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LA PATERNIDAD CONCILIADORA

DE EL ENTENADO:
BORGES, DI BENEDETTO Y LA
TRADICIÓN ARGENTINA

Carlos Abreu Mendoza


Texas State University

Una cartografía de la tradición argentina

La tradición se presenta en la obra de Juan José Saer como un constante objeto de debate
e investigación. En textos como “Literatura y crisis argentina” (1982), “Tradición y cambio en el
Río de la Plata” (1999) y “El escritor argentino en su tradición” (2002) el autor santafesino deja
constancia de su interés por ciertas dicotomías fundacionales como oficial/marginal,
centro/periferia, talento individual/tradición y local/universal. En estas intervenciones críticas
Saer afirma que la “verdadera” literatura es aquella producida desde la marginalidad, esto es,
gestada al margen de cualquier sobredeterminación externa que prescriba sus contenidos o
formas a la escritura. De este modo, la literatura argentina consistiría en una serie de escritores
bastante inclasificables que viven en tensión con las apropiaciones del poder institucional que
busca inmovilizarlos dentro de una noción inmutable y normativa. Para Saer, “toda literatura está
constituida por tradiciones múltiples […] que se modifican continuamente” (“Literatura” 107). A
esta convicción se une el hecho de que, al entrar en el versátil curso de la tradición, todo escritor
capaz de crear imágenes perdurables forja un lugar “que está más bien dentro del sujeto, que se
ha vuelto paradigma del mundo y que impregna, voluntaria o involuntariamente, con su sabor
peculiar, lo escrito” (“Literatura” 105). En estas palabras Saer establece una conexión
indisociable entre escritura y lugar, dos términos que resuenan con fuerza en la mayoría de las
lecturas críticas de su obra.1
Ricardo Piglia se hace eco de este imaginario espacial cuando concluye que “en ningún
otro escritor […] es tan pertinente la relación entre la ficción y la cartografía como en Saer. La
ficción es una cartografía” (“Prólogo” 8). La observación de Piglia atestigua el especial interés
de la crítica por “el siempre difícil, atípico lugar de Saer” (Gramuglio 299) en las letras
latinoamericanas y, particularmente, en las letras argentinas. En su estudio Héroes sin atributos

1 Como es bien sabido, varios de los títulos de su obra narrativa––En la zona (1960),
Unidad de lugar (1967), Lugar (2000)––anuncian esta referencialidad espacial. En La dicha de
Saturno, Julio Premat aporta una ordenación sistemática de la obra saeriana en la que su primer
libro—En la zona—supone una configuración del espacio originario y genésico de la producción
de Saer. Esta “zona” saeriana ha sido estudiada, entre otros, por Beatriz Sarlo, María Teresa
Gramuglio y Jorgelina Corbatta.

161
162 La paternidad conciliadora de El entenado

(2009), Julio Premat plantea que la escritura moderna en Argentina presupone la construcción de
una figura de autor. Se trata, según el crítico, de una figura que los propios escritores inventan o
reescriben dentro y fuera de su obra, y que se presenta en espacios dinámicos llenos de
oposiciones, tensiones y conflictos con la tradición (15). Mi propósito no es volver a realizar una
lectura del lugar de Saer en relación al extenso horizonte literario de Argentina, algo que ya han
hecho los críticos nombrados, sino concentrarme en El entenado (1983) como novela que
articula un nuevo modo de leer y pensar la tradición cultural.
En “Tradición y cambio en el Río de la Plata” Saer desarrolla una ontología literaria y
espacial de la región, que define como un lugar marcado por su aislamiento geográfico en el
continente americano, las continuas transformaciones sufridas y un gusto por lo lejano y lo
heterodoxo que se materializa en la hibridez de textos como Facundo (1845), El matadero
(1871) y Martín Fierro (1872). Asimismo, esta naturaleza particular es el producto de la relación
con lo español y europeo y, tras su separación e independencia, con los nuevos inmigrantes que
llegan a la región. En esta breve radiografía, Saer observa que lo que se encuentra bajo su
superficie es el sabor amargo del abandono, el sentimiento de “destino no cumplido, de espera
inútil” (103) representado por Antonio Di Benedetto en Zama (1956). Este autor se inscribe
entonces en el corazón mismo de la tradición, en su desgarradura más íntima, a diferencia de
Jorge Luis Borges, al que Saer ubica en el lugar de la respuesta a la herida.
Como aclara en su trabajo “Borges como problema”, este se adueña de un terreno
marcado por una seguridad ilusoria y fugaz, de destino que quiere verse cumplido en la tradición
de Occidente a la que se adscribe olvidando la especificidad de la cultura argentina, que, por otra
parte, su obra refleja a pesar de todo. Reapropiándose del legado de Borges y de Di
Benedetto, en El entenado Saer encuentra una manera de resolver el abandono y la orfandad que
definen a la región y su literatura, allí donde el primero había elegido negarla y el segundo la
había tratado como repetición interminable de una espera. En otras palabras, si la tradición
rioplatense lidia con el abandono y la orfandad, esta novela logra anular la condición de huérfano
construyendo una paternidad con los materiales de esa propia tradición.
Es hoy en día una perogrullada hablar de la oposición entre Buenos Aires y el interior del
país, problema político de orden general que atañe a la literatura como a muchas otras cuestiones
de la nación. La obra de Saer se erige como un testimonio imprescindible de esta tensión en el
centro mismo de la cultura argentina. Como afirma Piglia, “Saer hace del lugar provinciano el
centro en que entran todos los debates y discusiones que están en ese momento circulando en
cualquier otro sitio. Se trata de un lugar desclasado, lo que en la literatura argentina significa
fuera de Buenos Aires, fuera del lugar donde se legitima la tradición dominante de la cultura
argentina” (“Prólogo” 9). En este lugar marginal se ubica también la figura de Di Benedetto, un
autor que “nunca fue reconocido en los centros de legitimación del sistema literario nacional”
(Premat, Héroes 131). Oponiendo la marginalidad de Di Benedetto a la centralidad del espacio
de inmanencia que la crítica reserva para escritores como Borges, Julio Cortázar y Adolfo Bioy
Casares, Saer no duda en devolver al autor mendocino al “lugar que merece y que ya empieza, de
un modo silencioso, lento y férreo a ocupar” (“Zama” 47) dentro de una tradición “rica y diversa,
creadora y viviente” (“El escritor” 61). Con una función estratégica similar a la que Piglia señala
en Borges, la defensa de Di Benedetto permite a Saer reclamar la centralidad de su condición
periférica como escritor argentino.2

