización son hombres, que ellos
son quienes más y mejor se expresan, y que realizan las tareas socialmente consideradas
“más importantes” como la discusión política, la comercialización o el manejo de
recursos, mientras las mujeres se ocupan principalmente en tareas más “invisibles” (como
la administración) o relacionadas con el cuidado (merenderos). En el cierre se analizan
las dificultades que encontramos las mujeres para participar políticamente (relacionado
con el uso diferenciado del tiempo que se analizó en la primera parte), y se piensan
estrategias para revertir dicha situación.
-Migraciones. Este taller tiene por objetivo visibilizar los distintos flujos migratorios
existentes históricamente en América Latina y, a través de conocer la experiencia de
mujeres migrantes de distintos lugares, identificar la propia en el marco de una realidad
más amplia. Después de los testimonios, se invita a las participantes a trazar su propia
trayectoria en el mapa de América Latina y a tomar, de una bandeja con tarjetas, una o
varias referidas a las emociones vividas en el proceso migratorio (sueños, esperanza,
miedo, frustración, discriminación, etc.) y (si se animan) explicar cómo lo vivieron. Para
finalizar, se reparten tarjetas en blanco para que puedan escribir cuáles son sus sueños
hoy, como mujeres migrantes, en el territorio en el que habitan, para explicarlos a todas
y pegarlos sobre en el mapa.
-Maternidades. Este taller fue el único señalado por las militantes de Mala Junta como
un taller planificado previamente que “salió mal”. El objetivo estaba orientado a
problematizar el rol de la mujer como madre y el tener hijos como única opción posible
para las mujeres. No obstante, se había partido de una idea “feliz” de la maternidad, en la
cual ésta era considerada de alguna manera, como una elección que podía ser cambiada.
Sin embargo, no se había considerado la carga de dolor y de angustia con que las
productoras habían vivido esta experiencia, con desinformación, maltratos en el sistema
de salud y prácticamente sin opciones, ya que muchas quedaron embarazadas en la
primera relación sexual. De tal modo que esta actividad fue reformulada, ya que más que
aspirar a construir una postura crítica sobre la maternidad como mandato, se veía más
necesario un espacio de contención donde poder encontrarse con la propia vivencia desde
otro lugar y, en todo caso, resignificarla como motor de cambio para ellas o para sus hijas.
-Encuentro Nacional de Mujeres. Esta charla, que se puede dar en el espacio de las
rondas o en un momento aparte, tiene como objetivo incentivar a la participación en el
Encuentro Nacional de Mujeres (ENM), contando en qué consiste el encuentro, las
actividades que se realizan y su importancia para el movimiento de mujeres a nivel
mundial (se realiza hace 34 años, donde miles de mujeres se reúnen durante un fin de

131
semana a debatir de manera plural y auto gestionada, sobre los más diversos temas. Sus
conclusiones han impulsado distintos proyectos de ley en Argentina y marcan la agenda
del movimiento feminista). Por otro lado, se abordan cuestiones más logísticas como el
cronograma del viaje (cada año se realiza en una ciudad diferente de Argentina) y se
discuten formas de auto-financiamiento para poder participar.
Los siguientes tres talleres fueron planificados por una demanda exclusiva de las
participantes de las rondas, quienes ya sea por la discusión pública en torno de la
despenalización del aborto, o por las situaciones de violencia vividas y conocidas,
expresaron interés en que se hablara particularmente sobre estos temas. Las coordinadoras
de las rondas expresaron que estos temas, por ser difíciles de abordar para ellas (ya sea
porque tienen una postura definida en un debate social muy polarizado, como por la
incapacidad de contener y acompañar los casos de violencia de género), no habían sido
contemplados inicialmente. Sin embargo, frente a la demanda surgieron experiencias
interesantes.
-Aborto. Esta actividad estuvo orientada a clarificar posiciones en el marco del debate
sobre la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (ILE) que se dio en agosto de 2018
en el Congreso de la Nación Argentina, y se basó en que cada participante contara una
experiencia cercana (propia o de alguna conocida), en relación al aborto. A partir de esta
puesta en común, en la que todas tenían alguna experiencia para contar, se reflexionó
sobre cómo más allá de su condición ilegal el aborto es una práctica común, realizada por
muchas mujeres que deciden no ser madres en algún momento de sus vidas. Luego se
abordaron las consecuencias de que ésta sea una práctica clandestina, por las condiciones
de insalubridad en que se realiza, por la cantidad de mujeres que mueren en consecuencia,
y por el negocio médico que significa. Además, se puso sobre la mesa la desigualdad
entre las diferentes clases sociales en las formas de acceder a la interrupción de un
embarazo cuando éste no es regulado desde el sistema público de salud. Para finalizar, se
dio una charla sobre las formas seguras en que se pueden realizar los abortos, como se
hace en los países donde esta práctica está legalizada.
-Violencia contra las mujeres. Este taller se realizó en los días previos al 3 de junio, día
en que se conmemora el Ni Una Menos en Argentina, y consta de tres partes: en la
primera, todas las participantes se ponen en fila, de frente a un cartel que dice “Una vida
libre de violencias”. La coordinadora va leyendo distintas frases, que expresan situaciones
vividas por las mujeres en la vida cotidiana, y no necesariamente reconocidas como una
forma de violencia, como por ejemplo: “Si voy a salir de noche y caminar en soledad,
pienso como me voy a vestir” o “Mi pareja-novio o marido me revisa el celular”. Si las
participantes se sienten identificadas con la frase que escuchan, tienen que dar un paso
hacia atrás. Al finalizar, queda en evidencia que todas las mujeres se han alejado en mayor
o menor medida de “Una vida libre de violencias”. A continuación, se mira un video en
el cual se reproducen fragmentos de canciones conocidas con contenidos machistas y
misóginos, con imágenes de fondo sobre las marchas del Ni Una Menos. Al finalizar el
video se propone reflexionar sobre las distintas formas de violencia que vivimos
cotidianamente como mujeres y que ni siquiera registramos como tal.
-Tipos de violencia. Este taller, en continuidad con el anterior, propone identificar los
distintos tipos de violencia vividos por las mujeres en distintos ámbitos (para ello se
utiliza una cartografía donde está dibujado el hogar, la escuela, el lugar de trabajo, la
justicia, el centro de atención médica, los medios de comunicación; y unas tarjetas con
los nombres asignados a cada tipo de violencia: doméstica, psicológica, obstétrica,
económica, simbólica, etc.) Se reparten las tarjetas y cada participante tiene que ubicar la

132
que le tocó en la cartografía y dar un ejemplo que se le ocurra. Luego la coordinadora
termina de explicar qué significa e implica este tipo de violencia. En la segunda parte de
la actividad se trabaja con el “violentómetro” para analizar las formas de violencia en la
pareja. El violentómetro es un recurso gráfico con forma de termómetro, que ordena las
actitudes violentas en tres niveles: el primero indica “CUIDADO, la violencia está
presente y seguirá aumentando”, el segundo “ALERTA, pide ayuda” y el tercero “VIDA
EN PELIGRO, sálvate”. Se reparten tarjetas de distintos colores y con las distintas formas
de violencia que corresponden a cada nivel. Cada participante debe dar un ejemplo de una
situación en la que se da ese tipo de violencia y ubicarla en el lugar que le corresponde
del violentómetro. La actividad termina con una reflexión sobre cómo la violencia ocurre
en un espiral, a partir de situaciones de control, ofensa, maltrato o manipulación que se
naturalizan y que se confunden con el amor, las cuales es necesario identificar a tiempo
para no quedar inmersas en situaciones de violencia más extremas.
Basándonos en la metodología de la educación popular feminista -en la cual se parte de
problematizar la realidad cotidiana (desde la pregunta y la narración de la experiencia
personal), para luego conceptualizar y teorizar a partir de dichos conocimientos prácticos
(puesta en común, junto con la coordinadora, poniéndole nombre a situaciones vividas de
manera individual), y finalmente transformar la realidad- realizamos un análisis de los
talleres, identificando pequeños cambios en tres planos: individual, familiar y
comunitario (en la organización). En el cuadro Nº2 a continuación presentamos tres
columnas, en las cuales se sintetizan los temas tratados en los talleres, las categorías
políticas-analíticas construidas en la reflexión colectiva, y las transformaciones cotidianas
(I: Individuales; F: Familiares; C: Comunitarias) enunciadas por las productoras y
percibidas en distintas prácticas a través de la observación participante. Vale aclarar que
el contenido de cada columna no se corresponde de manera lineal con el de la de al lado,
sino que las conexiones son múltiples, como se explica en los próximos párrafos.
Cuadro Nº 2: Análisis de las rondas de mujeres
TEMAS DE TALLERES CATEGORÍAS POLÍTICAS TRANSFORMACIONES COTIDIANAS
-Red de mujeres -Doble jornada laboral -Autoestima (I)
-Trayectorias de vida -Trabajo productivo y -Redes de solidaridad, ponerse en el lugar
reproductivo de la otra (I-C)
-Roles y estereotipos de
género -Patriarcado -Machismo -Negociación al interior de los hogares (F)
-Infancia y cuidados -Tipos de violencia: -Denuncias por violencia de género (I-F)
psicológica, económica,
-Educación sexual ¿qué -Grupos de amigas (I-C)
verbal, obstétrica, simbólica,
nos enseñaron?
física, sexual. -Espacios de ocio femenino (I-C)
-Salud sexual y
-Estereotipos de género y de -Revisión de las formas de crianza (F)
reproductiva
belleza
-Mayor capacidad de expresión de las
-Deseo y erotismo
-Amor romántico mujeres (I)
-Género, trabajo y
-Derecho a disfrutar de la -Cupo de género en la organización (C)
política
sexualidad
-Cambios en el lenguaje sexista “Todos y
-Migración
-Abuso sexual todas” “Productorxs”. (I-C)
-Aborto
-Derecho a decidir sobre la -Solidaridad entre mujeres,
-Tipos de violencias maternidad cooperativismo. (I-F-C)
-Participación en ENM -Discriminación -Decir “NO” a la violencia
-Sororidad
Fuente: Elaboración propia en base a registros de observación participante (2017-2018).

