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José Gai
Tajamar Editores
100 páginas
Por supuesto, esa vida en la calle a la que volvió una y otra vez hasta
integrarse a ella, lo hizo adoptar valores distintos a aquellos que pudieron
serle traspasados en La Ciudad (ese lugar difuso que esos niños sin techo
entendían como todo lo que estaba más allá del lecho del río, con sus
reglas y personas a quienes no entendían y con quienes no les interesaba
formar ningún vínculo). Es así como, en lugar de querer desarrollarse en La
Ciudad, como cualquier otro ciudadano corriente, su interés fue el de
crecer en el mundo del hampa donde finalmente se sumergió. Sus ídolos no
fueron quienes triunfaban en la vida capitalista, sino que aquellos que
mejor conseguían doblarle la mano a La Ciudad, a los giles, a los pacos, a
toda esa sociedad que renegaban y a la que solo trataban utilitariamente,
en sus robos diarios.
Este Luis, o Vicente, o Toño, o Alfredo (todos aquellos fueron sus nombres
durante su vida, según el momento y lugar donde estuviese) hizo del robo
diario una forma de subsistencia, y su más grande ambición fue
convertirse en un choro (choro, en su acepción original y correcta, refiere a
aquel que chorea, es decir, que se dedica al robo: un ladrón de profesión,
aceptado y valorado en el rubro y mundo del hampa).
Sé que sólo he dejado de ser ladrón, mas no por eso soy un buen o un
mal chico. Después de haber vivido como viví, nadie puede calificarme en
términos de bondad o de maldad. No estoy arrepentido. Recibí más daño
del que inferí, y hoy no siento rencor. Lo sentía, que es distinto. Cuando
herí o ataqué lo hice con quienes podían defenderse y a quienes nada
debía: ni gratitud, ni afecto, ni solidaridad. Estaba empeñado en ganar
mi guerra. Antes, no recibí ese mismo trato. Sólo ahora estoy
recibiéndolo. Y porque lo veo, lo siento y lo vivo así, mi conducta y mis
motivos de lucha están modificándose paulatinamente. (pág. 25)