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BASES SOCIALES DE LA CONDUCTA

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Colección
Intervención Social

1. Manual de servicios sociales. Demetrio Casado.


2. Cómo elaborar proyectos para la Unión Europea. Autores Varios.
3. La gestión de organizaciones no lucrativas. Fernando Fantova.
4. Reforma política de los servicios sociales. Demetrio Casado.
5. Intervención social y demandas emergentes. Natividad de la Red / Daniel Rueda (ed.).
6. Redes sociales y construcción comunitaria. Silvia Navarro.
7. Respuestas a la dependencia. Demetrio Casado (dir.).
8. Manual para la gestión de la intervención social. Fernando Fantova.
9. Avances en bienestar basados en el conocimiento. Demetrio Casado (dir.).
10. Bases sociales de la conducta. Jorge Barraca.

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Jorge Barraca Mairal

BASES SOCIALES DE LA CONDUCTA

EDITORIAL CCS

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Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com

© Jorge Barraca
© 2008. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de
sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o
escanear algún fragmento de esta obra.

Portada: Nuria Romero


ISBN (pdf): 978-84-9842-514-7
Fotocomposición: A&M Becerril de la Sierra (Madrid)

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A mi «manada» más cercana: mi familia

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Moriré viejo y no acabaré de comprender al animal
bípedo que llaman hombre, cada individuo es una
variedad en su especie.
M. de Cervantes

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Índice general

Prólogo
Introducción: Humanos a manadas

CAPÍTULO 1
El campo de acción psicosocial

CAPÍTULO 2
Comunicación social

CAPÍTULO 3
Motivaciones sociales

CAPÍTULO 4
Percibir y juzgar a la gente

CAPÍTULO 5
La atracción interpersonal

CAPÍTULO 6
El comportamiento agresivo

CAPÍTULO 7
El comportamiento altruista

CAPÍTULO 8
Las actitudes y el cambio de actitudes

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CAPÍTULO 9
Roles, socialización e identidad social

CAPÍTULO 10
Los grupos sociales

CAPÍTULO 11
Psicología Ambiental

CAPÍTULO 12
Nuevos retos psicosociales

Referencias bibliográficas

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Prólogo

Abrir un libro sobre Psicología Social (y el título Bases sociales de la conducta supone
la portada, limpia y transparentemente, de un libro de Psicología Social), provoca en el
lector una cierta e inevitable intriga. Si un libro de esta disciplina mira hacia sus propias
raíces, cabe esperar que nos vaya a hablar básicamente de «actitudes». Si el autor se
siente más cercano a los desarrollos que se hicieron a mediados del siglo pasado, habrá
puesto su interés probablemente en los fenómenos de grupo o en las fantasías colectivas.
Y si el autor se ha abierto a otros vientos más variados, habrá tratado temas más plurales,
sin temor a perder en concentración para ganar en amplitud.
Por otra parte cuando, de nuevo, tomamos en la mano un libro de Psicología Social,
solemos preguntarnos si el autor habrá fijado su atención en la teoría sobre la interacción
humana, si habrá focalizado su interés en la investigación empírica, o si habrá decidido
subrayar la importancia de la aplicación a la realidad. ¡La eterna decisión entre teoría,
investigación o aplicación!
La lectura de este libro deja la impresión de que el autor ha optado por dar una
respuesta amplia y conciliadora a las preguntas que formulamos. En el libro de Jorge
Barraca, Bases sociales de la conducta, no se dan opciones excluyentes: el lector tiene
en sus manos un libro de texto, escrito fundamentalmente pensando en un grupo de
alumnos que, a lo largo de un curso académico, se van a poner en contacto con la
Psicología Social por primera vez en su vida (algunos quizá por última) y es necesario
comunicarles, con urgencia y de manera completa, unos contenidos que el autor estima
de suma importancia. El resultado es un libro ambicioso, escrito con pasión. El autor ha
decidido presentar a sus lectores el amplio campo psicosocial, sin evitarles temas ni
enfoques, y de forma intensamente clara y atrayente.
La claridad, en esta empresa, implica exponer algunas teorías básicas en
profundidad, aunque ello suponga dejar traslucir los conflictos, que puntos de vista
científicos diferentes, o que pruebas empíricas sucesivas, suelen presentar. La claridad
trae consigo esa cierta honestidad de no dar por resueltas las cuestiones que todavía no lo
están. Significa un escrupuloso cuidado en distinguir lo fundamental de lo meramente
accesorio, de modo que el lector pueda entablar un diálogo con la nueva ciencia que
aborda, de forma racionalmente estructurada. A través de este texto, el lector va
conociendo las teorías fundamentales, los experimentos básicos (y son tan pocos que
apenas llegan a una docena los experimentos verdaderamente básicos en Psicología

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Social), y las aplicaciones relevantes que de ellos se desprenden.
Y junto con la claridad, el atractivo. El atractivo de este libro no es el fruto de un
trabajo fácil. Un psicólogo sabe bien que no le es difícil suscitar la curiosidad. Sobre
todo en aquellas de sus aportaciones —escasas— en las que obtiene resultados que
contradicen al sentido común o sorprenden con resultados inesperados. La capacidad que
tiene la Psicología de enlazar subrepticiamente con nuestra vida, y de sorprendernos con
su fuerza explicativa, poniendo en claro últimos porqués de nuestra conducta o razones
menos obvias de lo que hacemos y sentimos, ha dado origen a numerosos textos que el
público lee con gran satisfacción, y que los científicos descalifican con el peyorativo
apodo de «Pop Psychology».
El libro de Jorge Barraca logra constituir una exposición verdaderamente atractiva,
de un atractivo que no disimula, nunca, una falta de sustancia. Un despliegue de
encuadres y citas llevan al lector a las más variadas asociaciones ilustrativas que pudiera
imaginar. El teatro, el cine, la literatura en general, las situaciones de la vida, apoyan
muy a menudo las afirmaciones e ilustran muchos aspectos, que pasan a ser asimilados a
través del sentimiento a la que vez que aclaran el concepto.
Es verdad que en este texto se percibe un acento decisivo en lo cognitivo. El autor
posee, sin duda, la convicción de que la manera como vemos el mundo y la manera
como pensamos y elaboramos los problemas que le afectan, determinan decisivamente
nuestra conducta social. Y, consecuente con esta convicción, es especialmente cuidadoso
a la hora de clarificar y justificar la importancia de la cognición. Pero su modo de ilustrar
con sensibilidad y humor los puntos que cree necesitados de clarificación, deja entrever
su estima por la sensibilidad y el afecto, su condición de verdadero humanista.
No ha sido raro, en los últimos tiempos, entrar en contacto con textos de Psicología
Social escritos para una población específica, que determina su enfoque e incluso que
selecciona su temática. Estamos ante una Psicología Social para estudiantes de Ciencias
Sociales o de la Salud, pero el autor no sabe evitar, con su cercanía a lo humano, el
escribir un libro que a nadie pueda dejarle indiferente. Nada en este texto es frío ni
neutro. El autor no engaña a nadie: lo ha escrito porque quiere enseñar. Y ha logrado un
libro que tiende la mano, sin exclusiones, a todo aquel dispuesto a aprender.

Luis López-Yarto Elizalde


Catedrático Emérito de Psicología Social
Universidad Pontificia Comillas (Madrid)

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Introducción:
Humanos a manadas

Con frecuencia, a la hora de interpretar nuestras propias acciones, los humanos


olvidamos nuestra condición de seres sociales. Los cantos de un ave durante el cortejo,
los gruñidos del león que disputa la presa a sus congéneres, los juegos del joven gorila
en su manada son conductas que se explican desde el plano social. Sin embargo, nos
cuesta creer que lo que nosotros hacemos —y más aún, lo que pensamos o sentimos—
sea también una respuesta a las relaciones que se establecen con los que nos rodean, de
acuerdo con la lógica cultural establecida. Hoy en día están de moda las explicaciones
que apuestan por lo genético y lo fisiológico: si alguien actúa con timidez, la causa
parece encontrarse en la carencia de una determinada hormona, o en la disfunción de una
región cerebral, o en una alteración genética. Hasta el hecho de que las mujeres empleen
preferentemente el rosa y los hombres el azul para sus vestidos trata de justificarse en
función de su biología. Estas razones no son incompatibles con las sociales, pero cuando
se esgrimen con exclusividad llevan a perder de vista toda la compleja red de
interacciones que se dan cita para dar cuenta del fértil y variado comportamiento
humano.
La Psicología Social tiene que vérselas y pelear con la complejidad inherente a su
objeto de estudio y la dificultad para someterse al experimento con el fin de ofrecer, de
forma rigurosa, datos generalizables a la vida social tal y como acontece de forma
natural. No obstante, estos inconvenientes no deben desalentar cuando, como
contrapartida, la aproximación psicosocial es capaz de brindar informaciones tan
interesantes y reveladoras sobre las propias acciones, cuando nos abre un océano de
razones inadvertidas pero que pronto se antojan cruciales y, sobre todo, cuando ofrece la
posibilidad de aprehender la finalidad última de toda una serie de acciones de los
individuos que forman parte de una familia, de un grupo de trabajo o de todo un
colectivo social.
En este texto he tratado precisamente de ofrecer una aproximación a los factores
sociales que ayudan a comprender las acciones humanas pues, se quiera o no,
necesariamente éstas tendrán siempre un componente social. Analizar la conducta
humana desde su vertiente interaccional es, obviamente, otro reduccionismo, pero no se
trata de excluir, sino de añadir variables, de aportar elementos que permitan reflexionar

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sobre por qué hacemos lo que hacemos y cómo comprender las acciones de otras
personas que están a nuestro alrededor.
A lo largo de los capítulos que componen este libro el lector encontrará una
aproximación a las temáticas más características de la Psicología Social. El fin no es
ofrecer una panorámica sobre todos los estudios realizados en un determinado campo
(agresividad, altruismo, prejuicio, comunicación social, etc.), sino presentar varias de las
alternativas más sugerentes —y, en ocasiones, sorprendentes— ante las cuestiones
suscitadas. También hay que mencionar que estas temáticas, clásicas en la Psicología
Social, no se ordenan o subordinan de acuerdo con un planteamiento previo, unos
niveles de análisis o un paradigma concreto, sino que se yuxtaponen. Para conseguir esta
síntesis ha sido necesario llevar a cabo una selección de los innumerables problemas que
ha llegado a abordar la Psicología Social en su ya no tan breve existencia. Por otro lado,
se ha optado por un enfoque que se corresponde con el abordaje anglosajón, de corte más
práctico y experimental, si bien la Psicología Social de tradición europea, más
sociológica en su origen y planteamiento, ha tenido su cabida en algunas ocasiones,
como en el tema de los roles o en el de los grupos sociales.
El texto se ha escrito con un lenguaje muy coloquial, y se apoya en una estructura
muy sencilla, con múltiples divisiones en todos los capítulos para facilitar la
comprensión de los conceptos, y con ejemplos actuales, sucesos destacados de la vida
social e incluso menciones a películas y textos literarios bien conocidos. El tono
divulgativo prevalece sobre el académico, experimental o científico. Por eso, aunque sea
inevitable en aras de mantener el rigor necesario recurrir a la cita, el contenido puede ser
perfectamente asimilado por cualquier lector, aun el menos familiarizado con el lenguaje
de los psicólogos.
Gracias a esta estructura y al tono del libro pretendo también que los alumnos de
esta materia encuentren sugestivo su acercamiento o aproximación a muchos conceptos
expuestos de forma más pormenorizada en los libros de texto de esta área del saber.
Además, los ejemplos pueden hacerles entender que la Psicología Social es una ciencia
viva y aplicada, que permite interpretar cabalmente muchos de los fenómenos colectivos
que suceden a su alrededor cada día.
Tras un primer capítulo introductorio en el que el propósito radica en situarse en el
campo de juego de la Psicología Social, comprender su naturaleza, su origen, establecer
sus métodos y sus desarrollos, el libro presenta a continuación los temas que componen
los principales ámbitos de trabajo o aplicación del análisis psicosocial: comunicación
social, motivaciones humanas, percepción interpersonal, conducta agresiva, altruista y de
atracción interpersonal, roles y socialización, grupos humanos y actitudes. Finalmente,
hay dos capítulos algo distintos: en el primero de ellos se ofrece un acercamiento a la
Psicología Ambiental, un desarrollo ligado en sus orígenes a la Psicología Social, pero
que ha acabado por ganar su propio espacio como disciplina independiente y conectada
con otras ramas del saber (Urbanismo, Arquitectura, Medio Ambiente, etc.). Por último,
en un recorrido casi telegráfico, se abordan algunas cuestiones sobre problemáticas muy

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actuales de nuestra sociedad —emigración, violencia en las aulas, televisión y
agresividad, consumo de drogas, influencia de las sectas, etc.— en las que se ofrece,
aunque sea someramente, un acercamiento a las aportaciones del análisis psicosocial.
Todos los capítulos del libro comienzan con algún texto que sirve para situar y
estimular al lector ante los contenidos que se presentarán poco después. En algunos
casos los fenómenos sociales que se mencionan en esas primeras páginas tienen su
interpretación a lo largo de todo el capítulo, merced a los conceptos explicados. Distintos
comentarios de prensa o Internet y noticias de actualidad son el material de estos textos
de presentación, aunque también he incluido algunos fragmentos clásicos e, incluso,
comentarios personales. Por medio de ellos confío despertar la curiosidad y ayudar a no
perder de vista el fin último de adquirir los conocimientos presentes en este libro.

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EL CAMPO DE ACCIÓN PSICOSOCIAL

Los italianos tienen fama de conquistadores; y tal vez por llevar a gala este estereotipo
pueden ser proclives a conocer o idear estrategias de flirteo más elaboradas. Un ejemplo
de su cosecha es el método que a continuación se describe. De entrada hay que tener en
cuenta que el procedimiento únicamente funciona en determinadas condiciones: formar
un grupo de jóvenes con distinto grado de atractivo, disponer de algo de tiempo para la
conquista (al menos varios días) y tener bien localizados unos «objetivos» que no deben
cambiarse o perderse de vista durante ese tiempo. Se tiende a creer que, si desea ganar
sus favores, lo lógico es que el joven se dirija directamente a la chica que para él reúne
más atractivo, le dedique toda su atención, la agasaje y le transmita su inquebrantable
voluntad de amarla por encima de todas las mujeres. Sin embargo, en el método italiano
no se recomienda esta manera de actuar pues, se supone, el ataque directo encontrará el
castillo mejor preparado y armado para soportar cualquier asedio. Por eso, la alternativa
pasa porque, en un principio, se dedique tiempo y atención a otra de las chicas del grupo,
en principio menos atractiva que su amiga, y que no se atienda a aquella en la que
realmente se han puesto los ojos. Resulta una situación ideal el que otros componentes
del grupo masculino —entre los cuales es mejor que haya algunos bien parecidos—
también hagan caso a la amiga dejando desconcertada a la que al fin será el objeto de
interés. Esta situación debe prolongarse durante el tiempo suficiente para que la chica
empiece a sentir celos de su amiga y extrañeza, se vea excluida y aun desdeñada. Justo
cuando esos sentimientos sean más intensos, el chico cambiará su estrategia y se dirigirá
sutilmente hacia ella; en esas circunstancias tendrá bastantes más probabilidades de
hallarla abierta a sus requiebros. Por supuesto, no es un comportamiento muy honrado y
puede resultar hasta cruel con la persona que sirvió de cebo, aunque se supone que en el
grupo de chicos también estaba previsto un sustituto realmente interesado en la chica y
dispuesto a consolarla.
Este método no está avalado científicamente y, probablemente, no pase de ser una
ingeniosa invención de salón, pero para alguien interesado por la Psicología Social, su
análisis reúne mucho atractivo porque su planteamiento está fundamentado en los

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cambios de conducta que se producen a partir de las reacciones que tienen los sujetos de
alrededor. Es decir, que supone una demostración de que los seres humanos somos
animales sociales y, por tanto, únicamente con la inclusión de claves sociales se pueden
comprender las reacciones comentadas. Como se verá en el capítulo quinto, dedicado a
la atracción interpersonal, la mayoría de las personas cree que el que a un hombre le
guste una mujer parece depender del atractivo físico de ella. Sin embargo, ese punto de
vista es muy simplista y olvida un gran conjunto de factores sociales que también juegan
su papel. La historia del método italiano toma como eje precisamente el que la atracción
o el interés hacia alguien se modifica por la red de relaciones sociales que se teje en
torno a uno, por sentimientos como el despecho o la envidia, por los efectos de un
cambio en las expectativas o por las reacciones y juicios de las propias amistades. De
forma mucho más inteligente y en un desarrollo genial, William Shakespeare ya lo
mostraba en su comedia Mucho ruido y pocas nueces. Precisamente, el acercamiento a
una realidad humana a partir del análisis de la interacción social, como puede
comprobarse a partir de esta anécdota del flirteo italiano, es una de las claves de la
aproximación psicosocial al comportamiento humano.

Nacimiento y mini-historia

Por supuesto, este tipo de explicación de la acción humana no es reciente. Antes de que
Edward Alsworth Ross o William McDougall publicasen los primeros manuales de
Psicología Social en 1908, o que Floyd Allport, en 1924, expusiese su enfoque
conductista para la materia, y mucho antes incluso de que Shakespeare estrenase sus
obras teatrales en el siglo XVI, en la antigua filosofía griega —y de forma muy
particular en los textos de Aristóteles— se encuentran análisis de comportamientos
fundamentados sobre las relaciones sociales. En la Grecia clásica, Orientación Social y
Política no eran conceptos distinguibles y, a su vez, la Política y la Ética establecían
relaciones inextricables. La definición aristotélica del hombre como zoom politikon
(animal político) refleja precisamente la idea de que el hombre se caracteriza justamente
por su ser social, un individuo cuyo desarrollo debe producirse en el marco colectivo de
la sociedad, y que sólo en este alcanza en acto toda su potencialidad.
Pero estos antecedentes remotos no representan el nacimiento de la Psicología
Social como ciencia, es decir, con una unidad de análisis, unas teorías, unos contenidos o
unas temáticas y una metodología experimental compartidos —tácita o explícitamente,
en mayor o menor grado— entre una comunidad investigadora. En este sentido, resulta
bastante difícil establecer un origen para la ciencia psicosocial y, en rigor, sería más
apropiado hablar de una consolidación progresiva de la disciplina, lograda a través de
varios hitos. Probablemente, el carácter híbrido de la Psicología Social, que hunde sus
raíces tanto en la Psicología como en la Sociología (aunque también en la Biología, la

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Teoría de la Cultura o la Teoría de la Comunicación), con todo lo que esto supone
respecto a metodologías, intereses y enfoques alternativos, además de la vastedad de su
ámbito de trabajo (todas las actividades humanas vinculadas, influidas o relacionadas
con lo social), llevan a concluir que se trata de un campo del saber muy difícil de limitar
y, en consecuencia, en el que hablar con certidumbre de elementos configuradores
definitivos supone toda una temeridad.
No obstante todas las salvedades apuntadas, es igualmente cierto que determinadas
contribuciones representan, para la mayor parte de los estudiosos del área, unos
elementos delimitadores de la historia de la Psicología Social.
En primer lugar, debe señalarse que existía una tradición intelectual en la Europa
del XIX que despertó el interés por un análisis social profundo y renovado. En esta línea
son inevitables los nombres de Saint-Simon, Comte o Marx, autores cuya impronta se ha
dejado sentir en prácticamente todos los enfoques que posteriormente ha adoptado la
Psicología Social.
Por otro lado, conviene advertir que los textos de Ross o McDougall, arriba citados,
no supusieron en la práctica el desarrollo del análisis psicosocial, y sólo más tarde,
durante las décadas de 1920 y 1930, se extendió realmente el interés por el campo y se
planteó decididamente un enfoque experimental. El primer paradigma que dejó su huella
en la Psicología Social fue el de la Gestalt y fue en ese marco comprensivo donde se
gestaron la «teoría de campo» de Kurt Lewin (1952) o las teorías de «equilibrio
cognitivo» y de la «psicología ingenua» de Fritz Heider (1958). Además, son también
deudores de la Gestalt los experimentos diseñados por Solomon Asch (1952) y por
Mufazer Sherif (1936) para poner de relieve el papel que la influencia grupal podía jugar
en la percepción, en las actitudes y en la toma de decisiones.
Sin embargo, el Conductismo ha sido la corriente más vigorosa en la Psicología
durante casi todo el siglo XX, por lo que su fuerte influencia también se introdujo en la
naciente Psicología Social. Desde el trabajo de Floyd Allport siempre ha existido un
enfoque teórico negador de realidades supra-individuales, y en el que la conducta del
individuo se ha situado en el epicentro del análisis. Allport consideró que la Psicología
Social no era sino un subapartado más dentro de la Psicología y, dado su enfoque
conductual, planteó que la peculiaridad de la Psicología Social estribaba en que los
estímulos eran sociales. En una línea paralela, resulta imprescindible recordar el texto de
1929, hoy en proceso de relectura, de Jacob R. Kantor: Un esbozo de la Psicología
Social, donde el fundador del Interconductismo se detenía a examinar las inconsistencias
y los problemas de planteamiento de la Psicología Social de su época, así como en la
dificultad para que se concibiese realmente como una ciencia y acabase por arrojar
resultados útiles. A su juicio, dado el error en el planteamiento de partida respecto al
objeto de estudio, era imposible que aportase datos concluyentes, pues para Kantor sólo
la interconducta podía suponer un punto de partida adecuado para una Ciencia de la
Psicología.
Por otro lado, la influencia gestáltica de Kurt Lewin no se debió sólo a lo expuesto

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en sus propios trabajos: su labor como maestro de generaciones de psicólogos
particularmente dotados favoreció que su influjo continuase durante los años cincuenta y
sesenta. En particular, sus ideas sobre las dinámicas de los grupos (de las que también
fue un decidido impulsor a partir de 1946) y, dentro de ellas, la importancia de variables
como la cohesión, el liderazgo, los climas sociales, las normas grupales, etc., resultaron
muy fructíferas para llevar a cabo todo un programa de trabajo que luego se ramificó en
casi todas las áreas clave de investigación de la Psicología Social actual (atracción
interpersonal, agresividad, roles, grupos, actitudes, etc.). Además, cabe atribuir también
a su influjo la importancia que se concedió dentro de la disciplina a los diseños de
laboratorio. Aunque Lewin fuese más un teórico (y es a él a quien debe atribuirse la
célebre frase «nada hay más práctico que una buena teoría»), inspiró y animó la labor de
contrastación empírica con diseños experimentales y cuasi-experimentales, de campo y
de laboratorio, que luego aprovecharían para sus investigaciones autores como Festinger,
Aronson o Lippitt y White.
Pero el desarrollo exponencial de la Psicología Social, sobre todo en Norteamérica,
tuvo mucho que ver con un acontecimiento histórico fundamental: el estallido de la
Segunda Guerra Mundial. Lewin o Heider, ambos de origen judío, llegaron a EE.UU.
tras escapar del régimen nazi. Además, los psicólogos sociales comprendieron que sus
conocimientos debían ponerse al servicio del bando aliado y desarrollaron de forma muy
creativa trabajos tendentes a favorecer la comprensión de los mecanismos del fanatismo
y la sumisión acrítica al grupo (propia de los regímenes totalitarios que se agrupaban en
el Eje). De este modo, autores como Hovland y sus colaboradres (Hovland, Janis y
Kelley, 1953; Hovland, Lumsdaine y Sheffield, 1949), Asch (1952) o Festinger (1950)
aportaron claves fundamentales en los campos de las actitudes, la persuasión, la
influencia y la conformidad, las relaciones intergrupo o la percepción social. Sus
resultados favorecieron la comprensión de fenómenos como la influencia que puede
ejercer un grupo social con una norma bien establecida para presionar a los «desviados»
que cuestionan la normativa y forzarles a volver a la disciplina grupal. También durante
este periodo se reforzó en EE.UU. la investigación sobre prejuicios raciales y
autoritarismo, tanto desde el punto de vista individual como de grupos. Adorno y su
equipo de colaboradores (Adorno, Frenkel-Brunswick, Levinson y Sanford, 1950)
aportaron nuevas medidas y perspectivas sobre el individuo autoritario o la
«personalidad autoritaria» (con componentes antisemitas y fascistas) y los Sherif (1953)
sobre la influencia intergrupal en el desarrollo de actitudes prejuiciosas, en especial
cuando se entra en competición.
Los planteamientos cognitivistas, que a partir de los años setenta sustituyeron al
conductismo como paradigma imperante, hallaron un terreno abonado en la Psicología
Social. En realidad, de forma más o menos explícita, en el estudio de la percepción
social la «cognición social» se impuso de forma natural pues, desde los años cincuenta,
se recurría a procesos del interior del sujeto para explicar la forma en que este evaluaba,
juzgaba, recordaba o explicaba sus reacciones sociales. Así que a la influencia primera
de la Gestalt se añadió la de la Psicología Cognitiva y se asumió su revolución al

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cuestionar como método de trabajo el conductismo y favorecer los análisis mentalistas,
en los que se adoptaba la analogía del ordenador para explicar los procesos perceptivos.
La formulación de la «teoría de la disonancia cognitiva» de Festinger en 1957 supuso un
hito en este sentido pues, a partir de entonces, el cambio actitudinal se explicó como una
necesidad de las personas por mantener la consistencia psicológica entre sus cogniciones
y sus comportamientos. Por último, en una línea próxima, las investigaciones de Jones y
Davis (1965) y Kelley (1967) sobre teorías de atribución, supusieron un impulso
fundamental al enfoque centrado en los procesos individuales cognitivos y
motivacionales.
Después de que EE.UU. recibiese, asimilase y trascendiese el trabajo de los
pioneros europeos —muy en particular de Kurt Lewin—, el viejo continente comenzó a
forjar una Psicología Social propia a partir de los años setenta. En concreto, la labor de
Henri Tajfel (1978) sobre identidad, categorización social y conducta integrupal; o la de
Serge Moscovici (1976) sobre la influencia del grupo minoritario han supuesto un
enorme espaldarazo para diseñar una investigación europea con intereses y modelos
independientes de los norteamericanos, y con influencia en todo el mundo.

Una definición

Ahora que en el apartado anterior se ha ofrecido un recorrido histórico por las temáticas
en las que la Psicología Social ha puesto su atención, se impone proponer una definición
que trate de englobarla. No obstante, conviene advertir que, tradicionalmente, las
definiciones propuestas para la Psicología Social han estado plagadas de controversia.
Las dicotomías individuo frente a grupo, conducta frente a cognición, métodos
cuantitativos o experimentales frente a cualitativos o comprensivos se han sucedido sin
conseguir nunca un consenso que favoreciese la identidad del campo de estudio; en
consecuencia, ha sido habitual hablar de dos o más psicologías sociales distintas. Quizás
un camino para superar esta situación pase por olvidarse de ámbitos de trabajo
específicos, de acuerdos metodológicos o de adscripciones a determinadas escuelas o
paradigmas y dejar apuntado que el gozne sobre el que debe girar el trabajo psicosocial
es el de un determinado tipo de análisis, un enfoque en el que los procesos de interacción
entre personas, y entre las personas y la sociedad en la que viven son la clave.
Desde este planteamiento, la definición que aquí se propone es la siguiente: la
Psicología Social es la ciencia que explica el comportamiento desde una perspectiva
relacional, fundamentada en los procesos de interacción social.
Conviene aclarar que el término comportamiento se toma en el sentido más amplio,
incluyendo en él todo tipo de experiencias, cogniciones, sentimientos, recuerdos,
valoraciones, etc. Pero al utilizarlo se enmarca a la Psicología Social en la tradición
individualista; esto es, se entiende que esta ciencia estudia el influjo de un entorno

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(social) en un sujeto, y no en un conjunto de ellos. Así, se diferencia de otras ciencias
sociales, como la Sociología, la Política o la Economía, que tratan de explicar las
reacciones de una colectividad (o de unas determinadas instituciones sociales) ante
determinadas variables o factores. También debe aclararse la expresión perspectiva
relacional, con la que se establece que la razón del comportamiento no se encuentra en
el interior del individuo o, de forma aislada, de su entorno (es decir, en determinantes
genéticos o biológicos, o en estructuras particulares de personalidad), sino en las
transacciones que establece momento a momento con su ambiente social. Por último,
con la mención de los procesos de interacción social se añade a lo anterior, delimitando
mejor lo que le es más propio, que en las explicaciones de la Psicología Social lo
característico estriba en las reacciones particulares que el ser humano, por su condición
social, muestra ante determinados procesos de interacción. Estos procesos pueden ser
actuales o pretéritos y las reacciones mencionadas funcionan tanto en el plano presencial
como en el simbólico, lo que quiere decir que la situación social influye siempre, aunque
sólo sea evocada.
El conocimiento último o la comprensión plena de estos procesos proviene
exclusivamente de la misma Psicología Social, pues, aunque le sirvan de inspiración
ideas de la Antropología Social, la Sociología, la Psicología Evolutiva y la Psicología
Básica (con sus teorías generales sobre procesamiento de la información, aprendizaje o
comportamiento), estas no pueden abarcarla enteramente, ya que el conocimiento
psicosocial no es susceptible de reducirse a ellas. Dada la naturaleza social del ser
humano, la función de determinados comportamientos sólo se puede aprehender a partir
del análisis de la situación social en que están insertos, situación que genera nuevas
realidades. Con el ejemplo siguiente, extraído de la comedia de Enrique Jardiel Poncela
Eloísa está debajo de un almendro (cuadro 1.1.) se comprenderá por qué esto es así.

CUADRO 1.1
¿LOCOS O CUERDOS?

Todos los miembros de la familia Briones, y aun sus mayordomos y doncellas, exhiben comportamientos
decididamente extravagantes. Don Edgardo lleva veintiún años sin levantarse de la cama y, desde ella,
simula viajar en ferrocarril por toda España (gracias a la proyección de diapositivas de los lugares «a los
que va» y a que su criado canta los nombres de las localidades y hace sonar la campana cada vez que
«llegan» a una estación). En su dormitorio-salón se amontonan decenas de muebles y adornos que hacen
casi impracticable el avanzar por la habitación, «la estancia tiene algo de almoneda y algo de sala de
manicomio». Micaela, la hermana de Edgardo, alborota la casa todos los sábados porque está convencida
de que los ladrones van a entrar ese día, y se pasea permanentemente con unos perros haciendo guardia.
Mariana, una de las hijas de Edgardo, se comporta de modo caprichoso con su novio Fernando y pasa de
despreciarlo a adorarlo en cuanto «nota que es un hombre misterioso y que oculta algo grave y
extraordinario». Julia, la otra hija de Edgardo, ha desaparecido hace tres años sin que nadie sepa nada del
asunto ni muestre interés por ello. Clotilde, tía de Mariana y prima de Edgardo, siente atracción por el tío
de Fernando pero sólo una vez que cree que este lleva a mujeres a su finca y allí las asesina. Entre la
servidumbre, el mayordomo Fermín secunda todas las locuras de su señor Edgardo y a veces cree que se
ha vuelto igual de maniático, por lo que quiere dejar el puesto y que le sustituya Leoncio. La doncella,

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Práxedes, habla sola permanentemente y ella misma se pregunta y se responde todo tipo de cuestiones. A
continuación se incluyen algunos fragmentos de la obra como muestras de las reacciones y comentarios
disparatados de la familia:
MARIANA. (Con ansia creciente) ¡Di, tía Clotilde!

CLOTILDE. ¿Qué?
MARIANA. ¿Crees a Fernando capaz de llevar una vida extraña, ajena a la vida normal que todos le
conocen? ¿Le crees capaz de ocultar algo extraordinario, por ejemplo? ¿De tener un secreto muy
grave no revelado a nadie jamás?
CLOTILDE. No me sorprendería nada.
MARIANA. (En el colmo de su ansia). ¿Lo crees así de veras?
CLOTILDE. ¿Por qué no?
MARIANA. ¡Ay! ¡Dios te lo pague, tía Clotilde! ¡Cuánto bien me haces!
(…)
EDGARDO. ¿Le extraña a usted que yo lleve acostado, sin levantarme, veintiún años?
LEONCIO. No, señor. Eso le pasa a casi todo el mundo.
EDGARDO. Y que yo borde en sedas, ¿le extraña?
LEONCIO. Menos. ¡Quién fuera el señor! Siempre he lamentado que mis padres no me enseñaran a
bordar, pero los pobrecillos no veían más allá de sus narices.
EDGARDO. (Satisfecho). Muy bien, muy bien, excelente.
(…)
MICAELA. (Digna y pesarosa). Bien está. Cuando yo digo que ésta es una casa de locos… Irse a San
Sebastián esta noche [lo dice por el fingido viaje de Edgardo], justamente esta noche, que toca
ladrones… (Dando un enorme suspiro). ¡En fin! Por fortuna vigilo yo y vigilan «Caín» y «Abel»
(por los perros); que si no estuviésemos aquí nosotros tres, no sé lo que sería de todos…
LEONCIO. (Estupefacto). ¿Quién es esta?
FERMÍN. La hermana mayor del señor.
LEONCIO. ¿Y qué es eso de que esta noche toca ladrones?
FERMÍN. Pues que se empeña en que vienen ladrones todos los sábados. Está más perturbada aún que el
señor: es un decir. De día no sale nunca de su cuarto, y esta es la que colecciona búhos. Tal como
usted la ve, con los perros a rastras, se pasará así toda la noche en claro, del jardín a la casa y de la
casa al jardín.
Sin embargo, lo que de absurdo o anormal tienen todos estos comportamientos encuentra su lógica
cuando se desvela quién es Eloísa y por qué está debajo de un almendro. Edgardo, que sabe que Micaela
cometió un crimen en un momento de pérdida de la razón, finge por una parte sus extravagancias y por
otra parte las necesita para no afrontar las circunstancias y las consecuencias de estas. El crimen no
resuelto, enterrado, así como el no querer aceptar la realidad, permite entender el marco y las acciones: el
caótico amontonamiento de muebles y polvo que «tapa» todo en la casa de los Briones, el escapismo
imaginario de Edgardo (que no se levanta de la cama y que «viaja» todo el tiempo), el estado de
permanente alerta de Micaela (culpable al fin del crimen), siempre convencida de que vendrán «los
ladrones»; y también las conductas de Mariana, al desvelarse que en un periodo temprano de su niñez y
que no puede recordar, conoció al padre de Fernando y percibió muchas cosas extrañas de su familia que

21
necesitaba desentrañar y que luego atribuye al mismo Fernando. Por último, las fingidas locuras de los
criados, con la intención de no «alterar más» a los señores, de hacerles creer que sus conductas son
normales y de no perder sus bien remunerados puestos de trabajo. Por tanto, sólo al ver la lógica de todo
el conjunto de interacciones pretéritas y actuales, de presupuestos sociales y de marcos de relación
establecidos culturalmente resulta meridiano que la manera de comportarse de los Briones y sus
sirvientes no es precisamente alocada, sino muy adaptada y cuerda, sobre todo si se tiene en cuenta que
les ha permitido convivir con un crimen sucedido hace veintiún años. Ningún análisis individual de cada
uno de los personajes habría posibilitado acabar de entenderlos.

Eloísa está debajo de un almendro: la lógica de determinadas conductas sólo se capta tras aprehender todo el
contexto social en el que están insertas.

En síntesis, la Psicología Social no se determina a partir de unos contenidos propios


o exclusivos, ni tampoco por una metodología particular, todos pueden servir para su
desarrollo: la clave radica en el tipo de análisis, el propiamente psicosocial, que se
fundamenta en la interacción y la comprensión del marco social en el que sucede la
acción.
Respecto al término interacción, que se ha empleado como eje sobre el que gira
este enfoque comprensivo, debe señalarse que implica una determinación mutua,
relaciones «de ida y vuelta». Por tanto, se defiende, por una parte, que el individuo altera
o influye en su medio social (en la sociedad, en la cultura, en el lenguaje, en la ciencia,
en las artes, en el sistema educativo, etc.) y, a su vez, que este medio influye y moldea al
individuo. Se trata de una relación dialéctica, en constante tensión y reelaboración. Por
otro lado, la interacción se vincula igualmente con la emergencia de estructuras o
realidades cualitativamente distintas que surgen de la unión de dos o más elementos, o
por la integración de niveles (a lo físico-químico se suma el nivel biológico, a este el
social y a este el cultural). Así, el contacto del individuo con el grupo y su incorporación
a él producirá procesos y productos psicológicos que sólo pueden entenderse a partir de
la nueva situación creada. De este modo, el interaccionismo asume que los
comportamientos de un sujeto serán función de sus procesos individuales a los que se
añadirían los de su entorno social; esto es, que se producirá una suerte de negociación
entre el propio punto de vista y el impuesto socialmente. Al cabo, el comportamiento
final será producto de un juego en varios niveles, y la Psicología Social debe siempre
mantener esa perspectiva bidireccional implícita en la interacción si pretende ser justa
con la complejidad de su objeto de estudio.

La metodología de la Psicología Social

Cuando se presentan los resultados de las investigaciones de Psicología Social muchas


personas estiman que las conclusiones a las que llegan los trabajos son obvias y que ellos

22
mismos ya las habían deducido por sus propias experiencias vitales, su capacidad de
observación o su sentido común. Sin embargo, si se plantean las preguntas de
investigación pero no se acompañan inmediatamente de las soluciones, esa obviedad no
resulta tan clara. A modo de pequeño experimento léanse ahora las preguntas que se
recogen en el cuadro 1.2. y decídase si el enunciado es verdadero (V) o falso (F).

CUADRO 1.2
¿RESPUESTAS OBVIAS?

1. Si halagamos a otra persona o nos mostramos de acuerdo con sus opiniones,


esto siempre hará que esa persona nos perciba de una manera positiva
V F
2. En la forma en que percibimos estímulos sociales (por ejemplo, a otras
personas, grupos sociales, partidos políticos, etc.) sí pueden influirnos otros
individuos, pero en nuestras percepciones de estímulos físicos no (por
ejemplo, en la percepción de colores, longitud de líneas o tamaños de
monedas)
V F
3. En la atracción interpersonal el principio básico es el de complementariedad.
Por ejemplo, una persona dominante se sentirá atraída por una sumisa; una
con tendencias masoquistas por otra con tendencias sádicas; una persona
muy impulsiva por alguien que sea sosegado, etc
V F
4. Las personas adolescentes o jóvenes se sienten más solas que las personas
mayores o ancianas
V F
5. Cuando alguien necesita ayuda (por ejemplo, ha tenido un accidente) la
probabilidad de que le ayuden es mayor si hay mucha gente presente que si
sólo hay un observador (la presencia de otras personas hace que los
individuos se sientan observados y apoyados para prestar ayuda)
V F
6. Las personas inteligentes y con niveles educativos más altos son a veces las
más fáciles de convencer
V F
7. A mayor distracción, menor persuasión. Esto es, cuando uno está distraído y
no presta mucha atención al mensaje, siempre será más difícil que lo
persuadan
V F
8. Las personas que pertenecen al mismo grupo que un individuo siempre serán
preferidas y bien vistas (incluso cuando esa persona se comporte mal), en
comparación con quienes pertenecen a grupos con los que se está

23
enfrentado. Por ejemplo, un hincha del Real Madrid valorará más a otro
hincha del Real Madrid (aunque se comporte de forma vergonzosa) que a
uno del Barcelona
V F
9. La presentación durante unas décimas de segundo (inadvertidas para la
persona) de un refresco durante la emisión de una película favorece el
consumo posterior de ese refresco; esto es, se puede influir en la conducta de
la gente subliminalmente.
V F
10. A usted le piden que participe en un experimento en el que debe comer
saltamontes. Quien le ha convencido de semejante idea lo ha hecho
explicándole que así le ayudará a realizar su tesis doctoral (algo vital para
él), que además contribuirá a importantes avances de la ciencia y que incluso
los resultados de la investigación pueden ayudar a que disminuya el hambre
en ciertas zonas del planeta. A otro compañero de su clase le han pedido que
participe en el mismo experimento, pero él ha accedido sin que le dieran
ningún tipo de razones (casi se le escapó el «sí» y después no fue capaz de
echarse para atrás). Después de que usted y su compañero hayan probado los
saltamontes ¿a quién le resultarán más sabrosos? Nosotros creemos que a
usted, pues tiene más razones que su compañero para que le gusten..
V F

Adaptado de Moya, 19981.

Este sencillo ejercicio es una demostración de que la Psicología Social sólo puede
ofrecer resultados concluyentes si contrasta empíricamente sus hipótesis para,
posteriormente, elaborar teorías que integren y expliquen los resultados, y, de nuevo,
tratar de refinar, ampliar o refutar estas teorías con la incorporación de experimentos
diseñados ad hoc.
Sin embargo, dada la particularidad de la Psicología Social, con su singular encaje
en las ciencias sociales, los métodos de investigación más pertinentes para dejar
asentados unos principios han sido objeto de enconada discusión y controversia. Por
ejemplo, el hecho de dar preeminencia a los métodos cuantitativos o a los cualitativos es
un debate de larga raigambre en la disciplina y la asunción de uno u otro se asocia a
discusiones más amplias sobre el objeto de estudio y su naturaleza. No obstante, en las
líneas siguientes más que una toma de postura se ha optado por presentar las
metodologías empleadas habitualmente, mencionando las ventajas y los riesgos de
apostar por unas u otras.
Para empezar, resulta necesario establecer una división fundamental entre el
enfoque ideográfico y el nomotético, pues ambos han resultado cruciales para el

24
desarrollo de la Psicología Social.
En el enfoque ideográfico se parte de la idea de que un análisis en profundidad de
un caso individual ejemplar puede servir para hallar conclusiones válidas sobre un
fenómeno social. Por ejemplo, si se desea conocer el fenómeno de la emigración, desde
este enfoque se localizaría un emigrante tipo y se seguirían sus vicisitudes para así, más
tarde, concluir sobre todo el colectivo emigrante. Evidentemente, en este método resulta
clave partir de casos individuales cuyas características puedan realmente ser
extrapolables al conjunto (en este sentido se habla de «individuo ejemplar»); y su riesgo
estriba, precisamente, en llegar a conclusiones generales a partir de comportamientos que
pueden ser idiosincrásicos.
En cambio, en el enfoque nomotético lo fundamental es establecer normas
generales a partir del análisis cuantitativo de un conjunto de sujetos que componen una
muestra representativa. Por ejemplo, de nuevo enfrentados al fenómeno de la
emigración, el psicólogo social que escoge esta metodología recabará numéricamente los
datos que crea más relevantes (edades, dinero medio gastado para el traslado a España,
proporción de trabajadores en el campo o en la construcción, patologías más habituales,
etc.) o elaborará diseños experimentales para, con una submuestra de estos sujetos, tratar
de contrastar alguna hipótesis (por ejemplo, ver si son más sensibles que un grupo
control ante una situación de rechazo social creada en el laboratorio o en un experimento
de campo).
Ambos enfoques no necesariamente se contraponen y el primero puede suponer
muchas veces un paso necesario para la concreción del segundo; no obstante, es verdad
que el método ideográfico tiene su propia carta de naturaleza y puede resultar el más
adecuado para analizar fenómenos difícilmente cuantificables o no susceptibles de
encerrarse en un laboratorio. Hoy en día, es verdad, casi ningún trabajo de investigación
se aproxima a una única temática simultáneamente desde distintos enfoques o distintos
niveles de análisis. Esta carencia tiene mucho que ver con que existan dos ramas bien
diferenciadas en la Psicología Social que se describen en el apartado siguiente.
La clasificación de los dos grandes enfoques generales que se acaba de presentar se
integra en una organización metodológica más amplia, que estructura los métodos de
contrastación de hipótesis de la Psicología Social. En esta clasificación se diferencian los
métodos observacionales, correlacionales y experimentales.
Los métodos observacionales se definen como la observación de unas determinadas
personas para su registro y análisis, o la observación en unas determinadas condiciones
también para su registro y análisis. Ejemplos de estos métodos son: la etnografía (la
observación desde dentro de un determinado grupo o cultura), la observación
participante (en la que el observador interactúa con las personas observadas aunque trata
de no modificar su comportamiento), la observación oculta (en la que el observador trata
de pasar inadvertido y ser tomado como uno más del grupo) o el análisis de archivo (en
el que se extraen datos de informaciones previamente recogidas). Como problemas
comunes a todos estos métodos cabe señalar la posibilidad de que durante largos

25
períodos de tiempo no aparezcan las conductas relevantes, el que los resultados sean
difícilmente generalizables (en particular cuando los grupos, los entornos o las conductas
resulten muy peculiares) o la mezcla confusa que se puede dar entre expectativas y
observaciones y que impide formular relaciones concluyentes entre las variables
detectadas.
Los métodos correlacionales van un paso más allá con el compromiso experimental
o cuantitativo y son hoy en día los más frecuentes en la Psicología Social. En este caso lo
que se lleva a cabo es la medida de dos (o más) variables y su comparación empírica
para establecer hasta qué punto ambas se relacionan; esto es, en qué medida una predice
la otra. En los métodos correlacionales los problemas fundamentales parten de la
posibilidad de asegurarse una muestra representativa (la cual no está siempre disponible
al investigador) y de deficiencias que pueden darse tanto por la calidad de los
instrumentos empleados (no hay ningún test cien por cien fiable y válido) como por la
dificultad de recoger determinadas variables difícilmente traducibles numéricamente. Por
otro lado, uno de los riesgos más frecuentes al emplear estos métodos estriba en la
confusión entre correlación y causalidad. En realidad los métodos correlacionales
pueden establecer relaciones entre variables pero no pueden afirmar que unas sean la
causa de las otras. No obstante, los nuevos diseños estadísticos con ecuaciones
estructurales están suponiendo una posibilidad para plantear relaciones potencialmente
causales.
Por último, los métodos experimentales, en los que el intento de ajuste al método
científico es máximo, consisten en la recogida de datos en entornos perfectamente
predecibles (idealmente, en el laboratorio) y en los que la posibilidad de control y
manipulación de las variables son mayores. En este método los sujetos son asignados a
los distintos grupos (experimentales o control) de forma completamente aleatoria o
parcialmente aleatorizada, lo que garantiza la distribución equitativa de características
individuales que podrían viciar los resultados. Los diseños experimentales son
fundamentales en Psicología Social porque sólo gracias a ellos es posible establecer
fehacientemente inferencias causales entre las variables dependientes e independientes,
de manera que se alcanza la máxima validez interna (es decir, se asegura que las
variables extrañas no contaminarán los resultados del experimento). Sin embargo, en
ocasiones la búsqueda de la validez interna compromete la validez externa (esto es, la
posibilidad de generalizar los resultados fuera del entorno de donde se han extraído los
datos). Un posible camino para asegurarse esa generalizabilidad consiste en replicar el
experimento en otras situaciones y con otros sujetos experimentales. Así mismo, el
método experimental posee como problema fundamental la artificialidad que impone el
laboratorio a la hora de estudiar fenómenos cuya naturaleza es particularmente
contextual. Considérese si reacciones sociales como la agresividad, la atracción
interpersonal o los prejuicios raciales son susceptibles de análisis en el marco del
aséptico laboratorio.2 Además, es verdad que el mismo contexto de laboratorio se asocia
a unas particularidades socio-culturales y que, en ocasiones, la exaltación del método

26
experimental lleva a plantear trabajos de poca relevancia social pero que son fácilmente
acomodables al laboratorio. Por último, no puede dejar de señalarse que, con el fin de
obtener datos más fidedignos, con frecuencia los sujetos experimentales son engañados
respecto a los fines últimos de la investigación en que participan. Esta situación, quizás
necesaria para obtener actuaciones reales o útiles, supone todo un problema ético y
plantea muchos interrogantes sobre la moral de la investigación psicosocial en el
laboratorio.
Como se ha podido comprobar, todas las metodologías referidas albergan ventajas
e inconvenientes o plantean problemas éticos. En cada uno de los casos el investigador
se ve obligado a resolver el dilema de hasta qué punto va a comprometer la
identificación inequívoca de la causalidad en aras de preservar la generalizabilidad, la
naturalidad y el realismo mundano. Es por esta razón, y por la búsqueda de ese
equilibrio, por lo que muchos investigadores sociales muestran su predilección por los
experimentos de campo (o del entorno natural) —aunque este no posea todas las
garantías de control del laboratorio— y por complementar sus trabajos a través de
investigaciones transculturales (esto es, en la comparación de los resultados en distintas
culturas o entornos diversos con el objeto de identificar leyes universales). Pero
naturalmente estos procedimientos no resuelven todos los dilemas que plantea la
investigación y algunos de ellos, como por ejemplo el hecho de que haya causas no
inmediatas de la conducta o que los efectos de distintas variables sean indirectos (a
través de estructuras sociales, valores, pautas familiares, etc.), perdurarán como
inconvenientes difíciles de resolver.

Escuelas psicosociales

Aunque se ha mencionado ya varias veces que existen distintas teorías psicosociales o, si


se prefiere, escuelas dentro de la Psicología Social, aún no se ha hecho una referencia
explícita a estas. Sin embargo, más que un listado de las distintas escuelas teóricas a
partir de las cuales se ha organizado el trabajo psicosocial (por ejemplo, el psicoanálisis,
el conductismo, las teorías de campo, la teoría del intercambio social, el interaccionismo
simbólico, etc.), con comentarios detallados sobre sus diferentes postulados, una manera
clarificadora de aproximarse a esta importante cuestión consiste en formular una división
muy global entre dos enfoques básicos. De este modo, cabría hablar, por un lado, de una
«Psicología Social psicológica» y, de otro, de una «Psicología social sociológica»,
ambas distinguibles por sus diferentes aproximaciones, métodos y terminología.
La primera pone el énfasis en cómo la conducta individual o las cogniciones de un
sujeto se ven afectadas por estímulos sociales. Por tanto, de alguna manera, subraya de
forma particular que el objeto de estudio debe ser el propio individuo. En esta Psicología
Social, que se ha desarrollado preferente en Norteamérica (aunque también es la

27
mayoritaria hoy en día en Europa), el método de laboratorio y experimental es el
preferido, y se apuesta por un enfoque claramente positivista. El origen de esta rama
puede remontarse al funcionalismo y pragmatismo americano, es decir, a figuras como
James Angell, John Dewey o William James. Sus ámbitos de interés más característicos
han sido la percepción y la atribución social, las actitudes y el cambio de actitudes, las
diferencias personales en la conducta social, el aprendizaje y modelado social, el
altruismo, la agresión o la atracción interpersonal, la cognición social o la influencia
social. Una teoría propia o ejemplar de este modelo es la de la disonancia cognitiva.
También debe mencionarse que sus órganos de difusión en el ámbito anglosajón han
sido dos publicaciones de hondo calado: el Journal of Personality and Social Psychology
y el Journal of Experimental Social Psychology.
Por su parte, la «Psicología Social sociológica», cuyo desarrollo preferente se
produce en las facultades de Sociología, fue inspirada por el trabajo de Gabriel Tarde,
Gustave Le Bon o Emil Durkheim, aunque también un psicólogo social americano como
Herbert Mead y su interaccionismo simbólico (1934) supusieron una importante
influencia. La metodología más empleada en este caso ha sido la cualitativa y la cuasi-
experimental, con un uso mucho menor de los métodos de laboratorio y un énfasis en las
explicaciones de corte fenomenológico. Así, se plantean conclusiones a partir de la
observación, entrevistas, grupos de discusión o encuestas. Algunas de las temáticas más
características de esta escuela han sido la identidad social, el comportamiento de los
grupos grandes o masas, los estereotipos y prejuicios sociales, el papel del lenguaje en la
conformación de realidades sociales, la influencia de los roles, la raza o la clase social, o
la influencia de los grupos minoritarios activos. Como ejemplo de desarrollo propio
puede citarse en este caso la teoría de las representaciones sociales. Una publicación que
ha agrupado parte de los trabajos bajo este enfoque ha sido el Social Psychology
Quarterly.
No obstante todo lo dicho, es cierto que estas dicotomías son, seguramente, más
académicas que reales. Lo cierto es que las influencias mutuas entre ambas ramas han
sido permanentes y que sus aportaciones se han entrelazado para configurar lo que hoy
en día compone el cuerpo de conocimientos de la Psicología Social. Sin embargo,
también debe mencionarse que, a día de hoy, se observa un desequilibrio entre ellas,
pues la segunda sólo supone un conjunto limitado de trabajos dentro de la vigorosa
producción científica de toda la disciplina. Seguramente, la ciencia psicosocial ganará
capacidad predictiva y comprensiva cuando la visión casi exclusivamente interpersonal
que posee la primera se complemente con la socio-cultural que aporta la segunda.

De la teoría a la práctica

Quizás por lo expuesto hasta ahora se haya generado la impresión de que la Psicología

28
Social es una ciencia teórica, y que sus descubrimientos no se han traducido en nada
aplicado a la vida de las personas. Sin embargo, desde el mismo inicio de la disciplina el
afán de los psicólogos sociales no ha sido únicamente conocer las dinámicas del
individuo en interacción con su entorno social, sino convertir este conocimiento en una
herramienta para procurar mejoras y estimular cambios sociales. De hecho, y por citar
sólo algunos ejemplos, las hipótesis contrastadas en los trabajos originales sobre
racismo, actitudes, autoritarismo, altruismo, etc. pronto pasaron a ser guías de actuación
sobre colectivos marginados, entornos urbanos o grupos callejeros enfrentados. Las
dinámicas grupales empezaron a utilizarse para tratar de cambiar a los sujetos
condicionados o influidos por determinadas posturas, bloqueados o con dificultades en
sus relaciones interpersonales. La teoría de la disonancia cognitiva y la teoría
atribucional se emplearon de una manera decidida en la clínica individual, traduciéndose
en eficaces técnicas de tratamiento, que han facilitado el cambio de esquemas
depresógenos o en el afrontamiento de miedos y situaciones temidas en sujetos fóbicos.
Un capítulo aparte merece la traslación de los conocimientos psicosociales al
entorno laboral. Hoy en día se puede hablar de una Psicología Social del trabajo u
organizacional con su propia historia y desarrollo, pero en su origen la Psicología Social
configuró casi completamente este campo de actuación. En el mundo empresarial las
aportaciones respecto al funcionamiento de los grupos de trabajo, de las características
del liderazgo eficaz, de la satisfacción de los empleados y las reacciones adaptadas ante
el desempleo, de los entornos laborales físico-sociales más convenientes para estimular
el rendimiento o de la selección y formación de candidatos cuentan con miles de
investigaciones y configuran un cuerpo de conocimientos perfectamente asentados.
A su vez, la Psicología Social ha encontrado un interesante campo de aplicación
práctica en los lugares de formación. La hoy denominada Psicología Social de la
Educación ha permitido que los entornos de aprendizaje se beneficien de los
descubrimientos sobre Inteligencia Emocional o que se palíen los problemas derivados
de la marginación, el racismo y la xenofobia en la escuela, el bullying o los prejuicios, y
que se resuelvan mejor los conflictos escolares. También los conocimientos de la
Psicología Social han facilitado la puesta en práctica de alternativas de instrucción más
eficaces —como, por ejemplo, las técnicas de aprendizaje cooperativo— tanto para
fomentar un mayor rendimiento académico como unas relaciones más armoniosas en el
aula y una mayor cohesión grupal.
Dentro de otro gran campo aplicado de la Psicología Social podría situarse la
intervención comunitaria, próxima, a su vez, a la psicología de los procesos migratorios
y la psicología social de la salud mental, pues el trabajo con la comunidad y la lucha
contra la exclusión o los problemas de colectividades con mayor riesgo (mujeres,
jóvenes, ancianos, emigrantes, minorías raciales, etc.) requiere de los conocimientos de
fenómenos grupales aclarados por las teorías psicosociales.
Para terminar, aunque también han cobrado un enorme desarrollo y merecerían un
apartado detallado, deben mencionarse otros ámbitos de aplicación de la Psicología

29
Social que demuestran su gran despliegue y utilidad práctica, como por ejemplo, la
Psicología Social de la Salud, la Psicología Social Política y de Relaciones
Internacionales, la Psicología Social Jurídica, la Psicología Social del ocio y tiempo libre
(y del turismo) o la Psicología Ambiental, que por su peculiaridad cuenta con un capítulo
dentro de este mismo libro.

30
2
COMUNICACIÓN SOCIAL

Publicado el 3 de marzo de 2005 en la página web: <http://www.tiscar.com/?p=164>.

¡PÁSALO!

Tíscar Lara

Las nuevas tecnologías de la comunicación han servido de canal a los movimientos sociales
que sucedieron al 11 de marzo de 2004 y terminaron con el cambio de Gobierno en las urnas
tres días después. En este caso, la red se convirtió en un interlocutor más en las relaciones
entre los ciudadanos y la clase política en una democracia. A través de los foros y weblogs en
Internet y de los mensajes a móviles, miles de ciudadanos expresaron en pocas horas su
descontento con la actuación del Gobierno en la gestión de la crisis abierta por los atentados
del 11 de marzo en Madrid.
Tras conocerse las primeras detenciones y frente a las declaraciones del Gobierno, el 13 de
marzo alguien envió el siguiente mensaje por móvil a su grupo de amigos: «¿Aznar de
rositas? ¿Le llaman jornada de reflexión y Urdaci trabajando? Hoy 13M, a las 18h. sede PP
C/Génova, 13. Sin partidos. Por la verdad. ¡Pásalo!». A partir de ahí, el SMS empezó a ser
reenviado en cadena hasta dar como resultado las mayores concentraciones por este medio en
España: más de 4.000 personas en Madrid, 7.000 en Barcelona y otros cientos en otras
ciudades españolas frente a las sedes del PP. Todos ellos convocados espontáneamente, sin
partidos, sin pancartas y sin consignas.

Dos días después del 13M, radiocable.com entrevistó al supuesto autor de ese primer
mensaje: un joven no afiliado a ningún grupo ni partido político. Desde el anonimato, sus
declaraciones fueron recogidas por la Cadena Ser el 16 de marzo: «Lo enviamos bromeando
acerca de que si había 15 ó 20 personas nos iríamos al cine […] pero cuando pudimos ver la
boca de metro y que salía un montón de gente con carteles de ‘No a la guerra’ y de ‘Paz’,
entonces nos dimos cuenta realmente de lo que había ocurrido». Curiosamente, hay que
mencionar que este mismo procedimiento fue el utilizado por los simpatizantes del PP para la
convocatoria de apoyo frente a su sede en Madrid el 17 de marzo, que también reunió a unas
4.000 personas.

En Estados Unidos este fenómeno se viene denominando smart mobs y es considerado por
uno de sus principales investigadores, Howard Rheingold, como «la futura revolución
social»: «Los smart mobs surgen cuando las tecnologías de la comunicación y la informática
amplifican los talentos humanos para la cooperación. Los impactos de la tecnología smart

31
mob pueden ser tanto beneficiosos como destructivos, al ser usada por algunos de sus
defensores para apoyar la democracia y por otros para coordinar ataques terroristas».

En los atentados del 11 de marzo, los teléfonos móviles también tuvieron ese doble filo del
que habla Rheingold. Sirvieron para matar y sirvieron para localizar a los asesinos. Por un
lado, la sencillez y alcance de esta tecnología permitió a los asesinos llevar a cabo una
masacre activando las bombas con los teléfonos móviles a kilómetros de distancia. Y por
otro, fue precisamente la tarjeta del móvil de la bomba que no estalló y las llamadas
telefónicas posteriores entre los asesinos las que sirvieron para localizarles en los días
siguientes.

Las líneas precedentes tratan de ilustrar el poder e influencia que las Tecnologías
de la Información y la Comunicación (TIC) tienen hoy en día para convocar a miles de
ciudadanos y para afianzar o deshacer el actual sistema social. En realidad, la Psicología
Social defiende desde su mismo origen que la clave de los procesos de influencia estriba
precisamente en la comunicación que se establece entre las personas. Eso sí, hay que
entender el término comunicación en un sentido amplio, pues para influirse no es
necesario cambiar palabras: las miradas, los silencios (también a través del móvil —una
llamada perdida— y del correo — un mensaje vacío—, por supuesto), los gestos, las
informaciones implícitas, la mera presencia o ausencia de una persona son formas de
comunicación, a veces mucho más elocuentes que mil frases.
Cabe preguntarse si los conocimientos reunidos en décadas de investigación sobre
la comunicación humana siguen teniendo vigencia cuando han cambiado de tal manera
los instrumentos (Internet, Intranet, cable, móviles…). ¿Se trata de meros canales o
llegan a alterar de alguna forma el mismo contenido comunicativo? ¿Finalmente el
medio se convierte en el mensaje (comunicarse a través de SMS no dice ya mucho sobre
el que envía y el que lo recibe)? ¿Con las TIC se dan nuevas formas de interacción
social, nuevas formas de definir la identidad, nuevos valores, más aún: toda una nueva
cultura?
En este capítulo se describen fenómenos —como el de los rumores o la reacción
ante la propaganda— que necesariamente han tenido que variar después de la
implantación masiva de los chats, los SMS, los foros, las weblogs, las páginas personales
de Internet o los programas peer-to-peer (como el Ares o el E-Mule); cuando millones
de conocimientos científicos, culturales, sociales, económicos están al alcance de
cualquier persona a través de la red de redes (¡qué hubiesen sentido Diderot y el resto de
los ilustrados enciclopedistas ante la Wikipedia!); y cuando cualquiera puede copiar toda
esa información en un CD-ROM o un DVD, bajarse gigas de datos a discos duros
portátiles y mover todo ello entre su ordenador, su PDA, su móvil, su coche, su televisor
y hasta su frigorífico, que también los hay con estas posibilidades.
Pero en esta sociedad en la que alguien sin móvil (multimedia, naturalmente), sin
conexión a Internet o sin una consola de videojuegos es considerado un ser marginal y
trasnochado, es donde se encuentran, paradójicamente, los más hondos sentimientos de
soledad y aislamiento, donde una comunicación profunda o auténtica (es decir, no trivial,
superficial, anónima o fantasiosa) es evitada como la peste, donde se produce la mayor

32
de las dificultades para expresarse con claridad y propiedad, donde se observa un
completo analfabetismo emocional a la hora de comunicar sentimientos y matizar
estados de ánimo. Por eso, conocer algunos principios del funcionamiento de la
comunicación humana, adentrarse en el espinoso asunto de la intimidad o —yendo al
polo contrario— en el de la comunicación de masas y la propaganda, y presentar algunas
claves de la comunicación no-verbal se convierte en algo fundamental para una
Psicología Social que pretenda comprender la dinámica cultural de este mundo.

Emisor → Receptor

Comunicarse es transmitir conocimientos, emociones, ideas… y también es influir en los


que nos rodean, y también es interactuar con otras personas, y también es elicitar
determinadas reacciones… En fin, el término comunicación ha llegado a ser tan
polisémico que resulta imposible definirlo sin dejar fuera la mayor parte de su sentido
actual y, por ende, de su riqueza. Necesariamente, en este capítulo no se va a hablar de la
comunicación en general, ni de toda la comunicación; antes bien, con un criterio
restrictivo se tratará únicamente un tipo específico de comunicación social: aquella que
se vincula con el aspecto fundamental que se propuso (en el primer capítulo) para
entender lo esencial del análisis psicosocial: la interacción social. Por tanto, la
comunicación se entenderá como una forma de interacción, o, mejor, como la forma de
interacción por antonomasia. Además, se estudiará exclusivamente desde el punto de
vista psicológico.
No obstante, antes de iniciar este análisis, conviene recordar, aunque sea sólo en
sus aspectos esenciales, el modelo comunicativo imperante y que, sobre todo en las
facultades de Periodismo, se sigue teniendo por paradigmático. Aquí se denominará la
perspectiva mecanicista de la comunicación. Desde este enfoque, la comunicación es el
intercambio de un mensaje entre un emisor (o fuente) y un receptor. Para comprender el
mensaje, fuente y receptor necesitan compartir un código que les permita primero
codificarlo (a la fuente) y luego descodificarlo (al receptor). El código puede ser un
idioma, o una jerga, o unas claves que sólo ellos entienden (piénsese en los emoticones o
en las palabras truncadas de los SMS). Además, dado que emisor y receptor están
separados en el espacio, requieren un canal o vía de comunicación. Este canal cumplirá
adecuadamente su función —será vehículo de comunicación— si está libre de «ruido»,
entendido este de manera no sólo literal (como interferencias), sino también desde lo que
podría denominarse «ruidos internos» de los comunicantes; es decir, todo lo que les lleva
a añadir elementos que no tiene el mensaje original, a sustituir o seleccionar partes del
mismo, a interpretar más allá de lo que realmente significa, etc.
Desde este planteamiento comunicativo, el feedback queda definido como todo
mensaje que surge en respuesta a un mensaje previo. No obstante, concebida así, la

33
comunicación siempre tendría feedback, pues es casi imposible que no exista algún tipo
de respuesta a un acto comunicativo (debe recordarse que un silencio puede ser la más
elocuente de las respuestas) y en el hecho de codificar el mensaje ya se está teniendo en
cuenta al receptor.
En el modelo mecanicista suelen ser muy importantes los llamados intermediarios,
es decir, todas aquellas instancias (por tanto, no sólo personas, sino también medios de
comunicación, libros, Internet…) que se sitúan entre el emisor y el receptor y que, al
tener esa posición, filtran, explican, matizan, alteran, cambian, minimizan o magnifican
el mensaje original. Así, las noticias que ofrece un periódico, una emisora, un portal de
Internet o cualquier amigo, son siempre mediadas. Incluso las mismas imágenes que
llegan en directo por alguna cadena televisiva suponen una intermediación, pues el
ángulo desde el que se enfocan, los comentarios que las acompañan, el brillo o la
oscuridad con que aparecen, por citar sólo algunos elementos, implican siempre una
alteración, una falta de contacto directo con la información; y esta alteración con
frecuencia no es azarosa, sino plena de intención.
Si bien se sabe a ciencia cierta que los intermediarios afectan a la fidelidad del
mensaje, aunque deseen actuar como fieles mensajeros, dependiendo de cómo se
dispongan las redes de comunicación sus posibilidades de alteración o influencia serán
mayores o menores, o serán compensadas o no por otras vías alternativas. Por ejemplo,
mientras que la comunicación que llega por la disposición en «rueda» o «círculo»
permite una influencia múltiple y una mayor fidelidad del mensaje, la comunicación
dispuesta en «cadena» implica casi inevitablemente una corrupción del mensaje original.
Para demostrarlo, puede citarse el célebre experimento que diseñó Bartlett (1932): se
mostraba una imagen que reproducía un vagón del metro. Dibujadas con bastante
nitidez, se veía a dos personas: un hombre blanco, vestido como un obrero, que portaba
una navaja barbera, y un hombre negro, con ropa elegante. El primer participante del
experimento veía la imagen y luego tenía que describírsela al segundo sujeto, este al
tercero, este al cuarto, etc. Si todos los participantes del experimento eran blancos la
navaja acababa pasando, al menos en la mitad de los casos, a manos del hombre de raza
negra y, en algunas ocasiones, se terminaba atribuyendo a este un apuñalamiento.
Además, para que esto se produjese, no hacían falta más allá de cinco o seis sujetos. Por
supuesto, los participantes no tenían intención de mentir o de deformar la información
previa, pero su mera disposición en cadena favorecía estas mutaciones y hacía inevitable
la intromisión de los prejuicios de los participantes. Resultados como los de este estudio
llevan a cuestionar sobremanera la versión de muchos testigos oculares de delitos y
crímenes. De hecho se sabe que, en líneas generales y salvo algunas excepciones, tras
cinco o seis comunicantes sólo perdura de un 25% a un 30% de la información original.

(((((Comunicante))))) (((((Intérprete)))))

34
Gracias a recordar el conocido modelo mecanicista de comunicación resulta más fácil
contrastarlo con el que ahora se presentará: el modelo psicológico de la comunicación.
Aunque obviamente, la Psicología ha analizado la comunicación humana (y animal) de
muchas maneras y existen, por tanto, muchos modelos psicológicos, aquí la visión que se
ofrece parte de un análisis funcional del proceso comunicativo. Si lo importante en el
modelo mecanicista radicaba en los canales de comunicación, la codificación y
descodificación, la lógica interna del mensaje o las posiciones de los intermediarios
(aspectos más externos o tangenciales), en el psicológico lo que interesa estriba en las
conductas de los sujetos ante los procesos comunicativos. Y esas conductas, al igual que
en el resto de los ámbitos, son consecuencia de multitud de variables, como la historia de
aprendizaje, el contexto o situación donde se produce el acto comunicativo, los estados
emocionales de los participantes, etc., (factores todos que serán estudiados a lo largo de
las siguientes páginas de este capítulo).
En el modelo psicológico se considera que los sujetos que se comunican están
inmersos en un campo de estímulos. Nadie puede evitar comunicarse (de forma verbal o
no verbal) o convertirse uno mismo en mensaje (Scott y Powers, 1985; Watzlawick,
Beavin y Jackson, 1981). Pero de todo ese campo que acaban conformando las personas
de un contexto determinado, el sistema atencional se orienta sólo hacia algunos de esos
estímulos, que son los que luego interpreta. Por ello, en este enfoque, se consideran más
adecuados los términos «comunicante» e «intérprete» que los de emisor y receptor; lo
que, además, presupone un cariz más activo e interaccional a los participantes de los
actos comunicativos.
El procesamiento de los estímulos del campo que se lleva a cabo está mediatizado
por lo que se denomina filtros de comunicación. Los filtros —que tienen distintas
funciones, desde la mera economía cognitiva (es decir, no gastar excesiva energía
atencional en asuntos que no interesan o influyen) hasta la preservación del propio
sistema de creencias y valores, de la visión del mundo, de la imagen personal o, incluso,
de la auto-estima— se organizan en forma de capas desde lo más superficial hasta lo más
profundo. Cuando alguien afirma que «conoce a fondo a su interlocutor» se está
refiriendo precisamente a que ha traspasado esas capas externas de su persona (por
ejemplo, dónde vive, qué hace, cuántos hermanos tiene) para sumergirse en niveles más
hondos —guarecidos por los filtros más exigentes— y que se halla al corriente de sus
secretos más personales, de lo que realmente le importa, de lo que constituyen las claves
de su vida. Aunque, como puede adivinarse, son muchos los filtros que se ponen en
juego en todo acto comunicativo, algunos de los más relevantes son: la imagen propia, la
imagen que se tiene del interlocutor, la definición que se haga de la situación, los
sentimientos que embarguen en un momento dado, las actitudes que se posean sobre el
tema que se trata, los hábitos y condicionamientos, las expectativas, etc.

¿Qué quieres decir en realidad?


35
— Quizás sea culpa mía; puede que yo no pueda dar.

— De manera que no puedes dar. Entonces ¿por qué no recibes y yo te daré?

— No estoy preparada para recibir.

— Bien, entonces tú das y yo recibo.


— Yo no puedo recibir.

— Verás, yo soy una persona que puede recibir si otro da.

— Pues yo no puedo dar. Lo siento.

— Pero si los dos recibimos ¿quién da?

— Yo no puedo recibir. Mi problema es que estoy recibiendo y recibiendo, y no puedo dar ni


recibir.

— Pero a mí me gustaría dar si tú pudieras recibir.

— No puedo recibir. No sé cómo ayudarte. Realmente no lo sé.


— Mira, si ambos recibimos entonces ambos…

— Ya te lo he dicho: no puedo recibir cuando no puedo dar. No, no saldría bien. No tiene objeto,
lo siento. Adiós.

(Diálogo de Bananas, Woody Allen).

Con frecuencia dos interlocutores, tras haber intentado comunicarse, tienen la


sensación de no haberse entendido, o incluso de haber sido malinterpretados. En
ocasiones, también, surge la impresión de que los demás parecían sordos ante
determinados mensajes. Muchos de los problemas entre personas, y hasta entre naciones,
pueden achacarse a problemas comunicacionales derivados de la incomprensión por
parte de alguno de los participantes de alguna clave fundamental de la comunicación.
Suele utilizarse el término doble mensaje para referirse a la diferencia que se
establece entre lo que se quiere decir y lo que, realmente, se transmite al interlocutor. Un
comentario del tipo: «¿Vas a venir con nosotros a casa de la abuela, verdad?» puede,
según el tono con que se diga, transmitir una idea muy distinta: «Como vuelvas a poner
inconvenientes a acompañarnos atente a las consecuencias».
El llamado arco de distorsión es una manera de entender la problemática del doble
mensaje. La figura 2.1. es una representación del arco de distorsión.

FIGURA 2.1
EL ARCO DE DISTORSIÓN

36
El arco de distorsión es una representación gráfica de la discrepancia que se
produce con frecuencia en los actos comunicacionales. Como ilustra la figura 2.1., el
emisor A comunica mucho más de lo que pretende, probablemente a través de canales
no-verbales (el gesto, la postura, la mirada, el tono de voz, etc.). Es posible, incluso, que
las palabras sean claramente distorsionadas o incluso negadas por este metalenguaje que
las acompaña. El receptor B puede captar el mensaje que A pretende enviar y también lo
que no pretende, que se convierte en una información muy valiosa para responder a las
expectativas de A. Pero cuanto mayor sea esa discrepancia entre lo que se quiere
comunicar y lo que realmente se comunica —o sea, cuanto mayor es el arco de
distorsión— mayores son las posibilidades de que se produzcan malentendidos,
desconcierto y confusiones entre los comunicantes. No obstante, aunque el emisor se
esfuerce por disminuir su arco de distorsión siendo claro en su expresión, transmitiendo
lo que realmente desea y concretando lo más que pueda lo que de verdad pretende, parte
de la distorsión puede obedecer a las incorrectas interpretaciones del receptor B.
Los dobles mensajes y una gran amplitud del arco de distorsión han sido
relacionados en la investigación con las dificultades en las relaciones familiares desde
muy distintos modelos teóricos (Falloon, 1991; Satir, 1980; Watzlawick et al., 1981).

Suenan las palabras, hablan los gestos

Acaba de mencionarse que el arco de distorsión se produce, en parte, por la


contradicción entre el lenguaje verbal y el no-verbal. El análisis de este último ha sido un
campo de interés para la Psicología Social desde hace décadas, sin embargo continúa
encerrando gran parte de sus secretos y fascinando tanto a los profesionales como a los
legos de la Psicología.

37
Aunque durante muchos años la comunicación no-verbal se estudió en paralelo a la
verbal, hoy en día se prefiere hablar de comportamiento no-verbal, pues son tantas las
diferencias entre uno y otro que tratar de igualarlos en algún sentido ni está justificado
teóricamente ni favorece la investigación (Fernández Dols, 1999). En este apartado sólo
se analizará el comportamiento no-verbal relativo a los procesos de interacción social.
Para ofrecer una exposición organizada de la conducta no-verbal nada mejor que
servirse de una clasificación que agrupe y organice los gestos que se emplean en la
interacción humana. Se han propuesto varias taxonomías para acoger las distintas
manifestaciones no-verbales pero, seguramente, la más extendida y clarificadora sea la
de Ekman y Friesen (1969), reproducida por un enorme conjunto de investigaciones y
que aquí va a presentarse simplificando el trabajo de Fernández Dols (1999). La
clasificación de Ekman y Friesen distingue entre cinco tipos de conductas no-verbales:
(1) emblemas; (2) ilustradores; (3) reguladores; (4) señales afectivas; y (5) adaptadores.
Los emblemas son conductas manifiestas que tienen una traducción verbal directa.
Por ejemplo, decir «no» girando la cabeza de lado a lado; decir «pasa» agitando la mano
hacia un lado; insultar haciendo un corte de mangas. Aunque no se acompañen de
palabras, los emblemas son realmente conductas verbales (aunque transformadas a
gestos) y se usan siempre de forma intencional y consciente. Los emblemas son
diferentes en cada cultura, aunque la universalización de las formas de comportamiento
anglosajonas han propiciado su imitación en otros países. Efron (1941) demostró que en
sólo una generación los emigrantes emplean los mismos emblemas que los nativos.
Los ilustradores son gestos que acompañan a la comunicación verbal, y su función
es ilustrar el contenido de los mensajes vocales o su entonación. Existen varios tipos; por
ejemplo, los «batuta» sirven para marcar ciertas características rítmicas de la expresión
verbal, los «ideógrafos» muestran gráficamente la línea argumental del hablante. Los
ilustradores se ejecutan, básicamente, con los brazos y las manos. Gracias a ellos resulta
más fácil conectar los símbolos verbales empleados con los referentes de tales símbolos.
Por tanto, de alguna manera, podría establecerse un paralelismo entre el «habla» verbal y
el «habla» gestual. Para algunos autores, como McNeill (1992), los ilustradores reflejan
incluso mejor que el lenguaje hablado los mecanismos de representación. De modo
semejante a lo que sucede en la conducta verbal, en la no-verbal cierto gesto con las
manos sería el significante (por ejemplo, «gato») y el concepto aludido (el pequeño
felino doméstico) el significado. Los hablantes disponen de estos códigos de
codificación de forma natural, aunque no sean conscientes de ello (a diferencia de lo que
sucede con los que han aprendido un lenguaje arbitrario de gestos como el de los
sordomudos). Las tesis de McNeill representan una revolución en la concepción
existente sobre la influencia del lenguaje en el desarrollo del pensamiento, ya que
equipara la comunicación del sistema gestual con la del verbal interiorizado. Sin
embargo, estas tesis no han estado exentas de críticas.
Los reguladores son todos aquellos movimientos empleados para controlar la
interacción que se produce durante la comunicación verbal. Son maneras de informar,

38
por ejemplo, de que uno ha comprendido, de que necesita una repetición, de que ahora
quiere intervenir él, de que se siga adelante con el discurso, etc. También sirven para
indicar el estatus, para dar credibilidad a los mensajes, para revelar complicidad, etc. Los
reguladores tampoco suelen ser conscientes, ni para el emisor ni para el receptor, pero
poseen una influencia capital en el desarrollo de la comunicación. En los reguladores se
emplean muchas partes del cuerpo (manos, brazos, cabeza, posición del tronco y de la
cara, gesticulaciones faciales…), pero seguramente el más destacado sea la mirada. Lo
más sorprendente de los reguladores es que, pese a la complejidad que acogen, la de
mínimos gestos y multitud de componentes que participan y la precisión milimétrica con
la que se efectúan, sólo requieren décimas de segundo. Los reguladores tienen
consecuencias importantes en los sentimientos y las relaciones entre las personas; por
eso, una falta de destreza en su uso o interpretación es fatal socialmente. Por ejemplo,
resultan exasperantes las personas que no captan los deseos de otros para que se callen y
les dejen intervenir, o aquellos que, sin pretenderlo, se traducen en muestras de desprecio
y altanería.
Las expresiones de emoción o afecto que se emiten y reciben son también claves
fundamentales en la interacción no-verbal. Estudiadas ya por Darwin hace dos siglos
para establecer sus similitudes con las de los animales, han seguido provocando un río de
experimentación que todavía no acaba de satisfacer a los investigadores ni articularse en
un modelo válido para todos los autores. Por ejemplo, sigue levantando polémicas el
hecho de si la expresión de emociones es universal, innata y está relacionada con ciertas
emociones básicas o, en cambio, deriva por entero de pautas culturales. También está en
duda cuál es la función de esa expresión afectiva: ¿buscar ayuda?, ¿favorecer la empatía?
Y algunos se plantean si puede, por sí sola, despertar emociones en quienes las observan,
si son realmente un reflejo de una emoción sentida o si representan únicamente un
mensaje instrumental. En general, las expresiones faciales y los gestos emocionales
resultan difíciles de interpretar sin datos sobre el contexto donde se producen (por
ejemplo, en muchos casos los observadores se equivocan en su juicio al afirmar que
determinado gesto facial de un futbolista es una muestra de rabia o de satisfacción
cuando desconocen cuál ha sido el resultado de la jugada que se acaba de producir).
Datos como el mencionado llevan a pensar que la expresión de emociones es, sobre todo,
un fenómeno social, inseparable del contexto donde se produce.
Por último, los adaptadores, que parecen vestigios de ciertos patrones de
comportamiento que poseyeron una función adaptativa en momentos tempranos de la
vida, probablemente, son manifestaciones conductuales de conflictos entre dos
intenciones de conducta distintas (por ejemplo, huida y aproximación). Existen tres
tipos: los auto-adaptadores, los adaptadores dirigidos a otros y los adaptadores dirigidos
a objetos. Los primeros consisten en la manipulación del propio cuerpo (y,
especialmente, del rostro), por ejemplo: rascarse la cabeza, frotarse las manos, pasarse la
mano por la mejilla, etc. Los adaptadores dirigidos a otros serían estrategias interactivas
con funciones como el cortejo o el ataque. Existen unas conductas, denominadas de
cuasi-cortejo, que guardan una semejanza morfológica con las conductas de invitación

39
sexual, pero poseen menor intensidad y un significado meramente social (algunos
ejemplos serían, para las mujeres, alisarse el cabello mostrando la palma de la mano,
estirarse alguna prenda; y, para los hombres, ajustarse la corbata, contraer el abdomen al
tiempo que se elevan los hombros). Por fin, los adaptadores dirigidos a objetos (agitar un
bolígrafo en la mano, acariciar un pisapapeles, etc.) podrían ser partes de rutinas de
conducta en relación con elementos de un entorno que se repiten en otro. Los auténticos
adaptadores no son conscientes y proporcionan una información de las personas «en
estado puro». La correcta interpretación de los adaptadores de las personas puede revelar
si están mintiendo, si están nerviosos, si desean agradar, etc. Es probable que existan
sujetos más diestros a la hora de captar esta parte de la conducta no-verbal —capacidad
que se ha denominado sensibilidad interpersonal (Hall y Bernieri, 2001)— pero existe
todavía una controversia al respecto y no se han desarrollado tests que puedan aplicarse
de forma estandarizada para extraer conclusiones sobre estas diferencias
interindividuales.

