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Ileana Diéguez

Cuerpos sin duelo


Iconografías y teatralidades del dolor
Cuerpos sin duelo
Diéguez Caballero, Ileana
Cuerpos sin duelo. Iconografías y teatralidades del dolor.
1ª ed. Córdoba: DocumentA/Escénica Ediciones, 2013.
288 p.; 17x24 cm.

© Ileana Diéguez Caballero 2013

© Ediciones DocumentA/Escénicas
edicionesdocumenta@gmail.com
www.edicionesdocumenta.com.ar
Lima 364 Córdoba Argentina
Tel. +54 (351) 153855601

Editor responsable: Gabriela Halac


Diseño: Lucas Di Pascuale
Corrección: Gastón Sironi
Imagen de tapa: Erika Diettes, serie Río Abajo.
Fotografía digital sobre cristal.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723


ISBN 978-987-21817-4-1

Esta publicación cuenta con el apoyo de CONACULTA


(Consejo Nacional para la Cultura y las Artes),
el Instituto Nacional de Bellas Artes, la Coordinación Nacional de Teatro,
el Instituto de Cultura del Estado de Durango
y la 34 Muestra Nacional de Teatro Mexicano.
Cuerpos sin duelo
Iconografías y teatralidades del dolor

Ileana Diéguez
Este país tendrá que aprender más
por sus muertos que por sus vivos.
Elmer Mendoza (2009, 112).
A menudo los libros están dedicados a los muertos.
Ineludiblemente también a los vivos.

A todos ellos, en ambos mundos.


Confío en que cada uno puede saber cuánto alentó
y empujó esta escritura.

Cuánto acudió para que ésta haya sido una perturbadora


experiencia de amor y dolor.
Agradezco a Miguel Rubio, Juan Meliá, Erika Diettes,
Elsa Blair, Mayra Martell, Juan Manuel Echavarrría,
Tamara Cubas, Rosa María Robles, Fernando Brito,
Marco Antonio Cruz, José Pablo Baraybar, Edilberto
Jiménez, Lucas di Pascuale, Gabriel Posada, Yorlady Ruiz,
Gustavo Monroy, Alfredo Márquez, Ángel Valdez,
Ricardo Wiesse, Luis Guillermo Lumbreras, Carlos Elera,
Alfredo Narváez, Bernarda Delgado, Carlos Wester,
Carlos Mendoza, Domingo Giribaldi, Rodolfo Suárez,
Carlos Aguirre, Víctor Muñoz, Socorro Naveda, Milagros
Quintana, Soledad Sánchez Goldar, Tania Farías, Pedro
Isaías Lucas, Paulo Flores, Norma Velázquez.

Y muy especialmente mi infinito agradecimiento a


Gabriela Halac, editora de este libro; a Pablo y a Kike.
… la muerte del otro, no únicamente pero sí principalmente si se le
ama, no anuncia una ausencia, una desaparición, el final de tal o
cual vida, es decir, de la posibilidad que tiene un mundo (siempre
único) de aparecer a tal vivo. La muerte proclama cada vez el final
del mundo en su totalidad, el final de todo mundo posible, y cada
vez el final del mundo como totalidad única, por lo tanto
irremplazable y por lo tanto infinita.
Derrida (2005, 11).

No hay por tanto metalenguaje en lo que se refiere al lenguaje


cuando uno se entrega a un proceso de duelo. Por eso tampoco se
debería poder decir nada del proceso de duelo, nada a propósito de
él puesto que no puede convertirse en un tema, solamente es otra
experiencia del duelo que actúa en el cuerpo de quien oye hablar...
Y por eso cualquiera que trabaja así en el proceso de duelo
comprende lo imposible: que el duelo es interminable. Inconsolable.
Irreconciliable. Hasta la muerte, esto es algo que sabe cualquiera
que trabaja en el duelo, trabajando en el duelo como si fuera su
objeto y su recurso a la vez...
Derrida (2005, 154).
Recuerdo, era exactamente octubre de 2008, llegaba al aeropuerto de la Ciudad
de México. Regresaba de Colombia, de un viaje cargado de experiencias difíci-
les, con el cansancio y el dolor encriptados en mi cuerpo.

Al pisar tierra mexicana mi memoria viajó a Puerto Berrío, en el Magdalena


Medio –el lugar de donde venía–, donde la gente renombra las tumbas de NN,
y agradecí tener siempre este puerto de regreso, el espacio donde ha sido posible
reinventarme la vida.

Pero en esos últimos meses de 2008, en México, se había disparado estrepito-


samente la visibilidad de la violencia con el avance estrepitoso de muertes, im-
punidades, dolores y cuerpos sin duelo.

Durante la Muestra Nacional de Teatro que tuvo lugar en Ciudad Juárez a fi-
nales de ese mismo año, el espectáculo del horror y el apremio del dolor y del
miedo ganaron en mucho a los escenarios teatrales. Pasábamos por calles por
las que a veces no podíamos regresar al terminar los eventos, estaban acordo-
nadas por alguna reciente ejecución. El inicio de la reunión de teatristas había
sido precedido por un espectáculo atroz: cabezas dispuestas en la Plaza del Pe-
riodista y cuerpos colgados de puentes peatonales. Después de la presentación
de un grupo de teatro de Chihuahua, en lugar de un debate en torno a la obra
que acabábamos de ver, emergieron los testimonios de ciudadanos que habían
decidido ir al teatro esa noche a conjurar el miedo y a compartir el desamparo
y el dolor por el secuestro de sus seres queridos. Al terminar la Muestra Nacional

15
de Teatro, el número de muertes, incluyendo reconocidos periodistas1, se había
incrementado sensiblemente.

Unos pocos años después somos parte de un país devastado por la muerte,
hemos llegado a casi cien mil muertos2, más de veinte mil desaparecidos, miles
de desplazados y personas aterrorizadas por el miedo, traumadas por el dolor,
por la pérdida violenta de sus seres queridos, y por la imposibilidad de dar se-
pultura a sus muertos.

Ninguna palabra, ninguna obra de arte puede remediar la pérdida de un ser


querido. Cuando hay ausencia de justicia no hay restitución ni consuelo. Esta
escritura no ha sido pensada desde ninguna creencia de restitución. En todo
caso, estas páginas son incómodas y desde ese lugar incómodo molestan, mien-
tras asistimos de cerca o de lejos a la carnicería humana.

Ciudad de México, octubre 2010-marzo 2013.

1
El 13 de noviembre de 2008, mientras estábamos en la Muestra Nacional de Teatro, fue asesinado
el periodista Armando Rodríguez, quien por más de quince años cubrió la sección policial en el
Diario de Juárez. Se ha especulado que las cabezas colocadas en la Plaza del Periodista unos días
antes eran un preludio del crimen.
2
Durante la escritura de estos textos he tenido que actualizar las cifras, que han ido siempre in
crescendo, como si nada pudiera detener la ola de violencia que nos invade.

16
I. Escenarios del cuerpo roto
1. Escenarios luctuosos/Communitas de dolor

El estado de ánimo dominante es el luto, que es madre al mismo


tiempo de las alegorías y de su contenido.
Walter Benjamin (2006, 453).

Es ridículo, pero cada vez que veo un mapa de México se me antoja


pintarlo de negro. Excelente color para vestidos de noche. ¿Eres
pendejo o qué, pinche Regino? Es un país de luto, un país lleno de
sangre derramada y la sangre se vuelve negra, bien lo sabes.
Elmer Mendoza (2009, 111).

Muchas preguntas me han perturbado. Buscaba expresar el malestar pro-


fundo de estos últimos años. La pregunta sobre cómo seguir habitando un mundo
que se ha vuelto extraño, que se ha llenado excesiva y súbitamente de ausencias,
se extiende a varios territorios. Es una situación que toma cuerpo en las palabras
de Veena Das: “Quiero entrar de nuevo a esta escena de devastación para pregun-
tar cómo deberíamos habitar un mundo semejante, que se ha tornado extraño
por la desoladora experiencia de la violencia y la pérdida” (2008, 344). El deber
habitar deviene sobrevivencia, una situación ante la cual no parece haber opción.

El último semanario de la revista Proceso, antes de culminar 2012, presentaba


cifras que dibujaban el estado del tiempo:
En el sexenio que concluye fueron abiertas 62 mil fosas nuevas que no estaban
contempladas en los trazos de los panteones […] Hay por lo menos otras 25 mil
personas de las que no se sabe si están vivas pero retenidas a la fuerza, o si descansan
en fosas clandestinas o fueron convertidas en ceniza.

21
En ese lapso murieron asesinadas 101 mil personas. Casi un Estadio Azteca con
cupo lleno. El mismo número de los muertos en las guerras de los Balcanes o de Irak.
Poco más de la mitad alcanzados por balazos, aunque la mayoría no eran soldados.

Son 101 mil actas de defunción o expedientes abiertos en alguna procuraduría, aun-
que un solo expediente puede contener hasta 72 muertos, como el que fue abierto
para los migrantes asesinados en San Fernando (Turati, 30 de diciembre 2012, 16).

Los desaparecidos en estos seis años se aproximan a o superan cifras produ-


cidas en otros países en conflicto, y en un mayor marco temporal: “Durante el se-
xenio de Calderón y como resultado de su guerra contra el narcotráfico, 25 mil
276 personas adquirieron la imprecisa categoría de ‘desaparecidas’. Son 25 mil
276 seres humanos que oficialmente no están vivos ni muertos. Simplemente no
están” (Hernández, 30 de diciembre 2012, 7), publicó Proceso, teniendo en cuenta
la Base Integrada de Personas no Localizadas y el informe de todas las procura-
durías del país, presentado el 17 de julio de 2012.

Fui escribiendo estas páginas bajo la transformación vertiginosa del lugar


donde vivo, la alteración diaria de las cifras en torno a la muerte violenta, lamen-
tablemente siempre en ascenso. En el nuevo sexenio que inició un sombrío primero
de diciembre de 2012, bajo una avalancha represiva en la que algunos recordaron
los peores tiempos vividos bajo dictaduras extremas, se siguen aportando cifras. A
la ola de violencia que ya vivíamos y seguimos viviendo3, se suma una agudización
extrema de la crisis de Estado. En varias poblaciones, en comunidades indígenas y
campesinas de los Estados de Michoacán, Guerrero, Morelos, Oaxaca, Veracruz,
Chihuahua, México y Jalisco4, surgen las autodefensas ciudadanas o guardias co-

3
Para tener una idea de cómo la violencia no ha menguado en el nuevo sexenio, basta con hacer
el ejercicio de reunir algunos titulares de noticias. Por ejemplo, anoto los titulares de algunas de
las notas publicadas el 23 de abril de 2013, únicamente en el semanario Proceso en línea, todas
firmadas por La Redacción como política del medio para evitar exponer a los periodistas, aun
cuando no se logra detener los asesinatos y continuas amenazas de las que son víctimas: “Acribillan
a tres en una tortillería; violencia deja 19 muertos” (www.proceso.com.mx/?p=339944); “Tiran
seis descuartizados en una parada de autobús en Zacatecas” (www.proceso.com.mx/?p=339876);
“Dan por muertos a universitarios desaparecidos en Coahuila” (www.proceso.com.mx/
?p=339849); “Ola violenta deja 11 muertos, entre ellos una mujer de 62 años”
(www.proceso.com.mx/?p=340176); “Comando irrumpe en partido de voleibol y acribilla a
tres personas” (www.proceso.com.mx/?p=339744).
4
“Una revisión periodística revela que en el país actualmente hay 36 grupos de autodefensa ciu-
dadana en ocho Estados: 20 en Guerrero, cuatro en Michoacán, tres en Morelos, dos en Oaxaca,
dos en Veracruz, dos en Chihuahua, dos en el Estado de México y uno en Jalisco” (Gil Olmos,
23 de febrero de 2013).

22
munitarias como respuesta al hartazgo de vivir a merced del crimen organizado y
ante la ausencia total de garantías ciudadanas por parte del Estado5. Víctimas de
una violencia política que echó a andar una reforma educativa que no los tomó en
cuenta, los maestros toman las calles y carreteras. La violencia magisterial se ha
hecho sentir particularmente en el Estado de Guerrero, uno de los más golpeados
por la barbarie desatada en México desde el pasado sexenio.

Desmarcados de toda constitución de liminalidad y communitas utópica,


los actuales escenarios están lejos de sugerir lo que hace unos años había percibido
como espacios liminales microutópicos6.

Communitas de dolor
El jueves 5 de mayo de 2011, el poeta Javier Sicilia encabezó la Marcha por
la Paz con Justicia y Dignidad7, que avanzó en silencio desde Cuernavaca hasta
llegar al Zócalo de la Ciudad de México el 8 de mayo, con el propósito de “reunir
esa reserva moral del país y colocar en la agenda la situación de emergencia en
que hoy vive el país” (Sicilia en Azaola, 2012, 165).

Aquella multitudinaria marcha que se manifestaba desde el silencio era una


acción fúnebre, luctuosa; un acto de duelo público por todas las muertes que

5
Algunas notas periodísticas han advertido de los riesgos de que estos grupos de autodefensa se
conviertan en instrumentos de políticos o de las propias mafias que intentan combatir, y se con-
viertan en grupos paramilitares; otras notas denuncian la protección del gobierno a cárteles dis-
frazados de policías comunitarias. Pueden verse al respecto las siguientes notas, ambas en la
revista Proceso en línea: “Autodefensa civil, en el filo de lo paramilitar”,
www.proceso.com.mx/?p=334505, José Gil Olmos, 23 de febrero de 2013; y “Cártel de Jalisco
se disfraza de policía comunitaria, denuncian en mantas dirigidas a Peña”,
www.proceso.com.mx/?p=339181, La Redacción, 16 de abril de 2013.
6
En referencia al texto Escenarios liminales. Teatralidades, performances y políticas (Buenos Aires:
Atuel, 2010), un estudio sobre la emergencia de communitas y liminalidades en las escenas ciu-
dadanas y artísticas de algunas ciudades latinoamericanas en las últimas décadas del siglo XX y
los primeros años del XXI.
7
El movimiento nace como una respuesta de la sociedad civil ante la ola de violencia e impunidad
desatada en México a partir de la declaración de guerra a los cárteles de la droga por parte del
entonces presidente de México, Felipe Calderón. Este movimiento es encabezado e impulsado
por Javier Sicilia a partir del asesinato de su hijo y de otras personas, por parte de sicarios
vinculados al crimen organizado, el 28 de abril de 2011. Desde la primera marcha realizada el 6
de abril de 2011 y bajo las consignas “No más sangre” y “Estamos hasta la madre”, el movimiento

23
pesan sobre nosotros. Caminando con aquellos hombres y mujeres que habían
perdido a sus seres más queridos, sentía que la condición que mejor nos expresaba
era reconocernos como una communitas de dolor. La posible formulación de una
comunidad moral a través de una comunidad del dolor vislumbrada por Clastres
y Durkheim y retomada por Veena Das, parecía emerger aquel domingo 8 de
mayo de 2011.

Hacer del dolor individual una experiencia colectiva es la premisa para pensar
la posibilidad de una “comunidad moral”: Sin embargo, “si el dolor destruye la
capacidad de comunicarse”, como ha reflexionado Veena Das, “¿cómo puede al-
guna vez trasladarse a la esfera de la articulación en público?” (2008, 431). Si el
sufrimiento, de modo general nos induce al aislamiento, cómo trascender ese es-
tado para intentar conformar –aunque sea efímeramente– un cuerpo en el que
mi dolor pueda comunicarse con el dolor del otro. Veena Das retoma un argu-
mento de Wittgenstein que considero esencial para estas reflexiones. Se trata de
comprender que “la afirmación me duele no es un enunciado declarativo que pre-
tenda describir un estado mental, sino que es una queja”8 (2008, 432), y esa acción
de la queja lejos de hacer el dolor “incomunicable”, propicia un lugar de encuentro
a partir de reconocerse en experiencias de dolor.

La noción de communitas me era familiar. Hace unos años había realizado


una investigación en torno a ciertos escenarios teatrales y performativos en Lati-
noamérica. Buscando reflexionar sobre situaciones que se salían de cualquier re-
ducción disciplinar, acciones que oscilaban entre la performance, la protesta
ciudadana, la instalación, la intervención urbana, la teatralidad, la manifestación
política y la práctica activista, entonces utilicé las nociones de communitas y de
liminalidad desarrolladas por Victor Turner. Tomaba conceptos propuestos por
la antropología social y ritual para desplazarlos hacia los territorios de la expe-
riencia artística y política.

ha convocado a numerosas acciones bajo la premisa de lograr un pacto por la paz, el reconoci-
miento de las víctimas de la violencia (logrando la publicación de la Ley General de Víctimas el
9 de enero de 2013, que había sido aprobada por el Congreso en abril de 2012 pero rechazada
por el entonces presidente de la República) y la puesta en práctica de acciones que garanticen la
impartición de justicia. Para acceder a las acciones realizadas por este movimiento, puede con-
sultarse: www.movimientoporlapaz.mx
8
El destacado es mío.

24
La expresión communitas utilizada por Turner dista mucho de las comunida-
des jerárquicas que habitualmente conocemos. La comunidad jerarquizada es una
estructura, y la communitas observada por Turner es una antiestructura que parte
de la relación yo-tú. Para Turner fue Martin Buber quien mejor logró expresar la
idea de una communitas utilizando incluso el término “comunidad”: “La comuni-
dad es el no estar más uno junto al otro (y, cabría añadir, por encima y por debajo)
sino con los otros integrantes de una multitud de personas” (Buber cit. por Turner,
1988, 132). Communitas es la sociedad experimentada y vista como una comitatus
o una comunión de individuos iguales, reunidos en una situación de encuentro to-
talmente contraria a lo que representan y convocan las estructuras, directamente
involucradas con la ley (Turner, 2002, 60). La communitas se instala en la vida,
dice Turner, por un corto tiempo –como lo experimentamos aquel día de mayo
en México– para mitigar la aspereza de los conflictos sociales (2002, 67).

En vínculo con las communitas, la liminalidad me interesó como una franja


de alta contaminación y densidad experiencial –“el estado entre y en medio de
las participaciones sucesivas en el ámbito social” (63)– y como un concepto con
el cual busqué expresar las arquitectónicas complejas de acciones artísticas, polí-
ticas y éticas que se realizan como actos por la vida; de acciones ciudadanas que
buscan cierta restauración simbólica y se configuran como prácticas socioestéticas.
En la dimensión microutópica que las acciones entonces estudiadas sugerían, al
propiciar mutaciones personales y colectivas y generar incluso efímeras commu-
nitas, vinculé la liminalidad a estados poéticos y metafóricos, pues aunque las ac-
ciones se insertaban en el orden de lo real inmediato, la transformación energética
que en el acto se daba, el pathos que lo animaba y la producción aurática que lo
marcaba, implicaban la emergencia de una efímera instancia poética. En todos
los casos me interesaba problematizar la liminalidad como antiestructura que
ponía en crisis los sistemas y jerarquías sociales. No exclusivamente como un
“entre” cualquiera, espacio híbrido, sino como una condición altamente efímera
en la que se daba una situación no jerarquizada y que interesaba particularmente
para los estudios de la estética, la política y el arte al devenir espacio de contami-
naciones y caos potencial.

La liminalidad es una experiencia que de manera general emerge en situación


de communitas, opuesta a todo sistema de status, a toda estructura. La esponta-

25
neidad e inmediatez de la communitas es abiertamente opuesta al carácter jurí-
dico-político de las estructuras sociales (Turner, 1988, 138).

En la generalidad de los casos estudiados durante aquellos años (2000-2006),


el cuerpo del performer (activista y/o artista) ocupaba una presencia muy activa,
configurado siempre desde la verticalidad y el movimiento. Eran cuerpos que por
su accionar propiciaban la emergencia de communitas y de antiestructuras utópi-
cas. Pero las texturas de los dispositivos representacionales están acotadas por la
cronotopía9, están contaminadas por las circunstancias espacio-temporales. Desde
esa encrucijada he vivido y practicado también mi propia experiencia de investi-
gación, inevitablemente contaminada por el pathos del tiempo y el espacio en el
cual vivo. De manera que en mis percepciones sobre los espacios para la acción
escénica y política, como en mis percepciones sobre las disposiciones y prácticas
de los sujetos y los cuerpos, se impuso la realidad que emergía en los escenarios
cotidianos, los de la vida.

El lugar del cuerpo


Las prácticas artísticas y/o estéticas vinculadas a la puesta en acción de la me-
moria y a las deudas de la justicia, cada vez más me fueron llevando al terreno del
luto. Me perturbó reconocer que prácticas como las de las Madres de Plaza de Mayo10,
las Madres de la Candelaria11, las madres y familiares de las mujeres desaparecidas
y asesinadas en el Norte de México, eran sobre todo acciones específicamente vin-
culadas a duelos irresueltos. Las prácticas de duelo están inevitablemente vincu-
ladas a acontecimientos de muerte violenta que imposibilitan la recuperación del
cuerpo y la realización de ritos fúnebres, dejando incluso fuertes traumas en torno
al acontecimiento real de la muerte.

9
En el sentido que planteó el uso de este término Mijaíl Bajtín: las circunstancias espacio-tempo-
rales que atraviesan un acontecimiento, una situación, una vida, un estar en un tiempo y un
lugar específicos, irrepetibles, que condicionan nuestra mirada, nuestros actos, nuestro ser.
10
El enunciado Madres de Plaza de Mayo primeramente refiere el movimiento que en abril de
1977 iniciaran las madres de los desaparecidos y detenidos durante la última dictadura argentina,
con el reclamo fundamental de la aparición con vida de sus hijos. Después de numerosas bús-
quedas, el 30 de abril de 1977 las madres deciden reunirse frente a la casa de gobierno en la Plaza
de Mayo de Buenos Aires solicitando audiencia con el entonces presidente de facto, el militar
Jorge R. Videla. A partir de esa primera manifestación pública y hasta hoy, todos los jueves las

26
Lo que más me ha impactado en estos últimos años ha sido constatar otra
dimensión de la corporalidad, más allá de la verticalidad que define nuestra
condición activa; más allá incluso de la horizontalidad que alude a un cuerpo
en descanso, meditación, caída, cansancio, derrota, enfermedad; o incluso el
cuerpo muerto, ese estado que se define en el “aquí se extiende”, “aquí yace”
(Nancy, 2003, 44). Esa otra dimensión es precisamente el no-lugar del cuerpo
–sin extensión, sin horizontalidad ni verticalidad– que introducen los cuerpos
desaparecidos, los amontonamientos de cuerpos desmembrados y acéfalos, las
apariciones de fosas comunes, la acumulación creciente de NN. Y una apre-
miante pregunta: ¿Cómo representar la ausencia? ¿Cómo “dar presencia a lo
que no es del orden de la presencia”? (Nancy, 2006, 33) ¿Cómo evocar las au-
sencias?

Desde el campo de la filosofía Jean-Luc Nancy ha aportado reflexiones im-


portantes para pensar el lugar del cuerpo, su natural extensión como modo de
manifestar la existencia. Pero si la extensión y la exposición marcan la existencia
desde las implicaciones corporales, me interesa la pregunta que implica un rom-
pimiento con esta relación. ¿Qué lugar le queda al cuerpo que ha sido expuesto a
intervenciones violentas hasta ser desaparecido? ¿Cómo se resuelve o se anula la
problemática de la extensión a consecuencia de la alta exposición que implica la
propia disolución del cuerpo?

madres se reunieron en esa plaza iniciando las emblemáticas rondas en torno a la Pirámide de
Mayo. Es ésta la primera organización de madres que enfrentó las desapariciones forzadas prac-
ticadas por las dictaduras latinoamericanas en la segunda mitad del siglo XX. Han recibido nu-
merosísimos premios y reconocimientos internacionales por su contribución a la lucha por los
derechos humanos. Desde finales de la década del ochenta y hasta la fecha el movimiento está
dividido en dos frentes: Madres de Plaza de Mayo y Asociación Madres de Plaza de Mayo Línea
Fundadora, pero cada jueves ambos frentes toman la plaza y realizan la ronda en luto por todos
los hijos desaparecidos.
11
Teniendo como referencia la experiencia de las Madres de Plaza de Mayo, las madres que en Co-
lombia buscaban a sus hijos en medio de la guerra deciden reunirse todos los miércoles al
mediodía en el atrio de la iglesia de la Candelaria, en el bullicioso centro de Medellín. Así nace
el movimiento Madres de la Candelaria en marzo de 1999, con el propósito de reclamar la apa-
rición con vida de todos los secuestrados por los distintos actores del conflicto colombiano: las
FARC, el Ejército Nacional de Liberación, los paramilitares y las Fuerzas Armadas de Colombia.
Actualmente el movimiento está dividido en dos frentes: Corporación Madres de la Candelaria,
Línea Fundadora y Asociación Caminos de Esperanza, Madres de la Candelaria.

27
La problemática del cuerpo está hoy atravesada por la problemática de la
ex/posición y la ausencia. Las imágenes de las fosas de Putis en Perú12, en las que
los únicos hallazgos después de veinticuatro años fueron las ropas, incrementaron
la pregunta en torno al lugar del cuerpo. Las ropas exhibidas en el lugar de los he-
chos y luego expuestas en Casas de Cultura de ciudades andinas para que sus fa-
miliares pudieran identificar algunos restos, proporcionaron un nuevo escenario
a las representaciones de la ausencia corporal. El vestigio en lugar del cuerpo, el
reconocimiento por la hechura de las vestimentas, por la artesanía del tejido, ad-
quiría estatus de representación13. Las instalaciones de Christian Boltanski y las
puestas en espacio de los vestigios o prendas encontradas en Putis se cruzaban en
los escenarios contemporáneos del luto, desde el arte o desde la vida.

Dos años después, en agosto de 2010 –y también en abril de 2011– vivimos en


México la ominosa noticia sobre las apariciones de las fosas de San Fernando, Ta-
maulipas14. A lo largo de estos años nuevas fosas clandestinas se siguen encontrando
en diversos territorios del país15. En julio de 2011 se daba la siguiente información:

12
En los primeros meses de 2008 fueron descubiertas cinco fosas comunes en la zona de Putis, del
Distrito de Huanta, Departamento de Ayacucho, y en mayo se iniciaron las exhumaciones de la
más grande de ellas. El 13 de diciembre de 1984 tuvo lugar la matanza de Putis perpetrada por
una patrulla del Ejército peruano. Los casquillos encontrados durante las excavaciones tenían el
sello de una fábrica de municiones del Ejército. Los pobladores de Putis, en las alturas de Huanta,
habían sido desplazados de sus territorios por los continuos ataques de Sendero Luminoso entre
1983 y 1984. Cuando en ese último año se instaló una base militar en Putis, los campesinos
fueron invitados a regresar al lugar bajo promesa de protección. Durante la madrugada del 13
de diciembre las mujeres jóvenes fueron violadas y a los hombres los obligaron a cavar una fosa
con el pretexto de que allí se construiría una piscigranja. Ciento veintitrés campesinos, entre
ellos niños y ancianos, fueron asesinados y ocultados en el lugar, una de las más grandes fosas co-
munes del Perú en esos años de guerra sucia, pero no la única. Después de veinticinco años el
Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF), encabezado por José Pablo Baraybar, se hizo
cargo de las excavaciones, sin ningún apoyo ni participación de instituciones del Estado.
13
En conversación con Ana Correa, en diciembre de 2010, ella me explicaba que la hechura fue fun-
damental en los procesos de identificación de las ropas, como indicio de los cuerpos. La hechura
daba cuenta de la costura, del detalle del cosido de las prendas. Las mujeres de la comunidad que
habían cosido las ropas reconocían las hechuras, los tejidos que habían pasado por sus manos.
14
Los cuerpos de 72 migrantes fueron hallados en las fosas descubiertas en agosto de 2010. Se
trataba de migrantes procedentes de países como El Salvador, Honduras, Guatemala, Ecuador y
Brasil. En abril de 2011 otras fosas fueron localizadas en el mismo municipio. El 26 de ese mes
se informó que eran 183 los cuerpos encontrados en las nuevas fosas de San Fernando, cifra que
después se elevó a 193. En junio de 2011 se hallaron en Durango otras ocho fosas. A dos años de
haberse encontrado la primera de las 15 fosas en ese Estado, sólo 109 de los 351 cuerpos han
sido identificados (Lozano, Proceso, 10 de abril de 2013).
15
En diciembre de 2012 se encontraron fosas clandestinas en Guerrero y Zacatecas. En marzo y
abril de 2013 nuevas fosas fueron halladas en Chihuahua, Sonora, Guerrero y Nuevo León. De

28
De 2006 a la fecha, se han encontrado oficialmente 174 fosas en 19 estados, con
mil 29 cadáveres. La mayoría de ellas fueron localizadas en los estados de Guerrero,
Tamaulipas, Durango y Chihuahua, donde se ha concentrado la violencia gene-
rada por el poder del narcotráfico y la guerra declarada por Felipe Calderón (Gil
Olmos, Proceso, 6 de julio de 2011).

En estos últimos seis años México se ha llenado de muertos. Pero la muerte


no es una cifra, es un límite real, una dimensión matérica, un olor. Y su expansión
desmedida nos contamina. Las fosas de San Fernando abrieron la expansión ma-
térica de la muerte, diseminaron un olor, expusieron lo abyecto. La visión de los
cadáveres en ese estado que ya no es dado al mirar, que guarda la tierra o evita el
fuego, perturbó nuestras propias representaciones sobre el curso de la carne, evi-
denciando la entrada de otro orden. En sus análisis sobre lo abyecto Julia Kristeva
lo define como aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden, y en-
cuentra en el cadáver el colmo de su manifestación (1988, 11).

Los fragmentos corporales expuestos a la visión hacen ya parte de una realidad


que asumió la abyección como un nuevo orden. Lo que antiguos ritos se empeña-
ban en guardar bajo tierra, nuevos ritos que hacen voto a la abyección se empeñan
en exhibir sobre la tierra. Ha regresado el drama de la obstinada Antígona inten-
tando dar sepultura a Polinices. Hace tiempo que es una historia en plural.

En octubre de 2008, siguiendo las pistas que en una conferencia daba la an-
tropóloga María Victoria Uribe16, viajé a Puerto Berrío, un pueblo de aproxima-
damente cuarenta mil habitantes, a orillas del Río Magdalena, en el Magdalena
Medio, Colombia, en el cual se decía existía un cementerio donde algunas perso-
nas renombraban tumbas anónimas por los favores que de las ánimas recibían.
Desde los años ochenta los habitantes del lugar rescatan los cuerpos encontrados
en los remolinos y márgenes del río. Esos restos de identidad desconocida son de-
positados como NN (No nominados, No nombre).

ningún modo ésta es una información cerrada, es apenas un indicio a partir del registro de
algunos archivos de prensa.
16
Gracias a las informaciones aportadas por Carlos Sepúlveda, durante mi estancia en la Maestría
Interdisciplinar en Teatro y Artes Vivas en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá,
en abril de 2008 tuve conocimiento de esta conferencia. Aquella estancia en la MITAV me pro-
pició los contactos para realizar la visita a Puerto Berrío, y en general enriqueció muchísimo
todo el panorama de investigación.

29
Las tumbas de NN ante las cuales se imaginan nombres, historias y sobre
todo se reinventan vidas y poderes mágicos, son espacios donde se configuran
communitas a partir del dolor y donde pese a todo, la imaginación no cesa de bus-
car estrategias para apostar por la vida. Contra la decisión de desaparecer los cuer-
pos abandonados a las aguas, los habitantes de Puerto Berrío se empeñan en darles
sepultura y otorgarles un nombre.

Estas páginas han ido emergiendo en las reflexiones que a lo largo de algunos
años –desde 2008– me permitieron pensar las relaciones entre cuerpo, duelo y
prácticas artísticas en escenarios dominados por la violencia. He intentado pensar
los efectos de la violencia sobre los cuerpos, las maneras de ejecutar y deformar el
cuerpo, de representar la muerte violenta, siguiendo también reflexiones que otros
ya hicieron.

Ésta no es una escritura sobre la violencia, sino una reflexión sobre el modo
en que la violencia ha penetrado las representaciones estéticas y artísticas, ha trans-
formado nuestros comportamientos y visualidades en el espacio real, ha interve-
nido los cuerpos y generado una nueva construcción de lo cadavérico, y se ha
apropiado de procedimientos simbólicos y representacionales para producir y
transmitir mensajes de terror.

El modo en que se tejen hoy arte y violencia implica reflexiones desde al


menos dos lugares: uno de ellos abarca los escenarios de la realidad inmediata
para observar las escenificaciones y teatralidades de un soberano poder que pre-
tende aleccionar por medio de mensajes corporales e icónicos. Es una situación
que he reflexionado desde la figura de un necroteatro. En otro escenario intento
pensar los recursos empleados por el arte para producir obras vinculadas a las me-
morias de dolor.

En estas páginas se plantean entonces dos tipos de escenarios. Los escenarios


de los cuerpos y las representaciones de los poderes soberanos17 para construir alec-
cionadores memento mori, en los que me interesó pensar cuáles son los dispositi-

17
A lo largo de estas páginas utilizo la relectura que introduce Achille Mbembe (2006 y 2011) a las
nociones de biopoder y soberanía en sus reflexiones sobre el despliegue de los poderes contemporáneos
para decidir la vida y la muerte de las personas. Me interesan las nociones de necropoder y necropolítica
planteadas por Mbembe para pensar la situación que vivimos en México.

30
vos visuales, teatrales y performativos implicados en el ejercicio del miedo. Cómo
entender la realidad de los cuerpos rotos, que más allá de la muerte, son utilizados
para transmitir mensajes de poder. Cómo dar cuenta de la dimensión fantasmal
de las imágenes, de los sujetos borrados, desaparecidos, y de los fragmentos cor-
porales sin nombre a los que les ha sido anulada toda identidad. Cómo esta rea-
lidad ha contaminado el arte y lo ha ido configurando como “una memoria de
dolor”. Ëste es el otro escenario, el de las prácticas artísticas que trabajan con el
dolor. Realizadas a partir de testimonios y documentos, algunas son inevitable-
mente evocaciones y/o representaciones del estado catastrófico en el que se so-
brevive o se muere en ciertos espacios de Latinoamérica. En escenarios donde los
cuerpos son desaparecidos o intervenidos hasta borrarles toda identidad, los ri-
tuales fúnebres, los duelos, como la justicia, están detenidos, suspendidos. En
estos contextos la problemática arte y duelo pasa por la problemática de la ausen-
cia del cuerpo, por los desafíos en torno a los modos de dar cuenta de esas ausen-
cias. Hay prácticas artísticas que se construyen como un desvío poético del
imposible duelo. Varios artistas producen sus obras a partir de vestigios materiales,
de prendas facilitadas por los propios familiares que no han podido despedir a
sus muertos. Me interesa la tensión entre la sustitución simbólica ante lo perdido
que supone la concepción freudiana del trabajo de duelo y la noción de duelo
como acto de sacrificio planteada por Jean Allouch. Me interesan las operaciones
de evocación –no de sustitución– producidas por prácticas artísticas que no bus-
can proyectarse como representaciones ni como sustituciones del duelo. Desde
las consideraciones benjaminianas en torno a la alegoría he buscado pensar ciertas
prácticas artísticas como alegorías del duelo, como trabajos realizados desde una
situación de ruinas, sin pretensión de reducirlas a una sustitución metafórica, sino,
en cambio, a restos metonímicos.

En el cruce de estos escenarios he buscado leer las supervivencias que habitan


las imágenes. Pensar la contaminación antropológica de las imágenes, su devenir
vestigios del rumor de los muertos (Didi-Huberman, 2009, 36). Las tensiones que
inevitablemente genera una escritura en torno a la ausencia y a lo que ha sido
nombrado como un cuerpo espectral, son también las que erosionan cualquier dis-
curso en torno al duelo. Tal vez en el obrar de esa escritura espectral –sobre espec-
tros– se juegue una posibilidad de duelo.

31
Performatividades y narrativas del duelo público
La ex/posición –ponerse, posicionarse, mostrarse– como acto imprescindi-
ble en la vida social y su alta disposición teatral, ha sido abruptamente superada
por la sustracción de los cuerpos, la realidad irreversible de la desaparición, sin
ninguna posibilidad de juegos semánticos por la anulación o sustitución del pre-
fijo. Ex/puesto es también el pasado de una presencia que ha sido vulnerada, de
un cuerpo que ya no es visible, que ya no puede estar ante la mirada, ante nosotros
y los otros.

Judith Butler vincula la vulnerabilidad corporal al trabajo de duelo. Y sos-


tiene la posibilidad de reimaginar una comunidad sobre la base de la vulnerabi-
lidad y la pérdida (2006, 45):
La pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos so-
cialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a
otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición (46).

Regreso a la experiencia de aquel domingo 8 de mayo de 2011, en la Ciudad


de México. Una communitas que se reconoce en la pérdida. Pensar aquella expe-
riencia desde la noción turneriana de communitas es reconocerle una fuerza ex-
traordinaria, de algún modo próxima a un rito de pasaje. La pérdida como
experiencia límite –el más rotundo de los límites– que nos deja en soledad, dio
lugar intempestivamente a una communitas que desafiaba la estructura de sumi-
sión al miedo y corporizaba el derecho público a llorar la muerte.

Butler emplea la palabra comunidad para referirse a aquellas situaciones en


las que el duelo permite elaborar el sentido de una comunidad política (2006, 48-
49). En la experiencia de aquel 8 de mayo en México, la “comunidad política”
reunida en duelo público era una communitas que no sólo desafiaba el miedo im-
puesto por los “soberanos”, sino que también desafiaba la estigmatización de los
muertos: la guerra que el Estado había declarado al narco partía de considerar
que quienes morían eran “bajas necesarias”, las “muertes colaterales” de un con-
flicto entre un bando con derecho a usar las armas y otros bandos que “se mataban
entre ellos”. De modo que los muertos de esa guerra ya estaban de antemano muer-
tos, sentenciados, eran “el enemigo”, sin derecho a ser llorados. Contra esa “dis-
tribución diferencial del duelo” (Butler, 2010, 64) aquella communitas instaló el
ritual público de nombrar y lamentar a los muertos.

32
Al hacer de su dolor por la muerte del hijo un acto público e impulsar un mo-
vimiento para el reclamo de justicia, Javier Sicilia inevitablemente evocó las narra-
tivas y performatividades del dolor, las acciones públicas de visibilización, denuncia
y duelo emprendidas casi siempre por las madres de las víctimas; madres, abuelas,
hermanas, hijas, esposas, mujeres en general. Pueden nombrarse algunos de estos
reconocidos ejemplos: las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina; las
Madres de la Candelaria y las de otras regiones de Colombia siguen buscando a
sus hijos; las Damas de Blanco en Cuba, las madres y esposas de los 75 prisioneros
de conciencia encarcelados durante la llamada Primavera Negra de Cuba18; las ma-
dres y otros familiares de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez en el norte de
México; las madres que desde los años de la guerra sucia se levantaron en México
para denunciar las desapariciones de sus hijos; las madres y mujeres que en la región
de Ayacucho se reunieron en torno a “Mamá Angélica”, Angélica Mendoza de As-
carza, la campesina fundadora de la primera asociación nacional de secuestrados y
desaparecidos del Perú durante la guerra sucia. Y es inevitable no pensar en la ex-
periencia del profesor Guillermo Moncayo, en Colombia, que en junio de 2007
emprendió una marcha desde Nariño hasta Bogotá, recorriendo más de mil kiló-
metros, por la liberación de su hijo secuestrado por las FARC.

Javier Sicilia abrió en México un espacio para las performatividades del duelo,
un espacio que también hicieron suyo los familiares de víctimas en general, las
madres, pero también los padres, otros familiares, los ciudadanos, los hombres y
las mujeres que hicieron públicos sus dolores y el luto de todo un país.

Otras experiencias fueron emergiendo a lo largo de estos años, haciendo vi-


sible que la muerte no se detiene, que la justicia es una gran ausencia, que el duelo
se ha mezclado con la espera y que insistir en la vida es afirmarse en la sobrevi-
vencia. Y en las supervivencias.

Las communitas de bordadoras y bordadores de pañuelos por la paz, que sis-


temáticamente se instalan en parques, plazas y distintos puntos de varias ciudades
de México19, hacen parte del tejido luctuoso que nos determina, de la necesidad

18
Las caminatas de las Damas de Blanco no estuvieron determinadas por la muerte de sus seres
queridos, pero sí por el dolor y por la necesidad de reclamar la libertad de familiares injustamente
detenidos. En una comprensión amplia del duelo ellas deben formar parte de los relatos por
poner el dolor en la esfera pública y por luchar contra la muerte.
19
Bordamos por la paz (www.bordamosporlapaz.blogspot.mx) es una diseminación de colectivos
que en distintas ciudades bordan los nombres de los desaparecidos y asesinados en la “guerra

33
de hacer el duelo. Bordar por la paz de los vivos y de los muertos. Decir sus nom-
bres, contar cómo se los llevaron, dónde los vieron por última vez, cómo aún se
les espera. En verde, bordan los nombres de los desaparecidos; en rojo, los nom-
bres de los muertos. El pañuelo, esa prenda altamente cargada de sobrevivencias
luctuosas en otros espacios sudamericanos, emerge en estos escenarios. Ya no para
ser portado sobre la cabeza de los dolientes, sino como textura/texto que evoca
el procedimiento de las literaturas de cordel o las tendederas de los patios donde
se lava y se extiende la ropa al sol, saliendo a la luz pública para exponer, narrar
los acontecimientos. Sobre las cabezas de las madres y abuelas, o colgados en una
tendedera pública, de cualquier modo los pañuelos condensan las narrativas del
dolor en Latinoamérica, son las escrituras del dolor, del amor, de la espera. En-
gramas fantasmales. Pero también son el tejido de las Erinias, las iras de las me-
morias, la tenacidad de las supervivencias20.

contra el narco”. Esta experiencia nació en abril de 2012 en vínculo con el movimiento Fuentes
Rojas, que en apoyo al llamado del poeta Javier Sicilia para una Marcha Nacional por la Paz co-
menzó a teñir de rojo las fuentes de la Ciudad de México (Bellas Artes y Diana la Cazadora)
bajo la consigna: “Paremos las balas, pintemos las fuentes”. Bordamos por la paz también está
vinculado al trabajo de Menos Días Aquí: los voluntarios que noche a noche realizan el conteo
nacional de muertos por la violencia y los registran en su blog (www.menosdiasaqui.blogspot.mx),
facilitando las informaciones bordadas en los pañuelos. Menos días aquí está también vinculado
a la plataforma colectiva Nuestra Aparente Rendición (NAR), que nació como blog el 27 de
agosto de 2010 tras el asesinato de los 72 migrantes en el Rancho San Fernando, Tamaulipas
(www.nuestraaparenterendicion.com). Bordamos por la paz se ha extendido a varias ciudades de
otros países, entre ellas Córdoba, Argentina, desde donde se han bordado pañuelos en solidaridad
con el movimiento en México, pero también se bordan pañuelos con los nombres y datos de los
niños robados durante la última dictadura, en colaboración con las Abuelas de Plaza de Mayo
Córdoba. Esta acción se ha renombrado “Bordamos a nuestros nietos”.
20
Retomo la frase de Edward B. Tylor: the strength of these survivals. El contexto teórico planteado
por Didi-Huberman en torno a la noción de supervivencia (Nachleben) introducida por Aby
Warburg para dar cuenta de las supervivencias (del pathos y de las formas) de otros tiempos en
las iconografías y en las culturas, aporta reflexiones y relaciones imprescindibles para comprender
las resonancias de los planteamientos de Warburg. Entre esas relaciones está el survival de Tylor
como aquello que persiste y da testimonio de un estadio desaparecido de la sociedad (Didi-Hu-
berman, 2009, 52). La noción de supervivencia que desde Warburg recupera Huberman, está
atravesada por una perturbadora carga espectral: “el tiempo fantasmal de las supervivencias”
(47), su “realidad espectral” (52). Me ha interesado trasladar a otros espacios y temporalidades
esta noción de supervivencia para pensar la alta dimensión espectral de prácticas ciudadanas y
artísticas en torno al duelo: las supervivencias de los muertos.

34
Marcha Nacional por la Paz, convocada por el poeta Javier Sicilia. Imagen: en
Ciudad de México, 8 de mayo de 2011. Foto: Juan Enrique González Careaga.
Ciudad Juárez. Cruces colocadas por familiares y activistas en memoria de los
ocho cuerpos de mujeres encontrados en los Campos Algodoneros el 6 y el 7 de
noviembre de 2001. “En noviembre de 2009 la Corte Interamericana de Derechos
Humanos condenó al Estado mexicano por violar derechos humanos en los casos
de feminicidio sucedidos en Ciudad Juárez en contra de Esmeralda Herrera Mon-
real, Laura Berenice Ramos Monárrez y Claudia Ivette González, dos de ellas
menores de edad, y por la violencia estatal ejercida en contra de sus fami-
liares. La sentencia detalla la responsabilidad internacional de México”
(puede consultarse la página “Campo Algodonero”, www.campoalgodonero.org.mx,
donde se da seguimiento al cumplimiento de la sentencia emitida por la Corte
IDH). Fotografía: Ileana Diéguez, 14 de noviembre de 2008.

La cruz negra sobre fondo rosa, una de las tantas marcas sobre los postes de
Ciudad Juárez denunciando los impunes feminicidios. Fotografía: Ileana Dié-
guez, 14 de noviembre de 2008.
El 13 de diciembre de 1984 tuvo lugar una atroz matanza en la comunidad de
Putis, Ayacucho, Perú, perpetrada por una patrulla del Ejército peruano. En
mayo de 2008 el Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF), encabezado por
José Pablo Baraybar, fue nombrado perito oficial por el Ministerio Público y
se hizo cargo de las excavaciones de la mayor fosa común exhumada en el Perú.
Fotografías de Alain Wittmann, generosamente proporcionadas por José Pablo
Baraybar.
El 3 de septiembre de 2008, en Mashuacancha, comunidad de Putis, Ayacucho, el
Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF) exhibió más de 250 prendas ha-
lladas en la mayor fosa común exhumada en el Perú, resultado de la masacre
ocurrida en diciembre de 1984. La exhibición se presentó durante cinco días
en las localidades de Huanta, San José de Secce (Santillana) y Putis. Más de
500 personas pasaron a ver la exhibición, logrando algunos reconocimientos de
prendas y la recolección de fichas Ante Mortem. A partir de los hallazgos y
las exhibiciones de las prendas encontradas en la fosa común exhumada en
Putis, el fotógrafo Domingo Giribaldi, quien daba seguimiento a los trabajos
del EPAF, concibió la exposición Si no vuelvo… búsquenme en Putis, presentada
en el Perú y en otros países. Esta fotografía realizada por Giribaldi corres-
ponde a la exhibición en Huanta de las prendas halladas en Putis. ©Domingo
Giribaldi/EPAF. Imagen: cortesía de Domingo Giribaldi y José Pablo Baraybar.
San Fernando, Tamaulipas. En agosto de 2010 fueron encontrados los cuerpos
masacrados de 72 migrantes. Foto: AP.

Nuevas fosas en San Fernando encontradas en abril de 2011. Los primeros re-
portes revelaron 183 cuerpos, cifra que después se elevó a 193. Foto: archivo
Proceso. Cortesía Proceso.
Muro donde se alojan las tumbas de NN en el cementerio de Puerto Berrío. Al-
gunas de estas tumbas son “escogidas” y cuidadas por parte de los habitantes
del lugar. Una vez que se obtienen los favores solicitados a las ánimas, se
colocan placas como muestra de agradecimiento y se le otorga un nombre al NN.
Foto: Ileana Diéguez, 4 de octubre de 2008.

Madres de La Candelaria, Medellín, 7 de septiembre de 2012. Fotografía de


Ileana Diéguez.
Bordamos a nuestros nietos, Córdoba, Argentina. Exhibición de pañuelos el 24
de marzo de 2013, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, en
que se recuerda públicamente a los muertos y desaparecidos de la última dic-
tadura argentina. Foto: Ileana Diéguez.

Bordamos por la Paz. Pañuelos expuestos el 1º de noviembre de 2012 en la ins-


talación escénica Lo que viene, realizada por Teatro Ojo en el Teatro El Ga-
león, Ciudad de México. Foto: Ileana Diéguez.

Bordamos por la Paz, México. Imagen tomada del blog,


www.bordamosporlapaz.blogspot.mx.
2. La imaginación desgarrada: mostrar la barbarie 21

La primera forma de combatir la barbarie es mostrarla, narrarla


y denunciarla para que el día de mañana no nos digan que eso
nunca pasó y para que la sociedad que se moviliza contra esa
violencia no deje de hacerlo.
Hollman Morris (en Appel, 2011).

Vivimos en la época de la imaginación desgarrada.


Didi-Huberman (2012, 33).

La violencia transforma la vida, los modos de representación, el lenguaje, las


imágenes. El poder de los excesos que vivimos en México22 permea la vida coti-
diana, los hábitos y comportamientos, las iconografías y los imaginarios.

Desde los relatos visuales he buscado acceder a ciertas claves que me permitan
vislumbrar la espesura simbólica de este estado de cosas. Las iconografías más vi-
sibilizadas por los medios tienen una tesitura corporal e instalacionista; emergen
como “naturalezas muertas” en los espacios de lo real inmediato y trascienden
por la captación fotográfica y la difusión mediática. La fotografía es la huella me-
cánica de algo que ha tenido lugar, que ha sido captado en una instantánea fan-
tasmal. Las fotografías que muestran el estado de los cuerpos en la guerra que

21
Este título cita textos de dos pensadores en torno al trabajo con las imágenes: uno es el periodista
colombiano Hollman Morris. El otro es el reconocido teórico Georges Didi-Huberman.
22
A consecuencia de la declaración de guerra al narco por el entonces jefe de Estado Felipe
Calderón, después de tomar el poder en 2006.

43
hace más de seis años vivimos, reproducen escenas tanáticas dispuestas en los es-
cenarios de lo real con el propósito de transmitir mensajes. Estas fotografías son
el registro de algo que ha sido instalado para ser visto, para ser diseminado y para
que produzca una lección, a la manera de un contemporáneo memento mori23.

Si tenemos en cuenta el pensamiento de Susan Sontag: “toda fotografía es


un memento mori”, pues al hacer una foto atestiguamos la mortalidad y vulnera-
bilidad de otra persona o cosa (2006, 32), las imágenes de los cuerpos mutilados
realizadas con el fin de sentenciar y aleccionar, ponen en abismo, multiplican, su
condición de memento mori. Son las producciones de una tecné, de una artesanía
que utiliza el cuerpo y el cadáver de las víctimas como medio esencial para comu-
nicar relatos específicos: la propagación del miedo y el reconocimiento de un
poder. Evidencian que además de cortar la vida se trata de cortar el cuerpo. Matar
con sevicia. Utilizar el cuerpo como el espacio donde se escribe la ley, la ley de los
soberanos que pueden decidir quién debe morir y quién debe vivir.

Mover el pensamiento
Durante el proceso de investigación y escritura en el que se fueron generando
estas páginas, varias veces fui testigo del despliegue de pathos y lenguajes para pro-
ferir discursos en torno al “uso moral de las imágenes”. En los debates públicos
en torno a prácticas y artistas que trabajan sobre acontecimientos violentos, casi
siempre me tocó escuchar las más simplificadoras y mezquinas expresiones con
las que se acusaba a ciertas obras de ser “apologías de la violencia”.

En nombre de una “corrección estética” se ha dicho que mostrar imágenes de


violencia es una manera de otorgarles la victoria a quienes producen la violencia.

23
Memento mori es una frase latina que significa “recuerda que morirás” y que durante el barroco
fue utilizada como un recordatorio de la mortalidad del hombre y de la vanidad de la existencia.
Alcanzó una alta representación pictórica en las vanitas barrocas, en las que la calavera es uno de
los motivos más importantes al sugerir el carácter perecedero y putrefacto del cuerpo. En todos
los casos el memento mori apunta a la lucha entre la vida y la muerte y es un recordatorio de la in-
evitable mortalidad de la physis humana. Desplazo la frase hasta el presente para señalar aquellas
construcciones realizadas con cuerpos violentamente destrozados, que son utilizadas por grupos
de poder para enviar mensajes a otros, como un terrible recordatorio de muerte y del poder que
unos hombre buscan ejercer sobre otros.

44
Sin embargo, he pensado siempre que callar y silenciar la barbarie sería precisa-
mente otorgar la victoria a los perpetradores de esa barbarie, a los señores de la
muerte. Y esto es lo que me propongo discutir: ¿qué significa decir que tal situa-
ción es “irrepresentable”? ¿Qué es el uso correcto de las imágenes? ¿Qué implica
condenar tal gesto, tal obra por el modo en que se visibilizan o se representan
acontecimientos de catástrofes? ¿Qué significa la “distancia correcta” ante las imá-
genes? ¿Qué se pone en movimiento cuando a los que trabajan con memorias de
dolor, se les acusa de mostrar “el dolor de los demás”? ¿Hasta dónde se puede man-
tener a distancia “el dolor de los demás” sin que también contamine nuestros pro-
pios dolores? Cuando hablamos del “dolor de los demás”, ¿no hablamos de lo que
también son nuestros propios dolores?

La estigmatización de las imágenes que dan cuenta del troceamiento de los


cuerpos, del terror contemporáneo que se apropia de los espacios más comunes,
lleva implícita la defensa de una forma de relacionarse con lo que amenaza la co-
modidad de la mirada. Habría que desmontar –o desventrar– ese discurso que
pondera las imágenes como espacios de corrección.

Retomando la propuesta de Hannah Arendt respecto de la necesidad de per-


severar en el pensamiento allí donde parece que éste fracasa, Didi-Huberman ha
lanzado una de las polémicas más fuertes al discurso casi consagrado de “lo irre-
presentable, “lo indecible”, “lo intolerable”. A propósito de los acontecimientos
vividos en Argentina en diciembre de 2001, Eduardo Grüner ha planteado y prac-
ticado él mismo “la necesidad de movilización del pensamiento” (2004, 7). Para
Grüner, a partir de entonces -y sirva esto para pensar la necesidad de movilizar el
pensamiento en momentos de crisis- todas las ciencias sociales y humanas se han
visto en la obligación de repensar sus categorías, al menos en la Argentina24:
“Cuando el pensamiento está en estado de intemperie y sin embargo es necesario
aferrase a él para ser capaces de responder a las urgencias del momento, lo que
verdaderamente importa es ponerse en movimiento” (7).
24
No podemos decir lo mismo en otras partes de Latinoamérica, por lo menos en México, donde
los acontecimientos de la violencia y la guerra no han sido suficientemente considerados y refle-
xionados en los espacios académicos, y prácticamente sólo los periodistas –aun al costo de sus
vidas– los han abordado. Esta opinión fue expresada por el Dr. Adolfo Atehortúa, investigador
de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia, durante la conferencia pronunciada en la
UAM-Cuajimalpa, Sede Baja California, el 2 de mayo de 2013, como parte del ciclo “Estado,
violencia y narcotráfico en Colombia”.

