El documento describe un viaje al Monte Athos, una península en Grecia habitada exclusivamente por monjes ortodoxos. El autor toma un autobús desde Tesalónica y pasa por pueblos como Estagira, el lugar de nacimiento de Aristóteles. Llega al pueblo de Ierissos, donde toma un barco al amanecer hacia los monasterios de Athos. Comparte el barco con monjes serbios que cantan himnos. Visita los monasterios de Chirlandar y Esfigomenu, donde observa la vida moná
El documento describe un viaje al Monte Athos, una península en Grecia habitada exclusivamente por monjes ortodoxos. El autor toma un autobús desde Tesalónica y pasa por pueblos como Estagira, el lugar de nacimiento de Aristóteles. Llega al pueblo de Ierissos, donde toma un barco al amanecer hacia los monasterios de Athos. Comparte el barco con monjes serbios que cantan himnos. Visita los monasterios de Chirlandar y Esfigomenu, donde observa la vida moná
El documento describe un viaje al Monte Athos, una península en Grecia habitada exclusivamente por monjes ortodoxos. El autor toma un autobús desde Tesalónica y pasa por pueblos como Estagira, el lugar de nacimiento de Aristóteles. Llega al pueblo de Ierissos, donde toma un barco al amanecer hacia los monasterios de Athos. Comparte el barco con monjes serbios que cantan himnos. Visita los monasterios de Chirlandar y Esfigomenu, donde observa la vida moná
Quien desee hallar una esposa que reúna fortuna, nobleza y hermosura, pretende, en lugar de una compañera cariñosa, una dueña despótica. Montaigne «Sólo para caballeros» me dice el chófer del autobús Que desde Tesalónica me lleva a la Santa Montaña de Athos. Y añade: «No se permite allí la entrada ni a las mujeres ni incluso a los animales de sexo femenino. Se trata de una península completamente dedicada a la Virgen y ella sola debe reinar en Athos. El chófer de este autobús —que más que un autobús parece un barco a juzgar por su malísimo movimiento a través de la malísima carretera— acaba de ponerme contacto con la realidad de un país habitado solamente por hombres; es más, por hombres con barba y bigote, porque también a los varones imberbes les está prohibida la entrada. A los ingleses se les conoce por su flema, a los españoles por su temperamento, a los habitantes de Athos (atónitos o para no caer en lo cómico, atónicos) se les conoce por su barba y por su hábito negro. Siguiendo la norma escolástica podría decirse que «no todos los que llevan barba son habitantes de Athos, pero que todos los habitantes de Athos llevan barba». Pero para el que quiera visitar las maravillas de la Santa Montaña no es suficiente ser un varón, sino que es imprescindible obtener en el Ministerio de Asuntos Exteriores griego, en Atenas, una carta de presentación a la «Iera Epistasia» o Consejo de Ancianos que forman el gobierno de la república teocrática de «Aggios Oros», la única que existe en el mundo. Grecia ejerce, pues, en Athos, una especie de régimen de Consejo. Sostiene sus relaciones exteriores, paga a la policía y al Cuerpo de Aduanas que impide el contrabando a que a veces son propensos los novicios. Pero por lo demás, Athos es una República Santa e independiente en la que los Ancianos (Gheros) son los diputados y asisten al Consejo en número de dos por cada uno de los treinta conventos de la península. La mayoría la tienen los griegos, pero hay también serbios, búlgaros. rumanos y rusos que van perdiendo cada día un poco de su importancia por el sencillo hecho de que todos los países que pertenecían a la religión ortodoxa, excepto Grecia, han caído ahora bajo el régimen comunista. Tanto es así que algún día habrá que comenzar a pensar en la posible relación que pueda existir entre una y otra ideología. Claro está que en estos países comunistas apenas es conocido el sagrado Monte Athos que fue favorecido por los zares de Rusia y por los príncipes serbios y búlgaros. Por eso la mayoría de los novicios son griegos, por lo que se puede asegurar que la representación eslava en la República tiende a desaparecer cada vez más. Vamos, pues, al país sin mujeres —pieza única en el mundo— en que la Madona es gobernadora. Si la norma del viajero para conocer a un país es la que impone la sabia máxima francesa —cherchez la femme— ¿qué otra manera tendremos para comprender a aquella república? Quizá quedara suficientemente explicado todo si adelantamos que la prohibición más absoluta cierra la puerta a toda mujer y que las más rigurosa vigilancia descubre a cualquier disfrazada que intente invadir aquellas tierras. El bochorno y la repulsa acompañaron a Constantinopla a una Emperatriz de Bizancio que «osó» pisar tierra sagrada de la misma manera que hicieron subir los colores a la cara de una periodista norteamericana que se vistió de vaquero del oeste y que fue descubierta por un monje barbado apenas puso pie a tierra. En la era del plástico, cuando los hombres lavan su camisa, en una época en que existen academias para enseñar a los hombres a fregar, la negativa de los monjes de Athos es» corno una especie de venganza masculina. Los grandes cruceros mediterráneos, los buques que vienen de Turquía con turistas de verano se detienen en aguas de Athos. Los hombres bajan las escalerillas hasta la barca que les llevará a los monasterios. Las mujeres se muerden las uñas en la borda y en aquel momento hasta el marido más esclavizado se siente superior. Pero nosotros no vamos a ir por mar. Las tempestades abundan a la altura de Athos. Desde Tesalónica tomaremos un autobús y a través de la llamada Calcidia —la mano que avanza hacia el mar con los tres dedos extendidos de Casandra, Sitonia y Athos— pasaremos por bellísimas aldeas rodeadas de bosques, entre ellas la famosa Estagira, lugar de nacimiento de Aristóteles, que todavía nos muestra las ruinas de la vieja mansión del filósofo o quizá de lo que pudo serlo. Para un europeo es asombroso escuchar de labios de aquellos campesinos que comparten con nosotros el autobús, la historia de Aristóteles y hasta los grandes rasgos de su pensamiento. Es de verdad emocionante constatar el recuerdo que los modernos vecinos del filósofo guardan a su ilustre antepasado. Estos hombres rudos que saben hablar de cosas que en Europa se reservan a los estudiosos dan idea de la cultura de fondo que existe en el pueblo griego. Los conceptos que la Hélade difundió por el mundo, no han muerto del todo entre los modernos griegos. Tal vez las ideas de Platón o Aristóteles se han olvidado pero la norma antigua queda reflejada en el temperamento y en las costumbres, en esa pasión de todos por la democracia, en esa superioridad que siente el griego de hoy tan fuertemente como el antiguo, en la ironía agudísima que era característica de los mejores tiempos del clasicismo. Contemplamos desde el autobús la visión fantástica del Olimpo —una perfecta pirámide de nieve— donde Zeus tiene su morada. Está a gran distancia, cerca de la costa del continente, al otro lado, por tanto, del golfo de Calcidia, Sugerencias y recuerdos de todo lo que ha formado nuestra civilización están en aquella montaña que estamos contemplando. Sin todo lo que ella quiere decir, no hubiéramos llegado a ser lo que somos. Nuestro autobús sigue avanzando por una carretera llena de baches y a escasísima velocidad. Dos o tres mujeres se marean como si estuviéramos en un barco. La Calcidia se va extendiendo delante de nosotros con sus bosques rojos y sus poblados donde la gente saluda la llegada del autobús como el mayor acontecimiento del día. Nos detenemos a comer en un restaurante popular de la carretera, al estilo griego, donde un cocinero un poco desconsiderado nos acoge y nos sirve en el plato la comida del día. Me gusta contemplar su aire despreocupado, el gesto rotundo de su brazo al servirme y su mirada de hombre libre que ni halaga ni espera nada. Me trata como a un campesino y como a uno de ellos. Me mira riendo. —¿De dónde eres? —De España. —¿Por qué estás aquí? —Porque he venido a ver Grecia. —Bravo. Después va a atender a otro cliente, siempre con su gesto burlón. Luego vuelve y me explica que él conoce Valencia, Barcelona y Alicante. El buque en que él era marino hacía a veces escala en España. Ahora es cocinero, y cuando me lo cuenta hace un gesto de indiferencia y de suficiencia al mismo tiempo. Este hombre libre, este griego de hoy me está dando la impresión de uno de aquellos a los que Jenofonte dirigía su discurso en la «Retirada de los diez mil» cuando les animaba a seguir adelante invocando su pertenencia a ciudades libres como hombres libres. Sale de nuevo nuestro autobús y se acerca del mar por la otra parte de la península calcídica hasta llegar a Ierissos, cuyo istmo sirve de frontera con el país monacal de Athos. Hemos de pasar la noche en el pueblo para tomar la barca que sale por la mañana temprano hacia los monasterios de Athos. La ruta por tierra exigiría casi diez horas de camino a través de rocas escarpadas y de impenetrables bosques. Los sistemas de comunicaciones de Athos son los mismos que en los siglos pasados. La rueda no se utiliza porque los caminos son pedregosos y aptos solamente para las caballerías, que constituyen el único medio de transporte. La única manera de llegar a los Monasterios es, pues, una barca a motor que sale a las seis de la mañana de la playa de Ierissos, si hace buen tiempo, o como dicen los griegos «si no hay fortuna», que significa exactamente lo contrario que en castellano, porque la palabra «fortuna» es sinónimo de «tempestad». La barca es allí el correo, el teléfono, el telégrafo de la Santa República e invierte seis horas en cubrir el recorrido hasta el primero de los Monasterios. Va cargada siempre de paquetes, herramientas, comida y hasta animales vivos que los monjes importan de Grecia para alimentar en sus corrales. Compartimos el estrecho espacio de la embarcación con dos monjes del Convento Serbio de Chirlandar que fue fundado por los príncipes Eslavos en el año 1000 y en el que se practica todavía el viejo rito serbio, una variedad más del ortodoxo. Estos dos monjes regresan de una especie de vacaciones transcurridas en Tesalónica y durante toda la travesía nos obsequian con el canto lento y monótono pero impresionante de los Oficios Divinos en la vieja lengua eslava. Dos aduaneros