El Windows de la comunicación

Como acaba de comentarse, un comunicante, por medio de su lenguaje no-verbal, puede


transmitir mucho más de lo que desearía. A veces, incluso, puede informar sobre cosas
de su persona que él mismo desconoce. ¿Cómo es esto posible? Para contestar a esta
pregunta, Joseph Luft y Harry Ingham formalizaron un modelo, conocido como la
Ventana de Johari (Fritzen, 1987; Luft, 1970), que resulta muy útil para categorizar
distintas dinámicas de la comunicación interpersonal.
De acuerdo con el esquema de estos investigadores, podría dividirse a las personas
en cuatro áreas o zonas que se diferencian por el carácter más o menos público de sus
contenidos o por el hecho de que sean o no conocidos por uno mismo o por los demás.
Gráficamente esta ventana se representa en la figura 2.2.

FIGURA 2.2
LA VENTANA DE JOHARI

40
Tal y como se puede comprobar en la figura, Luft e Ingham identifican cuatro
áreas: la zona I es conocida por uno mismo y por el interlocutor, la II solamente la
conoce uno mismo, la III sólo la conoce el otro, y la IV no la conoce ni uno mismo ni el
interlocutor.
Al descubrir las cuatro zonas en más detalle se observa que este conocer es relativo.
Tampoco son exactos los límites de las cuatro zonas; hay contenidos que, aunque
pertenecen a una de las cuatro zonas, pueden «asomarse» a las otras.
Zona I: «Yo abierto» o área de «libre actividad». Aquí se incluye todo lo que es de
fácil acceso para uno mismo y para otras personas. Básicamente, se trata de la
información que normalmente no se oculta. Los demás lo conocen porque es obvio
(sexo, raza, ideas del grupo al que uno pertenece) o porque uno mismo lo comunica con
facilidad, casi en cualquier conversación casual (trabajo, gustos y aficiones normales).
Zona II: «Yo oculto» o evitado. Se localizan aquí los sentimientos, los secretos, las
experiencias íntimas. Son las informaciones que uno mismo conoce y que se comunican
con dificultad, si no son «grandes secretos», pero también las que se ocultan durante
años cuando resultan trascendentales y vergonzantes. En el instante en que se
comunican, los contenidos pasan de aquí a la zona I. Hay que advertir que los
sentimientos que con más facilidad se comunican son aquellos que no tienen que ver con
la situación presente (con el aquí y el ahora), aunque sean objetivamente más intensos
que otros que sí tienen que ver con ella. Por ejemplo, puede ser más comunicable
«odiaba a mi padre» (algo realmente importante, pero que quizás pasó hace años), que
«lo siento, pero me está molestando el olor de tu aliento» (aunque esto sea algo

41
intrascendente).
Zona III: «Yo ciego» o «Yo desconcertante». Aquí está lo que los demás ven en
nosotros, y uno mismo no conoce. Es la impresión que se causa a los demás y el impacto
de la conducta. Se comunica sobre todo a través de signos no verbales que el interlocutor
descodifica. Ejemplos de contenidos de esta área pueden ser sentimientos de
inferioridad, necesidad de controlar, avidez, etc., que están en contradicción con la
propia imagen, que son filtrados y que solamente se trasmiten subrepticiamente y de
manera no consciente, aunque el receptor los perciba con claridad.
Zona IV: Por último, en el «Yo desconocido» se encuentra lo que, desde unos
presupuestos psicoanalíticos, se denomina inconsciente: impulsos profundos, motivos
ocultos, pulsiones relegadas de la conciencia, etc. Normalmente, se desconoce todo lo
que aquí se ubica (igual que lo desconocen los otros), aunque no faltan indicios que
hagan sospechar de su existencia (una acción inesperada en contra de lo que se pensaba,
un sueño revelador…).
Las cuatro zonas están vinculadas entre sí: un cambio en una de ellas afecta a las
otras. Ya se ha visto que los contenidos pueden pasar de una a otra (al contar un secreto
pasa de la zona II a la I, si el interlocutor devuelve una información desconocida sobre
uno mismo pasa de la III a la I). Por tanto, el «tamaño» o contenido de cada área puede
variar: si se revela mucho, la I aumenta de tamaño y disminuye la II; eso, probablemente,
generará un clima interpersonal que permita conocer algo de la zona III, que, en tal caso,
disminuirá también de tamaño; un buen trabajo introspectivo también puede mover
contenidos desde la zona IV a la I. En general, se puede afirmar que, cuanto más grande
sea el Yo abierto, a expensas de las otras zonas, más se conoce la persona, menos
barreras aparecerán en el contacto con los demás y más madura se tornará la
comunicación.
A partir de este modelo, si se relaciona a dos interlocutores con sus
correspondientes zonas se obtienen los siguientes niveles de comunicación (ver figura
2.3.).

FIGURA 2.3
NIVELES DE COMUNICACIÓN DE ACUERDO CON LA VENTANA DE
JOHARI

42
Las flechas de la figura 2.3. representan de manera gráfica los niveles de
comunicación. En el primer nivel (A) la comunicación fluye de Yo abierto a Yo abierto.
La mayoría de las relaciones interpersonales se dan en este nivel. No es necesariamente
un nivel «pobre»; pero puede llegar a serlo si se convierte en el único permitido en las
relaciones interpersonales, pues se prescinde entonces del mundo del afecto: ni se
conocen los propios afectos, ni hay eco de los del otro. El segundo nivel (B) se da
cuando, deliberadamente, se comunican sentimientos o contenidos racionales «secretos».
En este caso, partes de la zona II llegan al Yo abierto del interlocutor (y a la propia zona
I, si, desde ese momento, pasan a ser de dominio público). La comunicación en el tercer
nivel (C) suele llamarse contagio emocional, y tiene gran importancia. Un ejemplo típico
sería cuando una persona se siente muy tensa frente a otra que, a su vez, empieza a
sentirse tensa por ello. Por último, el nivel cuarto (D) corresponde a los mensajes que se
proporciona a los demás sobre uno mismo sin ser consciente de ello. Muchas veces
cuando el interlocutor «devuelve» esta comunicación, sobre todo si no se le ha
solicitado, se suele reaccionar con justificaciones, defensas o contraataques. Sin
embargo, aunque es difícil, cabe la posibilidad de establecer una buena comunicación en
esta área (es decir, dar un buen feedback). De hecho, ese es el mejor camino para auto-

43
conocerse. Nada puede resultar más útil que el hacer ver el efecto indeseable de lo que se
ha manifestado sin pretenderlo.
Para evitar la «escucha defensiva» y aprovechar el feedback, es conveniente que se
cumplan una serie de criterios, entre los que destacan los siguientes: (1) Describir la
conducta en vez de evaluarla (por ejemplo, explicar: «la próxima vez, fíjate que hayan
servido a los que tienes a tu alrededor antes de ponerte a comer» será mejor recibido que
decir algo como: «te comportaste como un completo maleducado»); (2) No emplear el
feedback para tratar de controlar a la otra persona, sino para ayudarla y enriquecerla; (3)
Llevar a cabo la comunicación de feedback de forma espontánea y no estratégica; (4)
Mostrar siempre empatía (comprensión-conexión) en vez de fría neutralidad; y (5) No
hablar desde la superioridad, sino desde la igualdad (por ejemplo, mencionar que uno
mismo en otras ocasiones sintió también miedo o vergüenza).

Metido en mi habitación

Los seres humanos tienen de forma natural el deseo y la necesidad de comunicarse; sin
embargo, a menudo se observan dificultades en muchas personas para romper su burbuja
y expresarse. ¿Por qué se vuelve a veces tan difícil hablar? Se han propuesto algunos
factores que explicarían, siempre parcialmente, las barreras que impiden a los sujetos
entrar en conexión con otras personas (Marroquín Pérez y Villa Sánchez, 1995). A
continuación, van a describirse problemas que afectan a la comunicación, pero sólo en el
caso de los problemas interpersonales. Existen muchos otros, derivados del lenguaje, del
entorno (por el tipo de vida al que conduce esta sociedad), de la censura externa o auto-
impuesta, etc.
El miedo a ser rechazados: Sentirse seguro y aceptado por los que están alrededor
conforma una de las necesidades humanas más básicas. El miedo al rechazo, a la no
aceptación de la propia forma de ser depende básicamente de dos factores: (1) la
intensidad de la comunicación (es decir, de lo que para la propia persona tiene
subjetivamente más importancia); y (2) las posibilidades percibidas de comprensión y
aceptación por parte de otros. Por tanto, revelar algo que se piensa, que se siente o que se
ha hecho guarda relación no sólo con la propia forma de ser (más o menos reservada),
sino también con la apertura a la comunicación que se aprecia en los que escuchan: a
mayor posibilidad de comprensión y aceptación menor riesgo y, por consiguiente, más
posibilidades de comunicarlo. Así que, jugando con las fórmulas matemáticas, podría
afirmarse que:

44
Es decir: Revelar algo (R) es igual a la Intensidad de la Comunicación dividido
entre el Sentimiento de ser Comprendido por el Sentimiento de ser Aceptado. La
intensidad la pone el que inicia la comunicación (cómo es de «grave» o «importante»
algo que se cuenta depende de la propia valoración subjetiva); la comprensión y
aceptación dependen del que escucha. Por eso, cuando se crea un clima de comprensión-
aceptación y ese clima es percibido adecuadamente, resulta mucho más fácil aumentar la
intensidad de la comunicación (revelar lo que cuesta) sin riesgo de verse rechazado. Un
ejemplo sencillo de esta dinámica aclarará los conceptos: el adolescente se atreve a
decirle a un amigo que la otra noche se embriagó hasta perder el sentido (pues lo ve
predispuesto a comprenderlo y aceptarlo) pero no a sus padres (de los que sabe que
difícilmente van a comprender y aceptar su borrachera).
El miedo a causar una impresión que no corresponde a la propia imagen: La
imagen propia tiende a permanecer estable, y uno de los medios para lograr estabilidad
es no arriesgarla. Casi todo el mundo se da cuenta de que cada percepción es, a la vez,
una interpretación, porque también uno mismo interpreta a los demás con escasos datos.
Por eso, muchos tratan de «no ser percibidos» y así evitar ser interpretados (mal) y
evaluados. Por ejemplo, cuando el profesor pide voluntarios los primeros días de curso,
los alumnos se resisten a salir y prefieren «esconderse» en sus asientos pues saben que
aquello que digan o hagan va a servir para que sus compañeros (y el mismo profesor) se
compongan una imagen distorsionada de cómo son en realidad.
El miedo al cambio: En este caso, más que miedo a comunicarse habría que hablar
de «miedo a escuchar con empatía», miedo a cambiar de perspectiva y adoptar puntos de
vista ajenos. Esta visión desde el otro puede cuestionar las propias motivaciones y
actitudes, y hacer caer en la cuenta de las defensas que se tienen. Todo el mundo sabe
que decir lo que se piensa de un tema puede provocar argumentos en contra; es posible
que esos argumentos sean convincentes y, en tal caso, quizás se tambalee el propio punto
de vista, lo cual puede implicar deshacer una parte del sistema de valores y creencias
elaborado. Así pues, el miedo al cambio, el hallarse atrincherado y encastillado en unas
posiciones vitales, puede llevar al aislamiento comunicativo, o a hablar exclusivamente
con aquellos que comparten totalmente esas ideas. (Lo mismo cabe respecto a escuchar
sólo determinada emisora, leer exclusivamente un periódico, etc.).
Hoy en día, las TIC permiten (y favorecen) un tipo de intercambio comunicacional
poco arriesgado y muy cómodo (para empezar no exigen ni siquiera abandonar las cuatro
paredes de la habitación). Como se puede contactar con otras personas a través de unos
medios muy indirectos, es más fácil ocultar la verdadera identidad, las auténticas
opiniones y los sentimientos reales. Igualmente, merced al anonimato, permiten
expresarse con una vehemencia que no se utiliza en el cara a cara. Por todo ello, muchos
autores cuestionan que la comunicación por medio de chats, foros o mensajes sea una
comunicación veraz, en la que los participantes pongan en juego unas identidades
verdaderas y no puramente de fantasía, o, al menos, muy afectadas por el medio de
comunicación empleado, que tiene, a su vez, sus propios códigos y convenciones. Hay

45
quienes se plantean, incluso, si las TIC suponen tal revolución comunicacional que
cabría hablar de una Psicología Social nueva, pues, a través de ellos, se definirían nuevas
identidades, nuevos valores y hasta una nueva cultura (Martínez Pérez, 2005).
También es verdad, no obstante, que gracias al anonimato y al bajo riesgo
comunicacional que existe con la comunicación dentro de determinados foros, los
interlocutores pueden atreverse a plantear dudas, temores, pensamientos, sentimientos,
inquietudes que raramente se atreverían a confesar en una comunicación no virtual. En
este sentido, también habría que hablar de un cambio, pero hacia la mayor espontaneidad
y autenticidad comunicacional. No obstante, ya se ha visto que una comunicación
interpersonal parece requerir información no-verbal, algo que no puede sustituirse con
las mayúsculas o los emoticones en la conversación vía chat. Estos elementos son
controlables mientras que la auténtica comunicación no-verbal no. Por eso, existirá
siempre una gran diferencia entre un tipo de comunicación y otro.

Bueno, yo no lo vi, pero mi primo sí y fue tal como te


cuento

Hasta el momento, en las páginas precedentes se ha analizado el fenómeno


comunicacional desde el punto de vista interpersonal —es decir, como una interacción
entre dos sujetos—; sin embargo, la comunicación también puede dirigirse a más
personas o producirse de forma colectiva. En este apartado y en el siguiente se analizarán
estas otras modalidades de comunicación social.
En julio de 2001 empezó a correr el rumor de que el grupo de música pop La oreja
de Van Gogh destinaba el 50% de sus ingresos a financiar una organización pro-etarra.
Según se comentaba, los mismos componentes del grupo lo habían reconocido en un
programa de máxima audiencia de la televisión pública (La noche abierta, dirigido por el
periodista Pedro Ruiz). La noticia era falsa y tales declaraciones nunca se habían
producido. Sin embargo, sin que se supiese muy bien por qué ni cómo, parecía haber
llegado a todos los oídos, y muchas personas afirmaban haberlo escuchado ellas mismas
aunque, naturalmente, no podían dar cuenta precisa ni del programa ni de la hora de
emisión. No se sabe hasta qué punto tal noticia perjudicó a los jóvenes músicos, ni quién
ni por qué se la inventó.
El estudio de los rumores y de la transmisión oral e informal de datos y
comentarios ha sido objeto de interés para la Psicología Social desde sus mismos
orígenes. La palabra rumor deriva del latín, lengua en la que significaba «ruido confuso
de voces» (hoy en día esta sigue siendo una de las acepciones recogidas por el
diccionario de la RAE); sin embargo en Psicología se define más propiamente como
«proposiciones o creencias que se transmiten oralmente como ciertas, sin medios

46
probatorios seguros para demostrarlas» (Páez y Marques, 1999). Esta conceptualización,
no obstante, deja fuera el papel social que los rumores poseen, pues lo más interesante
de ellos es que suponen una acción colectiva (no de un solo individuo), y que tratan de
dar sentido a hechos confusos e importantes para la población. En este sentido, el rumor
podría verse como un producto grupal que responde a una necesidad social (son reflejos
de problemas entre distintos colectivos, muestras de estereotipos, reacciones ante el
poder o estatus de determinados grupos, desahogos emocionales contra los que han
ganado riqueza o fama, racionalizaciones de acciones injustas, etc.). Además, con
frecuencia los rumores se convierten en el hecho mismo, y no son una respuesta a un
acontecimiento previo (el referido a La oreja de Van Gogh supondría una buena muestra
de ello).
Lo fundamental en el fenómeno del rumor no es tanto que sea verdad o no —
aunque, en la práctica, los rumores que acaban corriendo entre la población general son
bien infundados, bien exageraciones disparatadas a partir de un acontecimiento real—; lo
fundamental es que se propague de tal manera gracias a la ausencia de una posición
crítica de quienes lo escuchan (como sí existe en otro tipo de información) y, a su vez,
que estén dispuestos a diseminarlo. Ese es el punto clave desde el análisis psicosocial.
Sin duda cualquiera puede inventar un bulo para difamar a una persona (de hecho sucede
permanentemente); sin embargo, su «historia» sólo se convertirá en un rumor extendido
si responde a una necesidad social.
La mayoría de los rumores tienen contenidos muy críticos y negativos, y resulta
infrecuente que se difundan de manera rápida y eficaz rumores que ensalzan la moral o
bondad de distintos sujetos o grupos. Esto sería otra demostración de que el rumor es
empleado colectivamente más como una muestra de descarga del resentimiento que de
eficacia y justicia social. El estudio de Allport y Postman (1947) evidenció que los
contenidos más frecuentes de los rumores eran los agresivos, los de ansiedad y los de
miedo, frente a los optimistas, que resultaron una minoría.
La reaparición —sobre todo en épocas de crisis— de determinados rumores se ha
interpretado como una evidencia de que la tensión social favorece la maniobra de culpar
de los males a grupos concretos (en particular, a aquellos que aparentemente ostenten
una posición de privilegio) que actuarían de forma malévola para perjudicar al grueso de
la sociedad y seguir gozando de determinadas prebendas. Las críticas durante toda la
historia de la humanidad contra los judíos (acusados de diseminar la peste y favorecer las
hambrunas, de asesinar niños en rituales secretos, de pervertir los valores morales de la
sociedad, de practicar la trata de blancas, de arruinar la economía de distintos países y
hasta, aunque parezca el mayor de los sinsentidos, de haber patrocinado las matanzas
nazis) representan una muestra característica de esta tendencia, ya que, por lo que se
sabe, cuando un grupo reú ne un cierto poder económico en un marco de relativa
marginalidad social se hace fácil presa de la maledicencia colectiva.
Cuando determinadas enfermedades han asolado poblaciones —la peste, el cólera
y, mucho más recientemente, el SIDA—invariablemente han empezado a correr rumores

47
sobre un complot de poderosos que habrían creado y diseminado estos males. La
repetición de este fenómeno se ha explicado como la transmisión generacional de
informaciones ignoradas o reprimidas por las elites dominantes; sin embargo, es mucho
más probable que obedezca a una forma de reaccionar ante una información amenazante
e incontrolable de gran calado. Según un sesgo cognitivo muy característico en los seres
humanos, los grandes males tienen que responder a grandes causas, y no a accidentes,
imprevisiones, o meras eventualidades. Así, dados los estragos que ha causado, se hace
difícil admitir que el SIDA pasase al hombre casualmente por una mutación azarosa del
virus que se alojaba en los monos rhesus; en cambio, resulta más sugestivo creer que se
elaboró en un laboratorio militar secreto como un arma biológica que se emplearía con
intención de acabar con una determinada población indeseable. Y es que, como señalase
Pietro Verri hace ya más de dos siglos en sus Comentarios sobre la tortura, «Gusta más
atribuir los males a una perversidad humana, de la cual sea posible vengarse, que
reconocerle una causa, ante la cual no quepa sino resignarse». Así que, en general, cabe
concluir, muchos rumores parecen servir para justificar un estado emocional de
ansiedad. El odio que se puede sentir frente a un exogrupo o frente a una persona (como
pasaba ante los judíos) parece justo y lógico si se le atribuye alguna actuación censurable
o, mejor aún, criminal. Lo que, más tarde, podría también llevar a la práctica acciones
contra ellos. Por ejemplo, si por la razón que sea se siente animadversión hacia la actual
Princesa de Asturias, Dña. Letizia Ortiz, se estará más dispuesto a creer cualquier rumor
en que se la critique (a ella o a su familia) y, luego, servirse de ese rumor para justificar
el apoyo a un partido republicano.
Para explicar cómo circula el rumor se han elaborado distintas propuestas. Ya se
vio, a propósito del experimento de Bartlett sobre la transmisión en cadena, el
importante papel que jugaban los estereotipos y los prejuicios, sobre todo en la
tergiversación de los hechos; sin embargo, ha sido Rosnow (1991) quien ha dirigido las
investigaciones más esclarecedoras sobre este particular. De acuerdo con sus trabajos, las
variables más influyentes para que se difunda un rumor son: (1) la incertidumbre general
(es decir, la ambigüedad social ante un tema y la difusión de información contradictoria);
(2) la credibilidad o certeza del rumor (por eso, si se incluye un pequeño componente de
verdad en el rumor —que en sí puede ser completamente falso— se favorece su
diseminación; o también si se atribuye como origen del rumor una fuente supuestamente
fiable); (3) la ansiedad personal (es decir, si el hecho sobre el que versa el rumor es
especialmente negativo o amenazante); (4) la importancia (que actuaría de forma
inversa; es decir: si el rumor tiene mucha trascendencia para el sujeto, por ejemplo, trata
sobre un familiar muy cercano, es improbable que lo crea de buenas a primeras sin
examinarlo detenidamente; por tanto, se difunden con más facilidad rumores ajenos a la
propia vida); y (5) impacto social percibido (es decir, se tiende a difundir más un rumor
si lo han contado más personas y se ha repetido muchas veces).
Si bien estos cinco factores juegan un papel indudable en la circulación de los
rumores, no puede olvidarse tampoco un principio general en el intercambio de
información que favorece la transmisión del rumor y su distorsión: se recuerda lo

48
congruente con los marcos o referencias cognitivos y morales de la propia cultura. En
otras palabras, se transforma lo extraño en familiar. Por ejemplo, cualquier noticia
científica de cierta complejidad, se deformará hasta que sea lo suficientemente
comprensible para su difusión colectiva.
Los rumores no corren igual en una dirección que en otra. En concreto, los
desmentidos nunca llegan a tanta gente como los rumores negativos y críticos. De este
modo, como se ha demostrado experimentalmente (Marc, 1987), si se extiende el rumor
de que una multinacional de comida rápida elabora en parte sus hamburguesas con carne
de perro, esta información se diseminará entre mucha más gente que el desmentido de
dicha empresa. Más aún, incluso aunque el desmentido llegue, ciertos sujetos seguirán
abrigando dudas. Paradójicamente, los rumores son difundidos, sobre todo, por las
personas más informadas y más integradas socialmente (Allport y Postman, 1947).
Las TIC han supuesto una revolución en el efecto propagador de algunos rumores y
han despertado un nuevo interés por su enorme capacidad de multiplicación. Es raro que,
si se utiliza el correo electrónico de manera habitual, no se hayan recibido nunca
mensajes malintencionados destinados a difamar a personas, empresas o grupos
mediáticos. Muchos correos, aparentemente humanitarios o de carácter social, que
solicitan el reenvío a amigos y conocidos (en algunos casos, incluso, amenazando con
que se sufrirán funestas consecuencias si no se continúa la cadena), no son sino engaños
muy bien orquestados para sacar dinero u obtener datos personales. No puede olvidarse
que los rumores se asocian a la defensa de la identidad social, a la asimilación y a la
homogenización intragrupal. Si se recibe un e-mail con una información que indigna a
todos (entre un grupo de conocidos) —por ejemplo, que el Gobierno de turno quiere
cobrar determinado impuesto a la familia—, se favorece un clima emocional común, lo
que reafirma la identificación y la diferenciación de otros grupos. Por tanto, los rumores
son un vehículo eficaz de cohesión social, ya que permiten hablar de temas que interesan
y preocupan a un colectivo concreto.
Los mensajes de SMS y los correos no implican la alteración de los contenidos
originales recibidos (con pulsar el botón de reenviar se manda el mismo mensaje sin
alteraciones), por lo que representan una modalidad especial de rumor. También tienen
como rasgo singular, frente a los rumores tradicionalmente estudiados, una capacidad de
difusión mucho mayor e increíblemente veloz. No obstante, otras características de los
rumores siguen siendo aplicables en este caso, como lo que se comentaba poco antes
sobre la importancia del contexto social y el papel de los estereotipos, la apariencia de
credibilidad o la importancia del rumor para favorecer su difusión. Si el mensaje es
enviado entre amigos y conocidos (tal y como suele pasar, ya que se sirven de las listas
de correo electrónico) es más probable que se compartan valores (y estereotipos), que las
noticias afecten más personalmente y que se les dé más credibilidad —no en vano
provienen de un amigo— y, por eso, este medio favorece sobremanera que se dé pábulo
a determinados rumores. Sabedores de ese potencial, grupos de influencia (políticos y no
políticos) empiezan a servirse de ellos para difundir noticias que, al estar muy bien

49
planificadas, tienen efectos sobre capas muy amplias y dinámicas de la población. Tal y
como se reflejó al principio de este capítulo, las movilizaciones del 13 de marzo de 2004
en España que, muy probablemente, tuvieron influencia a la hora de inclinar el voto de
bastantes personas, son el ejemplo más palmario de ello. Hay que tener en cuenta —ya
se vio al hablar de sus funciones— que los rumores suelen ser más empleados por
grupos con movilidad social que se sienten tratados de forma injusta frente a un grupo de
privilegio y que sirven para justificar emociones.

Vender humo

Muy vinculado al tema de los rumores está el de la comunicación de masas y la


propaganda. De hecho, desde hace tiempo, algunas marcas se sirven de los rumores para
hacer más conocidos sus productos y denigrar a los de la competencia. Pero si bien la
mayoría de las personas suele interesarse por los rumores y mostrarse proclives a
difundirlos, casi nadie cree, en cambio, que ella misma sea presa fácil de engatusar por la
publicidad, y desconfía de lo que se cuenta en los medios de comunicación.
Es evidente que el consumidor ha aprendido a ser escéptico con los mensajes de los
anuncios de la televisión, de la radio o del resto de canales informativos. Desde muy
temprano sabe que no debe dejarse engatusar: el juguete que se ve tan maravilloso en la
pantalla, luego es mucho más pequeño y no hace casi nada de lo que parecía capaz (no
vuela, no navega y casi ni rueda). Conscientes de ello, los publicistas buscan nuevas
formas de colocar sus productos sin despertar las barreras defensivas; en particular,
tratan de hacer pasar la propaganda por información. No obstante, también la admisión
de información sigue unas leyes.
De acuerdo con los estudios científicos sobre medios de comunicación de masas, la
publicidad influye de forma determinante en el comportamiento de los consumidores. Y
no sólo en personas con bajo nivel educativo, aparentemente más manipulables o menos
inteligentes —está demostrado que más del 90% de los juguetes y alimentos que los
niños de preescolar piden a sus padres salen en anuncios de la televisión (Lyle y
Hoffman, 1971)—, sino también entre los adultos bien formados. Zajonc (1968)
comprobó hace ya casi cuarenta años la regla más elemental del publicista: un producto
resulta más atractivo cuanto más familiar es; y un producto atractivo es más comprado.
Pero ¿de dónde sino de la publicidad proviene la familiaridad con la Coca-Cola?
Aunque se crea que la televisión no le influye a uno mismo (algo sin duda falso,
según multitud de investigaciones), se admite sin ningún problema que sí influye a otros.
Es más, se afirma taxativamente que la divulgación de ciertas noticias posee un efecto
perverso sobre el comportamiento de determinadas personas. Es cierto que se ha
demostrado que la repetición machacona de algunas noticias puede inducir acciones
miméticas entre adolescentes o gente sin suficientes controles. Phillips y Carstensen

50
(1986), por ejemplo, demostraron que los suicidios colectivos de adolescentes se
incrementaban cuando aparecían noticias sobre los mismos. No obstante, eso no
significa que estos datos puedan generalizarse. De hecho, aunque se ha afirmado que la
difusión de noticias sobre malos tratos y violencia machista ha disparado estos casos en
España, no está nada claro si la propagación de estas noticias eleva el maltrato o,
simplemente, saca a la luz un tipo de acontecimientos igual de habituales años atrás, pero
ocultos y poco atractivos entonces para la sociedad y, sobre todo, para los medios de
comunicación.
¿Cómo se logra la persuasión colectiva? Ya se expuso que, en el nivel individual, la
clave estriba en traspasar los filtros, en lograr un clima de aceptación y comprensión, en
dar un buen feedback, etc. Pero cuando el mensaje se dirige a muchas personas de forma
simultánea se ha de atender a otras claves. En las líneas siguientes se resumen, de forma
muy sucinta, las conclusiones sobre las variables que entran en juego para que una
información convenza.
Una comunicación se convierte en persuasiva fundamentalmente por el juego de
tres factores: (1) la credibilidad de la fuente; (2) la forma en que se expone; y (3) las
características del público hacia el que se dirige (Aronson, 1997). Obsérvese que no se
ha demostrado que el contenido del mensaje en sí sea lo fundamental. De algún modo, la
Psicología Social ha acabado por consagrar científicamente lo mismo que defendía hace
dos milenios la Retórica. Pero, para que todo resulte más claro, a continuación van a
transcribirse las conclusiones al respecto de estas tres variables:
Sobre la credibilidad de la fuente: (1) Las propias opiniones se ven influidas por
aquellas personas que resultan expertas o fiables. (2) La fiabilidad del comunicante (y su
efectividad) pueden aumentar si defiende una posición aparentemente opuesta a su
propio interés. (3) La fiabilidad de un comunicante (y su efectividad) pueden aumentar si
éste no parece tratar de influir. (4) Cuando se trata de conductas triviales, sí gusta que el
comunicante diga abiertamente que pretende influir, pero este debe poseer atractivo para
el observador.
Sobre la forma en que se expone la comunicación: (1) Los argumentos emocionales
(pero no aterradores) son, en términos generales, más influyentes que los racionales. (2)
Influye más profundamente un ejemplo vívido, claro y personal que un abundante
material estadístico. (3) El orden de presentación de los argumentos influye en su
capacidad de convencer, y se dan tanto efectos de primacía como de recencia. (4) Un
comunicante de alta fiabilidad persuadirá más cuanto mayor sea la discrepancia entre su
punto de vista y el del público; pero un comunicante de dudosa fiabilidad conseguirá
más efectividad en caso de discrepancias muy pequeñas con el público. (5) Aunque en la
psicología popular tiene gran aceptación, las revisiones sistemáticas sobre la persuasión
subliminal han demostrado que esta no influye de forma significativa en el
comportamiento de los consumidores (Brannon y Brock, 1994).
Sobre las características del público: (1) Los sujetos con baja auto-estima son más
influidos por comunicantes persuasivos. (2) Sin embargo, sujetos de elevada inteligencia

51
pueden ser convencidos más fácilmente que los de baja inteligencia cuando el mensaje
se presenta de forma muy compleja. Las personas que no comprenden el mensaje se
cierran a la posibilidad de ser persuadidas. (3) Los sujetos que han recibido
informaciones previas con argumentos opuestos de intensidad moderada contra los que
se han tenido que defender, son posteriormente menos proclives a cambiar de opinión
cuando se enfrentan a argumentos mucho más convincentes. Por tanto, parece como si,
vacunados contra el cambio de opinión, se hubieran hecho relativamente inmunes (efecto
de inoculación). Así pues, utilizar una presentación bilateral y refutativa es más efectivo
que presentar sólo los argumentos a favor. Este fenómeno ayuda también a comprender
por qué cuesta aprender una cosa de un modo distinto cuando ya se sabía de otro. (4) La
distracción dificulta razonar contra argumentos de una información persuasiva. Por
tanto, los sujetos a los que se distrae pueden ser convencidos más fácilmente.
Se desconoce aún cuál es la influencia real de la propaganda que se difunde por
Internet. Aunque, dada la explosión de publicidad que acoge, probablemente se trata de
un medio sumamente eficaz. Los principios de influencia que se han expuesto en este
apartado seguramente sirvan también para explicar su capacidad de persuasión; no
obstante, en ausencia de investigaciones controladas sus efectos reales de credibilidad
continúan resultando aún todo un misterio.

52
3
MOTIVACIONES SOCIALES

¿Podemos asegurar que entendemos algo de alguien, cuando atravesamos las capas obvias de la
superficie y nos adentramos en lo más profundo? ¿Nos entendemos a nosotros mismos? Tantos
elementos sutiles, delicados, ignotos, juegan cuando cumplimos cada acción —la de matar a un
hombre o la de amar a otro— que en verdad para comprender cualquier sentimiento y cualquier
actitud, aun las aparentemente más simples, deberíamos dedicar nuestra vida entera a desmontar,
pieza a pieza, el misterio de las razones acumuladas, entreveradas, y aun así probablemente se nos
hurtaría lo principal.

(M. Mújica Láinez, Bomarzo, Vol. II, cap. VIII).

¿Cuál es la razón de que ahora mismo esté leyendo usted este libro? ¿Para aproximarse
por primera vez a la Psicología Social? ¿Para profundizar en su conocimiento? ¿Para
aprobar la asignatura? ¿Quizás para formarse una idea de su autor? ¿A lo mejor para
satisfacer alguna curiosidad sobre algún tema específico de los contenidos aquí
recogidos? Si se reflexiona con detenimiento sobre estas preguntas enseguida se
descubre que, aunque se dé una contestación afirmativa a alguna de ellas, sólo se obtiene
una respuesta parcial a las razones del propio comportamiento, pues tras la primera se
imponen otras preguntas: ¿Y por qué se desea ganar conocimientos sobre la Psicología
Social o profundizar en algún aspecto de ella? ¿Por qué se quiere saber algo del autor?
¿Por qué se anhela conseguir el título que se otorga al terminar la carrera? Y aun si se
tuviese una respuesta adecuada a estos otros interrogantes se volverían a formular nuevas
y nuevas preguntas. ¿Existe alguna respuesta final satisfactoria?, ¿una que acabe de
explicar cuál es la razón última del comportamiento? Quizás sí.
En este tema se profundiza precisamente en los intentos por dar cuenta de las
explicaciones más básicas o fundamentales del comportamiento de las personas en el
plano social. No es algo nada fácil y, en realidad, gran parte de la Psicología, y antes de
la Filosofía, ha tratado de desentrañar precisamente esta cuestión crucial: ¿Cuál es el
motor último de los actos humanos? Las líneas que encabezan este capítulo
corresponden a la extraordinaria obra de Manuel Mújica Láinez titulada Bomarzo. En
sus páginas el autor argentino recorre, de forma novelada, la biografía del noble italiano

53
Pier Francesco Orsini, un hombre atormentado por su deformidad física y cuyas
reflexiones sobre su propia vida y los acontecimientos sociales y políticos de los que fue
testigo (coronación imperial de Carlos V, ascensión de los Farnesios, gloria y
defenestración de los Medici en Florencia, la batalla de Lepanto, etc.) sirven de marco
para unas disquisiciones más hondas sobre la existencia humana y las razones de los
comportamientos de los hombres. La larga —de alguna forma eterna— vida del duque
de Bomarzo permite a Mujica Láinez una penetración especial en el comportamiento
social que gira en torno al personaje que recrea. Y, por el genio y la intuición del
novelista, salen a relucir a lo largo de la obra los grandes motivos: la ambición, el deseo
de poder y de dominio sobre los hombres; el perfeccionamiento, el logro intelectual, el
genio artístico, la perpetuación en la obra; y, por supuesto, el amor, el afecto, la
proximidad y comunicación íntima con los que están alrededor. Ahora, en las páginas
siguientes, de forma más prosaica y mucho menos sugerente que en la novela, se
presentarán los resultados de la investigación psicológica sobre los principales motivos
sociales.

De lo innato a lo aprendido

Tradicionalmente, la investigación sobre los motivos humanos establece una


diferenciación entre los motivos primarios o no aprendidos y los motivos secundarios o
aprendidos. Los primeros, comunes con los animales inferiores, comprenden el hambre,
la sed, el sueño, el sexo, la evitación del dolor y, quizás, la agresividad y el miedo. Los
seres humanos necesitan cubrir estas necesidades y su ausencia estimula decididamente
el comportamiento en dirección a su satisfacción. Probablemente, sólo satisfechas o
compensadas, al menos en alguna medida, estas necesidades, surge la posibilidad de
volcarse hacia las secundarias.
Aunque no ha existido nunca un acuerdo definitivo sobre los motivos secundarios,
tanto la sabiduría popular como la Filosofía antigua (Platón) y la renacentista (Hobbes) o
moderna (Descartes), han coincidido en destacar varios de ellos como causas
importantes de la acción humana a lo largo de toda la Historia. La necesidad de ser
querido, de superarse, de dominar a otros, de encontrar aprobación o de llevar a cabo un
buen trabajo, se han enumerado repetidamente como las más destacadas fuentes de
motivación para el comportamiento humano.
En la Psicología, el estudio de la motivación humana puede remontarse hasta las
teorías instintivas de McDougall, las pulsionales de Freud, Jung y Adler o el
condicionamiento de Watson. Sin embargo, las teorías actuales de la motivación parten
de los trabajos de Henry A. Murray.
De las treinta y nueve necesidades humanas que identificó Murray (1938),
veintisiete —las denominadas psicogónicas— no guardan relación con las exigencias

54
físicas del organismo (motivos primarios) y, por t!nto, pueden considerarse secundarias.
No obstante, sólo unas pocas de estas han recibido atención por parte de los
investigadores y, de hecho, a día de hoy, sólo tres de ellas poseen un respaldo empírico
suficiente para que puedan considerarse motivos importantes del ser humano: la
motivación de logro, la motivación de poder y la motivación de afiliación. Estas
necesidades son conocidas como motivos sociales, pues se estima que su generación y la
importancia que cobran en cada persona obedece al tipo de relaciones interpersonales
vividas desde la más temprana infancia, así como a los aspectos valorados por las
personas significativas del presente.
Sin embargo, debe también señalarse que, pese a la indudable importancia de estos
motivos sociales, Maslow (1970) estableció una relación sumamente interesante entre un
tipo de necesidades y otro. Como es bien conocido, Maslow propuso organizar las
necesidades en una pirámide donde las inferiores debían satisfacerse para poder ascender
hacia las superiores. En la base de la pirámide, situó las necesidades fisiológicas
(oxígeno, hambre, sed, sueño, etc.); una vez satisfechas, el organismo podía dedicar sus
esfuerzos a procurarse seguridad; una vez cubierta la seguridad, podía preocuparse por
ganar el amor, el contacto o la compañía de sus congéneres; luego vendría la posibilidad
de ganar su estima; por último el organismo (ya exclusivamente el ser humano) se
preocuparía por alcanzar la autorrealización.
No obstante, se ha señalado de forma muy acertada que al menos un determinado
número de personas parece más interesado en alcanzar la autorrealización que en cubrir
sus necesidades de estima, amor o seguridad. ¿Cómo explicar si no el riesgo al que se
sometió toda su vida la madre Teresa de Calcuta atendiendo a los leprosos de la India o
las huelgas de hambre por la Paz que protagonizó Gandhi?

Quiero hacerlo mejor

Se debe también a Murray el inicio de la investigación psicológica sobre la motivación


de logro y su primera definición: tendencia a vencer obstáculos, ejercitar el poder y
superar las tareas difíciles (1938). Delimitación a partir de la cual se configuró la visión
actual que hoy existe de esta motivación social. Por su parte, McClelland (1985) se ha
referido a ella, de forma más precisa, como el impulso a tener un buen rendimiento en
relación con un criterio de excelencia establecido.
De acuerdo con estas definiciones, una persona con alta motivación de logro desea
triunfar en las tareas que suponen un desafío. Caben aquí una amplia gama de
posibilidades, pues el reto y la excelencia se pueden alcanzar con vistas a una tarea, a
uno mismo o hacia los otros. Las situaciones de logro se parecen entre sí en la medida en
que la persona sabe que su rendimiento acarreará una evaluación favorable o
desfavorable, lo que produce una reacción emocional de orgullo ante el éxito y de

55
vergüenza ante el fracaso (Atkinson, 1964).
La motivación de logro existe y se manifiesta desde muy temprano, pero,
probablemente, no se convierte en un rasgo estable antes de la primera madurez.
Algunos estudios han vinculado la motivación de logro con un tipo de educación paterna
que enfatiza el conseguir cosas por uno mismo, el superarse y el desarrollar conductas de
autocontrol. El descubrimiento de McClelland (1967) de que existe una correlación alta
y positiva entre el crecimiento económico de un país y el énfasis en el logro de sus
cuentos infantiles, sugiere que la motivación de logro se fragua desde muy temprano y
moldea la conducta de las personas a muy largo plazo. La investigación reveló, así
mismo, que tales cuentos parecen influir en los niños que los escuchan. Por el momento
no se han llevado a cabo estudios que demuestren que la motivación de logro cambie a lo
largo del desarrollo vital.
Igualmente, es posible que derive de experiencias concretas de éxito cuando el
sujeto se ha enfrentado a tareas más o menos difíciles. Así, alguien que en el pasado tuvo
en mayor medida experiencias exitosas, presumiblemente estará altamente orientado
hacia el éxito. Por el contrario, alguien que repetidamente ha vivido experiencias de
fracaso, desarrollará una alta motivación a evitar el fracaso.
McClelland (1985) ofrece, seguramente, la mejor síntesis de las características
propias de los sujetos con alta motivación de logro. Además de sus conclusiones, en el
Cuadro 3.1. se resumen los resultados de distintos estudios que han caracterizado a estos
sujetos.

CUADRO 3.1
CARACTERÍSTICAS DE LOS SUJETOS CON ALTA MOTIVACIÓN DE
LOGRO

56
57
La motivación de logro no se manifiesta por igual en todas las áreas vitales del
sujeto. De hecho, mientras en unas áreas los sujetos muestran una clara motivación de
logro (por ejemplo, en el deporte) en otras no (por ejemplo, en los estudios).
De acuerdo con Atkinson (1957), la motivación de logro, en algunas personas,
parece modificada por su tendencia a evitar el fracaso, que, según este mismo autor,

58
sería una necesidad independiente, aunque relacionada, con la motivación de logro. Las
personas que poseen una alta motivación a evitar el fracaso no se sienten dispuestas a
correr el riesgo necesario para alcanzar el éxito. Estos sujetos eligen tareas fáciles
siempre que pueden. Sin embargo, esta hipótesis no parece funcionar en el caso de las
mujeres, pues, en bastantes ocasiones, estas conciben el logro de manera distinta al
hombre. Al menos en algunas de ellas (sobre todo, las más dotadas intelectualmente)
parece persistir cierta idea de que el éxito tiene contrapartidas, tales como
impopularidad, soledad, culpabilidad, etc., y tienden a ocultar sus capacidades reales
(Kerr, 1997). En cambio, en el caso de los hombres, el éxito parece presentar ventajas.
De acuerdo con esta concepción, las mujeres manifestarían mayor miedo al éxito.
Con una fortuna considerable, McClelland (1985) se ha servido de sus
descubrimientos con las imágenes ligadas a la motivación de logro en canciones,
novelas, cartas, etc. para estudiar el desarrollo político de los pueblos y concluir que la
motivación de logro difundida de forma popular influye decididamente en el éxito de
una determinada población o nación.

Quiero que me admiren

McClelland definió la motivación de poder como: «un deseo de tener impacto o control
sobre otros» (1975). Visión muy próxima a la de Winter (1973), que la definió como la
necesidad de tener «impacto, control o influencia sobre otra persona, grupo o el mundo
en general». El impacto permite iniciar y establecer el poder, el control ayuda a
mantenerlo y la influencia permite extenderlo o recuperarlo en caso de pérdida o
cuestionamiento. Estos aspectos giran alrededor de elementos como la dominancia, la
reputación, el estatus o la posición. El aspecto del control —de posesiones, personas y
situaciones— es la clave: lo que constituye el interés central de las personas impulsadas
por la motivación de poder. Este control puede adquirirse por la fuerza, las posesiones de
prestigio o los trabajos, información, creación, etc. Para Winter (1973) la meta del sujeto
que actúa bajo una alta motivación de poder es el estatus conferido por este.
Por motivo de poder me refiero a [una tendencia a] luchar por cierta clase de objetivos, o a ser
influido por determinado tipo de incentivos. Las personas que tienen motivo de poder, o que se
esfuerzan por obtenerlo, están tratando de que se produzca cierto estado de cosas: desean sentir el
«poder» o sentirse «más poderoso que». El poder es su meta.

(Winter, 1973).

McClelland, Maddocks y McAdams (1985) han encontrado correlatos orgánicos en


los sujetos con alta motivación de poder. En concreto, estos sujetos se caracterizarían por
mantener crónicamente una mayor actividad del sistema nervioso simpático, expresado
mediante niveles altos de presión sanguínea y liberación sostenida de catecolaminas

59
(v.gr. epinefrina y norepinefrina). Quizás esta sea la razón de que los sujetos con alta
motivación de poder discutan más, se enfaden más, tiendan a participar en deportes
competitivos y tengan más dificultades para dormir de noche. Además, si no se posibilita
esa descarga de activación simpática (debido, por ejemplo, a una situación de
subordinación y control externo) es más posible que contraigan una enfermedad física
(McClelland, 1982).
De acuerdo con los trabajos de Winter y sus colaboradores (Winter, 1972, 1973;
Winter y Barenbaum, 1985), existen unas manifestaciones comportamentales claras en
los sujetos que tienen una alta motivación de poder. Sus resultados y los de otros autores
que han investigado extensamente sobre este motivo se resumen en el Cuadro 3.2.

CUADRO 3.2
CARACTERÍSTICAS DE LOS SUJETOS CON ALTA MOTIVACIÓN DE
PODER

60
61
Sin duda, la motivación de poder es un concepto muy próximo a lo que Adler llamó

62
lucha por la superioridad. La pulsión de poder en los hombres parece más elevada en la
mediana edad (Veroff, Reuman y Field, 1984).
Como en el caso de la motivación de afiliación, puede ser activada en distintas
circunstancias. En general, todas aquellas situaciones que colocan en una posición de
control o influencia producen que los sujetos aumenten sus niveles de epinefrina y que se
incremente el número de imágenes de poder que refieren.

Quiero que me quieran

Por último, hay que incluir la motivación de afiliación, que está vinculada con
necesidades adicionales de aprobación, apoyo, amistad e información. De acuerdo con
Atkinson, Heyns y Veroff (1954), la motivación de afiliación no es equivalente a otros
constructos como la extroversión, la simpatía, la popularidad o la sociabilidad; y, de
hecho, las personas con alta motivación de afiliación pueden ser menos populares que las
de baja motivación de afiliación. Seguramente, lo más nuclear de este motivo radique en
el miedo al rechazo interpersonal (Heckhausen, 1980). Las personas con alta motivación
de afiliación necesitan interactuar con otros y se ven más afectadas por las relaciones.
Temen la desaprobación de los demás, se afanan por saber la imagen que se tiene de
ellos y buscan la seguridad en el resto de la gente. No obstante, esta ansiedad por la
aceptación puede motivar el rechazo por parte de un grupo o conocidos.
Desde una perspectiva más amplia, la motivación de afiliación debe conceptuarse
integrando tanto la «ansiedad ante el rechazo» como el «interés de afiliación»; esto es, el
interés por establecer, mantener y recuperar las relaciones interpersonales (Boyatzis,
1973). Y, además, incluir el énfasis en la intimidad; es decir, el lograr unas relaciones
cálidas e íntimas (McAdams, 1980, 1982). Sumando estos aspectos, puede afirmarse que
los sujetos con alta motivación de afiliación manifiestan preocupación tanto por la
cantidad de sus relaciones como por la calidad de las mismas.
En el Cuadro 3.3. se incluye un resumen de los resultados de las investigaciones
sobre las características de las personas que exhiben una mayor motivación de afiliación.
Existen una serie de condiciones que parecen activar la conducta afiliativa. En
concreto, las situaciones que provocan miedo o ansiedad promueven la búsqueda de
compañía, mientras que la vergüenza activa la conducta contraria. Schacter (1959)
demostró experimentalmente que, una vez activada la ansiedad, se fomentaban las
conductas afiliativas con independencia de la importancia previa de este motivo en los
sujetos. Los resultados parecen lógicos, pues buscar a los demás es una estrategia típica
que se adopta para eliminar el miedo y la ansiedad (Rofé, 1984). Teichman (1973),
también con un diseño experimental, ha demostrado el peso de la vergüenza como
motivador de la conducta de aislarse del grupo.

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CUADRO 3.3
CARACTERÍSTICAS DE LOS SUJETOS CON ALTA MOTIVACIÓN DE
AFILIACIÓN

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65
Medir las motivaciones sociales

Supone todo un reto conseguir medidas de las motivaciones sociales. No es fácil que
alguien, de forma directa, pueda afirmar sin dudas que su motivación principal es el
logro, la afiliación o el poder. Por un lado, porque sólo la primera parece tener una
connotación positiva; por otro, resulta sumamente complejo convertirse en un
observador capaz de tener en cuenta todos los aspectos señalados en cada una de ellas.
Teniendo en cuenta estas dificultades, distintos autores, empezando por el mismo
Murray, idearon métodos de medida de las motivaciones sociales. A continuación,
siempre de forma muy esencial, se compendia los principales métodos que se emplean
hoy en día para la medición de las tres motivaciones sociales descritas.
a. Técnicas proyectivas: Las técnicas proyectivas han sido el método más
empleado para conocer las motivaciones sociales con mayor peso en cada
persona. Murray hizo uso de una gran variedad de ellas y, bajo el presupuesto
de la proyectividad, se sirvió de diarios, escritos autobiográficos, asociación
libre, entrevistas, etc. Sin embargo, fue a través del TAT (Test de
Apercepción Temática), elaborado por Murray en 1938, como se ha podido
desarrollar la mayor parte de la investigación.
Una década más tarde, McClelland y Atkinson, junto con varios
colaboradores (Atkinson y McClelland, 1948; McClelland, Clark, Roby y
Atkinson, 1949), idearon un sistema de puntuación para el TAT que permitió
obtener medidas precisas para la motivación de logro, la motivación de poder

66
y la motivación de afiliación. El procedimiento para medir la motivación de
logro consistió, básicamente, en realizar un análisis de contenido para
reconocer si las historias referidas por los sujetos que responden a la prueba
implican la consecución de objetivos difíciles, referidos a insistir en algo o
superar obstáculos. Para conseguir los elementos de comparación, McClelland
y Atkinson sometieron a los sujetos a una experiencia que provocaba el
motivo a recabar (por ejemplo, explicando a los sujetos examinados que
estaban tomando parte en un examen muy importante para el desarrollo de sus
estudios). Gracias al material de estos sujetos, se obtenía un criterio para
valorar las historias. Otra alternativa consistió en someter a sus sujetos a
situaciones de éxito o fracaso y recoger posteriormente las imágenes que
elaboraban en sus historias.
De acuerdo con Winter (1987) la motivación de poder, como la motivación de
logro, puede medirse utilizando imágenes creadas especialmente mediante el
análisis temático de casi cualquier material verbal (prosa, relatos, imágenes,
etc.). Para Winter, los siguientes materiales e imágenes son una muestra del
motivación de poder: (1) las acciones fuertes, vigorosas, que expresan
poderío; (2) las acciones que generan fuertes reacciones emocionales en otros;
(3) las declaraciones que expresan interés acerca de la reputación o posición
de una persona.
No obstante, estos materiales pueden surgir no por la esperanza de poder
(equivalente a la motivación de poder), sino por el temor al poder. La gente
con una elevada motivación de poder suele tener un bajo temor al poder y
viceversa. El temor al poder consiste en un interés y una preocupación
simultáneos por el poder, especialmente cuando el individuo teme ser víctima
del poder de otros.
Pese a estos esfuerzos por conseguir unas pruebas proyectivas con suficiente
aval empírico y buenas propiedades psicométricas, muchos psicólogos siguen
rechazándolas por el tiempo requerido para su aplicación, la subjetividad de la
corrección e interpretación y sus dudosas propiedades psicométricas (Cfr.
Entwisle, 1972; Fineman, 1977; Klinger, 1966), que no han mejorado
significativamente pese al desarrollo de los modelos computerizados (Reeve,
1994). Por otro lado, el entrenamiento práctico que requieren no está al
alcance (o en el interés) de muchos psicólogos.
b. Técnicas psicométricas: Frente a estos inconvenientes, los autoinformes ofrecen
dos claras ventajas: la facilidad y rapidez de administración y corrección, así
como la posibilidad de mostrar unas buenas propiedades estadísticas.
Un instrumento pionero para recabar quince de las necesidades descritas por
Murray fue el EPPS (Edwards Personal Preference Schedule) elaborado por
Edwards en 1959. El inventario está formado por 210 pares de afirmaciones

67
en que se opta por alguna de las necesidades como más característica del
sujeto que responde. Este formato de elección forzosa, aunque posee sus
ventajas, no está exento de inconvenientes, pues produce datos ipsativos en
lugar de normativos. Esta situación, a su vez, supone un serio inconveniente
para aceptar sus datos de validez y, en consecuencia, no es extraño que los
estudios de validación hayan arrojado resultados contradictorios (Anastasi y
Urbina, 1997).
Además del instrumento general de Edwards, para cada una de las
motivaciones sociales se han desarrollado distintas pruebas psicométricas. La
motivación de logro ha contado con una especial atención por parte de los
investigadores. Entre las distintas escalas que se han elaborado para medirla
destacan el PMT (Prestatic Motivation Test) de Hermans (1970) y las escalas
PRF (Personal Research Form) de Jackson (1974). Estos instrumentos
también han tenido varias críticas por su dudosa validez psicométrica.
Aparte de los problemas puntuales de los instrumentos mencionados existen
inconvenientes que pueden referirse a todos los procedimientos psicométricos.
El uso de cualquier tipo de autoinforme, a juicio de McClelland (1965), posee
el inconveniente de que gran parte de la motivación no está necesariamente al
alcance de la conciencia. Además, en el autoinforme las personas no incluyen
sus motivos sociales reales, sino que ofrecen una visión distorsionada de sí
mismas, una visión más socialmente deseable que atinada.
c. Tests situacionales: Gran parte de la investigación en las motivaciones sociales
se ha apoyado en la elaboración de escenarios en los que las motivaciones
pueden salir más fácilmente a la luz. La creación de situaciones «especiales»
en que los sujetos creían estar siendo evaluados en un aspecto cuando en
realidad lo eran en otro, forma parte de la tradición investigadora de la
Psicología Social. Muchos de estos ingeniosos diseños se han utilizado luego
—fuera ya del experimento concreto— como medida de alguna de las
motivaciones sociales.
No obstante, estas técnicas plantean dos inconvenientes importantes: por un
lado su creación ha estado vinculada al experimento concreto del cual
formaban parte inextricable (no obstante, esta misma pega puede encontrarse
en otros tests proyectivos y psicométricos). Pero el problema principal estriba
en su aparatosidad: requieren crear toda una situación experimental, en
muchos casos con ayuda de otros sujetos compinchados con los
investigadores. Todo esto vuelve imposible servirse de estas técnicas en el
ámbito privado y hace difícil que, a través de ellas, se obtengan datos
muestrales con la necesaria amplitud para que se contrasten las propiedades
psicométricas.
Como se ha podido comprobar, todos los métodos presentan diversos

68
problemas. Y resulta evidente que no se ha desarrollado aún ningún test ideal
para recabar con precisión las motivaciones psicosociales.
Cualquier respuesta a un test supone un corte transversal en la conducta de
una persona y, por tanto, contiene información de todo tipo (de personalidad,
de habilidades, de aptitudes, etc.). Cada vez resulta más evidente que no se
pueden investigar las aptitudes con independencia de los aspectos afectivos,
pues éstos influyen decisivamente sobre los resultados. A su vez, ciertas
características de personalidad (v.gr. la motivación, el autocontrol) pueden
alterar enormemente los resultados de las pruebas de rendimiento (Anastasi y
Urbina, 1997).
Los distintos tests creados para evaluar las motivaciones sociales no son una
excepción. Son pruebas que se ven claramente influidas por los recursos
cognitivos y las aptitudes de los sujetos (por ejemplo, la memoria, la
velocidad de procesamiento, la capacidad perceptiva, etc.), pero en los que,
gracias a los resultados estadísticos, se sabe que son los motivos sociales los
que juegan el papel básico en las respuestas. En otras palabras, pese a su
apariencia, en las distintas pruebas (o lo que se puntúa en ellas), la influencia
de los motivos sociales está maximizada y, por tanto, este aspecto es el que
explica la mayor parte de la varianza.
Por último, debe señalarse un problema básico en la evaluación de las
motivaciones sociales: si un sujeto tiene alta motivación de logro
¿necesariamente se manifestará en hacer bien un test de logro? ¿Lo aplicará
ante una prueba concreta que se le ponga delante? Un sujeto puede tener alta
motivación de logro en deportes pero no en situación de examen. Esta debe
estimular también su motivación de logro, de lo contrario no tendrá utilidad.
No obstante, para ser justos, el mismo problema lo plantean las escalas de
inteligencia clásicas y muchos cuestionarios: un sujeto inteligente puede verse
poco motivado por las preguntas y pruebas de un tests para el cálculo del
Cociente Intelectual tan fiable como el WAIS.

Sé lo que harás el próximo verano

Si se contase con tests ideales para la medición de las motivaciones sociales y se


aplicasen a sujetos motivados y sinceros en óptimas condiciones ¿se tendría la capacidad
de predecir su conducta? Lo cierto es que por muy exacta que sea la medida de la
motivación social, la predicción del comportamiento seguirá resultando igual de difícil.
La razón estriba en que la conducta no depende sólo del nivel de la motivación, sino
también de la interacción con otras variables. Por ejemplo, en un modelo con gran éxito
predictivo, Atkinson (1964) demostró que la conducta de logro es una función

69
multiplicativa del motivo de logro de la persona, pero también de la probabilidad de
éxito en la tarea y el incentivo de éxito. Por tanto, para realizar una buena predicción de
la tendencia de aproximación al éxito (Te) es necesario conseguir medidas de la fuerza
del motivo de éxito (Me), de la probabilidad de éxito (Pe) y del valor de incentivo del
éxito en esta actividad (Ie). En breve: Te = Me x Pe x Ie. Por ejemplo, si se quiere
predecir si un sujeto acabará una carrera muy larga, como un maratón, no sólo habrá que
saber cuál es su Motivación al éxito (que debería arrojar unos resultados muy altos); sino
también la probabilidad de que lo consiga (estimada por él mismo), pues por muy
motivado que esté no es fácil, sin una gran preparación, acabar una prueba tan exigente;
y, por último, el incentivo que puede obtener por llegar a la meta (admiración de otras
personas, premio en metálico, compromisos adquiridos…), debe ser muy valorado por el
sujeto. Por tanto, sin tener, al menos, un conocimiento del nivel de todas estas variables
resulta imposible realizar una correcta predicción.
Otros autores han seguido añadiendo variables a este modelo (por ejemplo,
Blankenship, 1987; Raynor, 1974). Y, al día de hoy, ya ha quedado claro que, tan sólo
desde la perspectiva fundada sobre los trabajos de Atkinson, los factores implicados en
la acción —incentivos extrínsecos, logros pasados, fluir de la acción (la conducta
depende también del curso que lleve, pues es algo continuo y no «un momento» del
sujeto), expectativas futuras, etc.— forman un conglomerado de interrelaciones harto
complejas.
Aparte de este desarrollo, debe tenerse en cuenta que no se posee una clara idea
sobre todos los motivos que influyen en la conducta humana. A través de las medidas
mencionadas se puede estimar el peso en un sujeto de tres de ellos —aquellos que se
conocen mejor: logro, poder y afiliación—, pero el abanico es sin duda mucho más
grande. Además, los motivos sólo representan uno de los elementos que corresponden al
sujeto, pero la conducta humana obedece a una compleja interacción que se da entre el
organismo y el entorno.
No puede dejar de reconocerse, como desde su intuición de artista afirmaba Mújica
Láinez al principio de este capítulo, que pese a todos los esfuerzos investigadores de la
Psicología Social, aún resulta imposible sacar a relucir las razones últimas de los
comportamientos de un hombre. Por supuesto, su deseo de poder, sus anhelos de ser
amado, su placer por mejorar pueden presidir sus actos pero ¿en qué medida?, ¿cuál de
ellos prevalece en un momento dado?, ¿es él mismo capaz de reconocerlos? Estos
interrogantes están todavía pendientes de una respuesta satisfactoria.

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4
PERCIBIR Y JUZGAR A LA GENTE

El 2 de febrero de 2005 el periódico digital 20 minutos.es recogía así una noticia de la


agencia EFE:
DOLORES VÁZQUEZ, EXCULPADA DEL ASESINATO DE ROCÍO WANNINKHOF

La Audiencia Provincial de Málaga ha confirmado el sobreseimiento provisional de la causa


contra Dolores Vázquez por la muerte de la joven de Mijas (Málaga) Rocío Wanninkhof, por
lo que queda excluida del proceso (…).

La Sección Tercera acogió el pasado 20 de diciembre la vista sobre el recurso presentado por
la representación legal de la familia de Rocío, dirigida por el letrado Marcos García Montes,
contra el auto del Juzgado de Instrucción número 6 de Fuengirola (Málaga), que acordó el
sobreseimiento provisional de la causa contra Vázquez y contra Robert Graham.

El fiscal del caso Wanninkhof, Antonio González, mantuvo en dicha vista que no había datos
objetivos para afirmar la implicación de la que fuera primera imputada en el crimen ni de
Graham en la muerte de la joven mijeña y consideró que «desde la perspectiva actual, la única
imputación sería la de Tony King».

Por contra, la acusación particular insistió en la existencia de «indicios razonables


de criminalidad» contra la que fuera la primera imputada en este procedimiento, tesis
que ahora ha sido rechazada por la Audiencia Provincial confirmando el auto de la titular
del Juzgado de Instrucción número 6 de Fuengirola y desestimando el recurso de
apelación.
El abogado defensor de Dolores Vázquez, Pedro Apalategui, ha afirmado que con la
resolución de la Audiencia de Málaga «por fin se ha hecho justicia», aunque ha precisado que
es una justicia «relativa» por el tiempo transcurrido.

Apalategui, manifestó que «por fin ha habido un juez que no ha permitido incluir en el
procedimiento penal a Dolores Vázquez, igual que un fiscal que también lo ha entendido así,
y la Audiencia lo ha confirmado».

Vázquez, que estuvo diecisiete meses en prisión por esta causa, «no ha vuelto a trabajar»
desde lo ocurrido -explicó su abogado-, y «no sé si podrá salir algún día de esta situación,
porque el impacto emocional que le ha podido producir no sé si la podrá dejar tranquila»,
refirió el abogado.

71
Además, en el mismo artículo se incluía una cronología del caso que merece la
pena volver a recorrer:
El cadáver de Rocío, desaparecida el 9 de octubre de 1999 en Mijas, fue hallado el 2 de
noviembre de ese año en un paraje de la localidad de Marbella.

La Guardia Civil detuvo el 7 de octubre de 2000 a María Dolores Vázquez, ex compañera


sentimental de la madre de Rocío, y a la que todos los indicios unían con el crimen, pese a no
existir una prueba sólida que determinara su implicación.

El 19 de septiembre de 2001, el jurado declaró a Vázquez culpable de asesinato, y una


semana después fue condenada a 15 años y un día de prisión y a pagar una indemnización de
18 millones de pesetas.

Sin embargo, el 1 de febrero de 2002 el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA)


anuló la sentencia al considerar que no estaba debidamente motivada, y Vázquez fue puesta
en libertad, decisión que ratificó el Tribunal Supremo.

Tras el asesinato de Sonia Carabantes en Coín (Málaga) en agosto de 2003, y la coincidencia


de las muestras de ADN con las encontradas en el lugar en que desapareció Rocío
Wanninkhof, se suspendió el nuevo juicio contra Vázquez. El 18 de septiembre de 2003 fue
detenido en Alhaurín El Grande (Málaga) Tony Alexander King, cuyo ADN coincide con las
muestras recogidas en ambos escenarios, y tres días después ingresó en prisión. Tras la última
resolución judicial, el único acusado de la muerte de Rocío Wanninkhof es el británico Tony
Alexander King.

La anulación de la sentencia condenatoria de Dolores Vázquez por falta objetiva de


pruebas de cargo, antes incluso de la detención de Tony King, la confesión posterior de
este en la que se declaró autor del asesinato de Rocío y, al cabo, su condena a 20 años de
cárcel provocaron una auténtica convulsión social pues se oponían a la percepción de la
mayoría de las personas que «sentían» que Dolores Vázquez tenía que ser culpable.
Incluso la dramática lucha de la madre de la joven para que su antigua amiga no saliese
de prisión y fuese de nuevo condenada puede explicarse por la dificultad de cambiar una
opinión de culpabilidad tan arraigada y por la que tanto había padecido. La acusada
siempre defendió su inocencia, pero la frialdad y otras características de su personalidad
la hacían parecer culpable a los ojos de todo el mundo. Incluso el ex ministro de interior
Ángel Acebes había manifestado que «Dolores Vázquez reunía el perfil delincuencial
más verosímil» (El País, 02/10/2003). Por otro lado, a todas las personas les resulta
difícil admitir que alguien sentenciado como culpable —en particular, por un jurado
popular— pueda ser en realidad por completo inocente, pues esta situación genera una
sensación nada agradable de permanente duda y cuestionamiento, de ausencia de
«verdad» o «justicia».
A lo largo de las próximas páginas se profundizará en el problema de percibir y
juzgar a los demás. La percepción social es un aspecto fundamental de la conducta en
sociedad porque la adaptación al entorno se fundamenta en su correcta percepción.
Gracias a la información procedente de los sentidos se sabe qué esperar, cómo reaccionar
y de qué modo variar las acciones para seguir sintiéndose seguro. Por eso, cuando
alguien pierde uno o varios de sus sentidos (vista, oído, olfato, equilibrio…), se
encuentra, de pronto, desvalido. Si esto resulta claro cuando nos referimos al entorno

72
físico, en cambio lo que sucede con las interacciones sociales no es tan evidente para
mucha gente. No obstante, lo cierto es que la percepción de personas y situaciones
humanas es igual de crucial que la percepción de sucesos físicos o del ambiente natural.
El sujeto que no adquiere las claves de interacción de su sociedad, que no sabe
interpretar qué quieren y sienten los que están a su alrededor o que no acierta a valorar
cuándo le engañan, puede convertirse fácilmente en un marginado y no alcanzar nunca
un seguro acomodo entre sus semejantes. De todas formas, hay que ser consciente de que
nadie está libre de errores y distorsiones cuando juzga a los demás; los propios intereses,
las historias vividas, los estados de ánimo, la manera en que se presentan las cosas, etc.,
condicionan decididamente la percepción del mundo y de la gente.

¿Vemos o percibimos?

Si se desea entender cómo se percibe a los demás, hay que empezar sabiendo cómo
funciona la percepción humana en general. Desde sus albores, la Psicología científica
trató de aclarar la forma en que se organiza la información que llega a través de los
sentidos, pero fueron los estudios de la Psicología de la Gestalt los más interesantes y
fructíferos dentro de este campo.
Gracias a sus investigaciones pero, sobre todo, por su notable trabajo de síntesis y
su capacidad de integración teórica, los psicólogos de la Gestalt fueron capaces de
ofrecer un marco comprensivo sobre la percepción humana que trasciende la mera
descripción de fenómenos visuales particulares y que revela sin lugar a dudas que lo
psicológico —y no sólo lo físico— juega un papel insustituible en la captación del
mundo.
Fruto práctico de este trabajo fueron las leyes perceptivas que formularon y que,
efectivamente, dan cuenta de una parte importante de los mecanismos que se utilizan
para entender lo que se ve. Las distintas leyes perceptivas no son independientes entre sí:
todas ellas remiten a un principio más general —una suerte de ley de leyes— que las
agrupa y explica, el Principio de la buena forma. Este principio sostiene que la
percepción humana tiende siempre a «tener sentido», a «ser coherente», y, por ello, la
organiza.
La importancia del Principio de la buena forma en la percepción social resulta
fundamental. Para comprender a los demás es imprescindible que las propias
percepciones guarden coherencia; coherencia con las experiencias y conocimientos
previos, coherencia con otros datos que se reciben simultáneamente, coherencia con lo
que se espera y coherencia hasta con lo que se desea ver. Más adelante se concretará
cómo esta realidad se ha plasmado en las teorías desarrolladas para explicar las primeras
impresiones y la atribución de intencionalidad; no obstante, hay que adelantar ya que la
necesidad de organizar y dar sentido a lo que se percibe puede llevar a deformar o, al

73
menos, forzar en algún grado la realidad. Una muestra cotidiana de este hecho se observa
en la tendencia a cambiar alguna palabra (y «recordar» que esa era sin duda la que se
usó) si no se entiende bien el sentido de una frase o si se esperaba o deseaba haber oído
otra cosa. Como demostración elocuente de este hecho se puede evocar la anécdota que
el excéntrico físico Richard P. Feynman, premio Nobel en 1965, contaba sobre el
recuerdo de sus palabras en una situación particular. Feynman, con merecida fama de
guasón, para gastar una de sus bromas, se había llevado la puerta del dormitorio de uno
de sus compañeros del MIT. El presidente de la fraternidad universitaria, para solventar
el problema, fue preguntando uno a uno quién había sido:
—Jack: ¿fuiste tú quien quitó la puerta?
—¡No, señor, no fui yo!
—Maurice: ¿fuiste tu quien quitó la puerta?
—¡No, señor, no fui yo!
—Feynman: ¿fuiste tú quien quitó la puerta?
—¡Sí, yo quité la puerta!
—Corta ya, Feynman; ¡Esto va en serio! ¡Sam! ¿Quitaste tú la puerta…? Y
así hasta completar la ronda. Todo el mundo estaba horrorizado. Tenía que
haber en nuestra fraternidad una rata, ¡que no respeta ni la palabra de honor
de la fraternidad!
Esa noche dejé una nota con un dibujito del tanque de fuel-oil con la puerta
al lado, y al día siguiente la encontraron y la devolvieron a su sitio.
Algún tiempo después admití finalmente haber sido yo quien se llevó la
puerta, y todo el mundo me acusó de mentir. No podían recordar mis
palabras. Todo cuanto alcanzaban a recordar fue la conclusión de que el
presidente de la fraternidad había ido en torno a la mesa preguntando a todo
el mundo, y que nadie había admitido haber sido él. La idea subsistió; las
palabras, en cambio, no.
(Richard P. Feynman, ¿Está Vd. de broma, Sr. Feynman?)

Feynman no fue creído porque estaba siempre de chanza y porque, de entrada, se


había descartado que él fuese el responsable de la sustracción, y su fama, junto a esta
creencia, propiciaron filtrar las palabras que él realmente había pronunciado e
impidieron recordarlas con fidelidad.
De una manera mucho más rigurosa Solomon Asch (1955) demostró hasta qué
punto puede alterarse la percepción a partir de la influencia grupal —un fenómeno que
se denomina tradicionalmente conformidad—. En su investigación, resumida aquí de
forma muy somera y sin describir las variantes, un sujeto experimental, creyendo que
participaba en un experimento sobre agudeza perceptiva, tenía que señalar cuál de las
líneas que veía en el cuadrado de la derecha (1, 2 ó 3) tenía exactamente la misma

74
longitud que la dibujada en el cuadrado de la izquierda (ver cuadro 4.1.). Aparentemente,
la respuesta era muy sencilla: a poco que uno tenga una visión nítida descubrirá que la
respuesta correcta es la 2. Sin embargo, Asch manipuló la situación de la siguiente
manera: el sujeto experimental tenía que dar su respuesta en voz alta dentro de un grupo
de personas que, al estar compinchadas con el experimentador, iban respondiendo de
forma incorrecta. El sujeto experimental sufría así una gran presión ya que, al
desconocer la identidad e intenciones de los otros miembros de su grupo, creía que su
respuesta le haría pasar por una persona extraña o incompetente. Aunque cueste creerlo,
aproximadamente tres cuartos de los participantes en este experimento se sometió al
grupo en alguna de sus respuestas; y lo más interesante es que, aunque al terminar la
mayoría de los sujetos afirmó que había dado una respuesta equivocada a sabiendas (por
mantener la unanimidad con el grupo), algunos sujetos habían llegado incluso a ver las
líneas tal y como sus compañeros afirmaban que las veían. Otra demostración de que la
‘percepción’ de los sujetos se separa de su ‘visión’.

CUADRO 4.1
LOS ESTÍMULOS EMPLEADOS EN EL EXPERIMENTO DE S. ASCH (1955)

Existen otros aspectos de la percepción física que es conveniente recordar ahora,


aunque sea sólo someramente. Para empezar, hay que entender que la imagen que el
cristalino proyecta sobre la retina y que, recogida por los conos y bastones, se transmite
a través del nervio óptico hasta el córtex cerebral no tiene en sí forma o «sentido» hasta
que el cerebro, sirviéndose de información anterior, recuerdos y datos contextuales, se
los otorga. Este proceso es tan rápido y está tan arraigado que, como perceptores, se
juzga indudable, directo e implícito. Sin embargo, existen demostraciones de que no es
ninguna de estas tres cosas. En primer lugar, por los casos clínicos de personas que,
ciegas desde el nacimiento o muy tempranamente, han recuperado luego la vista gracias
a intervenciones quirúrgicas. Una vez operados y con los sentidos en perfecto estado,
estos sujetos no «ven» en el mundo tal y como lo hace el resto de la gente (sólo captan

75
formas borrosas y sin colores), tienen que aprender a percibirlo gracias a un notable
esfuerzo y a una exposición continua y repetida a los estímulos.
Otras evidencias de que el cerebro (con datos anteriores) es el que otorga sentido a
los estímulos que le llegan radica en la incontrovertible evidencia de que la imagen que
se proyecta sobre la retina está invertida (como en una vieja cámara fotográfica) pero
nadie ve el mundo al revés; por tanto, el cerebro tiene que estar girando 180 grados todas
las imágenes. Igualmente, puede citarse el caso tan común del «ojo vago»: cuando una
de las imágenes que llega desde uno de los ojos es menos nítida que la del otro, el
cerebro directamente «anula» la más borrosa y se sirve exclusivamente de la imagen más
precisa. Por último, una sencilla demostración de la capacidad de interpretación del
cerebro estriba en el fenómeno de la constancia del tamaño: a pesar de que un objeto
grande se ve objetivamente pequeño cuando está lejos, se entiende que su tamaño no ha
disminuido y sigue juzgándose grande.
Todos estos ejemplos pretenden demostrar una verdad básica y fundamental: los
seres humanos no ven el mundo, lo perciben. Es decir, no pueden evitar interpretarlo.
Los órganos de los sentidos están pensados —ya estructuralmente— para interpretar; y si
no se llevase a cabo esa interpretación el mundo resultaría un caos de estímulos. Desde
el nacimiento se va perdiendo la capacidad para «ver» —o sea, para recibir la
información de forma virginal y objetiva— y ganando capacidad para «percibir»; pero
este hecho es el que permite que se comprenda lo que sucede alrededor.

La percepción social

Si ni tan siquiera frente a los hechos físicos se puede admitir que la visión sea objetiva
sino interpretativa, cuánto más verdad será este principio en las situaciones sociales. Es
imposible ser «objetivo» cuando se observa la acción de alguien o cuando se ve
cualquier interacción social: al tiempo que se percibe se la juzga o valora. Esto no
significa que se caiga siempre en la parcialidad o que se deje de criticar lo que se ve,
sino que, necesariamente, se produce una interpretación de la situación. Por eso, la
percepción social nunca es pasiva. De hecho, una acertada definición de la percepción
social afirma que esta constituye «un conjunto de procesos activos mediante los cuales
pretendemos conocer y comprender a los demás» (Baron y Byrne, 1998). Dentro de
estos procesos se incluye la comprensión de los sentimientos, de las emociones y de los
estados de ánimo; aunque, para algunos autores, también incluye el adivinar las causas
del comportamiento de los demás (es decir, conocer sus motivaciones, intenciones o
rasgos); lo que más adelante en este mismo capítulo se denominará «atribuciones».
La percepción social supone, por tanto, un conjunto de actividades muy variadas, lo
que la convierte en un objeto de estudio complejo y lleno de vertientes. Por un lado, debe
tenerse en cuenta que para extraer información que ayude a percibir correctamente a los

76
demás se necesita interpretar ajustadamente tanto su comunicación verbal como su
comunicación no verbal. Por otra parte, hay que darse cuenta de que para llegar a estar
seguros de los propios juicios sobre los demás se recorre un largo camino, con múltiples
comprobaciones, aunque, ya desde el inicio, hay quienes tienen una enorme confianza en
su intuición o, como más técnicamente se denomina, en sus primeras impresiones.

