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“Más allá de la gestión cultural:

algunas estrategias para una(s)


nueva(s) política(s) pública(s) para la
cultura”
Eduard Miralles.
Centro de Estudios y Recursos Culturales de la Diputación de
Barcelona (CERC).

Ponencia dictada en el marco del la XXVII Escuela de


Capacitación de la Asociación Chilena de Municipalidades y el
Encuentro INTERCULTURA de Gestión Cultural Municipal,
ambos realizados en Puerto Octay, Región de Los Lagos, Chile,
enero de 2006.

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Mejorar en la definición de sus objetivos la articulación entre necesidad y oportunidad,
y entre visibilidad y proximidad.
La tensión entre necesidades y oportunidades resulta particularmente compleja para las
políticas públicas para la cultura, en la medida en que las primeras, las necesidades, así
como todo lo que respecta a la esfera de los derechos y deberes culturales, resultan
especialmente difíciles de definir. El imperio de la oportunidad, por el contrario, resulta
ser con excesiva frecuencia el input exclusivo o casi único en la definición de los objetivos
de la política cultural en un territorio determinado.

Directa o indirectamente, toda política sectorial con voluntad universal se establece a


partir de una determinada concepción de “normalidad” que contribuye a
institucionalizarla e, incluso, en el mejor de los casos, a hacerla evolucionar
progresivamente. Tomando como ejemplo los sectores básicos de las políticas de bienestar,
existen políticas educativas y políticas sanitarias en la medida en que las nociones de
educación y de salud se convierten en universales, objetivas y parametrizables, hasta el
punto que se establece un consenso internacional a través de organismos especializados,
respecto a los niveles mínimos deseables para el máximo de la población. Así pues, los
derechos de las personas se transforman en deberes de las instituciones y, por
consiguiente, una política plantea estrategias y formula servicios para la consecución de
esta cuota mínima para un máximo de ciudadanos.

No hace falta mucha ciencia para constatar que las políticas culturales no funcionan
exactamente así. De entrada, el concepto de derecho cultural es todavía precario a pesar de
que la mayoría de declaraciones de reconocimiento de los derechos humanos, a escala
global y a escala local, han incorporado el derecho a la cultura como un imperativo en
términos más o menos imprecisos y a pesar de que, actualmente, sea un tema presente en
la agenda de un buen número de organismos y redes internacionales. Por otro lado,
predicar la conveniencia del consenso alrededor de unos servicios culturales básicos
universales todavía suscita un elevado grado de animadversión entre los detractores de la
incorporación de la cultura – una región de la esfera personal y, por lo tanto, privada – en
el marco competencial de la cosa pública.

Por consiguiente, la dificultad de definir universalmente derechos, deberes y servicios


empuja a las políticas públicas hacia algunas paradojas flagrantes. En primer lugar, la falta
de consenso sobre la cuota mínima de servicios para el máximo de ciudadanos convierte a
las políticas culturales en gestoras de singularidades – el acontecimiento y el fenómeno
cultural – de efectos inequívocamente perversos: proporcionando el máximo de servicios
para los segmentos de la población culturalmente activos se crean las condiciones para una
nueva desigualdad, la cultural. En segundo lugar, las políticas culturales, renunciando a la
determinación de unos objetivos explícitos y precisos, confieren categoría de finalidad a lo
que no es más que un instrumento: en el discurso, a menudo, hay demasiado bibliotecas y
demasiadas pocas estrategias para el fomento de la lectura, demasiados teatros y
demasiadas pocas estrategias para la socialización de los lenguajes artísticos...

