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QUÍMICA

SOBRE
QUÍMICA

AS
Dedico este libro a mis
amigos: ellos saben quié-
nes son.

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"Lo que no comprendáis es
lo más hermoso, lo que os parezca
más largo, es lo más interesante, y lo
que no encontréis divertido es lo
más gracioso".

(El zapato de raso. Paul Claudel)

"El mejor predicador, el co-


razón. El mejor maestro, el tiempo.
El mejor libro, el mundo. El mejor
amigo, Dios".

(Proverbio talmúdico)

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PRELUDIO

Yo soy una persona bastante especial; creo que iré


explicándome poco a poco porque no quiero asustar a
nadie. En realidad no es fácil ni para mí mismo hablaros de
mis características; en realidad me resulta muy difícil ha-
blaros; estoy acostumbrado a otros cauces de comunicación
más directos, más personales... Cómo lo diría: yo hablo sin
palabras, yo impresiono. Mi oficio es ese: impresionar.
Comprendo que estas abstracciones no resuelven nada
todavía sobre mi personalidad. Soy bueno, no puedo ser de
otra manera. Esta es la columna vertebral de mi manera de
ser: la bondad. Sobre ella tengo ideas muy parecidas a las
vuestras...
Mi trabajo consiste, como ya os he dicho, en causar
impresiones. Mi trabajo consiste en influir. Yo influyo en
las personas. A veces mi influencia es pequeña, porque las
personas son libres y no siempre aceptan un consejo. Yo
soy el representante de la verdad en el corazón de un
hombre, soy el embajador del bien, el delegado de la be-
lleza.
A pesar del poco espacio que necesito para vivir, mu-
cha gente me rechaza y me lo niega. Soy un ángel. Los
ángeles no son un camelo. En el fondo, casi todos los hom-
bres siguen sospechando que el mundo es algo más que un

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simple baile de electrones. El mundo es algo más que quí-
mica y el hombre algo más que un mono con pantalones.
No tengo cuerpo, o dicho de otro modo, tengo tanta
alma que no hay manera de encerrarme en el espacio de un
cuerpo. Comprendo que esto último resulta un poco des-
concertante.
A ver... yo tengo la misma facilidad para moverme
por sitios distintos que tenéis vosotros para viajar con
vuestra imaginación. La diferencia es que yo me muevo
realmente, mientras que vuestras imaginaciones y vuestros
sueños no consiguen generalmente levantaros un milímetro
del suelo: tienen todavía poca potencia.
Entre mis compañeros he adquirido cierto prestigio
gracias a mis ideas, y a mis éxitos. Soy un ángel moderno.
Hace tiempo que arrinconé las técnicas de los maestros
tradicionales: castigos, desgracias, maldiciones, prohibi-
ciones, apariciones, sustos, etc.
Mi sistema se basa en la convicción de la primacía de
la libertad. Libertad y verdad son un binomio poco explo-
rado por los corazones humanos. La verdad es modeladora
de la libertad, es decir, la libertad sólo tiene un límite, una
frontera, que es la verdad. A veces la verdad no es nada
fácil o es muy dura, para esos casos está su resplandor que
es la belleza.
No os perdáis. Hay un maestro enseñando y un
alumno en su pupitre. El maestro es la verdad y el alumno
es la libertad. Hay un libro y un lector que lo estudia. El li-
bro es la verdad y el lector es la libertad. Cuando el alumno
no quiere trabajar, un caramelo le convencerá, ése es el
dulce camino de la belleza.
Lo más fácil de mi trabajo es conseguir que mis clien-
tes hagan actos virtuosos, mientras que lo más difícil, y lo

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que más temo, son los enfrentamientos con el "enemigo";
ahí, frecuentemente salgo mal parado. Soy optimista pese a
todo. La táctica que me ha hecho famoso consiste en arrojar
luz en los corazones de mis protegidos, yo entro en un
corazón y enciendo la luz: se gana mucho en claridad.
Hecha esta operación, comienzo a hablar: dejo caer
palabras cargadas de sentido; son palabras no ligaduras.
Mis palabras cogen de la mano, no conducen a punta de
pistola. El único armamento que utilizo es la fuerza de la
verdad.
Procuro entonces poner a las personas sobre aviso, es
decir les cuento lo que les puede pasar antes de que les
pase, para que cuando se produzca la situación, tengan en
su cabeza una buena solución asequible. Es lo que llamo
teoría de la anticipación o del baño de luz.
Por este sistema he sacado a bastante gente adelante.
Y además tiene la ventaja de ser sumamente respetuoso con
la libertad, porque evito tener que obtener gracias
"tumbativas" de última hora, que me parecen un poco cha-
puceras.
Exponer mi sistema me llevó bastante trabajo en el
último congreso de ángeles que tuvo lugar hace quince
años. No me resisto a transcribir algún párrafo de mi in-
tervención que por lo demás fue bastante aplaudida, dicho
sea desde mi innata humildad.
"Procurando a nuestros pacientes una buena informa-
ción sobre la eternidad y sobre lo que en ella pueden encon-
trar, se consigue una profilaxis que vuelve loco al enemigo,
es decir, se trata de que conozcan las ventajas de nuestro
bando y el modo de recuperarse en caso de "accidente": en
dos palabras, “que conozcan el camino de vuelta a casa”.

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Y en otro momento de mi intervención subrayé: "La
libertad que nos resulta tan imprescindible, queda en todo
caso salvaguardada; en el fondo, todo consiste en enseñar a
amar el bien. ¿Qué amor puede haber en un sujeto que es
prácticamente arrastrado hacia una situación final satisfac-
toria, pero casi violenta? Soy testigo de muchas de estas
chapuzas de última hora y de cómo exigen movilizaciones
generales de nuestros efectivos, con el fin de que concurran
una cadena de coincidencias en el lecho de muerte de hom-
bres y mujeres que hubiesen dado mucho más de sí, si sus
guardianes hubiesen sido menos pasivos desde el primer
día".
Como ejemplo práctico conté a los presentes lo suce-
dido con Ana. Un interesante caso humano que confirma
mis tesis sobre las ventajas de la libertad bañada en luz. Yo
luz y ella libertad...

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PRIMERA PARTE

El amor es demasiado joven


para saber lo que es la con-
ciencia.
(Shakespeare)

II

En realidad empecé a conocerla bien cuando ya estu-


vo crecidita, hasta entonces no había en ella casi nada que
conocer. Yo me había preocupado de sembrar en su corazón
el deseo de la felicidad y procuraba mantenerme al margen
cuando el enemigo la proponía comportamientos
irregulares, o sea, una mentira a sus padres; un choque con
alguna compañera; o lo peor, cuando era inducida a ese
ensimismamiento hermético que hace egoístas a estas
criaturas. Yo sólo me dedicaba a alentar sus deseos de ser
feliz, el resto se lo dejaba a su tierna conciencia, que efec-
tivamente reconocía "religiosamente" sus pequeños desva-
ríos.
El enemigo estaba bajo mi control; yo le dejaba hacer,
él obtenía pequeños triunfos, pero a medio y largo plazo la
victoria era mía una y otra vez. La niña quería ser feliz y
nadie fue capaz de engañarla por mucho tiempo
ofreciéndole productos adulterados. En ella crecía un
corazón dulce pero fuerte; un carácter entero; un alma de
reina. Ana era una obra maestra.

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Pasé algunos apuros cuando llegó la pubertad, en esos
momentos toda ella se mostraba débil y desganada. Eran
interminables las horas que se pasaba delante del espejo
contemplando milímetro a milímetro la geografía de su
rostro y demás piezas de su cuerpo. Yo la miraba desde
atrás. Qué susto se hubiese llevado la pobre de saberlo, pero
no intervine como hacen algunos queridos colegas, con so-
bresaltos o repentinas ráfagas de viento sobre la ventana...
Yo estaba allí dejándola hacer lo que le diera la gana, a
veces me desesperaba. Esta profesión mía tiene siempre
momentos duros en los que uno se siente derrotado.
Pero, era evidente, ahí no estaba la felicidad. No en la
autocontemplación. Y lo supo...
Poco después, tendría ella dieciocho años, las cosas se
me volvieron a complicar. Esta vez no era burdo amor por
el yo, sino la filantrópica idea de volcarse por entero sobre
un chico, que luego costó mucho sacar adelante: Jorge.
Jorge necesitaba de todo menos de Ana. Sus padres se
habían ocupado demasiado del pobre Jorge: la madre era
propietaria y administradora del cuerpo del muchacho,
conocía todos sus secretos y explotaba todas sus posibilida-
des, se diría que hasta la más inocente espinilla temía a la
singular madre. El padre satisfecho de haber encontrado un
juguete con el que entretener a su esposa, olvidaba exigir.
El resultado de esa falta de preocupación por lo más intere-
sante de Jorge, que era su orgullo, fue una especie de má-
quina de ligar. Eso fue lo que creó la madre, eso fue lo que
aborreció el padre. El orgullo se disolvió y tengo que decir
que cuando me metí en el asunto, me costó mucho tiempo
reconstruir al hombre; no quedaba nada, era un desierto.
A los diecinueve años Jorge estaba perfectamente pre-
parado. Su inteligencia, como un regalo olvidado, estaba sin

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desenvolver; su voluntad amordazada; la imaginación loca;
y la memoria muy vacía. Había algunas cosas útiles:
conatos de rebelión y un par de recuerdos de la infancia, y
nada más. Todo un éxito del enemigo. Una marioneta que,
creada por otros, se dirigía a gran velocidad contra mi
patrocinada.
Confieso que sentí odio, mi obra con Ana amenazaba
ruina.

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III

Se conocieron en una fiesta, Ana era la estrella: libre,


alegre, dueña de sus movimientos: encantadora. Lo único
que Jorge tenía era una cara bonita. Ahora ni eso tiene, hace
tiempo que se la comieron los gusanos, y se hubieran comi-
do su alma de no ser por mí, ya veréis.
Patricia era amiga de Ana; bueno, en realidad era
enemiga del alma de Ana; pobre chica, ésta sí que se perdió
del todo. No había nada que hacer, estaba destrozada.
Patricia organizaba la fiesta. Todo iba muy bien, la gente
estaba contenta y eso siempre es buena señal; yo acompañé
a Ana un rato, había allí algunos chicos simpáticos un poco
desmadrados, no encontré en ellos nada que temer, Ana
podía barrerlos de un plumazo, era superior. En vista de la
situación me fui para ayudar a un colega que se encontraba
en serias dificultades con un "sesentón" dominado por el
enemigo.
Qué remordimientos tuve después por dejarla sola.
Como dije, en la fiesta de Patricia estaba también
Jorge. Jorge era un rostro hermoso, producto de una ali-
mentación perfecta y de los cuidados de la cosmética. Y
Ana era todo un deseo, un gran deseo de Amor planeado
por mí.
¡Cómo hablaba ese niño!, ¡qué voz!, ¡qué modula-
ción!, ¡qué entonación!, casi cantaba. Que insustanciales

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palabras pronunciaba con maravillosa ligereza. Él no hacía
caso de nadie y hablaba con todos, se escuchaba. Ana es-
taba fuera de sí, anhelaba que esos ojos azules se fijaran en
ella. Los ojos azules no se fijaban en nadie, se fijaban sólo
en las piezas de carne que se movían armoniosamente al
ritmo de Michael Jackson, como sólo Ana sabía hacerlo. A
Jorge nadie le había enseñado a fijarse en las personas, sus
ojos eran los del carnicero: peso, calidad, lomo, costillas y
sobre todo precios... Para él todo había llegado a ser carne
muerta, sin persona... Ana le iba a demostrar que ella estaba
viva; que las chicas no son un objeto decorativo... Jorge no
conocía más que la dinámica macho-hembra. Para él, la
conversación, el conocimiento mutuo, el cariño, no eran
más que el fastidioso precio del festín. El amor, la entrega,
el sacrificio, ni los olía.
Uno frente a otro se miraron: él con hambre; ella pri-
mero con timidez, pero luego abiertamente. Los ojos de
Ana, al principio, se negaban a admitir su propia cotización
en el mercado de ganados que Jorge tenía montado en su
interior. Era el pudor. Después de un rato, esas ventanas
verde-mar se abrieron de par en par, y entonces entró Jorge,
y entró el vértigo, y entró el frío... Aquellas miradas fueron
para Ana una nueva frontera cruzada, algo que no había
hecho nunca: contemplar complacida cómo otra persona la
miraba con auténtica gula.
Estuvieron toda la fiesta juntos. Jorge utilizaba sus
mejores artes en lo que para él era sólo un juego: la con-
quista. Conquistar es conseguir una posición por la fuerza
de las armas. Jorge era un experto, había clavado muchas
veces su bandera pirata sobre los corazones de las chicas.
Había abordado muchos barcos. Tras el saqueo, abandonaba
esas naves femeninas a su suerte. Muchas se hundían, otras

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se mantenían a flote, pero adoptaban la bandera negra de la
calavera, se convertían en nuevos corsarios.
Pero Ana no era una barquichuela sin rumbo, era una
fortaleza, un acorazado de delicadísimas formas. Esta chica
no puede ser conquistada con vulgares abordajes, hacen
falta armas más sofisticadas. Jorge se dio cuenta en seguida
de que Ana era un peso pesado, todo un reto. Debía andar
con cuidado; "con esta chica no sirven los halagos, ni las
palabras desgarradas, aquí hay que hacer encaje de bolillos"
—se decía—. Un desliz en el vocabulario; un gesto desme-
dido; un ademán de precipitar las cosas, y Ana habría esca-
pado de sus redes. Por eso, se midió, se contuvo, disimuló,
mintió, se hizo el interesante con tal perfección que le pare-
ció que en realidad él era un hombre interesante. Estaba
engañando a una chica, ya lo había hecho en otras ocasio-
nes, eso formaba parte del precio. Pero nunca había sentido
lo que ahora; esta vez, Jorge, se sentía mal. Decirle a Ana
todas aquellas mentiras sobre la amistad y el cariño, sobre
su interés por los demás y sobre sus estudios le pareció un
sacrilegio. Por primera vez deseó ser así, deseó ser honrado,
idealista, coherente, trabajador. Deseó ser un hombre. Se
daba cuenta de que al lado de Ana crecía... "Si no fuera
porque hacía casi un mes que no iba a clase y por todos
esos suspensos..." —se lamentaba—. Durante un rato Ana
fue para Jorge como un examen de conciencia. Pero al fin
desistió: no cambiaría, no podía... ni por Ana..., era
necesario fingir.
Ana era ajena a todos estos pensamientos y a cual-
quier otros, estaba embrujada por unos ojos azules que sólo
la miraban a ella.
—No sabía que os conocíais... —dijo Patricia con
mucha ironía.

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—Nos estamos conociendo ahora —respondió Ana.
—¿Y qué tal? ¡Se ve que os acopláis muy bien!...
—Insinuó—. Vais muy deprisa, eh..., vosotros no perdéis el
tiempo. Bien, bien. ¡hala Jorge! manos a la obra... —y se
fue.
Ana se asustó, aquellas palabras eran un aviso. Pero
la pobre estaba seducida, sus ojos habían perdido el brillo, y
el carácter indómito de mi niña había sido reducido a la es-
clavitud: el jinete concluía su trabajo de doma.
Quiso replicar, pero Patricia ya estaba de espaldas, y
ella, aunque sintió el dolor agudo de las banderillas, no fue
capaz de luchar, sonrió estúpidamente y se ruborizó. Sus
ojos se refugiaron en el suelo, por él se arrastraron como
gusanos... Le ardía el rostro. Se sentía humillada y
ofendida. Y entonces los brazos de Jorge la engañaron.
Patricia, como muchas otras personas, piensa que las
fiestas tienen éxito cuando los invitados ligan, ella quiere
que sus fiestas tengan éxito, sus orgías tienen fama de ser
las mejores. Su mayor preocupación es traer niñas nuevas,
monas por supuesto. Le encanta ver disfrutar a sus invita-
dos; por eso se preocupa de que se formen parejas. Patricia
tiene demasiado dinero y demasiado éxito. ¿Es guapa?:
"terriblemente" guapa. ¿Es interesante?: en absoluto. Ese es
su fallo: no tiene nada que decir. Sólo repite chismes, habla
de ropa y de marcas. Su conversación dura quince minutos,
después ya no sabe de qué hablar. ¿Es inteligente?: no se
sabe, ni ella misma lo sabe; para eso hay que pensar y a
Patricia pensar, la agobia. Es una mujer objeto, un bonito
paquete de átomos. Eso es.
Jorge se sentía victorioso por los comentarios de Pa-
tricia —observadora y descarada— y también por la falta
de respuesta de Ana, que se había puesto colorada a las pri-

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meras alusiones de aquélla. Él fingió protegerla, pero en
realidad se preparaba para realizar el abordaje.

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IV

Se hacía tarde y Jorge pensó en dar un golpe de mano.


Levantó la vista por entre toda la gente paseando sus ojos
por el gran salón hasta que descubrió lo que buscaba. Había
que dar "algún paso" antes de llevarla en el coche a su
casa... Poco a poco fue conduciendo a Ana hasta aquel
rincón junto a las cortinas azul marino, las únicas de la
habitación que estaban cerradas. Siempre hay un lugarejo
como este donde acampan las sombras, el cementerio de la
luz.
Aquel rincón con el busto de Beethoven en bronce,
entre el piano y las cortinas echadas, fue testigo de un beso
a traición que Ana no entendió, pero al que se entregó,
porque no estaba pensando, estaba embrujada por una
mirada azul que en esos momentos vio muy de cerca...
—Me tengo que ir —dijo Ana todavía en los brazos
de Jorge. Y comenzó a soltarse.
—Vámonos —contestó Jorge. Estaba satisfecho de su
pequeño triunfo: "ya es mía —pensó—, otra". Y comenzó a
planear el paso siguiente. Y mientras lo hacía barrió de
nuevo el salón con la vista buscando testigos de su éxito...
Y en aquella barrida vio muchos chicos y chicas, can-
sados ya, pero que seguían moviéndose, algunos haciendo
contorsiones verdaderamente meritorias. Sí, había testigos,
un par de amigos le guiñaron el ojo, ese era el aplauso que

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buscaba. Nadie estaba borracho todavía. Pocos hablaban, la
música estaba terriblemente fuerte. Poca luz, la de la tarde
que caía; excepto en aquel rincón que tenía las cortinas
echadas, allí casi no había luz. Era preciso que no hubiese
luz, Jorge hubiera deseado las tinieblas.
Pero Ana ahora deseaba la luz, por eso dijo: "Me ten-
go que ir", tenía que abandonar aquel rincón oscuro con el
que soñaría toda la noche. Tenía que abandonarlo inmedia-
tamente. Trataba de recoger del suelo sus propios añicos.
En la calle tenía Jorge su Golf GTI nuevo. El premio
de su padre al liberarle de su esposa. Esta razón, no confe-
sada, había sido sustituida por la de haber aprobado mala-
mente la primera asignatura de la carrera, tras dos años de
indolentes intentos.
En el coche, más música, pero esta vez suave, lenta,
casi sucia, cómplice de anteriores aventuras. Aquello no
fallaba nunca.
Pero eso era demasiado. Ana despertó. Reapareció el
brillo de los ojos. No, no iría más allá. Conjuró por un
momento el embrujo y tomó las riendas de sí misma.
En efecto, apenas se escucharon los primeros compa-
ses y se oyó la voz sensual, Ana giró el botón del aparato
hasta que sonó "click"; se hizo el silencio y dijo con deter-
minación: "Vivo en Pajares 54, a diez minutos de aquí".
En casa me encontré con una Ana deshecha,
¿enamorada?, no, herida de muerte. No quería cenar nada,
esto fue lo que me hizo sospechar. Se fue a la cama tempra-
no, pero no dormía, no tenía sueño, esa noche Ana iba a
soñar despierta. Me alarmé, yo había estado ausente toda la
tarde y entreveía algo de lo que había pasado. Pero para
hacerme una idea cabal, tuve que pedir informes a varios
compañeros que habían estado en la fiesta. Gracias a Dios

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no me faltaron informadores. Uno me dijo, después de
contarme todo lo que acabo de decir, que no me descuidara.
Fue una admonición que me hirió. Además me explicó que
Jorge estaba absolutamente fuera de control, de nuestro
control; que su custodio debía yacer maniatado y
amordazado por cualquier sitio.

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V

... Y yo, preocupándome de que un sesentón comple-


tamente borracho llegara a su casa sano y salvo... ¡valiente
pérdida de tiempo!
Todas las noches Ana solía invocarme. Breve, pero
cariñosamente, me llamaba... Esa noche no lo hizo.
Bien, reflexioné, éstos son los hechos, no hay que
agobiarse, yo soy un profesional, además no exageremos,
aquí no ha pasado nada. Cualquier principiante iría en se-
guida con el cuento a su madre, la cual se pondría nerviosí-
sima, trataría de sacar a la niña todo lo que había pasado,
etc. Pero eso no me convence, demasiado tradicional. Tengo
algunas experiencias de lo contraproducente que resulta, a
veces, la moralina materna. Seguro que esta señora exage-
rará, sacará las cosas de quicio, no entenderá nada y hasta
puede que la castigue.
Necesito un plan, necesito pensar..., pero con calma...
En estas cavilaciones me encontraba cuando de pronto, noté
que algo raro estaba pasando, me volví y vi que Ana
sentada con los brazos cruzados sobre la ventana, estaba
confundiendo cosas. Miré mejor y vi un ir y venir de ideas.
Por su cabeza pasaban un millón de rápidos deseos, miles
de imágenes, sensaciones y apetencias, mientras sus
convicciones, como trenes parados en una vía muerta, eran
saqueadas impunemente. La estaban robando su más

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valioso tesoro y ella no reaccionaba. Casi podía ver dentro
de sí al enmascarado que rompía los cristales y se
apoderaba del cofre donde guardaba su libertad. El corazón
de Ana tenía todas las puertas abiertas, y dentro, un ladrón,
lo manchaba todo con sus sucias huellas.
Realmente el enemigo no había perdido el tiempo.
¿Tendría que tirarme de las plumas toda la vida por aquel
descuido mío?
Pero lo que me hundió al contemplar esa alma tan
querida para mí, fue ver la confusión que reinaba en ella.
Ana no estaba enamorada: sólo quería abrazos y, además,
los había confundido con aquello que hasta entonces era
sagrado: la felicidad. Cuando una persona confunde la
verdadera dicha con un puñado de sensaciones
electrizantes, entonces puede decirse que su corazón está
enfermo.
—No Ana, eso no es la felicidad —intervine—, no
puedes venirme ahora con esas, no es serio, por ese camino
vamos mal, ¡déjame que te hable! —pero mis palabras
sonaban a campana rota. Toda mi labor se tambaleaba.
Y la confusión crecía, como crece la avalancha de
nieve al rodar por las montañas. El enemigo estaba
pletórico y me retiré, fue una retirada táctica; por la mañana
las cosas estarían más tranquilas, las aguas se habrían
calmado.
Yo soy un experto, no tengo nada que temer —me
dije—, he puesto unos buenos fundamentos. El que mi
posición esté ahora en crisis no quiere decir nada, ya he
pasado antes malos momentos. Ana terminará por darse
cuenta de que la felicidad que su alma desea encontrar no
reside en el complejo de reacciones químicas que provoca
el placer.

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¿Qué es el placer?, quizá en el fondo no es más que
química. ¿Y la felicidad?, la felicidad es algo más interior,
es estar a gusto con uno mismo, es sentirse útil, es saberse
libre, saberse dueño de uno mismo. El equilibrio, la
armonía, la unidad, la integridad, esos son los compañeros
de la felicidad. No es lo mismo el placer que la felicidad.
De hecho, a veces uno es feliz dentro de un cuerpo dolorido
y otras, en medio de un placer enorme no se encuentra la
felicidad. Incluso diría que no pocas veces el que busca el
placer espanta su propia felicidad.
Esto, Ana lo sabe, lo tiene muy dentro, hay que espe-
rar, hay que esperar. Mírala —me decía a mí mismo—,
ahora se ha quedado dormida, son ya las tres de la madru-
gada, mañana no habrá quien la saque de la cama.