«Lo supe desde el principio: no era de fiar»

Todos los sujetos se forman impresiones de las personas que conocen o, incluso, de
aquellas con las que sólo se cruzan. Es una acción inevitable para la que los seres
humanos están preparados y entrenados socialmente. Su notable automatización vuelve
difícil hacer consciente el proceso y, en consecuencia, su análisis detallado desde un
punto de vista introspectivo. Sin embargo, existe una abundante investigación sobre este,
por lo que se ha reunido ya un conjunto de conocimientos y teorías bien establecidos
para dar cuenta tanto de sus mecanismos como de sus características y funciones.
Cuando se conforman primeras impresiones se sintetiza un enorme conjunto de
datos procedentes de la persona y del entorno en que su conocimiento se produce.
Precisamente, lo primero que interesó a los investigadores del área fue saber cómo se
producía ese filtraje de información; en otras palabras, qué información se convertía en
la más relevante para la formación de primeras impresiones.
Existen dos hipótesis básicas sobre la importancia del orden de presentación de la
información que se utiliza en las primeras impresiones: la hipótesis de la primacía y la
hipótesis de la recencia. La primera postula que en la estructuración de las impresiones
lo importante son los primerísimos datos o rasgos —por ejemplo, si se lee una lista de
características individuales, los primeros elementos son los que influyen sobre la imagen
que uno se compone de la persona—. Se trata, por tanto, de defender la valía del
conocido adagio «la primera impresión es la que cuenta». La segunda hipótesis sostiene
justo lo contrario: son los últimos rasgos o datos los que más afectan. Estas dos hipótesis
se conocen también como efecto de primacía y efecto de recencia.
Ambos efectos ponen el acento sobre qué orden en los datos es el más influyente,
pero no se detienen a explicar cómo esa información individualizada de los distintos
rasgos se organiza para ofrecer una imagen completa o integrada de las personas. Para
responder a este interrogante se han propuesto diversos modelos. Los más destacados
son el Modelo de Rasgos Centrales, el Modelo de Adición, el Modelo de Promedio y
Promedio Ponderado, y el Modelo de los Prototipos. A continuación se describe cada
uno de ellos.
El Modelo de Rasgos Centrales de Asch (1946) postula que existen algunos datos
más importantes o «centrales», que son tomados más en cuenta cuando se organiza toda

77
la información relativa a una persona para formarse una impresión de ella. En el
experimento que demostraba esta teoría. Asch ofrecía información sobre un mismo
sujeto a dos grupos distintos. La información difería sólo en un adjetivo en cada uno de
los dos grupos. Así, el grupo A sabía que estaba ante una persona inteligente, hábil,
trabajadora, cálida, decidida, práctica y cauta; mientras que el grupo B sabía de ella que
era inteligente, hábil, trabajadora, fría, decidida, práctica y cauta. Luego de oír estas
listas de características que únicamente se diferenciaban en el cuarto adjetivo, los sujetos
de cada grupo debían poner por escrito sus impresiones sobre esa persona. Además, se
les pidió que escogieran el polo que se ajustase mejor a ella en varias categorías:
generoso-mezquino, feliz-infeliz, afable-áspero, etc. Los resultados demostraron que la
sustitución de un único adjetivo (frío por cálido) provocaba diferencias significativas
entre ambos grupos. En conjunto, las descripciones y los polos escogidos por los sujetos
del grupo A fueron mucho más positivos que los del grupo B. El que frío-cálido era un
rasgo central quedaba demostrado cuando se hacía el mismo experimento sustituyendo
estos adjetivos por cortés-descortés, pues en este último caso las diferencias entre ambos
grupos eran mucho menores. Por último, Asch también demostró que eran rasgos
centrales —y, por tanto, los fundamentales a la hora de componerse la imagen de la
persona— porque la mitad de los sujetos de ambos grupos afirmaban que esos adjetivos
(frío o cálido) eran los utilizados en primer o segundo lugar a la hora de formarse una
impresión sobre el sujeto. En síntesis, Asch afirma que ciertos adjetivos o rasgos son
«centrales» o «cruciales» porque sirven para integrar la información relativa a una
persona. Estos rasgos influyen en la impresión general que los sujetos se forman y
afectan a la percepción de otros rasgos periféricos o dependientes.
Aunque estos trabajos han sido replicados varias veces con resultados coherentes
con el modelo, algunos autores han mostrado importantes reservas. Por ejemplo, para
Anderson (1962) la impresión general creada por una lista de rasgos puede predecirse a
partir de los rasgos individuales de los sujetos. A su vez, Wishner (1960) ha interpretado
los resultados de Asch no como efecto del rasgo central, sino de acuerdo con el marco
general creado por los adjetivos que se emplean; así, un rasgo como fríocálido tendrá un
efecto fuerte si el resto de elementos que hay que valorar están correlacionados con él, y
efectos débiles si no guardan esa relación. Estas críticas y otras posteriores favorecieron
el surgimiento de otros modelos como los que se describen en las líneas siguientes.
El Modelo de Adición de Bruner y Tagiuri (1954) sostiene que la impresión que los
sujetos se crean de una persona es producto de la suma de los efectos de los rasgos
individuales que se usan para describirla o valorarla. Por ejemplo, si se afirma que
alguien es extremadamente honrado, muy inteligente, bastante generoso, algo cordial, un
poco totalitario y moderadamente extrovertido, el sujeto que lo juzga se compondrá una
imagen considerando la suma de todos estos aspectos; imagen que será distinta («sumará
menos») de la que se formará si se dice de la persona es extremadamente honrada, muy
inteligente y bastante generosa; es decir, con independencia de que unos rasgos importen
más que otros, lo fundamental, siempre según Bruner y Tagiuri, estriba en el añadido de
más puntos al conjunto, incluso aunque los últimos no sean tan positivos.

78
El Modelo de Promedio de Anderson (1965) defiende, en cambio, que en vez de
una suma o un rasgo central, lo importante es el promedio que se forma quien valora a la
persona considerando los rasgos muy positivos, los moderadamente positivos y los
negativos. Este promedio será más alto (es decir, alguien será mejor valorado) si se
mencionan sólo algunos de los rasgos muy positivos y se omiten los moderadamente
positivos. En forma de ejemplo, el modelo de promedio afirma que alguien se creará una
mejor impresión de una persona de la que sabe que es muy inteligente y honrada, que si
se le dice que es muy inteligente y honrada, algo cordial y moderadamente simpática.
Anderson (1981) planteó posteriormente el Modelo de Promedio Ponderado en el que
matiza, además, que los ítems negativos (en el ejemplo anterior ser totalitario o
dependiente) tienen mayor importancia a la hora de componer la impresión de la
persona. En general, para Anderson los ítems negativos e iniciales tienen mayor peso
que los ítems positivos y finales.
Por último, el Modelo de Prototipos o Esquemas es una forma de integrar las
contradicciones entre los modelos anteriores. Desde este planteamiento —que proviene
de la Psicología cognitiva— se considera que la impresión que se crea de las personas no
se forma sólo con la información recibida (listas de características de las personas que se
dicen o que se perciben), sino teniendo a la vez en cuenta si los sujetos encajan en los
prototipos que se tienen establecidos (esto es, se tiene una imagen sobre cómo debe ser
alguien inteligente y se comprueba por otras percepciones o adjetivos si la persona
encaja en ese prototipo). Por supuesto, estos esquemas o prototipos se asemejan a los
rasgos centrales, aunque ambos conceptos no pueden asimilarse.
Probablemente todas las teorías sobre la formación de impresiones tienen una parte
de verdad. De seguro, cuando se está ante pocos elementos funciona la teoría de la
adición, y cuando hay más información empiezan a entrar en juego rasgos centrales,
esquemas o promedios (organizándose de una manera u otra), pero lo que resulta más
evidente es que una vez formadas las primeras impresiones tienen unas características
diferenciales. Ahora se mencionarán cómo son esas primeras impresiones.
López-Yarto (1998), en su síntesis de varias investigaciones, establece tres
características básicas de las primeras impresiones:
1. Son estructuradas y categorizadas: Las primeras impresiones estructuran los
datos perceptivos incluyéndolos rápidamente en categorías preestablecidas.
Estas características son en parte personales y en parte culturales. Así, es
posible que, para un adolescente, lo importante tras conocer a alguien sea
situarlo rápidamente en el polo correspondiente de estas categorías:
simpático-antipático, inteligente-tonto, divertido-aburrido.
2. Son estables: Las primeras impresiones tienen estabilidad, en el sentido de que
tienden a conformarse con rasgos más permanentes que variables. Por
ejemplo, es mucho más probable que se utilicen categorías como simpático-
antipático, inteligente-tonto, es decir, aquellas que no van a variar a corto

79
plazo, que otras como asustado-tranquilo, nervioso-sosegado, porque estas
últimas pueden cambiar en breve. Si las categorías usadas para las primeras
impresiones no fuesen estables no podrían cumplir algunas de las funciones
que se señalan en el apartado siguiente, en particular la predictibilidad.
3. Son congruentes: Por último, las primeras impresiones tienen que estar
formadas por categorías que guarden coherencia entre sí. Los diversos datos
que se utilizan para formarlas han de tener sentido, no hallarse en
contradicción. Por eso, en general, cuando se perciben nuevos datos se
alteran, se recuerdan o se desechan en función de si son congruentes o no con
los datos anteriores de la persona.
Si la capacidad para formar primeras impresiones está tan desarrollada tiene que
haber alguna razón de peso para que se posean. Sin duda, debe conectar con una
necesidad evolutiva: una facultad desarrollada para la supervivencia. Pero desde un
análisis no tan finalista, sino más cercano y manejable, podría afirmarse que las primeras
impresiones tienen, básicamente, dos funciones (López-Yarto, 1998):
1. Función de resumen: Gracias a las primeras impresiones se resumen de manera
sencilla y fácil de recordar los diversos datos percibidos. Por ejemplo, afirmar
que alguien es «sociable» es más manejable para su uso posterior que
acordarse de toda una serie de conductas y rasgos que se han ido advirtiendo
en una persona a lo largo de un periodo de tiempo.
2. Función de predicción: Las primeras impresiones sirven, así mismo, para
predecir la conducta futura de la gente y, por lo tanto, evitar sorpresas,
minimizar riesgos y facilitar la interacción y la comunicación posterior. Si la
impresión que alguien se forma de una persona tras un contacto inicial es que
es «simpática» puede predecir que responderá favorablemente a una
invitación a una fiesta y que se desenvolverá bien en ella o que le agradará
conocer a otras personas. Ciertamente, cabe la equivocación, pero, de entrada,
la primera impresión cumple la necesidad de satisfacer una serie de
expectativas que son necesarias para situarse en un contexto social.

«Te equivocas: él no es así»

La percepción de las personas está afectada por una serie de sesgos. Es decir, que no es
objetiva o precisa, sino que se ve influida por todo un conjunto de factores —en parte
personales y en parte culturales o sociales— de los que es muy difícil librarse. A
continuación se describen los sesgos perceptivos más destacados.
El efecto de halo es uno de los mejor estudiados y con más influencia en distintos

80
ámbitos de la actividad psicológica (evaluación, tratamiento-intervención, Psicología
jurídica, etc.). Consiste en la atribución de rasgos positivos o negativos no observados en
función del afecto positivo o negativo que despierte la persona. Por ejemplo, si alguien
cae bien, probablemente (aun sin información al respecto) se creerá que es una persona
simpática, amable, divertida o cariñosa. En cambio, si cae mal se opinará que es
antipática, hosca y maleducada.
La analogía proyectiva es una deducción producto de la asimilación de
características de dos o más sujetos. Básicamente, consiste en creer que dos personas son
semejantes en otros rasgos porque coinciden en uno. Por ejemplo, si se explica que dos
amigos son abiertos con la gente, también se creerá que ambos tienen en común otros
rasgos como la inteligencia, la sinceridad o, incluso, el atractivo físico.
La teoría implícita de la personalidad. Una teoría implícita de la personalidad
puede definirse como la presunción que se tiene de forma implícita —y, a menudo,
inconsciente— de que varios rasgos de personalidad van juntos o tienden a ir juntos. Es
decir, que una vez conocidos determinados rasgos se asume que otros también deben
estar presentes en la misma persona. Esta teoría deriva de la influencia de los medios
sociales y del marco cultural: las personas gorditas son torpes, los franceses son
engreídos, las mujeres muy guapas son tontas, los militares son hoscos, poco
demócratas, serios, excesivamente jerárquicos, rígidos…
En todas las teorías implícitas de la personalidad se produce una simplificación,
que se perpetúa en nuevas teorías de la personalidad cada vez más elementales cuanto
más se repiten de forma estereotípica y menos se contrastan. D’Andrade (1974)
demostró que las personas se forman teorías de la personalidad más complejas cuando
acaban de tener contacto con la persona sobre la que elaboraban la teoría; pero según
pasa más tiempo sin nuevos contactos y sirviéndose únicamente de su recuerdo, se
volvían cada vez más simples, distorsinadas y falaces.
Los estereotipos. Aunque la palabra estereotipo es de acuñación antigua y, en el
sentido psiquiátrico de «algo que se repite sin cambios», su origen puede remontarse
hasta principios del siglo XX, en la Psicología Social actual se usa para referirse a
aquellos conocimientos (sociales) que se adaptan a un esquema general y en los que
apenas se distinguen las características diferenciales personales. Por tanto, una posible
definición podría ser: estereotipo es el conjunto de características que se aplican a un
grupo determinado de personas y que se tiende a aplicar a cada miembro de ese grupo de
forma repetitiva, descuidando o no atendiendo a lo individual.
Los estereotipos se pueden considerar teorías implícitas de la personalidad de
acuerdo con la delimitación de estas que se ofrecía anteriormente. Y, en consecuencia,
condicionan:
1. La percepción: Distorsionan la percepción actuando como filtro. De este modo,
se niegan o deforman rasgos de los individuos a fin de que se ajusten al
estereotipo del grupo al que se adscriben.

81
2. La valoración: El estereotipo condiciona la manera de valorar a los demás. Por
ejemplo, si una empleada del hogar emigrante se queja de su situación laboral
puede provocar una valoración de sus empleadores del tipo: «esta gente nunca
está satisfecha».
3. Las expectativas: En todo estereotipo se da una expectativa de que alguien se
comportará de determinada manera (por ejemplo, un andaluz debe ser
gracioso, un gallego indefinido y poco claro). Además, toda expectativa
puede, y de hecho lo hace, ejercer un cierto influjo en el comportamiento de la
persona sobre la que recae el estereotipo en la dirección predicha por el
estereotipo (es el conocido Efecto Rosenthal, también denominado Efecto
Pigmalión), de ese modo el mismo estereotipo se confirma y perpetúa.
Los estereotipos no deben estimarse siempre como un lastre a la hora de percibir a
los demás. En realidad, cumplen una función adaptativa, pues simplifican y ordenan el
medio social. También sirven para facilitar la identidad e integración grupal y hasta el
ajuste a unas determinadas normas sociales. No obstante, se vuelven un problema
importante cuando se hacen tan rígidos que no se cuestionan nunca e impiden juzgar de
forma individual a cada sujeto; es decir, cuando se imponen a la percepción de la
persona y no permiten que se observen características idiosincrásicas que se alejan del
estereotipo.

¿Pero se pueden tener en cuenta todas estas cosas a la


vez?

Aunque parezca increíble, todos los aspectos mencionados hasta ahora de forma
individual se integran en la percepción de la gente y de las situaciones sociales.
Afortunadamente, no es necesario procesarlas conscientemente y la percepción funciona
de forma holística, organizando la información de forma automática, pues sólo así es
posible cumplir la función de adaptación al medio que se señalaba en la introducción de
este capítulo.
Pero el hecho de funcionar de esta manera no significa que no se sigan una serie de
pasos en los que distintas variables juegan, en cada momento, su función. Los pasos o
fases básicos son los que se enumeran a continuación:
Los factores contextuales. Para poder valorar correctamente qué sucede o cómo
debe interpretarse una percepción social se deben tener en cuenta el espacio y las
circunstancias en las que se da. Las características físicas y sociales (interpretativas) del
contexto donde se lleva a cabo la percepción harán que esta se produzca de una u otra
manera. Es decir, sólo el contexto puede aportar las claves para orientar la percepción

82
social. Aquí se incluirían todas las variables que se mencionaron en el caso de los
estudios de la Gestalt y aportaciones posteriores que han recalcado el papel del contexto
en la percepción. Por poner un ejemplo: es más fácil recordar una única mujer entre un
grupo de hombres, o una persona de raza negra entre un grupo de blancos, luego el
contexto (el grupo de hombres o el grupo de blancos) influye decisivamente en el
recuerdo.
Los factores relacionados con las características del perceptor. El perceptor lleva
consigo sus sesgos, sus teorías implícitas, sus estereotipos… y también sus distintas
motivaciones, sus deseos y necesidades, su estado emocional (por ejemplo, si en ese
momento está muy nervioso) e incluso sus deformaciones profesionales, factores todos
que van a influir en la percepción social con independencia del marco contextual donde
se produzca la percepción. Pero, además, hay toda una serie de rasgos más específicos
que se relacionan con el perceptor (León Rubio y Gómez Delgado, 1996): (1) La
familiaridad: la impresión formada es mucho más compleja y se produce una mayor
exactitud cuanto más conocida es la persona o la circunstancia social. (2) El valor del
estímulo: el valor que la persona percibida tiene para el perceptor afecta a la percepción,
tendiendo a darse una acentuación perceptiva de aquellos estímulos favorablemente
valorados. (3) El significado emotivo del estímulo: que depende del poder del estímulo
para proporcionar consecuencias positivas o negativas. Y (4) la experiencia: las personas
que tienen más experiencia con cierto tipo de rasgos realizan percepciones más
acertadas.
Los factores relacionados con las características de la persona percibida. Para
empezar, cuando un individuo es percibido como miembro de un grupo, las
características que se atribuyen a ese grupo se percibirán también en el sujeto. Pero la
persona percibida no es necesariamente pasiva o sin influencia en el perceptor, y sus
comportamientos y actitudes modifican e intervienen activamente en cómo es percibido.
El sujeto percibido controla la información que va ofreciendo, sobre todo la relativa a sí
mismo. Estos esfuerzos de regulación se denominan «manejo de la impresión».
Los factores derivados del contenido de la impresión. Como pudo comprobarse
sobre todo en los experimentos de Asch y en las investigaciones derivadas, existe
también un influjo poderoso sobre la percepción de la manera en que se presenten los
datos. Así, para empezar, resulta fundamental el orden en que se presenten (efectos de
primacía y recencia), las interferencias con otras informaciones (efectos de diluido), las
informaciones previas (teoría de la inoculación), la presentación única o repetida, etc. En
síntesis, toda una serie de fenómenos han demostrado que cómo se sucedan los datos es
algo que influye decididamente en las impresiones.
Pero aunque así listados parece imposible que todos estos factores jueguen su papel
en pocos segundos y determinen la percepción, lo cierto es que la interacción social
posee este grado de complejidad. No puede ser de otro modo pues, si fuese más simple
—si se tuviese en cuenta sólo alguno de estos aspectos y no, al menos, todos los aludidos
—, no se comprendería nada del complejo entramado de intenciones de los demás, ni se

83
adivinaría qué significa una interacción social concreta.

Un juicio sumarísimo

Aunque hasta aquí ya se ha recorrido un largo camino en el proceso de percepción


social, existe aún otro paso que dar. Y es que los seres humanos no sólo procuran
continuamente adivinar los deseos y los sentimientos de los demás, además quieren
saber la razón de esos sentimientos y desean desentrañar los rasgos de personalidad y las
motivaciones que llevan a la gente a sentir y actuar como lo hace. Este deseo de ir más
allá parte de la necesidad de entender las acciones que se perciben en los demás para, en
el futuro, poder predecir sin van a repetirse y cuándo.
Al principio del capítulo se incluía la noticia de prensa sobre la muerte de la joven
Rocío Wanninkhof. La falsa acusada, Dolores Vázquez, no era indiferente a nadie que
siguiese la noticia del cruel asesinato; antes al contrario, en general despertaba la mayor
de las antipatías. La opinión pública se preguntaba cómo podía alguien ser tan
desalmado, tan cínico y tan miserable. Pasar de amiga a infanticida es tan atroz que
resultaba difícil de comprender. Todos necesitaban atribuir a la acusada una maldad
inherente y una personalidad psicopática.
El proceso por el cual se llega a considerar a alguien culpable o inocente de un
hecho se denomina atribución de culpabilidad. Y es un fenómeno estudiado en detalle,
sobre todo desde que el jurado popular se convirtió en una institución fundamental para
el funcionamiento de la justicia. No obstante, la atribución de culpa es sólo una de las
posibles atribuciones que se llevan a cabo. En las siguientes páginas se detallará de qué
manera los seres humanos atribuyen rasgos, responsabilidades, cualidades y, también,
razones. Pero, desde un principio, hay que volver a destacar la celeridad con que el
cerebro sintetiza la información para establecer las atribuciones.

La baraja y las jugadas

Para poder comprender qué caminos se toman para hacer las atribuciones es necesario
primero conocer al detalle cuáles son los elementos de los que se sirven los sujetos para
llevar a cabo sus deducciones. Sin embargo, no todos los autores creen que se utilicen las
mismas claves. Por eso, se recorrerán ahora los elementos que para cuatro grandes
teóricos —Jones y Davis (1965), Kelley (1967) y Weiner (1985)— son los más
importantes. En esta síntesis de las investigaciones, así como en el modelo conclusivo, se
aprovecha el trabajo de López-Yarto (1998).

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La Teoría de la inferencia de correspondencia de Jones y Davis supone que todas
las personas, en el momento de percibir una acción, tratan de inferir si procede de una
característica estable de la persona que la lleva a cabo o de una inestable. Por ejemplo, si
se ve a alguien dar una limosna el espectador se pregunta si será una persona generosa; si
lo que ve es a alguien insultar a su pareja se plantea si será impulsiva. Los factores que
Jones y Davis creen fundamentales para elaborar esas inferencias son tres: (1) el grado
de elección (es decir, si la acción es libremente elegida o está forzada por alguna
circunstancia); (2) el grado de desviación de las expectativas (o sea, hasta qué punto se
sale la conducta de la norma común en ese contexto: cuanto más se desvíe de la norma
más informa sobre las características de la persona); y (3) el grado en que los efectos de
esa conducta son o no beneficiosos para el que la realiza (si no le beneficia o, más aún, si
le perjudica se creerá que esa acción obedece sobre todo a su forma de ser).
La Teoría de la covariación de H. Kelley sostiene que se establecen atribuciones
gracias a la conjunción de tres variables que se estiman imprescindibles para explicar las
acciones humanas. En concreto, para poder afirmar que hay relación (o covariación,
según la terminología de Kelley) se tienen en cuenta estos tres aspectos: el consenso
(esto es, si varias personas afirman lo mismo), la diferenciación (es decir, si la persona
percibida actúa igual ante estímulos o situaciones semejantes, pero de forma distinta ante
otro tipo de estímulos o situaciones), y la coherencia (o sea, si la persona no varía de
forma aleatoria y, ante las mismas circunstancias, sigue afirmando o haciendo lo
mismo). Según la combinación de estos tres aspectos, al juzgar las acciones de los demás
se atribuye su causa al estímulo elicitador, a la persona (o «actor») o a circunstancias
particulares. Para ejemplificar esta teoría se utilizará un sencillo ejemplo del ámbito
escolar (tomado y adaptado de Mestre Navas y Guil Bozal, 2000) (ver cuadro 4.2.).

CUADRO 4.2
MODELO DE COVARIACIÓN DE KELLEY APLICADO A UN CASO
ESCOLAR

85
Por último, la Teoría tridimensional de B. Weiner parte de la asunción de que las
causas que explican el éxito o el fracaso de una acción se clasifican en tres categorías:
(1) causas externas o internas; (2) causas controlables o incontrolables; y (3) causas
estables o inestables. Con una frase se resume cada una de las combinaciones posibles de
estas tres causas a partir del ejemplo de un equipo de fútbol que gana un partido: (a)
atribución a causas internas, controlables y estables: «los jugadores están en buena forma
y bien entrenados»; (b) atribución a causas internas, no controlables y estables: «los
jugadores son especiales, galácticos»; (c) atribución a causas internas, inestables y
controlables: «los jugadores se han tomado este partido en serio»; (d) atribución a causas
internas, inestables y no controlables: «los jugadores llevan unas semanas de racha»; (e)

86
atribución a causas externas, estables y controlables: «los jugadores acaban de contratar
a un buen psicólogo deportivo»; (f) atribución a causas externas, estables y no
controlables: «el otro equipo era muy malo»; (g) atribución a causas externas
controlables e inestables: «se nota que jugaban en casa y el público les ha apoyado
mucho»; (h) atribución a causas externas, inestables y no controlables: «hubo mucha
suerte. La pelota fue donde quiso».
Las tres teorías expuestas (inferencia de correspondencia, covariación y
tridimensional) no son contradictorias entre sí, antes bien se complementan. Sin
embargo, para ofrecer una pintura más acabada es necesario integrarlas a su vez en una
secuencia temporal que, progresivamente, ahonda en el proceso atribucional. De forma
más sencilla: cuando se hacen atribuciones se tienen en cuenta todas esas posibilidades
(y también otras que ahora se mencionarán), pero se hacen siempre paso a paso. La
secuencia podría producirse como sigue (adaptado de Shaver, 1981):
Primero se observa la acción. En un primer momento simplemente se es
observador de los hechos. Aún no se establece ninguna atribución, se necesitan unos
instantes para comprender qué sucede y las implicaciones de lo visto. Por supuesto, la
familiaridad con lo que acontece, la cercanía espacial o la observación directa (no a
través de vídeos o, mucho más, de relatos orales o escritos) influye en que se tengan más
o menos claras las cosas en este primer paso. Hay que recordar que, con mucha
frecuencia, se duda de lo que se ha visto.
Luego se establece una atribución de correspondencia. Esto significa que tras la
observación se llega a la conclusión de si lo que ha sucedido es intencional o fruto de
una casualidad. Es decir si ‘corresponde’ o no a la persona. Un ejemplo teatral lo
aclarará: en la I Jornada de Don Álvaro o la Fuerza del Sino, el protagonista se
desprende de su pistola tirándola al suelo para mostrar su buena voluntad al padre de
Leonor pero, al tocar el suelo, el arma se dispara y el marqués cae mortalmente herido;
por tanto, aunque don Álvaro es el culpable de su muerte no puede hacerse una
atribución de correspondencia.
Finalmente se hacen atribuciones disposicionales o situacionales. Si en el paso
anterior se ha hecho una atribución de correspondencia queda aún por explicar qué lleva
a cometer el crimen. Recuérdese aquí como ejemplo el terrible caso de la matanza en el
Instituto Columbine (Colorado, EE.UU.) el 20 de abril de 1999. Los dos adolescentes
que entraron perfectamente armados querían matar a sus compañeros y eran conscientes
de lo que hacían (de hecho, habían planeado sus movimientos al detalle); pero caben
aquí dos posibilidades: considerar que se trataba de personas de naturaleza malvada e
innatamente crueles (atribución disposicional), o que, aunque culpables y asesinos, su
acción se produjo por haber vivido unas circunstancias penosas como son unos padres
maltratadores psicológicos, junto con humillaciones y marginación permanentes por
parte de sus compañeros de estudios (atribución situacional).

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Honrados o tahúres

Existen muchos elementos que influyen en el hecho de hacer atribuciones de


correspondencia o no-correspondencia y atribuciones situacionales o disposicionales.
Algunos de estos factores son lógicos y comprensibles; otros, en cambio, deben
considerarse errores o sesgos, aunque son tan comunes que nadie está libres de ellos.
Respecto a la atribución de correspondencia o no-correspondencia los factores más
destacados son:
a. La deseabilidad social: Como se vio en el caso de la teoría de Inferencia de
Correspondencia, cuando alguien hace algo que es perjudicial para sí mismo
existe una tendencia a atribuirle correspondencia (intencionalidad), al menos
en mayor grado que si lo que hace es convencional o socialmente aceptable.
b. El efecto hedónico: Si la acción es agradable o desagradable (no indiferente
afectivamente) para el que la percibe, se tenderá a atribuirle correspondencia.
Por ejemplo, si alguien da un golpe a otro al pasar a su lado, el golpeado se
inclinará a creer que ha sido a propósito, pero alguien no involucrado que ve
el encontronazo juzga más probablemente que se trata de un choque
involuntario.
c. El personalismo: De nuevo recuperando la teoría de Jones y Davis, se perciben
como típicas del sujeto aquellas acciones que no se dirigen claramente a
conseguir un beneficio propio. Por ejemplo, la actitud y las respuestas del
preso en la entrevista de revisión del caso para la rebaja de la pena se
atribuyen a la situación y no a un cambio real o arrepentimiento de la persona.
d. Inhabilidad: Si se estima que una persona no es habilidosa, entonces se cree
que la mayoría de sus acciones son de no-correspondencia. Por ejemplo, si
alguien parece torpe manejando un arma se considera que no quería hacer
daño cuando disparó.
e. Efecto de descuento: Aunque hay varios efectos de descuento (uno muy
relevante compete al atractivo físico), este es el referente a aquel que se
produce respecto a la atribución de intencionalidad: cuando se considera que
ha influido un agente externo se producen más atribuciones de no-
correspondencia. Por ejemplo, si se dice a los observadores que una mujer que
parece irritada está embarazada, entonces ya no se la considera una persona de
mal genio.
En cuanto a las atribuciones situacionales o disposicionales, los factores más
influyentes son los siguientes:
a. La apariencia física: Cuando es desagradable induce a hacer atribuciones

88
disposicionales de sucesos negativos. Es decir, a alguien poco atractivo
físicamente suelen atribuirse comportamientos mal intencionados que surgen
de uno mismo, incluso en el caso de los niños que son juzgados por adultos.
b. La clase social y el estatus de autoridad: Las personas que son vistas como
‘superiores’ reciben más atribuciones disposicionales, mientras que a aquellas
vistas como ‘inferiores’ se las considera más afectadas o influidas por las
circunstancias.
c. El rol: Las conductas que parecen corresponder a lo que se espera del rol llevan
a atribuciones situacionales, mientras que conductas que se salen del rol a
inferencias disposicionales. Por ejemplo, si un catedrático de universidad se
pone a bailar en clase los alumnos tenderán a creer que está borracho o le pasa
algo muy extraño, pues el rol de catedrático se asocia a seriedad, cultura,
contención, buena educación general, etc.
d. La popularidad: En general, la mayoría de las conductas de alguien popular (en
el sentido de muy conocido por su entorno) suelen interpretarse como fruto de
la disposición y no de la situación.
Por otro lado, hay algunas circunstancias que influyen a la vez tanto en las
atribuciones de correspondencia y no-correspondencia como en las disposicionales y
situacionales. Además, merecen destacarse algunos sesgos que tienen que ver con la
atribución de culpabilidad:
Por ejemplo, está sobradamente demostrado que cuanto mayor es el daño mayor es
la atribución de correspondencia, de culpa y disposicional. Como muestra se puede citar
el ejemplo de la persona que deja el coche mal frenado en una cuesta, lo que provoca
que, al cabo de unos minutos, se escurra pendiente abajo. Si el coche sólo baja unos
pocos metros y causa una pequeña abolladura en la chapa del coche siguiente, se
considera un despiste comprensible, pero si no hay ningún vehículo que frene su
rodadura, se empotra contra un escaparate y causa heridos, se piensa que el hombre que
lo dejó mal aparcado es un absoluto imprudente que merece una condena ejemplar.
También es importante el sesgo que se comete por el mero hecho de recibir
castigos (el caso de Dolores Vázquez resulta palmario en este sentido). Según este sesgo
perceptivo social, las personas que reciben premios parecen «mejores» y las que reciben
castigos «peores». Es decir, que hay una tendencia a creer que en el mundo hay justicia y
equidad o, de alguna forma, una «justicia divina» que, al cabo, pone las cosas en su sitio.
Por otro lado, cuando la persona (o el grupo al que pertenece) fracasa, es más
probable que atribuya esta falta de éxito a la dificultad o a las trabas que le han puesto;
en cambio, si consigue lo que quería (por ejemplo, aprobar un examen, o que su equipo
gane el partido), es más fácil que lo considere fruto de su propio esfuerzo. La frecuencia
de este comportamiento ha hecho que se otorgue un nombre a este tipo de sesgo: error
último de atribución. Pero, siguiendo con el tema del éxito, hay que dejar apuntado que

89
la experimentación ha demostrado que el éxito repetido afecta más al concepto de uno
mismo (a la propia estima) que el fracaso repetido. Esto es, si se acierta dos o tres veces
en algo, aunque sea por casualidad, la persona lo atribuye totalmente a su propia
capacidad (se dice a sí mismo: «bueno, se ve que he nacido para esto»).
Por último, debe comentarse también un conocido fenómeno: el sesgo
retrospectivo, según el cual, una vez conocidos determinados resultados, se tiene la
impresión de que eran obvios o inevitables y de que fácilmente se habrían adivinado.
Así, por ejemplo, parece que la victoria de un equipo en un partido de fútbol era
perfectamente previsible, pero sólo el lunes por la mañana. En el primer capítulo (cuadro
1.2.) se presentaron algunas frases que también parecían fáciles deducir sin embargo ¿se
acertaron en todos los casos?

Cartas marcadas

Hay que aludir a algunas otras fuentes de distorsión de la percepción que merecen un
apartado especial. Se trata también de sesgos en la percepción social que influyen tanto
sobre las atribuciones de correspondencia/no-correspondencia, como en las
disposicionales/situacionales y de culpa.
Para empezar, el hecho de ser actor o de ser solamente espectador; es decir, de
participar en la acción o contemplarla desde fuera afecta a la atribución. Por lo que se
sabe, los observadores cometen más sesgos disposicionales y los actores situacionales.
Por ejemplo, si uno mismo conduce (actor) muy despacio porque teme pasarse la calle
por la que debe doblar explica su lentitud por lo poco visibles que son los letreros con el
nombre de las calles (un factor situacional), pero si alguien va detrás de él con prisa
(observador) pensará que es un mal conductor, lento y torpe (factores disposicionales).
Es muy importante señalar ahora que la tendencia a acudir mayoritariamente a
explicaciones disposicionales es tan común que se denomina error fundamental de
atribución. Al menos en la cultura occidental, es verdad que la gente, al juzgar la
conducta de los demás, tiende a explicarlo todo por factores disposicionales y olvidar, en
gran medida, los situacionales.
Aunque se ha mencionado de pasada al hablar de los aspectos conductuales que
influyen también en la percepción social, hay que destacar ahora un sesgo muy
importante el de conspicuidad o saliencia. De acuerdo con él, las personas que, por la
razón que sea, destacan o llaman la atención atraen hacia sí más atribuciones de
correspondencia y disposicionales. Por ejemplo, hace no mucho tiempo el «mujer tenía
que ser» estaba a la orden del día cuando había pocas mujeres conductoras y estas
parecían cometer cualquier imprudencia. Y es que, en general, la desproporción en
muchas actividades hace que las personas minoritarias en determinadas profesiones

90
tengan mucha conspicuidad y saliencia y, por tanto, convoquen este tipo de atribuciones.
Así, una mujer camionera será considerada bruta y fuerte; un hombre que trabaja en un
jardín de infancia sensible y delicado.

La culpable inocente

Si se tienen en cuenta todos los factores atribucionales que se han ido exponiendo, se
comprende por qué Dolores Vázquez fue juzgada con tanto rigor. Su acción parecía lo
más grave posible, lo más alevoso que cabía concebir (en particular, por su proximidad a
las afectadas y por su supuesta hipocresía al ayudar a buscar a la joven cuando se creía
desaparecida), su actitud y su personalidad invitaban a realizar atribuciones de
correspondencia y disposicionales; por último, su condena en primera instancia por un
jurado —aunque luego fuese absuelta— hacía difícil la retractación de la opinión social
(un sesgo de «justicia divina» o «mundo justo»). Pero adviértase que, si la policía
hubiese detenido como sospechosos el mismo día a Dolores Vázquez y a Tony
Alexander King, todo el mundo habría actuado con más prudencia y habría dudado entre
la responsabilidad de los dos hasta que no hubiesen aparecido pruebas concluyentes
contra uno u otro. La necesidad de tener cuanto antes un culpable jugó una mala pasada
a Dolores Vázquez, pero, en realidad, fue la dificultad para admitir que la opinión
pública se había equivocado al atribuirle el crimen lo que provocó que viviese ese
rosario de penalidades y que, aún hoy en día, haya quien desee verla en un calabozo.
Ojalá este hecho ayude a atribuir culpa con más prudencia cuando vuelva a aparecer en
los medios de comunicación un caso semejante.

91
5
LA ATRACCIÓN INTERPERSONAL

Entre las secciones de anuncios por palabras de algunos periódicos y revistas hay un
apartado dedicado a las relaciones personales. Dejando aparte las denominadas
«profesionales», se encuentran subsecciones de «matrimonio y relaciones estables»,
«chico busca chica», «chico busca chico», «chica busca chica» e incluso «otros»
después. En el Segunda Mano, uno de los periódicos más conocidos de anuncios por
palabras, bajo el epígrafe ‘Matrimonio y relaciones estables’ se explica que:
Esta sección está abierta a anunciantes buscando pareja en romance, matrimonio o relaciones
estables de convivencia. Anunciantes buscando contacto personal deben anunciarse en las
secciones de contactos. Anunciantes buscando amistad de naturaleza no sexual o romántica
deben anunciarse en la sección de amistad.

Por tanto, desde el punto de vista popular las relaciones de pareja estables se
vinculan a la atracción «de naturaleza sexual»; sin embargo, no se trata sólo de
relaciones íntimas pues, en ese caso, lo que uno busca está en la sección de «contactos».
Pero para comprender un poco más quién y cómo se anuncia alguien en este apartado
orientado a las relaciones duraderas se transcriben literalmente algunos anuncios de un
día cualquiera:1
ARIES pasional, busca chica delgada, atractiva, simpática y agradable, hasta 34 años, para
formar una pareja a la vez explosiva, cariñosa y muy maja. Dejar teléfono.

ATRACTIVA mujer rusa 50/160/58, esbelta, ojos grises, pelo largo marrón, divorciada, sin
hijos, alto nivel educativo, hobbies: arte, deporte, viajar… busca hombre de confianza para
matrimonio. Escribir en inglés a la dirección…

BRASILEÑA estudiante de Derecho, morena, de 37 años, 1,60 m., quiere conocer a un


hombre de entre 40/50 años con trabajo estable y buena situación económica, expedir carta a
la dirección…

BUSCO chica atractiva y romántica sin ganas de perder tiempo que por su forma de trabajo o
modo de vida trabaje por las noches o haga guardia de forma esporádica o continua. Yo 34
años, educado, culto, sano y de buena presencia. Espero tu llamada.

BUSCO chica de 28 a 40 años, atractiva, con buena presencia, no importa nacionalidad, para

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relación estable, convivencia y matrimonio. Tengo 49 años, 1,76 de estatura.

CABALLERO SEPARADO 53 años, serio, culto, responsable, aficionado a la música, cine,


naturaleza, desea conocer mujer para amistad y posible relación, dejar teléfono.

DESPAMPANANTE MUJER 39 años, 1,68 cm, 57 kg., romántica, simpática, dulce,


divorciada, busca su media naranja para relación estable.

ATRACTIVA mujer rusa 28/176/67, tierna, cariñosa con los niños, sensible, afectuosa,
sincera, busca hombre honesto, serio y con posición estable para matrimonio.
EMPRESARIO 42 años, soltero, 1,86. Desea conocer mujer joven y delgada para
matrimonio o relación estable, no importa color ni nacionalidad, me gusta la diferencia, soy
persona con corazón.

PROFESIONAL de alto nivel y empresario, nivel socioeconómico alto, atractivo, cariñoso,


no fumador, 61 años, valoraría señora atractiva, alta, guapa y con clase, para disfrutar de todo
lo bueno de la vida con relación estable.

SEÑORA atractiva, buen nivel socio-cultural, me gusta el cine, la música, viajes y más,
busco caballero libre, viviendo en Madrid, entre 47 y 55 años, relación auténtica y duradera.

DELGADA chica, 25/165/55, rubia, busca hombre generoso y decente de hasta 40 años y
más de 1,75 para relación seria.

La lectura de estos pocos anuncios habrá dejado claro las notables diferencias que
existen entre hombres y mujeres a la hora de presentarse como candidatos atractivos para
las relaciones estables con el otro sexo. En conjunto, las mujeres saben que deben
explicitar su apariencia física (en particular, la delgadez) y cualidades tradicionalmente
«femeninas» como la ternura, el amor a los niños, la amabilidad, la dulzura, etc. Los
hombres, en cambio, hablan de su trabajo (empresario, profesional), su nivel social y
económico y, ya de forma más tangencial, de datos que orientan respecto a su aspecto
(como la altura o la edad); curiosamente, también dan algún detalle que creen que puede
resultar interesante como el hecho de ser no fumador, culto, sano, etc. Resulta también
muy revelador el hecho de que aquello que piden los hombres a las mujeres sea,
justamente, lo que ellas empiezan mencionando (su atractivo físico); al tiempo que
aquello que piden las mujeres a los hombres sean muchas de las cosas que ellos
mencionan (posición económica estable); no obstante, las mujeres insisten en la
confianza, la sinceridad o las intenciones serias, pero los hombres parecen olvidarlas en
sus anuncios.

El auténtico efecto AXE

Leyendo los anuncios que se han transcrito se podría llegar a concluir que la atracción
interpersonal es, en realidad, un tema demasiado simple como para requerir tantas y
tantas páginas: los hombres se sienten atraídos por mujeres guapas, y las mujeres por
hombres bien situados económicamente, honrados y, a ser posible, algo atractivos.

93
Por tanto, adviértase desde este punto de vista que hay dos aspectos relevantes:
primero, que lo que se busca parece reducirse a unas pocas características; y, segundo y
más importante: que lo atractivo es algo que tiene el otro: belleza, dinero, cultura,
honestidad, dulzura… Sin embargo, como en todos los fenómenos que analiza la
Psicología Social, se está olvidando un factor clave: la interacción. Y la interacción
siempre representa poner en relación dos o más personas. De forma más sencilla: la
belleza no se tiene de forma absoluta, sino para alguien en concreto y sujeto a un marco
cultural; tampoco uno es honesto en el vacío, se es honesto con alguien. Creer que la
atracción interpersonal se fundamenta en unas cualidades que poseen (afortunadamente
para ellas) determinadas personas supondría que todos los hombres se sentirían atraídos
exactamente por las mismas mujeres, y todas las mujeres exactamente por los mismos
hombres, y únicamente se querría tener relaciones estables o matrimoniales con esas
personas. Sin embargo, no es esto lo que sucede en la práctica. A lo largo de la vida, se
acaba descubriendo que muchos tipos de personas acaban considerándose atractivos, con
muy distintas apariencias físicas, con diferentes cualidades personales, con formas de ser
alternativas. Una mirada un poco más atenta revela que la atracción interpersonal no
puede obedecer sólo a lo que tiene el otro, sino a lo que tiene uno mismo (o le falta) y a
las circunstancias sociales en que se produce el encuentro interpersonal.
Si en toda atracción interpersonal hay una persona en relación con otra, dentro de
un contexto determinado (ver figura 5.1.), entonces para explicar el fenómeno de la
atracción interpersonal se necesitan, al menos, cuatro conjuntos de variables:
1. Las características del otro (como, por ejemplo, el aspecto físico).
2. Las características de uno mismo (por ejemplo, la propia estima o la
seguridad).
3. Las cosas comunes o compartidas, que no están ni en uno ni en otro, sino al
entrar en contacto esas dos personas (por ejemplo, la coincidencia en los
gustos o en los caracteres).
4. Las características de toda la situación o el marco donde se produce la
interacción (por ejemplo, no es igual si la relación se produce en un sitio de
vacaciones de verano o en una situación de grave peligro como una guerra).

FIGURA 5.1
COMPONENTES IMPLICADOS EN EL FENÓMENO DE LA ATRACCIÓN
INTERPERSONAL

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Así pues, la psicología popular parece olvidar muchos elementos que explican por
qué la atracción interpersonal es un tema tan complejo y apasionante. En este capítulo se
analizarán los aspectos fundamentales que se contienen en cada uno de esos conjuntos de
variables (la propia persona, las características del otro, factores en común y factores
contextuales de la interacción) pero, antes de ello, el siguiente apartado tratará de
esclarecer qué es en sí la atracción interpersonal y cuáles son sus diferencias con otros
conceptos relacionados.

Anatomía de la atracción

¿Realmente se quiere saber qué es el amor? A veces existe la impresión de que tratar de
desvelar determinadas realidades humanas y someterlas al imperio de la Ciencia acabará
por deshacer su encanto lo que, al final, arrojará una imagen del hombre excesivamente
robotizada. También hay quien cree que asuntos como la amistad, la afiliación, la
fraternidad o, mucho más aún, el amor son, por su misma naturaleza, poco aprehensibles
para el método científico. Sin embargo, todos ellos han sido analizados
experimentalmente, como pronto se verá.
Para aclarar algo más la terminología que aquí se emplea, hay que comenzar
distinguiendo entre afiliación, atracción y amor.
La afiliación es el concepto más general y abarca desde la amistad hasta el amor.
Es una tendencia básica, presente en todos los seres humanos, que lleva a buscar la
compañía de otras personas. La afiliación está arraigada en nuestra naturaleza, pues
resulta básica para la supervivencia. El niño se encuentra seguro de forma natural si está

95
junto a su madre, y, posteriormente, si tiene cerca otros adultos con los que ha
desarrollado un vínculo de apego. De alguna manera, esta tendencia se mantiene de por
vida, aunque adquiera distintas formas posteriormente. La afiliación permite que se
alcance un desarrollo más pleno; que, tanto como individuos y como especie, el
organismo se adapte a los más distintos contextos, que se desarrollen las capacidades
expresivas, que disminuya la ansiedad o que se incremente la auto-estima (al sentirse
querido y/o necesario). Los entornos amenazantes estimulan la afiliación, pero las
situaciones de concentración y las que avergüenzan empujan hacia el aislamiento.
La atracción interpersonal se define en la Psicología Social como el juicio que una
persona hace de otra a lo largo de una dimensión actitudinal cuyos extremos son la
evaluación positiva (amor) y la evaluación negativa (odio) (Baron y Byrne, 1991). Pero
esta evaluación —este juicio cognitivo— se acompaña de conductas (por ejemplo, el
intento de estar con los que atraen), de sentimientos (sentirse felices y alegres al estar
con quienes atraen) y de cogniciones (por ejemplo, inferir que alguien es simpático por
el mero hecho de que resulta atractivo) (Moya, 1999). Si la afiliación es algo cuyo
arraigo biológico es palmario, la atracción interpersonal es básicamente un fenómeno
social. Por tanto, más que por satisfacer un instinto o un impulso genético, se explica por
factores psicosociales; por ejemplo, por el refuerzo directo que supone estar con
determinadas personas (o por cuyo contacto se obtienen refuerzos de otros), por el
equilibrio cognitivo que representa tener las mismas ideas, actitudes o gustos que otros
(que serían los que causan la atracción); o, de acuerdo con la teoría del intercambio
social (Blau, 1964), porque el contacto con determinadas personas aporta más ventajas y
perjuicios.
Por último, el más escurridizo de todos los conceptos es el del amor. Se delimitará
aquí de una forma muy elemental y de pura observación como aquel proceso en el que
las relaciones interpersonales se acompañan de fuertes dosis de afecto y atracción.
Posteriormente, en el apartado dedicado a las concepciones del amor, se abordará con
más detalle este punto.

Las gracias que te adornan

Como se vio en los anuncios por palabras, en principio las personas que atraen (en
particular a los hombres) son, fundamentalmente, aquellas físicamente bellas. Y esto no
es una opinión, sino algo contrastado experimentalmente (Hatfield y Sprecher, 1986).
Sin embargo, quién es bello y quién no, es algo relativo, fruto siempre de la opinión
social. En realidad, cada época y prácticamente cada cultura sostiene unos cánones de
belleza diferentes, que se plasman en su creación artística (pintura, escultura, cine,
fotografía, publicidad, etc.). Sin necesidad de establecer recorridos históricos y sin ni
siquiera remontarse muchos años atrás, pueden apreciarse cambios notables en lo que

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vuelve a una persona (hombre o mujer) atractiva. Ya se ha citado, a cuento de los
anuncios, algunos de estos patrones socialmente compartidos: el cuerpo esbelto, el pelo
brillante, abundante, la piel morena (¿por qué la estudiante de Derecho empieza su
anuncio destacando que es «brasileña»?) y, por supuesto, el aspecto juvenil. Lo joven es
hermoso; lo maduro, el deterioro de esa hermosura. Por tanto, nadie «mayor» puede
aspirar a ser valorado en tanto en cuanto no retenga los atributos de la juventud. Por eso,
cuando alguien reconoce que tiene más allá de los 40 ó 50 años no deja de añadir que
está muy joven o con muy buen aspecto. Y es adecuado pues investigaciones como las
de Cunningham (1986) han demostrado que un rostro femenino atractivo es aquel con
aspecto infantil: ojos grandes y separados, nariz pequeña, sonrisa amplia, barbilla
pequeña. Es verdad, no obstante, que también pueden resultar interesantes mujeres con
aspecto maduro: pómulos prominentes, cejas altas y pupilas grandes. Por último, otros
rasgos que se consideran atractivos son: la estatura elevada para los hombres, pero no
para las mujeres (Sheppard y Strathman, 1989) y la estructura corporal «femenina» para
las mujeres (en particular, la relación pecho-cintura-caderas) (Alicke, Smith y Klotz,
1986; Singh, 1993).
En general, se considera que la apariencia física hermosa es algo que agrada, pero
que no afecta a nuestra conducta de manera importante; se le atribuye un papel
determinante sólo para el contacto superficial, y no se cree que influya en los juicios
sobre otras características de la persona (simpatía, inteligencia, amigabilidad, etc.). Esta
creencia revela una gran ingenuidad, pues, aunque no se aprecie conscientemente, se
produce una inculturización según la cual «lo que es bello, es bueno» (Eagly, Ashmore,
Makhijani y Longo, 1991); y, de hecho, se actúa en consonancia con este presupuesto.
Los cuentos, los dibujos animados, el cine y las series de televisión suelen presentar a los
héroes como personas guapas y adornadas de todas las virtudes (coraje, humanidad,
integridad, etc.), lo que influye en las creencias desde muy temprano. Además, las
personas atractivas tienen más oportunidades de aprender y practicar habilidades sociales
(por lo que, efectivamente, acaban despertando más simpatía y se desenvuelven mejor;
en particular, los hombres), y, como todo el mundo, responden a las expectativas que
recaen sobre ellas (si se cree que alguien va a actuar de forma inteligente, amable y
buena es más probable que acabe actuando así). No obstante, es verdad que no todas las
virtudes se asocian con la belleza: mientras que la competencia social parece muy
vinculada a ella, es moderada la relación entre atractivo físico y ajuste personal o
competencia intelectual; y muy baja o nula la que se establece entre belleza e integridad
y preocupación por los demás (Eagly et al., 1991; Feingold, 1992).
Pero un atractivo físico muy notable puede volverse también contra uno mismo.
Sigall y Ostrove (1975) demostraron que si una mujer muy bella era acusada de un delito
para cuya comisión utilizó el engaño (por ejemplo, una estafa), recaen sobre ella penas
más severas que si su apariencia es normal. La explicación de este resultado estriba en
que, para los que juzgan, las mujeres hermosas han hecho una doble trampa al servirse
de una apariencia que, en su lógica inconsciente, debería corresponder a la de una
persona buena: por tanto es una nueva demostración del principio general «lo bello es

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bueno». En la misma línea, también debe aludirse la investigación de Sigelman, Thomas,
Sigelman y Robich (1986) que encontró una relación inversa entre atractivo físico en las
mujeres y su valoración negativa como políticas (justo al revés de lo que pasaba con los
políticos varones)… ¿Quizás porque existe la creencia de que un político tendrá que
mentir en algún grado?
Hasta ahora se ha mencionado el efecto que el atractivo tiene sobre las otras
personas. Sin embargo, también puede resultar interesante analizar cómo redunda la
propia belleza física en uno mismo. ¿Son los guapos, tal y como reza el estereotipo,
personas engreídas y pagadas de sí mismas? Aunque parezca raro, ser una mujer muy
atractiva físicamente también posee una serie de contrapartidas para la vida social. Así
que es posible que el famoso dicho «la suerte de la fea la guapa la desea» no sea siempre
un consuelo de las menos agraciadas. Major, Carrington y Carnevale (1984) llevaron a
cabo una serie de investigaciones para saber qué pensaban sobre su rendimiento mujeres
y hombres muy atractivos que tenían que llevar a cabo un trabajo intelectual. En el
experimento se seleccionó un grupo de personas, de las cuales la mitad eran muy
atractivas y las demás muy poco atractivas físicamente. Se les pidió que redactaran un
trabajo sobre un tema que luego iba a ser corregido por una persona del sexo opuesto,
según se les dijo. A la mitad de cada uno de los grupos (guapas y feas) se les avisó de
que la persona que corregiría el trabajo les iba a estar viendo durante la redacción de la
prueba; a la otra mitad se les dijo que nadie les vería en ningún momento. Como se
esperaba, los sujetos diferían claramente en el grado en que atribuían sus buenas
calificaciones a la calidad del trabajo en sí. Las menos atractivas consideraban sus
calificaciones con independencia de haber sido vistas o no, pero las guapas que habían
sido vistas creían que su trabajo no era tan bueno como les decía el examinador
(probablemente sentían que su belleza les había favorecido, influyendo de forma
consciente o inconsciente en la persona que emitía el juicio). La belleza había actuado
como efecto de descuento respecto a la valoración de su rendimiento intelectual. Por
tanto, existen indicios de que las personas muy hermosas tienden a interpretar los datos
que reciben de los demás de manera sesgada por sus cualidades físicas. No creen que su
trabajo o las cosas que hagan o lo que digan puedan ser valoradas objetivamente, sino
que los juicios de los demás siempre se verán influidos por su agradable apariencia. De
alguna manera vienen a creer que nadie puede librarse del efecto que su atractivo
produce, lo cual puede ser, al menos en muchos casos, una distorsión perceptiva.
En las revistas del corazón aparecen con frecuencia imágenes de hombres ricos y
poderosos (aunque no atractivos físicamente), acompañados de jóvenes de gran belleza.
En ocasiones, al comentar estas «asociaciones» se tacha de materialistas a las mujeres y
de ridículos a estos hombres. Sin embargo, Sigall y Landy (1973) demostraron que, en
general, cuando un hombre aparece acompañado de una mujer muy atractiva, aumenta la
favorable impresión que causa, lo que no sucede en el caso de las mujeres. Ahora bien,
los efectos de las asociaciones deben matizarse pues varios trabajos han puesto en
evidencia que el atractivo sexual de las personas aumenta si son acompañados de
personas bellas, pero también puede disminuirlo si se dan determinados efectos de orden.

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En concreto, cuando se presentan simultáneamente dos personas del mismo sexo a la
contemplación de una tercera, funciona el «fenómeno de la asimilación» y la persona de
atractivo físico medio pasa a ser considerada como más hermosa de lo que es por estar
asociada a una más guapa que ella. Pero cuando lo que se le presenta a un espectador
neutral son dos personas que aparecen sucesivamente, funciona el «fenómeno del
contraste» y la persona normal aparece como más fea si la que apareció antes era muy
guapa, y como más guapa de lo que es si la que le precedió era bastante fea. De manera
que para que sea cierto que el atractivo físico de alguien produzca beneficios por
asociación, se requiere que sea percibido simultáneamente con otra persona atractiva,
porque si no es así más bien perjudica y produce pérdidas en vez de ganancias.
Muchos testimonios e imágenes de época revelan que Mata Hari, la conocida
bailarina y espía de la Primera Guerra Mundial, no era una persona espectacularmente
hermosa. Sin embargo, ha pasado a la historia como la más subyugante de las mujeres.
¿Cuál era su secreto? Es posible que supiese tornarse más seductora gracias al manejo
intuitivo de varios factores que la Psicología Social ha encontrado relacionados con el
aumento del atractivo de las personas. Uno de estos factores es el llamado «hard to get
effect» (algo así, como «efecto de los difíciles de conseguir»). Wright y Contrada (1986)
demostraron experimentalmente este efecto; sus resultados apuntan básicamente hacia
que las personas que se hacen más difíciles de conseguir (aunque hasta cierto límite)
ganan atractivo, mientras que aquellas que «caen rendidas» a las primeras de cambio
dejan de atraer. En realidad, hace ya cuarenta años Aronson y Linder (1965) habían
comprobado que es mucho más placentero recibir reconocimiento de aquellas personas
de las que costaba trabajo conseguirlo.2 Y, más recientemente, Amabile (1983) concluía
que aquellas personas a las que no se cae tan bien y que se muestran más bien críticas
con uno son percibidas como más brillantes, mientras que aquellas a las que se cae bien
de primeras son juzgadas como bondadosas pero menos inteligentes. Con estos datos
parece resultar más claro por qué en ocasiones se oyen comentarios como el siguiente:
«Yo me desvivo por él, hago todo lo que desea, me esfuerzo por resultarle simpática, y
nada; en cambio es tan idiota que se muere por esa otra que no le hace ni caso.» Una idea
muy similar a la que el Bardo de Avon puso en boca de sus personajes en El sueño de
una noche de verano:
DEMETRIO: ¿Es que hago algo por seducirte? ¿Te halago, acaso? ¿O más bien te digo con
franqueza que no te quiero ni puedo quererte?

HELENA: Y aun eso acrecienta mi amor. Soy tu perro fiel, Demetrio: cuanto más me maltratas, más
fiestas te hago. Trátame como a tu perro: desdéñame, golpéame, ignórame, piérdeme; sólo te
pido que me permitas seguirte, aunque no merezca hacerlo.

Hasta el momento se ha pasado revista exclusivamente al aspecto externo, pero lo


que hace atractiva a una persona no son sólo sus rasgos físicos, o las interacciones de
estos con otros factores. Algunas investigaciones se han detenido a analizar esas otras
características personales socialmente valoradas. De acuerdo con el resumen de
investigaciones que ha realizado Moya (1999) podría concluirse que las personas que se

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vuelven más atractivas para las demás son las que demuestran afecto y competencia.
Dentro del afecto, se incluyen tanto rasgos (por ejemplo, afectuoso, amigable, feliz,
considerado), como conductas no-verbales (sonreír, mirar con atención, ser expresivo en
las emociones) y disposiciones actitudinales (mostrar agrado por las personas y las
cosas). La competencia comprende habilidades sociales, inteligencia y destrezas como
saber mantener conversaciones interesantes, saber de lo que se habla, etc. Otros trabajos
han sacado a relucir la comprensión, la lealtad, la capacidad para captar los sentimientos
de los demás, la sinceridad o la alegría. No obstante, hay que añadir que aquellas
personas tan inteligentes o capaces que parecen casi perfectas ganan mayor atractivo
cuando cometen algún error o «metedura de pata» que las humaniza y acerca al común
de los mortales. Este fenómeno es conocido como efecto pratfall (Aronson, 1997).
Pero el valor de cualquiera de estas facetas personales se incrementa cuando
pueden beneficiar al que las considera. Por ejemplo, alguien muy sincero resultará aún
más atractivo si interesa tener una relación de pareja con él; alguien inteligente parecerá
más atractivo si se convierte en un amigo y puede ayudar a resolver un problema.
Pese a ser una creencia muy común, no se aprecia más a aquellas personas que se
muestran siempre de acuerdo con el interlocutor o que, en cualquier circunstancia, le
halagan y valoran. Cuando esos juicios se emiten con independencia de la situación o las
respuestas que se den, acaban por no ser apreciadas e incluso acaban despertando
sospechas.

Dime de qué presumes…

Curiosamente, aunque una persona reúna todas o la mayoría de las características


atractivas que se describen en el apartado anterior no necesariamente seducirá a la
persona que desea. Recuérdese que, según el esquema que se planteaba al principio, las
cualidades atractivas que están en el otro forman sólo uno de los componentes del
fenómeno de la atracción. Ahora se dirigirá la atención hacia el segundo de ellos: las
características de la persona que puede sentir (o no) la atracción.
La observación común —y también la experimental— ha demostrado que existen
personas más susceptibles de sentirse fácilmente atraídas por los demás (podría decirse
que son más «enamoradizas» o más «abiertas al trato») y personas que raramente se
siente atraídas por los demás, por muy bellas, interesantes, competentes, etc. que puedan
ser. ¿Cuáles son los rasgos distintivos de unos y otros?
Ya Freud (1922) estableció una relación entre la auto-estima y la tendencia a
sentirse atraído por otros. Según el autor vienés, valorarse poco a uno mismo facilitaría
la inclinación hacia los demás y el considerar que muchos de los que están alrededor son
personas atractivas. Esta hipótesis fue cuestionada por otros autores psicoanalíticos —

100
como Horney o Sullivan— que, al contrario de lo postulado por Freud, afirmaban que
era la seguridad en sí mismo lo que favorecería el sentirse atraído. Por lo que hoy se
sabe, desde las investigaciones de Kiesler y Baral (1970) puede concluirse que ambas
aportaciones tienen parte de verdad, ya que las personas con baja autoestima sienten una
necesidad mayor de recibir el aprecio de los demás y presentan más deseos de
relacionarse; pero también, debido a su baja autoestima, tienen una mayor inhibición a la
hora de establecer relaciones sociales con personas atractivas, pues sufren más temor al
rechazo. En cambio, las personas con alta autoestima seguramente no necesitan tanto el
aprecio de los demás, pero se muestran menos inhibidos y asumen más riesgos a la hora
de buscar la compañía de otras personas, aunque sean muy atractivas e independientes.
Pero, probablemente, la cualidad más estrechamente relacionada con la facilidad
para aproximarse a otros —tanto que podría tomarse como un trasunto de ella— sea la
motivación afiliativa. Ya se expuso en el capítulo tercero que las personas se
diferenciaban por su mayor o menor motivación de afiliación. Aquellos con necesidades
de afiliación más intensas (en particular, cuando esta se define como un deseo de no
perder la intimidad con los amigos y conocidos) son también los que más deseos tienen
de relacionarse. Pero esta mayor motivación afiliativa tiene una notable contrapartida
emocional: la mayor sensibilidad en estas personas al rechazo interpersonal.
Sin embargo, este sentimiento es muy distinto de un cuadro psicopatológico que se
denomina fobia social. El sujeto que sufre este trastorno experimenta un miedo tan
intenso ante las situaciones sociales que evita cualquier contacto con personas que no
sean los propios familiares o personas conocidas de toda la vida. No se trata sólo de la
lógica timidez ante desconocidos: el encuentro con estos debe producir casi
invariablemente una respuesta inmediata de ansiedad y, además, la persona que lo sufre
debe tener la impresión de que este temor resulta excesivo o irracional. Más en concreto,
los sujetos aquejados de fobia social experimentan una preocupación constante por la
posibilidad de que en sus encuentros con otros se muestren demasiado ansiosos, débiles,
estúpidos o, incluso, «raros» o «locos». Y les parece que todo ello se puede poner de
manifiesto por el titubeo de su discurso, por su falta de voz, por el temblor de sus manos,
por el enrojecimiento de su cara, por su sudor, tos, etc. Por ello, es probable que eviten
comer, hablar, beber o escribir en público. La fobia social supone el extremo de
dificultad para relacionarse con las demás personas. Y, muchas veces, la soledad, el
aislamiento y la incomunicación a las que conduce, favorecen que el sujeto, en un
proceso de racionalización, acabe negándose cualquier posibilidad de sentirse atraído por
nadie.
Hay que añadir, por último, que la atracción interpersonal es distinta según
evoluciona el sujeto. Para todos los niños es crucial hacer amigos, aunque, cuanto más
pequeño se es, más importante es una estrecha vinculación con los padres.
Posteriormente, es fundamental en el período adolescente, y gran parte de la imagen
propia se establece a partir de la atracción interpersonal que despierta uno mismo en los
sujetos del otro sexo. Aunque para los adolescentes es más relevante, en realidad, las

101
personas más aisladas hoy en día son los ancianos. En la tercera edad parecen existir
menos deseos de atracción interpersonal, pero se dan muchas diferencias entre sujetos.

Rima asonante o consonante

Se analizan ahora los factores que no están propiamente ni en el sujeto atrayente ni en el


atraído, sino que dependen de la vinculación entre ambos. Dos son las variables más
estudiadas aquí: la complementariedad y la semejanza. Por tanto, se trata de dilucidar
cuál de los dos refranes está en lo cierto: «los polos opuestos se atraen» o «Dios los cría
y ellos se juntan».
Para empezar, la opinión más popular es que la complementariedad posee una
fuerte carga de atracción interpersonal. Es frecuente oír que un chico nervioso se siente
especialmente bien con una chica muy tranquila; o creer que una mujer muy
desordenada deseará hallar un hombre ordenado. ¿Hasta qué punto son verdad estas
apreciaciones? Lo primero que hay que observar es que estos dos ejemplos sólo recogen
complementariedades respecto al comportamiento, lo que supone únicamente una de las
posibilidades. Cualquiera puede advertir que es muy difícil que una relación se mantenga
en el tiempo cuando existen diferencias muy notables respecto a los gustos, por ejemplo
en una pareja en la que al hombre le guste mucho la música clásica y asista con
frecuencia a conciertos sinfónicos y representaciones operísticas, y, en cambio, a la
mujer sólo le apasione el heavy metal. Otro tanto cabe decir para el que desee viajar
permanentemente y se junte con una persona muy hogareña. A la larga, no pueden
sostenerse tales «complementariedades» y la relación acaba siendo un foco de problemas
a no ser que se produzcan cambios en esos gustos o actitudes; que es lo mismo que decir
que se camine hacia la semejanza. En realidad, la investigación ni siquiera ha
demostrado que, a largo plazo, las complementariedades de tipo comportamental —por
ejemplo, alguien muy sumiso con alguien dominante— garanticen una relación
satisfactoria, pues tales diferencias acaban por frustrar a algún miembro de la pareja y se
traducen en una menor satisfacción vital.
No obstante, es cierto que si uno ojea anuncios como los que se incluían al
principio de este capítulo puede creer que una manera de convertirse en alguien atractivo
consiste, precisamente, en ofrecer una supuesta complementariedad a la pareja: un
hombre con dinero querrá una mujer atractiva; una mujer atractiva un hombre con
posibles. Empero, esta no es una auténtica complementariedad, pues lo que ambos
desean es la conjunción de las dos cosas y la cuestión estriba únicamente en qué ponen
más de relieve o qué priorizan como su publicidad.
En cambio, puede ya adelantarse que la mayoría de las investigaciones han
señalado que la semejanza (al menos en cierto grado) es un imán mucho más poderoso
para la atracción interpersonal. De hecho, se mencionarán a continuación varios trabajos

102
que así lo han puesto de relieve.
Theodore Newcomb (1961) llevó a cabo un experimento ya clásico para demostrar
esta realidad de una manera global. Newcomb analizó a varios alumnos universitarios de
una residencia de estudiantes. Como se servía de las matriculas universitarias sabía
cuáles eran las características de los distintos chicos y chicas que, el curso siguiente,
comenzarían su licenciatura. Contando únicamente con datos demográficos —edad,
estudios, aficiones y gustos reconocidos, origen urbano o rural, etc.— predijo quiénes
acabarían cayéndose mejor al cabo de un tiempo. Sus resultados confirmaron la
hipótesis: la coincidencia en estos factores predijo las relaciones que se establecían entre
los distintos jóvenes.
No obstante, se impone un análisis algo más preciso que el de Newcomb, pues
existen muchos tipos de semejanzas posibles.
Distintos estudios han demostrado que la semejanza de personalidades entre los
miembros de una pareja predice la estabilidad en relaciones de larga duración. Por tanto,
esposos de personalidades semejantes tienden a mostrar mayor satisfacción que aquellos
con personalidades muy distintas.
La semejanza en el nivel de atractivo físico, en cambio, no ha ofrecido resultados
tan claros. Existe una discrepancia entre los estudios de laboratorio y los de campo (más
próximos a las situaciones reales). Mientras que los primeros apuntan en relación a la
hipótesis de la semejanza —esto es, sujetos con similar nivel de atractivo físico se atraen
más que los de nivel de atractivo físico disímil—, los segundos no hallan tal relación de
forma clara. En cualquier caso, algo sobradamente observado es que, en la vida real, el
nivel de atractivo físico en parejas de larga duración tiende a equipararse. De hecho,
Zajonc, Adelmann, Murphy y Niederthal (1987) demostraron experimentalmente este
fenómeno. En su investigación se pidió a unos estudiantes universitarios que
emparejasen una serie de fotografías (en las que sólo aparecía el rostro) de personas
recién casadas y de otras que llevaban veinticinco años de matrimonio. Los
universitarios debían formar las parejas deduciendo —únicamente por el aspecto físico
— quiénes eran pareja y quiénes no. Los resultados mostraron que en las parejas de larga
duración el acierto era muy superior al azar; en cambio, no se adivinaba quiénes podían
ser pareja cuando se acababan de casar. La conclusión es evidente: las personas que se
tratan mucho acaban «teniendo algo en común». Es posible que esa convivencia
prolongada modifique realmente el aspecto físico, al igual que afecta a la manera de
vestir, el modo de arreglarse, los gestos, las expresiones, etc. Por tanto, quizás la
semejanza en el aspecto físico de las personas no sea tanto una «causa» de su atracción,
sino un «efecto» de su relación continuada.
Otra semejanza estudiada es la que corresponde a las actitudes. Y, probablemente,
es la que ha reunido mayor aval empírico (Byrne, 1971). Las personas que ven que sus
creencias, valores, sentimientos, opiniones, etc. coinciden (o, aunque sólo crean que
coinciden) con los de otras personas se sienten con mucha probabilidad atraídas por
ellas. Si se tienen en cuenta teorías como la de la disonancia cognitiva este resultado era

103
previsible. La coincidencia con alguien —sobre todo en entornos sociales menos
familiares— supone un gran refuerzo de seguridad y confirmación de las propias
opiniones. En cambio, opiniones y gustos muy distintos de los que uno tiene (sobre todo
si son minoritarios) se viven como una fuente de amenaza y crean un malestar que todo
sujeto procura reparar.
Por último, aunque no es exactamente algo de la misma naturaleza podría hablarse
de una semejanza en el grado de implicación o compromiso de los dos miembros de la
pareja. Ya desde la Teoría del Intercambio Social se planteaba que las relaciones
humanas se mantienen en virtud de los costes y beneficios que proporcionan. En el
campo de los vínculos de pareja esto parece singularmente verdad: las relaciones en las
que se produce un equilibrio entre lo que uno da (o se implica) y lo que uno recibe son a
la larga más satisfactorias y tienden a mantenerse en el tiempo; en cambio, en aquellas
relaciones en las que hay desequilibrio (tanto porque uno dé mucho más que otro como
porque dé mucho menos) resultan insatisfactorias. En estas situaciones es habitual que se
pongan en marcha mecanismos compensatorios, que, lógicamente, no tienen por qué
producirse en el mismo plano de actuación (por ejemplo, la mujer que se siente tratada
despectivamente en una relación puede negarse a ser afectuosa con su pareja y, de esta
manera, reequilibrar la situación), pero si, pese a tales mecanismos, la relación sigue
desequilibrada, tenderá a deshacerse.

El año en que vivimos peligrosamente

Si se recuerda de nuevo el esquema gráfico que configuraba este capítulo, se observará


que el «yo», el «tú» y la «relación entre las dos partes» se hallaban enmarcados en un
gran círculo que se denominaba «contexto de la interacción». Con él quiere señalarse
que el fenómeno de la atracción interpersonal no es independiente de la situación en que
se produce o, en otras palabras, que existen factores ajenos a los protagonistas e, incluso,
a su mutua vinculación. En este apartado se repasarán algunas de estas variables que
circundan toda la relación y que afectan a los sentimientos de los protagonistas en un
grado mucho mayor del que habitualmente se supone.
Pero por comenzar con algo aparentemente banal, se señalará el hecho de que
prácticamente casi todo el mundo se hace amigo y se acaba emparejando con aquellas
personas que se encuentran físicamente próximas. Los matrimonios entre personas de
distintas nacionalidades representan un porcentaje muy bajo dentro del total e, incluso,
las amistades fuera del círculo de la propia ciudad. Si se cree en el mito de la «media
naranja» —existe una persona ideal que encaja perfectamente conmigo y es única en el
mundo—, hay que reconocer que los dioses son muy clementes, pues casi siempre la
colocan a muy pocos kilómetros. Por tanto, la proximidad física parece un factor (ajeno a
los protagonistas y a sus gustos, actitudes, valores… mutuos o complementarios) que

104
influye determinantemente en que dos personas se atraigan. Pero para componer una
pintura más general, hay que reconocer (y así lo demostraron Ebbesen, Kjos y Konecni,
1976) que también en la comunidad cercana es donde se establecen los peores enemigos.
En síntesis, la proximidad física brinda la oportunidad de establecer relaciones, pero no
determina si serán de signo favorable o desfavorable.3 En realidad, es este un resultado
esperable pues la violación del espacio personal (concepto que se detallará en el capítulo
de la Psicología Ambiental), implica siempre un incremento en la intensidad emocional,
pero esta mayor intensidad puede dirigirse hacia polos positivos (la persona cae mejor,
parece más simpática) o negativos (se incrementa la antipatía) (Knowles, 1980).
En íntima conexión con la influencia de la proximidad física está el aspecto de la
frecuencia del trato. Es habitual que a mayor cercanía física haya más trato, aunque no
necesariamente (muchos vecinos viven durante muchos años muy próximos y no se
tratan en absoluto). En general, el trato frecuente tiene los mismos efectos que la
proximidad física: incrementa la atracción, pero también el rechazo interpersonal. No
obstante, es verdad —los trabajos de Zajonc (1968) así lo ponen de manifiesto— que el
mero contacto con alguien acaba generando más bien una familiaridad que despierta más
atracción que desprecio. Ahora bien, es más probable que esto acontezca cuando se parte
de sentimientos neutros o ligeramente positivos. Si, en cambio, existía un rechazo inicial
es muy probable que el trato frecuente genere una mayor repulsión.
Pero los trabajos más interesantes sobre el contexto que envuelve la interacción han
demostrado que el tipo de sentimientos que se generan en una situación determinada son
altamente determinantes en la atracción interpersonal. En concreto, y por mencionar de
entrada las conclusiones de Schachter (1959) y de Zimbardo (1971) las experiencias
dolorosas y generadoras de ansiedad llevan a la atracción, mientras que el despertar
vergüenza conduce al aislamiento y la separación del grupo. En estos trabajos se
comprobó experimentalmente lo que cualquiera puede observar en una sala de cine
donde se proyecta una película de terror: algunos espectadores se pegan a otros y se
refugian en su cuerpo. También es habitual ver cómo un chico avergonzado se aleja en el
patio de sus compañeros de clase. Durante los periodos bélicos (el cine lo ha reflejado
muchas veces) suelen surgir grandes pasiones entre los protagonistas. Hoy se sabe que,
efectivamente, la tensión que se vive en un país en guerra se traslada a sus habitantes y
por eso es normal que entonces sus historias de amor resulten mucho más intensas.
No obstante, esta atracción no es independiente del tipo de persona que se sea ni
del tipo de sujetos con los que se esté. En el siguiente cuadro (tomado de López-Yarto,
1998) se sintetizan las conclusiones sobre tipo de tensión contextual, el tipo de personas
y las características de la persona con quien es posible afiliarse (ver cuadro 5.1.).
Un último aspecto relativo al contexto que resulta sumamente interesante es el que
Brehm y Brehm (1981) denominaron reactancia. Para estos autores, todo el mundo
siente que tiene derecho a ciertas cosas, por lo que, cuando se le niegan, se vuelven
mucho más deseables y se está mucho más dispuesto a hacer lo que sea para obtenerlas.
Esta realidad psicológica se aplica perfectamente al caso de los amores contrariados. ¿Se

105
habrían amado tanto Abelardo y Eloísa de no ser por la oposición del tío de la joven y la
separación forzosa de ambos? ¿Estarían enterrados juntos Juan Diego Marsilla e Isabel
Segura si en vez de obstáculos sólo hubieran obtenido parabienes? ¿Se habría suicidado
Edgardo? ¿Habría enloquecido Lucía? ¿No se habría roto el hechizo de Romeo por
Julieta si sus respectivas familias, en vez de mortalmente enfrentadas, hubiesen sido
amigas y favorecido el enlace? ¿Cómo habría sido la historia de todos estos célebres
amantes, henchidos de pasión, si en vez de cortapisas hubiesen tenido allanado el camino
de su unión? ¿Habrían acabado como la Condesa y el Conde de Las bodas de Fígaro?
Driscoll, Davis y Lipetz (1972) comprobaron esta hipótesis a través de distintas medidas
que correlacionaron entre sí. El resultado fue inequívoco: en las parejas no casadas,
cuanto mayor era la oposición paterna a la relación, mayor amor romántico se
declaraban. Sin embargo, cuando ya estaban casados, la oposición paterna dejaba de
relacionarse con la pasión. En conclusión, si los padres desean que su hija se desenamore
de un chico que piensan que no le conviene, lo mejor que pueden hacer es no oponerse
frontalmente a su relación, de lo contrario fomentarán su pasión.

