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Imagen y ciudadanía: del inconsciente óptico a la fetichización de la imagen fotográfica

El lugar de los hechos está deshabitado; si se lo fotografía


es en busca de indicios.

Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su


reproductibilidad técnica

La fotografía y el inconsciente óptico


Partiendo de un pasaje de Walter Benjamin de en su conocido trabajo sobre la fotografía y
las condiciones de la reproducción de la imagen en los albores del siglo XX, Rosalind Krauss
llama la atención sobre las observaciones del filósofo alemán a propósito de la relación entre
lo inconsciente y el acto de mirar. Al apropiarse de esta noción Krauss intentó conceptualizar
el inconsciente óptico1, pero su exégesis del problema en la obra de Benjamin resulta
insuficiente para abordar con amplitud el tema, por lo que es necesario regresar a La obra de
arte en la época de la reproductibilidad técnica para identificar su origen y condiciones en
que es pensado por el mismo Benjamin.2
Al referirse a los experimentos de Edward Muybridge sobre el movimiento de los
caballos, Benjamin aludía a que una de las revoluciones más importantes del mirar en el siglo
de las cámaras era la posibilidad de referir una experiencia de la visualidad que había quedado
vedada. Vale la pena recuperar aquí ese pasaje, un poco largo, pero esencial para la
comprensión del problema:

… se vuelve evidente que una es la naturaleza que se dirige al ojo y otra la que se dirige a la cámara.
Otra, sobre todo porque, en el lugar del espacio trabajado conscientemente por el hombre, aparece
otro trabajado inconscientemente. Si bien no es cosa rara interpretar, aunque sea burdamente, el
caminar de una persona nada se sabe de la actitud de ese alguien en la fracción de segundo en la que
aprieta el paso. Si bien nos damos cuenta en general de lo que hacemos cuando tomamos con la mano
un encendedor o una cuchara, apenas sabemos algo de lo que se juega en realidad entre la piel y el
metal; para no hablar del modo en que ello varía con los diferentes estados de ánimo en que nos
encontramos. Es aquí donde interviene la cámara con todos sus accesorios, sus soportes y andamios;
con su interrumpir y aislar el decurso, con su extenderlo y atraparlo, con su magnificarlo y minimizarlo.

1
Krauss, Rosalind. El inconsciente óptico. Madrid: Tecnos, 1997.
2
Esta insuficiencia no es de carácter intelectual sino técnico, ya que la autora de El Inconsciente óptico genera
su problematización a propósito de la preparación de una exposición sobre fotografía surrealista. Esta situación
se plasma en un texto que puede resultar a veces muy críptico y muchas veces plagado de tecnicismos propios
del oficio. El resultado es un análisis a dos tiempos, como si se leyeran dos obras al mismo tiempo: una es la
que comenta la particularidad de las obras que motivan la exposición, en tanto que la otra reflexiona sobre lo
inconsciente óptico usando un complejo aparato crítico.
Sólo gracias a ella tenemos la experiencia de lo visual inconsciente, del mismo modo en que, gracias
al psicoanálisis, la tenemos de lo pulsional inconsciente. 3

Es evidente que Benjamin tenía clara la naturaleza técnica del psicoanálisis y por ello
lo analoga a la función de la cámara que permite ver aquello que pasa desapercibido en el
acto natural de ver. Al observar el galope de un caballo un ojo humano es incapaz de ver que
hay un momento en que sus cuatro patas están despegadas del suelo. A tal punto llega la
analogía que no duda en establecer un paralelo entre esta función de la cámara y la
sintomatología del psicótico, del neurótico, o llanamente del acto de soñar.
El psicótico ve el mundo con otros ojos, la realidad se le aparece con un sistema de
coordenadas diferenciado de una “normalidad” como experiencia de lo común.4 Más aún, en
el acto de soñar se genera una narración desfigurada que bloquea el punto de comunión entre
nuestro fantasma inconsciente y la realidad perceptual. La estructura fantástica del sueño es
tan íntima como el acto mismo de sentir. Aun siendo singular, la cámara abrió la posibilidad
de echar un vistazo a la generalidad de los contenidos inconscientes del mirar. 5 Una suerte
de sueño colectivizado.
Pero no se trata solo de la limitación del órgano humano de la visión para percibir las
complejidades del movimiento. La dimensión afectiva que se juega en el mirar también queda
resguardada y a la espera de su reapropiación en los sucesivos actos de mirar. Lo que
Benjamin sugería es la existencia de un componente afectivo en la relación y organización
del espacio cotidiano. Algo tan simple como tomar una cuchara y cuya relación perceptual
entre la piel de la mano y el metal siempre está condicionado en su sentido por el estado de
ánimo del usuario de la cuchara. Hay algo de incomunicable en esa experiencia que queda
reservado a la memoria perceptual del individuo y que solo será evocada al tener experiencias
análogas. Al mirar la fotografía de un hombre usando una cuchara se podrá ver la escena,
pero no la condición afectiva de la persona que sujeta el artefacto: se ve al hombre sujetando
la cuchara, pero no hay forma de acceder a lo que sintió al tomar la cuchara.