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La tensión, esta vez de tipo vertical, entre las nociones de visibilidad y de proximidad se
plantea de forma parecida. Siendo ambas nociones de presencia necesaria en el diseño de
una política cultural, a menudo van desparejas (nos referimos a la habitual desconexión
entre lo que se hace respecto a la cultura “con mayúsculas” y a la cultura “con
minúsculas” en el marco de una determinada intervención institucional) o se hipoteca lo
uno en función de lo otro (nos referimos a políticas en exceso “planas”, anodinas o
monótonas, donde la visibilidad resulta muy difícil, o a políticas “agudas” en exceso,
donde el delirio de la singularidad carece de sólida base). Frente a esta falsa dicotomía,
resulta necesario postular que el proyecto cultural más sólido es a la vez el más visible y,
viceversa, que una amplia base redunda en una mayor capacidad de proyección exterior.

En definitiva, la dinámica interna de la cultura tiene mucho que ver con la doble lógica del
relato de lo particular en clave universal (esta debería ser la meta de las acciones
orientadas a la visibilidad) y del relato de lo universal en clave particular (esta debería ser
la meta de las acciones orientadas a la proximidad).

Desplegar sus dimensiones territoriales a la luz de las nuevas cartografías de la


producción y el consumo cultural
La planificación de los servicios culturales territoriales es más compleja que la
planificación territorial de otros tipos de servicios sectoriales en la medida que la cultura,
en su lógica de producción interna, huye de cualquier adscripción territorial preceptiva
que asigne determinadas cuotas de servicios a determinados contingentes de usuarios. Si
se planifican servicios educativos o sanitarios, en definitiva, se acaban estableciendo
determinados procesos de territorialidad preceptiva; esto es: se asignan biunívocamente
servicios a ciudadanos, o viceversa. Nos toca – o nos pertenece – tal o cual escuela u
hospital y no tal o cual otro. En cambio, resulta evidente que no podemos plantear
vincular de la misma manera la praxis cultural de un grupo de ciudadanos a una
determinada oferta de equipamientos o de servicios. Esta contradicción aparente entre los
servicios culturales de proximidad y la práctica cultural desterritorializada es, sin duda
alguna, un factor de complejidad añadido a las políticas públicas para la cultura que, a su
vez, abre perspectivas insospechadas, desde ensayar la movilidad de públicos y la
especialización de los servicios en una escala territorial más amplia, hasta la consideración
de las prácticas turísticas como prácticas culturales tout court.

Entre los múltiples argumentos a favor de un sistema público de la cultura en España que
abundan en las particulares oportunidades estratégicas de las distintas administraciones
territoriales conviene destacar aquí el conjunto de cambios que la geografía de la
producción y del consumo de bienes y servicios culturales está experimentando a lo largo
de los últimos años. Existe, de entrada, un replanteamiento general de las dimensiones
del “territorio cultural”; en palabras de Manuel Castells, la cultura empieza a ser algo
demasiado grande para lo local y, a su vez, algo demasiado pequeño para lo global. Los
axiomas de la oferta cultural institucional, y muy en especial su concepción del territorio
como algo todavía excesivamente limitador y constreñido, contrastan cada vez más con
las dinámicas culturales de la ciudadanía, para quien la territorialidad no constituye tanto
una dificultad como, en muchos casos un valor añadido: un valor añadido en términos de

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proximidad (los servicios “a pie de casa” son particularmente bien recibidos) pero
también un valor añadido en términos de distancia simbólica (viajar para practicar
cultura, algo que constituye la base del turismo cultural como fenómeno emergente).
Coexisten, pues, múltiples territorios culturales, según se observen desde el punto de
vista de la demanda o desde el punto de vista de la oferta de bienes y servicios culturales:

• Desde el punto de vista de la oferta cultural, la distinción entre la cultura que se


“presenta”, la cultura que se “re-presenta” y la cultura industrial o mediática, la
de los “soportes” y los “canales”, es la que acaba determinando las posiciones
geográficas de la cultura. Tal y como Baumol y Bowen, padres de la economía de
la cultura, hicieron notar en su célebre ensayo de mediados de la década de los
sesenta sobre las artes en vivo, no se puede sustituir fuerza de trabajo por capital
por lo que, en lo escénico, cada función cuesta casi tanto como la anterior –frente a
lo que sucede con la cultura “en lata”, donde cada copia supone una amortización
de la inversión inicial, cuyo mercado es prácticamente global. La cultura de la
“presentación”, la de las exposiciones, por ejemplo, está a medio camino: la
itinerancia abarata costes de manera significativa. Cada territorio, en conclusión y
por lo tanto, es como una pista de aterrizaje de ofertas y demandas con lógicas
distintas mercados que una política cultural territorial debería intentar articular
adecuadamente.