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VI

Como yo no duermo, no lo necesito, y tenía tiempo,


decidí echar un vistazo a la conciencia de Jorge. Me des-
placé en un abrir y cerrar de ojos hasta su casa, grande, rica.
Mal empezamos, se oía ruido, ¡a esas horas!, muchas voces.
La televisión estaba despierta y él estaba dormido, vestido,
tirado sobre un sofá, con varias revistas en el suelo. Con
Jorge dormido mis investigaciones habían terminado. Ver
sus sueños sí puedo, pero de ahí no se concluye nada.
Cuando llegué el muchacho soñaba que era pequeño y que
su madre le daba a comer trozos de nube. Le apetecía una
nube y ella se la daba en trocitos. Su madre le daba siempre
lo que quería, quizá por eso él no quería a su madre... Sólo
era su esclavo, esclavo de la mano que satisface los
gustos...
Lo que sí pude comprobar es que estaba solo, es decir,
que ya no le influía su Ángel: el pobre estaba en un estado
de desesperación espantoso.
—Sólo confío en la impresión que le pueda producir
la muerte —me dijo—. Lo he probado todo, no reacciona,
está completamente vacío.
Me quedé atónito. Allí supe también que Ana era una
más en la larga lista de Jorge. Su pobre ángel me pedía
perdón sin cesar, como si él tuviera la culpa. Se deshacía en
promesas de esforzarse y de intentarlo todo otra vez.

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Le pregunté por la infancia de Jorge, algún recuerdo
aprovechable, algo donde agarrarse, un punto de apoyo
donde hacer palanca. Sólo recordaba que era muy orgulloso
de pequeño, un crío con amor propio, de los que aprietan
los dientes y se sorben las lágrimas. Pero todo eso ya se
había esfumado, ahora era un siervo, un animal doméstico
de la sociedad de consumo, obediente a los impulsos de la
publicidad, y fiel a los dictados de la moda; lo propio, lo
individual, no tenía lugar.
Una cosa había; no soportaba a los que eran como él.
Curiosa paradoja de un ser que, disfruta de su ser vano,
pero que no aguanta y desenmascara rápidamente a sus
compañeros de viaje. ¿Por qué? En el fondo —pensé—
debe odiarse también a sí mismo. Se debe descubrir a sí
mismo en la gente vacía y no le gusta lo que ve. No baja a
la bodega de su alma; teme que allí no hay vino bueno.
Tomé mentalmente nota del dato. Habrá que trabajar el
higadillo a este desgraciado...
Cuando volví a casa era ya de día y Ana seguía acos-
tada. La vida volvería a ser normal en breves instantes y
probablemente el sueño habría reparado las heridas de la
noche anterior.
Pero no, apenas era mediodía cuando sonó el teléfo-
no. Era Jorge que preguntaba por Ana. Estuve a punto de
cargarme la instalación, pero este tipo de acciones no me
gustan, son violentas. Yo soy un formador, no un terrorista.
—¿Cómo estás? —preguntó la voz más hermosa del
mundo desde el otro lado del hilo. Y prosiguió sin esperar
respuesta—: perdóname por lo de anoche.
Me indigné; este chico se ha leído un libro, éste se las
sabe todas: no hay como pedirle perdón a una mujer
después de haberla divertido. Es un truco viejo, ella queda

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libre de culpas y además se le ofrece la ocasión de
enfadarse un poco con el que se acusa de "abusón".
Y mi Ana entró al trapo como un corderito:
—Sí, te pasaste Jorge, sobre todo con lo del coche,
pero ya hablaremos.
Jorge ya no se acordaba de qué era lo del coche, que
él supiera en el coche no había pasado nada, pero daba
igual, él no quería entender a Ana, él quería otra cita.
—Tienes razón, no tenía ningún derecho. ¿Cuándo
quedamos?
Y Ana dijo:
—No sé...
—Podría ser esta tarde —añadió Jorge—. Mi her-
mana Cristina celebra su cumpleaños, será una fiesta de las
de verdad. No tienes que traer nada.
—Pero... Jorge, si yo no conozco a tu hermana.
—Pero ella a ti sí, nos vio ayer, ¿sabes? y está empe-
ñada en que vengas, fíjate que me ha hecho llamarte a estas
horas...
—Bueno, y ¿qué tengo que llevar?
—Nada mujer, lo que se te ocurra, le gustan mucho
los bombones.
—¿Sabes lo que te digo?... Que no voy.
—Pero Ana ¿cómo que no vienes? Te lo suplico, no
puedo aguantar a la gente de Cristina, tienes que estar tú o
moriré.
Un silencio de nuestro lado y en seguida más insisten-
cia por parte de Jorge, insistencia y más insistencia. La
estaba obligando. Aquello era terrorismo sentimental, era
abrir los corazones con una llave falsa. Me sublevé: si
quieres terrorismo lo tendrás, y en ese momento provoqué
un corte de líneas que afectó, según supe más tarde, a un

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par de kilómetros a la redonda. Y eso sin moverme, un
pequeño pensamiento fue suficiente. Era el primer acto in-
noble de mi brillante carrera. Me consolé un poco pensando
en aquello de "quien a hierro mata, a hierro muere". Pero
esto no me tranquilizó, ¿es que yo también, me hundía?

55
VII

De todos modos Ana acudió al cumpleaños de Cristi-


na. Cristina era una mujer de mundo, un año mayor que
Jorge. Lo había visto ya todo y no le llenaba nada. Mucho
más profunda que su hermano, se comportaba, sin embargo,
de un modo caprichoso y cruel con las personas. Distinguía
tres categorías: los besugos, los tiburones y los delfines.
Tres tipos de pescado en honor a su oficio de pescadora, o
mejor hubiera sido decir: cazadora.
Elegía sus presas cuidadosamente, pero no se las co-
mía. Sólo las probaba y las devolvía sangrantes al océano
de la vida. Ella era un tiburón o también un lobo; su
hermano Jorge era un besugo, es decir, un estúpido al que
alguien había sacado las entrañas y metido una manzana en
la boca: su madre. Delfines había muy pocos, Cristina se
sentía como una diosa. Todos estaban a sus pies.
En la fiesta de Cristina había tiburones y muchos be-
sugos de los dos sexos.
Cristina era lista, estaba matriculada en algún curso
de Económicas, pero a esto último le dedicaba menos
tiempo que su hermano al Derecho. Lo que sí hacía Cristina
era leer. Leía de todo sin adherirse a nada. Hoy el De-
cameron, mañana la Biblia, y pasado Macbeth. Tenía dos
amigas que la seguían: Belén y Susana. Belén abundaba en
la línea sentimental con mucha perrería. Susana cargaba

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más en lo intelectual: brillantez en los estudios; análisis
muy ponderados; cierto interés por la política y además
tenía gafas. Tres grandes tiburones.
Ninguna de las tres amigas esperaba gran cosa de esa
fiesta de cumpleaños: demasiados compromisos, jugar en
casa les obligaba a guardar las formas. Sobre todo a
Cristina que tendría que atender a todos, e incluso
agradecer regalo y visita, adular y dejarse adular. ¡Qué
asco! Sólo pensar en eso le producía náuseas. Ella estaba
hecha para el combate, para lanzar sus uñas contra los ojos
de los delfines, besugos y tiburones. En resumen, se
preparaba una sosa velada. No lo habían comentado entre
ellas, no hacía falta, cada una lo comprendía así y sabía que
las otras a su vez pensaban igual. ¡Esta noche todos
besugos!
Pero pronto habrían de cambiar de idea.
En efecto, la noche anterior en casa de Patricia,
Cristina había visto a su hermano Jorge con Ana, ¡una chica
nueva! No pudo evitar una cierta curiosidad por saber cómo
había acabado el romance de su hermano. Esa mañana
había abordado a Jorge en el jardín cuando éste, cubierto de
Copertone, estaba tomando el sol porque le sentaba muy
bien un poco de coloradito en la cara.
Jorge se sintió halagado por la pregunta y exageró su
aventura bastante, inventando todo lujo de detalles y
entreteniéndose en ellos para impactar a su hermana. ¡Pobre
payaso! Hay muchos de estos por todas partes; estos Jorges
proceden todos del mono.
Cristina al cabo de un rato y sin dejar de mirarle a sus
bonitos ojos azules, le escupió a la cara una palabra:
"mentira"; "mientes, no has podido con ella, es demasiado
grande para ti, sí, ella es un delfín". Jorge se puso de pie y

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dijo que no exageraba, juró varias veces, hasta que su
palabra de honor se cotizó bajo cero. Ahora era Cristina la
que estaba sentada en la hierba mirando las nubes y desde
esa postura y sin insistir en su certeza de que Jorge mentía,
para no exasperarle, dijo: "invítala, que venga esta tarde".
Le besó en la cara y mirándole de soslayo y con gran ironía
le dedicó un: "querido hermanito, a mí no se me engaña..."
Y es que, Cristina, conocía muy bien la naturaleza
miserable y embustera de los descendientes del orangután.
No en vano era domadora, cruel domadora de muchachos.
Ella conocía muy bien los resortes que hay que accionar
para convertir un ser humano en un mandril.
“Invítala, que venga esta tarde”. Cristina quería
conocer de cerca a esa Ana, ver si se podía jugar con ella,
catalogar su naturaleza.
Así fue como se produjo aquella llamada telefónica y
la otra posterior cuando los técnicos localizaron y
arreglaron la avería que yo produje.

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VIII

Ana llegó a las 6:00. Yo temblaba. Ayer las cosas


transcurrieron en terreno neutral, pero hoy, Jorge jugaba en
casa. Estudié, con ayuda de mis colegas el terreno; y la
verdad es que abrigaba ciertas esperanzas de hacer que se
desmoronaran las sucias maquinaciones de Jorge. El plan
consistía básicamente en mantenerles separados, y
conseguir que Ana conociera algunos detalles más sobre su
torpe amiguito. Tierra de por medio e información, la clave
está en la información...
Ana fue derecha hacia Cristina la felicitó y la entregó
una gran caja de los mejores bombones, química sobre
química. Cristina tuvo por primera vez cerca a Ana y algo
llamó su atención. Quería examinarla despacio. La retuvo.
Belén y Susana escrutaban también a la "pequeña" que
entraba por primera vez en un nido de víboras. Los ojos de
Cristina se habían clavado en Ana y la inmovilizaban, como
inmoviliza la mirada de una cobra. Se sentaron juntas. En
seguida apareció Jorge en busca de su reciente conquista.
Fue rechazado por su hermana sin contemplaciones:
—Vete besugo, no ves que estamos hablando.
El siervo no insistió y fue a buscar alguien con quien
pasar el rato, pronto encontró a otro compañero de su raza.
—Vamos a ver Anita, ¿tú quién eres? —preguntó la
loba.

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Nunca se había enfrentado Ana con esa pregunta, ¿tú
quién eres?, así, a quemarropa, como un tiro. "¿Yo quién
soy?, ¿sé yo eso?; no, no lo sé". —Se respondía a sí misma.
"Pero ella sí lo sabe, está claro que sabe quién soy, sabe
mucho de mí, fíjate qué ojos, me mira y me ve por dentro;
Cristina es una diosa, lo sabe todo".
A Ana se le pusieron los ojos tristes, se sentía desnuda
ante una divinidad poderosa. Para su anfitriona, que estaba
esperando recibir la respuesta, aquella repentina tristeza,
resultó turbadora. Cristina se conmovió; su intención era
atacar, jugar con Ana, abrirla por dentro, hacerla saltar en
pedazos; pero cuando se dio cuenta de que la pequeña no se
defendería, que podría rasgar y morder sin obstáculos a esa
chica, entonces se sintió mal: esos ojos grandes de Ana, tan
tristes... Cristina pensó: "Ana es una princesa, es
maravillosa". A su lado ella era insignificante, cruel; su
imagen de Ana creció hasta hacerse muy grande. Ahora la
pequeña era ella y se avergonzó de sí misma. Los ojos de
Cristina se oscurecieron, eran unos ojos muertos: vencidos.
Estaban empatadas. Ana apreció el cambio y en lugar de
retarla, bajó la mirada como quien se rinde, como quien se
ofrece. Y luego volvió a mirar de frente, con sencillez, con
decisión, era una mirada de curiosidad: "¿Por qué sabe
tanto de mí Cristina?". Olvidó que tenía que contestar a una
pregunta. En ese momento Cristina fue conquistada y sus
ojos fueron por primera vez en mucho tiempo maternales,
cariñosos.
—Ana, ¿no me contestas?
Así comenzaron a conversar. Al principio, Ana estaba
torpe, pero poco a poco fue animándose. La primera en
interrumpir fue Patricia.

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—Ana, creí que te interesaba conocer mejor a Jorge,
pero veo que prefieres negociarlo con su hermana...
Fue Cristina la que respondió:
—¡Calla!, tú no entiendes de negocios, por eso te
vendes tan barato.
El trallazo fue fulminante, Patricia desapareció.
Casi a la vez se sentaron al lado Belén y Susana.
Había que estar allí, ¿qué hacía tanto tiempo Cristina con
esa cría?
—Qué, Cristina, ¿ahora trabajas de canguro? —
ironizó Belén a su derecha.
—No, es que está regañando a esta niña porque no va
a Misa —redondeó Susana desde la izquierda.
—Mira Ana, te presento a Belén y a Susana, mis me-
jores amigas, gente lista. No las hagas caso, si no se meten
con alguien no están a gusto, pero son buenas. ¿Buenas? Sí,
casi buenas, en algún sentido. ¡Chicas!, Ana es mi delfín
blanco. Y siguieron hablando las cuatro mucho rato...
Yo estaba sorprendido, qué saldría de aquellas amista-
des tan extrañas.

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IX

Cristina se sentía feliz con Ana, no echaba de menos


el baile, ni las copas, no quería nada. ¡Qué fiesta! Las cua-
tro hablando sin parar, se lo estaban pasando como nunca.
Cristina entraba en el alma de Ana, visitaba sus salones;
abría armarios encontrando en ellos una riqueza nueva, una
frescura original. Verdaderamente el alma de Ana era como
un palacio lleno de tesoros por todos los rincones. Lo que
para Cristina eran piedras preciosas, para Ana no era más
que material ordinario; y esto, enloquecía todavía más a
Cristina.
—Que ¿qué opino sobre la música? Que unas músicas
llenan y otras vacían. Queen, ¿por ejemplo? Hay que tener
cuidado con ellos, como con Julio Iglesias; estos roban,
mientras que Dire Straits y Mike Olfield llenan. Unos dan y
otros quitan. Las músicas son como las personas, las hay
con carga negativa y las hay con carga positiva, los neutros
son los peores.
—Ana, tú tienes carga positiva, eres un protón —dijo
Cristina.
—Y tú eres como un almacén, tú eres un
condensador, y las cuatro rieron de buena gana.
—Bueno, dejemos el tema que empiezo a sentir ca-
lambres —interrumpió Belén.
—Pero si a ti sólo te da calambres Julián...

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—No me tires piedras, Susana, Julián está podrido, no
le quiero. Y a ti, Ana, de verdad ¿te gusta Jorge? Creo que
no le conoces bien... —dijo Belén como advirtiendo.
—Lo sé, en realidad sólo quiero ser fiel a un beso. Me
parecería mal no hacerle más caso. Odio las estrellas
fugaces y los fuegos artificiales. Los resplandores son
hermosos, pero son desleales a su propia luz, no soporto las
cosas breves, no dan tiempo a pensar, a admirar. Yo
descubriré lo bueno de Jorge, saldré con él un tiempo y lo
devolveré al sitio de donde lo cogí, espero que mejorado.
—Mi madre te matará como se te ocurra tocar su
alma. Jorge es propiedad privada de mi madre. Si Jorge
llega a casa y se pone a escuchar música clásica o si vuelve
a estudiar, mamá se dará cuenta de que algo pasa.
Investigará y buscará celosa una cabeza que cortar. Jorge es
suyo, hecho por ella a su gusto, lo quiere para siempre junto
a ella. En el fondo lo ha castrado para que no ame a otra.
Anita, deja a Jorge, no conseguirás nada y él te puede hacer
mucho daño, no le conoces, es un animal egoísta. Para él
sólo eres un número, si quieres revolveré en su cuarto y te
daré el número que ocupas en sus conquistas: el 18 ó el 21,
o el que sea. ¿Es que te da igual eso? Si eso no te importa,
entonces es que eres como nosotras, y el rostro de Cristina
se ensombreció por la tristeza.
Le dolía reconocer lo profundo de la sima en la que se
encontraba, por eso dijo "como nosotras" y no como yo. Era
más cómodo el infierno compartido, pero seguía siendo el
infierno.
—Es que, yo soy como vosotras, tan buena y tan
mala. Sólo nos diferencia una cosa...
Y en ese momento llegó Jorge un poco amedrentado,
le daban miedo esas mujeres reunidas, se veía que dis-

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frutaban. Creía que interrumpir aquello podía costarle mu-
chas cuchilladas. Quizá otra humillación de su hermana, la
diosa. En efecto, las fauces de Cristina preparaban otra
dentellada cuando ágilmente Ana se puso de pie y dijo:
—¿Seguimos luego?
Estas dos palabras calmaron al tiburón.
—Sí, y gracias por venir, eres adorable, quiero hablar
contigo... más.
Ana la besó en las dos mejillas y también a Belén y a
Susana. Ya no quedaba casi nadie en la casa, era tarde.

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X

Qué complejos son los humanos. Ana parecía debili-


tada y sin embargo, moralizó durante toda la velada a tres
auténticas arpías que la escuchaban embobadas. En el
fondo el bien sigue teniendo pegada, sobre todo el bien
encarnado, el bien con nombres y apellidos. La gente no
quiere teorías, busca modelos. No el sermón, sino el testigo;
eso interesa. Tengo que tomar nota de todo esto para el
próximo congreso; son experiencias valiosísimas. La gente
no quiere maestros, quiere testigos, y sólo aceptará como
maestro a aquél que sea también testigo.
Verdaderamente ante este panorama un ángel se
siente impotente, tenemos que renovar nuestras estrategias;
ya digo, a base de fórmulas teóricas no vamos a ninguna
parte, se necesita volver a las parábolas, las imágenes, los
ejemplos, las vidas. Se necesitan menos códigos y más
evangelios.
El Golf GTI estaba a la puerta, Jorge volvió a las an-
dadas con un cd de música lenta, francesa... Ana sólo le
miró, y esta vez fue él mismo quien hizo girar el botón
hasta que se oyó el "click".
Definitivamente Jorge aprendía a comportarse. Más
adelante esa palabreja: "click", le sirvió a Ana para
establecer límites. Cuando Jorge se ponía "pesado", Ana le
decía: "click" y el otro no insistía.

55
—Pajares 54, ¿no? —dijo manifiestamente mos-
queado consigo mismo, con Ana y con la vida. Una noche
de sábado vivida en riguroso ayuno. "Estoy acabado",
pensó.
En efecto, era la primera vez en mucho tiempo que
sus ojos azules eran derrotados. "Nadie debe saberlo, ni yo
mismo, esto es una infamia".
Dejó a Ana en su casa a las doce y sólo obtuvo de ella
una sonrisa, a la que no tuvo más remedio que correspon-
der, porque en el fondo estaba alegre. Era el corazón de
Jorge el que sonreía por primera vez en mucho tiempo y se
enfadó con él, aún no estaba preparado para la vida interior
y se asustó de sentirse bueno.
Todavía quedaría gente en "El Cangrejo". Se dirigió
allí y tomó tantas copas como necesitaba para perder la
cabeza. Más química. De madrugada se despertó en su
cama sin recordar nada, hecho unos zorros, pero volvió a
sonreír y se durmió hasta muy entrada la tarde del domingo.
Aquella noche cuando Ana se iba a acostar, me recor-
dó y me dio las gracias: "Tomás, bandido, te quiero mucho,
¿cómo lo has hecho? No me desampares ni de noche ni de
día". Yo me permití un último retoque: "mañana es do-
mingo, hay que confesar y comulgar". No dijo nada, pero
en su corazón leí unas palabras: "por supuesto".

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SEGUNDA PARTE

Nos hiciste Señor para ti y


nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti.
(San Agustín)

XI

¿Qué os parece? Esto es lo que yo les conté a mis


compañeros en el congreso de hace quince años. No me
negaréis que se trata de un éxito imponente. Pero no, no es
mío, aunque mis compañeros lo hayan aplaudido, es el
triunfo de la libertad. Cada vez que un hombre sale del
complejo laberinto de la mentira, el universo entero sonríe.
Pero... Son tantas batallas... Muchas ganadas, y muchas
perdidas, muchas... Tantas, que el universo casi no ríe. Se
pierden demasiadas batallas: los hombres son débiles, y yo
sólo tengo un arma en las manos, en la cabeza: la simple
verdad. Un arma corta que tiene que vérselas con los
complicados y poderosos secuaces del engaño. Uno ha
recibido ya muchas cuchilladas...
Pero, ¿Queréis que sigamos con la historia? Todavía
ocurrieron muchas cosas.

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Por aquellos tiempos Ana demostró su solidez. Mi
método daba resultado: “el baño de luz”. No asustar, no ate-
morizar, dar confianza, dejar hacer y limitarse a subrayar en
rojo el camino de la felicidad. Encender la luz de la verdad
en la inteligencia y encender la luz del amor en el corazón.
Esto es todo. Ana me quería porque yo la quería a ella. Yo
la quería a ella de verdad. Yo quería servirla y ella deseaba
también agradarme.
En estas cosas no se puede pretender ganar todas las
batallas. Hay que jugar a largo plazo: enseñorearse del
tiempo. Hay que dejar al niño que rompa el jarrón, dejar
que lo vea roto y entonces llorará y se dará cuenta de que ha
sido él quien ha acabado con esa vida tan hermosa, ha sido
él quien ha convertido en basura algo que era un tesoro.
Hay madres que por salvar un jarrón pierden toda la
vajilla...
Ana siguió al lado de Jorge. Ya veis que las cosas se
habían enderezado, pero se volvieron a torcer. Jorge seguía
sometido a las convenciones que su desgraciada madre le
había esculpido. ¿Cuántas veces Ana lo intentó y volvió a
sucumbir? Es algo que ya no puedo calcular. Fueron aque-
llos los tiempos en que mi aeroestómago engendró la úlcera
cuyos síntomas aún no he conseguido erradicar: fueron
tiempos difíciles. Y efectivamente muchas veces no podía
sino observar y callar. Hay que reconocer que a Jorge le
hemos hecho un gran bien. Ha habido que pagar un precio
elevado, pero no nos hemos hundido.
Alguien me contó una vez que para bajar al fondo de
un pozo se necesita tener una cuerda. Sin cuerda se puede
bajar también, pero no se puede subir después. Si alguien se
está ahogando en el pozo, por mucha pena que me dé verle,
sería una insensatez tirarme sin tener una cuerda. En el

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pozo estaba Jorge. Fuera estaba Ana. Teníamos una buena
cuerda capaz de sacarles a los dos. Pero, ya digo, mi
pequeña Ana también tragó agua. Casos he visto en los que
una criatura muerta de pena por otra que se ahoga, se arroja
sin pensar a lo que es prácticamente un suicidio. “El sano
no hace bien a nadie si enloquece para ayudar al loco”. No
era nuestro caso: ya conocéis a Ana, no es manipulable,
tiene un corazón tierno, pero fuerte.
Estábamos en pleno crecimiento y todo crecimiento
va acompañado por una crisis. Los niños, cuando les salen
los dientes, sienten unos dolores tremendos. El desarrollo
infantil produce casi siempre fiebres, facilidad para
enfermar y otras mil alteraciones... Así también la madurez
interior del alma, es casi siempre dolorosa. No hay que
asustarse cuando una persona se pega sus primeros bata-
cazos.

