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pablo kreimer pablo kreimer

el científico también es un ser humano


¡Cuidado, científicos! Ustedes mismos están siendo
el científico también
estudiados… Sí, los sociólogos de la ciencia investigan es un ser humano
a esos bichos raros, que suelen aparecer despeinados, (la ciencia bajo la lupa)
de guardapolvo, con moscas en la cabeza y un pizarrón
en el bolsillo por si se les ocurre alguna idea genial
mientras viajan en el colectivo. Se trata, en definitiva,
de entender un poco a los científicos y a la ciencia, esa
mirada tan especial que tenemos para conocer el mundo.

Pablo Kreimer es uno de estos espías de la ciencia,


y en este libro cuenta de qué se tratan las actividades
de los investigadores, su club de amigos, sus papers,
sus conflictos y la relación entre la ciencia, la tecnología
y la sociedad (incluyendo nuestra sociedad “periférica”
con respecto a lo que ocurre en el primer mundo).

Lo cierto es que este libro es, tanto para los que quieran
saber qué es esa cosa llamada ciencia como para
quienes estamos del otro lado del mostrador –
o del microscopio, en este caso – verdaderamente
sorprendente y necesario. Por lo menos, salimos

pablo kreimer el científico también es un ser humano cql


bastante bien parados: el libro llega a la conclusión
de que el científico también es un ser humano.
Lo que no es poco.

ISBN 000-000-000-000-0

colección
ciencia que ladra...

x mm
Kreimer, Pablo
El científico también es un ser humano. - 1a ed. - Buenos Aires :
Siglo XXI Editores Argentina, 2009.
128 p. ; 19x14 cm. - (Ciencia que ladra... / Diego Golombek)

ISBN 978-987-629-084-5

1. Proceso Científico. 2. Científicos. 3. Sociedad. I. Título

CDD 001.42

© 2009, Siglo Veintiuno Editores S. A.

Diseño de portada: Mariana Nemitz

Diseño de colección: tholön kunst

isbn 978-987-629-084-5

Impreso en Grafinor // Lamadrid 1576, Villa Ballester,


en el mes de mayo de 2009

Hecho el depósito que marca la ley 11.723


Impreso en Argentina // Made in Argentina
Índice

Este libro (y esta colección) 9

Acerca del autor 11

El intruso o la “mosca en la pared”.


¿Para qué sirve la ciencia? 13
Algunas preguntas, 17. Un poco de historia: la
ciencia como objeto y el objeto de la ciencia, 18.
Ciencia, tecnología y sociedad, 23. El contexto
cambia…, 26. La ciencia es un producto social, 28.
¿Ciencia y sociedad?, 31. El famoso “modelo lineal
de innovación”, 34. ¿Usar la ciencia para resolver
problemas sociales? Sí, claro, pero la cosa no es
tan fácil…, 36

¿Ratones que hablan? Los laboratorios y los


científicos como objeto 41
Si la historia la escriben los que ganan…, 42. La
tribu de los científicos, 46. ¿De dónde salen los
enunciados científicos?, 50. Un cacho de cultura,
58. Problemas de método, 61

Comunidades, campos, arenas y playas 69


La Comunidad, 69. El campo científico (el fin de la
armonía), 78. Las arenas transepistémicas de
investigación, 87
8 El científico también es un ser humano

Publicar y castigar 93
El papel de los papeles y breve paso de comedia, 93.
Publicar y publicar, 97. Pero ¿qué es un paper?, 99.
La fabricación del paper, 104. Última revisión del
modelo lineal, 108

Ciencia y periferia 113


Un breve cuentito, 113. Barreras a romper, 118.
Ciencia y periferia, 121. Las tradiciones científicas en
la periferia, 124. CANA, 126. Integración subordinada.
¿Una nueva división internacional del trabajo
científico?, 131

Epílogo 139
Este libro (y esta colección)

Haced como si no lo supiera y explicádmelo.


Molière, El burgués gentilhombre

Luego de tanto tiempo de investigar animales, bacte-


rias, plantas o rocas, puede resultar muy extraño sentirse uno
mismo objeto de investigación. Pero de eso se trata este libro: de
estudiar a esos bichos raros, que suelen aparecer despeinados,
de guardapolvo, con moscas en la cabeza y un anotador en el
bolsillo por si se les ocurre alguna idea genial mientras viajan en
el colectivo. Se trata, en definitiva, de entender un poco a los
científicos y a la ciencia, esa mirada tan especial que tienen para
conocer el mundo.
Veamos en detalle qué es esto de la “sociología del laborato-
rio” y quiénes son sus protagonistas. Están entre nosotros, nos es-
pían mientras parecen tan quietecitos en un rincón de la me-
sada… Pasan mucho tiempo en laboratorios –sus favoritos son
los de bioquímica y biología molecular– y hacen observaciones
como la siguiente: “Los científicos pasan una enorme parte de su
tiempo mirando los números que salen de sus aparatos”.
¿Y quiénes son estos espías –y el mismísimo Pablo Kreimer es
uno de ellos, así que tengan cuidado– que se meten en nues-
tros laboratorios disfrazados de balanzas o de percheros –son
habilísimos– para usarnos como objeto de estudio? Hasta se
atreven a dudar de los hechos: “Los hechos son como las vacas;
si se los mira fijamente a los ojos, en general salen corriendo”.
¡Horror! ¿Qué hacemos entonces con las montañas de hechos
10 El científico también es un ser humano

que hemos estado acumulando a lo largo de tanto tiempo? ¿Y


qué les decimos a nuestros estudiantes de doctorado: váyanse a
rumiar a otra parte?
Lo cierto es que tanto para los que quieran saber qué es esa
cosa llamada ciencia como para quienes estamos del otro lado
del mostrador –o del microscopio, en este caso– este libro re-
sulta verdaderamente sorprendente y necesario. No es una nove-
dad el hecho de que los resultados científicos deben ser vistos en
el contexto de la sociedad –científica o “civil”– en que fueron in-
terpretados e incluso obtenidos, pero Kreimer va más allá, y no
deja aspecto del proceso científico con cabeza, ni siquiera a la
historia de la ciencia, los roles del científico en la sociedad, los
papers y la aventura de hacer investigación acá en la periferia del
mundo y del conocimiento.
Por lo menos, salimos bastante bien parados: el libro llega a la
conclusión de que el científico también es un ser humano. Lo
que no es poco.

Esta colección de divulgación científica está escrita por científi-


cos que creen que ya es hora de asomar la cabeza fuera del labo-
ratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profe-
sión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber
que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.
Ciencia que ladra... no muerde, sólo da señales de que ca-
balga.

diego golombek
Acerca del autor

Pablo Kreimer cereijido@fisio.cinvestav.mx

Nació en Buenos Aires y estudió sociología en la Universidad


de Buenos Aires. Luego, se metió con la ciencia, un tema
excéntrico para los sociólogos: hizo el doctorado en
Ciencia, Tecnología y Sociedad en el Centre Science,
Technologie et Société de París, ya que en esa época
remota (fin de los años ochenta del siglo pasado) no existía
ninguna formación en este campo en la Argentina.
Pasó varios años en laboratorios de Francia, Inglaterra y la
Argentina, con el pretexto de observar lo que hacían allí
adentro las “tribus” de científicos que producían
conocimientos. Algunos dicen, sin embargo, que intentó
compensar así una vocación frustrada por la investigación.
Escribió varios libros: De probetas, computadoras y ratones:
la construcción de una mirada sociológica sobre la ciencia y
L’Universel et le contexte dans la recherche scientifique,
ambos de 1999; Producción y uso social de conocimientos
(2004); Culturas científicas e investigación agrícola en
América Latina (2005); Ciencia y periferia. Nacimiento,
muerte y resurrección de la biología molecular en la
Argentina. Aspectos sociales, políticos y cognitivos (2008,
por el que obtuvo una de las menciones del Primer
Concurso Nacional de Ciencias). Publicó también cerca de
12 El científico también es un ser humano

un centenar de artículos en español, inglés, francés,


portugués y árabe (¡¡¡papers, bah!!!).
Sus preocupaciones se orientan a comprender el papel
social de las ciencias, en particular en los países periféricos;
a reconstruir la historia de las investigaciones; a analizar los
procesos de globalización de la investigación científica, y a
plantear las relaciones entre problemas sociales y
problemas científicos.
Además, es investigador del Conicet, profesor titular de la
Universidad Nacional de Quilmes, donde dirige actualmente
el Instituto de Estudios sobre la Ciencia y la Tecnología, y de
la Maestría en Ciencia, Tecnología y Sociedad. También, es
el editor de REDES. Revista de Estudios Sociales de la
Ciencia.
Capítulo 1
El intruso o la “mosca en la pared”.
¿Para qué sirve la ciencia?

Éste es el libro de un intruso. ¿Un espía? Algo así; pero


no exageremos.
En realidad, se trata sólo de penetrar en el santuario de la
ciencia, de la investigación, de la creación, del conocimiento.
¿Por qué? A primera vista parece haber muchos otros lugares
más divertidos para espiar: ¡quién no soñó con hacerse invisi-
ble y presenciar, por ejemplo, lo que se dijeron San Martín y
Bolívar en Yatasto, o Stalin, Roosevelt y Churchill en Yalta o, in-
cluso, más cerca en el tiempo, Clinton y Mónica Lewinsky en el
Salón Oval!
Sin embargo, y lejos de ofrecer tales entretenimientos, la cosa
tiene su interés porque la ciencia es, ante todo (y de allí su
fuerza), una promesa y una garantía. Promesa de soluciones y
garantía, como oímos a menudo en nuestra vida cotidiana, de
racionalidad, seriedad, previsibilidad. Si la calidad de un pro-
ducto está “científicamente comprobada”, y si es posible que una
persona con guardapolvo blanco seria y sonriente así lo afirme,
podemos consumirlo tranquilos (incluso cuando se trate de
champú con “ADN vegetal”). En este libro vamos a hablar de
esas cosas, no sólo desde el punto de vista “del científico”, sino
también del nuestro, es decir, de los profanos, de los “otros”.
Claro que los conocimientos científicos, tanto los que se publi-
can en revistas especializadas como aquellos que están incorpora-
dos en la sociedad (y aclaremos, desde ya, que son dos cosas bien
diferentes), alguna vez fueron pensados, cuestionados, experi-
mentados, probados, discutidos, evaluados, refutados, publicados,
14 El científico también es un ser humano

fabricados,1 en fin, certificados. Hasta que al final “alguien” les


pone el rótulo de “creíbles” y, lo que es todavía más, de “verdade-
ros”. Así, los conocimientos científicos conforman verdaderos pa-
quetes que, una vez cerrados, no son puestos en cuestión, sino que
pasan a formar parte del sentido común, tanto adentro como
–más importante aún– afuera de los espacios científicos, es decir,
en la sociedad: nosotros mismos en nuestra vida cotidiana.
Hace algunos años, en un libro destinado a un público univer-
sitario, me preguntaba para qué se metería un intruso en esos lu-
gares esotéricos, incomprensibles para los profanos, llenos de
probetas, computadoras y ratones, donde se producen “verdades”
objetivas. Intentaba explicar entonces, como sociólogo, que el
conocimiento era también una práctica social como otras. Es de-
cir que quienes lo generan son personas de carne y hueso, indi-
viduos que están metidos en una sociedad específica, que hablan
un lenguaje determinado –cada uno su lengua materna, aunque
luego se comuniquen principalmente en inglés– y que no son,
por lo tanto, como sujetos sociales, diferentes de cualquier otro
como un contador, un albañil, una costurera, un empleado de
banco. En rigor, todos ellos también producen conocimientos
todos los días, tanto en la vida laboral como en la privada.
Pero algo podría ser diferente: el conocimiento científico pa-
rece tener un papel social distinto que el de otras formas de co-
nocimiento. Momentito… esto ya no resulta tan simple, sino bas-
tante controvertido: ¿es el conocimiento científico radicalmente
diferente de otras formas de conocimiento presentes en la socie-
dad, como las que desarrolla, por ejemplo, una tribu en la interac-
ción con su medio natural?2 Hasta el último cuarto del siglo XX,

1 No se asusten por el uso de la palabra “fabricado”. Como veremos


más adelante, para la sociología de la ciencia, el conocimiento se
puede fabricar.
2 En la medida en que hay una controversia, los sociólogos nos res-
tregamos las manos: ¡si todos están de acuerdo, el trabajo socioló-
gico es muy aburrido!
El intruso o la “mosca en la pared” 15

las opiniones estaban más o menos de acuerdo en otorgarle un


lugar de privilegio al conocimiento científico. Entonces, algunos
sociólogos bastante atrevidos (aunque ciertos filósofos e historia-
dores ya habían rozado la cuestión con mucho más tacto) propu-
sieron que el conocimiento científico no era más que una creen-
cia. Es decir (y ésta fue la gota que colmó el vaso), una creencia
entre otras.
Naturalmente, afirmar que el conocimiento científico es una
creencia ya resulta bastante provocador para quienes sostienen
que la ciencia es el resultado de procesos racionales de observa-
ción y experimentación, gracias a los cuales se pueden poner de
manifiesto las leyes ocultas que gobiernan el mundo físico y na-
tural. Si nos ponemos de ese lado del mostrador, a nadie se le
puede ocurrir que una afirmación como “la aceleración de la
gravedad es igual a 9,8 m/s²” sea la expresión de algo que yo
“creo”. Esto no es más que una formulación que representa, de
manera fiel, un proceso físico del que no se puede dudar. Aquí pa-
rece residir una de las claves: de las creencias “se duda”; a la
ciencia se la comprueba, se la acepta o se la rechaza.
La expresión es doblemente provocadora, porque en cuanto se
habla de creencias, los científicos y quienes postulan la objetivi-
dad de la ciencia presienten que se está hablando de creencias re-
ligiosas. Y, naturalmente, no hay dos cosas que parezcan más ale-
jadas entre sí que la ciencia y la religión. “De allí a la magia”,
parecen estar diciendo, “hay un solo paso” (por supuesto, un mal
paso). Convengamos que la ciencia es muy diferente de la magia:
mientras ésta se sustenta en el secreto, en lo inexplicable, el espí-
ritu de la ciencia es todo lo contrario; su fuerza está en su capaci-
dad de explicación y, por lo tanto, en que permite predecir el
mundo natural. Y si se puede predecir, bajo ciertas condiciones,
también se puede transformar. Es decir que la ciencia es una he-
rramienta muy poderosa: le ofreció a los seres humanos una capa-
cidad para transformar la naturaleza enormemente superior a la
que habían poseído a lo largo de toda su historia sobre la Tierra.
Eso no es poco, así que ¡cuidadito con ponerla en cuestión!
16 El científico también es un ser humano

El desafío es mayúsculo: hoy en día, tanto intelectuales como


políticos, en especial en los países más desarrollados (la Unión
Europea y los Estados Unidos en particular), están hablando de
una “sociedad del conocimiento” (ya sea de “aquello que se viene”
o de lo que ya vivimos hoy). A partir de aquí, aquel que se atreva
a penetrar en los santuarios del conocimiento hasta sus raíces se
arriesga a ser acusado de estar socavando las bases mismas de la
sociedad, nada menos.3
La noción de “sociedad del conocimiento” (knowledge society)
surgió hacia finales de la década de 1990 y es empleada en par-
ticular en medios académicos como alternativa a la “sociedad
de la información”. Según el sociólogo Manuel Castells (La era
de la información, 2001), en esta sociedad “las condiciones de
generación de conocimiento y procesamiento de información
han sido sustancialmente alteradas por una revolución tecno-
lógica”.
Hay versiones pesimistas y optimistas. Según la Unesco, “se
suele hablar de sociedad mundial de la información y de una
‘red extendida por todo el mundo’ pero en realidad sólo un
10% de las conexiones con Internet del planeta provienen del
82% de la población mundial” (Hacia las sociedades del conoci-
miento, 2005). Respecto del papel de la ciencia y la tecnología en
el desarrollo social, hay una larguísima discusión acerca de qué
sucedió primero: si el desarrollo de la ciencia y la tecnología fue
la causa de la riqueza, si los países invirtieron en ciencia y tecno-

3 Si en las sociedades monárquicas en donde el poder de los


soberanos “emana de los dioses” alguien pretende interrogarse
acerca de la existencia misma de Dios, lo que se pone en juego
es todo el fundamento de esa sociedad. La legitimidad de los
monarcas se sostiene por las dos formas más o menos clásicas:
o bien la enorme mayoría de la población efectivamente cree que
los soberanos responden a los designios divinos, o bien las
hogueras tienen mayor capacidad de persuasión para quienes no
están convencidos.
El intruso o la “mosca en la pared” 17

logía porque eran ricos, o si ambos motivos son las dos caras de
la misma moneda (vamos a discutir algo de esto en el próximo
capítulo). En todo caso, lo que sí queda claro es que el papel del
conocimiento nunca fue tan crucial como en la actualidad, y en
particular el conocimiento científico.
Así, el desafío de mostrar el carácter profano-social de la cien-
cia es interesante justamente porque es riesgoso: si realmente
vivimos en una sociedad del conocimiento, intentar desnudar
sus bases sociales podría ponernos en el lugar de rebeldes o de
herejes. Por suerte, la cosa no llega tan lejos: como las bases de la
ciencia no se sostienen sólo en su enorme poder social, sino
también en la “demostración” de su eficacia como sistema de
pensamiento y en el “convencimiento” de los profanos desde
su más tierna infancia (por ejemplo, por medio de la educa-
ción científica), quienes indagan sus cimientos sociales sólo co-
rren el peligro de la polémica y el debate, que, por cierto, son
formas mucho más civilizadas que la guerra para dirimir los
desacuerdos.

Algunas preguntas

Es difícil imaginarnos un mundo sin ciencia. La tenemos tan in-


corporada que, en general, ni siquiera pensamos en ella de un
modo problemático: disfrutamos “naturalmente” de sus benefi-
cios, esperamos sus resultados o nos impacientamos cuando tar-
dan mucho (como en el caso de los medicamentos). Pero: ¿en qué
consiste la ciencia?
¿Es una larga historia de descubrimientos hechos por hom-
bres brillantes? ¿Es el trabajo de individuos curiosos que se en-
cierran para descubrir los enigmas del mundo físico y natural?
¿Por qué hace falta plata para investigar? ¿Quién financia los tra-
bajos de los científicos: el Estado o mecenas privados que tienen
amor por el conocimiento? ¿La ciencia es conocimiento puro o
tiene alguna utilidad para la sociedad? ¿En dónde se hace la
18 El científico también es un ser humano

ciencia? ¿Y quiénes son, al fin de cuentas, esas personas que es-


tán adentro de los laboratorios? ¿Cómo se organizan? ¿Quién de-
cide “qué” investigar? ¿Por qué? ¿Todas las sociedades tienen y/o
tuvieron algo llamado “ciencia”? ¿Es la ciencia una actividad uni-
versal? No desesperen, porque este libro se ocupa de algunos de
estos interrogantes.
Estas preguntas, y muchas otras, son sólo algunos ejemplos del
punto de partida para pensar el papel y el carácter de la ciencia
en la sociedad moderna. Corresponden a una disciplina relativa-
mente nueva, que se ha denominado, desde hace algunas déca-
das, “estudios sociales de la ciencia”. Y, como todo campo del co-
nocimiento, comienza con una serie de preguntas que organiza
aquello que se pretende conocer, describir y explicar.
A comienzos del siglo XXI, decir que la ciencia y la tecnología
presentan “aspectos sociales” puede parecer obvio. Si pensamos
en las terribles consecuencias de la central nuclear de Cher-
nobyl, en la ex Unión Soviética, o en las maravillas de los estu-
dios de ADN, que permiten pensar en el tratamiento de enfer-
medades que hasta hace poco eran incurables, las consecuencias
sociales de la ciencia saltan a la vista. Sin embargo, cuando pen-
samos cómo la sociedad moderna interpreta el conocimiento
científico y el desarrollo tecnológico, estas “dimensiones socia-
les” parecen mucho menos claras y evidentes.

Un poco de historia: la ciencia como objeto


y el objeto de la ciencia

Muchos historiadores hablan de la Grecia antigua como del lugar


de origen de un pensamiento científico. No vale la pena que dis-
cutamos aquí si hay o no una continuidad entre lo que se hacía
en el siglo V a.C. y lo que ocurrió a partir del siglo XVII (además
de que hay toneladas de papel que se han ocupado del tema).
En realidad, hay un doble movimiento que condujo a la cien-
cia moderna: el abandono del principio de autoridad (según el
El intruso o la “mosca en la pared” 19

cual algo es cierto de acuerdo con quien lo diga, sobre todo si es


un Gran Maestro) y el recurso al método experimental, ligado a
una comprensión de la naturaleza a la que se hace “hablar a tra-
vés del lenguaje de las matemáticas”.4
Una breve biografía de la ciencia moderna podría incluir tres
etapas: institucionalización, profesionalización, industrialización, que
se fueron desplegando de un modo sucesivo durante los últimos
cuatro siglos, pero únicamente en los que hoy son países indus-
trializados, en particular los de Europa occidental y, algo más
tarde, en los Estados Unidos. Veamos cómo empezó todo.
El proceso de institucionalización comienza en las Academias,
que aparecen por primera vez en Italia. Allí comienza la separa-
ción entre lo que pertenece al campo de los hechos y de la
prueba científica y aquello que depende de la fe, de la creencia
o de la convicción, algo que podríamos llamar “laicización” del
mundo moderno. Este pasaje es importante, porque aunque hoy
nos parezca natural el hecho de que la ciencia no tenga nada
que ver con el pensamiento religioso, mágico o especulativo, es
bueno recordar que esto no fue siempre así.
Desde el comienzo, la institución científica estuvo ligada al po-
der político: “dame protección y apoyo” (dice la ciencia), “dame
resultados útiles y utilizables” (dice el poder político). A partir
de esta relación se va gestando, en los países de Europa occiden-
tal, lo que podríamos llamar un “contrato ciencia-sociedad”,
algunas veces implícito, y muy a menudo explícito: cada parte
tiene obligaciones y beneficios para ofrecer y para obtener de
este “contrato”.
Para situarnos en la historia, el proceso de institucionalización
de la ciencia moderna va desde el siglo XVII al XVIII. Durante
ese lapso, el trabajo de los investigadores se desplaza hacia una

4 Estas cuestiones las plantea Jean-Jacques Salomón en su libro Los


científicos. Entre saber y poder, Buenos Aires, Editorial Universidad
Nacional de Quilmes, 2008.
20 El científico también es un ser humano

nueva institución que los alberga: las Academias. Hasta enton-


ces, los hombres de ciencia (los “sabios”) trabajaban en sus pro-
pias casas (en el garaje o el desván), donde construían su propio
taller y sus propios instrumentos o, cuando trabajaban en algún
espacio institucional, no se trataba de lugares dedicados exclusi-
vamente a la “producción de saberes”.
Esto implicó, al mismo tiempo, el pasaje de lo privado a lo pú-
blico. Notemos, al pasar, que el carácter público de la ciencia
–con el cual muchos investigadores, en general bienintenciona-
dos, se llenan la boca– se debe más a una construcción social en
determinado momento de la historia (cuando, dicho sea de
paso, la distinción entre lo público y lo privado cobra sentido)
que a una condición “natural” (y, por lo tanto, intrínseca) de la
ciencia como actividad. Aunque resulte duro admitirlo, la cien-
cia podría haberse convertido en una más de las actividades per-
tenecientes a la esfera de lo privado.
Las primeras instituciones significativas fueron, por un lado, la
Royal Society, creada en 1662 por la reina Isabel en estrecha aso-
ciación con la figura de Isaac Newton y, cuatro años más tarde,
en 1666, como los franceses se pusieron celosos, crearon la Aca-
démie Royale des Sciences (naturalmente, sólo fue Royale hasta
la Revolución Francesa) por iniciativa de Colbert.
Una vez que la ciencia logró establecerse en espacios institu-
cionales específicos para desarrollar su actividad, se comenzó a
gestar el proceso de profesionalización de la investigación. Para
que exista una profesión, resultan fundamentales dos requisitos:
en primer lugar, la existencia de una carrera cuyo ingreso o rito
de iniciación esté determinado con claridad por reglas conoci-
das y aceptadas por todos y, en segundo lugar, la existencia de re-
cursos (¡plata!) que provean los medios de subsistencia.
Paulatinamente, se fueron estableciendo los criterios que re-
gulan el ingreso a la carrera científica: en vez de basarse en li-
bros de texto, el eje fue la experimentación. Desde entonces,
para acceder al estatus de “científico”, los investigadores noveles
deben atravesar la práctica experimental en los laboratorios cre-
El intruso o la “mosca en la pared” 21

ados para tal fin, bajo la dirección de científicos experimenta-


dos, verdaderos “maestros”, si queremos hacer un paralelo con
los profesionales y los artesanos de la época feudal.
Los medios de ascenso y el reconocimiento a lo largo de la
carrera también se van estableciendo de un modo gradual hasta
conformar un conjunto de reglas bien definidas, que se van incor-
porando luego como verdaderos reglamentos en las institucio-
nes dedicadas a la investigación científica. Entre todas ellas, la
que va adquiriendo una importancia cada vez mayor es el man-
dato de publicar los resultados de la investigación. Esto llega a
tal punto que hoy es común que la evaluación del trabajo de
los científicos se realice, sobre todo, a través del análisis de los
artículos (de su cantidad y de su “impacto”, es decir, cuántos
los leen) publicados por los investigadores en las revistas espe-
cializadas.
Un punto de inflexión fundamental para el pasaje de una
ciencia amateur a una profesional es el surgimiento de una rela-
ción contractual: el científico, como consecuencia de este pro-
ceso, va a comenzar a recibir un salario por su trabajo. Esto, que
leído desde el presente puede parecer común, no lo era en abso-
luto en épocas pasadas. De hecho, durante el período de institu-
cionalización, en particular en las academias, los investigadores
solían recibir una cantidad de recursos variable, de acuerdo con
la influencia que pudiera ejercer cada uno de ellos sobre quie-
nes detentaban el poder político y económico. Se trataba de un
modelo que –trazando un paralelo con el campo del arte– se ba-
saba en algo parecido al mecenazgo, y no en una relación de tipo
profesional.
A partir del establecimiento de un salario, se cristaliza una re-
lación contractual: cada parte tiene derechos y obligaciones. El
Estado brinda recursos para los laboratorios y asigna sueldos
para los investigadores. Éstos, a su vez, se comprometen a dedi-
carse únicamente a generar conocimientos y a darlos a conocer
públicamente, es decir, a divulgarlos, a interactuar con otros co-
legas y a formar a las nuevas generaciones de científicos. En
22 El científico también es un ser humano

suma, a proporcionar a la sociedad conocimiento útil para sus ne-


cesidades y, en particular –como cláusula no escrita–, a satisfa-
cer las demandas de conocimiento que provienen del poder po-
lítico del Estado.
Al mismo tiempo, las profesiones van “pintando su raya” para
demarcar quién está adentro y quién está afuera, y generan me-
canismos de identificación colectiva: “nosotros, los científicos”.
Así, se van creando foros internacionales, revistas especializadas
donde se publican los trabajos, se organizan congresos, semina-
rios y simposios internacionales para discutir las investigaciones.
Es decir, espacios sociales de interacción, de encuentro, de le-
gitimación.
Finalmente llegamos a la industrialización de la ciencia, que
de ninguna manera se debe confundir con la investigación indus-
trial (la asociación de los laboratorios con las fábricas se desarro-
lla a partir de la segunda mitad del siglo XIX). Este proceso so-
mete las actividades científicas mismas a los métodos de gestión
de la industria, y coincide con el desarrollo de los grandes equi-
pos. La época de la industrialización de la ciencia ha sido lla-
mada “Gran ciencia” (Big Science), frente al modelo anterior, que
se desarrollaba a escala más pequeña y que estaba centrado en la
utilización de pequeños equipos, muchas veces fabricados por
los propios investigadores. Es lo que los franceses llaman el cien-
tífico bricoleur o artesano.
La industrialización de la investigación es la etapa más re-
ciente, y su origen se remonta a la Segunda Guerra Mundial,
cuando la investigación se convierte en una actividad a gran
escala, cada vez más intensiva en capital. Asimismo, se acortan
los plazos y se achican las incertidumbres y, además, la investiga-
ción se orienta hacia resultados específicos, de modo que el
margen que queda para la investigación “libre” (es decir, la que
sólo depende de las decisiones de los propios investigadores) se
estrecha cada vez más.
Es fundamental señalar que éste es un proceso propio de los
países más desarrollados. Precisamente, uno de los problemas
El intruso o la “mosca en la pared” 23

que se señala muy a menudo respecto del desarrollo científico y


tecnológico en los países en desarrollo es la ausencia o la pre-
cariedad de esta última etapa. Por supuesto, las causas de esta
distinción sustantiva entre países de diferente desarrollo rela-
tivo son muy variadas, y los análisis que pretenden explicarlas,
también.