• Desde el otro polo, el de la demanda, las posiciones acaban determinando lógicas


de competencia y cooperación territorial sumamente interesantes. Existe un
primer territorio de servicios culturales de proximidad (las bibliotecas llamadas
“populares” o el tallerismo de los centros culturales polivalentes, por ejemplo), de
“uso diario”, donde los valores se centran en la descentralización y la
accesibilidad; las lógicas de competencia y cooperación son casi inexistentes. En
segundo lugar, el territorio del espectáculo en vivo obedece, en cambio, a ritmos
semanales (o de fin de semana: los gestores escénicos conocen muy bien el reto de
programar en los días laborables) y su “cobertura” –utilizando el símil telefónico–
puede alcanzar el centenar de kilómetros o la hora de desplazamiento en
automóvil. Aquí la tradición cooperadora és más o menos fuerte, según los casos
(circuitos, redes, etc.), hasta el punto de llegar a neutralizar la competencia en
razón de lo reiterativo de las programaciones. Finalmente el territorio del
patrimonio, de los museos, de los festivales y de los grandes eventos más o menos
singulares se asocia a la vacacionalidad y su radio geográfico es mucho más
amplio. De hecho, en este caso, el valor de la experiencia suele guardar relación
directa con la distancia que es preciso recorrer para alcanzarla. Y la competencia
en pos de un público “global”, o de una visibilidad “universal” llega a neutralizar
cualquier intento de cooperación posible.

Así las cosas, lo territorial en cultura se encuentra ante un reto y una oportunidad. El reto
consiste en planificar la oferta de servicios culturales desde una perspectiva territorial
mucho más integrada y sistemática. El período de la política cultural autárquica (en cada
lugar debe haber de todo para los del municipio) parece ya hoy en día poco viable. Si en

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otros ámbitos de lo económico y lo social crece con fuerza la imagen de la “ciudad-red”,
resulta urgentemente necesario que los responsables del planificación cultural empiecen a
trabajar desde lógicas de planificación de sus ofertas de servicios superadoras de lo
estrictamente local. Compensando inequidades y generando nuevas economías de escala.
Pasando de la competencia a la cooperación. Sumando recursos para multiplicar
resultados. La oportunidad estriba en el hecho de poder generar, en este nuevo contexto,
una nueva dimensión de centralidad. Si nuestro público, nuestros usuarios, no sólo son
nuestros ciudadanos, las apuestas de visibilidad regional, nacional e incluso internacional
resultan mucho más evidentes. Y ello resulta particularmente interesante para los
territorios “NUTS III” y para las “ciudades medias”, porque su entorno territorial reúne
suficiente “masa crítica” para operaciones algo más ambiciosas que las de costumbre,
porque sus dotaciones de recursos pueden empezar a ser suficientes para acometer
operaciones de superior envergadura y, en definitiva, porque sus posibilidades de
visibilidad más allá del respectivo término municipal también son mayores, sin sufrir por
otra parte, la polución mediática de los eventos que tienen lugar en las grandes metrópolis.