3
Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. [URTEXT] [Trad. Andrés E.
Weikert] México: Ítaca, 2003. pp. 86-87. Las cursivas son mías.
La lectura que aquí hago de Benjamín se ha apoyado también en la traducción de Murena y Vogelman
compilada en el volumen: Benjamin, Walter. Conceptos de filosofía de la historia. Argentina: Terramar, 2007.
pp. 147-182. Todas las citas provienen de la traducción de Weikert debido a que es más conocida y accesible.
4
Considérese a modo de ejemplo, el análisis temprano de Lacan sobre la escritura de los esquizofrénicos. Cf.
Lacan, Jacques. Esquizografía. México: Me cayó el veinte, 2013.
5
Benjamin, Walter. Op. Cit. p. 87.
Uno de los problemas evidentes al revisar este pasaje de la lectura benajaminiana de
la imagen es su referencia al cinematógrafo. En efecto, Benjamin esboza el inconsciente
óptico pensando en el cine (en particular, las caricaturas de Walt Disney) así como en los
experimentos fotográficos de Muybridge. Para observar sus efectos en el análisis de la
imagen fotográfica es necesario retroceder al fragmento sobre la fotografía en el que
benjamin hace sus observaciones sobre este tema.6 En ese pasaje, Benjamin escribe que con
el arribo de la fotografía en la imagen “el valor de exhibición comienza a vencer en toda línea
al valor ritual.”7
Uno de los componentes principales, y de los que más han sido estudiados, de la
batería conceptual de Benjamin en este texto es el problema del desplazamiento del “aura”,
que se define en la tensión entre un pretendido “valor de exhibición” y un “valor de culto”,
reminiscencia materialista de los presupuestos marxistas en la lectura de Benjamin y que
podría leerse como un pasaje de la imagen artística -y su valor originario vinculado al trabajo-
a la imagen como mercancía: una tensión que también que se resuelve en términos de
lejano/cercano o de singularidad/masa. En ese pasaje, en primera instancia, lo que termina
por perderse es el aura.
Con la pérdida del aura también se disipa una forma de relación espacio-temporal. La
historia de la humanidad compendia la narración de los vínculos entre el ser humano y el
mundo a través de sus intervenciones técnicas. Cada gran época de la humanidad está
antecedida de importantes transformaciones en la organización del espacio. No es privativo,
por ello, que el aura esté condicionada por una determinada manera de percibir el mundo 8 y
que con cada revolución de la cultura advenga también una modificación de los mecanismos
de percepción sensorial.
El aura está atada a una experiencia única, irrepetible, no colectivizada, de un sentido
espacio-temporal constituido en una lejanía. La críptica definición de Benjamin del aura
como “un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía,
por más cercana que pueda estar”9, adquiere pleno sentido bajo la premisa de que toda forma
de mirar está condicionada por una codificación histórica de nuestro mecanismo de