Ciencia, tecnología y sociedad

Las ideas surgen alguna vez; luego, cuando las incorporamos, pa-
recen “naturales”. En este caso, alguien se puso a pensar que la
emergencia de la ciencia, el desarrollo de la tecnología y la socie-
dad industrial ocurrieron a lo largo de un período que coincide
en el tiempo. Y fue el sociólogo estadounidense Robert Merton
quien propuso, por primera vez, la asociación de estas tres pala-
bras, de estos tres conceptos, en su tesis doctoral publicada en
1937: Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del siglo XVII.
En los años treinta, Merton era un joven sociólogo formado
en la “escuela funcionalista” que tenía en la cabeza (o donde sea
que se almacenen las ideas sociológicas) un conjunto de concep-
tos muy novedosos para la época:

a) la propuesta de que existe una relación entre el


conocimiento científico, el desarrollo tecnológico y las
condiciones sociales, económicas, culturales, políticas;
b) la suposición de que la ciencia es autónoma de otros
espacios sociales, y si no lo es, esto se debe a la
intromisión indebida de “alguien”;
c) la consideración de que la ciencia es una actividad
acumulativa: se trata de un gran edificio colectivo en
donde cada uno se apoya en sus predecesores, y
aporta un ladrillo para que los que nos siguen
produzcan más y mejores conocimientos.
24 El científico también es un ser humano

La primera idea es, seguramente, la más original: aunque hoy


nos parezca redundante pensar en esa triple relación, eso no era
para nada así en las primeras décadas del siglo XX. En principio,
la ciencia pertenecía, en las concepciones de la época, a un con-
junto de prácticas y a un espacio muy diferente de las técnicas,
del mundo de las aplicaciones industriales. Simplificando, se po-
dría decir que una se correspondía con la búsqueda de la ver-
dad; la otra, con la generación de aplicaciones concretas. Y, si
bien parecía fácil pensar que el desarrollo de conocimientos
había transformado a la sociedad (los ejemplos son tantos que
aburren), era mucho más difícil de imaginar que la sociedad ha-
bía influido en el desarrollo de los conocimientos (No es exage-
rado decir que tanto los antibióticos como la masificación de
la energía nuclear para los “buenos” y para los “malos” usos,
son productos, en su forma y en su fondo, de la Segunda Guerra
Mundial).
Las otras dos ideas de Merton están estrechamente relaciona-
das, y forman parte de lo que podríamos llamar un “aire de la
época”: los científicos son –o deben ser– autónomos de cual-
quier otro poder que no sea el de la libre elección de sus temas
y, sobre todo, de sus métodos. Porque cuando están libres de
toda presión (si esto fuera posible) se pueden dedicar a produ-
cir los conocimientos que luego se “derramarán” en la sociedad.
Y es así, gozando de libertad y de autonomía, que pueden acu-
mular unos sobre otros los conocimientos verdaderos (más ade-
lante veremos cómo lo hacen).
Sin embargo, lo que está en el aire de la época es, precisa-
mente, el peligro que acecha, no sólo para los científicos, sino
para toda la sociedad: la presión, la intervención, el control, e in-
cluso la violencia de individuos ajenos al mundo científico, que
rompen con el ideal de autonomía necesario para producir ver-
dades. Merton comenzó sus trabajos a comienzos de los años
cuarenta, cuando la Alemania nazi había decretado la existencia
de una ciencia “legítima”, que representaba las verdaderas raíces
del país, y que estaba identificada con la física experimental,
El intruso o la “mosca en la pared” 25

ligada “a las cosas” y no “a las teorías”. Frente a ella, había una


ciencia “impura”, ilegítima, ligada a la física teórica y a la relati-
vidad, cuyas cabezas visibles eran gente indeseable como Albert
Einstein o Niels Bohr.
¡Cómo disentir con Merton si leemos la siguiente frase de
Philipp Lenard, uno de los físicos preferidos del Tercer Reich!:

La ciencia, lejos de ser internacional, está condicionada por


la raza y la sangre; si la ciencia judía no fue hasta ahora
denunciada en todos lados, es porque ha avanzado oculta
por su estilo internacional; ella es indiferente a la verdad,
mientras que la ciencia aria se caracteriza por su “voluntad
de verdad”. La prioridad que la ciencia judía le otorga a las
“matemáticas oscuras” es el signo de su gusto por la
abstracción y por su rechazo de la realidad experimental.

Esta historia no tendría tanta repercusión si no fuera porque, du-


rante más de diez años, a los científicos que adherían a la “ciencia
judía” les esperaban los severos castigos que el régimen nazi les te-
nía reservados (obviamente, esto era extensivo a los científicos
que además eran judíos, más allá de las ideas que profesaran).
El otro caso resonante que Merton tiene presente es el lla-
mado “caso Lisenko”. Trofim Lysenko comenzó, en 1936, sus ata-
ques a la llamada “ciencia burguesa”, encarnada en particular
por las teorías de Mendel sobre la herencia y las leyes que la go-
biernan. Lysenko propuso, en cambio, una teoría según la cual,
al modificar los nutrientes de las plantas, sus condiciones de
sembrado y su desarrollo, se podía también cambiar sus caracte-
res hereditarios. O, dicho de otro modo, que los caracteres ad-
quiridos pueden ser transmitidos por vía de la herencia. Y, para
ello, hizo una serie de experimentos para sembrar en primavera
semillas de cereales que normalmente se siembran en invierno,
a fin de mostrar que igual pueden generar espigas. El experi-
mento podría haber pasado a la historia como una mera curio-
sidad si no hubiera sido elevado, por el camarada Stalin, a la
26 El científico también es un ser humano

estatura de “ciencia proletaria” y si Lysenko no hubiera sido


nombrado presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agríco-
las. De más está decir que quienes osaban –y al principio eran
unos cuantos– seguir defendiendo la genética mendeliana po-
dían pasar unas largas vacaciones en Siberia.
Así que, hacia los años cuarenta, la defensa de la autonomía,
además de estar en los “aires de la época”, era algo muy útil y ne-
cesario. Merton fundó, de hecho, el primer programa socioló-
gico de investigaciones sistemáticas sobre la ciencia, y sus estu-
dios, en particular sobre la dinámica de la comunidad científica
y las normas que la regulan, son una referencia fundamental
para todos los que se interesen por estas cosas.

El contexto cambia…

La perspectiva propuesta por Merton funcionó muy bien hasta


que... una nueva generación de sociólogos la puso en cuestión.
Pero eso fue alrededor de treinta años más tarde, en la segunda
mitad de los años setenta. Antes habían pasado varias cosas en la
sociedad, que podemos resumir brevemente (cada una de ellas
daría lugar a un largo tratado).

La toma de conciencia de que la ciencia


no sólo acarrea efectos “positivos”
Esto ya se había puesto de manifiesto de un modo violento luego
del desarrollo del llamado Proyecto Manhattan, es decir, la fabri-
cación de la bomba atómica. Pero luego surgieron diversos mo-
vimientos críticos, sobre todo en Europa y en los Estados Uni-
dos, entre los años sesenta y setenta, que cuestionaron el papel
de la ciencia por su relación con el desarrollo de la sociedad ca-
pitalista industrial y sus efectos indeseables: hiperconsumo, de-
gradación del medio ambiente, deshumanización, etc. Por ejem-
plo, desde el movimiento hippie al Mayo francés, pasando por el
El intruso o la “mosca en la pared” 27

surgimiento de los primeros grupos de “ecología política”, el


cuestionamiento a la sociedad industrial basada en la ciencia se
extendió urbi et orbe.

La ruptura de la “ecuación optimista”


Junto con el cuestionamiento anterior se comienza a percibir
que la realidad desmiente la creencia de que “la ciencia y la tec-
nología modernas acarrean problemas, pero también generan
las soluciones para esos mismos problemas”. La utopía positivista
de un progreso eterno se ve cuestionada por las enormes zonas
grises que ya no es posible solucionar simplemente con “más co-
nocimiento científico”, sino que se requiere, de un modo muy
urgente, la participación de los ciudadanos en la toma de deci-
siones. Por primera vez, la propia ciencia parece impotente para
resolver los problemas que ella misma produjo. Para muchos
(como el sociólogo francés Pierre Bourdieu, por ejemplo), éste
es “el comienzo del fin del ideal de autonomía” (aunque debe-
mos admitir que el ideal ya se había puesto en cuestión mucho
antes). Volveremos sobre este tema porque, como diría Borges,
nos lo exige “la estética de la inteligencia”.

La crisis del petróleo de 1973


Ese año, además de la muerte de los tres Pablos (Neruda, Casalz
y Picasso) y de los golpes de Estado en Chile y Uruguay, se pro-
dujo una alarma repentina: las reservas de petróleo existente po-
drían no ser suficientes para llegar al año 2000, de acuerdo con
los niveles de consumo de la época, las hipótesis de crecimiento
y las nuevas necesidades de energía. El hecho de que eso engen-
drara un movimiento liderado por países en desarrollo (la Orga-
nización de Países Productores de Petróleo) y un aumento feroz
de los precios no contribuyó, precisamente, a aquietar las aguas.
El razonamiento consiguiente se hizo visible: ¿qué hizo la cien-
cia para aliviarnos de esta pesadilla que ahora nos sacude en la
28 El científico también es un ser humano

mitad de una plácida siesta? Y se respondieron: “Nos propuso


como alternativa la energía nuclear, la misma con la que se fabri-
can las bombas de destrucción masiva”. En todo caso, esto im-
pulsó a diversas fuerzas y actores sociales a plantear nuevas ideas
sobre la energía, su producción, su uso, su naturaleza. Y a poner,
nuevamente, al desarrollo científico bajo la lupa de la sociedad.

La ciencia es un producto social

En el marco de una sociedad “moderna” que se veía profunda-


mente convulsionada, algunos sociólogos comenzaron a cuestio-
nar la mirada “ingenua” que Merton tenía sobre la ciencia. El
problema fundamental era que Merton y sus discípulos habían
orientado su lupa hacia “los científicos” vistos “desde afuera”:
cómo se organizaban y vinculaban entre ellos, qué recursos utili-
zaban, qué y cómo publicaban y evaluaban sus publicaciones, etc.
Pero eso no tenía nada que ver con lo que los científicos hacían
todos los días en sus lugares de trabajo: para ellos, adentro de sus
laboratorios, los investigadores se limitaban a poner en prác-
tica “un método” (el método), libres de toda injerencia externa.
Como no había ningún aspecto social en esas tareas, que eran
consideradas un espacio de racionalidad profunda, los sociólo-
gos no tenían nada que observar ni, mucho menos, motivos para
aventurarse a meter sus sucias narices en tan impoluto lugar.
Los sociólogos que decidieron entrar por primera vez en los
laboratorios, hace alrededor de treinta años, tenían mucha cu-
riosidad: como ellos también se creían científicos, querían estu-
diar la ciencia “científicamente”, como si los laboratorios fueran
equivalentes a cualquier otro lugar social: una fábrica, una es-
cuela, un club deportivo, una asociación sindical, un regimiento.
Comenzaron a hablar de lo que ocurría en el interior de los la-
boratorios como si fueran “cajas negras” de las que sólo se sabía
lo que entraba (recursos, por ejemplo) y lo que salía (publicacio-
nes, papers en la jerga científica), pero no lo que había adentro.
El intruso o la “mosca en la pared” 29

Y “acusaban” a la escuela mertoniana de haber separado los as-


pectos “externos” (las instituciones, las comunidades científicas,
las culturas) de los aspectos “internos” al conocimiento (los pro-
cesos de experimentación, las técnicas, los métodos, las teorías).
La reacción que emprendieron fue violenta. David Bloor pro-
puso, desde Edimburgo, un programa “fuerte” que debía mos-
trar el carácter completamente social de todo conocimiento
científico. En un libro que publicó en 1976 (Conocimiento e ima-
ginario social), Bloor se dedicó a provocar a diestra y siniestra:
afirmó que las matemáticas, base de la ciencia moderna, “son so-
ciales por donde se las mire”; que los conocimientos científicos
“son creencias sociales como cualquier otra”, y que, por lo tanto,
las “creencias o estados del conocimiento tienen causas sociales
que los sociólogos deben identificar”.
Rápidamente se sumaron otros sociólogos a la movida, y la fa-
milia se agrandó.5 La mayoría de ellos retomó un libro (hoy clá-
sico) de Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas,
para mostrar que todo colectivo científico tiene una doble exis-
tencia: social (sus formas de identificación grupal, de organiza-
ción, etc.) y cognitiva (el contenido de los conocimientos que pro-
ducen, con sus métodos y teorías bajo el imperio de lo que Kuhn
llamó paradigma). Y, lo más importante, que ambas son indiso-
ciables.
Con este argumento, afirmaron que toda la ciencia que cono-
cemos es una ciencia hecha y que, como tal, se nos presenta natu-
ralmente como verdadera. Pero que, en realidad, la ciencia, como
práctica social de un conjunto de individuos que pertenecen a
una cultura y por tanto a un lenguaje, que tienen intereses, que
negocian, que se buscan aliados y adversarios, es una fabricación
social. En consecuencia, hay que dejar de lado esa ciencia hecha

5 Nombremos algunos personajes a los que más adelante volvere-


mos: Harry Collins, Steve Shapin, Michel Callon, Bruno Latour, Steve
Woolgar, John Law, David Edge, Michael Lynch, Karin Knorr-Cetina,
entre otros.
30 El científico también es un ser humano

y observar, investigar, analizar, interpretar la “ciencia mientras se


hace”, porque es allí donde se pueden encontrar las raíces de lo
que luego será presentado como verdad al resto de la sociedad.
Es más, muchos argumentos apuntaron a mostrar que no existe
ninguna separación importante entre los tres términos que ha-
bía propuesto el propio Merton varias décadas antes: ciencia,
tecnología y sociedad. Porque la ciencia y la tecnología son en sí
mismas procesos sociales como cualquier otro.
Así, hacia fines de los años setenta, los primeros sociólogos se
decidieron a entrar en los laboratorios y observar qué pasaba
allí. Es decir, los intrusos franquearon la puerta, ante la mirada
atónita (y tal vez un poco ingenua) de los propios científicos,
que no entendían muy bien qué iban a observar los sociólogos
en ese lugar. Bruno Latour, el más provocador entre provocado-
res, fue quien le puso como título a uno de sus artículos:
“Dadme un laboratorio y moveré el mundo”. Pero qué vieron,
cómo lo contaron y cómo movieron el mundo serán temas de
otros capítulos.
De hecho, cuando el autor de estas líneas entró por primera
vez a un laboratorio, el director (un francés), que por entonces
era muy amable, le (me) dijo, con el ceño fruncido: “Lo que no
entiendo es qué cosa interesante quiere usted observar aquí... y
qué puede entender de lo que nosotros hacemos”. Le expliqué
que se trataba de observar cómo definían sus problemas de in-
vestigación, cómo los discutían, cómo utilizaban sus máquinas,
cuándo decidían que “algo” merecía ser publicado, etc. Me res-
pondió: “¿Pero entonces usted quiere hacer con nosotros lo
mismo que nosotros hacemos con los ratones?”. En ese mo-
mento yo era un joven sociólogo un poco atrevido, y le respondí:
“Más o menos... sólo que los ratones no hablan...”. Su mirada me
fulminó, y me dije que ése iba a ser, en el futuro, el título de mi
libro: “Ratones que hablan”. Los años me enseñaron que no sólo
hablan, sino que también pueden morder, así que me decidí por
un título más romántico y académico: “Lo universal y el contexto
en la investigación científica”. En fin... Ahora recuperé ese título
El intruso o la “mosca en la pared” 31

controvertido y, ya menos pretencioso, se lo adjudiqué al se-


gundo capítulo de este libro.

¿Ciencia y sociedad?

Dice Oscar Varsavsky en Hacia una política científica nacional, 1969:

el papel del científico no es sólo juzgar la verdad o falsedad


de hipótesis –como si fuera un especialista en control de
calidad que atiende los pedidos que le llegan– sino intervenir
políticamente en la selección de hipótesis a ser juzgadas y
en la utilización de sus resultados. […] Es falsa la opción que
plantea Jaques Monod: si la Naturaleza tiene o no un
Proyecto para nuestro futuro y el del universo; lo que
interesa es saber qué proyecto tenemos nosotros y qué
podemos hacer para que se cumpla.6

Así, el interrogante que surge es: “¿y entonces, para qué sirve la
ciencia?”. La cuestión no es nueva: ya se planteó desde la emer-
gencia de la ciencia moderna, allá por el siglo XVII. Y hubo,
desde entones, dos debates –muy relacionados entre sí– que se
fueron desplegando a lo largo de todos estos años. Y, lo mejor de
todo: aún no están resueltos. El primero se refiere a la autono-
mía de los científicos versus la intervención del Estado (o de al-
guien) para orientar las investigaciones. El segundo, al carácter
público o el interés privado de esas investigaciones.
En realidad, los dos debates forman parte de la misma cues-
tión. Si a la pregunta “¿para qué sirve la ciencia?” respondemos
“para acrecentar nuestros conocimientos sobre el mundo físico,

6 Varsavsky fue un químico y ensayista argentino, muy comprometido


con el proyecto de desarrollar una ciencia útil para la sociedad, con-
trapuesta a lo que descalificaba como prácticas “cientificistas”.
Volveremos a referirnos a él más adelante.
32 El científico también es un ser humano

natural y social”, queda claro que prevalece el interés público, y


que los científicos deben ser autónomos de cualquier interferen-
cia, sea pública o privada.
Sin embargo, en la actualidad casi nadie afirma que la ciencia
debe servir solamente para acrecentar nuestros conocimientos. La
gran mayoría de las personas implicadas, los propios científicos,
los gobiernos, los empresarios, etc., comparten la idea de que el
conocimiento científico debería servir para algo más que para am-
pliar nuestra cultura sobre el mundo. Claro que ese “algo más”
es definido de modos muy diferentes según quien lo exponga.
John D. Bernal fue un personaje muy singular: comenzó a tra-
bajar como científico en la década de 1920 en Inglaterra. En su
laboratorio de cristalografía de Londres, se formaron muchos in-
vestigadores muy prestigiosos, como Rosalind Franklin, John
Kendrew, Dorothy Hodgkin, etc. Sin embargo, además de ser un
investigador bastante reconocido, Bernal fue otras dos cosas:
un militante de izquierda muy comprometido (estaba afiliado al
Partido Comunista inglés) y un historiador de la ciencia. En 1923
fundó el primer sindicato de investigadores del que se tenga re-
gistro y, luego de la Segunda Guerra Mundial, pidió pública-
mente a las grandes potencias que difundieran todo el conoci-
miento que habían desarrollado durante el conflicto militar.7
Además, escribió un libro, publicado en 1939, que se llamó, pre-
cisamente, La función social de la ciencia. Allí planteaba que el ca-
pitalismo implicaba un freno para desarrollar las potencialida-
des de la ciencia moderna. En realidad, Bernal idealizaba a la
ciencia como un espacio organizado de manera racional y demo-
crática, sin privilegios de clase, con una distribución equitativa
de los bienes, y orientado hacia el progreso. En una expresión

7 Como dicha petición estaba dirigida principalmente a Inglaterra y los


Estados Unidos, y se refería sobre todo al desarrollo de la investiga-
ción en física e ingeniería nuclear que dio origen a las primeras bom-
bas, lo más factible es que los líderes de dichos países, conociendo
las simpatías comunistas de Bernal, soltaran ruidosas carcajadas…
El intruso o la “mosca en la pared” 33

que lo define en sus dos aspectos, como militante marxista y


como investigador de laboratorio, Bernal señaló que “en sus es-
fuerzos, en sus búsquedas, la ciencia es comunismo”, mientras
que “el marxismo transforma a la ciencia y le da un mayor al-
cance y significado”. En realidad, más que contrarrestar la in-
fluencia del capitalismo sobre la ciencia, lo que Bernal pretendía
era cambiar la sociedad, y utilizar a la ciencia como modelo para
un nuevo modelo social.
Luego de varias décadas, la cuestión acerca de la función so-
cial de la ciencia adquirió otra forma, bien diferente: mientras
Bernal se refería a las sociedades –como Inglaterra– más desarro-
lladas, hacia la década de 1960 (y un poco antes también) se plan-
teó con mucha fuerza el problema de los países subdesarrolla-
dos, a los que con un creativo eufemismo se los llamó “en vías
de desarrollo”. La cuestión del desarrollo es, por supuesto, muy
complicada, en la medida en que intervienen muchos elemen-
tos de orden diverso en cada país, como los recursos naturales
(tipo de suelos, de climas, recursos minerales, etc.), la historia, la
cultura y la estructura de cada sociedad.
Las teorías más “clásicas” partían de la suposición de que los
procesos de desarrollo seguidos por todos los países eran más o
menos similares, es decir, que había una especie de “camino”
que las naciones habían recorrido, desde la Revolución Indus-
trial, para llegar a conformar sociedades y economías “moder-
nas”. El más conocido de estos modelos fue el del “despegue”,
propuesto por el economista norteamericano Walt W. Rostow,
quien define cinco fases en el proceso de crecimiento: 1) la so-
ciedad “tradicional y arcaica”; 2) la preparación del arranque;
3) la fase en la cual la economía ve duplicada su tasa de inversión
(al igual que el avión, la economía despega después de haber ro-
dado a una velocidad crítica); 4) la “marcha hacia la madurez”
(caracterizada por una penetración ampliada del progreso téc-
nico), y 5) la era del “consumo de masas”. Para Rostow, la fase
decisiva es el “despegue”, donde el crecimiento se transforma en
un fenómeno normal. Esta teoría, que tuvo bastante éxito en su
34 El científico también es un ser humano

tiempo, fue muy discutida por dos motivos: en primer lugar, por-
que supone una suerte de “camino único” que todos deberían
seguir (es lo que pasa muy a menudo con los “modelos” que di-
vierten tanto a los economistas); en segundo lugar, porque pre-
senta al subdesarrollo como si se tratara de un “atraso histórico”,
una etapa que, luego de superada (según los diferentes esta-
dios), llevará naturalmente al desarrollo.
Preguntarán: ¿pero qué tiene que ver esto con la ciencia? Ten-
gan un poco de paciencia, que en los próximos párrafos volvere-
mos sobre el tema…

El famoso “modelo lineal de innovación”

Desde el fin de la posguerra, se propuso lo que luego sería cono-


cido como el “modelo lineal de innovación”. Tuvo su origen en
un informe, “Ciencia, la frontera sin fin”, que el ingeniero y
científico Vannevar Bush, director de la Oficina para el Desarro-
llo de la Investigación Científica de los Estados Unidos, le en-
tregó en 1945 al presidente de ese país. Allí encontramos la idea
de que la investigación básica es esencial en todo Estado mo-
derno para el logro de sus objetivos nacionales. Pero también
dice que el saber engendrado por la investigación básica sigue
una suerte de trayectoria lineal que va de la investigación al de-
sarrollo, y luego a la innovación. Podemos representarlo con el
siguiente esquema:

Desarrollo experimental Innovación

Ciencia aplicada

Ciencia básica
El intruso o la “mosca en la pared” 35

En la parte inferior de este esquema tenemos un fuego, que sim-


boliza el dinero que el Estado debe invertir para comenzar a ca-
lentar la “olla”. En el “fondo de la olla” está la ciencia básica o
fundamental. Si avivamos el fuego, es decir, si ponemos bastante
plata, deberíamos obtener un conjunto de conocimientos funda-
mentales: aquellos que no son útiles en sí mismos pero que nos
explican cómo funcionan diversos aspectos del mundo físico, na-
tural o social.
Siguiendo con el esquema, primero se inyectan los recursos a la
ciencia básica y, cuanta más se produzca, se va a generar una
suerte de stock de conocimientos que permitirá un pasaje hacia
una ciencia aplicada. Al avivar el fuego, agregar recursos, calentar
más el contenido, se podrá pasar a la etapa siguiente para que el
conocimiento aplicado se vuelva desarrollo experimental, es decir,
para que comience a existir un proceso de industrialización de ese
conocimiento. Así, en algún momento, todo esto desbordará y se
“derramarán” innovaciones en el conjunto de la sociedad.
Este modelo fue llamado “ofertista-lineal”, puesto que el eje
está focalizado en la oferta de conocimientos que funcionarán
como el motor de lo que más tarde se llamará “sistema de innova-
ción”. Muchos criticaron –con razón– este modelo, ya que es
prácticamente falso: si uno mira la historia de la ciencia y la tec-
nología, muy pocas innovaciones han seguido este camino lineal.
Sin embargo, parece haber funcionado muy bien en el con-
texto de la Guerra Fría, facilitando la aparición de políticas de
ciencia y tecnología. Como ese modelo sugería que los beneficios
sociales de la ciencia eran proporcionales al apoyo que se le ofre-
cía a la investigación básica, el estímulo de la confrontación entre
los dos bloques y las amenazas de una guerra atómica contribuye-
ron ampliamente a difundir la idea de que “todo aquello que es
bueno para la ciencia es bueno para la sociedad”.
En América Latina, personas muy preocupadas por el desarro-
llo de esta región e influidas por las ideas de la Comisión Econó-
mica para América Latina y el Caribe (CEPAL), se preguntaron
cómo se debía convertir a la ciencia y a la tecnología en instru-
36 El científico también es un ser humano

mentos del desarrollo latinoamericano. Quienes conformaron


esta corriente fueron, en general, ingenieros y científicos preocu-
pados por estos temas, como Amílcar Herrera, Jorge Sábato y Os-
car Varsavsky, en Argentina; José Leite Lopes, en Brasil; Miguel
Wionczek, en México; Francisco Sagasti, en Perú; Máximo Halty
Carrere, en Uruguay; Marcel Roche, en Venezuela, entre otros.
Las preocupaciones de todos ellos no eran sólo intelectuales, sino
sobre todo políticas, y comenzaban criticando, precisamente, el
modelo lineal de innovación, al que juzgaban como perverso e
inadecuado para resolver los problemas de América Latina.
Estas personalidades fueron conformando un “pensamiento
latinoamericano en ciencia, tecnología, desarrollo”,8 es decir, in-
tentaron un camino propio, criticando las perspectivas “lineales”
y proponiendo generar conocimientos y tecnología adaptados al
contexto latinoamericano, para reducir la dependencia respecto
de los países ricos. Durante esos años, la mayor parte de los paí-
ses de la región puso en marcha organismos nacionales de polí-
tica y planificación de la ciencia y la tecnología, y comenzaron a
implementarse estudios y discusiones acerca de ellas. Los objeti-
vos giraban en torno a la búsqueda de la movilización de la ciencia
y la tecnología como palancas del desarrollo económico y social.

¿Usar la ciencia para resolver problemas sociales?


Sí, claro, pero la cosa no es tan fácil…

Queda más o menos claro que, a lo largo de la historia, la cien-


cia ha sido utilizada, tanto de manera deliberada como por la
propia dinámica de las relaciones “ciencia-sociedad”, para aten-
der problemas sociales. Cuando se dispara una epidemia, por
ejemplo, se lanzan muchos programas de investigación con el

8 El pensamiento latinoamericano en “ciencia, tecnología, desarrollo”


toma su nombre del libro homónimo editado en 1975 por Jorge
Sábato y Natalio Botana.
El intruso o la “mosca en la pared” 37

objetivo de generar vacunas o medicamentos para combatirla;


cuando se produjo la mencionada “crisis del petróleo” en los
años setenta, la mayor parte de los países industrializados (y va-
rios de los países en desarrollo) emprendieron programas de in-
vestigación para tratar de producir energías alternativas.
Dicho de otro modo, cuando surgen problemas sociales, los
diferentes actores, y en particular el Estado, tienen siempre di-
versas alternativas de acción para abordarlos. Y una de esas alter-
nativas es promover la producción y el uso de conocimientos
científicos. Pero ¡ojo! En términos de una sociedad, la decisión
de generar conocimiento nunca es la única posible, aunque apa-
rezca como la más deseable.9 Veamos esto con más claridad me-
diante un ejemplo muy conocido en nuestra región.
El mal de Chagas es una “enfermedad latinoamericana”, ya
que afecta a casi toda la región, desde México hasta la Patagonia,
al sur de la Argentina y de Chile. La sufren, en particular, las per-
sonas pobres que viven en ámbitos rurales, ya que es en los ran-
chos, viviendas precarias de barro, donde se aloja la vinchuca,10
el insecto que transmite el parásito causante de la enfermedad
(Trypanosoma cruzi). Generar conocimiento científico para lu-
char contra la enfermedad pareció algo evidente, según el si-
guiente esquema:

Problema social Intervención pública

Generación de conocimiento

9 En realidad, la sociedad nunca tiene soluciones únicas, pero eso es


otra historia…
10 El insecto que transmite el parásito puede ser diferente en cada
país: en Brasil es el “barbeiro” (triatoma infestans, al igual que la vin-
chuca), en Colombia y Venezuela es el “chipo” o “pito” (cuya deno-
minación es Rhodnius prolixus).
38 El científico también es un ser humano

Este esquema tiene dos problemas: el primero es que considera


que la producción de conocimiento es la única estrategia posi-
ble. El segundo es que supone que el problema social es algo
“dado”. Veamos qué se puede responder al primer problema de
un modo provocador, teniendo en cuenta las diversas alternati-
vas que existirían para luchar contra esta enfermedad:

a) quemar todos los ranchos;


b) construir edificios de cemento como viviendas rurales;
c) fumigar con todos los insecticidas disponibles, tanto
las casas como los corrales;
d) erradicar a todas las poblaciones que habitan en esas
zonas;
e) generar conocimiento científico para producir una
vacuna;
f) generar conocimiento científico para producir un
medicamento;
g) generar conocimiento científico para producir nuevos
insecticidas que se puedan usar tanto en las casas
como en los corrales; etc.