45
Es necesario aferrarse al pensamiento, ponerlo en movimiento para repen-
sarlo, para seguir pensando hoy lo que parece impensable. Las imágenes que dan
cuenta de acontecimientos violentos son altamente perturbadoras, demasiado in-
quietantes. Aceptar que el horror es irrepresentable y que debemos censurar las
representaciones que documentan la barbarie, puede incrementar las políticas de
desaparición y borradura de documentos, necesarios para la memoria histórica
de una comunidad, de un tiempo, de un país. Puede ser también que de ese modo
nos hagamos cómplices del silencio. O nos volvamos los jueces que dictaminan
cómo hay que representar, ilusionados con la legitimidad artística de una salida
poética –del disimulo poético, como dijera Adorno (1980, 50)–, o con la trans-
formación poética del horror. Las relaciones entre arte y horror son muy complejas
y no caben en una sentencia estética.

Las últimas reflexiones de Adorno reunidas en Teoría estética –publicadas un


año después de su muerte, en 1970– exponen -entre muchos otros problemas- la
situación de un arte que al haberse planteado una “falsa relación con los horrores
sucedidos o amenazantes” está condenado “a un cinismo del que sólo se escapa
cuando lo enfrenta” (1980, 306). Aquellos creadores que han emprendido sus obras
a partir de experiencias catastróficas, han explorado la posibilidad anti-ilusoria y
corrosiva del arte y han insistido en la necesidad primera de no ser cómplices, de
testimoniar la barbarie. Numerosos artistas han producido acciones, prácticas ar-
tísticas y políticas que han buscado, sobre todo, proferir, testimoniar, visibilizar,
obrar memoria a contrapelo. Lo hicieron Goya y Picasso, Christian Boltansky, Ta-
deusz Kantor, Alfredo Jaar, Doris Salcedo, Erika Diettes, Teresa Margolles, Rosa
María Robles, entre los muchos nombres que aquí podríamos invocar.

Escuchando y retomando el pensamiento de Walter Benjamin y Aby War-


burg, Didi-Huberman insiste en la necesidad de practicar el discurso a contra-
pelo, para “volver visible la tragedia en la cultura (para no separarla de su
historia), pero también hacer visible la cultura en la tragedia (para no separarla
de su memoria)” (2012, 26).

El arte que es incómodo, en todos los tiempos, especialmente hoy, inevi-


tablemente devela aquellos aspectos que desearíamos no ver, los que por el ma-
lestar que nos causan hacemos como si no viéramos, actuando como

46
indiferentes. Nadie lo ha dicho con mayor precisión que Adorno: “Las zonas
socialmente críticas de las obras de arte son aquéllas que causan dolor, allí donde
su expresión, históricamente determinada, hace que salga a la luz la falsedad de
un estado social” (1980, 311).

Esta reflexión se produce a partir del modo en que se ha vuelto polémico el


trabajo del arte con las imágenes de la violencia. Pero implica también preguntarse
por el lugar que tienen esas imágenes en la vida, en nuestro entorno. Preguntarse
por la actitud de cada uno de nosotros, por la voluntad de desviar la mirada, pasar
la página y hacer como si siguiéramos viviendo en el mejor de los mundos. La
imagen, como nos ha recordado Didi-Huberman, “en el sentido antropológico
del término, está en el centro de la cuestión ética” (2004, 232). En mucho, las ten-
siones entre los espacios de representación de la violencia, en la vida cotidiana,
en los medios, en los espacios religiosos, en la sexualidad, en el arte tradicional y
contemporáneo, tienen que ver con la mirada miope, “la tradicional forma de
mirar en occidente” (de Diego, 2005, 66). Ese modo de mirar que nos evita el en-
frentamiento con lo incómodo, nos permite relacionarnos de manera cómoda
con escenas difíciles, manteniéndonos siempre a salvo como espectadores.
Somos vulnerables ante los hechos perturbadores en forma de imágenes fotográ-
ficas como no lo somos ante los hechos reales. Esa vulnerabilidad es parte de la
característica pasividad de alguien que es espectador por segunda vez, espectador
de acontecimientos ya formados, primero por los participantes y luego por el pro-
ductor de imágenes (Sontag, 2006, 236).

La posición de “espectador por segunda vez” abre una distancia entre el acon-
tecimiento y su representación. Los acontecimientos suceden en el mundo de
afuera, parecería que pensamos. Les suceden a los otros. Las representaciones de
esos acontecimientos están fuera de control cuando invaden el espacio privado,
nuestras pantallas de información o entretenimiento. La barbarie de la vida co-
mienza a perturbarnos cuando entra a nuestro reservado espacio, a nuestros cír-
culos de placer, al espacio “sagrado” donde se expone lo que se piensa que debe
ser el arte. Es a partir de entonces que sentimos el deber y el poder de decidir
cómo debe ser representado el horror, con la “debida distancia”, la “prudencia ne-
cesaria”, eso que en algunas ocasiones escuché nombrar –incluso por artistas que
trabajan con imágenes de violencia– como “la distancia correcta”, que es también
la distancia cómoda.

47
Imagen-Medusa
Desde los antiguos, la mirada está connotada. La mirada tanática de la Gor-
gona, Medusa, la mirada médusante, la que no se puede mirar de frente. Mirar el
rostro de los dioses está prohibido. Hasta la saciedad hemos escuchado decir que
el hombre no puede mirar el rostro de dios. Lo que no se puede mirar se configura
como interdicto, como extraordinario. Le concedemos un poder, una especie de
sacralidad. O al menos le reconocemos su determinación, su dictamen prohibitivo.

Giorgio Agamben rastrea el significado mortal de la Gorgona al abordar una


de las perífrasis con que Primo Levi designaba al musulmán (Muselmann) de los
campos de exterminio. Para los griegos, la Gorgona es un no-rostro pues no en-
carna la definición de prósopon entendida como el rostro que se hace ver ante los
ojos; no tiene rostro porque no se le puede mirar. Sin embargo, para los griegos
la Gorgona era objeto de múltiples representaciones, de múltiples miradas, pero
con una particularidad: “Gorgo, la anticara sólo se representa de cara… en un
afrontarse ineluctable de las miradas… esta antiprósopon se ofrece a la mirada en
toda su plenitud, con una clara ostentación de los signos de su peligrosa eficacia
visual” (Frontisi-Ducroux en Agamben, 2005, 54).

Las representaciones de la Gorgona nunca son de perfil, privadas siempre de


la tercera dimensión, “como un disco plano”. Nunca es representada como un ros-
tro sino como “una imagen absoluta”: “El gorgóneion, que representa la imposibi-
lidad de la visión, es aquello que no se puede no ver”25 (Agamben, 2005, 55), lo
que interpela al humano.

En sus ensayos sobre Perseo y Medusa (El sexo y el espanto) Pascal Quignard
resalta el valor de la mirada en el mundo antiguo: “el ojo que ve arroja su luz sobre
lo visible” (2005, 77). Mirar, aunque sea oblicuamente, nos devuelve una posibi-
lidad de acción ante aquello que pretendía paralizarnos. Hay que atreverse a mirar
para que el interdicto punitivo no impere, para que la mirada sea también apo-
trópaion, para que seamos algo más que obstupefactus: los aturdidos o paralizados
por el terror. Quignard relata la decisión de Caravaggio en los primeros años del
siglo XVII: “Un cuadro es una cabeza de Medusa. Podemos vencer el terror me-

25
El destacado es mío.

48
diante la imagen del terror. Cualquier pintor es Perseo. Y Caravaggio pintó a la
Medusa” (80). Pero la pintó con volumen, sobre un disco plano. Como si desafiara
la sentencia representacional, como si interpelara la preceptiva de la imagen y al
hacerlo, interpelara los poderes que ella pareciera desatar.

Dice también Quignard que Perseo aprendió a mirar, a la manera de las mu-
jeres temerosas, que a pesar del temor no renuncian a mirar: la mirada oblicua,
desafiando la prohibición de mirar hacia atrás, desafiando la prohibición de mirar
de frente. La mirada oblicua de Caravaggio y de Perseo, de quienes pese al miedo
no cierran los ojos.

Escenarios de corrección
El periodista colombiano Hollman Morris ha declarado la necesidad de re-
velar abiertamente la violencia para poder combatirla (en Appel, 2011). La deci-
sión de controlar la circulación de las imágenes de guerra ha sido implementada
de distintas maneras en Colombia como en México. Bajo el influjo del control
que el gobierno de Uribe trató de tener sobre la información, y evadiendo ser acu-
sados de portavoces del terrorismo, los medios evadieron sensiblemente el registro
de imágenes en las zonas de conflicto, disminuyendo con ello el archivo visual
que da cuenta de una parte de la memoria histórica.

En México, en pleno auge de la violencia, en marzo de 2011, un amplio número


de medios firmó el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia. Se trataba
de un pacto para limitar la información sobre lo que estaba sucediendo en el país,
promovido y firmado por empresarios, directivos y cuerpos editoriales de distintos
medios de comunicación. El impacto que este acuerdo ha tenido en el modo en que
los medios reflejan y discuten lo que está sucediendo en el país, puede percibirse en
el Séptimo Informe del Observatorio para el Cumplimiento del Acuerdo sobre Co-
bertura Informativa de la Violencia, del cual reproduzco un fragmento:
Los espacios de la prensa del centro del país dedicados a cubrir la violencia se re-
dujeron a la mitad, en comparación con el periodo comprendido entre diciembre
de 2011 y febrero de 2012 (un año anterior a los tres primeros meses de gestión
de Peña Nieto). Por ejemplo, la palabra “asesinatos” disminuyó su presencia en las
portadas de la prensa del D.F. en un 50%, mientras que el uso de las palabras “cri-

49
men organizado” y “narcotráfico” se redujo en las portadas un 50.2% y un 54.6%,
respectivamente. En el caso de los noticiarios de televisión abierta, la presencia de
las palabras “crimen organizado” y “narcotráfico” bajó un 70.2% y un 44.2%, res-
pectivamente. En televisión de paga, las mismas palabras dejaron de pronunciarse
un 65% y un 41%, durante el periodo analizado (Acuerdo para la Cobertura In-
formativa de la Violencia, 2013).

La violencia no ha menguado. Tampoco los asesinatos de ciudadanos y pe-


riodistas26, ni las amenazas a algunos medios, realizadas justamente por aquellos
impronunciables en algunos noticiarios y prensa. Pero la imagen que se propor-
ciona en televisoras, ciertos periódicos y revistas, busca ser la de un país en el que
ya no pasa casi nada.

En el discurso pronunciado en la ONU por la reconocida periodista Marcela


Turati, con motivo del Día Mundial de la Libertad de Prensa, se declara abierta-
mente la situación de emergencia que vive el periodismo en México, pero también
la política de silenciamiento que mantienen algunos medios:
Como dependen del gobierno, muchos medios de comunicación callan la vio-
lencia (…). La prensa fiel al gobierno no habla de la violencia. Invisibiliza a
los muertos. Juega el juego que pide el gobierno. No exige tampoco justicia
para sus reporteros, fotógrafos asesinados o desaparecidos, para evitarse un
boicot publicitario. (…) En México parece que no pasa nada. Se habla de paz
y no hay voces que salgan a decir lo contrario porque están silenciadas. Mu-
chos lugares están sometidos al silencio. Cada vez son más los lugares de los
que perdemos la señal, de los que no sabemos qué está pasando (Turati, Pro-
ceso, 2 de mayo de 2013).

Aquello que se identifica como “irrepresentable” es silenciado y censurado


por acuerdos de los poderes económicos y políticos que controlan la circulación
de información en un país. Pero los escenarios de corrección también son orien-
tados y vigilados desde los marcos de la reflexión intelectual, a partir de la máxima
de “lo irrepresentable” sostenida por algunos pensadores desde la segunda mitad
del siglo veinte, hasta hoy. Sin embargo, también hay que decir que esta doctrina
de lo irrepresentable ha sido agudamente cuestionada, develando las distintas

26
“En los últimos diez años más de 600 periodistas han sido asesinados en el mundo, la mayoría
de ellos no estaban en países en conflicto. En México, 83 periodistas desde el año 2000, muchos
más los que han sido amenazados, los que han sufrido intimidaciones y los que han optado por
la censura. Jesús Peña Palacios, representante adjunto de la oficina en México del Alto Comisio-
nado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, planteó el difícil panorama del
ejercicio de la libertad de expresión en México” (“Asesinato de periodistas en México”, 5 de
mayo de 2013).

50
capas del problema, por pensadores contemporáneos como Georges Didi-Hu-
berman, Giorgio Agamben, Jacques Rancière y Jean-Luc Nancy, entre otros.

A propósito de las cajas negras de Real Pictures –una de las tantas obras en
las que el artista chileno Alfredo Jaar abordó el genocidio ruandés de 1994, y en
las que se esconden las imágenes y se muestran los textos que dan cuenta de ellas–
Rancière reflexiona sobre las conexiones entre lo visual y lo verbal para representar
el horror contemporáneo. Y plantea que el poder de las imágenes está en perturbar
el régimen ordinario de esa conexión, tal como lo pone en obra el sistema oficial
de la información (2010, 96). Para afirmar esto, cuestiona la opinión “según la
cual ese sistema nos sumerge en un torrente de imágenes en general –y de imáge-
nes de horror en particular– y nos vuelve de ese modo insensibles a la realidad
banalizada de esos horrores” (2010, 96). En opinión de Rancière, esta visión lejos
de ser crítica está en perfecta concordancia con el funcionamiento del sistema ofi-
cial de información. El problema de lo que muestra ese sistema no está en el nú-
mero. No es el exceso lo que banaliza, es la dimensión absolutamente anónima
de lo que se muestra, lo que hace que ciertas imágenes ya no puedan hablar. Mien-
tras los sistemas muestran las voces y los rostros de los gobernantes, comentados
cuidadosamente por expertos periodistas, son seleccionadas y mostradas otras
imágenes en la que los cuerpos no sólo ya no pueden hablar, sino que no tienen
nombre, les ha sido borrada toda identidad:
Si el horror es banalizado, no es porque veamos demasiadas imágenes en él. No
vemos demasiados cuerpos sufrientes en la pantalla. Pero vemos demasiados cuer-
pos sin nombre, demasiados cuerpos incapaces de devolvernos la mirada que les
dirigimos, demasiados cuerpos que son objeto de la palabra sin tener ellos mismos
la palabra (Rancière, 2010, 97).

Contra la tendencia iconoclasta sustentada por los “doctrinarios de lo irre-


presentable” –como les llama Rancière–, hay que problematizar la aparente opo-
sición entre las imágenes y las palabras. El problema no está en suponer que unas
representen y las otras no. Ambas forman parte del dispositivo representacional.
Sólo que de manera general, las imágenes dan cuenta de los rostros sin nombre, de
los otros, de las multitudes; y la palabra es siempre –o casi siempre– la de una voz,
la de un rostro que tiene el poder de hablar y ser escuchado. La cuestión entonces
de lo intolerable, de lo irrepresentable, como insiste Rancière, debe ser desplazada,

51
problematizada, recolocada. No se trata de si podemos o no podemos hablar y re-
presentar el horror, sino del modo en que se distribuye lo visible. Una imagen no va
sola (2010, 99). Si el texto icónico que ellas producen no puede aportar la sufi-
ciente información porque conscientemente han sido producidas para anular todo
vestigio humano –como sucede con las imágenes generadas por los poderes del te-
rror–, otro texto (verbal), otra textualidad puede dar cuenta de la especificidad de
esas imágenes para que no sean percibidas como laxo espectáculo visual.

El manejo político de lo visible se hace desde muchos lugares, al servicio de


uno u otro interés. El despliegue interesado de lo visible está sin duda en el fin
buscado por los acuerdos tácitos entre los poderes en México, al decidir qué imá-
genes pueden representar o formar parte de la imagen de un país; y qué imágenes,
por más que lo sean no pueden ser parte oficial de la historia y del rostro que quie-
ren dar los que deciden un país. Hacerle el juego a ese sistema, incorporando su
política de filtros, borraduras y silenciamientos, su política de asepsia y distancia
moral para que lo innombrable no nos perturbe, nos llevaría a formar parte de
ese mismo sistema que creemos criticar.

Desmontar lo irrepresentable

El interdicto de la representación no es necesariamente –incluso


no lo es en absoluto– comprensible bajo el régimen de una
iconoclastia.
Nancy (2006, 21).

La archicitada declaración de Adorno, en el ensayo producido en 1949 (Kul-


turkritik und Gesellschaft), donde reflexiona sobre el papel de la cultura y en par-
ticular la actitud del crítico cultural después del Holocausto, ha devenido uno de
esos “imperativos éticos” que persisten como sentencias paralizantes e inamovibles:
La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura
y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escri-
bir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha
hecho hoy imposible escribir poesía (1962, 29).

52
Como bien han manifestado algunos pensadores, la “reducción aforística”
(Fernández López, 2006) y la repetición “casi supersticiosa” (Nancy, 2006, 74) de
esta frase –“no se puede escribir poesía ni producir arte después de Auschwitz”– a
lo largo de los tiempos y en otros contextos muy distintos al del Holocausto pero
también profundamente devastadores, ha llevado a posicionamientos que es ne-
cesario desmontar. ¿Qué legitiman las posturas de lo irrepresentable? ¿Qué mo-
numentos siguen construyendo mientras silencian otras ruinas?

En el texto de presentación a dos ensayos de Paul Virilio27, la crítica argentina


Andrea Giunta plantea importantes reflexiones que bien merecen ser atendidas. En
particular destaco los tres problemas que considera atraviesan las relaciones entre
arte y horror: la fascinación que puede producir la contemplación de un espectáculo
horroroso, la posibilidad estética y ética del arte de representar el horror, la necesidad
de hacer arte en tiempos de violencia y de terror. A propósito de esta última consi-
deración, Giunta cita las declaraciones de dos artistas sudamericanos: Juan Pablo
Renzi, cuando confesaba, años después de haber dejado la pintura, en los tiempos
de la dictadura argentina: “volví a pintar para no morirme o, en todo caso, para no
volverme loco” (en Giunta, 2003, 41). Y cita también las palabras del artista y teó-
rico uruguayo, Luis Camnitzer, cuando después de septiembre de 2011 en Nueva
York, replanteaba las reflexiones de Adorno: “necesitamos saber que hay una acti-
vidad capaz de nutrirnos y equiparnos para resistir la locura con que se está expre-
sando un mundo increíblemente coherente en su enfermedad”, y “es el dejar de hacer
arte lo que se convierte en barbaridad” (en Giunta, 2003, 40).

Ante estas reflexiones, y pienso también que ante la lapidaria ensayística de


Paul Virilio que ella prologa, la crítica argentina opta por hablar desde su expe-
riencia, desde una doble experiencia, aquélla que ningún argentino podría borrar
de su memoria desde los últimos sucesos del terror desplegado el 24 de marzo de
1976, y desde las vivencias en las calles del Soho después de la caída de las para-
digmáticas torres de Nueva York:
… creo que el arte no sólo puede ser un espacio de resistencia y de resguardo del
equilibrio frente al fanatismo que impregna los discursos de quienes han tomado

27
Me refiero a los ensayos Un arte despiadado y El procedimiento silencio, publicados por Paidós
en 2003 bajo el título del segundo.

53
en sus manos el derecho a la vida de los que habitamos este mundo. El laboratorio
del lenguaje, de las formas y de los contenidos que el arte refunda en cada tiempo
de emergencia, es un espacio (precario pero no por eso menos potente) en el que
también es posible imaginar formas alternativas y necesarias de respuesta frente a
toda forma de violencia (2003, 41).

La cuestión es precisamente pensar en la especificidad –expresada por


Giunta– de formas y contenidos que el arte refunda en cada tiempo de emergencia,
lo que también plantea Rancière como la temporalidad en la que se inscriben los
momentos de excepción (2010, 100). Problema que ha sido abordado por Didi-
Huberman como los dos regímenes del discurso de lo inimaginable: “Uno pro-
cede de un esteticismo, que tiende a ignorar en la historia sus singularidades
concretas. El otro procede de un historicismo, que tiende a ignorar las especifici-
dades formales de la imagen” (2004, 50).

Considero que el punto más álgido en torno a la polémica de “lo irrepresenta-


ble” y “lo indecible” estuvo en el posicionamiento de Georges Didi-Huberman a
partir de lo que provocaron sus reflexiones sobre cuatro imágenes que daban cuenta
del horror en Auschwitz. En el año 2001 se organizó en París la exposición Mémoires
des camps. Photographies des camps de concentration et d’extermination nazis (1933-
1999), bajo los cuidados de Clément Chéroux. Didi-Huberman escribió para el ca-
tálogo de la exposición un texto que tuvo una enorme resonancia. Se trata del ya
reconocido ensayo, ampliado y publicado como libro tres años después, Images mal-
gré tout. El punto principal del ensayo de Huberman y de la polémica desatada, es-
taba en cuatro pequeñas fotografías realizadas en agosto de 1944 desde el interior
de Auschwitz por un miembro del Comando Especial (Sonderkommando). Bajo el
alegato de que las imágenes eran demasiado reales y por ello eran intolerables, Eli-
sabeth Pagnoux firmó un iracundo texto28. También Gérard Wajcman29 acusó al
ensayista, como a las imágenes, de mentir, de ser irreales, apelando a la sentencia de
que la Shoah es “irrepresentable”, es algo “desprovisto de mirada”.

Sobre la estética negativa que convoca la Shoah se han producido distintos


posicionamientos, visiblemente polarizados entre los que consideran que no es

28
“Reporter photographe à Auschwitz”, Les Temps Modernes, N° 613, 2001.
29
“De la croyance photographique”, Les Temps Modernes, N° 613, 2001.

54
posible ninguna representación y los que insisten en la necesidad de las imágenes,
pese a todo. En términos generales, es posible ubicar nombres de uno y otro lado.
Del lado de los iconoclastas, donde se posiciona Wajcman, hay que reconocer el
papel jugado por el filme de Claude Lanzmann, Shoah, realizado a partir de los
testimonios de algunos sobrevivientes, sin incluir imágenes de archivos30. Del
lado de los que consideran que es necesario desmontar “la mística” de lo innom-
brable y lo irrepresentable en torno a los campos nazis de exterminio, están pen-
sadores como Giorgio Agamben31, Jean-Luc Nancy32, Jacques Rancière33 y
Georges Didi-Huberman34, principalmente.

Cada uno de estos posicionamientos implica reflexiones que no podemos


dejar de repensar y discutir. El uso inflacionista de lo irrepresentable –como ha ex-
presado Rancière– debe ser desmontado de la carga pasional con que solemos le-
gitimarlo o refutarlo, aun cuando no es posible renunciar al pathos que supervive
en las distintas experiencias que el término invoca. Pero para quienes trabajamos
con las imágenes es imprescindible movilizar el pensamiento, como lo ha planteado
y practicado Eduardo Grüner. No podemos velar las imágenes porque perturben

30
Sin embargo, tanto Rancière como Huberman han insistido en que a través de los testimonios
de los sobrevivientes entrevistados en el filme, también se generan imágenes y representaciones.
Cito esta interesante expresión de Didi-Huberman: “Shoah, un montaje de imágenes realizadas
a partir de entrevistas con supervivientes” (2004, 189).
31
“Pero ¿por qué indecible? ¿Por qué conferir al exterminio el prestigio de la mística? (…) Decir
que Auschwitz es indecible o incomprensible equivale a euphemeîn, a adorarle en silencio, como
se hace con un dios; es decir, significa, a pesar de las intenciones que puedan tenerse, contribuir
a su gloria” (Agamben, 2005, 31-32).“Por eso, los que hoy reivindican la indecibilidad de Aus-
chwitz deberían mostrarse más cautos en sus afirmaciones […] Pero si, conjugando lo que tiene
de único y lo que tiene de indecible, hacen de Auschwitz una realidad absolutamente separada
del lenguaje, si cancelan, en el musulmán, la relación entre imposibilidad y posibilidad de decir
que constituye el testimonio, están repitiendo sin darse cuenta el gesto de los nazis, se están
mostrando secretamente solidarios con el arcanum imperii” (ibídem, 164).
32
“Circula en la opinión corriente, con respecto al tema de la representación de los campos o de la
Shoah, una proposición mal planteada pero insistente: el exterminio no podría o no debería re-
presentarse. Sería imposible o estaría prohibido, o, aun más, imposible y además prohibido […]
El discurso que rechaza la representación de los campos es confuso, porque su contenido no se
deja circunscribir con claridad y sus razones son aun menos claramente determinables (y eso, sin
hacer referencia al hecho de que a veces también se deja rodear de un nimbo de sacralidad o de
santidad, acerca del cual será necesario, asimismo, volver)” (Nancy, 2006, 17).
33
Ver en particular “La imagen intolerable” en El espectador emancipado, pp. 85-104, texto en el que
Rancièredesmonta el discurso de Wajcman sobre lo irrepresentable y su creencia en la imposibilidad
de considerar imágenes para dar cuenta de la Shoah, situación que en palabras de Rancière “los doctri-
narios de lo irrepresentable lo han asimilado a la querella religiosa contra la idolatría” (2010, 95).
34
Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto. Todo el libro discute esta problemática.

55
nuestra mirada. No podemos imponer ninguna preceptiva, como si se tratara del
destronamiento de un orden. El terror ha sabido hacer uso de las imágenes, también
las ha censurado, las ha borrado o invisibilizado. Iconoclastas e iconofílicos han
prestado sus servicios al poder o se han erigido en figuras de poder.

Mostrar la barbarie

Nosotros, por el contrario, “no nos avergonzamos de mantener fija


la mirada en lo inenarrable”. Aun a costa de descubrir que lo que
el mal sabe de sí, lo encontramos fácilmente también en nosotros.
Agamben (2005, 32).

Al concluir veinte años de conflicto armado en el Perú y después de realizado


el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003), el retablista
y antropólogo Edilberto Jiménez saca a la luz un singular libro: Chungui, violencia
y trazos de memoria35, una obra gráfico-literaria que reúne testimonios y dibujos
sobre los años de la guerra sucia.

Los dibujos de Edilberto Jiménez dan cuenta de las trágicas situaciones vividas
por los pobladores de Chungui, distrito del Departamento de Ayacucho, quienes
fueron objeto de las mayores atrocidades cometidas en esos años de guerra sucia
(1980-2000), tanto por Sendero Luminoso como por el Ejército36. Realizadas como
“etnografías de urgencia” –que algunos han relacionado con los dibujos realizados
por Guamán Poma de Ayala en su Primer nueva coronica y buen gobierno (1615)–,
fueron iniciadas como apuntes a partir de los testimonios de los propios campesinos
y comuneros de la región. Edilberto Jiménez ha hecho referencia a este proceso como
un proyecto de “antropología colaborativa”, porque el trabajo fue realizado en con-
junto con los comuneros: “Entre el comunero y yo reconstruimos los hechos. Ellos
miraban el dibujo y lo iban corrigiendo” (en Wiesse, Patricia, 2010).

35
La primera edición del libro fue realizada en el año 2005. Rápidamente se agotó y se reeditó en 2009.
36
El Distrito de Chungui fue de los territorios más devastados por la violencia que vivió el Perú en
esos años: “Según el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), allí y
en los territorios asháninkas el conflicto armado interno alcanzó sus cotas más altas de intensidad
y atrocidad” (Degregori, 2009, 20).

56
Dentro del libro hay un apartado titulado “Trazos y testimonios” en el que
cada dibujo, cada crónica visual, están acompañados por un testimonio firmado
con las iniciales de los nombres, la comunidad a la cual pertenecen y el año; es-
trategia que si bien no evidencia a las víctimas, otorga un registro específico a cada
testimonio como documento de una memoria histórica.

Edilberto conocía la región por los viajes de trabajo de campo que como
investigador había realizado desde 1990. En el año 2001 formó parte del equipo
de colaboradores de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), reco-
giendo testimonios en el Departamento de Ayacucho, documentando la barbarie
en los lugares más intrincados y de difícil acceso. El hábil retablista ayacuchano
–heredero de una tradición que le llegaba por la maestría de su padre, el artista
popular Florentino Jiménez– cambió el colorido de los retablos por los rápidos
apuntes en blanco y negro37. Son las viñetas del horror vivido por poblaciones ru-
rales durante la guerra, sometidas masivamente a “castigos ejemplarizantes”. Po-
dían “terminarse” después, pero lo que importaba era la posibilidad de transmitir
los acontecimientos a partir de las imágenes que narraban los propios campesinos:
“El antropólogo y el artista plástico tuvieron que inventar nuevas herramientas
para reconstruir la historia, hilvanar las memorias y expresar el dolor y el horror
de lo sucedido en Chungui” (Degregori, 21).

Junto a los relatos visuales están los testimonios, los relatos orales que acom-
pañan las imágenes y que tienen un carácter fragmentario. Las imágenes no están
solas. La palabra no excluye el trazo visual, ambos dispositivos son parte de un
único propósito: testimoniar, documentar, obrar memoria.

El testimonio, desde las reflexiones de Agamben, refiere el sistema de relacio-


nes entre el dentro y el fuera de la langue, entre una potencia de decir y su existencia,
entre una posibilidad y una imposibilidad de decir (2005, 152). A partir de las es-

37
Continuando su labor de retablista, después de realizar los dibujos sobre la barbarie en Chungui,
Edilberto Jiménez realizó siete retablos en los que representaba la memoria de esas comunidades:
“Si el retablo tradicional, el San Marcos, servía para prenderle una vela y encomendarle al santo
los viajeros o preguntarle en qué cerros está el ganado, los retablos de Edilberto invitan acaso a
preguntarse ‘dónde están’ los desaparecidos, los esposos, las madres y los hijos y los hijos de sus
hijos. Siete retablos que nos dicen, sin metáforas ni eufemismos, cómo fue la guerra. En las tapas
de los retablos, en donde antes se solía pintar flores y otros adornos, Edilberto transcribe los tes-
timonios recogidos de modo que el retablo se ha convertido en una suerte de libro para conocer
esa historia” (Escribano, 2009).

57
crituras de Primo Levi, Agamben reflexiona el carácter lagunar –lacunar– del tes-
timonio: “el testimonio vale en lo esencial por lo que falta en él; contiene, en su
centro mismo, algo que es intestimoniable” (34), “tampoco el superviviente puede
testimoniar integralmente, decir la propia laguna” (39). En esta frontera, entre lo
que no puede rescatarse totalmente de la experiencia para ser puesto en palabras y
lo que apenas puede ser enunciado, se ubican los testimonios de los sobrevivientes
en Chungui. Ese apenas, ese resto de acontecimiento de historias que se imaginan
extensas y tortuosas, es condensado en una imagen que se construye desde y con
las palabras: “Todos los cuerpos destrozados con machetes y cuchillos, sin manos,
sin brazos, sin cabezas (…) Las cabezas estaban en distintos lugares y escuchamos
que después de cortar las cabezas las patearon como a pelotas” ( Jiménez, 236). En
el relato, este fragmento, esta imagen, habla por el todo, sinecdóquicamente. Por
lo que allí se describe es posible imaginar –mover el pensamiento en imágenes–
para entender el ilimitado ejercicio del horror. Como insistentemente ha dicho
Didi-Huberman, para saber hay que imaginar.

Los dibujos, los apuntes visuales de Edilberto Jiménez –de trazos delgados y
limpios–, tienen la capacidad de transmitir de golpe una imagen general. La tensión
entre la apariencia general que producen las imágenes, el impacto que tiene el golpe
de visión, y la fragmentariedad del relato narrado en palabras, podría alimentar el
mito de que las imágenes tienen mayor capacidad comunicativa respecto de las pa-
labras (una imagen vale más que mil palabras, se suele decir). Sin embargo, la posibi-
lidad para comunicar, inquietar y obrar memoria que tienen los relatos reunidos entre
los trazos y las palabras testimoniales, radica en aquello que tanto ha insistido Ran-
cière: “la distribución de lo visible” (2010, 99) entre dos formas de representación.

Los trazos y testimonios de Chungui evocan los trazos testimoniales de Goya.


La serie de grabados de Francisco de Goya, impresa en 1863 bajo el título Los de-
sastres de la guerra (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando) –original-
mente nombrada por su autor como Fatales consecuencias de la sangrienta guerra en
España con Buonaparte y otros caprichos enfáticos (1810-1815)–, es un documento
de la barbarie, pero es también el testimonio de quien vio el horror y quiso dar
cuenta de ello. Como podemos leer en algunos de los títulos de esos grabados –Yo
lo vi, Y esto también, Así sucedió–, son el testimonio de quien estuvo ahí y no pudo
voltear la mirada ni dudar sobre la posibilidad y la necesidad de representar.

58
Entre los meses de octubre y noviembre de 2009, el Museo de Arte Moderno
de Bogotá (MAMBO) expuso la serie de dibujos La guerra que no hemos visto,
bajo la curaduría de Ana Tiscornia. Se trataba de imágenes realizadas por ex com-
batientes –ex guerrilleros, ex paramilitares, ex militares del ejército colombiano,
todos soldados rasos y desmovilizados– de la guerra que durante años ha devas-
tado el país. La experiencia había sido convocada y coordinada por Juan Manuel
Echavarría, artista que siempre ha producido sus obras en torno a la violencia
desde la mirada de las víctimas. Durante dos años, cerca de cien desmovilizados
pintaron en los talleres auspiciados por Echavarría a través de la Fundación Puntos
de Encuentro38. No se trataba de artistas, sino de personas que habían vivido la
guerra desde adentro, desde el poder que despliegan los victimarios.
Llegar a estas pinturas fue un proceso de taller, un trabajo de establecer confianza
con los participantes, de conversar y escucharlos mucho. A nadie se le enseñó a
pintar nada; sólo se les dieron los materiales. El método que propusimos los talle-
ristas fue intervenir tabletas de MDF de 50 x 35 cm. Y a cada uno de ellos le en-
tregamos las tabletas que pidió para que, como piezas de un rompecabezas, lograra
armar su historia” (Echavarría, 2009, 36).

Las piezas están integradas por varios paneles, de medidas variables según el
tamaño de las tabletas y la dimensión de la historia. No son anónimas pero los
nombres no se pueden leer. Están identificadas por un código, con las indicacio-
nes técnicas –pintura vinílica sobre MDF en todos los casos– y el año en que fue
realizada cada una.

Mirando las imágenes publicadas en el catálogo de la exposición (2009), más


allá de los diversos puntos de vista desde los cuales se cuentan las experiencias y
los recuerdos de los hombres que hicieron la guerra, una percepción general se
impone, como expresó María Clemencia Castro en uno de los ensayos que inte-
gran el catálogo: “aparece un solo tema susceptible de pintarse de mil modos: la
muerte”. Volver a mirar el escenario de la muerte, su muerte, su muerto, su acto
de dar muerte (2009, 50). Y aunque predomina el punto de vista de que la imagen
pictórica toma cuerpo ante el vacío de la palabra –sobre todo para dar trámite a
través del arte a lo que aún no logra acceder a la palabra (2009, 54)–, un frag-

38
Fundada por Echavarría en mayo de 2006 con el propósito de impulsar, apoyar y exhibir al
público proyectos que preserven la memoria histórica a través del arte. Información tomada del
catálogo de la exposición La guerra que no hemos visto.

59
mento testimonial publicado como anónimo al final del catálogo insiste en la pa-
labra, en la voz de un sujeto, aunque no enuncie su nombre:
“Todos somos unos perdedores en la guerra: ninguno gana; nadie gana desde
que se trate de muerte, de violencia. El único ganador es la muerte […] Todo el
que esté en la guerra es porque está peleando con la muerte […] es un laberinto
en el cual se encierra uno con la muerte tratando de esquivarla por un lado y por
el otro” (2009, 276).

Las imágenes involucran colores que expresan el contraste entre vida y


muerte; el verde del entorno natural casi siempre aparece teñido o salpicado de
manchas rojas. Las escenas pintadas son siniestras, lo que era familiar se ha vuelto
extraño. El paisaje campesino, con sus caseríos, iglesias, caminos y ríos, está to-
mado por personajes uniformados y armados. Otros cuerpos asoman en otras si-
tuaciones: humanos colgados de los árboles, caídos sobre charcos rojos,
descabezados río abajo; animales rafagueados. Sobre las superficies verdes, des-
tacan círculos rojos repletos de cabezas o cuadrados oscuros que señalizan fosas.
Un campo de fútbol es trazado en amarillo y unos personajes vestidos de camuflaje
se pasan una forma esférica (no es un balón sino una cabeza). De manera excep-
cional aparecen textos que expresan angustiantes peticiones, la palabra acompaña
la imagen para acrecentar la agonía de los límites.

Lo insoportable de la guerra es aquello de lo cual no se quiere saber, afirma


María Clemencia Castro (2009, 56). Y ese saber viene de muchos lados. Los re-
latos de las atrocidades de guerras deben producir muchos testimonios. Del lado
de los victimarios, generalmente son llamados a declarar los capos, los jefes de
ejércitos, nombres seleccionados dispuestos u obligados a confesar sus horrores
buscando el perdón39. Las pinturas realizadas por quienes como soldados vivieron
y por ello pudieron ver la guerra desde dentro, son testimonios que no evitan,
sino que insisten en pintar el horror de la guerra.

En México, en el contexto de violencia extrema que estamos viviendo, el ar-


tista plástico Gustavo Monroy produce una obra que considero paradigmática:
Nuevo biombo de la conquista, que bien podemos renombrar como un Nuevo
biombo de la barbarie. Exhibida en una sala del Museo Nacional de San Carlos,
entre julio y agosto de 2012, la obra se apropia de una pieza anónima del siglo

39
Ver al respecto los comentarios de Gonzalo Sánchez en La guerra que no hemos visto, pp. 44-49.

60
XVII –Biombo Conquista de México– que pertenece a la colección del Museo Franz
Mayer, en el centro histórico de esta ciudad. La nueva conquista está representada
por la llegada de los nuevos amos, por las imágenes del desastre desplegadas a lo
largo de diez paneles y en cada una de sus caras. En el neobarroco biombo de la
guerra y la muerte que ha concebido Monroy, las iconografías del cuerpo roto rei-
teran una inquietante aparición: la diseminación de cabezas mutiladas, que en estas
tablas son una autorrepresentación. Como en el resto de su obra, prácticamente
en todas sus piezas anteriores a este biombo, Gustavo Monroy representa su propio
cuerpo en situación extrema, como explicitando que él mismo, como cualquier
otro, puede estar en el lugar de esos cuerpos deshechos por la barbarie.

Chungui, violencia y trazos de memoria, de Edilberto Jiménez (Perú); La gue-


rra que no hemos visto, un proyecto de memoria histórica, coordinado por Juan Ma-
nuel Echavarría y la Fundación Puntos de Encuentro (Colombia); y el Nuevo
biombo de la conquista, de Gustavo Monroy (México), proponen tres lugares y
tres perspectivas desde las cuales contar la catástrofe de estos tiempos. Tres cró-
nicas de la guerra, tres retablos de la barbarie contemporánea. Tres corpus testi-
moniales: desde las víctimas, desde los victimarios y desde la figura del ciudadano
artista, aquél que sabe que puede estar en el lugar de los otros.

En el extraordinario ensayo sobre los límites del horror en los campos de ex-
terminio, Giorgio Agamben (2005) presenta, analiza, discute la condición del
testimoniante, inevitablemente vinculada a la condición del testigo y del sobre-
viviente. Pero Agamben también avanza hasta un punto que va más allá de sus
primeras formulaciones, más allá del testigo, del sobreviviente que habla por aqué-
llos que perdieron la capacidad de hablar40:
No sorprende que este gesto testimonial sea también el del poeta, el del auctor por
excelencia. La tesis de Hölderlin, según la cual “lo que queda, lo fundan los poetas”
(Was bleibt aber, stiften die Dichter), no debe ser comprendida en el sentido trivial
de que la obra de los poetas es algo que perdura y permanece en el tiempo. Significa
más bien que la palabra poética es la que se sitúa siempre en posición de resto, y puede,

40
Particularmente cuando analiza las declaraciones de Primo Levi, la voluntad de Levi de hablar
por aquéllos que no pudieron hacerlo porque no pudieron sobrevivir y porque –refiriéndose
particularmente a lo que en el lenguaje del Lager se llamaba como Muselmann– “aunque hubiesen
tenido papel y pluma, no hubieran escrito su testimonio, porque su verdadera muerte había em-
pezado ya antes de la muerte corporal. Semanas y meses antes de extinguirse habían perdido ya
el poder de observar, de recordar, de apreciar y de expresarse. Nosotros hablamos por ellos, por
delegación” (Levi, 1989, 73).

61
de este modo, testimoniar. Los poetas –los testigos– fundan la lengua como lo que resta,
lo que sobrevive en acto a la posibilidad –o la imposibilidad– de hablar (2005, 169)41.

Visiblemente cercano a Benjamin –en ese pensar la palabra poética como el


propio Benjamin la ejerció, como un resto, una escritura desde o por el fragmento–,
Agamben abre un espacio para pensar y discutir hoy el lugar de la palabra, en tiem-
pos en que lo inhumano se ha manifestado como una extraña expresión de lo hu-
mano. Pero sobre todo, para pensar el derecho –¿o el deber?– de contar, de ser
cronistas de tan excepcionales tiempos. Esta posibilidad testimonial de la práctica
artística, este hablar desde el lugar en que se vive, se trabaja y se expone el cuerpo,
considero que habita cada una de las prácticas nombradas en estas páginas.

La idea del artista como testimoniante se remonta sin duda hasta aquel gesto de
Goya, cuando tituló algunos de los Desastres de la guerra con un enunciado que daba
cuenta de haber estado ahí y de haberlo visto42. Y fue convocada inevitablemente en
aquella declaración de Rodolfo Walsh, cuando al conocer la muerte –el suicidio, el
asesinato– de su hija Victoria –sitiada por quienes tenían el propósito de desapare-
cerla43–, escribió aquella frase: “Esto es lo que quería decir a mis amigos y lo que desearía
de ellos es que lo trasmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.”44 La
apelación a la capacidad testimonial por todos los medios posibles. Testimoniar para
no silenciar el dolor de los otros, que también puede ser un dolor propio.

En las últimas páginas del reconocido texto de Susan Sontag, Ante el dolor
de los demás, se nos plantea un punto de vista que de alguna manera polemiza con
otras reflexiones planteadas en ese mismo texto:
La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la
gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí
mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa
de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás […] De-
bemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. Aunque sólo se trate de
muestras y no consigan apenas abarcar la mayor parte de la realidad a la que se re-
fieren, cumplen no obstante una función esencial. Las imágenes dicen: Esto es lo
que los seres humanos se atreven a hacer, y quizá se ofrezcan a hacer, con entu-
siasmo, convencidos de que están en lo justo. No lo olvides (2004, 133-134).

41
El destacado es mío.
42
Alain Brossat señala a Francisco de Goya como “el primer testigo de la modernidad” (2000, 126).
43
Nombro una palabra que representa el horror de una época y de un contexto específico, con
todo el peso que esa palabra ha colocado en la memoria del mundo.
44
“Carta a mis amigos”. Rodolfo Walsh, textos de y sobre Rodolfo Walsh. www.elortiba.org
/walsh.html#Carta_a_mis_amigos.

62
Es curioso que poco o casi nada sean citadas estas palabras de Sontag, mientras
reiteradamente se nos recuerda nuestro derecho al malestar por las imágenes que
muestran “el dolor de los demás”, como si los demás fueran seres de otro mundo, dis-
tinto a éste en el que todos los días muere muchísima gente de manera injusta y vio-
lenta. ¿Qué papel le hemos otorgado al sufrimiento en las guerras que emprenden
unos hombres contra otros y en las políticas de corrección estética y asepsia afectiva?
¿De qué buscamos liberarnos cuando no queremos pensar qué relación tiene el dolor
de los demás con nuestro dolor? ¿Por qué hemos llegado a cuestionar a aquéllos que
hicieron de su dolor el escenario de encuentro con el dolor de los otros y emprendie-
ron procesos de luchas profundamente movilizadoras e incluyentes? ¿Cómo son los
tratos con el dolor en una comunidad como la nuestra, viviendo como vivimos, bajo
la sombra de los duelos no realizados?

El problema del dolor como experiencia de aproximación para crear nuevas rela-
ciones capaces de resignificar comunidades, ha sido colocado en el centro de las actuales
discusiones por la socióloga y antropóloga Veena Das. Más allá de argumentar las difi-
cultades para abordar en términos de lenguaje los cuerpos de dolor, Das ha hecho suyo
eso que Stanley Cavell ha llamado el gesto emersoniano de acercarse al mundo en un
acto de duelo por él (2008, 345). Y ambos, Das y Cavell, plantean sin ambages la ne-
cesidad de que los lenguajes del dolor no sean una ausencia en los estudios actuales,
particularmente en las ciencias sociales. El silencio en torno al dolor es una forma de
aumentar la violencia y de instalarla –por esa misma negación a darle un lugar en el len-
guaje– en los ámbitos donde se estudian las humanidades y las ciencias sociales.

La propia práctica intelectual de Das45 ha abordado el dolor como “algo que


pide admisión y reconocimiento”. Siempre que escucho esas expresiones en las que
visiblemente se desprecia a creadores que trabajan las difíciles relaciones entre len-
guaje y sufrimiento, pienso en lo que pueden significar –para mover el pensamiento–
las sencillas y precisas palabras de Veena Das: “la negación del dolor de otro no se re-
fiere a las fallas del intelecto, sino a las fallas del espíritu” (371).

45
Veena Das ha desarrollado estudios y trabajos de campo entre poblaciones profundamente
dañadas por la violencia en distintos Estados de la India, dando apoyo a sobrevivientes, enfren-
tando el desafío de los duelos en comunidades traumadas por los legados de la violencia después
de la Partición, documentando los raptos y las violaciones masivas de mujeres condenadas a una
muerte social.

63
Medusa, Michelangelo Caravaggio. Óleo sobre tela montado sobre tabla de ma-
dera, 1597. Galería Uffizi, Florencia.
www.virtualuffizi.com/uffizi1/Uffizi_Pictures.asp?Contatore=447.
Los desastres de la guerra, Francisco de Goya, 1810-1814. “Yo lo vi”, grabado
Nº. 44. Aguafuerte, punta seca y buril. Museo del Prado, http://www.museo-
delprado.es/goya-en-el-prado/obras/ficha/goya/yo-lo-vi-1/

Los desastres de la guerra, Francisco de Goya, 1810-1814. “Grande hazaña! Con


muertos!”, grabado Nº 39. Aguafuerte, aguada y punta seca. Museo del Prado,
www.museodelprado.es/goya-en-el-prado/obras/ficha/goya/grande-hazana-con-muertos.
Chungui. Dibujos de Edilberto Jiménez a partir de los testimonios de los cam-
pesinos de Chungui, Ayacucho, en torno a la violencia vivida durante la gue-
rra sucia en el Perú. Imágenes publicadas en su libro Chungui. Violencia y
trazos de memoria, generosamente facilitadas por el autor.
La guerra que no hemos visto, pinturas realizadas por ex combatientes, solda-
dos rasos del conflicto colombiano, durante un taller de dos años. Proyecto
coordinado por Juan Manuel Echavarría y la Fundación Puntos de Encuentro. Una
parte de las estas pinturas –90 piezas de un total de 420– fue expuesta en el
Museo de Arte Moderno de Bogotá entre octubre y noviembre de 2009. Imágenes
del archivo de Juan Manuel Echavarría, cortesía del artista.
Nuevo biombo de la Conquista, de Gustavo Monroy. Exhibido en una sala del
Museo Nacional de San Carlos, Ciudad de México, entre julio y agosto de 2012.
Fotos: Juan Enrique González.
3. Necroteatro/Neobarroco violento

Una sociedad también se define, en términos culturales, por su re-


lación con la muerte. Cómo ocurre, se recibe y se simboliza. En sín-
tesis, por la manera de ejecutarla y de representarla.
Elsa Blair (2005, 9-10).

Poéticas con frecuencia apocalípticas, surgidas de una sensación de


inminencia, de extinción y de transmutación.
Gustavo Buntinx (2007, 27).

Quien no comprenda el teatro, los triunfos, los juegos, no ve Roma. Todo


poder es un teatro, afirma Pascal Quignard en ese perturbador estudio que ha ti-
tulado El sexo y el espanto. Todo domus, todo espacio de dominación y poder es
un campo de representaciones y máscaras (2005, 45). La máscara de Medusa,
icono mortal por su efecto petrificador, es quizás la metáfora más activa en las ac-
tuales dramaturgias del miedo que desde hace algunos años se diseminan en el
espacio mexicano. Más que una sentencia, lo que podríamos pensar como imagen
medusina ha devenido un icono del terror pero sobre todo icono de un poder ab-
soluto, una soberanía del terror.

Si bien me interesa el uso de la imagen medusina para hacerla avanzar en el


sentido en que la retó Caravaggio: vencer al terror mediante la imagen misma del
terror, representándola, en estas páginas me limito a usarla apenas como un icono
de poder. Medusa es también un dispositivo doble: podría usarse como represen-
tación de lo que no debe ser mirado, sino temido; pero también podría conside-
rarse como el reto a la mirada miope, para conjurar aquello que siembra.

71
La imagen de la Gorgona, desde todos los tiempos resume el horror aparen-
temente invencible: estar expuesto a su mirada es una muerte segura. Pero este
símbolo es doble: en tanto emblema de un poder, mensajero de la muerte que
anuncia su propia estrategia fúnebre y a la vez prefigura las formas representacio-
nales que devienen del ejercicio absoluto de su poderío. La cabeza es una amenaza
y al mismo tiempo un triunfo (Sofsky, 2006, 136). La cabeza de la Gorgona es
replicada en lo que produce: dobles rebajados, cabezas humanas en tanto restos
corporales que cargan con el estigma de la muerte y sobre todo del suplicio; dis-
positivos principales que se multiplican en los teatros del terror y del miedo.
Quien fuera capaz de meter en su morral la cabeza con mirada de muerte se con-
sagraría como “señor del espanto”, dice Quignard (2005, 74)46.

Desde los tiempos de las ejecuciones públicas administradas por la Inquisi-


ción o por los “sacrificios de fundación” durante la Revolución Francesa, el teatro
del horror está vinculado a la expectación de las decapitaciones, mutilaciones o
cualquiera de las diversas formas de tortura y de liquidaciones corporales. Pero
sin duda, habría que decir que está vinculado al ejercicio y la diseminación del te-
rror por todos los medios posibles que aseguren un espacio de muerte y de miedo.

Los escenarios de la violencia revelan comportamientos representacionales.


La violencia es por naturaleza instrumental, como ha reflexionado Hannah
Arendt (2005, 70), se ejerce y desarrolla para determinado fin, y si bien nunca
puede ser legítima se construye como justificable por los grupos de poder que la
detentan. Las representaciones producidas por los grupos dominantes en escena-
rios donde predomina la violencia, buscan una demostración de poder. Cual-
quiera sea el discurso sustentador, estas representaciones implican formas de
representar y de exhibir los emblemas de un poder soberano sustentado en el ejer-

46
Como parte de las estrategias de entrenamiento desarrolladas por los grupos paramilitares partici-
pantes en el conflicto colombiano, se obligaba a los jóvenes y menores de edad a convivir con
pedazos de cadáveres para acostumbrarlos al horror y familiarizarlos con el olor de la muerte: “Un
fusil de palo y un trozo de un cadáver son los primeros objetos de dotación que reciben los
muchachos en los campos de entrenamiento de las autodefensas. El primer elemento es para todos;
el segundo, sólo para los que nunca han matado en su vida. A mí me dieron una mano de un
hombre para que me acostumbrara al olor de la muerte. Nos tocaba cargarla en el morral durante
días, hasta que se pudriera, recuerda Pedro.” Joya, “La guerra de los niños”. El Tiempo.com, 15 de
diciembre de 2002. www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1352554.

72
cicio de la muerte violenta, produciendo subjetividades modeladas en esos terri-
torios del miedo.

El poder soberano se manifiesta en los cuerpos. Ser soberano hoy, reflexiona


Achille Mbembe, es ejercer el absoluto control sobre la mortalidad y definir la vida
como despliegue y manifestación del poder en condiciones concretas (2006, 29). El
poder como puesta en obra en un cuerpo, poniendo en escena la muerte de ese
cuerpo. Mbembe parte de las nociones de soberanía y biopoder sobre las que ha re-
flexionado Michel Foucault –quien ya las planteara en una situación de yuxtaposi-
ción–, para repensar el actual despliegue soberano de los poderes de la muerte,
introduciendo la noción de necropoder como manifestación específica del terror ac-
tual47. También Giorgio Agamben ha reflexionado sobre la dualidad de los poderes
en los Estados totalitarios del siglo veinte y en particular en el Estado nazi, en el que
la biopolítica “pasa a coincidir de forma inmediata con la tanatopolítica” (2005, 87).

En la clase del 17 de marzo de 1976, última sesión del Curso en el Collège


de France en el período 1975-1976, Foucault expresaba:
una de las transformaciones más masivas del derecho político del siglo XIX con-
sistió, no digo exactamente en sustituir, pero sí en completar ese viejo derecho de
soberanía –hacer morir o dejar vivir– con un nuevo derecho, que no borraría el
primero pero lo penetraría, lo atravesaría, lo modificaría y sería un derecho o,
mejor, un poder exactamente inverso: poder de hacer vivir y dejar morir. El dere-
cho de soberanía es, entonces, el de hacer morir o dejar vivir. Y luego se instala el
nuevo derecho: el de hacer vivir y dejar morir (2000, 218).

El cambio de estrategias de poder a finales del siglo XVIII –de un poder dis-
ciplinario ejercido sobre el cuerpo individual a una tecnología de la regulación
masificadora– propicia el desplazamiento de lo que Foucault observó como “una
anatomopolítica del cuerpo humano” hacia lo que nombró como “una biopolítica
de la especie humana” (220). Ese biopoder, a diferencia del “viejo derecho de so-
beranía”48 –ese poder absoluto, dramático y sombrío “que consistía en poder hacer
morir” (223)–, se ejerce entonces como un poder continuo sobre la población en

47
Para Mbembe, la forma más consumada de necropoder es la ocupación colonial de Palestina (43).
48
En ese mismo curso impartido en el Collège de France, en la sesión del 14 de enero de 1976,
Foucault planteaba su teoría de la soberanía desde un punto de vista muy distinto al propuesto
por Hobbes: “Hay que estudiar el poder al margen del modelo del Leviatán, al margen del
campo delimitado por la soberanía jurídica y la institución del Estado; se trata de analizarlo a
partir de las técnicas y tácticas de dominación” (2000, 42).

73
general, para “hacer vivir”: “La soberanía hacía morir y dejaba vivir. Y resulta que
ahora aparece un poder que yo llamaría de regularización y que consiste, al con-
trario, en hacer vivir y dejar morir” (223). Antigua “soberanía de la muerte” y
nueva “regularización de la vida” (“biorregulación por el Estado”) que en el siglo
veinte se enfrenta a una paradoja: o bien es un poder soberano que ejerce el poder
de dar muerte de manera masiva –por ejemplo, cuando se usa la bomba atómica,
“pero entonces no puede ser poder, biopoder, poder de asegurar la vida como lo
es desde el siglo XIX” (229)–; o bien debería ser una tecnología de poder que
tiene por objeto y objetivo la vida, porque:
¿cómo es posible que un poder político mate, reclame la muerte, la demande, haga
matar, dé la orden de hacerlo, exponga a la muerte no sólo a sus enemigos sino
aun a sus propios ciudadanos? ¿Cómo puede dejar morir ese poder que tiene el
objetivo esencial de hacer vivir? ¿Cómo ejercer el poder de la muerte, cómo ejercer
la función de la muerte, en un sistema político centrado en el biopoder? (230).