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XII

Pasó algún tiempo y Ana cada vez tenía más cariño


por Jorge. Lo que hay en mí de tradicional y chapado a la
antigua se rebelaba. Pero había que dejar lugar a la libertad
o nunca saldría de la niña la mujer que se esperaba.
Jorge se desataba de sus cadenas muy poco a poco.
Ana lo exigía. Su madre empezó a sentirse postergada.
Había algunos cambios en su hijo: de vez en cuando, to-
davía sin mucha asiduidad, se le veía estudiar... La madre
de Jorge perdía terreno y comenzó a sospechar de Ana. Un
viernes le sorprendió estudiando por la tarde; ¡estudiando!...
¡un viernes por la tarde! Era junio y Ana había hablado
claro: "No me llames hasta que no apruebes el civil".
—Hijo, pero ¿qué haces?
—Estudio, mamá.
—¿Qué te pasa, cariño? —preguntó mientras se sen-
taba en sus rodillas y empezaba a acariciarle el pelo
llevándolo con las manos hacia atrás— ¿estás triste?
—No mamá querida, es que me apetece estudiar, en
serio. —Añadió "en serio" porque sabía que esa respuesta
iba a ser puesta en duda.
—Jorge, sabes que no necesitas estudiar: gracias a
Dios tenemos de todo.
Esa expresión: "Gracias a Dios, tenemos de todo y no
necesito estudiar" fue la respuesta que Jorge dio a Ana un

56
día que hablaron de estos temas. Ana le miró y le dijo: "Sí,
tienes de todo, pero... ¿gracias a Dios o gracias al demo-
nio?". Y añadió que ella cuando recibía dinero, siempre se
preguntaba: "¿Esto me lo manda Dios o me lo manda el
diablo?". A lo que Jorge contestó: "Bah, yo no distingo
entre uno y otro".
—Yo te enseñaré a distinguir —dijo Ana— entre Dios
y el demonio y entre tu cerebro y un tarugo de madera,
chato.
—¿Qué quieres decir... Ana? — replicó Jorge ha-
ciendo en broma el gesto de arremangarse los brazos para
pegar.
—Que tienes mucho que aprender, querido. —Y le
besó la punta de la nariz en un gesto rápido.
El otro, animado, la cogió por la cintura, pero Ana se
zafó entre risas y salió corriendo. La alcanzó, naturalmente,
y ambos jadeando siguieron su paseo.
—Gracias a Dios tenemos de todo y no necesitas es-
tudiar —eso es lo que le estaba diciendo su madre ahora y
Jorge embobó los ojos y recordó aquella conversación con
Ana.
—¿Qué tienes, hijo? Tú no estás bien, te has quedado
como ido. Eso te pasa por estudiar tanto.
—Ido no, mamá, es que... recordaba una cosa.
—¿Qué?
—No, nada. —Y la madre lo besó por toda la cara.
—A ti te pasa algo, mi vida. Y creo que ya sé lo que
es. Llevas más de seis meses con la misma niña. Creo que
no te hace bien, te está trastornando.
—Ana es genial, mamá.
—Esa niña busca tu dinero, Jorge, eres un ingenuo.
Las mujeres...

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—No. Ella es distinta.
—Con que esas tenemos. Lo sabía. Esa bruja te ha
cambiado. —Y bajando la voz, añadió— Hijo, las chicas
están bien para jugar, para entretenerse. El amor es un
juego, te llevas lo que puedes y ya está. Ahora eres joven y
debes disfrutar. ¡Si hasta tienes mal color!... Te voy a llevar
al médico.
—Mamá, por favor, tengo diecinueve años: sé lo que
hago. Estoy bien, nadie va a hacerme cambiar, soy el de
siempre —y le guiñó un ojo— sólo que me apetece
estudiar. ¿Tranquila?
—Como quieras, querido, pero cuidado con esa Ana...
—OK, mamá, tendré cuidado —dijo para que se le-
vantara y se fuera.
Y se levantó y se fue, pero la señora tuvo el resto de
la tarde zumbándole en los oídos la frase de Jorge dicha con
un tono profundo, especial: "Ella es distinta".
Por la noche, la madre de Jorge se sentó en su toca-
dor. En el espejo se veía el precioso busto de una mujer
hecha, pero joven aún. Aquel espectáculo alucinante de la
visión de sí misma se quebró cuando volvió a oír dentro de
sí: "Ella es distinta". Pensó que era el mejor piropo que
había oído nunca dirigido a una mujer: "ser distinta", dis-
tinta de las demás. A ella nunca le habían dicho eso; ella era
igual que todas. Y sintió envidia de Ana, celos. Y entonces
fue cuando cogió el cepillo del pelo, con mango de oro, y
de un golpe destrozó el espejo. Ahora ya no había un rostro
en el espejo sino cien rostros, todos iguales...
El espejo había hablado una vez más. Los espejos son
grandes aliados nuestros, porque siempre dicen la verdad, y
en los tiempos que corren la verdad es algo difícil de encon-
trar. No son pocos los que han visto el rostro del mal en su

56
propio espejo tras una noche de juerga. Algo es algo. Ojalá
todos tuvieran en el desván su "retrato de Dorian Grey"
para ver no sólo su cara, sino el estado lamentable de sus
almas.
Temí al ver a la madre de Jorge tan contrariada. Esa
podía hacernos mucho daño. Me mantuve a la expectativa y
en contacto con su exhausto guardián para no ser cogido
por sorpresa.
Pero una vez más me cogieron por sorpresa.

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XIII

—Ding-dong. —es el sonido de un timbre, y la que va


a salir a abrir es la tata de Ana, Violeta, una mujer de
sesenta y dos años que forma, ya desde hace muchos, parte
de la familia Tellechea —Ana se apellida así—. Violeta
estaba leyendo una novela "de los cinco", son ahora sus
favoritas, tiene ya preparada la comida y toda la casa
"hecha". "No es difícil de llevar esta casa". Ana sólo tiene
un hermano, Luis, ya hablaremos de él: Luis tiene catorce
años —cuatro menos que su hermana—. Cuando nació
Luis, su madre tuvo que ser operada y desde entonces no
han podido tener más hermanitos.
"No es difícil de llevar esta casa". Violeta se basta y
sobra con la ayuda de una asistenta. En el office Violeta
pone su señal tranquilamente en la página: una estampa del
Sagrado Corazón de Jesús, más vieja que ella misma. Se
levanta de su butaca, deja el libro en la repisa mientras
frunce el ceño y se pregunta por dentro "¿quién será?". No
tiene que abrir la puerta del office porque ya estaba abierta,
la atraviesa y encara un estrecho pasillo que comunica la
zona de servicio con el recibidor de la casa. A mitad de
pasillo, junto a la puerta de la cocina, vuelve a sonar la
campanilla del timbre:
—Ding-dong.

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Y no me extraña, Violeta se toma las cosas con calma,
hasta tal punto, que al llegar al hall se entretiene un instante
para mirar la temperatura en el "cuadro del aire", como ella
lo llama: 24 grados. Al sonar el segundo toque han pasado
varias cosas. Por una parte Violeta ha murmurado para sus
adentros "ya va, ya va", pero sin perder el buen humor. Es
lo que ella ha repetido a los niños toda la vida: "¿El buen
humor? no lo pierdo yo, no". Violeta es vizcaína, de Du-
rango. Si fuera andaluza diría algo más barroco, por ejem-
plo: "ni aunque le vea el rabo al demonio pierdo yo el buen
humor". Pero los vascos son parcos con las metáforas y con
las palabras: "no lo pierdo yo, no".
Al oír el segundo toque del timbre, Ana, que está es-
tudiando francés arriba en su cuarto, se ha inquietado: "¿Es
que no abre nadie?", pero todavía sin levantarse, sólo ha
tensado la atención, a ver si se tendrá que levantar.
Luis, el hermano de Ana, está empleando la mañana
del sábado en piratear un vídeo-juego y el timbre no le ha
hecho ningún efecto; eso está claro, él no se va a levantar
para abrir la puerta.
Y en estas estamos cuando por tercera vez suena el
ding-dong, esta vez seguido de otro ding-dong que indica
impaciencia. Ana ya estaba de pie para bajar cuando oye
voces y se tranquiliza "ya ha abierto Violeta".

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XIV

A partir de ese momento los acontecimientos se suce-


den con rapidez. Al abrir la puerta, Violeta, se encuentra
con una hermosa mujer, ya hecha, que viene despeinada y
con unas ojeras de las que cuelgan. La mujer da dos pasos,
se mete dentro de la casa y mira hacia todos lados con
miradas rápidas. En el jardín de atrás los perros empiezan a
ladrar.
—¿Vive aquí Ana, Ana Tellechea?
Violeta se alarma: el aspecto de la persona, esos dos
pasos tan decididos, la forma de preguntar...
—No está en casa —dice la criada cruzando los dedos
detrás de la espalda— en casa no está —repite insistente.
—Sí estoy —se oye desde el fondo del hall— usted
es la madre de Jorge...¿no?...
Yo me interpuse, aquello me olía muy, pero que muy
feo. Una fiera herida que no ha dormido en toda la noche
acaba de entrar en casa y no se irá sin desgarrar su presa.
—Yo era la madre de Jorge. Ahora su verdadera ma-
dre eres, por lo visto, tú. Tú le guías, a ti te hace caso, no sé
si incluso le das el pecho.
Ya está. Brotó la primera sangre. Ana se quedó para-
da, no sabía cómo reaccionar. Era un ataque furibundo.
Violeta, bajita, estaba en el centro mirando a la extraña con
muy malos ojos. Hubiera cerrado la puerta dejándola fuera,

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pero esa mujer ya estaba dentro. "Y los señoritos de
viaje...".
—¿Por qué no pasa y se sienta? Podríamos charlar un
rato...
—No he venido a charlar sino a ofenderte querida, a
decirte lo asquerosa que eres y el daño que has hecho a mi
hijo. Tu has robado a mi vientre lo que es suyo, y te estás
comiendo mi pan de cada día. Que lo sepas. Escupo sobre ti
y sobre tus dieciocho años de mala vida. Te odio, te odio
con todas mis fuerzas, pájaro raptor, y voy a hacerte todo el
daño que pueda.
Los perros ahora ladraban con más fuerza y Luis, in-
quieto, aunque ajeno a todo, dejó un momento sus má-
quinas y miró por la ventana. Algo pasaba en alguna parte,
no lejos de allí.
Y, en efecto, así era. Una mujer hecha, aunque todavía
hermosa, estaba a punto de sufrir un ataque de nervios de
dimensiones espectaculares.
Ana no sabía qué hacer, ya le había costado lo suyo
decirle que pasara y se sentara para charlar. Ahora... qué
podría decir.
Dos lágrimas salieron sin fuerza, una de cada ojo, y
ambas emparejadas hacían su triste recorrido
lánguidamente. De pronto, la lágrima derecha fue más rá-
pida y, al remontar el repecho del pómulo, perdió contacto
con la piel y cayó al suelo provocando lo que me pareció un
estrépito. Así pagó su audacia. La moqueta la recibió con
calor de hermana. La otra lágrima se quedó inmóvil antes
de culminar el pómulo izquierdo. Desde allí sería testigo
del resto de los acontecimientos.

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"Te odio", palabras que aquellas paredes no conocían
y que impulsaron las lágrimas. El odio siempre hace llorar a
alguien.

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XV

Lo que sucedió antes de que llegara la ambulancia fue


sencillamente que la desdichada ¿madre? de Jorge se
hundió. No se cayó, se hundió. Desplomándose sin sentido
sobre el suelo, justo sobre la lágrima acróbata de Ana que,
todavía bien condensada y saladita —como son las lágrimas
—, fue absorbida por el pelo revuelto de la señora. Ahora
cada una tenía una lágrima, el universo así quedó mejor
repartido.
Fue Luis el que con su "radioaficionado", para dar
mayor emoción a los hechos, llamó al hospital.
En cinco minutos llegó la ambulancia. En seguida el
furgón cargó su fardo: una fiera herida y una niña que no
podía dejar sola a la titular de las mandíbulas que acababan
de rasgar su carne y su vida: "Te odio".
A los diez minutos la ambulancia entraba en medio de
sirenas y destellos por el garaje de urgencias. En seguida
los médicos se echaron sobre su presa. Era un coma raro, o
un "shock" muy fuerte. "UVI", dijo uno de ellos, el mayor,
y en cuestión de poco rato estaba entubada y enchufada en
una UVI.
La que tanto vigilaba, iba a ser intensamente vigila-
da. Era portadora de un odio que había que vigilar, aislar y
controlar. Ana, acompañada por su lágrima asistió a todas
estas maniobras médicas, fue informada de que la señora

55
quedaba ingresada en la unidad de cuidados intensivos, de
que el asunto era delicado y de que la crisis podía tomar
cuerpo de nuevo. El doctor añadió palabrotas que Ana no
podía entender: encefalograma, electrocardiograma, neuro-
sis, etc., etc., etc.
Y allí estuvo varios días completamente inconsciente.
El mal del alma había repercutido en el cuerpo. El cuerpo,
inocente al fin y al cabo, se negaba ahora a tolerar tanto
egoísmo, era excesiva la concentración bilis; por eso su-
cumbió. Aquel cuerpo tan hermoso exigía, en nombre de la
naturaleza, el derecho que se le negaba: la dignidad.

***

Al cabo de unas semanas la madre de Jorge pudo ser


trasladada a su domicilio. Pero no era la misma persona que
irrumpió en casa de Ana. Entró en casa de Ana chorreando
veneno por los colmillos y cuando salió del hospital era un
perrito faldero que tenía mucho miedo a vivir. Babeaba y se
le iba la cabeza, no reconocía a casi nadie, su belleza se
esfumó como por ensalmo, aunque después la recuperaría
incomparablemente más sublime...
Todo el mundo tiene que pagar su "ticket to heaven"
que diría Mark Knopfler, y ella lo pagó caro. Aquel "te
odio" dejó de resonar por las paredes del universo y
desapareció, igual que desaparece la muela picada en la
dolorosa silla del dentista. La desgracia la humanizó y su
"belleza luciferina" se cambió por la inocencia de la niñez.
Se la veía llorar mucho a solas, sin ruido, mansamente.
Eran lágrimas fecundas que acabarían por engendrar
el amor en el corazón de esa mujer. Así como la madera al
quemarse no da sólo ceniza, sino también calor; así el dolor

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no es pura destrucción: puede convertirse en amor. El dolor
es la medicina de las almas. El médico salva la vida del
cuerpo cortando, abriendo, pinchando. Hay otro médico que
salva las almas acercándolas al recio madero de una cruz.
Es la ostra herida la que produce la perla, la otra, la
sana, es sólo comestible.

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XVI

—Mira Ana, yo no puedo cambiar. En realidad nadie


puede cambiar —es Cristina, la hermana de Jorge, quien
habla— cambiar es como morir un poco. Yo he nacido
tiburón, otros han nacido besugos... pero tú eres mi delfín
blanco: yo te encontré. ¿Tú me ves a mí diciendo
amabilidades a la gente? Es que no puedo, sencillamente no
puedo. ¿Que todos somos hermanos? y tal...: utopías. Te
digo, Ana, que lo moderno, lo inevitable, es lo que dice la
Karenina cuando se dirige a la estación: "No hay nada
gracioso ni alegre, todo es feo. ¿Para qué sirven todas esas
iglesias, esas campanas y esas mentiras? Únicamente para
ocultar que nos odiamos unos a otros. La lucha por la
existencia y el odio es lo único que une a los hombres...
Hay tantas casas... y en las casas gente y más gente, ¡qué de
personas!, son infinitas y todas se odian unas a otras". Dale
una oportunidad y te mostrará su odio... o su indiferencia
que es peor. No conozco personas buenas, y no las conozco
porque no existen. Tú simplemente me gustas, me siento
bien contigo, pero sé que tarde o temprano empezarás
también a odiar, Ana. Es inevitable. La vida golpea muy
duro, las primeras estocadas se resisten, pero es cuestión de
tiempo, llega un día en que uno devuelve el golpe y
entonces, ¡ah! entonces, comienza a vivir, ya no hay
personas sino rivales.

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Esto es así, porque así es la Naturaleza. Mira las car-
nicerías, las matanzas, las degollinas, todo el espantoso
drama que se oculta en la Naturaleza. ¿Sabes que hay un
bichito, la mantis religiosa, que devora a su macho al
tiempo que éste la fecunda? La araña estrangula a la mosca.
Y el cecerido con un triple aguijonazo, destruye
científicamente los tres centros vitales del bupréstido y se lo
lleva consigo para que, más tarde, su larva pueda consumir,
todavía vivo, al desgraciado insecto paralizado, escogiendo
los bocados, esquivando con una ciencia atroz los centros
vitales, conservando la vida de su víctima. El filanto,
asesino de la abeja, antes de llevarse consigo a su víctima,
la presiona el buche, la hace vomitar la miel y chupa la
lengua de la desgraciada agonizante, que cuelga fuera de la
boca.
Esa es la carnicería que se desarrolla en cualquier rin-
cón de la tierra, en el jardín de tu casa, Ana. Y los hombres
somos peores. El hombre es un lobo para el hombre. El
hombre es más despiadado.
¿Sabes que los turcos cuando, en sus guerras,
conquistaban un pueblo, cogían a los niños de pecho y, en
presencia de sus madres, los arrojaban al aire, bien alto, y al
caer los ensartaban con sus lanzas? En presencia de sus
madres, eso era lo "artístico". Tú y yo pertenecemos a esa
misma naturaleza asesina, sin remedio.
Ana, ¿has leído a Dostoyevski? Pues escucha. Cuenta
que, en la época de la esclavitud, algunos hombres habían
llegado poco menos que a la convicción de tener el derecho
a la vida y a la muerte de sus siervos. Uno de estos
hombres poseía centenares de perros para la caza. Un día, el
hijo de un siervo de la casa que no pasaba de los ocho años,
tiró una piedra jugando e hirió al perro favorito del amo.

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¿Por qué mi perro predilecto cojea?, se preguntó al verlo.
Le informaron de que aquel muchacho había tirado una
piedra y le había herido en una pata. ¿Has sido tú?, ¿sí?,
¡prendedle! Hizo reunir a la servidumbre para dar un
ejemplo y en primera fila la madre del niño culpable.
Mandó el dueño que trajeran todos sus perros. Desnudan al
niño. El crío tiembla, está loco de miedo. Le gritan que
eche a correr y, en seguida, tras él, sueltan a los perros. Lo
acorralaron y lo hicieron pedazos.
Esto no es historia pasada que ha dejado de ocurrir,
no. Cosas similares suceden en Ruanda y han sucedido en
Sudáfrica. Pero lo mismo pasa en el mundo civilizado, en
Manhatan, es otra especie del mismo odio la que arde en el
corazón del hombre civilizado cuando insulta, cuando se
alegra del fracaso de otros...
La vida es la más peligrosa de las experiencias, el
mundo el más peligroso de los lugares y el hombre el más
peligroso de los animales. Esta es mi religión querida. Estos
son los hechos.
Ana estaba horrorizada, su corazón se estremecía ante
el relato de Cristina y vacilaba, ¡qué convicción!, ¡qué
dureza!, ¡qué realismo!, y sin embargo todo eso es mentira,
¿es mentira?
Me hice presente porque mi pobre niña estaba verda-
deramente impresionada, la dejé pensar para ver si encon-
traba en su memoria respuestas a tan duras objeciones, se
debatía; sólo podía pensar en la mantis religiosa hincando
sus pinzas al macho en aquel preciso momento.
Pero Cristina no había terminado:
—Ante ese espectáculo de destrucción, querida, pre-
fiero no creer en la existencia de Dios. Antes que tener fe en
una inteligencia divina soberanamente indiferente, despia-

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dada y perversa, vale más creer en la nada. Cuando era
pequeña rezaba y le pedía a Dios por mamá, rezaba mucho,
entonces quería a Dios, le tenía.
Mamá nunca me gustó, yo la veía mala, sólo quería a
Jorge. Le decía cosas terribles a mi padre en mi presencia:
palabrotas que están grabadas en mi corazón como puñales.
Yo pedía a Dios por mamá todos los días y ahora mírala,
pobre infeliz, ha muerto en vida.
A los diez años, una compañera me reveló "los secre-
tos de la vida" de un modo atroz, aquello me impresionó
mucho. Corrí llorando a mamá, se lo conté todo y ella me
dijo: "espabila monada, pareces subnormal" y se rió de mí a
carcajadas. Estuvo riéndose un rato y se fue dejándome
sola. Aquel día perdí a Dios y perdí la inocencia, me
endurecí, descubrí que era fuerte. Todo aquello secó la
fuente de mis lágrimas, ya no volvería a llorar. Me di
cuenta de que era capaz de herir y de hacer daño... Y lo
hice, aquello me liberaba, me aliviaba... Ya ves..., perdí a
Dios siendo niña, para qué engañarnos..., lo he perdido.
Hubo un silencio.
Ana sentada en su butaca frente a la piscina miró a
Cristina que, a su lado, tenía los ojos bajos puestos en el
agua, como dos navegantes a punto de naufragar. No sabía
qué responder. ¿Qué podría decir? Aquella chica mayor que
ella, más inteligente, que lo había visto todo, acababa de
abrir su corazón, acababa de abrir las dos puertas de su
alma revelando su drama personal. Cristina seguía con los
ojos puestos en el agua, Ana guardaba silencio y miraba a
esos navegantes que se ahogaban en la piscina. Tenía que
decir algo, pero ¿qué?
Al fin, Ana abrió los labios y por ellos manaron, ávi-
dos de luz, muchos pensamientos que allí, en el fondo de

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ella misma, aguardaban su hora. Ana entregó a Cristina
musculosas palabras largamente meditadas:
—Cristina, lo sagrado es oscuro. De ahí no se sacan
conocimientos ni certezas, sino fuerza y vida.
Pregúntate si realmente has perdido a Dios. ¿No será
más bien que no le has poseído nunca? Dices que en tu in-
fancia le tuviste... No. ¿Crees que una niña puede tener en
sus brazos a Aquél que los hombres hechos sólo consiguen
llevar con fatiga? ¿Crees que quien realmente le tiene
podría perderle como quien pierde una piedrecilla?
Tú lo llevas dentro, Cristina, todos estamos preñados
de Dios, aunque muchos sólo le reconocen cuando por fin
entre dolores le alumbran. Ten paciencia y buena voluntad,
y piensa que lo menos que podemos hacer es no dificultarle
su llegada, como no le dificulta el campo su llegada a la
primavera... Llegará la primavera, una primavera cargada
de respuestas.
Cristina, el odio es una mala fiera que encuentra fácil
cobijo en el corazón humano. El odio es el carcelero de
Dios, su verdugo, su depredador... Hay que empezar por
amar.
El amor no resuelve los problemas, simplemente los
suprime.
Ana vio de nuevo los ojos de Cristina que ahora esta-
ban ahogados, pero esta vez ahogados en lágrimas, mi-
rando hacia arriba para contener el torrente.
Las dos se miraron y sonrieron tímidamente primero.
Habían entrado en el sagrario de sus conciencias, y ahora
había que salir... Salir de puntillas, como se sale del cuarto
de un enfermo. Pero aquella visita había devuelto un poco
de esperanza al agonizante. No salieron en silencio, lo
hicieron como lo hacen los niños, sin matices.

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Sonrieron tímidamente primero... Y rieron
abiertamente en seguida.
Cristina se levantó de un salto y, reanimada por la
acción benéfica del extraño duende que envolvía las
palabras de Ana, dijo:
—Dos largos, ida y vuelta, la que pierda paga un ver-
mut.
La carrera destensó los nervios de Cristina. Pero ganó
Ana.