6
Idem. pp. 58-59
7
Idem.
8
Idem. pp. 46-48
9
Idem.
percepción sensorial. Es una experiencia que solo se logra en la identificación de un pasado,
vivido o no, con un sujeto perceptor actual, un observador. Al mirar una obra de arte se le
percibe sin aprehender las condiciones de su producción, incluida el aura.
En la época de las imágenes reproducidas técnicamente, precedida por el auge del
capitalismo, se pierde todo sentido de lejanía y el sistema perceptual se organiza en las
coordenadas de la proximidad, de la más elemental cercanía, o lo que para Benjamin equivale
a la pérdida de la conciencia histórica.
La sustitución del valor de culto por el valor de exhibición de la imagen deja a la
primera arrojada al universo de lo fantasmático. En el universo de la exhibición queda un
resquicio por el que se asoma el valor de culto: el rostro. No parece azaroso para Benjamin
el hecho de que los orígenes de la fotografía estén íntimamente ligados al retrato como una
de sus prácticas esenciales. En la fotografía, el valor de culto se juega en los recuerdos que
un trozo de papel fotosensible evoca a los observadores al contacto con su mirada.
El retrato fotográfico de una persona solo adquiere pleno valor simbólico gracias a la
mediación de una mirada involucrada con el rostro del retrato. Pareciera que el componente
emotivo no tiene parangón en la historia icónica de occidente y esto se debe a la impresión
de que la cámara logra capturar el espacio y tiempo de un hecho en su acontecer mismo,
como si el acontecimiento fuese encapsulado en el papel. Sin duda, el trabajo de la cámara
no era espontáneo, se requería de escenificación y cierto tiempo de exposición para lograr un
buen retrato. Pero la captura del suceso, aquello que le da valor de culto, no se deriva de su
teatralidad, sino del nudo emotivo que un rostro es capaz de evocar. Al mirar un retrato
propio, o de una persona cercana, hay recuerdos y sentimientos que solo pueden ser
experimentados en singular.
Esta relación entre la organización del mundo, su empleo y el componente afectivo
se define de una manera novedosa con el universo de posibilidades que se derivan del uso de
la cámara. Por ejemplo, una de las prácticas más extravagantes de la fotografía decimonónica
fue el retrato mortuorio, así como la práctica de volver un negativo en positivo involucrando
en el proceso un poco de cenizas del difunto. Así las cosas, el valor de culto en la fotografía
constituye eso que Benjamin llama lo “inconsciente visual”.
Krauss se reapropia del laconismo propio del lenguaje de Lacan y de Benjamin al
tratar lo inconsciente óptico en términos de un saber ignorado en la mirada. El primero de
ellos, en algún momento, dio en llamar al inconsciente “un saber que no se sabe”, tratando
de representar que sus contenidos tienen el mismo peso de un saber sobre una realidad
consciente pero sin tener conciencia de ellos. Esos saberes son determinantes en la vida
humana pero pasan desapercibidos de nuestras experiencias lúcidas del mundo. Para
explicarlo, Krauss recurre a un sencillo esquema que cruza en una cuadratura el fondo y la
figura con sus categorías negativas, no-fondo y no-figura10:

Los elementos superiores esquematizan los dispositivos que posibilitan el mirar


consciente de la imagen, mientras que sus enunciaciones negativas remiten al mirar
inconsciente. En su posibilidad de relacionarse, si se quiere en el entronque de sus
contradicciones mutuas, se genera la producción cultural misma, se abre un cuadrante
imaginario que puede ser inscripto simbólicamente por el arte, la literatura, la escultura o la
fotografía, etc.11 Es decir, que la cultura se produce solo a condición de generar un espacio
imaginario en el que las contradicciones inherentes a la realidad logran resolverse.
En esa solución la imagen queda cruzada por un eje perceptual que permite la
identificación de sus elementos morfológicos, aquellos que quedan expuestos a la visión y
son identificables sin más. Pero al mismo tiempo esa imagen consistente resguarda en su
producción una entidad “opaca”, difusa a la experiencia y tan difícil de asir que queda
atrapada en la intimidad de su productor. Al tomar una fotografía su productor entrega al
mundo el espacio imaginario de un hecho, pero de cuyas implicaciones simbólicas quedará
atrapado. La imagen fotográfica aparece en la tensión de eso que Benjamin llamaba el valor

