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CLANDESTINO

El atardecer sonrojado escupía sus últimos suspiros tibios de sol sobre la


bulliciosa ciudad. Las calles empedradas e irregulares hervían en miles de almas
ajetreadas y presurosas. Un fluido multicolor y rumiante de autos encendía sus
ojillos luminosos ante la caída de la noche y el viento jugueteaba bruscamente,
empujándose entre los transeúntes y pellizcando sus carnes con su aliento
glacial. Una bandada revoltosa de palomas surcaba los cielos y moteaban la
arquitectura colonial de la plaza, pisoteando la figura inflexible y bañada en
bronce de uno de los tantos militares que había escrito con sangre y valentía la
historia de su nación. En las bancas que rodeaban la glorieta, como sempiternos
centinelas, arrugadas figuras descansaban sus huesos y barrían con sus
desgastadas pupilas la burbujeante masa humana, rememorando viejas
andanzas y alimentando de recuerdos el corazón. A esa hora de la tarde, la
plazoleta se empapaba con la ola de jóvenes universitarios que, cansados y con
ganas de sacudirse la pesadez de las cátedras, olfateaban los bares que
adornaban la ciudad. Ubicado en una de las tantas ramificaciones que se
desprendía del enorme y palpitante corazón grisáceo, el bar “Clandestino”,
construcción de un piso de altura, rejas negras y con sillones, banquillos y mesas
desperdigados en sus dos ambientes, interior y exterior, se había convertido
rápidamente en el lugar preferido para todo nuevo grupo de cachimbos. Suaves
ráfagas de música ochentera se arremolinaban en las entrañas del bar y
enormes fotografías de iconos musicales habitaban en cada centímetro de
pared. Dos adolescentes, con la mochila pesando sobre sus hombros en sueños
y frustraciones universitarias, ingresaron al lugar. Eran los primeros clientes. La
joven cabeza rociada en castaños rizos que se escondía detrás de la barra volteó
hacia la entrada. Claribel, la simpática mesera y dueña del lugar, no pudo reprimir
su curiosidad.

— ¿Son mayores de edad? — los rostros cándidos e imberbes no lograban


aparentar la llegada al décimo octavo año.
— Por supuesto— declaró Sergio, inflando el pecho y mostrando su
dentadura. Extrajo su billetera y orgullosamente llenó con el azul de su
identificación la vista de Claribel. — Ya soy legal, por si te apetece—
agregó, guiñándole el ojo.
Su resolución y desembarazo para con las demás personas me habían
sorprendido desde el primer día de clases. Era un muchacho alto, ligeramente
subido de peso. Su cabello, negro y frondoso, parecía haberse enfrentado
encarnizadamente con el peine. Durante la primera semana en la universidad lo
había visto con la misma polera, alternando únicamente en zapatillas y
pantalones. Una rebosante sonrisa ocupaba siempre su moreno rostro,
constelándolo. Desde la primera presentación había declarado, sin ningún tipo
de miramiento, su malestar y maldición: No le gustaba el Derecho.

— Bueno, está bien— sonrió complacida Claribel— ¿Qué se van a servir?


— A mí dame una Póker— señalé
— Que sean dos entonces— Sergio palmeó mi hombro y nos internamos en
el local.

La superficie lisa y cuadricular de la mesa observó, impasible, la cuantiosa


reproducción de botellas. A las primeras dos se les habían unido una tintineante
recua de compañeras. Rápidamente, y conforme la oscuridad se adueñaba del
mundo, el fragor humano de nuevos clientes se adhería a las canciones que
habían marcado toda una generación. Las volutas de humo danzaban en la
atmósfera, perfumando e incitando a quienes ya habían caído bajos sus
encantos anteriormente. La atractiva mesera atravesaba velozmente el
crucigrama de muebles, cargando bandejas que borboteaban en alcohol y
comida. Robaba desesperanzadores suspiros de los estudiantes y a su cuerpo
se le pegaban, como moscas hambrientas, las miradas codiciosas de la viril
clientela. Miraba sonriente la curvilínea figura de mi cerveza y, cada cierto
tiempo, mis labios le estampaban un tierno beso mientras rociaba en mi
organismo su hálito seductor. No comprendía del todo los influjos y poderes de
este elixir juvenil; cada fin de semana, las personas lo necesitaban
imperiosamente como un náufrago implora agua dulce, pero el alcohol era salino
y dañino. No aplacaba nuestra sed, la acrecentaba. No nos calmaba, removía
heridas, las abría. Les mostraba la liberación. Sentía mi cara cosquillear y los
pensamientos entremezclarse en mi cabeza. Mi atención, inicialmente anclada
en una de las tantas experiencias que Sergio narraba con fruición, fue azotada y
arrastrada por la marea de recuerdos y preocupaciones que la bebida se había
encargado de despertar. No les había avisado a mis padres que llegaría tarde y,
menos aún, alcoholizado. Mientras mi mente trabajaba inútilmente en hilvanar
alguna excusa, el lamento y la posterior pregunta de Sergio me interrumpieron:

— Yo la amaba, en serio, hubiera dado todo por ella— sus ojos vidriosos se
perdían entre mi rostro y la decoración del lugar— ¿Tú qué hubieras
hecho?

Desarticulado, meneé la cabeza y contraje mis labios. No sabía qué responderle.

— No lo sé, es una situación muy difícil


— Lo fue— responde— Pero yo ya me había hecho la idea. Ya me imaginaba
como papá.

Por unos cuantos segundos, la última frase paralizó mi respiración. Abrí


desmesuradamente los ojos.

— ¿Papá? ¿Tú? — El sudor de mi botella al ser extraída del congelador


humedecía mis manos—¿Cómo así?

Sergio sorbió enteramente el alma de su última Póker. Sus ahorros corrían junto
con la bebida por sus venas. Su cuerpo se había acostumbrado a las suaves
caricias del licor y, como un viejo amigo, le susurraba al oído su antigua vida en
el teatro y todos los excesos en los cuales se había zambullido. El despertar
sexual lo arremetió cuando apenas tenía diecisiete años y dejó en él secuelas
imborrables. “La conocí en el colegio, éramos muy amigos, desde primaria,
¿puedes creerlo?” No sé en qué momento había sacado un cigarrillo. “Fue mi
primera enamorada, no sabíamos lo que hacíamos. Era la más bonita de mi
salón, me acuerdo que nunca podía dejar de mirarla.” El humo que expedía
su boca estaba cargado en la nostalgia y remordimiento que sus latidos
empezaban a desprender. “Te comenté que me encantaba actuar, ¿no? Me
sentía tan bien cuando lo hacía, desde pequeñito era la distracción de mis
familiares.” Una leve sonrisa iluminó sus facciones y sus ojos fulguraron en
recuerdos al mismo tiempo que su cigarro se consumía en ardores. “Resulta
que un productor me vio en escena. Lorena siempre iba a verme, su
presencia entre el público ahuyentaba mi nerviosismo, me tranquilizaba,
pero esa vez no fue.” La sombra de un mal recuerdo encapotó su mirada “Se
sentía muy mal y al finalizar la obra tuve que ir al hospital.” El vaho
penetrante del tabaco me rodeo en un fuerte abrazo y se arrellanó entre mis
fosas nasales, aumentando mi mareo. “Era de Lima, dirigía una pequeña
productora de teatro y además ejercía la docencia en la Escuela Nacional,
me cayó muy bien. Me aduló bastante antes de desenvolver su propuesta”
Repasé mis cabellos y lentamente despojé de vida a mi Póker. Al costado de la
cordillera de botellas, un cementerio de chapitas servía de entretenimiento para
nuestros dedos “No te imaginas la alegría con la que recibí sus palabras. Mis
sueños se hacían realidad. Eran tres meses en Lima, todo pagado. Una obra
cada treinta días. Viviría, comería, bebería y respiraría teatro; además, haría
tanto amigos y contactos que mi futuro en el arte se calentaría con un rayito
de esperanza.” Presionó, con ligero odio, el cadáver humeante sobre la mesa,
extrajo uno más y me lo ofreció. Negué con la cabeza, no fumo, nunca había
fumado. “No podía dejar de temblar, hermano. Si no lloré y acepté beber con
él fue por Lorena. Tenía mucho miedo, ella nunca se ponía mal.” Los
anuncios resplandecientes acomodados en el vientre del establecimiento
titilaban y perdían su forma ante mis ojos. Inevitablemente, los rugidos de música
y las potentes carcajadas engullían el hilillo de confesiones de Sergio. “Me
acuerdo que su hermano, un tipo con unos celos de los mil demonios,
estaba parado en la puerta del edificio. No te imaginas la fiereza con la que
me sostuvo cuando me vio bajar. Si no me mató fue por Pepita, mi ex
suegra.” Empecé a removerme en mi asiento, mi vejiga urdía en ganas de
vomitar el alcohol ingerido. “Eres un maldito” gritaba encolerizado “Cómo te
atreviste a tocarla” Yo no entendía nada, hermano. Las preguntas y la
preocupación se agolpaban en mi garganta, solo podía recibir los insultos