griegos y tres pescadores completan el pequeño mundo de a bordo. Chirlandar, el Convento Serbio, es nuestra primera escala. Nos detenemos allí media hora, no sin que los monjes nos inviten a una copa de «uzo», especie de aguardiente griego en la gran cocina del Monasterio. Pasamos después por el inmenso convento de Esfigomenu, construido inmediatamente sobre el agua de la bahía y que tiene aspecto de fortaleza medieval, con su gran muro y sus dos torres imponentes. El «proigúmeno» o prior espera en el muelle, rodeado de sus novicios, la mercancía que le trae el correo, nada menos que un cerdo macho joven que los monjes han de engordar para lucrarse con la diferencia, pero que su rígida orden les impedirá comer. Es este Monasterio uno de los menos interesantes desde el punto de vista artístico, pero no deja de impresionarme la vida misma de la Comunidad sometida a una de las más rígidas disciplinas de toda la República de Athos. La prohibición de la carne de cualquier animal vivo, la privación total del alcohol y las horas infinitas de rezo y de meditación hacen de este Monasterio el más severo de la Península para orgullo del proigúmeno de gran barba blanca que me dice, refiriéndose al vecino Convento de Vatopedi: —Aquéllos tienen vida fácil. Mientras, con gesto malhumorado, da órdenes a una caterva de novicios depauperados, cuya barba puntiaguda pone en sus caras una nota de tragicomedia. Pasear por los pasillos y por las grandes cámaras de Esfigomeno es darse cuenta inmediatamente de que la limpieza de la Santa Casa está reservada a los hombres. La costa que separa el convento de la próxima escala es rocosa, llena de acantilados y de pequeñas bahías desiertas. Después de una hora de viaje nos acercamos, sobre las peligrosas olas del Golfo de Tracia, al más importante de los monasterios de Athos, Vatopedi, sin duda, el más rico de la península porque le pertenecen todos los bosques que se encuentran en cinco kilómetros a la redonda. Sobre el muelle en que atracamos se alza la mole del Monasterio con sus torres de colores y su ajedrezado de ventanas. Desde abajo contemplamos ya el colorido de sus muros, de sus campanarios, del verde al rojo, del blanco y el amarillo al azul y al negro, en una sinfonía creada arbitrariamente por mil años de historia. Al desembarcar, la policía griega nos espera para visar la carta que traemos de Atenas. Una vez comprobada nuestra situación nos invitan a un café preparado en el acto y nos damos cuenta de que la presencia de un extranjero es para aquellos policías jóvenes un motivo de distracción. —Esto es muy bonito para hacer turismo. Como queriendo decir que el más terrible aburrimiento preside la vida de aquellos hombres condenados a escuchar todo el día las lúgubres campanas y la cadencia monótona de los Oficios Divinos y a ver durante todo el año viejos de blancas barbas en lugar de mujeres hermosas. Pero tal vez ellos, en su deseo de abandonar esta paz espiritual de Athos, no se den cuenta de que hay en las ciudades muchos que desearían huir del bullicio que estos policías buscan. Cuando ascendemos por la colina que sirve de base al Monasterio estamos enfrentándonos ya con este mundo nuevo y desconocido que en nuestra era de progreso se aferra todavía a la Edad Media. Nunca podré olvidar mi primer encuentro con ella. Cuando cruzando el gran muro de Vatopedi, abierto el gran portalón de herrajes antiguos, me tropecé con el propio Sócrates en persona. Barba larguísima y abundante, sonrisa bondadosa y una voz que por sí sola era hospitalaria, puso su gran mano sobre mi hombro y me dijo: —¿Qué quieres «antropos»? Después empezó a prepararme un café griego y abrió una caja «histórica» para ofrecerme un dulce de almendra exquisito que los griegos llaman «lukumia». Confieso que estaba asombrado por la manera que aquel portero tenía de recibir a los peregrinos. Intenté explicar quién era y de dónde venía, pero le interesó poco, porque lo único que le importaba a él era mi pertenencia al género humano. Luego me explicó que él había nacido en la no muy lejana isla de Mitilena y que no había otro lugar más hermoso en el mundo que aquellas playas enmarcadas de olivos y algarrobos donde él había jugado cuando niño. Me dijo que llevaba treinta años en el convento y que no había salido nunca más de sus muros. Entonces lloró. Luego me pidió que le tradujera del alemán una carta que había recibido de un hermano suyo que vivía en Berlín y al que no había visto desde que se encerró en Vatopedi. Acompañado por un novicio pequeño, negro y de ojos vivos que se llamaba Nico llegué a la habitación de los huéspedes, una gran alcoba con una cama grande de madera de cedro y con una chimenea donde ardía el fuego de la hospitalidad de los monjes. Al poco rato apareció otro de los personajes de aquella Edad Media, el Padre Teófilo, el proigúmeno o prior general de Vatopedi con su prestancia de embajador y su orgullo de hombre culto frente a la modesta ignorancia de los legos. Este hombre ya no era aquel Sócrates humano y bondadoso de la puerta que lloraba al hablar de la concordia entre los hombres. Este hombre ya era un Aristóteles de tono académico con el cual gasté muchas de las horas muertas de Vatopedi. Le preguntaba yo sobre cuestiones religiosas o políticas y era curioso contemplar cómo su aislamiento no le impedía tener una visión acertada del mundo. —Athos es una plataforma desde la cual el mundo se ve desapasionadamente —me decía el Padre Teófilo—, desde aquí se pueden seguir sin escuchar la radio, sin leer periódicos, guiados solamente por lo que nos explican los peregrinos, la marcha de los acontecimientos. Yo le preguntaba la posición de los monjes de Athos con respecto a Roma y al catolicismo en general. —La iglesia griega es completamente distinta a la romana. Es eminentemente democrática, casi podríamos decir comunista. A veces, cuando me explicaba alguna cosa adoptaba un aire singularmente académico. Respiraba profundamente y ponía un gran énfasis en sus palabras diciéndome a cada momento: —Si no lo sabes, te lo explicaré yo. Aquel Aristóteles de barba blanca afirmaba su personalidad de intelectual en el Monasterio de Vatopedi. Todos los años pasan por aquí periodistas extranjeros, escritores de todas las nacionalidades que consultan con él los problemas de la hora presente. Él es como un catedrático inmóvil que con sus palabras mantiene el prestigio de las comunidades de Athos. Durante los cuatro días que pasé en Vatopedi mi vida trascurría, de conversación en conversación, entre los personajes de este extraño mundo bizantino. Y si los viejos monjes representaban la sabiduría y la tradición religiosa de Athos, los novicios o «dokimos», gente más joven, no imbuidos todavía del espíritu monástico, representaban la nueva generación de la Santa Montaña. Los novicios no vestían los negros hábitos monacales, sino que llevaban el pantalón y la americana que habían traído de Atenas o de Tesalónica. Su barba no era aún lo abundante que la dignidad de un monje requiere. Se les obligaba, antes de entrar a formar parte de la comunidad, a hacer los menesteres de la cocina y sobre todo a aprender de memoria los Oficios Divinos y el rito cantado de San Juan Crisóstomo. No era extraño por lo tanto que, mientras yo comía en la gran cocina, los novicios se acercaran a mí para cantarme las cadencias de una misa o para recitar los Evangelios griegos. Nico, el más viejo de aquellos aprendices de monjes me trataba con especial consideración. A los cuarenta años había decidido abrazar la vida monástica. —¿Para qué quiero yo luchar en el mundo? Trabajaba de mozo en un café de Tesalónica, pero no obtenía lo suficiente para vivir. Por fin me enteré de que podía ingresar en el Monasterio de Vatopedi y asegurar mi futuro —me decía sin recato ninguno este novicio a quien, no el espíritu religioso, sino la dureza de la vida le había empujado al convento. —Aquí pasas un año haciendo de criado y aprendiendo los Oficios Divinos. Después eres ya monje y cobras el reparto. Puedes pasar tus vacaciones anuales en las ciudades griegas y hasta ahorrar dinero. Yo estaba asombrado e indignado de la desfachatez con que el futuro monje me explicaba sus proyectos materialistas y veía en ellos un síntoma de la decadencia del espíritu cristiano que preside la vida de los monjes más viejos. Un segundo «dokimo» me hacía la confidencia de que él estaba allí sólo porque su mujer le había abandonado. Un tercero tenía el aspecto de un ser indefenso que habría sido expulsado de la sociedad por la aplicación de una mínima «ley del más fuerte», que impera en toda comunidad humana. En el Monasterio de Xiropotamos, un monje de treinta y cinco años me explicaba sus fracasos como oficial del ejército griego y sus desafortunadas aventuras, que le habían obligado a refugiarse en el Monasterio, mientras, incesantemente, repetía su «gloria a Dios» como si debajo de esa frase quisiera encubrir la verdadera causa de su reclusión en el Monasterio. El espíritu que preside la vida de los monjes más viejos se ha ido relajando con el paso del tiempo. La época no parece tener afición a la vida monástica y ello se percibe en Athos, donde las vocaciones se van haciendo cada vez más raras y menos espirituales. Es alarmante la situación de la mayoría de los conventos, donde la casi totalidad de los monjes son ancianos de más de setenta años y donde los jóvenes se cuentan con los dedos de la mano. Exponía yo al proigúmeno de Vatopedi, el Padre Teófilo, mis dudas acerca de la supervivencia de los conventos en un futuro no muy remoto. —El espíritu monástico —me decía— oscila durante los siglos conforme al alma de cada época. Nuestra época no es en efecto propicia al retiro espiritual en que se resume la vida de los monjes. Hoy la gente prefiere luchar en el mundo que retirarse sabiamente a contemplarlo desde esta plataforma. Las épocas, sin embargo, cambian —seguía diciendo — y los muros de los conventos permanecen en pie y vuelven a llenarse de monjes piadosos. Hojee usted, por favor, la historia de la crisis de Athos y se dará cuenta que los monasterios han conocido momentos mucho peores que los de hoy día. A principios del siglo XVIII este convento de Vatopedi quedó reducido a seis monjes. Recuerde usted