Como vemos, la decisión de generar conocimiento científico es


una de las múltiples alternativas posibles. Y, además, habría dife-
rentes tipos de conocimiento que podríamos producir. En un es-
quema, esto tendría la siguiente forma:

Problema social Intervención pública

Evaluación de alternativas:
Generación de un • quemar ranchos
determinado tipo • hacer edificios de cemento
de conocimiento • ciencia para crear vacunas
• ciencia para crear insecticidas
El intruso o la “mosca en la pared” 39

Este esquema está un poco mejor. Pero igual tiene inconvenientes,


porque supone que un problema social es “una cosa que ya está
dada”, objetiva y estable. Y, en realidad, ningún problema social
existe como tal si no es porque “alguien” lo define como tal, y con-
vence a otros grupos sociales de que es, en efecto, un problema.
Una prueba histórica relativamente fácil: ¿cuáles fueron proble-
mas en el pasado y hoy ya no lo son? Por ejemplo, el divorcio. Otro
ejemplo: el desempleo. Hace mucho tiempo, si alguien no tenía
trabajo, era “su” problema (la forma autóctona y reaccionaria de
decirlo era “aquí no trabaja el que no quiere”). Hoy, el desempleo
es, en la mayor parte de las sociedades, un problema público.
Podemos llegar a un elemento crucial: la ciencia no sólo es
un recurso para resolver problemas sociales, sino que también
“participa” (a menudo de manera activa) en la definición de los
problemas sociales. Así, una parte importante de éstos han sido
construida por diversos actores sociales, incluso por los cientí-
ficos mismos. Los ejemplos son muy numerosos. El sociólogo
Joseph Gusfield analizó de qué manera los propios investigado-
res establecieron la relación (hoy obvia) entre el consumo de
alcohol y los accidentes de tránsito. Lo mismo podemos decir
acerca del debilitamiento de la capa de ozono y de todas las po-
líticas –nacionales, supranacionales– que le siguieron.
Esta mirada es irremediablemente menos ingenua: a menudo
los modos de resolución de un problema están muy ligados al
modo en que éste fue construido. Así, la enfermedad de Chagas
puede definirse alternativamente como “un problema de salud”,
“un problema de vivienda”, “un problema de la industria de me-
dicamentos”, “un problema de distribución del ingreso”, como
“de localización geográfica”, o sostener que “no es un problema
en lo más mínimo”. En consecuencia, el tipo de decisiones que
tomemos para abordar la cuestión dependerá directamente del
modo en que la instituyamos como “problema” (incluida la posi-
bilidad de ignorarlo como tal).
Pero la cosa no termina aquí. Hay un inconveniente adicional:
ningún conocimiento “cura una enfermedad”, ni “genera más
40 El científico también es un ser humano

energía”, ni “produce más agua potable”, ni “mejora la alimenta-


ción”. Para que ello ocurra, es decir, para que un conocimiento
tenga una utilidad social efectiva, es necesario que se “objetive”,
que se pueda encarnar en un producto, proceso o práctica social
(y, en general, también económica).
Ese proceso de transformación de un conocimiento puede lla-
marse “industrialización”, independientemente de si lo lleva a
cabo una industria vivita y coleando, un programador de software
o una institución: podría ser un hospital, un municipio que po-
tabiliza el agua o una empresa industrial. Cuando se ignora el
proceso de industrialización del conocimiento estamos frente a
una suerte de “pensamiento mágico” que cree –o les hace creer
a los demás– que el desarrollo de conocimientos puede ser una
condición suficiente para resolver un problema social. A ese
pensamiento mágico lo podemos llamar “ficción”, y muchas ve-
ces el sentido común está impregnado de él. Esto no es tan grave
en la vida cotidiana, pero sí lo es cuando las acciones para resol-
ver problemas sociales (y las políticas públicas orientadas a pro-
ducir conocimiento para atenderlos) se sustentan en la ficción
de una relación directa entre conocimiento y sociedad.
Capítulo 2
¿Ratones que hablan?
Los laboratorios y los científicos
como objeto

Imagen I
Desde lejos vemos un conjunto de personas con
guardapolvo blanco, rostro enjuto, como quien se ocupa
de cosas realmente importantes. A su lado, un montón de
aparatitos esotéricos, tubitos, calentadores, cintitas con
gráficos, algunas computadoras y muchos, pero muchos
frasquitos.
Esa imagen se parece mucho a la que nos muestran los
dibujos animados: nos hace pensar en tipos especiales,
locos, geniales, en Albert Einstein cuando saca la lengua,
en el laboratorio de Dexter o en todas las películas y
dibujos animados que nos muestran a gente muy
particular.

Imagen II
De cerca vemos, tal vez en la televisión, personas muy
serias (pueden estar con guardapolvo blanco o de corbata,
eso depende), que opinan “en nombre de la ciencia”, es
decir, “certifican” algo que se debe creer, que es “serio”, o
sea, que es científico. Veamos rápidamente algunas frases
que provienen de estas personas “serias” (podemos
imaginarlas detrás de los “globitos”):
42 El científico también es un ser humano

La penicilina es Estamos clonando


eficaz para matar a plantas que resistirán
las bacterias. a los virus.

Desarrollo experimental
¡Plutón no es un
planeta!
Ciencia aplicada

Ciencia básica
¡Esta vacuna va a ¡Aquí hay mucho
salvar a millones de uranio!
personas!

¿De dónde provienen todas esas afirmaciones?

Si la historia la escriben los que ganan…

Como vimos en el capítulo anterior, durante mucho tiempo, los


historiadores, los sociólogos y los filósofos sostuvieron que la
ciencia era el fruto de una práctica racional, lógica, que consistía
en la aplicación de “un método” impersonal y universal, y afir-
maban que no había “nada social” que observar allí. Los sociólo-
gos no tenían nada que mostrar en el interior de los laboratorios
donde se generaban los conocimientos, sino que se limitaban a
observar “desde afuera”, con la ñata contra el vidrio.
Pero en los años setenta, David Bloor y otros sociólogos britá-
nicos plantearon que hasta entonces sólo se había estudiado la
“ciencia verdadera”, es decir, aquella efectivamente legitimada
por los científicos, lejos de toda “contaminación” social. En cam-
bio, cuando “alguien” (siempre despreciable, como Stalin, Hitler
o el mismísimo Papa del siglo XVI) se entrometía, se obtenía co-
nocimiento erróneo (por ejemplo, no se aceptaba la teoría helio-
céntrica, se descreía de la genética mendeliana o se creía en la
ciencia aria). En esos casos, la sociología sí debía explicar dichas
intervenciones para justificar los “desvíos” de la ciencia.
¿Ratones que hablan? 43

Bloor y sus amigos llamaron a esta situación “sociología del


error”: consistía en asimilar a los sociólogos a la figura de un mé-
dico que debía intervenir sólo en casos de enfermedad, ya que
sería poco rentable desarrollar una medicina que se ocupara de
estudiar también los estados de salud como si fueran meras situa-
ciones de “no enfermedad”. ¿Qué médicos se dedicarían a esta
nueva especialidad orientada a la “medicina de los sanos”?
El tema, tanto en la medicina como en la ciencia, no es tan
simple: así como los límites entre “lo sano” y “lo enfermo” no son
tan claros como tiende a suponerse, los sociólogos de los años
setenta cuestionaron la separación tajante entre “conocimiento
científico verdadero” y “conocimiento científico erróneo”. Te-
nían dos razones: primero, algunos conocimientos que hoy son
descartados como “erróneos” pueden ser aceptados como “verda-
deros” en el futuro. Segundo, la calidad de “verdadero” o “falso”
sólo es una etiqueta que se le puede adjudicar a posteriori, es de-
cir, una vez que el conocimiento ya está (o no) legitimado.
Para demostrar esto, otros sociólogos (¡también ingleses!) co-
menzaron a estudiar el desarrollo de diversas controversias cien-
tíficas a lo largo de la historia. Los ejemplos se multiplican: la
existencia del vacío, la generación espontánea, las ondas gravita-
cionales, la parapsicología, los neutrinos solares, entre otras.
Como diría un tautólogo, durante el desarrollo de un debate
científico la controversia es precisamente un momento en el
cual no hay consenso: existen al menos dos interpretaciones so-
bre el fenómeno en cuestión, y por lo tanto no se sabe cuál es la
verdadera y cuál es la errónea. Es decir, no hay bases objetivas para
establecer qué posición es la que finalmente se va a imponer (si
la hubiera, claro, no habría controversia). Dicho de otro modo:
la verdad (el conocimiento verdadero) es algo que sólo existe
cuando la controversia ya está resuelta.
Por eso, los sociólogos comenzaron a decir que toda la histo-
ria “oficial” de la ciencia no era más que una “ciencia de los ven-
cedores”, y que por eso se dejaba de lado una parte fundamental
de su desarrollo como actividad de la sociedad.
44 El científico también es un ser humano

Aunque es muy improbable que estos amigos ingleses conoz-


can al pionero del rock argentino Litto Nebbia, seguramente es-
tarían de acuerdo con la letra de su canción Quien quiera oír que
oiga: “Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir
que hay otra historia… la verdadera historia”. No sabemos si
Nebbia se inspiró en las controversias científicas, pero es exacta-
mente lo que los sociólogos quisieron mostrar: que había otra
historia y podía (debía) ser contada. Con ese fin, propusieron
varios principios de análisis para estudiar la ciencia “tal como se
hace” (en lugar de observar la ciencia ya cristalizada, que sólo
nos muestra una cara). De esos principios, los dos más interesan-
tes para comentar aquí son los de imparcialidad y simetría.11 Según
ellos, el estudio de la ciencia debe ser:

a) Imparcial con respecto a la verdad y falsedad, la


racionalidad y la irracionalidad, el éxito o el fracaso.
Ambos polos de estas dicotomías exigen explicación.
b) Simétrico en su estilo de explicación. Los mismos
tipos de causas deben explicar, digamos, las creencias
falsas y las verdaderas.

Hagamos una analogía con los comentaristas de fútbol para


ilustrar la situación que debería evitarse. Juegan dos equipos,
Boca y River; hacia la mitad del partido, River ha atacado du-
rante la mayor parte del tiempo, dos disparos de sus delanteros
pegaron en los palos y el arquero de Boca atajó de manera bri-
llante. El segundo tiempo sigue igual, y ya se ve que, en cual-
quier momento, River va a acertar un gol y resolverá el partido,
tal vez por goleada. Los comentaristas (que seguramente leye-
ron a Bloor con mucha atención) se entusiasman con el “mag-
nífico espectáculo brindado por el club de Núñez” (River). In-

11 Estos principios (a los que hay que sumar otros dos: causalidad y
reflexividad) fueron enunciados por Bloor como parte del menciona-
do “Programa Fuerte”.
¿Ratones que hablan? 45

cluso, a los de Boca les resulta difícil detener la habilidad y la


plasticidad desplegada por los delanteros “millonarios” (de Ri-
ver), y uno de sus defensores es expulsado hacia la mitad del
segundo tiempo. Las críticas hacia la pésima actuación de Boca
se escuchan en todos los micrófonos, con la pasión de las gar-
gantas inflamadas, e incluso se deslizan sospechas sobre la vida
licenciosa y la poca afición a los entrenamientos de los jugado-
res. Pero de pronto, a cinco minutos del final, un delantero de
Boca (el único que queda en el campo de juego, porque el en-
trenador hizo salir al otro para reemplazar al defensor expul-
sado), en un veloz contraataque, toma a contrapié a la defensa
de River y marca un gol. Al día siguiente leemos crónicas de
periodistas muy bien formados y con mucha experiencia, que
señalan: “River pagó cara su impotencia, y Boca, oportunista
como siempre, aprovechó muy bien, y heroicamente, las oca-
siones que se le presentaron”. Es decir, cuando uno conoce el
final, todo se vuelve claro y evidente. Si el domingo a la ma-
ñana tuviéramos el diario del lunes, iríamos al hipódromo a
apostar sin ningún miedo. ¡El problema es que el diario del lu-
nes recién sale el lunes!
El estudio de las controversias apuntaba a “no leer el diario
del lunes”, o sea, a no estudiar sólo el resultado de algún evento
científico sino sus procesos. Ahora bien: el análisis de las con-
troversias se dirigió, sobre todo, a observar el pasado. Los ma-
teriales de trabajo de estos sociólogos-historiadores eran docu-
mentos, artículos publicados por los investigadores, materiales
de archivos, informaciones publicadas en memorias de las ins-
tituciones, textos de diarios de la época, intercambios epistola-
res, etc.12

12 La correspondencia epistolar ha sido siempre una fuente invalorable


para los historiadores. Más allá de la cuestión ética acerca de la vio-
lación de la intimidad (normalmente, los autores ya están muertos y
no pueden patalear), es gracias al análisis de la correspondencia
que muchos asuntos se pudieron hacer públicos. Hoy, el asunto se
46 El científico también es un ser humano

Así, las controversias se constituyeron en una herramienta muy


potente para que los sociólogos explicaran cómo se “estabiliza” el
conocimiento sobre la base de dos conceptos fundamentales: ne-
gociación y consenso. Desde esta perspectiva, el conocimiento
“verdadero” no es el resultado objetivo de los experimentos reali-
zados, sino que se trata de negociaciones de los investigadores
con otros científicos y también con otros actores significativos
(técnicos, autoridades, empresarios, etc.). Esta idea es bastante
provocadora, en la medida en que no son sólo aspectos “forma-
les” o “accesorios” los que están sujetos a negociación, sino el co-
nocimiento mismo.

La tribu de los científicos

Los antropólogos se pasaron la vida estudiando esos


grupos, pertenecientes a otras culturas, cuya mentalidad era
“precientífica” y los comportamientos “irracionales”, pero
nadie estudió esos grupos, tan cercanos a nosotros, que
producen la ciencia. Aunque existen algunos estudios sobre
la productividad de los investigadores o sobre la gestión de
las unidades de investigación, no hay ningún programa de
investigación que estudie un laboratorio con el mismo
cuidado que se le presta al análisis de una tribu.
Bruno Latour, “La etnografía de los laboratorios”.

está poniendo complicado para los historiadores del futuro: el


correo electrónico ha barrido con la ancestral práctica de escribir
cartas, de modo que una parte fundamental de la historia se está
evaporando en el espacio digital… Por ejemplo, Latour analiza, a
partir de una carta que Pasteur le dirige al ministro de Instrucción
Pública en 1864 para solicitarle dinero para llevar a cabo sus investi-
gaciones, el concepto de “enrolamiento de aliados”, traduciendo los
intereses del ministro en función de sus propios intereses… (Bruno
Latour, La science en action, París, La Découverte 1989, pág. 282).
¿Ratones que hablan? 47

Éste es el punto de Bruno Latour: estudiar a los científicos como si


fueran una tribu extraña a nuestra cultura, y no como si se tratara
del santuario de la racionalidad. Uno puede imaginarse el im-
pacto que una afirmación semejante causó en el seno de la co-
munidad científica: ¡comparar a los “hombres de ciencia” con
una tribu de indígenas! ¡Pero a quién se le ocurre semejante
infamia!
Latour se refería al estudio que había realizado en un labora-
torio de neurobiología en los Estados Unidos. Allí se “había in-
ternado” durante dos años, con el objeto de observar las prácti-
cas de los científicos. El de Latour no fue el único “estudio de
laboratorio”, y el hecho en sí mismo es curioso: cuatro investiga-
dores de las ciencias sociales –sociólogos y antropólogos– se in-
trodujeron, “casi por primera vez”, en laboratorios de investiga-
ción científica, para estudiarlos de un modo sistemático, a partir
de observaciones in situ, sin que ninguno de ellos estuviera al
tanto del trabajo de sus colegas.
Además de la coincidencia en el tiempo, estos estudios coin-
cidieron en el lugar geográfico, distintos laboratorios de Cali-
fornia: Bruno Latour investigó en el laboratorio Salk, Michael
Lynch trabajó sobre un laboratorio dedicado a la neurobiolo-
gía, Sharon Traweek analizó un departamento de física de par-
tículas, y Karin Knorr-Cetina, un instituto de microbiología y
proteínas vegetales en Berkeley.13 Estos estudios –entre otros–

¿Qué pasaría hoy si Pasteur le hubiera enviado un correo electróni-


co al ministro?…
13 Los estudios publicados fueron los siguientes: Bruno Latour y Steve
Woolgar, Laboratory Life, the social construction of scientific facts,
Londres, Sage Publication, 1979; Michael Lynch, Art and Artifact in
Laboratory Science: a study of shop work and shop talk in a research
laboratory, Londres-Boston, Routledge and Kegan Paul, 1985; Karin
Knorr-Cetina, The Manufacture of Knowledge: an essay on the cons-
tructivist and contextual nature of science, Nueva York, Pergamon
Press, 1981; y Sharon Traweek, Beamtimes and Life Times: the
World of Particle Physics, Cambridge, Harvard University Press, 1992.
48 El científico también es un ser humano

compartían un conjunto de supuestos fundamentales, aunque


diferían en algunos matices –más o menos importantes– en sus
aspectos metodológicos y conceptuales.
Junto con el “descubrimiento” del laboratorio, como objeto de
investigación y al mismo tiempo como lugar de observación, los so-
ciólogos tuvieron su propia disputa acerca de “quién llegó pri-
mero”. Knorr-Cetina creyó necesario enfatizar, en 1995, que el
suyo era “uno de los primeros estudios de laboratorio”. Por su par-
te, Latour y Woolgar (aunque el trabajo fue realizado sólo por
Latour, escribieron juntos el libro) señalan: “Cuando, en 1979,
apareció la primera edición de Laboratory Life, fue sorprendente
darse cuenta de que se trataba del primer intento de hacer un
estudio detallado de las actividades cotidianas de los científicos
en su hábitat natural. Los científicos en su laboratorio estaban
probablemente más sorprendidos que nadie de que ése fuera el
único estudio de este tipo”.14
Sin embargo, la simultaneidad de los “estudios de laborato-
rio” respondería a otra razón: la inmersión de sociólogos y an-
tropólogos en esos espacios, hasta entonces reservados (“priva-
dos” aunque públicos), se inscribe en un movimiento más amplio,
una verdadera “marca de época”: la necesidad de comprender
–y cuestionar– esos ámbitos “resguardados” donde se produce
el conocimiento, y que modifican poco a poco la vida cotidiana
de las sociedades (es decir, la nuestra). Como vimos al princi-
pio del libro, dos hechos ayudaron a atravesar las barreras de

14 En la edición francesa, que se hizo diez años después, los autores


reconocen que “en la época en que este libro fue escrito, ignorába-
mos que Mike Lynch, en Los Angeles, a pocos kilómetros del
Instituto Salk, había también entrado en los laboratorios bajo las
órdenes de Garfinkel, lo que prueba que en ciencias inexactas tam-
bién hay ‘descubrimientos simultáneos’” (La vie de laboratoire. La pro-
duction des faits scientifiques, París, La Découverte, 1988, pág. 15).
También reconocen allí los trabajos de Knorr-Cetina y el estudio
pionero de Lemaine y Lécuyer.
¿Ratones que hablan? 49

los laboratorios para meter las narices allí y “ver qué hacen los
científicos”:

1) La toma de conciencia de que la ciencia no sólo


acarrea efectos “positivos”.

Si esto es verdad, es decir, si la ciencia también puede generar


problemas, y si además ya no puede suponerse que “los métodos
científicos” son neutros y exentos de toda carga social, entonces
parece necesario ir a ver qué ocurre adentro de los laboratorios,
porque “eso” tendrá consecuencias para los demás.

2) La emergencia de movimientos sociales que


cuestionan la ciencia y la tecnología.

La base de muchos de estos movimientos es el rechazo a una


explotación desmedida de la naturaleza, al uso intensivo del
conocimiento científico-tecnológico para apropiarse de ella, a
la emergencia de productos cada vez “menos naturales”, y a la
utopía de un control de la humanidad a través de esos conoci-
mientos.
¡Ojo! Los sociólogos de entonces, en general, no compartían
esas ideas. Por el contrario, me animo a pensar que más bien ad-
miraban el conocimiento científico, y lo que querían era “ser tan
científicos como sus colegas de laboratorio”. De hecho, Bloor
dice que “la sociología debe ser científica”, es decir, que debe es-
tudiar la ciencia “científicamente”. Y Latour, cuando se mete en
el laboratorio, se siente fascinado con “ser uno más allí adentro”
y lo que quiere lograr es “hacerse invisible”.
Sin embargo, estos movimientos que se desplegaron durante
los años sesenta y setenta fueron creando un clima que produjo
un cambio: “estudiar lo que hacen los científicos dentro de sus
lugares de trabajo” ya no parecía una idea tan descabellada co-
mo algunos años antes.
50 El científico también es un ser humano

¿De dónde salen los enunciados científicos?

Después de tantas páginas, volvemos a la pregunta del principio


de este capítulo. Digámoslo entonces de golpe y sin más miste-
rio: para Bruno Latour, los enunciados científicos, que ya nadie
discute, son fabricados, producidos y negociados a partir de los la-
boratorios. Veamos cómo llegó a semejante idea.
Bruno Latour era en 1975 un joven antropólogo francés (hoy
sigue siendo francés, pero creo que ya no se llama a sí mismo ni
joven ni antropólogo, aunque nunca se sabe…) que, luego de
recibirse, trabajó en Costa de Marfil, en una investigación bien
“eurocéntrica”: se trataba de indagar por qué las empresas fran-
cesas tenían tantas dificultades para reemplazar a sus empleados
franceses por ejecutivos locales. Inmediatamente después de esa
experiencia africana, consiguió una beca Fulbright y se intro-
dujo en un laboratorio muy prestigioso de California: el Salk
Institute. Allí llegó a conocer al propio Jonas Salk en persona,
una especie de mito viviente, el hombre que creó la vacuna con-
tra la poliomielitis.15
De modo que Latour se incorporó, dentro del instituto, a un
laboratorio muy prestigioso dirigido por un compatriota suyo.
Allí se quedó durante dos años, para observar todo lo que los
científicos hacían allí, es decir, para impregnarse de la “vida de
laboratorio”, con el propósito particular de mostrar la construc-
ción de un hecho científico. Enseguida volveremos sobre esta idea
de “hecho”. Mientras tanto, veamos qué pretendía hacer allí
adentro. Según Latour, se trataba de

observar la actividad científica como si se tratara de una


actividad extraña y de otra cultura; no interpretar las

15 Salk murió en 1995, dos años antes que Albert Sabin, un polaco-
estadounidense que literalmente endulzó el célebre descubrimiento,
con un desarrollo de la vacuna en forma oral, que en general se
administraba a los niños sobre un terrón de azúcar.
¿Ratones que hablan? 51

observaciones con la ayuda de conceptos tradicionales


(hipótesis, método, hecho, experiencia), sino considerar esos
conceptos como problemáticos y someterlos a verificaciones
empíricas; finalmente, aprovechar el terreno privilegiado de
un laboratorio para analizar la combinación de los elementos
que uno encuentra siempre dispersos en las diferentes
ramas de la epistemología o de la historia, la economía o la
sociología de la ciencia (“La etnografía de los laboratorios”).

La idea es la siguiente: cuando uno conversa con los científi-


cos sobre sus prácticas, su discurso parece estar “contami-
nado” de conceptos incorporados de la epistemología. (Invito
al lector a hacer la experiencia de preguntarle a un investiga-
dor qué está haciendo. Seguramente dirá algo así como: “estoy
intentando probar la existencia de tal factor en el proceso X”, o
bien “partimos de la hipótesis de que la molécula Y tiene un pa-
pel fundamental en el desarrollo de H”, o aun “la experiencia
que estoy haciendo va a demostrar la función de las glándulas Ñ
en la síntesis de P, como fue parcialmente probado por Fulano
hace cuatro años”.)
Sin embargo, siguiendo la perspectiva de Latour, si uno deja
ese “verso” de lado, lo que realmente observa es a una persona
con guardapolvo blanco que manipula un tubo de ensayo que
acaba de extraer de un aparato (al que llama, por ejemplo,
“centrífuga”), y le incorpora con una especie de jeringa unas
gotas de algún otro líquido mientras dice: “estoy clonando X”.
Al mismo tiempo, discute con un asistente sobre la convenien-
cia de presentarse a una convocatoria de proyectos, pregunta si
ya liberaron los fondos del ministerio, si Mengano ya tiene el
borrador del abstract que hay que mandar esa tarde al Con-
greso Europeo de su especialidad, le dice a la secretaria que la
semana siguiente llegan unos colegas de Londres, que hay que
reservarles un hotel, y le pregunta a un compañero si quiere
comer en ese lugar nuevo donde al parecer los sándwiches de
pollo “están muy buenos”.
52 El científico también es un ser humano

Es decir que el sociólogo que se mete allí adentro no observa


nada parecido a un espacio ordenado, donde hipótesis, ideas,
experimentos y resultados se alinean prolijamente de una forma
escéptica, “científica”. El laboratorio, como cualquier otro lugar
social, es un espacio caótico, donde se superponen diferentes
planos, intereses, discursos, prácticas, conflictos (¡sí, los científi-
cos también se pelean!), sorpresas, etc. También existen rutinas
establecidas como en cualquier otro ámbito: esas rutinas respon-
den a una organización social en la que hay, por ejemplo, jerar-
quías y diferentes roles que desempeña la gente (Latour no le
prestó mucha atención a estas cosas, así como tampoco observó
el papel que cumplen las instituciones, porque asociaba todo eso
con el “funcionalismo”, una perspectiva que por entonces se
quería desterrar).
A partir de ese “desorden”, el observador tiene que intentar
reconstruir un nuevo orden que le permita comprender lo que
ocurre allí adentro. Entre los diversos criterios, sobresale el de
construcción: “desarmar” todo el proceso que lleva a la “cons-
trucción” de un hecho científico. Veamos, entonces, qué entiende
por “hecho”.
Un hecho científico no es más que un enunciado “débil” (o
sea que puede ser fácilmente refutado) que logra fortalecerse,
es decir, ser aceptado por todos, y que logra formar parte del
sentido común. En realidad, el punto de partida de la cons-
trucción de un hecho siempre es un enunciado que tiene un
carácter conjetural, exploratorio, tentativo, ¡incluso delirante!
Para ilustrarlo, podemos tomar el ejemplo bien conocido de la
estructura del ADN propuesta por James Watson y Francis
Crick en 1953. Estamos en 1952, en el laboratorio Cavendish,
de Cambridge:
¿Ratones que hablan? 53

Enunciado 1

Y… puede ser.
Decime, Crick, Probemos.
¿el ADN tendrá la
estructura de una
doble hélice?

¿Qué hace falta para refutar este primer enunciado? Simple-


mente que alguien frunza el seño y diga “estos tipos están chifla-
dos”, como dijo, efectivamente, Rosalind Franklin en 1952.
El enunciado siguiente debe, por lo tanto, intentar fortale-
cerse. El modo de lograrlo es trabajar a partir dos estrategias:

a) Fabricar pruebas.
b) Convencer a los otros.

Para el proceso de fabricación de las pruebas, los investigado-


res utilizan un elemento fundamental, propio de los laborato-
rios: las inscripciones. Para eso, trabajan con los instrumentos
cotidianos de los laboratorios. Según Latour, hay dos tipos de
aparatos: aquellos que simplemente transforman un estado de la
materia en otro (como un calentador, por ejemplo) y aquellos
que dejan una traza escrita. A estos últimos, que producen mate-
riales, registros que luego son utilizados en la argumentación,
los llama inscriptores. Un ejemplo de inscripción (que son las tra-
zas que salen de esas “máquinas” llamadas inscriptores) son las
curvas que surgen de un electrocardiograma: los médicos car-
diólogos argumentarán luego, por ejemplo, que “determinadas
54 El científico también es un ser humano

drogas tienen un efecto sobre el ritmo cardíaco, tal como se puede


observar en la gráfica X”.
Así, las curvas trazadas sobre un papel, que sale del electrocar-
diógrafo, operan, en el discurso de argumentación, “como si fue-
ran” el ritmo cardíaco mismo, cuando en realidad no son más
que líneas de colores que van a funcionar como “prueba” de las
variaciones del ritmo cardíaco. Éste es un experimento bastante
fácil: cualquiera puede conseguir un paper científico e intentar
leerlo (aun sin comprender mucho lo que se discute) en fun-
ción de cómo se utilizan esas inscripciones, retóricamente, con
el objeto de convencer al lector de que les otorgue carácter de
“prueba” a los recursos utilizados.
Volvamos a Watson y Crick: para convencer a los demás acerca
de aquella afirmación que tenía la forma (“débil”) de una conje-
tura, debían generar una serie de argumentos que fueran creí-
bles (“fuertes”), y difíciles de refutar con una mera afirmación
en contrario. Entonces, realizaron dos operaciones: la primera
(como se puede observar en la foto) fue proponer un “modelo”
realizado como una maqueta (preparada, por ejemplo, con pe-
lotitas de telgopor y palitos), donde diversos elementos repre-
sentaran las bases que compondrían el ADN. Sin embargo, esto
no alcanzaba. De repente, tuvieron un golpe de suerte: Rosalind
Franklin (aquella colega, discípula de Bernal, que los detestaba)
había logrado fotografiar la difracción de una muestra de ADN
hidratada, y había elaborado una serie de valores tomados de di-
chas fotografías. Es decir, había producido una inscripción con la
que Watson y Crick no contaban, pero que de todos modos llegó
a sus manos.16

16 El modo por el cual Watson y Crick se apropiaron de las inscrip-


ciones de Rosalind es dudoso: algunos dicen que las “consiguie-
ron sin su consentimiento”; otros, que un superior jerárquico de
ella se las facilitó, y otros, que simplemente se las robaron (lo que
parece bastante factible, por otro lado). En todo caso, las consi-
guieron sin que ella se las facilitara de buen grado. La historia sería
¿Ratones que hablan? 55

El paso siguiente para fortalecer el enunciado fue el desarro-


llo de la argumentación a partir de las inscripciones y su presen-
tación ante otras personas que lo creyeran, es decir, que lo avala-
ran. Entonces, Watson y Crick dijeron:

Enunciado 2
“Según podemos observar en la fotografía de difracción (en
la figura), y en los valores que han sido calculados en la
tabla anexa, hemos podido establecer que la hipótesis de
una doble hélice tiene sustento empírico.”

Difracción de rayos X del ADN hidratado, tomada por Rosalind


Franklin y Raymond Gosling el viernes 2 de mayo de 1952.
Pasó a la historia como “la famosa foto 51”.

Como podemos ver, el enunciado 2 es “más fuerte” que el pri-


mero, en la medida en que, si alguien quiere ponerlo en cues-
tión, ya no le bastará con decir que “es absurdo”, sino que debe
poner en duda la validez de las inscripciones, es decir, la fotogra-
fía, que funciona como un “representante” del ADN, y además
los datos que fueron extraídos de allí.

divertida si no fuera porque tuvo un final trágico: Rosalind Franklin,


víctima de una grave enfermedad, murió cuatro años más tarde, a
los 37 años.
56 El científico también es un ser humano

Una vez que ese enunciado ha sido aceptado, es decir, que to-
dos los demás –colegas, competidores, aliados, amigos, editores,
etc.– lo aceptan como válido, entonces ya se puede establecer un
enunciado mucho más firme:

Enunciado 3

¡¡Yuppi!!
¡¡¡Lo logramos!!!