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XVII

—Ana, ¿tú sabes hacer este problema? Escucha: "Un


avión toma tierra con una velocidad de 270 Km/h y la
longitud de la pista es de 1.200 m. Calcular el espacio re-
corrido en los diez primeros segundos del aterrizaje".
—No, Luis, yo tengo problemas más gordos...
—No puede ser hermanita, no hay problema más
grave que el de la aceleración y el espacio que recorre un
objeto en movimiento rectilíneo uniformemente acelerado.
¡Eso sí que mola!
—Luis, ¿tú sabes lo que quiere decir: "quand nous se-
rons tous ensembles sur les colines d'autrefois..."?
—No, los ensamblajes no los he dado todavía. ¿Ese
es tu problema?, ¿el ensamblaje? —y se echó a reír con ga-
nas—.
—"Tu è un stupide et un babiole".
—Oye Ana, si me quieres insultar hazlo en español
como yo lo hago siempre. Pero no me insultes en francés,
suena supercursi. —Y se callaron—.
—Ana —dijo Luis con cara de corderito: sabía que
iba a tocar un tema delicado— ¿qué tal con el tío ese?,
Jorge ¿no? Es que, dicen "pasadas" de él. Una de mi clase
me ha dicho que es un asqueroso. Todo el mundo sabe que
"salís". Es muy mayor ¿no? Si te hace algo le rompo el
cuello, para eso soy cinturón marrón...

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—”Tranqui”, hermanito. No empieces a romper cue-
llos. ¡Qué tonto eres! Ocúpate de tus ordenadores y de tus
movimientos rectilíneos y yo me ocuparé de lo mío, ¿vale?
¿Movimiento rectilíneo? —pensó— todo debería ser
rectilíneo, pero sin embargo las cosas son sinuosas,
¿rectilíneo?, el mundo es curvo con la curvatura sinuosa de
la serpiente.
Por cierto —siguió ya en voz alta—, ¿sabes que Ma-
rina, la hija de los Fuentes, te adora? Me lo dijo el otro día
su hermana, quieren invitarte a...
—¡Ya estamos!... No quiero ni oír hablar de niñas,
son todas imbéciles... Y la Marina esa es más cursi que una
gamba vestida de largo. —Y en tono sarcástico imitó la fina
voz de la muchachita cuando vino a pedirles una de las
crías que acababa de tener Boira, el pastor alemán:
—"Luis, querido, me ha dicho mamá que estarías encantado
de darme un perrito". "Claro Marina —contestó su madre
por él en aquella ocasión— cómo no. Luis, ve a traerle a
Marina el más bonito, ese oscuro". Se llevó mi mejor perro,
la muy zángana. Seguro que a estas horas es un perro
afeminado, ¡pobre hombre! —y repitió con retintín:
"estarías encantado de darme un perrito". Valiente farisea,
esa lo que quería era cotillear. Como vuelva por aquí te
aseguro que suelto al mastín, verás cómo corre...
—Te veo muy enamorado, Luis... —dijo Ana con
ironía—.
—Pero qué dices, idiota, vas a cabrearme. Yo no me
pienso enamorar nunca y menos de esa "pija" de Marina.
Me dais asco, todo el día con vuestros vestiditos y vuestras
chorradas.
Luis acaba de cumplir quince años y tiene que afirmar
su personalidad de alguna manera, ahora lo hace diciendo

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palabrotas y gritando a todo bicho viviente. Es peor si se le
lleva la contraria. Más vale esperar a que esté de buen
humor.
—Bueno, bueno, cálmate, sólo era un comentario. La
verdad es que a mí tampoco me gusta esa niña —dijo Ana y
le estaba poniendo una trampa—. Es muy pija y, tienes
razón, un poco cursi. Además es feíta, ¿no?...
—¡Hombre!, fea del todo no es. Y el tipo, que es lo
más importante, lo tiene bien...
Y así siguieron hablando de Marina mucho rato los
dos hermanos.
Al final decidieron invitarla un día, pero Luis no fue
capaz de reconocer que estaba loquito por ella y que hacía
una temporada que no pensaba en otro asunto. Una cosa era
pensar en Marina y otra dejar que alguien lo sospechara,
eso no.
Luis era muy buen estudiante, lo que mejor se le daba
era la física. Quería ser ingeniero industrial. Tenía un
equipo informático increíble. Quizá era poco sociable. Su
hermana le decía siempre que era un "simple" y esto le sa-
caba de sus casillas. Pero Luis no era un simple y tenía
problemas que no le contaba a nadie. Luis llevaba dentro
muchas cosas: juicios, pensamientos propios, valoraciones,
sentimientos; pero de eso no iba a hablar, para hablar
estaban el fútbol, el colegio y los ordenadores. De las
cosas serias no se habla —pensaba él entonces—.
Ahora estaba preocupado porque su hermana salía
con Jorge. Sabía de Jorge más de lo que había dicho... No
hacía mucho, yendo con sus amigos, vio a Jorge con los
suyos: ¡menudo espectáculo!, estaban todos borrachos
gritando por la calle a todo el mundo. Sabía que Jorge

56
abusaba de las chicas. Pensar que ese cerdo le pusiera la
mano encima a su hermana, era algo que le ponía a mil.
Pero ese cerdo no le ponía las manos encima a nadie
desde hacía seis meses...

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XVIII

Aquel año, Jorge terminó todo primero de derecho, no


era muy difícil, pero lo hizo. Jorge sin su madre, o mejor
dicho con su madre tan dulcificada, era libre. Por primera
vez no tenía esa influencia que tanto le había acaparado.
Mi colega —el ángel de Jorge— comenzó a trabajar
bajo mi dirección. Los resultados eran variopintos. Tan
pronto buenos como malos y aun horribles en algunas
ocasiones. El alma de ese chico, al aspirar las primeras bo-
canadas de libertad, se sumía en el desconcierto. El siervo,
el que había sido esclavo, no estaba todavía preparado para
la libertad.
Era como quien se pone las tablas de esquiar el
primer día: tan pronto vuela deslizándose gozoso por la
pista a toda velocidad, como al instante siguiente está
tendido en el suelo, magullado y con deseo de maldecir ese
deporte. Jorge tenía que aprender a caer mejor para no
dañarse, tenía que aprender a caer siempre "de rodillas".
Porque en el fondo la vida de los humanos es como
un deporte: se gana y se pierde; se juega bien y otro día se
juega mal; se disfruta a veces y otras se sufre. El que lo
sabe tiene en sus manos la llave de la felicidad.
Pero los batacazos de Jorge eran todavía verdaderas
catástrofes. En ocasiones se veía libre y dueño de sí, y a las

56
pocas horas estaba de nuevo arrastrándose por el fango,
suspirando por sus viejas cadenas.
Era como esos animales criados en cautividad que
mueren cuando se les libera. Amaba la lúgubre celda donde
se asfixiaba su inteligencia. Y además él, que sabía todo de
la vida, aún no sabía casi nada de sí mismo. No estaba
acostumbrado a pensar, su corazón estaba en blanco. Era
urgente despertarle de ese sueño de muerte, pero había que
hacerlo con suavidad y tenía que ser él mismo quien
quisiera despertarse, quien quisiera vivir una vida propia,
auténtica, una vida verdadera.
Hasta ahora, Jorge, se movía entre un bosque de
mentiras y creía que todo era así: mentiras grandes y menti-
ras más pequeñas, pero todo mentiras. En su código interno
la eficacia, el éxito y el aplauso, eran preferidos a la Verdad.

***

—Comprenderás que a mí no me va a dejar mal esa


idiota delante de todos...
—Pero... Jorge, ¿es o no es verdad que tu la insultas-
te?
—Mira, Ana, estaba borracho y además eso fue hace
tiempo... No querrás que me acuerde de todo lo que hago,
¿eh?...
—Pues sí, Jorge, sí.
—Pues no, Ana, no.
—Bien, te lo diré de otro modo, chato: tú has ofendi-
do a esa niña, y tú la vas a pedir perdón volando...
—Y... ¿quedar como un imbécil? No, eso no me ape-
tece.

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—O sea, que no te apetece pedir perdón a Tere por
haberla llamado “perra puerca”.
—No Ana, no me apetece y por tanto no lo haré.
—Jorge, eres un caprichoso y un insustancial.
—¡Pero bueno! Te acabo de invitar a merendar; ahora
vamos a ir a una iglesia a hacer no sé qué; me has tenido
una semana estudiando sin salir de casa y, encima, soy un...
—¡vaya palabrita!— ¡toma castañas!, ¡encima!
—¡Insustancial, sí —dijo Ana—. Insustancial es el
que no tiene sustancia, es decir, el que...
—¡Vale! ¡vale! OK, soy un insustancial y todo lo que
tú quieras. Pero dime que estás loca por mí... pichón.
Ana sonrió y le dijo que pisara el acelerador porque
no llegaban. Luego añadió:
—No conozco nada más variable que tu corazón. Le
tratas como a un niño enfermo, Jorge, le concedes cuanto te
pide...
—Tú eres ahora mi corazón, tirana, te concedo todo
lo que me pidas. Hablaré con Tere... ¿está bien?
Ana sintió un nudo en la garganta: esa respuesta no
estaba nada mal...
—Jorge.
—Qué.
—Que no eres un insustancial, hombre.
—Menos mal.
—Pisa más —insistió Ana— me gusta volar.

***

Aquel verano Ana le hizo trabajar. Había que enseñar


a Jorge cuanto antes lo que es el hombre, lo que era él
mismo: grandeza y miseria.

56
El hombre es un dios frustrado, en realidad es un hijo
díscolo, un poder malversado tantas veces. El hombre es
grandeza y es miseria; nobleza y bastardía, un ser herido;
una figura imponente de diseño perfecto, pero llena de
fisuras, vulnerable.
Graham Green ha contado la historia de todos en una
sola novela: “El poder y la gloria”, donde el heroísmo se
mezcla con la bajeza en el corazón de un hombre. Lewis
fue más preciso y menos agrio al contar la misma historia:
las aventuras de Ramson son una verdadera historia
metafísica universal. Ahí la miseria ya es pecado y el
heroísmo, virtud.
A la puerta de la biblioteca de Berlín hay un letrero
que dice: "medicina del alma". Ese era un buen tratamiento
para la enfermedad de Jorge: la lectura. El alma de Jorge se
moría de inanición de debilidad, había que remediar esa
anemia. Un libro es un amigo, un guía... verdadera
medicina si se sabe dosificar.
Primero le regaló "El instinto de la felicidad", una no-
velita de Maurois: qué absurdo le pareció entonces fingir,
ocultar, tapar la verdad. Después con Machado le obligó a
pensar en la muerte. En "Cumbres borrascosas" aprendió
las funestas consecuencias del odio.
Lloraron juntos al leer algunos pasajes de "La ciudad
de la alegría" y de paso se enteró de lo que eran la injusticia
y el hambre. Y de la mano de Cronin rastrearon, también
juntos, una visión de la vida desconocida para Jorge: el
servicio a los demás.
Luego Ana le dejó a solas con el joven Wherter para
que aprendiera a amar con delicadeza a una mujer.

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Los libros son grandes compañeros. Ellos y Ana
pusieron las primeras letras en el corazón de Jorge que se
ofrecía como una hoja en blanco.
Todavía quedaba el plato fuerte: “el Evangelio”; pero
esto vendría más adelante. De momento había que huma-
nizar aquella bestia, aquella máquina. Vestir aquel desnudo,
irrigar aquel desierto.

56
XIX

—Pero, ¿por qué? ¡dime por qué!, Ana.


—Porque no tengo ganas de ver cadáveres humanos
colgados boca abajo de un gancho como si fueran cadáveres
de ternera, sencillamente por eso. Pero si quieres entra tú,
yo me voy a casa.
—Eres radical, la película es interesante, mujer, todo
el mundo lo dice.
—También dice todo el mundo que tú eres un payaso
y... mira, no sé, estoy indecisa, puede que tengan razón.
—Cuando te pones irónica te detesto. No pienso
aguantarte más bromitas de estas. ¿Lo oyes?
—Y yo sin embargo me tengo que tragar tus bromi-
tas..."de las otras" y tus pellizquitos, como si fuera una
muñeca o un animal casero. Pues mira: no, rico.
—Pero mujer... si es sólo una película... No te fijes en
eso, si no quieres, y ya está.
—Mira Jorge, ahora en serio, yo no voy a entrar a ver
cómo le meten a un hombre una estalactita por el ojo, ni
cómo le abren a otro la cabeza con un bate de "base-ball"
con toda tranquilidad. Es que me dan ganas de vomitar,
¿comprendes?
Ya veis que estamos a la puerta del cine y en plena
discusión sobre la violencia en las pantallas. Algunos de los
que pasan por allí se les quedan mirando un momento y

55
sonríen maliciosamente como diciendo: "estos dos hoy
acaban", o "he aquí una linda parejita que ha dejado de
funcionar".
El tono de la discusión fue subiendo...:
—Pues yo bien que me tragué tu "Singing in the rain"
hace un mes. Es que eres una egoísta que no quieres dar tu
brazo a torcer y me estoy hartando. No, si al final va a
resultar que mi madre tenía razón.
Aquello sonó como un trallazo: "mi madre tenía ra-
zón". Y entonces fue cuando Ana bajó la cabeza, dio media
vuelta y se fue. Jorge, demasiado irritado, lo acabó de
estropear todo, al fin y al cabo no era la primera ni la
segunda chica con la que terminaba mal:
—¡Vete!, ¡vete!, ¡eso!... Y... ¡déjame en paz! —y esto
lo dijo gritando en medio de la calle, y añadió— ¡puritana!
¡beata!

***
Dejemos a Ana por el momento. Tras la escenita,
Jorge, se metió en la sala y estuvo viendo la película.
¡Menuda colección de barbaridades! Sólo la mente
retorcida de un obseso puede llegar a engendrar semejante
cúmulo de aberraciones. Miró a los que le rodeaban y
observó en aquellas personas semblantes pálidos y
entregados en los que estaba dejando su sucia huella aquel
morboso espectáculo. Ana tenía razón, se dijo. Sí, Ana tenía
razón. Pero daba igual.
A las diez salió del cine y se fue en busca de sus ami-
gos. Los encontró en el Cangrejo. Allí estaban... planeando
la velada. Se decidieron por la línea etílica: más química.

56
Aquellos siervos de Baco ingerían voluntariamente
el jarabe que los esclavizaba, era como beber su propia
bilis, la bilis que no tardarían en detestar. Eran chicos y
chicas mártires del aburrimiento que pedían socorro a las
destilerías de los más sutiles “caldos”. A cambio de lo que
se les da ofrecen sus almas gastadas... Almas que ya nadie
quiere, almas de viejo.
La noche acabó a las siete de la mañana, todos borra-
chos como cubas dormidos en un chalet de las afueras.
Jorge llegó a casa a las ocho y media del sábado y se
volvió a acostar de muy mal genio.
Tuvo un sueño terrible: él estaba insultando a Ana, le
decía cosas espantosas, fortísimas y ella se callaba, le
escuchaba. De pronto en lugar de Ana había un cordero y él
empezó a tirarle piedras, piedras cada vez más grandes,
tiradas con toda su furia. El cordero no decía nada. Una
pedrada le había arrancado una oreja. Otra le había roto el
globo ocular derecho y por varios lugares sangraba copio-
samente. El animal seguía en pie. Jorge, lleno de furia fue a
rematarlo, pero antes se pasó un buen rato dándole golpes
en la cara con un látigo tremendo. Al fin, agotado y sudoro-
so, dejó el látigo. De pronto, él ya no era un ser humano,
sino un lobo negro. Se acercó al cordero, le tumbó de un
golpe y comenzó a morderle en el cuello haciéndole sangrar
más aún y después con los colmillos desgarró su vientre; a
la vista quedaron las entrañas desordenadas del cordero. Y
entonces ocurrió lo peor: ese cuerpo destrozado volvió a ser
el cuerpo de Ana y tenía todas esas heridas. Jorge ya no era
un lobo, sino un humano que mordía las tripas de la niña.
De las entrañas de Ana salió una paloma blanca que voló
lejos. Por el lado derecho apareció un hombre sesudo que

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había presenciado todo lo sucedido. El hombre habló y dijo:
"la ha matado, ahora sí que está perdido".
En algunos momentos el sueño y la vida se componen
de la misma sustancia.
Jorge se despertó sudoroso y con fiebre. Las sábanas
y la almohada estaban hechas jirones.

56
XX

—... Y entonces él me gritó: ¡puritana, beata! —Y


Ana estalló en sollozos.
—Ja, ja, ja, ja —es la madre de Ana la que se ríe—
Hija mía ¡qué tontería! Sois bobísimos los dos: ¡mira que
pelearos por una película! Recuerdo que una vez, siendo
novios, le pegué un bofetón a tu padre porque me llamó
anticuada, ja, ja, ja, ja. Hija mía, no llores. La culpa la tie-
nes tú por intransigente. Mañana le llamas, le pides perdón
y asunto concluido. —Ana seguía llorando inconsolable.—
Bueno, bueno, llora, desahógate. ¡Ay qué criaturas! Mira
Anita, querida, el orgullo a veces nos juega malas pasadas.
Tú en eso has salido a tu padre... Y él, Jorge, se ve que
tampoco es un corderito. Pero no es malo que riñáis, así se
van limando las aristas de uno y otro, y el carácter se re-
dondea un poco. Hacéis buena pareja, no sé qué tiene ese
chico que me gusta: será el genio... y los ojos, por supuesto:
¡tiene unos ojazos...! Y además tú le estás ayudando mucho.
Ha aprobado segundo entero, ¿verdad?
—Sí —el sí fue pronunciado entre hipidos.
—Y, por cierto, ¿qué tal está su madre? ¿Se recupera?
—Sí, ya está casi bien del todo.
—¡Qué mujer esa! Pero dicen que ha cambiado mu-
cho. Venga criatura, deja de llorar y vamos a ayudar a
Violeta con la cena. Después nos vamos al jardín y te

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cuento más cosas de cuando era joven. ¡Mira cómo te has
puesto! Estás completamente "despintada", ja, jo, jo, ¡hija,
qué cara! mírate al espejo... Eso te pasa por pintarte tanto,
en mis tiempos... ji, ji, ja, ja, ja, jo, jo.
Todavía siguieron allí hablando las dos; Ana de vez
en cuando se acordaba y volvía a llorar. Al final, Violeta
preparó sola la cena .
—Mamá, lo reconozco, la culpa la tengo yo. Pero,
¿por qué son tan burros?: ¿has visto las cosas que me ha
dicho?
—¿Por qué son tan burros? No lo sé, hija, Dios sabe
lo que hace. Pero son sinceros y son nobles como los reyes,
y eso también es verdad. Nosotras somos distintas. Tu
abuelo, que era muy chapado a la antigua, decía siempre
que los hombres eran la idea, lo abstracto, y las mujeres el
hecho, lo concreto. Supongo que ahora Jorge si piensa so-
bre vuestro encontronazo de esta tarde, lo hará en los si-
guientes términos: "Nos hemos peleado", así, en general.
Mientras que tú, al pensar en lo que pasó en el cine, lo que
oyes son esas palabras gritadas que te han sentado tan mal:
"Déjame en paz", "puritana, beata". Él, de las palabras
concretas seguro que ni se acuerda. Es más, probablemente
negaría que las pronunció.
—¿En serio?, pero entonces... ¿no saben lo que di-
cen? ¿es que son tontos?
—No, no son tontos. Son así. Son como niños. Gritan,
dicen cosas que no querrían decir y luego se quedan con
una vaga idea de lo que pasó, abstracta. Ten esto siempre
muy en cuenta.
—Y... nosotras, mamá, ¿cómo somos?
—Tu abuelo era muy sabio, Ana. Decía que las muje-
res tienen que ser madres, o no son nada; bueno quizá en

56
esto exageraba un poquito, decía: "a mí lo que me gusta de
las mujeres, físicamente hablando, es el rostro fino, el
pecho y las caderas, justo las tres cosas que necesita una
mujer para ser madre: la finura de facciones que la hace
atractiva, el pecho donde guarda la leche para el bebé y las
caderas anchas donde se apoya el embarazo". La naturaleza
es sabia y tu abuelo era un animal.
—Sí, sí, las dos cosas.

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XXI

—¡Hombre!, ¡ya era hora! por fin revivió el muerto


—dijo Cristina al ver que su paciente abría los ojos, a eso
de las dos de la tarde. Tenía en las manos unos pañuelos
mojados en colonia y agua caliente, y estaba sentada en la
cama a los pies de su hermano. —Vaya mañanita que me
has dado y sobre todo ¡vaya trompa descomunal que te
habrás cogido, encanto...! Ya me explicarás...
Jorge se incorporó un poco, sin fuerzas para salir de la
cama. Y sin hacer caso del "maternal" recibimiento de
Cristina se quitó el paño que tenía sobre la frente para ver
qué era, y lo dejó de nuevo donde estaba. Otra vez química
sobre química, entonces dijo:
—Cristina, guapísima, tráeme el teléfono, tengo que
hacer una llamada muy urgente. ¡Oh, qué dolor de cabeza!
—y se dejó caer hacia atrás.
—No sé qué te traes entre manos con tanta urgencia
—dijo Cristina— pero hay alguien que te ha llamado seis
veces esta mañana: es una chica y su nombre empieza por
A..., ¿quieres más pistas?
—¡Dios mío! Cristina, ¡por favor, el teléfono!
En un minuto lo tuvo.
—Sales y cierras la puerta, ¿eh?
—Claro Jorge, por favor... ni que me lo digas.

56
Cristina salió, cerró la puerta, pegó la oreja contra la
madera y no perdió detalle de la conversación. Oyó cómo
Jorge pedía perdón. Discutieron porque cada uno de los dos
se echaba la culpa a sí mismo. Y al final oyó a Jorge hacer
el imbécil como nunca; le daba mil besos al teléfono repi-
tiendo: "muá... mmuá... mmmuá... muámuá...".
Algo había pasado entre los dos y ella no lo sabía, eso
no podía ser. "Una crisis sentimental... umm... ¡qué intere-
sante! Pobre Ana —pensaba Cristina, todavía al otro lado
de la puerta—, mira que cargar con este animal, pero fíjate
cómo la quiere el muy bestia...: la envía besitos por el
aparato. Qué la habrás hecho, canalla. Parece que se han
arreglado, menos mal, porque si te deja, entonces amiguito,
estás perdido".
Esperó fuera un tiempo prudencial después de que
colgaran. Se moría de ganas de enterarse de todo, se lo
sacaría todo, la atraía el culebrón...
Pero cuando entró, Jorge ya se había dormido otra vez
y no le despertó.
Jorge, esta vez, tuvo un sueño muy distinto.