133
La actividad sobre redes de mujeres, además de funcionar como estrategia para “romper
el hielo” y conocerse, ronda fundamentalmente sobre el concepto de sororidad. La
sororidad, entendida como “la alianza feminista entre las mujeres para cambiar la vida y
el mundo con un sentido justo y libertario” (Lagarde, 2006), implica cortar con el
aislamiento que permite a las mujeres relacionarse únicamente con personas de su entorno
familiar. El hecho de hacerse amigas, compartir, intercambiar e identificarse con mujeres
parecidas y diferentes a ellas enriquece sus experiencias de vida, amplía sus redes sociales
y permite desahogar pesadumbres del cotidiano. Entre las transformaciones que pudimos
visibilizar, contenidas en este concepto y en este taller (como punto inicial que luego
conecta con el resto), son principalmente la conformación de grupos de amigas y la
capacidad de generar empatía o de ponerse en el lugar de la otra. Los grupos de amigas,
conformados para jugar al fútbol o simplemente para encontrarse a tomar mate y
conversar mientras sus hijos/as juegan, persistieron más allá de los encuentros de las
rondas, pero en muchos casos éstas fueron un disparador. Por otro lado, la desconfianza,
la crítica o la descalificación de las actitudes de la otra son moneda corriente entre mujeres
que, en verdad, prácticamente no se conocen. Estos espacios de encuentro han servido
para poder comprender la realidad de la otra, ponerse en su lugar, y también pensar dos
veces antes de criticarla, ya que, desde una perspectiva más amplia, las mujeres son
consideradas como potenciales aliadas antes que como “competencia”. A modo de
ejemplo, podemos citar el caso del grupo de mujeres de una de las rondas, que se
encontraba juntando dinero para realizar alguna salida con sus hijos/as a fin de año. Se
enteran que una compañera del movimiento, que ellas no conocían, estaba viviendo una
situación grave de violencia por parte de su marido y necesitaba urgente que un familiar
de Bolivia viniera a La Plata para ayudarla. Planteada la situación, las productoras
decidieron, poniéndose en su lugar y sin siquiera preguntar quién era la mujer o cuándo
lo iba a devolver, prestarle el dinero que habían juntado para que pudiera resolverlo lo
más rápido posible.
Del mismo modo han funcionado los talleres sobre trayectoria de vida y sobre infancia,
ya que al no tener momentos de encuentro las mujeres no se conocen entre sí, o lo que
saben lo saben por rumores y no por haber establecido un vínculo entre ellas. En ese
sentido, las historias de vida compartidas abonan a la empatía entre las mujeres. Por otro
lado, contar la propia historia en público y ser reconocida por ello, historia que a veces
fue y es vivida con una fuerte carga de dolor, implica un paso muy grande en el plano
individual, aumentando la autoestima y mejorando la capacidad de expresión.
El taller sobre roles y estereotipos de género permite reflexionar, precisamente, sobre los
estereotipos y mandatos asignados a varones y mujeres, que asumimos como naturales
pero que son socialmente construidos, por lo tanto, modificables. Consideramos que este
taller ha tenido un impacto a nivel familiar en las formas de crianza, ya que fue posible
identificar cómo los mandatos tienen su origen en los valores inculcados en la educación
desde la infancia; y también ha contribuido para comenzar a visibilizar la desigualdad
entre varones y mujeres como una cuestión colectiva, y no meramente como una vivencia
individual. A modo de ejemplo: todos los varones construidos por las productoras en este
taller son infieles. La infidelidad es para ellas una preocupación y un problema, muy
difícil de afrontar desde el plano individual. Sin embargo, al conversar sobre ello y ver
que existe un “patrón de comportamiento”, podemos ver cómo en realidad existe
socialmente un consenso en el cual los hombres están habilitados para ser infieles,
mientras las mujeres son moralmente condenadas, inclusive por otras mujeres, cuando
realizan las mismas prácticas. Esta reflexión remonta así, nuevamente, a la solidaridad
entre mujeres. En este taller también se ponen en evidencia las diferencias de clase, y las

134
preocupaciones y problemas que tienen hombres y mujeres de un origen rural e indígena
y una clase social baja, frente a hombres y mujeres blancas, urbanas y profesionales, ya
que en general son construidos personajes con ambas características. Esta diferenciación,
en la que aparecen los privilegios y las carencias de cada una, también permite a las
productoras revalorizar su propia identidad, su cultura, su relación con la tierra y la
producción de alimentos y la creación de una familia propia (frente a, por ejemplo,
mujeres urbanas que, siguiendo una carrera profesional, no han tenido hijos/as).
Tanto el taller de infancias como el de educación sexual orientado a recordar qué y cómo
nos enseñaron sobre sexualidad cuando éramos chicas, lleva directamente a repensar los
roles ocupados actualmente como madres en la crianza. Éste es, tal vez, uno de los
mayores potenciales en términos de transformación social de las rondas de mujeres y de
espacios como estos, en los cuales se interpela desde la propia experiencia de vida. Así,
como veíamos en el capítulo anterior que la familia campesina actuaba como reproductora
de la inercia patriarcal a través de la transmisión de determinados valores y roles
asignados a varones y mujeres, muchas de las charlas durante las rondas giran sobre este
eje, valorizando el poder de transformación de las mujeres a través de la centralidad que
ellas ocupan en los procesos de crianza. En el taller sobre infancias, en el cual ellas
identificaban que prácticamente no habían tenido infancia por la necesidad de salir desde
niñas a trabajar, se reconoce la importancia (y el derecho) de tener momentos de ocio, de
juego y de disfrute, a cualquier edad; y de permitirse tenerlos incluso siendo adultas. Esto
genera la necesidad de renegociar algunos acuerdos al interior de la pareja, dado que los
hombres sí acceden a estos espacios a los que ellas no (o no de manera tan estipulada
como ellos).
Los tres talleres sobre sexualidad (el de salud sexual y reproductiva, el de educación
sexual y el de deseo y erotismo), permiten en primer lugar hablar sobre un tema tabú (no
sólo para ellas sino a nivel social) como es el cuerpo y la sexualidad de la mujer. Ocupar
un lugar de enunciación hablando sobre sexualidad, nombrando el propio cuerpo y
contando cómo cada una vive y ha vivido esta experiencia supone cambios en la
capacidad de expresión y de “sacarse la vergüenza”. Estos talleres incorporan
conocimientos nuevos (no manejados por todas, o sobre los que tenían dudas), como ser
los referidos al funcionamiento del órgano reproductor femenino, los métodos
anticonceptivos, las enfermedades de transmisión sexual o la masturbación. Pero a través
de las dudas planteadas en el transcurso de las charlas y de las experiencias contadas por
las productoras, surgen conceptualizaciones como el derecho a disfrutar de la sexualidad,
el consentimiento, la sexualidad obligatoria, el abuso sexual, o el derecho a decidir sobre
la maternidad. La mayoría pudo expresar que no vive la sexualidad como un momento
dedicado al placer, sino que más bien forma parte de las obligaciones ligadas al contrato
matrimonial, y que les resulta muy difícil conversar sobre el tema con sus parejas. Esto
derivó tanto en la necesidad, nuevamente, de negociar los acuerdos al interior de la pareja,
buscando una relación más igualitaria, como también en la pregunta sobre cuánto nos
conocemos y cuidamos a nosotras mismas. Poder negociar las formas de prevenir
embarazos y enfermedades, como así también respetar los momentos en que se quiere o
no tener relaciones, y poder expresar qué nos gusta y qué nos da placer quedaron
planteados como elementos pendientes para cambiar las formas en las que cada una vive
la sexualidad.
El taller sobre género, trabajo y política permite visibilizar la doble jornada laboral de las
mujeres, y profundizar en la distinción entre trabajo productivo y reproductivo;
remunerado y no remunerado, y también sobre los estereotipos de género que asocian a
las mujeres con las funciones de cuidado, e identifican a los hombres como quienes llevan