un poco por encima la floración de vida humana que el siglo XVIII representó y compárelo con el espíritu del siglo XX, vuelto también a la apasionante aventura de la técnica y de la sociología. Casi todos los países que pertenecen al mundo ortodoxo han caído bajo el área del comunismo y el Monte Athos no es conocido entre las juventudes de Yugoeslavia, Rumania o Rusia. Apenas se abran las fronteras de este mundo encerrado volverá a producirse una nueva floración monástica. En definitiva Athos es una especie de termómetro que mide la temperatura moral del mundo. Pero detrás del aparente materialismo de estos novicios había algo más, escondido quizá por su ignorancia y por su aspecto exterior, porque no tenían todavía la majestad augusta de los monjes y porque estaban aprendiendo a infundir respeto, a adoptar el aire monacal que no se trae al mundo. Sin embargo sus actos respondían a un espíritu profundamente cristiano. Hospitalidad, bondad de corazón y aspiración a la paz entre todos los hombres, algo así como la contrapartida del mundo bullicioso de nuestros días. En compañía de estos novicios asistía a los Oficios Divinos de Vatopedi, donde con más pureza y magnificencia se celebra el rito bizantino. Varias veces durante el día y la noche un monje pasea solitario por el gran patio central y llama a los demás con el denominado «jerosimandro» o tabla de madera gruesa sobre la que se golpea a modo de gong. A medida que suena la madera en el recinto silencioso, van saliendo de las diversas puertas que dan al patio los ancianos monjes. De noche el claustro se llena de pasos misteriosos que se dirigen a la iglesia que se levanta en el centro del patio, la llamada «catholikon». A cualquier hora se puede entrar con los monjes a los rezos, invariablemente cantados por la Comunidad entera y dirigidos por tres monjes que entablan una especie de diálogo situándose dos de ellos en los ángulos de la cruz griega que forma la nave, mientras un tercero se traslada alternativamente con el gran libro en las manos y responde a cada uno de los dos. Otro monje sale del santuario, separado del resto de la iglesia por un gran retablo bizantino y ofrece incienso a todos los iconos primero, a todos los presentes después. La atmósfera es impresionante, llena de las potentes voces de los que cantan y envuelta en la penumbra de la Iglesia. El espíritu del primitivo Bizancio está encerrado allí, celosamente guardado por una comunidad de monjes que viven de espaldas al mundo. El aspecto exterior de los Monasterios de Athos difiere mucho de la sombría monotonía de los nuestros. El ornamento gótico de nuestra Santa María de Poblet o la severidad románica de San Pedro de Cárdena tienen siempre una nota austera, una ausencia de colorido en la decoración de los edificios. En el estilo monástico bizantino, por el contrario, la característica más sobresaliente es la abundancia de colores. No es raro ver una cúpula roja o una torre azul en estridente vecindad, y ello porque los monasterios no son nunca obra de una sola mano, sino porque cada época ha ido añadiendo cuerpos de edificio, mosaicos o galerías sin orden ni concierto. Es producto de diez siglos de arte bizantino y en consecuencia da la impresión de que se haya hecho por sí mismo igual que se hace por sí mismo un bosque. Tiene por tanto la naturalidad y la belleza de un bosque. Los exteriores son arbitrarios, como producto del azar. Las torres son todas diferentes y no guardan simetría ninguna; las galerías que circundan el recinto interior del patio están a menudo desniveladas, aun cuando teóricamente pertenezcan al mismo piso. Dentro del patio, en fin, se alzan capillas bellísimas de estilo parecido a nuestro románico, pero de colores muy vivos. En suma, se trata de una obra bella pero contradictoria, muy del gusto de nuestra época que tanto combate contra la simetría y la claridad artística. Al fondo del gran patio central se alza el llamado «Khatholikon» o iglesia principal en la que transcurre toda la actividad religiosa del monasterio porque es la que contiene la reliquia venerada desde hace diez siglos. Su construcción varía mucho de un monasterio a otro. En Xiropotamos, por ejemplo, el «Khatholikon» ocupa la casi totalidad del patio. En Vatopedi, en cambio, aparece al fondo del gran recinto, mientras en San Pandeleimon es más pequeña y está rematada con las torres eslavas. Por ese mismo carácter arbitrarlo en la construcción de los monasterios, cada uno de ellos tiene un estilo propio muy diferente del de los demás. Esfigomeno, por ejemplo, tiene aspecto de fortaleza medieval, con sus imponentes torres aplomadas sobre el agua de la bahía. Vatopedi parece un gran caserío de color. Simón Petra se alza en un acantilado de cien metros sobre el mar y tienen sus galerías dispuestas a la manera de los caserones de Cuenca, color de viga vieja y paredes encaladas. Pandeleimon y los demás monasterios eslavos recuerdan aquel San Basilio de Moscú con sus características cúpulas rusas. San Andrés, construido en piedra blanca y el único monasterio de Athos que no está cerca del mar, se asemeja un poco desde lejos a la Ciudad Vaticana, Pasan de treinta los monasterios de la. República del Monte Athos y todos son completamente distintos de forma, de color y de carácter. Quizá la grandiosidad es la única nota común entre ellos. Cada monasterio tiene autonomía en lo religioso aun cuando para cuestiones de relación con otros monasterios debe responder ante la Superintendencia o Epistasia, cuyo Santo Sínodo o Consejo está formado por dos representantes de cada convento con un delegado del gobierno Griego. Esta Superintendencia funciona así desde hace siglos, pero su independencia fue legalmente consagrada por el Tratado de Lausana en el que Grecia se comprometía a salvaguardar los derechos de los monjes griegos y extranjeros establecidos en la península. En la sede de esta Epistasia redactaron mi pasaporte o «diamonitirion» para facilitar mi visita a los distintos monasterios. En este documento se ruega a los proigúmenos que acojan con su mejor hospitalidad al viajero y le hagan ver los tesoros de la Santa Montaña. La capital de Athos está en Karyes, una pequeña ciudad situada a seis horas de camino de Vatopedi y desde la que se ve muy cerca la Santa Montaña (Aggios Oros), el monte Athos que da nombre a la República. A simple vista, la ciudad tiene el aspecto de un pueblo de montaña, con sus calles estrechas y mal empedradas y sus tabernas miserables donde los criados de los monjes, que son monjes legos a su vez, matan con un café las horas perdidas del día. Todas las tiendas de Karyes se dedican a la venta de pequeños recuerdos para los turistas y pertenecen a la Epistasia o Gobierno. Los beneficios se reparten entre los conventos. La capital cuenta unos quinientos habitantes, monjes en su totalidad —con la excepción de cuatro policías griegos que maldicen la monotonía del lugar y la falta de electricidad— y desde el primero al último, estos monjes son burócratas del pequeño estado de Athos. Por las calles y las plazuelas pasean los hombres de blancas barbas y negras túnicas con la actitud filosófica de la antigua Grecia, aunque sin su contenido. A su lado los criados, monjes legos de mirada maliciosa y andares siniestros o los campesinos y leñadores que sobre la pelliza de trabajo llevan los jirones de una túnica. El espíritu de las comunidades de Athos no es siempre un espíritu comunista. Algunas de ellas viven en régimen de «cenobios», palabra griega compuesta que significa «vida común» y que define la posición de los monjes en el interior del convento. En los cenobios, en Esfigomeno por ejemplo, los ascetas no pueden tener nada en propiedad privada y comen todos juntos en el monasterio. En cambio, en los llamados «idiorítmicos» —es decir, los que viven al mismo ritmo— cada monje tiene sus departamentos en el interior del monasterio; ocupa algunas habitaciones y tiene su criado, que cuida de la casa, sus libros que él ha comprado y todas las cosas necesarias o ssuperfluas que quiera. Claro está que hay una dirección del Monasterio, la de los proigúmenos, que vigila el estricto cumplimiento de la orden a que pertenecen. Pero la diferencia fundamental que separa a estas comunidades de los cenobios estriba en que mientras los miembros de la comunidad cenobita se abstienen de cualquier ganancia en provecho de la comunidad, los idiorítmicos, en cambio, reparten entre todos los monjes de un monasterio los beneficios derivados de los bosques o de las tierras. Con los ingresos que les tocan anualmente, los monjes compran lo que les hace falta. Reciben del Monasterio los productos esenciales para la vida, leña, patatas, legumbres y pescado que su criado les prepara en su cocina privada. Si quieren carne deben pagarla de sus beneficios personales. Se calcula que un monje de un convento rico como Vatopedi o Lavra percibe unos veinte mil dracmas al año, o sea unas dos mil pesetas al mes, que no tiene necesidad de gastar para lo esencial de su subsistencia y que puede guardar para sus compras superfluas o para sus vacaciones anuales. El dinero hace en Athos —como en todas partes— las clases sociales. Hay monasterios muy ricos como Vatopedi, Lavra e Iviron, rodeados de inmensos bosques cuyo aprovechamiento proporciona cuantiosas ganancias que los monjes se reparten en su calidad de conventos idiorítmicos. Pandeleimon es menos rico en recursos y sus bosques son más limitados. Vive este último monasterio en régimen de comunidad, aunque de mí no pueda decir que la vida allí sea miserable, porque recuerdo que la mañana de Año Nuevo, después de asistir a la misa de Ángelus, me sentaron entre dos importantes monjes rusos en el refectorio del convento que presidía el Gran Patriarca y me sirvieron un perol inmenso lleno de garbanzos y un arenque sensacional. Un monje delgado y altísimo que tenía a mi izquierda me dijo: —La comida es muy modesta, ya lo ve. Eran las siete de la mañana y yo luchaba contra el garbanzo. Pero Pandeleimon no es un monasterio rico. En la época de los zares recibía cuantiosos legados, pero ahora arrastra su existencia con escasos recursos. Junto a estos monasterios, y dentro de su propio territorio, existen pequeñas casas diseminadas, cedidas por