Esta paradoja de un biopoder que asume las funciones del poder sobre la
muerte más que sobre la vida, propias del poder soberano, lleva a Foucault a con-
siderar entonces una situación yuxtapuesta: el funcionamiento a través del bio-
poder, del viejo poder soberano del derecho de muerte para pensar los Estados
constituidos a partir del racismo (234).

A propósito de analizar las guerras de la era global, las prácticas coloniales


contemporáneas y las actuales prácticas de terror en las poblaciones que viven
bajo la ocupación militar de los nuevos imperios –particularmente la situación
de los Territorios Palestinos Ocupados–, Mbembe considera que el término bio-
poder es insuficiente para dar cuenta hoy de las formas contemporáneas de la vida
bajo el poder de la muerte –necropoder–, o de las políticas de la muerte –necropo-
lítica– (2006, 59)49. Estas nociones, necropoder y necropolítica, son colocadas y
desarrolladas por Mbembe para dar cuenta de los diversos modos en que las armas
y las máquinas de guerra son desplegadas para la creación de mundos de muertos.

La noción de necropoder puede disparar percepciones complejas respecto del


modo en que los poderes de la muerte se han desplegado en México. Inmediata-
mente pensaríamos en las tácticas para la ejecución y diseminación de la muerte

49
“J’ai tenté de démontrer que la notion de bio-pouvoir est insuffisante pour rendre compte des formes
contemporaines de soumission de la vie au pouvoir de la mort”.

74
que la llamada narcoviolencia ha puesto en circulación, de manera extrema a partir
del enfrentamiento a la política estatal de “combate al narcotráfico”. Pero es im-
prescindible considerar el despliegue del sistema de defensa de un país en función
no de la protección de la vida, sino de la inserción violenta en espacios sociales
para garantizar el poder de perseguir, apresar y ejecutar al enemigo, sin importar
el costo de vidas que tal decisión implique.

El enfrentamiento con el crimen organizado –como bien ha planteado Juan Car-


los Núñez en un estudio sobre el despliegue del necropoder en México a partir del se-
xenio de Calderón50– ha producido una violencia institucional generadora de muerte
como manifestación del autoritarismo del Estado mexicano (2011, 2). No es la vida
lo que está en el centro de la política sino el despliegue ilimitado de las máquinas de
guerra –la del Estado y la de los ejércitos de los cárteles– para producir la muerte.

Me interesa pensar el despliegue de estrategias para escenificar las muertes vio-


lentas como manifestaciones de un necropoder, particularmente el desplegado por
los cárteles mexicanos. Los escenarios de la violencia son reconocidos por el uso de
imágenes emblemáticas implicadas para imponer el miedo. Desde marcar un cerro
con la última letra del abecedario, con dimensiones aproximadas de 30 metros de
alto y 30 de ancho51, a modo de una bandera que señaliza la propiedad sobre un te-
rritorio y exhibe un mapa del miedo, hasta desmembrar un cuerpo humano para dis-
ponerlo en los espacios públicos y convertirlo en mensaje corporal para otros grupos
en conflicto. Éstos son apenas los signos de un espacio de muerte que ha producido
la cifra más extensa de muertos, desaparecidos, desplazados52, y la situación de mayor
impunidad en la historia del país. En pleno siglo XXI hemos nacionalizado la muerte.

50
Me importa decir que llama la atención en este texto de Núñez la ausencia de referencia a Achille
Mbembe, quien introdujo el término necropoder en la escena intelectual contemporánea. Ver
REDPOL Nº 3, enero-junio de 2011. Revista de la UAM-Azcapotzalco.
51
El 8 de marzo de 2011 se publica en el periódico Milenio la nota titulada: “La Z más grande de
la historia”, firmada por Pablo César Carrillo. En ella el periodista da cuenta de la aparición en
un cerro en la carretera Torreón-Saltillo, Coahuila, una Z gigante. Según la información obtenida,
la Z fue construida con piedras pintadas de blanco en un cerro que está ubicado a “escasos 3 ki-
lómetros de una comandancia de la Policía Federal”. En abril de 2012 el Semanario Proceso (Nº
1.848) coloca en la portada una foto de Tomás Bravo/Reuters donde aparece un cerro marcado
del mismo modo, a un lado de la carretera Monterrey-Torreón.
52
Si bien no es posible dar una cifra real de los desplazados por la violencia en México en este
último sexenio, algunos medios informativos han publicado la cifra de un millón y medio de
desplazados por la violencia interna, sin contar los que han emigrado del país. Esta cifra fue re-

75
Michael Taussig, al reflexionar sobre el papel del terror y la necesidad de “pen-
sar-através-do-terror”, insiste en considerarlo no sólo un estado fisiológico, sino tam-
bién un estado social en los que crecen espacios de muerte (1993, 26-27). Taussig
toma la frase –espacio de muerte– de un indígena del Putumayo colombiano, en
1980, y la ubica en el contexto de conquista y sometimiento que se expandió en el
Nuevo Mundo. Define este tipo de espacio como poseedor de una densidad mítica,
poblado por imágenes del bien y del mal que aportaron los imaginarios sociales, en
los que se contaminaron y transformaron las culturas de los conquistadores y los con-
quistados. Pero también traslada esta noción –espacio de muerte– a los espacios de
tortura y terror contemporáneos. A partir de la experiencia relatada por el periodista
Jacobo Timerman en Preso sin nombre, celda sin número –a propósito de su secuestro,
tortura y encarcelamiento en condición de desaparecido en centros clandestinos du-
rante la última dictadura argentina–, como de la del escritor chileno Ariel Dorfman
bajo el régimen dictatorial de Pinochet, Taussig explora el conjunto de significaciones
generadas en los espacios de muerte de los Estados dictatoriales y/o de excepción. El
espacio de muerte, señala, es importante en la creación de significados en aquellas
sociedades donde la tortura es endémica y donde la cultura del terror florece (1993,
26)53. Alimentado por el silencio y el mito, el terror que domina los espacios de
muerte tiene un orden secreto capaz de disolver toda certeza (1995, 23).

El crecimiento de la muerte violenta instala la normalización del terror bajo


un régimen de excepciones. En el último texto que escribiera Walter Benjamin,
entre 1939 y 194054, mientras huía en medio de la avanzada del fascismo, destaca

velada por el diario 24 Horas en base en informes confinados del Gobierno Federal. De acuerdo
con el Reporte Global de Desplazados Internos del Centro de Monitoreo de Desplazamientos
Internos (IDMC, por sus siglas en inglés), del Consejo Noruego para Refugiados, una organi-
zación no gubernamental humanitaria e independiente, que es socia del Alto Comisionado de
Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), se ha informado que 160.000 personas viven
desplazadas en México y, de ellas, 26.500 tuvieron que abandonar sus hogares en 2011 (CNN
México, 20 de abril de 2012). En su diagnóstico “Desplazamiento forzado y necesidades de pro-
tección, generados por nuevas formas de violencia y criminalidad en Centroamérica”, de mayo
de 2012, el ACNUR expresa: “El desplazamiento interno no ha sido reconocido normativa e
institucionalmente por los Estados concernidos” (41). En su edición del martes 8 de enero de
2013, El Universal informa: “Entre 2005 y 2010 al menos 330 mil personas dejaron sus viviendas
sin habitar por causa de la violencia en Baja California, Nuevo León, Chihuahua y Tamaulipas,
según un estudio de Séverine Durin, investigadora del Centro de Investigación y Estudios Sobre
Antropología Social (CIESAS), Programa Noreste.”
53
Hago la traducción del texto en portugués.
54
Tesis de filosofía de la historia o Sobre el concepto de historia, en la edición primera realizada por
Adorno en 1942.

76
una reflexión que aun en su notación fragmentaria es lo suficientemente intensa
como para seguir iluminando: la tradición de los oprimidos nos enseña que el es-
tado de excepción en que ahora vivimos es en verdad la regla (1989, 182).

Necroteatro

Wolfgang Sofsky nombró las demostraciones de poder como “un teatro del
horror” (2006, 132). Se trata de demostraciones que se sustentan en la especta-
torialidad del acto ritual y público del suplicio. En un ensayo sobre la “inhuma-
nidad que ha alimentado las tecnologías del terror en Colombia” (2004, 17),
María Victoria Uribe describe una de las tantas escenas que tipifican esa especta-
cularidad:
El espectáculo que conforma una serie de cuerpos mutilados que han quedado es-
parcidos por el suelo, fue descrito por un funcionario del Cuerpo Técnico de la
Fiscalía General de la Nación como “un montón de carne” (17).

Esta descripción hacía referencia a una de las masacres ocurridas en los Mon-
tes de María. Este tipo de escena, al reiterarse multiplicaba el efecto terrorífico
en la población.

Este tipo de escenarios puede caracterizarse según las acciones, los personajes,
los marcos y los fines de representación. Como han planteado María Victoria
Uribe y Elsa Blair –de distintas maneras–, ante estos acontecimientos podría con-
firmarse la tesis de una construcción dramática en tres actos o momentos: la pre-
paración del acontecimiento, la toma del espacio para la ejecución mortal y la
escena final en la que se muestran los cuerpos.

En los teatros del terror producidos y expandidos en México en estos últimos


años de intensas prácticas necropolíticas, la teatralidad aparece por lo que se mues-
tra y se dispone al configurarse para su exposición pública la última escena de una
cadena de violentos sucesos: las instalaciones de fragmentos corporales que se dis-
ponen post mortem en el espacio público –casi a la manera de un epílogo didác-
tico– haciendo aparecer el cuerpo como un particular “texto político”55.

55
Varios estudiosos han desarrollado sus reflexiones en torno a los decires del cuerpo en contextos
de violencia, planteando la dimensión política de tales representaciones: en Colombia Elsa Blair,

77
Los restos corporales dispuestos subrepticiamente en espacios públicos de
ciudades y poblados mexicanos tienen el propósito de hacer hablar los cuerpos
para comunicar mensajes punitivos. Tales acontecimientos, expuestos a la mirada
del otro devienen escenas con las que se expresa un necropoder. La realidad de
esas escenas ha sido el punto de partida para abordar estas representaciones como
escenificaciones en las que se despliega un necroteatro.

El poder necesita mostrarse y demostrarse en escena, como especifica Geor-


ges Balandier en su estudio sobre las teatrocracias (1994, 37). Necesita poner en
escena su aparato represivo, especialmente durante las ejecuciones, que es cuando
expone la jerarquización social de su sistema como espectáculo, exhibiendo y ma-
nipulando las imágenes políticas como imágenes de poder.

En los teatros de la muerte o necroteatro, lo escénico toma forma no sólo por


los restos corporales expuestos. Se produce toda una construcción espectacular
del acto mismo de dar muerte, buscando producir efectos aterradores. No sólo
se inscribe en el cuerpo un relato de horror, sino que en la puesta en espacio de
sus fragmentos o “mise en scène del acto violento” –como ha reflexionado Elsa
Blair (2005, XVII)– también se escribe un relato. Forman parte importante de
esta puesta los mensajes escritos sobre cartulinas o mantas, en los cuales se expresa
una desafiante soberanía y omnipotencia56.

Este necroteatro está vinculado al propósito de poner ante los ojos la evidencia
espectacular del sufrimiento, la escena aterradora de un discurso de poder que ani-
quila el cuerpo humano en vida y post mortem con propósitos aleccionadores. La
escena a mostrar es configurada a la manera de una “naturaleza muerta” donde las
disposiciones de las partes definen el discurso; una escena que actúa como punitivo
memento mori. Se trata de representaciones de un orden fuera de todo sistema na-

María Victoria Uribe y José Alejandro Restrepo. También son un referente importante las refle-
xiones de Begoña Aretxaga en torno a la utilización del cuerpo de los presos del IRA en Irlanda
del Norte.
56
La Familia Michoacana fue un cártel que utilizó los narcomensajes o narcomantas para cohesionar
a sus integrantes con mensajes místicos o para justificar sus acciones desde lo que ellos consideran
una “justicia divina”. Uno de los mensajes fundadores de la ola de violencia desatada en México
fue colocado por este grupo junto con cinco cabezas en un bar de Uruapan en septiembre de
2006: “‘La Familia’ no mata por paga, no mata mujeres, no mata inocentes, sólo muere quien debe
morir. Sépalo toda la gente; esto es justicia divina.”

78
tural que implica la invención de otro orden, otra anatomía, otras mitologías del
miedo: teatralidades distópicas que espejean una realidad altamente dislocada.

Evoco el término “teatralidad” como dispositivo escénico que propicia la


configuración y percepción de determinadas construcciones en espacios de uso
social y cotidiano, absolutamente desmarcados del arte. La teatralidad como dis-
positivo que expone y hace ver cuerpos martirizados, dispuestos –“arreglados”,
manipulados– de manera que convoquen los más terroríficos imaginarios y pro-
duzcan irrefutables “lecciones”. Los restos corporales han sido dispuestos para
que también hablen y envíen señales de lo que está por suceder a otros. Pero son
sobre todo el despliegue escénico de un necropoder que decide soberanamente no
sólo la muerte, sino los modos de sufrir y de reducir la condición humana.

Lo que abordo como necroteatro o teatralidades de la muerte son escenifica-


ciones que exponen las muertes violentas como acontecimientos de representa-
ción y producción de envíos de un necropoder.

Me interesa la teatralidad como dispositivo, como discursividad específica


que implica siempre la puesta en relación de cuerpos y objetos en determinados
espacios, particularmente espacios cotidianos, resignificando las relaciones habi-
tuales57. La teatralidad da cuenta del despliegue escénico de imaginarios sociales,
de prácticas que transforman aunque sea efímeramente los espacios cotidianos.
Esta mirada toma en cuenta la observación de Artaud (1969, 5) cuando describía
el “espectáculo total” de una escena de la calle58, y las propuestas del teatrista ruso
Nicolás Evreinov. Al considerar que “el teatro, en cuanto institución permanente,
ha nacido del instinto de teatralidad” (1936, 50), Evreinov invirtió los vínculos

57
Como también la he abordado en estudios anteriores. Específicamente me refiero a las reflexiones
que he desarrollado en torno a representaciones sociales, prácticas ciudadanas y políticas en el
escenario mexicano pos-elecciones 2006, y en otros escenarios latinoamericanos vinculados a
las luchas por los derechos humanos y la protesta pública. Pueden verse los textos incluidos en
Escenarios liminales. Teatralidades, performances y políticas (Buenos Aires, 2007).
58
“¿Qué hay de más abyecto y al mismo tiempo de más siniestro que el espectáculo de un despliegue
policial? La sociedad conoce esas puestas en escena basadas en la tranquilidad con que se dispone
de la vida y de la libertad de las gentes. Cuando la policía prepara una redada, podría pensarse en
las evoluciones de un ballet. Los policías van y vienen. Toques lúgubres de silbatos desgarran el
aire. De todos los movimientos se desprende una especie de solemnidad dolorosa. Poco a poco
el círculo se estrecha. Esos movimientos, que al principio parecían gratuitos, dejan ver poco a
poco su designio, se manifiestan –y con ellos ese punto del espacio que hasta el momento ha ser-

79
que subordinan la teatralidad al teatro. Expuso con numerosos ejemplos “la in-
cesante teatralización de la vida” (72) a partir de la constitución de roles sociales
y de las disposiciones escénicas que transforman los espacios habituales de las ciu-
dades59. Estas nociones de teatralidad propician la percepción de situaciones que
desautomatizan, extrañan o dislocan temporalmente los espacios cotidianos.

En los estudios sobre la violencia en Colombia, antropólogas como Elsa Blair


y María Victoria Uribe han utilizado el dispositivo teatral como herramienta teó-
rica. Blair ha abordado la puesta en escena de la muerte violenta como “teatrali-
dades del exceso”: por los excesos de muertes violentas, pero también por las
maneras en que la muerte se produce, por la excesiva carga simbólica inscrita en
los modos de ejecutar (2005, XIX). Dado que el acto de matar trasciende el mo-
mento mismo de su ejecución –momento que es considerado por Blair como un
primer acto–, las maneras de representar la muerte violenta son consideradas
como un segundo acto (XXV). En este segundo acto, Elsa Blair observa “una se-
cuencia de tres escenas: a) la interpretación que se hacía de la muerte desde dis-
tintos lugares y con distintas voces; b) la divulgación, donde el acto debía ser
pensado a través de los medios –o las herramientas– con que cuenta la sociedad
para divulgarlo; y c) la ritualización, a través de las formas rituales empleadas en
la sociedad para afrontarla” (XXV).

En las reflexiones de María Victoria Uribe en torno a las masacres desde la


violencia partidista en Colombia, se puede apreciar una especie de organización
dramática. Uribe distingue una secuencia de acciones que divide en tres fases: la

vido de móvil principal. Es una casa de extraño aspecto, cuyas puertas se abren de golpe; de su
interior se ve surgir en cortejo un rebaño de mujeres, que van como hacia el matadero. El caso se
aclara, la redada no estaba destinada a un vecindario sospechoso, sino tan sólo a unas cuantas
mujeres. Nuestra emoción y asombro alcanzan su grado máximo. Nunca una puesta en escena
tan bella ha seguido de semejante desenlace. Sin duda, somos tan culpables como esas mujeres y
tan crueles como esos policías. Es ciertamente un espectáculo total.”
59
“La vida de esta ciudad, de cada país, de cada nación, está sometida a una disposición escénica de
ese género. Paseándome por las calles, encontrándome sentado en el restaurante, visitando los
bulevares, los almacenes de París, de Londres, de Nueva York, o de algún otro sitio del mundo,
analizo siempre el gusto y las actitudes de ese director escénico colectivo –el público– que
modela la materia teatral que le es sometida según sus planes y sus proyectos escénicos. Decreta
el uso de tal o cual indumentaria, prescribe el arreglo de objetos varios, determina el carácter ge-
neral y el decorado de la escena en donde los juegos cotidianos son representados. Veo peatones,
barrenderos, automovilistas, agentes de la seguridad, y observo la ‘máscara’ colectiva de tal calle,
de tal barrio de la ciudad” (Evreinov, 1936, 121).

80
fase preliminar (o primera fase), en la cual tienen lugar los avisos y amenazas de
muerte. La segunda fase marca la irrupción del ejército asesino en las casas de las
víctimas, a veces previamente seleccionadas con ayuda del sapo60, o simplemente
elegidas al azar (2004, 86). La fase final es aquélla en que se remata y desmiembra
a las víctimas, y en la cual se prepara la escena final –“una verdadera puesta en es-
cena” en la que se plantea “un nuevo ordenamiento de las diferentes partes del
cuerpo humano que sería visto por quienes se hicieran presentes en los días pos-
teriores a la masacre” (92). Esta antropóloga también ha reflexionado sobre “cier-
tas estructuras miméticas que comparten los grupos armados” (2004, 105), y
utiliza la figura del enmascarado para pensar los diferentes personajes emergidos
en tales escenarios: “¿Quiénes son estos hombres que portan el uniforme camu-
flado, utilizado indistintamente por soldados, paramilitares y guerrilleros en Co-
lombia?” (117). Para los habitantes de los poblados donde esos personajes
aparecen, un mismo uniforme sugeriría la idea de tratarse de un único personaje,
un mismo ejército; pero en realidad es una práctica de enmascaramiento utilizada
por los distintos actores en conflicto. El arte del enmascaramiento supone una
transformación, una borradura de identidad, una dualidad o multiplicidad de ros-
tros que dificultan cualquier identificación61: “La identidad de los hombres del
camuflado es elusiva. Produce efectos identitarios fantasmagóricos” (118). Su-
pone sobre todo una capacidad performativa y teatral para ejecutar y hacer ima-
ginar, ficcionar mundos posibles.

Los escenarios de guerra donde se confrontan los poderes son altamente tea-
trales y dramáticos. Se diseñan estrategias para la ocupación de los espacios y el
despliegue coreográfico de grupos de personajes que según la vestimenta repre-

60
Sapo es el nombre que se asigna al delator. Pero como refiere Uribe, es una categoría que designa
un rol ambiguo, pues se trata de un individuo que circula entre amigos y enemigos y que después
de “prestar sus servicios” puede ser asesinado (2004, 50-51).
61
En la prensa mexicana frecuentemente han aparecido informaciones sobre las acciones de grupos
de enmascarados o “encapuchados”: “Gómez Palacio, Durango. Un grupo de 60 encapuchados
atacó a fines de diciembre un pequeño poblado indígena de Durango, quemó la mayor parte de
las casas, así como 27 vehículos y dio muerte a un vecino del lugar, informó este miércoles la
Procuraduría en un comunicado. El ataque ocurrió el 28 de diciembre, pero los habitantes re-
portaron la agresión el martes debido a la remota ubicación del poblado, explicó a la AFP una
fuente de la dependencia.” “Encapuchados queman casas y autos en poblado indígena de Durango”,
publicado en La Jornada en línea, miércoles 12 de enero de 2011, www.jornada.unam.mx.

81
sentarán a uno de los bandos en conflicto. Los escenarios de las guerras encubier-
tas y sucias desarrollan una gramática del horror surcada por la niebla, por un
miedo fantasmal y un silencio que encubre todas las evidencias62. El miedo, como
ha dicho Zygmunt Bauman, es más temible cuando es difuso, cuando la amenaza
que deberíamos temer puede ser vista en todas partes (2007, 10).

La teatralidad que en tales circunstancias se genera produce cuerpos fantas-


males o dobles al servicio de un poder que poco a poco va demostrando su sobe-
ranía, y produciendo una cultura del terror caracterizada por eso que Michael
Taussig ha nombrado como la “densidad mítica” (1993, 27). Los personajes tienen
una alta capacidad de camuflaje y una densidad lo suficientemente viscosa como
para pensar la figura del “personaje único” de Lotman, que reaparece con máscaras
y vestuarios diferentes, pero que representa una misma esencia63. Suelen aparecer
enmascarados por sus alias, o nombrados según los roles que juegan: los desmon-
tadores o desarmadores –el decapitador, el descuartizador, el pozolero…–; y los
desmontados, los desestructurados, los desarmados –el descabezado–; también
los colgados, los desollados, los desencarnados, los abiertos. Figuras de la abyec-
ción. Nuevas mitologías de un necroteatro.

Necroperformances/Paraperformances
Importa pensar la figura del enmascarado allí donde las propias fuerzas lla-
madas a ordenar y proteger una sociedad, se transforman bajo el manto del ca-
muflaje. En estas circunstancias, queda difícil la posibilidad de nombrar el
conflicto reduciéndolo a un término. Por ello considero arriesgado identificar
tales representaciones con un prefijo que designe una sola forma de violencia,
como por ejemplo la llamada narcoviolencia o sus derivaciones representacionales,
“narcoperformances”. Me resulta difícil restringir los orígenes y productores del
exceso tratándose de un contexto donde todo parece funcionar y decidirse desde

62
“Por sobre todas las cosas, la guerra sucia es una guerra de silenciamiento” (Taussig, 1995, 44).
63
En sus análisis en torno a la semiótica de la cultura, Iuri Lotman utiliza la figura del “personaje
único”. Según el principio del isomorfismo, en el código mitológico todos los sujets son reducidos
a un Sujet único, como si toda la variedad de roles sociales se enrollara en un personaje único,
produciendo una imagen ambivalente. Ver “Literatura y mitología”, en La Semiosfera I, pp.
190-213

82
la opción “para”, paralela, similar, enmascarada, duplicada, clonada. Las cabezas
y los brazos de la violencia son varios, pero su cuerpo parece anunciar una mor-
fología siniestra, nunca es lo que parece y toda posibilidad de reconocimiento
dentro de la lógica y el sentido común se vuelve extraña. Se trata más bien de un
cuerpo mixto con un mismo vestuario. Un sistema de dobles tras el cual debemos
imaginar la mise en abyme de múltiples paracuerpos.

Pienso en términos como necroperformances –en relación también con la


configuración de un necroteatro– y paraperformances, con los que se podría abor-
dar las acciones de asesinar, desmembrar e instalar fragmentos corporales para
producir memento mori. La tesitura del prefijo “para” es cultural y social, buscando
sugerir su pertenencia a un corpus espectral y múltiple. Los performers de la muerte
integran los paracuerpos de un mismo necropoder.

Importa decir que evidentemente no utilizo la palabra performance para su-


gerir ninguna práctica artística; sus implicaciones trascienden la noción de per-
formance art desarrollada por los artistas plásticos en los años cincuenta, y está
más próxima a la problemática de la performatividad como discurso del cuerpo y
puesta en ejecución. La performatividad, como la teatralidad, apunta a un tejido
de diseminaciones que atraviesan las nociones disciplinares de teatro o perfor-
mance art y se instalan en un espacio de travesías e hibridaciones donde se cruzan
y se interrogan los recursos de la representación y de lo político.

Desde los estudios antropológicos, el término performance ha sido planteado


como un campo de acción y de construcciones simbólicas que permiten la revela-
ción de significados sobre la vida y el ser humano (Turner, 2002, 107). Desde las
problematizaciones de Erving Goffman en torno a la representación y la actuación
en la vida cotidiana, lo performativo se configura en la “presentación del sí mismo”
(2006). Es esta capacidad reveladora y autorreveladora de las conductas performa-
tivas del ser humano en general –y no del artista en particular– la que me interesa
considerar para entender las construcciones simbólicas de los distintos grupos so-
ciales. En toda performance social se expresa un comportamiento cultural.

Estas reflexiones buscan reconocer y problematizar los sistemas de represen-


tación que se configuran a través de los comportamientos performativos de de-

83
terminados grupos de poder que hacen del cuerpo la plataforma principal de ope-
raciones y de la exposición pública de sus fragmentos el dispositivo escritural para
la producción de iconografías del miedo.

La necesidad de escenificar, representar y disponer en un espacio, desple-


gando imaginarios que suscriben o comunican determinados propósitos, se ha
vuelto una estrategia recurrente para legitimar los más diversos ejercicios y formas
de la violencia, llegando a crear una cultura visual que pone en discusión las for-
mas consensuadas.

Las diversas estrategias de representación que se han impuesto en la vida co-


tidiana de distintas ciudades de México abarcan procedimientos en los que se
pone en práctica una tecné, se implican dispositivos y tácticas instalacionistas o
de intervención urbana, se toman espacios para exponer teatralidades y perfor-
matividades de una espectacularidad neobarroca: ciudades dislocadas por súbitos
cortes de la vía pública que ejecutan grupos armados utilizando los vehículos que
arrebatan a los propios habitantes; o la disposición escénica de los cuerpos colga-
dos en puentes viales, o incluso desmembrados y desollados y expuestos en el es-
pacio público. Por el despliegue escénico de los poderes de la muerte que en tales
representaciones se implican, las hemos abordado como necroteatro. Si bien estas
representaciones alcanzan un estatus visual y espectatorial, especialmente a través
de la imagen mediática, importa destacar que tales escenas han sido originalmente
construidas para impactar en la dinámica cotidiana, para trascender en la sociedad
a manera de un memento mori aleccionador que busca imponer una cultura del
miedo. Realizadas como tecné estas escenas no generan una poiesis pero sí conno-
tan lo expuesto como algo más que una corporeidad mortal. Son el resultado de
un propósito que no es sólo matar, sino ejecutar un ritual de exterminio que sirva
a otros como evidencia aleccionadora. En su construcción metonímica, de restos
en contigüidad, son precisamente la extensión de una realidad, una representación
que no opera por sustitución metafórica, sino por la representación de “una parte
de”, metonímica o sinecdóquicamente, sin mediación poética.

84
Neobarroco violento
El término barroco ha sido revisitado por artistas y teóricos del siglo XX,
época en la cual se le ha invocado como “modelo por medio del cual entender el
concepto y la realidad de crisis” (Zamudio-Taylord, 2005, 372).

Walter Benjamin realizó un extraordinario y contemporáneo estudio del Ba-


rroco, específicamente del drama barroco, en tanto escenario que le permitía pro-
yectar y “teatralizar” su filosofía de los fragmentos, pensada y desarrollada en
medio de una temporalidad crítica, bajo el fantasma de la guerra64. Para Benjamin,
los personajes del Trauerspiel sólo podían trascender mediante su conversión en
cadáveres, “accesorio escénico emblemático por excelencia” (2006, 383) y ele-
mento privilegiado para las producciones alegóricas. En la teoría del drama ba-
rroco, donde se precipitan los dramas de tiranos y las dramaturgias de mártires,
sólo en la muerte se le reconoce al cuerpo su derecho supremo (439). Lo que Ben-
jamin nombró como “la obsesión barroca por la muerte” implicaba la concepción
de la physis como un “memento mori siempre en vela” (439). Dentro de esta “dra-
maturgia forense” los personajes están condenados de antemano, la ruina no es
moral “sino ya el mismo estado de criatura del hombre” (294). El cuerpo siempre
mortificado de los dramas barrocos tiene como fin la constatación de una physis
rota, transformada a golpe de violencia martirológica. Éste es el trasfondo violento
que Benjamin vislumbró en el abismo alegórico del drama barroco conformado
por “escenas de horror y de martirio” (438), y donde “el núcleo de la visión ale-
górica” se concretaba en la exposición mundana de la historia en tanto “historia
del sufrimiento del mundo” (383). Tal escenario de mortificaciones donde se
mostraban más figuras que almas, según Benjamin (2006, 406), es el escenario
que también Severo Sarduy llamó “Barroco funerario”.

Una información relevante para repensar hoy la diseminación y significación


de los fragmentos corporales, fue proporcionada por Benjamin al dar cuenta de
las llamadas “acciones principales y de Estado” próximas al mundo representado
en el Trauerspiel, y que por su tendencia a la cosificación corporal, eran más apro-

64
El libro El origen del Trauerspiel se inicia en 1916 y se concluye en 1925.

85
piadas para un teatro de marionetas. Solamente con muñecos se podía representar
ciertas situaciones del cuerpo:
¿Qué los cuerpos de Papiniano y de su hijo… no fueron representados por muñe-
cos? En todo caso, sólo así se pudo hacer con el cadáver arrastrado de León, o
cuando hubo que representar a los cuerpos de Cromwell, de Irreton y Bradshaw
en la horca… Se incluye también en este contexto la espantosa reliquia de la cabeza
carbonizada de la princesa de Georgia (Flemming cit. por Benjamin, 335).

En el teatro barroco alemán las cabezas humanas podían ser representadas


como balones de juego (336). El cuerpo ya no se expone, no se pone en escena;
si no se trocea, se pone en juego hasta desgastarlo. Tales dinámicas de despedaza-
miento configuraron los escenarios barrocos, como hoy configuran los cotidianos
escenarios neobarrocos65.

Considerar lo cadavérico y lo fragmentario como manifestación alegórica de un


orden en crisis, es punto de partida para pensar los alcances y significaciones de una
corporalidad martirizada con la que se representa un poder soberano. En las escenifi-
caciones de detritus corporales que en los últimos años se han expandido en México,
emerge una gramática y una espectacularidad que da cuenta de las resonancias neo-
barrocas de la actual violencia. Se trata de una violencia excesiva, de una visibilidad
espectacular e hiperbólica con un alto valor instrumental y un propósito aleccionador
instalado en los signos corporales para propagar una pedagogía del terror.

Al utilizar el término neobarroco evoco una serie de reflexiones ya ensayadas


por quienes han pensado la cultura contemporánea. Lo neobarroco no se plantea
–como bien especifica Javier Panera (2005, 7)– como un retorno al estilo barroco
del XVII, sino como “un espíritu o una categoría estética; una forma de organi-
zación transcultural con estrategias de representación propias. Una metáfora de
nuestro tiempo, que retoma y redefine –a veces de un modo contradictorio– com-
portamientos estéticos y socioculturales”.

65
Reproduzco una información que considero importante para el tema. Según refiere la historiadora
Evelyn Valle, coordinadora de las exposiciones Instrumentos de tortura y pena capital (Palacio de
Minería) y Cárceles de la Inquisición, procesos y tormentos (antiguo Palacio de la Inquisición), en
enero de 2010 se dio un caso macabro: “con el rostro desollado de una víctima se cubrió un
balón de fútbol: era una esférica y siniestra máscara de piel humana que podía rodar” (Valle cit.
en Vera, Proceso 1.805, 12).

86
En América Latina el término neobarroco evidencia un uso político al pro-
ducir intertextos que comentan críticamente ciertos discursos e iconologías es-
tablecidos. Se ha enunciado como una estrategia formal que posibilita
contraatacar la supuesta verdad de ideologías dominantes (Ndalianis, 2005, 347),
así como ciertos comportamientos y escenarios de la propia realidad. Al pensar
el barroco americano como “un arte de la contraconquista” (1993, 80) –en lugar
de un arte de la contrarreforma–, José Lezama Lima ya adelantaba la fuerte di-
mensión política que subvertía los modelos originales.

Ante la pregunta “¿qué significa hoy en día una práctica del barroco?” (1999,
1251), Severo Sarduy prioriza lo paródico, lo subversivo, lo inarmónico y des-
equilibrado como elementos constituyentes del neobarroco. En Latinoamérica,
lo neo-barroco –como sugiere el historiador de arte Ramón Mujica– ha devenido
una expresión de lo posmoderno entendido como una agenda marginal de van-
guardia (2005, s/p).

El término neobarroco ha sido utilizado para dar cuenta de una época o de una
cultura tendiente a experimentar los excesos y a convertir el mundo real en mundo
representado mediante el recurso esencialmente teatral de poner en escena. En otras
palabras, lo neobarroco prioriza lo espectacular, lo teatral y lo sensorial. La alta tea-
tralidad barroca y su premisa de la vida como un gran teatro se reinsertan en el lla-
mado “efecto neobarroco” del que hablara Sarduy, al dar cuenta del gusto por “poner
en escena” deformando o exhibiendo la dimensión representacional de lo real.

Al plantearse si “existe un carácter, una cualidad, un síntoma con el que po-


damos definir nuestra época” (2005, 210), Omar Calabrese propone el límite y
el exceso como tipos de acción cultural propia de períodos en los que prevalece
el gusto por ensayar y romper reglas, y sentencia que “nuestra edad neobarroca”
pertenece a este tipo de época cultural (214). En las culturas caracterizadas por
el exceso, lo hiperbólico y lo excéntrico, se constituyen formas de representación.
El exceso puede estar “representado como contenido”, o puede modificar la “es-
tructura de representación” (Calabrese, 75), apuntando a la desmesura e indi-
cando tipos de comportamientos y conductas que se salen de los límites
conocidos. Si como se ha estado planteando en diferentes estudios, esta época de
excesos neobarrocos se manifiesta tanto en los contenidos como en las formas y

87
estructuras discursivas, y se extiende hasta las políticas de comportamiento y con-
trol, es importante reflexionar también que se ha instalado como normalidad un
pathos cultural del exceso. Y aquí es fundamental recordar que en la visión de
Wolfgang Sofsky, el exceso es una manifestación de violencia (142).

El carácter mayormente peyorativo que se le asignó al término barroco se suele


hacer extensivo al neobarroco: tensión, extravagancia, desequilibrio, desorden,
convulsión, exceso, horror vacui, grandilocuencia, efectismo, saturación visual, re-
buscamiento, exuberancia, falsedad, simulación, “engañoso teatralismo” y “vacui-
dad ornamental”. Para Severo Sarduy, el barroco contemporáneo podía reconocerse
en las consecuencias deformadas, acentuadas hasta el exceso, a la manera de ese
discurso del siglo XVII caracterizado por un deseo de convencer, de forzar a ver lo
que la palabra conciliar trataba de hacer escuchar. Sarduy buscaba producir las pre-
misas de un nuevo barroco que, al mismo tiempo que integrara la evidencia peda-
gógica de las formas antiguas, su eficacia informativa, tratarían de atravesarlas,
irradiarlas o minarlas desde dentro, mediante su propia parodia (1981, 97-98).
Más que ampliar el concepto de barroco, Sarduy parecía interesado en reducirlo a
un esquema operatorio preciso que codificaría la pertinencia de su aplicación al
arte latinoamericano actual, dado el predominio de lo visual sobre lo narrativo
(1974, 168)66. Lo que este escritor y teórico nombró como “efecto barroco” estaba
vinculado a la deformación excesiva y a la voluntad de enseñar, de demostrar, de
hacer ver a fuerza de lecciones “teatrales” o de dispositivos escénicos.

En el texto de apertura del catálogo sobre la exposición Barrocos y neobarro-


cos. El infierno de lo bello, realizada en Salamanca en 2005, Javier Panera retoma
una idea de Vicente Verdú para ubicar la era neobarroca como una suerte de “ca-
pitalismo de ficción” o “capitalismo teatral” (19). Esta idea se sostiene en el des-
pliegue de una altísima espectacularidad, cuya máxima representación está en las
ciudades-espectáculos al estilo Las Vegas. En una apropiación nostálgica se re-
producen plazas, fachadas de palacetes, puentes y canales que instalan la simula-
ción como realidad. Desde estas visiones, Panera ve el neobarroco como “una
alegoría melancólica y fragmentaria del barroco” (66).

66
Coincido con la mirada de Valentín Díaz al plantear que el neobarroco en Sarduy es “antes una
máquina lectora que una poética; es antes un modo de releer el arte moderno que una forma es-
pecífica de ese arte” (2011, 52).

88
El barroco y el neobarroco padecen un mismo problema: al hacer arte fingen,
hacen teatro, insiste Panera (29), pero sobre todo denotan una capacidad especial
para perturbar los sentidos. Interesa esta insistencia en “fingir”, simular o empujar
al camuflaje, de manera que tiendan a hacerse borrosos los límites entre espacio
de representación y espacio de acontecimiento, como reflexiona José Luis Brea
(2000, 226). Esta posibilidad para integrar representación, ficción y realidad es
la que Bolívar Echeverría identificó –desde la perspectiva de Adorno– como una
messinscena assoluta capaz de transformar el mundo real en una realidad total-
mente distorsionada, con un alto poder de conmoción.

Pensar hoy lo neobarroco implica el reconocimiento de una sensorialidad y


una visualidad desbordadas que rebasan las convenciones, no sólo en el mundo
de lo artístico, sino en el altamente espectacular espacio cotidiano. Implica tam-
bién reconocer una construcción de lo visual –en abierta disputa con cualquier
preceptiva iconoclasta– que ha tomado el cuerpo como plataforma o materia de
sus extremas representaciones. Especialmente me interesa ese registro propuesto
por Omar Calabrese al pensar lo neobarroco como estado cultural, como una “es-
tética social” (1994, 14), “un aire del tiempo que invade a muchos fenómenos
culturales de hoy” (12), un modo de definir cierta actualidad epocal marcada por
lo irregular, lo azaroso, lo fragmentario, lo monstruoso.

Más allá de un contexto artístico, la percepción neobarroca se desplaza hacia


escenarios sociales determinados por configuraciones excesivas y arrasadoras. Tales
representaciones son caracterizadas por la alta dimensión hiperbólica, espectacular
y escénica, por el despliegue de una teatralidad que dispone el cuerpo visiblemente
martirizado y exterminado para que comunique y opere como memento mori.

Caja negra: un jeroglífico de la violencia


En el texto de presentación y discusión de la obra pictórica Caja negra67 de Al-
fredo Márquez y Ángel Valdez, en el Centro Cultural San Marcos, en Lima, el his-
toriador de arte Ramón Mujica planteaba que lo neobarroco no pretende reanudar

67
Este texto fue incluido entre los documentos del proyecto curatorial Inkarri, Vestigio Barroco,
bajo los cuidados de Alfredo Márquez.

89
un período histórico pasado, sino que recicla y reelabora un patrimonio iconográfico
y estético buscando su redefinición violenta (2005, s/p)68. Particularmente destaco
la dimensión apropiadora –señalada por Mujica– del archivo de imágenes que
integran una cultura, eso que él llama patrimonio iconográfico, y que en el caso pe-
ruano implica la integración de iconos contemporáneos y prehispánicos. En el
nombre de la pieza, Caja negra, hay una invitación a leer los códigos insertos para
descifrar lo que el propio Mujica ha señalado como “el jeroglífico de la violencia
peruana”.

Apelando a la estrategia híbrida y apropiacionista del arte neobarroco, Caja


negra exhibe una iconografía en la que se cruzan motivos culturales y políticos.
Esta hibridación queda plasmada –entre otras representaciones– en la imagen de
una trinidad con referencias evidentes a la pintura cusqueña69 –también represen-
tada en Carne viva (2003) y Caldo de cultivo (2004) de Ángel Valdez–, portando
emblemas de la violencia peruana: el perro degollado, imagen fundadora de la vio-
lencia senderista –y que diez años después fue representada por Ángel Valdez en
Juicio sumario (1991)–; la foto de la líder senderista Edith Lagos y un cráneo –a
manera de memento mori, como en las Vanitas barrocas– que connota la escena
como un vanitas andino (Mujica, 2005); la imagen multiplicada de Jennifer López
con la apariencia de un ángel arcabucero; y la hilera de fotografías que evocan los
muertos y desaparecidos en la guerra, sellando la parte inferior de la obra.

Resaltando la dimensión espectacular, teatral y simuladora del discurso neo-


barroco, Ramón Mujica ha realizado una importante reflexión:
[el cuadro] simula estar en proceso de restauración. Un puntilleo blanco divide el
cuadro en dos. Un lado limpio o restaurado, otro lado oscuro que aún no ha per-
dido su veladura. […]

68
El destacado es mío.
69
Particularmente, las referencias son a La trinidad entronizada como tres figuras iguales, pintura
anónima de la escuela cusqueña. En el Perú, la Trinidad se ha señalado como una figura con an-
tecedentes en la cultura prehispánica. Los investigadores Teresa Gisbert y Ramón Mujica han
hecho referencia, de distintas maneras, a una trinidad precolombina. Pero la idea de una trinidad
también fue señalada en la “santa trinidad marxista” que profesaba Abimael Guzmán, líder de
Sendero Luminoso. En el libro de Gonzalo Portocarrero (ver bibliografía) aparece una imagen
capturada en un video anónimo de 1989, en el que Guzmán posa ante los afiches de Marx, Mao
y Lenin, que conforman una suerte de trinidad (2012, 114-115).

90
El cuadro –en otras palabras– sólo simula ser una pintura en proceso de restaura-
ción. Se trata, en realidad, de una gigantesca pantalla de computadora. Es más, las
diminutas letras que cubren la parte alta del lienzo son un virus informático. El
virus ha hecho inoperativo y disfuncional el código del terror.

La palabra contaminada, la letra muerta, el alfabeto roto, han terminado por con-
gelar ante nuestros ojos a este dios destructor temporalmente vencido (2005, s/p).

Si por su iconografía Caja negra constituye una alegoría de los signos del terror
vividos durante la guerra sucia en el Perú, por sus estrategias discursivas construye una
escena neobarroca signada por el exceso y el despliegue representacional y emblemático
de un poder guerrero, que por sus signos puede identificarse con Sendero Luminoso.

Caja negra representa un paradigma esencial para el reconocimiento de otros


relatos y otras imágenes en el neobarroco americano, no estrictamente determi-
nado por los relatos del barroco contrarreformista. En el despliegue de neobarrocos
violentos, parafraseando a Sarduy, interesa reconocer esas otras genealogías sacri-
ficiales, más allá de las escenas de martirologios cristianos.

Troceamientos/Supervivencias sacrificiales
El drama barroco de la pasión de Cristo tiene como paradigma la represen-
tación del Cristo en la cruz, icono del cuerpo sufriente y martirizado. Según Ba-
taille la pintura moderna, y pienso que también el arte contemporáneo, prolonga
“la obsesión multiplicada de la imagen sacrificial donde las destrucciones (…)
efectuadas por ella corresponden de una manera ya semiconsciente a la función
perdurable de las religiones” (2001, 119). También el poeta chileno Raúl Zurita
ha insistido en la repetición de esta imagen, en particular en la pintura de Francis
Bacon, quien –desde la perspectiva de Zurita– asume “el legado permanente de
la crucifixión y del sacrificio” como modos de comportamiento de una persona
hacia otra, sin ninguna redención (1996). Y en este señalamiento respecto del ca-
rácter irredento e inútil del sacrificio, también coinciden Bataille y Zurita.

El cuerpo como objeto de sacrificio y martirio, como la ofrenda más preciada


que puede hacerse a los dioses, ha sido objeto de emblemáticas representaciones a
través de los tiempos. De ello puede dar cuenta el amplio repertorio de iconografías
sacrificiales en las culturas prehispánicas y cristianas. En el mundo prehispánico, la
cabeza –como la parte que representa el todo– fue objeto de importantes represen-

91
taciones. Dos paradigmáticos iconos –mesoamericano y andino, respectivamente–
pueden dar cuenta de estas configuraciones: el tzompantli70 y la cabeza de Inkarri71.

La cabeza hoy es parte fundamental en los emblemáticos desmembramientos


que conforman las escenas y teatros de un poder. La cabeza separada del cuerpo
es la imagen más reiterada en los actuales escenarios mexicanos. Imagen-emblema
de un necropoder que no sólo decide la muerte, sino las formas de morir y el des-
tino de los cuerpos.

El desmembramiento emblemático –referido por Benjamin en los cuerpos


martirizados del Barroco– era parte de los imaginarios y las culturas prehispáni-
cas. En ambos contextos –el prehispánico y el barroco–, la justificación ideológica
para sustentar los martirios y los sacrificios formaba parte de un proyecto peda-
gógico: ofrendar el cuerpo como máxima señal del amor divino. Son reveladoras
las relaciones visuales que plantean las representaciones del tlacacaliliztli72 o sa-
crificio por flechamiento, y cualquiera de las representaciones pictóricas del San
Sebastián.

Me interesan estas aproximaciones iconográficas como supervivencias de


otros tiempos para pensar las acumulaciones y superposiciones de tejidos –textos

70
Palabra náhuatl compuesta por las palabras “tzontli” (cabeza o cráneo) y “pantli” (hilera o fila)
que identifica una estructura de madera en la que se colocaban cráneos a la manera de un altar u
ofrenda. Esta práctica formaba parte de complejos procesos rituales de las culturas mesoameri-
canas.
71
En 1952 y 1956, con el auxilio del Dr. Franςois Bourricaud y la colaboración del musicólogo
Josafat Roel Pineda, José María Arguedas viaja a Puquio, donde vivió su niñez, y realiza un
trabajo de investigación antropológica entre los habitantes indígenas de la zona. Obtiene tres
versiones del mito de Inkarri. Según las narraciones de los puquianos, Inkarrí es un dios decapitado
y sufriente que ha de volver (44) pues su cabeza está creciendo, oculta en algún lugar del Cuzco,
y retornará cuando todo su cuerpo esté íntegro: “Dicen que sólo la cabeza de Inkarrí existe.
Desde la cabeza está creciendo hacia dentro: dicen que está creciendo hacia los pies. Entonces
volverá Inkarrí, cuando esté completo su cuerpo” (40). “Dicen que ahora está en Cuzco. Ignoramos
quién lo habría llevado al Cuzco. Dicen que llevaron su cabeza, sólo su cabeza. Y así, dicen, que
su cabellera está creciendo; su cuerpo está creciendo hacia abajo. Cuando se haya reconstituido,
habrá de realizarse, quizá, el Juicio […] No sabemos quién lo mató, quizá el español lo mató. Y
su cabeza la llevó al Cuzco” (41). Según exponía Arguedas, también en Qero, Paucartambo,
Roel Pineda obtuvo información importante del mito de Inkarrí (43).
72
El sacrificio por flechamiento, práctica ritual representada en el códice Nuttall de la cultura
mixteca, formaba parte de ceremonias en honor a distintos dioses, entre ellos Xipe Tótec. Puede
consultarse Xipe Tótec. Guerra y regeneración del maíz en la religión mexica, de Carlos Javier
González González (ver bibliografía).

92
o relatos– que han ido conformando nuestras culturas e imaginarios. Para pensar
también –como ha insistido Mujica– los procesos de reciclaje y resignificación
de las imágenes que integran los archivos de las culturas.

Supervivencia –Nachleben– es un concepto fundamental del proyecto de crí-


tica e historia cultural emprendido por Aby Warburg, inicialmente utilizado para
pensar el modo en que la cultura de la Antigüedad persistía en el Renacimiento,
y las hibridaciones y asentamientos que permitían percibir este período como un
“tiempo impuro”. Se trata de un concepto de la antropología anglosajona –survi-
val– desarrollado apenas unos años antes que Warburg por el etnólogo británico
Edward B. Tylor. La supervivencia busca dar cuenta de “la permanencia de la cul-
tura” no como “una esencia, un rasgo global o arquetípico”, sino como “un sín-
toma, un rasgo excepcional, una cosa desplazada” (Didi-Huberman, 2009, 50)
que al reaparecer en otro tiempo perturba. En los estudios emprendidos por Didi-
Huberman en torno a la obra de Warburg, se distingue el carácter estructural de
esta noción capaz de atravesar los tiempos y de abrir una dimensión anacrónica
que desorienta la historia (76). Interesa esta noción para pensar la supervivencia
de gestos culturales, pathos y formas que sobreviven en determinadas iconografías;
sus reiteraciones o reapariciones a través de los tiempos. Particularmente, de cier-
tas iconografías vinculadas a prácticas sacrificiales y punitivas que se transforman
y resignifican, pero persisten hasta el presente, y ante las que adquieren nuevos
sentidos las palabras de Tylor: “los viejos hábitos conservan sus raíces en el suelo
perturbado por una nueva cultura” (cit. en Huberman, 2009, 50).

La supervivencia de iconografías prehispánicas en escenarios barrocos ha sido


objeto de importantes estudios –siempre desde las nociones de sincretismo o hi-
bridación–, dada la significativa presencia de estos tejidos y formas en el arte y la
cultura contemporánea. El arqueólogo peruano Carlos Elera73 ha investigado la
presencia de imágenes emblemáticas de la cultura Sicán en el conjunto que acom-

73
En enero de 2012 realicé un viaje de investigación al Norte del Perú, visitando varios museos de
sitio y realizando numerosas entrevistas. Me interesaba indagar las evidencias arqueológicas que
pudieran dar cuenta de representaciones sacrificiales en la cultura moche, así como los posibles
cruces con la iconografía barroca andina. Este viaje fue realizado bajo la orientación de Miguel
Rubio, a quien agradezco, junto a Carlos Mendoza (director del Instituto de Cultura de Chiclayo);
los contactos con reconocidos arqueólogos y antropólogos como Luis Guillermo Lumbreras, en
Lima; Carlos Elera (director del Museo Nacional de Sicán, Ferreñafe-Lambayeque); Carlos

93
paña la imagen del Señor de los Milagros o del Cristo de Pachacamilla, en el Altar
Mayor del Santuario de las Nazarenas de Lima. Entre las evidencias arqueológicas
halladas en el templo mausoleo de Huaca Las Ventanas del Santuario Histórico
Bosques de Pómac, en Ferreñafe, Departamento de Lambayeque, Perú, se registra
un textil pintado con un diseño policromo en el cual se representa al dios Ñaylamp
o Sicán flanqueado por la Ola Antropomorfa, que en el lado derecho termina con
un sol y en el izquierdo con una luna (Wester, 2010, 141). En la representación
de la parte superior que corona al Cristo del Señor de los Milagros, en el Santuario
de las Nazarenas de Lima, el arqueólogo Elera ha registrado el sol y la luna a ambos
lados de la paloma, en las mismas posiciones que ocupan en el hallazgo del Templo
Mausuleo de Huaca Las Ventanas. Y ha identificado también la imagen del Señor
de Sicán en la cola de la paloma que está colocada sobre la cabeza del Cristo, ima-
gen que al estar en picada evoca el ave mítica de la iconografía de Lambayeque.
Se trata de la imagen de una figura mítica prehispánica sobre la imagen del hijo de
Dios sacrificado. Sicán es un dios cuyo probable antecesor –como han planteado
antropólogos y etnólogos peruanos– es el Decapitador Moche (Wester, 141).
Llama la atención la superposición de estos relatos e iconografías sacrificiales, las
capas de significados que se aglomeran en la imagen portada por la paloma sobre
la cabeza del Cristo de Pachacamilla.

Esa superposición de registros sacrificiales parece reverberar en la configu-


ración de otra imagen que opera por sustitución metafórica. Según el comentario
que hiciera Ramón Mujica durante la presentación y discusión de Caja negra de
Alfredo Márquez y Ángel Valdez, y a partir de la información que le transmitiera
el antropólogo Fernando Fuenzalida Vollmar –quien acompañara a Mario Vargas
Llosa a Uchuraccay para estudiar el asesinato de los periodistas ocurrido en enero
de 198374–, en el altar central de la iglesia rural de Uchuraccay “había una cruz
de madera artesanal pintada en la que estaba crucificado no el Hijo del Hombre,

Wester (Museo Arqueológico Nacional Brüning, Lambayeque); Alfredo Narváez y Bernarda


Delgado (Museo de Sitio Túcume), quienes aportaron valiosísimas informaciones para el des-
arrollo de esta investigación.
74
Vargas Llosa presidió la primera Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay, nombrada
por el presidente Fernando Belaúnde Terry el 2 de febrero de 1983. El 26 de enero de 1983 ocho
periodistas fueron asesinados en la comunidad ayacuchana de Uchuraccay por los propios co-
muneros, al ser confundidos con senderistas. Esta comunidad quechua fue objeto de múltiples
ataques por parte de Sendero Luminoso, el ejército y las rondas campesinas. “A mediados de

94
sino la paloma blanca del espíritu santo” (Mujica, 2005). Para Ramón Mujica, “la
elocuencia del símbolo evoca la verdadera Guerra del fin del mundo”. Me interesa
esta conclusión de tono apocalíptico que juega con el reconocido título literario
de Vargas Llosa, para pensar los emblemas de exterminio que caracterizan a los
actuales necropoderes; para pensar la sustitución sacrificial en escenarios donde
esas imágenes adquieren un carácter fundacional y punitivo.

La sustitución de cuerpos humanos por animales ha formado parte del uso


político de las imágenes en situaciones de terror. En Perú, varios perros muertos
aparecieron colgados de los postes de luz eléctrica del centro de Lima, al amanecer
del 26 de diciembre de 1980, marcados con carteles que decían “Teng Xiao Ping,
hijo de perra”75. Con esta imagen sacrificial y fundacional76 Sendero Luminoso
anunciaba el inicio de la lucha armada que desató una violenta guerra sucia con
un alto costo para la población civil77.