El resto de la historia es muy conocida: Watson y Crick publica-


ron su artículo en la prestigiosísima revista Nature el 25 de abril
de 1953:

Años más tarde, en 1962, junto con Maurice Wilkins obtuvieron el


premio Nobel. Y el último paso en la construcción de este hecho
¿Ratones que hablan? 57

lo constituye su “entrada” a los libros de texto. En esta instancia ya


no hay más discusión: en la página 51 del Manual de Biología para
escuelas secundarias de Editorial Santillana leemos: “La molécula
de ADN está constituida por dos cadenas o hebras de nucleótidos
enfrentadas. Su forma en el espacio se asemeja a una larga esca-
lera ‘caracol’”. Ahora sabemos que estamos en presencia de un
“hecho científico”, una afirmación que nadie discute: ya forma
parte del sentido común y, por eso, se incluye sin más en los libros
de texto, desde la escuela secundaria hasta la universidad.
Sin embargo, un “hecho científico” tiene otro rasgo paradó-
jico: a pesar de que es el resultado de intensas negociaciones, de
debates, de un trabajo de persuasión, de idas y vueltas (Watson
y Crick presentaron antes dos modelos que fueron descartados
rápidamente), se expone como si no hubiera sido construido,
como un conocimiento “natural” que simplemente expresa
“cómo es la naturaleza”, es decir, como si en realidad no fuera
un “hecho”. Se crea así la ficción de que “siempre estuvo allí”.
La noción de hecho científico se opone con claridad a la de des-
cubrimiento, que supone que conceptos tales como la estructura
del ADN “estaban allí” desde la noche de los tiempos, sentaditos,
con paciencia, esperando que uno o varios científicos ilumina-
dos, racionales y con métodos adecuados los descubrieran. Natu-
ralmente, sólo se puede descubrir aquello que ya existe, pero que per-
manece oculto a la simple vista de los que no son expertos. En
contraposición, la idea de hecho se mete en el proceso mediante
el cual se van estableciendo relaciones entre el mundo natural,
los aparatos, las inscripciones y el contexto social, que van a te-
ner como resultado algo que, luego (pero sólo luego), será acep-
tado como “verdadero”.
Así, los sociólogos lograron mostrar que dentro de los labo-
ratorios hay vida, y además explicarle a la sociedad que los ob-
jetos de conocimiento con los cuales interactuamos todos los
días son el producto de interacciones, tanto sociales como con
el mundo natural.
58 El científico también es un ser humano

Un cacho de cultura

Karin Knorr-Cetina realizó otro de los estudios más conocidos


“de laboratorio”, aunque con matices diferentes del abordaje de
Latour. Su punto de partida fue mostrar que el laboratorio es un
lugar artificial, y que, por este motivo, hasta la distinción misma
entre el “adentro” y el “afuera” de los laboratorios es ficticia. Por
lo tanto, ella propone más bien hacer estudios “en laboratorios”
(más que “de laboratorios”), puesto que éstos son en realidad lu-
gares donde observar “una parte de la sociedad”.
Knorr-Cetina se internó, al igual que Latour, en un laboratorio
de California, en la Universidad de Berkeley, aunque en su caso
estaba dedicado a la microbiología y las proteínas vegetales. Lo
primero que hizo, luego de realizar observaciones durante un
tiempo prolongado, fue mostrar que la distinción entre los aspec-
tos sociales y los cognitivos es artificial: cuando uno ingresa en
los laboratorios, no es posible determinar que los aspectos “téc-
nicos” del conocimiento que impregnan las prácticas en ese ám-
bito, y que a menudo se presentan a los legos como algo alta-
mente esotérico, estén desvinculados de los aspectos sociales en
sentido amplio, es decir, políticos, económicos, culturales :

¿Qué es, después de todo, un laboratorio? Una


acumulación local de instrumentos y aparatos, en un
espacio de trabajo conformado por mesas y sillas. Cajones
llenos de utensilios menores, repisas cargadas de productos
químicos y recipientes de vidrio. Heladeras y congeladores
llenos de muestras cuidadosamente etiquetadas y de
materiales-fuente: soluciones pulidoras y hojas de alfalfa
finamente picadas, proteínas de una sola célula, muestras
de sangre de ratas de ensayo y lisozimas. Todos esos
materiales-fuente han sido especialmente cultivados y
selectivamente alimentados. La mayoría de las sustancias y
de los productos químicos son purificados y han sido
obtenidos de industrias que proveen a la actividad científica
¿Ratones que hablan? 59

o de otros laboratorios. Pero hayan sido compradas o


preparadas por los propios científicos, esas sustancias no
son menos producto del esfuerzo humano que los aparatos
de medición o los trabajos escritos que están sobre los
escritorios. Parecería, entonces, que a la naturaleza no se la
va a hallar en el laboratorio, a menos que se la defina desde
un principio como producto de un trabajo científico (La
fabricación del conocimiento, 2005).

Así, para ella, las distinciones entre lo cognitivo y lo social, lo téc-


nico y lo referido a la carrera, lo científico y lo no científico,
constantemente se desdibujan y se redibujan en el laboratorio.
En este sentido, sostiene que es necesario ver las actividades rea-
les del laboratorio de manera indiscriminada, es decir, sin distin-
guir a priori qué cosas son importantes, es decir, científicas, y cuá-
les son accesorias, es decir, sociales.
A diferencia de Latour, para Knorr-Cetina, el proceso de cons-
trucción de conocimiento reposa por completo en las relaciones
que los científicos establecen con múltiples sujetos: con otros
científicos, con las agencias que financian la investigación (como
sabemos, aunque suene bruto decirlo así, “sin plata no hay cien-
cia”), con los proveedores de equipos, con usuarios reales o
potenciales, y con muchos otros personajes que pueden inter-
venir en algún momento del desarrollo de las investigaciones.
Todas las relaciones anteriores forman parte de un conjunto que
Knorr-Cetina denomina “relaciones de recursos”, y que com-
prende todos aquellos vínculos que resultan indispensables para
el proceso de fabricación de conocimientos. Cuando hablamos
de “recursos”, por cierto, no nos referimos sólo a los de tipo eco-
nómico, ya que ellos pueden ser –y son– de distinto tipo: cultura-
les, lingüísticos, técnicos, etc.
Esta mirada es, en cierto modo, revolucionaria: para fabricar co-
nocimientos, todo lo que hacen los científicos es importante, y no
sólo los experimentos y las máquinas o los aparatos que se utili-
zan. Por ejemplo, cuando un investigador solicita un subsidio,
60 El científico también es un ser humano

las instituciones que financian suelen poner algunas condicio-


nes, como señalar que es más importante el estudio de las cues-
tiones X que el de las cuestiones Y. Si al científico le interesan
más las cuestiones Y, tiene que adaptar sus proyectos (en la jerga
de la autora, esto se llama “negociar”). Luego se trata de com-
prar aparatos, de acordar con las autoridades de la institución,
de convencer a los que podrían utilizar esos conocimientos (como
una empresa, por ejemplo), etc. Todas esas cuestiones, que van
a influir sobre el conocimiento que se obtendrá al final, están su-
jetas a nuevas negociaciones.
Para estos estudios no existe nada parecido a la autonomía, que
era una especie de “bien protegido” por los enfoques clásicos
que vimos en el capítulo anterior. Si suponemos que los científi-
cos son autónomos de todas las otras relaciones sociales, eso nos
impedirá comprender la dinámica de los procesos “reales” de
fabricación de conocimiento. Por eso, para Knorr-Cetina sería
absurdo suponer una división del trabajo en la cual las innova-
ciones son producidas internamente por los científicos y seleccio-
nadas de manera externa (después) por los miembros no cientí-
ficos de una sociedad.
Según esta perspectiva, los científicos no funcionan con una
sola racionalidad, limitada a generar conocimientos: son, por el
contrario, personas muy versátiles, especies de “todoterreno”,
con recursos literarios, analógicos, sociales, simbólicos. Hablar
de una racionalidad literaria implica mostrar cómo los investiga-
dores formulan relatos y narraciones, por ejemplo, cuando re-
construyen una experiencia, o cuando la vuelcan en las conside-
raciones de un paper. La racionalidad analógica significa que los
investigadores operan por analogía con otras situaciones ya co-
nocidas (del mismo modo que un niño, durante su proceso de
socialización, aprende a no tocar una cacerola luego de haberse
quemado). La racionalidad está socialmente situada, en la medida
en que depende de las relaciones que se establecen con los per-
sonajes que serán relevantes dentro del contexto de trabajo,
pero también en el de la vida cotidiana.
¿Ratones que hablan? 61

En resumen, las prácticas de laboratorio están, desde este


punto de vista, fuertemente ancladas en una cultura. No se trata
sólo de “una cultura de investigación”, sino de una cultura en el
sentido más amplio: comenzando por el lenguaje, que es un ele-
mento fundamental en la conformación de las culturas, y si-
guiendo por todas las otras dimensiones culturales que, lejos de
ser ajenas a los procesos de fabricación de la ciencia, los atravie-
san de lado a lado. No es que la cultura afecte la investigación
científica, sino que la investigación científica es una práctica cul-
tural más.

Problemas de método

Dejamos para el final un problema que se refiere a los métodos


que se utilizan para “meterse” en los laboratorios. ¿Qué pasa
cuando los sociólogos entran en un laboratorio? El problema es
bastante antiguo, porque se refiere a una dificultad propia de
las ciencias sociales: deben estudiar un objeto del que forman
parte. Los astrónomos no tienen este problema porque, al no
ser ellos mismos planetas, pueden estudiar sus movimientos
“desde afuera”, sin que su observación influya en las órbitas.
Tampoco los físicos tienen este problema, ya que pueden obser-
var los átomos sin ser ellos mismos átomos (el hecho de que es-
tén constituidos por átomos no interfiere aquí en la distancia
que tienen con su objeto de estudio). Ni los botánicos, ya que
pueden observar las plantas con la doble ventaja de no ser plan-
tas, y de que la observación no las modificará como tales (hay
quienes sostienen que, si se les habla con amor, las plantas cre-
cen más velozmente, pero esto no parece estar comprobado
hasta ahora).
Sin embargo, cuando uno observa la sociedad, y hace públicos
sus conocimientos, está interviniendo, le guste o no, lo busque o
no, en la sociedad. Este problema, común a todas las ciencias so-
ciales, se vuelve aún más arduo cuando se trata de observar a los
62 El científico también es un ser humano

investigadores, en la medida en que el propio sociólogo es un in-


vestigador. La pregunta más peliaguda es: ¿cómo actuarían estas
personas si yo no estuviera aquí? Desde ya, se supone que no del
mismo modo.17 Podemos dar varios ejemplos al respecto: así
como no nos relacionamos con nuestra pareja del mismo modo
cuando estamos a solas que ante la presencia de cualquier otra
persona, y así como un maestro no desarrolla su clase del mismo
modo cuando está solo con sus alumnos que frente al inspector
del ministerio de Educación, los investigadores modifican sus
prácticas cuando hay un observador externo. Knorr-Cetina lo
planteó así:

El cientista social es un intruso en el laboratorio,


especialmente cuando está armado de lo que yo llamo una
metodología sensitiva. Abstenerse de hacer preguntas va
contra los intereses del cientista social, como lo es
rehusarse a escuchar llamados telefónicos o conversaciones
personales, o a verificar resultados de pruebas, o a espiar
reuniones de grupo, o a seguir a los científicos de un
escenario a otro de la acción. […] Como consecuencia, el
cientista social con frecuencia resultará él mismo una fuente
de incomodidad para los sujetos de su investigación,
cuando entra a una habitación mientras rumian un artículo o
cuando mira sobre sus hombros mientras toman
mediciones. Una pregunta inesperada puede hacer que se
les mezclen los registros; una ayuda no solicitada puede
terminar confundiendo sus muestras. Ellos pueden verse
obligados a disculparse ante colegas no escoltados por
tener una “sombra”. En resumen, el cientista social puede
ser acusado, como yo lo he sido, de ser una constante
“molestia en el cuello”.

17Sería mejor ser una mosca que un sociólogo, aunque por el momen-
to se ignoran las indagaciones que han hecho las moscas sobre la
sociedad y, también sobre la ciencia.
¿Ratones que hablan? 63

Pero en el laboratorio, el cientista social necesita tener el


registro de las actividades de un grupo en particular. No
puede ir por ahí de compras en busca de percepciones
donde sean más baratas, porque el proceso de los
acontecimientos es un interés en sí mismo. Retirarse por
períodos sustanciales de tiempo implicaría perder el registro
de lo ocurrido, más allá de una ocasional evocación ofrecida
por el científico.

Latour, en cambio, planteó este aspecto en un sentido polémico:


con el objetivo de generar una distancia necesaria para compren-
der lo que ocurre dentro del laboratorio sin dejarse llevar por los
prejuicios, tanto científicos como sociológicos, el observador
tiene que ser lo más ignorante que pueda respecto de los objetos
de investigación en el laboratorio. No obstante, se apresura a res-
ponder a una previsible objeción: “¡Pero cuando se trata de la
ciencia, a pesar de todo, es necesario saber algo acerca de ella!”.
Latour responde con otra pregunta: “¿Acaso alguien diría que
para estudiar a los bantúes hay que haber nacido bantú?”, y
agrega: “Esta idea de que un diplomado en ciencias exactas
puede hablar más íntimamente del mundo de la investigación
que un observador que se haya internado allí durante varios años
es tan claramente un prejuicio, que se le puede poner un punto final
sin más discusión”. Esto le permite a Latour considerar lo que es,
para nosotros, el punto más importante. Cuando le preguntan:
¿Acaso alguien puede ser tan ignorante respecto de las ciencias como
para desarrollar una mirada verdaderamente nueva sobre la acti-
vidad científica?, él responde que “es precisamente sobre este
asunto sobre el que hay que trabajar realmente el problema, dis-
ciplinar la mirada, forzarse a la distancia [...] El etnógrafo de esta in-
vestigación [es Latour mismo quien habla en tercera persona,
como los jugadores de fútbol…] fue ayudado por varios factores en
su búsqueda de distancia: era verdaderamente ignorante de las ciencias
y casi analfabeto en epistemología” (Bruno Latour y Steve Wollgar,
La vida de laboratorio, Madrid, Alianza Universidad, 1995).
64 El científico también es un ser humano

Dicho de otro modo, para Latour, el hecho de ser ignorante res-


pecto de las ciencias, lejos de constituir un inconveniente, resulta
una ventaja crucial, casi se diría un prerrequisito para desarrollar
su estudio sobre el laboratorio de California, en el cual estuvo
inmerso durante dos años manteniendo la distancia necesaria
como investigador. Así, adoptó la forma de un observador que
era, al mismo tiempo, “ingenuo”, en la medida en que descono-
cía a priori el contenido de lo que se juega en la vida cotidiana
de la investigación, y “desconfiado”, en la medida en que dudaba
del discurso de los actores, puesto que este discurso no refleja en
modo alguno lo que los científicos efectivamente hacen.
El problema no es, sin embargo, tan simple como podríamos
pensar si creyéramos al pie de la letra en las palabras de Latour.
De hecho, si partimos de la creencia en la ignorancia completa
respecto de las ciencias (la ignorancia epistemológica no es,
aquí, especialmente relevante), lo que se produce a lo largo de
su “inmersión” durante dos años en un laboratorio es, en reali-
dad, un proceso de aprendizaje permanente de los lenguajes, los
códigos, los signos y los desafíos que enfrentran nuestros particu-
lares actores (los científicos y técnicos) en el interior del labora-
torio. Dicho de otro modo, Latour necesitó ir adquiriendo, a lo
largo de su larga inmersión, algo muy parecido a las “competen-
cias nativas” (es decir, la comprensión del lenguaje que está en
juego), porque de otro modo no podría haber reconstruido lo
que denomina proceso de construcción de un hecho científico.
Para finalizar el capítulo, quisiera incluir algunos de los episo-
dios que a mí mismo me tocó vivir en mis observaciones en di-
versos laboratorios.

a) “Son todos chismes”


El primer laboratorio en el que me pude inmiscuir estaba en
Francia, y su director formaba parte de una fundación que se
ocupaba de las relaciones entre Europa y los países en desarro-
llo. De modo que tuve que presentar mis estudios acerca de ese
¿Ratones que hablan? 65

laboratorio como parte de la mirada de un “extranjero” (es de-


cir, un latinoamericano) sobre la ciencia europea. En un plena-
rio de la fundación, que se desarrollaba en un hermoso petit hôtel
haussmaniano de París, presenté mis observaciones sobre la or-
ganización, la dinámica y los procesos de producción de conoci-
miento en su instituto. Una parte de mi trabajo se orientaba a
analizar las modalidades de dirección/gestión de laboratorios.
Sobre este punto en particular, había elaborado una clasifica-
ción de las modalidades: “horizontal”, “descentralizada”, “pirami-
dal”, “cooperativa”, “paternalista-autoritaria”, y había identificado
a ese laboratorio (¡ay!) con la última. La primera reacción del di-
rector fue saltar dos metros de su silla, creyendo que esa tipología
era una “acusación personal”. Cuando le expliqué la metodología
que había utilizado, cambió su evaluación, y me dijo: “Pero lo
que usted hace no es más que recoger chismes en el interior del
laboratorio… ¡No me va a hacer creer que eso tiene un sustento
científico!”. La afirmación tiene gracia si recordamos la afirmación
de Knorr-Cetina que citamos más arriba: “Abstenerse de hacer
preguntas va contra los intereses del cientista social…”. De todos
modos, admitamos que entre la observación participante y el
chisme hay una diferencia importante (aunque tal vez del-
gada…), sobre todo por el uso que se hace del material recogido.

b) De la violación de la intimidad a “Todo eso es obvio”


En otra ocasión, el director de un laboratorio inglés me pidió
que, luego de seis meses de estancia allí, hiciera una “devolu-
ción” para sus investigadores más veteranos. Le pregunté por
qué no invitaba también a los investigadores más jóvenes, ya que
ellos también habían participado activamente de mi investiga-
ción. Con cierto aire canchero me dijo: “No, mejor que estén
sólo los más experimentados, porque seguramente usted va a
ventilar cuestiones que tienen que ver con la ‘intimidad’ del la-
boratorio, y los más jóvenes no lo podrán entender”. De hecho,
me dijo que ellos mismos se sentían un poco inquietos respecto
66 El científico también es un ser humano

de las “intimidades” que se podían divulgar, sobre todo teniendo


en cuenta que estaban trabajando con una empresa que finan-
ciaba varias líneas de investigación y que exigía confidencialidad
(todos los artículos –incluso los que no tenían relación directa
con los temas financiados– debían ser aprobados previamente
por la empresa antes de ser enviados a las revistas científicas). Le
expliqué que el “público” que leería mis textos estaba com-
puesto sobre todo por sociólogos, y que, como de costumbre, yo
resguardaría el anonimato del instituto, de sus actividades, etc.
Cuando hice la presentación en el seminario, tratando en ex-
tremo de evitar toda alusión a las cuestiones “sensibles” en rela-
ción con las relaciones industriales, noté que los investigadores
senior estaban muy atentos. Sin embargo, cuando concluí, el di-
rector, que parecía entre relajado y divertido, cerró el debate di-
ciendo: “¡Pero todo lo que usted nos cuenta es obvio! No veo
cuál puede ser el interés de contar muy ordenada y sistemática-
mente lo que todos sabemos…”.

c) ¿El psicoanalista?
La tercera historia ocurrió en la Argentina. En realidad sucedió
muchas veces, en casi todos los laboratorios que visité en mi país,
de modo que lo que presento es una selección de diversos episo-
dios. Luego de un tiempo de observación en el laboratorio, mi
“lugar de distancia” como sociólogo se había resentido un poco,
ya que se había entablado cierta complicidad con los investiga-
dores, tanto con los veteranos, que querían discutir conmigo so-
bre las políticas científicas en la Argentina, como con los más jó-
venes, que querían saber acerca de la sociología de la ciencia,
cómo interpretar su papel “social” como productores de cono-
cimiento, etc. (los jóvenes suelen ser más idealistas). Natural-
mente, yo sabía que esa situación podía ocurrir en mi país,
donde la proximidad iba a ser mucho mayor que, por ejemplo,
en Francia, Brasil o Inglaterra. Así, sugerí la organización de un
seminario para presentar algunas observaciones sobre la diná-
¿Ratones que hablan? 67

mica del laboratorio. Para mantener la distancia, propuse ha-


cerlo en forma comparada con otros laboratorios que había
estudiado.
Antes de meterme de lleno en el análisis comparado, presenté
algunas ideas generales de la sociología de la ciencia, como los
modos de organización social, las relaciones con usuarios de co-
nocimiento o el papel de la ciencia en la sociedad. Luego pre-
senté las diferentes modalidades de cada laboratorio estudiado.
Esta vez, en lugar de acusarme de ventilar intimidades o de inte-
resarme por los chismes, o de suponer que toda mi presentación
era obvia, se quedaron muy conmovidos. El director guardaba
un prudente silencio. Entonces, una de las estudiantes de docto-
rado pareció condensar la sensación grupal (que incluía una ve-
lada alusión al director), cuando dijo (ya en franca complici-
dad): “¡Acabás de hacernos vivir una sesión de psicoanálisis
científico! ¡Deberíamos repetirlo todos los meses!”.
Capítulo 3
Comunidades, campos,
arenas y playas

Invito a los lectores a hacer una experiencia: pregún-


tenle a un investigador cuál es la forma normal en que se organi-
zan los científicos. No los laboratorios ni las disciplinas ni las ins-
tituciones, sino la organización social a la cual pertenecen. Lo
más probable es que les digan que ellos son parte de una “comu-
nidad científica”. La expresión parece formar parte del sentido
común, y no merece, por lo general, ningún comentario adicio-
nal. Sin embargo, como mostraremos enseguida, este concepto
no tiene nada de natural ni de neutral, sino que reconoce un
origen histórico y tiene una carga bastante fuerte (en términos
sociológicos, es una forma muy particular de entender la organi-
zación social de la ciencia). Pero hay otras formas, claro. En este
capítulo nos dedicaremos, por lo tanto, a revisar cómo se organi-
zan y actúan los científicos, no ya dentro de los laboratorios,
como vimos en el capítulo anterior, sino en un espacio social
más amplio, según tres concepciones diferentes: la de la comuni-
dad científica, propuesta por el viejo amigo Merton; la del campo
científico, analizada por el sociólogo Pierre Bourdieu, y la de la
arena transepistémica, formulada por Karin Knorr-Cetina, otra
vieja conocida del capítulo anterior.

La Comunidad

Como suele ocurrir en las ciencias sociales (y en las otras cien-


cias también), los conceptos que se utilizan nunca son neutra-
70 El científico también es un ser humano

les, sino que siempre traen una determinada carga. Así, por
ejemplo, no es lo mismo hablar de clases sociales, lo que im-
plica una determinada visión de la sociedad, que de estamen-
tos o sectores sociales, que se refiere a otra visión –bien dife-
rente– de cómo está estructurado el mundo social. Del mismo
modo, no es igual hablar de pueblos primitivos, de indígenas,
de aborígenes o de pueblos originarios. Tampoco es igual ha-
blar de raza y etnia (aunque según el Diccionario de la Real Aca-
demia Española este último término signifique: “Comunidad
humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, cultura-
les, etc.”, ya allí pueden verse las diferencias: las afinidades ra-
ciales son bien distintas de las afinidades culturales). Los ejem-
plos son muchísimos, ya que cada noción utilizada (y la forma
de designarla) tiene su propia historia y, como dijimos, “carga
conceptual”.18
El concepto de “comunidad” tiene su origen, en la sociología,
hacia fines del siglo XIX.19 La actitud más frecuente fue la de
oponer la noción de comunidad a la de sociedad, lo cual explicó,
en buena medida, el pasaje de la organización feudal, básica-
mente rural y aglutinada en pequeñas aldeas, a la sociedad mo-
derna e industrial, cuyo lugar predominante fueron las (gran-
des) ciudades. Según Émile Durkheim, otro sociólogo “clásico”, la
diferencia entre ambas es la división del trabajo social: mientras
las comunidades serían espacios con escasa diferenciación fun-
cional (en pocas palabras: todos hacen más o menos lo mismo;

18 Para analizar el concepto de comunidad me baso en el texto de


Rosalba Casas, “La idea de comunidad científica: su significado teó-
rico y su contenido ideológico”, Revista Mexicana de Sociología,
nº 3, 1980.
19 Dos sociólogos alemanes, Ferdinand Tönnies y Max Weber fueron
los precursores en su definición. Weber distinguió el concepto de
“sociedad” (determinado por una acción colectiva), el de “asocia-
ción”(determinado por el afecto) y el de “comunidad” (mediado por
una acción tradicional).
Comunidades, campos, arenas y playas 71

por ejemplo, en el trabajo agrícola se podía pasar de sembrar la


tierra a alimentar a los animales sin mucho esfuerzo), las socie-
dades están impregnadas por la división del trabajo –algunos
producen alimentos y otros vestidos, lo cual los vuelve interde-
pendientes–.
Como decíamos al principio, “comunidad” es un concepto
que tiene cierta carga... De hecho, el término viene cargado de
sentido, y sin duda designa algo más que la simple acumulación
de individuos: implica suponer, por principio, una relación par-
ticular entre esos individuos, y obliga a aceptar, por ejemplo, al-
gunos supuestos según los cuales en una comunidad:

• los individuos que la componen tienen lazos


primarios, directos o inmediatos entre ellos;
• las tendencias a la integración prevalecen por sobre
los conflictos, reales o potenciales, que pudieran
implicar tendencias de disgregación;
• existen objetivos generales o una finalidad particular
que se sitúan “por encima” de los objetivos de los
sujetos que la componen;
• existe un sentimiento general y unánime acerca de las
características y los límites de la propia comunidad;
• existe un conjunto de normas o reglas generales y
compartidas, que organizan las actividades de sus
componentes.

Ahora sí podemos establecer cuándo y cómo surgió el término


“comunidad científica”. A comienzos de los años cuarenta, el fí-
sico y filósofo Michael Polanyi propuso la noción de comunidad
científica como una idea opuesta a la ciencia como actividad indi-
vidual. ¡Atención! Hoy puede parecer un lugar común decir que
la ciencia es una empresa colectiva, una actividad social, y todo
ese rollo. Pero hasta fines de los años treinta, la perspectiva pre-
dominante estaba centrada en el científico individual, en cada per-
sonaje singular que iba desplegando sus capacidades persona-
72 El científico también es un ser humano

les.20 A eso, Polanyi opone una noción colectiva. Según él, “los
científicos no pueden practicar su actividad en aislamiento”,
sino que los “diferentes grupos de científicos constituyen una co-
munidad”, y la “opinión de una comunidad ejerce una profunda
influencia en el curso de toda investigación individual” (Personal
Knowledge, 1958).
Además de esta idea –que fue revolucionaria para la época–
Polanyi avanzó en un planteo que sería crucial para las décadas
siguientes: el de la autonomía. Es decir que el espacio de la cien-
cia (la comunidad científica) debía tener una gran autonomía
con respecto a las ideas políticas y religiosas, para poder garan-
tizar su libertad.
Una vez más, un personaje clave en esta historia es Robert
Merton, quien no se limitó a plantear ciertos problemas impor-
tantes en forma general, sino que fue el primero que se puso a
estudiar de veras a la comunidad científica de un modo sistemá-
tico. Merton propuso que la comunidad científica estaba organi-
zada según lo que él denominaba un ethos, es decir, un conjunto
de normas que orientan las prácticas de los científicos. Conside-
raba que esas normas debían garantizar que la ciencia cumpliera
con su función social: generar y acumular conocimiento certifi-
cado, es decir, verdadero. En un primer momento propuso cua-
tro “conjuntos normativos”, que surgen –esto es muy impor-
tante– del consenso de los propios científicos:

• Universalismo: los conocimientos deben ser sometidos


a criterios impersonales preestablecidos, en consonancia
con la observación y con el conocimiento
anteriormente confirmado. En todas las épocas, aun
soportando presiones en sentido contrario, los
científicos adhirieron al carácter internacional,
impersonal y prácticamente anónimo de la ciencia.

20 Cualquier semejanza con el científico loco que dominará al mundo


es pura coincidencia…
Comunidades, campos, arenas y playas 73

• Comunismo (más tarde convertido en “comunalismo”,


seguramente para diferenciarlo del “sucio trapo
rojo”): se refiere a la propiedad común de los bienes.
Los descubrimientos de la ciencia son un producto de
la colaboración social y se asignan a la comunidad.
Constituyen una herencia común en la cual el
derecho del productor individual es muy limitado.

• Desinterés: el desinterés científico debe entenderse


como una pauta distintiva de control institucional, y
no en relación con las motivaciones personales de los
científicos. La casi inexistencia del fraude o de
conductas fraudulentas en la ciencia se debe a que, al
tener que someterse a la verificabilidad de los
resultados, la actividad científica está sujeta a un
control policíaco.

• Escepticismo organizado: es un mandato metodológico e


institucional. El investigador científico no respeta la
brecha entre lo sagrado y lo profano: todo debe ser
sometido a un análisis crítico y todo debe ser
verificado.

