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El reciente llamado de atención del presidente Martinelli a los canales televisivos locales,

denunciando la mala influencia que estaría ejerciendo en la población la programación nocturna,


últimamente copada de telenovelas colombianas cuya trama gira alrededor de las redes de
narcotráfico y prostitución, ha vuelo a abrir el viejo debate sobre la función de la televisión, la
libertad de expresión y el rol intervencionista del estado en la regulación de los medios de
comunicación. No cabe esperar, sin embargo, que en nuestro país este debate supere el nivel de
mediocridad en el que ha estado sumido desde la última vez que el tema llamó la atención y tuvo
como corolario la desintegración en la práctica de la Junta Nacional de Censura (la Junta no ha
dejado de existir como dependencia del Ministerio de Gobierno y Justicia, pero la ley 24 de 30
de junio de 1999, eliminó en el artículo 36 sus funciones de supervisión de los servicios de radio
y televisión) y la firma del acuerdo de autorregulación, a la luz del criterio simplista que calca la
teoría del libre mercado de Adam Smith y la aplica cándida y acríticamente a los medios de
comunicación, sin mayores precisiones sociológicas sobre la cultura mediática en Panamá y
aquellas cosas que la distinguen justamente como “nuestra” cultura mediática.

Desde luego, no hay por qué creer tampoco que las amenazas de regulación lanzadas por
Martinelli a los dueños de los medios de comunicación, sea un regreso a la sensatez, puesto que
las razones esgrimidas por el presidente, que suponen una relación directa de causa-efecto entre
los contenidos televisivos y la ola de crímenes que flagela la sociedad panameña, se apoyan en
una teoría conductista burda, pavloviana, de la comunicación. En el planteamiento del problema
desde la perspectiva global de la cultura, hay innegablemente una relación entre acción y
comunicación (Habermas), pero la relación es compleja e indirecta (difícilmente comprensible
para el llano empresario Martinelli). Aún así, no deja de ser cierto que precisamente la industria
audiovisual forma parte de la serie de mediaciones en la producción del sentido de la acción, por
lo que, equivocado o no, Martinelli está pisando los callos que debe pisar. Hay por ello cierta
legitimidad en la crítica hacia las telenovelas colombianas, cuya trivialización y esterilización del
mundo de la mafia del narcotráfico no resulta para nada edificante, pero si fuéramos justos, la
crítica es aplicable a la industria audiovisual en general.

Según los defensores del laisseferismo mediático que actualmente nos agobia, cualquier intento
de regulación externa de la industria de la comunicación masiva, equivale a una intromisión
estatal en la esfera privada con fines de control político en una escalada totalitaria. En esa
dirección apunta la reacción de una televisora local al llamado de Martinelli, advirtiendo a la
teleaudiencia del contenido de determinados programas con el slogan “tú tienes el control”,
apoyándose en el mito de la libertad individual, que forma parte de la ideología del liberalismo
clásico. La proposición resulta absurda si constatamos que actualmente toda las formas de
intercambio de bienes se desarrollan con apego a algún nivel de regulación, y no precisamente
por la fuerza, pues tal regulación es deseada y buscada por los mismos agentes privados en
función del principio de “reglas del juego” que soporta el ideal de mercado libre y que justifica el
papel del estado como árbitro o mediador. En el caso de los medios de comunicación, en la
mismísima Constitución de la República están declarados sus fines de interés público y en teoría
la explotación del espectro radioeléctrico está condicionada a las restricciones de una concesión
del estado.

Superado este argumento y aceptado el criterio de que algún tipo de regulación es justa y
necesaria, queda todavía por despejar la duda de cuáles serían sus objetivos, alcances y medios
de aplicación y control, de tal manera que ayuden en la conformación de unas políticas públicas
en el ámbito de la producción audiovisual, dentro de un marco de gestión pública de la cultura en
general. Esto es, partiendo de la base de que exista un genuino interés en promover el desarrollo
cultural y asumiendo que todos estamos de acuerdo en que los fines de la comunicación masiva
sean edificantes. Esto no tiene que estar necesariamente ligado a proyectos de ingeniería social
totalitarios, pues dentro de un ambiente de verdadera libertad y democracia sería perfectamente
compatible con las políticas públicas la tolerancia hacia acciones individuales o concertadas que
vayan en el sentido contrario a esas políticas. No se trataría entonces de prohibir los programas
basura (o por extensión, cualquier producto cultural de dudosa calidad), sino de promover un
contexto mediático en el que sea más fácil producir y consumir programas de alto nivel, a través
de subsidios estatales en forma de cooperación, exenciones, patrocinios, etc., del mismo modo
que se crean incentivos con miras a facilitar la explotación de varias actividades mercantiles que
se consideran de interés público porque ayudan al crecimiento económico.