CUADRO 5.1
AFILIACIÓN Y CARACTERÍSTICAS DE LA TENSIÓN

Los pétalos de la rosa

La concepción del amor imperante en nuestros días no es la misma que la de la

106
Antigüedad. Es fruto de un largo proceso de elaboración colectiva; y entre sus
influencias más evidentes se hallan elementos de la época clásica y la filosofía platónica
(en algún lugar existe mi otra mitad perfecta), del amor cortesano (el amor es como una
enfermedad del alma a la que no podemos sustraernos, pero que nos hace sacar los
sentimientos más puros y elevados), del Romanticismo (el amor es una pasión que nos
arrastra, más fuerte que nosotros, que nos obceca, y puede con todo: el resto del mundo
no cuenta si se está junto al amado), de los padres de la Cristiandad: San Agustín, San
Jerónimo, Santo Tomás… (lo «natural» es la vinculación amor-sexualidad-matrimonio
entre un solo hombre y una sola mujer), y también muchas otras. Por tanto, qué significa
«amor» y «querer» depende de muchos factores, tiene muchas vertientes y resulta muy
distinto entre unas personas y otras (lo que, en ocasiones, supone el mismo germen de
los problemas de pareja).
Las teorías psicosociales del amor se han encontrado, por un lado, con el problema
de la delimitación y, por otro, con el del análisis de sus componentes. El amor se ha
abordado desde la perspectiva del proceso y también del resultado (estado). Además, ha
sido muy productiva la diferenciación entre el amor-pasión (lo que la mayoría de la
gente entiende por enamoramiento o «flechazo») y el amor-cariño, más prolongado en el
tiempo y con matices y elementos muy distintos del primero. En esta línea, durante los
años setenta Rubin llevó a cabo una serie de investigaciones (Rubin, 1970, 1973) en las
que, por medio de cuestionarios, demostró que cariño y amor eran entendidos de forma
muy distinta por jóvenes universitarios. Según sus resultados, el cariño tenía como
fundamento el afecto y el respeto, pero el amor se basaba sobre todo en la intimidad, el
compromiso con la otra persona y la preocupación por su bienestar. Por tanto, la
diferencia entre cariño y amor no es de grado o intensidad, sino que acoge significados
distintos.
Una teoría que sintetiza de forma elegante un buen conjunto de datos recogidos al
respecto del tema del amor es la de Sternberg (1989). Desde su enfoque el amor es visto
como un fenómeno poliédrico, y que, en consecuencia, debe tener distintos «apellidos»
según los componentes que lo formen. En la figura 5.2. se sintetizan esos componentes
(intimidad, pasión y compromiso) y las combinaciones de «amores» que pueden
producir. Como demuestra la figura, cabe hablar al menos de un «gustar», un
«encaprichamiento», un «amor vacío», un «amor romántico», un «amor compañero», un
«amor fatuo» y un «amor completo», aunque, aún dentro de ellos, caben variaciones
según tenga más peso un componente u otro.

FIGURA 5.2
TIPOS DE AMOR SEGÚN LA TEORÍA DEL AMOR DE STERNBERG (1989)

107
En el «amor compañero» predomina un sentimiento de apoyo mutuo, comunicación
y comprensión. Es un amor sin fuerte tono emocional, pero puede ser más poderoso que
el pasional si se tiene en cuenta la influencia en la vida de la persona; de hecho, es el
componente básico de las relaciones duraderas. En el «amor romántico», en cambio, la
intensidad no se modera, está cargado de excitación fisiológica, tiene asociados unas
emociones y pensamientos característicos (felicidad, bienestar, dificultades para
concentrarse, deseos de moverse, idealización u obsesión por la otra persona,
preocupación…) y una serie de conductas (decir «te quiero», buscar activamente a la
otra persona, dar regalos, expresar físicamente afecto…). No obstante, en este amor no
existe necesariamente compromiso a largo plazo. El «amor fatuo» es aquel en que la
intimidad con la otra persona no se ha producido; por ejemplo, porque dos personas que
se gustan a primera vista se casan o empiezan a vivir juntas aunque en realidad no se
conocen íntimamente. El «amor completo» es propuesto por Sternberg como el ideal en
el que se conjugan los tres componentes.
Por último, Sternberg (1989) deja también apuntado que los tres componentes no
tienen una temporalidad semejante: mientras que la intimidad se desarrolla gradualmente
(y puede continuar aumentando ininterrumpidamente), la pasión es muy intensa al
principio y luego se estabiliza o desciende; el compromiso crece despacio al inicio de la
relación y se estabiliza cuando las recompensas y costes de la relación se conocen en su
justa medida. El enfoque de Sternberg permite solucionar un viejo problema planteado
por los modelos de intercambio social según los cuales las relaciones se establecerían y

108
mantendrían en tanto en cuanto hubiese un equilibrio entre el recibir y el dar, pero se
desharían cuando se rompiese el equilibrio (es decir, un análisis de costes y beneficios).
Sin embargo, por las distintas fases que plantea Sternberg en los componentes amorosos
se puede comprender que en una relación afectiva de larga duración se produzca un
cambio progresivo desde los intercambios mutuamente justos a un enfoque comunal
respecto a la relación.

¡Es mía!

Entre los sentimientos que se han incluido en el amor-pasión se encuentran la felicidad y


el bienestar. Sin embargo, es cierto que las relaciones afectivas están también
impregnadas de emociones muy dolorosas. Aunque el amor sea correspondido, en
ocasiones (o, mejor, en muchas ocasiones) surgen los celos, las inseguridades e incluso
palabras y actos que laceran a la otra persona, le hacen sentir culpable; en los casos más
dramáticos se llega incluso a las acciones agresivas y destructivas.
Uno de los fenómenos negativos más característicos asociados al amor es el de los
celos. Normalmente, los celos se definen como los sentimientos de dolor, frustración o
rabia debida a la pérdida o amenaza de pérdida del otro. Claramente, los celos afectan a
la auto-estima y el amor propio (Mathes, Adams y Davies, 1985) y afectan
negativamente a la relación. Aunque se han esgrimido muchas razones sobre su origen,
resulta especialmente interesante recuperar los modelos evolutivos, fundamentados
desde las consecuencias genéticas que puede tener la infidelidad. Uno de esos modelos
es el de la «inversión parental», formulado por Trivers (1972) y que sirve, además, para
explicar las diferencias entre los celos masculinos y femeninos (Buss, Larsen, Westen y
Semmelroth, 1992).
Para comprender estas diferencias hace falta primero recordar que en la Naturaleza
lo fundamental es la transmisión de genes a la siguiente generación. Las mujeres, al ser
las que gestan y dan a luz, se aseguran la transmisión de su propios genes, pero no así los
hombres. Ellas hacen una gran inversión parental, pues un óvulo es mucho más costoso,
en términos de esfuerzo de la Naturaleza, que un espermatozoide. De este modo, lo
fundamental para el marido es tener la seguridad de que el hijo que alumbra su mujer
posee su carga genética y que no está gastando recursos (atención, esfuerzo, cuidados…)
para sacar adelante al descendiente de otro hombre; mientras que la mujer tiene que
asegurarse que durante la gestación y las etapas tempranas de cuidado de la prole contará
con el apoyo del hombre. Esto explicaría por qué para los hombres la infidelidad sexual
es tan dolorosa y para las mujeres la infidelidad afectiva es la más amenazante, pues
puede suponer que el hombre dirija su atención, tiempo y esfuerzo hacia otras mujeres
rivales que le pueden acabar arrebatando bienes materiales y no materiales. En buena
lógica con lo dicho, la salida de casa de la mujer, su incorporación al trabajo y su mayor

109
libertad de movimientos, que facilitaría sus relaciones sexuales con otros hombres,
explicaría una mayor tensión e inseguridad masculina. Por su parte, la mujer, que debe
asegurarse la ayuda del marido durante largos períodos del tiempo —época en la que, al
tener que criar a su hijo, tiene más difícil adquirir recursos— viviría más dolorosamente
la infidelidad afectiva. De este modo, la mujer estaría más dispuesta a perdonar
infidelidades puramente sexuales siempre que no se acompañen de compromisos
afectivos (por ejemplo, una relación esporádica con una meretriz), pero no aceptaría una
relación comprometida y duradera con otra mujer.
No obstante, hay que tener en cuenta que los períodos de cuidado de los hijos ya no
implican, para algunas mujeres, la dependencia económica del hombre. Además, cuando
se goza de un alto nivel de vida, cuando la pareja puede mantener relaciones sexuales
con una alta frecuencia (por los métodos anticonceptivos, la pronta recuperación tras el
parto o la pérdida de influencia de prohibiciones morales y religiosas) y cuando existen
tests para establecer fehacientemente la paternidad de los hijos, las influencias evolutivas
pierden su sentido. De hecho, muchas parejas esperan anhelantes la posibilidad de
adoptar niños de otras razas y regiones del mundo, lo que implica una carga genética
absolutamente distinta. Como seres humanos, y no puramente como animales, lo que se
transmite fundamentalmente a los descendientes no son rasgos biológicos, sino la
manera de ser, el cariño especial, la memoria. Todo ello explicaría por qué se ha ido
produciendo un cambio de mentalidad que desdibujan los dos tipos de infidelidades
descritos y las distintas reacciones ante ellos. Desdibujan, aunque naturalmente no
borran, pues una biología cincelada durante miles de años no puede deshacerse en unos
pocos decenios de cambios culturales.

110
6
EL COMPORTAMIENTO AGRESIVO

El 24 de julio de 2005 Juan Martínez, un agricultor de Almería, moría en la


Comandancia de la Guardia Civil de Roquetas de Mar tras un largo y duro forcejeo con
varios agentes de la benemérita. Este suceso, conocido como «El caso Roquetas», que
fue portada de los periódicos nacionales de mayor tirada durante muchos días del
siguiente mes de agosto, levantó una airada polémica entre la ciudadanía y los políticos
acerca de los límites del uso de la violencia por parte de las fuerzas de orden público.
Aunque existen distintas versiones de los hechos, que, en cualquier caso, resultaron muy
confusos, se va a reproducir ahora el testimonio de uno de los agentes en prácticas que
estuvo presente durante los acontecimientos. De acuerdo con su declaración ante la jueza
instructora los acontecimientos se sucedieron así:
«Esa tarde, en torno a las 16:30, iba a recoger a un detenido a la Policía Local cuando vimos a
las puertas del cuartel a un grupo de personas de etnia gitana profiriendo amenazas de muerte
contra un individuo agarrado al mástil de la bandera.» Dos agentes intentaban tranquilizar a
Juan Martínez, quien había tenido un incidente de tráfico por el que lo perseguían. Juan «se
soltó del palo y volvió a engancharse, momento en el que llegó el teniente.» (…). Consiguen
que entre en la oficina de denuncias donde lo detienen por desobediencia a la autoridad en
medio de una fuerte resistencia. El arrestado dice que los va a matar y pide ir al baño. Le
sueltan una de las esposas y lo acompañan, mientras que al guardia en prácticas le ordenan
traer un vehículo para trasladar al detenido a la Policía Local. (…). En la puerta del cuartel se
produjeron sucesivos forcejeos entre el arrestado y varios funcionarios y durante los cuales
Juan «se golpeó con un zócalo de la parte trasera». El detenido pide que le echen agua y
promete que cejará de dar golpes si acceden. Pero no fue así, sino que «salió corriendo,
tropezó y se cayó». En ese instante, «llega el teniente con un objeto en la mano, una defensa
extensible, no vi ninguna eléctrica, pero no sé si la llevaba». El mando ordena a sus
subordinados que se aparten y golpea con el bastón al detenido en las piernas, mientras los
otros agentes sujetan al arrestado. (…) «El teniente me pidió que fuera a buscar a un médico
para que le administrara un tranquilizante. Al mismo tiempo se le intenta poner unos grilletes
de uso único en los pies». La declaración recoge cómo sujetaron a Martínez entre cuatro
agentes —de los brazos, los pies y los costados— y cómo otros dos compañeros también
emplearon defensas mientras le aplicaban puntos de presión en el cuello para inmovilizarlo.
(…) «Le puse la planta del pie en el pecho para que no se moviera, pero no le golpeé». Así
mantuvieron al detenido entre 15 y 20 minutos. Entonces se dan cuenta de que el hombre ha
perdido el conocimiento e intentan reanimarlo. Poco después «llegó una ambulancia con el
equipo de descarga, que no tenía batería».

111
(ABC, 6/8/2005)

El cadáver de Juan Martínez fue examinado por varios médicos forenses que
redactaron diferentes autopsias, pues resultaba difícil emitir un juicio definitivo sobre las
causas de su muerte. No obstante, coincidían en la descripción de las lesiones:
Golpes en la cara: En la región fronto-facial son evidentes numerosos golpes, apareciendo
hematomas externos bien visibles sobre la frente, el pómulo y el ojo derecho. Presión en el
cuello: En la región cervical observamos una excoriación submandibular que indica que se ha
ejercido presión directa sobre el cuello. Rotura en el esternón: Aparece una zona extensa
infiltrada de sangre que rodea a una fractura transversal en el esternón. El mecanismo más
probable de producción es ejerciendo una contusión sobre pecho o espalda. Lesiones en el
tórax: A nivel lateral izquierdo del tórax aparecen lesiones (equimosis y hematomas) con la
forma de una defensa (porra), con un número de golpes entre tres y cinco. Daños en las
extremidades: A nivel de extremidades, aparecen lesiones que indican forcejeo, caída en
codos y rodillas y arrastre por el suelo.

(ABC, 6/8/2005)

Aunque resulte imposible determinar si estas lesiones fueron la causa directa de la


muerte del agricultor, y aun si él mismo tuvo la culpa de ellas por su resistencia a la
autoridad, evidencian de forma irrefutable la contundencia con que se emplearon los
guardias. Y aquí reside uno de los elementos interesantes de este caso: porque cuando se
habla de violencia se suele pensar en aquella ejercida por sujetos agresivos y no en la
que llevan a cabo los agentes del Estado. Es difícil admitir que la policía pueda hacer un
uso ilegítimo y extremo de la violencia, pues tal cosa supondría un descalabro del
sistema de valores admitido y arrojaría a los ciudadanos a un tenebroso mar de dudas.
Nada resulta más inquietante que darse cuenta de que aquellos en quienes se confía el
uso de la fuerza para que salvaguarden a los ciudadanos puedan convertirse en sus
agresores. De hecho, un punto interesante de este suceso trágico estriba en que la
actuación de la Guardia Civil dirigida a controlar al detenido fue observada desde fuera
del cuartel por varios testigos que se mostraron incapaces de adoptar ninguna medida, ni
reaccionar de ningún modo para persuadirles de que cesasen en su actitud. Esta
«parálisis» se explica porque se supone, de entrada, que la acción de las fuerzas de orden
público es justa, profesional y acorde con el nivel de resistencia del detenido, y que
nunca hay en ella un ensañamiento cruel.
A lo largo de este capítulo se revisarán los conocimientos que la Psicología Social
ha reunido para explicar la conducta agresiva. Será difícil que algún día se sepa a ciencia
cierta qué sucedió aquel día entre los guardias y el detenido de Roquetas de Mar, pero
seguro que se conjugaron varios factores que aparecerán en las siguientes páginas. Los
comportamientos agresivos tienen un origen (y aquí se discutirán las teorías más
relevantes sobre la naturaleza de la agresividad humana), pero también son importantes
los factores ambientales que la promueven o estimulan (determinados objetos, presencia
o ausencia de ciertas personas, el calor, el ruido, el hacinamiento, el entorno urbano,
etc.). Además, para terminar con algo más edificante, se procurará ofrecer algunas pistas

112
para tratar de eliminar la conducta agresiva, o, al menos, para aminorarla o encauzarla.
Pero, a fin de comenzar con una buena comprensión de esta oscura parcela del ser
humano, lo primero es delimitar qué es el comportamiento agresivo.

Pero fue sin querer…

En el caso de Roquetas muchas personas opinarán que los guardias no fueron agresivos,
aunque tuvieron que utilizar la fuerza. Desde ese punto de vista, la agresividad se
determinaría a partir de la intencionalidad de hacer daño, más que desde unos
comportamientos concretos, por muy brutales que estos puedan parecer o, incluso, con
independencia del resultado (así, en este planteamiento, un atentado terrorista abortado
por la policía debe ser considerado como agresivo aunque no llegue a causar víctimas; en
cambio matar de forma fortuita puede demostrar imprudencia punible, pero no tiene por
qué ser un acto agresivo). Por todo ello, el deseo de dañar a otro ha sido uno de los
elementos que se han considerado ineludibles para la mayoría de las definiciones de la
conducta agresiva. Sin embargo, no acaba de resolver definitivamente el problema, pues
determinar la intencionalidad no es nada sencillo (un descuido que perjudica a otra
persona y beneficia a otra amiga de la causante del descuido ¿es verdaderamente
inintencionado?). Así mismo, hay que advertir que se utiliza la palabra agresivo para un
conjunto tan variopinto de acciones que resulta imposible asociarlo a algo concreto: se
afirma que un defensa de fútbol es agresivo, que un ejecutivo es agresivo, que un
anuncio es agresivo, que una esposa que no atiende a su marido es agresiva(-pasiva)… y
en cada caso se trata de acciones completamente distintas.
En realidad, todos los desarrollos teóricos formulados para explicar la agresividad
humana (modelo biológico-innatista, modelo de frustración-agresión, modelo de
aprendizaje social, modelo cognitivo-social, etc.) poseen su propia definición de
conducta agresiva. No obstante, para simplificar, se empezará ahora por presentar la
postura de Archer y Browne (1989), pues su planteamiento integrador acoge varias de
las aportaciones teóricas. De acuerdo con estos autores, una conducta es agresiva cuando
se reúnen en ella simultáneamente estas tres características: (1) Existe una intención de
causar daño, y este puede ser físico (en sentido estricto) o puede consistir en impedir el
acceso a un recurso necesario, entre otras posibilidades; (2) provoca un daño real; esto
es, no es un mero aviso o advertencia de que se podría agredir; y (3) se produce en unión
a una alteración en el estado emocional, de modo que la agresión puede ser calificada
como colérica, y no sólo como un cálculo frío o instrumental. De acuerdo con Archer y
Browne, no necesariamente si falta alguno de estos tres elementos se deja de estar ante
una conducta agresiva pero resulta mucho más evidente cuando se conjugan todos ellos.
Otra manera de enfocar el problema de la definición ha sido ofrecida por Geen
(1990), quien no considera imprescindible ni el primero ni el último de los elementos

113
propuestos por Archer y Browne. Para Geen hay que distinguir entre la agresión colérica
(o afectiva) y la agresión instrumental. En la primera, efectivamente, hay un estado
emocional intenso, como la cólera, que puede ser una reacción a alguna provocación
previa, un estado emocional que acompaña a la agresión, una emoción instigadora de la
agresión o una guía de la misma. En cambio, en la agresión instrumental no se observa la
emoción, sino que en ella predomina el cálculo. Si en la primera lo importante es hacer
daño, en la segunda lo fundamental es conseguir un objetivo. Así, por ejemplo, los
golpes que se asestan dos chicos que se han empujado mientras esperaban ser atendidos
en un bar abarrotado serían una muestra del primer tipo de agresión; en cambio, el
bloqueo de un defensa que ve cómo el delantero se escapa hacia la portería
correspondería a la agresión instrumental.
Por último, hay que mencionar el trabajo de Groebel y Hinde (1989), que diferencia
entre conducta agresiva y violencia. Esta última implica causar daño físico, pero no
siempre de forma intencionada. Otro concepto, el conflicto, supone un desacuerdo sobre
la distribución de los recursos o sobre el estatus; la solución del conflicto puede pasar
por la negociación, por la cesión o por la agresión. Por fin, la guerra, representa un tipo
de agresión grupal, institucionalizada y con asignación de roles.

El león en la jaula

La conducta violenta puede ocurrir en la mayor de las intimidades (en el interior de las
casas) o en ambientes públicos cuando se dan determinadas circunstancias. Esta
circunstancia hace muy difícil su análisis científico. Sin embargo, sólo con experimentos
en entornos naturales muy bien controlados o en el laboratorio se puede establecer
conclusiones válidas sobre las hipótesis planteadas. Con todo, muchos se cuestionan la
validez de estos experimentos. ¿La manera en que un león lucha contra otro para
aparearse con las hembras de la manada puede estudiarse en una jaula? De forma
intuitiva, existe la impresión de que un ambiente controlado y en continua observación,
imposibilitará o, al menos, dificultará mucho que los participantes de un experimento
estén dispuestos a sacar a relucir su agresividad; en cambio, tal entorno debe favorecer el
actuar de forma cooperadora y altruista. No obstante, los investigadores de la Psicología
Social han resultado verdaderamente ingeniosos a la hora de establecer métodos que
puedan servir para estimar con precisión una mayor o menor exhibición de agresividad;
a lo que hay que añadir el que los sujetos no lo vean así y, por supuesto, el que nadie
salga dañado —ni física ni psicológicamente— por la investigación.
El formato tipo de estas investigaciones en el laboratorio puede describirse como
sigue: unos sujetos (habitualmente, personas convocadas a través de anuncios o por
contactos del medio universitario) son invitados a participar de forma voluntaria en
algún tipo de experimento que, aparentemente, no tiene nada que ver con el estudio de la

114
agresividad (se informa de que se trata de una investigación sobre el aprendizaje, la
memoria o la inteligencia, por ejemplo). Posteriormente, los sujetos experimentales
suelen realizar alguna actividad, ver algunas imágenes que pueden ser violentas o
excitantes, o todo lo contrario, dependiendo del grupo en el que les haya tocado estar
(grupo experimental, grupo control) o son frustrados de alguna manera. Más tarde, se les
da una lista de palabras o sílabas que han de leer a otro sujeto que pasa a una sala
contigua desde donde tendrá que repetirlas. En realidad, este último sujeto es otro
investigador que va a cometer errores a sabiendas al objeto de «hacerse acreedor» de los
castigos programados y que, habitualmente, consisten en descargas eléctricas (también
han sido frecuentes los ruidos intensos y desagradables) que se le administran a través de
la silla en la que se sienta. Los participantes tienen libertad para administrar descargas
eléctricas de mayor o menor intensidad y, de este modo, los investigadores pueden
valorar en qué medida están siendo más o menos agresivos. Por supuesto, el investigador
colaborador no sufre ninguna descarga eléctrica pero lo finge (en unos casos de forma
más acusada y en otros menos). Así, se puede establecer una relación causal entre las
experiencias previas (imágenes vistas, actividad desarrollada, acontecimiento frustrante
aplicado…), que servirán de variable independiente, y la conducta agresiva (medida a
partir de la intensidad o la duración de las descargas aplicadas), que será la variable
dependiente.
Por supuesto, se dan muchas variaciones en este formato tipo (con el empleo de
distintas variables dependientes e independientes), pero lo importante es poder mostrar
que, sin que los sujetos experimentales sean conscientes, se puede, en un entorno donde
se dispone del máximo control, manipular varios factores a fin de establecer relaciones
causales entre variables y hacer actuar de forma agresiva a los sujetos sin que se auto-
censuren o existan problemas éticos.
Ciertamente este planteamiento no resuelve todos los problemas teóricos en el
estudio de la agresión y ha tenido sus detractores; sin embargo, ha servido para arrojar
datos muy útiles en el estudio de la agresividad. Cuando, a lo largo de las páginas
siguientes, se afirme que determinado grupo actuó de forma más o menos agresiva los
lectores pueden comprender que se está seguro de ello gracias a diseños experimentales
como el descrito.

El bueno, el feo y el malo

Debido al impacto emocional que produce la conducta agresiva (sin duda la gran
protagonista de los telediarios) y la alarma que suscita en toda la sociedad, se ha
convertido en el reclamo más importante del cine de masas. Pero hay muchos tipos de
cine violento o, mejor, muchos modelos de personas agresivas en el celuloide. Se partirá
de cuatro ejemplos cinematográficos para ilustrar, a partir de ahora, los distintos modelos

115
teóricos formalizados para explicar el origen de la conducta agresiva en el hombre. Esos
ejemplos representan cuatro prototipos de hombre violento; los nombres de los
personajes no son conocidos en todos los casos: Hannibal Lecter, Benjamin Martin,
William Munny y Alex DeLarge, pero el lector los reconocerá mejor cuando sepa que
son los protagonistas de El silencio de los corderos, El patriota, Sin perdón y La naranja
mecánica.
En cada uno de los epígrafes siguientes, se va a dar cuenta de por qué las acciones
agresivas de estos sujetos, tan distintos entre sí, encajan con lo que defiende cada uno de
los modelos teóricos. Por supuesto, hay que tomarlos como lo que son: meras
ilustraciones y no ejemplos perfectos desarrollados a partir de las teorías mismas; por
tanto, su presencia aquí tiene una función meramente didáctica. En el último de los
casos, además, más que del protagonista en sí, lo importante será todo lo que rodeó el
estreno de la película.

La bestia humana

Muchos autores han defendido que los seres humanos son instintivamente violentos.
Para etólogos como Konrad Lorenz (1966) el comportamiento agresivo sería
consecuencia de la selección natural y, por tanto, producto de un instinto desarrollado
con funciones adaptativas. Los modelos etológicos no reducen toda la conducta agresiva
humana a una expresión de ese instinto, sino que afirman que su fuente primigenia se
encuentra en los genes y que se ha manifestado en la especie a lo largo de milenios. Los
defensores de este modelo ven en la pervivencia de las guerras, en la continua hostilidad
de unos contra otros, en el desprecio hacia la vida de millones de congéneres una
evidencia de ese instinto.
Lo cierto es que si se traza la historia de la dispersión del Homo Sapiens desde su
cuna en África hasta todos los lugares del globo, y se observa su ímpetu arrollador para
adaptarse a los ambientes más hostiles, poblados por fieras mucho más grandes y fuertes,
así como su supervivencia frente a otras especies con las que compartió territorio (como
el Homo Neanderthalensis o el Homo Floriensis), cabe preguntarse si su agresividad
natural fue un elemento clave en esa expansión y dominio.
También resulta muy interesante descubrir que el cerebro humano, que está
estratificado en capas desde las más primitivas a las más modernas, en su núcleo, sobre
el tallo encefálico, alberga una estructura similar al cerebro de los reptiles —el
denominado Complejo R—; quizás algo lógico si se tiene en cuenta que se evolucionó
desde los reptiles antes de pasar por los mamíferos. Lógicamente, en el curso de esa
evolución no se podía «cambiar» o «sustituir» un cerebro por otro de forma repentina, se
hizo necesario para las nuevas estructuras desarrollarse sobre las ya existentes,
sosteniendo así, en la transición, el funcionamiento biológico. Es justo en ese Complejo

116
R, en lo más profundo del cerebro, donde se localizan aspectos como la territorialidad, el
ritual, la jerarquía social y, como no, la agresividad. Rodeando el Complejo R se halla el
Sistema Límbico, propio ya de los mamíferos primigenios (no primates) y de él dependen
los estados de ánimo y las emociones, la preocupación y el cuidado de las crías. Por
último, el Córtex —la zona más superficial y de evolución más reciente (ya presente en
lo antepasados primates)— alberga el pensamiento abstracto, el lenguaje, la lectura, la
planificación, la intuición, el análisis crítico, el arte (pintura, literatura, música, etc.) y es
la sede de la consciencia; es decir, de las capacidades que se consideran propias y
exclusivas de la especie humana. Cuando estas últimas se ponen en funcionamiento para
templar y encauzar al reptil que se agazapa en lo más hondo, aparece la cooperación, se
superan los prejuicios, se abomina de la guerra, de la esclavitud, de la explotación y del
abuso de unos seres humanos sobre otros.
Pero cabe otra posibilidad aterradora: que las extraordinarias capacidades
superiores se pongan al servicio del reptil interior y que, así, se acabe inventando las más
horribles armas de destrucción, ideando los más perversos métodos de tortura, diseñando
las cámaras de gas, engendrando a monstruos como el Dr. Hannibal Lecter. Se invoca
ahora al siniestro protagonista de El silencio de los corderos para ponerlo como ejemplo
de que la inteligencia más brillante no anula necesariamente los más bajos instintos, por
eso es percibido como alguien tan peligroso; su refinamiento y sibaritismo pueden
subyugar, pero su falta completa de humanidad lo convierte en alguien aborrecible que
produce el espanto de una bestia irracional. Todos los espectadores de esa ficción
cinematográfica consideran que Hannibal Lecter es instintivamente agresivo ya que sus
acciones, tan espantosamente violentas, no son fruto de la autodefensa o las frustraciones
previas, sino algo gratuito.
No obstante, es peligroso (y falso) establecer una relación lineal entre estructuras
biológicas (como el Complejo R) y conductas humanas (como el comportamiento
agresivo) y acabar concluyendo que el ser humano es, en el fondo, instintivamente
agresivo. La conducta humana es muy compleja y multideterminada (siempre es un fruto
bio-psico-social), mientras que la instintividad humana es algo puesto en cuestión por la
mayoría de los teóricos de la Psicología moderna y no cabe duda de que se ha debido de
desdibujar en la especie con el paso de los milenios, una vez que su supuesta capacidad
adaptativa quedó en entredicho. También los seres humanos tienen deseos de
reproducirse, pero los trascienden y convierten la biología sexual en actos de amor; nadie
llega a la conclusión de que el violador se comporta así porque su instinto sexual está
exacerbado. Igualmente, la instintiva necesidad de nutrirse es transformada en el ser
humano cuando se sienta a la mesa y el acto de comer se convierte en algo
completamente distinto (y humano), en arte culinario; por eso, tampoco nadie reduce el
problema de la obesidad a un problema de sobredesarrollo del instinto de alimentarse, ni
la anorexia a una disfunción de ese mismo instinto. Comer en exceso o menos de lo
necesario, o cometer una violación son conductas afectadas por multitud de variables.
Además, el hecho de que algo fuese adaptativo en el pasado no implica necesariamente
que siga siéndolo, todo lo contrario; las conductas instintivas son muy poco flexibles, no

117
se adaptan a los cambios situacionales, por eso llegan a ser inoperantes y hasta
perjudiciales cuando el entorno se ha transformado. Como el Consejo Internacional de
Psicólogos concluyó en 1991, «es científicamente incorrecto afirmar que la guerra o
cualquier otra conducta está programada en nuestra naturaleza» (cit. en León Rubio,
Gómez Delgado y Cantero Sánchez, 1996).
En suma, la interpretación que se puede hacer de las situaciones cambia
radicalmente la visión de las cosas, por eso es una vulgarización afirmar que el más
agresivo sencillamente tiene más instinto agresivo. Berkowitz (1969) ha sostenido de
forma elocuente que es una enorme simplificación suponer que porque los animales
tengan instintos territoriales los seres humanos actuarán de forma similar, pues esto
comporta olvidar toda la cultura desarrollada por el hombre. Algunas personas sostienen
que el prejuicio contra los emigrantes (y más aún la agresión hacia ellos) proviene de la
defensa territorial instintiva de los lugareños; sin embargo, es bien tolerado que
extranjeros millonarios se acomoden en el país e incluso se facilita que compren
extensos territorios: Toda una demostración de que la valoración social y la distinción
cultural impide equiparar a los hombres y a los animales.
Es cierto, no obstante, que determinadas enfermedades, alteraciones y sustancias
pueden hacer a la gente más agresiva, aunque esto, obviamente, no quiere decir que se
manifieste un supuesto instinto agresivo. Se sabe que el consumo de alcohol y de ciertas
drogas puede llevar a la gente a exhibir conductas violentas, y también que determinados
niveles hormonales (en particular, de la testosterona) son causa de una mayor excitación,
que puede transformarse en agresividad, pero tampoco en estos casos debe concluirse
que, por esas circunstancias, el instinto agresivo quede desinhibido. De hecho, en el
último de los capítulos de este libro se repasa la ambigua influencia de las drogas en la
agresividad.
Sigmund Freud (1920) también sostuvo que la agresividad humana es instintiva. De
acuerdo con su modelo de motivación humana existen dos fuerzas contrapuestas: el Eros
(o fuerza erótica, de creación, de vida) y el Tánatos (o fuerza de muerte, de aniquilación
y destrucción). Para Freud la pulsión tanática podía dirigirse hacia uno mismo (causando
el autocastigo, que en el extremo máximo se traduce en suicidio) o hacia el exterior (lo
que llevaría a la agresividad hacia otros, la destrucción de cosas y el asesinato). Para el
psicoanálisis freudiano, las pulsiones tienen que «descargarse» de algún modo, encontrar
una salida, sobre todo cuando alcanzan determinados límites, por eso se afirma que se
trata de una teoría «hidráulica» (en analogía de lo que sucede con la presión del agua que
va aumentando en un recipiente hasta que escapa por algún lugar o lo acaba rompiendo).
Según Freud, la sociedad establece una serie de mecanismos para descargar esa
agresividad (chistes, deportes, caza, determinadas expresiones artísticas, fantasías o actos
simbólicos, etc.); y las acciones mediante los cuales las personas se desprenden de la
agresividad se denominan actos catárticos.
El modelo freudiano ha sido contestado repetidamente, aunque por la naturaleza de
su formulación (no científica o construida a partir de hipótesis contrastables), resulta

118
difícil de falsar experimentalmente; sin embargo, favorecer la catarsis no parece
disminuir la agresividad de las personas, antes al contrario: dar golpes a un saco de
boxeo, disparar una pistola, romper con un martillo un coche o una casa, o pelearse
puede resultar agotador, pero las investigaciones más rigurosas parecen demostrar que,
en vez de eliminar los sentimientos agresivos, estas acciones tienden a incrementarlos
(Aronson, 1997). Por lo que se sabe experimentalmente, ni los participantes en
actividades «duras», ni los espectadores de las mismas aprecian una disminución de sus
deseos de agredir. De hecho, Patterson (1974) demostró que el colectivo de jugadores de
fútbol americano (no profesional) era más agresivo al final de la temporada que al
principio; y Russell (1981) comprobó que los espectadores de partidos de hockey sobre
hielo son más hostiles durante el trascurso del encuentro.

Un honrado patriota

Carolina del Sur, 1775. Benjamin Martin se dedica a cuidar de su plantación, atiende
solícito a sus numerosos hijos y, en los ratos libres, confecciona una sencilla mecedora
de madera que, por su incompetencia como ebanista, acaba siempre rota bajo su peso.
Benjamin Martin es para su comunidad un ejemplar ciudadano y un hombre de bien.
Pero la paz se rompe y, en contra de la opinión conciliadora de Martin, las colonias
americanas declaran la guerra a Gran Bretaña. El hijo mayor de Martin se involucra en la
contienda y los soldados británicos le arrestan. En un principio su padre parece
resignado, pero a las pocas horas, junto con otros dos de sus hijos menores, coge sus
viejas armas, toma un atajo y se aposta en el bosque a la espera de los soldados que
llevan preso a su hijo. Justo cuando estos, despreocupados, pasan frente a su posición,
comienza a dispararles y les ataca hacha en mano con una violencia inusitada. Se
produce una auténtica carnicería y en menos de un minuto acaba con todos los soldados
ante la mirada estupefacta de sus otros dos hijos. El más joven de ellos, un niño de poco
más de diez años, no puede creer lo que ha sucedido, la transformación de su padre en un
sanguinario le espanta y rechaza con miedo su contacto.
Esta es una descripción sucinta del inicio de la película El patriota, protagonizada
por el conocido actor australiano, Mel Gibson. Nadie que haya visto el film pensará que
la agresividad del protagonista es semejante a la del Dr. Lecter, pues en este caso no se
trata de una violencia instintiva o gratuita, sino provocada por una gran frustración
previa. Es cierto que en la película se explica más tarde que Martin fue un feroz soldado
en una guerra previa, donde ganó destreza con las armas, pero, precisamente, esas
experiencias de violencia lo convirtieron en enemigo de cualquier contienda. En el
momento en que suceden los hechos, el protagonista es, en realidad, un hombre pacífico,
que se ve obligado a tomar las armas y luchar para rescatar a un hijo que acaban de
arrebatarle.

119
La teoría de que la frustración es la fuente originaria de la agresividad humana
posee muchos más partidarios en la Psicología actual que la teoría instintiva. Y, aunque
existen otras situaciones aversivas que también pueden funcionar como un resorte para la
conducta agresiva (el dolor, el aburrimiento, la ira, etc.), es la frustración la que más aval
experimental ha reunido. Dollard y su equipo de colaboradores (Dollar, Doob, Miller,
Mowrer y Sears, 1939) establecieron esta teoría en su forma más acabada y presentaron
varios experimentos para demostrar su validez. Según su formulación tradicional
cualquier acto agresivo viene precedido siempre de una situación frustrante. Esto no
significa que la agresión se dirija hacia la causa original de la frustración, pues puede
desplazarse hacia otra persona u otra situación, pero, como quiera que sea, si ha habido
frustración no dejará de producirse algún tipo de agresión (más o menos explícita). Así,
por ejemplo, el empleado obligado por su jefe a salir horas más tarde de la oficina por
tener que terminar un engorroso trabajo no programado, no necesariamente insultará a su
superior, pero sí es posible que la tome con cualquier conductor que se le cruce
molestamente camino a casa. Como puede observarse, es esta una posición teórica
diametralmente opuesta a la de la teoría instintiva: mientras que en la última lo
importante es la naturaleza agresiva consustancial al hombre (es decir, algo interno),
para la teoría de la frustración-agresión lo crucial es algo externo, que les sucede a las
personas en un contexto social.
Aunque casi todo el mundo reconoce que la teoría de la frustración-agresión
supone una aportación fundamental para explicar el comportamiento agresivo, hoy en
día no se cree que la frustración sea la única causa de la agresión o que toda frustración
vaya a conducir inevitablemente hacia un acto agresivo. Es posible que determinadas
frustraciones, por ejemplo, una crítica acerba dirigida al propio trabajo por parte de un
profesor sirva de acicate y estímulo para hacerlo mejor en la próxima ocasión. También
se ha demostrado que es mucho más probable que se produzca la agresión si, gracias a
ella, se contrarresta la frustración. Por ejemplo, si en una tienda se niegan a cambiar un
producto, es más probable que se actúe de manera agresiva cuando se piensa que
adoptando esa actitud habrá mayores posibilidades de que se admita la reclamación.
Para Berkowitz (1969) la frustración debería concebirse más bien como una fuente
de activación. Por tanto, de acuerdo con su corrección al modelo, la frustración puede
producir agresión, pero indirectamente, pues lo que genera realmente es activación, que
predispone a agredir, aunque sólo si se reúnen determinadas circunstancias; esto es, si el
sujeto se encuentra frente a una configuración estimular que permite o alienta la descarga
por medio de la acción agresiva. Por tanto, en su formulación más acabada habría que
hablar de frustración-activación-agresión. Más modernamente, Berkowitz (1983) ha
defendido que lo que produce la frustración no es una activación indeterminada, sino una
cargada de afecto negativo; es decir, un sentimiento displacentero provocado por
condiciones aversivas. Esta posición abre un mayor número de opciones, porque la
probabilidad de encontrar condiciones que generen afectos negativos (el calor, el ruido,
el dolor, el hambre, el aburrimiento, etc.) son mayores que las de ser frustrado por otra
persona o por un acontecimiento concreto.

120
Hace un momento se comentaba que la configuración estimular guarda relación con
el hecho de que la frustración se transforme en un acto agresivo. Existen elementos del
medio que parecen contribuir a que esto acaezca pero, en cualquier caso, depende sobre
todo de la historia de aprendizaje de cada sujeto. Desde luego, las armas facilitan esa
configuración estimular (más adelante, al hablar de la influencia que puede jugar el tener
a la vista «objetos agresivos», se retomará este punto), pero hay también otros elementos
más sutiles. El siguiente experimento lo ilustra muy bien (Berkowitz y Geen, 1996). Los
participantes veían un film muy violento (una película sobre boxeo titulada Campeón)
protagonizada por el actor Kirk Douglas. Posteriormente, eran frustrados y, finalmente,
tenían la posibilidad de elegir la intensidad de las descargas eléctricas que administraban
a un compinche del experimentador (que, como ya se explicó, finge recibirlas). La
«víctima» era presentada a los participantes del experimento de dos formas: a unos se les
decía que se llamaba Kirk Anderson y a otros que su nombre era Bob Anderson. Por
tanto, lo fundamental es que en el primer caso su nombre de pila coincidía con el del
actor de la película. Sorprendentemente, esta «aparente» coincidencia —de la que los
sujetos no eran conscientes— hacía que los Kirk Anderson recibiesen descargas
eléctricas mucho más intensas que los Bob Anderson. Así pues, un dato accesorio, que
no guarda ninguna relación con la culpa o responsabilidad de un sujeto, pueden llevar a
la gente a comportarse de forma más agresiva con él.
Se sabe que la intensidad de la frustración está en función de distintas variables.
Una muy importante es la inmediatez de la meta: cuando la frustración llega en el último
momento, justo antes de que se consiga lo que se anhela, su potencial de frustración es
mayor y, por tanto, se vuelve más probable la respuesta agresiva (Harris, 1974). En el
ejemplo que se incluía al principio de este apartado, es fácil imaginar que el empleado se
tomará peor tener que quedarse en la oficina si se lo dicen cuando ya está a punto de salir
por la puerta y se imagina descansando en casa, que si ha sido informado desde por la
mañana temprano. En general, parece ser que cuanto menos se espera la frustración y
cuando se vive de forma más ilegítima, mayor es su potencial agresivo.
La frustración, como se ha podido comprobar por los ejemplos empleados, tiene
mucho que ver con las expectativas no cumplidas. Por tanto, es más fácil frustrar a las
personas que elevan su nivel de expectativas. Adviértase, en consecuencia, que la
privación que conduce a la frustración es siempre relativa (relativa a las propias
expectativas). En esta sociedad, al ascender en la escala social, los sujetos tienden a
compararse con los que están por encima de uno mismo en privilegios o dinero y no con
los que se quedan por debajo, los cuales, hasta entonces, eran el patrón de medida. Esta
manera de actuar puede suponer verse permanentemente frustrado en alguna medida. Es
algo harto contrastable el hecho de que las revueltas y las revoluciones no las emprenden
los pobres de solemnidad o las clases más marginadas, sino aquellos que, al estar más
cerca de las clases de poder, observan sus beneficios, se comparan y concluyen que se
comete una injusticia. Lenin, Marx, Castro o el ‘Che’ Guevara no eran indigentes, sino
burgueses con estudios.

121
¿Quieres verme cabreado?

A veces, frente a determinadas personas, se tiene la impresión de que es mejor no


molestarlas mucho si se quiere salir bien parado; se aprecia un gran potencial de
activación en «equilibrio inestable» y desasosiega la posibilidad de que se rompa. El
héroe del cómic La Masa (o, en el original inglés, Hulk) responde de forma extrema a
este modelo: si no se enfada es un educado y afamado científico (el Dr. Banner), pero
como se irrite en exceso puede convertirse en un ser brutal, un trasunto del más antiguo
Mr. Hyde que Stevenson contraponía al Dr. Jeckyll. Sin embargo, para retomar la
secuencia de tipos cinematográficos, se va a evocar ahora a otro personaje de ficción:
William Munny, el protagonista de Sin perdón, un magnífico western crepuscular
estrenado en 1992. Munny es un antiguo pistolero a sueldo. Tras un pasado de asesino
frío y sin escrúpulos, trata de rehacer su vida como granjero; sin embargo, sus problemas
económicos por la enfermedad de sus bestias y el deseo de sacar adelante a sus dos hijos
le llevan a aceptar un último trabajo criminal. Durante todo el film, Munny trata de
convencerse a sí mismo que ya no es aquel ser inicuo, pues, según él mismo se dice, su
difunta mujer le ha regenerado. Pero en una última secuencia antológica el antiguo
pistolero, excitado por sentimientos de venganza, al calor de las primeras muertes y tras
unos tragos de güisqui, saca a relucir una crueldad inaudita, que acongoja a todos los que
le rodean. Aunque Munny no quería creerlo, la posibilidad de que volviese a actuar
como el más desalmado de los hombres se encontraba alojada en su interior; y sólo hacia
falta una secuencia de sucesos activadores para que renaciese su antiguo carácter. En el
último plano de la película, queda claro que todos se dan cuenta del peligro que encierra
esta persona. El actor que encarna al pistolero (que es también el director de la cinta),
Clint Eastwood, transmite magistralmente, en este y en otros papeles, ese potencial de
peligro; un hombre de apariencia dura e insensible, que quiere actuar bajo la ley y
contenerse, pero que alberga una acusada disposición hacia el arrebato. Este tipo de
hombre servirá para presentar otra conocida teoría de la agresividad —una teoría que
considera el papel tanto de lo interno del sujeto como de los factores externos a él (no en
vano se considera un modelo mixto)—que se ha denomina modelo de excitación-
transferencia (Zillman, 1979; Zillman y Bryant, 1974).
De acuerdo con este modelo teórico, los sujetos tienen la capacidad de transferir su
excitación de un acontecimiento a otro, produciéndose así un efecto intensificador.
Dependiendo de a qué atribuyan la excitación, existirá una mayor tendencia a actuar de
forma agresiva. Y esas atribuciones se harán dependiendo de la fuente de excitación que
predomine o que uno sienta que predomina. El sujeto puede excitarse por dolor, por
ejercicio físico vigoroso, por la bebida, por material erótico, por críticas interpersonales
que le dirigen, etc., y puede transferir esta excitación a conductas agresivas si se dan
determinadas circunstancias y atribuciones. Por ejemplo, si un joven acaba de vivir una
situación muy activadora al montarse en una montaña rusa y, justo al bajar de la
atracción, se choca con otro chico, es posible que la excitación de la montaña rusa se

122
sume a la del encontronazo; si esta excitación doble es etiquetada como agresión (es
achacada al encontronazo y es calificado este de agresivo) es posible que ambos se
enzarcen en una pelea.
La teoría mixta no supone directamente que haya personas innatamente más
agresivas y que sean estas las que acaban metidas en actos violentos, y no era en ese
sentido en el que se incluía el ejemplo de William Munny; lo que supone es que la
excitación intensa es fácilmente transferible a conducta agresiva, sobre todo en un
entorno donde la respuesta agresiva es habitual. Así, el protagonista de Sin perdón ilustra
este modelo porque transfiere su activación, causada por el dolor, la bebida y el ataque
interpersonal (a él y a un compañero), a conducta violenta cuando se encuentra en una
situación muy tensa y familiar al protagonista que ha sido un pistolero. Es fácil que en
ese marco contextual la etiquetación que hace de la excitación sea cólera y responda de
forma agresiva porque esa ha sido la forma habitual de actuar.
Por otro lado, parece cierto que determinadas personas pueden responder más
probablemente de forma agresiva cuando son atacadas. En una serie de investigaciones
dirigidas por Roy Baumeister en la Universidad de Case Wesatern Reserve (Baumeister,
Smart y Boden, 1996; Bushman y Baumeister, 1998) se demostró de manera inapelable
que, en contra de lo que afirma una creencia muy extendida, las personas más agresivas
no son aquellas con baja auto-estima, sino justo todo lo contrario. Más exactamente, los
sujetos que reaccionaban de forma más violenta (siempre que fuesen criticados
previamente) eran aquellos cuyo alto narcisismo favorecía el que enseguida sintiesen una
amenaza sobre su egocentrismo. Este tipo de crítica puede considerarse como un tipo de
frustración pero, como se comprobó en estos estudios, sólo las personas más pagadas de
sí mismas lo viven así. En consecuencia, existe un tipo de personas más propensas a
transferir su activación en forma de agresividad.

Debe de ser divertido apalear a un mendigo

En Inglaterra, en 1971, se estrenó La naranja mecánica. Se tenía por innegable que en su


último trabajo el excéntrico Stanley Kubrick volvería a sorprender, pero lo que nadie
suponía entonces eran los efectos perversos que, en un primer momento, tendría la visión
del film sobre ciertos jóvenes. Los actos agresivos que se sucedieron tras el estreno
provocaron tal escándalo que varios meses después el mismo director pidió a la
productora que lo retirase de todas las salas comerciales del país. En la primera parte de
esta película, una banda de descerebrados delincuentes, capitaneados por el sádico y
vicioso Alex DeLarge, cometen una serie de vilezas con el único objeto de divertirse y
excitarse. En sus correrías apalean a un mendigo anciano, luchan contra otras pandillas,
provocan accidentes de tráfico, violan a una mujer, dejan paralítico a un hombre,
destrozan propiedades… Aunque la película era también un alegato contra ciertos

123
sistemas inhumanos de control de la agresividad practicados por el Estado y una sátira a
la superficialidad y el interés personal con que los políticos afrontan los problemas de
violencia social, lo que llevó a Kubrick a prohibir la proyección de la cinta no fue tanto
la contestación a su crítica al sistema, sino la imitación que de las fechorías presentadas
en la pantalla llevaron a cabo varias pandillas juveniles. Es este uno de los más claros
casos en que, como afirmó Oscar Wilde, la vida imita al arte. Si los protagonistas de La
naranja mecánica parecían gozar de lo lindo dejando a un pobre borracho medio muerto
en la calle ¿por qué no divertirse de la misma manera? El temor a que ciertos jóvenes no
distinguiesen entre ficción y realidad provocó que la película no volviese a distribuirse
en el Reino Unido hasta treinta años después.
Lo expuesto en las líneas anteriores —el hecho de que se imite la conducta violenta
— ha llevado a suponer que otra gran fuente de la agresividad podría estar en la
capacidad humana para aprender vicariamente; esto es, por observación e imitación de lo
que hacen otras personas semejantes. Albert Bandura (1973) es el autor que ha
formulado una teoría más completa sobre este particular. Su planteamiento es que hay un
aprendizaje social de la agresión. En un principio hay que entender que todos los
animales superiores, y el ser humano de forma mucho más evidente, aprenden multitud
de cosas por observación, y la violencia no tiene por qué escapar a este principio general.
Igual que los niños quieren chutar el balón tras ver un partido de fútbol, dar con la
raqueta a la pelota tras ver a los jugadores de tenis o, incluso, agitar una toalla citando al
toro de la casa (habitualmente, el perro) tras la corrida, tienden a pelear tras ver una
película de artes marciales o de boxeo. Estos datos de observación natural fueron
corroborados por Albert Bandura en una serie de experimentos controlados (Bandura,
Ross y Ross, 1961, 1963). En el más célebre de ellos, unos niños veían en una pantalla
de televisión a un hombre que o bien jugaba calmadamente con un muñeco (llamado
«Bobo»), o bien le daba golpes, lo pisoteaba y destrozaba; los niños que habían visto
tratar con delicadeza al muñeco actuaron de forma similar cuando se les colocó ante el
mismo juguete; en cambio, los que contemplaron la conducta violenta copiaron los
golpes y los malos tratos. De aquí se desprende de forma inequívoca la importancia de
ofrecer en las series de televisión, en los dibujos animados y en los cuentos modelos que
resuelvan las cosas de forma inteligente y pacífica y no recurriendo siempre a los puños
o las armas. Hay que añadir que Bandura también demostró que la conducta imitativa no
es necesariamente inmediata: las imágenes observadas pueden archivarse en la memoria
hasta que se da la situación adecuada para ponerlas en práctica.
Sin embargo, el mismo modelo de Bandura de aprendizaje social defiende que la
conducta observada no necesariamente será imitada si no obtiene un refuerzo. En otras
palabras, la conducta duplicada tiene que seguirse de algún premio, pues de lo contrario
no se mantendrá en el tiempo y se extinguirá. En un principio, ese premio es vicario: el
imitado parece encontrar reforzante dedicarse a su actividad agresiva (en el ejemplo
cinematográfico, la pandilla de La naranja mecánica realmente encontraba satisfacción
con sus acciones); pero al cabo debe ser directo: es decir, el que imita también tiene que
divertirse u obtener algo por el hecho de actuar de forma agresiva. Por desgracia, la

124
sociedad actual refuerza de forma natural muchos comportamientos agresivos (aunque,
por supuesto, hasta cierta intensidad) ya que, ciertamente, parecen conseguir más cosas
quienes se plantan, se enfrentan, se ponen duros, exigen, se defienden, etc. No obstante,
es igualmente verdad que el exceso de agresividad suele, a la larga, pasar factura social.
Así mismo, si una conducta agresiva es reforzada de forma muy continua, es probable
que se generalice en su uso y, por tanto, se ponga en práctica en situaciones muy
diversas; es lo que llevaría a calificar como «agresivas» a ciertas personas.
La imitación se refuerza si son varias las personas implicadas y, en el mismo
momento en que se observa la acción, se puede copiar. Al igual que en otras situaciones
sociales, es habitual fijarse en cómo actúan los que están alrededor para deducir qué es lo
más adecuado hacer en ese momento. Por eso, resulta difícil ser el primero en atender a
alguien que está tirado en la calle, pero normal acercarse con curiosidad si otros ya lo
han hecho. Del mismo modo, si un sujeto se encuentra en un grupo de personas con las
que se identifica y estas comienzan a actuar de forma agresiva es más probable que las
secunde. En parte la actuación de los de alrededor ofrece una clave sobre lo «adecuado»
o «pertinente» que puede ser actuar de esa manera.

A veces es el gatillo quien tira del dedo

En el estudio de la conducta agresiva se ha analizado repetidamente qué papel pueden


jugar ciertos elementos, como la cercanía de armas, una determinada temperatura, la
presencia o no de otras personas, el ruido, etc. Y en muchos casos se han encontrado
relaciones significativas. A continuación se expondrán algunas de ellas.
La presencia de los llamados «objetos agresivos» (pistolas, escopetas, cuchillos,
bates de béisbol, espadas, trozos de cristal cortantes, clavos, etc.) parece guardar una
relación con la elicitación de la conducta agresiva. Y no es sólo que portar estos objetos
favorezca su empleo, sino que varias investigaciones han demostrado que su mera visión
hace que se actúe de forma más agresiva. Así, por ejemplo, distintos estudios
evidenciaron que los sujetos actuaban de forma más agresiva verbalmente o con la
administración de descargas eléctricas (ante los errores fingidos en una supuesta práctica
de aprendizaje de sílabas) por la presencia casual en la habitación donde se llevaba a
cabo el experimento de un arma (Berkowitz y LePage, 1967). Estos resultados se
interpretan en el sentido de que la percepción de armas introduce la idea de la agresión
en el campo de posibilidades del sujeto, aunque este no sea consciente de ello. Si el
cuchillo está cerca, entonces «se puede usar». Si se tiene la pistola en la mano, entonces
es fácil que «se dispare». No obstante, hay que volver a rescatar el componente
cognitivo: la importancia de la interpretación de la situación; así, el trabajo de Turner y
Simons (1974) demostró que cuando la presencia de armas se interpreta como un signo
de fuerza atlética o masculinidad no tiene esa carga instigadora de agresión. Por tanto, al

125
ver en una vitrina del salón las escopetas de un aficionado a la caza no se evocan
necesariamente actitudes agresivas. Unas espadas cruzadas sobre la chimenea de una
casa de campo no tienen por qué activar la agresividad. Pero estudios como el de
Berkowitz demuestran que la confiscación de objetos contundentes (y, por supuesto, de
cuchillos, puños americanos o porras) a la entrada de los estadios representa una
alternativa de prevención eficaz para hacer menos probable la agresión. No es ninguna
casualidad el hecho de que los policías de Londres —los famosos bobbies— no lleven
armas de fuego. Londres, en términos generales y considerando su vasta población, es,
de hecho, una ciudad muy segura frente a la delincuencia común.
Ya se adelantaba al hablar del aprendizaje social de la agresión que el hecho de
encontrarse solo o acompañado influye sobre la violencia de las propias acciones. Los
resultados más interesantes sobre este particular indican que, aunque es verdad que
cuando el sujeto que puede agredir está solo no inhibe su agresividad como haría en
presencia de otros (Rogers, 1980), sin embargo, cuando son varias las personas que se
involucran en la acción agresiva, entonces los sujetos actúan con mayor ensañamiento y
crueldad. Ahora bien, este efecto es particularmente importante cuando la unión de
varias personas favorece el anonimato o se arbitran medios para no ser reconocidos (ropa
semejante, máscaras, etc.). En un experimento preclaro para demostrarlo, Philip
Zimbardo (1969) se sirvió de dos grupos de estudiantes universitarias; en el primero,
cada una de las chicas podía vestir como quisiera, estaba en una habitación bien
iluminada y llevaba una plaquita con su nombre, por tanto, resultaban fácilmente
identificables o personalizables; en cambio, las del segundo grupo fueron vestidas de una
manera que las hacía irreconocibles: se les puso una mascarilla de quirófano, estaban en
una habitación débilmente iluminada, vestían unas toscas batas con capucha y se las
llamaba siempre por grupos y de forma numérica. Los resultados mostraron que estas
últimas, las despersonalizadas, actuaron de una forma mucho más cruel que las
primeras.
Los ejércitos, los policías antidisturbios resultan muy amenazadores porque es
difícil distinguir a las personas que hay detrás de los uniformes, los escudos y los cascos.
Si el agente de policía se sabe visto de forma «robótica» o «deshumanizada» es más
probable que actúe con contundencia si llega el caso de necesitarlo. También es algo
contrastado el que los sujetos sumidos en una gran masa son capaces de actuar con
mucha violencia.
Otro factor también vinculado al disparo de la conducta agresiva radica en la
temperatura. Anderson (1987), con estadísticas de EE.UU. que cubrían los años 1971 a
1980, estableció una relación lineal entre delitos violentos y calor. Sin embargo, cuando
se ha tratado de replicar experimentalmente estos resultados en el laboratorio no se han
constatado relaciones tan claras. A día de hoy, sobre todo por los trabajos de Bell y
Baron (1977), se cree que la temperatura efectivamente se relaciona con el aumento de la
activación, pero no de forma lineal, sino curvilínea (en concreto, en forma de «U»
invertida); esto es: según se incrementa la temperatura —hasta los 33º, aproximadamente

126
— los sujetos experimentales parecen efectivamente tener más sentimientos agresivos.
No obstante, si la temperatura sigue aumentando, en vez de transferirse a agresión, la
mayoría de los sujetos tienden a dirigir su atención a escapar de ese malestar y, por tanto,
las posibilidades de actuar de forma violenta disminuyen (se da el efecto de huida).
Otros experimentos también han demostrado que el dolor, el ruido y el
hacinamiento puede funcionar como sensaciones instigadoras de la agresividad. En una
de estas investigaciones, Berkowitz (1983) comprobó que aquellos sujetos cuyas manos
permanecieron unos minutos sumergidas en agua helada molestaron a otras personas con
un ruido desagradable en mayor medida que las que habían metido las manos en agua
tibia. No obstante, como en los casos anteriores (armas, temperatura), no se pueden
establecer causalidades simples (a más ruido, más hacinamiento o más dolor, mayor
posibilidad de agredir) pues en el mismo experimento Berkowitz comprobó que informar
previamente de que la experiencia iba a resultar desagradable mediatizaba el
comportamiento violento. Por tanto, las reacciones agresivas se ven influidas por todo el
contexto social, por las experiencias y aprendizajes previos y por la utilidad que pueda
tener la violencia para solventar el malestar que se está sintiendo.

Yo sólo obedecía órdenes

Durante el juicio de Nüremberg se planteó como tema crucial hasta qué punto los
militares que obedecían órdenes fueron culpables de los actos criminales que se
perpetraron en la Alemania nazi. Realmente, dirimir todas las responsabilidades es
mucho más complicado de lo que a primera vista puede parecer. Aunque todo el mundo
está de acuerdo en que es inmoral y reprochable hacer daño a alguien por cumplir una
orden, todo se ve de forma muy distinta cuando se actúa desde dentro de la situación.
Un turbador experimento llevado a cabo por Stanley Milgram en los años sesenta
(Milgram, 1965) ofreció una luz singular (no precisamente esperanzadora) sobre el papel
de la obediencia a la hora de infligir castigos. Milgram hacía creer a los participantes —
siempre personas completamente normales y voluntarias, de distintas edades, estatus y
profesiones— que iban a participar en una investigación sobre los efectos del castigo en
la memoria. En primer lugar, los sujetos experimentales acompañaban a otro supuesto
participante que le había tocado en suerte actuar como aprendiz de la tarea (en realidad,
un compinche del experimentador) a un aparato con forma de silla eléctrica. Luego, eran
conducidos frente a un panel donde se leía «Generador de Descargas» y en el que había
treinta interruptores, que iban desde los 15 hasta los 450 voltios (y que estaban
agrupados en etiquetas que rezaban «Descarga leve» para los primeros interruptores
hasta «Peligro: descarga intensa» para los últimos; los dos interruptores finales estaban
bajo la indicación «XXX»). A los participantes se les explicaba que su tarea consistía en
pulsar los interruptores cuando se lo indicase el investigador responsable (un hombre de

127
apariencia seria, profesional y vestido con una bata blanca).
Cuando el experimento se pone en marcha el aprendiz-víctima comienza a repetir
las palabras que el sujeto le lee. Al principio acierta la mayoría de las preguntas, pero
luego, de acuerdo con un plan establecido, empieza a cometer errores. En cada
equivocación, el investigador responsable pide al participante que pulse uno de los
interruptores e incremente así el voltaje. Según el guión prefijado el aprendiz víctima
comienza a quejarse y gemir al alcanzar los 75 voltios; a los 150 pide abandonar el
experimento, pero el investigador no se lo permite; a los 180 afirma que no puede
soportarlo; con el siguiente voltaje golpea la pared y suplica que le dejen salir; a partir
del voltaje 300 deja de emitir ninguna respuesta y no se vuelve a saber de él.
¿Qué hacen los participantes? ¿Hasta dónde son capaces de tolerar esas protestas de
la víctima y seguir obedeciendo? Aunque resulte terriblemente desasosegante, Milgram
descubrió que un 62% de los sujetos continuó administrando las descargas hasta el
último interruptor. No obstante, muchos sujetos preguntaron y dudaron, algunos
exhibieron intensas reacciones emocionales (sudor, temblores, tartamudeo, risa
nerviosa), pero cuando el experimentador les conminó a seguir haciendo su trabajo
obedecieron.
Los tests de personalidad aplicados por Milgram demostraron que los participantes
que continuaron hasta el final no eran más crueles o insensibles, ni tampoco que estos
resultados puedan achacarse a una particular idiosincrasia de los norteamericanos —el
experimento ha sido replicado con similares porcentajes en Australia, Jordania,
Alemania y España (Milgram, 1974)—. Sin embargo, es verdad que si se modifican
ciertas condiciones los sujetos no siguen los dictados del investigador y cesan de pulsar
los interruptores —por ejemplo, si se lleva a cabo en un edificio algo viejo y
cochambroso y no en el laboratorio de una prestigiosa universidad, si hay mucha
proximidad física con la víctima, si el investigador no es presentado como una figura de
autoridad legítima, o si el participante no está solo a la hora de pulsar los interruptores
(Milgram, 1965)—.
El trabajo de Milgram supone una interesante reflexión sobre el comportamiento
agresivo cuando se produce en un marco de obediencia a una autoridad. Sus resultados,
así como los de otras investigaciones semejantes, demuestran que las personas actúan de
una forma mucho más agresiva si alguien a quien consideran con autoridad ordena serlo,
y que esta situación debe tenerse en cuenta para relativizar la atribución de culpabilidad
de cualquier comportamiento violento.

Los golpes llegaban por todos los lados

Después de presentadas las principales teorías y los factores que pueden jugar un papel

128
en la conducta agresiva, parece quedar claro que se trata de un fenómeno complejo y
multicausal. Como casi todas las conductas del ser humano, es necesario recurrir a
factores biológicos, sociales y psicológicos. En realidad, esta es justamente la
perspectiva cognitivo-social de la conducta agresiva (López Aguado, 2003); de forma
más concreta, se puede afirmar que en todo comportamiento agresivo intervienen
aspectos genéticos, neuroanatómicos, psicológicos y socio-culturales, y que su
manifestación tiene que ver con el contexto social específico, la historia de aprendizaje
de los sujetos que la practican y determinadas configuraciones o elementos ambientales,
que se han ido enumerando en los apartados anteriores.
Por eso, si se recupera ahora el caso con el que se comenzaba el capítulo, se puede
afirmar con bastante seguridad que, en la actuación de los guardias de Roquetas de Mar,
se debieron de aglutinar una serie de factores. Por un lado, dado que el trabajo de los
policías requiere habitualmente el uso de la fuerza, es posible que el principal encausado,
el teniente de la comandancia, se encontrase desensibilizado al punto de no apreciar
debidamente la peligrosidad de ciertas acciones sobre un sujeto en dudoso estado físico;
al mismo tiempo, es posible que se tratase de un hombre con una mayor tensión, con
niveles hormonales más altos y, por tanto, con mayor tendencia a emplear la fuerza.
Sin embargo, resulta demasiado fácil —y probablemente equivocado— explicarlo
todo aduciendo que ese agente era un hombre violento. Un análisis psicosocial no puede
caer en tal simplificación. Ténganse en cuenta los conocimientos sobre la agresividad
que se han reunido y se podrán analizar los hechos con algo más de detalle. Para
empezar, recuérdese la tensión del momento: el agricultor, un hombre de más de cien
kilos y sumamente agitado, quizás por las drogas que ha consumido, se resiste con
fiereza a la autoridad. Tras varios forcejeos, aplasta con la puerta del coche los dedos a
uno de los guardias. Desde fuera del cuartel, en el tórrido agosto almeriense, varios
grupos de personas profieren gritos contra Juan Martínez y alteran a los guardias; en la
comandancia se produce un cierto desorden, el superior tarda varios minutos en aparecer,
se cambia de opinión respecto a qué hacer primero… Todos estos factores conjugados
van excitando los ánimos de los guardias, una activación que bien pudo transformarse en
conducta agresiva, tal y como sostiene la teoría de la excitación-transferencia. No se
puede saber si los guardias estaban frustrados por distintas razones personales, pero lo
que es seguro es que la imposibilidad repetida de realizar su trabajo (inmovilizar al
detenido, conducirle a la Policía Local) está suponiéndoles una frustración singular que
se prolonga en el tiempo.
El teniente se sirve con contundencia de armas no reglamentarias, y se le unen
muchos guardias (hasta nueve, según las declaraciones). El hecho de tener a mano una
porra extensible y eléctrica hace más probable su uso, como se vio hace un momento. Y
hay que advertir que la falta de reglamentación de estas armas tiene mucho que ver con
los daños incontrolados que pueden provocar. En un contexto en que se legitima la
violencia si parte de personas autorizadas (como es la Guardia Civil) es fácil que las
fronteras de hasta dónde se puede llegar queden desdibujadas. Quizás desde fuera ciertas

129
acciones pueden parecer muy violentas, pero cuando se está inmerso en una situación de
este tipo, no se tiene perspectiva. Seguramente unos guardias influyen en otros y se
pierde la capacidad de calibrar los golpes. Según el modelo de aprendizaje social, el estar
viendo lo que hacen los compañeros vuelve más probable el que se imiten; si alguien
tiende a ir a más (en particular si se trata de un superior, pues también juega su papel la
importancia de obedecer a una autoridad) es fácil que arrastre a los demás. Muchas
personas que se han comportado de forma violenta quedan sorprendidas de lo que
hicieron cuando, luego, a solas, reflexionan sobre sus acciones, y tienden a considerar
que, en realidad, «no eran ellas mismas»; y es cierto que en un contexto grupal de
agresividad es mucho más difícil valorar los propios actos con independencia de la
actuación de los demás. Ahora, si se junta todo: excitación, descoordinación, frustración,
obediencia a un superior, dolor, despersonalización, sentirse atacado, amenazas
exteriores, actuación en grupo, un contexto donde se legitima la violencia, modelos
agresivos previos, armas, calor… es más fácil comprender por qué se actuó con tanta
contundencia.

¿Mano dura con la agresividad?

Probablemente, las sanciones que recayeron sobre los guardias civiles de Roquetas de
Mar harán más improbable una actuación similar; quizás, por generalización, influya
sobre todo el colectivo de la benemérita e, incluso, si se quiere ser optimistas, sobre otros
cuerpos y fuerzas de seguridad; no obstante, lo que es seguro es que no eliminará la
violencia del Estado. Y es que el castigo como medio de controlar la violencia es, a largo
plazo, inefectivo o, al menos, muy moderado en sus efectos. Más aún, los castigos, sobre
todo cuanto más largos y duros son, producen más efectos indeseables (ira,
resentimiento, baja auto-estima, etc.) y más frustración, la cual, como bien ha quedado
demostrado en las páginas precedentes, es una de las principales fuerzas instigadoras de
la agresión. En suma, castigar con dureza a quien se sirve de la violencia es lo mismo
que apagar un incendio con gasolina. La agresión fomenta la agresión de manera
proporcional. ¿Ha habido alguna guerra que parase las guerras?
El control de la violencia debe plantearse de acuerdo con el modelo teórico del que
se parta. Desde el modelo instintivo una prevención eficaz consistiría en localizar a los
sujetos de natural agresivo y —puesto que esta tendencia no se puede extraer de sus
cerebros— encauzarlos hacia actividades donde su violencia pueda servir a la sociedad y
no los destruya a ellos mismos. De este modo, alguien como Mike Tyson debe ser
animado a descargar su tensión entre las cuerdas de un ring; otros podrán hacerse
soldados, alpinistas, cazadores, etc. Desde los también innatistas postulados freudianos,
la sociedad debería arbitrar medios para facilitar la descarga emocional y no sancionar
con excesivo rigor a los que, periódicamente, necesitan adoptar esta salida. No obstante,

130
ya se vio que el modelo innatista planteaba serias dudas al aplicarse a los seres humanos.
Los experimentos encaminados a analizar el supuesto efecto beneficioso de los actos
catárticos han fracasado repetidamente y, a día de hoy, resulta imprudente recomendar a
aquellos que se sientan muy agresivos asestar puñetazos a una almohada o a un saco de
boxeo, discutir a gritos, jugar al paintball con sus compañeros de empresa o pegarse con
alguien «asegurándose» de no hacerse daño. Frente a lo que popularmente se cree, estas
actividades pueden incrementar el nivel de impulsos agresivos. Además, los actos
agresivos suelen tener otro efecto perverso: la justificación de la propia violencia. Llevar
a cabo una agresión por primera vez facilita hacerlo en otras ocasiones. Esto es algo
lógico pues agredir a alguien (física, verbalmente o de cualquier otra forma) incrementa
los sentimientos negativos hacia la víctima. Es un problema de autojustificación: si se ha
atacado a alguien, y se desea, como es lógico, seguir sintiéndose bien o buena persona,
no hay más remedio que concluir que la víctima se lo merecía o se lo había ganado. Una
vez creído esto, es fácil que se repitan las agresiones.
El modelo de aprendizaje social de la agresión, en cambio, ofrece unas alternativas
más prometedoras. Puesto que, como parece evidente, al menos parte de la conducta
agresiva es imitación de determinados modelos sociales, entonces el camino adecuado
para reducir la violencia pasa por ofrecer —sobre todo desde muy temprano en la vida—
modelos positivos que resuelven los conflictos por medio del diálogo, la empatía, la
comprensión y la cesión mutua; y, además, reforzar continuamente la puesta en práctica
de estas alternativas positivas. Por desgracia, es cierto que el mundo actual no encorajina
para actuar de este modo, pero pueden llevarse a la práctica en contextos donde sí existe
más control (la familia, el colegio). Una buena educación e información a padres y
educadores, seguida, naturalmente, de unas buenas prácticas, puede favorecer
significativamente el abandono de posturas duras e intransigentes. Es conocido el hecho
de que la pasividad de los observadores de la violencia (en particular, en el contexto
escolar) perpetúa y alienta los actos agresivos. Unos adecuados medios de control y de
involucración de todo el colectivo educativo (incluyendo, por supuesto, a los mismos
alumnos) redundará en una disminución de esta violencia. Hace ya casi cuarenta años,
Feshbach y Feshbach (1969) demostraron que sólo con una sencilla educación empática
(enseñando a los niños a reconocer qué emociones están sintiendo los demás) se logra
disminuir significativamente los actos agresivos entre escolares. Así mismo, la
presentación de modelos positivos desde los medios de comunicación, y el rechazo de
los negativos (al menos durante horarios infantiles), es una responsabilidad ineludible de
todos los Gobiernos.
Con esta última mención a los Gobiernos se da paso al papel que, en el tema de la
violencia, corresponde a toda la sociedad civil y a los políticos en general. La teoría de la
frustración-agresión y de la excitación-transferencia demuestran que las claves del
control de la violencia no están sólo en manos de la investigación psicológica, ni mucho
menos; trascienden este ámbito para implicar a todos los estamentos sociales. Si se vive
en una sociedad frustrante, que alimenta los deseos de los ciudadanos para luego
desbaratarlos, se favorece la alineación y, por tanto, la agresión. Por doquier se

131
encuentran razones para estar frustrados (el paro y la explotación laboral, la falta de
vivienda, las injusticias y desigualdades sociales, el racismo y la xenofobia, el
terrorismo, la politización de todos los asuntos sociales, la falta de ayuda a las familias,
el inadecuado funcionamiento de la justicia, etc.); existen muchas realidades que
defraudan a los ciudadanos y que los defraudarán permanentemente, y una falta de
aceptación de este hecho o, por caer en lo contrario, un excesivo cinismo sobre la
condición humana harán aún más probable la aparición de la violencia. Puede que
cambiar arraigadas injusticias sociales parezca difícil e ingenuo, pero también es posible
recordar todo lo que lograron Gandhi, Luther King o Nelson Mandela por medios no
violentos.
Por otro lado, si la excitación es vista como la manera auténtica de divertirse, si es
la alternativa vendida a los jóvenes, entonces también se fomentará una sociedad
predispuesta a la agresividad. Merecen recordarse aquí las reflexiones del filósofo
Bertrand Russell quien, en un libro recomendable para todo el mundo1, defendió que un
cierto grado de rutina o incluso monotonía era necesaria para llevar una vida productiva.
Sin embargo, cuando se cree que la activación permanente, lo excitante, es lo que merece
la pena, no sólo se agotan las energías creadoras o productivas, también, tal y como
predice la teoría de la excitación-transferencia, se hace más probable deslizarse hacia la
agresividad.
Se ha mencionado que determinados factores como el ambiente urbano, la densidad
de población, el ruido o el hacinamiento guardan relación con el disparo de la
agresividad (aunque, por supuesto, depende de cómo se vivan). Y son, sobre todo, las
acciones políticas las que deben llevarse a cabo para que cambien las malas condiciones
de vida que sufre la población en esta supuesta sociedad del bienestar. Pero todo esto no
exime la responsabilidad individual: la violencia no es, en realidad, un problema de
otros, no es sólo la matanza que provoca un empleado despedido por su empresa en
Chicago o unos adolescentes de Ohio en su instituto; es también un problema de cada
uno, de cada familia y cada persona. Cuando en estas mismas páginas se menciona la
crueldad con que actúan la mayoría de los sujetos de algunos experimentos se tiende a
creer que uno mismo se habría comportado de forma más humana. Pero suponer esto
demuestra una enorme ingenuidad. Los participantes en los experimentos son personas
absolutamente normales y sanas, personas cuyos tests de personalidad no revelaban
ninguna singularidad. No se puede olvidar que la conducta agresiva depende mucho de
la situación estimular y de las frustraciones que se acaban de sufrir.
En cada acción agresiva que se contempla, en cada falta de humanidad que se
muestra por las calles de la ciudad se siembra un germen de la violencia. Todos podemos
esforzarnos en aminorar, al menos en nuestra pequeña parcela de influencia, la falta de
atención, el trato deshumanizado, la injusticia con los de nuestro alrededor. Tratemos de
que nuestro miserable reptil interior quede anulado por nuestra valiosa e inteligente parte
humana. En la inmortal obra de Víctor Hugo Los miserables tenemos un ejemplo
acabado de ello: Jean Valjean sale de la cárcel tras cumplir una durísima condena. En el

132
presidio, pero también fuera de él, no recibe más que castigos y desprecio. Es acogido
por un obispo que lo aloja en su casa, le da de cenar y le invita a dormir en el mejor de
los lechos. Sin embargo, Valjean roba esa misma noche los objetos de valor de la casa y
huye. Apresado poco después y conducido hasta su benefactor, se sabe ya reo de una
pena quizá de por vida. Sin embargo, es exculpado por el obispo, que parece no tener
nada que reprocharle. Valjean, anonadado, vive por primera vez una situación distinta:
su acto agresivo es respondido con una acción benevolente. Algo se transforma en su
interior. El resto de sus acciones durante toda la novela no son sino una consecuencia de
esta manera alternativa de tratar a las personas.

133
7
EL COMPORTAMIENTO ALTRUISTA

El atentado perpetrado en Madrid el 11 de marzo de 2004 se convirtió en el más bárbaro


de la funesta historia terrorista. Toda la ciudadanía de la capital, y aun toda España,
sintió oleadas de ira, frustración, congoja e incluso horror; sin embargo, en vez de una
lógica parálisis por el estupor del acontecimiento, se observaron los casos más increíbles
de conducta solidaria, generosa e incluso temeraria a favor de las víctimas. Se
postergaron los egoísmos, se demostró abnegación, civismo y hasta heroísmo. Miles de
ciudadanos anónimos —y no es ninguna cifra exagerada— colaboraron en la ayuda a las
víctimas y los familiares. Algunos titulares de prensa de los días siguientes dan
testimonio fehaciente de ello:
Madrid responde con una avalancha de solidaridad

Los taxistas trasladaron gratis a las víctimas. Las psicólogas no tuvieron descanso. Médicos
jubilados se ofrecieron en los hospitales.

(La Razón, 13/03/04).

El batallón de voluntarios anónimos


Cientos de ciudadanos anónimos y profesionales fuera de servicio, hechos de una pasta
distinta a la de los salvajes asesinos, no lo dudaron ni un segundo: corrieron a los trenes para
auxiliar a los supervivientes. Hoy no han dormido. No han comido. No han llorado.

(ABC, 13/03/04).

1.300 héroes anónimos para una tragedia

Policías, guardias civiles, bomberos, sanitarios, psicólogos y ciudadanos voluntarios se


volcaron en ayudar a las víctimas.

(El País, 13/03/04).

Eloy Morán busca a su salvador

«Sólo sé que se llama Ignacio». Eloy Morán de la Fuente se recupera de sus heridas de

134
metralla en el Hospital Doce de Octubre. Está bien, pero no quiere dejar pasar la oportunidad
de dar las gracias a Ignacio, la persona que le salvó del vagón tras la explosión y le salvó la
vida. «Él me llevó al hospital de campaña y me dijo que iba a tratar de sacar a más gente del
tren. Se fue corriendo».

(El Diario Montañés, 21/03/04).

Los hospitales de Madrid y provincia hacen frente a un alud de heridos


Todo el personal médico disponible se vuelca en atender a los más de 1.200 heridos en los
atentados.

Impresionante solidaridad ciudadana.

(…) Antes de mediodía, pocas horas después de que la Consejería de Sanidad de Madrid
solicitara donaciones de sangre, la misma institución informaba de que gracias a «la respuesta
masiva» de la ciudadanía, las necesidades estaban cubiertas.

(…) Los centros sanitarios de Comunidades como Cataluña, Valencia, Extremadura o


Andalucía se pusieron a disposición de los heridos, mientras que los Gobiernos autónomos
instalaron servicios de recogida ambulante de sangre para completar los de sus hospitales. En
pocas horas estuvieron en disposición de hacer llegar a Madrid miles de bolsas de sangre de
sus ciudadanos.

(El Heraldo de Aragón, 12/03/04).