los conventos a monjes solitarios que prefieren ser independientes para ejercer su ascetismo. Estas casas se llaman «skiti» y los hombres que viven en ellas son los más pobres del mundo que yo haya visto. Miserables huertos les proporcionan —no siempre— su humilde comida y si algún ingreso tienen es porque pasan sus horas pintando iconos de pésimo gusto o haciendo rosarios de madera o de granos de limón. La austeridad, o por mejor decir, la miseria en que viven, es completa. Yo he visto en las inmediaciones de Santa Ana a un rumano cuya túnica era un harapo o, por mejor decir, cuyo harapo pretendía ser una túnica, que vivía en una gruta natural de la montaña. Cuando le encontré estaba tendido en el suelo, dormitando, y al verme se puso a hacer aspavientos y a pedirme a voces un poco de pan. No muy lejos de allí encontré una cesta sostenida por una cuerda que estaba atada en otro agujero de la montaña, habitación de otro asceta. Había inventado este procedimiento para que los viajeros dejaran en su cesta comida o leña a fin de no tener que bajar al camino a pedir limosna. Esta miseria es tan trágica que ya no es propiamente un ascetismo, sino una pereza absoluta envuelta de sentido religioso. El de la roca tenía una visión diaria, pero su cuerpo se depauperaba cada día y yo pensaba que mientras los que pasaban por el camino dejaban la leña o el pan en la cesta, él se estaba muriendo arriba de hambre y de frío. Pero lo que es evidente en cualquier caso es que esta miseria es voluntaria. Uno de estos santones hambrientos no tendría más que acogerse como criado a un monasterio para ser decentemente alimentado. Sin embargo, no lo hace. Es un sentido de la soledad lo que le impulsa a ello. Algo muy extraño que actúa dentro de la naturaleza humana hasta límites insospechados. Habrá quien diga que no es más que la pereza la que obliga a permanecer así, en la miseria más absoluta. Habrá quien lo atribuya a una enfermiza afición al dolor, y los monjes dicen que se trata de una santidad que lo resiste todo. A las alturas en que estamos no soportamos ya fácilmente la presencia del sufrimiento. Queremos que todos sean civilizados, que todos trabajen, que todos tengan comida, vestido y casa. Si esto que veo aquí ocurriera en Suecia, el Estado ya les habría dado un sueldo. (Yo he visto en Estocolmo un violinista callejero que cobraba un sueldo del Estado). Posiblemente iría allí la policía y le construiría una «casa barata» y le pondría hasta cuarto de baño. A lo mejor estropearía la vida de aquel ser que se está muriendo en la gruta. Vaya usted a saber. Porque lo que llamamos el progreso tiene el inconveniente de no respetar lo que cada uno quiere. ¿El progreso? Athos está reñido con él. Athos entero lo repudia. La Epistasia no quiere hacer carreteras, aun cuando los americanos que visitan la península se empeñen en concederles un crédito. Entonces viene aquello de que los monjes se ponen rojos de ira y juntan las manos para decir gritando: —Pero si nosotros no queremos carreteras; y los americanos a no entender el porqué. —Porque no. Porque ya no sería Athos si hubiera coches, tranvías, autobuses, tiendas y grandes almacenes. Ya no pararía nadie en esta república. Y evidentemente, Athos es la supervivencia de un estilo, de un espíritu que animó las comunidades y la forma de vida de la Alta Edad Media bizantina. En vez de querer el progreso, Athos quiere la paz, la oración, la hermandad de unos hombres con otros. Quiere, en última instancia, la frugalidad en la comida, el vestido sencillo, la carencia de espectáculos o de revistas gráficas que pretendan influir en e! ánimo de aquellos hombres. Quiere ser un oasis de paz en Europa y asegura, con sus treinta monasterios, la posibilidad de que los hombres de la civilización vayan allí a descansar de su atribulada vida. La única tentación que los monjes no resistieron fue el teléfono. No hay electricidad pero hay teléfono. Viven con una vela, pero necesitaban el teléfono para que la policía de Karyes se comunique con la policía y la aduana de Vatopedi, el monasterio situado en la costa oriental de la península, y lugar que podría ser propicio al contrabando. En el momento de ser instalado el teléfono —que funciona a base de un grupo generador—, un monje viejo que ha pasado toda la vida en Athos quiso probar qué clase de artefacto era aquél. Cuando hubo escuchado la voz de un monje amigo de Karyes, fue presa de gran zozobra y exclamó (igual que en los cuentos antiguos). «El diablo está dentro», y empezó a temblar como un iluminado. Andando por los caminos pedregosos de Athos y visitando sus iglesias y conventos nos parece ver reproducido en la realidad el mundo fantástico de los iconos y los retablos. Reproducen en realidad aquellos monjes la vida que un artista bizantino reflejó en el gran fresco que contemplamos en el muro de la iglesia de Vatopedi. Allí aparecen unos hombres en trajes semejantes a los que los monjes llevan hoy día. Unos permanecen en la cocina, otros arreglan los altares, los más cantan himnos a la Madona. Toda la vida reflejada en aquel retablo se orienta hacia la devoción y la tranquilidad. Así también la vida de los monjes de hoy. El respeto por los retablos, la adoración a los iconos de la Madona o del Cristo Pantocrátor son la manifestación sobresaliente de la Iglesia de Oriente. Los monjes, al entrar en la capilla, toman en las manos estos pequeños iconos y los besan y acarician y hablan con ellos. Después los dejan sobre la mesa o los cuelgan de nuevo en el muro. Parece como si afirmaran su fe frente a los ataques de los iconoclastas. Y prescindiendo del valor religioso de estas imágenes, su valor artístico es incalculable. Nuestra época se ha vuelto hacia el arte románico y bizantino y hay obras de los pintores de nuestros días claramente influenciadas por el estilo de los artistas orientales de los siglos de Oro. Quizá el secreto del arte moderno sea precisamente una vuelta a lo puro y primitivo frente a lo amanerado y barroco. El colorido y la forma un poco arbitraria de las figuras humanas o de los paisajes, nos demuestra que el artista no ha querido copiar sino interpretar la naturaleza que ha visto y por eso tiene que llamar la atención de un artista de hoy, abierto a formas nuevas y reñido con la copia de lo que aparece a sus ojos. Quizá es cierto, en última instancia, que el espíritu que aquel arte representa en la historia humana —piedad, pureza de corazón, concordia y admiración infantil frente a lo oreado—, vuelve a florecer en nuestros días por debajo de las apariencias. Frente a las inexpresivas figuras de nuestro último academicismo, que perdieron ese poco de misterio, esencial en todo arte, sólo por querer parecerse cada vez más a los originales, el mundo bizantino, como el moderno, alza la bandera de la libertad artística para contribuir a crear expresión y arte en último término. Sólo por esa afinidad de carácter entre aquel mundo y el nuestro se explica que nos impresione la hierática actitud de los iconos de Athos, con los ojos grandes, desmesurados casi, y fijos en un punto infinito. En la cúpula central de todas las iglesias y capillas de Athos, y en general en todos los lugares santos ortodoxos de Grecia y de Turquía, preside una gran figura del llamado. Cristo Pantocrátor en un estilo que recuerda ligeramente al de nuestros frescos románicos. El artista ha querido pintar allí la idea de la fuerza y de la majestad, y Pantocrátor llama a su Cristo; es decir, “omnipotente”. Pero aquella majestad es la que dibujaría un niño o un hombre sencillo, únicos en el fondo a sentir de verdad lo que significa la majestad de un rostro. La figura, en la penumbra del santuario, aparece casi siempre con la mano derecha ligeramente levantada, no en actitud dinámica como en un cuadro de la época napoleónica, sino estática, solemne y firme, sin concesiones. Es en esta inmovilidad formidable donde radica el secreto del arte bizantino. La Madona aparece representada con una más cuidadosa dulzura, como imagen que es del eterno femenino en el Bizancio del siglo XIV. La figura abunda en colores oscuros y va vestida con el atuendo de las mujeres del pueblo, hasta el extremo de que es fácil encontrar en Grecia campesinas cuyo velo y cuyo vestido parecen tomados de los modelos de los retablos. En las capillas de los monasterios aparecen tablas antiguas por todas partes. En los frisos, en los altares laterales, en el Santuario y en los muros podemos contemplar hasta saciarnos estas joyas del arte primitivo. La mayor parte de estos retablos representa a la Madona, porque la vida de Athos está completamente vuelta a ella, tanto hoy como en los primeros siglos de Bizancio. Los monjes hacen de la imagen de la Madona el objeto de su veneración, y a menudo se ve a estos hombres de blancas barbas y largas cabelleras acariciar los antiguos iconos llenos de leyendas y extrañas profecías. Los más bellos de estos iconos son los pertenecientes a la escuela cretense del siglo XV, época de oro de Athos, pero en los más antiguos —de tono más marcadamente popular— encontramos una representación más auténtica todavía de la devoción a la Reina de la Santa Montaña. No es raro que algunos iconos tengan incrustaciones de oro y de plata sobre la tabla pintada, ofreciendo con ello una muestra de devoción a la imagen. Ello, sin embargo, es una superposición que, para nuestro gusto actual, afea un poco la belleza original del cuadro. Es esa manía religiosa frecuente de adornar con riquezas excesivas las imágenes de los altares, quizá en la creencia de que el pueblo se deja impresionar por la abundancia de joyas y de metales preciosos, como si la divinidad tuviese necesidad de las apariencias materiales para imponer la devoción a las gentes. Pese a esto, la sencillez y la modestia de los primeros imagineros de Athos son las que de verdad impresionan, y esta es una idea que no parece haber sido entendida del todo, y la prueba es que las reproducciones, litografías y copias que se venden en Athos a los visitantes tienen siempre esa pretenciosa aureola de riqueza, esos colorines vivos de mal gusto y esas ganas de impresionar, por medio del menos importante de los valores artísticos, el brillo y el lujo, que nada tienen que ver con él