10
Krauss, Rosalind. Op. Cit. El inconsciente óptico. pp. 27-29 Es interesante notar que el diagrama de Rosalind
Krauss guarda semejanza con los primeros esquemas con que Jacques Lacan trataba explicar la relación entre
lo imaginario y lo simbólico, de manera particular el Esquema Z y el Esquema L. Krauss misma los comenta a
partir de la página 37 del texto citado.
11
Idem. p. 36
de exhibición y el valor de culto, lo imaginario y lo simbólico. Es el lugar de un
acontecimiento único y quizás por ello Benjamin veía en la época del apogeo de la fotografía
su decadencia misma.12
Las condiciones que hacen posible un discurso sobre lo inconsciente óptico
encuentran su mecanismo en la relación entre fantasía y realidad, en ese vaivén de lo
simbólico a lo imaginario. La fantasía, en relación a la fotografía, no es sino un punto de
soldadura entre una realidad representada unívocamente, racional y llena de sentido, y el
abismo de la experiencia singular de donde ha salido.13
A juicio de Edgardo Haimovich quien mejor ha intentado caracterizar esta coyuntura
fue Roland Barthes en La cámara lúcida. Su distinción entre studium y el punctum permiten
entender una relación dividida que sostenemos con las imágenes fotográficas, el primero
designa sus cualidades de identificación que nos permiten asociarlas al ordenamiento natural
del mundo: los objetos fotografiados en función de un orden real. Mientras que el segundo
hace las veces de un pinchazo que divide o fractura la unicidad de la imagen.14 El primero es
un “testimonio que informa”, mientras que el segundo es una “herida” de “flecha”, una
“perturbación de la homogeneidad”.15
El punctum es para Barthes un detalle, un objeto esquivo u ordinario, una macha, etc.,
que se cruza con la mirada. Mientras que el observador dirige su mirada al studium, el
punctum se dirige a él para desviar su mirada, no a otro lugar de la imagen, sino a su “punto
ciego”, al elemento ausente en la univocidad de la imagen: el fantasma. Esto supone que no
hay forma de relacionarse visualmente con la imagen fotográfica si no es a partir del fantasma
propio. Barthes creía lo contrario, que hay dos tipos de imágenes y dos formas de mirar, pero
lo que se le escapa a Barthes es que la fotografía siempre ha sido, desde su origen, un asunto
del cuerpo, incluso en aquellas donde no los hay. En las fotografías en las que hay una
ausencia de cuerpo(s) el punctum es más agudo, por ejemplo en las fotografías de espacios
urbanos sin gente (como en las fotografías de Eugené Aget), pues la ausencia del cuerpo en
la unicidad de la imagen termina por darle sentido. Esas fotografías resultan extrañas,

12
Benjamin, Walter. “Pequeña historia de la fotografía.” En la compilación: Conceptos de filosofía de la
historia. Argentina: Terramar, 2007. pp. 183-200.
13
Haimovich, Edgardo. “Heterogeneidades.” En su: Haimovich, Edgardo y Kreszes, David. Fantasía.
Metapsicología y clínica. Santa fe, Argentina: Homo sapiens ediciones, 2011. pp. 45-47.
14
Barthes, Roland. Op. Cit. pp. 57-100
15
Haimovich, Edgardo. Op. Cit. p. 49
desoladas, pero es esa vacuidad de su representación la que demanda la presencia del cuerpo.
Benjamin identificó el valor de culto con el rostro, aquel elemento corpóreo que se
escapa de la unicidad de la imagen para demandar la presencia de una característica singular
afectiva. Un retrato cualquiera puede ser nada, una cosa, un alguien indefinido, una cara
inexpresiva, pero que al acercamiento con una mirada, una cierta mirada, adquiere pleno
sentido, rememora una presencia al mismo tiempo que señala su punzante ausencia, justo a
la manera en que esas notas sobre la fotografía de Barthes fueron el resultado de un episodio
melancólico al contacto de un retrato de su madre apenas fallecida.

La fotografía como mercancía

En el mundo decimonónico, azorado por el arribo de las mercancías a todas las formas de la
vida en la ciudad, se efectuó el nacimiento de la fotografía y fue interpretada como una
entidad luminosa y fantasmagórica. La fotografía fue el resultado de abundantes
experimentos científicos que involucraban tanto a las cualidades de la luz como a la naciente
química moderna.16 Es un objeto enteramente producido por el influjo de las ciencias
empíricas y la actividad experimental de la burguesía positivista francesa. Fue ese ambiente
inquisitivo el que induce al artista de los dioramas, Luis Daguerre, a centrar su atención en
la naciente fotografía.
Daguerre, con su mentalidad y vasta experiencia en el mundo de los espectáculos
parisinos, lleva a la fotografía a convertirse en una experiencia social. Pero Daguerre es solo
el punto de partida de la masificación de la imagen fotográfica que se transforma con los
avances en la investigación de los procesos fotoquímicos y la reducción del tiempo de
exposición para obtener una imagen, así como en la posibilidad de generar varias
reproducciones de una misma imagen (recordemos que con el proceso de Daguerre se
obtenía una sola imagen).
La fotografía terminó por convertirse en una de las mercancías más sui generis de
finales del siglo diecinueve. Esta afirmación incluso responde a lo que Walter Benjamin hará
objeto de su crítica: la pérdida de la condición auratica de la obra de arte, ya que la sustitución