2
Piglia observa que Borges defiende géneros como el relato policial y la literatura
fantástica en antologías, reseñas y prólogos con la intención de incluirlos en un canon en el que
entrará su propia literatura: “esto es lo que llamo lectura estratégica: un crítico que constituye un
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En este punto resulta útil recuperar la metáfora de la librería argentina empleada por
Héctor Libertella para definir la literatura del país como un enigma pasional que se resuelve a
partir de las formas de leer la tradición (209). Este rol fundacional de la lectura invita
inevitablemente a pensar en Borges, que hizo de esta actividad el centro dramático de muchas de
sus ficciones y la convirtió en un programa literario que, según Alan Pauls, es la herencia mayor
que de él recibieron los escritores argentinos, en tanto que les permitió enfrentarse a la literatura
sin complejos (“La herencia” 188). Sin embargo, la observación de Pauls apunta a un dilema que
tiene lugar dentro de los contornos de la librearía argentina y que consistiría en la lectura que
cada escritor ha hecho de la misma.
Una mirada veloz a los diferentes tratos de Cortázar, Bioy Casares, Piglia o el propio
Saer con la tradición nos muestra que Borges ocupa un centro al que se dirigen gran parte de sus
reflexiones y prácticas literarias. La inevitable aparición de Borges, tan invasor como la región
de Tlön, hacen que el escritor argentino se sienta amenazado por su ubicuidad, por el hecho,
comentado por Pauls, de que “siempre tropezamos con Borges […] cualquier idea sobre la litera-
tura que conciba o practique un escritor argentino se mueve en un campo de problemas,
disyuntivas y enigmas que la literatura de Borges delimitó, organizó y, a su manera, ‘solucionó’
[…] y del que incluso previó las incertidumbres con las que desvelaría a las generaciones futuras,
borgeanas o no” (“La herencia” 181). Volviendo al caso de Saer, que es el que me ocupa en este
trabajo, él mismo confesó que Borges se encontraba entre los autores que más releía
(“Entrevista” 293) y la cantidad de ensayos que le dedicó demuestra una atención constante a su
figura. Por último, como ha señalado Beatriz Sarlo, Saer no fue ajeno al vampirismo de Borges
en la tradición argentina, llegando a ceder su sangre como gesto de ofrenda al poder de la
influencia borgeana:
Sin Borges, ¿qué habría sido Saer? Su primer libro … es tan borgeano como un
homenaje o una ironía. Después, Saer (lector de Borges, de los mejores) se dedica
a lo suyo, como si En la zona hubiera sido el paso necesario para mostrar que
cualquiera imita a Borges, en un momento de copia necesaria y de competencia
temeraria que, una vez atravesado, abre un territorio original. Copiar para
exorcizar; copiar para ausentar. (“Si no hubiera” n. pág)
La imagen empleada por Sarlo vuelve a reincidir en la condición espacial, cartográfica,
de la obra de Saer, donde la imitación se muestra como frontera tributaria que se debe traspasar
para abrir un territorio original, la estampa saeriana en las letras argentinas. Lo que me interesa a
partir de aquí es hacer una lectura de El entenado como una ficción fundamental en la
constitución de este territorio en tanto que en ella Saer articula una posible genealogía para la
literatura argentina. Siguiendo a Nicolás Rosa, entiendo la intertextualidad que tiene lugar en
esta novela como “reconocimiento de las articulaciones del texto en su relación de filiación
textual como lectura de los ancestros […] La relación de los Ancestros Textuales con sus
descendientes se da en la doble relación de determinación intra-textual […] lo que el texto
recuerda de otros textos, rememoración, citación, pero también aquello que el texto olvida, la
deslectura” (22-23). De esta forma, El entenado lee y deslee a Borges y Di Benedetto, ofreciendo
una paternidad conciliadora para dos autores, cuyas respuestas a la desgarradura en el corazón de
la tradición argentina, inconmensurables en apariencia, mantienen, sin embargo, puntos
relevantes en común.
El entenado ocupa, según Premat, un lugar especial en el conjunto de la obra de Saer
como mito fundacional de la región y “ficción mitificante de la propia obra” (Héroes 185). En la

espacio que permita descifrar de manera pertinente lo que escribe” (“Borges” 155).
164 La paternidad conciliadora de El entenado

novela se cuenta la historia de un niño huérfano que se embarca en una expedición al Río de la
Plata en los tiempos de la conquista del Nuevo Mundo y es capturado por una tribu indígena, de
nombre colastiné, que devora al resto de sus compañeros.3 Tras pasar diez años en compañía de
esta tribu, el joven consigue regresar a España, recupera su lengua materna y aprende a leer y
escribir para poder desempeñar la función que la tribu colastiné le había asignado: ser su
narrador frente al mundo.4 La mayoría de los análisis de la novela se detienen en las implica-
ciones del canibalismo (Albornoz, López, Rabinovich) o en su participación en la relectura de la
historia (Blanco, Iglesia, Plotnik). Como denuncian Sarlo (“La condición”) y Premat (Héroes),
muchos textos de Saer se analizan desde conceptos críticos que resultan limitados. El entenado
no es una excepción a esta tendencia pese a ser la novela de la que existen más ensayos críticos.
Por desgracia, más que variedad de aproximaciones, esta abundancia ha generado una
serie estudios de corte similar que se propone analizar su condición de novela histórica y
desentrañar la influencia de Borges. El interés de la crítica por lo histórico suele contradecir el
desprecio que Saer sentía por este tema: “si bien El entenado es tal vez de mis libros el que ha
suscitado más traducciones, estudios y comentarios, muchas veces lo han exaltado por ser un
relato lineal o, peor aún, una novela histórica, lo que confirma esa observación sagaz de Lacan,
según la cual en el elogio ya viene inevitablemente incluida la injuria” (“Memoria” n. pág).5 En
cuanto a la influencia de Borges, es posible observar dos vertientes críticas; aquellos que, como
Ricardo Hernández Echávarri y Cristina Iglesia, encuentran en Borges la mayor conexión
intertextual de la novela, y otros que analizan el lugar de Borges dentro del contexto mayor del
proyecto narrativo saeriano (Riera, Premat).6
El reconocimiento del peso intertextual de Borges ha eclipsado a otras posibles
influencias como Zama, considerada tradicionalmente la precursora de ciertas novelas argentinas
de los ochenta como Respiración artificial (1980) de Piglia. En su reseña de Zama, Saer celebra