1984, Uchuraccay dejó de existir debido a que las familias sobrevivientes huyeron, refugiándose
en las comunidades y los pueblos cercanos de la sierra y selva de Ayacucho, así como en las
ciudades de Huanta, Huamanga y Lima. Recién en octubre de 1993, algunas familias se aventu-
raron a retornar a sus antiguos pagos”, revela el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconci-
liación en el Perú, la cual desarrolló nuevas investigaciones y recabó inéditos testimonios buscando
esclarecer los controvertidos acontecimientos que dieron lugar al asesinato de los periodistas
pero también la historia no conocida de la represión y violencia vividas por la desaparecida co-
munidad de Uchuraccay. Para mayor información puede consultarse “El caso Uchuraccay” en la
página que recoge el Informe de la CVR: www.cverdad.org.pe/ifinal/pdf/TOMO%20V/SEC-
CION%20TERCERA-Los%20Escenarios%20de%20la%20violencia%20(continua-
cion)/2.%20HISTORIAS%20REPRESENTATIVAS%20DE%20LA%20VIOLEN-
CIA/2.4%20UCHURACCAY.pdf
75
Después la muerte de Mao Tse-Tung o Mao Zedong, en septiembre de 1976, y tras el período de
mandato de Hua Guofeng (el sucesor designado por el propio Mao), en 1980 Deng Xiaoping se
perfiló como el líder supremo de la República Popular China. Los perros marcados con la
condena a Deng Xiaoping eran una respuesta de Sendero Luminoso al cambio de política
marcado por el nuevo líder chino.
76
Precisamente, señalando su sentido fundacional, Miguel Rubio sugiere esta imagen como “anun-
ciación” de la guerra que durante casi veinte años vivieron en el país. Desde esta mirada y en un
juego referencial, nombra su escritura escénica Hijo de perra o La anunciación, concebida como
“Una aproximación a las ‘sensaciones’ que nos deja el miedo de los tiempos violentos, grabadas
en imágenes, sonidos y texturas que intentaremos reconstruir en el espacio” (Rubio, 2012, 182).
77
“Para Sendero Luminoso, los perros fueron sus primeras víctimas sacrificadas y colgadas, con las
que buscaron intimidar a la población limeña. Una señal de que el terrorismo ya no era caso
aislado en provincias, sino que ya estaban cerca, tan cerca como en el centro de nuestra Lima, a
vista de cualquier transeúnte” (Yrigoyen, “Una señal de advertencia. Sendero Luminoso y los
perros.” Dossier Sendero del miedo. Siete, Nº 43, p. 35).

95
En diversas culturas prehispánicas el perro sustituyó al hombre en las cere-
monias sacrificiales. En las culturas mayas y náhuatl, los perros se sacrificaban en
lugar de humanos para ofrendar sus corazones. Al ser el animal de compañía del
hombre, era quien mejor podía representarlo ante los dioses (De la Garza, 1997,
117) y también quien mejor lo guiaba a su destino final (130). En diversos códi-
ces, como el Borgia y el Madrid, se muestra el perro en ceremonias sacrificiales.
Pero además de los códices, “la idea de la sustitución de un hombre por un perro”
ha quedado manifiesta “en algunas extraordinarias figurillas de Colima, que mues-
tran a un xoloitzcuintli portando una máscara de hombre (117). También en las
culturas andinas el perro es considerado como aquél que transporta o guía el es-
píritu del muerto hacia el inframundo.

Después de aquella primera representación sacrificial y fundacional en el es-


pacio público de la ciudad de Lima, Sendero Luminoso recurrió en otras ocasio-
nes al uso de los perros colgados como amenazantes iconos. Los utilizó para
señalizar la inminente ejecución de personas a las que consideraron traidores o
enemigos, buscando causar el terror entre la población78. En México, los perros
han sido usados para entrenar a los jóvenes sicarios en los cortes y suplicios que
luego aplican a sus víctimas. También las cabezas de cerdos son colocadas en lugar
de cabezas humanas79, haciendo parte de las iconografías sacrificiales y punitivas,
pero especialmente fundadoras de tiempos de terror.

Las relaciones entre el sacrificio de animales y el sacrificio humano reverberan


en los imaginarios del terror contemporáneo. Las torturas y ejecuciones que los dis-
tintos grupos o cárteles mexicanos practican sobre los cuerpos, que generalmente
aparecen encobijados –envueltos en cobijas–80, parecen tener una escalofriante re-

78
“Ésa no fue la única vez que Sendero Luminoso utilizó a los perros como señal de alerta e inti-
midación. Para ellos, todos los soplones que avisaran sobre su ubicación o planes deberían ser
asesinados cruelmente. Cuando se enteraban de que alguien daba información sobre ellos, los
senderistas alertaban al infidente colgando un perro muerto cerca de su casa. Era señal de que
había un sentenciado. Señal que alguien iba a morir y de la manera más sanguinaria” (Una señal
de advertencia. Sendero Luminoso y los perros. Dossier Sendero del miedo. Siete, Nº 43, p. 35).
79
Remito a algunas notas periodísticas: “Dejan hieleras con cabezas de cerdo y narcomensaje en
Chihuahua”, Proceso en línea, 21 de enero de 2013, www.proceso.com.mx/?p=331233; “Dejan
cabezas de puerco como amenaza contra policías federales”, Proceso en línea, 28 de septiembre
de 2011. www.proceso.com.mx/?p=282616.
80
Con el nombre de “cobijas” se designa en México a las mantas comúnmente utilizadas para pro-
tegerse del frío.

96
lación con la manera en que son sacrificados los avestruces en México: se les cubre
los ojos, se les encobija o envuelve en mantas, se les golpea, se les degüella y se les
cuelga para desangrarlos81. No he dejado de pensar las conexiones que tales prácticas
pudieran tener con las formas en que se torturan y enfardan los cuerpos en México.
No he dejado de preguntarme si esas prácticas con los avestruces pueden haber con-
taminado los imaginarios del terror en los actuales escenarios de violencia.

Desventramientos
Al reflexionar sobre los escenarios del arte y la realidad peruana de las últimas
décadas del siglo XX, Gustavo Buntinx ha utilizado la estrategia neobarroca para
plantearla como “una traumática situación de época” (2007, 26) con una “espe-
cificidad situacional de rasgos dramáticos” (25). Es ésta la pulsión que busco re-
tomar al invocar el concepto de neobarroco, más como efecto cultural que como
categoría artística. En todo caso, como una noción teórica que puede ser trasla-
dada al campo de las estéticas sociales y cotidianas, marcadas por un “desborde
sensorial” que impone la visión –y no la contemplación– de las atrocidades prac-
ticadas sobre los cuerpos, capaz de condicionar “una sensibilidad que emerge de
entre los estragos de la violencia” (Buntinx, 26), hasta contaminar el arte.

Si percibimos lo neobarroco como “un aire del tiempo que invade a muchos
fenómenos culturales de hoy” (Calabrese, 1994, 12), habría que pensar su inci-
dencia en el arte y su recurrente construcción como un dispositivo de alto “im-
pulso alegórico”. La alegoría, en el sentido que la propusiera Walter Benjamin:
una constelación fragmentaria atravesada por la anacronía. Sobre escenarios de
fragmentos y ruinas, el arte neobarroco escenifica, con cierto cinismo, un estado
de cosas que desborda los imaginarios.

Con un título altamente alegórico –Paisaje mexicano–, Carlos Aguirre rea-


liza una obra que evidencia la desproporción y la viscosa carnalidad de una cor-
poralidad que se resignifica en México, bajo los excesos de la violencia. Concebida
como instalación, la obra formó parte de la exposición Cauce crítico, que bajo la

81
Información obtenida en conversación personal con un criador y comercializador de carne y
piel de avestruces en el Estado de Nuevo León, en marzo de 2012.

97
curaduría de Víctor Muñoz se presentó en la Galería Metropolitana de la Ciudad
de México, entre septiembre de 2010 y de enero 2011. Con la extensión de una
obra mural y como si pusiera en práctica la metáfora del horror vacui, sobre un
amplio muro se despliega una apretada y abismal puesta en espacio de letras que
conforman numerosísimos seudónimos. Son los apodos que enmascaran el ver-
dadero nombre de aquéllos que a diario engrosan las listas de los grupos que a
golpe de muerte disputan el poder por el control de las drogas, acaparando las
noticias en los medios. Sobre el paisaje neobarroco de alias se superpone una
delgada línea del horror: se trata de un collage de recortes de imágenes violentas
–cuerpos abiertos, sangrantes, desventrados– extraídas de la nota roja que aportan
los diarios mexicanos más populares, y que vistas a la distancia se reducen a una
delgada línea roja sobre el fondo de letras. Una secuencia de las mutilaciones y
los martirios corporales que caracteriza a la muerte violenta en el México actual.
Como ha señalado el curador: “Sobre el muro quedan restos, como apología de
muerte y tortura, de la violencia que sirve de manual para otros. Carlos Aguirre,
como coleccionista de palabras y frases, interesado en cómo se expresa la gente y
los eufemismos que utiliza para disfrazar y cubrir su pensamiento, realizó este
muro de apodos que los medios de comunicación han difundido y que nos impide
conocer el verdadero nombre de estos sujetos”82.

La instrumentalización aleccionadora de los cuerpos desventrados que bus-


can imponer las imágenes del martirio contemporáneo, no puede pensarse úni-
camente en vínculo con el poder pedagogizante del barroco histórico, período
que por excelencia paradigmatizó las representaciones de fragmentos corporales,
como tan agudamente señaló Walter Benjamin. Desde los relatos de una historia
del arte crítica, impulsada por Didi-Huberman entre otras figuras, es necesario
meditar que no fueron las escenas de martirologio cristiano las primeras en mos-
trar los cuerpos rotos. En el rastreo de imágenes de cuerpos heridos es preciso re-
parar en ciertas representaciones del arte renacentista, período que la historia del
arte ha relatado desde un modelo estético sustentado en un ideal de belleza que
rechaza toda deformación corporal, tal y como fue configurado en el relato ini-
ciado por Winckelmann, y consagrado por la historiografía clásica del arte.

82
Fragmento del texto de Víctor Muñoz, presentado en la exposición.

98
En los estudios sobre las intensificaciones gestuales y las excitaciones dioni-
síacas de la Antigüedad supervivientes en el Renacimiento, Aby Warburg demues-
tra el significativo influjo que para artistas como Durero y los que integraban el
círculo de Mantegna, tuvo la imagen de la muerte de Orfeo. Para Warburg será la
imagen de “un despedazamiento humano” –como bien ha reflexionado Didi-Hu-
berman (2009)– la que obliga a mirar de otra manera; a desmontar la historia del
renacimiento de los antiguos, y a reconsiderar “la reintroducción de la Antigüedad
en la cultura moderna” (Warburg, 2005, 401)83.

Bajo esta premisa warburgiana, Didi-Huberman se ha dado a la tarea de vi-


sibilizar las horadaciones de la carne atormentada y abierta en algunas obras de
Botticelli, como El descubrimiento del cadáver de Holofernes (1469-70) –una obra
que por el tipo de representación adelanta los motivos de la iconografía barroca–;
la serie de noventa y dos dibujos de El infierno y El purgatorio (1480-1495) que
ilustraron La divina comedia de Dante; e Historia de Nastagio degli Onesti (1483).
Particularmente, Huberman examina la Venus de esta última Historia. La Venus
que allí se representa, “perpetuamente asesinada”, evidencia la transformación de
“la Venus eternamente naciente” (Didi-Huberman, 2005, 79) en una Venus herida
y rota, imagen que incomodó a la concepción renacentista del desnudo:
He aquí realmente el desnudo, en tanto que “forma de arte”, inquietado por un
retorno de la angustia forzosamente “empático”. Y es la desnudez abierta –enlo-
quecida, y al cabo martirizada– de esta bella víctima la que habrá hecho saltar por
los aires, en pleno epicentro del Renacimiento florentino, al desnudo como género
“ideal” de las bellas artes (Didi-Huberman, 2005, 84).

Esta obra del Quattrocento, mucho tiempo antes del apogeo representacio-
nal de la Contrarreforma, ya mostraba una pedagogía del horror. La serie de cua-
tro tablas sobre las que se pintó la Historia, realizadas como paneles decorativos
(spallieras), se ofreció como regalo de matrimonio para la habitación nupcial.
Una doble construcción moral se desplaza desde la imagen a la sanción que pre-
side el espacio de exposición84. Historia de Nastagio es un políptico que permite

83
En particular me estoy refiriendo al texto de Warburg, escrito en 1905, “Durero y la Antigüedad
italiana”, el mismo que está incluido en El renacimiento del paganismo (2005).
84
Historia de Nastagio representa una historia que aparece en la quinta jornada del Decamerón de
Boccaccio. El joven Nastagio al pasearse por el bosque encuentra una representación en la que
se siente reflejado: el fantasma de un caballero –que a causa del rechazo de su amada se ha suici-
dado– persigue a ésta, que al morir es castigada con el Infierno, por su “insensible crueldad”. En

99
rastrear la representación de castigos y lesiones violentas infringidas al cuerpo en
el corazón mismo del arte renacentista.

La representación de cuerpos desventrados con propósitos aleccionares fue en


otras épocas una manera de instruir e incluso de colaborar con la ciencia. Es lo que
muestran las Venus de los médicos que servían para impartir lecciones de anatomía,
como aquellas Venus de cera coloreada, realizadas por Clemente Susini (1781-1782)
para el Museo di Storia Naturale del Granduca di Toscana. Imágenes ambiguas, en
las que se resumía el “desdoblamiento” de las Venus que habitaban el “horizonte
ideológico de un pintor humanista como Botticelli”: las Venus celestiales y las Venus
naturales o vulgares (Didi-Huberman, 2005, 20)85. Cerrada, la Venus de los Médicos
es una Venus inspirada en los modelos ideales y celestiales. Abierta, es un cuerpo
que se ofrece al comprometedor espectáculo de la carne abierta.

Iconografía sacrificial
La opción apropiacionista retomada por algunos artistas mexicanos que hoy
trabajan en torno a la violencia, ha propiciado la reelaboración del patrimonio ico-
nográfico buscando intensificar el potencial crítico y político de las imágenes. Par-
ticularmente, Rosa María Robles y Gustavo Monroy han explorado la apropiación
de iconografías clásicas para hacerlas hablar en escenarios signados por una esté-
tica de la violencia.

Me interesa leer estas apropiaciones a la luz de la supervivencia warburgiana.


Lo que ha sido objeto de apropiación es aquello que supervive, que llega desde

el Infierno ambos están condenados a representar esta escena de persecución y muerte, donde la
joven –o su fantasma– es eternamente asesinada. Nastagio decide utilizar esta escena como “ins-
trumentalización moral” para persuadir a su implacable enamorada. Arregla una cena en el lugar
y hora donde debía volver a ocurrir aquella “aparición”, ante la cual su enamorada queda tan im-
pactada que inmediatamente le concede matrimonio. Éstas son las escenas representadas en las
cuatro tablas pintadas por Botticelli para decorar una alcoba nupcial.
85
Esta es la bina planteada por Warburg cuando enunciaba su teoría de los astras y los monstras
–los dioses del Olimpo y los demonios astrales–, como rasgo principal de la evolución cultural
del Renacimiento: “De la terribilità del monstruo a la contemplación de la esfera ideal” (Warburg,
2010, 168); situación que también representara en los paneles de su Atlas Mnemosyne, específi-
camente en el 53 –“Musas. Parnaso celeste y terreno”–, en el que planteara las relaciones entre
Mantegna y las imágenes del Palazzo Schifanoia; y en el panel 47, donde abordó “La ninfa
como ángel custodio y como cazadora de cabezas”.

100
otro tiempo, y en su anacrónica reaparición muestra una deformación que per-
turba la mirada. La noción de supervivencia me interesa también como aquello
que no precisamente llega desde otro tiempo, sino que siendo contemporáneo
irrumpe desde otro lugar. Ese otro topos es otro escenario o realidad. Me interesa
esta estrategia para pensar las supervivencias de acontecimientos, escenarios o rea-
lidades que contaminan y resignifican las escenas del arte, determinando la con-
figuración de una iconografía sacrificial.

Lo residual, el fragmento y el vestigio determinan el corpus iconográfico de


Rosa María Robles y de Gustavo Monroy. Restos son los que conforman el esce-
nario fotográfico de Robles y el escenario pictórico de Monroy. En La rebelión
de los iconos la cobija es supervivencia que contamina las imágenes que parecen
llegar de otro tiempo, para insertarlas rotundamente en una temporalidad trágica
e inevitablemente actual. Una poética residual ha ido definiendo esta serie, como
al conjunto de la producción de esta artista. Un resto de escenario es el que su-
pervive en su última cena, apenas habitada por los vestigios de una orgía fúnebre
y presidida por una enigmática presencia vestida con un manto fúnebre.

Otra última cena mexicana es la configurada por Gustavo Monroy. Conce-


bida al estilo de las tradicionales representaciones de naturalezas muertas, su úl-
tima cena deviene un neobarroco banquete funerario. Esas típicas situaciones
donde se exponen cabezas, platos servidos con restos, vasos rebosantes de sangre,
imágenes características del drama barroco descrito y estudiado por Walter Ben-
jamin, como aquéllas representadas en el Papiniano de Gryphius o en la Sofía de
Hallman, dos de los más importantes autores de Trauerspiel. Cada una de aquellas
escenas no hacía sino insistir en lo que Benjamin consideró como el principal ac-
cesorio emblemático del escenario barroco, el cadáver (2006, 440). En los tiempos
que vivimos será el resto de cadáver el principal emblema de los actuales escenarios
neobarrocos.

Victor Stoichita ha planteado el carácter intertextual de la naturaleza


muerta, género que se ha ido transformando por los relatos e iconografías que
conforman los textos de la cultura y que inevitablemente contaminan el arte.

La amplia producción pictórica de Monroy ha ido creando un registro ale-


górico del terror. Es la realidad la que provee la iconografía sacrificial y apoca-

101
líptica de su obra. Al superponer fragmentos corporales sobre una escena mítica
de la cultura cristiana –esa es/cena consagrada entre las escenas pictóricas más
relevantes de la historia del arte–, desmonta la clásica fábula para producir un
collage de restos que activan los nuevos relatos. El banquete de sangrientas cabe-
zas, entre las que se incluye el autorretrato del autor, está aderezado con un fruto
característico de la cultura mexicana, el típico nopal, que en esta obra de Monroy
evoca y corroe la neomexicana “estética del nopal”. En su actual producción, los
nopales –junto a granadas, pistolas y trozos de sandías– son motivos reiterados.
Los signos del exceso se exhiben entre típicos motivos nacionales. Los nuevos
emblemas del horror instalan desde el colorido la franja de la insignia oficial.
Esta superposición emblemática sugiere una acuñación nacional. El imaginario
simbólico escenificado en las iconografías neomexicanistas –que en la crítica
mirada de Olivier Debroise fue también el retorno nostálgico hacia “un folklor
desnaturalizado” (2006, 278)– está contaminado por los signos de la muerte
violenta. Parafraseando el título de la conocida obra de Julio Galán, ya ni siquiera
podemos decir “me quiero morir”, sino que otros deciden el momento y la forma
macabra de dar la muerte.

Monroy ha creado una obra reciente que retoma y transfigura la iconografía


barroca. El nuevo biombo de la conquista86 –¿Nuevo biombo de la barbarie?– está
inspirado en una obra anónima de finales del XVII conocida como Biombo con-
quista de México y vista de la ciudad de México87. Estructural y conceptualmente
hay una interesante relación entre ambas obras. El biombo de Monroy está com-
puesto por diez paneles con una extensión total de 5,50 metros de ancho por 2
de alto. Uno de los lados del biombo muestra la cartografía de la ciudad, conta-
minada de fragmentos corporales. Del otro lado se representa la toma de Tenoch-
titlán por los nuevos bárbaros. Con una alta carga paródica –¿una estrategia
neobarroca?– Monroy crea el biombo de la barbarie contemporánea con los nue-
vos iconos del terror. Son varios los motivos que acercan esta pieza al resto de su
producción. Las cabezas que diseminan el rostro sufriente del pintor, las granadas,

86
Exhibido en una sala del Museo Nacional de San Carlos de julio a agosto de 2012, junto a otras
obras del artista, fundamentalmente sus naturalezas muertas a manera de Vanitas neobarrocas
que dialogaban con otras pinturas de la colección permanente del Museo.
87
Este biombo integra la colección del Museo Franz Mayer, en el centro histórico de la ciudad
de México.

102
las pistolas, las frutas, los cuerpos maniatados y mutilados, la bandera nacional,
las cruces en rosa88. Es el inventario de una naturalizada iconografía sacrificial.

El tremendismo temático y el recargamiento icónico, dos características in-


sistentemente señaladas por Bolívar Echeverría para la pintura barroca, permean
este biombo contemporáneo poniendo ante nuestros ojos, con una evidencia des-
concertante, el carácter apocalíptico e irredento de nuestro neobarroco violento.
Una escenificación pictórica que da forma a los imaginarios del infierno, rozando
la visión bruegheliana de la muerte.

Monroy ha insistido en connotar a su obra de un registro documental pero


también testimonial: a la manera de las filacterias y los textos propios de las pin-
turas barrocas –como el modelo que inspiró al artista– escribe las cifras de un
año de ejecuciones en México, y junto a ellas estampa una declaración final: “En
la muy Noble y Leal ciudad de México pinté este Biombo del 5 de octubre de
2011 al 17 de enero de 2012”. La firma es un icono espectral, una cabeza con ros-
tro, el del artista. Del otro lado del biombo los fragmentos de Suave Patria de
López Velarde, instalan una anacrónica legibilidad. Tal vez la línea que más ruido
hace es aquélla donde reza “Patria: tu mutilado territorio se viste de percal y de
abalorio”, por la evidente transmutación del cuerpo nacional.

Pienso en este Nuevo Biombo como un neobarroco memento mori por el que
hablan estos tiempos. Así como la Caja negra de Alfredo Márquez y Ángel Valdez
fue recibida como una Vanitas andina, el Nuevo biombo de Gustavo Monroy es
una emblemática Vanitas mexica. Leo esta obra como la puesta en visión absoluta
–messinscena assoluta– de un soberbio necroteatro; ella compendia el registro
alegórico de estos tiempos.

88
Las cruces en rosa, generalmente sobre fondo negro son una iconografía emblemática de la des-
aparición de mujeres en México.

103
Z pintada sobre un cerro, a uno de los lados de la carretera que va de Monterrey
a Torreón en Coahuila. Fotografía de Tomás Bravo, © Latinstock México.
El 6 de septiembre de 2006 fueron arrojados en un bar de Uruapan cinco cabe-
zas humanas y un cartel a través del cual La Familia Michoacana se atribuía
el acto. Foto: Francisco Castellanos. Cortesía Proceso.

Fotografía del portafolio de Fernando Brito, Sinaloa. Imagen: cortesía del


artista.
Perros muertos colgados de los postes del alumbrado público del centro de
Lima, portando carteles con la inscripción “Teng Siao Ping, hijo de perra”.
26 de diciembre de 1980. Foto: Carlos Bendezú. Revista Caretas.

Grabado en la mente (VALE UN PERÚ / FOR EXPORT), 2012, de Alfredo Márquez.


Instalación de planchas de bronce y planchas de alpaca agredidas con ácidos y
oxidación. Instalación en el ICPNA de Miraflores, Lima; Perú. IV Bienal de
Grabado. Junio de 2013. Imagen: cortesía de Alfredo Márquez
Caja negra, de Alfredo Márquez y Ángel Valdez. Proyecto A imagen y semejanza.
Técnica mixta. Pintura acrílica y serigrafía sobre lienzo. 240 x 240 cm.
2001. Imagen: cortesía de los artistas.
Paisaje mexicano, 2010, de Carlos Aguirre. Exposición Cauce crítico con cura-
duría de Víctor Muñoz en la Galería Metropolitana, Ciudad de México, septiem-
bre de 2010. Fotografía de Carlos Aguirre. Cortesía del artista.

Paisaje mexicano, de Carlos Aguirre. Detalle. Fotografía de Víctor Muñoz.


La última cena (2011), de Rosa María Robles. Fotografía a color de Arturo Pérez
Olivares. Impresión digital sobre lienzo, 880 cm de ancho X 460 cm de alto.
Detalle del Nuevo biombo de la Conquista, de Gustavo Monroy, expuesto en el
Museo Nacional de San Carlos, Ciudad de México, agosto 2012. Fotografía: Juan
Enrique González.
La última cena mexicana, de Gustavo Monroy, óleo sobre tela, 2010. Cortesía
del artista.
4. El cuerpo roto/Escenarios del necropoder

… podemos preguntarnos cómo interpretar la subversión que sufre


el cuerpo humano con las mutilaciones y los cortes, en términos de
los peligros que amenazan a las fronteras del cuerpo social. ¿Qué
pueden decirnos acerca del pacto social y simbólico, unos cuerpos
cuya deconstrucción y disposición final ha roto con todos los
presupuestos naturales y culturales de la sociedad?
María Victoria Uribe (2004, 134).

Existe una obra del artista colombiano Juan Manuel Echavarría nombrada
NN, Nomen nescio. Por sus iniciales en latín, que significan “nombre desconocido”.
No Name. Forma parte de la exposición Los desaparecidos / The Disappeared89, en
la cual se han reunido obras de varios artistas que han creado desde las ausencias y
desapariciones forzadas en la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica. NN
es un conjunto de treinta y tres fotografías –en impresiones cromogénicas– de dis-
tintos fragmentos de un muñeco roto, un viejo maniquí hecho de costal y yeso.
Como ha expresado el artista: “Este maniquí era como un cadáver que de inme-
diato asocié con masacres y mutilaciones, con fosas comunes del campo colom-
biano”; se le reveló como una “metáfora de la mutilación”; de allí que el proceso
de fotografiarlo fuera una especie de “autopsia emocional” (2005, 94).

En el Museo Arqueológico Nacional Brüning (Lambayeque, Perú) des-


cansa una momia de la cultura Lambayeque (Siglos VIII-XIV) que fue encon-
89
Los desaparecidos / The Disappeared fue una exposición realizada bajo la curaduría de Laurel
Reuter, exhibida en el North Dakota Museum of Art entre el 29 marzo y el 5 de junio de 2005,
recorriendo varias ciudades del continente americano entre 2005 y 2009.

113
trada por un campesino de la zona en la década de los sesenta90. Se trata de una
mujer momificada que aún conserva rastros de tatuajes en los brazos y una ma-
jestuosa presencia. Pese a las limitadas condiciones para la conservación –por
ejemplo, la temperatura– el cuerpo aparenta estar bien, con las inevitables hue-
llas del tiempo. Esta momia no está acompañada de ninguna cédula que dé
testimonio del hallazgo, del período aproximado en el cual vivió, de la zona
exacta donde la encontraron. Cuando pregunté a los arqueólogos encargados
del museo y de las investigaciones que respaldan los diversos objetos resguar-
dados en el sitio, la imposibilidad de saber de dónde venía aquel cuerpo fue
muy perturbadora. Los investigadores aceptan esta aporía, porque se trata de
una situación irresoluta. El cuerpo fue encontrado por un campesino que lo
informó al museo; ese campesino murió y nunca será posible rastrear el espacio
de memoria específica al cual perteneció aquella mujer. Pero el cuerpo está ahí,
hablando, como una terrible alegoría de los cuerpos sin nombre y sin identidad
que incrementan las cifras de NN en este continente. Ese cuerpo, fortuita-
mente encontrado, desenterrado y expuesto a las miradas curiosas o indiferen-
tes de hoy, me hizo pensar en todos los cuerpos o pedazos de cuerpos
acumulados en fosas comunes, de Nomen nescio, NN, desconocidos, y que en
su anonimato hablan desde la materia que también somos, confirmando aque-
lla tesis de Walter Benjamin donde la calavera, lo que sobrevive al desgaste de
la physis, es nuestra más exacta alegoría.

Desde distintos contextos, los fragmentos fotográficos de aquel muñeco re-


tratado por Echeverría, y la señora que desde el anonimato y la sobrevivencia de
la physis rota desafía nuestras miradas y razones en un museo del norte de Perú,
materializan la alegoría de lo humano como un cuerpo roto y sin nombre.

En 1996, nueve años antes de fotografiar el muñeco, Juan Manuel Echavarría


había realizado la serie fotográfica Retratos91. Eran imágenes de maniquíes ahue-
cados, rotos, violentados, exhibiendo sonrientes, pese a su evidente deterioro fí-
sico, ropas para vender en las frecuentadas calles del centro de Bogotá. Entre

90
Según comunicación personal del arqueólogo Carlos Wester, director del Museo y del Proyecto
Especial “Naylamp Lambayeque”, durante el viaje de investigación que en enero de 2012 realicé
en esa zona del Perú.
91
Fotografías en blanco y negro impresas sobre papel.

114
ambas obras hay una relación conceptual. Un mismo formato, el fotográfico, y
un objeto similar: muñecos y maniquíes en estado de deterioro. Ambas obras eran
configuradas como alegorías del estado del cuerpo en Colombia. Situación que
también había quedado expresada en la emblemática serie Corte de florero de 1997.
Apoyado en la investigación de la antropóloga colombiana María Victoria Uribe
en torno a las prácticas de cortes sistematizados durante el proceso de la Violen-
cia92 política, y sobre todo, considerando la propia y trágica realidad colombiana,
Corte de florero alegoriza las mutilaciones corporales a través de una serie de 36
fotografías de formas florales realizadas a partir de huesos humanos. Estas imá-
genes tituladas en latín aparentan un formato científico que evoca los cuadernos
y láminas de apuntes de expediciones botánicas. Las fotografías de Echavarría
hacen referencia a la serie ilustrada de la Real Expedición Botánica encabezada
por José Celestino Mutis en el entonces Virreinato de Nueva Granada, en el siglo
XVIII. El formato replica el realizado por los dibujantes de la expedición, en una
evidente alusión histórica (Uribe, 2005).

La serie de Retratos de 1996 ya anunciaba una inquietante percepción del


cuerpo. Comenzando por la tensión entre el estado de los objetos fotografiados
–maniquíes visiblemente dañados– y la aceptación o normalización de tal es-
tado con tal de que sirvieran para fines comerciales. Ana Tiscornia ha señalado
la recurrencia a la elaboración estética para producir una mirada crítica sobre
una realidad que ya parece “normalizada”. Y declara: “El cuerpo lacerado, roto,
maltratado, pasa desapercibido en Colombia” (2005, 72). Quiero partir de esta
observación para hablar del lugar del cuerpo y su manifestación artística en so-
ciedades en las que la violencia ha “normalizado” las más siniestras prácticas
sobre el cuerpo. ¿Cuál puede ser la reflexión sobre la corporalidad en un espacio
donde la categoría fundamental es la de los cuerpos fragmentados, mutilados,
desollados, sacrificados?

92
La Violencia en Colombia ha tenido dos grandes períodos: uno que abarca las contiendas entre
liberales y conservadores entre 1946 y 1964, y otro que se inició con la irrupción del narcotráfico
en 1980. Para autores como María Victoria Uribe, fue a partir del asesinato de Jorge Eliecer
Gaytán “que la violencia se regó y prendió como pólvora por todo el país” (2004, 27). Álvaro
Medina plantea tres etapas: 1) la violencia bipartidista, 2) la violencia revolucionaria, y 3) la vio-
lencia narcotizada a partir de la consolidación de los cárteles de la droga, el vicariato y el parami-
litarismo (1999, 19).

115
Deseo pensar el cuerpo desde el lugar donde vivo. Acotada por la cronotopía,
quiero hablar de las escenas que inciden en mi mirada, pensar el lugar desde el
cual puedo mirar el cuerpo, sus representaciones y teatralidades. Mis actuales per-
cepciones sobre los cuerpos emanan de una corporalidad hecha de restos, de au-
sencias y de miedos. ¿Quién puede estar a salvo hoy de la imposibilidad de
conservar su anatomía? ¿Cómo no imaginar lo que devendría este cuerpo que
somos si su destino fuera similar a los casos enunciados? El miedo se ha vuelto
nuestro más cercano compañero; tanto se ha dispersado y expandido hasta vol-
verse la niebla que nos ronda y habituarnos a vivir con ella. Como ha dicho Bau-
man, la sociedad contemporánea –que él llama líquida– es un artefacto que trata
de hacernos llevadero el vivir con miedo, a la vez que silencia los temores derivados
de incontrolables peligros (2007, 15).

Más allá del miedo como incertidumbre ante lo que pueda amenazar la exis-
tencia, Bauman ha señalado una especie de “temor de segundo grado” o “miedo
secundario”, un miedo “reciclado” cultural y socialmente, un “miedo derivativo”
–según la noción de Hugues Lagrange93– que orienta la conducta, independien-
temente de si hay una amenaza inmediata o no (11). Este “miedo secundario” es
el sedimento de una experiencia de confrontación con la amenaza, una especie
de fotograma fijo en la mente que, como expresa Bauman, puede describirse como
“el sentimiento de ser susceptible al peligro: una sensación de inseguridad […] y
de vulnerabilidad” (11). No encuentro un pensamiento que describa mejor nues-
tro actual estado: el estado generado por olas de violencias acumulativas durante
largos períodos. Puede entenderse como una condición generalizada en la expre-
sión del mismo Bauman: “Los nuestros vuelven a ser tiempos de miedo” (11).
Pero también es una condición particularmente cronotópica, según la ciudad y
la parte del mundo en la cual se viva94.

93
La civilité à l’épreuve. Crime et sentiment d’insecurité. París: PUF, 1996.
94
“Durante un sexenio, el gobierno de Calderón ha sembrado profusamente el miedo en imagen,
palabra y rumor cotidiano. Las noticias sobre asesinatos masivos de gente totalmente anónima;
las imágenes de policías y soldados armados hasta los dientes y camuflados hasta la anonimidad,
transmitidas y retransmitidas hasta la saciedad, se transforman en la pesadilla nuestra de cada
día. Su propósito es crear la incertidumbre frente al cambio, lo desconocido, el activismo social.
Las protestas contra la vulneración de los derechos civiles son ignoradas. Las quejas masivas de
las ‘víctimas colaterales’ hechas públicas por el movimiento iniciado por Javier Sicilia son acalladas
con promesas vagas. La indefensión ante los crímenes de los bandidos y del Ejército crece de día
en día. El miedo se vuelve silencioso, pero no por eso menos profundo” (Semo, marzo de 2012).

116
Más allá del terror en tanto realidad social y fisiológica (Taussig, 1993, 27)
que condiciona nuestros cuerpos –corpus ego, ese cuerpo que somos–, estamos
comprometidos a pensar el modo en que esta realidad corporal, esta pegajosa nie-
bla en la que se aloja el Mal (Bauman, 2007, 95) que va tomando cuerpo, incide
en las representaciones artísticas. Realmente la pregunta debería ser: ¿cómo esta
realidad corporal incide en nosotros, en nuestras vidas y en las de otros? Y luego
la pregunta sobre cómo incide en el arte.

Pensar el cuerpo en estas circunstancias nos regresa a la pregunta de Žižek


cuando reflexionaba sobre el lugar de la filosofía en determinadas circunstancias
sociales y culturales, más allá de las tareas académicas tradicionales, posibilitando
una práctica política “por otros medios”. Coloco la pregunta de Žižek: “¿Y si el
espacio ‘propio’ para la filosofía es el de esos mismos hiatos e intersticios abiertos
por desplazamientos ‘patológicos’ en el edificio social?” (2006, 13). Es un buen
desafío para repensar los enfoques impregnados de asepsia que caracterizan buena
parte de la investigación o la práctica académica.

La realidad del cuerpo hoy indica la emergencia de síntomas y patologías so-


ciales que de distintas maneras contaminan las prácticas del pensamiento y del
arte. En particular, el arte mexicano de las últimas décadas –como ha sucedido en
otras regiones a las que también me refiero en esta investigación, Perú y Colombia,
por ejemplo– está elaborando iconografías en las que late el impacto traumático
de esa realidad corporal, acudiendo a dispositivos representacionales en un registro
esencialmente alegórico y sacrificial, pero también en un registro documental.

Dada la trascendencia que el cuerpo del muerto –ese cuerpo con el que el
muerto comparece (Nancy, 2003, 44)– tiene en el arte contemporáneo, como en
los ámbitos de la reflexión filosófica y la representación estética más allá del arte,
considero importante decir que será éste un aspecto privilegiado en estas páginas.
De manera particular me enfocaré en las representaciones y alegorías de lo que
llamo el cuerpo roto, con extensiones necesarias a las dimensiones de la ausencia
–“el fantasma del espacio abolido” (Nancy, 44)–, y no estrictamente reducido a
las esperadas extensiones en horizontalidad que implica el estar muerto. Las rein-
venciones de la corporalidad desafiando los designios de horizontalidad reservados
al cuerpo del rigor mortis –aquél que para ser expuesto debería estar ex/tendido–

117
emergen en las prácticas de conservación y exhibición de cadáveres en los funerales
de jóvenes, asesinados como parte de la ola de violencia por el tráfico de estupefa-
cientes en Puerto Rico; prácticas que popularmente se conocen con el nombre de
“el muerto parao”. Tales imágenes que aportan escenas de una perturbadora tea-
tralidad, evocan las fotografías de post-mortem que se comenzaron a realizar en Eu-
ropa a finales del siglo XIX. En aquellas imágenes decimonónicas se impuso la
costumbre de retratar a los difuntos no sólo sobre la cama o dentro del ataúd, sino
en posiciones sentadas o paradas, simulándose que estaban vivos.

Me interesa el registro iconográfico del cuerpo roto y post-sufriente, ése que


ha sido objeto de los más atroces actos y que cuando aparece expuesto ante la mi-
rada pública ya no puede considerarse un ser sufriente, sino un cuerpo-cadáver
que expone las huellas del dolor y el martirio del cuerpo. Me interesa lo que Javier
Moscoso ha definido como “la materialización u objetivación de la experiencia
lesiva” (2011, 15) en los cuerpos-cadáveres expuestos en espacios no artísticos,
utilizados para producir un mensaje de terror. También hace parte de esta inves-
tigación la representación alegórica de estos cuerpos en los marcos del arte. Indago
el doble registro del cuerpo: como objeto de representación artística pero también
como emblema sobre el cual se instalan relatos de poder.

Surgen otras necesarias preguntas: ¿pensamos en el cuerpo como objeto de


representación, como lugar escénico que está siempre expuesto? ¿O en el cuerpo
como medio para representar? ¿El cuerpo expuesto como sujeto que una vez lle-
vado al límite es objeto de dolor? ¿O el cuerpo como objeto dispuesto para una
escena de representaciones a decodificar? En la historia del arte, las lecturas sobre
el cuerpo han priorizado la condición de objeto de la representación. Si conside-
ramos el cuerpo transformado por violentas interrupciones de la vida y las inevi-
tables experiencias de dolor, es imposible no considerar que cada cuerpo afligido
se expone absolutamente como sujeto.

El cuerpo mutilado ha ocupado un lugar visible en el arte moderno y con-


temporáneo, con muy distintas connotaciones. Desde las esculturas de Rodin,
donde la figura humana está mutilada y muestra la marcas de la intervención vio-
lenta a propósito de la propia modelación de la carne escultórica –L’homme qui
marche y Femme asisse, entre otras–, hasta los estudios de Francis Bacon distor-

118
sionando la figura humana y explorando conexiones entre los mataderos y la cru-
cifixión –Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixión, 1944 y Three Stu-
dies for a Crucifixión, 1962, entre otras–; las fotografías de Ambra Polidori
–Fragmentum– registrando fragmentos de antiguas esculturas; o los dibujos de
Alejandro Montoya –Acuchillado, 1984; Cadáver, 1985; Apunte post mortem,
1985; Doble apunte de un decapitado, s/f; entre muchos otros–, realizados en su
mayoría como apuntes nocturnos en las morgues y salas de urgencia de distintos
hospitales de la Ciudad de México; goyescos registros del dolor y la muerte. El
arte del siglo veinte –y los ejemplos son numerosos– explora y representa las di-
versas dimensiones simbólicas del cuerpo fragmentado y/o mutilado95.

Estudios sobre las representaciones del cuerpo en contextos de violencia,


desde el arte, como los desarrollados por José Alejandro Restrepo96; desde la an-
tropología, como lo hacen María Victoria Uribe97 y Elsa Blair98; o desde la crónica
literaria, como lo ha hecho Sergio González Rodríguez99, analizan los decires o
textos del cuerpo roto, y las escenificaciones que con ellos se construyen. Cómo
se interviene, se dispone y se arregla la materia corporal sobre determinado espa-
cio para configurar mensajes de poder.

Los cuerpos del terror y la punición


Como ha señalado la antropóloga colombiana Elsa Blair, el cuerpo ha sido “el
instrumento por excelencia del terror” (2005, 58); las escenificaciones de la violencia
alcanzan su punto más álgido en los cuerpos, que devienen “vehículo de represen-
tación” (48). Los cuerpos de la violencia serán siempre cuerpos irreversiblemente
dislocados, cuerpos que hablan a través de su descuartizamiento (A. Castillejo citado

95
A propósito del tema es obligatoria la referencia al libro El cuerpo mutilado. La angustia de
muerte en el arte, de José Miguel Cortés. Valencia: Generalitat Valenciana, 1996.
96
Cuerpo gramatical. Cuerpo, arte y violencia. Bogotá: Universidad de los Andes, Fac. de Artes y
Humanidades, Dpto. de Arte, Ediciones Uniandes, 2006.
97
Matar, rematar y contramatar. Las masacres de la Violencia en el Tolima. 1948-1964. Bogotá:
Centro de Investigación y Educación Popular, 1996; y Antropología de la inhumanidad. Un
ensayo interpretativo sobre el terror en Colombia. Bogotá: Norma, 2004.
98
Muertes violentas. La teatralización del exceso. Medellín: Universidad de Antioquia, 2004.
99
El hombre sin cabeza. Barcelona: Anagrama, 2009.

119
por Blair, 2005, 50). El texto corporal producido en estas circunstancias constituye
el emblema más poderoso del necropoder para desplegar del miedo.

Los análisis de Blair se han ocupado fundamentalmente de las producciones


colectivas de la barbarie, en particular las masacres, las que ha considerado como
“el exceso en estado puro” (2005, 52). En las reflexiones que he ido desarrollando
en torno a la representación de la violencia construida desde y sobre los cuerpos
–en el contexto de la guerra desatada en México a raíz del llamado combate al
narcotráfico declarado por el presidente Felipe Calderón entre 2006 y 2012–, no
he tomado como referencia única los escenarios de las masacres100. La aparición
sostenida de cuerpos mutilados, individuales o en grupos, en distintos espacios
de las ciudades de México –inicialmente las del norte del país– fue condicionando
y empujando esta investigación, que necesariamente fue incorporando los escan-
dalosos casos de muertes masivas y la aparición de grupos mayores de cuerpos
masacrados y lanzados al espacio público101, hasta las apariciones de las fosas de
San Fernando-Tamaulipas (agosto de 2010 y abril de 2011) y de todas las que se
han seguido encontrando en diversos territorios del país102. En la mayoría de los
casos quedan sin esclarecer las condiciones en que se producen las ejecuciones.
Los cuerpos que aparecen son asesinados de distintas maneras y en distintos lu-
gares, para luego ser reunidos y lanzados a otros espacios. Estos grupos de cuerpos
“sembrados”103 en distintos sitios de un poblado o de una ciudad, pueden reunir
cuerpos ejecutados en más de una masacre.

100
Son numerosos los escenarios de masacres en México. Entre los que comenzaron a conmover “la
conciencia nacional”, estuvo la masacre de Villa Salvarcar, en Ciudad Juárez, el 30 de enero de 2010,
en la que fueron inmediatamente asesinadas quince personas y diez quedaron gravemente heridas,
algunas de ellas murieron después. Se trataba de jóvenes universitarios y bachilleres reunidos en una
fiesta para celebrar el cumpleaños de un amigo, en la que irrumpió un comando armado, masacrán-
dolos con cuernos de chivo (AK-47) y R-15. Dos días después, desde Tokio, el presidente Calderón
declaraba que se había tratado de una lucha entre pandillas, desbordando la indignación de muchos.
Un texto publicado pocos días después por la periodista Marcela Turati tenía por título: “Del femi-
nicidio al juvenicidio” (Proceso, 7 de febrero de 2010, pp. 10-12).
101
Para citar un ejemplo, el 20 de septiembre de 2011 en horas de la tarde fueron arrojados a la vía
pública en la zona metropolitana del puerto de Veracruz 35 cuerpos con huellas de tortura
(puede consultarse la revista Proceso, Nº 1.821, septiembre de 2011).
102
A modo de información general, según revelaron los medios, en diciembre de 2012 se encontraron
fosas clandestinas en Guerrero y Zacatecas.
103
Entre los términos introducidos por la violencia en México está el uso de “sembrado” para
referirse a cuerpos, objetos, sustancias o información colocados intencionalmente en determinado
lugar por alguno de los grupos en conflicto.

120
La masacre, según las reflexiones de María Victoria Uribe desde la experien-
cia colombiana, es “la muerte colectiva de hombres, mujeres y niños, provocada
por una cuadrilla de individuos y caracterizada por una determinada secuencia
de acciones”, donde las víctimas pueden ser de cuatro o más personas (1996, 162).
Objeto de estudio por la antropología del siglo XX, las masacres son consideradas
las representaciones del exceso, donde “las leyes de la economía de la acción están
derogadas” pues “todo está permitido” (Sofsky, 2006, 180), desatando compor-
tamientos propios de orgías ritualistas que tienen en el cuerpo su principal campo
de operaciones. Como señala María Victoria Uribe: “Las masacres de La Violen-
cia fueron eventos rituales durante los cuales los cuerpos de los enemigos fueron
transformados en textos terroríficos. La impronta ritual se percibe en la forma
como aparecían los bandoleros, al amparo de la oscuridad, en el carácter sacrificial
de los asesinatos y mutilaciones…” (2004, 101).

Las masacres, esos espacios en los que el tiempo y la ley se suspenden con
la protección de entidades omnipotentes, son actos de carnicería y en su estruc-
tura ritual instauran la destrucción sacrificial como escena principal, propi-
ciando en los sacrificadores el sentimiento de superioridad que pareciera
revestirlos como nuevos dioses, en el sentido que observara Bataille: porque la
destrucción infunde un sentimiento de superioridad casi divina en los sacrifi-
cadores (1998, 48). Trama ritual articulada por actos de violencia y sacrificio
humano. Trama en la que se emparentan arcaicos y nuevos rituales, prácticas
religiosas, ideológicas y políticas.

Ése es el entramado que José Alejandro Restrepo despliega en Cuerpo gra-


matical al poner en relación imágenes, fragmentos y citas en torno a diferentes
partes del cuerpo que han sido objeto de violencia, buscando establecer conso-
nancias “entre alegorías y rituales, entre representaciones y espacializaciones gra-
maticales de las partes del cuerpo” (2006, 29), proponiendo conexiones entre el
cuerpo mítico y el cuerpo histórico, entre el cuerpo de la violencia sagrada y los
mártires católicos, y el cuerpo de la violencia política y las víctimas mutiladas en
el conflicto que desde 1948 viven los colombianos.

Desde la experiencia de la violencia extrema que vivimos en México, y te-


niendo como punto de partida diversos estudios en torno al cuerpo violen-

121
tado104, me ha interesado reconocer el lugar y los usos del cuerpo en los desplie-
gues y representaciones de poder –necropoder– que se libran entre los distintos
grupos por el control de los territorios y la venta de estupefacientes. Los cuerpos
expuestos en los espacios públicos de México, como también sucedió en Co-
lombia, son sometidos a lo que Foucault planteó en “El castigo generalizado”
como una “semiotécnica de los castigos” productora de “una nueva anatomía
en la que el cuerpo, de nuevo, pero en forma inédita, será el personaje principal”
(1976, 107). El castigo extremo ejercido desde la tortura se expresa, como nos
recuerda Foucault (99), a manera de representaciones; de allí que el uso espec-
tacular del cuerpo después de haber sido sometido al máximo sufrimiento, es
el que interesa en los despliegues de técnicas punitivas. El cuerpo deviene un
recordatorio, adquiere la función de mensaje y memento mori. El cuerpo en re-
gistro de castigo habla en presente y en futuro: es una advertencia, una siniestra
forma de “prevención”.

Elsa Blair (2010) retoma la noción de violence extrême propuesta por la an-
tropóloga francesa Véronique Nahoum-Grappe para estudiar las formas extremas
de crueldad ejercida sobre los cuerpos. Esta noción fue introducida por Nahoum
en 1993, en sus reflexiones sobre las guerras yugoslavas de secesión. Interesada en
indagar sobre los usos políticos de la crueldad en las sociedades contemporáneas
y diferenciándola de la violencia política de las guerras, Nahoum retoma el tér-
mino en un artículo de 2002105 para abordar los crímenes que desbordan las vio-
lencias históricas. La violencia está irremediablemente vinculada al sufrimiento,
como especifica Nahoum (2002, párrafo 5 en línea) y también retoma Blair, pero
“la crueldad agrega una intención de hacer sufrir todavía más, y ese ‘más’ agrega
un coeficiente de envilecimiento al dolor” (2010, 47).

Ésta es también la práctica desarrollada sobre los cuerpos en la guerra librada


entre el Estado mexicano y los cárteles que se disputan el control territorial. Dadas
las insidiosas formas de mutilación y profanación de los cuerpos, considero im-

104
Particularmente los textos producidos por los antropólogos colombianos, algunos de ellos aquí
referenciados. El estudio de estas problemáticas en el contexto mexicano ha sido abordado por
periodistas y escritores. Creo que aún están por aparecer las reflexiones que desde la antropología
pueden generarse sobre el tema, como ha sucedido en el caso de Colombia.
105
Ver bibliografía. El texto puede consultarse en www.cairn.info/revue-internationale-des-scien-
ces-sociales-2002-4-page-601.htm.

122
portante destacar las relaciones planteadas por Nahoum entre cuerpo-sacralidad
y crimen-violación-profanación; de manera que mutilar, violar lo más sagrado de
lo humano –el cuerpo– implica su profanación, no sólo su destrucción. Al otro,
al enemigo, no sólo se le quita la vida. Como si el propósito fuera borrarle su iden-
tidad, al cuerpo se le descabeza y se le hace aparecer siempre de manera separada;
o incluso se le intenta degradar su condición sexual, cortándole los genitales. O
se busca su desaparición lanzándolo a ríos y fosas comunes; o su disolución total,
sumergiéndolo en ácidos.

En México se han practicado diferentes intervenciones violentas sobre el


cuerpo106; no todas actúan de la misma manera ni obtienen los mismos resul-
tados. Los cortes que transforman el cuerpo a partir del cercenamiento de las
partes y la ocasional redistribución de las mismas, funcionan como una dislo-
cación del ordenamiento natural del cuerpo, creando una especie de anomalía
sobre la que se constituye un nuevo sistema de significaciones. Este otro cuerpo
implica una alteración de la gramática corporal convencional. Es un cuerpo des-
montado. De manera distinta, el cuerpo reducido a “un montón de carne” im-
plica una aniquilación de todo orden corporal, es apenas un amontonamiento
de pedazos, vestigios, ruinas, de lo que fue un cuerpo. Es el cuerpo descuarti-
zado. Cuando los cuerpos son desaparecidos mediante procesos químicos de
disolución, o por sumergimiento en las aguas, o porque se reducen a cenizas
por la acción del fuego, lo que se ejecuta o se persigue es la borradura de todo
vestigio, la invisibilización total del cuerpo y su muerte. Lo que se pretende es
la borradura de los cuerpos.

Junto a estas formas de intervención y transformación de los cuerpos, ha ido


emergiendo una figura fantasmal, por la carga mortuoria que conlleva. La imagen
del encobijado, del muerto envuelto en cobijas, ésas que comúnmente se usan
para protegerse del frío y que ahora cumplen la función de improvisadas mortajas.
También se utiliza la palabra encostalado para señalar al que ha sido envuelto en
sacos, costales o bolsas. Imagen que morfológicamente evoca la figura de los fardos
funerarios de la cultura paraca del antiguo Perú.

106
Sobre este tema, hasta la fecha, se han producido escasísimos estudios en México. El más relevante
fue realizado por Sergio González Rodríguez (2009), así como el texto del criminólogo Enrique
Zúñiga Vázquez (2011), y otros dos textos firmados por Rodrigo Vera en Proceso Nº 1.805,
junio de 2011. Se han producido algunas otras notas periodísticas, como la de Marcos Muedano
en El Universal (28 de octubre de 2012). Ver Fuentes consultadas.

123
Todas las intervenciones sobre el cuerpo, matándolo por segunda o tercera
vez, mutilando o desfigurándolo, pervirtiendo o desapareciendo la identidad de
las víctimas, buscan exponer su degradación a la vista de otros y darle a ello un
sentido, utilizando la disposición de esos fragmentos para hacerlos hablar y pro-
ducir un mensaje corporal que expanda el terror.

Los procedimientos para deshacer el cuerpo, desarrollados durante nueve


años por el “el Pozolero” en Tijuana, México107, fueron generando otro tipo de
residuo corporal, reduciendo también la temporalidad para la transmutación del
cuerpo. Antes de ser adoptado por el crimen organizado, el método para desapa-
recer cuerpos mediante baños de ácido había sido utilizado por delincuentes co-
munes. La desaparición de los cuerpos de las víctimas ha pasado por los más
diversos y sofisticados métodos, como por las más diversas maquinarias para des-
atar el terror. En los casos más extremos, las sustancias líquidas y los ríos han sido
catalizadores y cementerios de cuerpos que en ocasiones persisten en regresar. A
estas situaciones en Colombia, en las que los cuerpos son abandonados a las aguas
para borrar todo vestigio e identidad, se ha referido Miguel González como “el
destino fluvial” (2010, 3) de los cuerpos.

En el ensayo que sale a la luz al iniciar el año 2009 –El hombre sin cabeza–
Sergio González Rodríguez expone su visión de lo que sucede con los cuerpos,
adelantando hipótesis respecto del origen de algunas prácticas de cortes y muti-
laciones corporales en México, señalando algunas más conocidas, como “la cor-
bata colombiana”, y otras que no han trascendido a la información general
manejada por los medios, como, por ejemplo, “fumarse al muerto” (2009, 23).

“La corbata colombiana” es una versión del llamado “corte de corbata” in-
troducido por la Violencia iniciada en Colombia durante el conflicto entre libe-
rales y conservadores hacia mediados del siglo XX108. En México este corte se ha
practicado especialmente al asesinar a los llamados “soplones”. Fue muy utilizado
por los sicarios de Amado Carrillo Fuentes.

107
El 23 de enero 2009 fue detenido en el Estado de Baja California Santiago Meza, conocido
como “el Pozolero”, quien trabajaba para uno de los cárteles del norte del país deshaciendo en
ácido cadáveres de enemigos o deudores. Algunos de los narcomensajes que amenazaban con
“hacer pozole” al adversario, son resignificados a la luz de esta detención.
108
María Victoria Uribe ha desarrollado una importante investigación en torno a los cortes corporales

124
Según el criminólogo Daniel Cunjama, las torturas y los cortes que se aplican
al cuerpo evidencian códigos que determinan los tipos de mensajes enviados por
los cárteles: “A los soplones se les corta o se les saca la lengua. A quien roba le cor-
tan los dedos. A los testigos incómodos les sacan los ojos o les cortan las orejas.
Detrás de cada tortura hay un mensaje” (Cunjama cit. en Vera, 5 de junio de 2011,
11). Las partes del cuerpo intervenidas, torturadas o mutiladas indican el acto o
acción por el cual se le está castigando y asesinando.

Para Sergio González, el uso de los cuerpos para emitir mensajes se ha ido
incrementando en los últimos veinte años, pero es una práctica que se inició
mucho antes de la violencia desatada a partir de 2006: “Antes su tarea era silen-
ciosa y oscura. El tráfico de drogas hizo que la violencia construyera usos e incluso
ritos con la sangre de las víctimas. Mujeres a las que se llegaba a mutilar en vida
un pezón a mordidas o se les cortaba un trozo triangular de piel” (2009, 22). En
el libro escrito varios años antes –Huesos en el desierto (2002)– este escritor había
abordado las prácticas ejercidas en los cuerpos de las mujeres desaparecidas y ase-
sinadas en Ciudad Juárez.