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TERCERA PARTE

Todo lo que no das, lo pier-


des.
(Proverbio indio)

XXII

He pensado muchas veces en todos estos sucesos que


ahora os estoy relatando y he llegado a una conclusión: la
historia se repite. De alguna manera esto que os cuento —la
vida de Ana y Jorge— se repite en todos vosotros. En
algunos casos literalmente, y en otros sin tanto aparato y sin
tanto dramatismo: casi nadie tiene una madre como la de
Jorge antes del "ataque". Pero todos habéis conocido perso-
nas como Ana y como Jorge, como Cristina o como Luis, o
como aquellas dos corifeas: Susana y Belén; y... como
Patricia, la organizadora de fiestas; o los amigos de Jorge,
etc.
La historia se repite, y dicen que el país que no co-
noce su historia está condenado a repetirla...; quizá también
la persona que no procura conocer cómo pasaron las cosas
antes, está condenada a repetir los errores en que incurrie-
ron sus abuelos. Es, pues, importante empaparse de historia:
leer, visitar monumentos o museos, los museos que contie-

56
nen las virtudes y los vicios de nuestros antepasados; y esos
otros museos vivos que todavía hablan, aunque babeen: los
abuelos. Sí, un anciano es un museo vivo. Hay que
arrimarse a esas fuentes de sabiduría en las que cada
consejo tiene detrás el valor de la experiencia.
Es importante escuchar a las piedras viejas y a la Na-
turaleza y a las personas. Alguien ha dicho que las piedras
también tienen vida, pero que la viven tan despacio que no
nos da tiempo a ver los cambios a nosotros que vivimos tan
deprisa. Las piedras también cambian de aspecto pero
necesitan para ello miles de años.
A vosotros en cuanto pasan sesenta ya no hay quien
os reconozca. ¡Dios mío, qué terrible diferencia la que os
imponen sesenta cochinos años!: de un bebé a un abuelo.
Todo bebé que nace, un día será abuelo. Pero este cambio
ocurre despacio, de manera que siempre parece que hay
tiempo por delante y gente por arriba que te agarre; cuando
la verdad es que el tiempo vuela, y no hay tiempo, y en se-
guida también dejará de haber gente por arriba que te sos-
tenga y te apoye. Nuestra naturaleza básica consiste en
actuar, no en que se actúe sobre nosotros como cuando
éramos niños. Muchas personas esperan que suceda algo o
que alguien se haga cargo de ellas. Son seres reactivos, esos
se ven a menudo demasiado afectados por su ambiente. Si
el tiempo es malo se sienten mal... Se ven impulsados por
sentimientos, por circunstancias, por las condiciones, por el
ambiente.
Habrás de ser tú quien hagas tu vida y la hagas bien,
"no fate!" —diría James Cameron—. Cada uno es dueño de
sí y de su vida, esa responsabilidad es la única que no
podemos declinar. Algunos renuncian a su iniciativa y sólo
saben dejarse arrastrar por los acontecimientos, a esos, las

55
cosas “les pasan”, y no hacen más que quejarse de los
problemas que tienen. Son esclavos de los acontecimientos.
Otros, llegan pronto a la conclusión de que sus
problemas no están fuera, en los sucesos, o en las personas
que me rodean, sino dentro. Dentro de mí, ahí están los
problemas y... las soluciones. Pensar otra cosa es un vano
ejercicio de infantilismo, echar las culpas a las cosas... Yo,
cada uno, tiene las llaves de sus propias soluciones.
Siempre que pienses que el problema está “allí fuera”,
¡detente!, ese pensamiento es el problema.
¡Perdonad!, sin darme cuenta me he puesto a sermo-
nearos. Es algo que nos pasa a los viejos. Yo soy viejo de
verdad, aunque me conservo como el primer día. En el
fondo la juventud no es un problema de tiempo, sino de
espíritu. Hay viejos prematuros y ancianos que vibran con
el candor de su primera juventud.
Las momias y los embalsamamientos son una aven-
tura imposible. El maquillaje y la cosmética sólo dan resul-
tado en esta vida, en la otra los hombres son desenmasca-
rados enseguida. Allí se acaba el baile de los disfraces y las
caretas. Algunos al ver, quizá por primera vez, su verdadero
rostro, griten horrorizados. Es la caída de las máscaras. Los
muertos mueren o viven según su vida. O, mejor, como
decía Machado: "sólo los muertos mueren".
Ha pasado el tiempo sin pedir permiso. A veces el
tiempo pasa pisoteando a las personas y a veces pasa de
puntillas; no hiriendo, sino embelleciendo los corazones.
Hay un tiempo “corruptor”, el que convierte la inocencia en
desencanto. Hay otro tiempo que es vivificante, Por entre
los personajes de esta historia también ha pasado, y no en
vano.

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55
XXIII

—Jorge, tío, no hay quien te conozca, tú que siempre


has sido el más lanzado... ¡Vente, hombre! Son sólo cuatro
días; si nos faltas tú, nos falta el alma del grupo.
—Mira, Pepe, tengo un examen dentro de quince
días, si lo saco liquido el Administrativo de 4º que me pesa
como una losa. Además no hace buen tiempo. ¡Claro!, tú
con tu memoria fotográfica lo arreglas todo, pero a mí me-
terme la Ley de Aguas, la Ley de Minas, la Ley de Montes,
la de Caza y Pesca y la Biblia en verso me cuesta, ¿sabes?
—...Pues no sé si vamos a ir nosotros solos... ¡Bah,
nos quedamos y ya está! Además, yo también tengo que
"chapar", el de Proyectos es un hueso...
—Habla, eres mano.
—No hay mus y órdago a la grande. Pepito has caído,
me salgo: dos—cero y con ésta tres. Se acabó. —Jugaban
entre los dos un mus muy extraño, creen que lo inventaron
ellos: un mus para dos.
—Otra, yo doy —dijo Pepe.
—Venga.
Mientras barajaba, cortaba y daba las cartas, Pepe di-
jo:
—La verdad es que estamos cambiando todos, ya no
somos los calaveras de los viejos tiempos. Sobre todo tú sí

56
que has cambiado: nadie hubiera dicho que te ibas a poner a
estudiar en serio...
—Mus. Sí... ¿eh? todo el mundo cambia, Pepe —y se
volvió a concentrar en el juego— dame tres.
—Pues sí, al principio nos preocupamos, parecía que
estabas ido...
—A la grande paso —dijo Jorge—. Lo mismo decía
mi madre, que estaba ido.
—Un envidín.
—No. Paso a la chica también.
—Se fue.
—Sí.
—No.
—Buf, eres hombre muerto otra vez: envido tus ine-
xistentes pares. Tengo juego —hubo un silencio, quizá Pepe
medía la magnitud de su desastre—. Pero yo no estaba ido,
yo estaba abriendo los ojos, colega. Y sobre todo conocí a
una mujer. Porque eso no era una chica, era una mujer.
—Y yo... Que digo que yo también tengo juego.
—Ah, me habías asustado, nunca puede uno estar se-
guro del sexo de sus amigos...
—¡Calla, imbécil! ¿qué tienes?
—Treinta y una, Pepe, treinta y una. El número de
mis conquistas, el número de mi casa, ¡el número, Pepín!
—El número de leches que te vas a llevar por se-
gundo: tengo treinta y una también.
—Pero yo soy mano.
—Tú siempre has sido mano en todo —dijo Pepe en
tono resignado— y encima te llevas a la mejor tía que co-
nozco.
—Cuenta, cuenta... No te distraigas.
—Una de grande. Nada más.

55
—Y yo la chica en paso: una; más dos de pares: tres;
y tres de treinta y una: seis. La verdad es que sí, y te lo juro,
no me la merezco, no me la merezco.
—Te has llevado la chica en paso, Jorge, esa chica va-
lía una buena apuesta.
—¿Qué chica, Pepe? ¿pito-cuatro?
—No, Ana.

56
XXIV

"Jugador de chica perdedor de mus".


Pepe era otro conquistador que había jugado mucho
con las "chicas" y ahora se sentía perdedor. Estaba con una
que no valía nada. Una del grupo de siempre que había
salido con muchos. Hombre, no era una guarra, pero...
¡bah!: una tía de segunda o tercera mano, y eso a las chicas
se les nota...
"La voy a dejar", pensaba Pepe tumbado en su cama
con toda la ropa puesta y los zapatos encima de la colcha.
"La voy a dejar y haré como Jorge: con la próxima iré en
serio. Quizá Marina, la hija de los Fuentes, está bastante
bien, la saco varios años y es una niña muy dulce... sí,
Marina."
Se levantó y fue directo al teléfono. Ocupado. Su
hermanito Bernardo estaba diciéndole "los problemas" a
otro niño de su clase. "Date prisa enano" —le dijo.
Acabó el pequeño. Marcó. Cogieron.
—¿Está Cristina? Eres tú, ¿no?
—No, no, soy su madre, espe...
—¿Cómo está usted?, me ha dicho Jorge que mejor
¿no?
—Sí, hijo, mucho mejor, aquello fue un susto, pero ya
pasó, gracias. Espera un momento que se pone Cristina.
Adiós Pepito, eres Pepe ¿verdad?

55
—Sí. Me alegro mucho, señora, le diré a mi madre...
—Sí, dale recuerdos y dile que me llame, guapo. En-
seguida se pone Cristina.
Durante el minuto que tardó en ponerse Cristina, Pepe
repetía por dentro con guasa y en serio a la vez: "Marina,
Marina, Marina, tú eres la madre de mis hijos. Cristina nos
pondrá en contacto y saltará una chispa de amor eterno, sí,
Cristina no falla en esto."
—¿Sí?
—Eh, Cristina, soy Pepe, Pepe Borrajo.
—Ah, Pepe, hola, ¿dónde te escondes? No se te ve
últimamente en ningún sitio. La gente pregunta por ti...
—Con tu hermano, jugando al mus...
—Vaya pareja de intelectuales. ¿Por qué no vienes
esta tarde, Pepe?, tenemos una fiesta. Viene sólo gente
seria. Va a bajar hasta Jorge... ¡fíjate!... porque viene Ana,
claro. Oye, Pepe, ¿sigues con la tonta esa?
Pepe, al otro lado, chasqueó la lengua:
—No es tan tonta. Pero creo que lo vamos a dejar.
—Mmm ¿en serio?
—Sí, precisamente de eso quería hablarte...
A Cristina le dio un vuelco el corazón. En un rin-
concito de su ser había un sitio que Pepe no había dejado
nunca de ocupar. Pepe era de su edad, es decir, un año
mayor que Jorge. Perdió un año en el BUP: el año que es-
tuvo en Inglaterra. De pequeños estaban muy unidos, se
contaban todo. Por aquel entonces eran vecinos. Cuántas
veces la pequeña Cristina se había jurado a los diez años no
casarse más que con Pepe.
Y ahora Pepe la llamaba para decirle que iba a dejar
de salir con "la tonta esa" y que quería hablar ¡con ella!,
con Cristina... ¡Dios mío! ¡No puede ser! Cristina se veía ya

56
frente al altar, vestida de blanco... O en el juzgado, se
corrigió, bueno, no sé...
—Pues ven esta tarde y hablamos —dijo Cristina con
decisión— Pero, Pepe, escucha una cosa: si salimos tiene
que ser en serio, yo ya no jugueteo, me retiré hace mucho,
¿entiendes?
—¡¿Cómo?... ¿Qué dices?! —Pepe al otro lado se
quedó absolutamente pasmado. Es evidente, pensó rápido,
recomponiéndose, ¡me ha entendido mal! y ahora ¿qué
hago?— Bue... bueno, bue... bueno. A.. adiós —dijo, y
colgaron.
"Yo, con Cristina, ¡con Cristina! ¡Yo!
¡Guaaaaauuuuu! ¡Claro! Yo con Cristina. ¡¡Claro!!" Y se le
escapó: "¡Jooder!".

55
XXV

¡Hombre!, la expresión de Pepe no era la más adecua-


da por varios motivos... Pero efectivamente, los humanos
sois muy raros. ¿Una casualidad?... ¿Un malentendido?...
¡No!: ¡la providencia! Lo que vosotros llamáis "azar" o
"suerte", no es más que el seudónimo que usa Dios cuando
no quiere firmar con su nombre. ¡La providencia!: Pepe y
Cristina juntos por una tontería. La casualidad es una pala-
bra inventada por el hombre para disimular su ignorancia y
para justificar un hecho cuya causa ignora.
Es lo que los escolásticos llamaban actuar a través de
"causas segundas". Dios no irrumpe directamente, sino que
se hace presente a través de una persona o de un suceso.
Pemán decía que algunas de esas personas de las que Dios
se sirve para acercarse a otras, algunas de esas causas
segundas, le habían salido a Dios de primera. Fijaos en Ana,
estaba siendo un instrumento de la Providencia, sin darse
cuenta, ¿o se daba cuenta? No sé. Pero Ana estaba ayudan-
do a muchas personas... Ana le había salido a Dios de
primera.
Volvamos a lo nuestro. Yo estaba más cómodo que
nunca, aquella fue una buena temporada. Luego tuve más
trabajo en la batalla final, pero no nos precipitemos.
Ahora volvamos a esos días tan divertidos de un final
de curso, de un comienzo de verano.

56
Sábado por la mañana. Casi todo lo que os cuento su-
cede en los fines de semana: es el tiempo de la juventud. La
juventud vale lo que valen sus fines de semana. Tu vida
vale lo que valen tus fines de semana.
Repito. Sábado por la mañana, sobre las doce. Jorge y
Cristina toman el sol en casa, frente a la piscina. Están
tumbados en sus hamacas. Jorge tiene en las manos la ley
de aguas —más coincidencias—. Cristina observa a su
madre que está cortando algunas rosas por el caminito y se
acerca a ellos. Cuando la tienen casi encima, la buena se-
ñora exclama mirando al reloj:
—¡Ah! qué horror: las doce. Me voy que no llego a
Misa. —y mirándoles añade mientras se aleja— Adiós hi-
jos.
—¡Adiós mamá! —corean los dos.
Hay un silencio. Y enseguida Cristina habla, todavía
bajito.
—¡Has visto! ¡Mamá se va a Misa!
—Sí, lleva así desde hace unos meses —dice Jorge
con desgana: estaba muy metido en el estudio.
—Pero si hoy es sábado, no toca, ¿no?
—Bueno, parece que ahora va también mucho a dia-
rio.
—Jorge, pero ¿hay misa también los días de diario?
—Claro, idiota, hay todos los días. ¡Me quieres dejar
estudiar!.
—Y tú, Jorge... ¿cómo sabes eso?... ¡Qué cultura!
Ummm... "Algo huele a podrido en Dinamarca".
—Déjame en paz, por favor, Cristina, Cristinita, estoy
estudiando la ley de aguas, no el código de derecho
canónico. ¿Vale?

55
—Te dejaré en paz enseguida. Jorge contéstame a esta
pregunta: ¿tú vas a Misa?
—Pues claro, con Ana.
—¿Los domingos?
—Bueno, verás, ella va casi a diario, y a veces la
acompaño... ¿entiendes? Hale, chata, ahora te callas y me
déjas estudiar.
Hubo otro breve silencio. Jorge estaba molesto por
tener que hablar de estas cosas.
El silencio lo volvió a romper Cristina; se incorporó
en la butaca, y entró a degüello:
—Luego... tú vas a misa sólo por acompañar a Ana:
¡Fariseo! ¡Qué vergüenza! Tú no crees en Dios, tú crees en
Ana.
—¡Hombre! no es tan sencillo... verás...
—No, no veo nada, sólo veo que para ti si no existiera
Ana, no existiría Dios. Porque está claro que hasta ahora tú
no habías ido a Misa en tu vida. ¿Es posible que te hayas
dejado influir hasta ese punto? ¿Hasta fingir tener fe? ¡Qué
asco! Eres un embustero.
—No, no, no, ¡un momento! Yo no finjo. Hablemos
claro: si voy es por que creo, ¿entendido? Hombre, creo
poco todavía, pero creo. Otra cosa distinta es que haya sido
Ana quien me ha enseñado todo esto, ¿comprendes? Pero
no soy un mamarracho. Si Ana desapareciera, seguiría
creyendo, o al menos eso creo. Y ahora me dejas estudiar en
paz, ¡tía pesada! —y al decir esto último gritó más de la
cuenta, .
Y ese "¡tía pesada!" le costó mil quinientas pesetas.
Porque, de pronto, Cristina le quitó de las manos la ley de
aguas, y... en un instante, un librito se hundía lentamente en

56
el centro de la piscina. "Cada mochuelo a su olivo", dijo
Cristina.

55
XXVI

No recuerdo si fue ese mismo fin de semana o el si-


guiente, pero eran las mismas butacas y la misma piscina.
En lugar de Jorge, el que estaba con Cristina era Pepe.
Pepe, que todavía pisaba las nubes desde el día que empe-
zaron a salir. Todo fue tan raro que estaba como "cortado".
Tenía cierta sensación de inconsistencia o de pequeñez. Y a
la vez se sentía sumamente satisfecho: "¡Cristina! La diosa,
mía", se decía.
Cristina era incontestable, tenía un prestigio mítico
entre todos aquellos grupos de chicos. Era muy conocida y
respetada. Tenía mucho poder. Ella era consciente de todo
eso y Pepe también, por eso ahora Pepe se sentía cortado.
Pepe no era un conquistador nato, no era tan profe-
sional como lo había sido Jorge. Aunque tenía varias mues-
cas en el cinturón. No era tan profesional como Jorge,
porque Pepe era arquitecto, ésa era su profesión desde los
cuatro años. Estaba en quinto, pero había sido arquitecto
siempre. Sólo le dedicaba a las mujeres el tiempo que le
dejaba libre su "verdadera esposa". Ahí había una rival para
Cristina.
Pepe estaba siempre construyendo. Construía
edificios inverosímiles con los cubiertos y los vasos durante
la comida. Con los libros de las estanterías, en su
habitación. Con los lápices y las gomas, en clase... En fin,

56
una verdadera pasión. Miraba a los edificios con los ojos
con que otros miran a las mujeres.
Ahora, mientras Cristina luchaba contra una brisa
para encenderse un pitillo, Pepe en un momento y con
cuatro líneas inmortalizó el instante en su bloc, y lo
escondió debajo de la tumbona. Hacía eso muy a menudo.
Pero Cristina con el reojillo se dio cuenta:
—¿Qué haces, Pepe?
—No, nada, nada.
—Anda, trae, déjame ver eso —dijo en un tono que
no admitía discusiones.
—Son cosas mías, mujer...
—Pepe...
—¡Toma, leñe! Pero si no te gusta... te aguantas.
Cristina miró despacio su rostro y su gesto al encen-
der el pitillo: ¡era ella!
—¡Pero si soy yo hace un momento!
Cuando analizó todos los detalles y quedó satisfecha,
pasó la página hacia atrás y ahí estaba otra vez, ahora mi-
rando al infinito con unos ojos hermosísimos, casi como los
de su hermano. Pasó otra página y se vio apoyada en la
verja del jardín. En la siguiente estaba acariciando a su
gato.
—Esa es la mejor —dijo Pepe.
—¿Por qué?, ¿por el gato?
—No, por "la gatita", ese gato es repugnante, le odio.
—Pepe, no estarás celoso... de que acaricie a un gato,
ja, ja, ja. ¡Pasen y vean al hombre que tuvo celos de un
gato! Ja, ja, ja.
Pepe no dijo nada. Cristina llenaba todo aquel bloc.
No había nadie más que ella. Y de pronto se puso román-
tica:

55
—¿De verdad no hay nadie más que yo para ti?
—De verdad. Si quieres te traeré los cuadernos que
dibujaba cuando éramos pequeños. En algunos dibujos es-
tás un poco ligera de ropa, ejem, cosas de críos, pero no hay
otras mujeres. Lo juro.
—Jura otra vez, Pepe.
—Te lo juro. Te voy a querer siempre, al diablo la ar-
quitectura. Tú eres la construcción más fantástica. Te lo
juro.
—Eres un cielo, Pepe, ¿cuándo acabas la carrera?...

56
XXVII

Esa pregunta: "¿cuándo acabas la carrera?", estaba


llena de planes... de proyectos, y no precisamente arquitec-
tónicos. Aunque sí, Cristina quería construir también,
quería construir un hogar. Aquel día le entró prisa.
"¿Estás segura de que eso va a funcionar? Ya te cono-
ces...", le dijo su padre cuando fue a pedir consejo. "Hija, tú
casada... No sé, no sé". Cristina sabía que tendría que
amoldarse, ceder, callar, perdonar, ¡perdonar!, y olvidar,
¡olvidar! Si no, la pareja se deshacía. Había que hacerse una
sola cosa con el otro, había que olvidarse un poco de sí
mismo. Había, en fin, que aprender a querer. Aprender a
querer. ¿Dónde se enseña esa ciencia? En su hogar desde
luego esto era una novedad. Recordó a Ana Karenina en su
trayecto hacia la estación, aquella escena de la novela la
había embriagado desde que la leyó: "tanta gente... y todos
se odian unos a otros".
Ahora ése era un edificio que habría que derruir, el de
los odios, las puyas y los rencores largamente sostenidos.
Se sintió aliviada al pensar esto. Pero pronto se agobió de
nuevo. Miraba su vida y veía muchos edificios que habría
que destruir... destruir. Ella quería construir, construir un
hogar y se encontraba con que antes tenía que dedicarse a
destruir. "Bueno —se consoló— al fin y al cabo Pepe es un
buen arquitecto". Y este pensamiento la salvó de ahogarse

55
en un mar de lágrimas, como aquel día en la piscina
mientras hablaba con Ana.
—Pepe, los arquitectos también hacéis demoliciones
¿no?
—Sí, son divertidísimas. Se colocan las cargas en lu-
gares estratégicos y ¡pum! Resulta limpísimo. En un ins-
tante todo está en el suelo.
—¿En serio? ¿Es tan limpio?
—Sí, sí, todo muy suave.
—Pues entonces... en primavera, ¿te parece?
—Perdona, ¿a qué te refieres, Cristina? —Y dejó el
bloc que ahora ya usaba descaradamente para dibujar a su
único modelo, su único edificio.
—A la boda, claro.
—¡¿Quéeee?!
—Hombre, alguna vez tendrá que ser, dijimos que
íbamos en serio, ¿te acuerdas? Y además tú juraste...
—¡Soy el hombre más feliz del mundo! —gritó.
Y saltó, dio volteretas, bufó, mugió, se arrastró, trepó
por una cuerda imaginaria, dio cien mil vueltas alrededor de
Cristina que, impertérrita, seguía sentada en su tumbona.
Tenía entre sus manos a Dante. Al cabo de un buen rato
Pepe cayó de rodillas delante de "la diosa" y murmuró:
—Quiero tener cien hijos, todos varones.
En este punto Cristina dejó la Divina Comedia y des-
cendió a la humana. Le miró profundamente y con curiosi-
dad, "¿niños?", pensó, "¿qué es eso? ¡Caramba, no había
caído!". Efectivamente Cristina no había tenido nunca inte-
rés por los niños pequeños, si hubiese pensado alguna vez
en esas criaturas le habrían parecido monstruitos, enanos,
hombres pequeños, deformes, extraños. "Habrá que leer
algún libro sobre eso", pensó.

56
"En primavera, ¡dentro de ocho meses! —se decía Pe-
pe—, esta mujer es alucinante, tiene una seguridad que me
da confianza. Ahora voy a ser constructor de seres huma-
nos. Necesito un lapicero...".
Y desde aquel día dibujaba niños pequeñitos en todas
las posturas imaginables, combinando sus propios rasgos
con los de Cristina. Había cientos de variantes... Estaba
diseñando...
No sabía que su primer hijo lo tenía diseñado ya otro
desde toda la eternidad: era un precioso niño con síndrome
de Down, al que amarían con locura, venido para destruir
los odios de Cristina y cimentar la unidad de ese hogar.

55
XXVIII

Susana y Belén, las corifeas, escuchaban atónitas las


noticias que les confiaba Cristina.
—¿En primavera? —preguntaron a la vez.
—Sí, en primavera.
—¡Hombre!, no deja de tener interés. Es un hecho
biológico indispensable éste del matrimonio, pero ¿no es un
poco cursi eso de casarse? —preguntó Belén.
—Sí, eso es lo que más me fastidia, —dijo Cristina—
que en el fondo es una cursilada. No sé cómo hacer para
que no se me llene la casa de besugos que vienen a
felicitarme y a traerme juegos de cama y mantelerías.
—Sí, ahí tienes un problema —intervino Susana—;
evitar la cursilería, las mantelerías, los encajes, las
canastillas y los juegos de té chinos. No sé, podemos decir
que es una "boda negra" y os casáis en un pajar o en un
cementerio. Sería divertido...
—¡Muy graciosa! —dijo Cristina malhumorada— y
podríamos decir también que tú eres la concubina de tu
padre, y cortarte las narices y atarte al portal de la casa con
un cartel que diga: "la corté porque era mía".
—¡Cómo te pones, hija!
—Perdona, es que estoy nerviosa... De momento esto
no sale de aquí, ya veremos cómo y cuándo se da a conocer
la noticia. ¿Está claro?