135
el dinero al hogar. A partir de este taller se pudo reflexionar sobre las desigualdades entre
varones y mujeres al interior de la familia y también de la organización gremial, tanto en
las funciones ocupadas como en el uso del tiempo. Uno de los cambios que se propuso a
partir de esta reflexión fue precisamente establecer un “cupo de género” en el cual todos
los espacios de representación del MTE estuvieran ocupados por igual número de varones
y mujeres. Si bien con algunas falencias este criterio mayoritariamente se cumple,
rompiendo con la “inercia patriarcal” que lleva a una división sexual de las tareas
(ocupando ellos los lugares de mayor visibilidad y ellas las tareas de administrativas o de
cuidados, invisibles), y alentando a una participación más equitativa. Por otro lado, esta
reflexión implica una revisión de los acuerdos al interior del hogar por parte de las
mujeres, valorizando su propio trabajo y evidenciando las situaciones de desigualdad,
entendiéndolas como una cuestión colectiva y anclada en la tradición, pero posible de ser
transformada. Poner esta desigualdad en palabras mejora su capacidad de expresión,
seguridad y autoestima. Otra de las transformaciones ha sido la propuesta, por parte de
las mujeres, de que los hombres se reúnan a discutir sobre estos temas, para poder cambiar
ellos también su punto de vista y sus formas de actuar. Las productoras fueron
identificando las actitudes de los hombres como “machistas”, y al mismo tiempo aquello
que para ellas “siempre fue así” con el patriarcado, como forma de organización de la
sociedad que pone a los varones en un lugar de privilegio.
Los talleres sobre violencia permitieron reconocer situaciones de la vida cotidiana que no
son golpes, o lo que desde el sentido común llamaríamos como violencia (física), pero
que al reflexionar sobre ellas nos damos cuenta de que las vivimos con angustia y con
pesar. Si bien se encuentran naturalizadas, pueden ser categorizadas como distintos tipos
de violencia. Así, que nos revisen el celular es una forma de control; que nos coloquen
apodos en vez de llamarnos por nuestro nombre, o nos humillen en público, es una forma
de violencia simbólica o psicológica; que nos hagan sentir culpa si hacemos algo que nos
gusta es manipulación; si trabajamos a la par pero tenemos que pedir dinero cada vez que
queremos comprar algo y no disponemos libremente de él, es violencia económica; si se
tienen relaciones sexuales sin nuestro consentimiento, es violencia sexual. Todas estas
formas de violencia en la pareja llevaron a profundizar sobre en base a qué valores
construimos las relaciones sexo-afectivas, y cómo estamos influenciadas por la idea de
amor romántico. El amor romántico, como estereotipo sobre lo que debería ser normal y
deseable para una pareja, basado en expectativas de amor “para toda la vida” (por lo tanto
que una relación termine es considerado como un fracaso), de que el amor “todo lo puede”
(puede cambiar a las personas, incluso es deseable que las personas cambien por amor),
de que la persona amada es su “complemento” (por lo tanto, no puede sentirse realizada
individualmente), o de que sentir celos es una “prueba de amor” (y es legítimo que una
persona trate a la otra como si fuera de su propiedad), se encuentra en la base de muchas
de las formas de control y manipulación que aparecen en las violencias retratadas por las
mujeres en los talleres. Si bien esta reflexión puede ser un puntapié para reflexionar sobre
los acuerdos en la pareja, consideramos que el principal punto de transformación
dinamizado por esta actividad se encuentra en la posibilidad de identificar determinadas
actitudes como violentas (y no-normales), pudiendo frenarlas a tiempo, y activar algunas
alertas cuando las mismas se presentan, enmarcándolas en un espiral de la violencia. Es
decir, estando precavidas de que, de continuar igual, la situación podría empeorar. Por
otro lado, este taller le sirvió a algunas productoras que estaban viviendo agresiones por
parte de sus parejas para terminar de decidirse a realizar denuncias por violencia de
género. También les dio elementos a otras para poder hablar con familiares o vecinas que
estaban sufriendo violencia, e intentar acompañarlas para que salieran de esa situación.

136
El taller sobre aborto, además de brindar elementos sobre el proyecto de ley de
interrupción voluntaria del embarazo, abrió una reflexión sobre el mandato de la
maternidad obligatoria y el derecho de las mujeres a decidir sobre el propio cuerpo. En
ese sentido, se pudo pensar al embarazo como deseado (o no) complejizando la idea de
que los/as hijos/as “llegan”, y el lugar de la mujer en esa situación, ya que si bien es un
acto compartido (con el padre), la mayor responsabilidad recae luego en las mujeres.
Además, la problematización sobre el acceso a la información y a métodos
anticonceptivos en los sectores populares (a partir de su propia experiencia de vida)
permitió realizar una lectura sobre las desigualdades de clase al interior de la discusión
sobre el aborto, y pensar la cuestión de la salud sexual y reproductiva no como una
cuestión individual sino como un problema de salud pública. Entre los principales
cambios que observamos a partir de esta discusión fue, por un lado, poder adoptar
posturar más tolerantes en relación a la opinión de los/as otros/as51, y por el otro, adquirir
elementos para posicionarse frente a un debate político actual, lo cual les permitió a varias
expresarse públicamente en asambleas o charlas sobre el tema.
Como consecuencia de estos talleres y también de las intervenciones en las asambleas
mixtas para invitar a otras productoras a participar de las rondas -en las cuales se hace
referencia a la invisibilización de las mujeres en la sociedad y a la importancia de
valorarlas, a que tengan su espacio propio en la organización, mencionando además que
“lo que no se nombra, es como que no existe”- observamos que en el MTE se ha
comenzado a utilizar cada vez más un lenguaje inclusivo. Es decir, por ejemplo, en
diferentes contextos y por parte de referentes (varones y mujeres) se hace mención a “los
compañeros y las compañeras”, o “todos y todas” a la hora de hablar sobre un grupo
mixto. Consideramos que, aunque corre en el plano de lo discursivo, esto representa un
cambio que no es menor términos de ir preparando un terreno con posibilidades de
transformación en las relaciones de género. Otro ejemplo se observa en la fotografía Nº7,
donde se muestra la bandera pintada por el grupo. Por iniciativa propia, a la hora de
realizar la inscripción, colocaron “productorxs” como forma de incluir a las mujeres y
otras identidades de género.

51
Este debate se ha polarizado en la sociedad argentina entre posiciones muy desencontradas, con altos
niveles de intolerancia, principalmente por parte de los sectores opositores al proyecto de ley mencionado.
Al iniciar la actividad varias se presentaron diciendo que estaban en contra del aborto, que eso era un
asesinato y que ellas no pensaban cambiar su manera de pensar. Aunque éste no era el objetivo del taller,
sino poder comprender la fundamentación del proyecto de ley, después de la discusión muchas cambiaron
su actitud. Por un lado, se mostraron más comprensivas frente a la postura de quien estaba a favor de ese
proyecto, e incluso algunas cambiaron de parecer, entendiendo que la ley no obligaba a nadie a abortar,
sino que garantizaba el derecho de quienes querían interrumpir un embarazo a hacerlo en condiciones
seguras.

137
Fotografía Nº7: Asamblea de productores y productoras del MTE Rural

Fuente: Fotografía propia, asamblea de Los Hornos, marzo de 2019.

Es importante mencionar que la experiencia de las rondas de mujeres que analizamos


abarca a una porción ínfima de productoras hortícolas en relación con el número de
quintas familiares existentes en el cinturón verde de La Plata. Sin embargo, consideramos
que puede ser germen y semilla de futuras posibles transformaciones en las relaciones de
género, debido tanto a sus consecuencias intergeneracionales, a partir de los cambios
implementados por las mujeres en la crianza, como por un cierto efecto “contagio” en el
cual las mujeres en proceso de empoderamiento van invitando a otras a reflexionar y
cambiar determinadas prácticas. Obviamente en la medida en que esto es asumido como
un proyecto colectivo en el marco de la organización en la cual participan, la
extrapolación de nuevos valores y concepciones en relación al género, la convivencia
entre varones y mujeres y los límites de la violencia tolerable podría alcanzar a cientos o
incluso algunos miles de familias.
A continuación, y a modo de cierre, incorporamos los relatos de las productoras
entrevistadas en los cuales ellas explican la manera en que interpretan que la participación
en las rondas de mujeres ha transformado algunos aspectos de su vida.

3. Repensarse como mujer: “abrir la mente; querer algo y poder hacerlo”


En este apartado recuperamos, a partir de lo relatado en las entrevistas, el modo en que
las productoras analizan que han cambiado su percepción sobre sí mismas y su historia
de vida, y también sus prácticas en la cotidianeidad a partir de la participación en las
rondas de mujeres. Las reflexiones sobre este proceso, que consideramos significan un
empoderamiento en sus vidas, giran en torno a las formas en que fueron ganando más
autonomía y confianza en sí mismas, las negociaciones en la relación con sus parejas y al
interior del hogar, la experiencia de encontrarse con otras mujeres para hablar, y los
cambios en cómo viven la maternidad y reinterpretan la forma en que fueron criadas por
sus madres.
Hace tres años que Delia y su pareja forman parte del MTE. Se sumaron a partir de un
vecino que se acercó para invitarles a participar del grupo. Les contó que se reunían
mensualmente y que podrían conseguir algunas ayudas del gobierno. Dudaron en sumarse
porque no tenían mucho tiempo y pensaban que a veces no iban a poder cumplir con las

138
reuniones. Durante el primer año sólo participaba él, y le comentaba a Delia sobre las
cosas que se charlaban. El segundo año comenzó a ir ella a las reuniones, y al participar
se propuso para ser la delegada52 del grupo, involucrándose mucho más en las discusiones
y en las actividades de la organización. “Ahora que estamos en la organización, no sé…
conseguí muchos amigos, muchos compañeros y estamos como en lucha” reflexiona.
Hace casi dos años que Delia comenzó a participar también de las rondas de mujeres,
invitada por una de las militantes del movimiento. Cuenta que antes prácticamente no
salía de la quinta, sólo estaba allí y sólo pensaba en trabajar. “No salía mucho yo. No
tenía casi amigas”. Desde que empezó, ya nunca dejó de ir. Al principio no sabía bien de
qué se trataba, iba a escuchar, y cuenta que luego fue ganando más confianza para hablar.
Su marido la apoya para que participe, tanto de las reuniones quincenales como de las
distintas actividades a las que es invitada. Ha participado como oradora en varias
asambleas de mujeres y charlas en la universidad sobre la experiencia de las rondas.
Marca un antes y un después en su vida a partir de la participación en las rondas, sobre
todo en lo que respecta a los derechos de las mujeres. “Antes como que yo no le daba
mucha bolilla a los derechos de la mujer y eso. Y cuando empecé a participar en las
rondas empecé a abrir un poco los ojos. Un poquito. Y está bueno. Me gusta que me dé
ese espacio también. Me gusta ir a las reuniones de mujeres, me encanta ir.”. También
menciona que “Antes estaba como en un mundo diferente, y en contra de todo.” Hoy, por
ejemplo, participa activamente de las actividades a favor de la despenalización del aborto.
Explica que durante mucho tiempo estuvo en contra, pero que ahora puede ver que a pesar
de ella misma no querer abortar, no se puede obligar a nadie a hacer nada que no quiera
con su cuerpo, y que el derecho de decidir sobre la maternidad corresponde a cada mujer.
“Parecía que me creía dueña de los cuerpos de todo el mundo. Decía ‘No, cómo van a
hacer eso’. Y después empecé a pensar ‘Bueno, si yo pienso eso es un criterio mío, pero
no por eso voy a decidir por el cuerpo de la otra persona’.” Cuenta también que a partir
de los talleres de sexualidad fue aprendiendo a conocer el cuerpo de la mujer y “cómo
somos por dentro”.

