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¿Por qué no lee el mexicano?

Laura Telles

Sabemos que la lectura forma criterio y eleva el nivel cultural de un país, entonces ¿por qué
no lee el mexicano? ¿Será cuestión de educación, falta de recursos económicos, tiempo o
simplemente, desidia?

La lectura nos permite aprender de las vivencias de los demás, auto criticarnos, adquirir
más vocabulario, desarrollar la imaginación a través de los diferentes escenarios a los que
nos transporta y fomenta la reflexión.

Siempre que se abre un libro se aprende algo, por lo cual, si la lectura de calidad se vuelve
parte de nuestros hábitos, el nivel cultural en México subiría.

Como afirmó Confucio: “El éxito depende de la preparación previa, sin la preparación no
habrá éxito”.

En México se vende anualmente un libro por habitante, de los cuales el 30% son libros de
texto de secundaria y el resto –de lo que se vende desde la industria editorial en buena
medida–, se destina a bibliotecas que nadie conoce.

Ya no es apreciación subjetiva sino hecho científicamente demostrado: Al mexicano no le


interesan los libros. Se hizo todo lo posible, que conste. Y aunque haya sido en vano, hay
dignidad en la derrota. Así pues, relajémonos, respiremos hondo, tomemos un descanso.

Las estadísticas avasallan. Demuestran con alevosía y ventaja, sin mostrar forma alguna de
clemencia ni resquicio para el anhelado error metodológico, que al mexicano (el 99.99 por
ciento) no le gusta leer.

Es más, no sólo no le gusta leer, no le gustan los libros ni siquiera en calidad de cosa, ni
para no leerlos ni para nada, vamos, ni para prótesis de la cama que se rompió una pata.

De acuerdo con la OCDE y a la UNESCO, México ocupa el lugar 107 de 108 países con
hábito de la lectura, además de que en Canadá el promedio de libros leídos por persona es
de 17.5, mientras en nuestro país sólo se leen 2.9 libros al año. ¡Alarmante verdad!

La Cámara Nacional de la Mujer realizó una encuesta a personas de 13 a 60 años y una de


cada 10 comentó que sí tiene el hábito de la lectura, los otros 9 comentaron que han
intentado leer en algún momento de su vida, pero que les cuesta mucho trabajo
concentrarse y poder concluir un libro. Aparte de que se les hace sumamente aburrido el
tener que leer.
Las verdades baratas
Xavier Velasco

Lo que más nos molesta de la verdad es que no siempre juega en nuestro equipo. Luego
entonces, no puede ser verdad: algo debe de haber en sus entrañas que la hace inaceptable
como tal, y alguien habrá asimismo que comparta de paso nuestro escepticismo. La verdad,
por lo visto, para ser verosímil, ha de hacerse de más de un seguidor, más todavía si peca de
increíble (o aun peor: inconveniente). Nunca hace tanta falta creer una verdad como cuando
ésta no puede probarse. ¿Qué sería del “amor de verdad”, “la verdadera fe” o “la verdad
oculta” si para acreditarlos hubiera que basarse en hechos contundentes? ¿Y de qué sirven
hoy los datos duros, si basta con tildarlos de patraña para sembrar la duda –luego la
indignación y el pitorreo– entre quienes prefieren una verdad acorde con sus expectativas?
Pocas noticias son tan decepcionantes como las que desmienten un buen chisme. Que en
realidad muy poco suele tener de bueno, si para ser creído y relatado –amén de aderezado y
abultado– necesita espolear el morbo ajeno, y preferentemente alimentar instintos
enfermizos en quienes poco saben del asunto, y por lo mismo hallan resarcimiento en
esparcir aquella información más bien incierta, de la que en adelante actuarán como dueños
dadivosos. “Lo sé de buena fuente”, persiste el cizañero, entre aspavientos más
relacionados con el orgullo que la certidumbre. De los políticos a la farándula, pocos viven
a salvo de estas ligerezas, y tantas son al fin las exageraciones, cuando no las calumnias
desatadas, que la verdad se presta a confusión. ¿Y cómo no, si nunca como ahora tuvo el
capricho tantos privilegios? Sobra gente dispuesta a dar el visto bueno a lo improbable, y
aun lo que sabe falso, si es que ello le acomoda a sus creencias, o a sus presentimientos, o
le rinde provecho de algún modo, así sea éste meramente cosmético. “La verdad, yo no sé
si el tipo sea culpable”, concede, ya en privado, el difamador, “pero la neta es que me cae
muy mal”. ¿Y qué más es “la neta”, sino ese ángulo oblicuo que transforma en sentencia el
sentimiento y deja a la verdad en un segundo plano irrelevante? Vista así, la calumnia es
poca cosa si quien la desperdiga es gente “neta”. Es decir convencida, o auténtica, o
ferviente, o como quiera que se vea a sí misma, pues La Neta se expresa con mayúsculas y
no requiere ya de ser probada. Las aseveraciones más disparatadas, o las más insidiosas, o
las menos flexibles, se sustentan al modo del chisme amplificado hasta el delirio. De ahí
que quienes no las suscribimos resultemos tachados de cándidos, falsarios o insensatos;
acreedores por tanto de sorna y displicencia, como un niño que no sabe mentir. Poco
importa si se habla de milagros o de ovnis, entre otros temas pobres de evidencia, ellos son
los creyentes y el argüendero es uno. Antes se dejarán despellejar que hacerle algún lugar a
la incertidumbre. En la era de Trump y las fake news, no queda una verdad libre de
suspicacias, y menos todavía una calumnia necesitada de comprobación. ¿Cómo explicar, si
no, que una noticia publicada en línea cuente con el espacio para comentarios que antes se
reservaba a las columnas, y donde cabe igual recelo que cizaña, ardor que fanatismo,
escarnio que improperio? Nunca ha sido tan fácil denostar a quien dice la verdad y ensalzar
a farsantes evidentes, con la coartada insulsa de que todo en la vida es relativo, incluso la
evidencia irrebatible. Con estos argumentos, es posible exculpar al criminal más ruin y
hacer del inocente carne de horca, según los paliativos y agravantes que quieran encontrarse
en lo que antiguamente era verdad y hoy en día se pierde entre un menú de creencias,
infundios y cumplidos desvergonzadamente equivalentes. ¿Existe, pese a todo, mentira más
grosera que una verdad que exige partidarios?

