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¿Qué es la Ópera?

: apuntes sin una definición1

Arturo Magaña Duplancher2

A menudo pienso que si más gente fuera a la ópera, habría menos necesidad de
psicoanalistas
Leslie Garrett, soprano inglesa.

Uno se siente bien escuchando a Rossini. Lo único que uno siente cuando escucha a
Wagner, son ganas de invadir Polonia
Thomas Pynchon, escritor estadounidense.

La opera es cuando un tipo es apuñalado en la espalda y en lugar de morirse,


canta.
Robert Benchley, actor y humorista estadounidense.

Opera is like a husband with a foreign title - expensive to support, hard to


understand and therefore a supreme social challenge
Cleveland Amory, escritor estadounidense.

De todos los ruidos conocidos por el hombre, el más caro es la opera.


Molière, dramaturgo francés

Definición y comprensión

Un esfuerzo crucial para la comprensión de cualquier materia es una


definición. Múltiples intentos se han realizado desde infinidad de
disciplinas para definir a la ópera. Desde las más simples hasta las
más elaboradas, las definiciones de ópera con que contamos no
parecen ser suficientes para transmitir la complejidad y sencillez, al
mismo tiempo, de un espectáculo que proviene de la tragedia griega 3
pero que hoy se amalgama con múltiples tendencias y formas
1
Versión sintética de la charla ofrecida el 9 de septiembre de 2008 para la
Conferencia Mariano Otero, A.C. Coyoacán, Ciudad de México.
2
Desde 2003 es articulista de la revista Pro Ópera, la revista más importante sobre
el género lírico en América Latina. Es autor de la columna "Almanaque operístico"
sobre historia de la ópera y colabora frecuentemente en las distintas secciones de
la revista. Publica ocasionalmente en otros medios nacionales e internacionales
sobre ópera en México. Desde agosto de 2007 es conductor del programa de radio
Encore!, uno de los primeros programas sobre el género transmitidos en Internet
(http://radiomenteabierta.com/encore). Es licenciado en Relaciones Internacionales
por El Colegio de México. Recientemente obtuvo el premio Genaro Estrada 2007 a
la mejor tesis en historia de las relaciones internacionales de México. Cuenta con
estudios superiores en historia, integración europea y asuntos parlamentarios.
3
Ernesto de la Peña, “Algo acerca de la ópera en México: notas breves acerca del
espectáculo”, en La ópera mexicana 1805-2002, México, Universidad Anáhuac, p.
15.

1
dramáticas, musicales y escenográficas. Por ello, las citas que hacen
de epígrafe a este artículo consiguen con mejor éxito categorizar a la
ópera. De ahí que el argumento central que me propongo desarrollar
tiene que ver con la posibilidad de explicar a la ópera sin necesidad
de recurrir a una definición integral –desafiando incluso la propia
pertinencia de una definición- y haciéndolo mediante la exploración
de los elementos que la conforman.

Rareza y grandeza de la ópera

La ópera es un espectáculo raro, extraño, inusual. Todos los


intérpretes usan maquillaje, vestuario y cantan todo el tiempo.
Incluso cuando cantan en tu propia lengua, lo cual es muy inusual, no
puedes entender ni una sola palabra. Las mujeres representan a
hombres, los hombres a las mujeres, personas de 45 años
representan a adolescentes, contratenores de voz sobreaguda
representan reyes, mezzosopranos representan dioses. Una ópera
podría haber sido escrita en el siglo XIX sobre un tema político o
mitológico que nos remonta al siglo III y sin embargo presentarse en
el próximo Festival de Glyndebourne en un montaje con vestuario y
escenografía que evoca los tiempos de la Segunda Guerra Mundial.

Hay operas serias, semiserias, bufas, cómicas, en un acto, en cinco


actos, grand operas que duran 5 horas, operas en un acto que duran
45 minutos, dramas basados en las obras de Pushkin, Shakespeare o
Victor Hugo o comedias que rayan en lo ridículo, lo absurdo, lo
inverosímil o lo sumamente intrascendente. Se puede hacer una
opera completa para prácticamente una sola voz (The Telephone de
Menotti), o una ópera para solo dos personajes (Il Segreto di Susanna
de Wolf-Ferrari). Hay operas en italiano, francés, ruso y alemán.
También en inglés, en español, en portugués, y en checo bajo los
estándares musicales y literarios occidentales. Pero también hay
ópera china, japonesa, india, africana y turca.

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Es extraña porque los personajes principales mueren y cuando cada
uno de ellos lo hace, le toma 10 minutos de canto en su agonía.
Cuando se enamoran un cortejo operístico dura aproximadamente 40
minutos. En cambio, en la ópera una discusión entre el poder terrenal
y el poder espiritual, como en Don Carlos de Verdi, puede durar unos
cuantos minutos. Es inusual porque genera sentimientos antagónicos
de rechazo y aberración, de aburrimiento y monotonía a los de
sorpresa, éxtasis y fascinación.