Viviana, por otro lado, comentaba en la entrevista que participar de las rondas “Es lindo,
porque te da más valor de que vos no estás sola, y también puede que ayude… hay
mujeres que son víctimas de violencia de género o maltrato”. Además, menciona que le
interesa especialmente aprender sobre educación sexual, para poder hablarle y enseñarle
a sus hijos/as algo diferente de lo que a ella le enseñaron en la infancia, ya que para su
madre ese “era un tema prohibido”. Reflexiona que “capaz ella también vivió lo mismo
con su mamá, que su mamá tampoco le habló… Y viste que eso viene de generación en
generación, y era como… y ahora no creo que haría lo mismo con mi hija”. A través de
algunos talleres y videos que vieron en las rondas, pudo “abrir su mente” y aprender
sobre cómo hablar de sexualidad con los/as niños/as y su importancia.

Para Yolanda, participar de las rondas “fue todo”. Cuando se unió al MTE se encontraba
en un momento en el que no sabía qué hacer con su vida, si estudiar o seguir trabajando,
ya que “la quinta no daba plata”, y el resto de los trabajos que conseguía la hacían muy
dependiente. “Y me anoté yo ahí [en el MTE] porque no tenía nada que hacer, estaba

52
La delegada o el delegado cumple la función de reunirse quincenalmente con los representantes de los
otros grupos zonales (en La Plata actualmente hay 16), para discutir la política de la organización, enterarse
de las novedades y luego transmitirlas a sus compañeros y compañeras de base en la reunión mensual.

139
con mis hijos nada más. Mi marido trabajaba aparte [en la quinta]… entonces agarré y
empecé a participar. Y ahí justo en el MTE apareció el tema de las mujeres, y me interesó
porque eran temas importantes, que a mí también me afectaban particularmente. Como
el trato entre marido y mujer. Entonces me vi reflejada en algunas situaciones y entonces
empecé a preguntar por qué era así, cómo tenemos que reaccionar ante ciertas
situaciones.” Cuenta que participar de las rondas la ayudó mucho para recuperar su
relación de pareja, como así también participar de capacitaciones. En 2017 realizó un
curso de Promotora de Género, donde pudo aprender, entre otras cosas, sobre diversidad
sexual y sobre violencia de género. “Y ahí aprendí un montón de cosas, aprendí que hay
una variedad de géneros. Y que por ahí a veces yo veía en la calle que se besaban dos
chicas y me espantaba, pero no. Y vos ves que ahí es totalmente normal y que no me tengo
que sorprender por eso. Y bueno, es como que la mente se me abrió un montón, se me
abrió a todas las posibilidades. Y también más que todo el trato. Porque muchas veces
me jodía porque… me decían algo y yo me quedaba callada, pero ahora ya no, ya
contradigo… defiendo mis ideas. Antes por ahí me decían algo y yo me callaba y me
ponía a llorar. Pero ahora ya es como que no, trato de defender mis ideas, trato de
defender lo que pienso. Si te gusta bien y si no te gusta…”
Además, señala que participar de estos espacios le permitió confiar más en sí misma, y
seguir estudiando, a pesar de que le dijeran que no iba a poder hacerlo por el hecho de ser
madre. Actualmente cursa el segundo año de la carrera de administración pública en un
instituto terciario de La Plata. “Por eso el año pasado me anoté en una carrera y seguí,
porque es algo que yo quiero hacer y no va a haber nadie que me diga ‘No, no podés
hacerlo’. Porque también eso, ‘No, cómo vas a hacer con los hijos’, y no. Y eso me ayudó
mucho. Las rondas del año pasado me ayudaron bastante, abrí mi mente en ese sentido:
de querer algo y poder hacerlo.”

Yeni y su marido participan del MTE hace tres años. Menciona que a través de la
organización se hacen escuchar por el gobierno y reciben algunas ayudas, principalmente
cuando sufren inclemencias climáticas como granizos o inundaciones, que destruyen los
cultivos. También que reciben subsidios, mercadería (alimentos) y hacen compras
conjuntas. Yeni se sumó primero al merendero y luego a las rondas de mujeres, hace ya
un año y medio. Allí, a partir de las charlas, analiza que pudo tomar consciencia de que
las mujeres pueden tener autonomía respecto de sus maridos, no quedarse siempre en la
casa, tomar decisiones por su cuenta y hacer cosas que les gusten. “Ahí empezaron a
hacer con las madres aparte una rondita, y dijeron que podían contar las historias, cómo
tiene que ser una mujer y… que el hombre no puede tomar decisión de vos, vos sola tienes
que tomar decisión. Como que capaz muchas mujeres en la quinta, todos se dedicaban a
trabajar, trabajar, y no sabíamos esas cosas. A veces los hombres, viste… todos iban a
la cancha, todos podía ir a tomar, y la mujer siempre estaba en la casa. Y todas esas
cosas yo creo que nos hacen bien, a muchas mujeres yo creo que le hacen bien,
preguntar… aunque sea por más miedosa sacas tu… lo que tienes guardado, viste.”
Con la participación en este espacio pudo notar un cambio en su capacidad de expresión
y también en el desahogo que le genera poder hablar con otras mujeres sobre las cosas
que le pasan (o pasaron) y que siente. Además, se da cuenta de que esto que le pasaba a
ella de no poder contar, es lo que les sucede a muchas otras, por eso siempre trata de
invitar a las mujeres que conoce para que se sumen y participen. Expresa que para ella
poder hablar es un momento de liberación. “Yo creo que a muchas mujeres nos pasa eso,
que no puedes contar así libremente, o decir a otra persona… Y capaz cuando estás con

140
muchas así te saca… te habla o te liberás.” (…) “Yo siempre cuento lo que me pasó y
siento un poco más liviano o un poco más libertad que… y está bueno eso. Yo invito a
muchas mujeres a que entren en el grupo, ‘vengan…’. A veces muchas tenemos timidez.
Muchas mujeres bolivianas no somos de hablar así de frente, directo, viste. Siempre están
dando vueltas y… ya, después de a poco poquito vos te das cuenta que ya sacas más tu
expresión, tu pensamiento, das más opinión. Sí, poco poquito. Pero así, un día apenas,
otro día no… capaz vienes la primera semana, estás calladita…”
Como las rondas son en el momento en que su marido se va a jugar al futbol, participar
no le genera ningún inconveniente en su pareja: “Él lo toma bien nomás. Como él se va
a la cancha no le afecta en nada”. A diferencia de otras mujeres que tienen que
trasladarse para participar, Yeni no tiene dificultades porque la ronda y el merendero se
hacen en la quinta en la que ella vive, o en una que le queda a 100 metros cruzando la
calle. Sin embargo, más allá de este momento los sábados por la tarde cada quince días,
cuenta que no tiene ningún otro tiempo libre para hacer cosas que le gustan o descansar.
Siempre tiene mucho para hacer, más ahora que tiene un bebé chiquito. Cuando le
pregunto qué significa para ella ser mujer, Yeni responde: “Para mí… ser mujer es todo
costoso, pero a la vez te conformas de lo que… trabajas, tienes más capacidad capaz del
hombre también que… a veces, siempre las mujeres sentimos que somos capaces de todo.
De luchar.”

Cintia, por su parte, reconoce que participar de las rondas le sirvió para abrirse y poder
contar lo que en algún momento le pasó, como así también para poder expresarse mejor.
Cuenta que nunca había participado de un grupo de mujeres, pero que si se llega a volver
a vivir a Bolivia, le gustaría poder impulsarlo allá, fundamentalmente para prevenir la
violencia de género. “Y sí, me gusta, si voy a Bolivia a vivir, me gustaría hacerlo allá.
Compartir ese momento con otras mujeres. Porque sé que allá si tu marido te golpea no
van a contarle a cualquiera. Se cierran y siguen viviendo con eso. Y no me gustaría que
eso pase. No exactamente hacerlas separar, pero hacerlas ver que no las pueden golpear.
Sí, me gustaría.” Uno de los cambios que percibe, es que a partir de las rondas comenzó
a tener más predisposición para el diálogo, comunicación con los/as vecinos/as y a
conocer gente por fuera de su grupo familiar. Reconoce que esta forma de entablar
relaciones en un círculo cerrado y mantener lo que les pasaba únicamente en este ámbito
privado, viene de la manera en que fueron criados/as en Bolivia.
“-¿Qué me aporta eso para mi vida? Que si en algún momento alguien me llegaría a
poner la mano, no lo permitiría. En sí ya nunca lo permití. O hablarlo con esa persona.
Y por ahí tener más comunicación con los vecinos, que eso me cuesta más. Conocer a
otra gente, hablar. Yo tan solo hablo con ella [su hermana] y nadie más.
-¿Por qué pensás que se da eso de no hablar con otros?
-Porque es tu vida, son tus cosas, y nos criamos… para nosotros era... lo que te pasaba
en la casa tenía que pasar ahí y morir ahí.”
Irónicamente, su hermana interrumpe, haciendo alusión a los casos de violencia en la
pareja en los que nadie interviene: “No morir vos, pero bueno.”
Cintia retoma: “Y no salir a contar eso a otros lados.”