Redes sociales y adolescentes


Las redes de Facebook, Twitter, WhatsApp, Instagram... Y ahora Snapchat. El universo
digital viaja a velocidad supersónica, bajo una feroz competencia, y lo novedoso manda
sobre lo permanente. Así, la aplicación de mensajería instantánea Snapchat (chat de
instantáneas, traducido al castellano) se ha convertido en solo cinco años en la preferida en
Estados Unidos por el 72% de jóvenes de entre 12 y 24 años. Allí se encuentran el 50% de
sus usuarios mundiales. En España, mientras, ya es la red social que más crece entre los
adolescentes. ¿Cómo se explica? Por argumentos rotundos: la fugacidad, el culto a la
imagen, la desinhibición y la privacidad, que en el caso de los jóvenes supone tener un
espacio propio, sin el control de sus padres.

Ahí radica una de las ventajas que alimenta el espíritu de rebeldía adolescente de estos
nativos digitales y que provoca, por el contrario, temores en sus progenitores. El usuario
decide la duración de sus contenidos, entre uno y 10 segundos en general, en un frenético
intercambio de vídeos, fotos y comentarios. La imagen o el texto desaparecen a los diez
segundos de haber sido abiertas por el receptor. Esa brevedad puede crear una falsa
sensación de seguridad a la hora de colgar, por ejemplo, fotos comprometedoras o íntimas,
que pueden derivar en situaciones de acoso. Esta fue una de las primeras críticas que
recibió la aplicación, por lo que incorporó la posibilidad de saber quién ha visto un
mensaje, para detectar posibles actuaciones ilegales. También lanzó una guía de Snapchat
para padres y desaconsejó que se enviaran imágenes de desnudos. Algo más que
recomendable u obligatorio, por cierto, para esta aplicación y para cualquier otra.