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—Clarísimo —dijo Belén— además, no te preocupes,
tampoco se lo iba a creer nadie... o sea que...
—¡Muy bien!, mis dos mejores amigas tomándome el
pelo en los momentos más importantes de mi vida —y
cuando dijo esto se dio cuenta de que era un reproche de
película sentimental, entonces se corrigió: la verdad es que
ni yo me lo acabo de creer. ¡Niñas!, ¡habladme del matri-
monio!, ¡habladme del amor!, ¡vamos!. Belén, pide más
champagne, mi copa está vacía.
—Eso —dijo Belén—, ya que no sabemos nada del
matrimonio ni del amor, bebamos burbujas, ellas nos ense-
ñarán, bebamos...
Y se pusieron las tres a reír y reír. Se rieron de sí mis-
mas, de la gente que estaba en la mesa de al lado, de los
camareros. Y venga a reír. Se rieron de todo, pero siempre
una encontraba algo nuevo para echar a ese fuego devora-
dor de la risa. No paraban. Cuando parecía que bajaba la
intensidad de las carcajadas, ocurría una pequeñez y las
risas recobraban una fuerza increíble. Aquello era un
verdadero ataque de risa. Cada una le contagiaba su risa a
las demás. Unas risas de esas frenéticas que se pegan de
una persona a otra como una encantadora enfermedad. Ri-
sas que no son nunca iguales: cada vez un pequeño
elemento gutural nuevo las reanima. ¡Qué gracia! Se esta-
ban tronchando. Había momentos de verdadero delirio. El
ataque era generalizado e incontenible: lloraban de risa. Era
una risa floja imparable. La gente de alrededor al principio
las miraba y cuchicheaba escandalizada. Pero al cabo de un
rato se rindieron: el espectáculo estaba servido. Y la risa
empezó a contagiarse entre las mesas más cercanas. El
incendio prendía con fuerza y las chispas saltaban de unos a
otros. Era increíble: ¡todo el restaurante! ardía en carcajadas

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incontenibles, y en el centro de las miradas, las tres lobas
que se desternillaban vivas, que perdían la respiración y la
recuperaban malamente. Rojas como tomates,
enloquecidas, atrevidísimas, agotadas, reían con más fuerza
al ver el escándalo que habían organizado. Se miraban con
complicidad mientras se retorcían, señalando a su
alrededor: una alucinación colectiva de primer orden. Un
fenómeno.
Ninguna de las tres olvidaría nunca aquella tarde tan
divertida. Y bautizaron aquel día como "el día flojo", por-
que les dio la risa floja. Todos los años, mientras les fue
posible, se reunieron en esa fecha y en ese sitio para cele-
brarlo, y algunos años volvieron a montar el espectáculo,
pero nunca como la primera vez. Los camareros no les
querían cobrar, los que se acordaban.
Aquellas carcajadas eran el camuflaje de la
ignorancia. El ataque de risa fue un don del cielo que vino a
impedir la desesperación, la desesperación de una criatura
que siente amor, pero que no sabe amar porque no conoce
sino las facetas más epidérmicas del verdadero amor.
No sabían nada del amor y acudieron a pedir explica-
ciones a las burbujas. No sabían lo que era el amor y busca-
ron la respuesta en la química. Pero allí no estaba la res-
puesta. Tendría que pasar un poco más de tiempo para que
sus corazones concluyeran que el amor no es un cosquilleo
que se siente por la espalda. ¿Qué es el amor? ¡Ah!... Si
nadie me lo pregunta lo sé, pero si me lo preguntan, enton-
ces... ya no estoy seguro. ¿Qué es el amor? El amor es
donación, es sacrificio, es entrega, y es... fidelidad.
"¿Sabes cómo celebramos vuestro compromiso?" le
decían Susana y Belén a Pepe. "No", respondía él. Y las dos
se echaban a reír como locas. Y el pobre Pepe no entendía

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nada y sonreía sin saber por qué, completamente desconcer-
tado. A veces estaba presente Cristina, que también se partía
el bazo al recordarlo. Pero a Pepe nunca le explicaron nada.
Y el pobre no sabía si reír o ponerse serio o qué; siempre
terminaba por sonreír moderadamente, sabiendo, eso sí, que
le tomaban el pelo. "¡Bah!, que se rían —pensaba— eso
facilita la respiración, ¡mujeres!, inútil intentar
comprender".
Un día dibujó a Cristina en pleno ataque de risa. A
ella le encantó. Pepe pasó el dibujo al óleo y se lo regaló al
restaurante. El dueño, que recordaba perfectamente el
episodio de aquel día famoso y que era un hombre muy
simpático, lo hizo colgar en lugar preferente. Encargó servi-
lletas y posa vasos nuevos con los rasgos de aquel rostro
que parecía tener movimiento, el movimiento de la risa.
Cambiaron de nombre al local y ahora se llama "Cristina".
—Lo único que me fastidia es que se limpian con mi
cara —dijo Cristina una vez.
Pepe le contestó:
—La risa limpia, limpia los corazones.
Es verdad. Dicen que hay un cable secreto que co-
necta las comisuras de los labios con el corazón. Cuando un
corazón está triste, el rostro aparece duro, serio, roto.
Cuando el corazón es feliz, la sonrisa aflora tranquila, cons-
tante; y dispuesta a aprovechar cualquier pequeñez, para
explotar en una risa generosa.
Por el contrario, hay gente que parece que se ha tra-
gado la sonrisa, o que la tiene racionada. A esos no les
funciona la esperanza.

55
XXIX

Los números romanos empiezan a complicarse:


capítulo veintinueve, para que nos entendamos. A ver si
acabo pronto. Seguimos en ese verano tan interesante.
Cristina ha hecho público ya su compromiso con
Pepe. Y efectivamente han empezado a llegar felicitaciones
muy cursis, mucho más de lo previsto. Y esto provoca
nuevos motivos para que Jorge se meta con Cristina: cada
tarjeta y cada comentario de la gente que viene, tiene su
repercusión cuando los dos hermanos se quedan solos. En
esos momentos, Jorge se ríe de Cristina todo lo que puede.
Ella lo soporta, ¡qué remedio!: todo tiene un precio. "Estás
con la gente y tienes que aguantar sus tonterías, y cuando,
harta ya, te quedas sola todavía te queda un hermanito al
que aguantar. ¡Señor!".
Esta tarde están en casa solas Cristina y Ana que se ha
venido porque Luis está probando un explosivo de su
invención, a base de unas sustancias muy raras. "Me ha
echado" —comentó al llegar—. Y a mí también, lo reco-
nozco, mis viejos tímpanos no están ya para explosiones.
Lo siento por Violeta, pero ella tiene tanta paciencia como
sordera y no sufrirá mucho. Los padres están de viaje, cada
vez viaja más el padre de Ana: no van bien los negocios y
tiene que moverse, en fin...

56
Ana está esplendorosa. Crece y crece sin parar. Parece
que se aleja de lo humano, pero es para verlo con mayor
perspectiva. Su alma es verdaderamente un palacio de
maravillas.
Llevan una hora paseando por el jardín, sospecho que
acabarán en las tumbonas de la piscina. Hablan en serio las
dos. Cristina no cesa de encontrar tesoros en la per-
sonalidad de Ana. Desde aquel día —el primero— en que le
dijo: "Ana, tú tienes carga positiva, eres un protón", desde
aquel día, Cristina se muere por estar con Ana: "mi delfín
blanco".
Ana cree que sus relaciones con Jorge se enfrían y
que quizá tenga que ser así. Cristina le dice que no, que ni
hablar de eso. Pero se queda pensativa y recuerda que en
alguna ocasión Jorge le ha confiado que entre los dos a
veces se abría un abismo, que estaban muy cerca, que
podían tocarse, pero que ahí estaba ese muro de cristal,
justo entre los dos. No sabía explicarlo mejor. Alguien o
algo se interponía.
"Es extraño —le dijo una vez Jorge a su hermana—
yo la quiero, bien lo sabes, y ella a mí, pero ahí está ese
abismo en medio"...
Ana, hacía tiempo que había perdido el miedo a Cris-
tina, sintonizaba con ella, le consultaba muchas cosas. La
seguridad de Cristina fortalecía a Ana, y la bondad de Ana
ablandaba el corazón de la que antes fue una loba despia-
dada. Y así, cada una influía sobre la otra en un trasvase
mutuo de virtudes. Estar juntas les hacía ser mejores.
Yo tomaba apuntes de todas estas reacciones huma-
nas. Mi profesión lo exige así, y anoté: "Hay muchos fac-
tores que configuran a las personas. El clima: no es lo
mismo ser un vasco recio, acostumbrado a la lluvia y al

55
fresco, como Violeta, parco en palabras; que un andaluz
dicharachero y ocurrente, siempre listo para bromear y
sonreír. El entorno urbano o rural; en las ciudades la gente
es más culta y más sociable, aunque menos observadora;
mientras que en el campo son más contemplativos, más
serenos y austeros. La propia familia influye también: no es
lo mismo quien es hijo único, quizá mimado; que aquel que
tiene diez hermanos y nunca se le ha consentido un
capricho.
Todas estas cosas configuran y mucho las maneras de
ser de cada persona, pero lo que más configura, lo que más
determina, es el propio corazón: los amores. Se podría
decir: dime a quién amas y te diré quién eres. El que ama a
gente buena —el que se roza con gente de buen fondo—
ése tiene mucho hecho. Quien, por el contrario, se ve
atraído por lo malvado o se roza y convive con personas
crueles o egoístas, ése, tiene muchas papeletas para
convertirse en un despiadado o en un egoísta.
Cristina quería a Ana: el alma de la loba perdía viru-
lencia. ¿Y si hubiera muchas Anas? Si hubiera muchas Anas
generosas, sencillas... entonces, entonces habría muchas
historias como ésta. La bondad se pega. El bien es conta-
gioso. El bien salta de unos a otros por el tendido eléctrico
del cariño... de la amistad... del amor... Lo malo es cuando
uno se aisla, entonces no puede transmitir nada. Si no hay
amistad, cariño ni entrega, lo que podía ser un árbol frondo-
so se convierte en un poste desnudo. Nadie puede ser dicho-
so en solitario. Para ser feliz hay que crear otras felicidades,
y para eso hay que meter a los demás en el propio corazón.
Ser feliz "uno solo" es algo que se da exclusivamente en el
laboratorio.

56
Esa tarde de verano, después de hablar y hablar, aca-
baron las dos sentadas en las tumbonas mirando a las estre-
llas, había muchas de todos los colores y de todas las inten-
sidades.
Pepe y Jorge, que llegaron a esas horas de dar una
vuelta, las vieron desde lejos, en las tumbonas, se acercaron
sigilosos y los dos se quedaron mirando a "las estrellas".

55
XXX

—Mira, Susana, allí, el moreno de la camisa de cua-


dros...
—Sí.
—Ese es el hermano de Ana.
—¡Ah, vaya! Pues se parecen como un huevo a una
castaña.
—Pero qué basta eres, Susana, se ve que te has criado
en la calle, pero procura disimularlo un poco.
Estas lindezas y otras se decían las corifeas de la loba
mientras se acercaban a Luis, el hermano de Ana.
—¿Qué le querrá Patricia? —dijo una.
—No sé, espabilarlo, supongo.
Luis estaba con sus amigos sentado en las gradas del
campo presenciando un encuentro de fútbol del campeo-
nato de verano entre el equipo de su urbanización y otro
equipo venido de fuera, no recuerdo de dónde. Era un
campo pequeño y no había mucha gente. En aquella única
escalinata de gradas cabrían doscientas personas, pero no
habría ni cincuenta. El césped estaba muy verde a pesar del
verano y el partido interesante. Ganaban los locales 3-0,
Luis los conocía a todos.
De pronto un defensa del equipo de fuera hizo un pla-
caje de muerte al punta contrario que se le iba. Todo el
estadio se puso en pie. Era un penalti clarísimo. El árbitro

56
no pitó nada. El público gritó, silbó, pataleó, se oyeron
palabras gruesas dirigidas al colegiado. Los jugadores lo-
cales envolvieron al árbitro: protestaban. Los ánimos se
encrespaban más y más...
En ese momento Belén le dijo a Susana: "¡Ahora!
Vamos". Y las dos bajaron por las gradas libres en diagonal,
hasta ponerse justo detrás del grupo en el que estaba Luis.
Los chavales gritaban y decían todo su repertorio de tacos.
Ninguno se dio cuenta de que justo en ese momento dos
chicas acababan de dejar un sobre en el asiento correspon-
diente a Luis.
Cuando por fin se calmó el alboroto y todos volvieron
a sentarse, Luis lo hizo también, pero no notó nada, bajo
sus posaderas había un sobre pero él no lo vio ni lo sintió.
Al terminar el partido con un resultado de 7-0 todos
salían contentísimos, ya nadie se acordaba de aquel penalti
que el árbitro no pitó. Salió Luis y salieron sus amigos,
pensaban merendar por ahí para celebrar la victoria.
"El gordo", Carlos, salió el último y al pasar por el
asiento correspondiente vio el sobre, lo cogió, se sentó
mientras todos se iban y leyó: "Para Luis Tellechea".
El gordo sentado en aquel sitio y solo ya en el campo,
dudó, pero le pudo la curiosidad y abrió el sobre. El gordo
era otro empollón muy amigo de Luis. Sacó el papel y leyó:
"Querido Luis: Sé que en tu casa hay problemas económi-
cos. Tengo que decirte algo. Ven esta noche. Solo. Calle
Los Sauces 7". No había firma pero sí unas iniciales: "PR".
El pobre gordo, sintió haber hecho eso, él no sabía
que algo anduviera mal en casa de Luis y de Ana, a los que
conocía desde siempre, y le dio mucha pena.
Levantó el saco de su panza y puso rumbo a su casa,
por el camino compró un sobre nuevo. En casa escribió a

55
máquina en el sobre: "Para Luis Tellechea". Metió dentro la
carta, chupó de sobra la solapa y lo pegó. "Ya está, aquí no
ha pasado nada —se dijo—".
Inmediatamente cogió el teléfono y marcó el número
de Luis. Lo descolgó el propio interesado:
—¿Está Luis?
—¿Qué quieres gordo? Soy yo.
—Verte ahora mismo.
—¿Qué pasa?
—He encontrado un sobre dirigido a ti.
—¿Dónde?
—En el fútbol.
—Bien, y ¿qué dice?
—No sé, pero es urgente.
—¿No sabes, pero es urgente? Habla gordo: lo has
leído.
—Puees, pueees, mira sí, lo he leído, pero lo he
vuelto a cerrar. Yo no sé nada. ¿Puedo ir ahora a llevártelo?
—Claro tío, y tráete el módem, de paso, que el mío se
ha estropeado y necesito uno.
—Bueno, voy.
Y colgaron.

56
XXXI

—PR. Cristina, ¿quién es PR?


—No sé, Ana, déjame pensar: PR —repitió en tono
meditativo.
Luis salió de casa anoche con el gordo y nadie supo
más de él. Ahora son las seis de la mañana. Y Ana acaba de
llegar al chalet de Cristina después de haber encontrado la
carta en el cuarto de Luis. Jorge y otros amigos llevan horas
buscándole por ahí. Han estado en la dirección que ponía en
la carta, pero allí ya no quedaba nadie. Había habido juerga,
pero ni rastro de nadie.
Había habido juerga, dice, ¡Qué espanto! Juerga, sí, es
mejor llamarlo así, porque aquello no era una fiesta.
Aquello era un pretexto, una coartada, una tapadera. Esa
gente se reunía para hacer cosquillas a sus sentidos, uno por
uno, científicamente... La palabra fiesta había sido
profanada en aquella casa. Yo lo vi. Era un ir y venir de
carne humana vacía de sentido. En esas fiestas no se habla,
la gente no tiene nada que decir. Todo es tan vano que luego
nadie recuerda nada. ¿Qué será dentro de cien años de esos
sesenta kilos de hembra? —me preguntaba yo al ver un
ejemplar de calidad que se acercaba a Luis—. Esa gente no
busca la felicidad, busca el vértigo —como diría el Fausto
de Goethe—. Eso era la fiesta de los bichitos: sólo
agitación; y en el reparto de beneficios, no queda nada para

55
el alma. Las fiestas, antes que nada, se llevan dentro o son
una cabalgata de cucarachas. Las tiene que organizar el
corazón, o nacen muertas, como los abortos: las juergas son
los abortos de las fiestas.
Eso era lo que había en el corazón de Patricia y de
toda su comparsa, muchos abortos, muchas juergas. Un
baile de marionetas sin rostro, sin voz, sólo carne... Ahí
estuvo Luis, ahí lo llevaron, a una juerga.
Yo me sentía muy inquieto: Luis se había metido, sin
querer, en un nido de víboras. No hago más que darles pis-
tas, pero tanto los que le buscan fuera como estas dos, no se
enteran de nada. El custodio del chico se fue con los padres
de viaje para echar una mano, y me he quedado solo con
todo el tomate.
"PR, PR..." —repite Cristina—. Y mira, ya se lo digo
en directo: a la porra la discreción...
—¡Claro! PR. ¡La tonta esa!, la ex novia de Pepe: Pa-
tricia Ruiz, ¿te acuerdas? ¡Cómo no me he dado cuenta
antes!
Y a mí se me escapó un taco. ¡Será presumida! Ahora
creerá que se le ha ocurrido a ella. Estos mortales son la
pera.
—Ahora caigo, en una fiesta suya conocí yo a tu her-
mano —dijo Ana.
—Exacto. ¡A su casa!... Esa se entera hoy. Vamos
allá.
—¿Cómo?
—En la moto.

***

56
—Chica, la verja está cerrada. Tendremos que saltar.
—Dijo Cristina, siempre más decidida que Ana.
—Pues venga.
Saltaron por el muro porque era más fácil y nada más
caer al otro lado, vieron brillar dos ojos negros muy cerca
de ellas. Las dos se quedaron paralizadas hasta que un ruido
gutural del doberman, anunciando que iba a empezar su
desayuno, las hizo reaccionar.
Bien, y aquí sí que me quedé de piedra. Yo no le temo
a los perros. Iba a deshacerme de él provocándole un de-
rrame cerebral para que pudieran seguir hasta la casa, cuan-
do oí silbar en el aire el puño de Cristina. ¡Extraordinario!
Un fortísimo golpe en el cráneo dejó al perro KO y soñando
con los angelitos, ejem.
No, si éstas cuando se ponen, son valientes... Seguro
que si en vez de un perrazo es un ratón, empiezan a llorar.
En fin...
Continuaron hasta la casa sin más interrupciones. Lle-
garon a la puerta, recompusieron sus vestidos, se arreglaron
el pelo y llamaron al timbre.
Nada. Pero había gente dentro porque se oían ruidos
furtivos: el ruido que hace quien no quiere hacer ruido.
—¡Patricia Ruiz! ¡Sal ahora mismo! Sabemos que es-
tás ahí. —Dijo como en las películas.
Se abrió una ventana encima de ellas y apareció Patri-
cia despeinada y con una sonrisa tonta muy sospechosa de
tener unas copas de más, muchas copas de más.
—¡Tú, asquerosa! ¿Dónde está Luis?
—Aquí, conmigo, mmm. Sabía que vendríais las dos;
las dos santitas, ji, ji, ji, esta ha sido mi venganza por lo de
Pepe.

55
—¡Hija de perra! —gritó Cristina indignada— Pero si
sólo es un niño. —En ese momento apareció Luis por la
ventana.
—Luis, querido, ¿qué te han hecho? Baja.
—Voy.
Tardó apenas unos segundos en abrirse la puerta y allí
estaba Luis. Perfectamente sobrio y entero, despejado. Las
dos le abrazaron:
—¿Qué te ha hecho?
—Pueees nada, pobrecilla. Intentó emborracharme,
pero yo, tieso. Beber, he bebido pero nada, se ve que no me
emborracho. Y luego, hombre, luego...
—¿Luego qué?
—Nada, la traje a su casa ¡estaba malísima y se puso
muy tonta!
—¿Y qué? ¡Habla!
—Nada, me enseñó el ordenador de sus hermanos, es
alucinante ¿sabéis? Un Bull DPS9000. Uno de los grandes.
Me he metido en la NASA con él. Me han pasado progra-
mas que no tengo. He hablado con la NASA con el ordena-
dor de Patricia ¿entendéis? ¡Es demasiao! ¡Qué noche!
—Muy bien, muy bien, claro, claro. ¡Anda vámonos,
rico! Menudo susto teníamos en el cuerpo —dijo Cristina.
Y se fueron, dejando a Patricia llorando y borracha.
Una borrachera que le duraría muchos años.
De camino a la tapia recogieron al gordo que estaba
en el invernadero. Un invernadero inteligente, todo electró-
nico. Allí estaba el gordo con un cuaderno y un lápiz, co-
piando programas y funciones y todo el sistema.
—¿Lo tienes todo, gordo? —dijo Luis.
—Todo, lo tengo todo.

56
—Desde luego, hijo, en esa tripa te cabe todo. Anda.
—dijo Cristina.
Ana se reía a más no poder. Volvieron juntos an-
dando, menos el gordo. El gordo iba en la moto, despacio,
al paso de los otros, zigzagueando a veces para mantener el
equilibrio.
Cristina y Ana le gastaron bromas a Luis que él fingía
no entender del todo: que si no le gustaba Patricia o qué... A
lo que Luis respondía: "No sabe nada de ordenadores. No
sabe nada de la vida."
Pero por dentro pensaba algo parecido a esto:
"Patricia es un pastel que empacha, produce dolor de tripa.
No, no tomaré productos caducados. Ese bombón está
relleno de gusanos, blanditos, pero gusanos.
Patricia es una golosina, no un alimento. Los tazones
de chocolate saben bien, pero luego dan dolor de cabeza".

55
XXXII

—O sea, que vosotras dos le pasasteis el sobre de "la


tonta esa" al niño...—dijo Cristina—, a ver cómo me expli-
cáis eso, parejita.
—Te aseguro, Cristina, te a-se-gu-ro, que no teníamos
ni idea de lo que pretendía. Nos engañó.
—Nos engañó, nos engañó; pues qué pena, además de
colaborar con lo que pudo ser algo nefasto, lo hacéis sin
querer, engañadas. Eso sí que es triste: hacer las cosas sin
querer. Equivocarse sin querer, parece una excusa, pero no,
duplica el error: malas y además tontas.
—No seas dura. La tonta esa nos dijo que tenía planes
para Luisito y que tú ya estabas enterada —arguyó de
nuevo Susana—. Pero no te preocupes nos tomaremos una
venganza larga y amarga con Patricia. —Y pasó a un tono
más confidencial—: "Sabemos que su padre..."
Os ahorro los detalles, en síntesis: el padre de Patricia
era un desgraciado, y ellas planeaban hacer que su mujer se
enterara de ciertas cosas, eso provocaría una crisis matri-
monial y Patricia sufriría. Esta era sólo la primera parte de
la venganza que habían tramado Belén y Susana. La
segunda parte era igual de larga y amarga.
Cristina les cortó, no quería que se la hiciese tanto
daño:

56
—Sois perversas, ¿No os da pena? ¿Entre qué piedras
escondéis vuestros corazones? —dijo—.
—¿Pena?: Ja, ja, ja, ja. ¡Pena! ¿Corazón? Cristina, —
dijo Belén— he conseguido no sufrir a base de no amar. Mi
corazón, igual que el tuyo, es pequeño y duro como un
garbanzo y estoy muy orgullosa de él, así quiero ser: nada
me afecta.
Una vez me contaste la historia de aquel fraile ruso
que sufría por todo, que se echaba las culpas de todo lo
malo que ocurría a su alrededor, que pedía perdón a los
hombres y a los animales y a la tierra misma que tenía bajo
sus pies. Ese hombre era una llaga abierta. Yo te pregunté si
es que estaba loco, me dijiste que no, que sufría porque
amaba. Era su corazón como el de una niña sensible a quien
todo afecta. Tú me enseñaste a no sufrir, a no afectarme:
"no te ames más que a ti misma —decías—, así no
sufrirás".
Tiene gracia que tú nos llames perversas y no recuer-
des lo que hicimos con Pablo, por ejemplo, ¡Oh! aquello
fue el martirio chino... Y lo hicimos juntas, querida, juntas.
Y con María que tuvo que irse a vivir a Sevilla, ji, ji, ji, jo,
jo. Sí, fue realmente crudo, una verdadera persecución. O lo
que hicimos para separar a Paula de Rodrigo. ¿Te acuerdas?
Y todo porque tú querías tener un ligue con él, que entonces
era carne fresca. Te lo cargaste, le convertiste en un golfo.
Cuando recobró la libertad ya no era más que un besugo, un
besugo venenoso.
¿Dices tú que somos perversas? Inclúyete, Cristina,
inclúyete. Tu has sido siempre el cerebro del equipo: la
loba, la vampiresa. ¿Recuerdas cuando conseguimos que
cerraran la heladería que estaba aquí al lado? Esa gente se
arruinó. Sí, es verdad que aquella falsa blancanieves era una

55
cotorra... Nos hicieron una faena, y lo han pagado. Ahora
son pobres. —Y añadió con un retintín de burla: Me
encantan los pobres, me encanta darles limosnas...
Cristina escuchó aquellos recuerdos anonadada, y ha-
bía muchos más. Ahora veía el mal dentro de sí con toda su
hondura. Era verdad, esa era su obra, esa era la obra del
odio. "Y yo estoy esperando que llegue la primavera... para
casarme...—pensó—. Yo soy un invierno. ¿Cómo me voy a
casar así? Nunca podré vestirme de blanco, tendría que
vestirme de bruja. ¡Dios! ¿Qué he hecho? Y le salió casi
una oración: "¡Oh!, Dios, si existe un Dios, perdóname mis
pecados, si existen los pecados"... Pero los pecados sí
existían, estaban ahí como enormes pasmarotes negros...
Los reconoció. Así que... esos eran los pecados...
¿Qué hacer? ¿llorar? Sí, querría llorar... Pero no, eso
no sirve para nada. Los problemas se arreglan de otra mane-
ra...
—Chicas, dijo al fin Cristina, voy a tratar de explica-
ros una cosa. Sentaos, Belén cierra la puerta, poneos có-
modas que tenemos para rato.
Y empezó: "Está claro que yo ya no soy la que era..."
Y siguió haciéndoles ver que todos aquellos años de
enredos y de odios, de perseguir presas, etc., habían
terminado. Pero que las cosas no se podían quedar así:
"Decimos que ahora ya somos buenas y listo... No". Había
que deshacer todo el daño causado. Para ello había que
empezar por recordar todas aquellas perfidias. Hacer una
lista exhaustiva de las fechorías, todas, e ir arreglándolas lo
mejor posible... una por una.
—¡Estás loca! —dijo Belén—
—Sí.