Sandra cuenta que se sumó a las rondas de mujeres porque se sentía identificada con los
temas sobre los que allí se hablaba, y de alguna manera eso le daba más herramientas para

141
animarse a hacer cosas por sí mismas, y a negociar eso con su pareja y al interior del
hogar. “Yo me sumé porque hablaban de las cosas que son realidades, que pasan a
nuestras compañeras mujeres, porque es cosa que pasa a la mujer. Porque dicen que
tenemos que cuidarnos, tenemos que ser así, tenemos que salir, no estar… a veces estar
en la casa, en la casa, en la quinta, en la casa… Nuestros maridos salen a jugar la pelota,
vuelven, salen, pero nosotras… ¿por qué? Porque somos cobardes. Tenemos que ser un
poco más… conocer y salir, a festejar la mente, por ahí.” Del mismo modo, reconoce
que ella cambió en el sentido de poder expresarse mejor, y también de no dudar en
tomarse un tiempo para estar con amigas sin hacer nada, pudiendo dividir algunas tareas
domésticas con su marido y ambos disfrutar de los momentos de ocio. “Yo sentí [que
cambié], porque tenés más coraje para hablar y tenés más palabras para decir. No estás
ahí diciendo ‘no voy a ir’, pensando... de una te vas. Yo agarro mis nenas, me voy. O le
digo: ‘Mirá, vos quedate con las nenas, yo voy hasta coso’. ‘Bueno’, él se queda, cuando
vuelvo está con la comida.” (…) “Mi marido, no, él no dice nada [sobre las rondas]. Él,
llega el sábado, se va a la cancha, yo me voy a la copa de leche, a la charla de mujeres,
o me voy a chusmear con otras amigas por ahí [risas].”

Para Raquel, en cambio, la negociación con su marido no resulta tan simple, porque a él
no le gusta jugar al fútbol y piensa que las cosas que ella hace por su cuenta son una
pérdida de tiempo, ya que podría estar ayudándolo con el trabajo en la quinta. Además de
las rondas de mujeres y de jugar al fútbol, ella es delegada del área de administración en
su grupo del MTE y tiene que cumplir con algunas tareas y reuniones para ello. “[mi
pareja] No se lo toma bien. Porque bueno, tenemos obviamente deberes en la quinta que
hacer. Y bueno, ir al área de administración, tomarnos nuestro tiempo en las reuniones,
porque tenemos aparte otras reuniones. Y como que nos toma tiempo también. Y en ese
tiempo estuviera ayudando a mi pareja a hacer otra cosa. Es algo que a mí me gusta, fue
mi decisión ayudar en esa área, y lo voy a seguir haciendo. A él no le gusta que vaya. Y
jugar al fútbol tampoco, no le gusta que me tome mis tiempos también, algo que me gusta
hacer. Pero bueno, lo hago porque soy caprichosa. Y así.” (…) “Hay un debate ahí, de
que él no hace lo que a él le gusta, porque no quiere hacerlo. Pero a mí sí.” En relación
a las rondas de mujeres, menciona que allí “abrió su mente” y que los principales cambios
que percibió fueron poder ganar autonomía para hacer cosas que le gustan, sin que nadie
decidiera por ella; y además, desnaturalizar la violencia de género, con la que había
convivido en la infancia por la relación de sus padres, entendiendo algunos de los
mecanismos que la desencadenan, como la manipulación o la culpa. “Ahí [en las rondas]
nos orientaron un poco más, que el hombre no tenía que decidir por nosotras, y como
que ya me abrí mi mente. Así que decidí hacer lo que me gusta y que eran decisiones de
nosotras, y que nadie tenía que decidir por nosotras, y que lo que hacemos no es malo.”
(…) “Y decidí que levantarle la mano a una mujer no es lo correcto, donde yo antes no
entendía eso. Porque mi mamá sufrió violencia de género, y entonces lo veía algo normal.
Lo único que entendía es… o sea, no es que entendía, lo único que me decían que era…
que un hombre no le puede pegar a una mujer. Nada más. No me decían por qué. Y en
estas rondas entendimos que no es bueno maltratar a una mujer, que… o si no… cómo
se dice… meter cosas en la cabeza diciendo que ‘vos sos para la casa’, ‘no tenés que
hacer las cosas que te gustan’. No lo dicen de esa manera, pero lo dicen.”
A partir de estas reflexiones, Raquel menciona que pudo identificar una desigualdad en
algunos de los valores que le inculcaron en la infancia respecto de lo que las mujeres
debían o podían hacer, dado que ellas no tenían permitido participar junto a los hombres
de los momentos de ocio, pero sí de las tareas productivas: “Más antes las mujeres no

142
tenían que ir a la cancha a ver a su marido jugar porque la mujer era para la casa, la
mujer no podía salir porque era para la casa, para estar en la casa, hacer la limpieza,
cocinar y ver a los chicos. Nada más. Pero sí la mujer puede ir a trabajar a la par del
hombre. Eso sí se puede.” Y por otro lado, pudo reinterpretar algunas de las enseñanzas
de su madre y comprender las decisiones que tomó en su momento, aunque ella hoy no
las comparta. Y también entendí lo que me decía mi mamá: ‘Vos, el día de mañana cuando
tengas… tu marido tiene que trabajar, no la mujer’. Y eso me hicieron entender que no
es así, porque la mujer es independiente, la mujer puede decidir. La mujer tiene que tener
un laburo para no depender del marido, y eso entendí, que lo que me decía mi mamá por
una parte me lo decía para bien, pero por otra no. Lo decía porque su mamá igual le
decía lo mismo: ‘Vos hija, cuando tengas tu marido, tu marido tiene que trabajar, vos
no’. Pero no fue así, y ella trabajaba más que el marido. Y bueno, y así. Y me hicieron
entender en las rondas de mujeres que la mujer tiene que ser independiente, ganarse su
plata para no depender del hombre, para no estar atrás del hombre diciéndole ‘Dame
plata para comprarme esto, dame plata para lo otro’, y ser independiente.”

Conclusión
En este capítulo, a partir del análisis de las rondas de mujeres y de los testimonios de las
entrevistadas sobre la forma en que ellas manifestaron cambios a partir de su participación
allí, pudimos evidenciar algunos de los elementos que permiten identificar procesos
incipientes de cambio en las relaciones de género de la horticultura platense. Estos
cambios están asociados fundamentalmente a una revaloración por parte de las mujeres
de su rol en la sociedad y en la familia, a mejorar su autoestima y su capacidad de
expresión, pudiendo ampliar sus redes sociales conociendo a otras mujeres, establecer
algunos límites en sus relaciones y aumentando su margen de acción más allá del trabajo
(productivo, doméstico o como madres). Además, fundamentalmente a una
resignificación de la crianza como un ámbito en el cual se pueden transformar las
relaciones sociales al inculcar nuevos valores.
Si bien estos cambios no son generalizables, porque se trata de un grupo de mujeres
específico que ha atravesado la experiencia particular de discutir y reflexionar respecto
de la desigualdad de género y el feminismo, consideramos que el análisis de este caso nos
brinda elementos para afirmar que existe un proceso de empoderamiento ya en marcha en
este territorio. Y por otro lado, entendemos que este proceso de empoderamiento, que
tiene lugar en el contexto histórico de lo que se ha dado por llamar como “la cuarta ola
del feminismo”, en la medida en que no es un fenómeno aislado sino que se encuentra
enmarcado en una organización gremial que convoca a muchas familias horticultoras, y
que además realiza acciones para favorecer la participación de las mujeres, podría abrir
un contexto de posibilidad para que algunas de las desigualdades existentes dejen de ser
naturalizadas y consideradas como normales. No obstante, es importante recalcar que sin
políticas públicas orientadas a disminuir la desigualdad entre varones y mujeres en los
distintos ámbitos de la vida, que van desde la violencia explícita hasta la manera de
gestionar socialmente los cuidados, es evidente que las transformaciones no trascenderán
el plano de lo anecdótico como una superación personal. Del mismo modo, así como
hemos abordado en este trabajo las formas en que las mujeres perciben y transforman los
roles de género que asumen y les son asignados, inevitablemente un cambio social en las
relaciones de género estará acompañado de un proceso de reflexión equivalente llevado
adelante por los hombres, en el cual puedan revisar su propio lugar en la sociedad y los
privilegios que les confiere la sociedad patriarcal.