El éxito de la App Snapchat nos recuerda de nuevo el cambio del concepto de privacidad
generado por las redes sociales. Para los nativos digitales, que viven siempre conectados,
no hay distancia entre lo íntimo y lo público, lo que se puede compartir. No acaban de tener
claros los límites, restan importancia a la información que facilitan sobre sí mismos y
apenas son conscientes de los riesgos, algo que puede llevar a situaciones indeseadas que ni
los padres conocen. Unos adultos que, además, en este caso más por desconocimiento del
nuevo mundo digital que por ignorancia de lo que significa la intimidad y el derecho a la
privacidad, han compartido en muchos casos la vida de sus hijos desde que eran bebés,
dejando ya una huella digital que quizá ellos rechacen cuando sean adultos. Es, por ello,
básica una educación de usos de las redes para que no haya que aprender a base de malas
experiencias. Para los adolescentes, principalmente, pero también para esos padres que no
dudan, o no pueden resistirse a la demanda, en comprar un smartphone a sus hijos cuando
cumplen 12 años y empiezan la ESO. O incluso antes. H
La cara oscura de las redes sociales
El alcance de los contenidos que circulan por las redes sociales, su rápida capacidad de
propagación y el hecho de que cada vez más personas las utilizan como principal fuente
informativa (por encima incluso de los medios de comunicación tradicionales) las convierte
en un eficaz vehículo para afrontar organizadamente situaciones de emergencia como la
que vivimos en el país a raíz del temblor del martes 19. Más aun, de acuerdo con una
reciente encuesta llevada a cabo por la Cruz Roja estadunidense, un alto porcentaje de
usuarios de Internet considera que los organismos oficiales encargados de responder a tales
situaciones deberían monitorear sistemáticamente las redes sociales con la finalidad de
mejorar su capacidad de reacción.

Como contrapartida, hay un aspecto de las redes que conspira seriamente contra esas
bondades: la creciente tendencia a propalar, vía Twitter, Facebook, Instagram, WhatsApp y
similares, imágenes y datos distorsionados, desvirtuados, sesgados o directamente
falsificados, que conforman nocivos (y masivos) flujos de desinformación, confusión y
alarma. La acelerada viralización de esos flujos los convierte en agentes de la mentira y el
error, que por su propia dinámica resultan difíciles de combatir y desarticular. En
ocasiones, la difusión y reproducción de noticias falsas tiene un origen involuntario:
quienes emiten los mensajes se hacen eco de rumores no comprobados, desconocen el tema
que tratan o malinterpretan la información que pretenden dar. La mayoría de las veces, sin
embargo, tiene la intención deliberada de emplear el descrédito y la difamación para
perpetrar ataques de índole política, económica, moral o de cualquier otra clase, contando
para ello con la innegable capacidad de atracción –morbosa o no– que tiene el escándalo.
Un dato que avala esta observación es que el año pasado, en España, las tres noticias más
leídas y reproducidas en redes sociales eran falsas.

El anuncio que acaba de hacer Facebook en Europa de incorporar una herramienta


(sistema) que permita a sus usuarios determinar cuando un contenido es verídico o falso
representa un alentador paso en dirección de la finalidad de garantizar la confiabilidad de
las redes y dotarlas de la utilidad que potencialmente poseen. Pero de entrada no parece una
empresa sencilla, porque si la información está bien articulada y presentada, probar su falta
de autenticidad requeriría una investigación que el usuario común de una plataforma digital
difícilmente estaría dispuesto a emprender. No parece factible ni razonable, por ejemplo,
exigir que en un espacio tan abierto (y tan lúdico) como el de las redes sociales cada dato,
información o comentario vayan acompañados de sus respectivas fuentes, como se
demanda a quienes elaboran los contenidos de los medios de comunicación tradicionales, al
menos a los que tienen credibilidad.

No es posible predecir el resultado que aguarda al nuevo experimento de Facebook, pero de


momento las perspectivas de evolución de las redes sociales no son optimistas, porque la
tendencia es que el caudal de información falsa ( fake information, se le denomina en
inglés) siga una inquietante curva ascendente. Basta echar un vistazo a la actividad reciente
en Twitter y Facebook en relación con el temblor y sus consecuencias, para advertir la
profusión de datos inexactos y de versiones sin sustento, que inevitablemente derivan en
discusiones que de momento son innecesarias y en una dispersión de esfuerzos
imprescindibles.
“Civismo digital”
Federico Ramos

Hace algunas semanas escribí en este mismo espacio sobre el avance tecnológico logrado
en este cambiante mundo y señalaba que los niños, adolescentes y jóvenes del hoy,
Generación Y y Z, son catalogados como "nativos digitales" pues han nacido con la
tecnología metida en su chip mental, a diferencia de los viejos de la tercera edad que, por lo
general, somos "analfabetas digitales" por la nula o casi nula actitud de aprender los
vericuetos de la modernidad. Nos aislamos y parapetamos creyendo que esa actitud
reaccionaria nos protege, pero no...más bien nos aísla.

La avalancha del mundo digital es tan fuerte que a estas alturas surgen miles y miles de
ofertas para aprender, dominar, incursionar o navegar por cuanto sistema o "software" se ha
inventado para usarse como aplicaciones o "app's" en los diferentes dispositivos
electrónicos que existen.

