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UN MUNDO SIN IDEAS.

La amenaza de las grandes empresas tecnológicas a nuestra


identidad

Franklin Foer

La vigilancia en internet es muy diferente del control ejercido por el Estado totalitario. La
Unión Soviética y su familia de naciones observaban a los ciudadanos para generar paranoia,
para imponer los dogmas del partido y, en última instancia, para preservar el control
antidemocrático del poder por parte de una pequeña élite. En internet somos observados con
el fin de que las empresas puedan vendernos sus productos con más eficacia.

Ahora bien, el hecho de que la vigilancia de internet no sea totalitaria no significa que no cause
daño alguno. Si nos observan tanto es para poder manipularnos. Esta manipulación es
bienvenida en parte. Podemos deleitarnos con las recomendaciones musicales algorítmicas,
estamos encantados de que nos muestren un anuncio de zapatillas de deporte, necesitamos
ayuda informática para cribar la información masiva. Pero existe otra forma de describir la
comodidad de la máquina: supone la rendición del libre albedrío; los algoritmos toman las
decisiones por nosotros. Esto no es tan terrible, toda vez que la sumisión a la manipulación es
en buena medida voluntaria. No obstante, es lógico que tengamos la sensación de estar
entregando mucho más de lo que pretendemos y de estar siendo mucho más manipulados de
lo que sabemos.

Nuestro futuro digital puede ser tan glorioso como nos anuncian, o podría tratarse de un
infierno distópico. Pero, como ciudadanos y como lectores, existen buenos motivos para poner
palos en las ruedas. Solo las políticas gubernamentales pueden hacer mella realmente en los
monopolios que controlan cada vez más el mundo de las ideas. Pero podemos encontrar
momentos para apartarnos deliberadamente de la órbita de estas empresas y de sus
ecosistemas. No se trata de que salgamos del sistema, sino de que nos concedamos momentos
para nosotros mismos.

El novelista checo buscaba las costuras del Estado por las que escapar de los ojos vigilantes. El
papel (en forma de libros, revistas y periódicos) es la costura que podemos habitar. Es el lugar
más allá de los monopolios, donde no dejamos un rastro de datos, donde no nos siguen la
pista. Cuando leemos las palabras en el papel, estamos apartados de las notificaciones, los
sonidos metálicos y otras urgencias que nos distraen de nuestros pensamientos. La página nos
permite, en algún momento del día, desconectar de la máquina y ocuparnos de nuestra
esencia humana.

Las cuestiones cruciales de este libro son especialmente delicadas para los estadounidenses. A
lo largo de nuestra historia, nos hemos considerado la vanguardia de dos revoluciones, una
científica y otra política. Hemos pretendido pasar por la gran incubadora mundial de la
tecnología, sus primeros inventores, lo cual expresaba a la perfección nuestro carácter
nacional, nuestra República experimental, con sus colonizadores que se aventuraban en lo
desconocido. Esta revolución en la ingeniería estaba, por supuesto, íntimamente conectada
con la Revolución estadounidense. Ambas fueron productos de la misma Ilustración.
Comportaban la misma fe en la razón. Los primeros de nuestros grandes tecnólogos, como
Franklin y Jefferson, eran profundos exponentes de la libertad política. Estados Unidos
predicaba a viva voz los evangelios de la tecnología y del individualismo, propagándolos por
todo el globo. Innovábamos incansablemente en ambas direcciones, inventando la bombilla y
el derecho a la intimidad, la línea de montaje y la libertad de expresión.

Ambas revoluciones se incitaban mutuamente. Avanzaban de la mano, con solo breves


momentos de tensión. En términos generales, nuestra libertad creaba una economía dinámica
e iconoclasta, que incentivaba enérgicamente el acto creador. Y las invenciones promovían la
causa de la libertad, posibilitando nuevos medios de expresión personal, la libertad de
movimiento y la autorrealización.

Por eso, el momento actual resulta tan profundamente incómodo. Nuestra fe en la tecnología
ya no es plenamente congruente con nuestra creencia en la libertad. Nos estamos
aproximando al momento en que tendremos que perjudicar a una de nuestras revoluciones
para salvar la otra. La privacidad no puede sobrevivir a la trayectoria actual de la tecnología.
Nuestras ideas sobre el mercado competitivo están en peligro. La proliferación de falsedades y
conspiraciones a través de los medios sociales, la disipación de nuestro común apoyo en los
hechos, está creando las condiciones para el autoritarismo. A lo largo del tiempo, la larga
fusión del hombre y la máquina ha resultado muy positiva para el hombre. Pero estamos
ingresando en una nueva era en la que la fusión amenaza al individuo.

La naturaleza humana es maleable. No es algo fijo, pero tiene un límite, traspasado el cual
nuestra naturaleza deja de ser realmente humana. Podríamos decidir cruzar alegremente ese
umbral, pero hemos de ser honestos acerca de los costes. En la actualidad no estamos
dirigiendo nuestro rumbo. Andamos a la deriva sin la presión compensatoria del sistema
político, los medios de comunicación o la intelectualidad. Vamos a la deriva hacia el
monopolio, el conformismo y sus máquinas.

En esta época de rápida automatización, en la que internet conecta prácticamente a todo el


mundo y todas las cosas, la idea de dirigir nuestro propio rumbo puede antojarse ridícula e
inútil. «Nuestro propio control parece escapar de nuestro control», ha argüido el filósofo
Michel Serres. «¿Cómo podemos dominar nuestra dominación?»[6] Se trata de una pregunta
inquietante, pero implica asimismo que los humanos disponemos de reservas de acción sin
explotar. Las empresas tecnológicas aspiran a modelar nuestras vidas y nuestros hábitos, pero
las vidas y los hábitos siguen siendo nuestros. Quizá nuestra sociedad entre en razón e
imponga las sabias políticas de Estado que protejan la cultura, la democracia y al individuo de
la corrosión de estas corporaciones. Mientras tanto, hemos de protegernos nosotros mismos.

Nos hemos engañado al preocuparnos más de la comodidad y la eficiencia que de las cosas
duraderas. En comparación con la alimentación sostenida de la vida contemplativa y el
compromiso profundo con el texto, muchos de los placeres promiscuos de la red se están
desvaneciendo. La vida contemplativa sigue estando a nuestra libre disposición mediante
nuestras elecciones: lo que leemos y lo que compramos, cómo nos dedicamos al ocio y a la
superación personal, nuestra resistencia ante la tentación vacía, nuestra preservación de los
espacios tranquilos, nuestros esfuerzos deliberados por dominar nuestro propio dominio.

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