56
—No... si ya... —corroboró Susana— tanto tiempo
con Ana...Tu niñita ha resultado ser tu domadora: Cristina,
nunca te había visto de rodillas, hasta ahora la diosa eras tú.
—Pues obedece a tu diosa. Manos a la obra, tenemos
mucho que hacer. Iremos por orden cronológico para no
liarnos. Primero la lista. Nos reuniremos todas las tardes
aquí, en mi cuarto, a las nueve, para analizar la jornada y
planear la siguiente. ¿De acuerdo?
—Bueno,como quieras, será divertido... Total ¿qué
más da el bien que el mal? Lo importante es la "movida", la
"marcha". —dijo Susana—.
—De eso ya hablaremos... Ahora a trabajar.
La "movida" tiene su propia ética. Susana, Belén y
muchos más piensan que el "movimiento" es bueno por sí
mismo, porque es progreso. La contemplación es estática,
aburre, es peligrosa, puede hacernos pensar, y pensar
siempre lleva a rectificar. No. ¿rectificar? No, eso es volver
atrás, es regresivo, va contra el progreso y el progreso es
para ellos un dogma. Come back? No. Pasa, pasa, pasa
¡rápido! La movida no deja tiempo para pensar. De una
cosa a la otra, ¡rápido!

***

Y se pusieron a trabajar. Aquello duró varias semanas.


Había que quedar con mucha gente, dar explicaciones,
escribir cartas a personas que ya no vivían allí.
Fueron necesarios varios viajes, algunos de ellos lar-
gos. A veces tuvieron que poner avisos en los periódicos o
convocar reuniones de afectados. El mal se ramificaba y

55
tirando de un hilo salía un tejido de consecuencias terribles.
Muchas veces se asustaron ante la magnitud de los efectos
secundarios. Lo que era una bolita de nieve, se había trans-
formado en verdaderos aludes muy difíciles de parar. Pero
pararon muchos.
Tampoco podían delatarse. Ellas utilizaban la expre-
sión "fue un malentendido"; "una persona anónima nos ha
dicho"... En algún caso, sólo cuando fue estrictamente
necesario, se delataron con toda sinceridad.
La habitación de Cristina se convirtió en un despacho
donde instalaron varias líneas telefónicas y un fax. Algunos
asuntos tenían repercusiones económicas fuertes. Hubo que
pedir créditos, para ello constituyeron una fundación. Obte-
nían fondos de sus padres, de sus amigos, incluso dieron
algunos sablazos a los millonarios de la zona. Todo era para
"beneficencia", y era verdad.
Los ángeles de estas chicas, que hasta ahora estaban
"desplumados", vinieron a verme: "¡Tú eres un cerebro!";
"¿Cómo lo haces?" —me decían—. Yo, en mi innata hu-
mildad, sonreía y les hablaba de mi teoría del "baño de luz"
y de la libertad. En realidad el mal no tiene futuro, no
llegará más allá...
Todo se resumía en: "ama y haz lo que quieras".
¿Quién dijo esto?

56
XXXIII

Con todo este jaleo Cristina estaba atareadísima y no


veía mucho a su novio, a Pepe. El pobre Pepe se encontraba
en el mes de agosto más solitario de su vida. Harto de beber
en el tórrido vaso de la soledad, se fue a ver a Ana que lo
refrescó. Tenía en la cabeza pensamientos muy negros sobre
su boda...
—Mira, es que no sé qué pasa. Llamo a Cristina y me
dice que está ocupada, que no puede quedar. No sé, creo
que se ha echado atrás en lo de la boda: tiene la cabeza en
otra cosa. Ana, como tú la conoces bien, quizá podrías
ayudarme, enterarte de qué pasa. Por lo menos que me lo
diga... Además, está todo el día con esas dos. No sé...
Ana no estaba enterada de todo el tinglado que había
montado Cristina, pero sí tenía una idea. De manera que
habló con Pepe y le tranquilizó, sin contarle nada, claro, de
lo que estaba haciendo Cristina.
Más tranquilo, Pepe habló de otras cosas, de Jorge, de
lo cambiado que estaba y le contó a Ana confidencialmente
algunas trastadas que habían hecho juntos. Y al hacerlo, no
sintió placer como otras veces, aquellos eran sus edificios
defectuosos... Estaban sentados y charlaban a gusto.
—Ana, ¿sabes?, tú influyes mucho en la gente.

55
—No me gustan los halagos —respondió, y le echó el
vaso de Coca-cola por la cabeza, en un gesto rápido, im-
previsible.
Uno de los cubitos de hielo se le quedó instalado per-
fectamente en la coronilla, el otro resbaló por delante y
entró limpiamente por el cuello del polo desabotonado de
Pepe. Pese al calor, la sensación del hielo en contacto con la
piel le resultó dolorosa. Una sensación intensamente re-
frescante, demasiado refrescante. Se puso de pie como
impulsado por un muelle y desalojó al gélido inquilino.
Contuvo un gritito y todo quedó en un: "Uf, vaya, qué
puntería". Fue entonces cuando el otro cubito, el que estaba
en la coronilla, entró en acción. Efectivamente, dada la
inestabilidad del lugar, cuando Pepe se movió, el hielo bajó
por detrás y cayó en la butaca, donde de momento nadie se
acordó de él. Pero solucionada la crisis que produjo el
primer cubito y ya completamente aliviado, Pepe se dejó
caer en la butaca y ese fue su error, porque allí sus posade-
ras, que buscaban tranquilidad, encontraron algo distinto,
encontraron las aristas picudas de un cubo geométricamente
perfecto. El choque fue tremendo. Unos cuantos cm3 de
H2O a 0ºC provocaron el más desgarrador y estridente
chillido que Ana escuchó aquel verano.

***

—Perdóname, te he puesto perdido, Pepe. —Dijo Ana


ruborizada.
—No, no tiene importancia, en fin... Se nota que
también Cristina te pega algunas de sus malicias.
Y se echaron a reír.

56
Y yo también me eché a reír con mi pneumática risa.
Y saqué otra cosa en claro: a la bondad le sienta bien su
pizquita de picardía.
—Entonces, lo de Cristina, ¿no es nada?, ¿seguro? —
dijo Pepe cuando ya se despedía.
—Tranquilo, te lo aseguro. Lo que está haciendo
Cristina, lo hace por ti. Ahora está demostrando que te
quiere de verdad. Quizá algún día te enteres de los detalles.
Confía en mí y confía en ella. No pasa nada. ¿Vale?
—OK. Me voy mejor. Adiós.
—Adiós.

***

Al subir a su cuarto, Ana se encontró con Luis que


bajaba con el gordo. Los dos iban cargados de aparatos.
—¿Dónde vais con tanta chatarra?
—A casa de Cristina.
—¿Quéee?
—Sí, es que le estamos montando un equipo informá-
tico. Nos ha encargado además varios programas... Adiós.
—Adiós.

55
XXXIV

Jorge y Ana se veían todos los días. El curso que


viene Jorge acabaría quinto y con él la carrera.
Para el verano Jorge se había buscado trabajo en el
despacho de un tío suyo. Estaban encantados con él tanto
los abogados como las secretarias. "Es que, no sé, me re-
sulta muy fácil ser simpático, Ana, estoy en un gran mo-
mento".
Yo pensaba en el trabajo que me estaba costando sa-
carle adelante. Su custodio estaba muy animado, pero
necesitaba la ayuda de un experto, en fin..., nos reuníamos y
le iba instruyendo: "mira Paco: en la mayoría de los
hombres he encontrado inconsistencia para el bien; y la
verdad es que no los creo más consistentes para el mal. El
gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular
las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que
posee. Los hombres más opacos emiten algún resplandor:
este asesino toca bien la flauta; ese que parece tan cruel es
quizá un buen hijo; ese idiota compartiría con cualquiera
que lo necesite su último mendrugo. Y pocos hay que no
puedan enseñarnos alguna cosa".
Jorge se lo contaba todo a su pareja. Pero entre los
dos seguía ese fantasma...
—¿Qué hace mi hermana exactamente con todo ese
rollo de la fundación?

56
—Tu hermana está esperando la llegada de la prima-
vera...
—Ya empezamos con los enigmas. A ver... déjame
pensar... : ¡La gallina! ¡Venga! ¿Qué hace?
—Yo no lo sé exactamente, Jorge, pero sospecho que
se está quitando las pulgas.
—¿Podrías ser más explícita?
—No.
—Bueno, a pesar de todo te invito a un helado. A ver,
niño —dijo al chaval que atendía la heladería— ¿Quién es
la chica más guapa que ha venido en toda la tarde?
—Sin discusión: ésta —dijo el chaval. Ana,
ruborizada e indignada, miró para otro sitio, no la gustaba
ser tratada como un artículo que se exibe.
—Pues... que lo sepas —y le habló más bajito— esta
chica es un hada, ¿oyes? Un hada madrina —y le guiñó un
ojo. Luego, recuperando el tono normal, pidió: ponle al
hada uno de ron con pasas y a mí otro.
Al oir todo esto, Ana recordó algo que le dijo su ma-
dre hacía mucho: "A las chicas guapas se las alaga y los
alagos las debilitan. Ana, agradece los cumplidos, pero no
dejes que te ablanden el carácter".
Al rato aparecieron Luis y el gordo armando bastante
ruido. Desde que cerraron la otra heladería todos los de la
urbanización tenían que venir a ésta que estaba junto al
Cangrejo, aunque se rumorea que la van a abrir otra vez los
mismos propietarios...
—¿De dónde salís vosotros? —preguntó Jorge.
—Estábamos ahí fuera —dijo Luis— os hemos visto
entrar y nos hemos dicho: Jorge es tan bueno que seguro
que nos invita a algo.

55
A Luis poco a poco se le habían pasado sus temores
respecto a Jorge, y ahora eran buenos amigos teniendo en
cuenta la gran diferencia de edad.
Se sentaron fuera, en la terraza, los cuatro. Eran las
nueve y media. Había poca gente por allí. Del Cangrejo
salía gente con cuentagotas.
Jorge les contaba un caso en el que estaba colaboran-
do sobre un hombre que apuñaló a su mujer por celos. Un
caso con mucho morbo que entusiasmaba a los chicos.
De pronto salieron del Cangrejo, en pandilla, cinco ti-
pejos armando camorra. Estaban bien tocados. Uno de ellos
se acercó a Ana, la miró descaradamente de arriba abajo, y
dijo a sus compinches: "Mirad, es un ángel". Otro, con cara
de bestia, sugirió: "Vamos a llevarnos al ángel... Las chicas
son de todos, ¿no?".
Jorge fue el primero en ponerse de pie: "Muchachos,
hay que aprender a beber... Y tú... cara-bruto, ¿con eso de
que las chicas son de todos te refieres a tu hermana o a tu
madre?".
En otros tiempos, sin mediar palabra, Jorge se hubiese
liado a puñetazos directamente, pero ahora estaba menos
belicoso, tenía paz, y avisó: "Este ángel tiene dueño y no
está en venta. Vuestro camino es por allí, porque en este
lado estoy yo".
Le contestó otro: "Mi camino pasa por encima de ti y
sigue por encima del angelito y de esos dos mocosos".
Luis, se levantó también y con él el gordo. Ana seguía
sentada pidiéndome que no hubiese pelea: "Tomás ¡por
favor!". Pero yo tenía ganas de marcha, ejem, y me pareció
que teníamos posibilidades: cuatro contra cinco, y además
ellos están algo mareados.

56
Digo, que Luis se levantó y dijo al que había hablado:
"Mocoso tu padre" —qué poca imaginación tienen los de
ciencias— y sin esperar más le pegó un cabezazo en la cara.
El otro se llevó las manos a la cabeza, descubriendo su
guardia, y rápidamente recibió el terrible rodillazo...
Uno menos, pensé. Pero antes de que yo pensara
nada, Jorge había sido alcanzado en el ojo por un potente
cruzado de derecha. El gordo tuvo su bautismo de fuego
contra el más grande de ellos, se enzarzaron por el suelo.
Ana seguía intacta, animando a los suyos.
Vi que no, que la cosa se ponía fea: Jorge ya no es el
que era... Hice trampas otra vez...
De pronto y sin que ellos supieran por qué, aparecie-
ron dos coches de la policía —encargué dos para asegurar.
Todo quedó en unos moratones.

***
Por la noche, Ana, en su cuarto, estaba confusa, le
venían a la cabeza algunas frases que la torturaban: "tú eres
mi delfín blanco"; "Ana, tú influyes mucho en la gente";
"que sepas que es un hada, un hada madrina"; "mirad, es un
ángel"; "este ángel tiene dueño". Demasiados piropos para
merecerlos. "Alguien cubre mi parte oscura, ¿soy yo esa?
¿A quién ven?... Soy un instrumento...
Ponderaba todas estas cosas que le ocurrían y se des-
concertaba. Sufría y entonces venía a mí en busca de luz,
pero yo no tenía nada que darle. Aquello me excedía. Exce-
día mis competencias.
Allí, en el fondo de su corazón, la figura de Jorge se
agrandaba, y... luego, súbitamente, desaparecía sin dejar

55
rastro... ¡desaparecía! Jorge era sólo un capítulo, la historia
era más larga...
¿Quién eres Ana?, ¿cuál es tu nombre?, ¿es Ana?
¿Qué buscas?, y... ¿qué tienes ahora?, ¿es esta tu vida?,
¿dónde vas?, ¿de dónde vienes?
Eran muchas preguntas, y no había respuestas.
¿Dónde están las respuestas? Vive, las respuestas están en
la vida.

56
XXXV

Cristina, Susana y Belén decidieron que había que


ampliar locales. Lo que empezó siendo una reparación de
daños, se convirtió en una "Fundación Asistencial Nacional
de Ayudas".
Habían entrado en contacto con muchas personas que
hacían donativos a la fundación y con otras que necesitaban
ayuda urgentemente.
Cambiaron de sede. Se hicieron con un pisito y pusie-
ron un letrero en el portal con el nombre de la fundación.
Por allí desfilaban todo tipo de personas con problemas.
Algunos con problemas económicos, otros con problemas
laborales, otros con problemas sentimentales o legales. Era
una especie de gestoría, consultorio, bufete asistencial.
Aquello sacó de la inacción a Susana y a Belén. Poco
después Cristina pensó que ya era hora de retirarse y dedi-
carle tiempo a Pepe, así que dejó a sus dos amigas con el
"negocio" y volvió a la vida normal.
Nadie supo nunca cuál fue el origen de aquella funda-
ción, que con el tiempo llegó a tener bastante influencia en
el país.
De todos modos, Belén y Susana —a las que encan-
taba aquel trabajo— seguían consultando a Cristina los
casos más difíciles y la nombraron Presidenta Honoraria
Vitalicia.

55
Concedían becas a estudiantes; canalizaban ayudas al
Tercer Mundo; intervenían en congresos internacionales. Se
fue perdiendo un poco el ambiente familiar del
"consultorio" debido a la magnitud de la empresa.
A los cuatro años compraron un edificio en el centro
de la ciudad y un miembro del gobierno fue a inaugurarlo.
Allí trabajaban médicos, psiquiatras, abogados y muchas
secretarias.
El primer hospital lo construyeron en Calcuta y luego
varios más en Bolivia y Perú. Abrieron centros de ayuda a
expresidiarios, a drogadictos, a madres solteras. Crearon
subvenciones para las madres con hijos no deseados. Casas
para niños abandonados. Fomentaron el asociacionismo
juvenil. Crearon una institución para la defensa del nascitu-
rus que hundió varias clínicas abortistas.
Todo ello hecho con una mentalidad empresarial fé-
rrea y fría propia de doña Susana y doña Belén, como las
llegaron a llamar.
A Susana y a Belén les gustaba tramar y urdir, y lo hi-
cieron, vaya que si lo hicieron.
Un día, cuando todos eran ya mayores, apareció una
secretaria en el superdespacho de Susana que, cómo no,
estaba con Belén.
—Pregunta por ustedes una pobre, una mendiga, co-
noce sus nombres y apellidos, insiste en verlas personal-
mente.
—¿Cómo se llama? —preguntó Susana.
La secretaria abrió el bloc donde tomaba sus notas y
dijo:
—Patricia, Patricia Ruiz.
En efecto era la tonta esa, Patricia. Se miraron y:
—Que pase —dijeron las dos a la vez.

56
Sí, los corazones de Susana y de Belén se habían
agrandado tanto como la Fundación Asistencial Nacional de
Ayudas y había hueco allí también para Patricia: "la tonta
esa".

55
XXXVI

Cristina leía en voz alta, leía muy bien, y Pepe escu-


chaba... hasta que interrumpió.
—Ese Platón era griego, ¿verdad?
—Sí, era griego —respondió Cristina—. Escucha:
"Con palabras académicas no puede comunicarse el
contenido de la palabra bueno. Sólo a través de una prolon-
gada convivencia, por medio de una frecuente conversación
familiar, salta de pronto una chispa que prende en el
corazón y se abre camino por sí misma. La virtud no puede
ser aprendida de modo abstracto, sino que es estimulada por
la conducta del hombre excelente".
—Sí, sí, algo cojo, pero es complicado. Está diciendo
algo así como que un buen ejemplo vale más que mil pala-
bras.
—Justo —dijo Cristina— o dicho de otro modo que
fray ejemplo es el mejor predicador. Pero lo que más me
gusta es cómo lo dice, fíjate: "la virtud no puede ser apren-
dida de modo abstracto, sino que es estimulada por la
conducta del hombre excelente". O sea, que ves un héroe y
te animas a ser heroico. El que posee algo con plenitud, ese
es capaz de transmitirlo. Pero hay que poseerlo con pleni-
tud. Nadie da lo que no tiene. Si yo estuviera decrépita o
fuera una niña, no podría tener hijos, ya que no poseería la
feminidad con plenitud. Esto es interesante. Sólo puedo

56
transmitir a otros las ideas que poseo con convicción. Está
bien, ¿no?
—Sí. Y yo estoy convencido de que este libro te lo ha
prestado Ana.
—No, Ana no necesita libros, ella lo lleva todo den-
tro. Por cierto, ¿sabes que el otro día me llevó a confesar?
—¿Confe...qué?

***
Habían pasado algunos meses. Comenzó el curso y
los que seguían estudiando volvieron a los libros, Ana a su
francés. Luego llegaron las Navidades cargadas de regalos,
de nieve y de nostalgia.
Subieron la cuesta de enero. Y siguió pasando el
tiempo. La primavera estaba cada vez más cerca. Fue a fi-
nales de febrero, cuando, un día, sentadas en el salón de la
casa de Cristina hablaron Ana y ella.
Aquel día hablaron mucho, muy despacio, fue una
conversación con una profundidad de muchas atmósferas;
de hecho, después, necesitaron burbujas de oxígeno.
El salón de Cristina tenía forma de "ele", era bastante
grande. La puerta que daba al hall, era de dos hojas. Los
ventanales tomaban su luz del jardín. La calefacción funcio-
naba bien y la temperatura era adecuada en la estancia.
Estaban sentadas en un rincón, sobre unos sillones de cuero
negro, muy cerca una de otra. Una lámpara de pie con
pantalla de pergamino cubría el déficit de luz de esa tarde
de invierno.
Cristina fumaba un cigarrillo y las volutas del humo
hacían el ambiente más acogedor y relajante. Muy bajito se
oían los compases de "Islands", en un compacto que había

55
en la otra parte del salón. En este ambiente, tan concreto y
tan eterno, se produjeron, sin violencia, confidencias muy
íntimas:
—Aquel día... en la piscina, ¿recuerdas?, lloré de
pena; hasta entonces sólo había llorado de rabia. Me quedé
muy a gusto. Para mí fue como lavar el pasado. ¿Se puede
lavar el pasado con lágrimas? No sé. Me sentí mejor. Des-
pués de aquello miraba a la gente como de otra manera. Fue
como liberarme de una pesada carga: aquellas lágrimas eran
un lastre, tenía que echarlas.
Pero después pasó el tiempo y, sin perder ese senti-
miento de paz, notaba como que no bastaba, que faltaba
algo, algo más objetivo, más práctico: actuaciones.
La luz me vino, fíjate, hablando con Susana y con Be-
lén. Y entonces fue cuando montamos todo aquel tinglado
de la reparación de daños: sentí la necesidad de pegar los
trozos de las cosas que había roto; lo malo es que no eran
cosas, sino personas... A las dos les encantó la idea, aunque
ellas aún no han llorado. Entonces volví a estar muy tran-
quila. La verdad es que fue una temporada alucinante, ya te
contaré algún día... Nos sentíamos buenas, mucha gente nos
daba las gracias. Aquello terminó, ellas han continuado por
capricho... Y ahora llevo unos días como con un ahogo.
Estoy tranquila, no creas, pero noto que falta más...
Ana, por favor, a ver si aprendes a fumar —dijo cam-
biando al tono normal—. Porque resulta que Ana había
cogido de la cajetilla de Cristina un cigarro —que en sus
finas manos parecía un cartucho de dinamita—, lo había
encendido, y en la primera chupada se atragantó. Y ahora
tosía la pobre, el humo le salía por todos los orificios de la
cara.

56
A Cristina le entró la risa y entonces, con la agitación
de las carcajadas, se le cayó su pitillo sobre la ropa. Las dos
se liaron a manotazos con las briznas que, como fuegos
artificiales, volaron sobre el vestido de Cristina y luego al
suelo. La risa aumentó ahora en decibelios, hasta eclipsar
por completo la música de "Islands", que pareció confor-
marse sin protestar. Las dos continuaron riéndose después
de apagar "el incendio". No, no había quemaduras, ni en la
ropa, ni en la alfombra. Lo comprobaron bien. Cuando al
fin se calmaron, Cristina se arrellanó en el sillón y
continuó... "Siento que me falta algo. Ana, una cosa más.
¿Qué es eso de confesarse?".