A mi entender, hay que partir del hecho de que el problema de la regulación de los medios de
comunicación en Panamá debe enfrentarse a variables particulares de la sociedad panameña,
cuyo diagnóstico es requisito indispensable para diseñar las políticas públicas y calibrar su
importancia. Hablando en términos médicos, de la gravedad del paciente dependerá la urgencia y
rigurosidad del remedio. En una sociedad con una cultura mediática pobre, la necesidad de
regulación a través de políticas públicas puede ser mucho mayor que en otra donde el nivel
cultural tenga suficiente salud como para autorregularse, lo cual ciertamente no es el caso de
Panamá. Entre otros síntomas de la crisis de la cultura en Panamá, la televisión de señal abierta
se encuentra en su más bajo nivel en décadas, dominada por 2 empresas cuyos intereses
comerciales superan cualquier meta de responsabilidad social, argumentando el viejo fatalismo
de la oferta y la demanda, según el cual se ofrece a la población lo que ella pide y se merece (que
en la mayor parte de los casos es basura), intentando desconocer que en todo régimen de
producción de bienes, la oferta modela la demanda, es decir, el público pide aquello que está
acostumbrado a recibir. Por otra parte, el estado ha querido reconocer su papel de promotor
cultural a través de sus propios medios de comunicación, como es el caso del Canal 11, pero éste
siempre ha gravitado entre dos extremos, con resultados de poco éxito. En uno intenta competir
por la audiencia de los canales privados, pero recurre para ello a los mismos modelos de
comunicación, en cuanto a forma y contenido, con lo cual su carácter alternativo se pierde
completamente. En el otro extremo es sólo vehículo de propaganda estatal o confunde el
concepto de educación y cultura con los de escolaridad y Bellas Artes, ampliando la matriz
conservadora y carente de dinamismo de la cultura institucionalizada.

El otro problema al que debe enfrentarse una política estatal de los medios de comunicación es el
nivel de dependencia cultural de los centros hegemónicos de producción audiovisual, en cierta
medida ligado al nivel de dependencia económica y social de los centros de poder,
específicamente Estados Unidos (Mattelart), pero con una dinámica propia de las industrias de
sustitución, que ha hecho posible que hayamos sido, en diferentes tiempos, público cautivo de la
industria mediática mexicana, venezolana y colombiana. Ser autosuficientes en la producción
audiovisual, por supuesto, no es garantía de una mejora en la calidad de la programación
televisiva, pero es sin duda una condición necesaria para que las políticas públicas estén en línea
con objetivos nacionales de desarrollo cultural.
Finalmente, existe el problema de la definición de la calidad. Parece relativamente fácil definir
los criterios de medición de la calidad en productos tangibles como los automóviles o celulares,
pero ¿cómo y quién define la calidad de una película o un noticiero? Inevitablemente, predomina
una tendencia especulativa, de escasa sistematización y con altas dosis de subjetividad, que
además pretende imponer gustos y opiniones por decreto. En la esfera internacional existen
notables esfuerzos, sin embargo, por establecer normativas que regulen la calidad televisiva,
como es el caso de la norma ISAS BC-9001:2003, iniciativa del Consejo Mundial de Radio y
Televisión. Dicha norma, compatible con la norma ISO 9001:2000, incorpora a la producción
audiovisual los sistemas de gestión de calidad basados en procesos. Es una referencia valiosa
para auditar la calidad de las empresas televisivas, partiendo de unos requisitos específicos de la
industria, que incluyen accesibilidad, transparencia, diversidad, pluralismo religioso, relevancia
social de los contenidos, etc. Teniendo como base una norma de este tipo, no sólo se puede
certificar de una manera justa, equilibrada y objetiva, la calidad de la oferta mediática de los
medios de comunicación televisivos, sino que un ente regulador puede hacer ulteriores
clasificaciones de tipos de programas, por su forma y contenido, de tal manera que el estado
pueda incentivar aquellos que promuevan el engrandecimiento del acervo universal entre los
ciudadanos del país. La mayor ventaja es que todo esto puede hacerse sin imposiciones
arbitrarias, ni restricciones a la libertad de expresión, ni a la libertad de empresa, aunque sí
resulten afectados mezquinos intereses particulares. Tampoco cerraría la discusión sobre la
calidad de la industria audiovisual, lo que haría es llevarla a un nivel de participación ciudadana
en la que ésta tenga algún grado de influencia y no siga siendo el mismo ente pasivo, sometido a
los deseos personales de los dueños de medios de comunicación.

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