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Octavio Paz, La llama doble.

Amor y erotismo, Galaxia


Gutenberg, Barcelona , 2014, 168 pp.
Liliana Muñoz

La llama doble, más que ofrecer un recorrido por las distintas nociones del amor
en la historia de Oriente y Occidente, busca articular la peculiar idea del amor de
Octavio Paz con su poesía, su pensamiento y su propia vida. Sus palabras: “me
enamoré. Entonces decidí escribir un pequeño libro sobre el amor” (p. 7). El
ensayo, concebido por el poeta durante su estancia en la India (y publicado por
primera vez en 1993), reúne los pensamientos, reflexiones, imágenes y metáforas
sobre el amor que lo acompañaron siempre en vida y arte.
Una aclaración preliminar: en la poesía de Paz, el signo lingüístico (y el amor es,
sobre todo, lenguaje) es invariablemente un “signo en relación”, es decir, un signo
que no posee un significado propio sino en contraste con otro signo. O, como él
mismo lo afirma en su ensayo sobre Lévi-Strauss: “el sentido es una operación, una
relación. […] el yo no existe. Existe un nosotros y su existir es apenas un parpadeo,
una combinación de elementos que tampoco tienen existencia propia”. Esta
distinción resulta fundamental al momento de intentar comprender el vínculo
entre poesía y erotismo que el autor plantea al inicio de La llama doble: el yo no
existe, más que en relación con otro yo; unidos en una oposición complementaria,
los amantes se convierten –en el abrazo– en una metáfora de la experiencia
poética.
El erotismo, el amor y la poesía son, para Paz, formas de conocimiento y
comunicación concreta. Tanto la experiencia amorosa como la experiencia poética
suprimen la distancia que existe entre nosotros y el mundo y deshacen, a la vez, el
velo que nos separa de la realidad. Por eso Blanco, el poema más ambicioso de Paz,
es en igual medida un poema de amor que un poema acerca de la creación del
mundo a través de la palabra: “No y Sí / juntos / dos sílabas enamoradas / Si el
mundo es real / la palabra es irreal / Si es real la palabra / el mundo es la grieta el
resplandor el remolino”. En el encuentro erótico, el yo se funde con el otro, pero el
vacío existente entre el significado y el significante –el vacío que nos aleja de la
realidad sensible– prevalece: palpamos un cuerpo que se diluye y una presencia
que se disipa en medio de las sensaciones. Para Paz, el erotismo deja de ser una
experiencia enteramente sensorial para convertirse en una experiencia –en una
trampa– verbal: la pareja no ve, cree ver, el reverso del lenguaje. Porque el
erotismo y la poesía son la puerta de acceso a una realidad velada, sí, pero se trata
de una realidad que de una forma u otra nos elude: eso que percibimos, en el
momento del abrazo, es también un espejismo.
El lenguaje de los amantes es el lenguaje del cuerpo, la mirada y la imaginación:
movida por el deseo, la pareja se reconcilia con un tiempo anterior a la palabra y
concibe, a la vez, un mundo que no es capaz de nombrar. Así, el amor es impulso e
invención: un sentimiento y una idea. Cuando Paz señala que “el testimonio poético
nos revela otro mundo dentro de este mundo, el mundo otro que es este mundo […]
¿No es esto, por lo demás, lo que ocurre en el sueño y en el encuentro erótico?”(p.
9) no se refiere únicamente a la cualidad más evidente que comparten el erotismo y
la poesía –la percepción de lo invisible– sino también al hecho de que ambos
constituyen, en el fondo, una tentativa de aprehender aquello que persiste más allá
del lenguaje; el amor, en cambio, es el deseo de poseer a una persona –real e
irreal– que está sujeta a la rutina, la muerte y el paso del tiempo.
La llama doble no pretende ser, a la manera de Del amor de Stendhal, un
tratado sobre la pasión amorosa; tampoco tiene –o no únicamente– ambiciones de
carácter socio-histórico, como El amor y occidente de Denis de Rougemont. A
pesar de que comparte con ellos algunos aspectos clave (la indagación histórica, la
exploración del sentimiento amoroso, las concepciones occidentales y orientales
del amor) el núcleo central del libro es la visión (personal, íntima) que tiene Paz del
amor. Quizá sea por esto que algunas de las nociones que emplea a lo largo de estas
páginas (como las de persona y alma, por ejemplo) funcionan mejor como
metáforas o imágenes poéticas que como categorías fijas, cerradas herméticamente.
La confusión estriba, creo, en la pluralidad de significados que Paz otorga a un
mismo término, o bien, en su insistencia en combinar determinadas nociones
antiguas con sus propias interpretaciones modernas. Me explico: cuando el autor
escribe: “se dice que amamos a nuestra patria, nuestra religión, a nuestro partido, a
ciertos principios e ideas. Es claro que en ninguno de estos casos se trata de lo que
llamamos amor […] Se ama a una persona, no una abstracción” (p. 82) sabemos
que se refiere al hecho de que amamos, fundamentalmente, a un ser humano, o,
como él mismo lo afirma en múltiples ocasiones, a un cuerpo y a un alma. Y, sin
embargo, ¿no es su noción de alma, en sí misma, una abstracción? ¿No amamos,
también (o más bien), una inteligencia, una sensibilidad, la imagen de una
persona? ¿Es esto el alma? Paz –fiel a su poética de los “signos en rotación”– va
adoptando, casi sistemáticamente, significados que integran o niegan o modifican
los significados anteriores, de tal manera que su idea del alma (heredada de la
tradición platónica, pero a la vez con connotaciones más amplias) termina por ser,
también, una categoría en movimiento.