arte. Quizá sea esta una prueba de que se pierde la tradición iconográfica de Athos. Para remozar esta fuente de belleza sería preciso introducir el arte moderno en el envejecido Athos. ¿Serán capaces de evolucionar los monjes a la velocidad requerida por este cambio? Pero el pasado es magnífico en Athos. Una visita a los monasterios nos presenta de repente la más antigua cristiandad con sus historias mezcladas de leyendas y poemas de la fe medieval. Ahí está Vatopedi, donde admiramos una maravillosa colección de libros antiguos —entre ellos la importantísima geografía de Ptolomeo, cuyos mapas de España y del mundo en general son por demás expresivos para comprender el mundo de entonces — así como preciosos ejemplares de los evangelios y de las epístolas, decorados por encargo de los emperadores de Bizancio. En Xiropotamos, otro monasterio situado en la costa este de la península y al que llegamos desde Vatopedi después de una jornada de camino a traves de una naturaleza casi salvaje, nos encontramos con una de las más raras reliquias de la cristiandad: un pedazo de la cruz de Cristo recogido por la piadosa mano de Santa Elena y donada por los emperadores de Constantinopla a los monjes del Monasterio. Existen los documentos de que este lignum crucis fue recogido por Santa Elena en el momento de la llamada Invención de la Santa Cruz, en el lugar en que se construyó la capilla de ese nombre junto a la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén. En algún— lugar he explicado que no es del todo seguro que esta Basílica del Santo Sepulcro esté enclavada precisamente en el lugar exacto de la Crucifixión. Constantino pudo equivocarse al suponer que el Calvario estuviera situado en la parte más alta de la ciudad y no en una fosa como demuestran, al parecer, las últimas teorías modernas. Ahora bien, si el primer emperador de Bízancio no se equivocó en su elección, entonces el pedazo de la Cruz que yo he visto en Xiropotamos es realmente el de la Cruz de Cristo, puesto que fué transmitido de padres a hijos y a través de las dinastías imperiales. Por otra parte, apenas no hay nación o ciudad en el mundo cristiano que no se precie de poseer un lignum crucis como éste y hasta familias europeas que dicen tenerlo como recuerdo de familia. Probablemente, si se juntaran todos los pedazos que yo he visto en España, Suiza, Austria, Turquía o Grecia se reuniría madera para varias cruces. Las reliquias no tienen importancia, tanto por lo que son como por lo que representan, en los monasterios del Monte Athos. Son el verdadero centro de la vida espiritual, los «palladium», es decir, los objetos sagrados que defienden la duración del convento a lo largo de los siglos. El amuleto y el símbolo de su supervivencia. Desde Vatopedi hasta Lavra, desde Iviron hasta el formidable convento de Simón Petra levantado sobre los acantilados marinos al este de la península, todos los conventos de Athos que yo he visitado, giran alrededor de los recuerdos cristianos, de los cálices que fueron de los santos, de los iconos sangrantes que obraron milagros, de los cuerpos incorruptos de antiguos héroes cristianos. Este monje venerable de Iviron que me ha acompañado en la visita a la iglesia me muestra los iconos, los recuerdos que para mí no significan nada. Sin quererlo pasa su mano temblorosa sobre los objetos santos y derrama lágrimas al relatarme las leyendas. Parece entonces tan viejo como aquellos recuerdos. Los orígenes de las comunidades del Monte Athos son lo suficientemente oscuros para permitir la irrupción de toda clase de leyendas y de extrañas narraciones. Los monasterios fueron erigidos en los primeros siglos del Imperio Romano de Oriente, cuando la fuerza de los Emperadores se apoyaba precisamente en la religiosidad de las gentes y en la autoridad de los Patriarcas. Después de tantos siglos, el Monte Athos conserva todavía el espíritu de aquellos primitivos cristianos. Siendo la Santa Montaña un territorio completamente consagrado a la Virgen, es lógico que Ella inspire la mayoría de las leyendas que envuelven el origen de estas comunidades. Quiere la tradición que esta península fuera habitada por los pelasgos durante la época pagana. Aislados del resto de Grecia vivían allí aquellos hombres, en estado prácticamente salvaje, hasta que un día la Montaña fue visitada por Nuestra Señora. Sucedía ello en los primeros siglos de nuestra era y, según una hermosa leyenda, esta visita fue intencionada, ya que la Virgen se trasladaba de Tierra Santa hasta Chipre para reunirse con Lázaro, cuando vientos contrarios empujaron su embarcación hacia las costas de la península de Athos. Llegó a una playa, en el lugar donde ahora se alza el impresionante monasterio de Iviron, y a su llegada los habitantes del país pagano derribaron sus ídolos y se prosternaron ante ella. Con su presencia se inició la vida religiosa en Athos. La leyenda de Vatopedi se retrotrae a épocas muy remotas. El nombre de este monasterio se descompone así en griego: Vato, árbol de frambuesas. Pedí, niño. Recuerda, por tanto, la leyenda del niño que fue encontrado dormido al pie de un frambueso, y la tradición quiere con ello referirse a una curiosa leyenda que debe tener un fundamento real. Viajando Arcadio, hijo de Teodosio el Grande, el emperador español, desde Roma a Constantinopla, una fuerte tempestad hizo naufragar su navío en las peligrosísimas costas de Athos. Todos los que formaban parte de la expedición sucumbieron, pero Arcadio fue encontrado dormido al pie de un árbol, a pocos metros de la costa. La Virgen había salvado al príncipe y le había dejado en la orilla. En memoria de este milagro, el emperador Teodosio mandó reconstruir un derruido convento en el lugar donde fue hallado su hijo. Por eso se llamó Vatopedi. Una bellísima leyenda nos recuerda otro monasterio, Iviron, situado al sur de Vatopedi, siempre en la costa oriental de la península. El icono más venerado de Iviron se llama Madona Portatiisa y se cuenta que fue arrojado al mar por un hombre que quería salvar al icono de los perseguidores iconoclastas llegados de Constantinopla. El monje Gabriel —que tenía el poder de andar sobre las olas— salió a buscarlo y lo encontró no lejos de la costa navegando, envuelto en llamas protectoras. Llevado de nuevo a Iviron, fue encerrado por los monjes en un pequeño santuario. Al día siguiente los admirados monjes encontraron el icono en la iglesia principal y volvieron a cerrarlo en el santuario bajo doble llave. Ya es sabido que en el santuario de las iglesias bizantinas sólo puede entrar el oficiante, y el icono fue encontrado de nuevo fuera del lugar sagrado, en plena nave de la iglesia. Al fin, desesperados los monjes por los misteriosos traslados de la imagen, el monje Gabriel obtuvo la revelación siguiente: «No debéis encerrarme con llave. No sois vosotros los que debéis defenderme a mí, sino yo a vosotros». Al observar de cerca al icono de la Madona Portatiisa se ve en el cuello de la imagen una herida de puñal. A propósito de ello se cuenta que un infiel hirió el icono en un rapto de rabia. La Madona empezó a sangrar y el infiel se convirtió y llegó a ser uno de sus más celosos monjes. Cuándo preguntamos: ¿Quién manda en Athos?, nos contestan de inmediato: La Madona, sólo ella es reina en Athos. Hasta el extremo de que ninguna otra mujer puede penetrar en su territorio. La justificación de esta prohibición, que cierra el paso a las mujeres, la encontramos en otra leyenda. En una ocasión la emperatriz, esposa de Justiniano, llegó un día al Monte Athos con joyas y regalos que ofrecer a los iconos. No encontrando a nadie en su camino, penetró en la península. Los monjes, asustados, se habían refugiado en el interior de sus conventos, y cuando la emperatriz llegó ante los muros de Lavra, se oyeron voces sobrehumanas que lanzaban terribles maldiciones. Derribada de su silla, la emperatriz hubo de ser transportada hasta su buque por los remeros. Desde aquel día ninguna otra mujer ha entrado en la Montaña Santa. El texto legal que prohíbe la entrada de las mujeres data del siglo XI, año de 1060 en que Constantino Manomaque publicó la llamada Bula de Oro que incluía la severa regla del Avaton, en vigor hasta nuestros días. Por ello, se prohibía la entrada no sólo a las mujeres, sino a los eunucos, a los varones sin barba y bigote y a cualquier animal femenino. La única excepción a esta regla, que se cumple en Athos a rajatabla, es la de los pájaros, cuya entrada no se puede impedir, y la de las gallinas, que fueron imprescindibles a los monjes para tener algo con que alimentarse en años difíciles. Así, un monje decía: «En Athos no está tolerado el amor a no ser que tenga alas». Bonita máxima, por otra parte, para un libro de poemas. Sin embargo, también esta excepción ha desaparecido cuando las condiciones de vida se hicieron más fáciles y ahora Athos es una península completamente reservada a los varones. Andando por sus caminos encontramos los rebaños de bueyes y de toros o de corderos machos que nos hacen pensar en los viejos cantos griegos. Desde hace diez siglos ni una ternera ha nacido en Athos, y los monjes tienen que comparlas en Grecia de pequeños y criarlos después para alimentarse con su carne. Recuerdo haber encontrado uno de estos rebaños que me cerraba el paso por el camino de los acantilados, cuando me dirigía desde Xiropotamos al monasterio ruso de San Pandeleimon. El mar al fondo, la abrupta montaña y, a lo lejos, las torres eslavas del convento ruso, yo iba andando como un peregrino antiguo por el camino que bordea las rocas. Detrás de los altos cedros, el monasterio ruso me aguarda y con él, el recuerdo de la venerable Rusia muerta o moribunda. Moribunda sí, pero no muerta del todo, porque al doblar un recodo del camino me encuentro frente a los muros de San Pandeleimon y, como esperándome, un hombre, mitad monje y mitad campesino. Me acercó a él, un gigante de mirada de niño, grandes barbas. Lleva la camisa desabrochada y sobre el pecho una cruz de madera sostenida por un trozo de cuerda. A juzgar por su apariencia, tiene setenta años, pero maneja la azada con una sola mano y su pisada no tiembla. Se ríe a grandes voces con las notas más graves de la ópera rusa y deja caer pesadamente su manaza