y chillidos. “Embarazada, embarazaste a mi hermanita infeliz” “Ya déjalo
Joaquín “Te juro que no supe qué decir, me congelé en el sitio.” Había
hurgado demasiado en la herida y le escocía, sentía el ardor en todo su espíritu.
Intentaba calmar el dolor con extensas bocanadas de humo. Era inútil. Sus ojos
se humedecieron y trató de regresar las lágrimas mirando hacia arriba. “Había
que actuar rápido. Lo primero en que pensé fue en conseguir trabajo, mi
hijo no podía morirse de hambre. Pero la propuesta seguía ahí,
aguardándome. ¿Quién cuidaría de Lorena esos tres meses? ¿Quién se
encargaría de prestarle todos los cuidados? Había que tomar una decisión”
Sostuvo el brazo de Claribel cuando pasó por nuestra mesa, cumpliendo su labor
proveedora; tráeme una Póker más por favor. “A veces me pregunto qué
hubiera pasado si me iba a Lima. Tal vez no estaría acá, estudiando esta
estúpida carrera.” Revisó su billetera, sin darse cuenta la mata de billetes que
la poblaban había desaparecido, podada limpiamente en una sola tarde;
préstame cinco soles hermano, te los pago el lunes, muchas gracias, ¿tú no
quieres otra? Bueno está bien. “Después de unos días hablé con el
productor, me costó demasiado decidirme. Había perdido el sueño, ya no
quería comer y la rabia me impedía hablar bien con Lorena. ¿Un hijo a
nuestra edad? ¿Por qué no nos cuidamos? ¿Por qué no te resististe? Mi
futuro está arruinado. El amor que nos había unido por casi dos años se
esfumaba. Mis preguntas la cansaban y siempre terminábamos peleando.
Me gritaba que me largara, que no me necesitaba. Pero no era tan fácil,
créeme que no lo era.” La destapó con brusquedad y bebió infinitamente,
apagando el incendio que bullía en su interior, calmando las llamas de dolor que
lo abrasaban. “Le dije que lo sentía, que había sucedido un imprevisto y que
no podía viajar. Entre más me insistía mis fuerzas flaqueaban, podía
mandar todo al diablo y aceptar en ese mismo instante, pero no lo hice.
Reaccionó mal, me dijo que disponía de más actores, que eran muchos
mejores y colgó enojado.” Su vista se perdió, se quedó mirando el vacío. Le
costaba pasar el embriagante líquido, un nudo intragable había brotado en su
garganta. “Esa misma noche me llamó Lorena.” Una jauría rabiosa de
incomodidad se adueñó de nosotros, dentelladas y zarpazos fulminaban
nuestras almas mientras aguardaba el final. Es increíble como el tiempo se
paraliza ante la calamidad de una profunda confesión, ante la desolación que el
amor deja tras sus pasos. Las lágrimas aglutinadas en las cicatrices del corazón
de Sergio rompían incómodamente, después de casi tres años, su
encarcelamiento. Era como si necesitara reunir mucho valor para seguir con la
narración. “No dejaba de llorar, le pedí que se calmara. Estaba asustado,
seguramente algo le había pasado. “Lo siento, lo siento mucho” fue lo
primero que balbuceó, tuve que aguantar durante casi media hora sus
sollozos y cada vez que intentaba contarme algo se ahogaba. Le dije que
iría a su casa, que se tranquilizara. “No, no vengas, no quiero que vengas”
“Yo no quise, te lo juro” No pude evitarlo, ya sabía lo que era, y no quería
colgar hasta escuchar las palabras que mi cerebro ya había formulado. “Lo
aborté” “Fue Joaquín quien me obligo, sabes que él te odia.” “Ahora eres
libre.” Arrojó un bufido burlón y sonrió sarcásticamente; su semblante se hundía
en terribles contracciones de furia y tristeza contenida. Observé, mientras todo a
nuestro alrededor perdía significado, las lágrimas que resbalaban sobre sus
encendidas mejillas; eran como cadenas eternas y serpenteantes, de las cuales
nunca podría liberarse.

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