3El nombre Colastiné hace referencia a dos lugares llamados Colastiné Norte y Sur que se
encuentran a unos ocho kilómetros al este de Santa Fe, rodeados por una enorme red de ríos y
arroyos. Saer vivió seis años en Colastiné Norte, una experiencia que determinó su arraigo a la
región en la que transcurren muchas de sus ficciones. El cuento “Algo se aproxima”, publicado
en su primera colección de relatos, narra una conversación entre amigos donde se traza el boceto
de una poética de arraigo al lugar que será tan característica de la obra de Saer: “Una ciudad es
para un hombre la concreción de una tabla de valores que ha comenzado a invadirlo a partir de
una experiencia irracional de esa misma ciudad […] La ciudad que uno conoce, donde uno se ha
criado, las personas que uno trata todos los días son la regresión a la objetividad y a la existencia
concreta de las pretensiones de esa conciencia” (152).
4Agradezco la observación de uno de los lectores anónimos de este trabajo acerca de la

existencia de dos antecedentes textuales muy tempranos en la obra de Saer, los relatos
“Paramnesia” y “El intérprete”, publicados respectivamente en Unidad de lugar (1966) y La
mayor (1976). Ambos textos desarrollan algunos de los temas fundamentales de El entenado
como la “traducción” de la alteridad, el exterminio del mundo indígena y la relación delirante del
español con el mundo americano, por lo que constituyen ensayos o versiones previas de la
escritura de la novela y, por lo tanto, también dialogan con Zama.
5 Este rechazo a la posible filiación histórica de su novela es compartido por Di

Benedetto, quien, en una entrevista con Gunter Lorenz, afirma que prescindió “del Paraguay
histórico, […] de la historia, mi novela no es una novela histórica, nunca quiso serlo” (132).
6
Corbatta explora también esta influencia borgeana, pero se centra especialmente en Lo
imborrable (1992) (“Diálogo/s” 92).
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el hecho de que esta novela no cabe en ningún marbete crítico y se aleja del archivo histórico, ya
que, para Saer, toda narración transcurre en “el presente, aunque habla, a su modo, del pasado. El
pasado no es más que el rodeo lógico, e incluso ontológico, que la narración debe dar para asir, a
través de lo que ya ha perimido, la incertidumbre frágil de la experiencia narrativa, que tiene
lugar, del mismo modo que su lectura, en el presente” (“Zama” 49). Con lo anterior Saer hace un
elogio de la estrategia narrativa de la novela de Di Benedetto, quien aspira a “exaltar la validez
del presente y hacerlo más comprensible mediante un alejamiento metafórico hacia el pasado”
(49). Pese a referirse a Zama, estas palabras podrían muy bien aplicarse a El entenado, cuyo
personaje busca en el pasado las claves para entender su presente. Las coincidencias formales en
ambas novelas sugieren que Saer encontró en Zama algo más que una inspiración subconsciente
nacida de la admiración.

El renacer de Diego de Zama

La historia de Zama transcurre a finales del siglo XVIII y es la narración de diez años de
la vida de un hidalgo hispanoamericano llamado Diego de Zama. El espacio geográfico no se
especifica, pero los indicios textuales parecen situarlo en Asunción del Paraguay. Di Benedetto
dedica su novela “a las víctimas de la espera” (5) y su protagonista, un funcionario de la corte
que vive alejado de su esposa mientras aguarda un ascenso, se define por su sensación de soledad
y abandono en un mundo que lo aboca a la degradación. Como indica Gaspar Pío del Corro, la
estructura temporal de la novela, dividida en tres secciones marcadas por sendas acotaciones
temporales (1790, 1794, 1799), responde “al proceso de mengua que sufre el protagonista: en la
primera época es huésped honorable de una residencia familiar de rango, en la segunda se
degrada sucesivamente hasta […] una casona derruida y fantasmal; finalmente, en el tercero no
hay para Don Diego más hábitat que la desolada intemperie, fuertemente simbólica” (39). Al
final de la novela lo vemos como superviviente de una ruinosa expedición de captura del bandido
Vicuña Porto por el norte del Paraguay. Las últimas páginas relatan el castigo de la mutilación de
sus dos manos impuesto por Vicuña y la posterior salvación del protagonista gracias a la
aparición de un niño rubio que se le había presentado en tres ocasiones previamente. En este
encuentro, el hombre parece entender que ese niño no es otro que él mismo, su proyección como
ser “que no había nacido de nuevo” (262). El diálogo final entre los dos constata que la espera
aún no ha terminado, que el hombre no ha encontrado ni encontrará aquello que aguarda.
En esta breve recapitulación de la trama aparecen muchos de los elementos que
caracterizan El entenado: la espera, los motivos de nacimiento y paternidad, y el sentimiento de
soledad en un universo incomprensible. ¿Podría decirse entonces que Saer adopta de Zama su
inspiración, tema y estilo? Esta cuestión no ha interesado especialmente a la crítica, que señala
en ambas un similar anacronismo lingüístico (Monteleone 164) o considera a Zama simplemente
como un precursor textual (Riera 78), sin llevar más allá las coincidencias temáticas y formales
en ambas novelas. Lo que resulta innegable es que El entenado marca un punto decisivo en su
proyecto narrativo (Riera 19), donde Saer parece tomarse un descanso de sus experimentaciones
narrativas a la nouveau roman y regresa a la inteligibilidad del relato (Premat, La dicha 14),
sorprendiendo con un estilo sobrio que raya en el clasicismo (Kohut 22). Coincido con estos
críticos en reconocer el lugar destacado que ocupa El entenado en la narrativa saeriana, pero en
lo tocante a Zama, no es suficiente verla como una simple precursora. Una lectura atenta de
166 La paternidad conciliadora de El entenado