Cuando estas normas se respetan, entonces la ciencia puede


cumplir con su función social. Veamos brevemente por qué es
necesario que estas normas funcionen bien (es decir, que sean
respetadas).
El universalismo se opone al localismo o al particularismo, se-
gún el cual podrían existir enunciados científicos que sólo sean
válidos en un contexto particular pero no en otros. Exagerando,
podríamos decir que es como si existiera una física en China que
no fuera válida en Letonia, o una biología egipcia que no sir-
viera en Paraguay. Por el contrario, si se cumple la norma del
universalismo, se garantiza que el progreso de la ciencia no se
verá afectado por esos particularismos, y que la ciencia tendrá
74 El científico también es un ser humano

validez universal, independientemente del lugar en el que haya


sido formulada.
El comunismo se refiere a la inexistencia de la propiedad pri-
vada. No es que los científicos sean guerrilleros marxistas que
andan armados con probetas para acabar con el capitalismo. No
obstante, la idea es bastante parecida: se trata, simplemente, de
que los productos de la ciencia (los conocimientos) sean parte
de la propiedad común, y nadie pueda apropiarse privadamen-
te de ellos.
El desinterés, explica Merton, no es equivalente al altruismo.
Los científicos pueden tener intereses –los tienen–, incluso el de
acumular prestigio y reconocimiento, pero esta norma se refiere
a que ningún interés particular puede primar por sobre la nece-
sidad de acumular conocimientos.
La última norma es, sobre todo, de método, y preserva contra
el fraude (voluntario) o los errores (involuntarios), en la medida
en que todo debe ser sometido a la comprobación sistemática.
Estas normas fueron cuestionadas por dos motivos. El primero
es simple: porque no se cumplen. El segundo es más compli-
cado: porque muchos creen que la comunidad científica no está
orientada por normas (un ethos) surgidas de un consenso uná-
nime entre todos los investigadores.
El hecho de que no se cumplan plantea un problema grave
desde el punto de vista sociológico, sobre todo si se suma una
cuestión: las normas mencionadas no sólo no se cumplen, sino
que su violación no es castigada. Y si una norma puede ser vio-
lada sin castigo, entonces, simplemente no existe. (¡He resistido
a pie firme la tentación de hacer chabacanos juegos de palabras
con las normas y las violaciones! Sólo hay uno que no puedo evi-
tar: la bailarina de tango Norma Viola, cuyo nombre parece con-
densar todo nuestro problema…).
Decir que la norma del comunismo no se cumple resulta más
que obvio, en la medida en que una parte fundamental del co-
nocimiento se produce (y esto ocurre desde hace muchos años)
en convenios con empresas, ya sea en ámbitos privados o en ins-
Comunidades, campos, arenas y playas 75

tituciones públicas . Naturalmente, ese conocimiento está lejos


de ser “propiedad común”, ya que la propiedad del conocimiento
científico es, precisamente, un factor que permite las ventajas de
algunos sobre otros en las economías de mercado. Algo similar
puede decirse del desinterés, ya que una parte fundamental de
los hallazgos se ocultan por diversos motivos, y no sólo por cues-
tiones económicas.
El escepticismo organizado, como es natural, tampoco se cum-
ple. ¿Por qué? Simplemente porque sería imposible. Déjenme
contar una breve anécdota. Hace varios años, estuve haciendo
de “intruso” en un laboratorio francés. Una de las estudiantes de
doctorado necesitaba comprobar el efecto de una molécula so-
bre la expresión de un gen, indispensable para su tesis. Las mues-
tras se las proveía una investigadora muy prestigiosa de Holanda,
amiga del director. Al parecer, el contenido de un frasquito de-
bía ponerse de color azul. Al cabo de un largo experimento, el
contenido permanecía incoloro. El director del laboratorio se
enojó mucho, y retó a la doctoranda porque “estaba haciendo
mal algún paso del protocolo”. Le ordenó que repitiera el expe-
rimento y, al cabo de unos meses, obtuvo el mismo (decepcio-
nante) resultado incoloro. El director se enfureció, y le orde-
nó que repitiera (esta vez con verdadero cuidado) el experimento,
y que lo hiciera junto con (es decir, con la supervisión de) una
técnica de laboratorio, que tenía mucha destreza en estas cosas.
El resultado fue el mismo: incoloro. Yo me alegré mucho, por-
que supuse que era testigo de una “anomalía” y, según Thomas
Kuhn, eso podía provocar una nueva revolución científica, de la
cual yo mismo sería testigo. No fue, sin embargo, la reacción
del director, que convocó a una reunión de todos los integran-
tes del laboratorio. Uno de los investigadores jóvenes, “mano de-
recha” del director, preguntó de golpe: “¿Quién te dio las mues-
tras que utilizás?”. A lo cual la doctoranda respondió: “la doctora
tal, de Holanda”. El director dijo: “Ah… entonces está bien”.
Pero su discípulo, menos convencido, señaló que ya habían te-
nido problemas con las muestras enviadas desde ese laboratorio,
76 El científico también es un ser humano

y que éstas podían provenir tanto de cepas A como de cepas B,


en cuyo caso los resultados serían bien diferentes. El director se-
ñaló: “Puede ser, pero yo siempre digo que hay que comprobar
todo el material que llega al laboratorio”.
Dicho lo cual, ordenó que se comprobara la calidad de ese
material, y resultó que estaba errado. ¡Pero pasó por alto el he-
cho de que él mismo había confiado (como hacen casi todos) en
un material que había enviado su colega de confianza! Final fe-
liz: la doctoranda acabó su tesis con éxito, pero se lamentó de
haber estado durante más de un año “clonando agua”.
La perspectiva general de Merton sobre la comunidad cien-
tífica se sustenta en un “sistema de intercambio”: se ofrecen
conocimientos al “edificio de la ciencia” para recibir, a cam-
bio, reconocimiento, o recompensas bajo la forma de presti-
gio. Más allá del juego de palabras (conocimiento/reconoci-
miento, que parece tener sus equivalentes en inglés y en francés:
knowledge/acknowledge ; connaissance/reconnaissance), se trata de
diversos mecanismos que deben aportar a la función social de la
ciencia.
Las recompensas son proporcionales a los aportes que se ha-
cen: se crea una escala de recompensas en función de los apor-
tes de cada uno. El mecanismo más conocido es lo que se co-
noce como eponimia, que consiste en otorgar una recompensa, es
decir, ponerle el nombre del propio científico al conocimiento
que él mismo contribuyó a establecer, según un orden jerár-
quico establecido. Así, en el más alto grado de reconocimiento
se ubican quienes estuvieron en el punto de inflexión de una re-
volución científica, y que dieron origen a una nueva forma de
pensar el mundo físico o natural. Por ejemplo, se puede hablar
de toda una época euclidiana (por Euclides, fundador de la geo-
metría en el mundo griego) o de la ciencia moderna (newtoniana,
por Isaac Newton). En un orden decreciente de importancia se
sitúan los iniciadores de nuevas disciplinas, como Sigmund Freud
y el psicoanálisis, o Augusto Comte y la sociología. Luego encon-
tramos a quienes propusieron principios o leyes importantes,
Comunidades, campos, arenas y playas 77

como Arquímedes, Antoine Lavoisier, Georg Ohm o Johannes


Kepler (a algunos de ellos se los utilizó, incluso, como unidad de
medida, como Ohm, Volta o Coulomb). Y así sucesivamente,
hasta aquellos que encontraron “efectos” particulares (como el
efecto Doppler) o “números” que tienen alguna característica es-
pecial (número de Avogadro, constante de Planck, etc.).
Invito al lector a hacer su propio “panteón” de reconocimientos
del ámbito en el que se desempeña (puede ser científico o no, vale
igual). Como ayuda aporto algunos de mi propia comunidad, la
de los sociólogos, y los sociólogos de la ciencia en particular:

A. Comte

M. Weber É. Durkheim

R. Merton Th. Kuhn K. Mannheim

B. Latour K. Knorr J. J. Salomon P. Bourdieu

T. Shinn M. Lynch J. Law D. Pestre T. Pinch

Comentaré un último aspecto simpático que observó Merton


(aunque implique una violación sistemática del principio de re-
compensa proporcional) sobre el llamado “efecto Mateo” en la
ciencia. Eso viene del Evangelio según San Mateo, quien señala
que “a quien más tiene más se le dará, y a quien poco tiene, aun
ese poco se le habrá de quitar”. Merton advierte con inteligencia
que muy a menudo aquellos que han realizado contribuciones sig-
nificativas en el pasado reciben una recompensa por sus trabajos
presentes mucho más que proporcional en relación con las contri-
buciones semejantes realizadas por científicos menos prestigiosos.
Así, el mismo artículo puede ser aprobado o rechazado según el
78 El científico también es un ser humano

prestigio del que goza el autor, o un científico puede obtener más


dinero para sus investigaciones aunque sus propuestas sean igual-
mente meritorias –o peores– que las de otros colegas.
Para mostrarlo, hizo un experimento: tomó un conjunto de
artículos rechazados por revistas de primer nivel, a los que les
cambió las primeras líneas y, naturalmente, el autor. Luego, los
volvió a enviar a las mismas revistas. Conclusión: una parte signi-
ficativa de esos artículos fue entonces aceptada.
Si les preguntamos a los investigadores sobre este “efecto Ma-
teo”, seguramente todos se verán reflejados. Lo curioso es que
esto es contradictorio con las normas de la recompensa propor-
cional, y también con las del escepticismo organizado, en las que
también todos dicen creer. En efecto, parece ser que la comuni-
dad científica es un espacio más complejo que la visión algo idílica
que se planteó por esos años. Veamos, entonces, dos perspectivas
qua cambian de manera radical la forma de considerar la organi-
zación social de los científicos.

El campo científico (el fin de la armonía)

Con el concepto de campo científico, enunciado por el sociólogo


francés Pierre Bourdieu en 1975, se rompió violentamente con
la idea del espacio de la ciencia como un lugar de armonía y de
colaboración. Para Bourdieu, los científicos están inmersos en
un campo de luchas, donde no “todos son iguales ante la ley”,
sino que hay dominantes y dominados, es decir, relaciones de
poder que nada tienen que ver con la visión idílica presentada
hasta entonces. La perspectiva es más cruenta y, también, hay
que decirlo, más realista.21 El espacio de la ciencia resulta ser,

21 Todo lo cual se inscribe dentro de la teoría sociológica de Bourdieu,


que aplicó a diferentes campos, como el de la educación, la alta
costura, la economía, la cultura, el poder, la formación de las elites,
entre otros.
Comunidades, campos, arenas y playas 79

para este autor, uno más entre los espacios sociales que constitu-
yen un objeto de análisis para la sociología.
Para Bourdieu, un campo científico se puede definir como:

Un sistema de relaciones objetivas entre las posiciones


adquiridas (en las luchas anteriores), y es el lugar (es decir, el
espacio de juego) de una lucha competitiva que tiene por
desafío específico el monopolio de la autoridad científica
inseparablemente definida como capacidad técnica y como
poder social; o si se prefiere, el monopolio de la
competencia científica, entendida en el sentido de la
capacidad de hablar y de actuar legítimamente (es decir, de
manera autorizada y con autoridad) en materia de ciencia
(“El campo científico”, REDES, nº 2, vol. 1).

En una rápida lectura las definiciones parecen complicadas, difí-


ciles de comprender. Para eso estamos, para intentar explicarlo.
Lo primero que debe llamar la atención es que Bourdieu habla
del campo científico como de un espacio de lucha, lo cual ya desde
el principio es algo muy diferente de un espacio de relaciones
cara a cara bajo el imperio de normas consensuadas por todos:
¡una lucha es una lucha!
Dice el propio Bourdieu: “Decir que el campo es un lugar de
luchas no es sólo romper con la imagen pacífica de la ‘comuni-
dad científica’. Es también recordar que el funcionamiento
mismo del campo científico produce y supone una forma específica de
intereses (las prácticas científicas no aparecen como ‘desinteresa-
das’ más que en referencia a intereses diferentes, producidos y
exigidos por otros campos)”.
Ahora bien: lucha ¿por qué?, ¿para qué? La competencia se
despliega para obtener el monopolio de la autoridad científica.
Detentar la autoridad científica es detentar un poder relativo
sobre los mecanismos del campo científico; el poder está aso-
ciado a una forma específica de capital social, que en el campo
científico Bourdieu denomina “capital científico”. La autoridad
80 El científico también es un ser humano

tiene dos aspectos, ambos fundamentales para el funciona-


miento de todo campo: la autoridad como reconocimiento de
competencias y la autoridad como capacidad de ejercer el poder
sobre los otros.
El primer sentido es muy común, incluso en el lenguaje coti-
diano: decir que “Fulano es una autoridad en X tema” es recono-
cerle sus competencias técnicas específicas, ya sea un científico,
un mecánico dental o un plomero-gasista. Es el reconocimiento y
el prestigio que nos adjudican los otros participantes del campo.
El segundo sentido, muy ligado al anterior, otorga autoridad,
ya no científica sino política, es decir, de poder, en el interior de
un campo científico.
El primer modo –y más evidente– de ejercer ese poder es me-
diante la determinación de los límites del campo científico: qué
o –sobre todo– quiénes estarán “dentro” y quiénes estarán
“fuera” de él. Muchos habrán oído más de una vez que alguien
–investido de autoridad– dictamine que “esto no es ciencia”, o,
mejor aún, “esto no es física” (o biología, o filosofía, o lo que
sea). El segundo paso, entre los que están admitidos dentro del
club (es decir, del campo), consiste en determinar quiénes hacen
“buena ciencia” y quiénes no, quiénes abordan “problemas inte-
resantes” y quiénes no…
¿Quién y cómo ingresa a un campo? Los investigadores más jó-
venes no tienen, naturalmente, ningún capital científico cuando
ingresan. Por lo tanto, adquieren un capital “prestado”, por
ejemplo, por las instituciones en las cuales hicieron su docto-
rado, por los directores que los orientaron en sus tesis, por los
compañeros de trabajo, etc. Así, es fácil verificar que, aunque los
reglamentos para ingresar a las instituciones científicas suelen
especificar, por ejemplo, que es necesario tener un diploma de
doctorado, “todos saben” que no vale lo mismo un diploma ob-
tenido con un premio Nobel en la Universidad de Harvard que
el de una universidad del interior de la Argentina. La diferencia
–simbólica– entre uno y otro radica en el desigual capital inicial
del que dispondrá cada uno.
Comunidades, campos, arenas y playas 81

Dijimos que el campo se caracteriza por las luchas para obte-


ner el monopolio de la autoridad científica, y también que el ca-
pital se acumula cuando los otros nos lo conceden, como reco-
nocimiento a nuestros méritos. Sin embargo, “los otros” no son
sólo pares, colegas, sino también competidores, que lucharán
por tener, ellos mismos, el mayor capital científico posible. Tene-
mos, entonces, lo que Bourdieu llama “pares-competidores”...
Imaginemos que un corredor de Fórmula 1 va primero en una
carrera y se queda sin combustible. ¿El segundo o el tercer corre-
dor se detendrían para pasarle un poco del combustible de sus
autos? Difícil de asegurar, ¿no?
Sin embargo, esto ocurre, y ocurre de un modo sistemático.
Bourdieu lo explica a partir del concepto de habitus, que no es
otra cosa que el proceso mediante el cual los científicos tienen
incorporado todo un sistema de normas, percepciones, valores,
etc., “que tornan posible la elección de los objetos, la solución
de los problemas y la evaluación de las soluciones”. Se incluyen
también las formas mediante las cuales se reconoce el aporte de
los pares al conocimiento, con la expectativa (razonable) de es-
perar el mismo reconocimiento recíproco de parte de ellos.
Puesto que todo científico es a la vez juez y parte –somete su teo-
ría a la opinión de sus pares pero también juzga las teorías pro-
puestas por otros– no existe ninguna instancia neutra que permita
establecer una sentencia entre los competidores: la supremacía
de una definición de la ciencia sobre otra es siempre la conse-
cuencia de una relación de fuerza entre grupos de intereses di-
ferentes.
Al igual que para Merton, para Bourdieu el campo científico
está regido por un conjunto de normas. Sólo que éstas no son el
resultado de un consenso entre todos los integrantes de un
campo. Por el contrario, son normas impuestas por quienes de-
tentan el poder (los dominadores, los que mayor autoridad po-
seen) y deben ser acatadas por el resto (los dominados). Los pri-
meros las imponen, naturalmente, según sus propios intereses.
Así, por ejemplo, será más legítimo trabajar sobre ciertas áreas
82 El científico también es un ser humano

que sobre otras, en la medida en que los más prestigiosos en esas


áreas establecerán los temas de investigación (y los métodos, las
teorías e instrumentos correspondientes) que serán privilegia-
dos tanto por la propia comunidad como por las instituciones
(volveremos enseguida sobre este último punto).
Un campo científico está organizado en grupos de individuos
desiguales a causa de sus posiciones diferentes en la estructura
de la distribución del capital simbólico. Los “dominantes” se
encargan de asegurar la reproducción del orden científico esta-
blecido, y las normas que se establecen están destinadas a ase-
gurar ese orden. Ante todo, las normas indican cómo se debe
acumular el capital científico: por ejemplo, a partir de la publi-
cación de papers (artículos científicos) en revistas internaciona-
les. Desde esta perspectiva, quienes publiquen mayor cantidad
de artículos en las revistas más prestigiosas estarán en condicio-
nes de acumular mayor capital. También los dominantes esta-
blecen cuáles son los temas “más interesantes”, de modo que
quienes decidan trabajar sobre ellos acumularán un mayor ca-
pital científico.
Los “dominados” son, a menudo, los recién llegados al campo,
los más jóvenes, o también aquellos que, a pesar de tener más ex-
periencia, han acumulado menor capital científico. Las estrate-
gias que despliegan dentro del campo son muy diferentes de las
de quienes detentan más poder: mientras que los dominantes
tendrán un mayor interés en desplegar estrategias conservado-
ras, lo que les permitirá reproducir su situación de poder, los do-
minados tendrán varias alternativas: o bien intentarán acumular
capital científico según las normas institucionalizadas, o bien
pueden desplegarán estrategias “subversivas”,22 tendientes a cam-

22 Desgraciadamente, en la Argentina, la dictadura militar que gobernó


entre 1976 y 1983 desprestigió el adjetivo “subversivo”, porque lo
aplicaba sin ton ni son a todos quienes se oponían a sus ideas. Es
una pena, porque es un lindo concepto que no quiere decir otra
cosa que “Trastornar, revolver, cambiar de un modo radical”.
Comunidades, campos, arenas y playas 83

biar radicalmente las bases según las cuales se valora el trabajo


científico y, por lo tanto, se otorga el capital.
Ahora bien, ¿qué hacen los científicos con el capital que po-
seen? En parte, como vimos, lo usan para adquirir autoridad
política, es decir, poder para intervenir en el campo. Sin em-
bargo, una parte importante de la actividad científica consiste
en invertir el capital científico. Para ello, los investigadores in-
tentan convertir su capital científico (simbólico) acumulado en
capital material (económico).
Así, cuando piden recursos para la investigación, están “in-
virtiendo” su capital, ya que de ese modo podrán comprar nue-
vos y más eficientes aparatos para la investigación, contratar
asistentes, dirigir becarios, etc., y emprender investigaciones
que sin esos equipos no podrían hacer. Y, si generan nuevas in-
vestigaciones y obtienen resultados valorados por sus pares,
pueden entonces reconvertir el capital material (los recursos)
en nuevo capital científico. Y así sucesivamente, porque el campo
científico obliga, de algún modo, a realizar inversiones perma-
nentes.
Sin embargo, la inversión, tanto en el mundo de la ciencia
como en las finanzas, implica correr un riesgo. O, en realidad,
dos. El primero, y más evidente, es no llegar a ningún resul-
tado. Podríamos llamarlo “riesgo de incertidumbre”, ya que los
procesos de investigación tienen grados de certidumbre muy
variables: hay casos en que es seguro que se obtendrán los re-
sultados esperados, y otros en los que no se puede saber de nin-
guna manera más que intentándolo. El segundo riesgo es el
tiempo: se sabe que en algunos temas se lograrán resultados en
el corto plazo, y que otros son muy largos o bien no se sabe
cuánto tiempo insumirán.

Podemos poner los riesgos en el siguiente cuadro:


84 El científico también es un ser humano

Plazo
Largo o incierto Corto

Alta 1A 2A
Incertidumbre

1B 2B

Baja 3A 4A

3B 4B

Los temas A son los más importantes, y los temas B, los menos,
es decir, aquellos que tendrán un menor reconocimiento por
parte de los pares.
¿Quiénes podrán dedicarse a los temas del cuadrante 1A (alta
incertidumbre y largo plazo)? Si alguien me dice: “los que ten-
gan un gran capital científico”, le doy la razón: si hay que espe-
rar mucho tiempo y el resultado es incierto, sólo se justifica me-
terse en esos temas si el capital que se puede obtener es alto (por
ejemplo, ¡una vacuna contra el cáncer!). Pero, si lo analizamos
bien, no son los únicos que se pueden aventurar en estos temas.
También lo pueden hacer los “marginales” o los muy jóvenes, es
decir, aquellos que no tienen “mucho que perder”.
De más está decir que los temas 1B, es decir, con mucho riesgo
y poco aporte de prestigio, serán los que nadie, o casi nadie, es-
tudiará (descartamos a los masoquistas en nuestro análisis).
Los temas 4A, es decir, aquellos que tienen baja incertidum-
bre y plazo muy corto, serían, a simple vista, los que concentra-
rían a “casi todo el mundo”. Pero en realidad, si lo pensamos
un poco, muchos desisten de entrada, porque allí la competen-
cia suele ser feroz (en el mundo de la ciencia no hay muchos
giles) y, en definitiva, los grupos de investigación más fuertes y
competitivos serán los que estarán en mejores condiciones de
abordar estos temas.
Comunidades, campos, arenas y playas 85

Quedan los cuadrantes 2 y 3. Allí, ya sea porque la incertidum-


bre es alta y el plazo es corto, ya sea porque la incertidumbre es
baja pero el plazo es largo, se distribuirá la mayor parte de los
grupos que conforman una amplia “clase media” de la ciencia.
Un ejemplo de baja incertidumbre pero de largo plazo es el pro-
yecto genoma humano: se sabía que era posible obtener el se-
cuenciamiento completo del genoma, aunque llevaría bastante
tiempo. Entonces, los que necesitaban resultados inmediatos
(porque tenían un capital muy bajo) no pudieron participar en
este caso. Lo mismo sucede con los temas que pueden tener re-
sultados en un corto plazo, pero cuya importancia no se puede
predecir.
Por supuesto, todas estas “inversiones” que hacen los investiga-
dores están atravesadas por muchas más dimensiones que los pu-
ros cálculos racionales de “costo-beneficio”, aunque autores
como Bourdieu no le prestan mucha atención (o ninguna) a
este aspecto. En la investigación de carne y hueso, hay investiga-
dores que se “enamoran” o se “encaprichan” con algunos temas,
o que trabajan en ellos desde hace mucho tiempo; hay también
políticas que alientan algunos temas y desalientan otros. Hay es-
trategias que consisten en buscar “el” descubrimiento, y otras
que prefieren ir acumulando pequeñas investigaciones, como si
fueran ladrillitos de conocimiento que van edificando de a poco,
buscando temas vacíos (a los que nadie o pocos prestan aten-
ción). Y hay, también, una larga historia de temas exóticos, en la
búsqueda de “nichos” de investigación en la compleja trama de
la ciencia moderna. Podemos citar algunos de ellos, como para
terminar con una sonrisa este apartado lleno de luchas, poder,
dominantes, dominados y demás. Los siguientes artículos cientí-
ficos fueron realmente publicados en revistas respetadas:23

23 Tomo prestado los “casos” del libro de Édouard Launet, Au fond du


labo à gauche, París, Seuil, 2004. En Demoliendo papers, el libro
compilado por Diego Golombek, en esta misma colección, hay otros
ejemplos locales.
86 El científico también es un ser humano

• “La discriminación de las palomas frente a las pinturas


de Monet y Picasso”, publicado en el Journal of the
Experimental Analysis of Behavior. Los autores
proyectaron ante un conjunto de pájaros diapositivas
en colores de algunas obras de ambos pintores: con el
pico debían apretar un botón si veían un cuadro de
Monet, lo cual les liberaba comida. Y, al cabo de cierto
tiempo, ¡habían logrado ver la diferencia entre
impresionistas y cubistas!

• “Las volteretas de la tostada, la Ley de Murphy y las


constantes fundamentales”, publicado en el European
Journal of Physics. Allí su autor, Robert Matthews,
demuestra que las tostadas tienen tendencia a caer del
lado enmantecado.

• “Lesiones de porristas: modelos, prevención y


estudios de caso”, publicado en The Physician and
Sports Medicine. Hay un conjunto de riesgos
traumatológicos a los que estarían expuestas las
porristas, diferentes a los de los otros mortales y de
los deportistas: en el artículo nos enteramos de que
tobillos, rodillas, espalda y manos son las zonas más
vulnerables.

• “El olor de la jirafa reticulada”, publicado en la


revista Biochemical Systems and Ecology. Se trata de una
jirafa que vive en Kenia y en Somalia, de unos 5
metros de alto (no es sorprendente para una jirafa),
que, literalmente, apesta. El artículo explica por qué:
se debe a dos compuestos que aloja en su pelaje.
Ahora que ya lo sabemos, nos quedamos más
tranquilos.
Comunidades, campos, arenas y playas 87

• “Lastimaduras debidas a la caída de cocos”, publicado


en el Journal of Trauma. Allí se explica que, de todos
los pacientes internados en el Hospital de Alatau en
Nueva Guinea, el 2,5% sufría traumatismos debidos al
golpe de un coco. Incluye algunos casos
espectaculares, como algunas muertes y otras heridas
graves. Hay que tener en cuenta que un cocotero
mide hasta 35 metros, y que el coco puede pesar hasta
4 kg. En otro artículo, el mismo autor –obsesionado
con el tema– publicó en el British Medical Journal los
efectos de la caída (de personas, esta vez) desde un
cocotero. Los efectos son más dramáticos aún: 27% de
admisiones por traumatismos.

Las arenas transepistémicas de investigación

Desde la perspectiva constructivista la cosa se ve, como podíamos


esperar, bien diferente de las nociones de campo y de comuni-
dad. Quien más se ocupó del tema fue una vieja conocida de
este libro: Karin Knorr-Cetina. Su punto de partida es la crítica
a los modelos existentes –algo muy común en la ciencia, tanto
las sociales como las naturales, que comienzan mostrando “cuán
giles fueron los predecesores”–. Según ella, todas las otras for-
mas de analizar la organización de la ciencia la conciben como si
fuera un mercado. Sin embargo, señala, los componentes del con-
cepto de capital científico no están claramente definidos. Así,
por ejemplo, el control de los medios de producción en la cien-
cia no implica necesariamente un alto grado de reconocimiento
profesional, y aquellos que ostentan la más alta autoridad cientí-
fica no siempre se apropian del producto de la investigación de
otros científicos. Dicho de otro modo: ¿cómo extraerían plusva-
lía los científicos? Esta pregunta es imposible de responder y, por
lo tanto, la analogía se debilita. En efecto, no hay tal cosa como
plusvalía ni extracción de trabajo ajeno. Me anticipo al lector
88 El científico también es un ser humano

que piense que un científico prestigioso se apropia del trabajo


de sus discípulos. De acuerdo, veamos cómo sería.
Supongamos que el director de un laboratorio dirige “desde
lejos” la investigación de uno de sus discípulos. Luego, se pre-
senta un paper para publicar con el nombre de los dos. Imagine-
mos que dicho paper les otorgaría a ambos un capital científico
de, por ejemplo, 10 unidades. Pero resulta que el director ya
tiene un capital que podemos estimar (es un ejercicio) en 200, y
su discípulo, uno de 10. En este caso, el primero recibiría un su-
plemento de capital equivalente al 5% de su “activo”, y el se-
gundo, uno del 100%. Con un agregado: según el efecto Mateo,
el discípulo tal vez no podría publicar solo ese artículo, o no po-
dría hacerlo en una revista muy prestigiosa.
Los modelos cuasi-económicos presentan, desde la perspectiva
de Knorr-Cetina, tres tipos de problema:

• Reducen las prácticas de los científicos a una


racionalidad “medios-fines”, es decir, donde todo se
orienta a maximizar las inversiones para obtener el
mayor rédito posible. Dejan así de lado todos los otros
aspectos y las motivaciones de los científicos que son
mucho más complejos y atravesados por diversas
culturas.

• Sólo observan las organizaciones a nivel “macro”, y


desconocen lo que los científicos realmente hacen en
sus lugares de trabajo;

• Suponen que existe –o debería existir– una verdadera


autonomía de los científicos respecto de cualquier
otro actor, poder, institución, creencia, etc.