La reacción popular ante la matanza de Madrid quizás llame tanto la atención


porque, en el avatar cotidiano, se está bastante más acostumbrado a lo contrario. Casi
cada día puede recogerse alguna noticia sobre una persona que murió por la desatención
y el desinterés de sus vecinos; y, sin duda, lo más habitual es ver por la calle
comportamientos agresivos e insensibles. Quizás sea un consuelo comprobar que puede
haber una respuesta tan solidaria como la vista en Madrid aquellos días, aunque, al
mismo tiempo, también resulta desalentador saber que tienen que producirse tragedias de
tal magnitud para conmover y movilizar a la gente.
La Psicología Social ha prestado en general poca atención a las conductas
prosociales, quizás porque siempre consideró más necesario describir, medir y controlar
las nocivas o peligrosas, como son el autoritarismo o la agresión. Sin embargo, en este
capítulo se presentarán los conocimientos que se poseen sobre la promoción de las
acciones altruistas. Sin duda, no es un tema sencillo, y entra en conflicto en su mismo
planteamiento con diversos principios clásicos del aprendizaje, donde no encajan bien
acciones en las que no es posible observar ningún tipo de recompensa. Con las
investigaciones que se resumen en este capítulo se procurará entender —al menos en la
medida de lo posible— qué factores se conjugaron para que, como un solo hombre, los
madrileños se volcasen en una ayuda tan generosa.

Cómo debe entenderse el altruismo

135
En el párrafo anterior se adelantaban algunos de los aspectos definitorios de la conducta
altruista, y que podría concretarse así: altruista es toda aquella acción voluntaria que
supone un sacrificio para el que la ejecuta y que implica un beneficio objetivo para el
que la recibe.
Desde este planteamiento se entiende que la acción debe ser intencional, es decir,
que la ayuda objetiva (el beneficio para el que la recibe) no se debe a la casualidad y que
se buscaba conscientemente; de lo contrario se producirían situaciones tan paradójicas
como la siguiente: un trabajador se inventa una serie de mentiras para que despidan a un
compañero rival, pero luego este encuentra un trabajo mejor en otra empresa. En este
caso, la acción del trabajador mentiroso supuso a la larga un beneficio objetivo para el
despedido pero al no ser intencionalmente positiva nadie la consideraría altruista, antes
al contrario, fue muy egoísta. Imagínese así mismo el caso de una empresa que dona a
una entidad benéfica varios millones y elude así los impuestos que debería pagar por sus
beneficios. Sin duda, nadie dirá que esa organización es altruista, aunque es seguro que
su propia publicidad se hará buen eco de la generosa donación que benefició a los
receptores del dinero.
Por otro lado, la acción también debe suponer algún tipo de sacrificio para el que la
lleva a cabo; esto es, un esfuerzo. Si la ayuda se produce sin que el sujeto haga nada, sin
que altere, aunque sea mínimamente, sus acciones habituales, tampoco debería ser
considerada altruista. Al hablar de sacrificio hay que advertir igualmente que la acción
no tiene un premio o no es fruto de un trabajo profesional. Así, en el caso del atentado
del 11-M, es evidente que habría que diferenciar entre la labor de los Cuerpos y Fuerzas
de Seguridad del Estado destinados a emergencias y la acción de ciudadanos anónimos
que intervinieron. Es posible que los sanitarios, los policías o los bomberos llevaran a
cabo su labor con enorme celo y notable esfuerzo personal, pero al fin estaban haciendo
el trabajo por el que se les paga y para el que se preparan; en cambio, las personas que
no tenían esas responsabilidades y se involucraron con el mismo arrojo serán sin duda
calificadas de altruistas.
No obstante, este tema abre un debate arduo y controvertido: los «héroes
anónimos» que no recibieron ninguna recompensa externa ¿recibieron algún tipo de
recompensa interna? ¿Puede afirmarse que, de algún modo, sí fueron egoístas puesto que
ante ese panorama lo difícil hubiese sido dejar de ayudar? Se plantea aquí un problema
difícil de resolver, una postura escéptica que vendría a concluir que toda acción altruista
es, en el fondo, una acción egoísta; quizás de un egoísmo más sutil o menos superficial,
pero egoísmo al fin. Desde este planteamiento, el altruismo estaría en consonancia con la
teoría clásica del refuerzo y no debería ser vista como una «desviación», una «patología»
o una «anormalidad» de un individuo concreto (o de un grupo concreto), o incluso
«como una excepción confirmatoria de la regla». Más adelante, al avanzar en el
conocimiento de las circunstancias y variables que influyen en el comportamiento de
ayuda a los demás se retomará este debate.
Por último, para terminar con la definición es importante señalar que el sujeto que

136
recibe la ayuda realmente debe verse beneficiado; esta es la razón de que se incluya el
término objetivo. Imagínese la situación de un automovilista que desea ayudar a un
motorista accidentado, pero que al desconocer las prácticas adecuadas de primeros
auxilios le quita el casco y le coloca de forma perjudicial en el asiento trasero de su
coche para trasladarlo al hospital; con estas acciones le produce lesiones irreversibles en
el cerebro y en la columna vertebral. Es evidente la buena intención del conductor, pero
también los perjuicios objetivos sobre el accidentado. En estos casos, quizás podría
hablarse de un altruismo subjetivo o intencional, pero no de un altruismo objetivo ya que
la víctima al fin fue más perjudicada que ayudada.

Altruismo bestial

Aunque la mayoría de los teóricos sociales reconoce que las características físicas han
evolucionado y se explican desde la Teoría de la Evolución que formulara
originariamente Darwin, no reconocen lo mismo respecto a los comportamientos
sociales. En general, se tiende a creer que la conducta social se explica por lo cultural y
lo biológico poco puede decir sobre ella. Sin embargo la realidad es que hay una
interacción de ambos elementos: determinados genes se activan o inhiben ante un medio
específico. Las conductas sociales no pueden haber surgido de la nada, también son el
producto de milenios de evolución y se explican, en su aspecto más remoto o en sus
raíces, considerando las condiciones del entorno ancestral en que vivía la especie.
Pese a ello, el altruismo —que es una conducta social— siempre es considerado
como una conducta exclusivamente humana. Es más, seguramente como la conducta
humana por excelencia, la que «humaniza», pues ¿cabe suponer sacrificio, abnegación,
deseo de ayuda en los animales? En su obra Lo divino el poeta alemán Goethe afirmó:
«El hombre es noble, caritativo y bueno. Pues sólo esto le diferencia de los otros seres
conocidos». No obstante, si se dirige una atenta mirada hacia el reino animal se
encuentran comportamientos que, al menos aparentemente, llevan a pensar en acciones
desinteresadas y que, en muchos casos, acarrean riesgos para la propia vida. Por
ejemplo, ¿por qué si el hormiguero queda aislado por una riada unas hormigas se tiran al
agua y hacen un puente sobre el que cruzan otras aunque tal acción supone su muerte
segura por ahogamiento? ¿Qué lleva a las cebras más viejas y lentas a ponerse lejos del
centro de la manada si eso las convierte en presas más fáciles para los depredadores?
¿Cómo es posible que los vampiros de Centroamérica junten sus bocas con otros
congéneres y les den, sin recibir nada a cambio, gran parte de la sangre que han podido
chupar de sus víctimas durante la noche? La clave de estas conductas está en considerar
que determinadas acciones altruistas están en realidad destinadas a ayudar a la
supervivencia de la especie, aunque no necesariamente a la del individuo. Podría
afirmarse de forma más elemental así: los individuos son altruistas, pero sus genes son

137
egoístas.
Gracias a la incorporación dentro de la teoría evolutiva clásica de conceptos como
la «aptitud inclusiva» (inclusive fitness), la «inversión parental» y el «altruismo
recíproco» pueden explicarse muchas conductas sociales altruistas no humanas (y quizás
también humanas) como las descritas.
Respecto a la «aptitud inclusiva», Hamilton (1964) demostró con colonias de
abejas que a los sujetos que se ayuda son fundamentalmente los propios parientes
(hermanos) porque con ellos se comparten genes. Lo importante no es que cada sujeto
individualmente se reproduzca, sino que los genes que posee pasen a la siguiente
generación. Así que el sujeto puede ayudar (aunque muera) a otros porque comparten
sus genes y, por consiguiente, su desaparición no supone la extinción de los mismos. Por
eso es mayor la ayuda cuanto más parentesco existe; cuantos más genes se poseen en
común, más posibilidades de ayuda. Y si los que sobreviven son jóvenes, mejor: más
probabilidades de que se reproduzcan. En general, los seres humanos también ayudan de
forma mucho más generalizada a los familiares (en particular, a los propios hijos que
portan mayoritariamente la carga genética y son más jóvenes) y tienden a ser menos
solidarios con los que son «más distintos».
El «altruismo recíproco», demostrado por Trivers (1971), sostiene que la ayuda a
otros sujetos con los que no se comparten genes se debe a que se supone que, en el
futuro, esos a los que se ha ayudado (en un momento en el que se dispone de recursos)
podrán también ayudar a sus benefactores cuando estos lo necesiten (o a sus
descendientes). Es decir, que, a la larga, también se busca la ayuda al mantenimiento de
los genes. Por esta razón, los vampiros darían sangre a unos compañeros de grupo que,
una noche posterior, pueden tener suerte en la caza nocturna y devolver el favor recibido.
De este modo, la colonia se organiza para rentabilizar sus recursos y mantener a un
grupo mayor de animales, lo que aumenta la probabilidad de supervivencia general.
Ciertamente, reducir el altruismo humano a estos principios evolutivos resulta en
exceso simplificador. Sin embargo, es importante comprender que la mayor parte de las
conductas sociales tiene antecedentes y hunde sus raíces en otras acciones sociales más
primitivas. Es cierto que el ser humano puede trascenderse y, en determinados casos,
actuar de una forma difícil de entender desde un punto de vista «natural»; pero si se
considera el conjunto del comportamiento social de los individuos no puede dejar de
observarse que la aptitud inclusiva y el altruismo recíproco aportan claves fundamentales
de comprensión para el comportamiento altruista más general o institucionalizado.

Hacer lo correcto

Siguiendo el planteamiento de Shaver (1981), habría que hacer una diferenciación entre

138
el altruismo en situaciones normales y el altruismo en situaciones de emergencia. De
hecho, cualquiera puede entender que lo que mueve a alguien a socorrer a una víctima en
un vagón del tren que acaba de explotar es muy distinto de lo que empuja a una persona
a hacerse voluntario y dedicar durante muchos años unas horas de su semana a
acompañar a unos niños ingresados en el servicio de oncología de un hospital.
En la exposición que sigue a lo largo de este capítulo, se comenzará con las teorías
que tienen que ver con la ayuda en situaciones normales y posteriormente se pasará a
exponer lo que influye para intervenir en una situación de emergencia.
Con la educación en el contexto de la cultura occidental se aprende —aunque nadie
lo manifieste explícitamente— que se deben mantener determinadas prácticas y
conductas al relacionarse con otras personas. Es lo que se ha dado en llamar influjo de
las normas sociales. Estas normas que casi todos mantienen, incluso con independencia
de la religión que se profese (o aún en la increencia), reflejan, para algunos, la «buena
educación», «la urbanidad», «el civismo», «la integridad» o «la decencia», pero, como
quiera que se les apellide lo que es evidente es que son fundamentales a fin de mantener
las relaciones sociales o aumentarlas. Los psicólogos sociales hablan fundamentalmente
de tres normas sociales: la norma de reciprocidad, la norma de obligación y la norma de
responsabilidad social.
La norma de reciprocidad establece que si se quiere actuar de forma adecuada en el
plano social se ha de ayudar a aquellos que nos han ayudado previamente, y no se debe
hacer daño o perjudicar a aquellos que nos han prestado ayuda o hecho el bien. Además,
la norma de reciprocidad supone, implícitamente, que esa ayuda o ese beneficio que se
devolverá está en proporción con la ayuda o el beneficio recibido previamente.
Aunque casi todo el mundo posee experiencias que confirman la existencia de esta
norma como práctica universal, existen además trabajos experimentales que la han
demostrado. Por ejemplo, Staub y Sherk (1970), en un experimento con niños pequeños,
observaron que a más caramelos recibidos de un compañero, más tendencia a prestarle
objetos personales. Pruitt (1968) observó ya con sujetos universitarios que no sólo se
daba más al compañero del que más se había recibido, sino que además se producía más
reciprocidad con aquel que había dado un mayor porcentaje de lo que poseía.
La norma de obligación no es diferente de la anterior, pero le añade el componente
afectivo. Esta norma supone que tras toda ayuda el sujeto queda en una situación de
obligación; un estado anímico que, en algún caso, puede resultar displacentero. Todos
los seres humanos conocen la sensación de «quedar en deuda» y de que eso obliga, de
alguna forma o en algún momento, a devolver lo que se debe.
Gracias a la existencia de esta norma se entiende que muchas veces la ayuda o los
favores recibidos levanten suspicacias y la persona se pregunte qué busca en realidad
aquel que, aparentemente, le ha ayudado o favorecido. Esta reacción suspicaz se produce
sobre todo cuando resulta difícil corresponder con reciprocidad. Es interesante
comprobar que esta norma no sólo funciona en un nivel individual, de sujeto a sujeto,

139
sino que se generaliza incluso a la actuación de todo un país. Como Gergen, Ellsworth,
Maslach y Seipel (1975) demostraron, el hecho de que la nación que ayuda a otra sea
rica o pobre en recursos influye determinante en la susceptibilidad que levanta en los
habitantes del país receptor. Estos autores observaron que cuando un país como Estados
Unidos, Japón o Suecia daban a fondo perdido a un país pobre este no valoraba tan
positivamente al donante y despertaba sospechas; en cambio, si planteaba que los
recursos entregados debían devolverse (aunque sin intereses) era mejor valorado. En
cambio, no sucedía lo mismo si el país donante era pobre (como por ejemplo, Cuba):
entonces los sujetos siempre lo valoraban más, y se sentían mejor en la situación en la
que este les pedía una reciprocidad exacta; es decir, reciprocidad no aumentada con
intereses.
Así mismo, resulta interesante situarse en el otro punto de vista: ¿Qué sucede con el
que ha hecho el favor? La teoría de la disonancia cognitiva (que se explica con detalle en
el próximo capítulo) ofrece las claves: cuando el donante actuó de forma interesada no se
altera su concepto sobre el que recibió la ayuda; sin embargo, si fue realmente
desinteresado mejorará su visión de la persona, el grupo o el país al que ayudó. Esto es
debido a que se razona de la siguiente manera tras el hecho: «Si recibió mi ayuda será
que la merecía». En conclusión, parece demostrado que, para conseguir el aprecio, es
mejor recibir regalos que ser uno mismo el que los dé (Aronson, 1997).
Por último, la tercera norma es la de responsabilidad social. En realidad es la
respuesta a la cuestión de si los fenómenos de reciprocidad y de obligación social se dan
solamente cuando se ha recibido un bien, o se dan también de una manera universal
cuando no se ha recibido nada. La norma de responsabilidad afirma que existe una
tendencia a ayudar a todo aquel a quien se percibe como dependiente de la propia
actuación para su bienestar. Más aún: cuanto más dependiente es alguien de uno, mayor
responsabilidad social se sentirá. Así, por ejemplo, una persona se sentirá responsable al
cien por cien de la integridad física de un bebé que queda a su cuidado, pero no del
comportamiento de sus empleados adultos.
Berkowitz y Daniels (1963) llevaron a cabo un experimento para corroborar esta
hipótesis. En su investigación trabajaron con unos operarios a los que hicieron creer que
de su trabajo dependía —en unos casos mucho, y en otros sólo un poco— el que su
supervisor recibiera un premio. Los obreros no recibían ningún bien especial de trabajar
más e, incluso, en un porcentaje elevado de los casos, creían que el supervisor ni siquiera
tendría noticia de si habían o no trabajado más, como él necesitaba. Sus resultados
fueron claros: a mayor dependencia más trabajo; esto es, cuanto más creían que de ellos
dependía el premio que recibiría el supervisor, más acciones altruistas desarrollaban.

Crimen y castigo

140
Además de las normas sociales, existen otros factores internos a los sujetos y, sin duda,
también moldeados por la educación e interiorizados en cada contexto cultural que
influyen en el impulso altruista. En este apartado se van a examinar algunos de estos
factores.
La culpa. Como ya muchos escritores han intuido desde hace siglos, la
experimentación ha demostrado que uno de los factores que motivan gran cantidad de
conducta altruista es el sentimiento de culpabilidad. Es decir, que uno de los refuerzos
internos más claros que recibe el acto altruista es la disminución de la culpa. La culpa
parece un elemento singularmente motivador de conductas de ayuda desinteresada
cuando, además, el sujeto considera que con su actuación va volver a restablecer la
justicia y la equidad (Berkowitz y Walster, 1978). Según la teoría de la equidad, la
sensación de haber hecho mal a alguien puede llevar a dos posibles conductas distintas:
una es la de derogación de la víctima (así esta aparece como merecedora del daño, y se
restablece la equidad), la otra la de compensación del daño con esfuerzos por ayudarla
(con lo cual también la equidad se restablece). Todo parece apuntar a que los individuos
eligen restablecer la equidad al modo altruista —es decir, por compensación y no por
derogación— cuando tienen a su disposición unas formas de compensación que no van a
ser ni excesivas ni demasiado escasas para restablecer el orden alterado. También influye
el que la persona tenga más o menos miedo inconsciente a la respuesta agresiva de la
víctima, y de lo amenazado que se sienta su autoconcepto por el hecho de percibirse a sí
misma como alguien que lleva a cabo malas acciones.
Es sumamente interesante el fenómeno de la expiación de la culpa de forma vicaria.
Se ha demostrado con suficiente rigor que, muchas veces, el sentimiento de culpa lleva a
conductas altruistas, en las cuales los beneficiarios no son las mismas personas que
recibieron el daño, sino otras distintas. Así lo probaron los trabajos de Carlsmith y Gross
(1969), en los que los sujetos hacían alguna forma de daño a alguien, y luego tenían
oportunidad de ayudar a terceras personas que no eran las heridas anteriormente. En
estos casos, los sujetos ayudaban significativamente más que en la situación de control
(en la que no había precedido daño a nadie).
Que el altruismo puede ser una forma de reparación vicaria es algo en realidad
reconocido universalmente. Al respecto, cabe recordar lo que Gandhi, durante el curso
de su último ayuno de 1948, dijo a un hombre que había solicitado verle. El visitante, de
religión hindú, le confesó que había asesinado a un niño musulmán como venganza por
la muerte de su propio hijo en los disturbios raciales que acabaron por precipitar la
escisión política de la India y Pakistán. Tal y como le relató al Mahatma, desde entonces
no había encontrado la paz y se sentía terriblemente culpable por su espantoso crimen.
Gandhi le explicó entonces que debía recoger de las calles a un niño huérfano y educarle
con respeto en la religión musulmana. De alguna manera ese niño representaría al otro
asesinado. Cuando oyó su consejo, el visitante abandonó la habitación sin decir palabra.
Implícitamente en este suceso también sale a la luz el hecho de que las reparaciones
vicarias no sólo se restringen a personas individuales, sino que pueden entenderse como

141
la expiación de todo un colectivo (hindúes, musulmanes). De hecho, los sujetos que
forman parte de colectivos criticados o cuestionados (por ejemplo, gitanos) pueden
exhibir conductas de ayuda más notables a fin de anular la imagen que el conjunto de la
sociedad tiene de ellos.
La empatía. Excepto en las personas con una patología psicopática, cuando se ve a
otro sufrir se produce un reflejo de ese sufrimiento en uno mismo. Este sentimiento
provocaría, según autores como Batson (1998) la activación de la conducta de ayuda.
Hay que entender que para Batson la empatía no es producto de la culpa ni de la tristeza,
sino una respuesta emocional orientada hacia los demás (como la simpatía o la
compasión). Por tanto, no se trata de querer reducir en uno mismo el malestar al ver ese
sufrimiento, sino de ayudar a reducir el malestar de la otra persona.
Aprendizaje social. Tampoco puede olvidarse un principio general como el del
modelado y el aprendizaje social. En principio, las conductas de ayuda son más
probables cuando los niños han sido reforzados por ayudar a otros y han visto en sus
padres —como modelos más o menos permanentes— conductas de ayuda. Es sabido que
los efectos del modelado no sólo actúan a corto plazo, sino también a largo plazo. Batson
(1998) demostró que los hijos de padres que habían ayudado a los judíos perseguidos por
los nazis o involucrados en la igualdad de derechos en EE.UU. se convirtieron en adultos
con más conductas prosociales y más preocupación por los demás.
Ciertamente, aunque las normas y los demás factores internos descritos tienen un
papel importante en las acciones de ayuda y cooperación de los sujetos, tampoco pueden
acabar de explicar un fenómeno tan complejo como es el comportamiento altruista. Si se
recuerda el planteamiento básico de la Psicología Social resultará claro que poner el
énfasis exclusivamente en uno de los elementos en juego (el sujeto que puede llevar a
cabo la acción altruista) y no en la interacción, es decir, en el conjunto de factores
situacionales o en las características del sujeto ayudado, es un pecado de simplificación.
A partir de ahora, pues, se ofrecerá un análisis sobre otros factores que,
experimentalmente, han demostrado su importancia para explicar las conductas
altruistas.

Pasan el cepillo

¿Se está igual de dispuesto a prestar ayuda cuando se va solo que cuando se está
acompañado de amigos? ¿Cómo se recoge más dinero en la iglesia: cuando los feligreses
se pasan unos a otros el cepillo o cuando se deja que el que lo desee introduzca el dinero
en el buzón que está a la entrada? ¿Se ayuda igual de rápido a alguien que trata de
arreglar un pinchazo enfrente de nuestra casa o a alguien que está a varios kilómetros de
ella? La mayoría de las personas tienen una respuesta definida para estas preguntas. Y en
cada uno de los casos mencionados la clave está en el contexto o la situación donde se

142
puede llevar a cabo la conducta altruista. Si todo el comportamiento altruista obedeciese
a las normas sociales que se poseen, el hecho de hallarse en un lugar u otro, solo o
acompañado, viendo a alguien ayudar o sin verlo no determinaría las acciones de forma
tan importante; pero como de hecho es así, resulta lógico que los investigadores de este
campo hayan estudiado cómo influyen sobre el comportamiento de ayuda distintas
configuraciones estimulares.
Sin duda, uno de esos factores situacionales más estudiado consiste en analizar
cómo afecta a las personas el hecho de que alguien —que puede servir como modelo—
esté llevando ya a cabo una acción altruista que puede servir de ejemplo y animar a
colaborar. Existen varias investigaciones que demuestran que, efectivamente, cuando
otras personas ya se han preocupado de alguien que parece necesitar ayuda, es más
probable que el resto de las personas se acerque y trate de prestar su colaboración.
Macaulay y Berkowitz (1970) describen una serie de experimentos en los que se
evidencia que la presencia del «modelo ayudador» favorecía pasar a la conciencia del
sujeto la norma de responsabilidad social. Además, por otro lado, su actuación ofrece al
espectador vías de acción que por sí solo no habría sabido encontrar. Los autores
presentan un trabajo en el que, ante una mesa para recabar fondos (para una causa
cualquiera), se paraban más estudiantes a dar dinero si inmediatamente antes de su
llegada un sujeto conchavado con el experimentador manifestaba en voz alta que iba o,
incluso, que no iba a dar dinero. Es decir, que aunque dijera que no pensaba dar nada, su
comentario influía mucho, y el resto de los observadores aportaba más dinero
(significativamente más que en los períodos de control en los que ningún modelo decía
nada). Cabe interpretar que, como se ha avanzado antes, con su proceder, el modelo
hacía conscientes las normas de responsabilidad social, y, además, sugería, tácitamente,
la posibilidad de dar.
Por desgracia, estos estudios, al igual que los de Wagner y Wheeler (1969), han
puesto en evidencia que el hecho de que las causas por las que se recoge dinero sean más
o menos nobles o socialmente importantes influye mucho menos sobre la cantidad
donada que el percatarse de cuánto dinero han dado otros anteriormente. En pocas
palabras: la legitimidad de la causa influye menos en el comportamiento que
determinados condicionantes ambientales. Quizás por eso los mendigos que piden por
las calles ponen ellos mismos en el platillo monedas de distinto valor, enviando así una
señal de que se puede dar dinero allí, sobre ese recipiente, de que otros se han mostrado
caritativos anteriormente y de que se puede dar más o menos según se quiera (hay
monedas de todo tipo).
Una enseñanza importante que se puede extraer de estas investigaciones consiste en
que es fundamental organizar o presentar de una manera adecuada la petición de ayuda si
se quiere que sea efectiva. Por desgracia, en ocasiones conseguirlo no está al alcance de
los sujetos que necesitan ayuda —nadie elige dónde tiene un pinchazo o puede ir
siempre acompañado por alguien que le va a ayudar y va a traer a la conciencia el hecho
de que hay que ayudar—; sin embargo, cuando el escenario se puede «preparar»

143
conviene hacerlo y así «animar» el impulso altruista de las personas. En un conocido y
muy personal libro, el doctor Axel Munthe comenta lo siguiente sobre un par de monjas
de la congregación de las Hermanitas de los Pobres de San Pedro Advíncula:
Como todas las monjas, eran muy alegres y aceptaban con gusto la charla cuando se presentaba
ocasión. Ambas eran jóvenes y bastante guapas; la Madre Superiora me había confiado, tiempo atrás,
que las monjas viejas y feas no servían para recaudar dinero. A cambio de su confidencia, le dije que
era mucho más probable que mis pacientes obedecieran a una enfermera joven y atractiva que a una
fea.

(A. Munthe, La historia de San Michele, Cap. XXV)

Así que, como personas sabias han observado desde hace tiempo, hasta la Iglesia
tiene en cuenta la psicología de las personas para promover los actos de caridad.

Castigo al egoísta

En páginas anteriores se discutía la posibilidad de concebir todos los actos altruistas


como egoístas, puesto que ayudaban a lavar la conciencia o se esperaba, al cabo, una
recompensa especial por su ejecución. Un ejemplo de esta actitud escéptica lo constituye
la «teoría de la buena fama» que viene a concluir que la conducta altruista se produce
porque, en general, es útil labrarse en el entorno personal una buena fama, ofrecer una
imagen de persona leal, generosa y bien dispuesta, pues esta impresión, al cabo, puede
reportar beneficios para uno mismo. Así que acciones aparentemente desinteresadas
desplegadas de vez en cuando, serán un comportamiento inteligentemente egoísta.
Sin embargo, ha sido en el mundo de la Economía —curiosamente, el más asociado
tradicionalmente al propio beneficio y la falta de generosidad— donde se han llevado a
cabo algunas demostraciones de que los seres humanos actúan realmente de forma
desinteresada e, incluso, contra sus propios intereses cuando observan acciones egoístas
en los que les rodean. En el Instituto de Investigación Económica Empírica de la
Universidad de Zúrich, Ernst Fehr ideó en 2002 un elaborado experimento para
demostrarlo (Fehr y Fischbacher, 2003).
En su investigación, en la que participaron 240 universitarios de ambos sexos, se
formaban equipos de cuatro personas cuyos componentes rotaban en cada ronda. Cada
uno de los participantes desconocía la identidad de los demás miembros de su grupo,
pues su comunicación se realizaba a través de monitores de ordenador en cabinas
independientes. El experimento consistía —aparentemente— en decidir qué parte del
capital inicial que se daba a los participantes (unos 20 euros) se destinaría a un proyecto
común de bien público. Se explicaba también que, después de invertir el dinero que cada
uno quisiera, el director de la prueba aumentaría cada ronda un sesenta por ciento la
suma global aportada por los cuatro miembros del grupo y lo distribuiría con equidad

144
entre ellos, con independencia de lo que hubiese contribuido cada uno. Pero si nadie
aportaba nada no se obtenía ningún tipo de beneficio, lo cual resultaba poco motivante
ya que, al final del experimento, el dinero virtual que se obtuviese se daría realmente en
moneda de curso legal. Así, a modo de ejemplo, si los cuatro miembros aportaban, en
conjunto, 40 euros, el monto a repartir por el director sería de 64 euros y cada uno de
ellos recibiría 16 euros. Un aprovechado, que no hubiese aportado nada, habría obtenido
un beneficio neto de 16 euros; uno que hubiese invertido 10 euros, se embolsaría 6 de
beneficio; pero uno generoso que hubiese invertido 20 euros habría perdido 4. Es
interesante señalar que la conducta más inteligente y segura hubiese consistido en que
los cuatro jugadores invirtiesen todo su capital, pues así habrían obtenido cada uno de
ellos 32 euros. En síntesis, en el experimento los generosos arriesgaban por contribuir al
bien común, mientras que los aprovechados podían salir ganando con su acción egoísta
ya que no perdían nada de su capital inicial pero podían tener beneficios si el resto del
grupo era altruista. Sin embargo, Fehr y su equipo incluyó una condición más: después
de haber decidido cuánto invertían, los componentes del grupo recibían información
sobre cuánto habían dado sus compañeros y tenían la posibilidad de «multarlos» por la
falta de generosidad. La multa consistía en que se rebajaba el saldo de los participantes
afectados pero, lo importante, es que también suponía una pérdida para el miembro del
grupo que decidía la sanción (en una proporción de 1:2). Por tanto, multar a los
compañeros egoístas al final de la ronda (justo antes de que se deshiciese el grupo) no
aportaba ningún beneficio ni para el grupo ni para uno mismo, sino todo lo contrario.
Los resultados del experimento demostraron que casi siempre se multaba a los
compañeros egoístas (hasta un 30% en cada ronda) aunque eso supusiese perder el
propio dinero. Sin embargo, a la larga resultaba una estrategia positiva para el conjunto
de los participantes en el experimento (no para el grupo) ni para el individuo, pues el
castigado con la sanción solía actuar de forma más cooperadora en la siguiente ronda,
cuando ya estaba en otro grupo.
Por tanto, el que sancionaba actuaba de forma altruista ya que él perdía dinero por
hacerlo y no obtenía ningún beneficio. Su acción sólo podía influir al cabo del tiempo
sobre el colectivo; es decir, sobre la «sociedad» en su conjunto.
Lo más interesante de este experimento fue descubrir cómo está de generalizada la
conducta altruista (la mayoría de los sujetos experimentales estaba dispuesto a sancionar,
aunque eso les perjudicase) y cómo resultaba de natural para todos los participantes; no
obstante, es verdad que la artificiosidad del experimento de laboratorio pudo influir en
los resultados.

Héroe por accidente

Como sucedió con los ciudadanos que auxiliaron a los heridos en los trenes del atentado

145
del 11-M, en ocasiones —siempre las más dramáticas— la ayuda no es algo que se
pueda meditar. Para comprender el altruismo en situaciones de emergencia, que es de lo
que se tratará a continuación, se hace necesario introducir nuevas variables a las
mencionadas hasta ahora.
El fenómeno de la negación de ayuda en las grandes ciudades, de la falta de auxilio
en las carreteras más transitadas y de la indiferencia de la gente que ve a pocos metros de
distancia actos crueles y criminales es algo que ha intrigado sobremanera a los
investigadores de la Psicología Social. Cuando no entraña riesgo hacer una llamada y
avisar a la policía, cuando es fácil dar un aviso a un conductor cercano ¿por qué tal
dejación?
Aunque la mayoría de la gente siente que estar rodeado por otras personas (por
ejemplo, en el vagón del metro) es más seguro para su integridad física, la investigación
experimental (y la lamentable experiencia vital de muchas personas) demuestra que el
hecho de que haya muchas personas alrededor en absoluto supone una garantía de que se
recibirá más fácilmente o más rápidamente ayuda, antes al contrario.
Al investigar el caso de un asesinato que fue contemplado pasivamente desde sus
casas por decenas de ciudadanos durante más de media hora (el famoso caso de Kitty
Genovese), Latané y Darley (1970) llegaron a la conclusión de que uno de los
fenómenos que influye en la inhibición de las personas estriba precisamente en el hecho
de que sean muchas las que lo contemplan (y que todas lo sepan). Los autores
denominaron a este fenómeno difusión de la responsabilidad.
En pocas palabras, la difusión de la responsabilidad plantea que cuanto mayor sea
el grupo de personas que presencia una situación de emergencia menos intervenciones de
ayuda se dan y más tiempo se tarda en intervenir. Tal relación es de orden matemático:
controladas otras variables se puede predecir lo que tardará en producirse la ayuda en
función del número de personas que presencien la emergencia. Si una persona cree que
es la única que ve el suceso, entonces sentirá un 100% de responsabilidad sobre la
dejación de ayuda; en cambio, si hay hasta 100 personas contemplando ese mismo
acontecimiento, entonces cada uno sentirá que sólo le corresponde un pequeño
porcentaje de responsabilidad, lo que vuelve mucho más improbable el sentirse urgido a
ayudar.
No obstante, el número de personas no es la única variable que entra en juego a la
hora de intervenir. Se sabe que el observador de la situación de emergencia pasa por una
serie de procesos de toma de decisiones que influyen en que intervenga o no. A
continuación (figura 7.1.) se incluye un diagrama que recoge el modelo adaptado de
Latané y Darley y en el que se reflejan esos distintos procesos que, más
pormenorizadamente, se irán ahora explicando.

FIGURA 7.1

146
MODELO DE TOMA DE DECISIONES DE INTERVENCIÓN O NO
INTERVENCIÓN EN SITUACIONES DE EMERGENCIA

Latané y Darley, 1970.

1. Se percibe el suceso: Lo primero que debe plantearse el sujeto es si en lo que


está percibiendo algo va mal. Aunque aparentemente esta puede ser una
valoración muy rápida no siempre es así. Por ejemplo, se sabe que hay
diferencias en la rapidez en este paso entre los habitantes de pueblos y
ciudades, quizás porque en estas últimas la sobreestimulación sensorial
dificulta el procesamiento de la información relevante. Igualmente, es algo
contrastado el hecho de que cuanto más familiar sea el entorno, más
probabilidades existen de que un sujeto perciba el suceso como una
emergencia, como algo extraordinario que merece una atención especial. Por
último, hay que tener en cuenta que haber observado la acción completa (por
ejemplo, todo el accidente y no sólo el herido en el suelo) favorece claramente
el que se valore que algo va mal.
2. Se define como emergencia: El siguiente proceso al que se enfrente el
observador que puede ayudar consiste en decidir si se trata realmente de una
emergencia, un suceso en el que alguien necesita ayuda. Al respecto, el
estudio de Shotland y Huston (1979) llegó a la conclusión de que los factores
que influyen determinantemente sobre la definición de emergencia son: (1)
que se trate de un suceso en el que hay algún mal que tiende a empeorar con
el paso del tiempo; (2) que se trate de un suceso de no fácil solución; y (3) que
se trate de un suceso para cuya solución se necesita ayuda ajena. Para que se

147
favorezca este paso también es importante que la persona que necesita ayuda
lo manifieste de alguna manera. Se sabe que, además de la expresión verbal
de ayuda, sangrar y gritar son fórmulas eficaces de conseguir ayuda más
rápidamente.
Normalmente para definir un suceso como emergencia también hace falta
alguna forma de constatación. Como eso no siempre es posible, o es
sencillamente más fácil recurrir a la función comparativa del grupo que rodea
al observador, la definición de algo como emergencia suele ser función de un
proceso de comparación social. Es decir, que para saber si el caído en la acera
es un epiléptico necesitado de ayuda, o un caradura que provoca la compasión
para sacar dinero, se dirige instintivamente la atención hacia las reacciones de
los otros peatones, para así elaborar la propia definición del suceso (de aquí
las flechas de la figura 1). En realidad, cuando un sujeto siente incertidumbre
respecto a qué hacer en cualquier situación, existe una tendencia poderosa a
fijarse en lo que hacen las personas de alrededor.
3. Se acepta o no una responsabilidad personal de acción: En este momento el
sujeto que contempla la acción tiene que responderse a la pregunta «¿Tengo
yo alguna responsabilidad?» Por supuesto, en esta etapa la ayuda se pondrá en
marcha cuando el sujeto concluya que es responsable de lo que pueda ocurrir.
Por eso, es en este instante cuando se produce el fenómeno de la difusión de la
responsabilidad que antes se mencionaba. Si el sujeto está solo (o así lo cree)
se considera enteramente responsable de lo que pueda suceder si no
interviene, mientras que si hay muchas otras personas alrededor se diluye
entre todos esa responsabilidad. Por eso, en la figura 1 se observa que, sobre
este paso, influyen tanto la comparación social como la evaluación de los
costes y beneficios.
Igualmente, parece ser que en este momento un elemento fundamental es la
percepción de la propia capacidad de ayudar y la percepción de que esa
capacidad es mayor que la de los otros presentes («¿Soy médico?», «¿He
hecho un curso de socorrismo?», «¿Conozco a alguien al que le pasó algo
similar y vi cómo se actuaba?» se preguntará entonces el observador). Esta
evaluación se realiza también a través de un proceso de comparación social, y
la percepción de que intervenir va a acarrear más ganancias que costes;
incluidas las ganancias y costes interiores, naturalmente, esto es, la
consideración de que no intervenir despertará sentimientos de culpabilidad.
Por último, existen otros elementos importantes que guardan relación con la
configuración estimular. En concreto, si resulta difícil evitar la situación o
«quitarse de en medio» (por ejemplo, cuando el accidente sucede en un vagón
de Metro y no la calle) se maximiza la probabilidad de ayudar. Igualmente,
participar en una actividad común o, de alguna forma, compartir un destino

148
favorece la intervención.
4. Se elige el modo concreto de intervención: Por último, el observador se
pregunta si puede ayudar. En esta etapa lo decisivo es la consideración de
ganancias y costes. Está probado que la decisión que se hace en este punto es
la de intervenir directamente con una acción personal, o intervenir
indirectamente recurriendo a otras personas expertas (yendo a avisar o
llamando por teléfono, por ejemplo). Cuando en la valoración de costes y
beneficios se produce una ambigüedad —esto es, hay deseos de ayudar pero
también temor a los posibles consecuencias— lo habitual es recurrir a la
ayuda indirecta o experta (llamadas), pero también es posible que, para
escapar de esa situación disonante se reinterprete cognitivamente la situación,
esto es, se generen pensamientos tranquilizadores del tipo: «seguro que no es
más que la típica riña doméstica», «no pasará nada, enseguida pararán»,
«parece que se pegan pero creo que son amigos, o parientes», «seguro que
alguien va pronto a ayudarles, alguien que sepa más que yo», etc. Creencias
que, en muchos casos, pueden tener consecuencias tan dramáticas como se ve
casi a diario por los casos de violencia doméstica.
Como se puede observar, todo el proceso comienza con dos momentos claramente
cognitivos: hay que percibir algo y percibirlo como emergencia. Estos dos pasos se
hacen mucho más trabajosos según la situación sea más ambigua, y según el número de
personas presentes sea mayor. Probablemente, en un escenario ambiguo aumenta la
probabilidad de juzgar la propia reacción ridícula y exagerada ante una situación que «al
fin y al cabo no era tan dramática». En estos casos una audiencia considerable hace la
situación aún más amenazadora para el potencial ayudador. Dos experimentos en este
sentido de Clark y Word (1974) llevan a la conclusión de que si algo grave sucede es
mejor que sea muy claro y ante poca gente, pues existen entonces más probabilidades de
recibir ayuda; sencillamente porque los testigos van a ahorrarse los dos primeros pasos
del proceso, y van a temer menos costes sociales en la intervención.
Lo cierto es que la tan corriente inhibición de ayuda que se mencionaba más arriba
se vuelve menos probable si se llega a hacer consciente todo el proceso de toma de
decisiones que se ha expuesto. El testigo mentalizado tiende a disipar ambigüedades de
la situación y a llegar a una definición del suceso como de emergencia menos por
comparación social y más por medios objetivos y propios. Y tiende a superar algunos de
los costes sociales del hecho de intervenir. Por eso, comprender el esquema de toma de
decisiones y explicárselo a la gente —por ejemplo, en cursos de socorrismo— facilitará
el que el conjunto de la población actúe de forma más inmediata.
Aunque en el modelo expuesto se ha afirmado que la comparación social influye
determinantemente para prestar ayuda más o menos rápido, no se ha explicado que no es
igual que las personas que se usan para la comparación sea unas u otras. En un
experimento bastante ingenioso, Darley y Robin (1969) demostraron que encontrarse
con personas conocidas favorece que se preste ayuda antes, mientras que cuando se está

149
con desconocidos —en especial si estos parecen ignorar la emergencia— se inhibe la
intervención. Es muy común el hecho de que aunque un sujeto en un grupo desee
intervenir se quede parado porque no ve reaccionar a nadie, aunque juzgue que la acción
es peligrosa y sufra por la víctima. Esta situación es particularmente probable en el caso
de sujetos con rasgos de personalidad más dependientes.

Ignacio X

Probablemente no se sepa nunca quién fue ese Ignacio que el 11-M rescató a Eloy
Morán malherido y volvió corriendo para intentar socorrer a más personas presas entre
los amasijos de hierro de los vagones explotados. ¿Qué le llevó a actuar así? Sin duda, de
acuerdo con el esquema que se acaba de exponer de Latane y Darley recorrió con
inmediatez todas las etapas y pesaron más en él los beneficios que los costes de su
ayuda. ¿Influyeron factores como el altruismo recíproco, las normas de responsabilidad
social, sentimientos personales de culpabilidad, una empatía especial hacia los heridos?
Acciones como las de Ignacio y las de muchos otros ciudadanos anónimos que
actuaron ese día con una valentía y decisión inusitada y de otras personas que, en la
medida de sus posibilidades, quisieron ayudar con sus donaciones o colaboraciones
profesionales ofrecen una interpretación difícil para la Psicología Social. De entrada,
algunos creerán que es casi ofensivo afirmar, después de estos ejemplos, que el altruismo
no es sino una forma de egoísmo y que el auxilio que se brindó a las víctimas y el
consuelo a sus familiares no fue sino una ayuda a uno mismo (una forma de conseguir
reconocimiento social, de reducir la propia tensión o culpabilidad, de mejorar la auto-
estima o incluso de conseguir premios o recompensas materiales cuando se llegase a
saber). No obstante, las investigaciones llevadas a cabo por Batson (1998), así como el
trabajo de Fehr y Fischbacher (2003) que se comentó anteriormente, han demostrado que
la ayuda altruista se sigue produciendo pese a que sea fácil eludir la responsabilidad, no
haya razones para ayudar, otras personas no ayuden, otras personas no conozcan ni
vayan a conocer la conducta de ayuda, o el sujeto que ayude no espere recompensa de la
persona ayudada, de los observadores ni de uno mismo.
Lo que sí es evidente es que la atrocidad del atentado del 11-M tocó una fibra
especial de los ciudadanos. Llega un momento, ante ciertas circunstancias, en que toda
persona puede convertirse en un héroe. Existen situaciones que ayudan a poner sobre la
mesa los sentimientos más nobles y dignos; que se convierten en motores de la acción
colectiva, que influyen en una especie de despersonalización positiva (a favor de los
demás). Los riesgos personales parecen dejarse a un lado porque, al menos en la mayoría
de las personas, surgen razones que hacen olvidar los riesgos de la propia integridad
física. Quizás saber que eso es posible, aunque sea un fenómeno esquivo a la
investigación científica, y que, de hecho, sucede a diario a lo largo de todo el mundo,

150
proporcione un nuevo elemento de reflexión sobre el altruismo humano. Es probable que
la gente ayude muchas más veces por razones egoístas, institucionalizadas o más o
menos enrevesadas, pero también es muy posible, y así lo demuestra la investigación y la
observación de sucesos como la reacción colectiva ante los atentados de Madrid, que las
personas sean realmente altruistas y sea el dolor, el sufrimiento del otro lo que importe
por encima de las propias necesidades.

151
8
LAS ACTITUDES Y EL CAMBIO DE
ACTITUDES

La aprobación en España de la Ley de matrimonio homosexual el 30 de junio de 2005


acarreó enconadas discusiones y vino precedida de no poca polémica por parte de los
distintos partidos políticos y de muchos estamentos sociales. Lo acalorado del debate
demostró que, ante ciertos temas, es prácticamente imposible no formarse una opinión,
no adoptar una actitud, sobre todo cuanto más de cerca toca el tema o más se siente uno
identificado con lo que se analiza. Durante su tramitación en el Congreso se oyó la voz
de expertos (psicólogos, psiquiatras, abogados) tanto partidarios como detractores de su
aprobación. Particularmente polémica fue la discusión sobre la posibilidad o no de
adoptar hijos por parte de las parejas homosexuales. Estas controversias entre los
expertos invitados y su eco en los distintos medios de comunicación y en la opinión
pública general refleja una de las realidades que ha demostrado la investigación
psicosocial: las actitudes de las personas no suelen cambiarse por los argumentos
racionales que escuchan; en realidad, se tiende a recordar y repetir aquellos datos que
apoyan lo que se piensa y se desacredita a los que no coinciden con la propia opinión,
más aún: se denosta a las personas que se atreven a defender opiniones contrarias a las
que uno mantiene. Como en tantos otros debates públicos o privados, en la sede de la
Soberanía popular se escenificó un guión conocido y nadie creyó cabalmente que oír las
distintas opiniones de estos expertos podría modificar de ninguna manera la dirección
del voto del grupo parlamentario correspondiente. Sin embargo, al respecto de estas
cuestiones no vendría mal rescatar unos sabios pensamientos escritos ya hace tiempo:
En las relaciones que mantienen los hombres entre sí he advertido con frecuencia que, en vez de
adquirir conocimiento de los demás, no hacemos sino darle amplio de nosotros mismos, preferimos
mejor soltar nuestra mercancía, que adquirirla nueva. (…) Debe hacerse [polemizar] de modo que sea
escrupuloso en la elección de argumentos, al par que amante de la concisión y la brevedad en toda
discusión; debe acostumbrársele [al joven] sobre todo a entregarse y a deponer las armas ante la
verdad, luego que la advierta, ya nazca de las palabras de su adversario, ya surja de sus propios
argumentos, por haber dado con ella de pronto; pues no estando obligado a defender ninguna cosa
determinada, debe sólo interesarle aquello que apruebe, no perteneciendo al oficio en que por dinero

152
contante se participa de una u otra opinión, o se pertenece a uno u otro bando. (…) Que la virtud y la
honradez resalten en sus palabras, y que estas vayan siempre encaminadas a la razón. Persuádasele
de que la declaración del error que encuentre en sus propios razonamientos, aunque sea él solo quien
lo advierta, es clara muestra de sinceridad y de buen juicio, cualidades a que debe siempre tender,
pues la testarudez y el desmedido deseo de sustentar las propias aserciones son patrimonio de los
espíritus bajos, mientras que el volver sobre su aviso, corregirse, apartarse del error en el calor
mismo de la discusión, arguye cualidades muy principales, al par que un espíritu elevado y filosófico.

(Montaigne, Ensayos. Cap. XXV)

Al igual que defendía Michel de Montaigne en el siglo XVI al tratar el tema de la


pedagogía de los jóvenes, hace falta una gran seguridad en uno mismo y una gran
integridad para desprenderse de las propias opiniones cuando se advierten erradas,
aunque sea sólo por uno mismo. Pero apreciar que el adversario puede tener razón en un
momento dado es algo que no está precisamente de moda en la actual política nacional.
De sus palabras se desprende que, para Montaigne, indudablemente la clase política de
hoy en día pertenecería mayoritariamente a la categoría de «espíritus bajos».
Este capítulo pretende, sin embargo, «elevar» a sus lectores. Al abordar aquí el
tema de las actitudes y su cambio se trata de adoptar la posición estereotípica del frío y
despegado cirujano, capaz de abrir y manipular el cuerpo de una persona sin sentirse
involucrado; dar un paso atrás, escapar de las propias creencias y atreverse a analizarlas
con rigor y objetividad. ¿Por qué sostenemos nosotros determinadas creencias, por
ejemplo a favor o en contra del matrimonio homosexual? ¿Es seguro que esas actitudes
son fruto de nuestro conocimiento de la verdad u obedecen en realidad a nuestros
prejuicios, nuestro adoctrinamiento, nuestros miedos, nuestros intereses? ¿Nos
atreveremos a reconocer cuál es la razón última por la que hemos adoptado unas u otras
actitudes? Y lo más difícil de todo: ¿nos atreveremos a cambiar pese haber apoyado
durante un tiempo (quizás extenso) de nuestra vida una opinión determinada? Como se
puede comprobar en este capítulo se tratará un tema espinoso y apasionante. De hecho,
el estudio de las actitudes ha resultado fundamental para el desarrollo y la historia de la
Psicología Social y, en su momento, se convirtió en su aspecto más central o nuclear.
Además, como pronto se comprobará, sigue (y seguirá) constituyendo uno de los más
controvertidos e investigado por su influencia determinante en multitud de
preocupaciones sociales actuales, piénsese si no en la actitud ante las drogas, ante la
conducción y los accidentes de tráfico, ante el respeto y la conservación del medio
ambiente, ante los derechos y obligaciones de las minorías o tantos otros temas de
enorme repercusión mediática y económica.

Adoptar una actitud

Para empezar esta labor de analistas distanciados, el primer paso es acotar el objeto de

153
estudio, en este caso, definir qué es una actitud. De acuerdo con la definición del clásico
manual de Vander Zanden (1977) una actitud es una tendencia o predisposición
adquirida y relativamente duradera a evaluar de determinado modo a una persona,
suceso o situación y actuar en consonancia con dicha evaluación. Es decir, que tener
una actitud es tender a pensar, sentir y actuar de la misma manera ante el mismo
estímulo. Por ejemplo, si una persona posee una actitud negativa hacia la energía
nuclear, cada vez que se hable de energía nuclear pensará, sentirá y actuará de manera
crítica hacia ella. Además, en la definición se menciona que la actitud es adquirida, esto
es, que no es genética, sino fruto del aprendizaje (más adelante, se discutirá cómo se
aprenden las actitudes). Por último, implícito en la definición está la concepción de la
actitud como una variable mediadora o intermedia entre el estímulo social y las
respuestas evaluativas que suscita; esto implica que la actitud tendrá que ser inferida,
pues lo observable son las respuestas.
Pero para aclarar algo más el concepto puede ser importante diferenciarlo de otros
afines, pero que no son propiamente una actitud, como los siguientes:
Opiniones. Aunque hay controversia entre los autores, se puede decir que las
opiniones, en su acepción corriente, equivalen a manifestaciones de puntos de vista. El
sujeto que opina se reserva el derecho a modificar su juicio a la vista de nuevos datos o
cambios en la situación. Quizás, de forma muy resumida, cabe afirmar que,
generalmente, las opiniones son actitudes verbalizadas o concienciadas. Así, las escalas
de actitudes constan de numerosas opiniones (los ítems) de las que luego se infiere la
actitud.
Creencias. Una creencia es el conjunto de expectativas que alguien tiene acerca de
un objeto. Así se pueden tener creencias existenciales o descriptivas (por ejemplo, «creo
que el sol sale por el Este»), creencias evaluativas (por ejemplo, «creo que este hombre
es maleducado»), o creencias perceptivas (por ejemplo, «creo que los niños deben
obedecer a sus padres»). Como se ve las creencias son prácticamente actitudes en las que
se subraya el elemento cognoscitivo. La creencia pone el énfasis en las ideas (se cree
en); las actitudes en la toma de postura (se inclina hacia).
Intereses. En Psicología y Pedagogía, cuando se habla de intereses lo que suele
subrayarse es el aspecto vocacional-profesional, o recreacional. «Lo que me gustaría
ser», o «lo que me gustaría hacer para entretenerme». En general, todo interés supone
una actitud positiva, aunque puede haber intereses momentáneos que no revelen ninguna
actitud. Sin embargo, no toda actitud se traduce en un interés: por ejemplo, alguien
puede tener una actitud muy positiva hacia la investigación, y la apoya o fomenta
llegado el caso, pero sin embargo puede a la vez no sentir ningún interés por convertirse
él mismo en un investigador. Las actitudes implican mayor estabilidad que los intereses
y que las motivaciones. Así, una madre tiene una actitud positiva hacia su hijo aunque en
este momento esté interesada por el libro de Psicología que está leyendo, y no por su
hijo; esto es, no esté motivada ni interesada en cambiarle la ropita en ese instante. Pero si
el niño llora la madre se motiva para cambiar a su hijo, hecho lo cual su actitud favorable

154
hacia él vuelve a quedar latente.
Valores. Para la mayoría de los autores un valor es una disposición de la persona,
exactamente igual que una actitud, pero más básica que esta, ya que a menudo sirve de
fundamento a las actitudes. Para Rokeach (1976), un valor es un tipo de creencia que
ocupa un lugar central dentro del sistema de creencias de un sujeto, y que versa sobre
cómo debe o no debe uno comportarse, o sobre un tipo de existencia que merece o no
merece la pena ser alcanzado. Así, habría unos valores instrumentales (creencia en que
determinados modos de conducta son preferibles a otros: ser abierto, ser ambicioso, ser
servicial, etc.) o unos valores terminales (creencia en que determinadas cosas son
preferibles a otras: la belleza, la igualdad, la libertad, etc.). Como se puede comprobar,
mientras que una actitud está más focalizada en un objeto o una situación, un valor es un
ideal más abstracto que guía las acciones y a la persona trascendiendo objetos y
situaciones.

Anatomía de una actitud

Tener una actitud no es sólo creer algo, es también sentir y actuar. Por eso,
tradicionalmente en el estudio de la actitud se tienen en cuenta tres componentes
fundamentales: el cognitivo, el afectivo y el conductual. Este esquema trifactorial ha
encontrado refrendo experimental a partir de los trabajos de Breckler (1984), que halló
pruebas a favor de la distinción entre ellos, aunque también correlaciones moderadas, lo
que permite pensar que, efectivamente, remiten a una variable más general que las
engloba.
1. El componente cognitivo: Se corresponde con los pensamientos, ideas y
creencias del sujeto acerca de algo. El componente cognitivo puede estar
compuesto por muchos o pocos elementos, organizados o dispersos y abarcar
a muchos o pocos objetos.
2. El componente emocional (o afectivo): Consiste en los sentimientos, estados de
ánimo o emociones que suscita la presentación afectiva de un objeto, suceso o
situación, o su representación simbólica. Un individuo o un grupo pueden
suscitar temor, simpatía, piedad, odio, cólera, envidia, amor, desprecio, etc.
Como dice Vander Zanden (1977), para algunas personas la sola idea de usar
el mismo lavabo que alguien de otra raza (árabe, negro, chino, blanco…), de
beber en su mismo vaso o de estrecharle la mano, les produce un acusado
malestar y aun asco. Puede que los sujetos que reaccionan así racionalmente
crean que esto es absurdo, pero es lo que sienten.
3. El componente conductual (o conativo): Es la tendencia o disposición a actuar
de determinadas maneras con referencia a algún objeto, suceso o situación. Es

155
importante observar que en esta definición se habla de tendencia o disposición
a actuar y no de la conducta en sí. El hecho de querer actuar en una
determinada dirección no supone que se actúe realmente en esa dirección pues
existen muchos elementos en juego para que las tendencias no se conviertan
en actos. Más adelante se abordará la compleja relación que se establece entre
actitudes y acciones manifiestas.
Los componentes cognitivos, emocionales y conductuales de una actitud pueden no
ir en sintonía, aunque lo habitual es que no suceda así —de hecho, la correlación entre
actitud y conducta está en torno al 0,50 (Kraus, 1995)—. Por ejemplo, un sujeto puede
sentir recelo de un hombre de otra raza y creer cognitivamente que debería sentirlo y que
tal sentimiento es absurdo; a su vez puede actuar congruentemente con la emoción que le
suscita ese objeto social y a favor de su cognición o viceversa.
Desde los años veinte se han sucedido una serie de investigaciones sobre la relación
entre actitudes y conducta. De todos los modelos desarrollados hasta ahora, sin duda el
que ha tenido más influencia es el de la teoría de la acción razonada de Fishbein y
Ajzen (1975), que ha sido reformulada y mejorada posteriormente. De acuerdo con esta
teoría, las personas mantienen creencias conductuales que incluyen dos tipos de
información; por una parte, la «probabilidad subjetiva» de que la realización de una
conducta dará lugar a una determinada consecuencia (buena o mala); por otra, la
«deseabilidad subjetiva» de esa consecuencia prevista. Si ambas se multiplican y si a ese
producto se le añade la «norma social subjetiva» (esto es, la presión social que recibe la
persona en su contexto) el resultado da una idea bastante precisa de la medida en que esa
creencia orientará a la persona hacia la realización de la conducta en cuestión. Por tanto,
de aquí se deriva que determinadas acciones se llevarán o no a cabo tanto por los pros y
contras que uno mismo vea como de la perspectiva que tienen los que le rodean. La
teoría de la acción razonada ha encontrado amplio soporte empírico en multitud de
estudios (Manstead, 1996).

Cómo son las actitudes

Además de poseer los tres componentes antes comentados, las actitudes tienen una serie
de características:
Dirección de la actitud o valencia: Se refiere a que una actitud puede adoptar la
forma de «favorable» o «desfavorable» hacia el objeto. Si alguien está en un supuesto
punto «cero» puede ser por ignorancia del objeto (por ejemplo, si se desconoce
absolutamente qué es la clonación no se puede estar a favor o en contra), indiferencia
hacia el objeto, o por conflicto o ambivalencia.
Intensidad: La actitud frente a un objeto puede ser más o menos extrema.

156
Multiplicidad: Las actitudes pueden variar en el número y variedad de elementos
que lo integran. Puede haber un conocimiento exhaustivo del objeto (actitud muy
múltiple) o un conocimiento restringido a un par de datos muy someros (actitud simple).
Centralidad: Es central aquella actitud que tiene múltiples conexiones con otras
actitudes del sujeto, con diversas zonas de su personalidad. Hay que advertir que la
intensidad no es lo mismo que la centralidad: una actitud central requiere una
importancia generalizada y estable en el tiempo. Así, por ejemplo, el fútbol puede ser
objeto de una actitud muy intensa, múltiple e importante para un hincha los domingos de
seis a ocho de la tarde. Pero no por eso ser central; es decir, no todas las amistades, las
actividades, las lecturas, los viajes, etc., tienen por qué depender de la afición hacia un
equipo, si así fuera efectivamente, como en el caso de algunos hinchas, la actitud hacia el
fútbol y su equipo es tanto intensa como central.

¿Para qué tener actitudes?

Es de sospechar que si se tienen tantas y variadas actitudes deben suponer una utilidad
para el sujeto. Efectivamente las actitudes tienen varias funciones. Las principales, según
la aún vigente teoría funcionalista de las actitudes (Katz, 1960) son las siguientes:
1. Función de adaptación o instrumental: De acuerdo con esta función se adoptan
las actitudes que maximizan la probabilidad de obtener recompensas y
minimizan la probabilidad de obtener castigos. Es decir, que se toma postura
por aquellas cosas que favorecerán el cumplimiento de los objetivos vitales.
De aquí se deriva que se mantendrá la misma opinión manifestada por
aquellas que, sobre todo a la larga, puedan favorecer al sujeto. Entre todas las
funciones adaptativas que hacen adoptar actitudes, una fundamental estriba en
lograr la integración en un grupo. Así, cuanto más se anhele compartir tiempo
y sentirse aceptado por un determinado grupo, más probable es que se vayan
adoptando las actitudes que este manifieste.
2. Función de defensa del Yo: Desde un enfoque quizás menos superficial, Katz
sostiene que ciertas actitudes que se adoptan sirven para proteger al sujeto de
verdades básicas sobre él mismo o sobre la dura realidad de la vida.
Actuarían, por tanto, como mecanismos de defensa de la integridad psíquica.
En tal caso, la base de las actitudes estaría dentro del individuo, en su
inseguridad, sus conflictos, etc. Por ejemplo, es fácil que (como sucede con el
mecanismo de la proyección) se atribuya a otros ciertos rasgos propios que no
se aceptan: un mal estudiante considerará incompetente al profesor, un niño
hostil creerá que siempre son los otros los que le provocan y fastidian, un neo-
nazi, temeroso e inseguro de sus cualidades o de su inteligencia, afirmará que

157
los inmigrantes arrebatan los puestos de trabajo y que al menos él es más que
ellos por haber nacido donde se encuentra.
3. Función de expresión de valores: Desde una concepción más positiva, las
actitudes también pueden ser vistas como un medio de expresar los propios
valores, la propia imagen, etc.; es decir, como una forma de auto-realizarse. El
hecho de expresarse estabilizaría y ayudaría al sujeto a clarificar su propia
identidad.
4. Función de conocimiento: Las actitudes proporcionan una especie de manual
breve que indica cómo puede uno comportarse respecto a determinados
objetos; y, además, de forma sencilla y clara. Las actitudes son para el hombre
común lo que una teoría para un científico: generalizaciones o
simplificaciones necesarias, pues el mundo es demasiado complejo para que
lo individual sea siempre atendido. Y esto quiere decir que sirven para una
función fundamental: poner orden al caos de estímulos a que se está
continuamente sometido y dar sentido a las propias experiencias.
No hay que caer en el simplismo y afirmar que unas funciones son malas y otras
buenas. En realidad, probablemente todo el mundo alberga actitudes debidas a cada una
de ellas. Sin embargo, retomando alguno de los aspectos tratados en el apartado anterior,
lo malo puede ser la estructura actitudinal, como, por ejemplo, alteraciones en su
centralidad o intensidad. Así, son casos problemáticos el del fanático —alguien que tiene
como centrales actitudes inadecuadas y nunca las cuestiona o se plantea el cambio— o el
no-opinión —alguien que cambia permanentemente de actitudes y no es capaz de
mantener siquiera estabilidad en tres o cuatro cuestiones básicas—.

Biología frente a cultura

Aunque a título individual se puede entender que las propias actitudes obedezcan a
necesidades de realización, a inseguridades personales, a la necesidad de adaptarse a
grupos o distintos colectivos o a la de organizar la ingente información que se recibe,
también es importante darse cuenta de que, en general o considerando toda la población,
la formación de unas actitudes o sus contrarias puede tener que ver con determinantes
generales.
Para empezar algunos investigadores han sostenido que las actitudes tienen un
origen genético. Es decir que, por ejemplo, mantener actitudes racistas se debería, de
forma directa, al hecho de pertenecer a una determinada raza y tener alrededor personas
de otras razas. No obstante, hoy en día puede afirmarse que esta opinión está
completamente desacreditada desde el punto de vista científico y así lo avala el conjunto
de la investigación que justifica el origen social del racismo. Sin embargo, se debe

158
señalar que uno de los constitutivos de la actitud, como es el nivel general de agresividad
del organismo, puede tener un cierto origen hereditario. Adviértase que esto no
determina en absoluto la dirección de la actitud —es decir, se podría ser racista o
antirracista—, sino la intensidad con que se adoptan una o la contraria.
Próximo a este enfoque se encuentran los trabajos que han afirmado que lo
importante en la formación de actitudes son los factores fisiológicos. Por ejemplo, el
nivel de maduración que se produce con la edad afecta a la competitividad, la sumisión,
la independencia y otras variables relacionadas con las actitudes. La maduración,
además, parece influir también en características formales como, por ejemplo, la
resistencia al cambio. Otro factor fisiológico estudiado es la enfermedad, que parece
actuar de manera específica: así el optimismo suele observarse en los tuberculosos, la
agresividad en los que padecen encefalitis. No obstante, de nuevo es necesario advertir
que el contenido de las actitudes poco tiene que ver con ello: sólo influye en la forma,
intensidad, grado de convencimiento, etc., con que se adoptan.
Mucho más estudiado y mucho más cuerpo experimental posee, en cambio, el
contacto directo con el objeto, que siempre se ha tenido por el factor decisivo. Las
investigaciones sobre este aspecto tan determinante han valorado tanto el papel del
contacto traumático como el del contacto repetido y acumulado. El primero de ellos
parece influir de manera fundamental sobre el componente afectivo de la actitud. Así,
por ejemplo, si alguien es atracado por una persona de raza árabe es fácil que desarrolle
una actitud muy negativa hacia las personas de este origen y en esa actitud predominará
el aspecto emocional sobre el cognitivo. Respecto al contacto repetido y acumulado hay
que señalar que, probablemente, genera las actitudes más arraigadas de todas las que se
poseen.
Otro determinante de las actitudes más general podría estar en la influencia del
entorno total: este estaría constituido por el conjunto de estímulos que, en forma de
premios y castigos, recibe la persona desde el medio al que pertenece.
Fundamentalmente se han estudiado las siguientes situaciones: (1) el medio familiar; (2)
los grupos de referencia en edades posteriores; (3) las situaciones creadas artificialmente
(por ejemplo, un lavado de cerebro).
Por último, hoy en día no puede dejar de apreciarse el peso que sobre la generación
de las actitudes tienen los medios de comunicación social (prensa, radio, televisión,
Internet, etc.). Sin lugar a dudas, escuchar o leer determinadas noticias desde
determinado medio acaba reforzando sobremanera una determinada actitud.

Cuarto y mitad de racismo

El problema de la medida de las actitudes ha sido uno de los debates más enriquecedores

159
de la Psicología Social y, por extensión, de toda la Psicología. Gracias a los esfuerzos
por conseguir medidas válidas y fiables de algo tan escurridizo, se han perfeccionado y
depurado las técnicas de medición. No obstante, también es cierto que este tipo de
pruebas han ido acompañadas de una serie de críticas no exentas de razón en muchas
ocasiones.
Para conocer la actitud que tiene una persona (o un grupo) sobre un tema el método
de investigación que hoy en día más se emplea es la escala de actitudes. Sin embargo, no
es este el único procedimiento posible, también se puede observar directamente la
conducta, utilizar medidas psicofisiológicas, atender a las declaraciones verbales o
revisar documentos personales. A nadie se le escapan, no obstante, las dificultades
anejas a tales métodos por el tiempo, esfuerzo o los problemas éticos que tienen
asociados. Esto es lo que ha conducido al uso masivo de escalas de actitudes, en un
recorrido de más de setenta y cinco años.
En 1925 Emory S. Bogardus, para obtener medidas objetivas en el curso de una
investigación sobre prejuicios nacionales y raciales, ideó un instrumento gracias al cual
valorar la «distancia social». La escala consistía en una serie de proposiciones,
ordenadas desde la simpatía o proximidad hasta la hostilidad, que expresaban posibles
conductas frente al grupo racial que se proponía. En el original, la proposición más
«cercana» o «menos hostil» al grupo era: «Encontraría normal el hecho de que un
(miembro de ese grupo humano) llegara a ser mi pariente próximo, y entrara a formar
parte, a causa de un enlace matrimonial, de mi propia familia»; y la más lejana u hostil:
«Pienso que habría que exterminar a los (miembros de ese grupo humano) en este país y
en los demás». En la escala se pedía al sujeto que señalase cuál de las frases propuestas
era la que más se aproximaba a los sentimientos que se despertaban en él frente a ese
grupo humano (ver cuadro 8.1.).

CUADRO 8.1
UNA VERSIÓN DEL INSTRUMENTO DE BOGARDUS
Grupo acerca del cual se debe responder (por ejemplo: JUDÍOS, NEGROS, GITANOS…)

1. Admitiría a esas personas en relación de parentesco, tan estrecha como la


que pueda surgir del matrimonio.
2. Admitiría a esas personas en mi club, como amigos míos.
3. Admitiría a esas personas en mi calle y en mi barrio, como vecinos.
4. Admitiría a esas personas en el mismo trabajo que yo tengo, como
compañeros de trabajo.
5. Admitiría a esas personas como turistas en mi país, pero nada más.
6. Expulsaría a esas personas de mi país.
La construcción de esta escala constituyó un paso importante y animó nuevas
iniciativas en el medida de las actitudes. No obstante, también es verdad que el

160
instrumento resultaba excesivamente limitado, pues únicamente permitía obtener
medidas de actitudes frente a grupos humanos. Por otro lado, planteaba problemas a la
hora de establecer unidades de distancia equivalentes: ¿Podría considerarse equivalente
la distancia de la frase 1 a 2 que de la 2 a la 3 y así hasta el final?
Pocos años después, en 1929, Louis L. Thurstone resolverá estos problemas
utilizando un método mucho más elaborado para construir escalas capaces de medir todo
tipo de actitudes, si bien manteniendo el deseo de servirse de unidades de medida
simples, que permiten una cuantificación adecuada. La construcción de estas escalas
presupone cinco pasos importantes, aunque no siempre sencillos:
1. Definir con precisión el objeto de la actitud por medir.
2. Recoger el mayor número posible de afirmaciones, opiniones, etc., a propósito
de ese objeto.
3. Clasificar por medio de un grupo de expertos esas afirmaciones como «más o
menos favorables» al objeto que se mide. Esto se hace de una manera exacta
atribuyéndoles un puntaje de 1 a 7, de 1 a 9, o de 1 a 11, según los casos.
Luego se calcula la mediana a partir de las opiniones de estos jueces expertos.
4. Eliminar aquellas afirmaciones que, en su clasificación por los jueces, han
mostrado gran dispersión. Se deben seleccionar sólo aquellas en que ha
habido mayor acuerdo.
5. Se atribuye a los ítems seleccionados un puntaje, o «peso específico», según la
favorabilidad o desfavorabilidad atribuida por los jueces.
Así elaborada, la escala se presenta a los sujetos. El instrumento consiste, pues, en
una serie de afirmaciones, de entre las cuales el sujeto que responde debe elegir todas
aquellas con las que esté de acuerdo. La puntuación se obtiene al sumar los pesos
específicos (que les dieron los jueces durante su construcción) de los ítems escogidos por
el sujeto y dividirlos por el número de frases.
Las escalas de Thurstone supusieron un salto fundamental en la medida actitudinal.
No obstante, plantean tres importantes problemas: requieren para su construcción del
concurso de un número importante de jueces expertos, impiden a los sujetos que
responden matizar sus respuestas, ya que sólo pueden decir si están de acuerdo o no con
las distintas frases (y no en qué grado) y están sujetas a las opiniones y valoraciones
sociales imperantes en el momento de su construcción.
Estos problemas fueron resueltos en 1932 por Rensis Likert, que elaboró el método
más exitoso de medida de actitudes, por su parsimonia y sus posibilidades estadísticas.
Aún hoy se habla de escalas o ítems tipo Likert y se siguen sus directrices, y no sólo en
la medida de las actitudes, sino también en toda la evaluación psicológica. El método de
construcción de las escalas de Likert es el siguiente:
1. Se formulan una serie de frases respecto del objeto que previamente se ha

161
definido. A ser posible, se deben usar expresiones de la misma población cuya
actitud se quiere medir.
2. Se decide el tipo de respuesta: es una reacción verbal que ha de expresar el
grado de acuerdo (muy de acuerdo, poco, nada…), o la frecuencia (siempre,
pocas veces, nunca…), u otra forma de graduación de valencia e intensidad
(por ejemplo, con números: 1, 2, 3…).
3. Se aplica esa serie de ítems a un grupo de sujetos; de este modo se pueden
analizar estadísticamente esos ítems y determinar cuáles de ellos son
discriminantes y pueden llegar a constituir una escala homogénea. Con los
que restan al final se conforma la escala definitiva.
4. De esta escala definitiva, en una nueva aplicación, se calcula la fiabilidad por
cualquier método apto (alfa de Cronbach, dos mitades, etc.), igual que se hace
en otros tests, y lo mismo la validez, comparándola con cualquier criterio
externo (un buen test ya válido, con grupos que se sepa a priori que difieren
en esa actitud, verificando hipótesis, etc.).
5. Se elaboran normas de interpretación: baremos, puntuaciones típicas, centiles o
las que convenga.
Con este método, que prescinde de jueces y se sirve de la misma muestra para
elaborar los análisis estadísticos, se posibilitan cálculos sumamente interesantes como
los de análisis factorial o análisis de clusters, que permiten determinar la posible
multidimensionalidad de la escala.
Mucho más recientemente, en 1957, Charles E. Osgood, junto con varios
colaboradores, ideó un método alternativo: el diferencial semántico. Este instrumento
intenta averiguar no sólo el grado de favorabilidad de un sujeto respecto de un objeto,
sino, más matizadamente, «qué significado tiene ese objeto para él». En ese formato el
objeto de la actitud, ahora llamado «concepto», encabeza un cuadro al que se enfrenta el
que responde. Debajo de él se disponen pares de adjetivos opuestos entre sí (unos 50
originalmente) que constituyen otras tantas mini-escalas respecto de las cuales el sujeto
ha de calificar al concepto propuesto (ver cuadro 8.2.).

CUADRO 8.2
EJEMPLO DE DIFERENCIAL SEMÁNTICO DE OSGOOD

162
Empleando las medias del grupo desde el que se han obtenido los datos se pueden
trazar gráficos muy significativos que Osgood consideró como la evidencia de lo que ese
concepto significaba para los sujetos. Además, tras someter diversas aplicaciones del
instrumento al análisis factorial, encontró que, en realidad, había tres dimensiones
subyacentes en toda actitud así medida:
— La dimensión evaluativa (algo es bueno o malo, positivo o negativo).
— La dimensión de potencia (algo es fuerte o débil).
— La dimensión de actividad-pasividad (algo se vive como pasivo o activo).
Hay que hacer constar, no obstante, que si se escogen determinados objetos para
evaluar de esta manera no siempre se reproducen las dimensiones planteadas por
Osgood. Además, cuando el sujeto tiene que calificar en un diferencial semántico objetos
generales (como, por ejemplo, LA DEMOCRACIA) se le obliga a realizar un esfuerzo
de abstracción no requerido por las escalas de Thurstone y Likert, en las que todas las
proposiciones son concretas y fáciles de delimitar.
En rigor, habría que concluir que la puntuación del diferencial detecta básicamente
el componente afectivo o emocional de la actitud, pero no tanto el componente cognitivo
ni el comportamental. Eso hace que tenga un menor valor predictivo.
Por supuesto, no se detienen aquí los posibles métodos para medir actitudes.
Aunque son menos empleados, existen también alternativas muy interesantes en las
pruebas de Guttman (análisis jerárquicos), de Lazarsfeld (análisis de estructura latente) o
de Triandis (diferencial de comportamiento). Pruebas, todas ellas, que merecerían mayor
empleo en las investigaciones de las actitudes.
Acaba de afirmarse que el diferencial semántico no es un buen predictor de
comportamiento de los sujetos pero, ¿lo son alguno de los otros instrumentos? ¿Puede
suponerse cómo actuará una persona de la que se conoce su actitud a través de una escala
tipo Likert o Thurstone? En realidad, se ha comprobado que la conducta abierta o
manifiesta no es fácil de predecir sólo por medio de las escalas de actitudes.

163
Generalmente, a la hora de comportarse parece que las personas son más tolerantes de lo
que se refleja en las escalas, que ofrecen una puntuación general y, por tanto, hablan de
una «conducta global», pero es muy difícil prever si, en una situación muy concreta,
alguien va a comportarse de una manera o de otra. Además, las actitudes no van aisladas,
unas interactúan con otras. Para predecir una sola conducta habría que tener medidas de
un conjunto grande de actitudes.

De ángel a canalla

Las actitudes tienden a permanecer estables. Es una de sus características principales.


Sin embargo, se puede observar también que las actitudes de las personas cambian.
Personajes que antes eran ensalzados socialmente, luego son juzgados por todos como
malvados; métodos y procedimientos admirados, son al cabo tachados de perjudiciales; y
viceversa: libros, cuadros, películas vilipendiados se convierten con el paso del tiempo
—quizás no mucho tiempo— en obras maestras y ejemplo para los demás.
El cambio de actitudes no comprende sólo estas evidentes variaciones en el juicio
de las personas: muchos procesos importantes suponen otro tipo de «cambio de
actitudes», por ejemplo, la educación, la propaganda, la política, la terapia. Existen, en
suma, muchas posibilidades y, sobre ellas, se han desarrollado una serie de teorías. Al
final del segundo capítulo de este libro (Comunicación social) ya se expusieron distintos
factores que influían en el cambio de opinión por parte de una colectividad (gracias a
aspectos del comunicante, del receptor o de la forma de presentación del mensaje), pero
en este apartado el foco se dirige hacia factores internos del sujeto.
Podría hablarse de cuatro maneras o cuatro enfoques para abordar el cambio de
actitudes: (1) el enfoque racional; (2) el enfoque motivacional o afectivo; (3) el enfoque
funcional o de defensa; y (4) el enfoque ecléctico o comprensivo.
1. El enfoque racional. Desde este enfoque, lo importante es la información, es
decir, el componente cognitivo de las actitudes. Por tanto, aquí se considera
crucial para cambiar una actitud proporcionar al sujeto nuevos datos y nuevos
conocimientos. Se presupone que si el sujeto no cambia es «porque no sabe
bastante», «porque no conoce la verdad». Se acepta el principio implícito de
que a más información, más cambio. La hipótesis básica sería: el hombre es
en esencia un ser homeostático, tiende a estructurarse, a integrar la
información que recibe del exterior, a restaurar el equilibrio perdido.
Precisamente por eso un dato nuevo desconocido obligará a la
reestructuración, y por tanto, conducirá al cambio.
2. Enfoque motivacional o afectivo. Tiene en cuenta las necesidades del sujeto y
sus emociones. Y entre ellas suele atender, sobre todo, a la necesidad de

164
adaptación o acomodo a las presiones sociales; en particular a la conformidad
con el grupo significativo. Esto equivale a decir que en este enfoque prevalece
la convicción de que la integración de datos de información (cognitivos o
racionales) puede hacerse inútil o imposible, ya que toda percepción e
interpretación de la información se lleva a cabo a partir de las propias
necesidades y afectos. El sujeto cambiará, por tanto, sólo aquellas actitudes
que por su mudanza le permiten integrarse mejor al grupo (en el medio
social). Por ello, proporcionar más datos aislados será en general poco eficaz
si no se cambia el marco de referencia. La hipótesis básica es que el hombre
adopta determinadas actitudes para ser como los demás; es decir, para
satisfacer su necesidad de sentirse aceptado, querido, ratificado o secundado
en sus creencias.
3. Enfoque funcional o de defensa. Este enfoque parte de la constatación de que,
frecuentemente, más datos suelen confirmar una estructura ya existente,
debido a que una actitud se adopta para defender al Yo amenazado. Cree que
las actitudes son, por su esencia, deformantes de la realidad. Este enfoque,
como su raíz psicoanalítica, concibe la estructura actitudinal como una
armadura en gran parte petrificada, y que ningún dato que provenga de afuera
puede realmente modificar, sino que más bien se verá reforzada por todo
aquello que aparezca como nuevo, y por tanto como amenazante. La hipótesis
básica radica en que el hombre es un ser en conflicto y con fuerte capacidad
de autoengaño. Esta característica se manifiesta en el desarrollo de diversas
estrategias funcionales, que pretenden ayudar a sobrevivir, aunque en realidad
sólo consiguen una existencia estereotipada y mediatizada. Si existe
resistencia al cambio es porque existe sentimiento de riesgo y miedo al
abandono de la defensa largamente elaborada. El hombre sabe que crecer
(cambiar) es morir a algo anterior y caduco, y se resiste. Ante esta situación
no cabe más que la interpretación y el desmontaje previo de la defensa para
hacer la vieja actitud inútil y así posibilitar su cambio.
4. Enfoque ecléctico o comprensivo. Más que un enfoque, se plantea aquí una
integración: un cambio de actitudes real, y que pretenda ser duradero, debería
partir de la constatación de que toda actitud puede tener una función triple:
defensiva, de adaptación y de integración interna. Así, deberá incluir los tres
pasos vistos hasta ahora, como fases de un proceso de cambio único. Primero
deberá procurar un desbloqueo de estructuras defensivas; luego deberá
presentar nuevos marcos de referencia que hagan deseables las nuevas
actitudes; por fin proporcionará los datos desconocidos que deben ser
integrados.