143
REFLEXIONES FINALES
A modo de cierre y recapitulación de la tesis, en las reflexiones finales repasamos las
preguntas e hipótesis de trabajo que fuimos construyendo a lo largo de la investigación,
para luego dar lugar a los hallazgos y aportes conceptuales obtenidos a partir del análisis
de los datos. Para finalizar, realizamos una síntesis de las fortalezas y debilidades que
consideramos presenta este trabajo, las cuales dan lugar a nuevas preguntas y aristas para
profundizar la investigación social en el campo de la agricultura familiar, el género y las
migraciones.
El principal interrogante y problema de la realidad social que procuramos abordar en esta
investigación se relaciona con la desigualdad de género, fundamentalmente en el ámbito
de la organización familiar del trabajo, y en un sector social y productivo en el cual
escasean los estudios académicos desde una perspectiva de género, como lo es la
agricultura familiar y en particular la horticultura. El territorio bajo análisis es el cinturón
hortícola más grande y competitivo de Argentina: el cinturón hortícola de La Plata, donde
viven y trabajan más de 3000 familias productoras.
Este segmento de la agricultura familiar se caracteriza, además, por estar étnica y
nacionalmente segmentado, con predominancia de la comunidad boliviana en el mercado
de trabajo hortícola, y manteniendo condiciones de informalidad, precariedad y
explotación que no se encuentran en otros nichos laborales. En consecuencia, el análisis
está atravesado por una mirada interseccional que, aunque privilegia el género como
dimensión predominante, incorpora la clase y la etnia como variables indivisibles a la
hora de comprender las formas que adopta la desigualdad en este territorio.
Las particularidades de la comunidad boliviana como un grupo relativamente cerrado (no
por el hecho de ser reticente a relacionarse con otro/as, sino por ser, en cierto modo auto
suficiente), provoca que principalmente las mujeres, con poca participación pública y
social, sean un sujeto de difícil acceso. El ingreso al campo se dio entonces por el
acercamiento a una organización de productores y productoras hortícolas de la región y
específicamente al espacio de participación de las mujeres: “las rondas”. De esta manera,
el vínculo establecido con las productoras trascendió el momento de la entrevista, y fue
construido en sucesivos encuentros que permitieron tejer una confianza y cotidianeidad
más allá de la investigación, con los pros y los contras que ello puede significar. Como
postura académica y política, abogamos por una construcción de conocimientos situados,
sentidos y parciales, admitiendo formar parte de un proceso en el que indefectiblemente,
en el propósito de conocer una porción de realidad de una manera un poco más profunda,
nos transformamos como sujetas que conocen. De esa interpelación en el campo como
mujer, como militante, como investigadora, surgen las reflexiones que dieron lugar a este
trabajo.
A partir de un diseño metodológico flexible, las hipótesis sobre las que fuimos
construyendo la investigación se fueron consolidando y profundizando a medida que
avanzamos con lecturas bibliográficas especializadas, con el trabajo de campo, el análisis
de los datos producidos y la redacción del informe final. Las primeras preguntas giraban
en torno de la idea de que el proceso migratorio y las transformaciones en las formas de
producir, desde una economía campesina de subsistencia en el interior de Bolivia hacia
un sistema de producción intensivo y comercial en el periurbano del Área Metropolitana
de Buenos Aires, podrían acarrear transformaciones en las formas de organización del
trabajo y en consecuencia también en las relaciones de género al interior del grupo
familiar. Esta hipótesis dio lugar a un estudio longitudinal, donde definimos reconstruir

144
las trayectorias laborales y familiares de mujeres horticultoras de origen boliviano y
campesino insertas en la horticultura platense, a través de entrevistas biográficas. En estos
encuentros aparecieron temas emergentes como las migraciones internas en Bolivia para
trabajar en el servicio doméstico, las redes sociales empleadas para migrar hacia
Argentina, o la maternidad como un momento de quiebre en las trayectorias e hito
reestructurante de la propia identidad y del curso de vida. Estos temas organizan, en parte,
la distribución de los capítulos que componen la tesis.
Otro de los interrogantes que dio lugar a gran parte del análisis provino de las lecturas
sobre economía feminista, sobre la forma en que sistema capitalista e ideología patriarcal
se articulan de manera interdependiente para subsidiar la acumulación de capital mediante
la feminización de los trabajos domésticos y de cuidados no remunerados. Nos apremiaba
comprender cómo esta tesis tan abstracta podía traducirse en vivencias corporizadas, en
experiencias concretas de negociación en la conformación de grupos familiares, con la
particularidad de que en este sector de la agricultura sus miembros comparten el hogar y
también el trabajo productivo. Interesaba conocer no sólo los mecanismos de dominación,
sino también las resistencias y las formas en que explotación capitalista e ideología
patriarcal se van reconfigurando a lo largo del tiempo, en un territorio geopolítico
específico.
Por otro lado, partiendo de la revisión bibliográfica sobre horticultura en Argentina y la
importancia de las redes de solidaridad basadas en el parentesco y el paisanaje que
articulan a la comunidad boliviana de forma transnacional; el análisis de los discursos y
representaciones de las productoras entrevistadas y contactadas durante la observación
participante, nos permitió construir otras hipótesis más analíticas, relacionadas con el
papel que juega la comunidad boliviana para comprender las relaciones de género
predominantes en este sector. Nos preguntamos entonces de qué manera estas redes (que
efectivamente promueven la inserción laboral de los y las migrantes recién llegadas,
viabilizan su integración en destino y la posibilidad de acumulación y ascenso social),
influyen en los roles asignados a (y ocupados por) varones y mujeres en la organización
del trabajo familiar en la horticultura.
Por último, y en función también del grupo particular de productoras que seleccionamos
como sujeto de la investigación, que son mujeres que han atravesado un proceso de
reflexión en torno a las relaciones de género a partir de su participación en “las rondas”,
incluimos a modo de interrogante cómo y en qué aspectos esta reflexividad, enmarcada
en un contexto de ascenso del feminismo en la agenda pública a nivel mundial,
habilita(ría) determinadas transformaciones en las relaciones de género en la horticultura.
Para dar cuenta de los aportes y hallazgos de la investigación, iremos desandando
entonces cada uno de estos interrogantes, y recapitulando los aspectos más importantes
señalados en los distintos apartados de la tesis.
Realizar un estudio longitudinal nos permitió trazar líneas de continuidad entre las
posiciones actuales de las productoras hortícolas y sus trayectorias familiares, laborales
y migratorias para entender cómo los roles y las relaciones de género se perpetúan o
transforman a lo largo del tiempo, y a qué corresponden dichos cambios si es que los hay.
Las economías campesinas en las que se criaron las mujeres entrevistadas, en un contexto
boliviano de reformas estructurales neoliberales que empobrecieron a la población, con
un mercado de trabajo informal y precario, y escasez de tierras para cultivar, estuvieron
atravesadas por distintas estrategias que las familias debían desplegar para sobrevivir.
Entre ellas, encontramos tanto la disposición de la fuerza de trabajo de todos los miembros

145
del grupo familiar para la producción de alimentos para autoconsumo y venta de
excedentes, como también la semi-proletarización de algunos de ellos como estrategia
para tener menos bocas que alimentar y también generar ingresos extra al hogar. En esta
organización familiar campesina las tareas productivas eran realizadas sin distinción de
género y desde edades muy tempranas, pero no así las tareas domésticas y de cuidados
que, asociadas a una naturalización de las funciones femeninas relativas a la maternidad,
reproducían los principios de organización de la cultura patriarcal. Sin acceso a educación
sexual ni métodos anticonceptivos, y frente a la necesidad de contar con más brazos para
ayudar a trabajar, las madres de las mujeres entrevistadas tuvieron entre 5 y 10 hijos/as,
destinando gran parte de su vida a la maternidad y la crianza. Por otro lado, observamos
cómo esta organización familiar incorpora además valores que reproducen los
estereotipos patriarcales de varón-proveedor y de mujer-cuidadora, incentivando a los
hijos para que estudien y consigan “mejores trabajos”, mientras destina a las hijas al
servicio doméstico y a aprender a ser buenas esposas para poder casarse lo antes posible.
En el análisis pudimos percibir que estos roles asociados a lo femenino y lo masculino,
que se perpetúan de manera hegemónica hasta la actualidad, se han ido alimentando de
distintas experiencias vitales a lo largo de la trayectoria de las entrevistadas. En primer
lugar, la inserción laboral de las jóvenes campesinas en el servicio doméstico cama
adentro, que aparece como un destino laboral típico y de fácil acceso para las mujeres
pobres. Esta experiencia, que reproduce formas de contratación cercanas a la
servidumbre, ejerce un control sobre el cuerpo y el tiempo de las jóvenes campesinas
funcionando como disciplinamiento y entrenamiento para el posterior ejercicio del rol
como madre y esposa-cuidadora. Al mismo tiempo, supone la adquisición de aptitudes
para el trabajo como la flexibilidad, el aprendizaje de oficios y la capacidad de adaptación
y de cambio, que entendemos representan estrategias de resistencia frente a la
informalidad y la precariedad, y que las acompañan a lo largo de sus trayectorias laborales
y en sus aspiraciones de movilidad social.
Esta aspiración alcanza una concreción material en el momento en el que deciden, solas
o acompañadas, “probar suerte” en Argentina, migrando para trabajar allí y dando
continuidad a viajes ya realizados previamente por parientes y personas conocidas,
aunque sin mucha noción sobre a dónde se iría a trabajar o de qué. Encontramos que este
proyecto migratorio, que no se pensaba en un principio como definitivo, va adquiriendo
cierta permanencia en la medida en que se conforma una familia propia en el lugar de
destino. Y si bien las mujeres no siempre migran en calidad de esposas, el hecho de tener
hijos o hijas criadas y educadas en Argentina es un factor determinante a la hora de decidir
quedarse o regresar.
Así, el proyecto migratorio se concreta en el marco de una comunidad transnacional, que
se ha consolidado desde hace varias décadas como motor productivo del sector hortícola
en Argentina, ocupando un mercado de trabajo étnicamente segmentado. La alta demanda
de mano de obra de la horticultura intensiva, y la forma en que las familias bolivianas se
han ido insertando en la actividad, generando múltiples unidades productivas de pequeña
escala, ha determinado que se trate de una actividad agrícola fundamentalmente familiar,
reproduciendo en buena medida las formas de organización y división sexual del trabajo
de las economías campesinas de origen. En ambas formas de producción identificamos
una dependencia de la fuerza de trabajo familiar, en la cual todos los miembros aportan
trabajo físico directo para poder producir y subsistir. A su vez, el aporte de trabajo
productivo y doméstico no remunerado que realizan las mujeres es vital para garantizar
la continuidad de la actividad agrícola y la reproducción de los miembros del hogar, ya
que en ninguno de los dos casos se cuenta con el capital suficiente como para externalizar