ambas novelas permite afirmar que, veintisiete años después de la aparición de Zama, Saer
realiza en El entenado una sutil reelaboración de la ficción de Di Benedetto.7
Zama se inicia con la postulación del deseo del protagonista de viajar a una metrópoli
española. La narración de Saer comienza igualmente con el deseo del niño huérfano de alejarse
del “lugar donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte
circular” (12). El deseo de viaje constituye a ambos personajes, quienes viven a la espera de la
revelación de un acontecimiento que les permita acercarse a aquello que andan buscando detrás
de lo desconocido. Asimismo, ambos comparten la intuición de que detrás del lugar al que se
dirigen no hay nada. Diego de Zama intuye que su descontrolado deseo sexual lo aboca al vacío
y por eso “tenía miedo del final, porque, presumiblemente no había final” (82). Este nihilismo no
solo se proyecta hacia el futuro sino que también concierne al lugar de origen como se observa
en la insistencia con la que el narrador de El entenado afirma que el origen de su genealogía está
en la nada: “si para cualquier hombre el propio pasado es incierto y difícil de situar en un punto
preciso del tiempo y del espacio, para mí, que vengo de la nada, su realidad es mucho más
problemática” (101-02).
Este lugar, que es a su vez origen y destino, es el que reconoce Diego de Zama tras ser
salvado por el niño al final de la novela: “volvía de la nada. Quise reconstruir el mundo” (262).
Idéntico lugar señala el huérfano narrador de la novela de Saer en relación con el nacimiento:
“para mí, que vengo de la nada, y que, por nacimientos sucesivos, estoy volviendo, poco a poco,
y sin temblores, al lugar de origen” (127). El motivo del nacimiento y la paternidad es probable-
mente el que se repite con más insistencia en ambas ficciones. En Zama hay constantes
referencias al acto de nacer y ser padre. Por ejemplo, la segunda sección de la novela, titulada
“1794”, se inicia con una cosmogonía en la que el Dios creador se presenta como un padre que
termina por volverse invisible a sus criaturas. La narración desciende al nivel del hombre, y
entonces Diego de Zama, en un paralelismo con la situación genésica correspondiente al plano
de la divinidad, afirma su deseo de “ser padre” (134). Sin embargo, su paternidad termina siendo
una simulación exacta de la del dios, ya que Diego abandona a su hijo poco después de que
nazca.
La orfandad es algo más que una separación de la genealogía familiar. Si bien es cierto,
como afirma Premat en La dicha de Saturno (2002), que en El entenado estamos ante una
orfandad de dimensiones cósmicas, también es justo señalar que se trata de una reformulación de
la soledad y el vacío existencial presentes en la novela de Di Benedetto. Según el narrador de la
novela de Saer: “toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años […] Ahora
que estoy escribiendo […] me doy cuenta de que […] esa criatura que llora en un mundo
desconocido asiste, sin saberlo, a su propio nacimiento. No se sabe nunca cuándo se nace: el
parto es una simple convención” (40-41). Este nacimiento elegido por el protagonista se inspira
en el regreso final de Diego de Zama, quien vuelve de la nada con la intención de reconstruir el
mundo, cual si fuera el Dios de aquella cosmogonía trágica.
Los pocos ejemplos hasta aquí aportados confirman suficientes coincidencias de
imágenes, temas y motivos para afirmar que Saer toma la novela de Di Benedetto como su
inspiración. Igualmente, se podrían dar argumentos que nieguen un ejercicio de reescritura per
se. Es cierto que la estructura formal de la novela de Saer nada tiene que ver con Zama. Mientras
que una es la narración de un anciano que se sumerge en el pozo de su memoria, la otra es la
narración cronológica de los diez años de vida de un hombre. Una transcurre en la conquista, la

7
Fernando Reati analiza las coincidencias entre las novelas de Saer y Di Benedetto pero
se limita al imaginario americano de la utopía frustrada.
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otra en la colonia. Por último, se puede decir que el narrador de la novela de Saer emprende un
viaje de ida y vuelta mientras que Diego de Zama nunca consigue salir de donde se propone. Lo
que importa notar aquí es que, aun cuando estas son objeciones razonables y legítimas, acaban
reduciendo el acto de reescritura a una cuestión de identidad diegética entre dos ficciones, como
si una tuviera que simular exactamente la peripecia de la otra. El ejercicio de reescritura que
emprende Saer no trata de reproducir exactamente las coincidencias mencionadas sino asumir las
ideas que definen la propuesta de Di Benedetto en Zama, como la convicción acerca de la
inconmensurabilidad entre realidad y lenguaje.
Si hablamos de una tesis o proposición acerca de la realidad y del lugar del hombre en el
universo, las dos ficciones parecen simétricamente ubicadas en el mismo terreno; se trata de un
espacio inestable que “representa aun su incapacidad mimética” (Monteleone 155). Ambas
novelas proponen un cuestionamiento empírico de la representación, pero este no ocurre a través
de una narración que se confiesa incomprensible; todo lo contrario, la linealidad y claridad
diáfana del lenguaje de ambas novelas revela la naturaleza inasible de lo real desde la percepción
y la perplejidad de sus personajes frente al mundo. Jorge Monteleone precisa acerca del texto de
Saer que su realidad aparencial “se reintroduce en el mundo para declarar la radical exterioridad
del mundo respecto a la conciencia” (156).
En el caso de Zama, su protagonista se encuentra sumido en un mundo extraño y hostil,
que a menudo le hace perderse en el ensueño, consciente de que “mal me causaba, eso sí, que lo
real me resultase inasible” (44). El protagonista descubre que “no se puede renunciar a vivir
medio día: o el resto de la eternidad o nada” (53), que la vida se hace a cada momento y la
realidad del mundo proviene de la percepción. Dos ejemplos sirven para ilustrar esto último. En
el primero Diego de Zama le muestra su hijo a su compañero Rodríguez, quien al percibirlo le
otorga su existencia: “el niño, para él nacía en ese momento” (168). Unas páginas más adelante,
Diego siente un fuerte deseo de salir de su habitación y, en el instante previo a actuar, adquiere
una certeza con respecto a la realidad exterior del patio: “yo sabía que no estaba tras la puerta,
sino en mí y que cobraría vigencia real sólo cuando yo estuviese en él” (179). Estas breves
referencias a la filosofía idealista en Zama se convierten en un auténtico leitmotiv de la novela de
Saer y un punto de encuentro con el universo borgeano que, como es bien sabido, muestra una
predilección similar por la inestabilidad de lo empírico que proclama esta escuela filosófica. Los
idealistas afirman que la realidad la hace cada uno en su percepción. Ante el callejón sin salida
que presenta el sueño como suspenso de la realidad al dejar de ser percibida, George Berkeley
proclama que la realidad es un sueño de Dios. Cuando el sujeto deja de percibirla es Dios quien
sigue haciéndolo por nosotros y si dejara de hacerlo por un instante el mundo desaparecería. En
El entenado, el narrador sugiere que los indios, en tanto que receptores y habitantes del universo,
ocupan el lugar de Dios en el imaginario idealista al sostener el incierto mundo con su existencia.
El mismo narrador nos dice que las estrellas están ahí porque “los indios a cada momento las
sostenían” (164); de ahí que la destrucción de la tribu adquiera una dimensión cósmica y aboque
a su narrador a la melancolía.8
Dentro del mundo estructurado de los indios, el narrador es el testigo que hará que
perduren. Y esta tarea, como él mismo nos dice, es establecida por los nativos, que necesitan de
ese extranjero al que asignan la esperanza de la perpetuación en su lucha con la contingencia.
Esta trama del cautiverio y la condición de testigo del protagonista puede rastrearse también en

8
Como señala Gabriele Schwab la narración del entenado “is an exercise in belated
mourning, an attempt to give back to the outside what had been lost inside him in melancholic
encryptment” (91).
168 La paternidad conciliadora de El entenado