Es tal la fuerza del fenómeno y sus consecuencias, no todas positivas, algunas incluso muy
peligrosas, que hoy se tienen que enfrentar, y muy pronto, con la realidad que se avecina,
respecto al uso y abuso de las redes sociales, basadas en Internet, como medio de
comunicación muy ágil, que le ha dado a la sociedad civil un enorme poder. Poder que en
ocasiones excede a lo racional y a la lógica que estamos acostumbrados.

El fenómeno está provocando nuevas situaciones, nuevas conductas y probablemente


nuevos delitos. Tal es el caso del "Cyber-bulling", el ahora muy común robo de
identidades, o las fotos de "sexting" o algunas otras agresiones por la red, que se empiezan
a observar con mayor frecuencia.

Una muestra del impacto de lo que le platico, amable lector, es la aparición del concepto
"Civismo Digital". Me explico:

La creciente población de cibernautas, cientos de millones hoy en día al amparo de las


redes sociales, navegan sin cesar en buscadores como Google, Yahoo y otros, y provocan
un tráfico extraordinario con sus embotellamientos, como sucede en el Periférico, causando
nuevos problemas, novedosas querellas e intromisiones, abusos, agresiones, para los cuales
no hay reglas ni códigos escritos y mucho menos leyes que normen la convivencia.

Menudo problema el que se avecina, no sólo para el Estado, sino para los ciudadanos que
pueden ser víctimas de nuevos y sofisticados delitos; por ello, es preciso estar alerta, que
nuestros hijos y nietos aprendan a defenderse en un nuevo mundo, que como el de antaño,
cuando Colón descubrió América, presenta también peligros y grandes retos por resolver.

La gran ventaja es que los niños y jóvenes de hoy ya traen el chip en sus mentes y eso les
va a ayudar. Además por fortuna ya aparecen los sitios que pretenden, enseñar civismo
digital. Es el principio. Échele una ojeada al tema, se lo recomiendo para usted y sus hijos.
La literatura, columna vertebral
Desde el 2002, el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) celebra de forma
bienal el festival Kosmopolis, que pretende remover a fondo el mundo de la literatura,
amplificándola, con “un discurso universalista, una fiesta con que emancipar lectores,
estimular la mutación del canon, agitar los géneros, interactuar con las ciencias, navegar en
lenguas y revisar mitos, tradiciones e identidades”, según reza su exposición de motivos.
Por la edición del 2017, que se clausura hoy, han desfilado creadores de primer orden
internacional cuya presencia ha coincidido con el anuncio del conseller de Cultura de la
Generalitat de Catalunya, Santi Vila, de la creación de una dirección general del Llibre con
el prioritario objetivo del fomento de la lectura.

Aunque parezca mentira que a estas alturas del siglo XXI haya que instituir oficialmente
una dirección general de fomento de la lectura, lo cierto es que el libro, como objeto de
consumo cultural –en su concepto más amplio–, no vive su mejor momento, si bien
tampoco el peor. Hay un clima ambivalente: se compran más libros y en cambio se lee
menos, y el proceso creativo está viviendo un ciclo más que notable, como se ha podido ver
en Kosmopolis17.

Por el CCCB han pasado diversos viajeros del cosmos: desde un creador irlandés, John
Banville, que es a la vez autor de exitosa novela negra bajo el pseudónimo de Benjamin
Black, hasta su colega noruego Jo Nesbo, cuyo último libro, La sed, lleva más de 30
millones de ejemplares vendidos; también se ha celebrado un concurso poético que viene a
demostrar que la literatura no tiene sexo; un experimento sobre la inteligencia y la
comunicación vegetal, o sobre el pensamiento de los animales, por no citar la convocatoria
sobre los cambios en el modelo familiar o el interesante diálogo sobre el mundo entre dos
escritores franceses como Jean Echenoz (“todos los franceses estamos muy cabreados;
todos los roles han estallado”) y Pierre Lemaitre (“durante treinta años la empresa fue el
espacio del desarrollo y los valores; hoy ya no lo es”).