146
dichas tareas. En línea generales, encontramos una continuidad en los roles de género y
los estereotipos que identifican a la mujer con las tareas domésticas y de cuidados que
alimentan la “inercia patriarcal”, generando una doble jornada o responsabilidad para
ellas que no es compartida con los hombres, quienes se identifican (y son identificados)
con la función de trabajador/productor y proveedor. Además, existe una relativa
continuidad en la necesidad de delegar algunas funciones reproductivas por parte de las
mujeres para poder participar también en la producción. Estas responsabilidades recaen
en los hijos (y principalmente las hijas) mayores, quienes desde muy jóvenes combinan
estudios con trabajo para aportar a la economía familiar.
Sin embargo, existe una diferencia significativa entre la economía campesina de
subsistencia y la producción hortícola intensiva, basada en que en esta última las familias
tienen una perspectiva de movilidad social que acentúa la (auto)explotación. La
producción no se realiza sólo por la supervivencia sino por el deseo de acumulación y de
prosperar, que fue iniciado en el momento de la migración y que además forma parte de
un imaginario común de ascenso social. Así, en la horticultura hay una mayor propensión
a asumir riesgos (que implican endeudarse o realizar grandes inversiones) para obtener
“una pegada”, es decir, cosechar la producción en un momento de alza de los precios de
mercado, lo cual implica obtener una alta rentabilidad y permitiría ascender en la
“escalera boliviana”, pasando por ejemplo de la mediería al arrendamiento de tierras. No
obstante, realizar dicha inversión conlleva asumir que, si los precios caen o si hay alguna
inclemencia climática o plaga que destruye la producción, contraen una deuda importante.
En este sentido, si bien las prácticas cotidianas al interior del hogar son similares, dado
que la cultura patriarcal se asienta y justifica a través de tradiciones y hábitos que
“siempre fueron así”, -por lo tanto el rol de la mujer, madre y esposa, cuidadora, se
perpetúa sin muchas alteraciones en ambos contextos-, los circuitos de acumulación que
se alimentan de este trabajo no remunerado son diferentes.
La economía campesina de subsistencia, basada en la producción para el autoconsumo y
el intercambio de excedentes, a veces en metálico y a veces en especie, involucra una
organización del trabajo familiar orientada a la reproducción del grupo. Existe una
división sexual del trabajo que entrena a las mujeres desde muy jóvenes para aprender a
desempeñarse en el trabajo doméstico y “ser buenas esposas”, pero se trata de una
economía doméstica basada en la producción para el consumo, en la cual no existe
acumulación y la relación con los mercados es casi nula. Por lo tanto, prácticamente no
percibimos una valorización de una esfera (producción) por sobre la otra (reproducción y
consumo), ya que ambas son básicamente interdependientes. Frente a la escasez de tierras
disponibles para trabajar y la falta de infraestructura y servicios básicos en las áreas
rurales, el deseo de prosperar de las nuevas generaciones hace que la migración “en busca
de una mejor vida” sea un proyecto viable para los y las campesinas jóvenes.
En la horticultura, por otra parte, el deseo de acumulación y la actividad comercial
involucran una serie de tareas y responsabilidades que implican establecer relaciones con
otros actores (dueños de la tierra, consignatarios de la comercialización, vendedores de
insumos, dadores de créditos, instituciones de apoyo). Esto va delimitando esferas en las
que los hombres -como productores y como jefes de familia- tienen más poder y más
autoridad, debido a que son quienes manejan las relaciones comerciales y el dinero. Al
mismo tiempo, la diferenciación entre una esfera pública-comercial y una esfera privada-
doméstica, con un manejo de recursos que requieren una planificación de las inversiones,
hace que también sea posible delimitar (como aparecía en el taller sobre género y trabajo
que relatamos en el capítulo 3) actividades y tareas propias de la esfera productiva y otras
de la esfera reproductiva, con una valorización de las primeras sobre las segundas. Como

147
vimos en el primer apartado de ese capítulo, la posibilidad real y material de prosperar
económicamente a través del ahorro, la autoexplotación y la reinversión constante en la
producción, lleva a que el consumo de las familias se contraiga al mínimo posible. Un
productor, en una conversación que mantuvimos al pie de un invernadero recién instalado
sobre las condiciones de vida en la horticultura, terminó reflexionando: “…al final es así,
las lechugas viven mejor que mi familia”, haciendo referencia a la precariedad de las
casillas en las que viven y a la tecnología e inversión desplegadas para poder cultivar las
hortalizas. Algo que generalmente no se menciona, es que este ahorro que permite
reinvertir y acumular, y que motoriza al cinturón hortícola en su conjunto, tiene su razón
de ser -también- en el extenuante e invisible trabajo que realizan cotidianamente las
mujeres en el hogar (criando animales de granja, juntando leña, lavando ropa a mano,
cuidando constantemente de sus hijos/as, remendando la ropa, amasando pan,
encargándose de prácticamente todas las tareas domésticas, organizando merenderos
comunitarios, realizando trámites para obtener subsidios, etc.) con una transferencia de
valor que se realiza primeramente en la producción y que se multiplica luego en la cadena
de la comercialización.
Algo que nos enseñan las economistas feministas es que para generar conocimientos que
nos permitan repensar las relaciones entre los géneros, la forma en que se asignan las
cargas de trabajo entre varones y mujeres, y la posibilidad para todas las personas de
asumir sus vidas de manera autónoma en el marco de una interdependencia equitativa, no
basta con simplemente calcular el valor del trabajo doméstico y de cuidados y extrapolarlo
a los costos de producción. Sin dudas, realizar encuestas sobre uso del tiempo y
cuantificar los esfuerzos puestos en la reproducción de la vida permite visibilizar esta
esfera tan poco reconocida socialmente, y esto es muy importante para poder valorizarla.
El aporte de este enfoque, reside precisamente en trascender la mirada economicista
respecto de los procesos de producción/reproducción, realizando análisis desde una
perspectiva de sostenibilidad de la vida, en la cual los esfuerzos realizados a través del
trabajo (sea éste remunerado o no) no son entendidos como mecanismos que permiten
garantizar la reproducción y acumulación del capital, sino que fundamentalmente aportan
al bienestar de las personas involucradas (Torns, 2008). Desde esta mirada, podemos
englobar entonces el trabajo realizado por las mujeres quinteras como subsidiario de una
cadena productiva que culmina, nada más y nada menos, que con el abastecimiento diario
de alimentos frescos a millones de personas que viven en distintos centros urbanos del
país, y del cual se benefician los distintos eslabones que señalamos en el capítulo 3.
Este trabajo no remunerado de las mujeres -que permite la autoexplotación, el ahorro, la
acumulación y la reinversión productiva- se asienta, como mencionamos, en una
feminización naturalizada de los roles domésticos y reproductivos, en lo que
denominamos como “inercia patriarcal”. El pasaje de la agricultura campesina a la
horticultura intensiva a través de la migración implica transformaciones significativas en
las formas de trabajar que son asumidas con gran flexibilidad por la comunidad boliviana,
lo cual es identificado en la literatura como una estrategia de resistencia que facilita la
adaptación al nuevo contexto laboral -precario, sacrificado, informal- y permite la
acumulación y ascenso social en la horticultura (Benencia, 2012b; García, 2010). Esta
flexibilidad contrasta con la rigidez con que se asume la función de las mujeres como
madres y esposas cuidadoras, no sólo a nivel familiar sino de manera colectiva en la
comunidad boliviana (y en la sociedad en general), reproduciendo prácticas y roles
tradicionales asociados a la cultura patriarcal, mediante la cual se sobrecarga la jornada
laboral femenina, se ejerce un control sobre el cuerpo de las mujeres y se socava su poder
de negociación al interior del hogar.