Zama, donde el protagonista es capturado por el bandido Vicuña y hecho prisionero por los
indígenas que lo acompañan. Pese a que las circunstancias de su captura parecen indicar todo lo
contrario, como ocurre en El entenado, Diego de Zama nunca llega a temer por su vida. De
hecho, al preguntarse por qué ha vivido, se contesta que por la espera, para luego explicar: “y
entregado a una bruta inercia, como si mi cuota estuviera por agotarse, como si el mundo fuera a
quedar despoblado porque yo no iba a estar más en él” (256).
Los captores de la novela de Saer sienten un temor similar al intuir que el universo ha de
desaparecer con ellos: “amenazados por todo eso que nos rige desde lo oscuro […] hasta que un
buen día […] nos devuelve a lo indistinto, querían que de su pasaje por ese espejismo material
quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador” (163). Esta función
de testigo con la que la tribu quiere ahuyentar su desconfianza fenomenológica viene anunciada
y sugerida en la novela de Di Benedetto cuando Diego dice de sus captores: “me admitían ya
como testigo” (257). Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en El entenado, Diego solo es
testigo durante el tiempo que permanece con los indios ciegos, ya que prefiere morir a seguirlos
en su búsqueda de piedras preciosas que, como él sabe, no son más que apariencias. Por eso elige
despertar a los indios de esta ilusión y al final es castigado con la mutilación de sus manos.
La idea del prisionero como testigo parece haberle dado a Saer el gran motivo de su
novela, motivo que en Di Benedetto supone la posibilidad de un abrupto corte en la espera de su
héroe y que termina devolviéndolo al lugar donde empezó. Don Diego no ha crecido en todo ese
tiempo, como le dice el niño al final. Aunque él no pueda verlo, ha vuelto a nacer de nuevo y,
como el narrador de El entenado, se encuentra atrapado en la repetición. Necesita de la
repetición porque esta le otorga unas pocas seguridades acerca del mundo: “el indicio de algo
imposible pero verdadero, un orden interno del mundo” (El entenado 138). En la última página
de Zama, la aparición repetida del niño, que al final sigue teniendo doce años pese a que han
transcurrido diez en la narración, es un eco que Saer parece haber escuchado en su novela
cuando describe las diferentes repeticiones: el rito antropófago que se reitera con precisión en la
tribu durante los diez años que el entenado habita entre ellos, la llegada de un nuevo prisionero
sobre el que la tribu impone idénticos rituales, y el rito diario de la cena que cada noche consuela
al anciano narrador. Asimismo, el avance del tiempo en el relato está condicionado por la
repetición de estos gestos y acciones que apuntan a la inminencia de una revelación en la
sucesión de días y noches evocados por la narración. A la espera de la erupción epifánica, al
narrador no le quede más que confesar su perplejidad e incertidumbre en medio de una
temporalidad llena de reincidencias que se condensan en el gesto de empuñar la pluma cada
noche “haciéndola trazar, en nombre de los que ya, definitivamente, se perdieron, estos signos
que buscan, inciertos, su perduración” (138).
Finalmente, es posible añadir una última simetría con la que cerrar el círculo de la
reescritura. El narrador de El entenado es un hombre que dice escribir una vez que han pasado
sesenta años de aquella mañana en que arribó a tierras americanas. Nunca antes nos ha dicho la
edad que tenía al llegar; sabemos que es un niño que ha dejado atrás la infancia, que bien puede
tener los doce años del niño que se le aparece en cuatro ocasiones al protagonista de Zama y que,
como sugiere la novela, es su propia conciencia desdoblada. Ante esto es lógico preguntarse si el
narrador huérfano de la novela de Saer podría ser la encarnación de un nuevo nacimiento del
protagonista de Zama, o mejor aun, ser el primer nacimiento de Diego de Zama, el inicio funda-
cional que lo une a la tierra americana de la que luego no podrá salir. Recordemos también que
diez son los años de la vida de Diego de Zama que se narran en la novela y diez años es el
tiempo que permanece el entenado entre los indios.
En la búsqueda paralela de ambas novelas hay dos elementos metafóricos esenciales que
cumplen una idéntica función: la noche y la luna para los dos personajes suponen lo incierto, lo
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que se posterga tras la espera. Como ilusión de fuga existe el viaje. En Zama, este nunca se
produce, los extremos del Atlántico nunca se tocan; el personaje está condenado a América, toda
tarea o empresa acaba anulada, y el hombre abandonado a su conciencia y su soledad. En El
entenado el viaje es bidireccional, implica un regreso, y hay un descubrimiento del “color justo
de nuestra patria” (188) revelado en la noche del eclipse con los indios tal y como se rememora
en las últimas líneas de la novela. Esa noche descubre al entenado que su destino es duro y de
hierro, que la sucesión de días y noches no tiene otro final que el matadero. En esto se iguala a
Zama, aunque parece corregir su visión de América como un laberinto que encierra a sus hijos.
La diferencia es que Saer concede a su personaje la posibilidad del regreso al Viejo Mundo y el
descubrimiento de la escritura como una tarea que justifica la existencia individual. Por lo tanto,
el protagonista de Saer encuentra algo en lo exterior y permanece fiel al grupo que conforman los
indios a través de su narración escrita. Pese a la desaparición de la tribu colastiné, el narrador
sigue sintiendo que su lugar está allí o que al menos puede habitarlo con su escritura. A Diego de
Zama no le queda este consuelo, pues su desapego de los seres que lo rodean es total: “estaba
contento por mí, que cada vez quedaba menos ligado a la gente” (196), y al final sólo lo salva su
propio reflejo, que lo deja atrapado en la apariencia ilusoria del mundo.

Destino y escritura

Las coincidencias formales y temáticas señaladas hasta este punto indican que Saer toma
la novela de Di Benedetto como punto de partida para desarrollar una narración sobre la
problemática ontológica de la representación. Sin embargo, a diferencia de Zama, Saer ofrece a
su protagonista una posible redención en la escritura, que lo acerca a ciertas propuestas de la
literatura de Borges. Como expliqué antes, el narrador de El entenado no queda atrapado en la
claustrofóbica inmovilidad del protagonista de Zama, ya que encuentra en la escritura el acto que
justifica su existencia, acto que Borges definió tantas veces en términos similares: “yo vivo, yo
me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica” (“Borges y
yo”, en Borges 808). Sin duda la novela está llena de momentos borgeanos, pero quiero
detenerme en uno que alude al binomio escritura-destino:
[P]ara mí, que estaba fascinado por el poder de la contingencia, era como salir a
cazar una fiera que ya me había devorado […] Después, mucho más tarde, cuando
ya había muerto desde hacía años, comprendí que si el padre Quesada no me
hubiese enseñado a leer y escribir, el único acto que podía justificar mi vida
hubiese estado fuera de mi alcance. (120)
El lector avezado en la obra de Borges verá nítida la paráfrasis de “Nueva refutación del
tiempo” (1952) en la metáfora de la fiera: “el tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El
tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el
tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real;
yo, desgraciadamente, soy Borges” (771). Saer y su novela parecen disentir de la conclusión de
este famoso párrafo. El mundo que narra su entenado está condenado a la apariencia, nada se
puede afirmar de su realidad, ya que lo que se narra no es la percepción sino su vacilación o su
remedo (Monteleone 158).
El entenado se presenta desde el principio como la narración de una revelación siempre
diferida de la que el narrador sólo puede afirmar su incertidumbre. Esta cualidad la acerca a
ficciones como “El Aleph” (1949), un relato tradicionalmente leído como una alegoría de las
infinitas complejidades del espacio y el tiempo (Soja 56). Según Alberto Moreiras, el Aleph
supone un encuentro con el don, es decir, una revelación epifánica que presenta la esperanza de
170 La paternidad conciliadora de El entenado