165
¿Eso quién lo ha dicho?

Herbert C. Kelman (1958) analizó con detalle los procesos de comunicación que llevan
al cambio de actitudes. Según su modelo, es el comunicante que proporciona la
información el que puede provocar en mayor medida el cambio por gozar de
determinadas características. Kelman considera que hay tres posibles procesos para el
cambio de actitud de acuerdo con la imagen del interlocutor:
1. La credibilidad. El comunicante tiene credibilidad cuando es percibido como
experto, y cuanto se le ve como digno de confianza, sincero y sin prejuicios ni
motivaciones ocultas. La credibilidad provoca el proceso de internalización.
Este cambio es profundo y estable; permanece aunque se olvide su origen, o
incluso aunque el comunicante primero cambie de postura. Parte de la
necesidad de objetividad.
2. El atractivo. El comunicante tiene atractivo cuando suscita deseos de ser como
él, de ser aceptado por él, porque ello aumenta la propia auto-estima. La
atracción está hecha, en general, de familiaridad, semejanza y afecto. El
atractivo provoca el proceso de identificación. Cuando el cambio se debe a la
identificación no se internaliza: si el comunicante cambia de opinión también
cambia el sujeto. También es posible cambiar si aparecen otros sujetos más
atractivos que el primero pero de opinión diferente.
3. El poder. El comunicante tiene poder cuando controla premios y castigos;
cuando puede proporcionar placer o dolor. El poder genera procesos de
sumisión. No provoca un verdadero cambio interno, aunque, como
consecuencia de la disonancia cognitiva que supone puede llevar a mudanzas
estables, que no cesarán mientras siga de algún modo presente el influjo del
castigador.
Como la credibilidad y el atractivo se pueden combinar, es posible integrar estos
principios en una tabla de doble entrada en la que se incluyan estas categorías: poca-
mucha credibilidad y poco-mucho atractivo, imaginando el caso de un profesor y su
clase (ver cuadro 8.3.).

CUADRO 8.3
CREDIBILIDAD Y ATRACTIVO EN EL CAMBIO ACTITUDINAL

166
Como sintetiza la tabla, cuando hay mucha credibilidad y poco atractivo («Profesor
A») se trata del enseñante que lo sabe todo, pero no tiene ningún atractivo para sus
alumnos. Se le ve superior (por frialdad) y lejano. Cuando no hay ni credibilidad ni
atractivo («Profesor B») se trata del profesor que no sabe y no tiene ninguna gracia o
interés para los alumnos. En estos casos, cuando la clase se desborda este profesor suele
tratar de recurrir al poder. Cuando hay mucho atractivo y ninguna credibilidad
(«Profesor C») se observan clases en que se arma mucho revuelo y el ambiente es muy
divertido. En este caso se invierte el camino del influjo: el enseñante se adapta al grupo,
porque quiere que le acepten. A veces para intentar recuperar el orden acaba también por
recurrir al poder. En el último caso, cuando hay suma credibilidad y sumo atractivo
(«Profesor D»), se da una situación ideal. Lo más probable es que no exista, al menos de
forma permanente: la audiencia no permite durante mucho tiempo mantener las dos
actitudes, sobre todo cuando lo conocen más a fondo.

«Mi coche me encanta.


Como que pagué una millonada por él»

La teoría de la disonancia cognitiva es, sin lugar a dudas, el modelo teórico más
desarrollado y fructífero para explicar el cambio de actitudes, así como algunos otros
fenómenos sociales relacionados con esta temática. Fue expuesta por Leon Festinger
(1957) y, posteriormente, revisada y ampliada profusamente por Elliot Aronson (1968).
En su formulación más tradicional y básica, la teoría de la disonancia cognitiva
afirma sencillamente que existe una tendencia poderosa a la coherencia entre las
actitudes del sujeto y sus diversos componentes o manifestaciones. Por eso, cuando
aparecen actitudes incoherentes con determinadas conductas, se produce una situación
de malestar (de «disonancia») que procurará reducirse. La aparición de estas fuerzas
anti-disonancia se hace visible porque suele cambiar el comportamiento, el conocimiento
o la forma de sentir del sujeto. Un ejemplo sencillo lo aclarará. Es disonante para alguien
que fuma oír mensajes sobre la peligrosidad del tabaco así que, para reducir la
disonancia, podría dejar de fumar, pero si no lo logra es probable que no dé mucha

167
credibilidad a esos mensajes y estime que se exagera mucho.
De forma simplificada, la investigación más característica de la teoría de la
disonancia cognitiva fue publicada por Festinger y Carlsmith (1959). En su experimento
los sujetos debían llevar a cabo una tarea muy aburrida, simplona y engorrosa, alargada
durante una hora (colocar unos carretes en una bandeja, vaciarla y volver a colocarlos
una y otra vez; apretar varias filas de tornillos un cuarto de vuelta y luego aflojarlos otro
cuarto de vuelta). Después, los sujetos eran asignados aleatoriamente a dos grupos: los
del primero recibían un dólar y los del segundo veinte dólares. En ambos casos, para
recibir el dinero tenían que decir a otro estudiante que estaba esperando para participar
que habían disfrutado de la tarea y que les parecía interesante y útil. Al acabar esta fase
del experimento, los sujetos eran entrevistados por los investigadores, quienes les
preguntaban si habían disfrutado de las tareas. Los sujetos del primero de los grupos (los
que habían recibido sólo un dólar) consideraron la tarea de una forma mucho más
positiva que los del segundo (que habían recibido veinte), lo que demuestra que tener
una buena justificación externa para mentir (veinte dólares) no lleva a cambiar la
opinión. Sin embargo, si no hay razones externas se recurre a las «internas», es decir, a
las propias creencias, por lo que los sujetos que sólo recibieron un dólar modificaron
realmente la actitud hacia la tarea: al final acabaron creyendo realmente en la verdad de
su declaración al estudiante que esperaba su turno.
Como se puede comprobar, el experimento saca a relucir que las personas tienen
una motivación radical y básica, que es la tendencia a mantener la coherencia y a reducir
las disonancias que vayan apareciendo. Pero existen varias formas de reducir la
disonancia: una consiste en modificar el sistema total de actitudes (por ejemplo, el dato
nuevo de una curación milagrosa es disonante para un ateo militante; por tanto, tras
presenciar una de esas curaciones el sujeto se vuelve un creyente fervoroso). La otra es
modificar el dato recibido de manera que deje de ser disonante con la estructura previa
(en el caso anterior, consistiría en elaborar una explicación que hiciera asimilable esa
curación dado el sistema de actitudes precedente: por ejemplo, convenciéndose de que la
persona era una histérica y su enfermedad era falsa).
Para tener un cuadro más completo de las posibilidades de la disonancia se
propondrá otro ejemplo con más variantes: si alguien se lleva muy bien con una amiga y,
de pronto, descubre que es comunista, movimiento político que detesta, existen las
siguientes posibilidades para reducir la disonancia: (1) romper con ella; (2) negarlo
(«seguro que en el fondo no es comunista»); (3) obligarla a cambiar: mecanismo de
persuasión; (4) hacerse uno comunista. Pero también se puede cambiar de forma más
sutil: envolviendo toda la situación en un nuevo marco: por ejemplo, creyendo algo
como «para mí es más importante la amistad», «en el fondo, siempre he sido un
enamorado de la libertad de opinión».
Hay dos casos en los que es especialmente crítica la participación de la disonancia:
la entrada en un grupo y las situaciones que siguen a una decisión. Respecto del primer
caso hay que entender que pertenecer a un grupo siempre supone una cierta renuncia a

168
grados de autonomía personal y un sometimiento a normas sociales (algo claramente
disonante con actitudes profundas de auto-estima, deseo de placer, etc.). Existen muchos
estudios sobre cómo un mayor coste emocional en el momento de entrada en un grupo
provoca mayor disonancia y, por tanto, mayor tendencia a reducirla. Eso provoca que,
cuando ha costado mucho formar parte de un grupo, se tienda a estimarlo más, a
justificar más su existencia, a elaborar incluso teorías sobre sus excelencias y a obviar
algunos conflictos que pueden percibirse en su seno.
Respecto del segundo caso, Festinger ha sido especialmente explícito. Para él todo
proceso post-decisional induce un estado de disonancia, ya que incluye siempre el hecho
de haber renunciado a alguna alternativa deseable. Y, contra todo sentido común, cuando
lo elegido sea menos gratificante más se desarrollarán mecanismos de restablecimiento
de la congruencia; es decir, a menor recompensa por hacer algo, mayor cambio en el
sujeto. Por ejemplo, el hecho de adquirir un coche tras muchas dudas supone haber
tenido que descartar otros y hacer un gasto pecuniario considerable, por eso se necesita
afirmar (y creer) que al final se ha hecho una compra excelente, lo que favorecerá el
negar posibles desperfectos del vehículo adquirido (al menos, a corto plazo) y
complacerse viendo los anuncios de televisión en el que aparezca claramente ensalzado.
Además, la disonancia tiene una notable influencia sobre la memoria: la teoría predice
que se recordarán mejor los argumentos a favor de la propia decisión, sobre todo si son
sensatos y racionales (en cambio, se recordarán peor los argumentos bien asentados
contrarios a la opinión, pero con mucha nitidez los argumentos ridículos y torpes) (Jones
y Kohler, 1958).
Gracias a las revisiones de Aronson se han podido establecer márgenes a la teoría
de la disonancia. Para este autor la definición más precisa sería: «malestar provocado por
una violación del concepto de uno mismo» (Aronson, 1997), porque, según explica,
queda de este modo delimitada de forma más clara, concisa y, sobre todo, se incluye de
este modo el aspecto de la auto-estima, que modula la respuesta de disonancia. La
violación del concepto de uno mismo se refiere a la necesidad de sentirse una persona
razonable, buena y decente. Si alguien tiene una baja autoestima no siempre se ve como
alguien razonable, bueno o decente, y por eso puede sentir menos disonancia cuando
comente actos estúpidos, tramposos o indecentes. Aronson también enfatiza
continuamente que cuando hay explicaciones externas para la conducta inadecuada no se
recurre a las internas; en otras palabras: no se modifican las creencias o actitudes. Por
ejemplo, si alguien ha sido forzado a robar bajo amenaza no dejará de pensar que es una
persona honrada.
Todo el mundo tiene un margen de tolerancia para las situaciones de disonancia
que continuamente aparecen en la vida. Esta tolerancia es variable entre distintas
personas y, probablemente, en una misma persona en diferentes situaciones de su vida.
Una forma frecuente a la que se recurre para elevar el margen de tolerancia a la
disonancia es dividir las propias actitudes en esenciales, secundarias y marginales. Por
ejemplo, afirmar algo así como: «Aunque creo que no debo estar con gentes de vida

169
desordenada, mantengo el trato con mi hijo, que vive con una mujer casada con otro
hombre, porque creo que ser padre es más importante que nada».
Las disonancias fuertes e inevitables suelen desembocar en tensiones psicológicas.
Pero el que no tolera absolutamente nada de disonancia no puede vivir, pues se va
cambiando permanentemente por medio de disonancias. Cuando se anima a alguien a
hacer algo que, en principio, no creía posible en su caso y siempre que, como antes se
afirmó, no pueda justificarse externamente cambiará por disonancia su creencia. Un caso
muy claro, por desgracia, es el de la tortura: casi todos los torturadores acaban creyendo
que la víctima era malvada y se lo merecía; de lo contrario no podrían vivir.
Tanto Festinger como Aronson son autores con una concepción gestáltica, lo que
supone que trabajan con el presupuesto de que las actitudes están en íntima conexión
unas con otras, formando una estructura psíquica dentro de un todo coherente. Por eso, la
teoría de la disonancia posee ramificaciones sobre toda la estructura actitudinal del
sujeto y trata de ser un marco integrador, capaz de dar cuenta de muchos fenómenos
analizados por la Psicología Social: toma de decisiones, malestar ante el fracaso y
bienestar frente al éxito, cambio de conducta, explicaciones sobre el propio
comportamiento, etc., o, incluso, de aclarar el proceso psicoanalítico de la
racionalización. Además de poder servir de forma práctica en muy distintas disciplinas
de la Psicología: Clínica, Laboral, de la Salud, de Intervención Social, etc.
Sin lugar a dudas, la teoría de la disonancia cognitiva supuso una modificación
fundamental en el modo de acometer el cambio en las personas. Mientras que los
trabajos de la escuela de Yale (Hovland, Lumsdaine y Sheffield, 1949; Hovland y Janis,
1959) y tantos otros se habían centrado en cómo cambiar las actitudes para cambiar la
conducta —igual que tratan de hacer hoy las autoridades para prevenir accidentes de
tráficos o el consumo del alcohol y tabaco en jóvenes— en el modelo desarrollado por
Festinger y Aronson se invierte la relación de los elementos: son las conductas las que
pueden llevar a un cambio en las actitudes. Después de décadas de experimentación,
trabajos recientes como los de Beauvois y Joule (1996) siguen demostrado la vigencia
del modelo y su vitalidad para seguir promoviendo investigaciones.

«Pobrecillos… esos pobres negros… de mierda»

Durante años, y a partir de la paradigmática investigación de Minard (1952) y el ensayo


de Allport (1954), se ha estudiado profusamente el fenómeno del prejuicio. El prejuicio
es una actitud bastante extrema, con un fuerte componente de estereotipo, contextual
(con las mismas personas se da en unas situaciones pero no en otras) y que tiene por
objeto a un grupo humano (pues aunque en un momento dado un sujeto aislado sea la
víctima del prejuicio lo es por razón de su conexión con el grupo prejuzgado). Los
prejuicios han llamado la atención de los estudiosos por su capacidad de engendrar

170
formas de comportamiento y razonamientos absurdos hasta el extremo. Las palabras que
encabezan este apartado, extraídas de la película de Brian de Palma La hoguera de las
vanidades, son una demostración de que el prejuicio se esconde detrás de muchas
interacciones sociales, que late con fuerza en la sociedad, que es una lacra difícil de
erradicar porque muchas veces actúa ya como un puro automatismo. El prejuicio no es
un tema que se deba sentir como ajeno pues todo el mundo, en un momento dado, es
susceptible de ser su víctima o su propagador. Véase una demostración bien contrastada:
una joven de aspecto europeo pregunta, en la zona peatonal de la ciudad, cómo se va a la
estación central. La mayoría de los transeúntes le responden amablemente. Un rato más
tarde, la misma joven hace la misma pregunta en el mismo lugar, pero ahora viste al
estilo oriental y cubre su cabeza con un pañuelo. ¿Cómo actúan ahora los transeúntes?
¡Más del doble pasan de largo y no le dirigen la palabra! (Florack y Scarabis, 2004). Hoy
en día, cuando en España es tan habitual que el servicio doméstico sea realizado por
inmigrantes ¿no existen acaso juicios estereotipados sobre ‘las chicas’ dominicanas,
rumanas, marroquíes, ecuatorianas, rusas, subsaharianas…? Pero ¿sobre qué número de
casos vividos realmente se constituyen estos prejuicios?
Las primeras investigaciones sobre el prejuicio se preocuparon, sobre todo, por su
origen, que es básicamente social. No son las propias experiencias o las estadísticas con
datos objetivos la fuente real de los prejuicios. Son los rumores, los juicios de personas
cercanas, las imágenes confeccionadas por los medios de comunicación o unos pocos
casos excepcionales con los que uno se topa los que los forman. Aunque haya existido
una experiencia real traumática con alguna persona del grupo en el que recae el prejuicio
—por ejemplo, haber sido atracado por un marroquí—no es tanto o sólo esa experiencia
la que genera el prejuicio, sino la existencia previa latente de este en la sociedad. ¿Por
qué si no se atribuye entonces a la raza o a la «inmigración descontrolada» el hecho del
atraco y no al atracador mismo? ¿O no sería distinta la opinión si el asaltante hubiera
sido español?
Hoy en día es fundamental analizar las nuevas formas de prejuicio y discriminación
porque, aunque los trabajos llevados a cabo desde los años cincuenta apuntan hacia una
disminución de esta actitud negativa, no hay que dejar de advertir que, en la actualidad,
adquiere formas más inadvertidas como el «prejuicio moderno», «el prejuicio aversivo»,
«el prejuicio sutil», «el prejuicio ambivalente» o el «prejuicio latente». De acuerdo con
Martínez Martínez (2005), el denominador común de estas propuestas es que se
racionalizan los sentimientos negativos y se expresan mediante la acentuación de las
diferencias entre los grupos (en valores, creencias, pautas de socialización, costumbres
sexuales, etc.), demandas ilegítimas o incluso trato preferente —tantas veces
mencionado en el actual entorno español respecto al uso de los servicios comunitarios y
las ayudas para los inmigrantes—. De esta forma ya no se piensa en el rechazo al otro
por el desagrado, sino porque atenta contra los principios de «nuestra sociedad»,
«nuestra cultura», o porque «amenazan nuestra identidad». En síntesis, como ya no se
considera adecuado (o ‘políticamente correcto’) rechazar a alguien o privarle de
derechos por razón de su raza o de su sexo, se apela a las diferencias culturales para

171
justificar esa discriminación. El racismo, la xenofobia y, en general, el prejuicio tiene
muchas caras, muchas formas, muchas justificaciones.
Respecto a las teorías explicativas, el estudio del prejuicio se vincula a tres grandes
ámbitos del análisis psicosocial (Morales, 1999): el procesamiento cognitivo (en el que
el prejuicio se contempla como un tipo de sesgo), las relaciones entre grupos (el
prejuicio como problema en las relaciones intergrupales) y las actitudes (el prejuicio
como una actitud especial). Dentro de la última categoría el prejuicio y el racismo se ha
asociado con rasgos individuales o rasgos de personalidad como, por ejemplo, el
autoritarismo (Adorno, Frenkel-Brunswick, Levinson y Sanford, 1950), la inseguridad
personal (Fein y Spencer, 1997), el sentimiento de frustración (Dollar et al., 1939) o la
orientación de dominancia social (Sidanius y Pratto, 1999). Dentro de las teorías
grupales, se ha esgrimido que el prejuicio es consecuencia del conflicto de intereses
entre grupos que entran en competencia por recursos o privilegios (Levine y Campbell,
1972) o en problemas de identidad social y de categorización del yo (Tajfel y Turner,
1979; Turner, Hogg, Oakes, Reicher y Wetherell, 1989). Pero, sin embargo,
modernamente las teorías más profusamente investigadas son las relativas al
procesamiento cognitivo.
Dentro de este último grupo se sitúan los trabajos que explican el prejuicio como
una percepción incorrecta de amenaza (Stephan y Stephan, 2000) o como una evaluación
negativa de emociones surgidas en situaciones intergrupales (Mackie y Smith, 1998). No
obstante, de todas las teorías que giran en torno al procesamiento cognitivo resulta
particularmente sugerente el trabajo de Devine (1989) y su modelo de disociación. En su
experimento los participantes fueron expuestos a distintas palabras que aparecían muy
brevemente en una pantalla de ordenador. Estas palabras, que pasaban inadvertidas para
los sujetos, tenían mucho o poco contenido estereotípico, según la condición
experimental. A continuación, todos los participantes tenían que leer un artículo
aparentemente irrelevante sobre una persona (no se especificaba la raza) cuya conducta
podía ser interpretada como hostil o simplemente asertiva. Los resultados demostraron
que quienes fueron expuestos a palabras cargadas de estereotipos negativos sobre los
negros interpretaron la conducta del personaje de la historia como agresiva, pero no así
los que eran expuestos a palabras neutras. Estos resultados fueron independientes de las
puntuaciones de los participantes en cuestionarios sobre prejuicios raciales, lo que
demuestra que los estereotipos culturales sesgan el procesamiento de la información
incluso en aquellas personas carentes de prejuicios o que, al menos conscientemente, no
están de acuerdo con ellos. Para Devine, por tanto, existe una diferenciación muy
importante entre prejuicio y estereotipo: el primero sería la aceptación del último, y la
activación de uno y otro obedecería a procesos diferentes: los estereotipos funcionarían
de forma automática mientras que los prejuicios de forma controlada. Tanto los sujetos
prejuiciosos como no prejuiciosos son igualmente susceptibles de la activación
automática de los estereotipos (como se ha visto en el experimento), pero los no
prejuiciosos pueden inhibir su respuesta negativa si disponen del tiempo y la capacidad
cognitiva para iniciar un proceso de control.

172
Dado que las causas del prejuicio son múltiples y las teorías sobre su origen muy
variadas, parece lógico que si se pretende erradicarlos se recurra a distintos métodos y se
articulen diferentes medidas. La revisión que llevó a cabo Pettigrew (1998) sobre la
«hipótesis del contacto» formulada por Allport (1954) —que se sintetiza en que el
contacto con el grupo prejuzgado disminuirá el prejuicio— demuestra que, para que el
contacto sea un método eficaz son necesarias varias condiciones sin las cuales no sólo no
disminuirá el prejuicio, sino que incluso aumentará. Estas condiciones son las siguientes:
(1) igualdad de estatus (las personas del grupo prejuicioso tienen que mantener el mismo
estatus social que los del grupo prejuzgado); (2) interdepencia cooperativa (la actividad
de los dos grupos debe estar en conexión y unos no deben poder funcionar sin los otros);
(3) metas comunes (los dos grupos se han de necesitar mutuamente para alcanzar
objetivos que se comparten); (4) apoyo normativo (los dos grupos deben contar con
mecanismos normalizados de ayuda).
Pero además de estos requisitos, el proceso de contacto necesario para reducir el
prejuicio tiene que seguir cuatro pasos básicos: (1) aprender detalles sobre el exogrupo
(que ayuden a eliminar una visión homogénea y que desconfirmen los estereotipos sobre
él); (2) cambiar la conducta hacia el grupo prejuzgado (ya se sabe —teoría de la
disonancia— que el cambio de conducta favorece el cambio de actitudes); (3) vivir
emociones positivas con el grupo prejuzgado (la empatía, en particular, favorece la
desaparición del prejuicio); y (4) revalorar el endogrupo (cuando se tiene contacto con
otros grupos, se reevalúa la perspectiva sobre el grupo de pertenencia y se gana amplitud
o, en otras palabras, se «desprovincializa» la visión del propio grupo).
Aunque llevar a la práctica este proceso ha demostrado eficacia para disminuir los
prejuicios, las limitaciones teóricas y empíricas de la investigación, lógicas dada la
complejidad del fenómeno, deben llevar a ser aún muy cautos y a no creer que un mundo
de igualdad, respeto y tolerancia está a la vuelta de la esquina. Son muchos los niveles en
los que hay que actuar y las capas sociales sobre las que debe incidirse; el trabajo
psicosocial es lento, mientras que la sutil propaganda prejuiciosa y racista es rápida y
contundente, cala fácilmente y queda bien adherida a la mentalidad de las personas:
funciona, por desgracia, como el chapapote, por lo que la colaboración de todos para
limpiarla es imprescindible; no es una misión que se pueda encomendar a la clase
política, al sistema educativo o al judicial. El prejuicio se da a nuestro lado, con nuestros
compañeros y vecinos. Tratemos, como aconsejaba Montaigne al principio de este
capítulo, de llegar a mostrar un espíritu más elevado.

173
9
ROLES, SOCIALIZACIÓN E IDENTIDAD
SOCIAL

¿Qué proporción del comportamiento es atribuible al papel que socialmente es asignado


y cuál el que se debe a la propia personalidad del sujeto? ¿Existe acaso «otra persona»
que no sea la que se acaba adquiriendo en el proceso de socialización? De hecho ¿acaso
no son todas las acciones una interpretación en este «gran teatro del mundo», como
decían los clásicos? Desde uno mismo, si se juzga la propia conducta, difícilmente se
acepta que, en su mayor porcentaje, esta es producto del papel que socialmente se tiene
asignado en un momento dado, pues tal circunstancia es considerada «poco
individualista» o «falta de personalidad»; no obstante, es bastante común achacar a ese
papel la conducta de los otros.
En su novela Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez narra,
con su inigualable pulso y en un tono periodístico a la vez que personal, las
circunstancias que rodearon el asesinato de Santiago Nasar a manos de los hermanos
gemelos Pedro y Pablo Vicario. Ambos, conocidos y aun amigos de Santiago, llegaron a
la conclusión de que no tenían más remedio que matarlo una vez que, en una confesión
bastante dudosa, su hermana achacó a Santiago la pérdida de su virginidad antes de
casarse con el potentado Bayardo San Román, el cual, tras la noche de bodas, había
devuelto la muchacha a la familia una vez comprobado que no era doncella.
Aparentemente, al anunciar a todo el pueblo sus propósitos, los hermanos hicieron lo
posible para que la gente los detuviera y no les permitiera cometer un crimen que les
repugnaba pero al que se sentían obligados. En una de las escenas, Pedro parece dudar
de que tengan que llevar a cabo su acción criminal y se entretiene haciéndose una cura,
pero Pablo —ya en palabras de García Márquez— «lo interpretó como una nueva
artimaña del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De modo que le puso el
cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honra perdida de la
hermana. —Esto no tiene remedio —le dijo—: es como si ya nos hubiera sucedido». En
estas líneas el autor refleja magistralmente la imposibilidad de actuar de un modo

174
alternativo al reglado socialmente. Los dos deben lavar la honra de la hermana; una vez
perdida esta, todo lo demás se ha dictado, aunque aún no haya pasado: «es como si ya
hubiera sucedido». Los hombres se convierten en marionetas y es, en realidad, el papel
asignado por el entorno, la costumbre o la norma los que deciden.
A lo largo de este capítulo se discute el impacto que los roles asignados y la
identidad social juegan en el comportamiento de las personas. ¿Qué pesa más en la
conducta: los propios deseos, la naturaleza o las normas sociales? ¿Es posible ser
individualista y a la vez actuar de una manera adecuada y adaptada en un entorno social?
¿Qué pasa con aquellos que no actúan conforme a lo que se espera de su papel? ¿Quién
es capaz de enfrentarse a una norma que se dicta y que va contra la dignidad de las
personas? ¿Cómo y cuándo se aprende a actuar de forma conveniente al ámbito social en
el que uno se mueve? Estas son las cuestiones que tratarán de responderse a lo largo de
las siguientes páginas.

¿Quién soy?

Toda persona ocupa posiciones en varios sistemas de estatus. Un «sistema de estatus»


puede concebirse como un mapa multidimensional que relaciona diversos estatus entre sí
y muestra cómo se interconectan. La posición o estatus de una persona se representa por
su localización en ese mapa. Por tanto, el estatus es un concepto relacional: es el
conjunto de derechos y obligaciones que regulan la interacción de una persona con otras
de diferente estatus. En la sociedad actual, por ejemplo, la posición de padre acarrea
ciertas obligaciones hacia los hijos mientras estos son pequeños (darles de comer,
protegerles, etc.) y ciertos derechos (recibir su respeto y obediencia, decidir a dónde van,
qué hacen, etc.). Otras situaciones más desarrolladas suponen también marcos de
relación con otras personas y expectativas de conducta; por ejemplo, un médico o un
policía en una situación de emergencia, un empleado dirigiéndose a un cliente en una
situación de trabajo, etc. Obsérvese que, por el mero hecho de ocupar un estatus, recaen
sobre un individuo unas expectativas de conducta. Estas expectativas dictaminan los
comportamientos que el ocupante de una posición puede dirigir adecuadamente hacia el
ocupante de otra posición y, de manera recíproca, los comportamientos adecuados del
segundo hacia el primero. Además, el resto de personas que está alrededor también
espera una serie de conductas según los estatus de las dos personas observadas. Por
ejemplo, el conductor del autobús que ve a alguien fumar dentro del vehículo adquiere,
al ejercer su trabajo, el derecho de indicarle que debe apagar su cigarrillo. El resto de
viajeros también espera que sea él el que se encargue de recordárselo o hacérselo notar al
viajero que fuma.
Todas las sociedades tienen muchos sistemas de estatus. En algunos de estos
sistemas las posiciones se asignan sobre la base de lo que una persona es; es decir, en

175
función de su edad, su sexo, su familia, etc. Estas posiciones se denominan estatus
adscritos. En otros sistemas las posiciones se asignan en función de lo que una persona
puede hacer o ha llegado a hacer. Estas posiciones se llaman estatus adquiridos. Claro
que ni estatus adscritos ni estatus adquiridos se dan de manera pura en la realidad. Por
ejemplo, se puede considerar que la presidencia de una gran empresa es un estatus
adquirido; pero quizá en esa sociedad para ser presidente de la empresa es prácticamente
imprescindible ser varón, tener cierta edad, ser de raza blanca y pertenecer a determinada
familia.
Si se enumeraran todos los estatus de una persona se la habrá localizado
perfectamente dentro del entramado social en el que vive; porque, aunque muy
frecuentemente se cree que solamente hay un estatus, el socioeconómico, en realidad son
muchos los sistemas a los que cualquier individuo pertenece.
El término estatus hace referencia, tradicionalmente, a diferencias de rango, pero
para ser más exactos debe decirse que, así como se da la diferencia entre posiciones de
distinto rango o diferenciación vertical, se da también diferencia entre posiciones del
mismo rango, o diferenciación horizontal.
El concepto de rol está íntimamente ligado al del estatus. En concreto, el rol se
puede entender como los comportamientos manifiestos específicos del ocupante de una
posición cuando interactúa con los ocupantes de otra posición. En general, el
comportamiento real de la gente suele corresponder con «lo que se espera de ellos»; o
sea, que los roles desempeñados y los roles subjetivos coinciden. No obstante, también
es cierto que frecuentemente existen grandes discrepancias entre estos aspectos del rol y,
así, un empleado, por ejemplo, puede equivocarse con respecto al grado de familiaridad
que puede manifestar adecuadamente hacia su jefe. Normalmente se emplea el término
rol para denotar el comportamiento de aquella parte de estatus que prescribe cómo debe
actuar el ocupante del estatus frente a las personas con quienes sus derechos y
obligaciones de estatus lo ponen en contacto. Por tanto, en la práctica, se suele usar el
término rol para referirse al desempeño del rol prescrito.
Para Vander Zanden (1977) la socialización es el proceso por el cual los
individuos, en su interacción con otros, desarrollan las maneras de pensar, sentir y actuar
que son esenciales para su participación eficaz en la sociedad. Por tanto, el concepto de
socialización abarca más que el mero aprendizaje de los roles adecuados y su puesta en
práctica sin errores. Pero, a su vez, sin ese aprendizaje y sin la correcta ejecución del rol
se hace imposible una buena socialización. La adquisición progresiva de roles es un
camino para socializarse y acabar por cobrar una identidad social bien definida.

Mis dobles y yo mismo

176
Como se acaba de exponer, en el proceso de socialización se van adquiriendo nuevos
roles. Y, sobre todo al llegar a la madurez, las personas acaban poseyendo muy distintos
roles, lo que se traduce en formas diferentes de presentarse y actuar ante los demás. Para
tratar de poner orden en el maremagno de personalidades que parece manifestar uno al
situarse en distintos marcos sociales, deben establecerse algunas categorizaciones. En
concreto, en las líneas siguientes se van a presentar diferenciaciones en función del
número de roles desempeñados, de la implicación (mayor o menor) en esos roles o de la
exigencia en el tiempo que requieren.
a. Número de roles desempeñados: Los roles que recaen sobre un individuo son
siempre varios. Dependiendo del contexto en que se halle le tocará
desempeñar unos u otros, pero su número es variable. En general la teoría de
los roles relaciona abundancia de roles con madurez, pues los niños sólo
desempeñan un rol y según se crece en edad se incrementan estos. Además, es
cierto que a mayor número de roles mejor preparación para afrontar nuevas
situaciones sociales, pues gracias a esa variedad es más probable tener
flexibilidad para salir de coyunturas cambiantes o comprometidas. Al
respecto, sigue siendo de utilidad la tajante conclusión de Cameron (1950):

(…) Cualquier miembro de una sociedad organizada debe desarrollar más de un rol si es que
quiere integrarse bien y cooperar de manera efectiva con los demás miembros de la sociedad. Es
obvio que la persona cuyo repertorio incluye una cierta variedad de roles sociales realistas y
ejercidos con asiduidad, está mejor equipada para afrontar situaciones nuevas y quizá críticas
que aquella cuyo repertorio es más escaso y apenas ejercitado.

No obstante, siendo cierto lo anterior, también es verdad que cuando se


ejecutan muchos roles en poco espacio de tiempo o en el mismo lugar, el
sujeto suele ganar tensión y pierde espontaneidad en su actuación.
b. Implicación personal: Otra dimensión importante que diferencia unos
desempeños de roles de otros es la cantidad de esfuerzo desarrollado por el
sujeto. Se puede establecer una jerarquía de implicación personal:
b.1. Roles de no implicación: Prácticamente son nominales. Es el caso del
socio de un equipo de fútbol al que sus padres apuntaron recién
nacido pero que nunca va al fútbol ni se siente interesado por los
partidos.
b.2. Roles de interpretación ocasional: Se desempeñan ocasionalmente, y
con mínimo esfuerzo y mínimo afecto. Sería el caso del usuario de
una biblioteca que ocasionalmente lee allí o saca algún libro.
b.3. Roles de acción ritual: Se desempeñan con alguna implicación
emocional pero de manera prácticamente mecánica. Es la sonrisa de
la camarera, que hace su papel de amable empleada que atiende con
gusto, aunque en realidad esté cansada y no le guste el trabajo.

177
b.4. Roles de interpretación de un papel propiamente dicho: Se llevan a
cabo con bastante implicación emocional, pero al margen de la
propia identidad. Como en el caso del actor de teatro que, durante la
hora de representación, se mete en su papel, pero luego lo abandona
sin problemas.
b.5. Roles hipnóticos: Son roles que se desempeñan con gran intensidad e
implicación, pero de forma limitada en el tiempo. Por ejemplo, el
participante en un concierto, en una manifestación muy emotiva, o el
hincha del fútbol en un momento de gran intensidad del partido.
b.6. Neurosis histriónicas: Se asemejan a los mencionados anteriormente
pero con la salvedad de que no cesan en el tiempo, sino que se
prolongan indefinidamente y envuelven toda la personalidad.
Suponen gran implicación y hacen frontera con las formas
patológicas de vivencia de los roles.
b.7. El éxtasis: Son roles de desempeño poco prolongado, pero de enorme
intensidad. Resultan muy singulares en la experiencia vital de las
personas, por lo que son recordados como instantes cumbre.
Normalmente causan una enorme fatiga y agotamiento. Aparte de los
casos de éxtasis religioso o artístico, se puede dar en ocasiones
particulares, como por ejemplo en un concierto, cuando las fans de
un ídolo-cantante presencian una actuación.
b.8. El embrujo: Es un fenómeno ya claramente patológico en que toda la
persona pasaría a creerse objeto de magia o de dominio externo. Por
ejemplo, cuando una persona piensa que todas sus acciones son
dictadas por una mente extraterrestre que es quien realmente controla
su voluntad. Obtendría un nombre diferente según fueran los
síntomas de esa psicosis.
c. Exigencia de tiempo: Al margen de la implicación personal, los roles difieren en
la exigencia de tiempo en la vida de la persona que los desempeña.
Naturalmente es una dimensión que atañe solamente a los roles adquiridos;
los roles adscritos no tienen límites: se es hombre o mujer toda la vida sin
interrupción.
A través de la combinación de algunos elementos de la clasificación anterior
pueden entenderse dos conceptos clave en la teo ría de roles: la distancia de rol y la
fusión rol-persona. La distancia de rol alude a la implicación en el rol que se acepta
ejecutar o que las circunstancias obligan a desempeñar. Muchas veces, al no estar de
acuerdo con el papel que en un momento dado corresponde hacer, las personas muestran
actitudes despegadas o indiferentes hacia las actividades que en ese momento

178
desempeñan. Por ejemplo, un niño de ocho años se mostrará displicente o aburrido si es
obligado a montarse en una atracción propia de un niño de cuatro años. Con su conducta,
el niño mayor trata de demostrar que ese ya no es su sitio y exhibe una gran distancia de
rol. Por otro lado, Turner (1978) ha explicado que algunos roles son fáciles de quitar y
poner (de forma semejante a una prenda de vestir), pero otros resulta difícil dejarlos de
lado, aunque la situación original se modifique; es en estos casos cuando se habla de
fusión rol-persona. Estas actuaciones se dan en los roles más nucleares (o roles
maestros): por ejemplo, en el caso de algunos médicos o jueces que aún en el seno de la
familia siguen actuando como tales. Por tanto, estas personas pasan a ser su rol, que ya
ha quedado perfectamente adherido a su persona, son «el Doctor» o «el Juez».

Lo que espero de ti, más aún, lo que exijo de ti

Cuando se tiene asignado un rol, las expectativas que recaen sobre él expresan la
probabilidad de qué hará la persona y del cómo lo hará. Como afirma Vander Zanden
(1977) las personas están ligadas unas a otras a través de relaciones de rol: las
obligaciones de uno son las expectativas del otro.
Las expectativas tienden a ser bastante específicas. Si, por ejemplo, se asume el rol
de padre, todos confiarán en que esa persona atenderá a los niños, velará por su salud,
trabajará para procurarles los bienes materiales necesarios, satisfará sus necesidades más
importantes, les procurará educación, etc.
En el ejemplo anterior las expectativas están bien especificadas y son concretas,
pero en otros casos esto no resulta siempre sencillo. Es muy importante, para llegar a
explicar muchos de los conflictos que se plantean en teoría de los roles, el caracterizar
bien esas expectativas que recaen sobre el rol, pues sólo así es posible hablar de un
«buen» o «mal» desempeño de este. En otras palabras, el problema a la hora de
desempeñar un papel asignado socialmente puede relacionarse tanto con el deseo de no
querer asumir lo que este implica como con la circunstancia de no tener claro lo que se
espera que uno haga cuando lo asume.
En concreto, respecto a las expectativas los conflictos surgen por todas estas
situaciones:
1. Si las expectativas son inciertas, vagas o indefinidas disminuye en general la
efectividad en el rol, pues aumenta la frustración dada la necesidad que todas
las personas tienen de «ver con claridad», de «predecir con cierta nitidez los
caminos por los que debe ir una interacción social».
2. Si las expectativas son claras, pero no unánimes (esto es, contradicen las
expectativas de otro grupo o persona) entonces provocan ansiedad o angustia
en el desempeño del rol. En este caso, la persona está obligada a optar por una

179
de las dos expectativas.
3. Si las expectativas son claras para todos excepto para el actor provocan
desajustes sociales en el desempeño del rol. Es una forma de desarreglo —a
veces denominada anomia— que suele venir determinado por la historia
personal, y que es difícilmente solucionable sin alguna forma de análisis
personal.
4. Si son informales y explícitas pasan a constituir «tipos sociales» más bien que
roles propiamente dichos. Por ejemplo, las expectativas que despierta uno que
«es siempre un tío muy gracioso».
Sin embargo, aunque todo esto puede resultar evidente, las expectativas del rol son
difíciles de medir y de constatar empíricamente. Por ello, su definición operacional es
compleja. Las formas más frecuentes de medir expectativas que se presentan en los
estudios experimentales son las siguientes:
a. Manifestaciones personales por medio de respuestas a cuestionarios,
entrevistas, etc. Existen numerosas encuestas ya elaboradas que pretenden
extraer como conclusión lo que la población media «espera», o aquellas
conductas que «presupone», en las personas que ocupan un determinado rol.
Se suelen proponer a la población o a una muestra seleccionada una serie de
posibles expectativas, y se seleccionan las elegidas con mayor intensidad y
unanimidad. Así se puede averiguar de qué expectativas está constituido el rol
de «madre moderna», de «progre», o de psicólogo.
b. Observaciones directas de la persona que ocupa el rol. Naturalmente en este
caso se trata de hacer una inducción a partir de sus comportamientos.
c. Análisis de incidentes (los llamados «out of role incidents»). Se trata de un
método usado por algunos autores, especialmente por Gross y Stone (1964),
que analiza el fenómeno de asombro, ansiedad y embarazo experimentado por
aquellas personas sometidas a una interrupción de la secuencia de conductas
que una armónica interacción de roles haría esperar. Analizan las expectativas
por contraste, midiendo la claridad en las expectativas por lo intenso de la
reacción ante el hecho de que no se verifiquen.
d. Comparación entre las descripciones que de su rol hace el que lo desempeña, el
que ocupa un rol complementario y el grupo al que ambos pertenecen.
Por último, habría que señalar que las expectativas provocan conformidad, es decir,
tienen efectos normativos: deciden si el rol está bien o mal hecho o delimitan la conducta
tolerada. Por su normatividad las expectativas influyen tanto en la conducta del actor
como en la de los demás que interaccionan con él. Estos moldearán su propia conducta
según lo que «esperen del actor». Las expectativas siempre llevan implícita la exigencia
de que se cumpla algún objetivo final que se pretende implícitamente. Por ejemplo, la

180
expectativa de que el médico ausculte hace que una persona no se extrañe y descubra su
pecho cuando se lo pide. Pero toda esta secuencia de conductas lleva implícito el
objetivo final de que el hombre de la bata blanca establecerá un diagnóstico que
posibilitará la cura.
Sin embargo, esto no quiere decir que las expectativas vinculadas a un rol
permanezcan inalteradas a través del tiempo. Gracias a la actuación idiosincrásica de
determinadas personas en la ejecución de su rol (y siempre que estas ejecuciones hayan
tenido algún tipo de efecto positivo) se van modificando las expectativas: este fenómeno
se denomina elaboración de rol. Un ejemplo cinematográfico aclarará el concepto. En la
película de Peter Weir El club de los poetas muertos, el recién nombrado profesor de
literatura (Robin Williams) propone nuevas actividades completamente inesperadas para
los estudiantes y el claustro: hace que los alumnos rompan páginas de los libros de texto,
griten, paseen fuera de la clase, representen papeles de forma exagerada, etc. Aunque
estas actitudes iconoclastas epatan a toda la comunidad escolar, al final varias de estas
acciones son copiadas por otros profesores, como por ejemplo el de lenguas clásicas, el
que, avanzado el film, saca a su grupo del aula para pasear por el campus y nombrar en
latín los objetos que ven.
Las elaboraciones de rol permiten acomodar las actuaciones de los sujetos a las
cambiantes sociedades actuales, y, así, se van articulando nuevos patrones de
comportamiento en las relaciones hombre-mujer, paciente-médico, alumno-profesor,
chica de servicio-señora de la casa, etc.

¿Una moto de la guardia civil?

La teoría de roles se ha planteado el problema de determinar cuál sea el proceso que


lleva a un individuo a adjudicarse un rol. El motivo es que para desempeñar un rol el
individuo debe previamente situarse en la estructura social, definirse adecuadamente en
el marco de la estructura social en que en ese momento se mueve. Hasta llegar a
definirse dentro de la estructura, el individuo pasa por una fase previa de locación en la
que nombra o sitúa a los otros roles que le rodean, para así poder luego nombrarse a sí
mismo complementariamente. En frase ya clásica en materia de roles, habría que decir
que «necesito saber quién eres tú para poder llegar a saber quién soy yo», o, con un
ejemplo: «necesito llamarte padre para llegar a saber que soy hijo, y actuar como tal».
En este sentido los roles tienen una naturaleza recíproca (Vander Zanden, 1977).
¿Cómo se sitúa uno a sí mismo? Parece ser que en forma de silogismo implícito:
Llevar uniforme, porra, tocar el pito, etc., es propio de un guardia municipal.

Este hombre lleva uniforme, porra y toca el pito.

Luego este hombre es un guardia municipal.

181
Implicación: yo no debo contestarle con altanería, debo obedecerle, se espera que
me someta, que coopere con él.
Luego: yo soy un ciudadano fiel y honrado, no un delincuente.
Nótese que captar los datos que permiten decir la primera frase del silogismo suele
ser un acto automático. Pero a veces no lo es tanto, y esa premisa está hecha de
sospechas, deducciones no tan claras, etc. Imagínese que no se trate de un agente de
policía normal, sino de la policía secreta. En todos estos casos —que son los más— la
adopción de roles se convierte sobre todo en un problema de percepción interpersonal.
Naturalmente todo defecto en la percepción interpersonal lleva a una inadecuada
elección de roles, a colocarse o situarse defectuosamente en la estructura social; ello da
lugar a transacciones no recíprocas, asimétricas. Por eso, aquellos grupos que quieren
forzar la aparición de roles complementarios muy nítidos, y sin equívocos, favorecen
mucho la percepción exacta de su propio rol, por ejemplo llevando uniforme.
No obstante, una vez que se ha situado al otro sin errores toca mostrar el
conocimiento del rol. Así, por ejemplo, una vez que se distingue al otro como guardia
civil de tráfico toca conducir cumpliendo rigurosamente la normativa de tráfico. ¿Cómo
se llega a aprender esa ejecución acertada? La teoría psicológica que más éxito ha tenido
al respecto, al menos en cuanto a suscitar investigación, ha sido la gestáltica. De acuerdo
con sus postulados, los roles no se aprenden de forma muy paulatina, y como por adición
de piezas pequeñas una a una, sino de una forma cuasi intuitiva y unitaria; es decir, que
afirman que el «role-set» (el «quién soy yo para el otro») se capta de forma conjunta.
Por supuesto, este aprendizaje intuitivo de la identidad social luego se va concretando en
conductas específicas de forma paulatina, pero la captación de la posición sería
automática y no por ensayo y error.
Por otro lado, se puede decir que existen dos tipos de estudios que se ocupan del
aprendizaje de roles: Los primeros se han interesado especialmente del estudio de niños,
y de la indagación acerca de cómo surgen en ellos los primeros y fundamentales roles en
que basan toda la identidad social y que le sirven para organizar una correcta
socialización. Son estudios llevados a cabo por psicólogos evolutivos, y se ocupan sobre
todo de constatar la forma que tienen los niños de aprender cómo desempeñar los roles
adscritos (el rol del sexo, el del lugar en la familia, etc.). Otros estudios se han interesado
especialmente por el análisis de adultos y se han preocupado por indagar acerca del
proceso de inculturación. Suelen ser trabajos que investigan cómo aprenden los adultos,
qué roles adquiridos deben desempeñar y comúnmente son efectuados por sociólogos.

«Es mi hombre»

El hecho de desempeñar un rol cualquiera presupone una disposición física y psíquica

182
que permite desarrollar las conductas prescritas por las expectativas de ese rol. ¿Qué
aptitudes favorecen el desempeño de roles sociales? La literatura se ha detenido en tres
fundamentales:
a. Aptitudes cognitivas: Favorece el desempeño de roles la habilidad para deducir
la posición del otro y la propia; habilidad que ayuda a captar las expectativas.
b. Aptitudes motóricas: Tienen más capacidad para desempeñar roles las personas
con alta capacidad de expresión facial, postural y vocal. Y aquellos que tienen
más entrenamiento en la expresión de emociones, cualidad esta que
correlaciona altamente con la capacidad de captar emociones en los otros.
c. Una aptitud especial de orden general: Parece estar probada la existencia de
una aptitud de tipo general que se podría llamar la «capacidad o aptitud para
adoptar y cambiar de rol», sea este el que sea. El que esta aptitud exista, y se
pueda desarrollar, es importante si se tiene en cuenta lo dicho anteriormente
de que ser capaz de tener muchos roles correlaciona con la capacidad para
afrontar la vida. Diversos autores han intentado no solamente detectar, sino
incluso medir esta aptitud de orden general. El método más empleado ha sido
el del test de «como si» de Sarbin y Jones (1955), con ítems del tipo: «¿Cómo
hubiera cambiado tu vida si hubieras nacido persona del otro sexo?». La
semejanza o no semejanza entre las contestaciones del sujeto y las de las
personas que realmente desempeñan ese rol es la medida de la capacidad para
adoptar roles diversos.
No debe olvidarse, con todo, que cada persona llega a encontrar su forma peculiar
de responder a las expectativas del rol, conforme a distintos factores de su personalidad.
Newcomb (1973) ilustra esto cuando expone que las constancias que se ven en la
conducta interpersonal deberán siempre ser observadas de dos maneras: constancias que
se deben a factores individuales (a que siempre es el mismo individuo actuando en
diferentes roles, y por tanto, los reelabora a su manera «unificándolos») y constancias
que se deben a factores de rol (a que el rol es así, con esas expectativas concretas, y eso
se detecta aunque sean individuos diferentes los que desempeñen el rol).
De acuerdo con Newcomb, puede imaginarse que un rol puede ejercerse de
infinitas maneras según su actor logre que su desempeño sea una transparente expresión
de lo personal, o deje simplemente que su conducta sea una respuesta a las expectativas
que le llegan del medio social (Figura 9.1.).

FIGURA 9.1
CONTINUO DE NEWCOMB ENTRE LO IDEOGRÁFICO Y LO NORMATIVO
EN LA EJECUCIÓN DEL ROL

183
En la figura los dos extremos, que superan las líneas verticales discontinuas, son
formas «patológicas» de vivir el rol. El extremo de la derecha supone una predominancia
tal de lo personal, que el sujeto tendría un serio peligro de caer en la impredictibilidad,
en la desadaptación social, o en la personalidad psicopática. El extremo de la izquierda
supondría la repetición no creativa, el sometimiento ritualista, el escrúpulo y quizá la
obsesión. Entre esos dos extremos, sin embargo, hay una inmensa gama de
comportamientos posibles, con mayor o menor predominio de lo personal o lo
normativo, todos correctos, con tal de que sean adecuados a la personalidad del actor, a
la situación de que se trate, y al grupo en el que se inserta la acción.
Con todo, la investigación se ha dirigido a comprobar la hipótesis de que es
necesaria siempre una congruencia notable entre personalidad y rol para que el
desempeño de este sea más efectivo y produzca menos conflictos. El experimento tipo ha
consistido en seleccionar un grupo de sujetos según tengan determinada característica, y
hacerles actuar exactamente como si poseyeran la contraria. Es decir, exigirles el
desempeño de un rol incongruente con su personalidad. Varios de estos experimentos
han tenido preferencia por la exploración del tema de la congruencia en sujetos
autoritarios obligados a ser sumisos o colaboradores. De manera constante se obtuvieron
resultados de acuerdo con el sentido común: los sujetos con desempeños congruentes
(esto es, los sujetos sumisos obligados a actuar pasivamente; y los sujetos dominantes
obligados a actuar como líderes) manifestaban más grado de satisfacción consigo
mismos, más sensación de placer con sus tareas y mayor grado de implicación con el rol
adoptado.
Un ejemplo en la vida real de esta conclusión experimental se encuentra en el
estremecedor testimonio de Víctor Frankl recogido en su conocido libro El hombre en
busca de sentido. Al detenerse en la psicología de los guardias del campo de exterminio
de Auswitz del que logró sobrevivir el inventor de la Logoterapia se pregunta: ¿cómo es
posible que hombres de carne y hueso pudieran tratar a sus semejantes de forma tan
cruel? y aclara que, precisamente, los que tenían una personalidad más sádica

184
efectivamente eran seleccionados de forma natural para ese «trabajo», mientras que
aquellos que mostraban compasión eran, a la larga, relevados y destinados a otra
actividad en el campo:
En primer lugar había entre los guardias algunos sádicos, sádicos en el sentido clínico más estricto.
En segundo lugar, se elegía especialmente a los sádicos siempre que se necesitaba un destacamento
de guardias muy severos. A esa selección negativa de la que ya hemos hablado en otro lugar, como la
que se realizaba entre la masa de los propios prisioneros para elegir a aquellos que debían ejercer la
función de «capos» y en la que es fácil comprender que, a menudo, fueran los individuos más brutales
y egoístas los que tenían más probabilidades de sobrevivir, a esta selección negativa, pues, se añadía
en el campo la selección positiva de los sádicos. (…) Cuando a las SS les molestaba determinada
persona, siempre había en sus filas alguien especialmente dotado y altamente especializado en la
tortura sádica a quien se enviaba al desdichado prisionero. En tercer lugar, los sentimientos de la
mayoría de los guardias se hallaban embotados por todos aquellos años en que, a ritmo siempre
creciente, habían sido testigos de los brutales métodos del campo. Los que estaban endurecidos moral
y mentalmente rehusaban, al menos, tomar parte activa en acciones de carácter sádico, pero no
impedían que otros las realizaran. (…) Es preciso afirmar que aun entre los guardias había algunos
que sentían lástima de nosotros. Lo cierto es que, tratándose de un capataz, el hecho de ser amable
con los prisioneros a pesar de todas las perniciosas influencias del campo es un gran logro. (…)
Ningún grupo se compone de hombres decentes o de hombres indecentes, así sin más ni más. En este
sentido, ningún grupo es de «pura raza» y, por ello, a veces se podía encontrar, entre los guardias, a
alguna persona decente.

(V. Frankl, El hombre en busca de sentido, II Fase: La vida en el campo. Psicología de los
guardias del campamento).

Por su conexión directa con estas reflexiones sobre el rol de los prisioneros y los
guardias, es inevitable evocar ahora uno de los más famosos y controvertidos
experimentos planteados por psicólogos sociales y que es conocido como «el
experimento de la prisión de Stanford» o «de la prisión simulada». En 1971, un equipo
de psicólogos dirigidos por Phillip Zimbardo diseñaron una cárcel en los sótanos de la
Universidad de Stanford para analizar los comportamientos de los prisioneros y sus
carceleros cuando se les asignaba uno u otro rol (Zimbardo, 1971; Haney, Banks y
Zimbardo, 1973). Los experimentadores simularon todo el proceso de los sujetos que se
habían presentado como voluntarios para participar: los «detuvieron», los condujeron a
la cárcel recreada y permitieron que los «guardias» establecieran reglas y castigos si los
«presos» desobedecían. Para sorpresa de los investigadores, y con independencia de que
la adscripción a uno y otro grupo había sido azarosa y de que los sujetos habían sido
seleccionados por mostrar rasgos de personalidad normales y ausencia de psicopatología,
los participantes en el experimento comenzaron a actuar perfectamente de acuerdo al rol
asignado: los presos fueron cada vez más pasivos y serviles, pronto comenzaron a sentir
culpa y a mostrar signos de deshumanización, depresión y hasta enfermedades
psicosomáticas (dos de ellos fueron apartados en seguida del experimento por su
dramática respuesta a la situación), además expresaron deseos de «escapar» y odio
creciente hacia sus «carceleros»; mientras que, por su parte, los guardianes fueron
inventando nuevos castigos y mostrándose más impositivos y crueles (hasta un tercio de
ellos manifestó tendencias decididamente sádicas). Esta situación asustó a Zimbardo y a
su equipo, por lo que al sexto día detuvieron un experimento que estaba previsto se

185
prolongase durante dos semanas. A partir de estos datos resultó claro hasta qué punto la
inmersión en una situación y en un rol puede hacer perder de vista en poco tiempo quién
es uno realmente (la confusión rol-identidad real se produjo de forma nítida) y cómo
debe comportarse.

Zar und Zimmermann

Hasta aquí se han presentado los problemas que atañen a cada rol singular, o todo lo más
a cada rol y su complementario. Pero, a partir de ahora, se van a tratar las cuestiones que
se derivan del hecho de existir muchos roles: problemas de clasificación en primer lugar,
y conflictos derivados del hecho de recaer varios roles sobre la misma persona.
Existen muchos intentos de clasificación de los roles en diversas clases y subclases.
Estos son algunos de ellos:
a. Clasificación según su contenido. Según este criterio se pueden clasificar los
roles en multitud de categorías. Gerth y Mills (1953) intentaron poner orden
en la barahúnda de los roles estableciendo cuatro posibles grandes apartados:
roles económicos, roles políticos, roles religiosos y roles familiares. Por
ejemplo, en esta última categoría podrían establecerse los roles más
tradicionales: padre, madre, hermano, abuelo, y otros algo más especiales:
madrastra, primo, hermanastro, etc.
b. Clasificación por el modo de acceso al rol: Sin duda, la más popular de todas
es la de Linton (1945), que distingue entre roles adscritos y roles adquiridos (o
elegidos). Esta clasificación ha cobrado últimamente gran importancia, ya que
se ha demostrado que el prestigio social viene dado por el desempeño de los
roles adquiridos. Los roles adscritos, por el contrario, sólo provocan
admiración si se desempeñan sin defecto alguno, y, aun así no de una manera
notable. Cualquier fallo en su desempeño, sin embargo, es causa de gran
desprestigio y repulsa social. Por ejemplo: un hombre que no lo es del todo
según las expectativas del rol, pasa a ser «un marica», «un calzonazos», «un
don nadie», etc. Una madre que falla en el desempeño de este rol (es decir, no
se desvela absolutamente por el cuidado de sus hijos) es socialmente
descalificada como «madre desnaturalizada». Por todo ello es vital en algunos
roles que participan de las dos características el subrayar lo que tienen de
adscritos. Muchas sociedades elaboran ritos con este fin: para hacer visible
que la persona «elige» ese rol, sea el de ser adulto, esposo, o religioso,
desarrollan diversos ritos de iniciación o de tránsito. En síntesis, concretando
en unos pocos puntos puede afirmarse que los roles adquiridos: (1) tienen
principio y fin; (2) admiten salidas y entradas; (3) admiten grados de

186
cumplimiento; (4) si se hacen bien dan prestigio social; (5) si hay fallos hay
más disculpa. Y los roles adscritos: (1) abarcan todo el tiempo vital (no
tuvieron principio ni fin); (2) no admiten abandonos; (3) o se desempeñan
bien o merecen descalificación; (4) no dan especial prestigio social si se
desempeñan bien; (5) provocan gran descalificación ante los fallos en su
ejecución.
c. Clasificación según la mayor o menor especificidad (o generalidad): De
acuerdo con Spiegel (1964, cit. por López-Yarto, 1998) los roles se pueden
clasificar de forma en que se ordenen de más generales a más específicos. Así,
distingue las siguientes categorías:
1. Roles biológicos: edad, sexo… Son inabandonables, se desempeñan
durante toda la vida, o en cada momento y sin interrupción mientras
duran.
2. Roles semibiológicos: origen biológico pero no total, como la clase
social o la raza (pues estas dependen también de convenciones
sociales). Su influencia no es total ni tan continua como la de los
anteriores. Con algún esfuerzo pueden ser abandonados o modificados.
3. Roles institucionales: es decir, ocupacionales, religiosos, políticos o
recreacionales. En ellos se da más libertad para el cambio de un rol a
otro por propia voluntad. Por ejemplo, estudiando un oficio se cambia
el rol ocupacional.
4. Roles de transición: usados para pasar de una situación a otra. Son por su
naturaleza provisionales, como el rol de enfermo, el de huésped, el de
novio.
5. Roles de carácter: Pertenecen al sistema de roles informales. En general
se adoptan sin esperar la aprobación de los demás. Se puede decir que
son roles elaborados más de adentro hacia fuera que al revés. Ejemplos
serían el rol de «el loco», «el chistoso», etc.
6. Roles de fantasía: Son roles ficticios. Se asumen a voluntad,
generalmente proporcionando una señal de que el rol adoptado en
realidad pertenece a la fantasía (una chica reserva en un restaurante
como «la Gran Duquesa Anastasia» o los que se adoptan a veces en
foros de Internet).
d. Clasificación según la funcionalidad que cumplen en el grupo: Benne y Sheats
(1948) elaboran una nueva clasificación de los roles para servir de guía en las
dinámicas de grupos. Distinguen entre roles de tarea, roles de mantenimiento
y roles de satisfacción de necesidades individuales. Los roles de tarea son

187
aquellos que relacionan al individuo con el grupo al que pertenece a través de
su contribución a la tarea común (los principales roles de tarea son el
iniciador, el que solicita información, el que solicita opinión, el que da
información, el que da opinión, el elaborador de las aportaciones de otros, el
coordinador, el orientador, el evaluador-crítico, el aportador de energía, el
técnico en procedimientos, el «memoria» del grupo). Los roles de
mantenimiento tienen que ver con que se mantengan unas buenas o
armoniosas relaciones entre los miembros del grupo (los principales roles de
mantenimiento son el que levanta la moral, el «recomponedor» de conflictos,
el que pacta compromisos, el facilitador de comunicación, el ideal del grupo,
el observador y comentador de lo que pasa, el seguidor). Por último, los roles
de satisfacción de necesidades individuales se vinculan con los propios
deseos, que deben satisfacerse en el seno del grupo (los principales roles de
necesidades individuales son el bloqueador, el agresor, el que busca
reconocimiento, el autorrevelador, el playboy, el dominador, el que busca
ayuda, el representante de otros grupos).
Una vez presentadas, aunque sea de forma somera, las clasificaciones anteriores,
llega el momento de entrar en el problema fundamental de la multiplicidad de los roles.
Ya se comentó antes que la investigación se inclina a ponderar las ventajas de su
multiplicidad. No obstante, también esta multiplicidad de roles es con frecuencia causa
de conflicto. Goode (1960) acuñó la expresión tensión de rol para referirse a los
problemas que experimenta un individuo cuando debe satisfacer los requisitos que le
impone un rol, y que se incrementan cuando se amplía el número de roles que ejecutar.
De hecho, se señalan a continuación las diversas circunstancias que pueden producirse
cuando se da una multiplicidad de roles posiblemente conflictiva:
a. Roles simultáneos pero que se pueden desempeñar sucesivamente. Es una
situación conflictiva, aunque de fácil solución. En algunos casos los roles se
desempeñan sucesivamente, pero la sucesión implica la no repetición, como
es el caso de los roles de edad. En otros casos los roles se pueden desempeñar
sucesiva y repetidamente: por ejemplo se es trabajador todos los días, pero a
las ocho «vuelvo a ser padre todas las tardes». En estos casos se da a veces el
conflicto de la ambigüedad de si se ha dado el paso al nuevo rol o se sigue en
el anterior. Por ello, y de manera espontánea, la sociedad suele desarrollar
ritos de iniciación o de tránsito (saludos, despedidas) y ceremoniales, que
subrayen el abandono de un rol y la entrada en el nuevo.
b. Roles simultáneos que se desempeñan simultáneamente: Para analizar estos
casos Linton (1945) introdujo la distinción entre roles latentes y roles activos,
aunque es posible que ningún rol esté del todo latente ni del todo activo. El
problema es el siguiente: en la interacción social, cuando un sujeto desempeña
simultáneamente dos roles, debe quedar bastante claro cuál es el que en cada
acción concreta se está queriendo poner en acto, si uno quiere ser respondido

188
adecuadamente, y también es necesario que la secuencia de interacciones se
desarrolle de forma no conflictiva. La forma más sencilla de hacer esa
aclaración es introducir una intervención verbal clara y explicita. Ese es el
caso cuando se intercalan frases como: «como abogado tuyo te digo…» o «no
como médico, sino como amigo te recomiendo…». Pero frecuentemente la
clarificación no es tan fácil, ni siquiera es verbal, con lo que un rol se puede
decir que interfiere o contamina al otro, provocando dificultades graves de
comunicación interpersonal. Los roles simultáneos que más tienden a la
interpenetración son los roles formales y los informales entre sí: cirujano-
payaso (médico que opera haciendo bromas constantes en el quirófano);
profesor-madre (maestra incapaz de exigir y que incluso en los exámenes
protege), etc.
c. Roles simultáneos que implican alguna forma de incompatibilidad de
conductas. Son aquellos que someten a exigencias múltiples difícilmente
realizables al mismo tiempo. Se percibe en los sujetos que están en tal
situación un exceso de esfuerzo, de tensión. Lo normal es que en estos casos
el sujeto desarrolle mecanismos de distribución del tiempo y de la energía
para lograr una jerarquización de los roles. Los mecanismos más probables en
estos casos son los siguientes: se atiende con gran intensidad a la norma social
que prescribe que alguno de los roles es más importante que los otros, y así se
jerarquiza la dedicación. Es el caso de la mujer que, sometida al conflicto de
dos roles exclama: «¡Soy madre antes que empleada!». O se examinan con
atención los premios y sanciones que proporciona el medio por atender a cada
uno de los roles, y se desempeña más intensamente aquel que es más
premiado. O se pasa a atender a las reacciones de una tercera parte que no es
ni el sujeto que desempeña el rol, ni el que desempeña el rol complementario,
sino que es lo que varios autores han llamado «la audiencia», y se estructura
la actuación a la vista de las reacciones de tal audiencia.
En resumen, la multiplicidad de roles posee ventajas e inconvenientes. Entre las
primeras cabe destacar la mayor madurez, comunicación, capacidad de autocrítica y
flexibilidad que representa jugar a la vez varios papeles; entre los problemas hay que
resaltar el aumento de tensión general y la falta de espontaneidad que supone la
permanente negociación de los distintos roles.

El inquisidor converso

Se acaban de mencionar dos de los principales problemas o conflictos que se analizan


tradicionalmente en la temática de los roles: el conflicto rol-persona (o persona-

189
personaje) y el conflicto debido a la multiplicidad de roles. Sin embargo, conviene decir
algo más acerca de los conflictos que el desempeño de roles suele originar.
Por un lado, un conflicto característico es el que se da «entreroles», típico de la
persona sometida a expectativas incompatibles, ejemplificado de manera clara por el
típico mando intermedio que debe contentar a sus superiores y a sus empleados, o por el
hombre marginal, que pertenece a la vez a dos mundos o culturas diferentes que le
exigen comportamientos contrapuestos.
Por otro lado, existe el conflicto «intra-roles», o «intra-rol», que tiene lugar cuando
el sujeto en realidad no ocupa más que un solo rol, pero dos o más roles
complementarios tienen sobre él expectativas diferentes y contradictorias entre sí. Sería
el conflicto, por ejemplo, del sacerdote que se ve obligado a serlo para personas situadas
política o socialmente muy a la derecha y muy a la izquierda (ambas cosas
simultáneamente), o el del padre cuyos hijos esperan cada uno una actuación peculiar, o
la hija que lo es de su padre y de su madre, y estos no tienen la misma visión de cómo
debe actuar una hija.
Estos conflictos tienen sus propios mecanismos de solución. Sarbin y Allen (1968)
señalan varios modos de resolverlos:
a. Por medio de actos instrumentales o rituales. Con ello se refieren a aquellos
actos que intentan modificar el entorno del que proviene la tensión y el
conflicto. Las acciones más frecuentes son las de separar los roles en el
espacio y en el tiempo, y las que dosifican la intensidad relativa que se dedica
a cada uno. Esto último equivale a elaborar prioridades. Frecuentemente
también se crea un nuevo rol que, con su novedad, elimina o subsume los
otros, superponiéndose sobre ellos: por ejemplo, crear el rol de víctima, de
persona-que-siempre-está-al-borde-de-sus-fuerzas, o cualquier otro.
b. Por medio de atención selectiva. En este caso la persona no intenta modificar el
entorno, sino sencillamente su conocimiento de él. Suele «no atender» a
determinadas señales del medio. O sencillamente desarrolla el mecanismo de
defensa del aislamiento o compartimentalización.
c. Cambiando las actitudes y creencias acerca de los diferentes roles. En estos
casos lo que cambia es la interpretación que se da a la realidad conocida.
Quizá se resta importancia a alguno de los roles.
d. Abandonando el campo. Que puede hacerse físicamente o de modos más
sofisticados, como por medio de tranquilizantes, de desarrollo de alguna
neurosis, etc.
Aparte de que algunas de estas soluciones son solamente aptas para determinados
conflictos de roles (por ejemplo la jerarquización de roles difícilmente se puede aplicar a
casos de conflicto intra-rol), lo que determina que se use una u otra salida es, en primer

190
lugar, la historia anterior del sujeto sometido a esta situación. En segundo lugar el que
ese tipo de conducta reciba refuerzo social. Y en tercero que la técnica elegida sea
accesible en ese momento.

De revolucionario a burgués

Desde la teoría de los roles, la identidad personal se puede concebir como el resultado de
la interacción con personas que ocupan estatus complementarios. Es decir, la identidad
social es el conjunto de conocimientos sobre uno mismo que van surgiendo, según las
personas se va colocando en dimensiones ecológicas distintas y siempre en relación a
otros.
Pero un tema que ahora se debe puntualizar es el de cómo influye el desempeño de
roles en el surgimiento de la identidad social. A continuación se recogen unas cuantas
proposiciones, bien contrastadas por la Psicología Social, sobre este tema. Se sigue aquí
la síntesis de López-Yarto (1998) y de Vander Zanden (1977):
Lo primero que debe advertirse es que la asunción de un rol produce cambios
acusados en el comportamiento de las personas. Ejemplos claros de esas mudanzas, que
sorprenden incluso a los que están muy próximos al sujeto, podrían ser los siguientes: los
hermanos adolescentes que se pelean pero que, al quedarse solos porque sus padres se
ven obligados a irse unos días, empiezan a mostrarse responsables, a recoger sus cosas, a
cumplir horarios, comidas y a cuidarse uno a otro; el caso del alumno díscolo que, en un
momento dado, tiene que hacer el rol de profesor frente a otros alumnos; la chica
inmadura que empieza a comportarse como una madre responsable cuando se queda
embarazada; el hombre egoísta que comienza a actuar de forma sacrificada cuando llega
a ser padre.
También es sabido que desempeñar roles adquiridos, o que tienen más
características de adquiridos que de adscritos, está estrechamente relacionado con estima
social y con poder legitimado. Ahora bien, como un rol es más adquirido cuanto más
necesario sea para ocuparlo un acto de elección personal, se puede decir que
proporcionan más identidad social aquellos roles que más claramente tienen en su origen
actos evidentes de elección. En este sentido, elegir una profesión en línea con la
tradición familiar aportaría menos identidad social que salirse de esa tradición —en
especial, si hay oposición paterna— y dedicarse a un trabajo completamente distinto o
aun contrapuesto.
El desempeño de roles de gran implicación personal conduce a una mayor
identidad social. En especial, cuanto más públicos y conocidos son esos roles. Así, todo
el mundo identifica con su rol a un actor que durante mucho tiempo ha encarnado un
personaje y, de esta manera, su identidad social resulta especialmente clara.

191
Numerosos estudios relacionan el desempeño de roles con la aparición y el cambio
de actitudes. Parece probado que el desempeño de roles modifica seriamente el
entramado actitudinal de las personas, con la consiguiente repercusión en la conducta y
en la identidad social. Por ejemplo, el uso de caretas de personajes apreciados por los
niños hace que niños tartamudos, al adoptar más fácilmente esos roles, exhiban mayor
facilidad para una correcta verbalización. Del mismo modo, se ha mencionado
repetidamente que el posicionamiento en un determinado estatus influye en que las
actitudes mantenidas en la juventud —quizás contrapuestas a las habituales en el nuevo
rol— sean abandonadas. De hecho, muchos cantantes pop o rock críticos con el sistema
burgués son vistos como «traidores» cuando la multinacional discográfica les convierte
en millonarios.
La literatura clínica aporta muchos datos sobre cambios somáticos originados a
partir de la adopción de determinados roles. Es sabido que la adopción de un rol
determinado altera el tono muscular, la presión arterial, etc. Casos muy especiales son
los observados en las prácticas vudú, en las que el sujeto que adopta el papel del
«embrujado» cambia de personalidad e identidad. En ocasiones, su alteración puede ser
tal que le conduzca a la muerte.
La adquisición de nuevos roles es un proceso continuo, que no se acaba en la
madurez, sino que abarca todo el ciclo vital. Así, para mostrar un comportamiento
socialmente adecuado, se espera que un adolescente deje de ser pasivo, irresponsable,
fantasioso o dependiente y se torne en alguien activo, responsable de sus actos, realista,
práctico e independiente en la gestión de su vida; posteriormente, en la vejez, se espera
que se abandone el trabajo productivo, que haya mayor preocupación por la familia y
que se realicen unas actividades «acordes con la edad».

La gran farsa del mundo

Es posible que, después de haber llevado a cabo todo este recorrido por los roles y el
comportamiento público, quede la impresión de que toda la vida social no es sino una
gran estafa y surja la duda de si no hay nunca autenticidad en el comportamiento.
¿Siempre preocupa tanto controlar la imagen? ¿Nunca hay sinceridad o acciones
genuinas? Esta es la crítica general que se ha hecho a las teorías del juego de roles
(Goffman, 1971), como la que se ha presentado en este capítulo.
Sin embargo, puede afirmarse que la conducta es habitualmente sincera, al menos
para las personas sanas psicológicamente y normalmente adaptadas. Con los amigos y
compañeros cercanos, con las personas que se quiere y aprecia, y con los desconocidos,
se ponen en juego roles, pero no por ello se es un farsante. Por supuesto, en la medida en
que las relaciones sociales sean vistas como algo valioso y enriquecedor por sí mismo y
no un medio para conseguir los propios fines, y en la medida en que las personas de

192
alrededor sean capaces de mostrarnos aprecio con independencia de los defectos que
observen en el otro, será posible liberarse de las máscaras sociales más encorsetadas y
fingidas. ¿Por qué es tan descansado llegar a casa cuando se viene de lugares públicos?
¿Por qué aporta un sosiego especial? Precisamente porque posibilita desprenderse de la
máscara social. Hay que entender que la vida no es meramente un drama representado en
el escenario del mundo. La existencia cotidiana no es actuada a partir de la realidad
social, sino que es esa misma realidad (Perimbanayagam, 1974). No se ejecutan sólo
determinados roles: se es ese rol, de forma tan consustancial como se es hombre o mujer.
En conclusión, estatus, roles e identidad social se interrelacionan para condicionar
y regular —pero no necesariamente para determinar— el comportamiento social. Los
hermanos Vicario, los personajes de la novela de García Márquez que se mencionaba al
principio de este capítulo, se sintieron víctimas teniendo que ser verdugos. Su posición,
el rol que ocupaban y las exigencias que recaían sobre él, les llevaron a tener que
perpetrar un crimen que aborrecían y que marcaría para siempre su identidad social. Pero
no todos los contextos condicionan tanto las acciones, o es posible que determinados
sujetos sean capaces de sobreponerse a esas presiones sociales y actúen de acuerdo con
sus propios dictados y conciencia. Es difícil oponerse a las presiones sociales —
recuérdense los ejemplos citados, en este mismo capítulo, del experimento de la presión
de Stanford o del campo de exterminio nazi, o el aún más paradigmático del experimento
de Milgram (1965), citado en el tema del comportamiento agresivo— y pasar, por ello, a
ser considerado un marginado o un desviado social, pero es lo más digno cuando el
entorno social pretende que se cometan injusticias o crímenes.

193
10
LOS GRUPOS SOCIALES

La muerte del papa Juan Pablo II en abril de 2005 provocó las concentraciones
espontáneas más numerosas de las que se tenga constancia. De acuerdo con varias
manifestaciones, debería considerarse el mayor evento de masas jamás conocido. Desde
el campo de la investigación psicosocial, supuso un experimento inigualable para tratar
de contrastar teorías sobre las agrupaciones humanas; sin embargo, la falta de parangón
de este fenómeno social lo convierte en un hecho difícil de analizar. El filósofo José
Antonio Marina publicaba al respecto la siguiente reflexión:
No sé interpretar lo que está sucediendo. La muchedumbre aguanta 20 horas para ver a la
carrera el cadáver del Papa. Tres presidentes de EE.UU. se arrodillan ante él. Las televisiones
dedican decenas de horas a este suceso. La mayor parte de los dirigentes políticos del mundo
va a asistir al funeral. Podría parecer que el mundo se ha vuelto católico de repente, pero los
seminarios están vacíos y la práctica sacramental disminuye. Tampoco sería acertado decir
que es un simple homenaje personal a Karol Wojtyla, porque el protagonista es el papa Juan
Pablo II, es decir, un personaje encarnando una Institución. Sería injusto suponer que se trata
de un movimiento sentimentaloide provocado por los medios de comunicación, como el que
suscitó la muerte de la princesa Diana, pero tampoco me parece una demostración de
espiritualidad profunda. ¿Entonces qué es? Tal vez una nueva religiosidad se extienda por el
planeta. Un populismo religioso, más cercano a la piedad que a la reflexión, sincero pero
poco crítico, que puede tomar caminos muy diferentes. Una parte importante de la
religiosidad popular americana ha votado a Bush. Una parte importante de la religiosidad
popular islámica es conducida hacia posturas integristas. ¿Hacia dónde irá la religiosidad
popular católica? El problema fundamental del próximo papa va a ser administrar el éxito
sociológico de Juan Pablo II.

<http://www.elmundo.es/cronica/2005/495/1113084004.html>

Frente a lo que sucede con los grandes movimientos humanos, lo que acontece en
grupos pequeños es, en cambio, fácilmente replicable y susceptible de ser analizado en
un marco de laboratorio. Por eso, aunque en este capítulo se presenten tanto los
conocimientos relativos a los grupos grandes como a los grupos pequeños o de tamaño
mediano, es cierto que lo conocido sobre los primeros no tiene tanto rigor como el saber
que se posee respecto a los segundos. No obstante, fenómenos tan especiales como el
descrito han contado también con sus propios marcos teóricos y, al hablar de esos grupos

194
que forman las muchedumbres, se repasarán.

1 + 1 + 1 + 1 ¿es igual a 4?