Apostar por la cooperación interinstitucional, transitando desde la actual competencia


hasta la deseable complicidad
Ya es un lugar común que los estudiosos de la legislación cultural y del derecho a la
cultura mencionen el hecho de que en España, como en otros países, las competencias
culturales de los distintos niveles de la administración territorial son concurrentes. Decidir
quién debe hacer qué cosa en materia de cultura sigue siendo en nuestro país una
asignatura pendiente. De arriba abajo, o viceversa, ¿Hasta cuándo el Ministerio de Cultura
seguirá haciendo dejación de su obligación de coordinar y dirigir la cooperación con y
entre las Comunidades Autónomas? ¿Las consejerías autonómicas de cultura, allá donde
existen todavía las diputaciones provinciales, acaso no pueden avanzar hacia un reparto
más eficaz y efectivo en sus políticas respectivas? ¿Por qué, en general, y salvo honrosas
excepciones, las diputaciones provinciales “de régimen común” (lo que excluye a las
forales, los cabildos y los consejos insulares) no suelen atender sus obligaciones
estatutarias, es decir, la asistencia y la cooperación cultural con los municipios de su
provincia, corrigiendo desigualdades y generando economías de escala, y se dedican más
bien a contraprogramar la acción cultural de la capital respectiva, con independencia del
color político de cada cual? El “pacto cultural” entre los distintos niveles de la
administración territorial del estado, basado en el principio de subsidiariedad – el máximo
de competencias y de recursos para las instituciones más próximas a la ciudadanía – sigue
siendo, cuando no se trata de una cuestión no planteada, por lo menos una verdadera
“asignatura pendiente” en España. Si a ellos se añade el desbarajuste “funcional”, la cosa
se agrava: ¿quién debe liderar, en cada sector, las políticas de fomento de la creación, de
difusión cultural o de formación y promoción de públicos? Sin un “pacto cultural” que
reordene las competencias culturales de los distintos niveles de la administración pública
las capacidades de actuación seguirán siendo muy inciertas.

Pero ¿cooperar, para qué? Cooperar para empezar a hacer lo que nadie hace. Cooperamos,
en general, a partir de lo que sabemos hacer y, de hecho, ya hacemos en nuestros lugares

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respectivos: intercambiamos producciones artísticas, producimos exposiciones y eventos,
relacionamos gestores… Pero la gestión cultural territorial presenta, todavía, muchas
lagunas, muchos “agujeros negros”. Si cooperar es sumar recursos para multiplicar
resultados, ¿por qué no hacerlo en torno a las “asignaturas pendientes”?. Aquí van
algunos espacios que nadie ocupa. Las denominadas “otras culturas”: la cultura tecno-
científica, lo que Josep Ramoneda, a propósito del CCCB, denomina la trilogía del “bio”, el
“eco” y el “ciber”. El abordaje de la industria y el comercio cultural a escala local, algo que
a menudo relegamos a más altas instancias autonómicas o estatales, cuando en las
ciudades hay tiendas culturales, librerías, bares musicales, grupos semi-profesionalizados,
pequeños emprendedores, micro-empresas… Todo lo que tiene que ver con la
investigación, el desarrollo y la investigación en materia de políticas culturales
territoriales: datos, estadísticas, indicadores, benchmarking, observatorios, laboratorios, etc.
Reinventar la sociocultura: articulando las iniciativas de múltiples ciudades españolas en
torno a los equipamientos de proximidad...

Crear condiciones para la sostenibilidad y la reversión de las plusvalías generadas por


la cultura hacia el propio sector
A estas alturas nadie duda ya que “la cultura da trabajo”, ni que “la cultura es capital”,
por utilizar los expresivos títulos de dos obras recientes sobre la economía de la cultura en
Uruguay dirigidas por el profesor Luis Stolovich. Como bien demuestra, por otra parte,
George Yúdice en su obra reciente “El recurso de la cultura. Los usos de la cultura en la
era global”, lo cultural se ha convertido en uno de los argumentos centrales, sino el que
más, del discurso sobre el desarrollo económico, urbano y social contemporáneo. El
problema, hoy en día, es otro bien distinto. La cultura ya no debe demostrar nada, sino
más bien exigir lo que le es propio. Dicho de otro modo, y dado que está fuera de dudas la
capacidad de generación de externalidades económicas por parte de la cultura, la pregunta
del millón –y nunca mejor dicho– es ¿qué cultura genera la economía?, o más bien ¿cómo
revierten en el sector cultural las plusvalías económicas que el sector cultural genera? Si en
el año 1997 el Guggenheim inauguraba en Bilbao la era de establecimientos urbanos de
alto voltaje con la cultura como pretexto, en el año 2004 el Forum Universal de las Culturas
inaugura la era de los acontecimientos urbanos de alto voltaje con la cultura como
pretexto. Hay algo ahí que no nos permite cuadrar, que no nos deja cerrar el círculo.
Mientras estas preguntas permanezcan sin respuesta, o mientras las respuestas sigan
siendo insatisfactorias, la presunta “sostenibilidad” del sistema cultural seguirá estando en
peligro.