El libro puede leerse, además, como un extenso comentario a la literatura
amorosa que alimentó gran parte de su poesía. La aproximación de Paz, sobra
decirlo, no es la del erudito ni la del filósofo: es la del lector individual. Apunta Paz:
“Petrarca es un espíritu menos poderoso que Dante; su poesía no abraza la
totalidad del destino humano, suspendido en el tiempo entre dos eternidades. Pero
su concepción del amor es más moderna: ni su amada es una mensajera del cielo ni
entreabre los misterios sobrenaturales” (p. 76). Su visión es, también, la del poeta:
“pasaron los años. Seguí escribiendo poemas que, con frecuencia, eran poemas de
amor. […] No le será difícil a un lector que haya leído un poco mis poemas
encontrar puentes y correspondencias entre ellos y estas páginas. Para mí la poesía
y el pensamiento son un sistema de vasos comunicantes” (p. 46). En este libro, sin
embargo, se funden el poeta, el ensayista, el lector, el hombre: el Paz que escribe es
el Paz que vive y ha vivido –que ha sentido y padecido– la pasión amorosa. El
movimiento de La llama doble es pendular: Paz utiliza como eje la memoria
histórica para articular su propia visión del amor, iluminando –embelleciendo–
cada pasaje con imágenes poéticas que constituyen en cierto modo la cristalización
de sus lecturas.
El amor es siempre, para Paz, una experiencia doble: son dos los seres –reales o
imaginarios– que se involucran en ella. Porque incluso en el amor platónico (que
“no es propiamente una relación: es una aventura solitaria”, p. 36) existe un cuerpo
de por medio: el amante se enamora de un cuerpo mortal que lo conduce a la
búsqueda de la belleza absoluta. En este sentido, la metáfora que da nombre al
libro: “el fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del
erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza la otra llama, la del amor. Erotismo y
amor: la llama doble de la vida” (p. 8) no es radicalmente distinta de la filosofía de
Platón –en ambos casos el amor es un tránsito, pero en Paz la persona amada no es
solo un escalón en el ascenso hacia las formas eternas: es la encarnación, en este
mundo, de esa inmortalidad. Y, sin embargo, a quien amamos es a un ser mortal:
podremos perseguir a un espejismo, anhelar una sombra, o estrechar una imagen
que nos elude, pero al final el objeto del deseo es, en cualquiera de sus formas,
una persona. Es precisamente esto lo que separa a la sexualidad del amor y el
erotismo; a pesar de que los tres son, en esencia, “manifestaciones de lo que
llamamos vida” (p. 12), solo los dos últimos son una invención propiamente
humana: la sexualidad es instinto animal; el erotismo es representación, ceremonia
fantasmal en donde los cuerpos aparecen y desaparecen. El amor, en cambio, es
erotismo transfigurado, un impulso que “está atado a la tierra por la fuerza de
gravedad del cuerpo, que es placer y muerte […] Por el cuerpo, el amor es erotismo
y así se comunica con las fuerzas más vastas y ocultas de la vida” (p. 156).
El carácter dual del erotismo –placer y muerte– posee, en realidad, un mismo
núcleo: el deseo. Paz encontró en las figuras del asceta y el libertino los dos
extremos del impulso erótico: “ambos niegan la reproducción y son tentativas de
liberación personal frente a un mundo caído, perverso, incoherente o irreal” (p. 17).
Frente al tabú, frente a la represión que las sociedades han impuesto para negar o
atenuar o apaciguar el sexo, el asceta y el libertino hacen de la perversión y la
represión sexual una poética vital cuyo fin es la liberación del individuo. En el
fondo, se trata de una variación incesante del mismo tema: el erotismo como vía de
acceso a una realidad velada. El asceta persigue –a través de la castidad– la
comunión con la divinidad y el ascenso al éxtasis; el libertino, por otra parte,
rechaza la divinidad en busca un estado superior aquí en la tierra. Son dos polos
que se tocan: tanto el uno como el otro persiguen una ruptura con el mundo y una
purificación de la condición humana. Pero el amor “es decir, el verdadero amor, no
niega el cuerpo ni el mundo […] El amor es amor no a este mundo sino de este
mundo” (p. 156); amamos a un ser que sabemos que va a morir y es esta misma
conciencia de la muerte la que nos permite reafirmar la vida: aceptarla y encararla.
Así, mientras el asceta y el libertino emprenden una batalla solitaria, los
enamorados enfrentan, juntos, el mundo que los rodea. Por eso, dice Paz, todas las
parejas son, en realidad, una réplica de la pareja original. Expulsados del Edén, los
amantes se abandonan al tiempo sucesivo en busca de algo que los reconcilie con el
paraíso: el amor, sobra decirlo, es esa reconciliación final. Es una expiación, la
aceptación de nuestra condena.