Knorr-Cetina propone, en cambio, observar las prácticas reales


de los investigadores (es decir, a nivel “micro”), lo que realmente
hacen en sus espacios de trabajo. Y, en cuanto uno se mete den-
Comunidades, campos, arenas y playas 89

tro de estos lugares, lo primero que observa es que la autonomía


es una ficción, una idealización. Los científicos no se relacionan
sólo con otros científicos, sino que en su vida cotidiana se vincu-
lan con muchas otras personas: autoridades de las instituciones,
agencias de financiamiento, proveedores de equipos, personal
de empresas diversas, entre otros. Ya vimos en el capítulo ante-
rior que eso se llamaba “relaciones de recursos”, necesarias –im-
prescindibles– para hacer ciencia. ¿Por qué suponer que sólo las
relaciones con otros científicos son significativas o relevantes
para entender la ciencia?
Si consideramos este punto de vista, no hay ninguna autono-
mía, ni torre de marfil ni nada parecido: los científicos están tan
atravesados por dimensiones sociales como cualquier otra per-
sona en la sociedad. Y eso no es una anomalía, sino que es lo que
ocurre todo el tiempo.
Knorr-Cetina analiza la organización social de la ciencia bajo
la forma de arenas transepistémicas de investigación, que son el espa-
cio en el cual se establecen, se definen, se renuevan o se expan-
den las relaciones de recursos que entablan los científicos. Allí
existe una diferencia significativa entre los factores “externos” e
“internos” en el espacio de la producción de los conocimientos
científicos. Y de paso, se usa una palabrita difícil, “transepistémi-
cas”, de esas que les gustan a los investigadores.
La idea de que existen arenas se refiere a que los espacios en
los cuales se dan las relaciones no son fijos, sino que se van mo-
dificando a medida que las investigaciones avanzan. Por ejem-
plo, al comenzar un tema nuevo, los investigadores deben conse-
guir plata. Para lograrlo, comienzan a buscar quiénes (agencias
nacionales o internacionales, fundaciones, organismos del go-
bierno, empresas) estarían dispuestos a financiar el proyecto.
Comenzar un nuevo tema no es algo azaroso: se sustenta en las
investigaciones previas, sobre las cuales un científico o un grupo
ya tiene algunos conocimientos acumulados, intereses históricos,
etc. Luego, en función de los temas que las agencias están con
ganas de financiar, se va adaptando una investigación, en interac-
90 El científico también es un ser humano

ción con otros grupos, y se negocian los propios temas con los
“mecenas” de ocasión.
De un modo simultáneo, el escenario se desplaza hacia otros
terrenos: hay que conseguir una serie de reactivos (materiales de
laboratorio) específicos para poder llevar adelante el proyecto
propuesto a los que ponen la plata. Esos materiales implican la
interacción con otros científicos, pero también con empresas
que los fabrican y los venden (algunas de ellas dirigidas por ex
investigadores que tienen mayores deseos de lucro que de publi-
car artículos y obtener celebridad, o bien que equilibran ambas
aspiraciones igualmente humanas).
Por otra parte, los investigadores necesitan algunos equipos
(“aparatos”) determinados. Si son muy caros, intentarán conven-
cer a otros investigadores para comprar los aparatos en conjunto
(hay dispositivos que en la actualidad pueden costar hasta millo-
nes de dólares, pesos, euros o rupias). O bien negociarán con las
autoridades de la institución (que pueden ser miembros de una
universidad, de un centro público de investigación, etc., pero
que no siempre son investigadores) para conseguir un lugar fí-
sico donde ubicar el aparato en cuestión.
En algunas investigaciones se pueden necesitar animales: los
famosos ratoncitos de laboratorio, aunque también suele usarse
una fauna mucho más amplia, como perros, ratas, moscas, hor-
migas, gatos, conejos, cangrejos, etc. A veces, se consiguen en
empresas que los crían (fabrican); otras veces, es necesario criar-
los en el propio laboratorio (en lugares ad hoc que se llaman
“bioterios”). En ambos casos, es preciso establecer relaciones de
recursos (en arenas) con otros sujetos. Pero hay otras formas de
conseguir la fauna necesaria. Veamos un ejemplo ilustre que
cuenta el historiador Barrios Medina: Bernardo Houssay, el fisió-
logo y una suerte de prócer de la ciencia argentina (fundador
del Conicet y maestro de toda una generación de investigadores
en el campo biomédico) trabajaba con animales (perros), a una
parte de los cuales había que extraerles la hipófisis. Necesitaba
una buena cantidad de perros, sin los cuales la investigación
Comunidades, campos, arenas y playas 91

(parte de la cual le serviría para obtener el premio Nobel en


1947) no hubiera podido avanzar. Según cuenta Alfredo Benito
Biasotti (discípulo de Houssay):

Entonces logramos [a fines de los años veinte y comienzos


de los treinta] entablar un acuerdo con la perrera (la perrera
era una institución municipal que iba por las calles agarrando
todos los perros sueltos que encontraba y los llevaba a un
depósito donde algunos iban a reclamarlos y los que no
reclamaban se sacrificaban). Conseguimos que esos perros
no reclamados se mandaran al Instituto de Fisiología para
trabajar. La perrera iba siempre acompañada en sus
excursiones por dos guardias de seguridad a caballo por los
trastornos que implicaba y las peleas que tenían con el
público cuando los empleados sacaban un perro.24

Como vemos, las arenas pueden incluso ser bastante movedizas.


Que sean transepistémicas parece un concepto complicado, y sin
embargo es bastante simple: se trata de “aquello que está más
allá de lo epistémico”, es decir, del conocimiento mismo. Es de-
cir, se trata de espacios variables, amplios y heterogéneos que in-
cluyen al conocimiento científico, pero que van más allá, e invo-
lucran a muchas otras personas que pueden o no ser científicos.
Dice Knorr-Cetina que en estas arenas hay una mezcla de perso-
nas y argumentos tanto científicos como de “otros” asuntos. Si
dividiéramos una arena de acción en términos de estas catego-
rías, tendríamos dificultades para justificar esa demarcación. Así
como no hay ninguna razón para creer que las interacciones en-
tre los miembros de un grupo de especialidad sean puramente
“intelectuales”, tampoco la hay para creer que las interacciones
entre los miembros de una especialidad y otros científicos o

24 Entrevista realizada al doctor Alfredo Benito Biasotti por Ariel Barrios


Medina, el 9 de agosto de 1984.
92 El científico también es un ser humano

no-científicos se limiten a transferencias de dinero u otros in-


tercambios categorizados como “sociales”. Los agentes que sub-
sidian y los vendedores de las industrias pueden negociar con
un especialista si una elección técnica particular es adecuada o
no, y los colegas de la especialidad discuten con regularidad las
decisiones financieras, personales y otras que son “no-científi-
cas” en los departamentos de las universidades y los institutos
de investigación.
La ventaja de analizar la organización social de la ciencia bajo
la forma de arenas es que nos da una imagen mucho más realista
del mundo de los científicos que el “cuentito” armónico de la co-
munidad sin conflictos o el espacio puramente racional de cál-
culo de beneficios que propone la noción de campo. En las are-
nas, podemos hacer ingresar un elemento fundamental que los
otros modelos dejan afuera: las culturas. Por ejemplo, los modos
de representar a los animales y de intervenir sobre ellos tiene
consecuencias directas sobre el tipo de conocimiento que se pro-
duce en una sociedad. ¡Y si no, que lo digan Houssay y sus discí-
pulos, que tenían que esperar que la policía acompañara a la pe-
rrera para poder contar con insumos de laboratorio!
Capítulo 4
Publicar y castigar25

El papel de los papeles y breve paso de comedia

Aunque para algunos lectores la explicación parecerá ociosa,


este título responde a un doble juego de palabras: por un lado,
al título de un libro del archiconocido filósofo francés Michel
Foucault, Vigilar y castigar, donde se analiza el surgimiento de las
prisiones, la represión sobre los cuerpos y las formas de vigilar,
que esconden, también, formas de violencia. Y, por otro lado, el
lema actual de la ciencia: “publicar o morir” (publish or perish),
muy difundido desde hace al menos sesenta años, aunque no se
conoce muy bien el origen de esta expresión.26

25 Este capítulo está inspirado (es decir, copia varias partes) de otros
textos del mismo autor (yo mismo). Aunque es poco probable que el
lector ya los conozca, éstos son: “Publicar y castigar”, publicado en
REDES, Revista de Estudios Sociales de la Ciencia, nº 12, 1998;
“Sobre el nacimiento, el desarrollo y la demolición de los papers”,
introducción al libro Demoliendo papers, compilado en 2005 por
Diego Golombek en esta misma colección, y “El rol de las revistas
científicas en la estructuración de un campo”, publicado en el libro
Revistas científicas en América Latina (México, Fondo de Cultura
Económica, 1999).
26 Eugene Garfield, fundador y director del famosísimo Institute for
Scientific Information (ISI), escribió un artículo en la no menos céle-
bre revista The Scientist, en donde rastreaba el origen de esta
expresión. Encontró que el famosísimo teórico de la comunicación
Marshall McLuhan la utilizaba en una carta al poeta Ezra Pound, en
1951. Sin embargo, el propio Garfield siguió buscando y encontró la
94 El científico también es un ser humano

Como el lector ya habrá advertido, la ciencia es un espacio je-


rárquico. Ya sea que la analicemos como una comunidad, un
campo, una arena o como se nos antoje, las jerarquías bien es-
tructuradas forman parte del pan nuestro de cada día. Y los pa-
pers, es decir, los artículos científicos (incluso aquellos que corre-
lacionan sesudamente la reacción de los osos polares en celo
frente al estreno de películas del neorrealismo italiano) desem-
peñan un papel fundamental en ese orden jerárquico: “Dime
qué y dónde publicas y te diré quién eres…”.
Robert Day, autor de un conocido libro de escritura científica
(Cómo escribir y publicar trabajos científicos, 1995), afirma que

el objetivo de la investigación científica es la publicación. Los


hombres y mujeres de ciencia, cuando comienzan como
estudiantes graduados, no son juzgados principalmente por
su habilidad en los trabajos de laboratorio, ni por su
conocimiento innato de temas científicos amplios o
restringidos, ni desde luego por su ingenio o su encanto
personal: se los juzga y se los conoce (o se los desconoce)
por sus publicaciones.

Veamos, entonces, una escena (imaginaria) que podría estar


ocurriendo en este preciso instante, y que nos muestra bien el
papel de las publicaciones en la actualidad.
La escena aludida transcurre en la Comisión de Evaluación
de un Consejo Nacional de Ciencias de cualquier país, corres-
pondiente a cualquier disciplina. Supongamos que se trata de
biólogos, y que están considerando el ascenso de categoría de un

expresión en un libro del sociólogo Logan Wilson (The Academic


Man: A Study in the Sociology of a Profession), de 1942. ¡Y resultó
que Logan había sido discípulo de Robert Merton! O sea que final-
mente uno de los primeros en popularizar la expresión fue un soció-
logo de la ciencia…
Publicar y castigar 95

científico que actualmente es, por ejemplo, “sargento investi-


gador” y que ha solicitado que se lo promueva a “subteniente
investigador”:

Presidente de la Comisión. –Veamos. Tenemos aquí la


presentación del doctor Fulano. Consideremos su
producción y demás méritos para determinar si corresponde
hacer lugar a su pedido.
Miembro Y de la comisión. –A ver… Fulano tiene un paper
en Cell, uno en Biochemistry, otro en Journal of Molecular
Biology, y tres en Nature Structural Biology. Ah… y
también publicó otros dos en Bioquímica y Patología
Clínica.
Miembro Z de la comisión. –¿Cuántos son en total, che?
Y: –A ver… (hace cuentas). –Y, serán siete en total.
Miembro W de la comisión. –¿De qué período estamos
hablando?
Presidente. –Y, serán los últimos tres años.
Y. –Ojo, que dos son en Bioquímica y Patología Clínica, que
es nacional. Es la revista de la Asociación Bioquímica
Argentina…
Z. –¿La sigue dirigiendo Tito?
Miembro T de la comisión. –No, Lito está de sabático en
Columbia.
Z. –Tito, dije, ¡Tito!
Miembro T de la comisión. –Si Tito nunca la dirigió…
Presidente. –Volvamos al expediente, que tenemos un
montón de carpetas hoy.
W. –¿Qué factor de impacto tiene Nature Structural Biology?
Y. –3,368
W. –Bueno, no está mal, pero no es “top”.
Y. –Sí, pero tiene uno en el Journal of Molecular Biology, que
tiene más de 5.
Presidente. –¿Entonces qué opinan? No está mal, pero a mí
me parece que no califica todavía para subteniente…
96 El científico también es un ser humano

Y. –Hay que tener en cuenta que el tipo metió un Cell, que


está muy complicado ahora.
T. –¿Y dirigió tesis de doctorado?
Z. –Pará, T… ¡Primero veamos los papers, que es lo que
cuenta! ¿Qué te vas a poner a mirar las tesis si el tipo publica
en journals berretas?
Y. –¡Cell no es berreta!
Z. –No quise decir eso… (En voz baja.) Lo que pasa es que
este T está medio gagá…
Presidente. –Bueno, yo creo que el tipo publicó. No es tanto.
Cinco papers en tres años. Pero en buenos journals.
T. –A ver… ¡Son siete, no cinco!
Z. (Con tono cansado.) –No, T, no le vas a contar las de la
revista local…
Presidente. –Entonces entiendo que le damos la promoción,
¿no?
Los demás. (A coro.) –Sí, se lo promueve a “subteniente
investigador”.

Los que no pertenecen a la pequeña fauna que puebla los labo-


ratorios, se preguntarán de qué estaban hablando estos tipos…
¿Qué corno es eso del “factor de impacto”? ¿Cómo decidieron
darle la promoción a la categoría superior? Intentaremos expli-
car algunos de estos temas en los párrafos que siguen.
Pero antes vale recordar que, desde el punto de vista de la so-
ciología de la ciencia en particular,27 los papers, los artículos cien-
tíficos, pueden ser muchas cosas pero, sobre todo, son instrumen-
tos retóricos, es decir, piezas discursivas destinadas a convencer.

27 O sea, el punto de vista de los representantes de las ciencias socia-


les o “blandas”, que suelen discrepar en este tema con los de las
“ciencias duras”. Al respecto, cabe citar el importante matiz aporta-
do por el sociólogo Emilio De Ipola, que sugiere no olvidar las cien-
cias “al dente”.
Publicar y castigar 97

Los papers no son la ciencia, y mucho menos LA VERDAD. Más


bien son ejercicios que practican los científicos para convencer a
los otros de lo importante que son las cosas que ellos hacen.28

Publicar y publicar

Tal vez un buen punto de partida sea considerar el doble signifi-


cado del verbo publicar. En general, nos referimos al más co-
rriente: “llevar un contenido predeterminado al papel, a lo es-
crito, por medio de la imprenta”. El segundo sentido nos remite
a “hacer público”, a salir de la esfera de lo privado, a poner algo
en conocimiento del mayor número posible de personas. Ambas
dimensiones están presentes en los procesos de producción de
conocimiento científico, al menos en el sentido más restringido
que pretendemos darle aquí, es decir, el de la ciencia académica.
Desde esta perspectiva, se “hace público” aquello que se guar-
daba hasta entonces dentro de las paredes del laboratorio y que,
por la relevancia que los hechos aludidos adquieren, se decide
difundir. Existiría, así, una correspondencia directa entre los ar-
tículos que han sido publicados, la investigación científica (su
práctica cotidiana) y sus contenidos. Los primeros serían un “re-
flejo” de las tareas que se han desarrollado en los laboratorios,
de los logros, de las dificultades que se han presentado y cómo
han sido resueltas. Un paper científico publicado representaría
aquí el último eslabón de un largo proceso:

a) presentación de un proyecto, su evaluación y


aprobación por las comisiones evaluadoras;

28 Alguna vez, una bioquímica catalana muy simpática, editora de una


importante revista, me preguntó, con su particular tonada: “¿Oye,
chaval, todo este cuento de los papers que nos estás echando, te
lo crees de verdad o lo dices sólo para provocarnos?”. Me reservo
la respuesta...
98 El científico también es un ser humano

b) la puesta en marcha del proyecto (y la formación de


un grupo de investigación cuando esto resulte
pertinente);
c) la obtención de resultados según las expectativas, la
organización de esos resultados;
d) la redacción de un artículo que los contenga, firmado
por todos aquellos que hubieran tenido una
participación en la obtención de resultados;
e) la elección de una revista en particular adonde enviar
el artículo;
f) la aceptación por parte de los evaluadores de la revista
elegida, y la publicación final;
g) la difusión del artículo y de la revista, y la posible cita
del artículo en cuestión por parte de otros
investigadores.

Sin embargo, en la medida en que uno comienza a investigar las


prácticas (“reales”) de los investigadores en los laboratorios, en
su vida cotidiana, la explicación lineal e idealizada de la redac-
ción del artículo científico como el último eslabón lógico de ese
proceso nos lleva a formularnos numerosas objeciones. Como ya
vimos en capítulos anteriores, durante los últimos veinte años,
los sociólogos y antropólogos de la ciencia han proporcionado
una abundante cantidad de investigaciones empíricas en los la-
boratorios, a través de las cuales es posible avanzar de un modo
significativo en una comprensión más realista del papel desem-
peñado por la publicación en las prácticas de investigación cien-
tífica. Así, a la idea de que existe una relación de equivalencia
entre la realidad y las representaciones de la realidad (por ejem-
plo, por un artículo), se contrapone otra (común a muchos otros
autores): todo enunciado científico es el producto de una nego-
ciación social y, durante el proceso de su enunciación, el mundo
natural no tiene ninguna relevancia para el triunfo de un enun-
ciado sobre otros.
Publicar y castigar 99

Pero ¿qué es un paper?

Parece propicio entonces que nos formulemos una pregunta que


apunta al sentido común y que, como todas aquellas cuestiones
que de pronto cuestionan aquello que todo el mundo da por sen-
tado, nos sorprenden: ¿por qué los científicos publican papers?
Si le hacemos esta pregunta a cualquier investigador, e incluso a
un joven becario, nos mirará como si estuviéramos locos o en es-
tado avanzado de borrachera. Es posible que, incluso, nos tome
la presión, observe la dilatación de nuestras pupilas y, si todos los
signos externos parecen normales, se pregunte calladamente de
qué planeta acabamos de llegar. Pasado el sofocón, y luego de
convencerse de que “realmente” esperamos una respuesta, nues-
tro interlocutor va a respirar hondo y nos responderá algo así
(dependiendo del casete que ese día tenga puesto):

a) Publicamos papers porque es el modo de dar a conocer


el RESULTADO de nuestras investigaciones al resto
de la comunidad científica.
b) Publicamos papers porque así difundimos nuestros
avances en el conocimiento acerca de los problemas que
investigamos, de modo que otros investigadores, EN
CUALQUIER PARTE DEL MUNDO, puedan utilizar
nuestros hallazgos para seguir avanzando en la
resolución de problemas para la humanidad.
c) Publicamos papers porque allí hacemos PÚBLICOS los
DESCUBRIMIENTOS que realizamos en nuestros
laboratorios.

En una segunda charla, una vez que nos admiramos de las loa-
bles tareas que nuestro interlocutor emprende todas las maña-
nas, es altamente probable que agregue:

Bueno, también publicamos papers porque estamos


sometidos a un sistema según el cual las instituciones nos
100 El científico también es un ser humano

evalúan de acuerdo con lo que publicamos, de modo que no


tenemos más remedio que publicar la mayor cantidad posible
de papers para ser mejor evaluados y tener más prestigio.
¿Pero usted no oyó hablar de “publish or perish”?
(“PUBLICAR O PERECER”, traduzco prolijamente).
Publicamos papers para dar a conocer nuestros trabajos
ANTES de que lo hagan otros, porque no sólo hay que
publicar, sino que, además, hay que llegar primero.
Publicamos papers para ganar PRESTIGIO, porque quienes
más publican son más conocidos y valorados, y gracias a
eso accedemos a mejores recursos y, por ende, a hacer
más experimentos que nos permitirán tener más becarios y,
finalmente, publicar más papers. Así, vamos a acumular más
prestigio, y conseguiremos entonces acceder a más
recursos, lo cual, como ya le expliqué, nos permite
desarrollar más experimentos y, por lo tanto, publicar más y
mejores papers. Es claro, ¿no?

Las mayúsculas que aparecen en los ítems anteriores no se deben


a un bloqueo involuntario de la tecla “CAPS LOCK” (que tantos
disgustos nos trae), sino a un conjunto de temas y conceptos. No
es probable (aunque puede ocurrir) que los investigadores hayan
leído a Merton, Bourdieu, Latour o a otros sociólogos. Pero se em-
peñan en hacerles caso… y, sin saberlo, se refieren a las dos dimen-
siones constitutivas de la ciencia moderna: los aspectos sociales y
los aspectos cognitivos. Repasemos muy rápido los dos aspectos.
En el sentido social, los científicos son trabajadores que, como
tales, se inscriben en un espacio de relaciones sociales en donde
existen jerarquías, grupos sociales, conflictos, solidaridad, lu-
chas, tradiciones y traiciones, amores y odios. Sin embargo, del
mismo modo que otros profesionales, los científicos también tie-
nen sus reglas propias. Hoy parece un lugar común decir (y creer)
que la ciencia es una actividad pública, más allá de la importante
cantidad de investigaciones que se realizan en ámbitos privados
(en empresas) o que permanecen en secreto (por razones ge-
Publicar y castigar 101

neralmente militares o industriales). Pero el hecho de que la


ciencia sea una actividad pública tiene su origen en siglo XVII,
cuando de la mano de algunos científicos, en particular de Isaac
Newton, se creó en Inglaterra la Royal Society, una de las prime-
ras instituciones en donde se radicaron algunos investigadores de
la época. Hasta entonces, las investigaciones eran prácticas priva-
das que algunos desarrollaban en los garajes, en los fondos de
sus casas o en los desvanes, como quien tiene un pequeño taller
de carpintería o de aeromodelismo.
Así, la ciencia fue pasando del ámbito privado al espacio de lo
público, y eso tuvo dos consecuencias: por un lado, y desde enton-
ces, los Estados y los gobiernos sostuvieron, de diversas maneras
en cada país, las actividades científicas; por el otro, el pasaje al
ámbito público generó la exigencia de que los científicos hicieran
públicas (la redundancia es inevitable) sus investigaciones, o sea,
que las publicaran. Entonces, cuando se crearon las primeras aso-
ciaciones científicas, comenzaron a editarse, también, las prime-
ras revistas destinadas a difundir los avances de las investigacio-
nes. De allí al paper hay un solo paso.
Sin embargo, además del aspecto social, la ciencia tiene una
dimensión cognitiva o, dicho de otro modo, genera conocimien-
tos. Hay una vieja y aún no saldada discusión acerca de si la cien-
cia realiza “descubrimientos”, es decir, si descubre aquello que el
mundo físico y natural nos “oculta”, o si bien “produce” conoci-
miento, es decir, “crea entidades y conceptos”. Para alivio del lec-
tor, no vamos a intentar dilucidar la cuestión en estas páginas.
Pero podemos ponernos de acuerdo, al menos, en que los cien-
tíficos hacen varios tipos de operaciones con el mundo natural.

a) En primer lugar, lo observan. A diferencia de los otros


mortales (sí, los científicos también lo son, como lo
muestra el abundante material empírico), observan el
mundo natural sistemáticamente.
b) Luego de observarlo, a menudo realizan mediciones de
todo tipo, para lo cual suelen utilizar una amplia gama
102 El científico también es un ser humano

de instrumentos, desde los más simples, como una


regla o una balanza, hasta los más complicados
(espectrómetros de masas, por ejemplo).
c) Una vez que realizaron las mediciones
correspondientes, algunas disciplinas (“ciencias de
laboratorio”) intervienen sobre el mundo natural, es
decir, lo modifican. Como en el caso anterior, estas
intervenciones pueden ser simples, como hervir agua, o
bastante más complejas, como clonar una oveja.
d) Antes y después de las operaciones a) y b), y en
algunos casos de la operación c), los científicos
representan el mundo natural. Esto es indispensable.

Digamos, en una síntesis tan apretada como incompleta, que


esas operaciones son las que permiten hablar de conocimiento y,
en particular, de conocimiento científico.
Ahora bien, ¿cómo llegamos al paper? En primer lugar, vamos
a romper un mito del que ya veníamos sospechando seriamente
(si es que no está roto aún): el paper no es “el conocimiento” ni
la “ciencia”. Aun cuando aceptáramos que el paper representa al
conocimiento como forma codificada (hipótesis de todos mo-
dos harto discutible), debemos admitir que oculta muchas más
cosas de las que muestra. Veamos, de nuevo rápidamente, algu-
nas de ellas:

a) Un paper muestra el éxito y esconde el fracaso: en


efecto, cuando se redacta un artículo, ningún
científico con pretensiones de que se lo publiquen
describe todos los procesos que tuvo que desarrollar
para llegar a la redacción que obra en manos del
referí,* encargado de decidir su publicación. Por

* Persona poderosísima que tiene en sus manos el futuro de la huma-


nidad o, por lo menos, el de los investigadores que someten papers
a la revista que le confía los manuscritos. [N. del A.]
Publicar y castigar 103

ejemplo, muchos conocimientos surgen de ensayos


fallidos o fracasados que no muestran cómo son las
cosas, sino, precisamente, cómo “no son”.29

b) Un paper oculta todo lo que, desde hace mucho tiempo,


Michael Polanyi denominó “conocimiento tácito”, es
decir, un montón de aspectos que tienen que ver con la
práctica de la investigación científica y que no son
codificables, tales como la destreza del experimentador
(científico o técnico), ciertas condiciones que no llegan
a especificarse (incluso porque se considera que
algunas de ellas no son importantes), la cultura y el
lenguaje propios del grupo de investigación que
produjo el paper, los diferentes lugares en donde el
mismo fue producido (a veces un experimento se hizo a
15.000 kilómetros de otro) y así sucesivamente.

c) Un paper también oculta el papel que los autores


desempeñan en un campo científico de relaciones
sociales. Es cierto que sobre este aspecto sí tenemos
algunas pistas: cuando los autores dicen, por ejemplo,
que “ya ha sido establecido que…”, y acto seguido
citan sus propios trabajos anteriores, tenemos un
indicio de que no son para nada novatos. También
tenemos algunas pistas de quienes suelen ser sus
“amigos” y con quienes pretenden discutir. Pero son
sólo eso, “pistas”, que el lector atento puede
decodificar si maneja un conjunto de informaciones

29 Una vez, un biólogo español radicado en Inglaterra me contó cómo,


creyendo que trabajaba sobre la cepa X de una bacteria determina-
da, se pasó más de un año “clonando agua”. Gracias a ello tuvo
que desarrollar un test especial para determinar de qué tipo de
cepas se trataba, pero en su paper ocultó puntillosamente sus
devenires acuáticos.
104 El científico también es un ser humano

que le resultarán imprescindibles para entender quién


y de qué está hablando.

d) Finalmente, un paper oculta, también, el ya señalado


interés (o necesidad) del autor (o de los autores) de
legitimarse, de contar en su currículum con una
publicación más que pueda hacer valer ante sus pares
y ante los temibles burócratas (casi todos son sus
propios pares) que habrán de evaluarlo.

En este sentido, Latour tiene razón (recordemos el capítulo 2,


cuando presentamos la “construcción de un hecho”): es sólo en
un momento posterior, cuando un enunciado ha adquirido la
fuerza de un hecho (por ejemplo, cuando ha sido citado como
verdadero por una gran cantidad de científicos prestigiosos, o
cuando ha sido replicado con éxito), que se establece un recurso
al mundo de lo natural. Aquí radica, precisamente, la diferencia
entre la ciencia “hecha”, “cristalizada”, y la ciencia en proceso de
fabricación, de producción, la ciencia “activa”.
En definitiva, insistamos en la idea del paper como construc-
ción, que incluye algunos hechos y “olvida”(excluye) otros. No-
sotros, el común de los mortales (y el común de los científicos,
por lo tanto) no contamos con las ventajas y los inconvenientes
de Funes –el memorioso de Borges–: registramos, en nuestras
narraciones del mundo de lo real, sólo aquello que nos resulta
indispensable a los efectos de la retórica implicada.

La fabricación del paper

En cierta forma, volviendo a la idea de Latour, los enunciados


científicos están separados por un largo proceso de fortalecimiento
para lograr pasar de un enunciado “débil” a uno “fuerte”. Para
ello, se utilizan herramientas diversas, algunas de las cuales son
puros recursos que dependen de la habilidad del científico, pero
Publicar y castigar 105

que, en su mayor parte, suelen existir en los laboratorios. Se


trata, por ejemplo, de fotografías, radiografías, diagramas, imá-
genes variadas (de microscopio, de telescopio, de computa-
dora), tablas con datos, cuadros, cuadritos, recuadros, dibujitos
y cualquier otro elemento que pueda vencer la congénita suspi-
cacia de que todos, en algún momento, podemos estar hacién-
dole trampa al lector. Porque de eso se trata (más o menos) el
“escepticismo organizado”, norma fundante de la comunidad
científica según el magno inventor de la sociología de la ciencia,
el sociólogo funcionalista Robert Merton.
Veamos. No es lo mismo afirmar “los chinos comen arroz”, sin
mayores precisiones, que escribir:

A lo largo de cinco años de experiencias y de trabajos de


campo realizados en siete provincias (véase mapa 1) de la
República Popular China, se ha podido establecer que el
consumo de arroz (en sus diversas variedades y
preparaciones) resulta predominante en los diferentes
segmentos etarios de dicha población, según se puede
observar en los diagrama 1 a 3. Las propiedades del arroz
en términos nutritivos son ya bien conocidas (véase tabla 2)
y, a su vez, se ha comprobado fehacientemente que este
alimento proporciona gran satisfacción a los sujetos en
cuestión, tal como puede apreciarse en la figura 3.

Diagramas 1 a 3
China: Distribución del consumo de alimentos por grupo etario

De 0 a 7 años
Chupetines
35 %

Arroz
Mamadera 42 %
23 %
106 El científico también es un ser humano

De 7 a 18 años

Mamadera
12 %
Arroz
65 % Chupetines
23 %

De 19 años y más

Mamadera
Chupetines
5%
9%
Arroz
86 %

Mapa 1
China y sus regiones
Publicar y castigar 107

Tabla 2
Composición química y valores energéticos del arroz
Por 100 gramos
Integral Blanco Parboiled
Crudo Cocido Crudo Cocido Crudo Cocido
Agua % 12,00 70,30 12,00 72,60 10,30 73,40
Energía alimentaria 360,00 119,00 363,00 109,00 369,00 106,00
Proteínas (gr.) 7,50 2,50 6,70 2,00 7,40 2,10
Gordura 1,60 0,60 0,40 0,10 0,30 0,10
Carbohidratos 77,40 25,50 80,00 24,20 81,30 23,30
Fibras 0,90 0,30 0,10 0,20 0,20 0,10
Calcio 32,00 12,00 24,00 10,00 60,00 19,00
Fósforo 221,00 73,00 94,00 28,00 200,00 57,00
Hierro 1,60 0,50 0,80 0,20 2,90 0,80
Sodio 9,00 *** 5,00 *** 9,00 ***
Potasio 214,00 70,00 92,00 28,00 150,00 43,00
Tiamina 0,34 0,09 0,07 0,02 0,44 0,11
Riboflavina 0,05 0,02 0,03 0,01 *** ***
Niacina 4,70 1,40 1,60 0,40 3,50 1,20
Tocoferol (vitamina E) 29,00 8,30 *** *** *** ***
Fuente: “Composition of foods”, FAO, 2003.

Figura 3: Propiedades del arroz

Por otro lado, el mismo Latour señala que en las estrategias de


convencimiento, además de recurrir a todos estos elementos que
nos brindan credibilidad (recordemos que los llama “inscripcio-
108 El científico también es un ser humano

nes”), los científicos reclutan aliados para fortalecerse, posicio-


narse mejor y lograr así que los demás acepten sus enunciados.
Así, cuando yo digo “el doctor Fulano ha demostrado que…”,
teniendo en cuenta que Fulano, por ejemplo, es un premio
Nobel, estoy obligando a quienes quieran discutir mis enuncia-
dos a que enfrenten, además, al Nobel en cuestión. Lo mismo
ocurre cuando se señala la pertenencia institucional (Universi-
dad, Centro de Investigación, Programa, etc.) que muestra que
no soy un “loco suelto”, sino que mis afirmaciones están respalda-
das por una institución muy seria, antigua y prestigiosa.
Ya resulta obvio, entonces, que los papers tienen una relación
importante con las investigaciones, pero están lejos de ser su
mero reflejo.