Hay arias, duetos, tríos, y números concertantes, es decir, que


involucran a más de 3 cantantes en un ejercicio de armonía vocal que
llegan a septetos como en la Italiana en Argel (siete intérpretes
cantando al mismo tiempo en un ensamble polifónico de solistas).

Son espectáculos sumamente costosos. 7 millones de pesos costó


una modestísima producción, la más reciente en el Teatro de la
Ciudad de Manon Lescaut de Puccini. 20 millones de dólares erogará
el gobierno alemán para la próxima temporada de ópera wagneriana
en la Opera de Bayreuth.

Por tanto es un negocio sujeto a tremendas intrigas políticas, a


leyendas escalofriantes y a los peores excesos de cantantes,
directores, compositores, libretistas y escenógrafos excéntricos. Y sin
embargo, una experiencia operística es probablemente una de las
más bellas, conmovedoras y emocionantes de todas las expresiones
artísticas. Cuando se escucha a una soprano dramática acometer un
aria de bravura como en Aida, a un tenor con un aria romántica como
en Tosca o un coro murmurante como en Madama Butterfly la
experiencia auditiva o visual pasa a una dimensión terciara, es decir,
se recibe una sensación que a juicio de algunos musicólogos transita
por la piel, por el tacto.

Es a veces un espectáculo cruel donde la audiencia insulta al teatro


por anunciarle que la gran soprano está indispuesta, donde se hacen
apuestas informales y espontáneas para ver si a algún intérprete se

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le quiebra la voz en el sobreagudo o para apostar a que el bajo no
podrá vencer a la orquesta en el legato final de su aria. Es cruel
también porque aun el cantante más experimentado puede perder
para siempre su oportunidad de cantar en el teatro por adoptar cierta
actitud – Roberto Alagna en La Scala- o porque una cantante
extraordinaria puede perder el papel por engordar excesivamente- el
caso de la soprano Deborah Voigt en el Covent Garden-

La ópera, dice Peter Conrad, es sobre todo un misterio porque su


origen y esencia es sumamente oscura. A semejanza de los ritos de
iniciación en la religión pagana, que introducían a los neófitos en un
saber sensual, la ópera aborda aspectos de la experiencia humana
que otras artes son incapaces de abordar. Es el canto de nuestra
irracionalidad, es un arte consagrado al amor y la muerte y sobre
todo a los múltiples vínculos entre eros y tanatos.

Desde sus comienzos en los albores del siglo XVII, la ópera es vista
por la elite intelectual de formación clásica de la Camerata Fiorentina
como un tema esotérico derivado de una resurrección de la tragedia
griega es decir como un drama ritualizado por la música.4

En efecto, los grandes personajes de la ópera no obedecen a la ley


moral ni a la social. Estas personas, como Isolda, como Don Giovanni,
como Orfeo, como Carmen, como Calaf, como el rey Marke, cantan lo
que sienten en lugar de manifestar obedientemente como el resto de
nosotros lo que creemos que es necesario decir. Es inconcebible que
estos seres aprendan de la experiencia o se reformen, como
presuntamente tienen que hacer los personajes del drama. Todo lo
contrario, algunos de los mejores momentos de la ópera se relacionan
con las escenas donde los protagonistas rechazan arrepentirse.

Ópera y Sociedad

4
Arturo Magaña Duplancher, “Los 400 años de L`Orfeo de Monteverdi”, Revista Pro
Ópera, año XV, núm. 1, enero-febrero de 2007, p. 45

4
No obstante, la ópera es famosa por su inteligibilidad escasa o nula;
a lo largo de su historia los públicos y a veces los propios intérpretes
han ignorado su significado y por su parte las instituciones fundadas
para exhibirla en general han sido formas de entretenimiento social
que utilizan la ópera como excusa o pretexto. El teatro de ópera,
inclinado a la rutina, agobiado por la burocracia, ha sido anexado por
una sociedad que lo utiliza como un fruto preferido y como una
manifestación de su propia elegancia.

De la Fenice de Venecia al Metropolitan Opera House de Nueva York,


el primer acto de una nueva aristocracia urbana, reafirma Conrad, es
inaugurar un teatro de ópera. La alta sociedad requiere un arte
elevado. Para una élite aún incierta de consolidarse, la ópera es un
rito de legitimación. Es la ópera el manual de conducta de las nuevas
aristocracias del siglo XX puesto que les recuerdan la gloria de las
últimas criaturas distinguidas en un mundo vulgarmente democrático.
Gastan fortunas, arriesgan su vida o abusan de quien sea antes que
sufrir una ofensa a su honor o su reputación. Estos seres
extravagantes- los de la ópera- ofrecen un estilo, un carácter y unas
formas cuya audiencia, deseosa de imitarlos, sabe que solo en la
butaca del teatro puede imaginarse personificando a Manrico, a
Brunhilde o a Felipe II.