sobre mi espalda latina. Vamos juntos —me lleva casi— al encuentro del padre superior, siempre riendo o haciendo comentarios a mi llegada. —El extranjero, bien por el extranjero. En vano le explico de dónde soy, quién soy, por qué estoy allí. ¿Qué le importa al gigante? —Bravo por el extranjero. Después ve al padre superior al fondo del patio de San Pandeleimon, rodeado de torres verdes y de cruces de hierro forjado. —Benjamínnnn —grita como Boris Godunof, con su potente voz de bajo. El superior del convento se vuelve a nosotros y en su cara bondadosa se dibuja una gran sonrisa. Tiembla su barba, y abriendo mucho los brazos da una palmada sonora y empieza a reír con una carcajada lenta: Ja-ja-ja, separando cada sílaba de su risa como si pensara cada vez el porqué. Yo tengo la impresión de que estos monjes rusos me esperaban y pienso que ésta es la verdadera hospitalidad. Después vienen tres o cuatro monjes más riéndose y dándome palmadas en los hombros. Por fin, el Padre Benjamín me lleva al comedor y con su mano grande llama a la puerta lentamente, separando cada golpe como el Comendador de nuestro «Don Juan Tenorio». El Padre Basili no contesta, aunque está dentro. Tarda en reaccionar porque una de las características más sobresalientes del ruso es precisamente su lentitud en realizar lo que pasa a su alrededor. Pasan cinco minutos en esta extraña aventura de la puerta del comedor. Benjamín llamando, Basili enterándose y yo aguardando, con la impaciencia latina. El padre Benjamín me mira con bondad con esos ojos eslavos que vienen desde muy adentro. Después sale Basili. —Dios sea loado, Dios sea loado. Yo no sé muy bien por qué, pero me dejo conducir a la mesa y Basili me pregunta si quiero arenques y patatas y sopa. Le contestó que me dé lo que quiera y le pido que se siente a la mesa conmigo. Lo hace y empieza a explicarme sus trabajos como cocinero de Pandeleimon. —Quieren comer, quieren comer; y su ruso es dulce y lento como una canción. Me explica que él nació en Georgia y asoman lágrimas a sus ojos diciéndome que él no verá nunca más los campos verdes de su patria. —Comunistas malditos —dice. Pero luego se enorgullece de Rusia y dice que es la más fuerte de todas las potencias. —No el comunismo, sino Rusia es fuerte. Y se pone a meditar mientras va repitiendo: —Rusia, Rusia. Cuando termino de comer, enciendo un cigarrillo. Pero Basili me lo quita de las manos, con gesto de madre enfadada. —¿No ves que hay un icono de la Madona? Le pido perdón y me voy al pasillo para fumar tranquilo. Encuentro al Padre Benjamín, que me lleva a la gran sala de recepción. Allí están todos los recuerdos de San Pandeleimon, los estandartes imperiales regalados al convento, los retratos de los Zares y un sinnúmero de grabados que representan la vida de la corte. Allí el padre Benjamín me habla de Rusia con nostalgia, dejando entre frase y frase grandes silencios. Le pregunto si el embajador ruso en Grecia ha visitado alguna vez el monasterio. —Estuvo aquí hace un año, de visita. Le acogimos como a ti o a otro peregrino cualquiera. Y él decía: «Soy el embajador, soy el embajador». Pero nosotros le decíamos. «Tú eres un hombre más. Si quieres ver la iglesia, aquí está. Lo que quieras. Pero el embajador no existe aquí». Su habitación era como la tuya y los monjes hablaron con él como hablaran contigo. Solamente el Zar de todas las Rusias tiene prioridad aquí. Le pregunté si ellos dependían del patriarca de Moscú. —El Patriarca está vendido a los comunistas. El gobierno hace propaganda a través de la Iglesia. Nuestro Patriarca está en Constantinopla. Me emociona la actitud intransigente de los monjes, su adhesión al credo que inspiró la fundación de San Pandeleimon y a los Zares que lo protegieron. Por causa de la revolución en la Madre Patria, el convento ha dejado de recibir legados y ya no se producen las vocaciones de nuevos monjes rusos que mantengan la tradición rusa en Athos. La intransigencia de los monjes ha sido, pues, la causa de la ruina de su monasterio. Un hermoso fin para una gran epopeya. Sesenta monjes rusos, todos ellos mayores de sesenta años, están poniendo punto final al Monasterio de San Pandeleimon, que en otro tiempo había sido de los más importantes de Athos. En aquella época la comunidad recibía legados y donaciones de los ricos terratenientes rusos que querían mantener la piadosa institución para hacerse perdonar sus pecados. Allí se acogía a los peregrinos de Jerusalén. Allí se conservaba el rito eslavo y se guardaban las obras de arte. Era la proyección de la Rusia Santa que había soñado Pedro el Grande, una proyección que ha sobrevivido al imperio que la creó, pero que ahora está tocando a su fin. La muerte de uno de aquellos ancianos no es allí solamente un motivo de tristeza. Es más, es la causa de la zozobra de los espíritus de aquel puñado de defensores de la Rusia Santa. No son, por tanto, los hombres solos, sino las ideas las que van a morir. Los novicios que llegan ahora a Pandeleimon son ya griegos y aprenden el ritual griego. A la vuelta de algunos años ya no se oirá en la iglesia de San Pandeleimon aquel eslavo «Gospodi Pomilu», «Señor, ten piedad de nosotros», que yo he escuchado en la oración de la media noche, cuando la iglesia queda en la más absoluta penumbra y sólo se enciende en todo su ámbito una vela junto al monje lector. Su voz grave recita los evangelios eslavos mientras una comunidad de voces viejas, extenuadas, repite en la oscuridad la letanía. Durante los días que fui huésped de San Pandeleimon solía yo bajar al gran patio y entrar en la iglesia. De noche, sobre todo, era impresionante quedarse en un rincón escuchando los pasos moribundos de aquellos viejos. Rusia entraba en la iglesia con ellos y pedía vida a la Madona. No quería aceptar del enemigo una nueva corriente de energía. Quería morir sola, con sus ideas, con su vieja concepción del mundo. —Los comunistas nos quisieran a su lado —decía Benjamín—. Pero nosotros no nos rendiremos. No era el heroísmo de un minuto, sino el sacrificio de cada día, el constante desafío al poder, el que presidía la vida de los monjes de San Pandeleimon. Serenamente, con la serenidad del eslavo, sin gesticular ni gritar vanamente, el padre Benjamín maldecía a la URSS actual en nombre de la Rusia de siempre. —No hemos muerto. Tiembla Rusia. *** Athos. Todo un mundo encerrado en una península. Monasterios, prohigúmenos de barbas blancas, novicios de la picaresca griega, monjes de voces graves en la penumbra de la iglesia. ¿Muere este mundo? ¿Vive para siempre? En medio de un ambiente de pobreza, de miseria casi, de atribulada tristeza humana, una voz nos repite: —Amor, concordia, bondad de corazón. ¿Hipocresía? No lo diré tan fácilmente. Costumbre más bien, hábito en el vivir bizantino, restos perdurables del cristianismo de Oriente. Pero la voz repite: —Amor, concordia, bondad de corazón —y no prescribe jamás. NOTAS SOBRE LA IGLESIA GRIEGA En este breve ensayo sobre Athos no puedo dejar de referirme a algunos de los más interesantes aspectos de la Iglesia Ortodoxa Griega. Ella es quizá, para el viajero que visita Grecia —y también en cierto modo, Turquía— la institución más característica y que de modo más absoluto llama la atención en los países del mediterráneo oriental. Asombra comprobar que, después de más de diez siglos de haber desaparecido totalmente el Imperio bizantino, la Iglesia Ortodoxa haya guardado tan celosamente su personalidad y su manera de ser, forjada en los días de los emperadores. Ni la persecución otomana, ni —y ya es decir— la invasión de la civilización moderna han sido capaces de cambiar un ápice de su rito, de su dogma, de sus costumbres. No hay otro caso semejante en la historia del mundo. La Iglesia Romana Católica, cuya pureza se conserva igualmente, ha procurado por el contrario adaptarse a la civilización, ha evolucionado al sucederse los acontecimientos y, sobre todo, ha sido amparada en todo momento por la historia política de nuestro continente. Pero la Griega, no. La Iglesia Ortodoxa es la Institución que habiendo alcanzado en los siglos de oro bizantino un grado de perfección y de eficacia casi total, se decide a «plantarse» en su siglo XV y llega idéntica al XX, y aun se propone llegar al fin de las épocas sin cambiar el hábito del monje ni la mentalidad del Obispo y del Patriarca. Es una Iglesia totalmente absorbente. El monje de un convento de Meteora o de Athos —ya lo hemos dicho—, aprende por toda teología el Evangelio y el rito de San Juan Crisóstomo. Tiene bien en cuenta la diferencia fundamental que la separa de la Iglesia de Occidente, a saber, que El Espíritu Santo solamente procede del Padre. Está firmemente obcecado en su idea. Sus hábitos son idénticos a los que contemplamos en los maravillosos retablos del siglo XV. Lleva barba igual que su predecesor de hace diez centurias y adora a los mismos iconos. Su espíritu, por otra parte, es exactamente el mismo que el que dio vida a un gran imperio. Se trata en suma, de un caso que, por su constancia, no podemos dejar de calificar de excesivo. En el siglo XX, el viajero de Grecia está viendo a Bizancio tan vivo como en la época de los Paleólogos, dicho sea sin menosprecio del magnífico pueblo griego. El que visita la Istambul musulmana y moderna percibe, bajo los pliegues de su túnica otomana, la fuerza creadora de Bizancio. La Roma Imperial de Augusto no ha conseguido ni con mucho tener en el Occidente moderno la influencia avasalladora que Constantinopla ha tenido en el moderno Oriente Próximo. Beirut, Chipre, Esmirna, y lo que es aún más asombroso, Moscú y Leningrado —a pesar del Soviet Supremo— son aún ciudades teñidas del espíritu de Bizancio. Conocida es la represión violenta de que fue objeto la Iglesia Rusa —sucesora directa de Constantinopla— en la moderna URSS. Se pretendió con ello destruir los restos del espíritu de los zares, mesianismo y teocracia que viven en lo más profundo del pueblo ruso. Después de muchos años de incesante violencia, las cúpulas verdes volvieron a dejar voltear sus campanas. Las voces de los monjes entonaron de nuevo la letanía y los dirigentes comunistas comprendieron que el concurso de aquel fuego religioso que abrasa a Rusia podría ser un elemento constructivo