Desde la criminología reflexiva, Enrique Zúñiga Vázquez ha desarrollado el es-


tudio titulado “Decapitados y narcomensajes: el lenguaje del crimen” (2011), en el
cual propone un acercamiento a ejecuciones, decapitaciones, narcomensajes, levan-
tones, como “comportamientos repetitivos que van incorporándose a una manera
de vivir, de tal suerte que terminan por naturalizarse, formar parte de la cotidianidad”
(174). Para este criminólogo, las decapitaciones en México aparecen a partir de la
introducción de sicarios provenientes de los grupos especiales de las fuerzas armadas
guatemaltecas, los kaibiles109, caracterizados por hacer de la decapitación una “firma”
criminal; práctica que fue incorporada por varios cárteles y grupos que se disputan
el control territorial y el trasiego de estupefacientes en México110.

que caracterizaron aquel período, planteada inicialmente en su libro Matar, rematar y contramatar.
Las masacres de la Violencia en el Tolima, 1948-1964 (especialmente en el apartado 4, “Las mu-
tilaciones: ruptura real y simbólica del cuerpo”); esta investigación posteriormente fue retomada
y extendida a las mutilaciones en las masacres contemporáneas, en Antropología de la inhumani-
dad. Un ensayo interpretativo sobre el terror en Colombia.
109
Grupos que habían sido entrenados para enfrentar a las guerrillas en los años setenta y ochenta y
que, al quedar desempleados, años después con el debilitamiento de las dictaduras centroamericanas,
son reclutados por los cárteles, principalmente el llamado Cártel del Golfo (Zúñiga, 2011, 177).
110
En la entrevista realizada al “Decapitador”, relatada por Sergio González en El hombre sin cabeza

125
Corte de florero, de Juan Manuel Echavarría, es una alegórica aproximación
a la barbarie y el terror impuestos a los cuerpos. El nombre de esta obra es también
el nombre de una de las mutilaciones realizadas a los cuerpos durante el período
de la Violencia partidista en Colombia. Se trata de una serie fotográfica que pri-
mero tuvo que ser montada, escenificada, para poder ser registrada. Los objetos
fotografiados no son flores naturales sino que simulan ser arreglos florales reali-
zados a partir de huesos humanos obtenidos por medio de contactos médicos.
De manera general, los cadáveres y fragmentos corporales retenidos o conservados
en los depósitos forenses son de cuerpos no identificados y no reclamados, muer-
tes anónimas que en ocasiones logran visibilidad pública a través de ciertas prác-
ticas artísticas. Aunque las fotografías realizadas por Echavarría simulan el estilo
de los cuadernos de apuntes, propios de las expediciones botánicas y científicas,
las imágenes creadas en esta pieza son mucho más pulcras y estilizadas, con un
fondo limpio y blanco, a diferencia de las adornadas y rellenas imágenes aportadas
por la expedición encabezada por José Celestino Mutis en el siglo XVIII. En el
marco de la representación visual se introducen unas caligrafías en latín que dan
nombre a los extrañas especímenes. Y en esos nombres se observa un extraña-
miento que pervierte la aparenta pulcritud y la asepsia científica: Maxillaria
Vorax, Passiflora Foetida, Orquis Mordax, Orquis Lugubris, Radix Insatiabilis, Dio-
naea Viscosa, entre otros. La segunda palabra es siempre un adjetivo inquietante,
propio de situaciones excesivas, oscuras, perturbadoras. El propio nombre de la
serie se articula desde lo siniestro. El “corte de florero” era uno de los tantos cortes
que la Violencia comenzó a practicar sobre los cuerpos. Según las manipulaciones
y las deformaciones corporales producidas, capaces de dislocar o anular la anato-
mía humana, se asignaban los nombres.

En un ensayo titulado “El lenguaje de las flores” –nombre tomado del texto
homónimo de Bataille111–, Michael Taussig aborda las relaciones entre el arte y
la naturaleza, las flores y la muerte, colocando entre sus ejemplos la serie fotográ-
fica de Juan Manuel Echavarría: “En Colombia, esta mezcla se intensifica por la
belleza y abundancia de las gardenias y las rosas exportadas desde la Sabana de

(147), se aporta información que corrobora esta tesis de que la técnica de decapitar fue introducida
en México por los kaibiles guatemaltecos.
111
Incluido en el libro La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939.

126
Bogotá durante los últimos 30 años, junto con la cocaína y la heroína —relacio-
nadas con la muerte y el amasamiento de fortunas—que se extraen de las plantas
de coca de las tierras bajas y de las hermosas amapolas de las montañas” (2010,
233). Más allá del vínculo entre las flores y la muerte, esta observación señaliza el
contexto de relaciones económicas y sociopolíticas que plantea Corte de florero.

Otros artistas han explorado acercamientos alegóricos a los cortes de la Vio-


lencia en Colombia. Caudillo con lengua, 2000-2007, de Rosemberg Sandoval,
es una acción realizada en una morgue, registrada en fotografía y video, y en la
cual el artista posa vestido de negro con la “lengua de un cadáver humano anó-
nimo” enganchada a su cuello. En esta acción se configura una evidente alusión
al llamado “corte de corbata” en el cual la lengua era retrotraída y mostrada a través
de un agujero por debajo del mentón.

Al analizar las masacres y las mutilaciones en Colombia, Elsa Blair retoma


la triple función que estos eventos cumplen, partiendo de las consideraciones in-
tegradas por Gonzalo Sánchez en el Informe de la Comisión de Memoria Histó-
rica sobre la masacre de Trujillo. Esa triple función “es preventiva (garantiza el
control de poblaciones, rutas y territorios); es punitiva (castiga ejemplarmente a
quien desafíe la hegemonía o el equilibrio); y es simbólica (muestra que se pueden
romper todas las barreras éticas y normativas, incluidas las religiosas (Sánchez et
al., 2008, 18, citado por Blair 2010, 58). Y esa triple función, observada en los
acontecimientos de violencia extrema desarrollada en Colombia, es también apli-
cable a los propósitos que parecen perseguir los acontecimientos de extrema vio-
lencia en México, donde la muerte es multiplicada por los actos de
encarnizamiento sobre el cuerpo, o por lo que Foucault llamó –aplicado a otros
contextos y acontecimientos– “el aparato teatral del sufrimiento” ( 1976, 22).

En las primeras páginas de Vigilar y castigar, Michael Foucault dispone una


relación de escenas en las que el suplicio corporal era ofrecido como espectáculo.
La muerte de los condenados en los sistemas penales y punitivos del siglo XVIII
estaba ferozmente atada al arte de hacer sufrir. Mucho después de la llamada “era
de la sobriedad punitiva” (22) marcada por la decadencia y prohibición de las re-
presentaciones de la pena tortuosa de muerte, en la Europa de las últimas décadas
del siglo XVIII y principios del XIX –particularmente en Francia– regresamos a

127
las exhibiciones de la violencia punitiva: podemos decir que el “poder de castigar”
se ha impuesto como el gran teatro de la muerte en México, como necroteatro,
durante el llamado sexenio de la muerte112.

El suplicio, en palabras de Foucault, es una técnica destinada a producir un su-


frimiento extremo; su fin es mucho más que producir la muerte de una persona: “La
muerte es un suplicio en la medida en que no es simplemente privación del derecho
a vivir, sino que es la ocasión y el término de una gradación calculada de sufrimientos
[…] La muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor” (1976, 39).

Los rituales de sufrimiento, cualquiera que sea el fin, producen marcas y


transforman los cuerpos: “el cuerpo es una memoria”, afirma Pierre Clastres (1978,
160), quien ha reflexionado sobre la situación de los cuerpos marcados en los ri-
tuales de iniciación guayaquí. A esos rituales Clastres los ha considerado una “pe-
dagogía de afirmación” (161) que recuerda a sus miembros los vínculos de
pertenencia. La ley de la sociedad queda inscrita en sus cuerpos113. La memoria
de la ley es ejercida como escritura corporal. Tal y como sucede con los cuerpos
bajo el poder soberano que decide quién vive o quien muere (Mbembe, 2006,
30). Los cuerpos hablan a través de la sevicia escritural ejercida sobre ellos. La ley
decide el tipo de escritura y de superficie en la cual se imprimirá. Y no tarda nunca
en aparecer “la triple alianza –adivinada por Kafka– entre la ley, la escritura y el
cuerpo”, como nos recuerda Clastres (1978, 156)114.

Las teorías en torno al sufrimiento, particularmente las planteadas por Veena


Das en situaciones donde el cuerpo expresa las tensiones y los traumas producidos
en contextos sociales en circunstancias de exceso o de anormalidad, plantean el
dolor como una realidad construida socialmente para ejercer control, produ-
ciendo una inscripción social: el dolor como un medio a través del cual la sociedad

112
Una de las ediciones especiales de Proceso publicadas en 2012 tuvo por título El sexenio de la
muerte. Memoria gráfica del horror.
113
Veena Das considera muy claras las conexiones genealógicas entre las formulaciones de Clastres
sobre la tortura en las prácticas de iniciación y las formulaciones de Durkheim sobre las dolorosas
inscripciones totémicas en el cuerpo (2008, 415).
114
Pierre Clastres retoma las detalladas descripciones del oficial de La colonia penitenciaria, de
Kafka, sobre el funcionamiento de la máquina para escribir la ley sobre la piel del culpable,
ficción que el mismo Clastres consideró superada en los campos penitenciarios creados y man-
tenidos en la U.R.S.S. durante los años sesenta y setenta, donde los propios prisioneros habían
alcanzado un límite: estaban ya fuera de la ley, como bien lo manifestaban sus cuerpos.

128
establece su propiedad sobre los individuos y a través del cual se representa el daño
histórico que se le ha hecho a una persona, “que a veces toma la forma de una des-
cripción de los síntomas individuales, y otras veces, la de una memoria inscrita
sobre el cuerpo” (2008, 411).

Teatralidad de la muerte

… pero si la Foto me parece estar más próxima


al Teatro, es gracias a un mediador singular […]:
la Muerte.
Roland Barthes (1989, 64).

Los acontecimientos de la muerte violenta materializados en las escenas de


fragmentos corporales que buscan comunicar algún mensaje a otros grupos rivales
para poder cumplir ampliamente el propósito de advertencia y punición, buscan
ser altamente visibilizados. Aunque ocasionalmente cualquiera puede llegar a ser
espectador directo de este necroteatro, es a través de la imagen fotográfica y me-
diática que esos acontecimientos buscan ser mayormente expandidos. De ninguna
manera quiero decir con ello que las fotografías de tales acontecimientos sean la
amplificación de un estado de cosas. Pienso que son sobre todo un testimonio,
una evidencia, un documento. Son, sin duda, imágenes punitivas que buscan de-
gradar más allá de la muerte a los sujetos implicados en ellas, especies de immagini
infamanti y sus formas radicales de executio in effigie como las que eran practicadas
en la Edad Media italiana (Gubern, 2004, 95). Pero tales imágenes cumplen una
doble función punitiva: además del castigo sufrido por los cuerpos expuestos, la
punición también apunta hacia quienes se dirigen los mensajes como advertencia
del horror que puede caer sobre sus propios cuerpos.

Esas imágenes nos instalan en un escenario fúnebre de alta espectacularidad.


Se trata de escenas preparadas, construidas con restos corporales que evidencian
las marcas de las crueldades ejercidas sobre el cuerpo. A diferencia de la teatralidad
de las fotografías de post-mortem que comenzaron a realizarse desde finales del
siglo XIX, estas fotografías de la muerte violenta no permiten reconstruir iden-
tidades ni afectos. Las fotos post-mortem popularizadas en Europa a partir del

129
surgimiento de la fotografía eran tomadas como recordatorio familiar y por ello
eran encargadas a determinados fotógrafos que debían trasladarse hasta el lugar
del funeral para hacerlas (Riera, 2006). Es decir, las fotografías eran tomadas du-
rante el ritual funerario de despedida a los muertos, y como demuestran las imá-
genes, en ocasiones eran escenas de una elaborada teatralidad en la que los
familiares posaban junto al muerto o simulaban una escena cotidiana de la vida
en familia. En todo caso, tales fotos post-mortem eran recordatorios que mostra-
ban el entorno familiar y afectivo del difunto115.

La fotografía siempre nos instala frente a un teatro de la muerte en el sentido


de que a través de ella hacemos culto a los muertos. Para Susan Sontag “todas las
fotografías son memento mori”. Hacer una fotografía es participar de la mortali-
dad, vulnerabilidad y mutabilidad de una persona a cosa. “Precisamente porque
seccionan un momento y lo congelan, todas las fotografías atestiguan la despia-
dada disolución del tiempo” (2006, 32).

Para Roland Barthes “la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más
podrá repetirse existencialmente” (1989, 29). Lo fotografiado o el Spectrum es
un simulacro del referente y está vinculado al espectáculo y a “algo terrible que
hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto” (35-36). Incluso, antes que a la
pintura, la fotografía se ha vinculado al teatro, al “teatro de panoramas animados
por movimientos y juegos de luz” (64) que Daguerre explotaba en la Plaza del
Château. Pero el vínculo real entre fotografía y teatro, según Barthes, está en la
muerte (64-65). Aproximación ésta que en el escenario filosófico de Tadeusz Kan-
tor nos adentra en la paradoja que también determinó su obra: “la noción de vida
no puede ser reivindicada en arte más que por la ausencia de vida” (2004, 267).

115
“Las fotografías post-mortem son aquéllas que se realizan tras un fallecimiento, pudiendo tratarse
de retratos directos del fallecido en su lecho, generalmente entre sábanas, o posteriormente ya
preparado para el funeral, vestido en su ataúd y rodeado de flores y crespones, pero también ata-
viado de las más diversas maneras o en posturas asemejando seguir vivo, incluso mirándonos
con los ojos abiertos. Obviamente las imágenes más frecuentes son del cuerpo tumbado, pero
no son tampoco infrecuentes en actitud sentada junto a algún familiar e incluso de pie, para lo
que se diseñaron sujeciones específicas con este fin. Toda la parafernalia que puede rodear a un
velatorio puede ser también objeto de la fotografía, incluidos los allegados y acompañantes en
formación circunspecta rodeando al finado o dando el último adiós en el cementerio. También
se imprimían recordatorios de todo tipo, incluyendo retratos manipulados junto a motivos
florales y religiosos o accesorios evocadores de su dedicación mundana.” “Fotografías post-mor-
tem”. Imágenes de la psiquiatría. 30 de octubre de 2008. www.psiquifotos.com/2008/09/foto-
grafas-post-mortem.html.

130
Las fotografías post-mortem que dan cuenta del martirio que pesa sobre los
cuerpos violentados, son sin duda un teatro de la muerte, de la muerte violenta.
Pero a diferencia de aquellas imágenes solicitadas a los fotógrafos como recorda-
torio familiar en las despedidas fúnebres, las actuales imágenes que muestran una
doble punición, están más cercanas por su conformación residual a las naturalezas
muertas que desde las Vanitas barrocas tenían la función de ser memento mori.
Extrañamente cercanas a las imágenes realizadas por Joel-Peter Witkin utilizando
restos de morgues dispuestos en otra escena, a manera de un teatro que evoca ima-
ginarios y relatos116.

Los restos que muestran las fotografías de la violencia punitiva en México


también son dispuestos en escenas para que comuniquen, para que teatralicen y
hablen. Hacer hablar a los muertos por sus restos; ellos hablarán el relato de poder
que algunos construyeron con sus cuerpos para que sean leídos por otros.

Una imagen-fantasma
El 23 de mayo de 2008 el performer Álvaro Villalobos convocó a una acción
en los terrenos del Faro de Tláhuac, de la Colonia Miguel Hidalgo en la Ciudad
de México. Cavó una fosa y se hizo enterrar por dos supuestos policías. Aun
cuando la imagen de un cuerpo inmerso en la tierra, exponiendo apenas una ca-
beza que nos mira, es altamente inquietante y extraña, lo que allí se produjo des-
bordaba el marco de la visualidad.

En el texto que hizo circular el artista a propósito de Fosa –así se tituló la ac-
ción– se hacía referencia al enterramiento de cuerpos inertes en terrenos baldíos
que convierten el campo en cementerio de fosas comunes. En un espacio como
el terreno elegido en Tláhuac, que la memoria colectiva ha asociado a enterra-
mientos de restos corporales a raíz de conmociones telúricas y de violencia polí-
tica, Álvaro se enterró –vestido de blanco “como un campesino colombiano en
un día de fiesta”, en expresión del artista– por más de cuatro horas, dejando úni-
camente la cabeza expuesta.

116
A menudo las fotografías de Witkin recrean escenas bíblicas o de la historia del arte.

131
Someter el cuerpo coartando “sus movimientos con el peso de la tierra en
un tiempo y lugar específico”117, evocando, como señalaba el performer, la repetida
realidad de los cuerpos sin tumba, era en sí mismo un acontecimiento tramado
por la tensión entre la vida y la muerte. Constreñir casi la totalidad del cuerpo,
sus latidos y fluidos, a la pesadez de una masa telúrica, fue una acción que hacía
pensar en la tumba como destino del cuerpo, en el rito singular que a los muertos
les debemos. La experiencia aquí suscitada resultaba cercana a un rito de duelo,
con toda la liturgia de acompañamiento y cuidado del cuerpo que esos actos im-
plican: apisonar y humedecer la tierra en torno, resguardar el cuerpo, en este caso
fue resguardar el rostro del excesivo sol. Del lado de los supuestos espectadores
se despertaron impulsos por cuidar y acompañar a una persona en situación de
umbral: sembrado temporalmente, para la vida o para la muerte. Más que convo-
car a la contemplación de un sujeto en su apariencia de resto corporal, la acción
también despertaba otros sentidos, como el olor –la tierra húmeda– y el tacto –
la posibilidad de contactar alguna parte cercana al rostro para retirar la tierra–,
implicando a quienes fueron más acompañantes que espectadores.

Pensar la experiencia como vivencia de una secuencia de acontecimientos,


implica reconocer los momentos que la configuraron. Cuando el propio performer
cavó la tierra y dejó la fosa lista para recibir el cuerpo, realmente se estaba ini-
ciando la acción. Una serie de actos le continuarían: entrada a la fosa-enterra-
miento-permanencia-desentierro-salida.

El cuerpo expuesto a una situación extraña e incómoda perturba la idea del goce
artístico como vía de aproximación a lo sublime. Más nos conmocionamos por el ex-
trañamiento implícito en una acción que interrumpía cualquier rutina artística. Y
por las evocaciones de dolor, por las memorias convocadas, por los espectros y afectos
que en el propio performer, como en cada uno de los acompañantes, fueron suscita-
dos. Algo de conjuro y de ofrenda –de exvoto118– animaba aquella acción.

En el orden figural la cabeza sobresaliendo de la tierra, apenas un fragmento,


un vestigio del cuerpo soterrado, convocando otras escenas. Las cabezas separadas
117
Los textos entrecomillados en relación a Fosa son fragmentos del texto de Álvaro Villalobos en
el programa de mano de la acción.
118
Una parte importante de las acciones realizadas por este performer han sido concebidas como
exvotos, como ofrecimientos.

132
de sus cuerpos comenzaron a aparecer en los espacios públicos de México en la
segunda mitad de 2006. Álvaro es colombiano, y era imposible no vincular aquella
imagen con la memoria de los cuerpos en aquel otro contexto donde también los
enterramientos, dejando visible la cabeza, fueron una práctica incorporada a las
manifestaciones públicas, como las realizadas en la localidad de Usme, Bogotá,
en el año 2002, en protesta por la falta de servicios públicos119. Esta referencia de
alguna manera era evocada en el texto puesto a circular por Villalobos: “Soportar
el peso de la naturaleza, recibir la tierra, enterrarse, sepultarse, es un acto simbólico
utilizado por diferentes comunidades con varios significados, principalmente re-
lacionados con la muerte y el olvido.”

La alegoría que allí emergía tocaba lo fantasmal. El espectro de la cabeza sin


cuerpo, que tanto nos ha perturbado estos años, ya emergía en Fosa, como tam-
bién la referencia a las numerosas fosas clandestinas que han ido revelándose a los
largo de estos últimos años. Vista a través del tiempo, después de cuatro años, esta
acción de Álvaro Villalobos fue una especie de premonición desde lo performático
y lo visual sobre lo que en la esfera social comenzaría a visibilizarse inmediata-
mente después. El arte tiene a veces ese extraño poder para olfatear el estado de
los tiempos y hacerlo extrañamente visible, perturbándonos con esas imágenes
que a todas luces resultan incómodas.

Al finalizar los años noventa, el artista estadounidense Joel-Peter Witkin fo-


tografió en una morgue de la Ciudad de México la cabeza de un hombre que había
muerto en un accidente. Cabeza de hombre (1990) es una imagen que ha devenido
profética. Una imagen-fantasma que devendría imagen-síntoma cuando varios años
después perturbaría nuestra percepción bajo en el curso de ciertos acontecimientos.
Una imagen anacrónica que desde un pasado no muy lejano –un poco más de dos
décadas– retorna para hacer visible el recargamiento simbólico de los iconos.

Didi-Huberman ha echado andar entre nosotros las metáforas teóricas de la


“imagen-fantasma” y la “imagen-síntoma”. Configurada a partir del Nachlebem o
supervivencia de Aby Warburg, la noción de “imagen-fantasma” señala las super-
vivencias, latencias y reapariciones que habitan las imágenes. Por lo que esas imá-

119
De esta acción da referencia visual José Alejandro Restrepo en Cuerpo gramatical.

133
genes anuncian, a modo de síntoma, para reaparecer en otros tiempos, devienen
“proféticas”. O para decirlo con la expresión de Warburg –al referirse al grabado
de Durero, Cerda de Landser (1496)120, donde se representaba el monstruo nacido
en Landser como augurio de extraordinarios acontecimientos–, las imágenes pue-
den también hablarnos como “monstra proféticos” (2005, 480).

En la imagen de Witkin se tejen los tiempos. Es la supervivencia de un icono


que apareció a destiempo, a manera de un síntoma, de una terrible profecía que
anunciaba el advenimiento de una tragedia. Pero a la vez, en esa imagen super-
viven las iconografías martirológicas del Barroco. Para hacer la foto, Witkin co-
locó la cabeza del hombre sobre un plato. Aunque los relatos que están detrás
de las imágenes son totalmente diferentes, la imagen realizada por Witkin vi-
sualmente evoca la Cabeza del Bautista (1646) de José de Ribera. En un juego
de anacronías, esta imagen reúne varios tiempos: desde las iconografías sacrifi-
ciales prehispánicas registradas en mitos y códices que exponen la dimensión
iconofílica de una cultura, pasando por los martirios barrocos que hicieron del
martirio y los fragmentos corporales el objeto de las representaciones pedagógi-
cas y piadosas, hasta prefigurar esa imagen-fantasma por la que se cuentan los
cuerpos y que ha devenido una neobarroca alegoría del miedo, dada la insistencia
de su multiplicación y la forma espectacular de sus reiteradas apariciones, espe-
cialmente desde aquellas cabezas lanzadas sobre la pista de baile en un centro
nocturno de Uruapan, Michoacán, en septiembre de 2006, a modo de escena
iniciática de una guerra que ha tenido su réplica más terrible en las cabezas co-
munes de miles de personas. Cabeza de hombre es hoy una imagen que desde las
iconografías reservadas a los espacios del arte nos perturba y nos llena de pre-
guntas respecto de su fatídica supervivencia. Su cualidad fantasmal –más allá de
la que tiene toda fotografía– se amplifica en las actuales fotografías que difunden
la imagen de cabezas de hombres, de los miles de restos cadavéricos que desde
los espacios públicos evidencian, rotundamente, el estado de las cosas. De ma-
nera contundente, estos cruces de temporalidades visibilizan la frase conclusiva
de Huberman, al reflexionar la noción de supervivencia desde el survival de Ed-

120
El grabado de Durero estuvo inspirado en una hoja suelta publicada en el mismo año por el
erudito Sebastian Brant, uno de los integrantes del círculo humanista más cercano, junto con
Durero, al emperador Maximiliano. La profecía difundida por Brant e ilustrada por Durero
buscaba apoyar la política del emperador Maximiliano.

134
ward B. Tylor, y de cuya fuente bebió el Nachleben de Aby Warburg: “el presente
está tejido de múltiples pasados” (2009, 48).

Cabezas parlantes
Los cuerpos de la violencia actual en México se cuentan por el número de
cabezas lanzadas, dispuestas o instaladas en distintos espacios públicos para que
den cuenta de lo sucedido con el cuerpo, como si fuesen cabezas parlantes.
Cuando se encuentra la cabeza se sabe que habrá que encontrar el resto del cuerpo.
La práctica de contar el cuerpo por la cabeza, o por otra parte que lo represente,
ha sido una usanza cultural a través de los tiempos. Durante las guerras civiles del
siglo XIX en Colombia, según la información aportada por María Victoria Uribe,
“las orejas se cortaban y se utilizaban para contar el número de muertos. En las
prácticas de conteo, las orejas son a la cabeza lo que los dedos a la mano” (2004,
94). La parte en lugar del todo, un procedimiento sinecdóquico que hace de los
fragmentos el emblema de la destrucción121, y su devenir objeto para escenificar
su desubjetivación (Castro, 2005, 311).

Sergio González Rodríguez propone dos factores importantes que incidieron


en la utilización y expansión de las decapitaciones en México. Por un lado, las vincula
a la circulación de estas prácticas en Internet a partir de 2003, cuando se difunden
las imágenes de las torturas a prisioneros iraquíes por parte de soldados norteame-
ricanos, y posteriormente la respuesta de los fundamentalistas islámicos que también
utilizaron Internet para difundir las muertes por decapitación de sus enemigos
(2009, 73). Por otro lado señala: “La usanza de las decapitaciones en México se atri-
buye a la influencia de los narcotraficantes de Colombia, que, desde años atrás, co-
menzaron a estar en México e impusieron un trasfondo estético-ritual” (2009, 54).

La decapitación fue una práctica común durante la violencia partidista en Co-


lombia, pues era una manera a través de la cual los campesinos se aseguraban de la
121
Como ejemplos de estas maneras de representar la muerte del otro pueden considerarse ciertos
acontecimientos históricos de la violencia política contemporánea y reciente, como la amputación
de las manos al cadáver del Che Guevara en Bolivia, en prueba de su aniquilación, para confirmar
el hecho ante el mundo. Y la mano derecha del guerrillero de las FARC, Iván Ríos, asesinado
por su guardia personal, alias “Rojas”, quien cortó y envió la mano al Ejército Colombiano como
prueba de su muerte.

135
muerte total del enemigo: “Creían los campesinos que el muerto no estaba bien
muerto mientras tuviera la cabeza sobre los hombros” (Uribe, 2004, 94). El “corte
de mica” –la cabeza desprendida del cuerpo y reubicada sobre la pubis, entre las
manos del muerto (94)– fue uno de los cortes en los que la reubicación de esta parte
del cuerpo alcanzaba una dimensión significativa. Sin embargo, considero que la
variedad de formas de mutilar para degradar y deshumanizar al enemigo destru-
yendo su cuerpo, desplazó el carácter protagónico del descabezamiento como texto
corporal y terrorífico de la violencia colombiana.

De manera singular –y con notables diferencias respecto de las distintas téc-


nicas y formas de mutilaciones que han caracterizado el largo proceso de la violen-
cia colombiana–, la decapitación ha sido la técnica más utilizada como firma de
poder por los cárteles que se disputan el territorio mexicano. La cabeza separada
del cuerpo, exhibida como trofeo, es un arcaico atributo de poder: “Desde tiempos
primitivos la decapitación lleva la finalidad de triunfar sobre el enemigo y mostrar
que, al efectuarla, se asume el espíritu del vencido. Se cree que esta posesión otorga
poderes supremos que tienen su ingrediente catártico y un efecto intimidatorio en
el resto de las personas” (2009, 59-60), expresa el escritor Sergio González en el
ya mencionado ensayo, que fue de los primeros en abordar las decapitaciones visi-
bilizadas a partir de la violencia desatada en México desde finales de 2006.

En el México prehispánico la decapitación122 –junto con la extracción del


corazón– era una de las técnicas más extendidas (Matos Moctezuma, 2010, 47).
En ocasiones, como aparece en los relatos de Bernardino de Sahagún123, una prác-
tica estaba vinculada a la otra. En casi todas las ceremonias se incluía la extracción
del corazón, después de la cual “variaba lo que ocurría con el cuerpo del sacrifi-
cado, ya que, según el ritual, podía ser desollado, cortado en partes, decapitado,
etc.” (Matos Moctezuma, 2010, 50).

La decapitación fue una práctica extendida a toda Mesoamérica y a otras re-


giones y culturas precolombinas, como la moche. En Mesoamérica se le ha vincu-
lado al juego de pelota y a otros rituales de fertilidad y renovación, y particularmente

122
La decapitación como separación de la cabeza de un cuerpo vivo o muerto (Chávez Balderas,
2010, 319).
123
Historia de las cosas de Nueva España. Ver bibliografía.

136
Matos Moctezuma ha planteado la relación juego de pelota-decapitación-tzompan-
tli (2010, 52 y 1972). Varios hallazgos de antropólogos físicos, así como las imágenes
de códices –como el Vaticanus B, el Madrid y el Borbónico, entre otros– dan cuenta
de la decapitación124. En todos los casos, los diversos investigadores que han estu-
diado las distintas formas de sacrificios humanos en el mundo mesoamericano las
enfocan como ofrendas de los hombres a los dioses para garantizar la continuidad
de la vida y los bienes necesarios para que ello sea posible.

La decapitación en el mundo mesoamericano era el primer paso para un tra-


tamiento post-mortem, que culminaba con la producción de cabezas-trofeo (uti-
lizadas para consagrar las edificaciones), cráneos para el tzompantli o
máscaras-cráneo125 (Chávez Balderas, 328). El tzompantli era una empalizada
donde se ensartaban, con perforaciones laterales, los cráneos descarnados de los
guerreros capturados. Estos altares de cabezas o cráneos humanos cumplían una
función religiosa, de ofrendas para los dioses. Los trabajos de rescate arqueológico
realizados entre 1991 y 1996 por el Programa de Arqueología Urbana debajo de
la Catedral y el Sagrario metropolitanos de la Ciudad de México, permitieron
encontrar significativos hallazgos que corroboran que las cabezas humanas –es-
pecíficamente los cráneos– cumplían importantes funciones rituales en la cultura
mexica y mesoamericana126. Y en particular, los tzomplantis, precedidos de una
serie de complejas ceremonias rituales en las que se realizaban sacrificios humanos
vinculados a la decapitación.

Sin embargo, otros estudiosos del tema han considerado que los tzompan-
tlis también cumplían un efecto intimidatorio (Duverger cit. por Chávez, 331)
o punitivo127. La investigadora Emilie Carreón ha planteado las relaciones entre
el tzompantli y la horca como exposiciones punitivas, señalando la transforma-

124
Durante las excavaciones del Proyecto Templo Mayor se encontraron 72 cráneos que procedían
de distintas ofrendas y con distintos tratamientos mortuorios (Chávez Balderas, 323).
125
La preparación de las máscaras-cráneo implicaba decapitar, descarnar y desollar (Chávez
Balderas, 334).
126
Al respecto puede verse el texto de Ana Solari, “Cráneos de tzompantli bajo la Catedral Metro-
politana de la Ciudad de México” (2008), en el cual se presentan los resultados de dicha investi-
gación, apoyada en análisis efectuados en el Laboratorio de Antropología Física del Museo del
Templo Mayor.
127
Al respecto recomiendo el texto de Emilie Carreón Blaine (2006), donde a partir de las investigaciones
de arqueólogos como Alfonso Caso discute lo que considera “malentendidos” en el tema.

137
ción del espacio ritual mexica a la llegada de los conquistadores: “El propósito
del tzompantli se alteró. Se desprende que pasó de ser una ofrenda a los dioses,
en su uso más original, a ser una manera de amedrentar al enemigo invasor”
(2006, 28). Ese carácter punitivo fue el que se le dio a la exhibición de las cabe-
zas de indígenas y criollos rebeldes durante el proceso colonial, por parte de es-
pañoles y portugueses. Las horcas y picotas instaladas en las plazas de los
pueblos fundados en la Nueva España servían a este propósito, multiplicando
sus efectos en la exposición de cabezas y fragmentos corporales en las princi-
pales plazas y calzadas128.

El efecto aterrorizante de las cabezas cercenadas durante el imperio de la gui-


llotina francesa –se estima que fueron veinte mil los cuerpos acéfalos producidos
bajo el terror revolucionario– trascendió como un icono reiteradamente explo-
rado en los dibujos y pinturas de los artistas franceses: Eugène Delacroix: Tête de
damnés, 1819-22; Théodore Géricault: Quatre études de la tête d’un guillotiné,
1818-1820; Odilon Redon: Tête de martyr, 1877; entre muchos otros.

En marzo de 2010 el Musée d’Orsay mostró la exposición Crimen y castigo,


conceptualizada por Robert Badinter bajo el comisariado o curaduría general
de Jean Clair. Abarca dos siglos de representaciones de la muerte, el asesinato y
particularmente los descabezamientos, desde 1791, cuando se inicia el debate
parlamentario en torno a un proyecto de código penal para suprimir la pena de
muerte, hasta 1981, cuando la Asamblea Nacional aprueba el proyecto de ley
que determina la abolición de la pena de muerte en Francia. En el texto que Jean
Clair presenta en el catálogo de exposición –Naissance de l’Acéphale–, propone
la siguiente hipótesis: el descabezamiento, el desmembramiento y el corte del
cuerpo, que comienzan a manifestarse a través de la ciencia médica y la práctica
penal hasta generalizarse en el siglo XIX –aunque el suplicio ya había sido y era
un espectáculo público–, conduce a la desaparición de la dignidad del ser hu-
mano, anulando su complejidad espiritual y física, y reduciéndolo a un conjunto
de fragmentos fisiológicos (Clair, 2010, 31)129.

128
En 1572 es decapitado Túpac Amaru, en la Plaza de Armas de Cuzco. Su cabeza fue exhibida en
la picota de la misma plaza, volviéndose objeto de veneración por parte de los indígenas. Según
el mito de Inkarri, la cabeza del inca está viva y llegará el día en que regenerará todo su cuerpo
para retornar y restaurar su imperio.
129
La traducción es mía.

138
La fragmentación y mutilación corporal, como acto de descomposición y
degradación humana, ha sido siempre un recurso político. En pleno siglo XX, la
exposición de cabezas cortadas ha sido utilizada –como hasta hoy– con fines alec-
cionadores. La guerra librada contra el Cangaço, y en particular contra el Rei do
Cangaço, el mítico Lampião, en el Sertão del Nordeste brasileño, fue sellada con
la exhibición de once cabezas, entre ellas las del propio Lampião y su compañera
Maria Bonita, junto a los típicos sombreros, vestidos, alforjas, monturas, cuchillos,
rifles y hasta las máquinas con las que las mujeres cosían la ropa, a modo de es-
carmiento para quienes desafiaran a la autoridad. A la manera de un altar de ca-
bezas y vestigios, la imagen devino una perturbadora instalación, fotografiada el
28 de julio de 1938.

La cabeza, en su decir sinecdóquico, es la parte que vale por el todo y que en


varias culturas alcanza una dimensión de símbolo ascensional por su verticalidad,
si tenemos en cuenta la reflexión de Gilbert Durand: “los esquemas verticalizantes
desembocan en el plano del macrocosmos social en los arquetipos monárquicos,
como en el macrocosmos natural desembocan en la valorización del cielo y las
cimas; vamos a comprobar que en el microcosmos del cuerpo humano o animal la
verticalización induce varias fijaciones simbólicas de las cuales la cabeza no es la
menor” (2004, 146). Para los pueblos que nos precedieron, la cabeza es el centro
y principio de la vida, contenedora de la fuerza física, psíquica y espiritual. Para
los antiguos nahuas, la cabeza era un centro anímico que alojaba el tonalli (López
Austin, 1996), energía o sustancia decisiva para la vida de las personas y que podía
fortalecer a quienes supieran extraer esa sustancia. También en la cultura preincaica
–cultura moche y sicán–, las cabezas –especialmente de los chamanes– eran codi-
ciadas al punto de ser robadas de las huacas para instalarlas en las mesas activas de
otros chamanes, práctica que hasta hoy parece continuar desarrollándose130.

En distintas culturas el objeto craneano es venerado como símbolo de poder.


Entre los pueblos sudamericanos, las cabezas-trofeo131 de la cultura nasca han lla-

130
Información obtenida en el Museo de Sitio de Túcume y en el Museo Arqueológico Nacional
Brüning, en Lambayeque, Perú, en el viaje de investigación realizado en enero de 2012. Según in-
formación del antropólogo Carlos Wester, en los lado este y norte de la Huaca de los Sacrificios, en
el complejo Chotuna-Chornancap, se encontraron cuerpos desmembrados, pero las cabezas nunca
fueron encontradas. Se supone, según Wester, que habían sido colocadas en mesas de curandería.
131
Según Raúl Sotil Galindo “la denominación adoptada y usada por cerca de cien años [cabeza-

139
mado mayormente la atención de los investigadores, o más al norte las cabezas
reducidas de los shuer de Ecuador.

Pero las cabezas también han sido representadas para cumplir distintas fun-
ciones ceremoniales. Entre las representaciones de cabezas más arcaicas en la cul-
tura andina, las cabezas clavas de Chavín de Huántar132 tienen un lugar especial.
Se trata de esculturas líticas que representan cabezas humanas con rasgos felinos
y que terminaban con una prolongación a modo de clavo que permitía empotrar-
las fácilmente en los muros de la fachada. Estaban ubicadas en la parte alta de la
fachada de los edificios del Templo Viejo de Chavín. Por su aspecto y ubicación,
las cabezas clavas deben haber cumplido funciones apotropaicas, a la manera de
las arcaicas efigies o de las gárgolas medievales.

En el Monumento Arqueológico Chavín de Huántar está enclavada la única


deidad prehispánica que no ha podido ser removida de su lugar de origen, y que
allí donde está simboliza el centro, el eje sobre el cual gira el universo: el Lanzón,
un monolito de granito blanco de poco más de cinco metros en forma de cuchillo,
con rasgos antropomorfos, y desde donde puede observarse se impone como una
enorme y estilizada cabeza133.

En el actual Museo Nacional de Chavín134 se muestra una vasija en la que


está representada una figura masculina con una gran cabeza degollada. Por sus

trofeo] obedece a un asunto de analogía semántica por extensión, pero equivocada. Y de lo que
realmente se trata es de cabezas ofrenda” (2009, 25). En la mayoría de las cabezas que se han
conservado momificadas en la cultura nasca, es posible observar los labios cerrados y atravesados
por agujas de madera, y las cuencas oculares rellenas con gasa.
132
Chavín de Huantar –en la Sierra Oriental de Áncash, al este de la Cordillera Blanca– fue un
centro ceremonial y oracular de excepcional importancia entre 1400 y 500 a.C. que acogió
tributos y peregrinos de distintas regiones y lenguas en torno a un culto religioso que fue centro
de integración e intercambio simbólico, cultural e ideológico en el territorio de los Andes. En
1919 tuvo lugar la primera expedición arqueológica a Chavín de Huántar, organizada por la
Universidad Nacional Mayor de San Marcos y encabezada por el arqueólogo Julio Tello, que fue
quien colocó a Chavín como la materialización más antigua de las cualidades de los antiguos
pobladores del actual territorio peruano.
133
Por las medidas de precaución tomadas para preservar la sagrada piedra no es posible acercarse
a la misma. Al observarla necesariamente guardando cierta distancia, la enorme y estilizada
cabeza que ocupa más de la mitad del cuerpo total de la escultura, es la que puede apreciarse
mejor, dando la impresión de que en general se trata de una afilada y poderosa cabeza.
134
En 1934, durante el segundo viaje de Julio Tello a Chavín, se inicia la recuperación de los objetos
arqueológicos en posesión de los pobladores del lugar, para incorporarlos al primer Museo de
Chavín, que se inauguró el 11 de diciembre de 1940. Destruido pocos años después por un
aluvión, el actual museo es una nueva construcción.

140
características, la vasija muestra evidencias de pertenecer a las cerámicas Chavín,
con un asa que corona la parte superior135. Sin ninguna cédula que especifique su
origen, la imagen que contiene la cerámica debe estar vinculada a prácticas cere-
moniales de la región136.

Según hallazgos relativamente recientes, existen evidencias de prácticas sa-


crificiales en las culturas preincaicas, como la mochica (100-700 d.C.), posterior
a la chavín, y cuyo principal dios, Ai Apaec, es un dios decapitador, representado
en varias vasijas moches y en las pinturas murales de Huaca de la Luna, Trujillo.
También las iconografías y vestigios de enterramientos encontrados en diversas
huacas de Lambayeque dan cuenta de la existencia de prácticas sacrificiales en
culturas posteriores, como la sicán o lambayeque137.

El degollador o decapitador es una figura ampliamente representada en la


cultura moche (100-750 d.C.). En la Ola Antropomorfa excavada por el Proyecto
Sicán en 1991, en Huaca Las Ventanas (Lambayeque), aparece representado el
dios Sicán o Ñaylamp portando una cabeza en la mano derecha y un cuchillo ce-
remonial o tumi en la izquierda. Este hallazgo “constituye uno de los elementos
arqueológicamente registrados en el que se puede documentar la cosmovisión de
la civilización lambayeque, con la divinidad o deidad principal en aptitud seme-
jante a su probable antecesor (el decapitador moche)” (Wester et al., 2010, 141).

135
Información iconográfica tomada del Museo de Chavín en el viaje realizado a Chavín de Huántar,
Perú, enero de 2012. Algunos de estos objetos habían sido recuperados también de las ofrendas
y cerámicas almacenadas en las galerías subterráneas que integran el edificio del centro ceremonial
de Chavín.
136
En palabras del reconocido arqueólogo Luis Lumbreras, uno de los más importantes estudiosos
de la cultura chavín, se trata de una ideología y de una religión diseñada para producir terror,
como podría inferirse de algunas representaciones que caracterizan al Lanzón: serpientes en
lugar de cabellos y garras en lugar de uñas; así como el Dios de los Báculos representado en la
Estela Raimondi –considerado deidad central de la cultura chavín– con un tocado y cinturón
de serpientes (información obtenida en entrevista realizada en enero de 2012 en Lima). Lumbreras
ha sido uno de los investigadores que en base a las evidencias arqueológicas de Chavín ha de-
mostrado la existencia de prácticas antropofágicas.
137
A partir de los restos humanos encontrados en la Huaca de los Sacrificios –en el complejo ar-
queológico Chotuna-Chornancap, en Lambayeque– en las excavaciones realizadas en 2007,
2008 y 2009, se constataron evidencias físicas de la violencia sacrificial, observándose un patrón
de comportamiento que permitió identificar los tipos de cortes que se realizaban en los cuerpos
(puede consultarse Wester et al., 2010). A finales de 2011 fue encontrada una tumba con
sesenta sacrificios humanos, a un extremo de la Huaca Las Ventanas, ubicada en el bosque de
Pomac (Lambayeque).

141
La imagen del decapitador o sacrificador también está representada en uno de los
grafitis encontrados en el Patio de los Murales de la Huaca Chornancap, en Lam-
bayeque, simulando portar una cabeza en cada mano, similar a la divinidad co-
nocida desde la fase Moche Temprano (177-178).

Con la figura del degollador de la cultura moche se ha identificado al pishtaco.


El pishtaco, pistaco o ñak´aq es uno de los personajes con características malignas
del imaginario popular, que reúne elementos andinos e hispanos. Es una figura
compleja que se ha ido hibridizando y transformando a lo largo del tiempo. El
nombre procede de la palabra quechua pishtac, que significa “cortar en tiras o
en trozos”. Se trata de un personaje que mata a sus víctimas a fin de extraerles la
grasa para venderla a terceros o utilizarla con fines medicinales, industriales o
técnicos (Pribyl, 2010, 124). Es un personaje que se ha modernizado, que utiliza
la tecnología contemporánea para localizar a sus víctimas, y es siempre un forá-
neo, un extraño. Aunque lleva armas de fuego utiliza armas blancas para asesinar.
En el imaginario popular peruano se le ha asociado a una figura mítica del pasado
preincaico –el Degollador–, y se le ha incorporado a las nuevas configuraciones
del terror contemporáneo: “Versiones más recientes vinculan su presencia con
el malestar y zozobra de la población en tiempos de crisis, como una respuesta
de resistencia cultural y social frente al dominador blanco, los consorcios petro-
leros y de minas, el aparato político-militar del Estado o el accionar de grupos
armados insurgentes en el país” (Pribyl, 2010, 123). Me interesa en esta figura
su viscosidad, el modo en que se ha ido camuflando hasta aparecer en los esce-
narios del miedo contemporáneo.

No regreso a estas imágenes y relatos para extraer ninguna esencia, sino para
pensar su devenir y la persistencia de sus significados en nuestros actuales imagi-
narios. Pienso en Régis Debray, quien nos ha dicho que “toda cosa oscura se aclara
en sus arcaísmos” (1994, 19). Insistentemente me pregunto por las significaciones
de las imágenes que hoy circulan, visibilizando las actuales representaciones del
cuerpo por muerte violenta; ¿qué trazos visuales e ideológicos, qué circunstancias
las determinan? ¿Cómo reverberan en ellas las imágenes asentadas en nuestros
imaginarios y memorias colectivas? Las iconografías se cruzan en los tiempos, las
supervivencias de una cultura parecen hablar en otros registros. De qué manera
nos habla hoy el pensamiento de Tylor sobre the strength of these survivals, cuando

142
afirmaba: “los viejos hábitos conservan sus raíces en un suelo perturbado por una
nueva cultura” (cit. por Didi-Huberman, 2009, 50).

El desmembramiento emblemático
Pese al desarrollo tecnológico que caracteriza hoy a la gran maquinaria de la
guerra, llama la atención la sobrevivencia de técnicas arcaicas y del uso de medios
más rudimentarios, tal y como se ha podido constatar en la violencia generalizada
que se expandió en Colombia138 durante los conflictos armados de la segunda
mitad del siglo XX, y en México desde la guerra declarada por el gobierno de Fe-
lipe Calderón a los cárteles de la droga139. En este último contexto la decapitación
ha sido probablemente el rasgo más característico.

La entrevista a un decapitador, recreada por Sergio González Rodríguez


(2009), expone el escenario y las circunstancias en las que se realiza “el acto”.
Construida como impecable escena, cuyo fin es siempre garantizar la auténtica
representación del papel, la decapitación es resumida por el personaje como el
aprendizaje de una técnica que asegura un oficio, protegido por la fe sacrificial
y las ofrendas que sellan los pactos con antiguos y nuevos dioses. Las escenas
de sacrificio y ofrecimiento de los cuerpos y sus flujos se superponen a través
de los tiempos.

Las decapitaciones convocan las teatralidades corporales, disparan los flujos


del cuerpo en una incontenible espectacularidad; implican un acontecimiento
capaz de transformar irreversiblemente la disposición corporal, anulando de in-
mediato la vida y generando un objeto que más allá de ser un resto metonímico
particular, es también metáfora del des/montaje de otro corpus: “Decapitar, des-

138
Sobre todo durante la Violencia partidista de los años cincuenta, pues ya hacia finales de los ochenta
y en los años noventa se comenzó a utilizar la motosierra para desmembrar los cuerpos. La masacre
de Trujillo (1986-1994) estuvo especialmente marcada por el uso de estos instrumentos.
139
El semanario Proceso, en su número 1.805 (5 de junio de 2011) publica un artículo titulado
“Salvajismo primitivo” (pp. 6-12), firmado por Rodrigo Vera. Entre las imágenes que lo ilustran
puede apreciase una serie de fotos identificadas con el enunciado “Sesión real de tortura y ejecu-
ción” aparentemente tomadas de la dirección narcored. com. En estas imágenes con baja definición
puede observarse el proceso de decapitación de un cuerpo desnudo tirado sobre el piso, desde la
ejecución misma del acto con un instrumento parecido al hacha, hasta el momento en que el
victimario sale de escena con la cabeza en la mano derecha y el instrumento de tortura en la otra.

143
truir, desmembrar, fragmentar son aspectos de la misma actitud: la implantación
del Terror” (60), nos recuerda Sergio González. Y es también metáfora de un
des/montaje a mayor escala: “El daño de las decapitaciones anuncia oscuridad y
pérdida, la vigencia de las abyecciones y el ultraje a todos los usos de convivencia
conocidos. Una pulsión mórbida de alto riesgo que acecha detrás de lo nimio, de
lo cotidiano y sus ruinas políticas en apariencia intrascendentes” (61).

La tesis de la decapitación como acto sacrificial y ofrenda a los dioses prehis-


pánicos, consagrando los cuerpos de las víctimas, nos enfrenta hoy a complejos
pensamientos. La sacralidad del cuerpo no se sostiene porque de una u otra manera
siga siendo la fuente de ofrendas, objeto de ritos religiosos, sea cual sea la deidad
que los anima140. La decapitación es practicada aún con fines rituales cuando la ca-
beza es destinada como ofrenda141. La ritualidad sacrificial teje su supervivencia
en las prácticas sacrificiales contemporáneas, siempre resguardadas por templos
sincréticos en los que se juntan cráneos humanos con imágenes del santoral cató-
lico, transformadas por las adoraciones populares y la amalgama de las paganías.
La sangre de las víctimas sacrificiales de hoy alimenta deidades cuyas representa-
ciones en algunos de sus templos pueden sugerir también la medida de su amplia
feligresía. En los teatros sacrificiales de hoy los cuerpos cumplen distintas y cam-
biantes funciones, según las dramaturgias y los dramaturgos. La escena teológica
se impone, desde fuera la domina un autor intelectual para que otros la ejecuten:
la escena tendrá que representarse, contemplarse y leerse; el texto tendrá que ser
descifrado. Sus textos corporales, visuales y verbales se articulan desde una lógica
fragmentaria y caótica, pero sus mensajes son inequívocos.

140
“… la palabra consagrado (SACER) se tomó en la lengua latina en su sentido bueno y en su
sentido malo, porque la misma palabra en la lengua griega O∑O∑ significa igualmente lo que es
santo y lo que es profano […] Consagrado significa en las lenguas antiguas lo que es entregado a
la Divinidad, no importa con qué objeto, y que se encuentra así ligado o atado, de manera que el
suplicio des-consagra, expía o des-liga o des-ata, igual que la ab-solución religiosa” ( Joseph de
Maistre, 2009, 33).
141
En el cementerio Jardines del Humaya, en Culiacán, Sinaloa, fue depositada una cabeza humana
ante la tumba del capo Arturo Beltrán Leyva. La cabeza ensangrentada dejaba ver el rostro de
un hombre con una flor roja sobre la oreja izquierda. Había sido instalada entre los arreglos
florales que acompañaban la tumba. Según el criminólogo Enrique Zúñiga: “Esta cabeza humana
era realmente una ofrenda en honor al Jefe de Jefes (…) El hecho nos habla de que, en algunos
casos, la decapitación ha alcanzado los niveles del ritual y del goce por la muerte” (cit. en Vera, 5
de junio de 2011, 8).

144
El cuerpo es objeto y fin de toda intervención y representación. Sobre él y
con él se escriben los textos de las culturas, y en particular los textos generados
en culturas de violencia. En su capacidad de palimpsesto, el cuerpo evoca remotas
escrituras pero los espacios de representación acotan nuevos sentidos. Por ejem-
plo, cuando en los escenarios del terror contemporáneo reaparece la relación ca-
beza-pelota-ludus, emerge con otras significaciones. Las cabezas humanas no han
sido separadas de sus cuerpos para ser ofrendadas; sino que rebajadas a la condi-
ción de indeseados objetos, deben ser pateadas, rodadas hasta ser aniquiladas, en
una doble o triple muerte para las víctimas142. El cuerpo del enemigo se cosifica y
se degrada como emblema de triunfo, o como insidiosa profanación143.

Desde los arcaicos espacios de representación de la violencia ritual, emerge


la violencia punitiva. La representación de los cuerpos martirizados, en las iglesias

142
Según informaciones publicadas en los medios por la Fiscalía General de la Nación, en relación
a los hechos ocurridos durante la masacre de El Salado (febrero de 2000), Montes de María, Co-
lombia, hay testimonios que aseguran que luego de asesinar a las personas, los paramilitarres se
ponían a jugar al fútbol con las cabezas. La masacre de El Salado ha sido considerada la matanza
más grande cometida por los paramilitares en toda su historia, quienes permanecieron en el
caserío durante aproximadamente dos semanas, sembrando el terror, torturando y asesinando
con sevicia a la población que prácticamente fue aniquilada. Puede verse la nota informativa
“Más de 100 fueron las personas asesinadas por ‘paras’ en masacre del Salado, revela la Fiscalía”.
143
Según han informado distintos medios de prensa en México, es un hábito que después de ejecutar
a sus víctimas, los sicarios les bajan los pantalones o las desnudan. Pero esta misma práctica fue
motivo de un escándalo mediático cuando en diciembre de 2009 circularon las fotografías del
cuerpo del capo Arturo Beltrán Leyva, capturado y asesinado por la Marina en un apartamento
de lujo de Cuernavaca, en el Estado de Morelos. El cuerpo del capo apareció en las imágenes
descubierto, a un lado se observaba la tela blanca que lo cubría y que debajo del cadáver lo
separaba del piso. Los pantalones habían sido bajados hasta las rodillas, la playera subida hasta la
zona del cuello, y su cuerpo desnudo había sido cubierto de billetes de quinientos pesos mexicanos.
Junto a esta imagen también se difundieron fotografías en las que sobre su estómago se colocó
un rosario, una medalla, un celular, una pequeña cápsula con un santo y otras de sus pertenencias.
La pregunta y el motivo del escándalo mediático fue quién tomó estas fotografías, quién manipuló
el cuerpo del capo en poder de la Marina. La humillación y el trato indebido a los cadáveres se
realizaban también con un cuerpo en poder de las máximas autoridades del Estado mexicano.
En la nota publicada en El País, el 15 de diciembre de 2009, puede leerse: “La influencia de la
cultura del narcotráfico en la sociedad mexicana alcanza ya límites espeluznantes. Hasta los in-
fantes de Marina, se supone que con el beneplácito de sus superiores, parecen contagiados por la
iconografía propia del crimen organizado. Muchas veces, cuando los sicarios de un cártel dan
muerte a un rival, no se conforman con administrarle las balas suficientes para que deje de
respirar, sino que lo presentan en público de forma humillante. Como si de un cártel más se
tratara, la Marina de México presentó el cadáver de Beltrán Leyva con los pantalones bajados y
cubierto su cuerpo desnudo por una lluvia de billetes ensangrentados. Para completar el cuadro,
uno de los presuntos gatilleros detenidos fue expuesto con signos inequívocos de haber sido gol-
peado” (Ordaz, 2009).

145
y en el arte religioso barroco, resumen la relación entre violencia religiosa y castigo
corporal. Los martirios y los restos corpóreos expuestos en las representaciones
que impulsó la Contrarreforma, especialmente después del Concilio de Trento,
fueron otra manifestación de las violencias fundadoras sustentadas en el poder
sobre los cuerpos y sus inevitables usos políticos. La necesidad de representar se
vincula a la idolatría. Se trata siempre de persuadir por la vista, recurriendo al
poder de conmoción que despierta una imagen, como bien lo demostró la iglesia
de la Contrarreforma al utilizar el arte barroco para la conquista ideológica y es-
piritual del Nuevo Mundo. Bajo el manto del Concilio de Trento, se acordó –
contra los iconoclastas– el uso de las imágenes como vía pedagógica para inspirar
la compasión y la fe cristiana: “(los creyentes por medio de las imágenes) deben
ser aleccionados en la adoración y el amor de Dios e instruidos en la devoción”
(fragmento de las resoluciones de la 25ª sesión del Concilio de Trento de 1563,
cit. por Belting, 2009, 722). La imagen en su dimensión paraestética144, como ob-
jeto de veneración y transmisión pedagógica, de manera que los honores que se
le tributen se transfieran a los prototipos que ella representa (721). La política de
la imagen redefinida en Trento se concentraba en dos aspectos: la función peda-
gógica, evangelizadora, y la función devocional, inspiradora de piedad. En ese
contexto las imágenes fueron “objeto de luchas de fe”, desbordando el terreno de
la historia y la crítica de arte (Belting, 2009, 11).