Articular nuevas formas de transversalidad con las políticas estructurales


La cultura corre el riesgo de comenzar a ser ya demasiado importante como para seguir
estando en manos de las políticas culturales. No estamos hablando aquí de la imparable
voracidad de la industria cultural, de la urgente necesidad de proclamar la excepción
cultural ni de otras cosas por el estilo. Se trata de algo más prosaico, acaso más rastrero,
que se extiende cual epidemia entre las instituciones públicas territoriales. Por decirlo de
algún modo, mientras que la presencia de los tradicionalmente considerados “gestores
culturales” –con independencia, en este caso, de su perfil técnico, político o politécnico– en

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los proyectos culturales “estratégicos” suele ser inversamente proporcional a la
importancia de dichos proyectos, la presencia de los responsables de departamentos
tradicionalmente considerados como “duros” –economía, urbanismo, etc. – en cambio se
da en proporción directa. Es preciso recalcar que no se trata de ninguna reivindicación
corporativa. Los mecanismos administrativos y políticos especializados en economía u
obras públicas lidian legítimamente con un amplio elenco de sectores temáticos: no es
preciso que exista una concejalía de bares y restaurantes o un ministerio del acero para que
las instituciones desarrollen políticas industriales o comerciales en los respectivos sectores.
Pero la cultura, para bien y para mal, es distinta, y a lo mejor deberíamos empezar a
aplicar la tan cacareada “excepción cultural” de puertas hacia adentro en nuestras
instituciones. Por lo tanto, atención con la paradoja que supone el hecho de que los
proyectos culturales sean cada vez más centrales y la presencia de los responsables del
sector sea cada vez más periférica.

En este sentido, es necesario trascender la transversalidad exclusivamente concebida en


relación con las políticas de la esfera del bienestar o los llamados servicios personales (es
decir, educación, juventud, servicios sociales, etc.) para plantearla también respecto a las
políticas consideradas “estructurales” (las que prestan atención al desarrollo del territorio
y al desarrollo de sus recursos productivos), ámbitos en los que lo cultural ostenta cada
vez más una posición privilegiada.

Diseñar los servicios pensando en los cuatro niveles estructurales interconectados: las
infraestructuras (hardware), los programas (software), los sistemas operativos (orgware)
y las redes externas e internas (netware).
El análisis de las políticas públicas para la cultura suele mostrar su carácter fragmentario; a
menudo, muchas políticas se basan y se autodefinen solamente a partir de su despliegue
de infraestructuras y equipamientos (el espacio público cultural suele plantearse como
objetivo de la política en sí misma, y no como recurso para una intervención más
trascendente). La atención debida a las máquinas de gestión o a la conectividad de las
políticas y sus acciones con iniciativas próximas o análogas suelen estar poco o mal
formuladas en los planteamientos estratégicos de dichas políticas. Concebir los servicios
culturales mediante la analogía con los componentes de un sistema informático resulta
esclarecedor al respecto. Así pues, los servicios culturales deben estar diseñados en cuatro
niveles estructurales interconectados:

1. Los lugares para la cultura, espacios, equipamientos o infraestructuras


culturales, que constituyen algo así como el hardware de los servicios culturales.

2. Los programas, concebidos en sentido amplio y no sólo como la


“programación” entendida como una mera agenda de propuestas o eventos,
análogos al concepto informático de software, sin el cual la potencia del hardware
no deviene poder efectivo.

