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EL RÍO – NOVELA GRÁFICA (JOSÉ GAI)

El Río (2018) – Novela Gráfica

José Gai

Tajamar Editores
100 páginas

El Río, en su original de Alfredo Gómez Morel, se alza incluso hasta el día


de hoy como una novela única en su especie: no existen otros casos como
los de este autor, en que novelando su propia vida delincuencial, se haya
concebido una obra a tal punto escabrosa, que retrata como ninguna el
antiguo mundo del hampa santiaguino y el crecimiento de su protagonista
dentro del escalafón de la delincuencia, pasando de pequeño lanza
marginal hasta llegar a ser, en las otras partes que componen la trilogía,
un delincuente internacionalmente reconocido.

El de Gómez Morel es un relato superlativo, que lo llevó a ser denominado


como un “clásico de la miseria” por Pablo Neruda, o como “la contracara
sórdida de la novela de formación burguesa: una incursión por los bajos
fondos y su picaresca de la mano de un aspirante a choro” por Manuel
Vicuña. Siendo así, acometer el intento de traducirla al lenguaje de la
novela gráfica se trata de un trabajo no solo dificilísimo, sino que tal vez
desmesurado. José Gai enfrenta el reto y lo hace desde una doble vereda,
siendo tanto el guionista como el dibujante, lo que hace más meritorio su
esfuerzo.

Haciendo un somero resumen de su argumento, El Río relata la historia de


un niño que por escapar de las violaciones y malos tratos baja al rio
Mapocho, y se entrega a una vida de delincuencia, violencia, nuevos
abusos y violaciones, y de un profundo desprecio por la humanidad, hacia
todo aquel que vive fuera del ámbito del río. Se trata de aquellos
despreciados por los marginados de la sociedad, los que están al margen
del margen.

El guion de la novela gráfica consigue mantener el curso de la historia


narrada sin alterarlo sustancialmente. Hay en ello un logrado trabajo de
síntesis que permite al lector ir saltando por las imágenes más fuertes y
decisivas de la novela adaptadas al cómic, puesto que el primer desafío
debió ser, sin lugar a dudas, decidir qué era aquello esencial de lo que no,
qué debía usarse o mantenerse en el cómic y de qué debía prescindirse
para mantener a esta entrega en una extensión razonable para poder ser
pasada a viñetas.

El estilo de dibujo de Gái, que aparenta una sencillez que no es tal,


funciona perfectamente en El Río, ya que acentúa la crudeza del relato al
darle a estas viñetas sin colorear nada más que los trazos estrictamente
necesarios para realizar las imágenes, como si quisiera evidenciar su
propio mecanismo de producción, su carácter de dibujo. El formato
álbum, además, posibilita una lectura generosa y una visión adecuada de
las viñetas.
En su versión novela gráfica resulta una obra tan bien lograda que
perfectamente puede tener una vida propia al margen de aquella novela
en la que se basa.

Por último, cabe destacar el constante trabajo de Editorial Tajamar, que


apuesta una y otra vez por este tipo de rescates patrimoniales, sin por ello
limitarse a reeditar obras consagradas, sino que dando el espacio para
volver a trabajarlas. Así lo hizo con su nueva edición de Hijo de ladrón y
ahora lo hace con El río en esta versión revisitada en versión novela
gráfica.
El río es una novela de Alfredo Gómez Morel que nos es ofrecida, no solo
por sus actuales editores sino que desde su primera publicación, como un
libro autobiográfico. Conforme se nos informa en la solapa así como en
cualquier medio escrito al que accedamos, su autor fue un niño
abandonado en un conventillo a los tres meses de edad por su madre
prostituta, para luego deambular entre orfelinatos y diversas casas, en una
pugna constante entre su madre y padre biológicos así como de la gente
de los lugares que lo fueron acogiendo; pugna que lo hizo ser cada vez
menos parte de ningún lugar. Como consecuencia de ello —y de otra
maraña de sucesos, así como quizás también alguna inclinación de
carácter— siendo todavía apenas un niño escapó del orfanato, del colegio,
y corrió hacia el río Mapocho, aquel por entonces torrentoso fluente de
aguas oscuras, sucias y malolientes, donde bajo sus puentes y en algunos
puntos estratégicos hacían vida los pelusas, los niños de la calle, aquellos
que por diversos motivos escapaban o no tenían hogar donde vivir.

—Por ti, huacho inmundo, yo soy una desgraciada. Todos me dejan


porque tu presencia los molesta. No me digas mamá. Te lo prohíbo. Los
vecinos se ríen de mí porque tengo un hijo huacho. No tengo libertad
para nada. ¡Maldita la hora en que naciste! No soy tu madre, ¿me
entiendes? ¡Soy tu tía! Cada vez que te miro veo al canalla de tu padre.

Después, tranquilizada, me dio una carta para que se la llevara a mi


padre. Yo pensaba «¿quién es realmente mi padre?, ¿cuántos padres
puede tener un niño?, ¿cuál de todos es mi padre?»