Las enseñanzas de Kosmopolis son que, en estos tiempos tan convulsos, la buena literatura
sigue constituyendo una columna vertebral de la sociedad contemporánea y, por tanto,
conviene darle aire, “amplificarla”, como propone el festival, para que, al mismo tiempo
que ofrece placer, sirva de refugio frente a la incertidumbre y dé certidumbre frente a la ola
de posverdades que se cierne como una amenaza. Si además llega –muy tarde– la propuesta
de una dirección general del libro para su fomento, sea bienvenida.
Literatura de penalidades o de naderías
Javier Marías

Echo de menos a los autores que inventaban historias apasionantes con un estilo ambicioso
y procuraban mostrar las ambigüedades de la vida

OTRA VEZ NO, ¿cuándo va a cesar esta moda?”, pensé al leer sobre el penúltimo
fenómeno de las letras estadounidenses: una joven autora que relata las penalidades que
pasó de niña en su familia de mormones. Ni médicos, ni lavarse, ni mundo exterior, un
hermano mayor violento consentido por los padres… Una de las razones por las que leo tan
pocos libros contemporáneos (y quien dice leer libros dice también ver películas) es, me
doy cuenta, que demasiados autores han optado por eso, por contar sus penalidades, a veces
en forma de ficción mal disimulada, las más en forma de autobiografía, memorias,
“testimonio” o simplemente “denuncia”. La de denuncia suele ser espantosa literatura, por
buenas que sean sus intenciones.

En esta época de narcisismo, no es raro que esta patología haya invadido todas las esferas.
Hay pocos a quienes les haya ocurrido una desgracia que no la cuenten en un volumen. El
uno ha perdido a una hija, el otro a su mujer o a su marido, el de más allá a sus padres.
Todas cosas muy tristes y aun insoportables (sobre todo la primera), pero que por desgracia
les han sucedido y suceden a numerosísimas personas, nada poseen de extraordinario. Otro
describe su sufrimiento por haber sido gay desde pequeño, otra cómo su padre o su tío (o
ambos) abusaron de ella en su infancia, otro cuánto padeció tras meterse en una secta (los
de este género dan menos pena, por idiotas), otro sus cuitas en África y cómo debía recorrer
kilómetros a pie para ir a la escuela, otro las asfixias que sintió en su país islámico.
También los hay no tan dramáticos: mis padres eran unos hippies descerebrados y nómadas
que no paraban de drogarse; mi progenitor era borracho y violento; yo nací en una cuenca
minera con gentes bestiales y primitivas que no comprendían, y zaherían, a alguien sensible
como yo; mi padre era un mujeriego y mi madre tomaba píldoras sin parar hasta que una
noche se pasó con la dosis; me encerraron en reformatorios y después en la cárcel, por
cuatro chorradas. Etc, etc.

Sí, todas son historias tristes o terribles, a menudo indignantes. Millares de individuos las
han padecido (en el pasado, mucho peores) desde que el mundo es mundo. Yo comprendo
que algunos de estos sufridores necesiten poner por escrito sus experiencias, para
objetivarlas y asimilarlas, para desahogarse. Lo que ya entiendo menos es que ansíen
publicarlas sin falta, que los editores se las acepten y aun las busquen, que los lectores las
pidan y aun las devoren. Quien más quien menos las conoce por la prensa, por reportajes y
documentales. A mí, lo confieso, en principio me aburren soberanamente, con alguna
excepción si la calidad literaria es sobresaliente (Thomas Bernhard). Que la vida está llena
de penalidades ya lo sé. No preciso que cada cual me narre las suyas pormenorizadamente.
Soy un caso raro, porque no se escribirían tantos libros así si no hubiera demanda. Creo que
ello es debido a la necesidad imperiosa y constante de muchos contemporáneos —una
adicción en regla— de “sentirse bien” consigo mismos, de apiadarse en abstracto, de leer
injusticias y agravios y pensar del autor o narrador: “Pobrecillo o pobrecilla, cuánta empatía
siento, porque yo soy muy buena persona”; y de quienes les arruinaron la infancia o la
existencia: “Qué crueles y qué cerdos”.

Pero la tendencia se ha extendido. Quienes no acumulan aberraciones han decidido que