Junto a la veneración de imágenes, la disposición conciliar tridentina también


indicaba la veneración de las reliquias de los mártires y santos de la iglesia. De
manera que el cuerpo sufriente –o realmente pos-sufriente– era objeto de la ve-
neración y la piedad que movían a los fieles. En todo caso, el cuerpo siempre frag-
mentado, pues las representaciones pictóricas priorizaban el martirio y el sacrificio
de aquéllos que habían optado por el camino del amor cristiano. En sus análisis
del barroco neogranadino Jaime Borja señala que la decapitación era siempre la
escena más representada (2012, 137).

Las disposiciones tridentinas fructificaron en las tierras de la Nueva España.


La obsesión barroca por la muerte impuso lo cadavérico como la más categórica
alegorización de la physis (Benjamin, 2006, 439). Una amplia relación de órganos
144
El término es utilizado por Victor Stoichita (2000) para analizar la recepción de las imágenes
religiosas destinadas a ser veneradas y a mover los sentimientos.

146
y miembros corporales ha sido el sustento para la fundación de espacios consagra-
dos, diseminando hasta hoy el inquebrantable pacto con nuestro devenir fúnebre:
“el corazón y la lengua del Padre Ignacio Parra, depositados en un nicho del coro
de Santa Mónica en Puebla; el corazón del Obispo de Puebla, Manuel Fernández
de Santa Cruz, ubicado en el mismo coro; las vísceras incorruptas del Obispo de
Michoacán, Juan Joseph de Escalona y Calatayud, encontradas en el piso de la Ca-
tedral de Valladolid en 1744; la decapitación post mortem de los insurgentes y la
exposición de sus cabezas en Guanajuato; […] el corazón de Melchor Ocampo do-
nado al Colegio de San Nicolás; los ojos del General Barragán depositados en un
nicho de la Iglesia de la Ciudad del Maíz; el corazón de Francisco Pablo Vázquez,
Obispo de Puebla, depositado también en el coro de Santa Clara en 1847; el cadáver
embalsamado de Maximiliano y su constante exposición a la cámara fotográfica;
la exposición pública del cadáver de Zapata; la exposición pública del brazo de
Obregón como reliquia central de todo un monumento” (Ruiz, 121-122)145.

Las representaciones de fragmentos corporales y la preservación de la physis


rota en carácter de reliquia que conformaron la cultura barroca, ocuparon las re-
flexiones de Walter Benjamin. Desde las escenas del Trauerspiel, siempre adere-
zadas con cadáveres, Benjamin extiende una reflexión que abarca todas las
representaciones barrocas:
¿a qué vienen esas escenas de horror y de martirio en que se regodean los dramas
barrocos? […] Entero, el cuerpo humano no puede formar parte de un icono
simbólico, pero una parte del cuerpo no es inapropiada para su constitución […
] El emblemático ortodoxo no podía pensar de otra manera. El cuerpo humano
no podía constituir una excepción al mandamiento que ordena despedazar lo
orgánico a fin de leer así en sus fragmentos el significado verdadero, fijado, es-
critural (2006, 438).

Pero las descripciones de dolores y martirios corporales, tan propias del drama
barroco como de la dramaturgia de Séneca, autoridad en los dramas del horror,
donde “las partes singulares de los cuerpos se van enumerando en disección anató-
mica, con complacencia equívoca y cruel” (Stachel cit. por Benjamin, 440), vienen
a nuestro presente, no en las elaboraciones de un drama artístico, sino en la tecné
puesta en juego por quienes hacen del cuerpo una nueva gramática del horror.

Sigue abierta la pregunta en torno a las significaciones, a los significados ocul-


tos de la emblemática corporal. La pregunta se activa hoy ante las nuevas escenas

145
La mano derecha que el general Álvaro Obregón perdiera en combate, en junio de 1915, fue ex-
hibida en el monumento dedicado a su memoria, hasta que en 1989 el gobierno de Salinas de
Gortari tomó la decisión de incinerarla.

147
de tormentos y martirios que se construyen con cuerpos que no buscan santifica-
ción ni trascendencia religiosa, y que son obligados a sacrificios inútiles. La palabra
sacrificio ya no puede nombrarse en vínculo con la antigua noción de ofrenda, tal
y como lo resume Jean-Luc Nancy: “La sangre que corre de nuestras llagas corre
horriblemente, y sólo horriblemente […] La llaga por lo demás no es más que una
llaga – y todo el cuerpo no es más que una llaga” (2003, 63). La pregunta es una
llaga abierta, enlazando pasado-presente y futuro, anulando todo sosiego: “¿Sa-
bremos arreglárnoslas con esta pérdida del sentido?” (63). Esta pregunta nos re-
monta a los territorios del dolor sostenido, del duelo. El desmembramiento no es
sólo anatómico, pero siempre comienza con la mutilación física de los cuerpos.

El fantasma del cuerpo desmontado corroe, contamina, atormenta los ima-


ginarios y las escenas contemporáneas. La cabeza, ese fragmento altamente emble-
mático, puede aparecer en cualquier sitio, adivinarse en cualquier bulto, aparecer
instalada en los espacios públicos. Ese fantasma permea hoy las prácticas artísticas.

En una de las acciones realizadas por el colectivo Teatro Ojo en marzo de


2010, la imagen de la cabeza tenía un estatus fantasmagórico, más que propia-
mente representacional. Las creaciones de este grupo no pueden ser enmarcadas
bajo el concepto tradicional de “teatro”. De manera general optan por poner en
juego un adelgazamiento extremo de los dispositivos representacionales, incluso
de la misma voluntad de representar. Eligen acciones que se diseñan como inter-
venciones en espacios públicos, cerrados y abiertos, que recurren a dispositivos
instalacionistas o performativos, disponiendo objetos y accionando cuerpos sin
pretensión de ficcionalización, en lugares no enmarcados para escenificar. Define
también sus acciones la estrategia situacionista de la deriva, y cierta vocación do-
cumental al rememorar textos históricos, revisitar espacios cargados de memoria,
exponer materiales y objetos encontrados en lugares que han funcionado como ar-
chivos memorables.

El Proyecto Estado fallido, 1. Pasajes, fue motivado por el Libro de los pasajes,
de Walter Benjamin. Concebido como una intervención absolutamente mini-
malista en ciertos pasajes comerciales y plazas del Centro Histórico de la Ciudad
de México, se proponía “deslizar” fragmentos del texto benjaminiano, a través de
recorridos, acciones, objetos, imágenes y lecturas fragmentadas del mismo texto

148
y de otros escritos contemporáneos. Considero que la “escena invisible” era la más
importante, por su poder detonante y su carga fantasmal. Aquello que no sucedía,
que apenas se sugería, se evocaba, se presentía: la sutil convocatoria espectral en
medio de toda la imaginería y fantasmagoría que de por sí puebla las calles del
Centro Histórico. Entre las voces y los pasos, las imágenes cual objetos encontra-
dos, y las rápidas y fugaces lecturas de fragmentos textuales146, convocaban algu-
nos espectros: las cabezas ensartadas y los “pozoles” corporales, el ángel roto de
Benjamin, Zapata “decapitado”, la muchacha asesinada públicamente147, las otras
muchachas que avanzaban en círculo, los pequeños caníbales que acechaban su
banquete148… Fantasmas anacrónicos que fragmentaban los tiempos entre iglesias
barrocas, caballerizas revolucionarias, fotografías familiares, fetiches sexuales,
tianguis de cuerpos. Pensé en Girard y en su idea de que la fuente principal de la
violencia es la rivalidad mimética.

Por las calles viajaban –sobre carritos ambulantes y recicladores, perdidas


entre los transeúntes– “réplicas de la cabeza del ángel de la independencia dañada
por el sismo de 1957”, como anunciaba el programa de mano. Por la calle Venus-
tiano Carranza se paseaba la imagen del cadáver de Zapata. Entre los rápidos
pasos de la gente de vez en cuando podía adivinarse un billete de diez pesos con
la cabeza de Zapata impresa hacia el extremo derecho: Zapata muerto, con los
ojos cerrados y el rostro hinchado. Zapata descabezado, como corresponde a estos
tiempos de densidad espectral.

En muchas representaciones del arte contemporáneo la cabeza, en lugar de


la calavera –aquélla que alimentaba las vanitas barrocas observadas por Benjamin
(2006, 383) como alegorías de la historia y el devenir humanos–, es el icono por
excelencia. La cabeza sin cuerpo fue el emblema a lo largo del siglo XIX –como
ha observado Jean Clair y me atrevo a extender hasta hoy, en el siglo XXI– de las
errancias míticas de Salomé, Judith, San Juan Bautista, San Denis (2010, 37). El

146
Entre los textos leídos estaban las Cartas cruzadas entre Pablo Escalante Gonzalbo y Rodrigo
Martínez Baracs, sobre sacrificio y antropofagia prehispánica, publicadas en Letras Libres Nº
133, enero de 2010.
147
Información recabada por Teatro Ojo, durante el trabajo de campo realizado para el proyecto.
148
Me refiero a la ronda de las sexo-servidoras en el Callejón de Manzanares, en La Merced, en el
centro de la Ciudad de México, uno de los sitios (“Pasaje de las muchachas”) sugeridos en la
deriva que proponía el proyecto.

149
repertorio barroco de cabezas embandejadas, cuerpos decapitados, senos, lenguas
y manos mutiladas, ojos ensartados, tiene un estatus contemporáneo. Las antiguas
violencias sagradas están hoy diseminadas en los espacios de lo real, y su desmem-
bramiento emblemático penetra los escenarios del arte.

El cuerpo roto
Cuando Artaud proponía su entonces liberadora tesis de un “cuerpo sin ór-
ganos” no se vislumbraban las dimensiones que cobraría el cuerpo en estos tiem-
pos que corren. El cuerpo sin órganos (CsO) de Artaud no es necesariamente un
cuerpo roto, pero sí un cuerpo fuera de sistema, e incluso un cuerpo acéfalo, dada
su fuerte crítica al lugar jerárquico que adopta la cabeza en el sistema de la cultura
occidental. Trasladados a la dimensión de corpus, los restos pueden operar para
la construcción de un antisistema, y éste parece haber sido el mayor propósito de
Artaud: horadar, desmembrar, descabezar los sistemas de pensamiento y repre-
sentación no sólo del teatro, sino de la cultura y de la representación occidental.

El acéfalo fue un paradigma erigido contra la tradición del pensamiento y la


filosofía racional, no sólo por Artaud. Así se nombró –Acéphale– la revista fun-
dada en 1936 por Georges Bataille, Pierre Klossowski y otros pensadores, y donde
luego también participarían André Masson y Michel Foucault proponiendo un
cuerpo acéfalo en oposición a los designios de una existencia regida por lo racio-
nal. Esta figura no era la del decapitado –figura instituida por la Revolución Fran-
cesa–, sino la de un nuevo concepto anatómico que proponía una inversión del
principio de identidad con la convicción de que “ser otro es ser acéfalo”; figura
que en el estudio de Michael Taussig, El lenguaje de las flores, es comparada con
la mandrágora, ese pharmakon que Mirceau Eliade nombró como planta mila-
grosa y que ha sido representada con un inquietante antropomorfismo.

Aquel cuerpo acéfalo era también el CsO artaudiano que no declaraba la


guerra a los órganos sino al organismo, a la eficacia de su puesta en sistema. El
modelo corporal contra el que levantó su voz Artaud sugiere un teatro de los ór-
ganos, una disposición jerarquizada de los órganos en los cuerpos. La solicitud
de un CsO fue un frontal ataque a la corporalidad sometida, dividida, jerarqui-

150
zada por el discurso de poder de la ciencia teológica. Ir contra ese orden de la clí-
nica corporal implicaba una rotura del corpus racional, del corpus del juicio. Era
el comienzo del teatro de los cuerpos sin órganos. La profecía para una teatralidad
heterárquica, sin regentes racionalistas. Para acabar de una vez con el juicio de dios
fue el manifiesto artaudiano contra el juicio más allá del teatro, en la vida, y tam-
bién contra la crítica del juicio o la crítica desde el juicio.

Cuando Deleuze y Guattari (1988, 156) hicieron de esta solicitud artaudiana


una metáfora teórica en lo que ellos nombraron como un “conjunto de prácticas”
aplicado a los escenarios del psicoanálisis, se fue configurando como el escenario
de flujos producidos por los “cuerpos vaciados”: del cuerpo paranoico, del cuerpo
esquizofrénico, del cuerpo masoquista. El CsO de Deleuze y Guattari no es pre-
cisamente un utópico proyecto de liberación, de emancipación de los órganos,
sino un vaciamiento, una supresión, una reducción a “lo que sólo puede ser po-
blado por intensidades de dolor”: el Gran Frío, lo Dolorífico; “el huevo lleno an-
terior a la extensión del organismo y a la organización de los órganos” (Deleuze
y Guattari, 1988, 158).

El CsO de la profecía artaudiana es sin duda un punto de partida para pensar,


con otros significados, el teatro de los órganos sin cuerpo, eso que resta cuando
se suprime el conjunto de significaciones y subjetivaciones. Este sería el escenario
que prepara el terreno a lo que planteo como cuerpo roto.

Entiendo por cuerpo roto la mise en morceaux –la puesta en pedazos, en frag-
mentos–, la exposición ante nuestros ojos de un desmembramiento. Un cuerpo
visiblemente fragmentado, mutilado, descabezado, desmontado de su anatomía
tradicional; restos de lo que ya es un cuerpo a/gramatical. Hablo de un cuerpo
roto dadas las evidencias expuestas a la mirada pública.

El cuerpo roto también como motivo iconográfico: la representación de imá-


genes corporales residuales atravesadas por una pathosformel, una forma corporal
del pathos, que las relaciona inevitablemente a situaciones de martirio o sufri-
miento y que les otorga un estado fantasmático, como si convocara dobles de otra
corporalidad. Parto de la noción de pathosformel propuesta por Aby Warburg y
retomada por Didi-Huberman para preguntarse: “¿cuáles son las formas corpo-
rales del tiempo superviviente?” (2009, 173). Y la desplazo hacia los escenarios

151
actuales donde son otros los cuerpos y los martirios, para preguntarme: ¿cuáles
son los trazos gestuales del dolor, los padecimientos del cuerpo, que sobreviven
en las imágenes de cualquier tiempo y que especialmente invaden nuestro tiempo?
¿Cuáles son las cargas emotivas, las pulsiones, las relaciones fenomenológicas y
simbólicas que habitan las iconografías? Las estrategias de desfiguración y des-
trozo implicadas en las representaciones del cuerpo roto no expresan sólo una
“técnica estética”, son sobre todo “la huella de una experiencia antropológica”,
como nos recuerda Sofsky (2006, 64).

De manera muy diferente al doble escénico que se constituye por medio de


una representación poética, los cuerpos rotos instalados en el espacio de lo real,
del cual son parte –metonimia pura–, son también la solicitud de otro doble, de
un espejeo entre presente y futuro inmediato: esos cuerpos que desplazan y di-
seccionan la anatomía son el fantasma de un cuerpo por aparecer, son el doble de
aquél para el cual han sido construidos: “esto te pasaría si no…”, es un mensaje
corporal a otro cuerpo: ellos son el modelo de lo que está por aparecer o suceder.
Memento mori.

El cuerpo roto de las teatralidades y gramáticas neobarrocas, de las icono-


grafías de la muerte violenta, del necroteatro, ha ido provocando la sistematiza-
ción de un des/montaje singular: un cuerpo sin cabeza que cada vez más parece
anunciar el destronamiento de otro corpus. El cuerpo des/montado, desarmado
de su estructura natural, es el inquietante y amenazante fantasma que reaparece
como “una suerte de virus icónico” (2009, 64). Tomo esta imagen de Sergio Gon-
zález Rodíguez, introducida por él al analizar el asesinato de Luis Donaldo Co-
losio en Tijuana, en 1994. Y la tomo para trasladarla a la expansión significante
de los cuerpos rotos y des/montados como un virus icónico que corroe todos los
supuestos de un progreso social y humano, y que en su reiteración traumática nos
recuerda que vivimos bajo el poder de un terror sostenido y acrecentado por un
estado de absoluta impunidad.

El cuerpo des/montado y roto es sin duda, el paradigma de representación que


parece regir estos tiempos. El cuerpo des/montado y vuelto a montar, como un ca-
dáver exquisito. ¿Tendrá nuevas funciones, pasará a las regiones de los iconos y las
idolatrías del pavor? ¿Será un pedazo de cuerpo que regresa a su estado alegórico

152
por excelencia, apenas una cabeza, una calavera, un residuo de contemporáneos
tzompantlis? Está allí para cumplir una nueva función “pedagógica” en los discursos
de “los nuevos reyes”: memento mori. Y para petrificarse como el icono por exce-
lencia del necroteatro que se expande entre las brumas de nuestro cotidiano.

Reflexionar sobre el cuerpo roto o ausente y las estrategias de su des/figura-


ción, sugiere experiencias de dolor y nos confronta con los territorios del padeci-
miento, y de la violencia propia de la representación. Y nos regresa a la realidad
donde vivimos, contaminados por el miedo de no saber si será posible preservar
nuestros afectos, nuestra propia integridad psíquica y anatómica.

En la tensión que hoy libran la estatuaria, la construcción escultórica de la


presencia, por un lado, y por otro las prácticas de despedazamiento emblemático,
no he dejado de preguntarme: ¿Cómo se ha conmocionado o contaminado una
práctica como la escénica que durante siglos ha hecho tributo y monumento al
cuerpo? ¿Cómo dialoga el arte escénico con este estado del cuerpo? ¿Cómo se ha
contaminado la práctica teatral con esta rotura y disolución corporal?

153
Momia de la cultura lambayeque (Siglos VIII-XIV). Museo Arqueológico Nacional
Brüning (Lambayeque, Perú). Fotografía: Ileana Diéguez, enero de 2012.
De la serie fotográfica Retratos (1996) de Juan Manuel Echavarría. Archivo de
Juan Manuel Echavarría, cortesía del artista.

NN, (fragmento) de Juan Manuel Echavarría. Instalación en el Museo de Arte


Moderno de Bogotá. Exposición Los desaparecidos, del 30 de agosto al 24 de
septiembre de 2008. Fotografía: Fernando Grisales, cortesía de Juan Manuel
Echavarría.
Radix Insatiabilis, de la serie Corte de florero (1997), de Juan Manuel Echa-
varría. Archivo de Juan Manuel Echavarría, cortesía del artista.

Caudillo (con lengua), 2000-2007, performance de Rosemberg Sandoval, Cali,


Colombia. Fotografías de José Kattan y Oscar Monsalve. Imagen tomada de la
página con el consentimiento del artista: www.rosembergsandoval.com/image-
nes/popups/caudillo_con_lengua1.htm.
En un edificio abandonado del centro de Ciudad Juárez fue encontrada una
mujer “entambada”. Junio de 2011. Fotografía: Marco Antonio Cruz. Cortesía
de Proceso.
Cabezas decapitadas de Lampião, Ma Bonita y su grupo, fotografiados el 28 de
julio de 1938. Colección familia Ferreira Nunes, nieta de Lampião. www.foto-
mundo.com/index.php/historia/autores-y-colecciones/los-cangaceiros-bandidos-
de-honor-en-el-sertao.html.

Fosa, performance de Álvaro Villalobos en los terrenos del Foro de Tláhuac,


Ciudad de México, el 23 de mayo de 2008. Fotografía de Juan Enrique Gonzá-
lez Careaga.
Cadáver de David N. Morales Colón, a quien llamaban “el Matatán”. Primera
Hora, Guaynabo, Puerto Rico. Fotografía de Vanessa Serra. 28 de abril de
2010. www.primerahora.com/entierrotradicionalparaelhombrequevelaronensumo-
tora-383683.html.

Cadáver del capo Arturo Beltrán Leyva. Diciembre de 2009, Cuernavaca, More-
los. © Fotografía Agencia de Noticias El Universal.
II. Escenarios del cuerpo sin duelo
5. Cuerpos sin duelo

La falta de sepultura es la imagen sin recubrir del duelo histórico


que no termina de asimilar el sentido de la pérdida y que
mantiene ese duelo inacabado en una versión transicional. Pero es
también la condición metafórica de una temporalidad no sellada,
inconclusa: abierta, entonces a la posibilidad de ser reexplorada en
sus capas superpuestas por una memoria activa y disconforme.
Nelly Richard (2007, 109).

La desrealización del “Otro” quiere decir que no está ni vivo ni


muerto, sino en una interminable condición de espectro.
Judith Butler (2006, 60).

En el cementerio de Puerto Berrío, en el Magdalena Medio colombiano,


existe un inmenso muro que aloja las tumbas de NN. Son los nichos donde se
acumulan los restos de cuerpos no nombrados, aquellos cuerpos que viajan por
el río Magdalena, que reaparecen en las superficies o se atoran en los remolinos
del río hasta ser encontrados por los habitantes del lugar149. Algunas de esas tum-
bas conservan informaciones que dan cuenta de la fecha en que fue encontrado
el cuerpo, si era hombre o era mujer, sin ninguna otra información sobre su iden-
tidad. Varias están pintadas y llevan placas donde reza “Gracias NN por los favores

149
“El río Magdalena es la arteria fluvial más importante de Colombia, pues en su largo recorrido
cruza el país de sur a norte para desembocar en el mar Caribe cerca de la ciudad de Barranquilla.
El periódico El Colombiano de Medellín publicó en varias entregas un informe especial que
tituló ‘En las riberas del llanto’, en el cual se analiza el papel que han jugado los principales ríos
del país, como el Magdalena, el Cauca, el Atrato y el Sinú, en la desaparición de las evidencias
relacionadas con múltiples asesinatos” (M. V. Uribe, 2008, 177, infra).

163
recibidos”. Otras están marcadas con la palabra “Escogido”. Se trata de las prácticas
emprendidas por algunos habitantes de Puerto Berrío: elegir una tumba donde
se aloje un cuerpo del sexo contrario y comenzar un período de peticiones y cui-
dados que culminará, si el favor es otorgado, con el renombramiento del muerto
y de su tumba. Se le otorga un nombre con el apellido del suplicante, y se dice
que en algunos casos los restos son trasladados al panteón familiar150.

El cuento de Jorge Eliecer Pardo, Sin nombres, sin rostros ni rastros, evoca
esta situación: un grupo de mujeres de un pueblo de puerto se reúne cada noche
a las orillas del río para rescatar los cuerpos que arrastra la corriente, lavarlos, co-
serlos, recomponerlos y renombrarlos:
Todos tenemos a nuestros NN en el cementerio, les ofrecemos oraciones y flores
silvestres para que nos ayuden a seguir vivos porque los uniformados llegan a
romper puertas, a llevarse nuestros jóvenes y a arrojarlos despedazados más abajo
para que los de otros puertos los tomen como sus difuntos en reemplazo de sus
familiares […]

Los primeros meses poníamos en sus lápidas las tristes letras de NN y debajo un
número para que todos supieran que era un muerto con dueño, o mejor un des-
aparecido reencontrado. Cuando nadie viene por ellos y las autoridades también
los dejan a la buena de Dios, los dueños de los cadáveres los rebautizan con los
nombres de sus muertos queridos. Es como un nacimiento al revés: parido entre
el agua del río y lavado después en la arena. Les llevamos flores, les encendemos
veladoras y les regalamos rosarios completos y unos cuantos responsos. Todas sa-
bemos que en cada rescatado hay un santo (2011, 317-318).

Este cuento de Pardo recrea las prácticas de un puerto que en el Magdalena


Medio renombra a los muertos del río, y las disemina en un espectro de posibilidades
en el que pueden estar incluidos otros pueblos ribereños, más allá del Magdalena.
Los ríos colombianos han sido considerados espacios fúnebres en los que se alojan
innumerables cuerpos; quizás los más vastos cementerios. Y contra la voluntad de

150
El 4 de octubre de 2008 visité el cementerio de Puerto Berrío. Llegué a ese lugar del Magdalena
Medio colombiano siguiendo las pistas de una conferencia de María Victoria Uribe. Durante
mi estancia en la Maestría Interdisciplinar en Teatro y Artes Vivas (MITAV) en la Universidad
Nacional de Colombia, en Bogotá, Carlos Sepúlveda me había pasado informaciones sobre
estos acontecimientos a los que hacía referencia la conferencia de María Victoria Uribe. Debo a
varias personas de la MITAV –entre ellas Alejandro Cárdenas–, del Programa de Desarrollo y
Paz del Magdalena Medio y del Movimiento de Víctimas Ave Fénix –en particular Fabio Agudelo,
Cecilia Zuluaga, Teresa Castillo, Edith Marín y Blanca Nuri–, las informaciones obtenidas y las
determinantes experiencias vividas en este viaje, en especial el contacto con las madres y suplicantes
que, entre otros motivos, acuden al cementerio movidas por la esperanza de encontrar a sus seres
queridos con la ayuda de los muertos.

164
los aniquiladores, estas prácticas hablan de comunidades empeñadas en subjetivar
la muerte, nombrar al muerto y darle una existencia mítica a través de ritos de duelo.
Sobre los escenarios fúnebres los imaginarios fuerzan la aparición de la vida.

Renombramientos. Ritos de duelo


Puerto Berrío es un pueblo de testigos y sobrevivientes del dolor, como ha
dicho María Victoria Uribe (2008, 180). Varias veces azotado por conflictos ar-
mados, desde los inicios de la Violencia política, hasta convertirse en campo de
travesías e instalaciones del Ejército de Liberación Nacional, de las FARC, de los
grupos paramilitares y de narcotraficantes, y de las fuerzas armadas estatales.
Según las cifras de organizaciones comunitarias, la violencia ha ocasionado en el
pueblo más de tres mil víctimas.

Las prácticas de renombramiento en el cementerio de Puerto Berrío implican


toda una transformación de la iconografía habitual de las tumbas: Colocar sobre
la pared la palabra “escogido” iniciando un período de peticiones. Cuando el favor
les ha sido concedido, el NN es renombrado con apellidos familiares y se le colo-
can exvotos. En algunos casos se le incorpora al panteón familiar y generalmente
se trasladan sus restos a un mejor lugar dentro del cementerio, al menos fuera del
muro de los innombrables. Los NN que pasan a la condición de elegidos y de re-
nombrados se transforman en un cuerpo mítico creado por la necesidad y la de-
voción popular, en el cual se articulan varios relatos. Una misma tumba puede
mostrar las huellas de las distintas peticiones que le han sido hechas por diversas
personas, cada uno crea relatos íntimos en el diálogo con el muerto. Es condición
necesaria en ese rito de peticiones el despliegue de actos performativos que per-
mitan la cercanía con el muerto: hay que visitarlo muy a menudo en el cementerio,
cuidar la tumba, hablarle, llamarlo y golpear la pared tras la que descansan sus
restos, y prometerle una recompensa por sus beneficios.

Los beneficios de estas rogaciones, según consideran algunos habitantes de


Puerto Berrío, se deben a que los NN mueren de forma violenta y acumulan una
vida muy tormentosa151. Según manifiestan los suplicantes, al no tener familiares

151
Ésta fue la opinión expresada por algunas de las personas junto a las cuales visité el cementerio
de Puerto Berrío en octubre de 2008, en particular Edith Marín y Blanca Nuri.

165
que rueguen por ellos, el NN agradece los cuidados y por eso cumplen sus deseos.
El olor a santidad, en la opinión de María Victoria Uribe, emana del sufrimiento
y el dolor que supone la muerte violenta (2008, 179-180).

Desde noviembre de 2006 y hasta la fecha, el artista visual colombiano Juan


Manuel Echavarría ha documentado el muro, visitando periódicamente el cemen-
terio, entrevistando a los suplicantes y dolientes, y documentando los cambios
que en el tiempo van manifestando las distintas tumbas. Echavarría ha ido regis-
trando distintos testimonios de estas prácticas de resistencia al olvido en medio
de lo que él llama “el realismo trágico que envuelve a Colombia”152. Su propia
obra derivada de múltiples trabajos de campo, Réquiem NN, es un testimonio
que da cuenta de la necesidad de entender y procesar los excesos de muerte y dia-
logar con los muertos, porque la paz de los vivos no puede separarse del digno
descanso de aquéllos. La obra ha sido concebida como un conjunto de fotografías
lenticulares, técnica que permite registrar los distintos estados de las tumbas, ob-
servar el paso del tiempo, y en la opinión del artista, también activar una imagen
visual que deviene una metáfora de las capas de NN que han producido la guerra
y la violencia en Colombia. La totalidad de la instalación fotográfica evoca el
muro fúnebre que cada día crece y se transforma en Puerto Berrío. La obra se le-
vanta sobre la muerte y la barbarie que unas personas producen a otras, como un
conjuro contra el olvido que los perpetradores de la violencia pretenden imponer.

En Colombia varios artistas han abordado la problemática de la muerte y el


río, además de Juan Manuel Echavarría con Réquiem NN, Erika Diettes con Río
abajo, Clemente Echeverri con Treno y Gabriel Posada con Magdalenas en el
Cauca153. En todos los casos, el dolor y el duelo cobran cuerpo en las obras, sin
que por ello intenten suplir la ausencia o restaurar las rupturas que esas pérdidas
violentas han generado.

Los renombramientos y los “nacimientos al revés” que practican los habi-


tantes de Puerto Berrío son un conjuro contra la muerte violenta, como también

152
De mis apuntes durante la conferencia ofrecida por Juan Manuel Echavarría en el IX Seminario
de teoría e historia del Arte, “Arte: snte la fragilidad de la memoria”, organizado por la Universidad
de Antioquia y realizado del 5 al 7 de septiembre de 2012 en la ciudad de Medellín.
153
Menciono obras y artistas que conozco en torno a esta problemática, sin pretender que sean los
únicos que trabajan en ello.

166
una manera de realizar los propios duelos no realizados. A través del cuerpo de
otro se practican los cuidados que sus propios muertos no pudieron recibir. Si
consideramos que algunas de las suplicantes en el cementerio de Puerto Berrío
son mujeres que nunca pudieron dar sepultura al cuerpo de sus hijos, esposos o
hermanos, es inevitable pensar que a través de estos renombramientos también
se tramitan duelos postergados. El NN se vuelve el depositario de un deseo y de
un rito que permite tramitar el dolor, pues el duelo sólo es posible bajo la premisa
de tener un cadáver o una sepultura.

Los ritos realizados son prácticas generadoras de nuevas mitologías en las


que el muerto es bautizado para “revivir” en otra historia, para devolverle una
vida simbólica. Es el regreso de lo que se ha pretendido aniquilar, la construcción
de una mitología que permite también sostener anhelos en torno a los afectos
perdidos. Tales ritos podrían entenderse dentro del conjunto de prácticas fune-
rarias que instrumentalizan lo que Elsa Blair ha denominado “otras formas de ex-
presión” u “otras narrativas de la muerte” (2004, XVII), en las que intervienen
procedimientos ficcionales y estrategias estéticas.

Algunos habitantes de Puerto Berrío, particularmente madres y otros fami-


liares de víctimas de la violencia, organizados como Movimiento de Víctimas Ave
Fénix, realizan cada año, desde 2006, lo que han llamado “Puesta del dolor en la
escena pública: hacer visible lo no invisible”. Con el apoyo de un grupo de estu-
diantes que conformaron la Organización Social Estudiantil (OSE) de la Uni-
versidad de Antioquia, Sede Puerto Berrío, este movimiento inició la realización
de las “puestas del dolor” como una estrategia para tramitar el duelo suspendido,
para realizar simbólicamente ritos fúnebres sin cuerpo154.

154
Las performances por el duelo que se realizan en Puerto Berrío ocupan fundamentalmente tres
escenarios: la Plaza Bolívar frente a la Iglesia, el cementerio y las márgenes del río Magdalena.
Las acciones son construidas colectivamente y tienen como recurso reiterativo nominar la au-
sencia, nombrar y visibilizar los rostros de las miles de víctimas que ha producido el conflicto en
esa localidad. La Galería de la Memoria es una de las acciones realizadas en la Plaza Bolívar,
donde se expone un número equivalente de ladrillos en representación de lápidas a las que se les
colocan los nombres de aquéllos que nunca han podido recibir los ritos fúnebres. En las márgenes
de la plaza se elige un árbol, renombrado como Árbol de la Esperanza, del cual se cuelgan
algunas de las pocas fotografías que conservan los familiares. A la entrada al cementerio se
instala El mural de los recuerdos, rotulando sobre el muro la relación de víctimas. La última de
estas escenificaciones se realiza en las márgenes y sobre las aguas del río Magdalena, donde los
familiares depositan balsas cubiertas de flores y antorchas.

167
Imaginarios funerarios
El exceso de muertes violentas, desapariciones forzadas, mutilaciones y des-
trucciones de los cuerpos hasta hacerles perder la identidad, es una trágica realidad
que marca a muchos países de Latinoamérica. Esta situación no sólo afecta la vida
de los familiares implicados, sino que horada el tejido social y simbólico, trastoca
hábitos, conductas, tradiciones.

En diversas comunidades o poblaciones en México existe la tradición de “re-


coger los pasos” y “levantar la sombra” del muerto. En el primer caso se trata de
una situación que debe acontecer durante el novenario o la cuarentena de rezos.
Se dice que “el ánima del difunto acude a los lugares donde vivió, desde el mo-
mento del fallecimiento y durante un período de tiempo variable, ya sea de nueve
a cuarenta días y hasta un año…” (Barbosa, 2010, 137). La metáfora ritual de “re-
coger los pasos” propicia que el difunto formalice su separación definitiva respecto
de su pasado, recorriendo o viajando a los lugares que habitó, visitó o impregnó
con su sombra o tonalli (138). Según las creencias de imaginarios funerarios, la
muerte repentina que impide la realización del ritual, puede ser causa de sufri-
miento para las ánimas (141). No cumplir con el intercambio simbólico o “auxilio
ritual” a los difuntos no sólo tiene consecuencias para las ánimas, que no podrán
tener descanso, sino también para los vivos que quedan presos de una serie de te-
mores por las posibles consecuencias de la transgresión ritual y, sobre todo, por
el temor a perder la protección de sus ancestros.

Cuando se muere trágicamente, fuera del hogar, es imprescindible ir al lugar


donde el cuerpo cayó y murió la persona para “levantar” su sombra155 y depositarla
en un cuerpo simbólico, evitando así que el alma se “cuelgue” en el cuerpo de otra
persona, enfermándola y causando su muerte; o simplemente para evitar que el
alma ande en pena. En los distintos testimonios aportados por habitantes de Mo-
relos, entre otros, y citados en la investigación de Alma Barbosa en torno a la
muerte en el imaginario mexicano, se expresa abiertamente la importancia de los
ritos e intercambios simbólicos para el equilibrio de las comunidades:
155
Alma Barbosa cita algunos testimonios que describen este ritual, y que en síntesis consiste en ir
al lugar donde cayó el cuerpo del muerto en compañía de la rezandera o el rezandero, quien le
hará oraciones y le llamará por su nombre vareando o golpeando la tierra para inducir al alma a
que se aloje en un cuerpo simbólico o recipiente –casi siempre es un bule con agua– para trans-
portar la sombra hasta el lugar donde descansa el cuerpo. Ver Barbosa, 2010, 173.

168
Todo mortal que muere en forma trágica, si no se va a recoger su sombra lo estamos
condenando a que él ande penando. Y al andar penando, pueden apoderarse de
él los seres malignos y llevarlo a otro lado que no le corresponde o mandarle a
hacer cosas que no debe. Entonces, ahí atrae a otros para que se accidenten ahí
mismo (testimonio de Arizmendi López, cit. por Barbosa, 2010, 170-171).

Es importante pensar las consecuencias que el incremento de muertes violen-


tas puede tener para la continuidad de estos ritos en México, afectando la perma-
nencia y la transmisión de los imaginarios funerarios, así como el equilibrio
simbólico entre vivos y muertos. Es necesario –por las implicaciones que puede
causar en el tejido simbólico de una sociedad– pensar los traumas que generan las
continuas muertes violentas, impidiendo prácticas rituales como la de recoger los
pasos o levantar la sombra del muerto, pues ni siquiera es posible saber dónde cayó
el cuerpo, dónde fue asesinado, y produciendo otras consecuencias como la im-
posibilidad de recuperar los cuerpos y practicar los más esenciales ritos funerarios.

La espiral de muertes violentas que se desató en México, particularmente a


partir de la guerra declarada por el Felipe Calderón al crimen organizado, generó
una serie de reacciones que los tanatólogos y psicólogos sociales describieron
como “patología social” o “duelo patológico”, es decir, el duelo no resuelto. Esta
problemática fue planteada por el periodista José Gil Olmos en el artículo publi-
cado en Proceso en marzo de 2011156. En él aborda el estado de cosas que generan
los traumas y heridas en la sociedad mexicana, sin posibilidades de ayuda espe-
cializada y sin una salida a corto plazo: “Lo único claro que tienen los especialistas
es que en algunas comunidades, en ciudades completas, se ha destruido el tejido
social, y repararlo llevará mucho tiempo” (Gil Olmos, 9 de marzo 2011). ¿Qué
implica para el tejido social y simbólico de una comunidad, de un país, la multi-
plicación de estos escenarios de duelos patológicos?

Llorar a los muertos, hacer el duelo, darles una tumba, como ha sostenido la
investigación antropológica, es un imperativo desde el mundo de los vivos: Rites
de mort pour la paix des vivants, ha titulado una de sus obras el destacado antro-
pólogo Louis-Vincent Thomas, de manera que explicita el punto de vista según
el cual los ritos son realizados no sólo para propiciar mejor descanso a los difuntos,
sino para que los vivos puedan vivir en paz, “para que nos ayuden a seguir vivos”,
como expresa el citado relato de Pardo.
156
Ver “La patología social” en las fuentes consultadas.

169
El respeto al cadáver y la necesidad de realizar los ritos a los muertos son
prácticas muy antiguas. Giorgio Agamben ha reflexionado sobre ello a partir de
la arcaica concepción grecolatina en la que se funden la magia y el derecho:
Los honores y los cuidados que se prodigaban al cuerpo del difunto tenían en su
origen la finalidad de impedir que el alma del muerto (o mejor dicho, su imagen
o fantasma) permaneciera en el mundo de los vivos como una presencia amena-
zadora (la larva de los latinos y el eídolon o el phásma de los griegos). Los ritos fú-
nebres servían precisamente para transformar a este ser perturbador e incierto en
un antepasado amigo y poderoso, con el que podían mantenerse relaciones cul-
turales bien definidas […] [L] a falta de sepultura (que está en el origen del con-
flicto trágico entre Antígona y Creonte) era una forma de venganza mágica que
se ejercía sobre el cuerpo del muerto que, de esta manera, era condenado a seguir
siendo para siempre una larva, a no poder encontrar nunca la paz. Por esto en el
derecho arcaico de Grecia y Roma, la obligación de los funerales era tan estricta
que, si faltaba el cadáver, se exigía que se inhumara en su lugar un coloso, o sea una
suerte de doble ritual del difunto (2005, 82).

Cómo hacer un entierro sin cuerpo


Los ritos vinculados a procesos de desapariciones forzadas no plantean sólo
el problema de la ausencia del cuerpo, sino la imposibilidad de la convicción real
de la muerte de esa persona que se sigue esperando157, porque el desaparecido
toma una connotación de “muerto-vivo”, se vuelve una especie de fantasma que
atormenta al sujeto, por un lado porque no ha sido enterrado y, por otro, por las
preocupaciones que genera no saber las condiciones por las que puede estar pa-
sando el ausente (Zorio, 2011, 262). En esos casos, el duelo se tiene que elaborar
por la ausencia, no por la muerte, “porque no hay elementos de realidad que per-
mitan hacer esta elaboración, pero sí hacer el duelo porque el otro no está”. La
falta del cadáver impide que el desaparecido se instale como un muerto, pero sí
“como un (…) desaparecido susceptible de aparecer” (Díaz Cuervo, 2010, 8).

Ante la propuesta para imaginar, como sugiere Jean-Luc Nancy, “una escri-
tura de los muertos”, en el sentido de una “escritura de la horizontalidad de los
muertos en cuanto nacimiento de la extensión de todos nuestros cuerpos” (2003,

157
“La madre tardó en asimilar la situación. Hasta entrados los ochenta, y a pesar de haber presentado
varias denuncias y hábeas corpus, cada vez que salía a la calle dejaba un cartel en la puerta de su
casa: Manolo, si volvés por favor esperame” (Hacher, 2012, 44).

170
44), debemos pensar también la urgencia de imaginar una escritura de los cuerpos
no encontrados; una escritura de aquellos cuerpos que no se sabe dónde están, si
realmente están muertos; o los que no tienen ya siquiera un nombre, los NN, los
espectros. ¿Cómo representar, escribir, iconizar o simplemente dar cuenta de los
muertos sin lugar, sin la extensión de la tumba, sin horizontalidad posible? ¿Cuál
sería la escritura de lo que no es nombrable, explicable, argumentable? ¿Cómo
escribir sobre los significados ahuecados, vaciados, no por un acto deconstructor
del lenguaje, sino por una destrucción violenta de la cosa misma? ¿Cómo signifi-
car la borradura del referente por un acto de constitución fantasmática? El fan-
tasma como referente del cuerpo de una persona que de repente ha sido borrada,
sin que siquiera nos quede el cadáver como huella. El ghost, nombrado por Lacan,
que nos sorprende cuando la desaparición de una persona no va acompañada de
los ritos necesarios. ¿Cómo hablar de lo que imaginamos, de esa “no-presencia
del espectro” sobre la que reflexionó Derrida como figura “inesencial” (1995,
118)? Un fantasma es un ausente con “frecuencia de cierta visibilidad” (Derrida,
117). “Un fantasma transita entre umbrales”. “No habita, no reside, sino que ase-
dia”, desafiando la lógica de la presencia (Cragnolini, 2002).

Esa condición fantásmica es demasiado incómoda, sobre todo para los vivos,
aquéllos para quienes finalmente se hacen los ritos aunque parezca lo contrario.
Es allí, en esa incomodidad, en la imposibilidad de borrar lo que no se sabe si está
realmente muerto, que aparece aquello –amenazante o esperanzador– que De-
rrida nombró como el “modo de producción fantasmático” (1995, 113); su te-
rrible incomodidad: “un fantasma no muere jamás, siempre está por aparecer y
por (re)aparecer” (115).

¿Cómo enterrar a un fantasma? ¿Cómo enterrar a un desaparecido? ¿Cómo


enterrar a un padre sin cuerpo? Es la problemática abordada por Sebastián Hacher
en la crónica que anuda instantes ficcionales y hechos reales en torno a la historia
de una hija que busca al padre desaparecido varios años atrás158. Acotado en el
contexto de la última dictadura argentina, Hacher recrea una historia real, la de
Mariana Corral, una de las integrantes del Grupo de Arte Callejero (GAC) fun-

158
Cómo enterrar a un padre desaparecido, de Sebastián Hacher (Buenos Aires: Marea, 2012). Debo
a Javier del Olmo –y al contexto propiciado por Gabriela Halac y Soledad Sánchez durante la
realización de Proximidad, en Córdoba, marzo de 2013– el encuentro con este singular libro.

171
dado en 1997 en Buenos Aires, quien organiza una acción para enterrar simbóli-
camente a su padre: “La posibilidad de un entierro simbólico era una salida que
no parecía descabellada para ella: después de secuestrarlo, a su padre lo tiraron
desde un avión al Río de la Plata, y recuperar el cuerpo le parecía cada vez más di-
fícil” (Hacher, 2012, 151).

En contextos donde la desaparición se ha vuelto una práctica de aniquilación,


sin que los familiares puedan recuperar los cuerpos y sin posibilidad por ello de
realizar los rituales fúnebres, me interesa preguntarme cuál es el lugar del arte que
trabaja sobre las ausencias y la memoria de los muertos. Las desapariciones y las
muertes violentas a través de las cuales el cuerpo es eliminado o despedazado,
rompiendo los ritos de transición, generan situaciones donde lo metonímico co-
mienza tener función de representación. El duelo tendría que realizarse sin
cuerpo, simbólicamente, como aquél que Hacher relata en la historia de Mariana:
En el extremo de la instalación puso una placa de madera, también forrada con
fragmentos de cartas. Con marcador escribió “Manuel Javier Corral, 20/8/1943
– 2/11/2011” y la rodeó de flores. El cementerio se llenaba de grupos que hacían
más o menos lo mismo, pero con otra estética. Lo que la mesa de Mariana tenía
de sutil, las otras lo tenían de abundantes: panes de medio metro con forma de
mujeres y caras confitadas, pollos al horno, piñas y naranjas convivían con lechones
y guirnaldas de todos los colores. En la instalación de Mariana había frutillas, una
piña, peras deshidratadas y pasas de uvas (2012, 153).

La despedida fúnebre de los seres queridos implica una serie de ritos que re-
quieren un espacio escénico, así como el despliegue de performatividades, objetos
y símbolos que expresen las relaciones afectivas con ellos. En los rituales fúnebres
hay un punto de partida en torno al cual se desarrollan todas las acciones: lo que
Louis Vincent Thomas llama “la presentificación” del muerto o la voluntad de
poner en escena una imagen profundamente representativa del difunto (1985, 155).
Cuando estas veladas no pueden ser realizadas se imposibilita la oportunidad de
una última relación con “el muerto presentificado” (157), generándose entonces la
necesidad de otras re/presentaciones o evocaciones para que el ritual tenga lugar.

En la crónica contada por Sebastián Hacher, la protagonista concibe y or-


ganiza una instalación escénica para “enterrar” o despedir simbólicamente al
padre en un cementerio de Buenos Aires, aprovechando el contexto festivo del 2
de noviembre, día en que los migrantes bolivianos –siguiendo la tradición ay-
mara– recuerdan y festejan a sus muertos:

172
Mientras tocaban, Mariana sacó la urna que guardaba en la mochila. Igual que los
platos y la placa, era una caja forrada con cartas y fotos. Adentro puso una foto de
su papá en Iguazú. Según Ana, la había tomado ella el día que Manolo se le declaró,
y luego se la mandaron por carta a la madre de él. Era el último registro del rostro
de Manolo vivo. La cubrió con miel: quedó de un color sepia, como debajo de
una enorme capa de barniz. Arriba puso confites de colores, frutas deshidratadas,
un silbato de plástico, un pan con forma de mujer, otro que parecía una escalera.
La cerró con cola de carpintero.

Justo cuando la banda empezaba a tocar el segundo tema, lloró con todas sus fuer-
zas. Y algo extraño pasó, porque todos los presentes lagrimearon un poco y uno a
uno la abrazaron […] (2012, 155-156).

Los ritos de despedida y tramitación de la muerte son una puesta en espacio


en la que también tiene lugar la “teatralización de las emociones” o la disposición
dramática de las manifestaciones de dolor. Saber quién es el muerto y dónde está
su tumba es un derecho que los antiguos griegos bautizaron como “el derecho a
la muerte escrita”. Llorarlo y hacer el duelo fue nombrado como “el derecho a las
lágrimas” (Gusmán cit. por Rousseaux, 381).

Este derecho a la tumba y al duelo está inscripto en el gesto de Antígona


cuando transgredió la ley de Creonte. Y ese gesto es transestratégico –como ha
dicho Žižek (2004, 165)– porque es sacrificial; allí donde se expone o se busca
un cadáver emerge siempre un cuerpo vivo que para relacionarse con el muerto
tiene que exponerse. Como en Antígona, la religación con los muertos puede ser
un sacrificio corporal. Siempre habrá un sacrificio, pues incluso, como lo ejem-
plificó Ismene, se puede sacrificar la memoria para sobrevivir. Es nuestra tragedia
contemporánea. En los tiempos que vivimos Antígona sigue visitándonos para
representar doblemente el precio del deseo, abriendo la problemática de la doble
ex/posición. Los cuerpos insepultos, los cadáveres ex/puestos, exigen un alto sa-
crificio: el del propio cuerpo ex/puesto de los vivos que no quieren olvidar a los
muertos. Esta problemática de la duplicación se configura como enigma desde
los griegos: aquello que intentamos vencer-hacer-lograr nos penetra, el interdicto
llama a la transgresión, como ha expresado Bataille. En esta dimensión sigue ca-
balgando lo trágico. El vínculo entre cadáver-duelo-exposición y ofrenda (el pro-
pio cuerpo ofrendado) es la trama trágica que irónicamente se configura hoy en
los relatos y actos de las Antígonas que intentan sepultar a sus muertos; sólo que
en el drama contemporáneo que hoy vivimos el cuerpo es sobre todo una ausencia,

173
un recuerdo, unos objetos encontrados, fragmentos de carne que ya no pueden
ser identificados, una transformación violenta en “órganos sin cuerpo”.

En el drama de Sófocles quedó representado un estado de cosas que violaba


tanto los derechos de los muertos como los de los vivos, rompiendo el equilibrio que
buscan los intercambios simbólicos que desde entonces rigen el trato entre ambos
mundos. Cuando faltan el cuerpo, la tumba o el nombre que la identifique, ocurre
una muerte de la muerte y de su reconocimiento social. Sepultar a los muertos es ins-
cribirlos “en el sistema simbólico y cultural que lo[s] cobija” (Zorio, 2011, 259).

Este mito griego se instaló en la escena peruana en el período en el que se hi-


cieron visibles las barbaries corporales, las desapariciones y las fosas comunes en
el país. La Antígona concebida por Teresa Ralli, Miguel Rubio y José Watanabe,
y estrenada en los primeros meses del año 2000, puso en el centro de las reflexiones
el problema del duelo y la falta de sepultura. Esta fue también la reflexión des-
arrollada por Miguel Rubio en El cuerpo ausente (2006-2008), donde plantea
cómo los actores de Yuyachkani que habían hecho de la presencia el centro de sus
investigaciones y trabajos, tuvieron que asumir la ausencia como condición pri-
mera del cuerpo. Espectáculos y acciones escénicas como Antígona, Rosa Cuchillo
(con Ana Correa, 2002) y Adiós Ayacucho (con Augusto Casafranca, 1990) fue-
ron concebidas a partir de la necesidad de evocar los cuerpos de los ausentes, asu-
miendo la realidad y el dolor de tantos cuerpos sin duelo que irremediablemente
contaminaban los territorios del arte.

Si, como han planteado antropólogos, historiadores y psicoanalistas, la cul-


tura occidental cada vez más ha pretendido silenciar e invisibilizar la muerte y el
duelo, el problema se agrava cuando se trata de espirales de muertes violentas en
las que tiene una alta responsabilidad el Estado. En esos casos, ignorados o irre-
sueltos por la justicia, la tendencia social es a hablar lo menos posible de la muerte
y el duelo, hacer como si nada sucediera; con excepción de los movimientos em-
prendidos por activistas y luchadores sociales. El derecho al duelo en circunstan-
cias de guerras sucias y manipuladas como las que vivimos en Latinoamérica, está
atravesado hoy por los avatares del cuerpo en un tiempo donde rematar, deshacer
y desaparecer la anatomía humana se manifiesta como el mayor propósito.

174
El duelo en tiempos de muerte seca
Seis meses después de iniciada la Primera Guerra Mundial, Sigmund Freud
escribe sus primeras reflexiones en torno a las consecuencias de la guerra y la
muerte. “La desilusión provocada por la guerra” y “Nuestra actitud ante la muerte”
se titularon los textos escritos entre marzo y abril de 1915. En el segundo párrafo
del primero, Freud destaca la idea central de sus reflexiones: “la desilusión que
esta guerra ha provocado y el cambio que nos ha impuesto –como lo hacen todas
las guerras– en nuestra actitud hacia la muerte” (1979a, 277). Una conclusión
fundamental de este texto es la conciencia respecto de la imposibilidad de man-
tener la relación que hasta entonces se tenía con la muerte, a la vez que aún no es
posible encontrar una nueva relación (293). Esta reflexión sigue siendo necesaria
incluso hoy, cuando después de terribles guerras y aun de cara a otras cada vez
más crueles, nos preguntamos qué alternativas tomar ante la muerte violenta y
ante los traumas que causa la imposibilidad de realizar los duelos.

Casi paralelamente a los textos en torno a la guerra y la muerte, Freud estaba


meditando en una nueva escritura –Duelo y melancolía– la problemática del duelo
como “afecto normal” por la muerte de un ser querido, a diferencia de la “dispo-
sición enfermiza” que observaba en la melancolía. Se trata de un texto que se
ocupa casi en su totalidad de la afección melancólica a la que Freud nombra tam-
bién como “duelo patológico”. El duelo en tanto “afecto normal” –ése que “vence
sin duda la pérdida del objeto” (252)– era planteado como “la reacción frente a
la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como
la patria, la libertad, un ideal” (Freud, 1979, 241).

En las escasas reflexiones dedicadas a lo que Freud nombró como trabajo de


duelo se planteaban distintas etapas para lograr la liberación de la libido respecto
de lo perdido y establecer un nuevo vínculo con otro objeto del deseo, momento
en el que según Freud, aparece la última fase con la cual se da por terminado el
trabajo de duelo.

Pese a las cortas reflexiones que allí se plantean en torno al luto, Duelo y melan-
colía ha sido el texto canónico por excelencia en torno al tema. Sin embargo, varios
pensadores han cuestionado la eficacia de sus reflexiones en los tiempos actuales.

175
Judith Butler ha manifestado la dificultad para seguir pensando el duelo
como un proceso de sustituciones:
No estoy segura de saber cuándo se elabora un duelo, o cuándo alguien termina
de hacer el duelo por otro ser humano. Freud cambia de idea al respecto: sugiere
que elaborar un duelo significa ser capaz de sustituir un objeto por otro; más tarde
afirma que la introyección, originalmente asociada con la melancolía, es esencial
para el trabajo de duelo. La esperanza inicial de Freud de que el lazo con un objeto
puede deshacerse y volver a rehacerse puede tomarse como un signo alentador, en
tanto supone cierto carácter intercambiable del objeto –como si la perspectiva de
volver a entrar en la vida aprovechara cierto carácter promiscuo de la meta libidi-
nal–. Acaso sea verdad, pero no creo que elaborar un duelo implique olvidar a al-
guien o que algo más venga a ocupar su lugar, como si debiéramos aspirar a una
completa sustitución (…) (2006, 46-47).