16
Oubiña, David. Una juguetería filosófica. Cine, cronofotografía y arte digital. Buenos Aires: Manantial,
2009. Confrontar los primeros ensayos sobre el origen de la fotografía en el seno de la experimentación
empírica. pp. 9-26
del valor de culto por el valor de exhibición indica la mutación de la fotografía en mercancía.
Esto ha sido objeto de exaltaciones teóricas en la efervescencia de la cultura de las imágenes
mediáticas al grado de encontrar posiciones que ven en la imagen fotográfica el apoyo central
de la alienación en el capitalismo contemporáneo.17
Sin duda alguna el padre de las tesis en torno a la universalización alienante de la
fotografía es Guy Debord. En los años sesenta del siglo pasado Debord18 preconizó una
actitud crítica hacia los fundamentos del nuevo capitalismo que, para él, significó el paso de
una sociedad que estructura sus relaciones en base a mercancías a una que las media con
imágenes, fenómeno que dio en llamar “sociedad espectacular.”19 Estas posiciones son el
equivalente a la visión fetichizada del mundo a través de la imagen.
¿Qué implica entender a la fotografía como mercancía-fetiche del mundo moderno?
La fotografía se consolidó como la estancia privilegiada para los fantasmas de los habitantes
del occidente industrializado. El proceso con el que se obtenía una imagen fotográfica fue
interpretado de muy diversas maneras, desde los adeptos de las tendencias artísticas (y los
surrealistas) a los científicos y los empiristas sociales, que veían en ella una nueva técnica
para dibujar la naturaleza o el mecanismo más fiel de registro de la realidad.
Así, el origen y sentido de la fotografía se ha debatido entre tres tendencias
perfectamente identificables: (a) el de las ciencias empíricas que la asumen como un
instrumento de registro y exploración de naturaleza, ya sea con fines de conocimiento o
industriales, (b) el de los artistas que la acogieron como nueva herramienta para dibujar la
naturaleza, y (c) el de aquellos que la asumieron como una forma de registrar fielmente la
realidad y enlazarla a la imposibilidad de negar la veracidad de los hechos del mundo, por
ejemplo en el fotoperiodismo.20
Ciencia, arte y documento son tres formas esenciales de la historia del uso de la
fotografía. En los tres encontramos una idea de la realidad como exterioridad capturada por
la cámara. Una cuarta forma de entender la fotografía es como una estancia, una forma de
recurrente en la historia de sus interpretaciones pero volcada a una interpretación subjetiva.

17
Cf. Sontag, Susan. Sobre la fotografía. Barcelona: Mondadori, 2008. pp. 13-33
18
Debord, Guy. La Sociedad del Espectáculo. Valencia: Pre-Textos, 1999.
19
En una de sus premisas más claras afirma: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una
relación social entre personas mediatizada por imágenes.” Idem. §4
20
Cf. Sontag, Susan. Idem.
Pero, ¿cómo se arriba a la interpretación de la fotografía como una mercancía? En su
análisis de la estancia, Giorgio Agamben llega a uno de los momentos culminantes de su
trabajo al establecer un sugerente parangón entre el problema freudiano del fetichismo y el
análisis de la mercancía en la obra de Karl Marx.21 En su opinión, Freud se aproxima al
problema del fantasma en su análisis del fetichismo, cuyo objeto de atención no rondaría la
devoción libidinal hacia los objetos sino a su función de tapar una falta.
Según Agamben, Freud22 centra su atención en el fetichismo como un fenómeno que
surge de la conciencia de la falta de un objeto que nunca existió, en este caso el pene
materno.23 Esto indica que el fetichista busca objetos que sustituyan un objeto perdido que
en realidad nunca existió. Sin embargo, el objeto de fetiche no se coloca sobre un lugar vacío
sino sobre el lugar de un fantasma: el símbolo del fantasma que opera en el análisis de Freud
es el pene materno.