Por supuesto, esa vida en la calle a la que volvió una y otra vez hasta
integrarse a ella, lo hizo adoptar valores distintos a aquellos que pudieron
serle traspasados en La Ciudad (ese lugar difuso que esos niños sin techo
entendían como todo lo que estaba más allá del lecho del río, con sus
reglas y personas a quienes no entendían y con quienes no les interesaba
formar ningún vínculo). Es así como, en lugar de querer desarrollarse en La
Ciudad, como cualquier otro ciudadano corriente, su interés fue el de
crecer en el mundo del hampa donde finalmente se sumergió. Sus ídolos no
fueron quienes triunfaban en la vida capitalista, sino que aquellos que
mejor conseguían doblarle la mano a La Ciudad, a los giles, a los pacos, a
toda esa sociedad que renegaban y a la que solo trataban utilitariamente,
en sus robos diarios.

Este Luis, o Vicente, o Toño, o Alfredo (todos aquellos fueron sus nombres
durante su vida, según el momento y lugar donde estuviese) hizo del robo
diario una forma de subsistencia, y su más grande ambición fue
convertirse en un choro (choro, en su acepción original y correcta, refiere a
aquel que chorea, es decir, que se dedica al robo: un ladrón de profesión,
aceptado y valorado en el rubro y mundo del hampa).

Sé que sólo he dejado de ser ladrón, mas no por eso soy un buen o un
mal chico. Después de haber vivido como viví, nadie puede calificarme en
términos de bondad o de maldad. No estoy arrepentido. Recibí más daño
del que inferí, y hoy no siento rencor. Lo sentía, que es distinto. Cuando
herí o ataqué lo hice con quienes podían defenderse y a quienes nada
debía: ni gratitud, ni afecto, ni solidaridad. Estaba empeñado en ganar
mi guerra. Antes, no recibí ese mismo trato. Sólo ahora estoy
recibiéndolo. Y porque lo veo, lo siento y lo vivo así, mi conducta y mis
motivos de lucha están modificándose paulatinamente. (pág. 25)

Y como se trata de una historia real es inevitable que el autor no pueda


menos que dolerse, en retrospectiva, de cada uno de los hechos que como
niño tantas veces lo llevaron a la cárcel (lugar donde seguía
relacionándose con su mundo del hampa, y que no parece para nada una
sanción sino otra forma de sociabilizar con El Río), de recordar violaciones
y golpes que sufrió, y hasta las veces que fue torturado por los policías que
lo apresaban. Las infinitas veces que robó y cuánto quiso siempre ser
aceptado por aquella inconmensurable comunidad delictual que palpitaba
en el lecho del río.

Tengo cuarenta y seis años de edad. Me levanto de mi mesa de trabajo.


Estoy cansado y desgarrado por dentro. Cada vez que escribo vuelvo a
sentir lo vivido como una navaja rasgándome las carnes. Muestro mis
recuerdos hasta quedar sangrando por dentro. Cada vez vengo de más
lejos, del tiempo vivido y de la distancia recorrida. Voy dejando miasmas,
lágrimas y sangre. Es la huella ya surcada que ahora vuelvo a recorrer.

Fumaré un cigarrillo… (pág. 308)

Es un libro impresionante por su contenido, por su crudeza, por sus visos de


verdad, o de una cierta forma de verdad, tanto como lo pueden ser la
experiencia personal y las opiniones que de esta nacen. Es la vida del
hampa desde dentro del hampa, pero no la de un hombre arrepentido,
sino de alguien quien aún añora y respeta aquella forma de vida de la que
formó parte, a pesar de todo el dolor que siempre le causó. Esa añoranza
puede verse claramente en sus líneas, en su forma de relatar los hechos y
de recordar a ciertas personas, muchachos, hombres: delincuentes todos,
asesinos muchos de ellos, y sin embargo, personas rechazadas por La
Ciudad, víctimas a su manera, que viven una vida tratando de cobrar
venganza por hechos que ni siquiera son capaces de relatar.

La suerte de Alfredo Gómez Morel fue dispar. En vida sabemos que al


menos escribió tres libros, la trilogía compuesta por: El Río, La Ciudad, El
Mundo (este último también editado por Tajamar Editores, en un bello
trabajo de rescate de esa obra hasta entonces inédita) donde cuenta su
vida en estos tres espacios cada vez más amplios, desde ser un simple
ladrón del río, un pelusa, hasta convertirse en un choro, un líder, salir del
país y hacerse un nombre como delincuente internacional. Lo cierto es que
entre tantas estadías que tuvo en las cárceles, no solo chilenas, terminó
forjando una carrera literaria, y esta carrera, exitosa hasta cierto punto
entre otras cosas por lo particular de sus orígenes, lo llevaron a superar su
condición. Sin embargo, el infeliz destino hizo que terminara sus días
pidiendo públicamente ayuda económica para poder subsistir y seguir
escribiendo.

Pero necesito que alguien me ayude proporcionándome pan y techo por


espacio de seis meses, tiempo que ocuparía en podar, corregir y pasar en
limpio mi próxima entrega. (…) Tengo fe en mi libro. Sin embargo,
necesito esta ayuda que pido porque la enfermedad que tengo, la
cardiopatía, es irreversible y antes de morir quiero cumplir con el
compromiso que me hice a mí mismo. Este compromiso consiste en
señalar, en forma novelada, el único camino que la comunidad social
tiene para lograr que disminuya al máximo la delincuencia.(pág. 370)

Con todo, la popularidad y el impacto de El Río fue tal que el mismo


Neruda lo recomendó en Francia, resultando con una edición en Gallimard,
que vino a sumarse al éxito de más de 85 mil ejemplares vendidos de su
edición en español.

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