La concepción que Paz tiene del amor es inseparable de su concepción del
tiempo. Ya en “Carta de creencia”, el poeta apuntaba: “Aparición: / el instante tiene
cuerpo y ojos. […] / Amar: / Abrir la puerta prohibida, / pasaje / que nos lleva al
otro lado del tiempo. / Instante / reverso de la muerte / nuestra frágil eternidad”.
La mujer es el puente que conecta este mundo con el otro mundo, esta vida con la
otra vida. La persona amada –su cuerpo, su presencia– es una visión fugaz que
encarna, por instante, todos los tiempos posibles: “el amor no es la eternidad;
tampoco es el tiempo de los calendarios y los relojes, el tiempo sucesivo […] Es la
percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un
instante” (p. 165). El amor es la conciliación de los tres tiempos. El cuerpo amado
es el de antes, el de después, el del instante en que el presente se afirma y se disipa:
amamos el cuerpo interminable del abrazo y el cuerpo mortal que se erosiona con
el correr de las horas. Porque la pareja está hecha de tiempo, por eso mismo lo
distiende, lo ensancha a libertad, lo convierte en una sustancia que se pliega sobre
sí misma y retorna a su propio cuerpo: “Tu cuerpo son los cuerpos del instante / es
cuerpo el tiempo el mundo”, escribía Paz en Blanco. El amor, entonces, no anula el
tiempo: lo vence, lo convierte en presencia. Ese cuerpo amado es el presente fijo: el
tiempo sin tiempo, sin fin ni principio.
En el encuentro erótico, la persona que tenemos frente a nosotros se transforma
en un enigma: es y, al mismo tiempo, no es la persona que conocemos; es nuestra
creación, sí, pero nosotros somos también una creación de su mirada. En el
momento más intenso del abrazo, la mujer amada se convierte, por un instante, en
una forma que encarna “todas las formas de mundo” (p. 154). Testimonio de los
sentidos: el mundo es real; podemos verlo, palparlo y oírlo. Paradoja: el cuerpo
amado se desvanece, se extravía en el cúmulo de sensaciones infinitas. Porque el
encuentro erótico es un acto de “creación y destrucción. Es instinto: temblor
pánico, explosión vital” (p. 14), no lo impulsa únicamente el deseo de poseer a un
cuerpo que se deshace en nuestros brazos, sino –sobre todo– el deseo de
deshacernos nosotros en los brazos de la persona amada. El erotismo cancela la
función primaria de la sexualidad –la reproducción– para ir en busca de lo que Paz
llamaba “la vivacidad pura”. Por ello, el punto culminante de la experiencia erótica
es el instante amoroso: ese momento de éxtasis, de pasmo, en donde creemos
vislumbrar, al fin, la eternidad.
La última sección de La llama doble es, quizá, la que mayor extrañeza nos
produce en una primera lectura: el saber científico y la deshumanización, el big-
bang y las civilizaciones extraterrestres, los agujeros negros y la inteligencia
artificial no parecieran guardar, en apariencia, relación directa con el tema central
del libro. Todo lo contrario. Para el autor, la búsqueda de la modernidad –una
obsesión que recorre toda su obra– significó, sobre todo, un regreso a los orígenes,
a los inicios de la historia, las civilizaciones y el tiempo mismo, una vuelta a “viejas
y permanentes cuestiones que han incendiado al entendimiento humano: el origen
del universo y el de la vida, el lugar del hombre en el cosmos, las relaciones entre
nuestra parte pensante y nuestra parte afectiva” (p. 149). En esta reflexión sobre el
pasado, Paz encontró la crítica del presente y la incertidumbre del porvenir: ¿qué
lugar puede haber para el amor en un mundo amenazado por los totalitarismos, la
represión ideológica y el malestar social? Paz no pretende –no podría pretender–
ofrecer una respuesta a esta pregunta, sino señalar que nos encontramos en el
momento propicio para iniciar una reflexión que reivindique, desde el diálogo entre
la ciencia, la filosofía y la poesía, la idea de “persona humana” y, con ello, la idea del
amor en esta era vertiginosa.
La llama doble es una pieza fundamental en el universo paciano, no solo porque
ilumina, desde la memoria histórica, la relación que ha existido entre el sexo, el
erotismo y el amor en distintos tiempos y sociedades, sino, sobre todo, porque da
pleno sentido a las obsesiones que impregnan y configuran el imaginario poético de
Paz: el cuerpo y el alma, la sensación y la percepción, el tiempo y el instante, el
lenguaje y la realidad. En La llama doble –y, en general, en el pensamiento
paciano– todos estos temas se congregan en torno a un mismo centro: el amor.
Porque el amor es, para Paz, un acto de comunión, de aceptación del tiempo y de la
muerte, de reconciliación con el mundo y con nosotros mismos; por el amor, el
tiempo se hace presente y las formas se vuelven presencia. En el cuerpo de la
persona amada palpita el reverso del lenguaje: la realidad real, el aquí y el ahora.

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