en su Imperio. Hoy en día, los monjes rusos enviados por el Gobierno de la URSS a Nazaret, a Jerusalén, a Haifa, sirven de propagandistas, quizá involuntarios, de una ideología que en un principio les persiguió encarnizadamente. Para citar un dato concreto, el partido comunista israelí —exiguo desde luego— se nutre principalmente de los árabes cristianos ortodoxos que todavía viven en Israel y que están acogidos al Patriarca de San Sergio en Jerusalén. La augusta majestad de los patriarcas está presente por tanto en la tierra enemiga de los Soviets y es una fuerza más para hoy o para el futuro. En cuanto a Turquía, nación que fue desposeída por Kernal Ataturk de su carácter teocrático, continúa siendo la sede de los Patriarcas, máxima autoridad del mundo ortodoxo. Sin ser un Sumo Pontífice como lo es el Papa en la Iglesia Católica, el Patriarca conserva, sin embargo, la autoridad moral en la Iglesia Griega y se le nombra con el título imperial de Metropolitano. A su alrededor, una colonia de unos cien mil griegos, casi todos ortodoxos, mantiene la cultura helenística conservada a través de Bizancio. Si preguntamos a un turco en qué ciudad nos encontramos, nos responderá que en Istambul, sin recordar al viejo Bizancio. Pero si hablamos con un griego, entonces nos contestará que nos hallamos en Constantinopla y parecerá dejar de lado el dominio ejercido a lo largo de siglos por los sultanes. Constantinopla surge entonces entre las mezquitas ofreciéndonos impresionantes monumentos como los acueductos, la columna de Teodosio, las innumerables basílicas, entre las que Santa Sofía es la más importante, y ese hipódromo de Constantino que fue en su tiempo estadio y Parlamento del Imperio. Ante la magnificencia de estos monumentos se oscurece a nuestra vista la grandiosidad de la Istambul musulmana. Los sultanes no vencieron completamente a Bizancio, aun cuando pretendieran esconder su arte y sus instituciones. Un ejemplo muy vivo de esta lucha entre estas dos culturas la encontramos en las sucesivas fases por que ha pasado la maravillosa basílica de Santa Sofía. Fue construida por Constantino y Teodosio y reconstruida por Justiniano, permaneciendo en su papel de catedral del mundo bizantino hasta ser convertida en una mezquita por el sultán Mehmet Fatih el Conquistador, quien, según la leyenda, entró en el recinto a caballo para profanar el santuario enemigo. Fue mezquita hasta que Kemal Ataturk la convirtió en un museo, respetando así, en cierto modo, el espíritu que la basílica representaba. Como consecuencia de los años de la dominación turca pueden contemplarse todavía, al lado de espléndidos mosaicos de mil cuatrocientos años de antigüedad, las lámparas turcas, las inscripciones del mihrab y los arabescos del mímber o pulpito. Las bóvedas y ábsides de la basílica están, en su mayor parte, pintados de poco artísticas policromías turcas, sin que se sepa, exactamente, cuando fueron llevadas a cabo. Desde luego, la tradición musulmana no admite, como es sabido, las representaciones humanas en las mezquitas, y es natural que al convertirla en un centro del culto musulmán, los sultanes mandaran cubrir los mosaicos cristianos. Los viajeros del siglo dieciocho afirman haber visto todavía estos mosaicos, lo que hace creer que en los primeros tiempos de la conquista se cubrieron con materiales poco consistentes, que desaparecieron con el tiempo. La definitiva pintura que ahora esconde los mosaicos es obra de los hermanos Fossati, arquitectos suizos que fueron llamados por el sultán Abdulmecid en 1845. Es curioso comprobar como estas dos civilizaciones luchan entre sí para sobreponerse una a otra y como, pasados los siglos, siguen corriendo paralelamente. Con la llegada de un grupo de arqueólogos americanos han surgido de nuevo éstas joyas del arte bizantino. Constantinopla, frente a la musulmana Istambul renace con ellas en prueba de que no había muerto como suponían los sultanes. Y es curioso que mientras los turcos construían los erguidos minaretes alrededor de la basílica para convertirla en una mezquita, el pueblo seguía llamándola con su primitivo nombre de Ayasofia que en griego quiere decir Santa Sofía, o mejor, divina sabiduría. La Basílica que actualmente admiramos es la tercera. La primera, de Constantino, era de proporciones más reducidas y fue destruida en 404. La segunda, de Teodosio, desapareció en 532. Posteriormente, Justiniano quiso construir la Basílica como la obra más grandiosa y duradera de su Imperio. Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto fueron los arquitectos y se mandaron traer materiales de Egipto y de otras alejadas provincias del Imperio. El 26 de diciembre de 537 tuvo lugar la ceremonia de apertura de Ayasofia al culto. La crónica bizantina nos cuenta corno la corte y el pueblo de Constantinopla esperaron la llegada de Justiniano en su carro de victoria. El Patriarca Menas le tomó de la mano para acompañarle al altar, según el protocolo imperial, y mientras ambos atravesaban la gran nave central, entre las columnas de pórfido y plata, el emperador no pudo reprimir su orgullo y gritó: «Gracias doy al Señor que me ha permitido superarte, oh Salomón». Cargada de historia y construida en uno de los más fecundos períodos de nuestra era, Santa Sofía es uno de los lugares más representativos de la Cristiandad de Oriente. Y es al mismo tiempo, también, uno de los más clásicos ejemplos de esta permanencia del espíritu cristiano frente a la cultura musulmana, de esta disparidad entre las dos civilizaciones. Por más que los siglos mantengan en pie esta Basílica, jamás llegarán a unificarse los mosaicos de Justiniano con los arabescos de los sultanes, las bóvedas amplísimas con los minaretes. Aun queriendo esconder su personalidad, Istambul no podrá terminar con Constantinopla. Seguirán siendo dos ciudades distintas la una de la otra. Por tierras de Turquía nos encontramos infinidad de monumentos y de recuerdos del Imperio Romano de Oriente. Pero quizá sea Efeso, situada cerca de la moderna Selchuk, a pocos kilómetros de Esmirna, la ciudad cristiana primitiva por excelencia. La Iglesia del Concilio, la Basílica de San Juan, la ciudad entera, nos muestran la vida casi intacta de aquellas nacientes comunidades cristianas. A los recuerdos que la piqueta de —los arqueólogos austríacos va desenterrando en Efeso, añade la piedad popular una nota sentimental muy digna de ser tenida en cuenta. Y ello no por su posibilidad o imposibilidad histórica, sino en cuanto representa una nueva floración de la primitiva cristiandad. Se trata de un sensacional hallazgo realizado por el Patriarca de Esmirna en las inmediaciones de Efeso —con la desaprobación de buen número de arqueólogos—. El patriarca afirma que a nueve kilómetros de la antigua ciudad de los Concilios existe la casa donde murió la Virgen. Con ser este hecho más sentimental que científico ha despertado en la conciencia popular una tal devoción que la llamada «casa de la Virgen» se ha convertido en poco tiempo en el lugar más concurrido por los peregrinos del mundo ortodoxo. Los arqueólogos, particularmente un grupo de arqueólogos musulmanes que tienen su sede en la antigua Pérgamo, aseguran haber encontrado en la casita, que la tradición de los campesinos señalaba como lugar del Tránsito de la Virgen, cimientos y vestigios del siglo primero. El Patriarca ha acogido con entusiasmo la idea, ante la reserva de los grupos católicos y al amparo de la tolerancia musulmana. El lugar recibe el nombre de «la casa de la Virgen», que en turco se llama Panaggía Capolu. No podemos, en este breve panorama del mundo ortodoxo, extendernos en considerar la gran influencia de la religión ortodoxa en Turquía. Existen grupos numerosísimos no sólo entre los griegos establecidos desde antiguo en Asia Menor (Micrasia), sino también entre los campesinos no griegos que fueron asimilados por la religión de los vencidos en el momento de la conquista otomana. La misma trascendencia o mayor todavía tiene este hecho en el territorio del Líbano, país de marcada influencia ortodoxa —y también católica, por otra parte— y donde esta influencia se ha canalizado, además, a través del numerosísimo grupo armenio. Siria participa también de ella aunque no en el grado de su vecina república, y Jordania cuenta con la mayor minoría ortodoxa de todo el Oriente Medio. En Jerusalén, alrededor del Santo Sepulcro se aglutina, en efecto, toda la fuerza de creación de aquel imperio de Constantino desaparecido, pero cuya supremacía no ha sido derribada por la Sublime Puerta, ni por el Mandato Británico que modernizó el territorio, ni por el nacionalismo árabe. En Belén, los artesanos que trabajan el cobre y que hacen los rosarios de madera para los peregrinos, son en su mayoría ortodoxos. Si, cruzando la frontera, nos trasladamos a Israel, comprobaremos que, entre la población judía llegada del Norte de Europa, viven todavía los árabes ortodoxos aferrados a la más estricta tradición bizantina. En Egipto, para completar la lista, los cristianos ortodoxos constituyen una de las fuerzas de mayor importancia del país y, a menudo, figuran entre, estos ortodoxos —que allí se llaman coptos— los más importantes industriales, comerciantes y profesionales de la medicina o del derecho, así como los más fuertes terratenientes de la nación. Hay que advertir que la Iglesia egipcia o de Alejandría se separó de Constantinopla, sintiéndose tal vez autosuficiente, gracias a su importantísima escuela de filósofos y pensadores. Sin embargo, los actuales Patriarcas siguen siendo, en su apariencia externa, en su mentalidad, iguales a los que hemos visto en Chipre, en Esmirna, en Antioquía. Es conveniente hacer notar aquí que al hablar de permanencia del espíritu de Bizancio no me refiero a una exclusividad bizantina en todos estos países Por el contrario, en las ciudades que he citado más arriba existen grupos católicos, fieles a la Iglesia de Roma Y no sólo derivados de las misiones franciscanas, sino grupos que de antiguo permanecieron apegados a su catolicismo, pese al Imperio bizantino. Lo que quería significar es que la permanencia de los grupos católicos no entraña una permanencia de las formas políticas de la primitiva Iglesia de Occidente, tanto como los grupos