Dice un visitante del Metropolitan Opera en The Metropolis (1908) de


Upton Sinclair, “la gente no viene a la ópera para escuchar música
viene a galantear, a explorar y practicar la vigilancia social”. La
heroína de la novela The root of evil (1919) de Thomas Dixon se
opone cuando su acompañante en la vista a la Metropolitan Opera
insiste en entrar en el palco a tiempo para escuchar a la ópera lo cual
implica, según el personaje, una práctica aburrida y
descontextualizada.

Más tarde la ópera fue un escenario eminentemente político donde la


clase dominante defendía sus privilegios mediante la representación
de ciertos títulos y donde el pueblo, desde gayola, vitoreaba como en

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Bellini o Verdi, cantos de democracia, libertad y unión nacional.

Hoy en día la ópera ya no es de ninguna manera un club para la


aristocracia ni un espacio político. Es un club global de fanáticos que
entran al teatro y olvidan su condición terrenal., de hombres y
mujeres, cada vez más jóvenes, dispuestos a endeudarse por las
mejores entradas en cualquier capital del mundo y que ya no visten
de gala para el costoso ritual –Upton Sinclair calculó cinco millones de
dólares en joyas en un solo palco del Metropolitan en una
representación de Boris Godunov, representada para honrar la alianza
con Rusia contra el Eje en 1943-. Y el Metropolitan es hoy, por cierto,
una de las casas de ópera más serias, profesionales y meritocráticas
de la que se tenga memoria en el pasado reciente. La ópera es hoy
un espectáculo que une a elites y multitudes, que convoca a grupos
sociales diversos e incluso antagónicos, que disfruta de la tecnología
digital con la que contamos en el presente y que en buena medida se
encuentra a la vanguardia en la innovación constante dentro de las
denominadas Bellas Artes.

La ópera fuera de la ópera

Otro elemento importante de la ópera de hoy es que ha abandonado


su lugar en los teatros antiguos de las principales ciudades. La ópera
coloniza las ruinas romanas de Verona y Caracalla, levanta escenarios
en el desierto de Santa Fe o en los puertos Suecos o en un jardín en
Inglaterra, Glyndebourne. Cuando retorna a la naturaleza, la ópera
remonta su propia historia. Los anfiteatros romanos al aire libre
reconocen su fuente en los antiguos festivales trágicos Igualmente,
en Glyndebourne, donde en una propiedad de Sussex un conocedor
excéntrico anexó un teatro a su casa de campo, la ópera recuerda su
nacimiento en el siglo XVII como capricho de las elites. Ingleses,
nórdicos y alemanes por igual nunca aceptaron por completo el
carácter urbano de la ópera. Más cómodos en los parques que en los
teatros, buscan ansiosamente la oportunidad de mezclar un día de

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campo con la ópera. Es el mismo caso de los Festivales operísticos en
Pesaro o Estrasburgo o del surgimiento en México de teatros
modernos como el de Zapopan, en Jalisco, que compite frontalmente
con el Palacio de Bellas Artes o las giras de las compañías operísticas
internacionales por espacios al aire libre en Europa oriental, Asia o
América Latina.

El cine ha sido otro instrumento sumamente eficaz. Desde las


películas de Ingmar Bergman, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola
la ópera es parte integral del soundtrack de un sinnúmero de
películas. Recientemente directores como William Friedkin y Woody
Allen, recuperando la tradición de Visconti y Zeffirelli se han
convertido en exitosos registas operísticos en la Ópera de los Ángeles
lo mismo que películas célebres se han convertido en óperas
extraordinarias como The Fly de Howard Shore inspirada en la cinta
de David Cronenberg. La idea de estos ejercicios, dice Kenneth
Branagh –autor de una reciente versión cinematográfica de La Flauta
Mágica- es que “los amantes del cine vayan a la ópera y los amantes
de la ópera vayan al cine”. Ese es el experimento que se ha
propuesto el Metropolitan Opera House con la Live in HD Series que
este 2008 arrancará con la proyección de operas en directo hasta el
Auditorio Nacional de México tal y como se hace en salas
cinematográficas de la Unión Americana. El mundo del dvd y del
video en alta definición proveen a la ópera de otro espacio de
innegable importancia.

Sin embargo, ni aun en las obras más logradas cinematográficamente


puede decirse que el cine sea un vehículo eficaz para obras que
requieren de la ceremonia teatral como único lenguaje auténtico. Sin
embargo, es un medio para llevarlas lejos, hasta donde muchos
amantes de la lírica sueñan con ver alguna vez una ópera de verdad y
no tienen oportunidad de hacerlo.