Pero para analizar algo muy grande es necesario empezar primero por aclarar cosas más
pequeñas y dejar asentados, antes de pasar a otras disquisiciones, principios
fundamentales que van a la entraña de lo que se va aquí a estudiar.
El primer problema que aparece al iniciar un análisis sobre los grupos sociales es
dirimir si estos tienen una existencia real o no, en el sentido de que conforman una nueva
realidad más allá de la suma de individuos que lo componen; dicho de forma más
sencilla: si el grupo es algo más que la suma de sus miembros, o, mejor, si los
trasciende. Una analogía aclarará lo que se pretende decir: las células que conforman el
estómago son fácilmente individualizables, tienen unas fronteras bien delimitadas,
poseen comunicación con las de al lado (es una comunicación físico-química,
naturalmente), pueden enfermar (también de forma individual) y se alimentan de manera
independiente desde el torrente sanguíneo. Así pues, si tuvieran conciencia, podrían
creer que son seres individuales, similares a otros que tienen cerca —es verdad—, pero
con su propia autonomía, y resultaría muy difícil que entendiesen que sólo son parte de
algo de un nivel superior o que su funcionamiento individual es en realidad una actividad
al servicio de algo mucho más general. La actividad conjunta de todas esas células las
trasciende y da sentido: el estómago mismo, cuyo funcionamiento sólo es posible por el
trabajo coordinado de todas ellas. Por tanto, el estómago es, sin duda, algo más que la
suma de las células que lo componen, y no la mera adición de estas. Por otro lado, la
analogía no acaba aquí: el trabajo del estómago es sólo una parte necesaria del
funcionamiento de la digestión, que requiere también de otros órganos (dientes, esófago,
páncreas, hígado, etc.); y la digestión una función más para el funcionamiento de un ser
vivo, que también debe procurarse oxígeno (aparato respiratorio), distribuir ese oxígeno
y nutrientes por todo el cuerpo (aparato circulatorio), etc.
No obstante, también puede ser útil servirse de ejemplos más desarrollados que las
elementales células gástricas. Para empezar, puede tomarse el caso de una orquesta
sinfónica. Antes, cuando el mundo no era una «aldea global» —es decir, cuando no
estaba tan interconectado— cada país tenía una orquesta con un sonido bien diferente;
incluso entre regiones se podían apreciar las diferencias estilísticas y tímbricas. Era
paradigmático el «sonido de Filadelfia», o «el de Cleveland» por los célebres directores
que se habían hecho cargo de estas agrupaciones; y desde cientos de años atrás, se podía
distinguir la singular belleza y brillantez de la Filarmónica de Berlín y de Viena o de la
Gewanhaus de Leipzig, que se atribuía a compositores y artistas muertos hace muchos
años. Lo interesante del caso es que aunque todos los profesores de la orquesta iban
cambiando, por lo que al final ni uno sólo era el de cuarenta años atrás, el sonido

195
característico se mantenía inalterable y seguía siendo claramente distinguible. Por tanto,
«la orquesta» y «su sonido» trascendía a los músicos que lo producían. El grupo de
intérpretes tomados uno a uno, en consecuencia, no serían lo importante, al menos no
para explicar ese sonido.
Un nuevo ejemplo fácil de entender conectará con el problema de la existencia real
(o no) de los grupos. Casi todo el mundo cree reconocer que, en general, los andaluces
tienen una forma de ser distinta a la de los gallegos. Y que los unos y los otros son así
desde hace generaciones. Quizás un viajero por España en 1850 podría haber realizado la
misma observación, pero ¿cuántos andaluces y gallegos de 1850 siguen vivos? Entonces,
cabe concluir que el carácter andaluz se mantiene pese a que hayan desaparecido todos
los andaluces nacidos en el siglo XIX. Y, por tanto, «lo andaluz» es algo más que lo que
manifiesta cada uno de los andaluces. En suma, el grupo conformaría una realidad que
no se comprehende con la mera aditividad de los individuos que lo componen.
No obstante, para algunos investigadores sociales que se han sumergido en el
análisis de las experiencias grupales, la existencia de una «psicología grupal»
independiente y diferente a la «psicología individual» supondría una falacia. Como
paradigma de esta postura, se debe citar a Floyd Allport (1924), quien afirmaba que «lo
único que existe son las personas» y que «no hay una psicología de grupo que no sea
esencial y enteramente una psicología de los individuos»; es decir, que la «mente», la
«conciencia» o «el alma» del grupo no tendrían referentes reales.
Frente a esta toma de posición, otros psicólogos sociales no menos influyentes —en
particular hay que recordar a Solomon Asch (1952)— han tratado de demostrar que
determinadas experiencias y comportamientos no tienen posible explicación fuera de un
marco comprensivo que excluya fuerzas grupales independientes del individuo. Es más,
para Asch ese intento de distinción entre individuo y grupo, al realizar un análisis desde
la Psicología Social, resultaría imposible.
En la misma línea, aunque mucho más recientemente, Turner (1999) ha explicado
que Floyd Allport cometió un importante error al ignorar la nueva realidad que surgía
cuando una persona entraba a formar parte de un grupo, pues tal incorporación implica la
aparición de nuevos procesos psicológicos y que un grupo no es sólo un hecho social,
sino una realidad psicológica, pues delimita funciones psicológicas irreductibles al
ámbito puramente individual.
Un dato objetivo y contrastable experimentalmente es que las personas no actúan
igual si están solas que si forman parte de un grupo (o si lo representan). Esta realidad se
ha denominado «discontinuidad» entre la conducta individual y grupal (Insko y
Schopler, 1987; Drigotas, Insko y Schopler, 1996). Existen muchas variantes posibles
para ilustrar esa discontinuidad, y para aclararla pueden servir —a modo de ejemplos—
tres fenómenos bien conocidos: la facilitación social, la conformidad con el grupo y la
desindividualización. En realidad, los tres no deberían considerarse fenómenos
independientes, pues se hallan interconectados; tanto es así que podrían, incluso,
constituir un continuo de manifestaciones de la «influencia psicológica grupal», desde su

196
extremo menos intenso (facilitación), hasta el más exacerbado (la desindividualización).
Igualmente, hay que tener en cuenta que la descripción de estos fenómenos es difícil y
que por ello, necesariamente, se debe recurrir a perífrasis y analogías para transmitir lo
que suponen.
La facilitación social consiste en el fortalecimiento o potenciación de determinadas
respuestas debido a la presencia de otras personas. Un ejemplo claro de facilitación se
observa cuando alguien se siente más motivado a correr (y, de hecho, así lo hace) por
encontrarse en un grupo o ante espectadores. Además, es algo que cualquier persona ha
podido sufrir ante un examen muy comprometido y en el que todos los evaluados están
tensos, en un espectáculo de masas que ha entusiasmado o conmovido al público o en un
momento de tensión dentro de una muchedumbre que trataba de escapar de un peligro
inminente. Así que también implica la transmisión —fundamentalmente de forma no
verbal— de las emociones y sentimientos (siempre muy elementales) entre varios o
todos los componentes del grupo, con un efecto multiplicador según se expandan esas
emociones entre más sujetos. Como muestra adviértase que mucha gente baja a los bares
para ver un partido de fútbol que podría seguir solo en su casa con más comodidad ya
que, al compartir su visión junto con otros seguidores del mismo equipo, «disfruta más»
o «de forma más intensa». Pero mucho más aún se intensifican las sensaciones —de
entusiasmo si se gana o de abatimiento si se pierde— cuando se acude al estadio y una
enorme cantidad de gente ruge al unísono los lances del partido. Estos sentimientos son
imposibles desde un nivel individual: es sólo el grupo el que los produce y no
necesariamente hacen falta muchas personas para que acaezca, a veces en grupos
pequeños se producen facilitaciones de esfuerzo en el trabajo (y, en consecuencia, mayor
productividad), miedo, alegría, tranquilidad, etc.
Clásicamente, los manuales de Psicología Social anotan que la primera observación
sistemática en que se puso de manifiesto la presencia de la facilitación social fue
publicada por Norman Triplett (1898), aunque el autor no es el creador del término. En
su experimento de laboratorio, Triplett comprobó, cronómetro en mano, que varios
jóvenes de distintos sexos disminuían sus tiempos medios por el mero hecho de pedalear
unos al lado de otros, aunque no compitieran en una carrera, y obtenían mejores
resultados que en una contrarreloj individual. Explicó estos resultados como producto de
una «liberación de energía latente» por la presencia cercana de personas en una actividad
simultánea. Sin embargo, hoy en día resulta claro al analizar su trabajo que, sin
apreciarlo, estaba describiendo el fenómeno de la facilitación.
La conformidad con el grupo va un paso más allá, y no es algo, por tanto, distinto,
sino producto en muchos casos de la misma facilitación social. Consiste en afirmar o,
incluso, llegar a ver o creer cosas por efecto del influjo de todo el grupo. De forma más
consciente o de forma totalmente inconsciente se acaban creyendo determinadas ideas
porque se está sumergido en un colectivo que las ve así o, a veces, simplemente, al
pertenecer a un grupo que «debe» verlas así. El conocido experimento de S. Asch sobre
las líneas paralelas, que se describía en el capítulo de la percepción social, es un ejemplo

197
de este fenómeno; pero también, aunque no con tanto rigor científico, puede observarse
en cualquier estadio de fútbol cuando el árbitro pita un penalti en contra del equipo local.
Es mucho más «fácil» que no se vea ese penalti en ese momento, rodeado de una
muchedumbre con la que uno se identifica, convencido de la superioridad del propio
equipo, que si se está solo en casa. Sin duda, muchas visiones religiosas y místicas,
muchos fenómenos naturales extraños, de apariciones o, incluso, de extraterrestres que
han sufrido distintos grupos de personas normales, no necesariamente crédulas y con un
genuino deseo de verdad, pueden explicarse merced al fenómeno de la conformidad
grupal. Por eso, en su extremo más acusado, la conformidad se convierte en «sugestión
grupal».
Por último, la desindividualización1 es un fenómeno mucho menos común y más
difícil de transmitir con palabras pues, sobre todo, es una sensación no exactamente
corporal ni tampoco un estado mental de conciencia alterada; corresponde a ese tipo de
experiencias que se consideran inefables, aunque hayan hablado de ellas artistas de todas
las épocas. La mística oriental siempre ha estado más cerca de ella que la filosofía
occidental, tan individualista. Precisamente, sería la experiencia más alejada del
individualismo, pues la conciencia del yo se deshace entre una colectividad. Podría
definirse, siempre muy parcialmente, como una sensación (no es, en absoluto, algo que
se vea o que se piense) de que uno mismo ha dejado de ser uno y forma parte de algo
superior, de un grupo con el que está en ese momento, pero no en el sentido de formar
parte como un elemento, sino de constituir un cuerpo indivisible con esa colectividad. En
general, esta sensación aparece de forma bastante repentina y desaparece sin que el
sujeto sea capaz de prolongarla voluntariamente. Habitualmente es calificada de grata e,
incluso, euforizante; por tanto, se desearía re-experimentar pero no se repite aunque, en
otro momento posterior, el sujeto lo intente y se reproduzcan las mismas circunstancias.
Esta experiencia puede suceder bailando con un grupo, en un concierto o en entornos
mucho menos tumultuosos como en una casa de montaña muy aislada donde se reúne un
grupo de personas entre las que nacen lazos estrechos. En la célebre novela El lobo
estepario, Herman Hesse describe esta sensación vivida por su protagonista —
paradójicamente, un hombre de naturaleza huraña, muy individualista y hasta enfrentado
a la sociedad—. El autor alemán logra en estas líneas una descripción que resultará
mucho más elocuente que lo explicado hasta ahora:
En esta noche de baile me sucedió un acontecimiento que me había sido desconocido durante
cincuenta años, aun cuando lo ha experimentado cualquier tobillera y cualquier estudiante: el suceso
de una fiesta, la embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad
entre la multitud, de la unio mystica de la alegría. Con frecuencia había oído hablar de ello (…);
aquella sonrisa y aquel decaimiento medio extraviado del que se deshace en el torbellino de la
comunidad, lo había visto cien veces en la vida, en ejemplos nobles y plebeyos, en reclutas y en
marineros borrachos, lo mismo que en grandes artistas en el entusiasmo de representaciones
solemnes, y no menos en soldados jóvenes al ir a la guerra. A veces había pensado que esta sonrisa,
este fulgor infantil, no sería posible más que a personas muy jóvenes y a aquellos pueblos que no
podían permitirse una fuerte individuación y diferenciación de los hombres en particular. Pero hoy, en
esta bendita noche, irradiaba yo mismo esta sonrisa, nadaba yo mismo en esta felicidad honda,
infantil, de fábula; respiraba yo mismo este dulce sueño y esta embriaguez de comunidad, (…). Yo ya
no era yo; mi personalidad se había disuelto en el torrente de la fiesta como la sal en el agua. Bailé

198
con muchas mujeres; que también nadaban conmigo en el mismo salón, en el mismo baile, en la
misma música, y cuyas caras radiantes flotaban delante de mi vista como grandes flores fantásticas;
todas me pertenecían, a todas pertenecía yo, todos participábamos unos de otros. Y hasta los hombres
había que contarlos también; también en ellos estaba yo; tampoco ellos me eran extraños a mí; su
sonrisa era la mía, sus aspiraciones mis aspiraciones, mis deseos los suyos (…). Había perdido la
noción del tiempo; no sé cuántas horas o cuántos instantes duró esta dicha embriagadora. Ya no
había pensamientos. Yo flotaba disuelto en el embriagado torbellino del baile….

(H. Hesse, El lobo estepario, V. Siguen las anotaciones de Harry Haller).

Si alguna vez se ha sentido algo semejante, se entenderá por qué la


desindividualización representa la vivencia más irreductible a una psicología individual
y sólo puede investigarse, analizarse y experimentarse desde lo grupal. En suma, los tres
fenómenos mencionados sirven para entender por qué el grupo no es igual a la suma de
las partes, pero tampoco «más», sino algo diferente, con sus propias características, que
requiere, por tanto, de un tipo de estudio propio.

El grupo psicológico

Aunque se reconozca la importancia de lo grupal y su existencia como una realidad


psicológica, esto no hace más sencillo acotar qué es propiamente un grupo. De hecho,
existen tantas definiciones como escuelas y posturas teóricas se han ocupado de este
campo de la Psicología Social (esto significa que hay teorías desde el modelo
interaccionista, el de campo, el funcionalista, el psicoanálisis, el sistémico, etc.). Aquí,
con un enfoque algo ecléctico, se va a ofrecer una delimitación basada en la integración
de las aportaciones de las distintas teorías y sintetizada por López-Yarto (1998). De
acuerdo con esta síntesis, un grupo psicológico podría definirse como una colección de
personas que establecen frecuente interacción entre ellas, se definen a sí mismas como
miembros, comparten normas en materias de interés común, constituyen un sistema de
roles interdependientes, se identifican unos con otros y, sobre todo, con un modelo ideal,
obtienen satisfacción para alguna necesidad por el hecho de pertenecer al mismo grupo
y tienen percepción colectiva de su unidad y de su diferencia respecto de otros grupos.
La extensión y lo detallado de la definición se justifican porque recoge toda una
serie de aspectos importantes que van a ir explicandose a continuación. Para empezar
hay que advertir que se está definiendo un grupo psicológico, pues otro tipo de grupos,
útiles para la Sociología, la Política, la Economía o la Historia, no son aquí el objeto de
análisis. Por ejemplo, el grupo de las viudas españolas no representaría un grupo de
interés para el psicólogo pues, como se puede comprobar, no admite los elementos de la
definición: no tienen una interacción frecuente, no necesariamente comparten normas, ni
poseen roles interdependientes, etc. No es un problema de extensión o número de
personas, pues tampoco un conjunto pequeño de personas no constituye un grupo

199
psicológico si no reúnen los elementos de la definición que se ha formulado.
Y el primero de esos elementos es que haya una interacción frecuente. Es decir,
que se produzca un «contacto psicológico», y no meramente físico ni transitorio. El
contacto psicológico implica que, de alguna manera, unos individuos del grupo afectan o
se influyen entre sí y que, por lo que se acaba de mencionar, tienen una comunicación
directa (cara a cara) y, en consecuencia, ellos mismos determinan la estructura del
sistema y delimitan su identidad en él.
Otro aspecto subrayado por la definición es la interdependencia de roles. Lewin
(1952) sería el representante más claro de este postulado. Para este autor, la mera
interacción no es suficiente para la aparición de un grupo psicológico: es necesario,
además, que se establezcan relaciones de interdependencia en un todo integrado. Para
demostrarlo, se puede advertir que el grupo por antonomasia es la familia, donde no hay
propiamente homogeneidad (algo que favorece la interacción antes referida) entre unos y
otros, pues los miembros son distintos en los sexos, las edades, los rasgos de
personalidad, etc., pero, en cambio, sí que hay una fuerte interdependencia de roles, ya
que unos cumplen unas funciones y otros otras, y todas ellas se complementan formando
la realidad familiar. De acuerdo con este planteamiento, a mayor interdependencia, más
claramente habría un grupo. Así, es difícil que las personas que coinciden en un autobús
se sientan un grupo, que empiecen a concebirse así los que acuden a un concierto (la
intensidad del aplauso depende en parte de los de al lado), más aún los alumnos de una
clase (sobre todo si no es muy grande y tienen distribuidas ciertas tareas) y de manera ya
completa en la familia. Roles y normas son constructos relacionados. La admisión de
roles interdependientes lleva aparejada de forma casi inevitable el establecimiento de
unas normas con las que esos roles se vinculan. Por tanto, cuando se da la
interdependencia, implícitamente se están aceptando también unas normas grupales y
que, en consecuencia, por el hecho de formar parte del grupo se comparten (de forma
consciente o no) una serie de creencias grupales.
Por otro lado, investigadores influidos por las aportaciones psicoanalíticas no han
dejado de señalar que un aspecto insoslayable en todo grupo es el hecho de que la
pertenencia al mismo satisface alguna necesidad. Y, dado que se parte aquí de los
trabajos de Freud, la necesidad o pulsión que se satisface tiene que ser profunda o
inconsciente. Pero, además, esa necesidad por satisfacer es fundamentalmente la de
encontrar un objeto-modelo de identificación (de aquí la importancia del líder para este
enfoque). Un hecho incontrovertible es que cuando el grupo deja de satisfacer las
necesidades y deseos de sus miembros, estos procuran abandonarlo y el grupo acaba
deshaciéndose.
Para finalizar, la última parte de la definición que se ha propuesto incorpora la idea
de Morton Deutsch (Deutsch y Krauss, 1970) de que para que se pueda hablar de grupo
psicológico tiene que darse, al menos en alguna medida, una conciencia de tal. Esto es,
los miembros de un grupo tienen que verse algo en común (aunque no se caigan bien)
que, a la vez, los diferencia de otros que no forman parte de su grupo. El hecho de

200
establecer la categoría de «grupo» es, probablemente, lo fundamental de cara a la acción
coordinada. Y esa acción coordinada o influencia interdependiente de las personas que
constituyen un grupo se considera el elemento básico para explicar la discontinuidad
entre el comportamiento individual frente al comportamiento en colectividad.

El lobo y el rebaño

Aunque uno crea que no es como la mayoría de la gente, y no se deje embaucar igual
que el resto del «rebaño social», lo cierto es que todo el mundo exhibe diferencias
comportamentales cuando actúa de forma individual y cuando actúa en grupo. Pero lo
que hay que saber apreciar no es sólo que las acciones son diferentes (algo diferentes o
tan distintas que podrían considerarse opuestas) sino que la justificación que se les da y
la importancia que se les otorga varía por el hecho de estar en un marco grupal. Por
ejemplo, imagínese una persona que está cenando sola en un restaurante y que ve, unas
cuantas mesas más allá, a un grupo de diez comensales que celebran con jolgorio las
fiestas navideñas; tal vez, si la conmemoración resulta excesivamente ruidosa, considere
que esas personas tienen poca educación, son irrespetuosas, groseras e incapaces de
saber dónde se encuentran; en cambio, si él también hubiese ido con un grupo de amigos
muy animados que festeja algo con parecido bullicio, seguramente su juicio sobre este
comportamiento resultará mucho más condescendiente y no le dará la mínima
trascendencia.
La mayoría de la gente no se siente manipulada por la sociedad, los medios de
comunicación, los compañeros de trabajo, los amigos o, simplemente, por las personas
con las que está haciendo un viaje en tren porque cree que «ser manipulado» es algo
mucho más intenso: algo así como actuar de determinada manera contra la propia
voluntad o los intereses más básicos (casi como estar hipnotizado). Sin embargo, la
realidad es que la influencia del grupo es, en cambio, aceptada de buen grado e
inadvertida; es más, su característica fundamental consiste en que uno cree que «sale de
uno mismo», que hace o afirma lo que realmente desea y le apetece. La oveja del rebaño
que se dirige donde todas nunca creería que está siendo manipulada, que es un borrego
sin personalidad. La falta de conciencia de que el estar en grupo cambia la manera de
valorar toda la situación es la clave de la influencia social. Para demostrar este principio
básico, se puede recordar un sencillo experimento que describe Allport (1924). Una serie
de sujetos tenía que coger pesas de más o menos kilogramos y estimar su peso. Pero
había dos situaciones: en la primera, los participantes estaban solos; en la otra, había
varias personas alrededor. El mero hecho de la presencia de otros sujetos provocó que
los participantes emitieran juicios menos extremos que cuando estaban a solas; es decir,
al estar acompañados subestimaban el peso de las pesas con más kilogramos y
sobrestimaban el peso de las más ligeras. Allport concluyó ante estos resultados que los

201
individuos se guían por la suposición de que cuanto más extremos sean sus juicios o
valoraciones más probabilidad hay de que se produzca desacuerdo con otras personas.
De alguna manera y con independencia del tema y de las circunstancias, si uno se
modera cree que evitará conflictos y será más fácil el consenso. Por supuesto, los sujetos
experimentales no fueron conscientes de que la presencia o no de otras personas era la
variable fundamental a la hora de emitir sus estimaciones sobre el peso.
Si bien a priori el hecho de que la conducta de las personas se ajuste a las
expectativas del grupo (lo que se denomina «normalización») y vaya en consonancia con
él (esto es, el «conformismo») puede parecer negativo, en realidad supone un gran
beneficio; es más, representa una necesidad para la supervivencia y el avance social.
Aparentemente la sociedad exalta la individualidad, la personalidad y la propia
idiosincrasia (de hecho, paradójicamente, la publicidad, que es la principal fuente de
influencia y manipulación, emplea como reclamo el hecho de que consumir
determinados productos supone «seguir tu propio camino», «imponer tus reglas»,
«mostrar tu originalidad»); sin embargo, desde niños se orienta a acomodarse a los
deseos de los adultos —de profesores, padres, familiares— y a los del grupo de iguales,
pues de lo contrario no se permite participar en determinados juegos o actividades o
interactuar con otros. Todo este proceso es imprescindible para socializarse en un
contexto que se sostiene, más que en el esfuerzo individual, en la actuación colectiva.
Sólo trabajando de forma conjunta se pueden elaborar obras o productos de importancia.
Nadie puede levantar por sí solo un rascacielos, redactar una enciclopedia, construir un
avión, llegar a la luna, gestionar una gran empresa o limpiar una playa contaminada. Las
grandes realizaciones humanas son siempre producto de un grupo que actúa de forma
coordinada y los avances que ahora goza la sociedad son el resultado de un esfuerzo
grupal. Con todo lo dicho se entenderá que si no se aprende a dejarse influir por el grupo
(en algunas circunstancias y condiciones) no se está preparado para salir adelante en esta
cultura, y uno acaba siendo un marginado que la sociedad aísla y rechaza.
Pero para ofrecer una pintura más completa, hay que advertir que, a lo largo de la
vida, las personas oscilan entre las situaciones grupales —donde se actúa de forma
intergrupal— y las situaciones individuales —que producen conductas puramente
interpersonales—. Pero, entre estos dos extremos del continuo que formuló Tajfel
(1978), caben muchas situaciones intermedias donde la influencia grupal es relativa.
También hay que entender que no sólo se trata de sentirse más o menos miembros del
grupo, sino que la conducta frente a otra persona será distinta si se concibe como algo
individual o como la correspondiente al miembro de un grupo. Por ejemplo, un profesor
actuará de una determinada manera, en el transcurso de la clase, al responder a un
comportamiento de un alumno, y de otra muy distinta si se lo encuentra por la calle
paseando solo. Además, igualmente, una persona actuará de forma muy diferente frente a
otra que considera perteneciente a su propio grupo (endogrupo) o a uno distinto
(exogrupo). Para demostrarlo no hay más que observar qué diferentes son las propias
reacciones cuando, en los aledaños de un estadio de fútbol, uno se cruza con los
seguidores de su equipo o con los del equipo contrario (en este caso, el sujeto está

202
situado en el extremo intergrupal); sin embargo, un par de días más tarde, cuando no hay
ningún partido en juego y las personas no llevan ningún elemento distintivo de su
pertenencia a tal o cual equipo, la conducta con ellas tendrá un cariz completamente
diferente (probablemente, en el extremo interpersonal).
A veces, la excesiva identificación de las conductas de una persona con las de su
grupo lleva aparejadas unas interpretaciones y unas reacciones prejuiciosas. Así, en la
España actual, es evidente que ciertas descalificaciones generales que se realizan sobre el
colectivo de inmigrantes son injustas, pues suponen atribuir a un conjunto de personas
muy heterogéneo y sin contacto entre todas ellas las cualidades negativas de grupos muy
particulares. Por tanto, si se leen todas las conductas de las personas desde el extremo
intergrupal se lleva a cabo una interpretación sesgada de la realidad, igual que si todas se
interpretan desde el polo interpersonal. Como se ha dicho antes, la conducta de las
personas va oscilando entre las acciones puramente individuales y las completamente
grupales. Nunca se está permanentemente en uno de los dos polos.

Cuando todos lo dicen…

La pertenencia a un grupo posee intensos efectos sobre la adopción y la mudanza de


actitudes de las personas. Las cosas que se llegan a creer tras haberlas discutido y
resuelto en grupo son, habitualmente, más resistentes al cambio cuando los hechos
objetivos se oponen a ellas que las razones esgrimidas por uno mismo en soledad. En
otras palabras, el grupo representa una barrera muy sólida de resistencia al cambio y dota
de un marco de seguridad para las creencias. No sólo para las personas más dubitativas,
sino para todos, saber que las propias opiniones son apoyadas y sustentadas por todo un
conjunto de personas de alrededor que merecen confianza hace que se crean con mucha
más seguridad. Este es otro ejemplo de la influencia grupal tantas veces inadvertida.
Una demostración pionera de esta realidad se remonta a un trabajo de Sherif (1936)
sobre la percepción colectiva del efecto autocinético. En el experimento, Sherif
proyectaba durante un breve lapso de tiempo en un cuarto a oscuras una pequeña fuente
de luz fija, lo que provocaba el efecto de que la luz oscilase en varias direcciones. A
solas, las personas daban su opinión sobre cuánto se había movido la luz y establecían un
patrón o norma para calibrar el supuesto desplazamiento. Posteriormente, se realizaba la
misma operación en grupos formados por personas que, de forma individual, habían
dado valores muy diferentes entre sí. Cuando a estos grupos se les pidió que dijesen en
voz alta una estimación sobre el movimiento de la luz, pronto convergieron en un patrón
colectivo. Sin embargo, el descubrimiento importante se produjo en la tercera situación:
cuando los sujetos volvieron a tener que estimar a solas el movimiento de la luz
descartaron su primera opinión y se acogieron a la que habían formulado de forma
grupal. Además, los sujetos no eran en general conscientes de que había sido pasar por el

203
grupo lo que les había llevado a modificar su juicio, tal y como sucedió con los sujetos
del experimento de Allport citado unas páginas antes.
Y es que el peso del grupo para dirigir las propias creencias en una determinada
dirección es de tal magnitud que, desde fuera, resulta difícil de entender. Cuando se
observa cómo determinadas personas pueden actuar de una forma tan ilógica, criminal o
suicida (por ejemplo, en el seno de una secta) debe advertirse que muchas de esas
conductas se explican gracias a la influencia del grupo. Irving Janis (1972, 1982) ha
descrito con mucha precisión lo que denomina «pensamiento grupal», que se define
como una cierta forma de pensar que surge cuando, dentro de un grupo muy
cohesionado, la búsqueda de consenso llega a ser tan acuciante que hace pasar a un
segundo plano la evaluación realista de las alternativas de acción. De este modo, se
comprende la adopción de algunas decisiones pésimas para el mismo grupo o el
sostenimiento de determinadas creencias contra toda evidencia. Existen muchos
ejemplos dramáticos de este fenómeno y, a modo de ejemplo elocuente, se puede citar el
que describe Alessandro Manzoni, autor de esa obra inmortal que es Los novios, cuando,
en el capítulo XXXI da cuenta de un hecho histórico: la peste que diezmó el Milanesado
y otras regiones de Italia en 1630. Los habitantes de la capital de la Lombardía negaban,
en contra de toda lógica y todos los hechos, y con las más funestas consecuencias que
imaginarse puedan, la presencia de la peste en su ciudad por el miedo a la enfermedad y
el deseo de que todo fuese una falsa alarma.
(…) Quien en las plazas, en las tiendas, en las casas, se dejase escapar una palabra de peligro, quien
achacase algo a la peste, era acogido con mofas incrédulas, con desprecio iracundo. La misma
incredulidad, mejor dicho, la misma ceguera y obcecación prevalecía en el senado, en el consejo de
los decuriones, en cada magistrado. (…) Incluso muchos médicos, haciéndose eco de la voz del
pueblo, se mofaban de los presagios siniestros, de las amenazadoras advertencias de unos pocos; y
tenían siempre a disposición nombres de enfermedades comunes para calificar cada caso de peste que
se vieran llamados a curar; cualquiera que fuese el síntoma, cualquiera que fuese la señal con que
había aparecido.

(A. Manzoni, Los novios, Cap. XXXI).

Aunque en este texto de Manzoni no habla propiamente de un pequeño grupo muy


unido, lo cierto es que en él pueden encontrarse los tres elementos fundamentales que
Janis describe para explicar la estructura del pensamiento grupal: (1) se produce una
percepción exagerada de la «corrección o rectitud moral» de los planteamientos del
propio grupo y una «visión estereotipada», homogénea, excesivamente uniforme y
habitualmente peyorativa de los miembros del otro grupo (en este ejemplo, de los que
sostienen la presencia de la peste); (2) existe una «ilusión de invulnerabilidad»: la
creencia de que nada malo va a sucederles mientras permanezcan unidos. Dentro de este
mismo proceso se da una percepción exagerada del grado de acuerdo dentro del grupo y
una «racionalización» como mecanismo de defensa frente a los datos en contra de la
creencia (en el ejemplo, las otras enfermedades que mencionaban los médicos); (3) por
último, el grupo se sirve de la coerción para forzar la uniformidad: se rechazan y atacan
todas las críticas o cuestionamientos y cada miembro se autocensura si le asalta alguna

204
duda (todos los habitantes de Milán se mofaban y se mostraban iracundos con los que
hablaban de la peste).
Como se puede comprobar, los grupos conforman una forma de pensar muy
característica y muy poderosa. ¿Cómo puede evitarse caer en una actitud tan irracional?
No puede darse una respuesta única o sencilla a este interrogante, pero es cierto que ese
pensamiento grupal es más probable cuando el grupo está estrechamente cohesionado y
su unanimidad es completa, cuando hay mucho aislamiento (los miembros no se
relacionan con otras personas u otros grupos fuera de su círculo), cuando no existen
procedimientos y métodos de evaluación y contrastación de las informaciones, cuando el
liderazgo tiene mucha fuerza y es muy directivo, cuando se conjugan determinados
factores de personalidad en los sujetos del grupo, y, por último, cuando se vive una
situación muy estresante.
En realidad, hasta ahora lo que se ha expuesto son, sobre todo, ejemplos de
influencia mayoritaria; es decir, del efecto que tiene el grueso del grupo sobre un sujeto
(o sobre un subgrupo de sujetos); sin embargo, muchas veces pasa todo lo contrario: un
único sujeto o un grupo escaso de ellos (aun careciendo de poder o prestigio) es capaz de
convencer a un colectivo numeroso y hacerle cambiar de opinión. Este proceso se
denomina influencia minoritaria (Moscovici, 1996).
La influencia minoritaria es un fenómeno ciertamente interesante porque contradice
un principio que parece muy elemental: los sujetos sin poder ni influencia objetiva no
pueden cambiar la opinión del resto. Sin embargo, en muchos casos eso es justamente lo
que sucede. Un ejemplo elocuente se encuentra en la excepcional película de Sidney
Lumet titulada Doce hombres sin piedad. A lo largo del film un único miembro del
jurado es capaz de convencer al resto de que el veredicto de culpabilidad que todos
tienen tan claro al principio puede ser erróneo. La clave del cambio del grupo
mayoritario estriba en que los sujetos del grupo minoritario (los que se van uniendo a la
persona que disentía del resto) no modifican tanto un juicio concreto, sino un «marco de
referencia» que luego, sí, puede traducirse en un cambio de actitud o una respuesta
distinta emitida desde el convencimiento. Esto se debe a que los sujetos que no tienen
realmente influencia para imponer su punto de vista, resultan más creíbles y suscitan más
interés sobre lo que dicen y despiertan la curiosidad, la creatividad y la innovación (es
decir, de alguna manera «abren la mente» al resto). Naturalmente, este proceso sólo
sucede si los minoritarios sostienen su punto de vista con coherencia, con múltiples
argumentos y si mantienen su postura a pesar de la crítica o ridiculización del grupo
mayoritario. La influencia minoritaria es poderosa porque, dado que estimula ese cambio
en la manera de ver las cosas, lleva a mudanzas más radicales en las creencias; en
cambio, la influencia mayoritaria puede sólo provocar sumisión y una complacencia
superficial, pues el hecho de que se sepa que los poderosos (o mayoritarios) tienen
capacidad para premiar o castigar vuelve más difícil que su punto de vista sea
contemplado como fruto de una verdad objetiva.

205
Uno de los nuestros

En la literatura se han establecido distintas categorizaciones de grupos, útiles para


comprender los fenómenos colectivos. Se trata de distinciones en general artificiales;
esto es, sin un referente objetivo, pero que permiten dar cuenta de determinados
fenómenos grupales y establecer predicciones.
En primer lugar es fundamental distinguir entre los grupos de pertenencia y los
grupos de referencia. Hyman (1942) comprobó hace ya tiempo que las personas, al
estimar su clase social cuando son preguntados por ella, muchas veces no tienen en
cuenta factores objetivos (recursos, nivel educativo, lugar y tipo de residencia, etc.) y
afirman pertenecer a otras en las que claramente no se deberían encasillar. Esto llevó a
Hyman a establecer la diferencia entre el grupo que uno elegía como modelo (el de
referencia) y el que realmente le correspondía teniendo en cuenta indicadores objetivos
(grupo de pertenencia). Los grupos de referencia sirven, por tanto, para establecer los
estándares de comparación, y sirven para tener pistas sobre cómo se debe actuar, cuáles
son las normas que se deben seguir o quiénes deben ser los modelos que imitar. Pueden
influir de manera vaga e imprecisa (únicamente para formular objetivos a largo plazo,
ideales lejanos) o de forma muy concreta y directa (haciendo que se vista de determinada
manera, que se use una jerga específica, que se escuche sólo determinada música, etc.).
En general, se puede afirmar que los grupos de referencia cumplen una función
comparativa (esto es, que el grupo sirve para autoevaluar las actitudes y conductas), y
una función normativa (el grupo de referencia fuerza el cumplimiento de determinadas
normas sociales). Las razones por las que una persona escoge como grupo de referencia
uno distinto al de pertenencia son muy diversas, pero pueden enumerarse, cuanto menos,
las siguientes: el poder o prestigio del grupo de referencia, la posición (más o menos
central) del sujeto en su grupo de pertenencia (a menos central, más posibilidades de
escoger uno distinto como grupo de referencia), el tipo de sociedad más o menos móvil o
en cambio (cuanta más movilidad, más posibilidades de buscar un grupo de referencia
distinto y con mayor nivel que el de pertenencia) y rasgos de la personalidad o de la
historia personal que influyen en la atracción por otros grupos de personas. No obstante,
hay que comprender que es muy fácil cambiar de grupos de referencia según se
evoluciona.
También es interesante la distinción entre los grupos primarios y los grupos
secundarios. Los primeros son grupos pequeños en que cada miembro puede percibir de
forma individualizada a los demás y, a su vez, ser percibido por ellos. Todos los
miembros persiguen los mismos fines, tienen relaciones afectivas intensas (positivas o
negativas) y manifiestan fuerte interdependencia y solidaridad. Ejemplos de estos grupos
son la familia, la tribu, un equipo muy integrado, etc. En cambio, el grupo secundario es
un sistema social que funciona de forma más institucionalizada, con mayor número de
personas, que persiguen objetivos complementarios, con relaciones más frías y menos
afectivas, con normas formales bien definidas y con una determinación muy clara de los

206
roles. El ejemplo por antonomasia sería el grupo formado por los miembros del
departamento de una empresa.
Los investigadores sociales distinguen también entre los grupos formales y los
informales. Los primeros son los que responden a la estructura grupal del sistema
institucional (por ejemplo, los alumnos de una clase). Los segundos emergen de forma
espontánea por las afinidades, las necesidades internas de los miembros, las
motivaciones, etc. Así, cuando se dice «en esta clase en realidad hay dos grupos», se está
indicando que en el grupo formal hay dos informales, que se han organizado así por las
motivaciones personales que sean; por ejemplo, porque están en desacuerdo respecto a la
manera de afrontar un problema concreto con un profesor.
Otras clasificaciones de grupos, empleados, sobre todo, con finalidad experimental
(Argyle, 1972) son el grupo de laboratorio, la familia, los grupos de jóvenes, el grupo de
trabajo, el grupo-clase, y los grupos de dinámica y desarrollo personal (que, a su vez, se
subdividen en: T-Group o Grupo de entrenamiento, Terapia de grupo, Grupos de
confrontación, Grupos de encuentro básico y Laboratorio de relaciones humanas).
Por último otros tres tipos de grupos clasificados en función del número de sujetos
y las necesidades personales que satisfacen son la agrupación, la pandilla y la masa
(Anzieu, 1978). Se describirán los dos primeros y se reservará un apartado especial para
el grupo grande o la masa, al darse en ella fenómenos muy singulares, como se
comprobó en la presentación del capítulo al describir las muchedumbres que se
movilizaron tras la muerte del papa Juan Pablo II.
La agrupación podría definirse como un tipo de grupo que se reúne porque sus
miembros tienen intereses comunes que han llegado a formular en objetivos bastante
claros. Suelen ser grupos que se reúnen de forma periódica a intervalos fijos (por
ejemplo, todos los jueves, el primer domingo del mes, etc.). Los miembros de estos
grupos tienen pocas relaciones interpersonales, y si existen se desprenden del hecho de
pertenecer a esa agrupación; es decir, si surgen simultáneamente grupos de otro tipo
(más afectivos) en el seno de la agrupación. Como la razón primera de la agrupación es
lograr el objetivo común, ese objetivo es lo que define y da nombre a la agrupación (por
ejemplo, Fumadores por la tolerancia, Madres de la Plaza del Tres de Mayo, Amigos de
la ópera, etc.).
La pandilla (o banda) basa su existencia en la semejanza. Se trata de un grupo en el
que los individuos se han reunido por el placer de estar juntos, de sentirse uno más entre
iguales. La pandilla favorece la adaptación al ambiente (sobre todo, a un ambiente
desconocido u hostil), aporta sensaciones de identidad social, da apoyo afectivo, permite
socializarse fuera del marco familiar, etc. Muchas pandillas juveniles de amigos encajan
en esta descripción, pero también las bandas (más o menos delincuenciales, en ciudades
hostiles para los sujetos). Debido a que la identidad es clave para las pandillas, en ellas
se subraya lo distinto del resto. En muchos casos, como se trata de grupos juveniles, se
inventan jergas (que no entienden los padres ni otros grupos), se utiliza un tipo de
vestimenta distintivo (o, al menos, una manera de ponerse las prendas que les permitan

207
diferenciarse), se coquetea con la provocación, el quebranto de los valores sociales, el
escándalo callejero, etc. Todo ello, son esfuerzos por recalcar lo semejante del
endogrupo y lo distinto del exogrupo.

La fuerza de la masa

Las acciones de grandes colectivos, de las multitudes, siempre han resultado de interés
para literatos y poetas de todas las épocas, pero también para muchos autores de las
Ciencias Sociales. El comportamiento tan especial de las masas y la transformación que
puede observarse en las personas que forman parte de ellas (esa discontinuidad a la que
antes se aludía) resulta tan sugerente que es lógico que la investigación social se haya
detenido repetidamente en este tema y tratado de entenderlo. Pero, para empezar, existe
el problema de delimitar cuándo un colectivo de personas se convierte en una masa, pues
ese cambio no es un asunto de número de sujetos, sino de procesos psicológicos. Si se
piensa en la gente que, justo en este momento, camina por la Gran Vía madrileña,
difícilmente podrá considerarse como un grupo psicológico; sin embargo, un cambio
repentino —por ejemplo, la noticia de un peligro inminente como un gran incendio—
puede convertir al instante a estas personas en un tipo de grupo cuya conducta resulta
predecible. Por tanto, una primera definición de multitud podría ser: una reunión
temporal de un amplio número de personas que comparten un centro de interés común y
que son conscientes de su influencia mutua. Además de las contenidas en esta definición,
otras características de la masa son: (1) se auto-genera y carece de fronteras naturales;
(2) ignora las diferencias existentes entre sus integrantes (hay un dominio de la
igualdad); (3) reduce al mínimo el espacio privado correspondiente a cada uno de los
miembros, por lo que su densidad es alta; (4) sus miembros sienten anonimato; (5)
carece de pasado y futuro, pues es inherentemente inestable y variable (Mestre Navas,
Guil Bozal y Gómez Delgado, 1996).
El primer ensayo sistemático sobre el comportamiento grupal —la Psicología de
las masas— fue obra de Gustave Le Bon (1895). En este texto, de enorme impacto en su
época, y que, posteriormente, atraería e influiría a Hitler y Mussolini (quienes, como es
bien sabido, desde su perversidad utilizaron con mucha inteligencia el impacto
emocional que producían en la población los desfiles y festejos multitudinarios), Le Bon
defendía que, al convertirse en una masa, los ciudadanos honrados y civilizados se
tornaban en individuos primitivos, amorales y violentos; también creía que la masa era
intelectualmente menos capaz que los sujetos; que era apta para la acción, pero no para
la reflexión (capaz de lo más heroico aunque también de lo más criminal); que era
fácilmente sugestionable (se le convence por la emoción, no por los razonamientos); que
era conservadora, primitiva e impulsiva (rechaza argumentos en bloque); que se dejaba
arrastrar por hombres de acción; y, finalmente, que era más «femenina» que los

208
individuos (por supuesto, en el sentido en que se usaba en el siglo XIX de influenciable,
incapaz de dejarse guiar por la sensatez y no por la sensibilidad, etc.).
Hoy en día nadie comparte las teorías de Le Bon y la interpretación que se hace del
comportamiento colectivo se apoya en otros modelos, los cuales, sobre todo en algunos
casos, tienen también en cuenta la emoción y la activación, pero igualmente entienden la
explicación del comportamiento colectivo como fruto de parámetros identitarios, por lo
que se minimiza así el papel de la supuesta irracionalidad de la masa. En un repaso
sucinto, se mencionará tan sólo el rasgo más sobresaliente de cuatro de estas teorías.
La Teoría del contagio sostiene que en la multitud se producen procesos acelerados
de influencia interpersonal. El contagio es la difusión del afecto o de la conducta de un
participante a otro. En la masa se produciría una «reacción circular» (Blumer, 1951),
según la cual la respuesta de cada individuo reproduciría la estimulación procedente de
otro que, al reflejarse en este, reforzaría la estimulación primera.
La Teoría de la despersonalización de Zimbardo (1969) afirma que en la masa se
producen, sobre todo, fenómenos de despersonalización, entendiendo esta como un
estado subjetivo en que el individuo ve disminuida su preocupación por la evaluación
social. A este estado se llegaría por las condiciones que proporciona la multitud:
anonimato, difusión de la responsabilidad, retroalimentación no cognitiva, etc., todo lo
cual redunda en el debilitamiento de los controles sociales basados en sentimientos de
culpa o miedo, que, a su vez, favorece las acciones desinhibidas.
La Teoría de la norma emergente (Turner y Killian, 1972) sostiene que la conducta
de una multitud no es irracional o asocial, sino que está regulada por unas normas que
surgen de la propia acción de la multitud (es decir, no es institucionalizada, sino propia
de cada multitud). Por tanto, aunque no siga unas reglas convencionales, sí se basa en
una normativa adecuada para su propia situación. Además, aunque las primeras normas
que elabora la masa son más novedosas, las siguientes son únicamente modificaciones o
transformaciones de las normas preestablecidas.
Por último, si se aplica la Teoría de la identidad social (Reicher, 1982) al
comportamiento en muchedumbres, la conducta de la multitud se explica como una
manifestación de deseos colectivos que, gracias a la masa, se ven, en un momento dado,
como posibles y legítimos. Por tanto, una vez identificados los sujetos de la multitud
aprecian que juntos pueden conseguir cosas que aisladamente resultarían imposibles.
Esto, por supuesto, hace que los sujetos no se identifiquen con cualquier multitud, sino
con multitudes particulares.
Por tanto, si se quiere tratar de explicar por qué la muerte del papa Juan Pablo II
produjo tal movimiento colectivo y, se tienen en cuenta las aportaciones de las distintas
teorías, habría que advertir, por un lado, la posible estimulación mutua que entre todos
los asistentes se producía (magnificado por los medios de comunicación del mundo
entero). Esto explicaría que el hondo sentimiento espiritual que invadió a todos esos días
partía del reflejo mutuo de ese mismo sentimiento, estimulado una y otra vez entre todos

209
los participantes. Este fervor facilitaría (pues está conectado con sentimientos religiosos)
el sacrificio y esfuerzo de todo el colectivo por mostrarse paciente y aguantar tanto
tiempo para formar parte del acontecimiento. Pero, además, hay que añadir que el
desconcierto de los comentaristas provendría del hecho de querer comprender con reglas
previas y convencionales un fenómeno de masas que, según la teoría de la norma
emergente, necesariamente iba a producir sus propias reglas. De acuerdo a la lógica
interna de la situación, los participantes actuaban cabalmente y nunca fueron —como
podría tacharse desde fuera— sujetos irracionales. La incomprensión desde fuera se
torna en lógica inevitable desde dentro de la masa. Por último, otra explicación entronca
con la teoría de la identidad social. De acuerdo con ella, la multitud sirvió para que los
sujetos, cuya expresión individual sólo podía tener un eco muy limitado, pudiesen
demostrar la enorme emoción que sentía por un suceso (la muerte de Juan Pablo II) tan
trascendente para ellos. Es decir, las personas identificadas con el hecho entendieron que
la expresión de la intensidad se lograría por medio de la cantidad.

Nacimiento, vida, muerte y… ¿resurrección?

Si se utiliza la analogía del ciclo vital de una persona con un grupo cabría hablar de unas
fases que se denominarían: nacimiento (o creación) del grupo, desarrollo, y muerte (o
desmembración). Tal analogía, en realidad, no puede aplicarse directamente a un grupo,
pues supondría asumir que los grupos son seres vivos en un sentido literal; sin embargo,
resulta útil para entender los procesos que acontecen en su seno.
Muchos autores han tratado de categorizar las fases por las que pasan los grupos y
se han encontrado semejanzas en los procesos de agrupaciones muy distintas entre sí, por
eso resulta posible predecir que casi todos los grupos pasarán por ellas. Por supuesto,
cada uno de los estadíos por los que transcurre esta vida de una colectividad no tiene
preestablecido un periodo de tiempo fijo y, al contrario que en la vida de las personas,
son posibles las vueltas atrás o los estancamientos permanentes en una de las fases.
Siguiendo el modelo original de Worchel (1996) cabe hablar de seis estadíos diferentes,
empezando, en este caso, por la muerte del grupo anterior:
1. Período de descontento. Los individuos que acabarán constituyendo el nuevo
grupo forman parte de otro donde experimentan indefensión. Sus necesidades
personales no son atendidas, la tasa de abandono del grupo es alta y la
participación en actividades grupales casi inexistente. No hay oposición a la
estructura de poder del grupo, por lo que los que lo detentan tienen mucho
margen de maniobra.
2. Suceso precipitante. Un acontecimiento favorece la formación del nuevo grupo
y el abandono del antiguo. El suceso, por su claridad y por su carácter

210
distintivo, sirve como símbolo de todo lo negativo asociado al grupo anterior
y separa a quienes le siguen siendo leales de quienes propugnan una ruptura.
3. Identificación con el grupo. Es el inicio del grupo recién formado. Se
establecen fuertes barreras con otros grupos. Se fomenta la conformidad a las
normas grupales, se censura cualquier divergencia dentro del nuevo grupo y
se esperan muestras públicas de lealtad; se estimula la competición con
exogrupos y se restringen los contactos con sus integrantes. La pertenencia al
grupo adquiere un gran peso en la identidad del individuo.
4. Productividad grupal. Los objetivos grupales pasan a primer plano. Comienzan
a surgir diferencias entre los miembros del grupo debidas a sus capacidades
para ejecutar las tareas necesarias para conseguir los objetivos. El grupo se
muestra solidario y generoso con todos sus miembros. Se admite cooperación
con otros grupos si esto ayuda a la consecución de los objetivos.
5. Individualización. Toma preeminencia la consecución de los objetivos
individuales. Crece el deseo de reconocimiento personal, aunque aún no
destruye el grupo. Comienzan a aparecer subgrupos y se elaboran nuevas
normas de reparto, que ahora enfatizan la equidad: a cada cual según su
contribución. Se busca el contacto y la cooperación con los exogrupos.
6. Declive grupal. Aparecen dudas sobre el valor del grupo, hay desconfianza
entre miembros y luchas entre subgrupos. Ya no se teme el rechazo del grupo,
porque este ha dejado de ser importante para el autoconcepto. Los miembros
del grupo con más habilidades apreciadas por otros grupos comienzan a
desertar. Los exogrupos rivales tratan de sacar beneficio de la debilidad del
grupo.
La desaparición final del grupo depende de una serie compleja de factores, tanto
individuales como grupales. En distintas formas puede pervivir durante mucho tiempo, si
los miembros hacen un esfuerzo notable por mantenerlo activo. También se dan a veces
intentos de «resurrección» de grupos desaparecidos, aunque, normalmente, tales
ejercicios resultan infructuosos pues el renacimiento de un grupo idealizado suele verse
abocado al fracaso. Es una consecuencia esperable ya que el complejo interjuego de
variables de todos los componentes hace imposible el que se reproduzcan con exactitud
las condiciones iniciales.
Los estadíos descritos anteriormente recogen la vida del grupo en sí, como lo
podría ver un observador externo; pero si se dirige la mirada hacia las vivencias o
sentimientos que van experimentando los componentes del grupo, los procesos
psicológicos que experimentan, las fases resultan muy distintas. Desde este punto de
vista, es obligado rescatar, al menos, el trabajo de Bennis y Shepard (1956), los cuales
propusieron una subdivisión que ha acabado por convertirse en la más clásica de todas,
al menos para los procesos que se dan en el T-Group. Para estos autores, existen dos

211
grandes fases que se subdividen, a su vez, en tres subfases. La primera se denomina
etapa de dependencia y en ella se dirimen los problemas de poder (autoridad de unos,
dependencia de otros miembros); la segunda es la fase de interdependencia y, a lo largo
de ella, se ventilan cuestiones de intimidad y afecto. Esta aportación tiene en cuenta
conceptos psicoanalíticos, aunque es básicamente interaccional y resulta particularmente
interesante porque agrupa todo el variado conjunto de vivencias que conlleva la
pertenencia a un grupo en dos dimensiones fundamentales (poder y amor), además de
establecer una ordenación entre ellas.

Uno para todos y todos para uno

Pertenecer a un grupo tiene unos efectos característicos sobre el rendimiento. Sentirse


identificado con la labor de un colectivo propicia el sacrificio en aras a la productividad.
No obstante, también es posible que se rinda menos precisamente por la misma razón.
Resultados sorprendentes —para bien o para mal— en los equipos deportivos son
muestras características de lo que se acaba de afirmar.
El rendimiento de los grupos está en función de una serie de variables
(interacciones entre miembros, tipo y calidad de la comunicación, estrategias para la
resolución de conflictos, forma de tomar las decisiones, estilos de liderazgo, relaciones
de poder, procesos de influencia, etc.). Todas ellas, al final, posibilitan una mayor o
menor coordinación y esta es la clave del rendimiento. Un grupo puede producir mucho
más que un solo individuo, pero para ello, hay que ayudarse (coordinarse) y no
estorbarse. Pero, aparte de estos factores, si se desea juzgar la productividad final, no
pueden olvidarse los aspectos emocionales y, en particular, la cohesión; esto es, el grado
en que los miembros se sienten unidos entre sí. Por tanto, la productividad del grupo será
función de su potencial (de acuerdo a lo que puedan hacer los miembros), de su
motivación (que sumará o restará a ese potencial) y de su coordinación (que también
sumará o restará) (Wilke y Meertens, 1994).
El rendimiento no es tampoco independiente del tipo de tarea. De acuerdo con la
práctica distinción de Steiner (1972) puede hablarse de tareas aditivas, disyuntivas y
conjuntivas. En las tareas aditivas es cierto que cuantos más sujetos intervengan más
productividad se conseguirá. Por ejemplo, si hay que limpiar un vertido petrolífero en
una playa, se avanzará mucho más rápido cuantos más sujetos compongan el grupo. En
cambio, en las tareas disyuntivas existe un «techo de sujetos» a partir del cual la
inclusión de nuevos miembros aporta muy poco o nada. Por ejemplo, si se juega al
Trivial es muy probable que, a partir de cierto número de miembros del grupo, se
encuentre siempre uno que sepa la respuesta, por lo que añadir más personas no
favorecerá en nada al equipo. Por último, en las tareas conjuntivas, el éxito está en
función de que todos realicen su parte, por tanto el rendimiento está en función del

212
miembro menos competente. Por ejemplo, si en una contrarreloj por equipos se otorga
un tiempo medio a todo el equipo, entonces si se añaden más corredores es más probable
que alguno tenga problemas y retrase la media del grupo.
Cuando uno o varios de los miembros creen que el resto del grupo no va a poder
identificar y valorar su contribución a la tarea es posible que tomen una actitud muy
pasiva y no trabajen como debieran. Este fenómeno se ha denominado holgazanería
social (Baron, Kerr y Miller, 1992). Desde luego, según aumenta el tamaño de los
grupos es evidente que la distribución de la participación se va desequilibrando.
Cualquier persona que ha intervenido en una tarea donde se juntaban muchos brazos, ha
podido verse inclinada a llevar menos peso, a empujar con menos ímpetu, o a caminar
más despacio si su labor no era distinguible. Pero, aunque no se produzca esa valoración
(y el sujeto que pertenece a un grupo lo sepa), es posible que no aparezca la holgazanería
social cuando se dan una serie de circunstancias: si la tarea es atractiva, si se piensa que
sin la propia contribución realmente la tarea no se puede acabar, si se cree que los demás
están poniendo todo de su parte, si se aplican recompensas colectivas, si hay
previamente un compromiso con el grupo, si hay mucha amistad entre los miembros y
lealtad, etc.
Otro aspecto importante para el rendimiento de los grupos guarda relación con su
homogeneidad. En términos generales, puede afirmarse que el rendimiento aumentará
cuando los sujetos que forman el grupo posean aptitudes distintas o sus perfiles de
personalidad difieran, pero no tanto como para poner en peligro la comunicación; y, por
último, cuando haya buena tolerancia hacia distintas actitudes o sensibilidades que pueda
haber en el grupo.

Latin Kings vs. Ñetas


¡Qué cojones! Ninguno es legal. Son una panda de putos gorrones. Acuérdate de lo que dice Cam: no
los conocemos y no queremos conocerlos. Son el puto enemigo.

Para terminar este capítulo se va a hacer una referencia, aunque sea de forma breve, al
tema de los conflictos entre grupos. La frase que encabeza este apartado está sacada de la
película American History X; la pronuncia uno de los protagonistas, adoctrinado en una
banda neo-nazi por un personaje siniestro que se sirve de jóvenes frustrados para
satisfacer sus necesidades de poder y control. Pero ¿cómo puede llegar a reflejarse un
odio tan acérrimo hacia otro grupo? ¿Qué mecanismos producen la hostilidad grupal?
¿El mero hecho de establecer grupos necesariamente favorece los conflictos?
Para responder a estas preguntas, Muzafer y Carolyn Sherif llevaron a cabo una
serie de investigaciones, ya clásicas, sobre los conflictos intergrupales (Sherif y Sherif,
1953; Sherif, 1966). En estos trabajos de campo, se dividió a varios chicos jóvenes (de
11 y 12 años) en dos grupos que, más tarde, comenzaron a practicar juegos competitivos.

213
Al analizar los datos, los Sherif llegaron a la conclusión de que la formación de dos
grupos con metas en conflicto provocaba un incremento de la hostilidad que ya no se
relajaba ni cuando ambos grupos participaban en tareas gratas y no competitivas, como
ver una película. Los experimentadores sólo resolvieron el conflicto cuando ambos
grupos trabajaron juntos en metas supra-ordenadas (es decir, cuando no tenían más
remedio que cooperar para satisfacer un objetivo común y que los dos grupos no tenían
que disputarse).
Revisiones posteriores de estos trabajos (Tajfel, 1978) —que se encuadran dentro
del modelo de la Teoría de la Identidad Social—, han puesto de relieve que la mera
categorización (la simple mención a que existen dos grupos) ya estimula cierta
hostilidad, y es eso lo que provocaba que los miembros de los grupos entrasen en juegos
de competición. Incluso aunque la estructura del grupo sea muy débil y el pertenecer a
un grupo u otro se deba a una razón trivial (es lo que se denomina paradigma del grupo
mínimo), la división fomenta el favoritismo endogrupal y el prejuicio exogrupal.
Si la competición de dos grupos por metas incompatibles no es el factor básico para
el explicar el conflicto y los prejuicios entre grupos, pues lo crucial es la categorización,
entonces el apelar a metas supra-ordenadas no necesariamente será fundamental para
resolver la hostilidad; o, mejor, aunque la aminore no se deberá exactamente a esa
cooperación. De acuerdo con la teoría de la categorización, para superar la hostilidad es
necesario apelar a la desactivación o, al menos, atenuación de la categorización anterior.
De hecho, la categorización del Yo se produce siempre en distintos niveles (Turner et al.,
1989) que, de más abajo a más arriba son: (1) identidad personal; (2) identidad social o
como miembro del grupo social; (3) identidad como ser humano, en el nivel supra-
ordenado. En consecuencia, si se hace conscientes a los sujetos en conflicto de que todos
forman parten de esas categorías superiores, es más probable que estén dispuestos a no
entrar en conflictos. Por tanto, si la cooperación lleva a afianzar lo que se tiene en
común, favorecerá la desaparición de la enemistad. En otras palabras, si miembros de los
Latin Kings y de los Ñetas advierten que forman parte del mismo colectivo y que las
diferencias entre ellos son menores considerando todo lo demás (la categoría supra-
ordenada que los identifica a todos) entonces será más fácil que no vean al otro como un
grupo rival y no se descalifiquen entre sí. En cambio, en tanto en cuanto se insista en las
diferencias y se ponga la mira en ellas, más probable será que el conflicto se mantenga y
acentúe.
Un último apunte merece el problema de la confrontación dentro de un mismo
grupo. En general, los comportamientos antinormativos dentro del seno de un grupo muy
cohesionado son vividos con gran desagrado por los miembros —es el fenómeno
conocido como oveja negra—, y los consideran una traición particularmente lacerante,
incluso más dolorosa que si la misma acción es ejecutada por un miembro de otro grupo.
Este resultado tiene su razón de ser porque los comportamientos de los miembros del
propio grupo afectan a la imagen de todo el colectivo y a la identidad positiva que otorga
a los que se incluyen en él.

214
11
PSICOLOGÍA AMBIENTAL

¿Puede ser el ruido culpable directo de la enajenación de una persona? ¿Y si esta persona
acaba con la vida de un vecino, es el ruido un eximente de su homicidio? Estas preguntas
no son especulaciones en el vacío. Por desgracia, un juez tuvo que planteárselas: en
febrero de 2001, en la localidad de El Vendrell, Miguel Ángel Martínez Baena acabó con
la vida de un vecino que, por sus alborotos a altas horas de la noche, imposibilitaba su
descanso.
El vecino que mató el ruido a tiro limpio

Un hombre asesina en El Vendrell al inquilino del piso de arriba porque no le dejaba dormir.
El agresor se entregó horas después.

«El ruido le mató». Antonio, un vecino, resumía lacónicamente la causa del tiroteo que se
produjo en la madrugada de ayer en el número 8 de la calle de Garbí, en El Vendrell, y que
acabó con la vida de Jorge Alberto Martirena, de 30 años, de origen argentino y con pasaporte
italiano. Dos de sus amigos quedaron heridos y su compañera resultó ilesa. El presunto autor
del crimen, Miguel Ángel Martínez Baena, de 31 años, se entregó casi 19 horas después: a las
18.55 horas de ayer entró, acompañado por sus padres, en el cuartel de la Guardia Civil de El
Vendrell.

Miguel Ángel vivía en el primer piso, y sus víctimas, en el de encima. Se levantaba muy
temprano para ir a trabajar y en numerosas ocasiones les había reprochado que ponían la
música demasiado alta y no le dejaban dormir. «Ellos solían llegar tarde por la noche,
armaban jaleo y eso le desquiciaba», dijo un vecino.

Reyerta previa en la calle


El miércoles por la tarde se peleó en la calle con Jorge Alberto, que sacó una navaja y le hizo
un corte en una ceja. Fuera de sí, entró en un establecimiento de jardinería, se hizo con una
horca metálica e intentó continuar la reyerta, pero clientes y empleados lo frenaron. «Gritaba
que quería matar a alguien», explicó Josep Vives, dueño de la tienda.

Con Jorge Alberto iban Diana Dori D. L., Óscar I. N. y Juan D. V. a las 0.30 horas cuando
volvía a casa después de cenar. Abrieron la puerta del ascensor y no pudieron reaccionar. Les
esperaba Miguel Ángel, que disparó dos tiros con su escopeta de caza. Jorge Alberto cayó
fulminado, Oscar se desplomó herido grave en un pulmón y Juan sufrió lesiones leves en la
cabeza.

215
«Hoy tenían que abandonar el piso, y eso que eran buenos pagadores, pero los vecinos los
habían denunciado por las molestias que causaban», afirmó abatida Ana Lamas, que el 15 de
septiembre pasado les alquiló la vivienda. Miguel Ángel llevaba muchos años en la
urbanización. Solitario, no se le conocían amigos. Nadie le creía violento. Huraño, sí. «A
veces te saludaba, pero otras iba con la cabeza gacha y no decía nada», recordaba Dolores
Abril, otra vecina.

(El Periódico. Barcelona, 16/02/2001)

Este desgraciado incidente sirve para ilustrar una de las temáticas estudiadas por la
Psicología Ambiental: la influencia de un estresor ambiental (el ruido) en el
comportamiento de las personas. Todo el mundo sabe que determinados estímulos o
situaciones del entorno afectan decididamente a las sensaciones, pensamientos y
acciones. No obstante, en el caso del joven asesino de El Vendrell, es seguro que —
como habitualmente pasa en la Psicología Social— lo importante fuera la interacción
entre una situación estimular específica (sin duda muy estresante, como es el ruido
repetido), una determinada forma de ser (una personalidad peculiar, muy huraña e
introvertida) y unas circunstancias previas desencadenantes (como la reyerta del día
anterior). Para poder determinar el grado de culpabilidad de Miguel Ángel es importante
saber hasta qué punto el ruido que afecta al descanso ha producido alteraciones en otras
personas —especialmente, reacciones violentas—. Conocer, por tanto, qué ha
demostrado la investigación hasta la fecha se convierte en algo fundamental, y no sólo
para establecer eximentes o, al menos, atenuantes de este caso, sino, sobre todo, para que
se tomen unas medidas decididas encaminadas a salvaguardar a los ciudadanos del ruido
si se demuestra que es un agente potencialmente peligroso para desarrollar conductas
desadaptativas. Los trabajos de Psicología Ambiental resultan, en consecuencia, claves
para poder explicar estas reacciones y analizarlas con la necesaria profundidad.

Qué es la Psicología Ambiental

Dada su juventud y su aún limitado desarrollo, resulta difícil ofrecer una definición
precisa de la Psicología Ambiental. No obstante, las delimitaciones que se han planteado
tienen en común resaltar que la Psicología Ambiental estudia las relaciones entre la
conducta humana y el ambiente físico que la rodea. Pero es muy importante matizar algo
sobre estas relaciones: por un lado, debe subrayarse que lo importante radica en la
«experiencia de la persona» (por tanto, en aspectos intrapersonales), por otro que se dan
en «interrelación» (es decir, con influencias recíprocas o bidireccionalidad entre el
ambiente y las personas: el ambiente influirá en la persona pero también la persona en al
ambiente); por último que ese ambiente, más que físico, es «sociofísico» (o sea,
construido socialmente; esto es, lo importante, por ejemplo, no son los decibelios, sino
qué representa ese sonido en ese momento, cuál es su significado social).

216
Al respecto de esta matización es interesante recordar ahora un trabajo ya clásico y
cuyos sorprendentes resultados han influido tanto en la Psicología Ambiental como en la
de Empresa. Roethlisberger y Dickson (1939), con el propósito de establecer la relación
entre la calidad y cantidad de iluminación y la eficacia en el trabajo mecánico, fueron
cambiando las condiciones de iluminación en la Hawthorne Plant de la Western Electric
Company en Cicero, Illinois. Al principio aumentaron la luminosidad de varios
departamentos, lo que se tradujo en un aumento de la producción general; sin embargo,
en uno de los departamentos establecieron distintos niveles de iluminación, pero en
todos los casos siguió aumentando la producción; por último disminuyeron la luz
disponible de forma ostensible, lo que lógicamente volvía más difícil la tarea de los
operarios. No obstante, también en este caso la productividad siguió aumentando. Este
resultado paradójico se conoce como «efecto Hawthorne» y se explica porque las
intenciones que los trabajadores aprecian en sus jefes —el interés que muestran por ellos
y sus condiciones laborales— es un factor mucho más importante que las condiciones
mismas. Por otro lado, es posible que el mero hecho de cambiar algún aspecto del medio
predisponga favorablemente a trabajar.
No obstante este resultado, la Psicología Ambiental ha ido demostrando que,
eliminados determinados efectos, las circunstancias ambientales resultan cruciales para
el comportamiento de las personas y su rendimiento, y ha acabado por desarrollarse de
una manera extraordinariamente fructífera como campo de actuación. De hecho,
resultará esclarecedor presentar cuáles son las áreas sobre las que hoy en día giran los
trabajos de la Psicología Ambiental: (1) La preocupación por el medio ambiente del
planeta: destrucción de entornos naturales, agotamiento de recursos, contaminación
ambiental, ecología, desastres medio ambientales, etc.; (2) Los efectos sobre el ser
humano de los entornos donde vive o desarrolla su actividad: espacios residenciales,
entornos laborales, entornos de ocio, entornos de aprendizaje, etc.; (3) La vida en los
entornos urbanos frente a la vida en los entornos rurales; (4) Los elementos específicos
del entorno: la luz, el hacinamiento, el ruido, la polución, los atascos de tráfico, la
densidad de la población, el efecto de los colores, la estética de los elementos físicos,
etc.; (5) El efecto de los parajes naturales, los entornos naturales donde apenas ha
intervenido el hombre o hay poco impacto humano; (6) La influencia del clima y del
tiempo atmosférico; (7) El espacio personal: el tema de las distancias personales, la
intimidad, las redes de comunicación, la vinculación grupal y el entorno físico, la
territorialidad, etc.

Usted está aquí

En 1960 el texto de Kevin Lynch La imagen de la ciudad despertó el interés de los


investigadores ambientales y estimuló una serie de trabajos centrados en el conocimiento

217
que el sujeto posee sobre los espacios concretos y cotidianos donde desarrolla su
actividad, como su casa, su barrio, su ciudad, etc. En general, estos estudios adoptaban
una perspectiva «ecológica»; esto es, examinaban la interacción del individuo con su
entorno específico real. En el mundo concreto, a diferencia de los experimentos sobre
espacios abstractos, el observador es una parte interactiva del ambiente y no un mero
observador pasivo del objeto de estímulo. A Lynch le interesaba averiguar si las
personas, al elaborar sus propias imágenes de las ciudades en que viven, y que les sirven
para desenvolverse en ellas, emplean elementos fijos que puedan servir como unidades
de análisis. Para ello usó un sencillo método de entrevistas («descríbame el camino que
recorre para ir cada día a su trabajo»), y de preguntas en la calle («¿por dónde se va a tal
sitio?»), que luego codificó en sus elementos esenciales. Aunque el estudio de Lynch es
ya antiguo, ha sido confirmado en sus líneas esenciales por diversos autores.
El área de la Psicología Ambiental que se dedica a estudiar estos modelos de
ambientes físicos reales se denomina cognición ambiental. Las representaciones del
entorno del sujeto de su espacio físico se conciben como mapas cognitivos (un esquema
de orientación que acepta información y dirige la acción, y tiene como función facilitar
la localización y el movimiento dentro del espacio físico). Para acceder a los mapas
cognitivos la estrategia más utilizada es el dibujo de un plano. Sin embargo, esta
metodología puede resultar inadecuada cuando se trabaja con niños (dadas sus limitadas
destrezas gráficas), por eso a veces se usan maquetas que el sujeto manipula.
La idea de los mapas cognitivos parte en origen de los trabajos de Tolman (1948), y
su brillante estudio sobre ratas en laberintos. Tolman llegó a defender que, al aprender el
recorrido de un laberinto, la rata no adquiere exactamente una serie de movimientos,
sino una especie de «carta de navegación» o «mapa cognitivo». Es decir, aprende cómo
son las relaciones espaciales entre las diferentes partes del laberinto y el objetivo que
alcanzar. Este «mapa» provocará y seleccionará las respuestas adecuadas a cada
situación, según vayan surgiendo. Son famosos los experimentos en los que una rata
aprende a recorrer un laberinto, y acto seguido es obligada a nadarlo porque se ha
inundado de agua. La rata nada y llega a su objetivo sin dudar, aunque sus respuestas
motoras son distintas a las que realizaba al correr. Según la hipótesis de Tolman, es la
elaboración mental de un mapa cognitivo lo que explica estos resultados.
El concepto de mapa cognitivo se ha usado en Psicología Ambiental para analizar
la interacción del individuo con algunos aspectos del entorno ambiental, en especial para
analizar las relaciones del sujeto con su territorio. Los estudios desarrollados hasta la
fecha han evidenciado que, para elaborar estos mapas, las personas se sirven de una serie
de elementos que los vuelven inteligibles. Estos elementos son:
a. Las rutas: Parece ser que el mapa urbano está hecho ante todo de una especie de
canales de movimiento por los que el sujeto suele moverse. Se les llama rutas
porque no son necesariamente calles, sino líneas de metro, recorridos de
autobús, un pasaje a través de un parque, o sencillamente calles que forman
rutas en la ciudad. Son, con mucho, el elemento predominante de cualquier

218
mapa urbano personal.
b. Los límites: Son también elementos lineales del mapa urbano pero en este caso
se caracterizan por ser una especie de fronteras entre distintas partes del
espacio físico. Puede ser un límite la orilla de un río, una calle especialmente
ancha, la verja de un gran parque, etc. Como en realidad algo se define como
límite desde el punto de vista del observador, el mismo elemento puede ser
una ruta para un sujeto, y un límite para otro. Por ejemplo, la M-30 de Madrid
(o, actualmente, Calle 30) es una ruta para el conductor que a diario la recorre,
pero es un límite de su barrio para el peatón que rara vez la cruza.
c. Los distritos: Son porciones de tamaño mediano, o quizá incluso grande, de la
ciudad que exhiben unas cualidades comunes y caracterizadoras. Como se ve,
son realidades bidimensionales, o que se representan como tales en el mapa
cognitivo urbano. Pueden estar delineados por «límites» claros, o
sencillamente por una característica común. Ejemplo del primer caso sería
quizá el Trastevere romano, que hace alusión al límite del río Tíber. Del
segundo sería el entorno de El Viso en Madrid, por poner un ejemplo más
cercano. Hay que tener en cuenta que el concepto de distrito que se está
usando no es exactamente sinónimo de lo que comúnmente se llama barrio,
pues este tiene un significado más restrictivo.
d. Los nodos: Los «nodos» (o «nudos») son aquellas conexiones o puntos de
intersección estratégicos que dan lugar a concentraciones personales
características. En este sentido se puede decir que un lugar donde confluye el
tráfico o la gente es un nodo (la Puerta del Sol, la Plaza de Castilla en
Madrid), pero también que lo es un centro comercial especialmente visitado, o
una ciudad entera respecto a un país, si es casi inevitable pasar por ella para
realizar cualquier tipo de trasbordo en el trasporte.
e. Los puntos de referencia (o hitos): Son elementos de importancia, externos al
observador, que le sirven de referencia. Frecuentemente son edificios de
especial tamaño, pero también pueden ser otros elementos más pequeños, pero
de importancia emocional grande. El Arco de Triunfo es ciertamente un punto
de referencia en París, como lo es la Cibeles en Madrid, la Puerta de Alcalá o
la Plaza de Toros de Las Ventas.
Estos cinco elementos constitutivos de los mapas cognitivos urbanos, son —en
opinión de Lynch— de suma importancia en el análisis de cualquier entorno ciudadano.
Una primera utilidad de su consideración debería ser la asesoría al urbanista, arquitecto o
planificador urbano. Tradicionalmente se ha afirmado que una ciudad debería tener una
adecuada legibilidad o inteligibilidad. Y lo que permite que un entorno sea legible es que
cuente con unos elementos (hitos o puntos de referencia) especialmente claros.
Seguramente sea la falta de ellos lo que ha hecho de un entorno urbano de diseño como

219
Brasilia una ciudad considerada imposible para comprender o vivir agradablemente.
Varios estudios con ciudades y sus edificios han demostrado que para el reconocimiento
ayudan estos tres factores: a) la distintividad de la forma (por eso, seguramente, la Plaza
de Toros identifica bien una zona); b) la visibilidad; y c) el uso y significación simbólica
(por ejemplo, el Empire State Bulding de Nueva York, el Big Ben de Londres, el Coliseo
de Roma).

¿Las mujeres no entienden los mapas y los hombres no


encuentran la mantequilla en el frigorífico?

Distintos trabajos se han parado a analizar cuál es el papel de distintas variables en el


desarrollo de los mapas cognitivos. A continuación van a exponerse algunas de ellas que
la investigación ha resaltado como más influyentes a la hora de explicar las diferencias
entre los mapas de los sujetos.
a. La primera de ellas es la familiaridad con el entorno. La familiaridad no se
relaciona únicamente con períodos de tiempo, pues lo fundamental es el grado
de experiencia, es decir, la actividad que desarrolla cada uno dentro de un
mismo entorno. Si alguien vive en una ciudad durante años pero
prácticamente no recorre más que una ruta elemental nunca adquirirá esa
familiaridad y su mapa será siempre básico. Por tanto, para predecir la
representación de una persona se debe conocer tanto su etapa de desarrollo
como su «rango de actividad»; esto es, el área espacial que recorre
habitualmente y la frecuencia con que lo hace.
b. Otra variable importante es la urbanidad o ruralidad. Las diferencias que se
observan entre un medio urbano y un medio rural se explican también por el
distinto nivel de actividad que se observa en cada uno. Los niños de zonas
rurales tempranamente se mueven por espacios mucho más amplios que los
niños urbanos, por eso construyen con más facilidad su representación
espacial. Además, los medios rurales suelen seguir pautas de crecimiento más
«naturales» (los mojones o hitos pueden ser el río, la montaña, el castillo,
etc.), lo que vuelve sus representaciones más fáciles que las de los barrios
urbanos.
c. La variable sexo también es importante. Las diferencias sexuales observadas en
algunos trabajos parecen depender también de la actividad espacial. Allí
donde las pautas educativas son distintas para niños y niñas, aparecen
diferencias entre los sexos. También es posible que haya factores genéticos;
por ejemplo, los sujetos con cromosomas XXY (Síndrome de Klinefelter), X0
(Síndrome de Turner), o XXX (cromosomas X adicionales) tienen más

220
problemas de orientación sin que, en algún caso, se deban al retraso
intelectual o sean achacables al mismo las desorientaciones (Plomin, DeFries
y McClearn, 1988). Naturalmente, las diferencias entre hombres y mujeres
normales son mucho más achacables a la educación y a la experiencia
personal que a otros factores, a pesar de la recurrencia de ciertos tópicos
(como la frase que encabezaba este apartado). Y si las diferencias sexuales se
deben a la educación, se deduce que las normas de los padres con respecto a
la actividad espacial de los hijos desempeñan un papel fundamental. Por eso
hay diferencias entre medio rural y urbano, y, probablemente, entre clases
sociales.
d. Finalmente, otra variable es la vinculación emocional que se establece con los
lugares. Los trabajos de Gould y White (1971) muestran que, a partir de los
nueve años (y fundamentalmente en sujetos adultos), se encuentran pautas
comunes con respecto a los sentimientos. Existen sitios que gustan a los niños,
otros les dan miedo, otros les excitan, etc. Los sentimientos hacia el entorno
evolucionan con la edad y varían según el medio en el que se desenvuelvan
los sujetos, y esto influye en su mapa cognitivo. Como puede comprobarse, de
nuevo un proceso cognitivo puede ser mediatizado por factores emocionales.

Mi burbuja

Además de los espacios amplios como los estudiados por la cognición social, la
Psicología Ambiental también se ha interesado tradicionalmente por la influencia de
«las distancias cortas». E. T. Hall (1959) en su influyente libro The salient language,
se detuvo a analizar cómo afectaba al comportamiento y a las emociones la distancia a
la que las personas se sitúan entre sí; es decir, la «distancia social». Hall acuñó el
término proxémica para designar la disciplina que estudia tal influencia. El mismo
autor, en un texto posterior (The hidden dimension, 1966) incorporó el concepto de
«espacio personal», sobre el que en seguida se expondrán algunas cuestiones. Para
Hall el espacio es un medio de comunicación (no verbal), y en él cabe diferenciar
cuatro niveles de distancia social, cada uno de los cuales tendría su «fase cercana» y
su «fase lejana». En la Tabla 11.1. se reproducen las distancias sociales a las que Hall
se refería.

TABLA 11.1
NIVELES EN LAS DISTANCIAS SOCIALES

221
222
A continuación se incluye la figura (11.1.) que forma el «espacio personal», esto es
la «burbuja» que se expande justo alrededor de cada uno y que, si es traspasada, provoca
la sensación de invasión. Obsérvese que no es circular, sino más estrecha por los lados y
por la espalda. Esto significa que se tolera menos distancia con una persona desconocida
(y, en ocasiones, también conocida) de frente, pero se puede estar más cerca de ella si la
posición es «codo con codo».