Otros estudiosos plantean una relación crítica con la propuesta freudiana


del trabajo de duelo. El psicoanalista Jean Allouch señala varios puntos críticos a
la tesis de Freud y a la consagración hecha por sus seguidores. El término trabajo
de duelo no es elaborado como concepto o problemática en el texto de Freud. El
duelo, en opinión de Allouch, no puede ser reducido a un trabajo. Sumándose a
la crítica realizada por Philippe Ariès, según la cual “Duelo y melancolía” prolonga
una versión romántica del duelo, Allouch pone en duda el poder sustitutivo del
nuevo objeto que hará olvidar al “objeto perdido”: “¿voy a poder reemplazar a ese
objeto? ¿No se relaciona precisamente mi duelo con él en cuanto irreemplazable?”
(2006, 49). Y pone como ejemplo de esa no-sustituibilidad la resolución de An-
tígona –citada por Lacan en sus seminarios de mayo y junio de 1960159– negán-
dose al reemplazo del objeto de su amor y de su dolor. La pérdida se realiza sin
compensación alguna. Pérdida a secas (9).

Partiendo de su propia experiencia –la pérdida de una hija sumada a la ex-


periencia narrada por Kenzaburo Oé160– Allouch plantea las implicaciones del
desplazamiento generacional observado en los procesos contemporáneos de
duelo: en lugar de la muerte del padre, la problemática se ha desplazado al trauma
por la muerte del hijo161.

159
L´éthique de la psychanalyse, sesiones del 25 de mayo y el 8 de junio de 1960, cit. por Allouch, p.
49 infra.
160
Agwîî el monstruo de las nubes, en Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura.
161
Me interesa especialmente considerar las implicaciones que ha generado la guerra en este des-
plazamiento generacional del objeto de duelo.

176
El duelo se enfrenta hoy a lo que Allouch ha nombrado como la muerte seca,
noción que retoma la de muerte invertida o muerte salvaje nombrada por Ariès
(2000, 12). La muerte seca busca subrayar “cómo el devenir salvaje de la muerte
se acompaña de una transformación de la relación con la muerte: en adelante,
cada una de sus intervenciones constituye, para el deudo, una pérdida a secas”
(Allouch, 2006, 333), un acto que deja al deudo habitado por sus muertos (334).
Esta noción de duelo que propone Allouch también está en deuda con Kenzaburo
Oé, para quien el duelo no es reemplazar al muerto sino cambiar su relación con
él, sacrificando algo. El duelo es entonces concebido como un acto –ya no un tra-
bajo– que reconoce una pérdida sin compensación alguna, pues el duelo no es
perder “un objeto”, sino “perder a alguien perdiendo un trozo de sí” (401), en el
sentido de que el muerto se va llevándose un pequeño trozo de los que siguen vi-
viendo. Desmarcándose de la noción freudiana, Allouch insiste en que el duelo
no se produce automáticamente por la pérdida de un ser amado: “uno está de
duelo no porque un allegado (término oscurantista) se haya muerto, sino porque
el que ha muerto se llevó consigo en su muerte un pequeño trozo de sí” (38).

Desde esta conclusión Allouch también plantea la relación entre duelo y per-
secución: más que los muertos a los vivos, son los vivos quienes persiguen a los
muertos. En la experiencia actual de América Latina habría que pensar los duelos
desde las reflexiones de Jean Allouch. Su pensamiento propicia herramientas para
entender la experiencia de los duelos suspendidos, encriptados en los dolientes, y
la persecución o búsqueda de los muertos como la irrevocable necesidad de encon-
trar el cuerpo, de amortajarlo, enterrarlo y despedirlo. En los casos de desaparicio-
nes forzadas, cuando los dolientes están prácticamente convencidos de que su
familiar está definitivamente desaparecido y sin vida, la búsqueda se enfoca a la re-
cuperación del cuerpo, a perseguir toda posible huella o pista que pueda dar cuenta
de dónde están los restos, y a conocer, en lo posible, las circunstancias de la muerte,
tal y como lo explicitan muchos de los casos referidos por antropólogos, sociólogos,
psicoanalistas y personas vinculadas a la Comisión Nacional de Reparación y Re-
conciliación y a los procesos de la llamada Ley de Justicia y Paz en Colombia162.

162
Ver los textos de María Victoria Uribe y Zandra Zorio, incluidos en el monográfico Nuestros
duelos de la revista de psicoanálisis El Jardín de Freud Nº 11 (2011), ambos referidos en
Fuentes consultadas.

177
A partir de estas reflexiones me interesa pensar los duelos irresueltos ante la
muerte violenta como actos sacrificiales que se ejecutan en los propios dolientes,
a los que ningún proceso de duelo puede ya recuperar de una pérdida marcada
por la absoluta imposibilidad del rito de despedida, y por ello mismo los enfrenta
a lo irreconciliable. La situación de estos duelos irresueltos puede ser también
pensada desde la noción de criptonimia planteada por Nicolas Abraham y Maria
Torok. El procedimiento criptonímico es propuesto por Abraham y Torok como
la manifestación de una presencia fantasmal que se incorpora al cuerpo del do-
liente (1976, 121). El trauma se aloja en el doliente. Considero que esta compren-
sión del duelo irresuelto deviene cercana a la idea del duelo como “gratuito
sacrificio de sí” planteada por Allouch a partir de la literatura de Kenzaburo Oé.
Gratuito sacrificio de sí que implica ofrecer el cuerpo para alojar de manera per-
manente el dolor por la pérdida –inaceptable, insuperable– de un ser querido.
Ésta es una situación que es necesario pensar cuando los dolientes no pueden
aceptar la muerte de los familiares desaparecidos a la fuerza, y no pueden realizar
el duelo. Los cuerpos de los deudos o familiares de víctimas quedan internamente
mutilados, enfermos y en muchos casos mueren a consecuencia de este dolor en-
criptado, eso que tantas veces hemos leído como “muerte por pena moral”. El co-
razón, como ha dicho Tácito y nos recuerda Quignard, es la tumba de aquéllos a
quienes hemos amado (2005, 120).

En nuestras actuales condiciones –particularmente en las circunstancias vividas


en Latinoamérica a partir de las décadas del sesenta y del setenta y hasta hoy–, ¿cómo
hacer el duelo? ¿Cómo ejecutar “pieza por pieza” ese “desasimiento de la libido” en
relación a la persona perdida? ¿Cómo opera lo que Freud nombró como “examen
de realidad” capaz de demostrar que “el objeto amado ya no existe más” (Freud,
1979, 242)? ¿Cómo hacer el duelo sin despedir los cuerpos y sin la certeza real de
la muerte? La ausencia de cuerpos y de ritos de despedida es un obstáculo irreparable
para la elaboración del duelo. Y sobre todo lo es la ausencia de justicia. En tiempos
de muerte seca, los duelos suspendidos se corporizan en los vivos como criptas vi-
vientes. Hacer del cuerpo una tumba, ofrecerlo en sacrificio sin opción alguna.

Las guerras siguen produciendo Príamos y Antígonas que buscan sin consuelo
a sus muertos. La extraña posibilidad de que un efímero vencedor, un general de
ejércitos, un capo o un simple hombre armado regresen los cuerpos, aun después

178
de haberlos profanado, como se ha contado de Aquiles, es cosa de mitos. Nuestra
actual situación es la inversión de un ciclo: la muerte del hijo y muy especialmente
de las hijas; el retorno a Antígona insistiendo en enterrar a sus muertos; Príamo ro-
gando a Aquiles la devolución del cadáver de Héctor, no sólo muerto sino profa-
nado, como si desde entonces no bastara la muerte sin la consumación de la sevicia.
Habría que escribir el recorrido de los cuerpos sin tumbas ni duelos en estas guerras,
como la que vivimos en México163. Ése sería el verdadero relato de los cuerpos, de
las subjetividades y de las prácticas que marcan el pulso de estos tiempos.

Actos de amor perdido


El recuerdo borroso de un extravío, de la pérdida de un ser querido, llevó a
la bailarina y coreógrafa Tamara Cubas a emprender una serie de acciones en su
entorno familiar y en su espacio de investigación artística. La desaparición del tío
Omar durante la dictadura uruguaya (1973-1984) marca la experiencia familiar
de los Cubas, acotada por las dificultades para dar cuenta del acontecimiento.

La necesidad de reconstruir el rompecabezas de una historia no consciente-


mente vivida164 induce a Tamara a explorar dos estrategias: recurrir a los testimo-
nios familiares, y a la vez desarrollar una investigación corporal capaz de generar
imágenes –ficciones– que le ayudaran a recorrer los huecos negros de su memoria,
produciendo relatos paralelos a la inasible “memoria real”.

Los distintos materiales, informaciones, testimonios, que durante el proceso


fue reuniendo la artista, devinieron en archivo que reunió “una base de docu-
mentos transitables, consultables” (Cubas). Ese archivo era también “una narra-
ción en potencia que posibilit[aba] diversas interpretaciones y representaciones
propias y de otros”(Cubas)165. Documento y ficción. Experiencia y representa-

163
Ver el texto publicado por Marcela Turati en Proceso en línea, 10 de julio de 2013:
www.proceso.com.mx/?p=347054.
164
“… a la edad de tres años salgo del país, producto del exilio político que sufre mi núcleo familiar.
El pasado que abordo me es ajeno en alguna medida, ya que a mi edad, desde los tres a los 13
años, me sometí a una distancia de los acontecimientos que repercuten en mí pero sobre los
cuales no decido, y se me escapan” (Tamara Cubas, La patria personal)
165
Todas las referencias identificadas como “Cubas” corresponden a textos elaborados por la artista
y generosamente proporcionados por ella.

179
ción. Memoria familiar y memoria individual. De este doble registro surgió un
archivo documental a partir de los testimonios aportados por la familia, y un ar-
chivo ficcional producido en las indagaciones y representaciones corporales de
la artista. Doble corpus que se resistía a una morfología preconcebida, abriendo
la posibilidad de pensar la práctica artística como productora de archivos de me-
morias reales, pero también de memorias imaginadas que colaboran para la re-
construcción de los relatos.

El archivo es también entendido como acumulación de documentos y per-


tenencias familiares: el bolso de la abuela Elida, donde juntaba las cartas de todos
los hijos para releerlas cuando se ponía nostálgica; el collar que Luis le regaló a
su hermana Elsa cuando regresó de Cuba; la foto de Tamara niña conservada por
la tía Mirtha durante los siete años que estuvo en prisión. Registros de memorias
que potenciaron la práctica artística. La obra como situación, como un corpus pro-
cesual que se resiste al montaje final, al ordenamiento para ser clasificada como
producto artístico. Ese archivo fue la plataforma principal del proyecto La Patria
Personal (2009). Archivo que fue también un espacio de performatividades, de
acciones a través de las cuales se fueron explorando diversas situaciones, circuns-
tancias del cuerpo, que eran documentadas fotográficamente o en pequeños vi-
deos. Acciones como Después de la marcha (fotografiada por Sergio Caddah),
Mujervaca y montaña de cuerpo (fotografiada por Nicolas Boudier), abordaron
experiencias de la memoria colectiva que pasaban por el cuerpo de la artista y de-
venían núcleos narrativos capaces de estimular la producción de discursos, lejos
de cualquier abordaje literal de las memorias en cuestión.

El cuerpo de la artista fue espacio e instrumento para explorar lo sucedido a


otros cuerpos. Al volver a mirar la serie de acciones, performances e imágenes acu-
muladas en este proyecto –La Patria Personal–166 inevitablemente evoco el Cor-
pus de Jean-Luc Nancy, en el que se exponen, se amontonan y resignifican los
cuerpos. Desde el cuerpo que somos nos relacionamos o exponemos ante otros.
Pensar en el otro es darle un lugar en nuestro cuerpo. Preguntarnos qué ha suce-
dido con el cuerpo de otro al que no se sabe qué le ocurrió pues nunca más regresó,

166
Mi expresión es literal: volver a mirar, volver a encontrarme con las imágenes congeladas en el
cuaderno de trabajo organizado por Tamara como una especie de álbum del proyecto La Patria
personal. Agradezco a Tamara poder revisitar ahora este valioso archivo iconográfico.

180
es habitar la angustia en nuestro propio cuerpo. “Los cuerpos son lugares de exis-
tencia” nos recuerda Nancy (2003, 15), son lugares de espaciamiento viviente o
mortal. La investigación realizada por Tamara exploró la extensión y el espacia-
miento de los cuerpos, la tensión entre la verticalidad y la horizontalidad en la
que se extienden la vida o la agonía, exponiendo el propio cuerpo de la artista,
desprovisto de accesorios, cayendo desnudo decenas de veces: “El cuerpo siempre
en la partida, en la inminencia de un movimiento, de una caída, de una separación,
de una dislocación” (Nancy, 2003, 28). Pero también se exploraron los cuerpos
amontonados, las montañas de cuerpos extendidos como esos cuerpos con los
que comparecen los muertos (44). La Patria Personal de Tamara Cubas devino
un corpus de restos de memorias inscritas en los cuerpos; devino cartografía de
los cuerpos de una familia que son también los de un país; y escritura de un con-
junto de cuerpos como alegoría del corpus extraviado de una memoria, de un país
o de “los países del cuerpo” (45).

La serie de imágenes, performances y microrrelatos que integraron La Patria


Personal generó dos creaciones, una pieza de danza-teatro: Actos de amor perdido,
concebida y dirigida por Tamara Cubas; y una exposición visual: El día más her-
moso, con la curaduría de Verónica Cordeiro.

Actos de amor perdido fue una creación en la cual se implicaron estrategias


de la danza-teatro y las performatividades de la memoria, de la memoria familiar
de los Cubas quienes comprometieron también sus cuerpos en la escena, testi-
moniando con el cuerpo propio los huecos negros de una memoria colectiva que
aún se abre paso en medio de las tensiones, de los silencios ante los acontecimien-
tos del pasado:
A lo largo de los 12 actos aparecen bailarines, los técnicos, el himno uruguayo, la
internacional socialista, montañas de cuerpos, agujeros de risa, la violencia, la
danza folclórica típica del Río de la Plata / Uruguay (llamada “Pericón”), lenguajes
clandestinos, Uruguay ganadero, vacas rumiantes, la muerte, la espera y la desapa-
rición, la muerte, el silencio, el tiempo y las marcas de su pasaje (Naser, 2010).

Los materiales generados en los procesos de investigación –aquéllos realiza-


dos en el espacio familiar, como aquéllos otros que tuvieron lugar en el espacio
corporal-escénico de la artista, en los que se implicaron estrategias testimoniales
y ficcionales– fueron organizados en ambas creaciones, la escénica y la visual.

181
Como ha expresado la curadora, Verónica Cordeiro: “Más que una muestra
de obras de arte, El día más hermoso es fruto de un proceso de investigación so-
ciológica, estética, afectiva, histórica y filosófica, que la artista inició hace cuatro
años con cinco de los seis hermanos Cubas que aún viven”167.

La exposición está compuesta por un conjunto de instalaciones visuales, es-


pecíficamente videos, fotografías y algunos collages. La paciente recuperación de
fragmentos de la memoria familiar emprendida por Tamara fue reuniendo diver-
sos documentos, entre ellos las cartas escritas desde la prisión por la tía Mirta, o
desde el exilio por los padres, la hermana y la propia Tamara; cartas fechadas en
1966, 1980, 1983, 1985, y reconstruidas en el presente en un ejercicio de escri-
turas fugaces y borraduras realizado por la propia artista. Fotografías tomadas
por los propios familiares de algunos sitios de la ciudad en los que sucedieron
acontecimientos importantes, recordados o recuperados como pequeñas historias
que fueron relatadas a partir de palabras encontradas en periódicos de la época,
digitalizados por Tamara en los archivos de la Biblioteca Nacional. Secuencias de
registros fotográficos de las investigaciones corporales realizadas por la artista ex-
plorando los diversos registros del cuerpo al caer. Videos, como aquél en el que
una tía cuenta uno de los sueños más recurrentes en la cárcel, narrado desde el
lenguaje de signos creado por las presas políticas para comunicarse por debajo de
las puertas de los calabozos.

En particular destaco una de las piezas, un conjunto de cinco fotografías en


las que aparece cada miembro de la familia sosteniendo un pizarrón negro en el
que está escrito –en una palabra– qué se llevó Omar al desaparecer en 1975. La
pieza registra una pregunta colocada por la artista durante el proceso de trabajo
con sus familiares. El agujero y la bala, tal como sintomáticamente se titula, es
una evocación de la imagen altamente performativa con la cual expresa Allouch
su noción de duelo: “uno está de duelo por alguien que al morir se lleva consigo
un pequeño trozo de sí” (2006, 38). Para la familia Cubas, lo que esa desaparición
significó en términos de aquello que se llevó el desaparecido, se resume en las pa-
labras: DESVELO, ALEGRÍA, HERMANO, INOCENCIA, ¿DÓNDE?

167
Tomado del texto curatorial que acompañó la exposición en el Museo Blanes de Montevideo, 2012.

182
La práctica de memoria emprendida por Tamara Cubas a partir de la des-
aparición forzada de un familiar, más allá de generar diversas obras expuestas en
distintos formatos y soportes, logró dar cuerpo al ausente. Cuerpo de memoria.
Primero en el ámbito familiar en el que la ausencia del tío o del hermano, según
los distintos miembros de la familia, fue asumida conscientemente, haciendo tam-
bién posible una visibilización en términos legales. Más de treinta años después,
el doloroso silencio que envolvía la desaparición de Omar Cubas trascendió al es-
pacio social, concretándose en una denuncia contra la desaparición forzada. Pero
fue en el transcurso de aquella investigación emprendida por Tamara que emer-
gieron las distintas memorias reprimidas, silenciadas, de los integrantes de la fa-
milia Cubas. No como representación del pasado, sino como resignificación del
presente. Recuperar esas historias y fragmentos de vidas, más allá de la desapari-
ción y la muerte, propició otro lugar desde el cual re/conocerse.

Judith Butler ha insistido en el carácter no privado del duelo al considerar


los vínculos que crea, capaces de condensar el sentido de una comunidad política.
Y ha señalado también los procesos de reconocimiento que se producen en las
pérdidas, en los cuales “algo acerca de lo que somos se nos revela, algo que dibuja
los lazos que nos ligan a otro, que nos enseña que estos lazos constituyen lo que
somos, los lazos o nudos que nos componen” (2006, 48).

El proyecto iniciado por Tamara Cubas en su entorno familiar y fragmenta-


riamente expuesto a través de distintos proyectos artísticos, tuvo también un cor-
pus jurídico: en el recuento y la denuncia de la desaparición de Omar Cubas,
realizada ante las autoridades uruguayas por los cinco hermanos sobrevivientes a
la vida semiclandestina, a las prisiones y a los exilios forzosos. Éste es el último
documento registrado en el álbum iconográfico del proyecto La Patria Personal.

Las imágenes y los acontecimientos artísticos no recuperan el pasado, no regre-


san lo perdido; apenas ayudan a reconocer lo que irremediablemente se ha perdido.

183
Tumbas de NN en el cementerio de Puerto Berrío, en el Magdalena Medio, Colom-
bia. 4 de octubre de 2008. Fotografía de Ileana Diéguez.
Réquiem NN (2006-2012), de Juan Manuel Echavarría. Archivo Juan Manuel Echa-
varría, cortesía del artista.
La puesta en escena del dolor. Ritos de duelo de las madres organizadas como
Movimiento de Víctimas Ave Fénix, con el apoyo de un grupo de estudiantes de
la Universidad de Antioquia, sede Puerto Berrío. Noviembre de 2007. Fotogra-
fía: cortesía de Fabio Agudelo.
El agujero y la bala (2010-2012). Fotografía digital de Pablo Abdala. Del
proceso de investigación La Patria Personal. Obra incluida en la exposición
de Tamara Cubas, El día más hermoso, Museo de Bellas Artes Juan Manuel Bla-
nes, 13 de septiembre al 15 de octubre de 2012, Montevideo, con curaduría de
Verónica Cordeiro. Imagen: cortesía de la artista.
Después de la marcha (2010), Tamara Cubas. Fotografía de Sergio Caddah. Del
proceso de investigación La Patria Personal. Imagen: cortesía de la artista.
Actos de amor perdidos (2010), Tamara Cubas. Fotografía de Francisco Lape-
tina. Imagen: cortesía de la artista.
6. Alegorías del duelo

Los clichés del resplandor de reconciliación que el arte hace


irradiar sobre la realidad son repulsivos; constituyen la parodia de
un concepto del arte, un tanto enfático, por medio de una idea que
procede del arsenal burgués, y lo sitúan entre las instituciones
dominicales destinadas a derramar sus consuelos. Pero sobre todo
remueven la herida misma del arte. Éste se ha desvinculado
inevitablemente de la teología y de la palmaria exigencia de la
verdad de la salvación.
Adorno (1980, 10).

Los espectros, lo mismo que las alegorías profundamente


significativas, son fenómenos procedentes del reino del luto; surgen
atraídos por el entristecido, que rumia sobre los signos y el futuro.
Benjamin (2006, 413).

En el estudio sobre el trauerspiel alemán Walter Benjamin planteó con ex-


traordinaria síntesis la relación entre alegoría, espectro y duelo. El nombre mismo
de trauerspiel “alude al hecho de que su contenido suscita el luto en el espectador”
(2006, 329). Drama de luto o lutiludio: trauer, tristeza, luto o duelo; spiel, juego,
pieza, drama, espectáculo, representación teatral. En el trauerspiel la alegoría siem-
pre está configurada como una “escena del luto” en la que los personajes rumian
su dolor, haciendo duelo, trabajando la dimensión fúnebre de las cosas, haciendo
“túmulos funerarios”, exponiendo cuerpos o fragmentos de cuerpos:
la “escena del luto”, que viene a ser, “figuradamente, la tierra en cuanto escenario
de acontecimientos luctuosos…”; “las pompas fúnebres; o bien el túmulo funera-
rio, un túmulo cubierto de paños y provisto de adornos, de símbolos, etc., sobre
el cual se expone el cuerpo de un ilustre difunto en su ataúd” (Theodor Heinsius,
cit. por Benjamin, 330).

191
El trauerspiel designaba un género: el drama barroco que Benjamin diferen-
ciaba de la tragedia griega y de la carga aristotélica que el propio concepto de
drama implicaba. Al comparar la tragedia con el trauerspiel, Benjamin manifes-
taba su sorpresa ante el hecho de que la poética aristotélica guardara “total silencio
sobre el luto como resonancia de lo trágico” (2006, 328)168.

Si la tragedia se desarrollaba en el tiempo mítico y profético en el que se tejía


la vida y el destino de los héroes, lejos de tomar los temas míticos como objetos
de representación, el núcleo del trauerspiel era la vida histórica, los acontecimien-
tos fatales causados por los excesos del príncipe y de los estados de excepción que
a toda costa y bajo circunstancias difíciles garantizaran su poder. Esta tesis con-
trarreformista, consideraba Benjamin (2006, 268)169, reunía en el trauerspiel la
pasión teocrática barroca con el ideal desmesurado de una soberanía universal y
alimentaba sus temas de las atroces crónicas de la Roma de Oriente, tal como se
declaraba en El glorioso martirio de Juan Nepomuceno: “Que se cuelgue, se des-
cuartice en la rueda, se desangre y se ahogue en la Estigia a quien nos ofenda
(arroja todo al suelo y parte furioso)” (cit. por Benjamin, 2006, 272).

El vínculo entre historia y trauerspiel estaba trazado en el uso ampliado del


término. Durante el siglo XVII “la palabra Trauerspiel se aplicaba tanto al drama
como al mismo acontecer histórico”, nos informa Benjamin (266), expresando
desde su etimología el estado de los acontecimientos: son tiempos de dramas de
muertos, dramas de fantasmas, dramas de duelo. Fue este género el que propició
a Walter Benjamin el estudio y el nuevo enfoque teórico para la alegoría. La di-
mensión fúnebre del trauerspiel contaminó la nueva percepción de lo alegórico.
Ese escenario luctuoso y la propia constitución fragmentaria y residual de las ale-
gorías nacidas del drama de luto –el luto, madre de las alegorías nos recuerda Ben-
jamin (453)–, me empujan hoy a pensar la dimensión alegórica del arte
contemporáneo, donde también el dolor “rumia sobre los signos y el futuro”.

168
Resalta esta ausencia de reflexión cuando la tragedia griega ha estado marcada hasta hoy por
personajes tan profundamente enlutados como Antígona y Electra.
169
“Quien manda está destinado de antemano a detentar dictatorialmente el poder durante el
estado de excepción, cuando la guerra, la rebelión u otras catástrofes así lo provoquen. Estas
tesis es contrarreformista” (Benjamin, 2006, 268).

192
Una estética de/desde las ruinas
El recurso de la parábola histórica, tan utilizada por los poetas de todos los
tiempos, fue la estrategia anacrónica que puso en juego Benjamin cuando al realizar
el estudio de los dramas barrocos declaraba su empeño en “un análisis distanciado”
para “hacer presente el sentido de esta época” y, pese a todo, conservar “el completo
dominio de sí mismo ante el espectáculo de aquel panorama” (257). Hablar del
pasado para iluminar el presente, anacronizar la historia para entenderla como un
cuerpo de restos, una alegoría de la condición humana. Éste fue el escenario donde
ensayó Walter Benjamin la figura de la alegoría como dispositivo filosófico.

La nueva concepción alegórica comienza a dibujarse en la voluntad de ex-


plicitar que la alegoría “no es una técnica lúdica de producción de imágenes, sino
que es expresión” (Benjamin, 2006, 379). Se trata de una reflexión distanciada
epocalmente, que no representa la visión alegórica que entonces existía y ni si-
quiera estaba atada a la dimensión teológica que los dramas barrocos –teatrales o
pictóricos– tuvieron en el momento. Lo que en las primeras décadas del siglo
veinte Benjamin percibió como fragmento, pedazo de physis caída, en el Barroco
quiso verse como trascendencia. No se puede omitir que el Barroco fue la expre-
sión estética de la Contrarreforma, al servicio de la transmisión ideológica y de
la justificación teológica de la existencia. De manera que para Benjamin, el drama
barroco –insisto, el escénico, el dramatúrgico, o el pictórico– era el escenario que
le permitía escenificar su filosofía de los fragmentos, pensada y desarrollada en
medio de una temporalidad crítica, de un período surcado por el fantasma de la
guerra: si bien el libro se proyecta en 1916 y se concluye en 1925170, el pensa-
miento que allí se concreta dibuja las sombras de la segunda posguerra.

Este punto de vista –Benjamin pensando el siglo XVII desde la experiencia


sobre la que estaba parado en las primeras décadas del siglo XX– ha sido esgrimido
por teóricos como Peter Bürger, quien consideró que el concepto benjaminiano
de alegoría es una teoría del arte de vanguardia inorgánico, producida desde “la
experiencia de Benjamin en el contacto con las obras de vanguardia” (2000, 130).

170
Tal como declara Benjamin en la dedicatoria: “Proyectado en 1916. Redactado en 1925. Entonces
como hoy, dedicado a mi esposa.” Edición de Abada, 2006.

193
La reflexión que emprendiera Benjamin en torno a lo residual en tanto
materia creativa, fue ensayada por él como mirada que insistía en rupturas epis-
temológicas diversas y que, considero, le permitía pensar la historia, la cultura
y el arte como manifestaciones de un proyecto de filosofía de los fragmentos.
No puede acotarse la mirada de Benjamin a lo que estaba cambiando en el arte
de vanguardia. Benjamin pertenece a un reducido grupo de pensadores, como
Aby Warburg, que no podían pensar el arte fuera del amplio campo de una his-
toria de la cultura.

Mediante operaciones dialécticas, Benjamin procedió enfrentando restos


temporales, modelizaciones y convenciones epocales, intentando desmontar la
residualidad que habita en los fundamentos que modelizan los llamados períodos
históricos de la cultura y el arte. Al ir develando las degradaciones que habitan
en la obsesiva permanencia de los paradigmas fundadores de la cultura occidental,
buscó hacer visible que el discurso de la historia –en especial la del arte– está
montado sobre un mismo cadáver que se ha ido vistiendo con ropajes diversos.
Si la teoría del arte entre los siglos XIV y XVI entendía por imitación de la natu-
raleza la imitación de la naturaleza modelada por Dios, la naturaleza realmente
entra en la escena de la historia para representar su decadencia (398). La calavera,
pensada por Benjamin como auténtica alegoría del devenir, fue la figura emble-
mática de una reflexión histórica-estética que se asienta en los detritus y el efecto
de desgaste; un proyecto estético a partir de la ruinología.

Más que una historia de los modelos, Benjamin adelantaba una exégesis del
orden figural, de las tensiones poéticas que sostienen la imagen como emblema
de tiempos que entran en el desgaste de la sobrevivencia histórica: emblema de
un momento que sólo puede tener permanencia en su anacronismo, en su devenir
resto de. De allí emergen el desarreglo de una historia positivista y dramática, plan-
teada como sucesión lógica, causal, de temporalidades, y el malestar que para una
cultura podría suponer pensar la historia como restos metonímicos de tiempos
que no pueden ser articulados por una ficción de progreso. Para Benjamin todo
documento de cultura es un documento de violencia, y el relato de la historia se
construye bajo las tensiones entre lo caído y lo que se levanta. De esta tensión
emerge la visión benjaminiana de lo alegórico como un relato de montajes que
trascienden la temporalidad, en una construcción anacrónica. Figura que se cons-

194
tituye en mirada teórica para pensar la historia –y sobre todo la llamada historia
del arte– como un montaje de articulaciones fragmentarias.

La alegoría barroca
La alegoría, del griego allegorein, “hablar figuradamente”, ha sido un tropo
o figura literaria ambigua que indica una especie de metáfora continuada, y de la
que por estar hecha de comparaciones se ha dicho que tiene un lugar inferior en
la lengua (Beristáin, 1995, 35). De manera general se ha llamado alegoría a la re-
presentación de una idea abstracta, con cierta carga moral y pedagógica.

La oposición símbolo-alegoría, remarcada por poetas como Coleridge y Goe-


the, entre otros, se ha resumido en la capacidad sinecdóquica del símbolo, al ser
una parte del todo que representa, resaltando lo general en lo particular; mientras
la alegoría insiste en lo particularizante. A partir de los estudios de Creuzer y Gö-
rres, Benjamin establece la relación entre símbolo y alegoría. Creuzer veía el sím-
bolo fijado o descendido al mundo corpóreo, atrapando lo momentáneo, “una
momentánea totalidad”, a diferencia de la alegoría que implica “un progreso en
una serie de momentos”, expresando lo progresivo del mito, en su carácter deshil-
vanado (Benjamin, 381). Görres consideraba la alegoría introducida “en el flujo
del tiempo, torrencial y dramáticamente móvil”, y la comparaba con la historia y
la naturaleza humana que progresa con la vida (382). Ésa fue “la amplitud mun-
dana” o histórica que en opinión de Benjamin, atribuyeron Görres y Creuzer a la
alegoría, y que lo llevaron a decir: “Mientras que en el símbolo, con la transfigu-
ración de la caducidad, el rostro transfigurado de la naturaleza se revela fugaz-
mente a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocratica de la historia se
ofrece a los ojos del espectador como paisaje primordial petrificado” (383).

Como parte del proyecto iconoclasta que impulsó a los reformistas, la ale-
goría, considerada entonces más apropiada para expresar conceptos generales que
cuerpos o figuraciones precisas –cualidad que entonces se atribuía a lo simbó-
lico–, fue la forma ideal para una época contaminada por la emblemática como
sobrevivencia de un conocimiento oculto. Sin embargo, durante la Contrarre-
forma, bajo el manto del Concilio de Trento (1545-1563), el impulso iconoclasta

195
cedió al retorno de la iconofilia, al aprobarse la representación de imágenes como
vía pedagógica para inspirar la compasión y la fe cristiana. Fue en ese contexto
barroco de representaciones martirológicas que hacían de los fragmentos corpo-
rales la forma de representación ideal y pedagogizante para reafirmar el acceso a
Dios mediante el dolor, donde Benjamin desarrolló su lectura de lo alegórico
como fragmento y la consideró la figura de la época por excelencia.

A diferencia del carácter didáctico-cristiano de la alegoría medieval, la ba-


rroca estará connotada por el despertar emblemático de la antigüedad durante el
Renacimiento reformista. Lo encriptado, lo oculto, lo enigmático, que tanta im-
portancia tuvo en el Renacimiento, va a permanecer durante el propósito de tras-
cendencia mística que impulsaba al arte barroco, pues la escritura enigmática,
accesible sólo a los cultos, permitía “guardar las máximas de la alta política” (390)
y de la sabiduría. Apelando a la relación entre poesía, teología y alegoresis, más de
un estudioso percibió la existencia de mensajes ocultos en la poesía para la “edi-
ficación en el temor de Dios”171.

Significar desde los fragmentos


El espíritu renacentista, con su proyecto de conocimiento ilimitado auspi-
ciado por la apertura reformista y la recuperación de un saber hermético que ins-
taló círculos neoplatónicos y cábalas cristianas, promovió la emblemática como
encriptamiento –ocultamiento (Benjamin, 389)– del poder de la gnosis e hizo de
la figura humana el modelo simbólico de la totalidad y plenitud de un saber mís-
tico y humanista. En el barroco moldeado por la Contrarreforma donde todo
saber se acota a la doctrina teológica y al fracaso de la inteligencia ante la razón
divina, no será el cuerpo caído del humano el que se constituya en paradigma,
sino sus fragmentos, sus figuras rotas. Lejos del idealizante modelo del Hombre
de Vitruvio, serán las partes o pedazos del cuerpo las que en el Barroco –siempre
tendiente a escenas de horror y martirio– se constituyan como icono: “el cuerpo
humano no podía constituir una excepción a la regla según la cual lo orgánico
debía ser despedazado a fin de recoger en sus fragmentos el significado verdadero”
171
Por ej. Delbene, 1540-1608, en su Art Poétique, y Opitz en su Poesía alemana (cit. por
Benjamin, 391).

196
(Benjamin, 2006, 438). La alegoría benjaminiana fue repensada hurgando en el
contexto de un arte teológico que consagró la representación del cuerpo roto, in-
troduciendo más figuras que almas.

Éste es el fondo de violencia que Benjamin vislumbra en el abismo alegórico


del trauerspiel, donde “el núcleo de la visión alegórica” es la exposición barroca y
mundana de la historia” en cuanto “historia del sufrimiento del mundo” (383). El
drama barroco entonces como un drama de duelo, de cuerpos en duelo. No hay
duelo sin interrupción, descomposición y quiebre. El escenario de lo alegórico que
suscitaron las fragmentaciones materiales y corporales del trauerspiel, es un escenario
de cuerpos rotos, o de corpus rotos, para pensarlo en un territorio también teórico.
De allí que para Benjamin el propósito de la perspectiva alegórica no consistía en
personificar el mundo de las cosas, sino en dar a las cosas, a los pedazos –de los cuer-
pos de los mártires, por ejemplo–, una forma más imponente. Al buscar resolver en
lo sagrado entidades profanas, la propia condición de resto las hacía caer, las regre-
saba al mundo de las cosas. La visión alegórica anticristiana y antidramática de Ben-
jamin insiste incisivamente en el cadáver como “supremo accesorio emblemático”
(440) del drama barroco, en la caducidad de las cosas, en la physis como memento
mori que abiertamente desmonta cualquier proyecto de eternidad:
Si es luego, en la muerte, cuando el espíritu se libera por fin a la manera de los es-
píritus, también es entonces cuando se le reconoce al cuerpo su derecho supremo.
Pues por sí mismo se comprende que sea solamente en el cadáver donde pueda
imponerse energéticamente la alegorización de la physis. Por ello, los personajes
del Trauerspiel mueren porque sólo así, como cadáveres, pueden ingresar en la pa-
tria alegórica. Mueren no por mor de la inmortalidad, sino ya por mor de los ca-
dáveres (439).

La alegoría como técnica de representaciones emblemáticas pervivió en el


Barroco al punto de resignificar emblemáticamente los fragmentos corporales en
las representaciones de los dramas pictóricos martirológicos, más allá de los dra-
mas teatrales que estudió Benjamin. De manera explícita para ambos sistemas de
representación parecía funcionar la frase: “el culto barroco a la ruina” (396), el
escombro, el “mero trozo” como “la materia más noble de la creación barroca”
(397). La fisonomía alegórica escenificada en el trauerspiel insistía en la ruina, en
la incontenible decadencia.

197
Alegorías luctuosas
Concebida desde las ruinas de la historia –y de la vida– en pleno siglo XX,
la alegoría sobre la que reflexionaba Benjamin ha devenido una estrategia para
pensar el arte contemporáneo, el de la posvanguardia, más allá de que se pretenda
confinarla como una teoría del arte de vanguardia172.

Al congregar problematizaciones en torno al tratamiento del material y a la


constitución de la obra a partir del principio de montaje, Peter Bürguer consideró
que “el concepto de alegoría de Benjamin puede ser apropiado para ocupar la ca-
tegoría central de una teoría de las obras del arte de vanguardia” (132). Pero es im-
portante tener en cuenta que el principio constructivo del montaje bajo el cual se
concibió el Libro de los pasajes es también contemporáneo al Mnemosyne de Aby
Warburg, a los montajes cinematográficos de Eisenstein y a los montajes surrealis-
tas de Georges Bataille en la revista Documents, como nos recuerda Didi-Huber-
man (2008, 144). Más allá de organizar teóricamente el arte de vanguardia, el
montaje y la alegoría son estrategias que revolucionaron la práctica artística y el
pensamiento teórico e histórico del arte y la cultura desde el siglo XX hasta hoy.

A partir de Benjamin la alegoría alude a una fragmentación cósica que no


reconoce unidad, sino “dispersión y reunión” (407), acumulación de trozos, pero
no unidad, no reinvención de un nuevo cuerpo que implique totalidad. Lo ale-
górico hace sentido en la reunión de lo fragmentario y lo metonímico.

En un tiempo en que el arte no sólo se configura como imagen fragmentaria,


sino que su propia constitución matérica está hecha de restos, de vestigios de otros
cuerpos, la alegoría permite dar cuenta de esta condición de ruinas, conceptual y
morfológicamente. Desde el montaje de restos, el arte contemporáneo expone el
dolor que ha condicionado estos tiempos.

Desde estos territorios, donde hay miles de cuerpos sin recuperar, velar y en-
terrar, no he dejado de preguntarme cuál es el lugar del arte que trabaja con el

172
Además de Peter Bürguer, Georg Lukács también consideró que el concepto de alegoría de Ben-
jamin estaba enmarcado en el arte de vanguardia. De cierta manera, estos intentos por acotar a
Benjamin en los umbrales estéticos y particularmente artísticos de su tiempo, sin tener en cuenta
lo que su palabra y pensamiento iluminaron más allá de “su tiempo”, me recuerdan los empeños
de Gombrich por acotar a Warburg como “un hombre del siglo XIX”.

198
dolor y la ausencia. ¿Será inapelable la sentencia benjaminiana que declara el luto
como madre de las alegorías? ¿Será posible pensar algunas prácticas artísticas
como alegorías del duelo?

Numerosos artistas latinoamericanos producen un arte que trabaja con ves-


tigios de la violencia, incorporando ropas, objetos, materias y fluidos del cuerpo
muerto, o pruebas documentales y fotográficas. Teresa Margolles, Doris Salcedo,
Rosemberg Sandoval, Erika Diettes, Rosa María Robles, Ambra Pollidori, Juan
Manuel Echavarría, Mayra Martell, Gabriel Posada... Al ver las obras de estos ar-
tistas, me ha inquietado el modo en que ellos pueden inducir a reflexiones y visi-
bilizaciones cuando los propios acontecimientos están queriendo ser silenciados.
Y he pensado que si los archivos de la historia son destruidos –esos mismos ar-
chivos que tantas veces han sido exterminados como una extensión de las prácticas
sobre los cuerpos–, quedará la memoria desde los registros del arte.

Pero el trabajo con los vestigios tiene otras repercusiones en contextos mar-
cados por la desaparición de los cuerpos y la ausencia de duelos. El arte ha explo-
rado diversos acercamientos a la ausencia, a aquello que no está, que no tiene
cuerpo y que tampoco podría ser sustituido. Esa negatividad consciente ha con-
taminado las estrategias representacionales, desplazando la representación hacia
la evocación espectral. Evocar y convocar son dos viejos recursos en la configura-
ción de escenas: Electra, Orestes y el viejo Pílades, invocando el espectro de Aga-
menón sin que Eurípides sugiera alguna posibilidad de representación dramática.
Teresa Ralli, en Lima, rompiendo cada noche una mascarilla que amortaja y en-
tierra, evocando los enterramientos y duelos pendientes ante un público que to-
davía no había enterrado a muchos de sus muertos. Doris Salcedo envolviendo
atrabiliarios, restos de prendas que vistieron los que nunca tuvieron sepultura.
Erika Diettes embalsamando objetos donados por los familiares de quienes no
sólo no fueron enterrados, muchos ni siquiera encontrados, para que al menos a
través del arte sean recordados en una tumba simbólica. Podría escribirse una na-
rrativa del dolor que desde el arte acompañe los acontecimientos del pathos su-
friente y fúnebre que ha permeado este continente.

Dos acontecimientos determinaron mis primeros pensamientos en torno


al arte y el duelo. En el año 2008 conocí la obra de dos artistas colombianos:

199
Erika Diettes y Gabriel Posada. Dos obras realizadas en torno a los cuerpos
masacrados y abandonados a las aguas de dos de los ríos más importantes de
Colombia, el Magdalena y el Cauca, cuyas aguas se reúnen al norte del país
para desembocar en el mar Caribe. Las imágenes de las obras que entonces co-
nocí –Río abajo, de Diettes y Magdalenas por el Cauca, de Posada– hablaban
desde la liminalidad, la fragilidad y la exposición extrema que convocaban. Ab-
solutamente distintas desde la materialidad, los dispositivos y procesos construc-
tivos que implicaban, ambas comunicaban el estado límite por el que estaban
pasando los cuerpos en Colombia y la incesante búsqueda por parte de sus fa-
miliares. Ambas convocaban ritos de duelo y desde esa dimensión interrogaban
y resignificaban el lugar de los espectadores.

Magdalenas por el Cauca


El 2 de noviembre de 2008 fueron lanzadas a las aguas del río Cauca nueve
balsas de guadua. Se trataba de una procesión que intervenía el río, concebida por
el artista Gabriel Posada en colaboración con Yorlady Ruiz. Las Magdalenas ha-
bían sido pintadas por Posada: rostros de mujeres sosteniendo en sus manos una
fotografía, aquella típica imagen que hemos visto en las plazas y calles de tantas
ciudades latinoamericanas donde las madres en duelo siguen buscando a sus hijos.
Realizadas en telas de gran formato, fueron instaladas sobre balsas de nueve por
cinco metros. Otras pinturas de cinco por cuatro metros fueron realizadas sobre
costales de plástico y cabuya, también colocadas sobre balsas. Dos instalaciones
más complejas completaban la procesión. Las obras fueron acompañadas por bal-
seros hasta el municipio de La Virginia, en Risaralda, para ser abandonadas a las
corrientes del Cauca en una alegoría del destino de los cuerpos:
Fue una exposición-procesión lenta y conmovedora como una larga oración en el
vacío. Las balsas con las obras fueron acompañadas por balseros hasta la Virginia
y allí nostálgicamente, las abandonamos. El cauce del río hizo de ellas un destino
que hoy desconocemos (Gabriel Posada, 2008)173.

173
De la información directamente proporcionada por el artista, como de la página del proyecto:
www.magdalenasporelcauca.com. Agradezco a Gabriel Posada y a Yorlady Ruiz toda la docu-
mentación y las imágenes facilitadas en torno a este proyecto.

200
El Departamento de Risaralda, hacia el centro occidente del país, está encla-
vado en un territorio de extrema violencia, colindante con Departamentos como
Valle del Cauca, Antioquia, Tolima, Caldas, Quindío y Chocó. Es atravesado en
varios de sus municipios por el Cauca, río que a lo largo de varias décadas ha de-
venido, junto con el Magdalena, una de las más nutridas fosas comunes del país.
Llevo en mí el secreto de un niño, una imagen, una persona muerta que flota por
el segundo río más importante de Colombia, el río Cauca, lo v un día hace más
de 40 años como a las siete de la mañana desde el puerto de la Virginia, Risaralda,
al acompañar a mi padre a pescar. Lo vi, lo viví, viví la muerte constantemente
desde esa mañana en muchas de nuestras reiteradas idas a pescar, a través de ese
primer muerto coronado de “sirenas”, una verde planta que recoge el río y lleva en
su cauce premoniciones de crecientes. Un segundo muerto hinchado y morado,
un tercero, navío de aves negras, otro hirviendo moscas como cocuyos encendi-
dos… inmensamente solitarios, profundamente abandonados en las aguas sin Dios
y sin Ley (Posada, 2008).

Así expresaba Gabriel Posada las razones que le llevaron a realizar el proyecto
Magdalenas por el Cauca. Iniciado como deuda con la memoria bajo el influjo de
una obstinada imagen que retornaba, sitiado por una realidad donde la muerte
se ha vuelto cotidiana.

El proyecto fue realizado en el marco de una residencia artística174. El punto


de partida fue la socialización con los habitantes de los distintos municipios que
en esa región son atravesados por el Cauca, conviviendo con la población rural,
explorando el río y sus desechos, reuniendo relatos en torno a él, desarrollando
talleres, hasta construir las balsas y las instalaciones con la colaboración de las co-
munidades. Fue esa realidad la que determinó la construcción de esta interven-
ción/procesión, su condición efímera, las distintas acciones realizadas y los
materiales implicados en ella.

Los vestigios encontrados en las riberas propiciaron algunas acciones per-


formativas que iban marcando la tesitura de la intervención. A la acción del 2 de
noviembre se llegó como resultado, como desembocadura de una serie de acumu-
laciones potenciadas por el encuentro con las memorias en las distintas veredas.
Así surgió la primera acción, la Ofelia concebida por Yorlady Ruiz, vestida con
las primeras ropas de mujer encontradas e intervenidas por Posada. En la imagen

174
Residencia Artística Nacional, Ministerio de Cultura de Colombia, 2008.

201
performativa supervive la Ophelia de John E. Millais, no como un simple referente
visual, sino como huella fantasmática que reaparece en todo cuerpo de mujer que
se hunde entre turbias aguas.

De los restos encontrados surgió también “la instalación de la cruz”, construida


con troncos de árboles caídos que descansaban en la orilla. El río y su entorno de-
cidían los materiales a utilizar en cada una de las obras: “De allí escogimos el so-
porte de las pinturas: costales de fique y/ o fibra plástica, que además de ser basura
sirve a los victimarios para ‘envolver’ sus víctimas cercenadas” (Posada, 2008).

Detrás de cada construcción había una historia, un rostro. Dos de las Mag-
dalenas que encabezaron la procesión habían sido concebidas como homenaje a
las mujeres de Trujillo, en el Valle de Cauca175. Una de esas imágenes había sido
confeccionada con pequeños trozos de ropas usadas por las mujeres de la región
en sus interminables lutos. La imagen de esa Magdalena enlutada –incluso desde
sus vestidos, los restos con los cuales estaba hecha– representaba a una mujer que
desde la curva del río donde vivía, anotaba en un cuaderno la descripción de cada
uno de los cuerpos que veía pasar entre las aguas del río. Inspirado en el gesto si-
lencioso y persistente de aquella mujer, Posada dibujó su rostro sobre anjeo plás-
tico, distribuyéndolo en una gama de grises. En conjunto con varios habitantes
de la misma vereda se fueron pegando más de dieciséis mil pedazos de ropas, hasta
bordar toda la imagen. La acción colectiva de los habitantes del Guayabito, co-
siendo, pegando pedazos de ropas que habían vestido las mujeres en luto, fue una
especie de tejido del duelo, un rito convocado y sostenido por el dolor176.

Explícitamente realizada como un gesto de duelo –“el proyecto Magdalenas


por el Cauca llora los muertos que a través de tantos años han poblado los ríos de
Colombia”, ha dicho su autor–, fue una instalación fúnebre que insistió en la com-
parecencia de ese doble cuerpo que desde hace años representa la parte más vul-
nerable de una sociedad, la más violentamente embestida y la más abandonada
por la justicia: las madres y sus hijos, los muertos y sus dolientes.

175
“… esas mujeres que cargan en su memoria la masacre atroz ocurrida en esa población entre
1989 y 1995 y que hoy, gracias a su valor y dignidad se la muestran al Mundo” (Posada, 2008).
176
Esta acción también rememora las prácticas de los telares, cuando varias mujeres de una comunidad
se reúnen a bordar o tejer una imagen que condensa una memoria especial.

202
Las Magdalenas que viajaron por las corrientes del Cauca convocaron un
doble registro alegórico. Uno más matérico y representacional, en los cuerpos pic-
tóricos montados sobre vestigios177. La fragilidad de las balsas y la decisión de
abandonarlas a las corrientes del río producía una asociación con el destino de
los cuerpos encontrados en esas mismas aguas. Allí emergía un registro más fan-
tasmal, en la communitas silenciosa e invisible que convocaban las balsas nave-
gando sobre el río.

En marzo de 2009, Gabriel Posada realizaba una intervención sobre tierra en


el cementerio San Camilo de Pereira: La espera (Luto por los NN del Cementerio
San Camilo de Pereira). Una nueva Magdalena de tres por dos metros y medio es
introducida en donde están las tumbas y cruces que recuerdan a los NN. Nueva-
mente la imagen dentro de la imagen, pero esta vez desde el fondo estampado de
la pintura emerge un rostro de mujer que a su vez sostiene una imagen de otra
mujer sosteniendo la imagen del hijo. Una especie de mise en abîme del dolor en
la que el artista buscó alegorizar las muertes por pena moral de los familiares.

Imagen y duelo
El duelo se inscribe en el lenguaje, en el de las palabras, las imágenes y los
cuerpos. Y el arte explora sus recursos poéticos para habitar espacios inmoviliza-
dos por el dolor.

En sus reflexiones sobre el vínculo entre imagen y muerte, Régis Debray ha plan-
teado el recurso de la oposición: a la descomposición por la muerte se opone la re-
composición por la imagen (1994, 27). Y si bien la imagen surge como representación
de lo muerto, ella atestigua el triunfo de la vida sobre la muerte (22), como el del re-
cuerdo sobre el olvido. De allí la importancia de las imágenes en los actos de duelo.

Pablo Oyarzún, que se ha preguntado por el lugar que ha ocupado la imagen


en los procesos de duelo en las prácticas artísticas conocidas como Escena de Avan-
zada bajo la dictadura de Pinochet en Chile, considera que “no hay duelo sin ima-

177
Es importante decir que las pinturas no sólo representaban madres en luto sino también frag-
mentos corporales, en alusión al estado de los cuerpos que viajaban por las aguas del Cauca.

203
gen, en el más amplio sentido de la palabra; no hay duelo sin la impronta de lo per-
dido, que mantiene vivo su doloroso recuerdo”, pues sólo velando las imágenes se
cumple el juramento de fidelidad a la ausencia de los muertos (2000, 1).

Los ritos de duelo siempre se han concebido en torno a un cuerpo, un objeto,


una imagen o en su lugar una instalación178. Siempre en torno a algo que pueda
estar en representación de la ausencia. Es desde ese dispositivo representacional
que sustenta los ritos de duelo, desde la posibilidad de visibilizar, evocar o “dar
un cuerpo” al ausente, que podemos pensar los vínculos entre imagen –artística–
y duelo. Muy especialmente en situaciones en las que por ausencia de cuerpo
–desapariciones forzadas, muy concretamente– no es posible hacer el duelo y éste
queda suspendido.

En este contexto, me interesa pensar las imágenes realizadas por Mayra Martell
en torno a las mujeres desaparecidas en el Estado de Chihuahua, al norte de México.

Los ensayos fotográficos de Martell son concebidos como proyectos de inves-


tigación y de campo. Tendría que decirse mucho más, los trabajos de esta fotógrafa
son concebidos, proyectados y desarrollados como actos de visibilización y denuncia.

Ensayo de la identidad, 2005-2010 es la serie que reúne imágenes tomadas


en habitaciones y espacios familiares de las mujeres desaparecidas. No se trata de
un registro frío que deje una vez más en el anonimato a esas mujeres. En ellas el
pasado es reconfigurado desde un acto de memoria. Cada imagen es una huella
que aloja residuales partículas de vida, generando relatos, evocando memorias es-
pecíficas. Y los relatos, los apuntes íntimos que acompañan las imágenes, devienen
el verdadero marco: el parergón que no es simple accesorio y que pese a estar apa-
rentemente fuera de la obra, la determina, develando su doble condición de re-
gistro documental a la vez que testimonial: quien ha visto los objetos, los vestigios
de presencia, se empeña en dar cuenta de ellos como ensayos de identidad, como
atestación de realidad.

Ninguna imagen es una cosa. El acto de imagen está atravesado por el pathos y
el tiempo que les sobrevive, por el acontecimiento de vida, por el rastro antropoló-

178
Pongo como ejemplo el caso de los rituales andinos en que se velaban las ropas en lugar del ausente.

204
gico. Las imágenes están indisolublemente relacionadas, como ha insistido Didi-
Huberman, con la producción y con la destrucción de lo semejante. Este doble régimen
habita las fotografías que a lo largo de varios años ha ido realizando Mayra Martell
en torno a objetos y prendas personales de las jóvenes desaparecidas y asesinadas al
norte de México: la producción de un inquietante efecto de presencia las surca, ha-
ciéndoles hablar más allá de lo visible, presagiando, delatando la ausencia.

Las imágenes están tomadas desde ángulos inusuales, muy diferentes de los
planos generales que tomaría un reportero de paso. Con acercamientos que in-
sisten en visibilizar texturas, buscando “que el material sea biológico, que tenga
un lenguaje biológico, que provoque algo en quien lo vea” (Martell, 2008). Desde
esa vocación por las texturas quiere la fotógrafa retener los cuerpos, hacerlos pre-
sentes por las texturas, por la piel que pudiera imaginarse tras las imágenes.

Martell ensaya un montaje de restos, en el sentido de una superposición y


exposición de tiempos: las ropas expuestas sobre las camas, apresadas en aquel
otro tiempo de la vida pero indiciando inevitablemente el actual tiempo de la
muerte. Sobrevivencias de otros tiempos para horadar la aparente calma del pre-
sente, para contaminarnos con el malestar que siempre causa el retorno de los fan-
tasmas, sobre todo cuando son fantasmas incómodos.

Ensayo de la identidad fue generado por el deseo de conocer qué sucede con
las mujeres desaparecidas, qué sucede en los espacios donde vivieron179. A partir
de las informaciones obtenidas en la Procuraduría de Justicia se acercó a las fami-
lias, a los sitios donde esas mujeres vivían, convencida de que la convivencia es lo
que permite la construcción de una identidad180. A través de la memoria retenida
en sus espacios cotidianos e íntimos y del diálogo con los familiares, Martell bus-
caba plasmar en imágenes la identidad de las desaparecidas, devolverles un rostro,
un lugar que las regresara a su lugar de sujetos específicos, que las rescatara de las
cifras acumulativas que alimentaban las noticias. Las imágenes tenían nombres,
historias, y eran regresadas a las personas que las habían propiciado. En varios

179
“Yo quería documentar eso, hablar de ellas, pero, ¿cómo hablas de una persona que no está ahí?
Por eso retrataba sus espacios” (Martell, en Montaño, La Jornada, 23 de julio de 2008).
180
Información del programa de mano de la exposición de Mayra Martell, Ensayo de la memoria,
de la serie Ensayo de la identidad, realizada en el marco del proyecto Des/montar la re/presen-
tación, en el Museo Universitario del Chopo, del 24 de febrero al 11 de marzo de 2012.