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3. Los modelos de gestión de los servicios culturales, con especial mención a los
aspectos participativos contemplados en los mismos, verdadero sistema
operativo u orgware (concepto que en este caso resulta mucho menos frecuente),
capaces de hacer funcionar los programas correctamente y de dotar de vida al
hard.

4. Finalmente, los recursos facilitadores de la conectividad para el trabajo en red,


ya sea tanto a nivel interno (intranet) como en relación con otras instancias
sectoriales o territoriales (extranet), capaces de romper el aislamiento del
servicio o programa y de establecer los niveles adecuados de sinergia entre la
propuesta y su entorno.

Implementar consejos, observatorios/laboratorios y agencias operativas especializadas.


En los trabajos del plan estratégico del sector cultural de la ciudad de Barcelona llevados a
cabo a finales de los años 90 se postuló un nuevo sistema operativo para las políticas
culturales de la ciudad. Dicho sistema operativo posee elevadas condiciones de
transferibilidad para otros contextos institucionales y territoriales. Se trata de formular la
triangulación de tres instancias complementarias:

1. En primer lugar, una instancia representativa, que podemos denominar


“consejo”, de carácter deliberativo y/o decisorio, donde se pueda dar cabida a
todas las voces y sectores culturales vinculados con el territorio de referencia,
compuesto mediante sistemas de cooptación o de representación sectorial
proporcionada.

2. En segundo lugar, una instancia de análisis y prospectiva, o de investigación +


desarrollo + innovación, a la que se ha dado en llamar
“observatorio/laboratorio” cuya misión consista en hacer acopio y
sistematización de la información relativa a las dinámicas culturales
territoriales (agentes, recursos, producción, consumo), su transformación en
conocimiento mediante la aplicación de indicadores de evaluación y su
posterior transferencia en forma de propuestas innovadoras para las políticas
culturales del territorio.

3. Finalmente, el desarrollo de agencias instrumentales operativas específicas,


especializadas en uno o varios sectores de la actividad cultural
institucionalmente relevante, que permitan aplicar sistemas mixtos de gestión
público-privada.

Completar la intervención directa por parte del estado con la creación de condiciones
para la actuación de la iniciativa social y de la iniciativa privada
La intervención directa por parte del estado constituye un hecho consubstancial al
desarrollo del paradigma de la gestión cultural. Ello no obstante, la creación de
condiciones para la asunción compartida de responsabilidades sobre lo público por parte
tanto de la iniciativa social como de la iniciativa privada constituye uno de los factores

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clave para la consolidación de la gobernabilidad, entendido además como grado avanzado
de subsidiariedad. Lo público, pues, como algo que no es propiedad privada del estado.
“Dar juego” a terceros debe formar parte del diseño estratégico de las políticas públicas
para la cultura, aún en el caso de que las particulares condiciones históricas en el
desarrollo de tales políticas hayan tendido a un monocultivo casi exclusivo de lo público
en manos de la administración, ya sea estatal, autonómica, provincial o local. Teniendo en
cuenta, no obstante, que los vértices del tradicional triángulo de lo público, lo privado y lo
asociativo viven una transformación radical, propiciando el surgimiento de un triángulo
inverso, en el que nuevas formas organizativas tales como las empresas públicas, las
fundaciones o las compañías de interés general desarrollan nuevas formas de gestión
compartida muy distintas a las tradicionales lógicas del subsidio, la compra-venta de
servicios o al subvención.

Apostar por la generación de ciudadanía cultural organizada.


Lo relativo a la participación ciudadana en la vida cultural sigue siendo, en buena medida,
una asignatura pendiente o, en el peor de los casos, una materia que suele considerarse
como superada porque se poseen de cifras de asistencia o uso de servicios más o menos
satisfactorias o porque los órganos directivos de las instituciones dan cabida a algunos
representantes de las organizaciones culturales del territorio. Es en este sentido que la
tendencia más o menos generalizada en las políticas culturales de los primeros años de
nuestra actual democracia a considerar la participación cultural como una de las piezas de
consistencia fundamentales de las políticas, se ha visto reemplazada por una cierta atonía
y un conformismo tan posibilista como insatisfactorio. La participación, además, ha
tendido a considerarse como una forma más o menos mecanicista de gestión de programas
y equipamientos, y no como un elemento estructural central del programa o del
equipamiento en sí mismo.