FIGURA 11.1
LA FORMA DEL ESPACIO PERSONAL

223
Una de las intuiciones más importantes de Hall radica en la aplicación que hace de
su análisis del espacio social a la caracterización de diferentes culturas. En efecto: las
principales manifestaciones de las diferentes distancias son aprendidas; y, por tanto,
pueden configurar formas comunes de relación. Ello le permite, por ejemplo, hablar de
culturas «de proximidad» —las del Medio Oriente, del Mediterráneo, las latinas— y
culturas «de lejanía», que encontrarán más cómodas distancias mayores —las del norte
europeo o las anglosajonas—. En su revisión Altman (1977) analizó más de cien
estudios que han trabajado experimentalmente el tema de las distancias sociales. De su
trabajo resulta interesante descubrir, por ejemplo, que en Estados Unidos solamente el
10% de las conductas sociales que desarrolla la persona normal en la vida diaria tienen
lugar en la fase íntima. Por otro lado, Altman y Chemers (1980) encontraron que existe
una tendencia a establecer distancias mayores con personas que exhiben algún defecto
físico y con personas a las que se atribuye algún estigma social.
Existen, por supuesto, otros factores que influyen en las distancias personales: el
sexo (los hombres parecen necesitar más que las mujeres), el tema del que se habla, el
estatus socioeconómico (a mayor nivel mayor distancia), las características de la
personalidad (por ejemplo, las personas agresivas necesitan más espacio), la edad (los
niños necesitan menos espacio que los adultos), las características del invasor (si está
sucio, si es atractivo), etc.
Los espacios personales cumplen tres funciones primarias: (1) la autoprotección
(controlar agresiones y reducir el estrés); (2) la comunicación y regulación de la
intimidad (explicar al otro el tipo de interacción que se desea); y (3) la atracción
interpersonal (con el espacio personal se explicitan los sentimientos de amistad,
atracción física, aversión, afinidad, etc.).

224
En privado

La intimidad o privacidad es una necesidad importante en el ser humano. Aunque existen


muchas definiciones, podría afirmarse que en sus aspectos básicos la intimidad es la
capacidad de la persona (o grupo de personas) de regular o controlar selectivamente la
cantidad e intensidad de contactos o interacciones sociales en un contexto
socioambiental determinado, así como el flujo de información que se produce en tales
interacciones (Valera y Vidal, 2000).
Para aclarar algo más este concepto conviene detenerse en las siguientes
explicaciones: Westin (1970) anotó que existe una forma máxima de lejanía del medio,
que puede suceder en circunstancias de aparente compañía física, y que denominó
anonimato. Es lo que se da en ocasiones en que, precisamente, hay tal cantidad de
personas en el entorno que permite al individuo «no aparecer». Una segunda forma de
lejanía del medio sería la llamada reserva personal. En estos casos puede darse una
interacción social real, pero con tal grado de automatismo que la implicación psicológica
sea mínima. Los otros miembros del entorno pueden estar guiados de motivaciones
altamente personales, mientras que el sujeto en cuestión se ajusta escuetamente al rol
esperado sin apenas inversión personal (por ejemplo, unos compañeros de clase que sólo
se conocen y cambian frases de conveniencia). La auténtica entrada en la interacción
vendría dada por la forma de cercanía llamada con toda propiedad intimidad, en la que se
permite acceso real a los demás hasta el propio self, hasta la propia autoimagen. Si a
estas tres formas de interacción persona-entorno se añade la de total ausencia de
contacto, la que se llamaría soledad, se obtienen las cuatro formas fundamentales de
relación, que ayudan a comprender mejor el concepto de intimidad: 1. Soledad 2.
Anonimato 3. Reserva personal 4. Intimidad.
Por tanto, el individuo que entra en contacto con su entorno social establece
siempre un grado de intimidad. Podría decirse que regula la intimidad en una actividad
cuasi automática y, aparentemente, funcional. Pero, ¿qué función cumple este «regular la
intimidad»? Es múltiple:
1. Función interpersonal: el individuo tiene que regular su interacción con los
demás y para ello ha de protegerse de la invasión indiscriminada de otros.
2. Función de auto-evaluación: el individuo tiene que establecer aquella lejanía
que le permita una correcta «comparación social», a partir de la cual
autoevaluarse. Se sabe que los «otros» del entorno son una importantísima
fuente de información acerca de uno mismo, pero, en cada caso ha de elegirse
—estableciendo la conveniente lejanía— quiénes son esos otros que harán
sentir su influjo.
3. Función de identidad personal: se ha estudiado cómo el individuo necesita un
descanso emocional de la tensión afectiva que le proporciona la cercanía con

225
otros. Para lograr esa distensión (el abandono de la «máscara social») recurre
a grados más personales de intimidad.
Para Altman (1975, 1977) la intimidad no es simplemente una necesidad personal,
sino que es un proceso resultante del juego mutuo de dos fuerzas opuestas: la necesidad
de abrirse a los otros para salir del autismo, y la necesidad de cerrarse a ellos para
preservar la intimidad. Este proceso se desarrolla en un continuo abrir y cerrar que se ha
llamado «regulación de los propios límites». En realidad, la intimidad no es en sí misma
un objetivo: el objetivo sería la adecuada regulación de límites que hace al individuo más
adaptado al entorno y mejor modificador del mismo. Por ello, para Altman, la intimidad
es un proceso dialéctico.
Para conseguir esa regulación se utilizan varios mecanismos:
1. Se regulan los límites por medio de prácticas culturales (se establece, por
ejemplo, que solamente a muy buenos amigos se les visita sin avisar, y a casi
nadie después de las once de la noche).
2. Se regulan los límites controlando elementos físicos del medio. Apagar el
teléfono, o desconectar el portero automático son buenos ejemplos de tales
elementos físicos.
3. Se despliegan los recursos de la comunicación no verbal como forma de indicar
espontáneamente la posible accesibilidad.
4. Se recurre a la conducta verbal directa.
Como —siempre según Altman— la intimidad es un proceso dialéctico en el cual
se regulan los límites personales conforme al grado de cercanía tolerado o deseado, tiene
que admitirse que existe un nivel óptimo de intimidad. Este nivel óptimo será el fijado
por las fuerzas que llevan a la autorrevelación, compensadas por las fuerzas que llevan a
la reserva personal. Se tiende a lograr un nivel óptimo de intimidad en cada momento de
la vida social, por medio de una continua regulación de los límites personales. Por eso,
incluso un amigo muy íntimo puede no ser bienvenido en una situación en que se está
preparando —ya con muy poco tiempo— un trabajo importante. De que se consiga o no
ese nivel óptimo depende en gran parte el que la interacción social se viva como
satisfactoria o como insatisfactoria: si hay un nivel óptimo el sujeto estará satisfecho; en
cambio si no se alcanza la intimidad deseada se produce un sentimiento de aislamiento
social; y, si hay excesiva, un sentimiento de invasión; ambos extremos insatisfactorios.
Es muy discutible que este modelo se ajuste a otras culturas, ya que hay
poblaciones donde el sentimiento de intimidad es mucho más acusado y otras donde es
dudoso hasta que exista. No obstante, en la sociedad occidental parece bastante
contrastado. Como ejemplo de ello puede citarse el trabajo realizado por Baum, Gatchel,
Aiello y Thompson (1981). Los autores analizaron dos residencias de estudiantes. En
ambas la densidad de habitantes era igual (el número de estudiantes por metro cuadrado

226
era el mismo), pero la distribución era claramente distinta. En un caso se trataba de la
tradicional distribución tipo «pasillo largo con puertas». En el otro de pequeños grupos
de habitaciones tipo «apartamento para seis» en el que se comparte un salón común al
que dan las habitaciones. En todos sus estudios, la residencia «de pasillo» engendraba un
significativo aumento de tensión, carencia de relaciones cercanas entre los alumnos, y
mayores sentimientos de «ser demasiados». Incluso se advirtió que los alumnos en tales
condiciones pasaban a ser más reservados en situaciones de su vida que nada tenían que
ver con la residencia. En cambio, las residencias tipo apartamentos resultaron mucho
más agradables para los estudiantes. La interpretación de los datos obtenidos que hacen
Baum y sus colaboradores va en la línea de que la situación «de pasillo» vuelve más
difícil regular los límites de la propia intimidad, lo que para Altman era el medio de
alcanzar la intimidad óptima. Como consecuencia los sujetos intentan restablecer su
nivel óptimo de la única manera que creen posible: retirándose a una reserva mayor de lo
normal.

Mi territorio

Un poco más allá de la burbuja del espacio personal empieza algo que podría
denominarse «nuestro territorio». Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con el
espacio personal, sentir una invasión del propio territorio no depende estrictamente de
una distancia, sino de las circunstancias en que uno se encuentra: resulta bien distinto el
sentimiento de invasión en un autobús atestado de gente, en una barra de un bar, en una
oficina, en unos aseos públicos, en una biblioteca espaciosa o en el propio hogar. Para
entenderlo, imagínense las emociones que se despiertan en las siguientes situaciones:
una persona que viene a nuestra casa acompañando a un amigo abre el frigorífico y se
dispone a comer algo que le apetece; en un lavabo público grande un hombre elige justo
el urinario contiguo al nuestro aunque todos estaban desocupados; en una cafetería con
muchas mesas libres alguien ocupa la mesa donde estábamos cuando nos levantamos un
momento para pedir algo en la barra, pese a dejar en ella parte de nuestras cosas. Los
sentimientos que se despiertan en todos esos casos tienen mucho que ver con la
sensación de invasión territorial.
Por supuesto, la territorialidad y la intimidad están interconectadas. La
territorialidad puede entenderse como un mecanismo para conseguir la privacidad o
intimidad deseada. Pero si en la intimidad el énfasis recae en el control del acceso a uno
mismo, en la territorialidad es el espacio físico lo afectado.
La invasión territorial se vive de forma distinta según lo público o privado que sea
el espacio en que se produce, por tanto es importante para comprender el tipo de
invasión y los sentimientos asociados a ella el que se distinga entre varias clases de
territorios:

227
a. Los territorios primarios: Aquellos en que el usuario suele ser una persona o un
grupo primario y donde el control es bastante permanente o exclusivo (por
ejemplo, la propia casa, el dormitorio, la oficina, la mesa de trabajo). Son casi
una extensión del self. Suelen delimitarse decorando y poniendo objetos que
expresen identidad, actitudes, valores propios, etc. La identificación con estos
territorios —gracias, precisamente, a otorgarles distintividad con su
decoración— favorece el que sean empleados como medio de identidad.
b. Los territorios secundarios o semipúblicos: Poseen una significación menor
para sus ocupantes y el control es menos permanente o exclusivo, por lo que
se cambia, rota o comparte con extraños (por ejemplo, la silla habitual en el
aula, la mesa habitualmente ocupada en el bar, etc.).
c. Los territorios públicos: Son abiertos a todo el mundo. Todos los usuarios
tienen el mismo derecho a ocuparlos (por ejemplo, las calles, los trasportes
públicos, las playas, los grandes almacenes, etc.). La ocupación viene
determinada por el que «llegó primero». A veces, estos territorios quieren ser
«conquistados» y se excluyen a otros de ellos por motivos ideológicos,
raciales… (por ejemplo, una banda ocupa una calle, un grupo de jóvenes se
hace con una cancha de baloncesto de un parque público).
Todos estos territorios se pueden respetar, o bien: invadir (entrar físicamente en el
territorio para intentar controlarlo), violar (una incursión temporal sin la finalidad directa
del control, que puede ser por ignorancia —por ejemplo, sin darse cuenta un hombre
entra en el baño de mujeres— o deliberada —entrar para robar—). La violación no tiene
que ser siempre efectuada por una persona: por ejemplo, puede llevarse a cabo subiendo
el volumen de la radio. Por último, el territorio también se puede contaminar (ensuciar,
dejar inservible, romper, etc.).
Las reglas relativas al respeto de los territorios suelen poseer un carácter implícito.
Desde niños, por los modelos de actuación que se contemplan, se aprenden estas y
adquieren una influencia muy determinante sobre la conducta. Como demostración de
ello puede citarse la investigación de Milgram y Sabini (1978) que publicaron un trabajo
sobre un curioso experimento de campo que llevaron a cabo en el metro de Nueva York.
Varios estudiantes se comprometieron a pedir amablemente a un pasajero que se
levantase y les cediese su asiento. Esta petición violaba dos de las normas implícitas del
metro: (1) los asientos son de la primera persona que llegue, pues están en territorio
público; y (2) los pasajeros en principio no deben hablarse unos a otros, incluso aunque
tengan que estar muy juntos. Por eso, Milgram creyó que la petición sólo sería atendida
por un 15% de las personas. Sin embargo, resultó que hasta un 60% de los viajeros se
levantó y cedió el asiento. ¿Cómo se explica este resultado ante la violación de las
normas? No por la coerción (la petición era amable y los estudiantes no tenían un
aspecto agresivo). Milgram y su equipo arguyeron que, precisamente, una violación tan
flagrante e injustificada era algo tan chocante que generaba un gran desconcierto en los

228
viajeros por lo que, perplejos, cedían el asiento. Sin embargo, lo más interesante fue lo
que sucedió con los experimentadores: los estudiantes que participaron se sintieron
realmente mal al llevar a cabo su compromiso y, en ningún caso, pidieron el asiento
tantas veces como había quedado establecido. Todos ellos —también el mismo Milgram
— se sintieron bloqueados al hacer la petición y cuando se sentaron en el sitio que les
cedían fingieron estar enfermos. Este hecho manifiesta hasta qué punto la norma
territorial implícita tiene relevancia y es eficaz para regular la vida social en lugares
públicos.

Apretados como ratas

Precisamente, viajar en el metro suele suponer encontrarse muy cerca de otras personas e
incluso sin casi espacio para moverse. Un problema que ha interesado sobremanera a la
Psicología Ambiental es el de las consecuencias para la conducta humana de la
abundancia exagerada de personas. Se denomina a esta situación hacinamiento. De
hecho, en los últimos años los estudios de laboratorio y de campo sobre esta temática se
han multiplicado. Está claro que el hacinamiento, dadas las limitaciones del medio y la
explosión demográfica (y su efecto en las ciudades), es un tema acuciante para los
psicólogos de hoy en día.
Los primeros estudios sobre el hacinamiento se realizaron con animales (por
ejemplo, se aumentaba progresivamente el número de ratones en un determinado espacio
y se estudiaban las reacciones). Estos trabajos mostraron que la superpoblación
desorganiza la conducta de los animales: aumentaron las conductas agresivas, se llegaba
a atacar a la propia progenie y, en algunos casos, se descuidaba la propia supervivencia;
también se alteró la construcción de nidos, apareció el canibalismo, alteraciones de
rituales de apareamiento, homosexualidad, inactividad e hiperactividad, dominancia y un
aumento notable de la mortalidad en las crías y las madres. ¿Son estos resultados
trasladables a los seres humanos?
Hasta no hace mucho se solía confundir hacinamiento con pura y simple densidad
de población (que es lo que se hace con los animales). Sin embargo, el sentido común
dicta que, en el caso de los seres humanos, el mismo número de sujetos por metro
cuadrado puede resultar un verdadero hacinamiento, si se produce en un vagón del
metro, o no, si se trata de una discoteca. Por eso Stokols (1972) distingue entre
«densidad de población», y «experiencia subjetiva de hacinamiento».
Sin embargo, es importante ahondar algo más para tratar de delimitar qué es lo que
constituye la experiencia subjetiva de hacinamiento. Una serie de experimentos
realizados por Freedman (1975) sugieren que la densidad de sujetos en un espacio
insuficiente tiene por de pronto un efecto intensificador del tono afectivo precedente.
Más pasajeros en el vagón del metro harían la experiencia aún más molesta (si antes

229
había ya molestia), pero más clientes en la discoteca o más amigos apelotonados en el
coche harían la experiencia más divertida (si antes lo era). Por tanto, el que se tenga o no
una sensación de hacinamiento depende de una interacción entre las propiedades
estimulares del medio ambiente y los factores personales precedentes. De entre estos
factores —que son muchos y variados— el principal parece ser la vivencia de pérdida de
control sobre el medio. Esta sería la causa de que no se dé sensación de hacinamiento en
la discoteca: el sujeto ha elegido ir, podría estar en otro lugar, y puede abandonar la
discoteca en cuanto quiera, pero no así en el vagón del metro, sobre todo cuando se han
cerrado ya las puertas y corre por el túnel.
No obstante, para explicar la sensación subjetiva de hacinamiento falta aún otro
elemento: el que los intentos de recuperación de ese control sobre el medio resulten
inútiles. Es entonces cuando realmente —de acuerdo con los trabajos de Sundstrom
(1978)— se instaura la vivencia de hacinamiento. Baum y Paulus (1987), por su parte,
también han señalado que el hacinamiento es un proceso, pero no necesariamente
secuencial, sino simultáneo: se produce cuando se juntan las siguientes variables: (1)
incertidumbre; (2) falta de predicción; y (3) escaso control sobre las interacciones no
deseadas. Este modelo propone que la exposición a las condiciones de densidad influye
potencialmente en el nivel de estimulación social, produce restricción de movimientos,
interferencias en los objetivos, hace que el sujeto tenga que regular sus interacciones
para conseguir el nivel de privacidad deseado y supone una amenaza para el control
personal. Así pues, puede concluirse que en los modelos de hacinamiento hay que tener
en cuenta características físicas del contexto (ruido, contaminación, presión de la gente,
etc.), sociales (características sociodemográficas, tipo de emoción previa) y personales
(incapacidad para controlar, destreza en las estrategias para afrontar el hacinamiento,
necesidad personal de privacidad).

«Si sigo así creo que voy a volverme loco»

El hacinamiento genera relaciones superficiales y transitorias, problemas de identidad


social y personal, y sensación de aislamiento (que se adopta como estrategia para escapar
a la sobrecarga de estímulos). También se ha relacionado con la enfermedad mental y el
crimen. Pero todos estos estudios presentan varios problemas: de nuevo se confunde
hacinamiento con densidad de población, y no tienen en cuenta factores culturales y
económicos.
Ya se ha mencionado que los estudios con animales evidenciaban que el
hacinamiento producía una notable alteración en los comportamientos. En una revisión
de los estudios psicológicos con humanos, Hombrados (2000) ofrece los siguientes
resultados:
1. Efectos sobre el rendimiento. Los resultados no son claros, pues no siempre se

230
produce el descenso del rendimiento que se intuye. En realidad, depende del
tipo de tarea, el tipo de personas que está alrededor (puede darse el fenómeno
de facilitación social), la duración de la tarea y el tiempo de exposición al
hacinamiento.
2. Efectos sobre el comportamiento social. Sus resultados son quizás más claros.
Parece haber una relación entre hacinamiento y comportamientos agresivos,
hostilidad y malestar. Este resultado se ha encontrado tanto en prisiones como
en colegios. También afecta a las reacciones afiliativas y afectivas: a más
hacinamiento, menos conductas de afecto entre los sujetos (aunque hay
diferencias de género: las mujeres pueden ver el estar juntas como algo
divertido y los hombres experimentarlo de forma aversiva).
3. Efectos sobre la salud. El hacinamiento puede ser un estresor importante.
Muchos estudios han demostrado ya que el hacinamiento se relaciona con
cardiopatías y enfermedades infecciosas.
En cualquier caso, siempre son distintos los efectos del hacinamiento agudo o
puntual (por ejemplo, en el ascensor, el Metro, la discoteca, etc.) de los efectos del
hacinamiento crónico (en cárceles, lugares de estudio, residencias, etc.). Por supuesto,
también depende de qué contexto —ya se ha visto que no es igual el metro que la
discoteca—. A continuación se presentan muy sucintamente algunas conclusiones:
1. Cuando se da hacinamiento en el metro o el ascensor se evita la interacción
social (por ejemplo, leyendo el periódico, con posturas de defensa, reduciendo
el contacto ocular, aumentando la activación fisiológica, etc.).
2. Cuando se produce en entornos recreativos (la playa, el parque, el camping, la
pista de esquí, etc.): el hacinamiento en estos entornos es el resultado de un
proceso dinámico influido por la imagen del lugar, la interpretación de la
realidad objetiva y una reevaluación constante de la relevancia de las
condiciones ambientales en cuanto a la obtención de metas (conseguir los
objetivos por los que se fue allí).
3. Respecto a las cárceles, el hacinamiento es consecuencia de tres variables que
sufren los presos: la incertidumbre (no pueden predecir las conductas de los
demás), la interferencia con los objetivos (frustración, por ejemplo, por no
poder usar el teléfono, esperar para ducharse, etc.), y la sobrestimulación
cognitiva (cantidad de información procesada y el número de decisiones
requeridas). Lo que es claro es que hay una relación lineal en las cárceles
entre hacinamiento e infracciones disciplinarias y actos violentos. El control
de estas situaciones pasaría por: aumentar los recursos, dotar de mayor control
a los reclusos, cambiar la disposición de las celdas.
4. Respecto a los entornos escolares. Existen claras diferencias entre niñas y

231
niños, estos llevan peor el hacinamiento y se aíslan más cuando aumenta
mucho el número de compañeros. El rendimiento también se ve afectado por
el número de alumnos (con independencia del tamaño del aula). También se
ha demostrado que las escuelas pequeñas tienen asociadas los siguientes
beneficios: los niños revelan más sentimientos de pertenencia y
responsabilidad sobre su entorno y menos sentimiento de soledad. Igualmente,
el que los recursos sean menos accesibles por el aumento del número de niños
afecta a la agresividad. Fomentar las conductas de cooperación es una manera
de compensar estos efectos si no se puede disminuir el número de niños o
aumentar el espacio.
5. En lo que toca al hacinamiento en hospitales, se ha comprobado un aumento de
la conducta aislada-pasiva en aquellos pacientes psiquiátricos que estaban
obligados a permanecer en las habitaciones grandes con gran cantidad de
sujetos.
6. Respecto a los contextos residenciales, hay que señalar que en residencias de
estudiantes se han comprobado también los efectos negativos del
hacinamiento. Como ya se adujo, las residencias «tipo pasillo» son peores
para el bienestar del sujeto (encuentros no deseados e impredecibles). En
cambio las mejores residencias son las de tipo apartamento (varios
dormitorios agrupados). Los estudiantes en residencias hacinadas tienen peor
rendimiento y manifiestan más problemas de salud. En el hacinamiento en el
hogar hay muchas variables en juego (nivel social, altura de la vivienda en el
edificio, patrones culturales, estructura de la casa, etc.): parece que el
sentimiento de hacinamiento conduce a insatisfacción con la vivienda y con la
vida familiar.
7. Por último, los barrios más hacinados también exhiben distintos problemas. La
densidad vecinal se ha demostrado relacionada con la salud y el estado de
ánimo de los sujetos (más tristes, peor humor, etc.).

Calentamiento global

Considerando el rango de temperaturas posibles en el Universo, y aun en la Tierra, el


abanico compatible con la vida es muy estrecho, el compatible con la vida humana
mucho más, y el rango que se corresponde al bienestar, estrechísimo. Sólo gracias a la
increíble capacidad de adaptación de los seres humanos —por medio del desarrollo
técnico— se consigue llegar a considerar normal vivir en determinados ambientes
absolutamente hostiles al Hombre en condiciones habituales.
Los animales de sangre caliente deben regular su temperatura constantemente,

232
proceso en el que gastan gran parte de sus recursos energéticos. Por tanto, es lógico que
el ser humano se vea particularmente afectado por los cambios de temperatura.
El bienestar térmico depende no sólo de la temperatura: también influyen en él la
humedad, el movimiento del aire, el tipo de vestido, la actividad que se desarrolle, etc.
La temperatura óptima para la media de la gente son los 22 ºC y el rango medio desde el
frío hasta el calor insoportables (larga duración) abarca desde los 3 ºC hasta los 50 ºC.
Los cambios abruptos de temperatura se experimentan con gran placer; por ejemplo,
pasar del frío de la calle a una habitación cálida, o viceversa.
Con las temperaturas elevadas afecta mucho el grado de humedad. Aumentar del 20
al 75% el grado de humedad resulta subjetivamente equivalente a una elevación de 1,5
ºC de temperatura.
Se han analizado objetivamente los efectos del calor sobre diferentes tipos de
tareas: vigilancia, memoria, cálculo mental o tiempo de reacción. No está claro el modo
cómo las altas temperaturas afectan a estas tareas, aunque sí está demostrado que el calor
afecta a la realización de tareas complejas, aunque no a las sencillas. Esa relación no es
lineal, sino en forma de «U» invertida: aumentos moderados de la temperatura favorecen
el rendimiento en las tareas fáciles y dificulta las difíciles, pero al alcanzar un cierto
nivel (en torno a los 35 ºC) el rendimiento comienza a disminuir. El rendimiento óptimo
se sitúa alrededor de 20-22 ºC para trabajos sedentarios, y entre 16-18 ºC para trabajos
que requieren fuerte intensidad muscular.
En ambientes térmicos muy elevados se producen trastornos agudos o crónicos, con
síntomas tales como: inestabilidad circulatoria, crisis cardíacas, deshidratación,
agotamiento de la sal, calambres, etc. El riesgo aumenta con el trabajo físico fuerte.
Como se vio en el capítulo sexto (el comportamiento agresivo), varios estudios
parecen haber demostrado que la relación entre temperatura y violencia no es tanto entre
alta temperatura y conducta agresiva, sino entre incrementos rápidos de la temperatura y
conducta agresiva (revueltas callejeras); no obstante, los niveles de temperatura tienen
sus límites respecto a la conducta agresiva (a partir de cierta temperatura más que en
agredir el organismo se preocupa por escapar de la desagradable situación).

Malos humos

La contaminación atmosférica puede definirse como la presencia de una sustancia


extraña en el aire o una variación en la proporción de sus componentes tan acusada que
puede provocar efectos y molestias perjudiciales. La mayor parte de la contaminación
procede de la industria, el trasporte y los combustibles fósiles utilizados para generar
electricidad o para la calefacción. Las grandes ciudades son los entornos donde esta
contaminación resulta más notable.

233
La contaminación atmosférica tiene un efecto directo sobre la salud. En especial, es
particularmente peligrosa para ancianos, niños, fumadores, enfermos de bronquitis,
cardiópatas, asmáticos y embarazadas.
Se sabe muy poco sobre los efectos de la contaminación atmosférica en la
conducta, pero varios estudios de laboratorio indican que los estados de desagrado
producidos por la mala calidad del aire reducen los sentimientos de atracción
interpersonal. Así mismo, se ha comprobado que la contaminación atmosférica
producida por el humo del tabaco favorece en los no fumadores sentimientos de
irritabilidad, ansiedad y fatiga; además, predisponen hacia el comportamiento agresivo.

Luz, más luz

La luminosidad es la intensidad subjetiva de percepción lumínica. Está provocada por la


intensidad, pero también por otros parámetros como la duración del tiempo de
presentación y el tipo de entorno. Intuitivamente se sabe que la iluminación es
importante para el bienestar subjetivo. Medios de curación de la depresión como la
fototerapia, el estado depresivo que se induce en ciertos ambientes no iluminados
(lluviosos, sombríos, grises), la preferencia por la luz natural en el trabajo y en el hogar,
o la dificultad para adaptarse a países donde los días son muy breves, son indicadores de
que la luz es un factor fundamental.
La investigación sobre este parámetro se ha centrado en analizar cómo influye en el
rendimiento en el trabajo y en la evaluación del ambiente (tanto interiores como
urbanos). Al principio del capítulo se describieron los resultados del «efecto Hawthorne»
y la importancia, por tanto, que poseen los factores motivacionales. Sin embargo, hoy en
día es algo ya sobradamente contrastado el hecho de que el rendimiento está influido por
el tipo de iluminación de que se disponga.
En concreto, la iluminación afecta negativamente al rendimiento cuando no alcanza
determinados niveles (luz insuficiente) o cuando sobrepasa determinados grados (luz
excesiva). Estos entornos favorecen la incomodidad, la distracción y la fatiga. Sobre
todo si la fuente de luz parpadea. El efecto de la iluminación sobre el rendimiento sigue
una ley logarítmica (análoga a la ley de Weber-Fechner del peso). Por tanto, si la
iluminación es baja, determinado cambio de iluminación incidirá en un incremento de la
agudeza visual y, por consiguiente, en un mayor rendimiento al permitir ejecutar la tarea
de manera más rápida y precisa. Conforme aumenta la iluminación, el cambio en la
agudeza visual se hace más pequeño hasta llegar a un valor óptimo por encima del cual
cualquier incremento de la iluminación incidirá negativamente en el rendimiento. En
niveles muy altos de iluminación, los incrementos en esta reducen el rendimiento al
producir deslumbramientos, impidiendo distinguir algunas señales de información
relevantes en relación con la tarea.

234
Respecto a los estudios sobre valoración subjetiva del ambiente luminoso, hay que
señalar que se han orientado hacia la identificación de las condiciones deseadas del
medio luminoso y los criterios más relevantes que inciden en dicha valoración. De
acuerdo con distintos trabajos, los ambientes laborales más apreciados son aquellos que
proporcionan iluminación sobre la mesa y, a la vez, un cierto grado de iluminación sobre
las paredes de la sala. En cambio, en el hogar las iluminaciones difusas e indirectas se
consideran más cálidas y agradables.
Este factor se relaciona también con el color. Existe una relación positiva entre el
sentimiento de placer y ciertos atributos del color. En general, la población parece
preferir en mayor medida los colores «fríos» (el verde o el azul) sobre los «calientes»
(naranja, rojo). No obstante, hay una interacción con la luminosidad: con iluminación
artificial y de baja intensidad se prefieren colores calientes, mientras que con
iluminación potente se prefieren los fríos. El efecto del color en el aprendizaje no está
claro. Los criterios estéticos actuales están a favor de los colores brillantes. No obstante,
esta preferencia no refleja nada más que una moda pues la incidencia del color sobre el
aprendizaje es poco conocida.

¡¡¡RUIDO!!!

Se empezaba este capítulo recordando el caso del hombre que mató a un vecino por el
estruendo que producía de noche. Pero ¿cabe establecer una relación directa entre el
ruido y un comportamiento tan extremo? Para comprender —en la medida de lo posible
— este caso resulta de utilidad servirse de los conocimientos que las investigaciones de
la Psicología Ambiental han aportado sobre el tema del ruido y el comportamiento
humano.
Lo primero que debe señalarse es que el sistema auditivo humano está
permanentemente abierto: no tiene nada parecido a unos párpados. Este hecho —que, en
principio, resulta fundamental para la supervivencia— supone también una fuente de
problemas. Por ejemplo, vivir en una ciudad con una notable contaminación acústica sin
duda arroja serias consecuencias sobre la salud. El tráfico rodado representa el principal
problema acústico de las grandes ciudades. Se estima que en ellas el 80% de los ruidos
que se perciben provienen de la automoción.
También es verdad que la dimensión subjetiva de «molestia» frente al ruido varía
mucho de persona a persona. El nivel de ruido sólo explica un pequeño porcentaje
(menos del 20%) de la variabilidad de la respuesta ante el mismo. Lo que es considerado
«ruido» y lo que no, es algo idiosincrásico. Por tanto, su efecto estresante dependerá de
aspectos muy diversos. Es por esto por lo que la definición de ruido posee un
componente subjetivo: Se considera ruido todo sonido no deseado o, de manera más
compleja, cualquier fenómeno acústico que produce una sensación auditiva considerada

235
como molesta o desagradable.
Entre las variables que entran en juego para considerar algo como ruido las
principales son:
1. Variables acústicas: la intensidad y la frecuencia. Los sonidos de elevada
intensidad y con componentes de altas o bajas frecuencias (agudos o graves)
son los que producen mayor impacto negativo. Otra característica importante
es su continuidad o intermitencia. Por lo general, los ruidos intermitentes son
más negativos que los continuos o estables y si la intermitencia es aperiódica
(impredecible) su impacto negativo es todavía mayor, ya que es más difícil
adaptarse a la situación.
2. Variables no acústicas: Dependen de las características personales del sujeto,
de la situación y del contexto social y cultural donde se perciba el sonido.
Dentro de estas las principales son:
2.1. Características personales: Aquí los factores más destacados son: la
sensibilidad al ruido y las actitudes hacia la fuente productora de
ruido. En este último sentido piénsese en la diferencia entre el llanto
del propio hijo o la televisión del vecino. Otro ejemplo social: las
reacciones de los franceses hacia el ruido del avión supersónico eran
menos negativas que hacia otras aeronaves menos ruidosas, pues el
Concorde se percibía como un logro patriótico.
2.2. Características del entorno: Se ha visto que el ruido del tráfico molesta
más o menos dependiendo del grado de satisfacción del sujeto con
otros aspectos del entorno residencial (espacios verdes, centros
escolares, hospitales, facilidades de comunicación, vecindario, etc.).
A mayor grado de insatisfacción con el ambiente residencial, mayor
grado de molestia al ruido.
2.3. Adecuación entre sonido y contexto: Se ha constatado que cuando el
sonido resulta congruente o familiar, esperado y apropiado al aspecto
y función del lugar molesta menos (discoteca, fábrica que se visita,
carrera automovilística). En parte esta adecuación tiene que ver con
el entorno donde tales sonidos se producen (reverberación,
propagación, absorción…). En realidad, ciertos diseños
arquitectónicos armonizan o distorsionan los sonidos, lo que influye
en el malestar. Contexto y sonido son dos variables fuertemente
relacionadas.
2.4. Grado de control: El grado de control (real o percibido) sobre la fuente
de sonido constituye otra importante variable mediadora. Los ruidos
imprevisibles, incontrolados e inesperados molestan y perturban más

236
que los periódicos o continuos de igual intensidad. Pero lo más
importante es si uno siente que puede hacer cesar el sonido con
alguna medida que se adopte.
Ahora bien, sin duda, más importante que estos factores vinculados con la
experiencia subjetiva de ruido es cómo afecta este. De forma muy somera pueden
enumerarse los siguientes efectos demostrados fehacientemente en los seres humanos:
1. Pérdida auditiva producida por el ruido: La exposición a sonidos muy intensos
produce una pérdida de audición considerable. Son peligrosas tanto las
exposiciones breves a sonidos muy intensos (más de 140 dBA1), como las
exposiciones prolongadas a ruidos intensos (más de 85 dBA). Como es lógico,
esta pérdida de audición es un mecanismo de adaptación del organismo para
su supervivencia. Sin embargo, las pérdidas de audición, cuando la exposición
es prolongada, se hacen permanentes.
2. Ruido y rendimiento: La mayoría de estos estudios son de laboratorio. El ruido
afecta al rendimiento dependiendo de las características del sonido y la tarea
de la que se trate (más o menos compleja, duradera, familiar, etc.). Los ruidos
intensos (mayores de 90 dBA) e impredecibles afectan al rendimiento mucho
más que los de menor intensidad, continuos o regulares. Las tareas mentales o
motrices sencillas, sobre todo si no tienen componente verbal, se ven poco
afectadas por el ruido; pero las tareas complejas (que implican concentración
y atención) se ven muy negativamente afectadas por el ruido. En general, el
ruido incide más en la calidad y precisión que en la cantidad de trabajo
desarrollado. Además, se sabe que hay una relación entre ruidos intensos y
número de accidentes laborales. No obstante, ruidos poco intensos pueden
mejorar el rendimiento; se sigue así la ley de Yerkes-Dodson: dado que el
ruido activa, el rendimiento puede ser mayor; pero a partir de un punto
comienza a afectarlo negativamente. Así, en las tareas sencillas y monótonas,
la activación adicional que puede suponer un ruido o una música puede llevar
a un nivel de rendimiento óptimo. Pero no así en las tareas complejas como,
por ejemplo, el estudio memorístico.
3. El ruido como agente estresante: De acuerdo con la conocida teoría de
respuesta al estrés de Selye (1956), el estrés se produce cuando el sujeto
estima que una determinada condición ambiental representa una amenaza o
excede su capacidad para afrontarla. El ruido es una condición ambiental que
puede cumplir este criterio. De hecho, se ha demostrado que las tres fases del
Síndrome General de Adaptación descrito por Selye —reacción de alarma,
fase de resistencia o adaptación y fase de agotamiento— se producen como
reacción a la exposición prolongada al ruido. Por tanto, el ruido puede
producir la sintomatología del estrés: alteraciones hormonales,
cardiovasculares, digestivas y respiratorias (reacciones fisiológicas); así como

237
anomalías en la atención, alteración del sueño, ansiedad, irritabilidad,
agresividad, etc. (reacciones psicológicas). Así mismo, algunos estudios han
demostrado que la exposición continuada al ruido está relacionada con mayor
consumo de medicamentos y enfermedades mentales (o, más bien, con el
agravamiento de estas). Por último, hay que mencionar los efectos del ruido
sobre el sueño. A partir de 45 dBA aparecen alteraciones del sueño. En
realidad, para dormir adecuadamente, el nivel de ruido no debería superar los
35 dBA.
Si se consideran ahora todos estos posibles aspectos estresantes del ruido y las
posibles alteraciones que sufrió el vecino de El Vendrell (reacción de estrés tanto
fisiológica como psicológica, incluyendo la irritabilidad y la agresividad; alteración
notable del sueño; agravamiento de posibles alteraciones mentales previas) se entenderá
que el ruido continuado que impide el descanso es sin duda un factor explicativo de
primera magnitud para dar cuenta de determinadas reacciones violentas. Por supuesto, es
posible que otra persona no hubiera reaccionado así: en la Psicología Ambiental (como
en toda la Psicología Social) la clave es siempre la interacción entre un organismo
concreto y unos determinados factores ambientales. Miguel Ángel, el homicida, no
empuñó el arma contra su vecino por la intensidad del ruido mismo, sino por la
interpretación que hizo de la situación: por considerar que era un ruido evitable y
controlable, pero que su vecino no hacía nada para cambiar la situación. Todo lo
contrario. Por eso interpretó el ruido como una forma de agresión hacia su persona.
Además, luego, al pedir explicaciones, había sido amenazado con una navaja. Por tanto,
efectivamente parece ser la suma de muchos factores, entre los que el ruido fue un
elemento importante, lo que explica las reacciones en este caso.

238
12

NUEVOS RETOS PSICOSOCIALES

Si se toma un periódico de tirada nacional y se van recorriendo las noticias de su


portada durante un mes cualquiera —por ejemplo, abril de 2007— se podrá tener una
cierta panorámica de los acontecimientos políticos y sociales más destacados en los
tiempos que corren. A continuación se transcriben algunos de los titulares más
señalados:
1 de abril: «España nos hizo esclavos, se llevó la plata y ahora somos ilegales», dice el
canciller boliviano. 780 personas aprovechan los dos últimos vuelos a Madrid antes de entrar
hoy en vigor la exigencia [para los inmigrantes] de visado.

8 de abril: España será uno de los países más afectados por el cambio climático según la
ONU.
12 de abril: Tres kamikazes de Al Qaeda matan a 24 personas en Argel en ataques con
coches bomba. Los terroristas prometen no descansar hasta liberar «la tierra del islam desde
Jerusalén hasta Al Andalus».

17 de abril: Un pistolero mata a 32 personas en la Universidad de Virginia. En un


intervalo de dos horas, el autor de la mayor masacre de estudiantes en EE.UU. asesinó a 2 en
una residencia y al resto en aulas de Ingeniería.

22 de abril: Muestrario de dedos de repuesto para gánsteres japoneses arrepentidos. Un


reportero de EL MUNDO visita la clínica de Tokio especializada en reimplantes para los
‘yakuza’ víctimas del rito del ‘yubitsume’.

Tensiones por la emigración, temor al cambio climático, atentados de terroristas


que se inmolan y amenazan con convertir el planeta en un matadero, psicópatas que
baten récords de asesinatos en serie, detalles morbosos fruto del crimen organizado… no
son informaciones que se encuentren tras escarbar minuciosamente en un tabloide
sensacionalista, son noticias de primera página de uno de los diarios más difundidos en
español. ¿Y qué conclusiones pueden extraerse sobre el comportamiento social tras pasar
la mirada por estos titulares? Ciertamente, varias de ellas no son muy halagüeñas.
Día a día se presentan multitud de problemas sociales que parecen conducir a los
ciudadanos a un torbellino de confusión e inquietud. Como en el caso del resto de las
ciencias, no es el objetivo de la Psicología Social tomar medidas para que estos sucesos
dejen de crecer, pero sí aportar información valiosa sobre sus causas y ayudar a
comprender mejor los mecanismos sociales que las alientan o estimulan, todo, al fin, con

239
el objetivo de explicar a los políticos y al resto de agentes sociales las medidas reveladas
como eficaces para erradicarlos.
A lo largo de este último capítulo se presentarán algunos de los problemas sociales
mencionados —y otros próximos a ellos—y se procurará brindar una información
precisa sobre los estudios de la Psicología Social al respecto. Aunque sin duda este
capítulo es más deslavazado que los anteriores, pues no se centra en ninguno de los
temas clásicos (grupos, actitudes, roles, percepción y comunicación social, etc.), tiene
como ventaja el que trata de tomar algo de cada uno de ellos para aprovechar la
aplicación de todo ese conocimiento teórico. Además, tiene por vocación detenerse en
aquellas temáticas más actuales: las que preocupan aquí y ahora. En concreto, en este
tema se van a abordar, por este orden, las siguientes cuestiones: tensión social y drogas,
tensión social y pornografía, la violencia en los medios de comunicación, marginalidad e
integración: el problema de la inmigración, el de las tribus urbanas, el de la agresividad
en las aulas y el de las sectas.

Beber, fumar… y pegar

La presencia de las drogas es una realidad de la sociedad actual. Su expansión es


evidente, como demuestra cada nueva encuesta llevada a cabo con jóvenes (y no tan
jóvenes). Desde los años sesenta se ha convertido en uno de los problemas
fundamentales de la sociedad española. Más de la mitad de los casos judiciales tienen
una vinculación con las drogas y, a día de hoy, se consideran uno de los agentes más
determinantes del colapso de la justicia. También se relacionan con miles de accidentes,
actos violentos, muertes juveniles, etc. No es este el lugar para discutir si las drogas son
buenas o malas o si lo peligroso es su consumo descontrolado, o si su legalización
aportaría beneficios o perjuicios, sencillamente se revisarán algunos estudios que han
analizado la relación entre las drogas y la conducta violenta.
De acuerdo con la teoría de la excitación-transferencia (expuesta en el capítulo
sexto) si el medio en el que se vive genera mucha excitación es probable que cada vez
resulten más abundantes las conductas agresivas. Por tanto, si las drogas generan
excitación, jugarán un papel en que la sociedad sea violenta. No obstante, varios autores
han defendido ante este problema posiciones contrapuestas. De una parte están los que
pretenden probar una incidencia activadora de la agresividad en las drogas (se ha
trabajado especialmente en averiguar la relación del alcohol y la marihuana en la
activación agresiva). De otra, los que les atribuyen una influencia más bien relajante y
apaciguadora. Las implicaciones de ambas posturas son fácilmente adivinables.
Al respecto, las investigaciones de Taylor y sus colaboradores (Taylor, Vardaris,
Rawitch, Gammon, Cranston y Lubetkin, 1976) siguen suponiendo una aportación
fundamental y particularmente clarificadora. La parte experimental de su estudio

240
consistió en hacer beber a distintos grupos de sujetos una bebida, siempre igual en
aspecto, olor y sabor, pero que en un caso contenía alcohol, en otro THC
(tetrahidrocannabinol, sustancia activa del cannabis sativa) y en el último una sustancia
absolutamente neutra (placebo). Para hacer más completo el estudio se introdujo la
variable cantidad: unos sujetos recibían una dosis fuerte de esas sustancias, mientras que
otros recibían una dosis débil. Los resultados fueron los siguientes: una pequeña dosis de
cualquiera de las drogas usadas, alcohol o cannabis, tenía un efecto más bien
apaciguador de la agresividad. En ambos casos la agresión era menor que en el grupo de
control (el que había tomado el placebo). Mientras que una dosis grande diversificaba a
los tres grupos: tras ingerir mucho alcohol los sujetos desarrollaban mayor agresividad,
mientras que tras ingerir mucho cannabis desarrollaban menos que en ninguna de las
otras circunstancias: en este último caso, los sujetos parecían escurrirse hacia una
pasividad que influía en distintas conductas (incluida la agresividad), llegando a un
cierto estado de desinterés generalizado.
Sin embargo, también en este caso hay que considerar lo cognitivo, es decir, el
«significado social» del acto de ingerir droga. Parece probado que en grupos en los que
«oficialmente» el beber aumenta la agresividad, los sujetos tienden también más a
agredir cuando beben: es como si en la opinión de la población de su grupo encontrasen
una excusa que disminuye su responsabilidad por el hecho de agredir («Ahora puedo dar
rienda suelta a mi agresividad, porque la culpable es la bebida»).
Del mismo modo, las reacciones al cannabis tienen mucho que ver con las
expectativas, pues, muchas veces, las reacciones del consumidor (alegría, tranquilidad,
bienestar, etc.) tienen mucho más que ver con los patrones dictados por la sociedad que
con la sustancia en sí. Sin embargo, el grupo de consumidores no suele tener
expectativas de alternación del comportamiento a largo plazo, aunque estas alteraciones
son las más contrastadas experimentalmente, por ejemplo (como demuestra el trabajo de
Taylor y sus colaboradores) el síndrome amotivacional. Igualmente, las evidencias
actuales a partir de estudios muy controlados y amplios en el tiempo (Zammit, Lingford-
Hughes, Barnes, Jones, Burke y Lewis, 2007) han sacado a la luz una relación
inequívoca entre el cannabis y la aparición de síntomas psicóticos, sobre todo tras varios
años de consumo.

El tormento y el éxtasis

También la pornografía está más presente que nunca en la sociedad. ¿Es una fuente de
conducta agresiva? ¿Es algo que haya que controlar por resultar perjudicial?
La unión sexo y agresión es una vieja intuición del arte y la literatura. Incluso los
estudios sobre la conducta sexual de determinados animales sugieren vivamente una
estrecha relación entre impulsos sexuales y agresivos; entre Eros y Tánatos. Sin

241
embargo, la información experimental es muy contradictoria.
En principio, con base de nuevo en la misma teoría que en el caso anterior, la de
excitación-transferencia, la visión de la pornografía —que supone una excitación—
debería propiciar conductas más agresivas, al transferirse la excitación.
Los primeros estudios (desarrollados entre los años 1972 y 1974) encontraron
pruebas de que la exposición de los sujetos a un material visual de tipo sexual les hacía
de hecho más agresivos. Sin embargo, poco después otros estudios probaron
exactamente lo contrario: exponiendo a los sujetos a un material claramente sexual pasan
a estar menos agresivos. La solución a esta contradicción tiene que ver con el tipo de
excitación sexual empleado; o, más precisamente, al significado que dé el sujeto que la
percibe a tal excitación. El material de excitación sexual agradable bajaba la conducta
agresiva, en cambio el juzgado de «mal gusto» o desagradable provocaba una conducta
más agresiva (que se evaluaba por medio de descargas eléctricas).
Baron (1978) llegó a probar, en esta línea, que una excitación sexual o de otro tipo
tiende a reducir la agresividad si va envuelta en humor, pero tiende a aumentarla si va
envuelta en otro clima más displacentero.
De acuerdo con la revisión del tema presentada por Aronson (1997) parece que
parte de la pornografía agresiva se transfiere fundamentalmente a la misma conducta
sexual, aunque no necesariamente a otras áreas de interacción humana. Por tanto, el
contemplar material pornográfico con un fuerte contenido de agresividad hace más
probable que las personas que tienen relaciones sexuales tras haberlo contemplado
deseen trasladar parte de las conductas observadas a esas interacciones.

Bola de dragón

Es un dato que está en la mente de todos: la televisión de casi todos los países pone ante
la miradas de millones de telespectadores un caudal inmenso de violencia, y esto a
diario. En estudios hechos en Estados Unidos se calculaba hace pocos años que todos los
días, entre las 7.30 y las 9 de la tarde, el espectador tenía ocasión de presenciar una
media de doce muertes violentas. Otros estudios estiman que el ciudadano normal,
siempre en ese país, ha podido ver en televisión unos 20.000 homicidios cuando alcanza
la edad de dieciséis años. Por tanto, y si se tiene en cuenta la fuerza inductora de
violencia que tiene el aprendizaje por modelos, habría que plantearse el peligro potencial
que puede suponer el tipo de programas y películas que se emiten por televisión. De
hecho, al principio de este mismo capítulo se mencionaba en los titulares de periódico el
caso del asesino de Virginia. Este chico, poco antes de perpetrar sus asesinatos, había
grabado en vídeo unos comentarios sobre sus próximas acciones. En una de esas cintas
se refería a los «héroes Eric y Dylan», refiriéndose a los dos adolescentes que, en 1999,

242
habían cometido también varios crímenes en el Instituto Columbine. El asesino de
Virginia, Cho Seung-Hui, había seguido, como todos los estadounidenses, el caso de
Columbine a través de la televisión.
Sin pretender hacer en estos breves apuntes un resumen completo de las
conclusiones más aceptadas respecto de la influencia de la violencia presenciada en
televisión, se va a intentar presentar un sencillo esquema de los aspectos que han
merecido la atención de los investigadores.
a. Estudios que demuestran que la violencia en televisión engendra violencia: Son
los más numerosos (véase, por ejemplo, la revisión de Berkowitz, 1964). El
esquema de los experimentos suele ser el ya conocido de unos sujetos a los
que se muestra un programa de televisión bastante violento y luego se les
induce a tener conductas agresivas (las inevitables descargas eléctricas a una
supuesta víctima). La comparación se hace con un grupo semejante que ha
visto un programa del todo inocente. Se han realizado varios en los últimos
años. Los resultados han sido los presumibles. Los sujetos que vieron las
escenas violentas en televisión tendían a comportarse más violentamente, muy
especialmente si el sujeto al que ellos tenían que agredir «se parecía» en algo
(aunque fuera solamente en el nombre) a la víctima del programa. Algunos
autores han llegado a detectar efectos de haber visto programas de este tipo
hasta cinco meses después de que tuviera lugar el experimento.
b. Estudios longitudinales que demuestran que la televisión violenta ejerce influjo
en conductas agresivas posteriores: Otro tipo de estudios han sido los
estudios longitudinales realizados en entornos no de laboratorio. De ellos el
más famoso es, sin duda, el de Eron (1980). Este autor midió en una
población infantil de alrededor de ocho años de edad la intensidad de sus
impulsos agresivos, y su afición por los programas violentos en televisión.
Luego llevó a cabo una labor de seguimiento con estos niños, para volver a
obtener estas dos medidas cuando tenían unos dieciocho años. Los resultados
parecen contundentes si se observan las correlaciones entre las diferentes
medidas obtenidas (ver Figura 12.1.).
En la figura, las líneas discontinuas señalan las correlaciones no significativas,
mientras que las continuas aquellas que alcanzan el nivel de significatividad.
Como se puede comprobar, el haber sido muy aficionado a la televisión
violenta en la infancia no aparece relacionado con esa misma afición a los 18
años, pero sí con ser violento a esa edad. Sin embargo, esto no puede
interpretarse como una consecuencia directa de ese consumo de televisión
violenta durante la infancia (las líneas establecen correlaciones, no
causalidades). Por ejemplo, es posible que el hecho de haber sido un niño
violento explique el que se siga siendo un adulto violento (y la televisión no
tenga nada que ver). No obstante, tampoco puede desecharse el efecto de

243
haber contemplado muy tempranamente mucha violencia televisiva.

FIGURA 12.1
ESTUDIO DE ERON (1980): CORRELACIÓN ENTRE TELEVISIÓN
VIOLENTA Y CONDUCTA AGRESIVA

c. Estudios que intentan probar un efecto inmunizador de la violencia vista en


televisión: Estos estudios parten del presupuesto de que el asistir a mucha
violencia en la televisión al final tendría un efecto saciador. Suponen que la
exposición prolongada a un estímulo tiende a desensibilizar al sujeto frente a
tal estímulo. Aunque ha habido varios estudios de este tipo, en niños y
adultos, resulta más claro para el caso de los niños, pues se ha observado
repetidamente que los niños que han tenido ocasión de ver mucha televisión
violenta, cuando luego presencian un combate de boxeo muy violento
experimentan una reacción psicológica de violencia menor que los que no han
tenido ocasión de verlo. En este sentido, fue célebre el estudio de Drabman y
Thomas (1976) en el que unos monitores de juegos infantiles violentos se
comportaban de manera menos contundente con los niños que se peleaban si
antes habían visto un programa de televisión muy violento. Era como si este
hecho les hubiera provocado, en efecto, ser menos sensibles a los estímulos
agresivos.
d. Estudios que intentan probar un efecto beneficioso de la violencia en televisión:
Suelen ser estudios que abogan por una función catártica de la televisión

244
violenta. Para ellos el ver la televisión sería una especie de ejercicio de la
fantasía que lograría eliminar impulsos agresivos, y por tanto haría que estos
impulsos fueran menores en la vida real. Precisamente porque se presupone
un efecto de «purificación vicaria» es por lo que se habla de función catártica.
Es claro que la hipótesis de que en el proceso de la agresión se da una cierta
catarsis no se aplica solamente a la televisión: muchos terapeutas animan
activamente a demostrar la agresividad, incluso con golpes, para llevar a cabo
una especie de acción de «ventilación interior». En el más común de los casos
suelen impulsar a que los pacientes hablen de su agresividad, vivan
simbólicamente al menos unas acciones agresivas que al ser de tal manera
purificadas tendrán menos probabilidades de producirse de manera real y
nociva en la vida diaria. Volviendo ahora al caso de la televisión, puede
decirse que es muy difícil organizar un experimento adecuado en el que se
pueda disponer de un grupo de control que no haya tenido oportunidad de
vivir la catarsis televisiva (en el caso de que se pueda hablar así). Feshbach y
Singer (1971), llevaron sin embargo adelante un experimento en el que
llegaron a someter a diferentes dosis de televisión violenta y no violenta a
grupos de niños y adolescentes entre los nueve y los quince años. Sus
resultados apuntan en la dirección esperada por los autores: aquellos chicos
sometidos a una dieta más violenta peleaban menos, casi la mitad, que los
chicos que habían estado viendo películas sin agresividad.
Como muchas críticas a los estudios más primitivos sobre violencia en televisión
han usado el estudio de Feshbach y Singer, es común hoy día la opinión de que no hay
por qué suprimir ni limitar la violencia en los medios de comunicación. Un argumento
que se ha usado, por ejemplo, es el de que no es la visualización de programas-modelo lo
que produce violencia, sino que es al revés: la violencia existe ya en los i6dividuos, y es
ella la que les lleva a elegir determinados programas (Fenigstein, 1979). Con todo, son
tantos los argumentos en contra de la violencia en televisión (demostrado en los estudios
a., b. y c. que aquí se han expuesto), que, a no ser que a partir de ahora se acumulasen
muchas otras pruebas en sentido contrario puede afirmarse que, a día de hoy, es claro su
poder instigador de conductas agresivas. La hipótesis catártica no cuenta a su favor con
suficientes avales experimentales: después de todo sigue sin refutar la experiencia
acientífica; muchas acciones violentas han tenido lugar tras unos partidos de fútbol en
los que los espectadores habían tenido ocasión de desahogar hasta lo profundo su
depósito personal de rabia reprimida.

Inmigración / integración

Ciertamente si existe a día de hoy una cuestión candente en España y en toda Europa es

245
el de la inmigración. Todos los días aparecen nuevas noticias en prensa y televisión
sobre la llegada masiva de inmigrantes. Sin duda, uno de los retos más importantes a los
que se enfrenta la sociedad consiste en la integración social de todos los extranjeros que
vienen a trabajar a los ricos estados occidentales. Este apartado únicamente se detendrá
sobre una cuestión dentro de este poliédrico y complejísimo problema: las variables
psicosociales que explican por qué la integración supone un problema difícil para los
emigrantes. Estas serán recorridas de forma casi telegráfica.
Los emigrantes son, de sus países, las personas más decididas, con mayor
capacidad de resolución y más desenvueltas. A veces, también, las más desesperadas.
Por eso, es improbable que en los países de acogida vayan a mostrarse apocados o
excesivamente sumisos, pues, en general, su personalidad previa no lo es. Por esta razón
es fácil que su actitud no se ajuste a la que los habitantes del país receptor esperan
encontrar, lo que intensifica las tensiones.
Por otro lado, muchos de los sujetos que emigran se tornan especialmente sensibles
con los asuntos relativos a su propio país y cultura (noticias, alimentos, costumbres, etc.)
y parecen especialmente dispuestos a defender su estilo de vida. Deformadas por la
distancia, las vivencias de la propia nación parecen mejores y se evocan con una
nostalgia particular.
Dado que los emigrantes pueden encontrarse con un entorno algo hostil en el que
algunas personas los traten como a invasores (y, en caso de estar en situación ilegal con
un temor justificado por la posible actuación policial), es lógico que adopten posiciones
muy defensivas, lo que les hará ofrecer una imagen social dura y hosca, y esto, a su vez,
puede complicar la integración.
Lógicamente, por las dos razones anteriores, es normal que tiendan a reunirse con
sus compatriotas. En su entorno, en su ambiente recreado, pueden hablar de su país,
descansar y sentirse tranquilos. Pero al agruparse, el resto del entorno social puede, a su
vez, incrementar su desconfianza hacia el colectivo inmigrante, que empieza a ser visto
como una amenaza mayor.
Por otro lado, la mayoría de los inmigrantes marroquíes y subsaharianos (no los
sudamericanos ni del este de Europa) poseen niveles educativos muy bajos y, por tanto,
sus gustos y hábitos corresponden a los de las clases sociales más bajas. Cuando se
desatiende esa realidad, se suma otro elemento de incomprensión respecto a su estilo de
vida.
La mayoría de los inmigrantes quiere trabajar para ganar dinero y escapar de una
situación política, social o económica insoportable y, al cabo, regresar a sus países de
origen una vez lograda una situación económica con garantías. Por tanto, la meta de
muchos no es la integración, sino asegurarse la supervivencia pensando en un futuro
dentro de sus propios países.
Si se tienen en cuenta todos estos puntos, se puede comprender mucho mejor por
qué muchos emigrantes se sienten mal y, del mismo modo, se esclarece qué explica

246
muchos de sus comportamientos. Como siempre, hay que atribuir las cosas a la situación
(hipótesis situacional) en vez de a la personalidad (hipótesis disposicional).
Como en el caso de los prejuicios, el mejor acercamiento al problema pasa por
estimular no sólo la convivencia, sino el trabajo conjunto. Si la población nativa trabaja
con ellos en igualdad de condiciones y en colaboración mutua, le será más fácil librarse
de las preconcepciones. De aquí se concluye que es más fácil, al fin, que los jornaleros
españoles o los obreros de la construcción sean, siempre al cabo de un tiempo, los que
más se relacionen con ellos, a diferencia de los que están en puestos sociales más altos
(profesiones liberales) que necesariamente se encontrarán más lejos de la actividad
cotidiana en igualdad de condiciones que los inmigrantes. Por supuesto, los prejuicios de
raza, inteligencia, etc. también deben ser previamente erradicados si se pretende la
integración.

Tribus urbanas

En conexión directa con el problema de la integración y convivencia con los emigrantes


está el problema de las tribus urbanas. Paradójicamente, si las primeras que surgieron en
los años sesenta estaban fundadas en la oposición a los «valores tradicionales» y tenían
un sentido de protesta, las que ahora proliferan resultan una amenaza contra «los que se
salen de los valores tradicionales o ultranacionales». Así, los sujetos más amenazados
por las bandas más peligrosas son los homosexuales, los de raza negra, los inmigrantes,
los «españoles», etc.
Hay que distinguir entre la violencia urbana de los jóvenes politizados y la de los
no-politizados. La primera debe entenderse como una violencia que no proviene
directamente de los jóvenes, sino de los adultos. Estos se sirven de aquéllos para dar
salida a una tensión social que, desde su posición, no les es dado expresar tan
libremente: la sanción penal que recae sobre ellos es menor y se les justifica.
Por otro lado, grupos no-politizados como los skins no son violentos por ser
jóvenes, sino porque funcionan como cajas de resonancia de una sociedad xenófoba y
violenta. En este sentido son útiles a una determinada parte de la sociedad que, en el
fondo, los alienta, y que piensa que cumplen una función de salvaguarda frente a la
temida «invasión» extranjera.
Por tanto, aunque suene a tópico, los jóvenes son manipulados dado que son
fácilmente inflamables y su condición (la edad) hace, además, que se justifiquen más sus
actos. Lo que pasa, naturalmente, es que no todos son igualmente susceptibles de
manipulación: los que se prestan a «servir a la sociedad» en esta expresión de su tensión
interna son los más maleables: (1) incultos, (2) de clase social más baja, (3) ingenuos,
más fáciles de embaucar por supuestas amenazas al empleo o a «la raza» y, (4) además,

247
son los que más frustraciones sufren (por todo ello) y, por eso, los que tienen más
necesidad de hacérselo pagar a otros.
Lo importante de los grupos o tribus urbanas es que, amparados por una ideología,
les dan sentido a sus actos violentos. Al realizarlos pueden sentirse actores sociales
llenos de lógica y razón. Y, de hecho, muchos sectores de la sociedad también los
valoran (siempre en lo latente, no en lo manifiesto).
De acuerdo con el planteamiento de Fernández Villanueva (2000) existen tres
elementos claves que entran en juego en esta situación:
1. La identidad: cuando la identidad no es clara, se está forjando (como ocurre en
el período juvenil), el mejor modo de asentarla es negar al otro: anularle o
identificarle muy claramente como el distinto (y peligroso). El miedo es algo
directamente relacionado con la agresión: el miedo a ser uno mismo el
dañado, o a perder la identidad.
2. Lo imaginario: se trata de crear un universo supuesto (un escenario ideal) que
justifica la lucha y la violencia (por ejemplo, unos ideales de raza aria que
perdurarían y que formarían un mundo perfecto). La juventud es fácil presa de
estos mundos imaginarios dada su idealización y el comienzo del pensamiento
lógico, según el modelo piagetiano.
3. La grupalidad: Por un lado, la grupalidad se refiere a la necesidad de pertenecer
a un grupo: muchos, para integrarse y obtener reconocimiento en grupo deben
caer en la violencia y «estar dispuestos a todo». Por otro, el hecho de actuar
en grupo favorece la impunidad (elimina el riesgo y responsabilidad personal)
y hace que se sientan más poderosos: «Yo solo no doy miedo, pero
acompañado de mi grupo me convierto en fuerte, poderoso, amenazante».
Sólo fuera del grupo el joven podrá apreciar que toda esta postura es defensiva: que
en realidad se basaba en la necesidad de asentar la identidad, de construirse un mundo
ideal y ser aceptado por un grupo.

Jungla de pizarra

El problema de la violencia en las aulas, entre alumnos y entre profesores y alumnos, es


otra de las cuestiones que más hondamente preocupa en la sociedad. Este fenómeno
psicosocial sólo puede ser abarcado desde la multicausalidad: no hay sólo un factor que
lo explique, son muchos, y todos interaccionan entre sí. A continuación se exponen
algunos de los más importantes:
1. La escolarización hasta edades cada vez más tardías. La escolarización en
España se ha hecho obligatoria hasta los dieciséis años, pero si el alumno no

248
ha terminado aún su ciclo educativo básico se prolonga hasta los diecisiete y
dieciocho años. Por supuesto, esta situación es un avance social, pero,
inevitablemente, al aumentar la edad y la cantidad de población escolarizada
en estas edades, se producen más conflictos. Los profesores saben bien que
resulta más fácil controlar a chicos de catorce o quince años, que a partir de
ahí, cuando esta tarea se vuelve cada vez más complicada y se acaba
convirtiendo, en algunos casos, en la ocupación que más tiempo requiere, por
encima de la enseñanza del temario.
2. La agresividad que se ve en los medios de comunicación. Hay que recordar
aquí el aprendizaje de modelos. También lo que procede de otros países (en
particular, de EE.UU.) que se impone como normativo en la interacción entre
alumnos (y entre alumnos y profesores) y que rápidamente es asimilado en
esta sociedad como algo natural.
3. La pérdida de prestigio e influencia de los maestros. Estos son desautorizados
por los padres que, a su vez, consienten con frecuencia mucho a sus hijos para
evitar problemas y por una equivocada visión de la educación, en la que se
procura evitar cualquier malestar o manifestación de los déficits reales y de
las limitaciones de los hijos. Además, hay una lejanía y una pérdida del
interés de los padres por la educación escolar de los niños: se delega todo al
colegio, aunque luego no se le valora ni respeta.
4. La tensión social contra los inmigrantes y otros grupos sociales. Como en el
caso de las tribus urbanas, los niños pueden convertirse en las herramientas de
la violencia y los miedos de los padres.
5. La legislación y tolerancia hacia cualquier comportamiento desviado y
delictivo de los adolescentes. Estos no son ignorantes de esa situación, y se
dan cuenta de su impunidad en muchos casos.
6. La sobrecarga, la tensión, la competitividad que, desde muy temprano, se
inculca a los niños y que estos, sin muchas alternativas, no pueden canalizar.
Afortunadamente, los casos de violencia extrema, como las matanzas de
compañeros de instituto, son absolutamente extraordinarias, y más aún fuera de los
EE.UU. Sin embargo, es conveniente recordar que lo más habitual (aunque no lo más
realista desde un enfoque psicosocial) es atribuir estas a la ‘naturaleza intrínsecamente
maligna’ de sus perpetradores y no a la presión sufrida por algunos jóvenes vulnerables
en determinados ambientes. De hecho, en una investigación reciente Leary, Kowalski,
Smith y Phillips (2003) encontraron que en doce de los quince últimos asaltos de este
tipo los asesinos habían sufrido ostensibles muestras de rechazo, ostracismo e
intimidación por parte de sus compañeros de instituto.

249
Los amigos de Tom Cruise

Periódicamente aparecen noticias de horripilantes sacrificios colectivos practicados por


sujetos pertenecientes a las sectas (Templo del Pueblo, Templo del Sol, Davidinos,
Restauración de los Diez Mandamientos, etc.), de fraudes económicos (Dianética, secta
Moon) o de abusos de menores y manipulaciones de personas (Edelweiss, Testigos de
Jehová, Los Niños de Dios). Por tanto, muy variados fenómenos que, naturalmente, no
son parangonables ni se pueden explicar por los mismos factores, acaban acogidos
dentro de la denominación genérica de problemas derivados de las sectas.
Además, la primera dificultad estriba en definir qué es una secta, diferenciarla de
un movimiento religioso alternativo y de otras realidades. Sin embargo, lo fundamental
radica en distinguir una secta destructiva de una secta no peligrosa (González Álvarez,
Ibáñez Peinado, Muñoz Rodríguez, 2000).
Actualmente, para ofrecer una cierta organización se habla de grados de daño. De
acuerdo con este aspecto, las sectas podrían clasificarse del siguiente modo:
a. No dañan ni económica ni físicamente, pero tienen elementos sectarios (por
ejemplo, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días o
Mormones).
b. Dañan económicamente y pueden perjudicar físicamente por tratamientos
médicos específicos (por ejemplo, los Testigos de Jehová).
c. Dañan económicamente y añaden violencia física o limitan el desarrollo de la
personalidad (por ejemplo, lo Niños de Dios).
d. Dañan económicamente, limitan el desarrollo y ejercen el extremo máximo de
la violencia (por ejemplo, La Verdad Suprema, responsable de la matanza en
el metro de Tokio con el gas sarín).
Las llamadas sectas destructivas reúnen una serie de características: (1) En la
captación y/o adoctrinamiento utilizan técnicas persuasivas que propician la
desestructuración de la personalidad del adepto o la dañan severamente. (2) Ocasionan la
destrucción total o grave de los lazos afectivos y de comunicación efectiva del sectario
con su entorno social habitual y consigo mismo. (3) Llevan a destruir o a conculcar
derechos jurídicos inalienables en un Estado de Derecho.
En síntesis: una secta destructiva es un movimiento totalitario, con una estructura
jerarquizada, en el que se presta absoluta devoción a una persona, doctrina o idea, en el
que se utilizan técnicas de manipulación, persuasión y control, cuyos objetivos son el
poder y/o el dinero, y que origina en los adeptos una dependencia del grupo en
detrimento de su entorno familiar y social. En España están implantadas, al menos, dos
sectas destructivas bien conocidas por reunir todos estos elementos: La Iglesia de la

250
Cienciología y CEIS (Centro Esotérico de Investigaciones).
La Psicología Social (y también la Psicopatología), como ciencias, tienen mucho
que decir sobre el tema de las sectas. No en el campo legal o criminal, obviamente, pero
sí en los siguientes aspectos: a. la captación (tanto por fenómenos de publicidad, como
por el colectivo social vulnerable que es captado); b. el adoctrinamiento y
desestructuración de la personalidad del captado, aparición de fenómenos psicológicos,
desvinculación de la familia, comunidad, etc.; c. la rehabilitación de la persona que ha
conseguido salir o ser rescatada de la secta.
a. Sobre la captación: Aunque es muy distinto en cada caso, hay elementos
comunes o situaciones que pueden explicar cómo alguien es captado por la
secta. Estos son los más destacados:
1. Que los contenidos y formas del mensaje del grupo sectario estén en
sintonía con los esquemas mentales, necesidades, intereses y valores
del sujeto. Por ejemplo, serán más «captables» sujetos insatisfechos
con las opciones religioso-espirituales de su entorno, que busquen
experimentar nuevos estados de conciencia o trances, etc.
2. Que la persona que capta sea cercana, significativa para el sujeto
(despierte su confianza), que sea respetable y, mejor aún, amiga o
pariente.
3. Que el sujeto atraviese una situación de crisis, un acontecimiento
problemático y/o doloroso. También, que esté débil físicamente o
afectado desde tiempo atrás por algún contratiempo.
4. Juventud. En fases evolutivas tempranas los sujetos son más fáciles de
captar.
5. Procedencia de un sistema familiar desestructurado o disfuncional (con
malos tratos, autoritarismo, sobreprotección, carencias afectivas, falta
de comunicación, etc.).
6. Educación pobre u orientación durante el desarrollo del sujeto.
7. Ignorancia de las maniobras manipuladoras de las sectas.
8. Sujetos con personalidad baja en autocontrol e independencia; ya sean
mentales (psicopatológicas) o físicas (por discapacidades,
enfermedades crónicas, etc.).
En suma, las sectas están diseñadas para atender (aparentemente) las
necesidades humanas perentorias: felicidad, bienestar, estabilidad emocional,
pertenencia, afiliación, sentido existencial, comunicación interpersonal, poder,
etc. Se busca a las personas más frágiles y que tienen menos satisfechas estas

251
necesidades, y se les muestra un mundo idílico donde todas ellas se cumplen.
Los medios de captación más habituales son: (1) consultas psicológicas; (2)
actividades esotéricas; (3) movimientos asociacionistas; (4) charlas sobre
temas espirituales o científicos; (5) cursillos de crecimiento personal; (6)
regalo de publicaciones.
b. Sobre el adoctrinamiento: Una vez captado, lo importante para la secta es
conseguir que el sujeto transforme sus esquemas mentales de acuerdo con el
adoctrinamiento que la secta desea. Por muy demencial que este sea existen
procedimientos que ayudan a asumirlo. Estos son algunos de los más
sobresalientes:
1. Promesas de satisfacción de las necesidades más inmediatas.
2. Presión del grupo.
3. Utilización de datos personales que el sujeto ha facilitado previamente (y
que tuvo que revelar para entrar en el grupo: confesión pública o por
cuestionarios para «facilitarle las necesidades a su medida»).
4. Limitaciones del espacio: dificultades para realizar actividades
independientes de las trazadas por la secta. A veces esto se hace de
forma sutil, por ejemplo imponiendo unos horarios muy restrictivos,
reteniendo documentación identificativa, teniendo que dar cuenta de
todos los movimientos cada vez que se sale, etc.
5. Alteraciones fisiológicas: provocar cansancio, fatiga, para que no se
pueda pensar y descansar. Alimentación baja en nutrición, pérdida de
horas de sueño, conductas sexuales agotadoras, conductas
ritualizadas y monótonas, ejercicios respiratorios que alteran la
conciencia, etc.
6. Corte con todo contacto exterior: familiares, amigos, conocidos y
desacreditación de estos. También se restringe el acceso a cualquier
fuente de información externa (televisión, prensa, radio, Internet,
revistas, etc.) y se ejerce la censura de determinadas lecturas.
7. Limitación de los recursos económicos (se retiran tarjetas, dinero,
talonarios), se pierde la titularidad de las cuentas. Y, al cabo,
donación de propiedades a la secta.
8. Por último, se propicia absolutamente la identificación con el grupo y la
despersonalización, uniformando la forma de vestir, la expresión, la
educación de los niños; se plantea una jerarquización muy estricta; se
determinan temas tabú; y se propicia el culto al líder y a la confesión;
además, se administran refuerzos y castigos intermitentes o

252
aleatorios.
c. Sobre la Rehabilitación: Si se consigue sacar a un sujeto de una secta, nada
garantiza que su proceso de recuperación vaya a carecer de dificultades. Para
terminar este apartado se incluyen algunos elementos que pueden favorecer
esta rehabilitación.
1. En muchos casos, el trabajo psicológico tendrá que ser conducido por un
especialista.
2. Quizás toda la familia deba analizarse y reestructurarse para descubrir
qué problemas de su propia dinámica o comunicación llevaron al
alejamiento del sujeto y, en la medida de lo posible, tratar de
corregirlos.
3. El proceso de rehabilitación es habitualmente bastante más largo de lo
que la mayoría de la gente cree. Lo más importante durante ese tiempo
es que el sujeto que ha conseguido salir no vuelva a tener ningún
contacto con miembros de la secta.
4. Es fundamental que sea el propio sujeto el que se vaya dando cuenta de
las estrategias que usaron con él.
5. Es necesario que establezca nuevos lazos con una red social más sana y
adaptada, que le sirva de protección.
6. Finalmente, es clave que tenga también apoyos para conseguir su
rehabilitación laboral.
Cuando se producen acontecimientos tan difíciles de entender como el sacrificio
personal hasta la muerte o, más aún, el asesinato de los propios hijos por obediencia al
líder de una secta, parece que nunca vaya a ser posible proporcionar una justificación
racional de tales hechos. No obstante, si se observa que esta abominación es el resultado
final de procesos psicológicos muy poderosos, se vuelve más posible establecer la lógica
perversa del proceso. Por ejemplo, teorías psicológicas como la de la disonancia
cognitiva predicen que, poco a poco, se van justificando acciones cada vez más
incongruentes y que las personas, por su necesidad de estar en la verdad, son
susceptibles de notables autoengaños. Un estudio como el de Neal Osherow (1999) sobre
la autoinmolación en la Guayana de novecientos miembros del Templo del Pueblo es un
ejemplo de cómo puede llegar a ser posible trazar ese camino demencial. En su análisis,
Osherow explica cómo el líder de la secta, Tim Jones, empleó estrategias como la del
«pie en la puerta» (estar dispuesto a un pequeño favor o sacrificio predispone más
adelante a otros mucho mayores) y fenómenos grupales como el de la conformidad con
el grupo o la autojustificación. La descripción de estos métodos por parte de la
Psicología Social y su difusión a la opinión pública, para que todos los ciudadanos se

253
hagan conscientes de las posibilidades de manipulación social, es una manera de
prevenir la influencia de las sectas y una ayuda para que las personas no actúen como
una manada irracional, sino como seres humanos más libres, conscientes y racionales.

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and Prisoner's Rights: California. Washington, DC: U.S. Government
Printing Office.

271
1 Las respuestas correctas de acuerdo con los resultados de las investigaciones que se revisarán a lo largo
de este libro son: 1. Falsa; 2. Falsa; 3. Falsa; 4. Verdadera; 5. Falsa; 6. Verdadera; 7. Falsa; 8. Falsa; 9. Falsa; 10.
Falsa.
2 No obstante, vaya por delante que todos ellos han sido realmente estudiados en laboratorio, y así lo
comprobará el lector a lo largo de los capítulos de este libro.
1 No obstante, esto sólo parece verdad cuando la tarea tiene para el sujeto algún incentivo, por ejemplo,
económico; o por su «significado», esto es, el sujeto lo ve como un ámbito en el que poner a prueba su habilidad
(Reeve, 1994).
1 Para evitar la tentación de utilizar este libro con un propósito ajeno para el que fue concebido, se omiten
los teléfonos y las direcciones que sí aparecen en las páginas del periódico y se traducen algunos anuncios que, en
realidad, estaban en inglés.
2 A partir de este trabajo pionero, Aronson desarrolló su teoría de la pérdida-ganancia, en la que postula
que las personas que gustan o atraen más no son las que tienen siempre opiniones positivas sobre uno, sino
aquellas que van cambiando su juicio desde posiciones críticas hasta otras favorables. Y justo lo contrario sucede
si la persona emite cada vez juicios más desfavorables, pues en este caso van resultando cada vez menos
atractivas. Esta teoría ha sido contrastada experimentalmente con notable fortuna (Clore, Wiggins e Itkin, 1975;
Mattee, Taylor y Friedman, 1973).
3 Curiosamente, países fronterizos también han sido habitualmente enemigos y se han enfrentado en
terribles guerras, por ejemplo: Francia-España, Francia-Alemania, Suecia-Rusia; y se han aliado con los países
fronterizos al enemigo común, por ejemplo: España y Alemania aliados contra Francia.
1 La conquista de la felicidad. La edición en castellano es de Espasa Calpe (1994).
8 El empleo de este término (desindividualización) es una opción posible dentro de varias alternativas, pues
el fenómeno no tiene atribuido un término convencionalmente aceptado. Sin embargo, no debe confundirse con el
inglés deindividuation, usado por Zanjoc (1969), que en este libro se ha traducido por «despersonalización», de
uso mucho más común en español. Es cierto que ambos fenómenos tienen algún punto en común, como el
descenso de la autoconsciencia o la posible desinhibición, pero no muchos otros como la conducta antinormativa y
violenta, el sentimiento de impunidad al estar en un grupo, la facilitación social, la falta de autocontrol, etc. Por
eso, la despersonalización se ha esgrimido para justificar acciones como el de las multitudes violentas, el de los
hooligans o el de los linchamientos colectivos. Por otro lado, la «despersonalización» aquí tratada no debe
confundirse con el cuadro psiquiátrico conocido como trastorno por despersonalización. Aunque existe algún
punto de similitud con esta experiencia, el trastorno es reflejo de una patología mental mientras que el fenómeno
de despersonalización sucede en personas completamente normales.
1 dBA: Decibelios Ponderados. Es la medida que mejor se ajusta a la impresión humana de ruido.

272
Índice
Portada 2
Créditos 5
Índice general 8
Prólogo 10
Introducción: Humanos a manadas 12
CAPÍTULO 1 El campo de acción psicosocial 15
CAPÍTULO 2 Comunicación social 31
CAPÍTULO 3 Motivaciones sociales 53
CAPÍTULO 4 Percibir y juzgar a la gente 71
CAPÍTULO 5 La atracción interpersonal 92
CAPÍTULO 6 El comportamiento agresivo 111
CAPÍTULO 7 El comportamiento altruista 134
CAPÍTULO 8 Las actitudes y el cambio de actitudes 152
CAPÍTULO 9 Roles, socialización e identidad social 174
CAPÍTULO 10 Los grupos sociales 194
CAPÍTULO 11 Psicología Ambiental 215
CAPÍTULO 12 Nuevos retos psicosociales 239
Referencias bibliográficas 255

273

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