pueden contar sin más su biografía, porque, como es la suya, es importante. La crítica
internacional elogió sin mesura los seis volúmenes del noruego Knausgård. Como ya conté,
leí las primeras trescientas páginas, y me pareció todo tan insulso y plano, y contado con
tan mortecino detalle, que tuve que abandonar pese a mi sentido de la autodisciplina. “No
puedo dedicar mi tiempo a tres mil páginas de probables naderías, con estilo desmayado”,
me dije. A partir de este éxito, cualquiera se siente impelido a relatar sus andanzas en el
colegio, o en la mili si la hizo, sus anodinos matrimonios y sus cansinos divorcios, sus
dificultades como padre o madre o hijo, sus depresiones e inseguridades. Por supuesto sus
encuentros con gente famosa, aunque esta modalidad es antiquísima, no todo lo ha
propulsado Knausgård. Cada una de estas obras, las de penalidades y las de naderías, suelen
ser alabadas por los críticos y por los colegas escritores, que han hecho una regresión
monumental y ya sólo se fijan en lo que antes se llamaba “el contenido”. Si esta novela o
estas memorias denuncian injusticias, ya son buenas. Si relatan atrocidades, aún mejores. Si
dan a conocer lo mal que lo pasan muchos niños, gays, mujeres o discapacitados, entonces
son obras maestras. Puede que en algún caso así sea. Pero cada vez que leo sobre la
aparición de una nueva maravilla “disfuncional” o de las características descritas, echo de
menos a los autores que inventaban historias apasionantes con un estilo ambicioso, no
pedante ni lacrimógeno, y además no procuraban dar lástima, sino mostrar las
ambigüedades y complejidades de la vida y de las personas: a Conrad, a Faulkner, a
Dinesen, a Nabokov, a Flaubert, a Brontë, a Pushkin, a Melville. Y hasta a Shakespeare y a
Cervantes, por lejos que vayan quedando.
Adicciones previsibles
Claudia Hidalgo

Preocupa saber que 2 millones 387 mil menores de edad necesitan rehabilitación por
consumo de drogas y alcohol. Que el tema sea grave y urgente en un millón 798 mil 400
casos, donde están 152 mil 181 estudiantes de quinto y sexto año de primaria.

La corta edad de inicio no es nueva, desde hace varios años los Centros de Integración
Juvenil encargados de atender a estos niños y adolescentes, han alertado y pedido más
recursos para fortalecer y ampliar su atención, pero no les han hecho caso, hasta ahora que
tienen el agua hasta el cuello.

A nadie le pueden sorprender estos números, si lo que se anuncia por todos lados es alcohol
en todas sus formas, colores y sabores; si se presenta como factor de éxito, poder, dominio
y sobre todo de diversión. Si ocupan un gran espacio en los anaqueles de cualquier tienda,
si están disponibles para todos los bolsillos y las grandes ofertas son efectivas cuando se
compra una caja o más, premiando el consumo.

Si las autoridades no hacen cumplir la ley y desde las 17:00 horas empiezan la fiesta
rodeados de alcohol en las famosas tardeadas que se prolongan hasta el día siguiente por la
falta de incumplimiento a los horarios de cierre; si el mayor delito electoral en muchos
lugares es la entrega de credenciales de elector a menores de edad.

En la televisión, que sigue siendo el medio más consumido, en gran parte de la


programación los principales personajes toman alcohol como si fuera agua, mostrándolo
como parte de la buena vida, de status, poder y desinhibición. Lo mismo pasa con el uso de
drogas, no hay programa donde la diversión no esté asociada a estas dos adicciones que 10
veces son fomentadas y solo una combatida.

Ya llegó el momento de prohibir la publicidad de bebidas alcohólicas y su consumo en los


programas de televisión de cualquier edad, no solo en los infantiles, que la familia se
involucre más y tenga claro que niños de 10 años no están listos para decidir por si solos ni
para mantenerse al margen sanamente cuando es lo mismo que ven en sus hogares

También de destinar los recursos que realmente se necesitan a las áreas que valen la pena y
que esto no quede como un problema imposible de atender que sea dejado de lado y nadie
tome el toro por los cuernos.

Ya están actualizadas las cifras, ya se ubicó perfectamente el problema, hay que atenderlo
lo antes posible, porque de no hacerlo en este sexenio en el siguiente las cifras pueden ser el
doble, las necesidades mayores y las posibilidades de éxito muy escasas.

Ojalá no todo quede en un nuevo diagnóstico y se atiendan no solo los efectos sino también
la raíz del problema que viene desde el hogar, las instituciones educativas, los medios de
comunicación, la publicidad y sobre todo el interés de seguir acrecentando grandes
capitales a costa de la salud y bienestar de grandes grupos.

De no resolverse hoy el problema mañana habrá mayores repercusiones, tanto para el


sistema salud como para la seguridad, el aspecto social e incluso el familiar.

Las consultas y debates que se abrirán para abordar la despenalización del uso de la
mariguana permitirán poner sobre la mesa no solo los beneficios, sino los daños, pero sobre
todo una realidad que es latente y no únicamente afecta a los jóvenes y niños, sino a todos
los sectores de la población.

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