148
La división sexual del trabajo en las quintas hortícolas se traduce en desigualdad de
género en la medida en que no existe una conciliación entre vida familiar y laboral que
reparta las cargas de trabajo (productivo o reproductivo) y los momentos de ocio o
esparcimiento de manera equitativa entre varones y mujeres. Los mandatos de buena
esposa y buena madre imponen de manera normativa una feminización de los trabajos
domésticos y de cuidados, que no supone una reducción equivalente en la carga de trabajo
en la quinta ni un reconocimiento (material o afectivo) por ello, ya que más bien es
asumido como una obligación femenina. Esta desigualdad en el plano de lo económico y
lo simbólico se recrudece cuando incorporamos la cuestión de las relaciones de pareja,
atravesadas por el control, los celos y la violencia física, acentuadas por el consumo de
alcohol. Al realizar un análisis de la posición de retirada que ostentan las mujeres en este
contexto (es decir, las posibilidades materiales de salir de esta situación si así lo
quisieran), lo cual determina en parte sus condiciones para negociar cambios al interior
del hogar, encontramos que esta posición es muy débil. La dependencia económica, el
aislamiento y la ausencia de redes sociales que las apoyen (a lo que se suma la baja
autoestima), dan cuenta de las dificultades que encuentran las mujeres para transformar
esa posición. Encontramos que esta desigualdad, sustentada en ideales de amor romántico
y de la familia como unidad armónica, es avalada y normalizada por la comunidad
boliviana que impone y reproduce la “inercia patriarcal”, al juzgar a las mujeres si no
cumplen con el mandato de buena madre y esposa (no así a los hombres), y al asumir que
los conflictos intra-familiares son un asunto privado en el cual no se debe intervenir.
Más allá de estas continuidades en los roles ocupados por (y asignados a) las mujeres en
la familia y el trabajo, uno de los hallazgos de la investigación tiene que ver con que
existen algunos factores que podrían indicar posibles cambios en las relaciones de género
en la horticultura, y que responden tanto a particularidades del sector y la actividad
productiva, como también a transformaciones sociales a un nivel más general.
Uno de los puntos de inflexión o momentos de cambio en las trayectorias de las
entrevistadas, que apareció como un emergente en el trabajo de campo por el peso que
ellas mismas le atribuyeron en sus vidas, tiene que ver con la maternidad. Este momento
resultó ser estructurante para ellas en el sentido de marcar un antes y un después, a partir
del cual su esfuerzo, su tiempo y su dinero comienzan a estar puestos principalmente en
función de la crianza de los/as hijos/as. La maternidad también aparece como un hecho
estructurante analíticamente, a los efectos de la investigación, puesto que en los relatos
traza permanentemente un vínculo de ida y vuelta con el pasado y el futuro: Infancias
poco “infantiles” ligadas al trabajo y el sacrificio; maternidades (en principio) inesperadas
y con poca información sobre el propio cuerpo, pero que suponen una dedicación
completa una vez que llegan; y la crianza como un momento de apertura para reproducir
o resignificar esos recuerdos e influir en procesos de cambio respecto de la propia
experiencia. Si bien existe una tendencia a reproducir los mandatos de la inercia
patriarcal, la crianza de los hijos/as es reconocida como el ámbito privilegiado para
transformar aspectos de la propia infancia que no quisieran reproducir (como la
imposibilidad de acceso al consumo, la deserción escolar, la ausencia de la madre en la
crianza, situaciones de violencia, o el hecho de tener que salir a trabajar). En ese sentido,
una de las principales diferencias entre las familias campesinas y las familias hortícolas
tiene que ver con el acceso a la educación de los hijos y las hijas. Las familias bolivianas
apuestan a que sus hijos/as estudien y les incentivan para que asistan a la escuela y sean
buenos/as alumnos/as. La escuela pública amplía el acceso a la información y las redes
sociales de los y las jóvenes, y de toda la familia. Entendemos que esta apertura colabora
en la desnaturalización de algunos elementos relacionados con la inercia patriarcal,

149
principalmente en relación a situaciones de maltrato, y también de la discriminación y
xenofobia. Sin duda este papel que juega la escuela, se inserta en un contexto social en el
cual las cuestiones de género y las demandas del movimiento de mujeres ocupan un lugar
importante en la agenda pública, y comienzan a normalizarse las denuncias sobre
violencia de género y los reclamos por mayor igualdad entre varones y mujeres. En este
marco se encuentra también la legislación que incorpora la educación sexual integral
obligatoria a los currículos escolares.
Por otro lado, los últimos años el sector hortícola en La Plata ha sido escenario de
surgimiento de varias organizaciones sociales de carácter gremial que agrupan a la mayor
parte de las familias productoras de la región. Estas organizaciones vienen asumiendo, en
mayor o menor medida, un trabajo de concientización y formación en género, así como
un acompañamiento de casos de violencia, que entendemos puede formar parte de un
proceso de cambio en las relaciones de género en las familias. Las productoras
entrevistadas son parte activa de dicho proceso de empoderamiento, a través de su
participación en las rondas de mujeres. Este espacio les permite valorarse a sí mismas,
mejorando su autoestima y su capacidad de expresión, conocer a otras mujeres e
identificarse con ellas, rompiendo los estereotipos y el aislamiento en que vivían, y
desnaturalizar situaciones opresivas o injustas, buscando alternativas para transformarlas
y sentirse mejor. La resignificación de la maternidad no sólo como ámbito de realización
de la mujer-cuidadora, sino como forma de transformar los mandatos y estereotipos de
género, aparece como uno de los principales potenciales de estos espacios en términos de
transformación social a largo plazo y entendida de manera intergeneracional.
A modo de cierre, podemos mencionar que entre las principales fortalezas de este trabajo
encontramos el hecho de abordar con profundidad un tema poco explorado desde las
ciencias sociales hasta el momento, pudiendo ponerle voz y entidad propia a un actor
social invisibilizado en la literatura. Uno de los aportes novedosos en ese sentido, puede
ser el hecho de incorporar las perspectivas de la economía feminista a una investigación
empírica, y específicamente a un ámbito poco común como es el sector rural e informal
en América Latina. Por otro lado, creemos que comprender los fenómenos sociales y sus
transformaciones a lo largo del tiempo es fundamental para identificar las formas en que
se consolidan visiones hegemónicas del mundo, como lo ha hecho históricamente el
sistema patriarcal. La perspectiva de trayectorias, en la cual intentamos comprender la
articulación entre experiencia individual, marcos normativos y estructura social a lo largo
del tiempo, podría brindarnos algunas claves para desnaturalizar estas miradas
hegemónicas, pudiendo construir nuevos sentidos comunes que nos hagan más libres (o,
al menos, no excluyan a la mitad de la humanidad).
Por último, el desafío de hacerse preguntas (y más en ciencias sociales) incluye asumir
que al final del camino, más que encontrar certezas se abren de forma espiralada, nuevas
preguntas (quizás) un poco más complejas. En este caso, creemos que es necesario
profundizar la mirada respecto de la experiencia vivida por este sujeto social en cuanto
individuos y comunidad migrante, explorando las formas que asumen el racismo y la
discriminación en Argentina, pudiendo ahondar así en la interseccionalidad por la que
abogamos. Por otro lado, y sin dudas como tarea primordial, asumir una perspectiva de
género debe incluir el análisis no sólo del lugar ocupado por y asignado a las mujeres,
sino fundamentalmente de la relación entre varones y mujeres, incorporando la forma en
que ellos ven el mundo y se posicionan frente a la división sexual del trabajo, la
organización familiar, las distintas formas de opresión a las que se enfrentan y sus propios
privilegios.

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Fuentes primarias utilizadas


Entrevistas personales:
• Sandra, Olmos, 01/06/2018 y 11/07/2018.
• Cintia y Elizabeth, Los Hornos, 06/06/2018, 12/07/2018 y 13/09/2018.
• Raquel, Olmos, 13/06/2018 y 27/08/2018.
• Yeni, Olmos, 13/06/2018 y 27/08/2018.
• Delia, Etcheverry, 15/06/2018 y 02/09/2018.
• Neli, Los Hornos, 20/06/2018 y 13/09/2018.
• Carola, Los Hornos, 20/06/2018 y 13/09/2018.
• Yolanda y Viviana, Arana, 24/06/2018.
• Militantes de MTE y Mala Junta, 22/06/2018.
Registros de observación participante:
• Ronda Los Hornos. La red. 25/06/2017.
• Ronda Etcheverry. Merendero y conversaciones informales. 23/09/2017.
• Encuentro de Mujeres del MTE. Taller Género, trabajo y política y taller sobre
Migraciones. 30/09/2017.
• Ronda Los Hornos. ENM y sexualidad ¿qué nos enseñaron? 29/10/2017.
• Ronda Etcheverry. Taller Roles de género (hombre y mujer ideal). 04/11/2017.
• Reunión Mala Junta Territorial. Presentación de la propuesta. 22/05/2018.
• Ronda Olmos. ENM y Taller sobre Sexualidad. 26/05/2018.
• Inauguración local MTE Rural. Discurso referentas del espacio de géneros.
02/06/2018.
• Ronda Los Hornos. Taller sobre Violencias. Ni una menos. 03/06/2018.
• Ronda de Arana. Sexualidad (cuerpo femenino, deseo) y autodefensa. 16/06/2018.
• Ronda Etcheverry. Taller sobre Infancias y maternidad. 23/06/2018.
• Ronda Etcheverry. Continuación de infancias y baile. 30/06/2018.
• Ronda Los Hornos y visita a la casa de gloria. Taller sobre Aborto. 01/07/2018.

161
• Ronda de Los Hornos. Cumple de Elizabeth. Almuerzo y diversión. 15/07/2018.
• Ronda de Los Hornos. La red. 12/08/2018.
• Ronda de Olmos. La red. 25/08/2018.
• Ronda de Los Hornos. Violencias. 26/08/2018.
• Ronda de Varela. La red. 01/09/2018.
• Ronda de Olmos. Infancias. 08/09/2018.
• Ronda de Los Hornos. Genero y trabajo. 09/09/2018.
• Cierre de año del MTE Rural. Balance del área de géneros. 14/12/2018.
• Encuentro de mujeres pre 8M. Taller Género y trabajo. 06/03/2019.
Memorias de las rondas elaboradas por militantes de Mala Junta:
• Ronda Los Hornos. Taller: Estereotipos y mandatos de género. 03/09/2017.
• Ronda Los Hornos. Taller Trayectorias de vida. 06/08/2017.
• Ronda Los Hornos. Taller Infancia. 21/08/2017.
• Taller sobre sexualidad con mujeres de distintas rondas.
• Sistematización sobre actividades realizadas con niños y niñas durante las rondas.
• Taller sobre “copa menstrual” realizado con mujeres de distintas rondas.
• Encuentro de Mujeres del MTE. Taller sobre género, trabajo y política y taller
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