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Canto, música y drama

Finalmente, creo que para entender cabalmente esta fantástica


creación humana es necesario entender dos relaciones dinámicas,
primero la que existe entre canto y música, y en segundo lugar la que
existe entre música y drama. La representación operística reconoce la
existencia de un conjunto de intereses entre el drama y la música, la
escena y el foso pero incluso en el sector musical hay diferentes ejes.
Los directores y los cantantes tienen conceptos antagónicos del arte.
Birgit Nilsson solía definir la ópera como el canto con
acompañamiento orquestal no a la inversa. En cambio Carlo Maria
Giulini, egregio director italiano cuando dirigió Falstaff en el Convent
Garden en 1982 propuso en broma que la versión ideal de esa ópera
era la que podía ofrecerse sin cantante alguno.

Los directores tienden a menospreciar lo que Boulez denomina


sarcásticamente “proezas solistas” o la batalla entre la garganta y la
orquesta. Algunos directores miran con hostilidad su propia
invisibilidad en el foso y compensan ésta desplazando a los
cantantes. Cuando Karajan dirigió su propia producción de La
valquiria en el Metropolitan en 1967 ordenó elevar el nivel del foso de
manera que su figura se destacase. Al mismo tiempo, oscureció las
luces de la escena y Nilsson rezongó que ella habría podido salir a
tomar un café durante la ópera sin que nadie lo advirtiera. A juicio de
musicólogos como Peter Brook, el predominio del director de orquesta
destruye a la ópera como teatro. En el drama, dice Brook, la acción
humana ocupa el primer lugar y el comentario de la orquesta viene
después. De cualquier forma, los directores de orquesta deberían ser
los aliados naturales de los directores teatrales cuya misión
interpretativa es precisamente integral.

Por su parte, la ópera solía ser el dominio propio de los músicos y


mostraba su arte en actitud de desafío a la verdad dramática. Las
sopranos encopetadas y los tenores italianos desdeñaban actuar.
Cual vocalistas barrocos, su forma anti interpretativa era notoria por

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su insensatez teatral. Peter Brook ha dicho de la ópera que es, con la
maquinaria inerte del régimen cultural que la protege, monumento a
la estupidez humana y afirma que sus profesionales son primitivos
anticuados, torpes dinosaurios excedidos de peso, condenados a la
extinción. Así surgen Sellars, Hampe, Harnoncourt, Barenboim y una
pléyade de directores de escena y músicos que se propusieron y
consiguieron rejuvenecer los polvorientos clásicos de la monotonía y
mediocridad de los estándares de ese baúl que llamamos repertorio.
Hoy los cantantes tienen la doble exigencia de hacer lo suyo, cantar,
y actuar con la misma calidad. Hay grandes cantantes emblemáticos
con ambas habilidades sumamente desarrolladas, pero aún son
insuficientes. Es el caso de Plácido Domingo, Jon Vickers, Renata
Tebaldi, Sherrill Milnes y actualmente de unos cuantos como Andreas
Scholl o Bryn Terfel.

El futuro de la ópera y sus peligros

Y es que el peligro latente al que la ópera se arriesga una y otra vez


es el de la costumbre. La ópera como un espectáculo costumbrista y
tradicional es lo peor que puede pasarle a la reina de las artes
dinámicas. El repertorio de los teatros, con algunas excepciones, es
tan reducido que las obras que lo componen pronto se ven
amortiguadas por el conocimiento usual, los asistentes a la ópera se
instalan en la custodia nostálgica de sus recuerdos y la opera
empieza a ser predecible. Eso es lo peor que puede ocurrirle a la
ópera, un arte que subsiste aún básicamente por su habilidad para
sorprender.

Otro peligro tiene que ver con el crossover, esa epidemia que
amenaza a la ópera con su vulgarización extrema mediante figuras
del pop que intentan transformar al género lírico en música para las
antesalas de los consultorios médicos, los conmutadores y los
supermercados.

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No obstante estos peligros, esta voluminosa y costosa reliquia del
pasado como la denomina Conrad, tan absurda en su reclamo
convencional de que alguien cante al ofrecer al otro una copa de vino
o solamente porque arrebata una carta a otro, rehúsa desaparecer. Al
contrario, año tras año conquista nuevos conversos y es
precisamente conversos lo que exige porque a semejanza de una
religión modifica la vida de aquellos a quienes conquista,
transformándolos en acólitos y partidarios que formarán fila la noche
entera sometidos a la lluvia y el frío con tal de comprar boletos, o
cruzarán continentes para asistir a una presentación; personas que
piensan, hablan, leen y sueñan en relación con este arte que les atrae
poderosamente.5

5
Peter Conrad, Canto de amor y muerte, Buenos Aires, Vergara, 1988, p. 32.

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