***

Entraron en la capilla. Dentro había pocas personas. A


la derecha estaba el altar, y frente a la puerta tres confe-
sonarios. En uno de ellos podía verse una luz encendida,
con cuyos servicios un sacerdote menudito —que tenía el
pelo blanco peinado a raya— leía su libro de oraciones. El
silencio era total. Sólo se oía un leve murmullo: el de los
que en esos momentos, a la sombra de aquellos confesona-
rios, musitaban la verdadera historia de sus vidas.
Ana y Cristina se arrodillaron un rato. Después, Ana
señaló el confesonario de la lucecita, Cristina se puso de pie
y caminó lentamente hacia él. Ana la veía de espaldas
recorrer aquel camino, un camino que había sido demasiado
largo...
Cristina se acercaba muy despacio, pero sin vacilar.
Sus rasgos se afilaron, estaba seria. Dentro del pecho el
corazón le saltaba como un pájaro en su jaula.

55
Por fin se oyó el crujir de la madera acomodándose al
peso de Cristina, que la hería con sus rodillas. Esas maderas
se acomodaban a cualquier carga, habían sufrido los
cuerpos pesados de muchos penitentes.
Y un murmullo nuevo se unió a los anteriores: la ver-
dad se dice siempre bajito.
Ana seguía clavada en su sitio, me pedía que ayudara
a Cristina, que le diera fuerza, que le diera valor. Pero era
inútil, Cristina no necesitaba ni fuerza ni valor. Sólo necesi-
taba el perdón de Dios y eso lo estaba alcanzando ahora.
La vida parece muy larga, pero lo que uno puede
decir de ella se resume en breves instantes: lo auténtico se
condensa en pocas palabras: "unas pocas palabras
verdaderas" —diría Machado.
El mueble volvió a crujir cuando Cristina se levantó
de él: esta vez fue un crujido de alivio.
Ahora Ana la veía venir de frente, pálida por el es-
fuerzo, andaba deprisa, casi corría, ¡qué hermosa era Cris-
tina! La veía venir resuelta, elegante: parecía una reina. Se
hincó de rodillas al lado de Ana, pegada, se rozaban. Y tras
unos instantes comenzó a llorar. Lloró unas lágrimas
dulces, silenciosas, tonificantes, sin convulsiones: estaba
cumpliendo la penitencia.
El plato preferido de Dios son las lágrimas de los
arrepentidos; no hay que olvidar esto nunca. Cristina no lo
sabía, nadie se lo había enseñado, pero ya no lo olvidaría en
toda su vida.
Salieron de la capilla por la puerta grande. Ya en la
calle, Cristina se volvió como para despedirse del edificio:
"Habrá que volver por aquí", dijo. Lo que para ella fue du-
rante tantos años un ámbito irrespirable y hostil, era ahora
el ambiente del hogar, allí estuvo a gusto.

56
Y en seguida empezaron a hablar y a reír y a comen-
tar. El silencio anterior se transformó en una alegría
bulliciosa. Hacían mucho ruido, era un ruido de cascabeles.
Llegaron a casa de Cristina y descorcharon una botella. Se
tomaron unas copas de champagne, casi se acabaron el
frasco. La química ahora se sumaba a la fiesta del alma.
Todo el mundo estaba allí, Jorge, Pepe y algunos más:
—Pero, ¿a qué viene todo esto?, ¿por qué brindamos?
—Es un secreto, un misterio —dijo Ana.
Y brindaron todos juntos por aquel misterio. La pri-
mavera ese año se adelantaba.

55
XXXVII

Todavía ocurrieron cosas desagradables. Un día Ana


llegó a su casa, volvía de la facultad, abrió la puerta con su
propia llave. Detrás, en el jardín, los perros ladraban. To-
davía no había terminado de traspasar el umbral cuando
oyó, lejanos, procedentes del salón, unos sollozos ahogados
y, en seguida, a su padre que decía: "No te preocupes, Bea,
saldremos adelante, tendremos más oportunidades".
Ana era incapaz de escuchar una conversación detrás
de una puerta, pero esta vez lo hizo, se quedó parada, como
helada y escuchó los sollozos de su madre y los consuelos
que le administraba su marido.
En resumen la cosa consistía en que tenían que
vender la casa y la finca para pagar unas deudas, que con
eso quedaban perfectamente liquidadas, los bancos no da-
ban más créditos. Les quedaba un piso que habían heredado
y el trabajo que él había conseguido como asesor de una
empresa editorial. Pero eso sí, había que vender el chalet y
trasladarse a aquel piso. Y todo ello cuanto antes.
Ana, cuando salió de su asombro, entró en el salón y
despacio se acercó a sus padres. Los dos la miraron muy
tristes y vieron que había oído todo. Su madre se levantó
para abrazarla y sólo le dio tiempo a decir: "Anita, querida".
Porque Ana empezó a quitar importancia al asunto: que el
chalet estaba muy viejo, que a la finca no iban nunca, que

56
estarían muy bien en el piso. Que a qué venían esas caras
tan tristes. Y además:
—Mamá, no llores que te vas a deshidratar, aunque ya
querrías tú perder unos kilitos ¿eh? La madre más guapa de
la casa mua, mua, mua, mua.
A su padre le agarraba las manos y se las besaba, y a
cada beso le decía:
—¿Cuánto vale un beso? Pues toma otro y otro y
otro. Eres rico, papá. Y esta moneda no se me acaba, cuan-
do necesites no tienes más que pedirme, tengo millones y
millones.
Luis estaba ya inquieto porque era la hora de comer y,
al oír el pequeño tumulto, fue para allá. En dos palabras le
pusieron al corriente, con este no había que andarse con
rodeos:
—Luis, nos hemos arruinado —dijo su padre—, te-
nemos que cambiarnos de casa, nos vamos de la urbaniza-
ción, ¿entiendes?
—Sí, y qué. Yo quiero comer.
Todos se echaron a reír de la ocurrencia que el pillo
de Luis soltó oportunamente. Violeta apareció furtivamente
atraída también por el jaleo. Se lo dijeron y comentó:
—Nos está bien, nos está bien, que ya era mucho lujo,
señorito. Porque yo me voy al piso ¿eh?
—Por supuesto —le dijeron.
—¡Ah! —añadió— lo que yo digo: a las duras y a las
maduras.
Por fin se fueron a comer. Luis les contó todo lo que
sabía sobre quiebras y suspensiones de pagos. De cómo la
bolsa de Nueva York había bajado esos días. Al final los
americanos tenían la culpa de todo.

55
***

Más tarde, Ana en su cuarto repasaba —como siem-


pre— los acontecimientos del día. ¿Qué cosas nuevas traerá
este cambio? ¿Qué pasará? Los amigos, el ambiente, todo
cambiaría, se rebelaba contra la inseguridad. Claro, para su
padre la cosa era más dura todavía: nuevo trabajo, y el
terrible regusto de una derrota a su edad, una derrota como
aquella.
Lo peor fue el reproche que me hizo: "Y tú, Tomás,
qué ¿de vacaciones? ¿en qué has estado pensando? ¿no se
podía evitar esto?"
Con qué ganas le habría pegado un susto contestando
directamente a sus preguntas, pero eso hubiera sido una
grave transgresión de las normas. Para hacer una cosa así se
necesita un permiso especial que se concede en muy conta-
das ocasiones.
Pero no, aquello no se podía evitar. Hasta última hora
hice gestiones a muy "alto nivel". Nada, la crisis era necesa-
ria como parte de una maquinaria importante, aquello era
parte de un plan de la superioridad, concebido con antela-
ción. Se me dijo que yo me limitara a continuar mi trabajo,
que mi labor era muy tenida en cuenta y estimada.
En fin, nada. Pero claro, ahora yo tenía que dar la cara
ante Ana, sus reproches se dirigían a mí.
Me quedé junto a ella y traje a su memoria las ideas
de abnegación, de sacrificio; pero fueron rechazadas.
De nada sirven las "razones" y los silogismos cuando
los sentimientos se desencadenan con vehemencia. En

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momentos así el cerebro se recalienta y cede los mandos de
la nave a un piloto más caprichoso: el corazón.
Es difícil de entender el sufrimiento. En el fondo es
una cuestión de humildad: la vida se me da, es un don, he
de amarla entera con sus dulzuras y sus sinsabores. ¿Es
malo el dolor?, a esa pregunta se contesta con otra: ¿son
malos los dentistas?... Cuando llega el sufrimiento hay que
pensar que “alguien” me está sacando las muelas picadas
del alma.
Mientras se siente el dolor no todo ha terminado. Un
poeta dijo: “En el corazón llevaba la espina de una pasión,
logré arrancármela un día: ya no siento el corazón”. El
dolor es el testigo del corazón. Sí, mientras hay sufrimiento
sabemos que el corazón sigue ahí, en su sitio.
De todos modos es duro. Ante el dolor unos se hun-
den en el océano del desencanto, mientras que otros crecen
impetuosamente madurando y produciendo el fruto de la
“personalidad”.
Agustín de Hipona se preguntaba: “¿Cómo sabremos
que el árbol es fuerte si el viento no lo azota?”.
Ana, ahora estaba siendo zarandeada. Se debatía. El
enemigo estaba activo. Miraba hacia su futuro y no veía
más que la boca de un negro túnel. La vida, que para ella
había sido siempre una sucesión de pasos claros dados a la
luz del día, parecía ahora un piélago de movedizas
inseguridades. Sus previsiones se tambaleaban. Las
pequeñas dificultades de la vida corriente dejaban su ta-
maño doméstico y su aspecto tranquilo, para adquirir de
pronto dimensiones descomunales y rostro feroz.
"He sido abandonada —pensó— he sido engañada, se
me pide algo que no puedo dar, no puedo".

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"¿Seguir el camino trazado, obedecer la orden que me
envía el destino, trepar por la dura pendiente que se pone
ante mis ojos; o, dar la espalda y negarme a beber eso que
parece un amargo trago?... No puedo".
Era la batalla final y Ana la estaba perdiendo...
Tuve miedo una vez más. Sus pensamientos se torna-
ban más sombríos a cada momento. El enemigo
capitalizaba la situación. ¿Qué hacer? Piensa algo y
piénsalo rápido —me dije—... La ayuda vino de fuera...
De pronto empezó a sonar en el jardín el ruido de
guitarras y canciones, la música se oía cada vez más
cercana. Se estabilizó justo debajo de nuestra ventana. Ana
se asomó: eran "tunos": "¡la tuna!". Había caras conocidas.
Cantaban:

Ay corazón, ve y dile
que la quiero tanto,
porque cuando se entrega la vida
los dolores se acaban cantando...
Y después:
Ay corazón, si te entregas
a un amor entero
tras las rosas están las espinas
porque así es el amor verdadero.

Sólo un sentimiento vence a otro sentimiento. Lo que


aportó al corazón de Ana aquella canción no fue una
conclusión intelectual inteligentemente pensada, sino un
hermoso sentimiento de amor y de entrega que venció por
KO al intruso egoísmo que, por un momento, nos tuvo al
borde del precipicio.

56
Una melodía bastó para devolver la paz al alma que la
perdía.
El enemigo salió una vez más con el rabo entre las
piernas. Luego supe que todo fue cosa de unos colegas
agradecidos por mis lecciones y por la influencia de Ana
sobre sus patrocinados. Ana se durmió esa noche tarareando
bajito: "tras las rosas vendrán las espinas, porque así es el
amor verdadero".

55
XXXVIII

Al final, la mudanza no urgía. La fecha del traslado


quedó fijada para el mes de mayo. Antes tenían que encon-
trar compradores, etc.
Lo que sí era inminente era la boda de Cristina. Falta-
ban días porque aquí abajo el tiempo vuela.
La casa de Cristina y Jorge era un hervidero de activi-
dad. Aquello parecía una tienda de regalos: menajes de
cocina; mantelerías; juegos de cama; cuberterías... Ella son-
reía al ver llegar todo aquel material que antes habría cali-
ficado de "cursilería incalificable": todo aquello le venía
muy bien. Una cosa es hablar y otra montar una casa.
Belén y Susana le regalaron con muy mala uva unos
faldones rosas con flores amarillas para una mesa camilla.
Se lo llevaron personalmente: no querían perderse la cara
que pondría "la loba". Cristina, cuando lo vio, cuando vio
aquel engendro, se lo quería hacer comer a las dos. Las
persiguió por toda la casa entre cajas y envoltorios. Al final
la calmaron y entonces Susana sacó un estuche que
contenía un collar de perlas auténticas que les había costado
un ojo de la cara. A Cristina casi le da un "patatús", se
enterneció y lo agradeció muchísimo. Pero aún quedaba el
golpe final, porque en ese momento Belén le entregó un
paquetito más. Cristina lo abrió y al abrirlo quedó a la vista
un camisón de seda, era un camisón de película de dos

56
rombos. "Guarras, marranas, asquerosas", les dijo Cristina
mientras ellas se desternillaban de risa.
El día que Ana no iba por su casa, Cristina se ponía
histérica: "Jorge, vete a buscarla, necesito ayuda". A Jorge
bien poco trabajo le costaba ir a por ella. Cogía el coche y
la traía.
—Cristina, ¿qué has hecho con el camisón aquél?...
—le dijo Ana una vez con retintín.
—Lo tengo guardado —respondió Cristina en tono
confidencial—, cuando tenga tiempo lo convertiré en pa-
ñuelos.
Cristina adquiría cierta mentalidad doméstica, como
se ve. Aprendía a devolver la vida a las cosas muertas.
Otro día en que estaban las dos solas, ya tarde, en
aquellos sillones de cuero negro, Ana le contó lo de sus
padres y lo del traslado y tal. Cristina se quedó confundida,
aquello era una catástrofe.
—Y ¿qué voy a hacer yo sin tenerte a mano? Moriré
sin remedio.
—Bueno, te llevaré flores a la tumba todos los viernes
—bromeó Ana.
—Hombre, siempre es un consuelo —dijo Cristina. Y
luego poniéndose seria añadió: Habrás sufrido lo tuyo... Y
yo aquí feliz de la vida, soy una egoísta.
—Pues me gustas así... O sea, que no cambies, dijo
Ana.
Y tuvieron que reírse.
Luis y Carlos, el gordo, regalaron a Pepe y a Cristina
un programa de organización doméstica que contenía desde
un anotador de mensajes acoplable al teléfono, hasta una
memoria con cinco mil recetas de cocina. Y desde un sis-
tema para llevar las cuentas, hasta un fichero de proveedo-

55
res. Además tenía reloj, lista de cumpleaños con avisador,
calculadora, etc. Y todo lo habían hecho ellos. Eso sí,
simplificaron al máximo el manejo. Aquello encantó a
Cristina de verdad y empezó a utilizarlo inmediatamente:
"Es muy práctico" —decía.
Hacía ya varios meses que Pepe había hablado con su
padre sobre la vivienda. El padre de Pepe era también
arquitecto, pero se dedicaba a los negocios inmobiliarios.
De manera que, en seguida, consiguió la casa que quería.
La amuebló él personalmente a su gusto: todas las paredes,
los techos y los suelos eran blancos. Los muebles eran
todos ellos del mismo estilo, diseñados por él, desde la
mesa del comedor hasta la última banqueta de la cocina.
Eran de madera vista, color más bien oscuro. Las cortinas
rojas sangre de toro, igual que las alfombras. Cuadros había
muy pocos, la mayoría hiper-realistas de buen tamaño,
excepto en su estudio, donde llenó las paredes con una
selección de los dibujos que había hecho a Cristina,
enmarcados en un verde fuerte, había unos treinta. Los
apliques daban una luz blanca indirecta y muy abundante.
Cuando Cristina y Ana fueron a verla, coincidieron: la
casa era preciosa. Una cosa no le gustó a Ana: era muy
grande. Cristina se lo explicó: "Es que Pepe quiere tener
cien hijos". Ana sólo pudo comentar: "Pues este moro ne-
cesitará un harén". "De eso nada —respondió Cristina—
saldrán todos de aquí dentro, uno detrás de otro". Y Ana,
por seguir la broma dijo: "¿Cien?"; a lo que la otra replicó:
"Me minusvaloras, querida, me minusvaloras". Y las risas
se oyeron por toda la casa.
No fueron cien, fueron siete. Del primero ya habla-
mos, murió a los doce años. Los otros seis, todos niños

56
menos la quinta, le dieron a Cristina con el tiempo un total
de treinta nietos.
Pepe murió prematuramente a los cincuenta años,
consumido por un cáncer de pulmón. Cristina fue una gran
madre: sus hijos la adoraban; desde el principio supieron
que su madre era una diosa, y la seguían. Todos los chicos
salieron a ella, la niña, sin embargo, era como Pepe, por eso
la quiso más.
Un día, la niña, a los once años, cuando aún vivía Pe-
pe, llegó del colegio demasiado seria. Le contó a su madre
que la profesora había hablado en la clase sobre los
hombres y las mujeres y tal... Cristina estuvo con ella hasta
que se aseguró de que su hija estaba tranquila. Y después
lloró por cuarta y última vez en su vida.

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XXXIX

La iglesia estaba llena de gente. Los novios delante


del todo, en el centro de la nave, flanqueados por los pa-
drinos. Jorge y Ana en el primer banco muy cerca de los
novios. Cristina llevaba un traje blanco, sencillo, sin cola,
"eso es una horterada" —repitió aquellos días. Pepe iba de
chaqué y estaba como una pila. Cristina no hacía ni un
movimiento en falso, seria, pero tranquila, dominadora: no
olvidaba ni un detalle.
Estaba muy concentrada, completamente metida en lo
que hacía, al revés que los asistentes, los cuales, ostentaban
una alegría ruidosa que se exteriorizaba en cuchicheos muy
frecuentes y en sonrisas de complicidad.
Pepe se volvía a mirar a Cristina con frecuencia, bus-
cando apoyo. A veces ella se daba cuenta y le miraba con
serenidad, sin hablar, y otras, sólo encontraba el perfil de su
novia perfecto y concentrado: estaba metida dentro de sí.
Eso le animaba y trataba de imitarla pero le duraba poco, en
seguida volvía a mirarla en busca de compañía. Y aquella
actitud durante la boda, fue como un resumen de lo que
sería la historia de sus vidas.
El sacerdote ahora decía: "derrama tu gracia sobre
estos hijos tuyos,... y hazlos fuertes en el amor". A Cristina
le dieron ganas de decir: Amén, así sea, sea así: "fuertes en

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el amor". "Yo fui fuerte en el odio ¿seré también fuerte en
el amor?: Así sea".
Después de un rato oyó: "Cristo va a bendecir vuestro
amor y (...) os dará fuerza...". "¡Ah!, claro, la fuerza me la
vas a dar Tú, me la estás dando Tú, sí, sí". "Para que os
guardéis siempre mutua fidelidad...". "Siempre, siempre,
siempre, la palabra más hermosa del diccionario, esa es la
palabra de hoy: siempre; y será la palabra de mañana —
pensaba Cristina— hay que construir un siempre". Y miró a
Pepe que llevaba un rato con los ojos fijos en ella. Parecía
que él, falto de ideas, seguía la ceremonia leyéndola en los
pensamientos de Cristina. No hablaron, pero en esa mirada
Pepe dijo: "Sí, hay que construir un siempre cada día, una
fidelidad".
"Así, pues, ya que queréis contraer santo matrimonio
—continuaba la voz—, unid vuestras manos...". "¡Claro!,
eso tenía que llegar, me lo figuraba, esta mano parecía un
objeto perdido, ¡hala! déjate encontrar por quien te busca
—pensó Cristina—. Sus pensamientos cabalgaban sobre las
palabras que pronunciaba la voz de la liturgia. No tardó en
darse cuenta de que lo que ella sentía en esos momentos
estaba escrito en el libro que el sacerdote recitaba. Aquellas
oraciones las habían oído antes muchas parejas. Pero Cristi-
na se sorprendía ante la identidad que parecía existir entre
el proceso de sus emociones y las palabras que escuchaba.
Eran dos líneas paralelas que, muy juntas, seguían un
mismo recorrido.
"Unid vuestras manos"— oyó. Y dejó que Pepe atra-
para lo que amaba con ternura, lo que buscaba con tesón
desde el principio. Al hallarla la reconoció como algo
propio y se calmó. Con esa mano entre las suyas Pepe era

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más fuerte, él se creía invencible. La mano de Cristina lo
era todo.
Y llega el momento culminante. Ahora hay que decir
que sí. Esa calma adquirida al contacto con Cristina, le
prestó arrestos para pronunciar un "sí, quiero" que puso a
prueba la solidez del edificio. Del edificio material, de su
edificio intelectual, y de las cuatro piedras que Cristina lle-
vaba puestas en su nuevo edificio de caridad. Fue el "sí" de
un arquitecto decidido a construir un hogar nacido en los
muros fuertes de la Iglesia.
Después la voz se dirigió a Cristina: "... y prometes
serle fiel en las alegrías y en las penas..."; y ella contestó:
"sí"— tranquilamente, bajito. Hubiera preferido decir:
"claro". Entonces recordó sus propias palabras: "yo ya no
jugueteo, me retiré hace tiempo"; y esto la entristeció: había
jugado demasiado con el amor...
Luego hubo música y cantos y con ellos, una disten-
sión general. La gente volvió a cuchichear, y a toser, y a
sonreír. Los niños que habían conseguido escapar del con-
trol de sus padres, correteaban libremente por la nave...
Algunas mujeres miraban a sus maridos con otros ojos,
como cuando sólo eran novios. Muchas veces en las bodas
los matrimonios que asisten se fortalecen olvidando renci-
llas y suspicacias.
Pero Cristina seguía metida dentro de sí misma, ahí se
encontraba con Pepe. Pepe, tenía la mano de ella, era suya,
no la iba a soltar. Con eso se conformó y ya no la miró más.
Al cabo de un rato, Cristina oyó: "esto es mi cuerpo";
y pensó: "qué blanco, qué limpio. Es una limpieza activa
que blanquea, que sana, que se contagia. Es una pureza
contagiosa. La hermosura, el bien, y la bondad de todas las
cosas, brotan de ese pedazo de pan. Es la fuente de todo.

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Ese es Dios. ¿Y yo?... Yo, barro sordo a su palabra. Una
palabra tuya bastaría. ¡Una sola!... Una palabra tuya me
hará resplandecer con esa misma blancura. Mis manos
sucias... Mi traje blanco... Mi vida turbia. ¡Quiero ese
cuerpo blanco!". Y... en seguida lo tuvo.
Ana estaba conmovida: sus amigos casados. Pensó en
todo lo ocurrido en los últimos años. Pensó en Jorge, ahí a
su lado, ya no era un perro abandonado. Pensó en sí misma,
en su futuro, en su fuerza. Pensó en el amor, y entonces fue
cuando recibió en la boca aquel alimento blanco, fino,
redondo, como un beso, como una respuesta.
Y sintió su peso, el peso de Dios. Era el peso de la
cruz, de la entrega. Ese día se celebraron otras bodas...

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XL

Pepe y Cristina desaparecieron en un avión con


rumbo desconocido.
Todo volvió a la normalidad. El padre de Ana vendió
muy bien el chalet y la finca y se trasladaron al piso. Fue
como un viaje muy largo, fue como cambiar de país.
Cambiar de hogar no era fácil. Algo se moría en el
mundo cuando dejaron aquella casa tan querida. Y muchas
cosas amenazaban ruina en el corazón de Jorge cuando
ayudaba en el traslado de muebles. Era para él como de-
samueblar sus entrañas. Pero no, Jorge no se arruinaría ya:
estaba asegurado. En su cabeza se había encendido una luz,
Ana la había encendido, y nadie la iba a apagar. Era la luz
de la verdad.

***
Ana y Jorge se veían menos, se llamaban. Después se
llamaron menos... No era un amor que moría, era un amor
que crecía rompiendo un molde demasiado estrecho.
Ana y Jorge no se casaron nunca, Ana no podía ser
propiedad de nadie. Ella era sólo para Dios.

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