Última revisión del modelo lineal

Aunque una buena parte de la literatura de la “nueva sociología


del conocimiento científico” parece haber llegado demasiado
lejos en su afán por luchar contra el modelo idealizado y lineal
de las prácticas científicas, ha desplazado, de todos modos, con
éxito el problema del “descubrimiento” hacia las condiciones re-
ales y materiales en las cuales es producido, cotidianamente, el
conocimiento.
En mi propio trabajo de investigación, en laboratorios euro-
peos y argentinos, tuve la oportunidad de observar cómo el con-
tenido de los artículos resulta meticulosamente negociado (lo
cual incluye, por supuesto, que aquellos que, según Bourdieu,
tienen un mayor capital simbólico, impongan su voluntad y sus
intereses frente a quienes se encuentran en una posición subor-
dinada) entre los diferentes participantes de la investigación, en
la medida en que cada uno de ellos resalta el aspecto que le re-
sulta más pertinente para sus propias estrategias, y sugiere la
elección de la revista-publicación-destino de acuerdo con sus in-
tereses particulares. Podemos entonces convenir en que la redac-
Publicar y castigar 109

ción del artículo mismo es una parte del proceso de investigación,


y no una conclusión exterior a ese proceso, algo así como el
moño de un paquete de regalo.
En todo esto hay una paradoja que muchos denuncian, pero
que nadie desarma: por un lado, se acepta que un artículo no es
necesariamente la representación directa de un conjunto de ex-
perimentaciones, sino que se trata más bien del despliegue de al-
guna(s) estrategia(s) por parte de los investigadores. Pero, por
otro lado, las evaluaciones efectuadas por los pares de los cientí-
ficos (otros científicos, naturalmente) se realizan casi con exclu-
sividad a partir de la puesta en consideración de los artículos, de
los papers: su cantidad y calidad, el prestigio de la publicación y
su “índice de impacto” (veamos la ficticia pero muy realista es-
cena que mostramos más arriba), la cantidad de veces que han
sido citados, etc.
Los artículos se constituyen en una verdadera moneda de
cambio, en la medida en que reflejan el capital simbólico deten-
tado por los autores. Así, se invierte la secuencia: de la concep-
ción del artículo como el punto de llegada del proceso de inves-
tigación científica pasamos a un análisis en el cual la posibilidad
de obtener un material que pueda adquirir la forma retórica de
un artículo, que pueda ser adecuadamente negociado y publi-
cado en una revista en particular, no se encuentra en el final,
sino en el comienzo y a lo largo de todo proyecto de investigación.
Dicho de otro modo, y volviendo a las dos acepciones del
verbo publicar, aquella investigación que no pueda ser objeto de
un artículo público (es decir, hacerse pública, y tener chances de
ser aceptada por una revista más o menos especializada en la te-
mática en la cual el grupo de investigación se encuentra traba-
jando), no es que pierde su valor determinado para los actores
del campo científico en cuestión (pares, autoridades de las agen-
cias financiadoras, autoridades de las universidades y otras insti-
tuciones relevantes, etc.): simplemente no existe.
Es así que podemos llegar a afirmar que la publicación, en-
tendida así, constituye más bien un elemento que está presente
110 El científico también es un ser humano

durante todo el proceso de investigación antes que un destino


para el desarrollo de las prácticas científicas.
La mera posibilidad de publicar los resultados como una ins-
piración de origen en toda investigación es un aspecto bien co-
nocido que forma parte del ethos científico, tal como ha sido
concebido por Merton, pero también del imaginario de todo
científico. Sin embargo, es menos frecuente la concepción se-
gún la cual, como afirmamos en los párrafos anteriores, la sola
posibilidad de publicación opera como un elemento que direc-
ciona, en términos cognitivos, la propia investigación.
Vale la pena volver al problema de asumir el riesgo, puesto que
uno de los riesgos más frecuentes, y que los investigadores pro-
curan evitar, es precisamente el de no lograr “traducir”, en las
publicaciones, los trabajos de investigación que, se supone, jus-
tifican sus prácticas cotidianas. En este sentido, la posibilidad de
obtener rápidos resultados publicables es un elemento crucial en
buena parte de las decisiones de los científicos, y determina,
muy a menudo, las líneas de trabajo que habrán de seguirse. Los
investigadores más propensos a asumir el riesgo que implica pa-
sar un largo tiempo sin publicar (lo cual puede obedecer a que
se trata de investigaciones de resultado incierto o que requieren
largos períodos de experimentación) suelen ser los que poseen
el más alto o el más bajo capital simbólico, es decir, aquellos que
se encuentran en lo más alto y en lo más bajo de la pirámide de
un campo particular (los que tienen mucho crédito para invertir
o los que no tienen nada que perder). Naturalmente, las publi-
caciones que se esperan obtener luego de estas inversiones sue-
len otorgar una credibilidad muy elevada.
Asimismo, el grado de madurez y consolidación de un campo
científico particular puede ser evaluado, entre otros indicado-
res, por la existencia de medios de publicación y su abundancia,
diversificación, calidad, frecuencia, cobertura, amplitud temá-
tica, etc. De la afirmación anterior surge que todo campo cien-
tífico “maduro” debe contar con cierta cantidad de publicacio-
nes que respondan a las propias necesidades del campo y a su
Publicar y castigar 111

consolidación como tal. Dejemos de lado el problema evidente


de que muchas publicaciones exceden los límites estrechos de
un campo en particular, y sobre todo de un invisible college (cole-
gio invisible, según la definición brindada por Solla Price), y
atraviesan varios de estos campos, articulando diversos intereses
temáticos y disciplinares. En la mayor parte de los casos, el pro-
ceso parece haber operado de este modo, sobre todo si se juzga
por la cantidad de revistas científicas correspondientes a dife-
rentes disciplinas, problemas, prácticas profesionales, etc. La
existencia de una gran cantidad de revistas podría funcionar,
pues, desde una mirada superficial, como el indicador de la ma-
durez relativa de un campo científico en cuestión. Es obvio que
la idea de madurez relativa nos habla, al mismo tiempo, del con-
tenido de las investigaciones que los científicos realizan, y tam-
bién de los niveles de diferenciación social alcanzados por los
actores participantes de dicho campo: la existencia de múltiples
y heterogéneas publicaciones seriadas responde a la necesidad
de establecer órdenes jerárquicos, de prestigio, de credibilidad,
en fin, de lucha, en el interior de los márgenes (a menudo difu-
sos) de un campo específico.
Capítulo 5
Ciencia y periferia

Un breve cuentito

(La historia es imaginaria; cualquier parecido con la rea-


lidad no es pura coincidencia.)
Un joven investigador argentino, químico, viaja a una univer-
sidad muy prestigiosa de la costa Este de los Estados Unidos para
hacer un posdoctorado (se trata de una práctica muy habitual,
una vez finalizado el doctorado). Para evitar el anonimato, pon-
gámosle un nombre: Juan. El laboratorio al cual llega Juan fue
elegido junto con su director (José) en la Argentina, quien co-
noce al director de dicho laboratorio (John) porque han reali-
zado varios trabajos en colaboración durante los últimos años. El
día que Juan llega allí John le presenta a toda la gente del grupo,
y lo invita a tomar una copa a su casa junto con algunos de los
colaboradores. Se prevé que la reunión dure desde las 17 hasta
las 21 horas.
A partir del día siguiente, Juan trabajará sobre una proteína
determinada. A José le interesa mucho que Juan se especialice
en el estudio de ciertas proteínas, porque tiene algunos proyec-
tos para el futuro y hay técnicas que nadie conoce en Buenos Ai-
res, a pesar de que el laboratorio de José está dentro de un insti-
tuto muy grande y prestigioso.
Así, Richard, uno de los tipos más próximos a John (el que
más se pasó con los whiskies la noche de bienvenida), le va a en-
señar a Juan dos técnicas muy novedosas para el estudio de la que,
de allí en más, va a ser “su” proteína. Ya que estamos, a la proteína
114 El científico también es un ser humano

la vamos a llamar “juanina”. También ayudará a Juan a entender


cómo funcionan un par de aparatos nuevos que llegaron al labo-
ratorio hace unos meses, que costaron varios cientos de miles de
dólares y fueron recibidos gracias a un subsidio de algunos millo-
nes de dólares del Instituto Nacional de Salud.
Juan, que es un tipo muy astuto, se pone a trabajar de inme-
diato, sobre todo alentado por una parte de la investigación, que
la va a hacer con la ayuda de Mary, que también está haciendo
su posdoctorado. Mary es de California y, para decirlo como lo
debe de haber pensado Juan en ese momento, “está bárbara”.
Ambos avanzan bastante rápido (en todos los sentidos) y, al estu-
diar el modo en que el gen juanina sintetiza a la proteína del
mismo nombre, encuentran una anomalía muy rara. Lo consul-
tan con Richard, pero éste no tiene idea de por qué ocurre eso
y sólo piensa que Juan se distrajo más de la cuenta con Mary en
las largas noches invernales y metió la pata en los experimentos.
Pero luego, cuando le llevan el tema a John, de inmediato se
entusiasma, saca un par de vasos de whisky que tenía escondidos
detrás de una computadora portátil, y dice: “Muchachos, ¡esto
está muy bueno!”. Y agrega: “Vamos a tomar una copa, y mañana
hablamos del tema”.
Al día siguiente, cuando entra al laboratorio, y mientras se
saca un poco de nieve del sobretodo, les dice: “Esta proteína
tiene una propiedad diferente a todas las otras. Hay que escribir
el paper muy rápido y mandarlo a un journal pesado” (la traduc-
ción que hago del inglés es muy libre).
La cosa es que Juan sigue trabajando sobre el tema durante
tres años más, y publica, junto con Richard, Mary y John, algunos
artículos en revistas muy importantes. Cuando su beca está por
terminar, no sabe muy bien qué hacer. Por un lado, está muy có-
modo en el laboratorio de John, quien le ofreció conseguirle
unos años más de financiamiento, gracias a un grant (subsidio)
importante que está por recibir. Por otro lado, Mary ha vuelto a
una universidad en California, donde ya tiene un cargo tenure
track (es decir que en unos años tendrá un puesto como profe-
Ciencia y periferia 115

sora de por vida, muy bien remunerado). Por otro lado, María,
su antigua novia de Buenos Aires, se recibió hace un par de años
de odontóloga, y ya tiene un consultorio con algunos pacientes
en la ciudad. Ambos tuvieron un fugaz pero emotivo encuentro
cuando Juan viajó a la Argentina a pasar las fiestas. Pero su duda
más grande es que José, el jefe del laboratorio, le prometió un la-
boratorio propio si vuelve. Va a ganar el 10% de lo que ganaría
en los Estados Unidos, y no va a tener a su disposición los nuevos
aparatos que están por llegar con el nuevo grant de John, pero las
ganas de volver se instalan con fuerza: empieza a leer los diarios
por Internet, se vuelve a interesar en los resultados del fútbol lo-
cal, recibe las fotos de los primeros hijos de los amigos y, final-
mente, se decide y vuelve.
Las primeras semanas en Buenos Aires son ambiguas: por un
lado, se satura de asados y de anécdotas con viejos amigos, con la
familia, y se instala en el departamento de María. ¡Al fin un poco
de comida real después de tanta chatarra acumulada en los años
en el Norte! Por otro lado, se da cuenta de que las veredas están
rotas, de que necesita comprarse un autito con la plata ahorrada
porque los colectivos siguen de largo en las paradas, y vienen
siempre llenos, y cada dos días le roban la cartera a alguna se-
ñora. Pero lo más inquietante es que los equipos nuevos que se
trajo gracias a un convenio con el grupo de John están parados
en la Aduana hace más de tres meses, porque faltan unas certifi-
caciones que debería firmar un funcionario que está de licencia
por maternidad hace un año.
Finalmente, se instala en el laboratorio que le habían reser-
vado en la universidad. El espacio es bastante más chico de lo
prometido: dos cuartitos de 3 x 4 m. No obstante, se las arregla.
Va conformando su grupo con Ricardo, un antiguo estudiante
que ya terminó su doctorado y que había pasado unos meses tra-
bajando con él en el laboratorio de John, y otros estudiantes más
de doctorado que se acercaron a él para pedirle orientación en
su tesis. Finalmente, seis meses más tarde, puede sacar los equi-
pos de la Aduana y llevarlos a la Facultad; de los tres que traía,
116 El científico también es un ser humano

uno se estropeó porque lo dejaron al aire libre en una caja de


madera y se mojó con la lluvia (tal vez se pueda recuperar una
parte con un técnico local que hace milagros), pero los otros dos
–los más caros– están intactos.
Entonces, se pone a trabajar en varios proyectos a la vez, todos
ligados al tema en el que había trabajado en los Estados Unidos.
Así, de a poco se va convirtiendo en una autoridad en el tema de
la proteína (“su” proteína), y eso le permite ir publicando una
serie de artículos junto con otros colegas, en particular con Ri-
cardo, que está trabajando por un año en el laboratorio de John
y aprendiendo una técnica nueva. Cuando Ricardo vuelve, trae
una noticia inquietante: en el laboratorio de John han descu-
bierto que otros dos genes tienen la misma anomalía que el gen
“juanina”. Le mandan a Juan el borrador de un paper, y queda
fascinado: van a publicar juntos un artículo con la comparación
de los tres genes y la forma en que se manifiesta la anomalía.
También participa João, un brasileño de San Pablo que hizo su
posdoctorado con Richard y que luego viajó a Río de Janeiro a
dirigir un laboratorio con vista al mar. João trabajaba sobre otra
proteína, que resultó ser “análoga” a la de Juan.
El paper ya está listo, y a la nochecita (hay 4 horas de diferen-
cia), Juan recibe un e-mail en donde John le avisa que ¡lo acepta-
ron en la revista Science! Juan llega como loco a su casa (hace
unos meses se mudó con María a un departamento más grande,
con un cuarto adicional, en donde ella instaló los tornos y otros
instrumentos de tortura para sus pacientes), y antes de que exci-
tadísimo le cuente todo a María , ella le da un sobre con análisis
médicos: están esperando un bebé.
Unos pocos años más tarde, Juan se ha convertido en el “cam-
peón mundial” de su gen-proteína: sabe exactamente lo que le
ocurre de noche, de día, cuando hace frío y cuando hace calor,
cuando llueve, cuando sale el sol, cuando gana Boca y cuando
pierde River (o los equipos que el lector prefiera). Ha publicado
más de veinte artículos sobre diferentes aspectos del tema, algu-
nos en revistas muy importantes. Se ha convertido también en
Ciencia y periferia 117

miembro de la Comisión de su disciplina en el Conicet, y viaja


muy a menudo a los Estados Unidos y a Francia, donde se instaló
João, luego de un par de años en Río, porque le ofrecieron un
muy buen lugar de trabajo y además se casó con una bioquímica
francesa.
Mientras que Juan se convirtió en el hiperespecialista de su
proteína, el equipo de John (que está casi jubilado y le dedica
más tiempo a sus nietos que al laboratorio, pero que lo tiene al
fiel Richard como hombre-orquesta) se concentró en el pro-
blema conceptual: la anomalía en la expresión de los genes. Lo
pudo hacer gracias a los muchos años de trabajo en el tema y a
unos veinte investigadores que lo siguen de cerca en su labora-
torio. Sin embargo, esto también fue posible porque otros, como
Juan, le siguen enviando información muy precisa sobre la do-
cena de genes-proteínas que comparten la anomalía. De he-
cho, hace unos cinco años, una gran empresa farmacéutica se
quiso asociar con ellos, porque con esos conocimientos se
puede producir una nueva generación de drogas contra el cán-
cer. Gracias a eso (y con el apoyo de una oficina militar esta-
dounidense interesada en el tema por razones que preferimos
ignorar) pudieron comprar un aparato que hace análisis de
moléculas a alta velocidad (“estudia” varios cientos de ellas por
día), y que vale unos 300 millones de dólares. Cuando Juan
viaja al laboratorio para participar de un homenaje a John y ve
el nuevo aparato (high speed screening lo llaman) no lo puede
creer: ¡la máquina hace en un día lo que a ellos manualmente
les lleva casi un año!
Al cabo de un tiempo, Juan se ha convertido en uno de los in-
vestigadores más reconocidos en la Argentina: su laboratorio se
agrandó y ya es uno de los más importantes del país; gracias a
que trabaja en proyectos con colegas de otros países, quienes lo
invitan a participar de grandes redes, puede renovar los equipos
de su laboratorio cada tanto. Sin embargo, sigue más o menos
trabajando sobre temas similares desde hace unos años, y lo invi-
tan a colaborar con esos conocimientos específicos, mientras que los
118 El científico también es un ser humano

problemas conceptuales y las aplicaciones sociales y económicas


son muy difíciles de lograr desde su grupo en Buenos Aires. A ve-
ces, a la madrugada, mientras repasa algunos datos del paper que
acaba de mandar a una importante revista europea, e intercam-
bia saludos con una pareja de sus mejores estudiantes (les tiene
mucho aprecio: él estuvo presente cuando se pusieron de novios
hace unos cinco años, y juntos terminaron el doctorado bajo su
dirección) que hoy le avisan que no van a volver de su posdoc-
torado en Inglaterra porque les ofrecieron trabajo en un Pro-
grama Europeo de Investigación, y porque, además, están espe-
rando su primer hijo, que será inglés; a veces, decíamos, se
pregunta para qué sirve tanto esfuerzo…

Barreras a romper

En los capítulos anteriores, repasamos un conjunto de proble-


mas asociados con la ciencia moderna: su surgimiento, el papel
social que desempeña, la relación con el desarrollo, lo que ha-
cen los investigadores dentro de sus laboratorios, y miramos bre-
vemente la Biblia de los científicos: los papers.
Para terminar ese largo recorrido vamos a considerar, al menos
en unas pocas líneas (el tema es antiguo y complicado), qué pasa
con la ciencia en diferentes países, para ver si sólo se trata de la in-
fluencia de la localización geográfica o si hay “algo más”. En reali-
dad, lo que me interesa –para ser sincero– es considerar qué pasa
con la ciencia en los países normalmente llamados “en desarrollo”
o “periféricos”, y en los de América Latina en particular.
Meterse en el tema nos exige, ante todo, romper con el prin-
cipio del universalismo. Si supusiéramos que la ciencia es algo
universal a secas, y que es indiferente a los espacios sociales
donde se genera, no tendría ningún sentido pensar que en cada
país, en cada contexto, la ciencia es distinta, que el conoci-
miento puede presentar diversas características y que el papel so-
cial del conocimiento también funciona de un modo particular.
Ciencia y periferia 119

Los primeros estudios sobre la ciencia en contextos periféri-


cos se dedicaron a observar la “difusión” de la ciencia occiden-
tal. El modelo de difusión tuvo varias formas y autores, pero po-
demos decir, como característica general, que supone que hay
un núcleo central de la ciencia moderna, compuesto por Ingla-
terra, Francia, Alemania y, en general, los países del norte de
Europa. Más tarde se incorporaron otros países europeos y, final-
mente, los de América del Norte (excluyendo a México, claro).
Desde allí se fue difundiendo la ciencia moderna, por lo gene-
ral a través de viajeros. Los viajeros eran de dos tipos: los “avan-
zados” (es decir, los que venían de países más avanzados) que
iban a desarrollar sus disciplinas en países periféricos, y los cien-
tíficos de países “marginales” que se iban a formar en los países
centrales.
Desde esta perspectiva, habría una especie de sendero único que
lleva al desarrollo de la ciencia moderna, y que recorrerán todos
los países que lo estimulen, más tarde o más temprano. George
Basalla, en su artículo “The spread of western science”, publi-
cado en la revista Science en 1967 (la misma revista en donde
Merton publicó su trabajo sobre el ethos de la ciencia), señalaba
la existencia de tres estadios sucesivos para la difusión de lo que
él llama la “ciencia occidental”:

• Primera fase: visitas de europeos a las nuevas tierras,


quienes observan y recogen la flora y la fauna,
estudian sus características físicas y se llevan los
resultados para Europa.
• Segunda fase: ciencia colonial, o dependiente, que
comienza con el establecimiento de instituciones o
tradiciones propias de las naciones de la metrópoli.
Los científicos “coloniales” (el término se aplica en un
sentido general, incluso a contextos que no tuvieron
períodos coloniales) son europeos transplantados o
nativos, pero cuya educación transcurrió fuera del
contexto “colonial”.
120 El científico también es un ser humano

• Tercera fase: el establecimiento de una tradición (o


cultura) científica independiente, que debe luchar
contra las resistencias locales frente a la ciencia, la
falta de un rol específico para los científicos, la falta
de claridad en las relaciones entre la ciencia y el
gobierno, la necesidad de formar científicos
localmente, entre otras dimensiones.

Estas ideas formaron parte de cierto “sentido común” durante


varias décadas, en gran medida por su proximidad con las teo-
rías del desarrollo que analizamos en el capítulo 2. En efecto, es
fácil advertir la “marca” de un sendero en el cual existen contex-
tos “avanzados” y contextos “atrasados”, dentro de un mismo –y
único– modo de desarrollar la investigación científica.
Las ideas difusionistas fueron muy discutidas y hoy nadie cree
realmente que se pueda analizar la ciencia en los países de me-
nor desarrollo a partir de ese modelo. Pero ello tuvo muchas
consecuencias políticas (y las tiene en la actualidad, digamos de
paso). Durante mucho tiempo las visiones convencionales de las
políticas científicas consideraron que era suficiente formar una
“masa crítica” de científicos, una “mano de obra” científica, y do-
tarla de una cantidad mínima de recursos. Así, dados esos recur-
sos, y el tiempo necesario –varias décadas–, la ciencia en los paí-
ses en desarrollo funcionaría del mismo modo que en el resto
del mundo. Eso está basado en la doctrina de una “República de
la Ciencia” (propuesta por Polanyi en 1962), según la cual el
hombre lleva la ciencia –como parte de su cultura– dondequiera
que vaya, con total autonomía de la geografía y los Estados.
El hecho de haber discutido varios temas en los capítulos pre-
vios nos sirve, ahora, para estar mejor pertrechados para abordar
esta cuestión. Debemos ponernos de acuerdo en qué aspectos de
la ciencia en los países periféricos nos resultan más interesantes
para observar. Por ejemplo, podemos mirar a las instituciones, a
las organizaciones de científicos, a los modos en que la sociedad
usa el conocimiento (o no lo usa, lo cual no es poco importante).
Ciencia y periferia 121

En este caso, estaríamos dejando de lado todo lo que en capítulos


anteriores llamamos “aspectos cognitivos” del conocimiento, y nos
quedaríamos solamente con los aspectos, digamos, externos. Eso
es importante, sin dudas, pero si lo hacemos, no estaremos en
condiciones de responder a la pregunta que más nos preocupa y
nos motiva: ¿para qué le sirve la ciencia a un país periférico?
Por cierto, podremos saber muy bien cuándo se crearon las di-
ferentes instituciones, cuántos investigadores hubo y hay, cuánta
plata gastaron y gastan, entre otras cosas. Pero, por más que des-
arrollemos prolijos y cuidadosos mecanismos estadísticos para
medir la cantidad de artículos que publican los investigadores o
los grupos, sólo tendremos un acceso ficticio a la “producción”
de la ciencia. Por ejemplo, si buscamos la cantidad de artículos
que se publicaron sobre un tema determinado, eso no nos dice
absolutamente nada acerca de quiénes participaron en dichas
investigaciones, con qué fondos fueron solventadas y, lo más cru-
cial, quién usó o podría usar el conocimiento del que se habla
(porque, como ya dijimos, los papers no “son” el conocimiento).

Ciencia y periferia

Ahora ya podemos preguntarnos acerca de lo que pasa con la


ciencia en los países periféricos desprovistos de los ideales uni-
versalistas y, ya que estamos, nos dejamos de eufemismos y habla-
mos redondamente de América Latina, que es lo que más nos in-
teresa. Podemos partir de dos formulaciones diferentes:

• La ciencia que se genera en los países periféricos está


marcada por razones, causas y culturas locales, pero
no es necesariamente “periférica”, sino una ciencia
“en” la periferia.
• La ciencia que observamos en esos países tiene
características propias y específicas, y podemos por lo
tanto hablar de una “ciencia periférica”.
122 El científico también es un ser humano

Según la primera afirmación (sostenida, por ejemplo, por el his-


toriador peruano Marcos Cueto), hablar de una ciencia perifé-
rica implica que el conocimiento científico de los países atrasa-
dos es marginal al acervo del conocimiento en términos de
recursos, número de investigadores y calidad de los temas estu-
diados. Por el contrario, propone los términos de “ciencia en la
periferia” y, sobre todo, de “excelencia científica en la periferia”
para resaltar que el trabajo científico en estos países tiene sus
propias reglas, que no deben ser entendidas como síntomas de
atraso o modernidad, sino como parte de su propia cultura y de
las interacciones con la ciencia internacional. Así, es necesario
recordar que la distancia actual que existe entre la ciencia de los
países desarrollados y la de algunos países subdesarrollados no
fue tan amplia en el pasado, y que esta separación ha tendido
más bien a crecer en los últimos cuarenta años.
Es interesante la reflexión de Cueto acerca de la distinción de
una excelencia científica en la periferia, puesto que pone de ma-
nifiesto el carácter heterogéneo de las comunidades científicas
locales. El atributo de “excelencia” es más discutible. Es cierto
que Cueto analiza algunos grupos que han sido ampliamente re-
conocidos por la comunidad internacional (el más emblemático
es, sin dudas, el premio Nobel Bernardo Houssay en la Argen-
tina), pero considerar dicho reconocimiento como la dimensión
fundamental para la distinción particular de una tarea “exitosa”
o “moderna”, y por ello menos periférica, puede resultar una in-
terpretación sesgada.
Veamos la segunda perspectiva: algunos estudiosos intentaron
analizar la “naturaleza periférica” y el contexto sociocultural del
conocimiento científico para comprender cuáles son las razones
de esa “ciencia periférica”. La antropóloga argentino-venezolana
Hebe Vessuri propuso distinguir tres niveles de análisis: el nivel
de los conceptos científicos, el de los temas de investigación y el
de las instituciones. El desarrollo conceptual tiene menos posibi-
lidad de ocurrir en América Latina, por los riesgos que supone
la creación de conocimiento verdaderamente nuevo, tanto en
Ciencia y periferia 123

términos de su costo económico como intelectual. Además, las


comunidades científicas de la periferia son más conservadoras
que las de los centros, trabajan casi exclusivamente dentro de los
parámetros de la ciencia “normal”, en la resolución de rompeca-
bezas o enigmas cuya concepción fundamental se da en otras
partes.
Para Vessuri, en el plano de los temas de investigación, de las
disciplinas básicas, el aporte que están en condiciones de hacer
los científicos de la periferia, en especial en disciplinas “madu-
ras”, está más en la aplicación de una ciencia, orientada por nece-
sidades sociales, que en una verdadera “ciencia pura” percibida
como “más científica”. Finalmente, el nivel de las instituciones
científicas se sitúa en la consideración de sus relaciones con la
sociedad, e implica el modo en que se ponen en juego relacio-
nes de poder entre los hombres, la determinación de los méto-
dos de trabajo, los modos de transferencia y la difusión de la in-
formación. Son la expresión concreta de las estructuras y las
mentalidades sociales que en gran medida dan forma al modo
de producción de los conocimientos científicos. En definitiva, el
contexto sociocultural de la periferia parece operar como una
restricción para la investigación.
Tenemos, pues, dos miradas bien diferentes sobre el tema:
una enfatiza que, bajo ciertas condiciones, el conocimiento pro-
ducido en la periferia puede ser considerado “de excelencia”
por los líderes de la comunidad científica internacional. Esto es
cierto, y hay varios ejemplos que lo demuestran. La otra mirada
enfatiza ciertas marcas “estructurales” que nos señalan las limita-
ciones para generar espacios locales de producción de conoci-
mientos que sean realmente innovadores en relación con lo que
ocurre en la ciencia internacional. Eso también es cierto, y hay
muchos ejemplos que lo confirman.
Sin embargo, ninguna de las dos miradas termina de confor-
marnos. Por este motivo, como el lector ya habrá advertido, va-
mos a presentar otro punto de vista en la próxima sección.
124 El científico también es un ser humano

Las tradiciones científicas en la periferia

Veamos aquí algunas pistas que nos permiten interpretar el


cuentito con el que comenzamos el capítulo: el estudio (realista,
empírico, de cerca, “micro”) de las tradiciones científicas en los
contextos periféricos nos muestra algunos aspectos que vale la
pena reorganizar.
¿Qué es una “tradición científica”? La ciencia está gobernada
por tradiciones concretas de investigación, por “leyes de vida”, más
que por reglas, valores o esencias abstractos. Aunque muchas ve-
ces se ha opuesto “tradición” a “racionalidad”, la ciencia insti-
tuye “racionalidades”, lógicas apropiadas a determinados contex-
tos y, si avanzamos en esta dirección, podemos suponer con
razón que estas racionalidades son, finalmente, un componente
más de las tradiciones, de esas “leyes de vida”.
Una tradición reposa sobre un conjunto de identificaciones
culturales (como la elección de los temas de investigación) que
condicionan ciertos modos de comprender la ciencia y la prác-
tica científica. Así son importantes las relaciones con otros la-
boratorios localizados en diferentes contextos, los intereses
exteriores a los laboratorios que pueden ser movilizados para el
desarrollo de investigaciones (organismos públicos, actores pri-
vados), la implicación de lo investigado en la resolución de pro-
blemas sociales, la evolución de las técnicas, etc. El peso de la
tradición puede resultar, por lo tanto, crucial: cuando un inves-
tigador se inscribe en una corriente particular, debe reivindicar
el “linaje” de sus predecesores con el objeto de poner en prác-
tica cierto tipo de investigaciones, para ponerse él (o ella) mis-
mo como “continuador” de esa estirpe. Una tradición no se ex-
presa sólo en una relación de continuidad con los trabajos de
los predecesores. El investigador “heredero” debe mostrar sus
propios aportes específicos como modo de legitimación, al mismo
tiempo que su pertenencia al mencionado linaje. Una tradición
no implica, así, la idea de una linealidad carente de rupturas que
adopta el supuesto del carácter acumulativo de los conocimien-
Ciencia y periferia 125

tos. Por el contrario, una tradición implica identificarse con la


herencia de “maestros” a “discípulos” e innovar con aportes pro-
pios. Esta tradición puede ser “leída” en las prácticas cotidianas
de los laboratorios.
El proceso de formación de los científicos resulta crucial, por-
que es por medio de ese verdadero proceso de socialización que
se van conformando las estructuras de filiación, pilar fundamen-
tal de las tradiciones científicas. “Filiación” hace referencia a las
relaciones entre padres e hijos (o madres e hijas, si sigo cierta
moda un poco absurda de las ciencias sociales actuales, que pre-
tende corregir los sesgos de género en el discurso…), lo que en
la ciencia significa “maestros y discípulos”.30, 31
Ahora bien, una tradición científica no es autónoma del con-
texto local en el cual se desarrolla, sino, más bien –y contraria-
mente–, no puede ser explicada sin referencia a las dimensiones
socio-institucionales en las cuales una tradición se constituye, así
a como los efectos que su constitución implica en términos de la
dinámica de ese mismo contexto, de los posicionamientos de
otros actores significativos, de la movilización de recursos dispo-
nibles, de las configuraciones políticas, económicas y culturales
que de allí resultan.
Ahora, si observamos estas tradiciones científicas en los con-
textos periféricos, veremos que, en la mayor parte de los casos,
se construyen con un vínculo más o menos fuerte respecto de
tradiciones localizadas en países centrales. Por lo tanto, el análi-

30 Ya no voy a poner en lo sucesivo “maestras y discípulas”, el lector


sabrá entender que me refiero a todos los géneros posibles por
igual, y sin ninguna discriminación, ni positiva ni negativa… ¡Ay!
¿Por qué el español perdió el género neutro del latín?
31 Hace años entrevisté a un investigador inglés, quien me dijo que era
discípulo de una investigadora muy importante, Dorothy Hodgkin (la
que descifró la estructura de la insulina). Ella, a su vez, era discípula
–y amante, ya que no sólo de ciencia vive la gente– de John Bernal.
De modo que este investigador me explicó que él era “nieto científi-
co” de Bernal…
126 El científico también es un ser humano

sis de estas relaciones concretas entre tradiciones centrales y pe-


riféricas no es un elemento más, sino que resulta crucial para compren-
der la dinámica de la ciencia en la periferia.