tocar un más allá trascendente que avanza hasta el umbral de lo real y se instala en “un lugar
otro, un tercer espacio” (53). Personajes borgeanos como Funes el memorioso o el sacerdote de
“La escritura del dios” (1949) reciben el don de lo real y “la narración en la que aprendemos el
modo de experiencia revelatoria de […] esos personajes es así escritura de escritura: el texto […]
alude a un don posible para nuestra racionalidad pero no manifiesto a nuestra sensibilidad,
porque el don presenta lo real en su figuralidad o retirada textual” (63). Esta incapacidad
analógica entendida como desastre simbólico se convierte en una de las señas de identidad de la
escritura borgeana. El entenado es una novela que ahonda en la incertidumbre del don entendido
como revelación de orden trascendente y, al hacerlo, se adentra en un terreno que en las letras
argentinas se asocia inevitablemente con el factor Borges, “ese elemento singular” que, según
Nicolás Helft y Pauls, designa al “escritor más conspicuo de la historia de la literatura argentina”
(7).
Si, como acabo de afirmar, Saer entra en contacto en su novela con una de las
propiedades que constituyen el factor Borges, lo cierto es que no se trata de una simple
repetición de una temática borgeana sino de una respuesta narrativa que interroga los límites
ontológicos y estéticos de la revelación epifánica. Como ciertos personajes borgeanos, el
narrador de la novela de Saer experimenta la “insuficiencia analógica […] que […] marca y
constata la propia inefabilidad de la experiencia del Aleph como experiencia privada e
incompartible” (Moreiras 81). En su caso, el entenado recibe la revelación de la incertidumbre de
lo real, un mal del que reconoce que los indios “no supieron preservarme” (166) y se adentra en
el “inefable centro” (624) que angustia al Borges narrador de “El Aleph” y que no es otro que la
transcripción del misterio en el lenguaje sucesivo de la escritura. El cuento de Borges concluye
que el acceso es posible, pero la comunicación del mismo está abocada al exceso lingüístico de
las enumeraciones caóticas o al silencio.
Asimismo, en muchas ocasiones la revelación está asociada a la inminencia de la muerte
como evento que ofrece una conclusión viable al relato. Como explica Ariel Dorfman, en la obra
de Borges la antesala de la muerte es uno de los momentos predilectos para la revelación de los
secretos del universo o la comprensión íntima del destino personal (40). Esta relación muerte–
conocimiento desaparece en Saer, que se desliga del peso de Borges y, como Di Benedetto, niega
un descubrimiento que en cierta manera otorga trascendencia al acto de morir. Premat ahonda en
este punto al comentar la relación entre muerte y novela en la obra de Saer:
[A]unque la muerte está totalmente presente como horizonte y como
problemática, los personajes no mueren. Si toda la novela tradicional marca un
destino y si un destino se sella con la defunción, las ficciones saerianas, que
problematizan la arbitrariedad de la apertura y la exhaustividad del cierre […]
contradicen […] tal principio. […] la ruptura de la muerte es una perspectiva
ineluctable, constante-mente trazada, pero su concreción se sitúa fuera del texto
[…]: para esos persona-jes, verosímiles y por lo tanto mortales como todos los
hombres, se trata de sugerir una continuidad, una constancia y no la excepción de
un destino grabado en el bronce literario. (La dicha 42)
La literatura saeriana niega la posibilidad de que la muerte sea un momento de revelación
universalizante a la manera que lo entiende Walter Benjamin en “El narrador”: “en el moribundo
[…] no sólo el saber y la sabiduría del hombre adquieren una forma transmisible, sino sobre todo
su vida vivida, y ése es el material del que nacen las historias […] comunicando a todo lo que le
concierne, esa autoridad que hasta un pobre diablo posee sobre los vivos que lo rodean. En el
origen de lo narrado está esa autoridad” (121). Muchos de los personajes borgeanos se revisten
de la autoridad a la que se refiere Benjamin y de ella deducen su humanidad universalizante; tal
y como ocurre en cuentos como “Los teólogos” (1949) y “Tres versiones de Judas” (1944) donde
Carlos Abreu Mendoza 171

ortodoxo y hereje, héroe y traidor, encuentran en la muerte su identidad indiferenciada. Una


lectura superficial de El entenado podría hacernos pensar que la profundidad de las reflexiones
del anciano narrador se origina en una supuesta verdad descubierta al final del camino. Todo lo
contrario. Esa revelación no termina de producirse, el protagonista no muere, ni siquiera en su
ancianidad vemos una amenaza, tan solo proximidad, experiencia cercana, pero no miedo ni
catarsis.

¿Cómo salir de Borges?