El fetiche, ya se trate de una parte del cuerpo o de un objeto inorgánico, es por consiguiente al mismo
tiempo la presencia de aquella nada que es el pene materno y el signo de sus ausencia; símbolo de algo
y a la vez de su negación, puede mantenerse sólo al precio de una laceración esencial, en la cual las
dos reacciones constituyen el núcleo de una verdadera y propia fractura del yo. 24

Agamben afirma lo anterior porque encuentra una etimología alternativa para el uso
corriente del término asociado al fetichismo religioso y en uso por los antropólogos sociales
a principios del siglo pasado y del que, con seguridad, Freud tomó la nominación. Según
Agamben la palabra fetiche no tiene su etimología en la voz portuguesa “feitiço” sino en el
latinismo “factitius”, artificial,25 y con el paso de los siglos ha pasado a significar tanto a los
objetos fabricados por el hombre como a aquellos objetos encantados por un halo de
religiosidad, permitiendo al análisis del filósofo romano asociar el fetiche tanto a un objeto
tangente de la realidad como al fantasma sobre el que se posa.
Este juego etimológico tiene una brecha por la que se cuela el problema de los objetos.
Al enfrentarse Marx con la naturaleza de la mercancía también dio con el problema del

21
Una comparación semejante la realiza Slavoj Žižek en: El sublime objeto de la ideología. México: Siglo XXI,
2010. pp. 35-58
22
Cf. Freud, Sigmund. “Fetichismo.” En: El porvenir de una ilusión. El malestar en la cultura y otras obras,
Obras Completas, Vol. XXI. Buenos Aires: Amorrortu editores, 1992. pp. 141-152
23
Agamben, Giorgio. Op. Cit. p. 69
24
Idem. p. 70
25
Idem. p. 76
fetiche. Una mercancía no es solo la presencia de un objeto que se abre a los sentidos sino
también la inclusión de algo “inasible”.26 En la artificialidad de los productos del mundo
fabril del capitalismo también se incluye esa referencia a un plus de sentido que deja rebasado
el valor de uso de las mercancías, e incluso el valor de cambio.
Ese plus de sentido es un hueco que le permite al fantasma colarse en la estructura de
la mercancía. Así, Agamben completa el trinomio ontológico de la mercancía: a) su valor de
uso (darse a los sentidos), b) su valor de cambio (darse como una abstracción) y, c) su valor
inconsciente (volverse depositario de un fantasma inconsciente)
El fetichismo de la mercancía consiste en su ser vuelto estancia del fantasma. Su
ejemplo más significativo en el siglo de la industrialización de las sociedades occidentales
fueron las Exposiciones Universales, espectáculo interpretado por sus críticos como una de
las más finas perversiones del capitalismo. En estos términos el capitalismo implica la
fetichización del mundo. Benjamin parece ser esa noble y fina inteligencia que abre la caja
de interpretaciones de la fotografía y su condición de mercancía: el valor de exhibición de la
imagen fotográfica ancla su situación ontológica en la exposición al espacio público y
sacrifica su inasible valor de culto.

La estancia jurídica del retrato: imagen y ciudadanía


Al ciudadano moderno no se le permite prescindir del retrato como correlato de su identidad
jurídica. En todo carné de identidad moderno el retrato y la huella dactilar aparecen juntas
como testimonio de un ser que existe, vive y muere al cobijo de un oikos jurídico. Son una
huella de una singularidad que reclama su isonomía.
Los modernos documentos de identidad jurídica respaldan el ejercicio de la
ciudadanía a través de la escenificación de rasgos orgánicos del individuo: en ellos se
encuentran la singularidad de las diferencias humanas con el poder de una identidad
colectiva. Al utilizar el retrato, y la huella dactilar, como pruebas de la identidad se realiza
una acción invasiva a la vida, ¿acaso como una intrusión de la vida pública en la intimidad
del ciudadano? En realidad, a diferencia de otros dispositivos como los modernos registros
biométricos denunciados por Giorgio Agamben en 2004, la fotografía de retrato escenifica
la producción del escenario político contemporáneo.

26
Idem. p. 78
El ciudadano es el singular de la comunidad política. La comunidad humana extiende
sus raíces en la producción cultural y de identidades que se reproducen en el devenir de la
vida diaria: la comunidad humana, con sus normas y costumbres, tiene como meta enfrentar
el advenir de la vida y exaltar sus diferencias. La comunidad política, por el contrario,
produce la igualdad a través de la ley y tiende a integrar las diferencias: la comunidad política
absorbe e integra a las comunidades humanas para producir la isonomía sin afectar los
movimientos de conservación connaturales a toda comunidad humana.

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