Replantear cuál debe ser el lugar de la participación ciudadana en las políticas públicas
para la cultura es un reto importante que debe abordarse teniendo en cuenta la múltiple
gama de posibilidades y opciones que la participación supone. En este sentido, merecería
la pena recuperar y actualizar la tradicional distinción entre los sujetos de la participación
(distinguiendo entre individuos aislados, grupos informales y entidades formalizadas) y
los objetos de la participación (distinguiendo a su vez entre el uso o asistencia, la
propuesta y la gestión), explorando las posibilidades y las dificultades que se hallan en
cada una de las intersecciones de ambas coordenadas.

Finalmente, y en este mismo orden de cosas, merece la pena reflexionar sobre la


importancia de promover la existencia de una ciudadanía cultural organizada, una voz
excesivamente ausente de los debates, grandes o pequeños, sobre la cultura y sus políticas
que se dan en nuestro entorno. A menudo la tan manida noción de “sociedad civil” hace
referencia exclusivamente a las corporaciones profesionales y a los gremios artísticos que
se arraciman en torno a la cultura. Casi nunca a la ciudadanía organizada en tanto que
consumidora cultural o practicante voluntaria de actividades artísticas.

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Mejorar la diversidad y la articulación de la oferta cultural territorial, evitando tanto la
reiteración como la discontinuidad de sus propuestas
Estas aportaciones estratégicas estarían incompletas si no se planteara el tema, o el
problema, de los contenidos y de los programas. Dicho en plata: de la cultura que
gestionamos cuando nos dedicamos a la gestión cultural. La cuestión más preocupante en
este sentido es el bajo índice de diversidad de la oferta existente – las bibliotecas y el sector
del libro hace años que utilizan el término de “bibliodiversidad” para dilucidar, entre
otras cosas, sobre la incierta y compleja relación entre títulos publicados (muchos),
ejemplares impresos (pocos) y libros leídos (no sólo se leen pocos libros, sino que además
se leen pocos títulos) –. El principio rector del mercadeo cultural es la economía de escala.
En el sector del espectáculo en vivo los circuitos y las redes suelen actuar, de hecho, como
“centrales de compras” de espectáculos, con la consiguiente disminución de costes
unitarios y la posibilidad de emprender producciones singulares que de otro modo serían
inviables. Lo positivo de este hecho presenta contrapartidas más bien negativas si se mira
desde el prisma de la diversidad de la oferta cultural. Es bueno que se puedan programar
muchas cosas en muchos lugares. Pero para el ciudadano, la agenda de un lugar se
asemeja a la de otro peligrosamente, lo que no contribuye a estimular las asistencias. El
caso límite, salvo honrosas excepciones, se da en los festivales de jazz, tanto en su versión
de verano como en la de invierno, con su propensión a la clonicidad absoluta. Se impone
reflexionar largo y tendido sobre cómo programar, qué programar y por qué hacerlo.
Porque la oferta escénica, como ya se ha dicho, no es sólo una cuestión de proximidad
(todo aquello de la distancia como valor añadido y tal). Y porque la ciudadanía raramente
es llamada a opinar sobre algo que es en sí manifiestamente opinable. ¿Debemos apostar
por estrategias de especialización territorial selectiva o continuar fomentando el “café para
todos”? ¿Ampliar el radio territorial puede tener consecuencias en la diversidad de las
propuestas? El reto, como si dijéramos, está en dejar de ser “diferentemente iguales” para
poder ser “igualmente diferentes”, es decir, transformar un sistema de mínimos múltiples
en otro de máximos singulares.

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