Josefina Ludmer se preguntaba “¿desde dónde se podría leer a Borges para salir de él?”
(289) y la obra de Saer ofrece un lugar idóneo para emprender tal proyecto. Con su negación de
la autoridad de la muerte, Saer sale del centro de influencia de Borges para reencontrarse con la
periferia de Di Benedetto. En El entenado la soledad del hombre ante la muerte es la misma que
se poetizaba en Zama, novela que también nos enfrenta con un protagonista que sigue vivo una
vez que cerramos el libro. Para Saer, el acontecer de la muerte, cuya repetición se produce con
matemática exactitud en las ficciones borgeanas, deja de ser uno de los ejes trascendentes de la
vida humana; es aquello que nos iguala, pero también aquello que nos individualiza y nos aísla
en nuestra soledad. Este posicionamiento frente a la muerte forma parte de un proyecto narrativo
que propone formas alternativas de problematizar cuestiones de índole filosófica. Textos como
El entenado o El limonero real (1974) se ocupan de narrar la falta de sentido del universo y
remiten a ciertos postulados borgeanos sobre la viabilidad de la mimesis frente a la
incertidumbre de la realidad.
A pesar de que la presencia de las mencionadas ideas de Borges es evidente, los textos
saerianos no encuentran consuelo en la posibilidad de descubrir un planeta cuyos hombres se
dedican a hacer desaparecer la realidad como ocurre en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1944); el
universo físico no es reemplazado por Tlön, ya que solo puede ser sustituido por una descripción
minuciosa de objetos reales que se contemplan con ojos alucinados (Monteleone 157). La
desaparición es un asunto capital en El entenado, pero no genera soluciones de lúdico
desencanto. Los indios colastiné experimentan una inseguridad ontológica que les lleva a negar
el ser y afirmarse en el parecer del mundo; la contingencia amenaza con hacerlos desaparecer en
medio de la incertidumbre de lo real. Su misma lengua certifica esta desconfianza
fenomenológica:
[E]n ese idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar. La más
cercana significa parecer. […] Pero parece tiene menos el sentido de similitud
que el de desconfianza. Es más un vocablo negativo que positivo. […] No es que
remita a una imagen ya conocida sino que tiende, más bien, a desgastar la
percepción y a restarle contundencia. La misma palabra que designa la apariencia,
designa lo exterior, la mentira, los eclipses, el enemigo. […] Para los indios, todo
parece y nada es. Y el parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la
inexistencia. […] todo eso que se presenta, nítido, a los sentidos, era para ellos
informe, indistinto y pegajoso. (148)
El exterminio de los indios––que se creen los hombres verdaderos––significa la
desaparición del universo para el narrador. Gabriela Copertari y Horacio Legrás han comentado
el hecho de que Saer propone en El entenado una subjetividad alternativa que nace de la
confrontación con la otredad de los colastiné. En Borges también encontramos personajes que
conviven con la otredad indígena como ocurre en “El etnógrafo” (1969), donde Fred Murdock,
un estudiante norteamericano de lenguas indígenas, recibe la doctrina secreta de su maestro tras
172 La paternidad conciliadora de El entenado

habitar más de dos años en una toldería. Como el narrador de la novela de Saer, Murdock es un
ser ajeno a la cultura con la que convive y de ella recibe una revelación de orden trascendente;
sin embargo, en el cuento de Borges es un narrador omnisciente el que, desde un lugar
indeterminado, confirma al lector que Murdock recibe el don de su maestro indígena. En una
reflexión sobre este cuento, Mabel Moraña se pregunta si la otredad es
el subterfugio a partir del cual el sujeto de la modernidad se reinscribe dentro del
horizonte escéptico de la posmodernidad refundando y refuncionalizando su
centralidad como constructor/gestor/administrador de la diferencia. ¿Puede
escuchar ese sujeto al otro y encontrar el lenguaje––la representación simbólica––
a través de la cual comunicar ese conocimiento? (106)
La respuesta borgeana es que el secreto del otro es comunicable, se puede acceder a él
desde la posición hegemónica de la ciencia y, aunque luego Murdock opte por el silencio, “el
otro queda del lado opuesto de la orilla como si […] no valiera la pena articular su historicidad
en nuestro discurso” (Moraña 121).
Esta actitud borgeana está documentada en muchos de sus textos sobre temas nacionales
así como en sus numerosas entrevistas y libros de diálogo. No hay más que echar un vistazo al
volumen Contra Borges (1978) compilado por Juan Fló para descubrir la animadversión que la
figura de Borges despertaba en la generación de escritores y críticos a la que pertenece Saer.9
Los ensayos recogidos en este volumen coinciden con muchas de las observaciones de Saer
sobre el elitismo borgeano y su artificial adscripción a la tradición europea. Asimismo, en sus
últimos veinte años de vida––aquellos en los que Saer está forjando su carrera como escritor
desde el exilio parisino––Borges fue una figura omnipresente en la cultura argentina y
latinoamericana. Su imagen y su palabra pasan a conformar el paisaje cotidiano de la radio y los
diarios, lo que conlleva una curiosa metamorfosis: la vida pública de Borges termina por eclipsar
a su obra literaria (Saer, “Borges” 118).
Como sugiere Pauls, en esos años llenos de homenajes y elogios que llegaban de todos
los rincones del planeta, Borges multiplica “las conferencias, los reportajes públicos, las
intervenciones periodísticas (esos materiales heterogéneos […] que alimentan la mayor parte de
su obra posterior a 1970)” (El factor Borges 69). En estas intervenciones públicas se percibe la
misma serie de imágenes y escritores que reaparecen una y otra vez en su obra y que la crítica ha
consagrado como emblema de la erudición borgeana. Además de la reiterativa revisión de
autores predilectos y anécdotas biográficas, el Borges oral reflexiona con insistencia––muchas
veces invitado por sus interlocutores––sobre el carácter nacional y la tradición. En torno a esto,
Borges no se cansó de repetir que el exterminio indígena fue la condición necesaria para la
evolución del país y el triunfo de la cultura letrada. Los ejemplos de esta actitud abundan en la
vasta literatura en diálogo de Borges, pero me limito a uno tomado de una entrevista con Jorge
Lafforgue que resulta bastante ilustrativo:10

9 Siguiendo el espíritu crítico del libro compilado por Fló, veintiún años después se
publica el volumen AntiBorges editado por Martín Lafforgue. Estas dos compilaciones ofrecen
un amplio muestrario de las voces que han críticado con dureza la posición de Borges, su
elitismo, el cosmopolitismo extranjerizante de su literatura, así como el peso que sus
concepciones––como representante del modelo social dominante––tuvieron sobre el devenir
cultural de la sociedad argentina.
10
Existe una gran cantidad de publicaciones que transcriben entrevistas y diálogos con
Borges, e incluso un voluminoso libro en el que se recogen las notas de Adolfo Bioy Casares,
quien durante años recopiló anécdotas de los encuentros con su amigo. El lector interesado puede
Carlos Abreu Mendoza 173