CANA

No me refiero aquí a la famosa expresión rioplatense “Araca la


Cana” (que incluso dio su nombre a una conocida murga uru-
guaya). No. Es, desgraciadamente, un poco más pedestre: CANA
significa “Conocimiento Aplicable No Aplicado”, y es aquello
que caracteriza a una parte del conocimiento que se produce en
todo el mundo, pero mucho más en los países en desarrollo o
periféricos.
Como vimos en los primeros capítulos, en líneas generales,
los organismos de planificación y promoción de la ciencia sepa-
ran a la ciencia básica –aquella que busca comprender y expli-
car los fenómenos del mundo físico, natural o social– de la
ciencia aplicada –aquella que pretende, precisamente, apli-
carse a la resolución de problemas específicos–. Responde, más
bien, a la pregunta “para qué”. Ya dijimos antes que esta sepa-
ración mereció muchas críticas, sobre todo porque es muy difí-
cil separar en la práctica los aspectos “básicos” de los “aplicados”;
muchos hablan hoy en día de “tecnociencia” para mostrar la
complejidad del asunto.
Sea como fuere, las instituciones siguen estableciendo esta dis-
tinción. Veamos un ejemplo: una parte básica de la investigación
sobre la enfermedad de Chagas sería la descripción de los meca-
nismos por los cuales el parásito (Trypanosoma cruzi) actúa en el
cuerpo de los mamíferos. En cambio, buscar una molécula que
logre neutralizar a ese parásito (que lo mate, o que le impida re-
producirse, o algún otro mecanismo), lo que serviría para pro-
ducir una droga que cure la enfermedad, sería una investigación
“aplicada”. Luego, la puesta a punto de esa molécula para que la
droga se venda en las farmacias (lograr una pastilla adminis-
Ciencia y periferia 127

trable que llegue a donde pueda actuar, sin toxicidad, a un pre-


cio razonable) sería “desarrollo tecnológico”.
Hace algunos años, con algunos colegas nos preguntamos
cómo se distribuían las investigaciones en la Argentina. Supusi-
mos que, aproximadamente las tres cuartas partes serían básicas,
una quinta parte, “aplicada”, y el resto, desarrollo tecnológico.
Sin embargo, lo que encontramos fue sorprendente: más de dos
tercios de las investigaciones se declaraban “aplicadas”, el resto
eran en su mayoría básicas, y una parte correspondía al “desarro-
llo”. Decidimos entonces ver más de cerca qué pasaba con esas
investigaciones “aplicadas”. Y descubrimos que, en realidad, era
más adecuado llamarlas “aplicables”, porque la enorme mayoría
de ellas nunca se aplicaba de veras.
Nos preguntamos, entonces, ¿por qué ocurre esto? Descarta-
mos de entrada el hecho de que los investigadores fueran menti-
rosos en masa, o que no les interesara en absoluto si los conoci-
mientos que ellos producían tenían alguna utilidad real. Sin
embargo, si esto no ocurre de manera aislada sino de un modo
sistemático, entonces vale la pena indagar un poco más profun-
damente. Veamos tres breves ejemplos, muy diferentes según las
instituciones en las cuales se realizaron:32

1. En un laboratorio de la Facultad de Ciencias


Bioquímicas y Farmacéuticas de la Universidad
Nacional de Rosario y el Conicet obtuvieron, en 1992
y después de casi una década de investigaciones, un
maíz transgénico resistente a un herbicida, a partir de
una variedad híbrida nacional.

Este desarrollo fue el primero que se logró en América Latina, lo


que brindó al grupo de investigación dos ventajas: por un lado,

32 Agradezco a mis colegas Leonardo Vaccarezza, Hernán Thomas y


Patricia Rossini, quienes me permitieron utilizar sus investigaciones
para ilustrar estos ejemplos.
128 El científico también es un ser humano

se posicionaba como pionero en cuanto a las capacidades técni-


cas disponibles; por el otro, aumentó su prestigio en el campo
de la biología molecular aplicada a la biotecnología. Sin em-
bargo, la especie modificada tenía un bajo rendimiento productivo y, por
lo tanto, un bajo atractivo comercial, y requería un mayor desarrollo
por un período incierto de tiempo.
Corolario: después de múltiples intentos (negociaciones con
una empresa cerealera nacional, obtención de fondos públicos
para continuar el desarrollo, negociaciones con asociaciones de
productores rurales, etc.), la variedad de maíz no llegó jamás a
producirse en el país.

2. Uno de los laboratorios de biotecnología del INTA


(Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria)
comenzó, en 1987, los trabajos para el desarrollo de
una variedad de papa transgénica. Comenzó con un
intercambio científico franco-argentino (Instituto
Versalles del INRA de Francia, Instituto de
Biotecnología del INTA y el Ingebi [Instituto de
Investigación en Ingeniería Genética y Biología
Molecular], un centro del Conicet). El instituto
francés proveyó el entrenamiento a los investigadores
locales y transfirió la tecnología para la continuidad
del trabajo en el país.

Al cabo de un tiempo se logró reproducir las plantas transfor-


madas en el interior del laboratorio, pero no se se podía avanzar a la
fase de ensayos de campo. Los investigadores buscaron llevar ade-
lante dicha fase en colaboración con una estación experimen-
tal agronómica perteneciente al INTA, enclavada en la princi-
pal zona de producción papera del país y que nuclea los
programas de mejoramiento vegetal y manejo agronómico de
este cultivo.
Corolario: debido a la inexistencia de vínculos institucionaliza-
dos y de financiamiento se dificultó el compromiso por parte del
Ciencia y periferia 129

personal científico-técnico de la estación experimental y no se


pudo concluir con los ensayos.

3. A comienzos de la década de 1980 la empresa INVAP


(Investigaciones Aplicadas) y el Departamento de
Reactores de la CONEA (Comisión Nacional de
Energía Atómica) encararon el estudio y desarrollo de
un reactor nuclear de baja o mediana potencia. Se lo
llamó “CAREM”.

El objetivo explícito era aprovechar la experiencia acumulada


en ambas instituciones durante el desarrollo y la construcción
de reactores de experimentación, así como la experiencia de la
agencia gubernamental en la operación de centrales nucleoeléc-
tricas. Los investigadores realizaron una evaluación que implicó
el análisis de la calidad y la utilización de los equipos operados
por el sector nuclear en el mundo, y concluyeron que existía un
“espacio de mercado” entre los pequeños reactores utilizados
por las agencias de investigación y los equipos de gran potencia
empleados para la producción de energía. Los investigadores pre-
tendieron generar un producto que pudiera tener aplicación
“múltiple”: para la investigación científica, para el entrenamiento
de operadores de centrales de potencia o para la producción de
energía. En este último sentido (siempre según los investigado-
res), la energía debía resultar suficiente para la alimentación de
la red eléctrica, “con un costo que resulte competitivo frente a las
otras fuentes de energía disponibles”.33
Corolario: no se ha vendido ningún CAREM, aunque las autori-
dades de INVAP se empeñan en destacar que ha habido “contac-
tos prometedores” con distintos gobiernos. Los directivos de
INVAP y los investigadores de la CONEA explicitan tres tipos de

33 Por cierto, esta historia no desmerece a INVAP, ya que en otros


tipos de desarrollos fueron muy exitosos, y los vendieron a Egipto,
Australia, etc.
130 El científico también es un ser humano

razones que explicarían el fracaso comercial del proyecto CAREM.


El primero es de orden contextual global, y apunta a la retrac-
ción, a nivel mundial, en la inversión en el sector nuclear, como
consecuencia del desastre de Chernobyl. El segundo se refiere a
las políticas de investigación y desarrollo nacionales y alude a la in-
terrupción del Plan Nuclear Argentino. El tercero es de orden
técnico-institucional, y señala la ausencia de un prototipo del reactor
en funcionamiento.

En los tres casos es claramente observable la construcción de un


“usuario potencial”. De hecho, en todos se realizaron operacio-
nes de “análisis y evaluación” de un mercado potencial, y una
idealización de los nichos o las necesidades que allí existirían.
En los tres es posible identificar un alto grado de voluntarismo
respecto de la producción de una oferta aplicable. En realidad,
muchas de las dificultades que los productores de conocimien-
tos encuentran, en cualquiera de los casos considerados –y en
muchísimos otros que podríamos analizar–, para lograr pasar de
la “aplicabilidad” al “uso social” del conocimiento tienen su ori-
gen en las determinaciones del entorno y de la dinámica particu-
lar de un contexto periférico.
En estos contextos, la falta de “institucionalización” de inter-
acciones y prácticas hace que cada emprendimiento aparezca
como una experiencia piloto que no logra estandarizarse o es-
tabilizarse. ¿Por qué? En buena medida, porque predomina lo
que se conoce como “régimen disciplinario” con respecto a lo
que podemos llamar “investigación insertada en la sociedad”.
Dicho de otro modo: en el régimen disciplinario las investiga-
ciones se legitiman sólo por su valor de conocimiento, por la
opinión de los colegas, en congresos, revistas científicas, etc.
En la investigación que se inserta en la sociedad, la legitima-
ción del conocimiento se da por su uso en otros contextos, por
el valor que le otorgan otros actores. Así, en contraposición al ré-
gimen disciplinario, la articulación de otro régimen, que pode-
mos llamar “transversal” –en el sentido que excede y atraviesa
Ciencia y periferia 131

las paredes de los laboratorios–, es mucho más propicio para


que se produzca una utilidad efectiva de los conocimientos que
se producen localmente.34
Llamemos la atención sobre el hecho de que la existencia de
CANA (les recuerdo, Conocimiento Aplicable No Aplicado) en
sociedades periféricas tiene consecuencias perversas. La más evi-
dente de ellas es el hecho de que la utilidad misma del conoci-
miento en la sociedad es puesta en cuestión; y de allí hay un
breve paso hacia el cuestionamiento del proceso mismo de pro-
ducción de conocimientos. La pregunta que resume este dilema
puede formularse así: ¿por qué razón una sociedad en donde
una parte de sus habitantes padece miseria y hambre debe sol-
ventar los costos crecientes de la investigación científica y tecno-
lógica si no se beneficia de sus productos?

Integración subordinada.
¿Una nueva división internacional del trabajo científico?

La historia ficticia de Juan nos habla de un mecanismo típico de la


ciencia en la periferia, y que hace unos años propuse definir como
“integración subordinada”. Como vemos, la expresión tiene dos
partes: la primera opondría “integración” a “marginalidad” o “ais-
lamiento”. La segunda, “subordinación” a “relación entre pares” o
“independencia”. Cuando mostramos las relaciones que Juan fue

34 El sociólogo Terry Shinn los llamó “Research-technology communi-


ties” (“comunidades de investigación y tecnología” sería una traduc-
ción aproximada), y su característica es que el conocimiento se pro-
duce en múltiples espacios institucionales, en contraposición a los
regímenes disciplinarios, que se desarrollan dentro de los laborato-
rios, en congresos de especialistas y en revistas científicas (T. Shinn
y B. Georges, “The Transverse Science and Technology Culture:
Dynamics and Roles of Research-technology”, Social Science
Information, vol. 41, nº 2, págs. 207-251, 2002).
132 El científico también es un ser humano

estableciendo a lo largo de los años con algunos de los grupos más


prestigiosos de su especialidad, vimos que una parte de los investi-
gadores de los países de cierto desarrollo relativo –como la Argen-
tina–, lejos de estar aislados de la comunidad científica internacio-
nal, se encuentran fuertemente integrados y colaboran de manera
activa en proyectos internacionales, publican junto con sus pares
de los centros más prestigiosos del mundo y son muy reconocidos
en todos esos foros. ¡Ojo! No todos los investigadores están efectiva-
mente integrados, sólo los más prestigiosos, es decir, los que, den-
tro de un contexto periférico, se pueden relacionar con éxito con
los centros más importantes a nivel internacional.
No es casual que hayamos dado el ejemplo de una migración
temporaria al extranjero, y de la relación especial que establece
un investigador con los referentes internacionales de un tema –o
un campo– en particular. Este mecanismo es la vía más frecuente
para que los científicos desplieguen las estrategias de integra-
ción internacional, es decir, de internacionalización. Antigua-
mente, cuando los doctorados no estaban aún institucionali-
zados en América Latina, los jóvenes investigadores se iban al
exterior para hacer sus tesis. Más adelante, comenzaron a rea-
lizar el doctorado en sus países de origen (Argentina, Brasil,
México, Chile, Venezuela), y el posdoc en el exterior.
Breve paréntesis: como es bien sabido, una parte de los que
emigran no vuelven a sus países de origen. Este fenómeno es
conocido como fuga de cerebros o de talentos. Las razones por
las cuales los científicos que se van por un tiempo terminan ra-
dicándose de manera definitiva en instituciones de países más
avanzados son múltiples, y tienen que ver en muchos casos con
decisiones individuales. Pero hay una serie de razones objetivas,
también, que podemos sintetizar en los siguientes puntos:

a) Razones de orden político: aunque en las últimas dos


décadas todos los países latinoamericanos viven bajo
regímenes democráticos, esto no fue así en el pasado,
y los diversos gobiernos militares y/o autoritarios
Ciencia y periferia 133

fueron la causa de la emigración de muchos


investigadores (y de otras personas también, claro).
b) Diferencial de recursos: como hemos visto en nuestra
historia-ficción, la diferencia en la disponibilidad de
fondos es tan enorme, que muchos investigadores
prefieren no retornar a sus países, porque saben que
las restricciones presupuestarias que deberán afrontar
impedirán la solución de algunos problemas de
investigación.
c) Debilidades institucionales: aun cuando los
investigadores estén en condiciones de conseguir
recursos para retornar a sus países de origen, las
instituciones en donde podrían insertarse sufren
frecuentes inestabilidades, los salarios son bajos y las
formas de reclutar jóvenes investigadores, muy
dificultosas, entre otras causas.
d) Último, pero muy importante: las estrategias explícitas
de captación de científicos de los países más
desarrollados. Esto, lejos de ser una “arenga
antiimperialista”, forma parte, al menos desde hace
unos veinticinco años, de las declaraciones en
documentos oficiales de países europeos y de los
Estados Unidos: necesitan más científicos e ingenieros
que los que ellos mismos forman, y por ese motivo los
deben reclutar profesionales en los países más
avanzados dentro del contexto periférico.

La emigración permanente tiene diversas consecuencias, casi to-


das negativas, para el país de origen. En primer lugar, dificulta la
consolidación de las tradiciones científicas en los países periféri-
cos porque, si una parte de los investigadores que se forman en
una generación abandona el país (sin que la selección de quie-
nes se quedan y quienes se radican en el exterior se haga sobre
la base de la calidad o de la orientación temática), la reproduc-
ción de los grupos se debilita.
134 El científico también es un ser humano

La segunda consecuencia –que no deja de ser una paradoja– es


que los países en desarrollo terminan financiando una parte de la
investigación que se realiza en los países centrales, ya que formar
a un investigador (que normalmente requiere más de veinte años
de escolarización) implica una inversión muy importante.
Algunos estudiosos prefieren ver el vaso medio lleno y seña-
lan que la fuga de cerebros proporciona oportunidades que
pueden ser aprovechadas por quienes se quedan en sus países
de origen: en la medida en que los emigrados mantengan con-
tacto con sus colegas nacionales, pueden servir de “puente” o
de intermediarios entre los investigadores locales y la comuni-
dad científica internacional. Así, en vez de hablar de “fuga de
talentos”, prefieren referirse a un “modelo de diáspora” que
puede ser beneficioso.
Me parece oportuno reproducir un excelente texto, muy sig-
nificativo, tanto por lo que dice como por “quién” lo dice: se
trata de Oscar Varsavksy, de quien hablamos en capítulos ante-
riores. En 1969, este químico y matemático argentino, escribió
un libro revelador y provocador en varios sentidos, Ciencia, polí-
tica y cientificismo. Dice Varsavsky:

Piénsese en lo trillado o nítido del camino que tiene que


seguir un joven para llegar a publicar. Apenas graduado, se
lo envía a hacer tesis o a perfeccionarse al hemisferio Norte,
donde entra en algún equipo de investigación conocido.
Tiene que ser rematadamente malo para no encontrar
alguno que lo acepte. […] Allí le enseñan ciertas técnicas de
trabajo –incluso a redactar papers–, lo familiarizan con el
instrumental más moderno y le dan un tema concreto
vinculado con el tema general del equipo, de modo que
empieza a trabajar con un marco de referencia claro y
concreto. […]
Si en el curso de algunos años ha conseguido publicar
media docena de papers sobre la concentración del ion
potasio en el axón de calamar gigante excitado, o sobre la
Ciencia y periferia 135

correlación entre el número de diputados socialistas y el


número de leyes obreras aprobadas, o sobre la
representación de los cuantificadores lógicos mediante
operadores de saturación abiertos, ya puede ser profesor en
cualquier universidad y las revistas empiezan a pedirle que
sirva de referee o comentarista.

Cerremos el paréntesis sobre la fuga de cerebros, y volvamos al


tema anterior, la integración subordinada.
Durante los primeros años del siglo XX, los investigadores se
formaban en el seno de los laboratorios fundados por los “pione-
ros” locales, y luego emigraban, durante un tiempo, para realizar
sus estudios de doctorado en el exterior. A su regreso, formaban
sus propios laboratorios, a veces aprovechando las condiciones
locales, a veces luchando contra ellas, pero en todos los casos re-
forzando, a pesar de las frecuentes intervenciones estatales, la re-
producción de las tradiciones de investigación locales. Esta mo-
dalidad tiene dos consecuencias para la ciencia en los países
periféricos. En primer lugar, los investigadores que están fuerte-
mente “integrados” a la ciencia internacional trabajan –en una
porción importante– en líneas específicas que constituyen una
parte de problemas conceptuales mayores. Así, especifican los de-
talles de esa porción de conocimiento y ponen en práctica prue-
bas y experimentos que, al ser importantes para el desarrollo
global del problema, no implican per se avances significativos en
términos conceptuales. Como señalamos, el tipo de integración
resultante se denomina subordinada, en la medida en que la elec-
ción de las líneas de investigación, la visión de conjunto de los
problemas conceptuales y, también, sus utilidades reales o poten-
ciales están sometidas a una fuerte dependencia de los dictados
de los centros de referencia, localizados en los países más des-
arrollados. Una consecuencia importante se observa en la defini-
ción de las agendas de investigación: los grupos localizados en
los países periféricos suelen tener un margen de negociación
acotado en la orientación y los contenidos de las investigaciones
136 El científico también es un ser humano

que son objeto de las colaboraciones internacionales. Esas agen-


das suelen responder, en un sentido general, a los intereses so-
ciales, cognitivos y económicos de los grupos e instituciones
“centrales”.
Dentro de esta dinámica, los grupos de investigación se legi-
timaban en su contexto local –su “pago chico”– a partir de dos
tipos de consideraciones: la relevancia social de sus investiga-
ciones y la excelencia y visibilidad internacional, es decir, una
tensión constante entre las dimensiones externas e internas que
contextualizan la producción de conocimiento.
Actualmente la Unión Europea, en una especie de competen-
cia con los Estados Unidos, ha creado un conjunto de iniciativas
de financiamiento muy diferentes a las desplegadas hasta ahora.
De los proyectos en los que participaban unos pocos científicos
pasaron a grandes redes de hasta 500 investigadores. Frente al pa-
norama descrito, vale la pena preguntarse, pues, ¿qué consecuen-
cias tiene la participación de científicos latinoamericanos en esas
“mega redes”? Resulta evidente que la tradicional modalidad de
“integración subordinada” se ve modificada en varios sentidos:

a) Una restricción en los márgenes de negociación de los


grupos periféricos, que deben integrarse a amplias
redes, cuyas agendas ya están fuertemente
estructuradas por las instituciones financiadoras y por
los actores públicos y privados que actúan allí.
b) Un fuerte proceso de “división internacional del
trabajo” que asigna a los grupos localizados en los
países periféricos actividades de un alto contenido y
una especialización técnica, pero subsidiarias de
problemas científicos y/o productivos ya definidos
previamente. Se ha producido cierta deslocalización del
trabajo científico, al trasladar hacia la periferia una
parte de las actividades científicas muy especializadas y
que requieren de alta destreza técnica, pero que
tienen, en última instancia, un carácter rutinario.
Ciencia y periferia 137

Lo que se negocia en estas mega redes son, a menudo,


los términos de una subcontratación.
c) Los grupos de investigación de la periferia que
participan de las mega redes aumentan de manera
significativa sus recursos, lazos de integración y,
también, la reproducción ampliada de los nuevos
científicos que se incorporan y se forman dentro de
este nuevo esquema. Sus estancias en los centros de
excelencia internacionales suelen consistir en
períodos de entrenamiento en nuevas técnicas y
métodos que habrán de desarrollar a su regreso al país
de origen. No cualquiera puede ser sujeto (u objeto)
de la subcontratación: se requiere haber alcanzado un
nivel de excelencia valorado por los pares de la
comunidad internacional.

Las tres características del nuevo modelo nos llevan a conside-


rar que la mayor tensión aparece en términos de la relevancia lo-
cal de las investigaciones, es decir, de su utilidad para la sociedad
en la que están insertadas, en la medida en que este nuevo mo-
delo de internacionalización deja un escaso margen para aten-
der la formulación de problemas sociales en términos de problemas
de conocimiento.
Para los científicos latinoamericanos, en la medida en que las
agendas de investigación se definen en otros contextos, las posi-
bilidades de producción de conocimiento –publicación– van de
la mano de los aportes que ellos puedan hacer a la “comunidad
internacional”, tomando como “modelo” –teórico o empírico–
los tópicos que ya han sido definidos como relevantes para la so-
ciedad local. El aprovechamiento de esos modelos en las prácticas
de desarrollo local de las sociedades periféricas se convierte, así,
en una abstracción siempre proyectada hacia un incierto futuro.
Epílogo

En los capítulos anteriores nos fuimos metiendo con


los diferentes aspectos sociales que mueven, cada día, a la in-
vestigación científica a generar conocimientos. Y, sobre todo,
hemos conocido a esos sujetos que parecen tan particulares:
los investigadores, técnicos y estudiantes. Como señalamos al co-
mienzo, la idea es mostrar “la otra cara” de las imágenes que
normalmente circulan entre la gente que nunca entró en un
laboratorio de investigación científica. Esas imágenes fueron
creadas por diferentes mecanismos a lo largo de los siglos. Cono-
cemos, por ejemplo, al científico loco de los dibujos animados,
que a veces es “bueno” y parece un superhéroe que genera vacu-
nas o autos no contaminantes, y a veces es malísimo y quiere usar
la ciencia para “dominarrrr el univerrrrso”.
También el cine y la literatura fueron mostrando diversos es-
tereotipos de la ciencia. Uno de los más novedosos es el de las
series policiales en las que la ciencia es puesta “al servicio de la
justicia”, y así policías e investigadores científicos borran sus di-
ferencias (ya no se sabe cuál es cuál) para atrapar a delincuentes
que, si esos conocimientos no existieran, andarían libres por el
mundo matando, violando o robando alegremente. A propó-
sito: es interesante observar en esas series (pero el tema es viejo)
cómo las disciplinas parecen no existir, se confunden y cualquier
investigador recibe el rótulo genérico de “científico”. No encon-
tramos (como en la vida real) a físicos, biólogos, genetistas, quí-
micos, bioquímicos, sino que todos parecen haber estudiado la
misma carrera universitaria: son científicos y punto.
140 El científico también es un ser humano

Sin embargo, no son sólo los medios de comunicación –lo que


se llama en la jerga “industria cultural”– los que armaron esas
imágenes idealizadas (para bien y para mal) de la ciencia y de los
científicos. Desde el propio mundo académico, historiadores,
filósofos de la ciencia y otras especies también contribuyeron a
mostrar que había una cosa llamada “ciencia”, otra llamada “co-
nocimiento”, y cuestiones tales como “teorías” o “métodos” que
parecían surgir por arte de magia o como el fruto del trabajo
de personalidades excepcionales que actuaron con heroísmo (o
maldad) fuera de todo contexto social, económico, cultural,
religioso, ideológico.
Por eso, el objetivo que perseguimos con este libro es doble.
Por un lado, humanizar todas esas imágenes, que suponen ideali-
zaciones ficticias, y mostrar, por el contrario, que los científicos
también hacen pis, se resfrían, aman y odian, tejen alianzas y se
pelean, y trabajan en instituciones tan “normales” de la sociedad
como las compañías de seguros, los talleres mecánicos o las agen-
cias que venden autos. Es decir que son sujetos sociales como to-
dos los demás. Así, si entendemos a la ciencia como una actividad
social, no la podemos imaginar como una cosa “neutra” y objetiva
respecto de los valores, intereses, necesidades y conflictos de las
sociedades: está completamente atravesada por ellos.
Por otro lado, queríamos mostrar la perspectiva que una co-
rriente de estudios en particular fue armando a lo largo del
tiempo: los llamados “estudios sociales de la ciencia y la tecnolo-
gía”. Estos estudios pretendieron, desde el ámbito académico,
estudiar los diferentes aspectos que conforman a la ciencia mo-
derna y a su papel dentro de las sociedades. Dado que sus traba-
jos sobre las dinámicas de las ciencias sólo circulan para un pú-
blico “iniciado”, que escribe en un lenguaje propio –a menudo
ininteligible–, pretendimos elegir algunos de sus ejes principales
para llevar la discusión a un público más amplio. Desde ya, los
que nos dedicamos a estos estudios no somos privilegiados ni es-
tamos exentos de lo mismo que les cabe a nuestros colegas “cien-
tíficos de veras”: estamos atravesados por los mismos valores e
Epílogo 141

intereses que compartimos con la sociedad, las mismas (u otras)


dudas y las mismas (u otras) contradicciones.
A lo largo de los capítulos hemos recorrido diferentes aspec-
tos, como el papel social de la ciencia moderna de los últimos
siglos (¿para qué sirve la ciencia?); las formas en que se organi-
zan los científicos (cómo se unen, alían y pelean); la vida coti-
diana en sus lugares de trabajo (las miradas de los intrusos en
los laboratorios); sus productos principales (¡los papers!, que pa-
recen ser la justificación última de todo), y al final echamos una
mirada a la ciencia en el mundo (intentando mostrar cómo, a
pesar de que “todos somos iguales”, algunos parecen “más igua-
les que otros”).
Es posible que muchas preguntas acerca de la ciencia, acerca
de su funcionamiento y su papel social, sus formas de legitima-
ción, sus usos, sus limitaciones y sus desafíos no hayan sido res-
pondidas a lo largo de estas páginas. Si es así, ¡bienvenido sea!
Eso seguramente estimulará el lector a profundizar sobre estas
cuestiones. En todo caso, el propósito estará cumplido si el lec-
tor, al reflexionar acerca del conocimiento y de la ciencia mo-
derna, al leer el artículo de un periódico que anuncia nuevos ha-
llazgos, al enterarse de amenazas que nos acechan, es capaz de
imaginar que todo eso no ocurre en galaxias lejanas, sino en es-
pacios sociales muy próximos a nosotros, con personas que com-
parten nuestras esperanzas y frustraciones, que no son magos
ni genios sino trabajadores que están, muy a menudo, a la vuelta
de casa.

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