ortodoxos están adheridos a los emperadores bizantinos. Lo asombroso no es aquí tanto la supervivencia de una religión como el increíble vigor con que se mantienen las ideas teocráticas del Imperio. El católico de Oriente Medio, el católico de Grecia es hoy, un moderno. El ortodoxo vive en el si¡lo X, ha vivido siempre en ese siglo. Pero el verdadero centro del mundo religioso a que me refiero no está en la musulmana Turquía ni en el Líbano ni en Egipto, aun cuando esté en Istambul la sede del alto Patriarca. La sucesora de Bizancio es hoy Grecia. Descendamos a lo más tangible. En Turquía, Kemal Ataturk prohibió el uso de hábitos de cualquier religión o rito. La realidad religiosa no se observa pues, a primera vista. Además, la mayoría es allí musulmana y lo mismo puede decirse del Líbano, y sobre todo de Siria y Egipto. Tomar un autobús en Grecia, por el contrario, es darse cuenta inmediatamente de la fundamental importancia de la Iglesia en el país. En las ciudades, en el campo, en los innumerables monasterios esparcidos en el territorio griego, desde Tracia hasta el Ática, tanto como en las islas, la presencia de monjes y «pappas», como son llamados los miembros del clero secular que viven con el pueblo, es total y absoluta. El monje, austero, cetrino, intransigente hasta límites insospechados, tiene algo sin embargo de acogedor, de primitivamente hospitalario. El pappos, más humano, más cerca de los problemas de la gente vulgar —ya que se le permite el matrimonio— vive igual que el pueblo. Es hirsuto, lleva la barba desordenada y la túnica rota. Predica, a su manera, virtudes primitivas, llora con la gente, cuenta chistes, y sus compatriotas le tutean y a menudo golpean desconsideradamente sus hombros, igual que si fuera uno más de entre ellos. Tiene todas las virtudes de Grecia: dureza de cuerpo, infinita resistencia, inteligencia despierta y sentido del humor. Y todos sus defectos: crueldad a veces, sorna, mala intención. Pero en su primitivismo es bueno —con la bondad de la pobreza—, es profundamente hospitalario, igual que todo griego y se observa en él esa conciencia de ser griego que da a su desaliño habitual un absurdo orgullo de pasado glorioso. Hay en las relaciones del pueblo con el clero un curioso fenómeno. El hombre de la calle critica al monje del monasterio y ha perdido la consideración al pappas. Pero entre este último y el griego de hoy, me refiero al griego no formado, existe una comunidad de aspiraciones. El clamor popular de Grecia, en lo político, se alza siempre con la bandera de la Iglesia. Así se hizo la guerra contra los turcos y se proclamó la independencia. Así se ha iniciado también la campaña para la liberación de Chipre. Makarios es un hombre del pueblo. Un producto más de esta raza inagotable. Yo le he conocido durante mi viaje a Chipre hace algún tiempo y recuerdo que enrojeció de ira al hablarme de la Enosis (Unión) de la isla con Grecia. Los pistoleros de la Eoka, I gente buena, eran devotos fieles de Makarios y lo siguen siendo, quizá entre bromas e insultos. A su regreso del destierro, Makarios es el hombre de Grecia. Karamanlis lo sabe y no olvida que todas las ideologías populares proceden siempre de la inagotable o fuente de la Iglesia bizantina. ¿Cómo juzgar este fenómeno? Cuando recuerdo el fanatismo horrible con que el viejo obispo de Corfú me enseñaba la gran reliquia de la isla —el cuerpo ennegrecido de un obispo del siglo X— pienso que esta Iglesia está encerrada en un pasado glorioso sin avanzar un paso. Pero si me detengo a observar la ola de entusiasmo del pueblo ante el regreso de un Patriarca de su destierro, la voz unánime que clama por la libertad, entonces mi primitiva idea vacila pensando tal vez que el porvenir de Bizancio es glorioso como lo fue su pasado. Los más inteligentes entre los griegos de hoy, los Aristófanes, los Anacreontes no cesan de pedir también para su pueblo la liberación de ese fanatismo religioso que les empuja hacia la decadencia. Tienen razón desde su punto de vista. No falta, sin embargo, el Tirteo tosco y un poco brutal y puede ser que esta dureza trágica de Grecia sea su heroico destino, o Puede Kazantzakis, el gran novelista, tener razón cuando combate el mundo decadente de los monjes, con sus defectos, sus errores, su falta de fe. No puedo asegurar que haya visto nada reprobable en los cincuenta monasterios que he recorrido. He oído cantar a los monjes, seis horas diarias, los oficios divinos. Comer frugalmente. He sido recibido con una hospitalidad que raramente he encontrado en Europa, Es posible, sin embargo, que Karantzakis tenga razón en sus diatribas. En cualquier caso, es cierto que es también la voz del pueblo la que critica tan duramente la llamada mentira del ascetismo. Cierto que la despreocupación social de la Iglesia es absoluta en Grecia y que es la creación de una sociedad con bases nuevas, la idea que más interesa en la hora actual. En este sentido, ni la intransigencia, ni la fanática concepción del mundo son útiles para construir nada provechoso. Es verdad que esta renovación de la sociedad en lo económico es muy importante en nuestros días. Quizá, sin embargo, no es todo. Es posible que alguna otra cosa sea necesaria además de la automación, los seguros sociales, las discusiones sobre los salarios con ser todas estas cuestiones de tan fundamental importancia. Quizá el verdadero defecto de la Iglesia griega esté en el exceso de influencia que ejerce sobre la vida de la nación, impidiendo su desarrollo, dificultando su avance hacia el futuro. Este término medio, trata de encontrar un escritor inglés, Baynes, en sus estudios sobre Bizancio. Dice: «Es hora de inventariar la fuerza y la debilidad de la Iglesia Ortodoxa. Cuando hoy examinamos su literatura nos repele con frecuencia su piedad. Con un vivo sentido del horror del pecado, coloca el valor supremo en el don de las lágrimas, y para nosotros, gente occidental, un manantial de lágrimas siempre dispuestas, es una aspiración confinada principalmente a la expresión sentimental del himno. Además, la generosidad de los hombres de iglesia bizantinos surge con demasiada frecuencia de la esperanza en la recompensa del otro mundo». Y más abajo: «Pero hay mucho que colocar en el otro platillo de la balanza. Fue la Iglesia griega la que formuló por el mundo cristiano las grandes definiciones de su credo. Si bien era en gran medida una Iglesia-Estado, se inspiraba en cambio en un espíritu de misión. A ella deben los pueblos eslavos su conversión. Si algunas veces parece subordinada al Estado, en otras ocasiones sufren sus miembros el destierro y la muerte en nombre de la fe. Si condescendió en excesivas concesiones a la superstición de sus humildes fieles, ello la llevó muy cerca de las gentes. Vive entre ellos, alienta su patriotismo y se convierte en el foco de la vida nacional. Conmueve, en fin, al hombre corriente con una fuerza más penetrante que la que hubiera podido emplear una religión más elevada. Y acaba diciendo: «En los siglos oscuros de la dominación turca, fue la que mantuvo vivos los fuegos casi apagados del helenismo y esa misma Iglesia existe hoy, leal todavía a su empeño de tantos siglos». En las palabras del historiador británico encontramos algo sobre las virtudes y defectos de esa iglesia. Lo que resalta por encima de todo es su eminente sentimiento popular, su no adscripción a ideologías al margen de las estrictamente religiosas. Alguna razón podría aducir en defensa de la tan criticada Iglesia de Oriente aun reconociendo su gran error de permanecer encerrada en la nostalgia de un pasado. Esa tendencia a mezclarse con el pueblo ha dado en estos últimos meses los frutos de una verdadera unanimidad en torno a la cuestión de Chipre. ¿Se ha pensado —podría preguntarse— en la influencia que este hecho puede tener en las relaciones entre la Iglesia y el pueblo en la Unión Soviética o en los Estados sojuzgados por ella? Makarios, al luchar por Chipre y en definitiva por la libertad, ¿no puede arrastrar consigo a todo el mundo ortodoxo, hoy sometido por la violencia al Kremlin? La religión en los países de la Europa Oriental, Bulgaria, Rumania, Yugoeslavia y la misma Rusia, está íntimamente ligada a la manera de ser del pueblo. No es una cuestión de opiniones, sino un hecho evidente, que el cristianismo ha inspirado la mentalidad del hombre medio más que ninguna otra ideología hubiera podido hacerlo. En cuarenta años de comunismo, ello no ha podido ser destruido. Ha sucedido por el contrario que la fuerza de esa ideología secular que Cirilo y Metodio llevaron a Ucrania, ha subsistido por debajo de las ideas modernas y ha acabado por manifestarse públicamente esa subsistencia. En la actualidad representa ya un problema para loa dirigentes soviéticos en el sentido de que a través de esa religiosidad se canaliza un sentimiento hostil al Soviet. Y en el sentido de que, si no ahora, más tarde puede ser un aglutinante. Por eso, cuando se habla de la decadencia de la Iglesia Oriental es preciso tener en cuenta que una gran parte del mundo está aún informada por ella y que esa parte del mundo es quizá la clave del futuro. Tal vez nunca ha sido tan deseable como ahora la unión de las dos Iglesias de Oriente y Occidente. La empresa es difícil y, en general, he encontrado en Grecia hostilidad más que simpatía hacia ella. Las diferencias dogmáticas son mínimas, pero en la cuestión de la prioridad de Roma sobre Constantinopla ambas partes serán irreconciliables por mucho tiempo En cualquier caso, aun de llegar a realizarse esa Unión, Rusia quedaría al margen. No son éstas, disquisiciones religiosas que interesen a una parte del mundo Son cuestiones históricas de honda trascendencia moral y espiritual Hoy puede suceder que a nosotros, sin ser budistas, nos interese profundamente el desarrollo del budismo en China. O que a un protestante norteamericano le importe vitalmente la marcha del espíritu religioso mahometano en el Líbano. Todo es hoy interdependiente. FIN
Correspondencia epistolar y alocuciones en torno de la visitación episcopal de 1949: Correspondencia entre el P. Kentenich y el Obispo Auxiliar de Tréveris, Mons. Bernhard Stein. Documento sobre la Historia del Movimiento de Schoenstatt. Edición de estudio 2