[Y]o no sé hasta donde tenemos algo en común con el resto de los países
de América. Por lo pronto, este es un país de clase media. Por ejemplo, Perú o
Colombia son países con una gran población indígena (que aquí no existe, porque
aquí matamos a todos los indios) […]
––¿Y usted justifica el exterminio de los indios? […]
––Bueno, creo que nosotros hicimos bien en librarnos de los españoles.
[…] Algo parecido sucedió con los indios. Asaltaban las estancias y había que
defenderse. Miren, mi abuelo fue jefe de las tres fronteras: norte y oeste de
Buenos Aires, y sur de Santa Fe. Mi abuela […] tuvo ocasión de conversar con
Catriel, con Pincén, con muchos caciques: eran bárbaros. Muchos no sabían
contar más allá del cuatro. La guerra contra los indios fue muy cruel de ambos
lados. Pero los españoles primero, y los que conquistaron el desierto después,
representaban la cultura. (42-43)
En esta declaración, Borges vuelve a la frontera como mito fundacional argentino, un
tema que ha dado lugar a una extensa literatura en la que sobresalen los nombres de Domingo
Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría y Lucio V. Mansilla. Este último convivió con los indios
ranqueles y, como la abuela de Borges, tuvo ocasión de conversar con varios caciques. Mansilla
no es uno de los autores más nombrados por Borges en sus múltiples disquisiciones sobre la
identidad argentina como pueblo civilizado, pero su obra refleja ese proyecto modernizante y
europeísta tantas veces elogiado por él y que acabó por convertirse en uno de los pilares del
discurso identitario de la nación.
El texto saeriano no es impermeable a estas ideas acerca de la tradición y los mitos
fundacionales, pero trata de desmontarlas con una nueva narración del origen que presenta una
alternativa a los supuestos beneficios civilizatorios del exterminio indígena que proclaman
figuras como Sarmiento y Mansilla. Es más, la obra más famosa de este último, Una excursión a
los indios ranqueles (1870), contiene un subtexto enterrado en la maraña de las referencias de El
entenado. Me refiero al episodio que cuenta las negociaciones del tratado de paz con el cacique
Mariano Rosas y culmina con la amenaza que le hace el coronel Mansilla ante el peligro de una
inminente rebelión de los indios: “si ustedes no me tratasen a mí y a los que me acompañan con
todo respeto y consideración, si no me dejasen volver o me matasen […] vendría un ejército que
los pasaría a todos por el filo de la espada […]; y en estas pampas inmensas, en estos bosques
solitarios, no quedarían ni recuerdos, ni vestigio de que ustedes vivieron en ellos” (104). A la
hora de describir el espacio de los colastiné, Saer también se refiere a la soledad y la inmensidad
que admira Mansilla: los indios habitan en una tierra “desnuda” (152) con ríos de apariencia
infinita (36); pero, a diferencia del militar decimonónico, el entenado se siente unido a “esa tierra
desolada, atravesada de ríos salvajes” (156) y es consciente de que destruir a los indios equivale
a destruir el universo:
Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo
entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía,
para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que,
entre tanta incertidumbre, eran los que se asemejaban más a lo cierto. Llamarlos
salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan
tal responsabilidad. (151-52)

consultar Borges at Eighty con Willis Barnstone, Borges el memorioso con Antonio Carrizo,
Libro de diálogos con Osvaldo Ferrari y Borges, sus días y su tiempo con María Esther Vázquez.
174 La paternidad conciliadora de El entenado

La escritura se presenta así no como la confirmación de la barbarie del otro, sino como un
ejercicio de duelo provocado por la preeminencia del exterminio indígena en el discurso
nacional. Como afirma Legrás, en la novela “the question of otherness is never simply a question
of a powerful subject conceiving another, disempowered one” (45), ya que el narrador crea una
subjetividad alternativa que parte de su identificación con la cosmovisión de los colastiné, entre
quienes descubre “el color justo de nuestra patria” (188).
El entenado se convierte de este modo en un texto que crea un discurso alternativo acerca
del tratamiento que la literatura ha dado a los dilemas de la nación y lo hace a partir de una
lectura de lo que representan las figuras de Borges y Di Benedetto dentro de la tradición
argentina. En cuanto a Borges, es cierto lo que argumenta Sarlo en Borges, un escritor en las
orillas (1993) acerca de la necesidad de una lectura que tenga en cuenta su ubicación como autor
periférico en relación a la literatura universal (16). Ahora bien, la lectura de Borges dentro de las
letras argentinas adquiere un signo distinto, ya que ahí se ha convertido, en palabras de Rosa, “en
un objeto excesivamente potente, en un artefacto semafórico que marca los caminos, las vías, los
derroteros, las fronteras y los límites de las zonas literarias y de los recorridos de la escritura”
(142). Borges no solo agota y fagocita a los escritores argentinos que deben pagar el peaje de su
influencia, cegados por la opacidad de su luz, sino que también, como señala David Viñas más
de veinte años antes de las agudas observaciones de Rosa, se apropia de un centro que “encarna
la culminación de la literatura burguesa en el Río de la Plata como resultante […] de desacreditar
la realidad concreta y de construir un producto que se le oponga y reemplace” (95).

Conclusión

En Respiración artificial de Piglia, uno de sus personajes afirma que la verdad de Borges
hay que buscarla en sus textos de ficción (124). Algo similar ocurre con la obra de Saer en tanto
que ofrece al lector una reevaluación del locus de la tradición. En El entenado la inestable e
indecible realidad del mundo aboca a la escritura a un terreno incierto donde la tradición parece
ser la única cosa que permite ofrecer una constante a la realidad, aunque sea la ilusión de la
permanencia del cambio. La novela entra de lleno en este devenir para relativizar la centralidad
de Borges y reclamar la periferia de Di Benedetto como una cualidad fundamental de la cultura
rioplatense, ya que este representa como ningún otro lo que Saer considera “nuestros desgarra-
mientos más profundos” (“Tradición” 104): la melancolía que provoca la violencia fundacional,
la soledad que genera la tradición de Occidente experimentada desde la periferia y las penurias
de una escritura producida lejos del discurso triunfalista de Buenos Aires. El entenado es un
relato acerca de una orfandad de dimensiones cósmicas que, al inscribirse en la tradición
literaria, deja de experimentar semejante abandono. El diálogo intertextual que mantiene con
Borges y Di Benedetto ofrece una paternidad conciliadora con la que Saer inscribe su lugar en
las letras argentinas.
Volviendo al protagonista de la novela, es necesario recordar que el único nombre que
recibe a lo largo de la narración es el que le dan los indios, el def-ghi, def-ghi con que lo señala
la tribu. El término como era propio de su lengua, “significaba muchas cosas dispares y
contradictorias” (161); indica aquello que está en lugar de otro, a las personas ausentes o
dormidas, al relator, al que representa un relato para su audiencia, al narrador, a aquel que imita
y ejerce las facultades de la mimesis. El mismo nombre podría darse a Saer en relación a la
tradición argentina y a los dos autores que la escenifican espacialmente. En su obra crítica el
escritor santafesino se presenta como intérprete y mediador de esa tradición, reservando para su
obra de ficción las funciones de narrador de la misma. A partir de la reformulación del mapa de
Carlos Abreu Mendoza 175

la tradición que tiene lugar en El entenado, Saer relativiza la centralidad de Borges al tiempo que
reclama la periferia dibenedettiana como centro constituyente y, al hacerlo, incluye, en este
nuevo y reformulado canon, su obra.

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