205
casos, esas fotografías son las únicas imágenes que los familiares tienen de las des-
aparecidas181, y que les permiten recuperar “la impronta de lo perdido”, su “re-
composición” por la imagen. No son retratos, de manera general no están
fotografiados los rostros sino los objetos que registran los afectos de los ausentes,
pero las imágenes registran también el espacio de amor y memoria que conservan
y protegen los enlutados. No hay duelo sin imagen ni amor. Pensemos nueva-
mente las palabras de Tácito recordadas por Quignard, al acercar la tumba y el
corazón, el enlutado y el amante, al pensar el corazón del doliente como la tumba,
la domus en que sigue habitando el ausente (Quignard, 2005, 120).

Imagen-tumba
En el momento más álgido de la guerra sucia en el Perú, el artista visual Ri-
cardo Wiesse intervino uno de los cerros de Cieneguilla, municipio de Lima.
Pocos días después de haberse promulgado bajo el gobierno de Fujimori la Ley
de Amnistía que exoneraba de cargos a los militares, Wiesse realizó la ofrenda de
cantutas182 sobre la ladera de un cerro:
La tragedia parecía haber configurado su propio escenario, una esterilidad radical-
mente desnuda, estática, muda. Concebí un manto floreado que la vivificara si-
quiera fugazmente, ofrendándole rojo cinabrio, como en los antiguos ajuares del
mundo andino. La operación se realizó el martes 27 de junio, un poco antes de las
cuatro de la tarde, cuando las sombras reptaban bajo las fosas (Wiesse, 2010, 64).

¿Qué ofrenda y qué tragedia convocaba Wiesse? En aquel cerro habían sido
escondidos/enterrados los cuerpos fusilados de los nueve estudiantes y un profe-
sor de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, conocida
como La Cantuta por las flores que allí abundan. Habían sido detenidos la noche
del 17 de junio de 1995 por un comando del Grupo Colina183, asesinados y luego

181
En algunos casos, los retratos hablados basados en la memoria de las madres eran el único docu-
mento visual que daba rostro a las desparecidas, como registra Martell en el “retrato hablado de
Neyra Cervantes, basado en la memoria de su madre”.
182
Flor oriunda de los Andes. Conocida como la flor sagrada de los incas, es también la flor nacional
del Perú. La creencia de que el contenido de agua de la flor pueda servir para calmar la sed de los
difuntos, ha determinado su uso en algunos ritos fúnebres. Es usada también para realizar
ofrendas a los apus o cerros sagrados.
183
Escuadrón de la muerte que operaba al interior del Servicio de Inteligencia del Ejército peruano
y responsable de muchísimas masacres, asesinatos y desapariciones durante la guerra sucia.

206
sumergidos en el cerro. Lo que allí ocurrió se supo un año después, cuando se en-
contraron los cuerpos.

Utilizando plantillas de cartón y rojo cinabrio, con ayuda de otras cuatro


personas, Wiesse fue sembrando diez cantutas junto al sitio donde se habían en-
contrado las fosas. Dispuestas en distintas posiciones y direcciones, las imágenes
de cantutas alegorizaban las tumbas. Desde la distancia, la intervención señalaba
la tragedia en las manchas rojas que evocaban los tajos asestados al cerro184.

Fue una imagen-tumba que sin embargo no sepultaba la historia en torno a


aquellos cuerpos –apenas relato ejemplar de lo que entonces sucedía en el país–;
sino que interrogaba, delataba, declaraba como hasta hoy lo sigue haciendo en el
registro documental de aquella acción clandestina185 y efímera que duró lo que
quiso el viento. Las imágenes fueron difundidas en las fotografías de Herman
Schwarz, en el afiche realizado por Manuel Figari y en la información publicada
en la revista Ideele Nº 79, en septiembre de ese mismo año. Y pese a la potencia
visual de las imágenes, no me atrevería a validar la dimensión artística de aquella
acción por encima de su condición de acto ético. Como ha dicho Víctor Vich,
las cantutas de Wiesse “no son solamente una ‘obra de arte’; son además, un dis-
positivo de subjetivación política, vale decir, una manera de interpelar a la cultura
a fin de promover nuevas respuestas ante el horror” (2010, 11).

Desde la misma condición de ofrenda in situ –en el lugar donde


enterraron/escondieron los cuerpos– la acción afirmó su condición de acto fú-
nebre, de alegórico rito por un duelo. De allí incluso, que esa obra de Wiesse vo-
luntariamente quedara fuera de los circuitos artísticos, evitando cualquier tipo
de espectacularización mediática y cualquier valor de mercado (Vich, 16).

¿Cómo mirar hoy esas fotografías? ¿Cómo recortar el objeto del gesto y del
acto? ¿Cómo separar la ofrenda de cantutas lacerando el cerro con el rojo cina-
brio, de las manos de Wiesse ofrendándose entre el polvo rojo del cinabrio?

184
“… desde la ladera opuesta, las cantutas juveniles y esbeltas sugerían también una serie de tajos
asestados insanamente al cerro” (Wiesse, 2010, 64).
185
Estaba prohibido acercarse a los cerros. Sobre el riesgo total que corrió Wiesse puede verse el
texto de Víctor Vich, “Un acontecimiento estético” (2010), y también el texto de Buntinx “Entre
la tierra y el mundo” (2010), donde éste plantea el riesgo que corrió el artista al esparcir el
cinabrio con sus manos, sin ninguna protección.

207
¿Cómo separar la ofrenda de cantutas del sacrificio de los cuerpos? ¿Cómo se-
parar la imagen de la tumba?

Las imágenes son una de las formas de hacer las tumbas de las memorias186,
los montículos de las memorias, los depósitos de las culturas. La imagen como
tumba sugiere el amasijo de restos que nos conforma, no en su condición de ob-
jeto sino en el registro de acontecimientos y tiempos que la determina, en la es-
pectralidad que ella convoca.

El tiempo de una plegaria: liminalidad fúnebre


Uno de los últimos dramas en la secuencia de acontecimientos producidos
por la violencia colombiana impulsó la realización de una nueva obra de Doris
Salcedo, Plegaria muda187.

Colombia es un país surcado por la violencia, inicialmente la violencia bi-


partidista que desde 1948 marcó los antagonismos entre liberales y conservadores.
En la segunda mitad del siglo y especialmente a partir de los años ochenta, la vio-
lencia política ha estado sostenida por varios actores, incluyendo al propio Estado,
los paramilitares, los narcos y la guerrilla. Hasta la fecha, la información real res-
pecto del número de víctimas, la definición de responsabilidades y la deuda con
tantas irreparables pérdidas son aún una cuenta pendiente. Entre los años 2003
y 2008, bajo el gobierno de Álvaro Uribe, cientos de civiles fueron objeto de ase-
sinatos sistemáticos por parte de las Fuerzas Armadas Colombianas, que los pre-
sentaba públicamente como guerrilleros muertos en combate. Estimuladas188 y
presionadas para obtener resultados en la lucha contra la guerrilla, las Fuerzas Ar-
madas construyeron el escándalo que internacionalmente fue conocido como los

186
Hago referencia a las reflexiones de Didi-Huberman en torno a la posibilidad que tienen las
imágenes, como las palabras, de ser “una tumba de la memoria” (2012, 17).
187
Exhibida en la Sala 9 del Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la UNAM, entre el 9
de abril y el 4 de septiembre de 2011.
188
El 17 de noviembre de 2005 el entonces ministro de Defensa Camilo Ospina creó la Directiva
Ministerial 029 de 2005 con el propósito de reglamentar el pago de recompensas. Se considera
que esta decisión incentivó actividades criminales entre los miembros de la fuerza pública (eles-
pectador.com, 11 de noviembre de 2008). www.elespectador.com/opinion/editorial/arti-
culo87344-directiva-ministerial-029-de-2005.

208
falsos positivos. Aun cuando se confirmó la corresponsabilidad de los mandos en
las decisiones tomadas para la ejecución de las personas, en su mayoría jóvenes
campesinos, esas muertes han quedado silenciadas por el manto de la impunidad.
Al finalizar el año 2008, la desaparición de diecinueve jóvenes en Soacha, muni-
cipio vecino de Bogotá, y la posterior aparición de sus cadáveres en el Departa-
mento Norte de Santander como supuestas bajas en combate, hicieron estallar el
escándalo de los falsos positivos.

Éste es el panorama tras las mesas de madera que sostienen y prensan los tú-
mulos de tierra que integran la instalación Plegaria muda. A manera de ataúdes,
el conjunto escultórico construido por Doris Salcedo busca otorgar un lugar a
los cuerpos ocultos en fosas comunes. La obra es la manifestación de un rito fú-
nebre, un intento por colaborar en el duelo, como ha expresado la artista189. La
imagen extendida de un camposanto empuja nuestra experiencia a una efímera
comunión con la muerte. La homogeneidad de los tumultos da cuenta de esos
ritos colectivos a destiempo sin lugar para los afectos. Plegaria muda actúa en un
doble filo: si bien crea desde el arte un posible lugar para el reconocimiento pú-
blico de duelos suspendidos, nos confronta al vacío que produce la acumulación
de muertes impunes.

En situaciones donde el duelo está suspendido, la experiencia artística es tras-


cendida para dar lugar al rito fúnebre. La comunión silenciosa trasciende la con-
templación. Alegoría de duelo que instala un espacio liminal para pensar la
muerte. Pensar la liminalidad190 en el ámbito de Plegaria muda es dar cuenta del
otro lugar que allí emergía, de ese tiempo fúnebre en el que los vivos pudiéramos
aproximarnos a los muertos. El tiempo de una plegaria. La dimensión liminal que
en ciertas condiciones habita el arte desplaza el protagonismo de la mirada hacia
el silencioso estar.

189
Folleto de la exposición. MUAC, del 9 de abril al 4 de septiembre de 2011.
190
Ese “estado entre y en medio de las participaciones sucesivas en el ámbito social” (2002, 63) que
Victor Turner percibió como mitigadores de asperezas causadas por conflictos sociales (67), después
de haber reflexionado sobre la dimensión de umbral o limen que emergía en los ritos sagrados.

209
Un escenario para los muertos

En tiempos de tanta densidad fúnebre tal vez el arte ha devenido, por su


modo de producción fantasmático, un lugar para evocar en vez de un lugar para
representar. Desde esta alternativa, evocar y no representar, he pensado el ritual
escénico realizado por un grupo de actores en la Ilha das Pedras Brancas o Ilha
do Presídio que fue cárcel de presos políticos en el Estado de Rio Grande do Sul,
en Brasil, durante la dictadura militar191.

Viúvas. Performance sobre a Ausência, se titulaba la creación colectiva de la


Tribo de atuadores Ói Nóis Aquí Traveiz192 que tomó como punto de partida la
novela homónima del escritor argentino-chileno y luchador por los derechos hu-
manos, Ariel Dorfman. Atravesada por múltiples textualidades y relatos, la puesta
in situ denotaba una vocación de palimpsesto, por todo lo que se superponía y
habitaba en ella. Los relatos tienen distintas texturas y niveles, según la materia-
lidad con que han sido hechos, según los acontecimientos que en ellos toman
cuerpo. Entre esas narrativas, habitadas en aquella puesta en espacio, destaco: el
relato de Dorfman en su capacidad de extensión alegórica a todo un continente
por las historias que condensan una macabra repetición en esta parte del mundo;
las alegorías del desastre en las que emergen fosas de agua adonde se lanzan los
cuerpos, y poblaciones de mujeres que han perdido a sus hombres; la escritura de
tiempo y fuego impresa sobre los muros de una isla donde se instaló una cárcel
de presos políticos, acotada por el silencio ruidoso que la circunda –esa maldita
circunstancia del agua por todas partes, como ha dicho un poeta193–; la espectra-
lidad que pervive en el aire y la vegetación de la isla; la experiencia del viaje, atra-
vesando las aguas, como experiencia misma de aislamiento e internación que se
vivía en el cuerpo de quienes cada noche llegaban como espectadores: pura per-
formance de ausencia y extrañamiento del mundo, aunque fuera por unas horas.

191
En los años cincuenta se inició la construcción del presidio que nombraría la isla. Ubicada
entre las aguas del río Guaíba y a pocos minutos de la ciudad de Porto Alegre, está rodeada de
grandes piedras blancas. La Isla del Presidio o Isla de las Piedras Blancas funcionó como cárcel
de presos políticos entre los años 1960 y 1970. Puede consultarse Ilha do presídio. Uma repor-
tagem de idéias.
192
En septiembre de 2011 pude asistir a la segunda temporada de Viúvas, en la Ilha das Pedras
Brancas, en las inmediaciones de Porto Alegre, Brasil.
193
Me refiero a la primera frase del poema La isla en peso, del reconocido escritor cubano
Virgilio Piñera.

210
Y en contraste, la fiesta, el colorido de vestuarios recordando las muñecas tradi-
cionales rusas, las matrioskas; las canciones en las que reverbera un tiempo utó-
pico, pura ruina de un mundo que pujó por ser, a fuerza de prácticas de altos y
bajos sacrificios.

La teatralidad que tomó la isla no era la representación redundante de acon-


tecimientos. Al pasado no se regresa para aprehenderlo tal y como realmente ha
sido, nos recuerda Walter Benjamin, sino para adueñarse de un recuerdo que re-
lumbra y que perturba la memoria. Para la Tribo de atuadores, el relato de Dorf-
man y la propia memoria del Brasil contemporáneo habían propiciado “una
alegoría sobre los acontecimientos de las últimas décadas”194 que era necesario
iluminar para que no se repitiera el horror195. Pienso que nunca se buscó repre-
sentar la historia. Pensar en la figura de la alegoría es reconocer el carácter frag-
mentario de lo que se buscaba evocar. A fuerza de amnesias y borraduras, los
acontecimientos de la vida de una comunidad, de un país, suelen ser desterrados
de la historia para pasar a formar parte del conjunto de mitologías y relatos que
desde los terrenos del arte hacen el trabajo de la memoria a contrapelo. Habitar
la memoria es performativizarla, darle cuerpo a otro tiempo. Habitar un espacio
específico es exponerse a las contaminaciones, dejarse afectar, dejarse atravesar
por los jeroglíficos de la memoria, para que la performance suceda en nosotros.
Hay incluso que imaginar para olfatear las historias que nunca han sido contadas
o que a fuerza de descrédito y desmemoria parecen pertenecer más al ámbito de

194
Del programa de mano de Viúvas.
195
Como parte de las acciones del Plan Cóndor en Latinoamérica y de la Doctrina de Seguridad
Nacional en América Latina cobijada por los Estados Unidos, se auspiciaron los golpes de Estado
que generaron la ola de dictaduras en Sudamérica: Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay,
principalmente. La dictadura militar inició en Brasil el 31 de marzo de 1964 con el golpe de
Estado contra el presidente João Goulart y se dio por terminada con la nueva Constitución de
1988. En 1965 se suspendieron las garantías individuales. Al final de los sesenta la dictadura re-
forzó la persecución de opositores, encarcelando, torturando, asesinando y desapareciendo per-
sonas. Y produciendo un elevado número de exiliados. El 23 de agosto de 1979 se votó la Ley de
Amnistía que fue sancionada el 29 de agosto. Muchos exiliados regresaron a Brasil pero hasta
1980 hubo presos políticos en las cárceles del país. Bajo la Ley de Amnistía se inició un período
de silencios que apenas comienzan a ser removidos por la Comissão Nacional da Verdade o Co-
misión Nacional de la Verdad, instituida por la presidenta Dilma Rousseff en noviembre de
2011 para investigar las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar. Pese a
las declaraciones contra militares torturadores que aún están vivos, no se puede iniciar ningún
tipo de juicio contra ellos pues la Ley de Amnistía fue sancionada constitucionalmente. Puede
verse en la edición de El País del 22 de mayo de 2013 la nota “Brasil se estremece con los relatos
de torturas de las mujeres de la dictadura”.

211
lo ficcional que de lo histórico. La memoria es también la puesta en espacio de
relatos que para ser recordados deberán ser imaginados.

Ilha das Pedras Brancas e Ilha do Presídio resumen la enunciación de dos re-
latos. Dos relatos que acompañan comportamientos y performatividades muy di-
ferentes. Uno alimenta un proyecto “enaltecedor” de turismo ecológico. El otro
alimenta una historia de “doblegación” y dolor, que rebaja el espíritu, que perturba
la fiesta, que insulta la memoria de los vivos como de los muertos, porque lo mejor
es siempre decir que “aquí no ha pasado nada”: quisiera decirse –como se ha
dicho– que allí realmente no ha pasado nada, porque quienes portan las armas
portan también el poder sobre los cuerpos y sobre la enunciación de sus acciones.

Muchos años después de lo que también podría llamarse “los años de plomo”,
es preciso que una acción desde el arte devuelva la mirada hacia un espacio no
apenas olvidado, sino ignorado, casi borrado de la memoria colectiva, ni qué decir
de la historia oficial. Que algunos prestaran sus voces para que fueran nombrados
aquéllos que cayeron o que nunca regresaron. Enunciarlos en aquella isla era ima-
ginar un regreso fúnebre. Entre el fluir de las palabras, el deslizamiento de los
cuerpos, el susurro del viento y las aguas, ¿sería posible reconocer cómo nos per-
turbaban las voces que convocaban memorias con nombres?

Durante los días que asistí a estas performances de ausencias en la Ilha das
Pedras Brancas pensé en Tadeusz Kantor. Realmente, a veces se hace teatro para
los muertos, para los ausentes196. Quizás debería hacerse más. Se necesita quizás
más poder de persuasión para mover la soberbia y la indiferencia de los vivos que
para percibir, olfatear la densidad de un espacio cargado de espectros.

No sé si sea necesario insistir en que el arte no puede tomar el lugar del otro.
No creo y no afirmo que las prácticas o incluso los ritos que en torno al dolor em-
prende el arte, sean específicamente actos de duelo, en el sentido de hacer el duelo.
Parafraseando a Veena Das (2008, 347), pienso que el arte acude al llamado del
dolor en el registro de lo imaginario. Por ello utilizo la noción benjaminiana de

196
Marvin Carlson (2009) ha insistido en pensar la escena como un espacio asediado por fantasmas.
A propósito de Espectros de Ibsen, Carlson reflexiona sobre el carácter espectral de los dramas y
los espacios teatrales, como estructuras en las que el pasado siempre reaparece en tanto manifes-
tación del poder que los muertos ejercen sobre los vivos.

212
alegoría para pensar esas prácticas artísticas como alegorías del duelo, como tejidos
de restos metonímicos sin pretensiones de reconstitución, como desvíos poéticos
del imposible duelo, sin ningún fin de restitución.

El arte como figura de duelo es siempre una alegoría que opera a través de
los fragmentos, de los olvidos y desechos de memorias, como si intentara un trazo
residual, una reescritura de restos. Pero realmente “no hay cómo hacer duelo de
duelo” (Richard y Moreiras, 2001, 13). Apenas puede haber lugar para un con-
temporáneo trauerspiel, para un drama de duelos.

213
Magdalenas por el Cauca, de Gabriel Posada. Pintura en tela de 6 x 3 m insta-
lada sobre balsa de guadua. La imagen fue realizada en homenaje a las mujeres
de Trujillo (Valle del Cauca) que cargan en su memoria la masacre ocurrida en
esa población entre 1989 y 1995. El 2 de noviembre de 2008, día de muertos, 9
pinturas realizadas por Posada fueron instaladas sobre balsas y arrojadas al
río Cauca, siguiendo el rumbo que toman los cuerpos de los desaparecidos lan-
zados a esas aguas. Fotografía de Rodrigo Grajales y Luz Adriana Carrillo.
Imagen: cortesía de Gabriel Posada.

Magdalena realizada a partir de fragmentos de ropas de luto usadas por las


mujeres en la vereda de Guayabito, Cartago. La imagen recrea el rostro de una
mujer que en esa vereda tomaba nota de los cuerpos que veía pasar por el río.
Los fragmentos de ropa fueron pegados con la colaboración de algunos habitan-
tes del lugar. La obra es también un homenaje a las mujeres bordadoras de
Cartago. Fotografía de Rodrigo Grajales y Luz Adriana Carrillo. Imagen: cor-
tesía de Gabriel Posada.
Ensayo de la identidad, serie fotográfica de Mayra Martell realizada en torno
a la desaparición de mujeres en Ciudad Juárez, México, 2005-2010. Ropa de
María Elena García, de 17 años. Desapareció el 6 de diciembre de 1996. Ima-
gen: cortesía de la artista.

Ensayo de la identidad, serie fotográfica de Mayra Martell realizada en torno


a la desaparición de mujeres en Ciudad Juárez, México, 2005-2010. Ropa de
Erika Carrillo, 19 años. Desaparecida el 11 de diciembre de 2000, era estu-
diante de ingeniería civil. Imagen: cortesía de la artista.

Diario de trabajo de Mayra Martell. Imagen: cortesía de la artista.


Performance de Yorlady Ruiz sobre las aguas del Cauca, usando ropas encontra-
das en las orillas del río durante la residencia que generó el proyecto Mag-
dalenas por el Cauca. Fotografía de Gabriel Posada.

Cantuta, intervención de Ricardo Wiesse en los cerros de Cieneguilla el 27 de


junio de 1995, en homenaje a las víctimas de La Cantuta, Lima, Perú. Fotogra-
fía de Herman Schwarz. Cortesía del artista.
Plegaria muda, de Doris Salcedo. Museo Universitario de Arte Contemporáneo,
UNAM, abril-septiembre de 2011. Fotografía de Juan Enrique González.
Viúvas. Performance Sobre a ausência, creación colectiva de la Tribo de atua-
dores Ói Nóis Aquí Traveiz a partir de la novela homónima de Ariel Dorfman.
Ilha das Pedras Brancas o Ilha do Presídio, septiembre de 2011. Fotografía de
Pedro Isaías Lucas.

Antigua cárcel de presos políticos en la Ilha das Pedras Brancas o Ilha do


Presídio, Estado de Rio Grande do Sul, en Brasil, durante la dictadura mili-
tar. Septiembre de 2011. Fotografía: Ileana Diéguez.
La Espera (Luto por los N.N. del Cementerio San Camilo de Pereira), de Gabriel
Posada, marzo de 2009. Foto de Jaime Grajales. Imagen: cortesía del artista.
7. Supervivencias/Imágenes en duelo

Ante una imagen –tan reciente, tan contemporánea como sea–, el


pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo
deviene pensable en una construcción de la memoria, cuando no
de la obsesión. En fin, ante una imagen, tenemos humildemente
que reconocer lo siguiente: que probablemente ella nos sobrevivirá,
que ante ella somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que
ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de la
duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de
porvenir que el ser que las mira.
Didi-Huberman (2008, 32).

Sobrevivir es el otro nombre de un duelo cuya posibilidad al menos


nunca se hace esperar.
Derrida (1998, 31).

La memoria es la única relación que podemos tener con los muertos, nos ha re-
cordado Susan Sontag (2004, 134). Retomo esta frase porque ninguna resume
de manera tan lúcida la relación inevitable entre la memoria y la muerte y su in-
cidencia en nosotros, los vivos, quienes tenemos la posibilidad de recordar y así,
mediante esa memoria, hacer vivir a los muertos.

La imagen tiene una extraña y larga relación con la muerte; una relación que
se remonta a los más arcaicos dibujos, a los antiguos frescos y a las representaciones
funerarias. Lo que llevó a Régis Debray a caracterizar la plástica como un terror
domesticado tiene fundamento en la tensión entre muerte y vida que propugnan
las imágenes: “Es una constante trivial que el arte nace funerario, y renace inme-
diatamente muerto, bajo el aguijón de la muerte” (1994, 20).

221
La imagen ha sido el medio a través del cual se intentó garantizar la sobrevi-
vencia de los muertos, en tanto desde su génesis se tejió el vínculo entre eikon, ei-
dolon y phantasmata197. La imagen como fantasma de los muertos. La imagen en
representación de una ausencia, como nos recuerda Plinio el Viejo en la historia
de aquella doncella de Corinto que pintó sobre un muro la sombra de su amado
para recordarlo en ausencia.

El arte está vinculado a la memoria desde su propia corporalidad, desde su


materialidad espectral y frágil, y por su capacidad para performativizarse, ejecu-
tarse, suceder en el tiempo como aparición sintomática.

La memoria es mucho más que un tema. Nos enfrenta a un entretejido de


afectos, experiencias y relatos que no sólo llegan directamente o de primera mano,
sino que, como señala Beatriz Sarlo, “pueden convertirse en un discurso producido
en segundo grado, con fuentes secundarias que no provienen de la experiencia de
quien ejerce esa memoria pero sí de la escucha de la voz (o la visión de las imágenes)
de quienes están implicados en ella” (2006, 128). El presente desde el cual se arti-
culan los discursos de memorias, está tejido de múltiples pasados198. Pero los entre-
tejidos de memorias a veces son mutilados o se intenta silenciarlos, soterrarlos –en
el sentido de esconderlos o incluso clausurarlos, negarlos–, borrarlos, como se hace
con los cuerpos. En esta parte del mundo, la memoria está trágicamente vinculada
a las problemáticas de la desaparición y la falta de sepultura. Y desde el arte se han
imaginado formas para dar un registro visible a lo que sabemos irrecuperable.

Supervivencias
Me interesa la noción de cuerpo espectral (Didi-Huberman, 2009, 27) para re-
ferirme a obras y prácticas que son configuradas a partir de vestigios y que están im-
pregnadas de memorias específicas. Una especie de tejido residual –cabe aquí la

197
Las palabras griegas eikon y eidolon indican dos maneras de expresar las imágenes: icono e ídolo.
Como especifica Pascal Quignard (2005, 115), en latín los simulacra o simul indican las imágenes
luminosas que son soporte de los fantasmas: “En latín, simulacra no sólo es la traducción del
griego eídolon sino también del griego phantasmata” (116).
198
El presente está tejido de múltiples pasados, eso expresa Didi-Huberman al explorar los vínculos
entre el pensamiento de Edward B. Tylor y el de Aby Warburg (2009, 48).

222
expresión “amasijo de restos”– que evidencia el carácter fragmentario que puede
tener todo proyecto de aproximación artística –o de cualquier tipo– a las memorias.

Didi-Huberman ha utilizado la noción de cuerpo espectral para dar cuenta


de la imposibilidad de distinguir contornos definidos en la obra de Aby Warburg,
pero también para insistir en la estela filosófica y filológica que connota toda su
obra. De modo particular, destaca un concepto fundamental en la obra de War-
burg: Nachlebem, supervivencia, vivir después (Didi-Huberman, 2009, 29), con-
cepto que en los estudios de Warburg está acotado a un contexto específico: el
Renacimiento, particularmente el italiano. Didi-Huberman desplaza esta noción
hacia otros escenarios, y la explora incluso en relación a lo que representa quien
fuera el propositor de otra historia del arte –Aby Warburg–, connotándolo como
“un urgente superviviente” al que es necesario regresar. Me interesa desplazar el
señalamiento de esta necesidad para insistir en una urgencia del arte de este
tiempo: la necesidad de regresar a los muertos a través de su huella espectral.

El rastreo realizado por Didi-Huberman sobre el término supervivencia, an-


terior a Warburg, lo lleva hasta el etnólogo británico Edward B. Tylor, quien in-
troduce la noción de survival en su conocido texto Primitive Culture. Para Tylor,
las supervivencias designan “algo que persiste y da testimonio de un estadio des-
aparecido de la sociedad” (cit. en Didi-Huberman, 2009, 52). Interesa este registro
de lo sobreviviente como huella de lo que vivió en otro tiempo, de lo ausente, para
que, desplazado a otros escenarios, como el arte contemporáneo, pueda dar cuenta
de las acumulaciones matéricas y fantasmales que lo pueblan.

La noción de supervivencia aplicada a las imágenes tiene varias lecturas.


Apunta a lo que está sedimentado o cristalizado en ellas, a las diversas trayectorias
–históricas, antropológicas, psicológicas– que las atraviesan y que impiden redu-
cirlas a “una cosa”. De allí la propuesta de “pensar la imagen como un momento
energético o dinámico” (Didi-Huberman, 2009, 35), como “lo que sobrevive de
un pueblo de fantasmas” (36). Estas reapariciones fantasmales o diseminaciones
antropológicas que atraviesan las imágenes las hacen hablar y ser percibidas de
otra manera. Desde su memoria (Mnemosyne), las imágenes dan cuenta de cuanto
las atraviesa y las determina.

223
Lo que sobrevive en las imágenes, las diversas cargas de experiencia que ellas
acumulan, es lo que configura la memoria de las imágenes. Si, como indica Didi-
Huberman, la supervivencia designa una realidad de fractura y designa también
una realidad espectral (2009, 52), podríamos considerar la cualidad de estas dos
realidades –fractura y espectralidad– como cualidades de las memorias que se agol-
pan en muchas prácticas u obras del arte contemporáneo. Cualidades en las que
se implican topos pero también tiempos. En tanto huella de vida pasada, de lo que
fue y ya no está, la supervivencia nos habla también de las acumulaciones de expe-
riencias en el tiempo, de los múltiples acontecimientos pasados, de los “residuos
vitales” que se condensan y hablan en las obras. Lo que sobrevive no es únicamente
la imagen como forma estética de la memoria. La imagen está determinada por las
formas de un pathos a través del cual accedemos a ciertos relatos. Particularmente,
las imágenes vinculadas a situaciones de sufrimiento y dolor sugieren un registro
anímico que nos hace buscar más allá de ellas para intentar aproximarnos al cúmulo
de experiencias que las atraviesan. Ante esas imágenes nos preguntamos, remon-
tándonos a Warburg, cuáles son los engrammas de la experiencia emotiva que so-
breviven como patrimonios de esas memorias (Checa, 2010, 140).

Cuerpos fantasmales
De manera general, los artistas que producen sus obras en torno a la memoria
de traumas sociales, desarrollan sus prácticas como procesos de investigación en
los que ellos mismo quedan expuestos afectiva y síquicamente. Esos procesos im-
plican una secuencia de acciones, una temporalidad y una experiencia que marca
sus vidas y determina sus creaciones: desplazamientos hasta el lugar de los hechos,
entrevistas con familiares o sobrevivientes, contacto directo con vestigios o pren-
das de víctimas. De manera que los propios artistas devienen documentadores y
testimoniantes del dolor de los demás.

Quiero concentrarme en los procesos de indagación, recepción de materiales


y elaboración de las obras de la artista y fotógrafa colombiana Erika Diettes; en
el tejido de historias, viajes y experiencias que está en creaciones como Río abajo,
Sudarios y Recordatorios (obra en proceso), desarrolladas a partir de los vestigios
y testimonios en torno a la violencia y la desaparición de los cuerpos. En sus pro-

224
cesos creativos se han ido generando especies de archivos que testimonian el dolor
y el sufrimiento de quienes más han padecido la violencia.

Las obras producidas por Diettes han nacido de intensos procesos de inda-
gaciones en sitios específicos, de relaciones con personas que han sufrido pérdidas
humanas. Y sobre todo, han implicado un cuidadoso trabajo de recepción y ar-
chivo de cada uno de los objetos confiados; un delicado proceso de reconoci-
miento que permite la ubicación afectiva de las prendas que quedan bajo su
resguardo hasta el momento del procesamiento artístico. Este trayecto es regis-
trado fotográficamente, asentado en los cuadernos de campo que ha ido acumu-
lando la artista como parte de las memorias de los viajes de trabajo. Con toda
intención nombro una herramienta común a la investigación de campo realizada
por antropólogos, arqueólogos, paleontólogos, etnógrafos, etcétera199. El llamado
trabajo de campo es utilizado por varios creadores contemporáneos que producen
sus obras en torno a las memorias traumáticas en contextos de conflicto, utili-
zando información de primera mano y generando una documentación capaz de
producir otros relatos a contrapelo de las historias oficiales.
Hasta el día de hoy he sido receptora de más de 300 testimonios de víctimas de la
violencia. Me han sido confiadas evidencias físicas, detalles e intimidades no sólo
de la violencia, sino de la forma como la vida se reconfigura, se re-estructura y
sigue a pesar de ella (Diettes, 2012).

Cuando una artista se declara receptora de tan considerable número de testi-


monios, su propio trabajo deviene producción de un archivo de memorias. La obra
misma es una especie de depósito de memoria, un storage memory, para decirlo con
una frase que también han utilizado otros creadores que trabajan en torno a las me-
morias, como Christian Boltansky. En los procesos de trabajo de Erika Diettes se ha
ido generando una serie de archivos que constituyen importantes testimonios del
dolor y el sufrimiento de quienes más han padecido la violencia. Además de recep-
cionar objetos, ha sido receptora de diversos testimonios orales que aportan los fa-
miliares. Testimonios que no tienen un registro “duro”, que se asientan en la memoria
de la propia artista. Sus obras se han concentrado en el trabajo con los más variados
objetos personales, y documentos como fotografías, cartas y anotaciones.

199
En el caso de Erika Diettes hay también una formación antropológica, pues es maestra en An-
tropología Social por la Universidad de los Andes.

225
Río abajo (2007-2008) y Sudarios (2011) son dos series que comparten el
dispositivo fotográfico digital, pero que exploran soportes discursivos y experien-
cias antropológicas muy diferentes. Río abajo está constituida por un conjunto
de veintiséis impresiones digitales sobre cristales, enmarcadas en una estructura
de madera que las sostiene desde el piso. Los Sudarios están conformados por
veinte impresiones en seda, sin ningún elemento que enmarque las piezas, apenas
una delgada estructura de aluminio desde la cual quedan suspendidas.

Río abajo se creó a partir del registro fotográfico de ropas y objetos facilitados
por los familiares de víctimas, en calidad de préstamos. Para realizar las fotos, la
artista emprendió un trato casi ritual con los objetos recibidos, que parecían pedir
tiempo para poder hablar: “Me acuerdo que cuando los traje a mi estudio, los pri-
meros ocho días solamente bajaba y los miraba. No sabía por dónde empezar. Ne-
cesitaba encontrar el tiempo emocional, y un poco el permiso del mismo objeto
para ser fotografiado” (Diettes, 2008, s/p). El acto fotográfico implicó una especie
de puesta en escena: las prendas fueron una a una sumergidas en un recipiente
con agua, donde eran iluminadas y fotografiadas.

Como ha señalado Miguel González, la realización de esta obra implicó “un


recorrido real por la geografía de la violencia rural y urbana de Colombia, bus-
cando y encontrando las víctimas de la guerra e indagando en los recuerdos”
(2010, 3). Los objetos recibidos bajo resguardo temporal habían pertenecido a
personas desaparecidas y/o asesinadas en el contexto del conflicto armado, par-
ticularmente en el Oriente antioqueño; eran conservados por familiares que
nunca habían podido despedir ni enterrar los cuerpos. Para quienes viven con el
dolor de los duelos no realizados, las prendas de sus seres queridos alcanzan un
valor de reliquia: son veneradas, consagradas; están en lugar de los ausentes.

En los casos de las desapariciones forzadas –en Colombia, como en México,


Perú, Argentina u otros países–, las prendas han sido conservadas con la esperanza
de que alguna vez pudieran ser portadas por aquéllos a los que se sigue esperando.
Durante la guerra sucia en el Perú (1980-2000), que generó la horrorosa cifra de
casi setenta mil muertos y desaparecidos, cobró fuerza una práctica de la tradición
andina: velar las ropas en lugar del muerto.

226
Ya se ha vuelto común escuchar y leer que en Colombia los ríos han devenido
espacios fúnebres en los que desaparecen los cuerpos y cuyos restos a veces son
localizados por la aparición de los buitres o zopilotes, popularmente llamados ga-
llinazos. En ese contexto, la instalación de las veintiséis imágenes digitales impre-
sas en vidrios translúcidos es una poderosa alegoría de las tumbas de agua que
hoy son los ríos. En su frágil materialidad y en el desamparo que sugieren las pren-
das como abandonadas a las aguas, estas imágenes devienen cuerpos fantasmales.

Sudarios: el dolor suspendido


La serie Sudarios está integrada por veinte retratos de mujeres del Departa-
mento de Antioquia que fueron obligadas a presenciar, mirar y llorar cómo tor-
turaban y asesinaban a sus seres queridos. Las sesiones de fotos tuvieron lugar
mientras ellas daban testimonio, bajo la agonía de los recuerdos y en la misma geo-
grafía de los acontecimientos. Cada imagen tiene una historia atroz.
Con mi cámara he sido testigo muchas veces del instante en el que una persona necesita
cerrar los ojos porque se hace presente, de nuevo, el dolor del momento que dividió su
vida en dos (Diettes, 2012).

Sólo uno, de los veinte rostros impresos en seda, muestra los ojos abiertos. Al
evaluar las implicaciones que para la formación del sujeto tiene ser testigo de la vio-
lencia, Veena Das se detiene en los gestos cotidianos de aquellas personas condenadas
a soportar el recuerdo de la barbarie, y que deben aprender “a habitar el mundo, o a
habitarlo de nuevo, en un gesto de duelo” (2008, 222). Aunque las reflexiones de
Das están planteadas en el contexto de la violencia de la Partición de la India en 1947,
nos ayudan a comprender ciertos gestos realizados por mujeres que han vivido con
el recuerdo de escenas terribles que fueron obligadas a presenciar. Cuando Erika
Diettes narra ese momento en que las mujeres cierran los ojos porque “se hace pre-
sente” aquel suceso que “dividió su vida en dos”, la reflexión aportada por Das en
torno a los sobrevivientes de la violencia en la India, ilumina la comprensión del gesto
de aquellas mujeres colombianas: “Es en este contexto donde podemos identificar
el ojo, no como el órgano que ve, sino el órgano que llora” (222). El cuerpo de quienes
en duelo tienen que habitar el mundo comienza a dislocar sus funciones. Duelo, la-
mento y llanto inevitablemente implican de otra manera el cuerpo.

227
La fotografía es el arte de captar el instante, o como ha dicho Didi-Huber-
man: “un éxtasis del tiempo en su acceso de lo visible” (2007, 131). A diferencia
de Río abajo, realizado en una temporalidad y un espacio “controlados” por la ar-
tista, eran otras las condiciones en que se obtuvieron las imágenes de los Sudarios:
la tensión por la escucha, el ser testigo de terribles relatos y, a pesar de todo, estar
atenta a la posibilidad de oprimir un obturador en el instante justo, irrepetible,
que deja sobre el rostro el mayor surco de dolor.

¿Cómo captar el sufrimiento humano, aquél que se instaló en el cuerpo y


que aún lo posee? ¿Cómo representar la huella de una experiencia de dolor? En
el ámbito de los estudios sobre la violencia inscrita en los cuerpos Wolfgang Sofsky
considera que todo intento por representar el dolor nos remitiría siempre a una
escena posterior, y que incluso la indecibilidad del acontecimiento anula la posi-
bilidad de expresión en otros registros que no sean el de la imagen:
La lamentación verbal, el lenguaje de los salmos, empieza después que el hombre
ha superado el estado en que gime de dolor y vuelve a ser capaz de emplear la pa-
labra. La lamentación verbal es la sublimación del grito. El dolor no se puede co-
municar ni representar, sino sólo mostrar. Pero el medio de ese mostrar no es el
lenguaje sino la imagen (Sofsky, 2006, 65).

El pensamiento y los textos de Veena Das nos ayudan a pensar las relaciones
entre lenguaje y dolor. Y si bien no considera que el dolor sea incomunicable, sí
precisa que “el desencanto con el lenguaje hace parte, de alguna manera, de la ex-
periencia del dolor” (2008, 333). Para ella la ausencia de lenguaje expresa una
“gramática del dolor” (333). Analizando algunos pasajes de Los cuadernos azul y
marrón, de Wittgenstein, en los que se narra la experiencia de “un dolor sentido
en el cuerpo del otro” (1958, 81), Veena Das se interroga sobre la posibilidad,
ante la aparente inefabilidad del dolor, de una corporización del dolor en las pa-
labras. Pondera la posibilidad de que el conocimiento antropológico permita dar
cuenta de que la experiencia del otro “me suceda a mí”, de manera que aun cuando
nadie puede apropiarse del dolor de otro “puedo prestar mi cuerpo (de escritos)
a este dolor” (Das, 2008, 335).

Al analizar el género del lamento en las mujeres que sufrieron la cruenta vio-
lencia durante la Partición de la India, Veena Das expresa una idea que puede pa-
recernos obvia pero que es necesario reiterar para hacernos pensar: “la pena se

228
articula a través del cuerpo” (345). Esa expresión de la pena habitando o tomando
los cuerpos, se hace extensiva a lo que nos sucede en el acto de contemplar un
cuerpo en duelo, preso de dolor, o del desastre. En tales circunstancias no pode-
mos más que intentar habitar la experiencia que comunica ese cuerpo.

Los discursos en torno a las sublimaciones de la corporalidad generalmente


han priorizado enfoques desde el erotismo, el éxtasis o la santidad. Un tratamiento
especial ha tenido la representación de la corporalidad sometida al martirio,
donde el sufrimiento corporal nunca tiene lugar en los rostros trascendidos o en
éxtasis de los sufrientes que pierden y ofrendan una parte del cuerpo para ganar
el amor de Dios. La distinción entre cuerpo y rostro ha prevalecido en la tradición
iconográfica del martirio cristiano, “con su asombrosa escisión entre lo que se ins-
cribe en el rostro y lo que le sucede al cuerpo” (Sontag, 1996, 62); como si man-
tener el rostro al margen de las atrocidades que vive el cuerpo garantizara mayor
dignidad a la persona. El cuerpo es el lugar del pathos y del dolor, el lugar por ex-
celencia para la producción de martirios y la materia predilecta para la ofrenda
sacrificial. Un rostro surcado por el dolor podría entrar en disputa con ciertos có-
digos estéticos que exaltan la serenidad y la belleza, pues ancla lo representado en
territorios terrenales, lo deja caer desde las alturas donde se instala la trascendencia
estética perpetuada por cierta noción de belleza.

Erika Diettes parece haber actuado a contrapelo de estas legitimaciones. La


serie de rostros que integran los Sudarios no deja lugar a dudas sobre la experiencia
dolorosa que los surca. Aparentemente cercanos a la representación extática –y
erótica– de la experiencia mística –el éxtasis de Santa Teresa, por ejemplo–, en
ellos se consuma la sublimación del dolor. Dolor por la pérdida, y no la ganancia
de un ser querido. A diferencia de la transustanciación mística que garantiza el
martirio cristiano, la experiencia que tras esas imágenes se ha consumado es la de
haber sido testigos del horror, de la pérdida violenta y tortuosa de seres amados,
sentenciados y obligados a morir por voluntad y ejercicio de otros.

Impresas en seda, estas imágenes que en su conjunto son nombradas Sudarios


inevitablemente nos remiten a la impregnación fantasmática de un cuerpo en una
tela. Un sudario es un manto funerario, el lienzo que amortaja el cuerpo del di-
funto, pero es también aquel tejido que una vez puesto en contacto con el rostro

229
se ha contaminado, ha devenido impregnación fantasmática del cuerpo en reti-
rada, huella que actúa como principio fotográfico, y que en la literatura en torno
al tema ha sido caracterizado como un “icono verdadero”, como aquél que quedó
registrado en el manto que la Verónica extendió a Jesús camino al calvario. Desde
un punto de vista metonímico, ese tejido que ha estado en contacto con un cuerpo
sufriente debería también absorber la agonía o el sufrimiento que emana de ese
cuerpo. Los Sudarios de Erika Diettes registran un doble cuerpo espectral: el corpus
de la agonía que encarnan los retratos, y ese otro corpus fúnebre que sólo se vis-
lumbra a través de los rostros que retienen –velan– la mirada de lo visto, de lo vi-
vido, de lo perdido. Ése es el relato condensado en estos Sudarios en los que
reverbera la instantánea trascendental de golpes de dolor; el instante ético que habla
en estos rostros; la sublimación del dolor.

Esa conciencia de lo terrible suspendido ante nuestra visión como algo su-
blime, es la que defendió Edmund Burke: “En efecto, el terror es en cualquier
caso, de un modo más abierto o latente, el principio predominante de lo sublime”
(2005, 86). El dolor y el terror están en la base de la turbación que en algunas teorías,
como la de Burke, define lo sublime.

Las imágenes de los Sudarios creados por Diettes son un atestado de


tiempo200 porque testimonian el horror y la degradación extrema a la que hemos
llegado en estos tiempos donde dar muerte no es suficiente, sino que además hay
que castigar el cuerpo y la mirada, y hacer insoportable la memoria del otro para
que siempre le fustigue. Pero esa intensidad testimonial está esculpida en las for-
mas del pathos, en los surcos de dolor evidenciados en los rostros que se inclinan
como si pretendieran espantar el recuerdo; en los rostros casi siempre ladeados,
como si un suspiro los alentara a elevarse o un recuerdo los empujara en la caída.
Los párpados cubriendo los ojos, como ventanas que se cierran para impedirnos
el acceso a una intimidad aterradora, como velos que desearan cubrir el dolor.

Interesan las formas del pathos que están en la imagen misma, las energías y
experiencias que la atraviesan. No se trata sólo de bellos retratos, que sin duda lo
son. Es la gracia herida por el dolor: “teníamos claro que las imágenes resultantes

200
Didi-Huberman considera que “una fotografía es atestado de tiempo mucho más que de su mo-
delo” (2007, 142).

230
no iban a obedecer a la idealización de sus rostros, sino a la trascendencia de su
dolor” (Diettes, 2012).

Y sin embargo, por esa gracia estas imágenes nos remontan a las Venus de
Boticelli. ¿Será realmente una cuestión de Pathosformel, del modo en que nos si-
guen impactando las formas corporales del tiempo superviviente (Didi-Huber-
man, 2009, 173), del modo en que nuestros imaginarios y referencias culturales
son deudores de una arqueología figurativa? Si pensamos en una Pathosformel es
reconociendo el movimiento agonístico, las formas del pathos y el dolor que atra-
viesan y determinan estos Sudarios.

No invoco a Boticelli en nombre de su serena grandeza, sino apelando al re-


gistro patético –del pathos– que un estudioso como Warburg fue capaz de leer
en el arte del Quattrocento; y porque la belleza está herida en algunas de sus Venus
(La calumia de Apeles, Historia de Nastagio, por ejemplo). Buena parte de la obra
de Didi-Huberman está dedicada a rastrear los conceptos fundamentales de la vi-
sión warburgiana para insertarlos en la discusión teórica de nuestro tiempo: “la
ménade que regresa en la supervivencia de las formas en el Quattrocento no es el
personaje griego como tal, sino una imagen marcada por el fantasma metamórfico
–clásico, después helenístico, después romano, después reconfigurado en el con-
texto cristiano– de este personaje” (Didi-Huberman, 2009, 155). En sus estudios
sobre el Renacimiento como expresión de las intensificaciones gestuales y las ex-
citaciones dionisíacas de la Antigüedad –que lo llevarán a la Pathosformel–, Aby
Warburg se opone a la versión de la doctrina clásica de la serena grandeza como
característica esencial de aquel período. Interesado en rastrear las supervivencias
de la intensidad patética y de las formas dionisíacas, encontró en la obra de Nietzs-
che una fuente de referencias e inspiraciones. La muerte y despedazamiento de
Orfeo fue uno de los motivos iconográficos más reflexionados por Warburg. En
su ensayo sobre Durero llegó a expresar que con ese grabado el artista buscaba rea-
lizar “una imagen temperamentalmente antigua, y en consonancia con los artistas
italianos, otorgar a la Antigüedad el privilegio estilístico de la representación ges-
tual de las emociones” (Warburg cit. en Checa, 2010, 147). En los paneles que
mostraban el inventario de imágenes de Mnemosyne, particularmente los paneles
40 y 41, donde destacan las imágenes de La matanza de los inocentes en Belén

231
(1520) y La muerte de Orfeo (1465), puede apreciarse el interés de Warburg por
la representación gestual de las emociones y en particular por aquellas imágenes
que representaran un pathos del sufrimiento y de la destrucción. En los paneles
41a y 42 se reúnen diversas imágenes en torno a la expresión del sufrimiento y la
muerte, y se destacan distintas versiones de la Muerte de Laocoonte y La Pietá de
Cosimo Tura (1474).

Los Sudarios nos aproximan a las Venus en esa intensidad inquietante donde
convergen Eros y Tánatos. Es imposible no quedar impactados por el erotismo
doloroso de las imágenes de Diettes. Como transportados hacia otras regiones,
los rostros de esas mujeres sugieren un extraño delirio, un delirio doloroso muy
diferente del gozoso éxtasis que nos describe Santa Teresa de Jesús y que es apenas
un motivo en la sensual Santa Teresa de Bernini. Quizás formalmente las acerca
también la desnudez. El impacto visual de la piel descubierta al nivel de los hom-
bros –sin tejidos que distraigan la mirada– en los retratos cerrados a un primer
plano, deviene una especie de marco para los rostros.

Instalados en los espacios donde se exponen, el conjunto de estos Sudarios


es literalmente un cúmulo de dolor suspendido. En términos físicos, las veinte
sedas donde se han impreso los rostros están colgadas, libres para el movimiento,
expuestas al contacto, al roce involuntario o al deseo de rozarlas e incluso de
abrazarlas. Hay una dimensión táctil que genera el tránsito entre estas telas. Y
que es inevitable no conectar al cúmulo de las supervivencias que las atraviesan,
a las memorias que ellas atestiguan y que nos remontan a otras escenas, como si
murmuraran que el dolor real y la verdadera tragedia nunca tienen lugar en el
arte. Sobre esto nos interroga Derrida: “¿Es la tragedia el bello canto que acom-
pañaba el sacrificio ritual de un chivo en las fiestas de Dionysos, o es el canto
atroz de ese chivo en el momento en que el arma lo atravesaba?” (1993, s/p).
Antes que al orden de las interpretaciones apelo a mi propia memoria, a la exha-
lación agónica que rompe el silencio sagrado que generan los Sudarios. Es un re-
gistro “casi imperceptible”, como ha expresado Erika Diettes, “cuando el
espectador está en la exposición es como si ellas estuvieran exhalando”. Y es una
exhalación real, un sollozo que tiene resonancia testimonial. Aquí emerge en-
tonces otra lectura respecto del dolor suspendido que estos Sudarios condensan.
Se suspende algo que queda pendiente, latente, no se cancela, se posterga, se pro-

232
longa en una interminable agonía. Estamos en los territorios del duelo, de los
infinitos duelos suspendidos acumulados en estas tierras.

Hacer tumbas: el síntoma del cubo


Buena parte de la obra de Diettes puede percibirse como el tejido de un ex-
tenso y entrañable sudario con el que desearía poder amortajar, consagrar, despe-
dir y dar sepultura a los cuerpos sin descanso. Hay una vocación de enterradores
en algunos artistas. A lo largo de este continente, el arte ha ido imaginando es-
trategias para dar forma a sus miradas y preguntas, para dar forma a sus obsesiones,
a sus posicionamientos, y a la acumulación de un inmenso dolor que se vuelve
imposible acallar.

Durante los años ochenta y noventa, en el período de la violencia y la guerra


sucia, el arte peruano produjo una elaboración plástica de lo que Gustavo Buntinx
llamó “la imagen polisémica del fardo funerario: momia, feto y semilla” (1995,
528). Los “bultos” comenzaron a aparecer en la obra de artistas como Eduardo
Tokeshi, Jaime Higa y Elena Tejada, en un campo de tensiones entre desaparicio-
nes forzadas y resurrecciones míticas. Estos empaques que eran también velos y
mortajas, se apropiaban de un motivo iconográfico de la cultura andina y traba-
jaban con el significado de aquel referente, como visibilizaciones de la muerte
(Buntinx, 1995, 531), pero también como “transfiguraciones míticas que se des-
bordan hacia el ancestral culto a los muertos” (Buntinx, 2007, 52).

La más reciente creación de Erika Diettes, Recordatorios –obra en proceso–,


explora el dispositivo escultórico. Un conjunto de cubos que también podrían
llamarse empaques, “bultos” o cápsulas, crece dispuesto sobre el piso, como si fue-
sen tumbas201. Regresan los objetos, los recuerdos que de sus muertos atesoran sus
seres queridos. Los familiares de víctimas viajan desde Chocó, Urabá y diversas
zonas de Colombia para depositar lo que, como varios de ellos han anticipado,
devendrá “recordatorios” que mostrarán el dolor al mundo.

201
En mayo de 2012 Erika Diettes propició la visita a su estudio en La Unión, Antioquia, el lugar
donde trabaja en los Recordatorios. Pude tener acceso a la obra en proceso, al archivo de la artista, a
sus cuadernos de trabajo y apuntes. Agradezco a Erika esta extraordinaria y entrañable experiencia.

233
Los cubos tienen dimensiones de 30 x 30 cm. x 12 cm. de alto. Son realizados
en tripolímero de caucho, una sustancia viscosa y transparente en la que se sumer-
gen numerosos objetos que condensan la memoria de personas asesinadas y/o
desaparecidas a lo largo del conflicto armado y la violencia en Colombia. En su
gran mayoría, se trata de prendas que pertenecieron a personas muy jóvenes, pren-
das atesoradas por sus madres –principalmente– y otros familiares, como reli-
quias. Pero, esta vez, los objetos son definitivamente entregados a la artista para
que tengan “un lugar digno”. ¿Qué hace a una persona desprenderse de aquello
que ha guardado durante años –a veces veinte, quince años–; desprenderse de
aquel objeto que primero alimentó la esperanza de un posible retorno y que una
vez que se conoce la imposibilidad de ese retorno, adquiere la condición de reli-
quia? Son prendas que estuvieron en contacto con los cuerpos de los ausentes,
que están impregnadas de su aura, de sus olores, que portan una memoria sensible
y que en ocasiones pasaron por más de una generación de familias. ¿Qué lleva a
esas personas a viajar largas horas, despedirse ritualmente de aquello que ha re-
presentado sus esperanzas, sus sostenidos y más caros amores, para entregarlo de-
finitivamente como si lo depositaran en un templo?

El proceso de los oferentes es un largo rito que incluye varias estaciones. Desde
la toma de decisión de la ofrenda, el rito familiar de la despedida, el viaje y el mo-
mento de la entrega, cuando se manifiesta en palabras el valor espiritual de aquellas
prendas y las nuevas esperanzas o expectativas que generan. En los testimonios que
estas personas aportan puede rastrearse el significado del acto de entrega:
“es un privilegio poder depositar en este lugar nuestras memorias”

“es un grito silencioso, tal vez se le está diciendo al mundo que sí hay dolor”

“me da un poco de alegría que acá lo quieran escuchar a uno”

“son tantos recuerdos de tanta gente, quizás esto es como un clamor”

“esto nos hace pasar de la impunidad total a la visibilidad, a la luz”

“yo vi estos cubos como una tumba”

“es como un entierro simbólico”202

202
De los testimonios y apuntes registrados en los cuadernos de Erika Diettes.

234
Cito los testimonios porque no hay mérito en pretender ninguna interpre-
tación: es testimonio puro, son ellos, los dolientes, quienes definen la dimensión
de esta obra. De sus manifestaciones se desprenden varios sentidos: la necesidad
de actos de memoria, de rituales públicos; la necesidad de recordatorios en los
que participen los propios familiares, en los que no se homogeneicen ni monu-
mentalicen las memorias. La necesidad de justicia para salir de lo que ellos nom-
bran como “la oscuridad”, el olvido y la indiferencia. La necesidad de dar tumba,
de enterrar a los muertos, de hacer el duelo.

Esta producción escultórica emprendida por Diettes es ante todo una prác-
tica de memoria. Una práctica en la que la artista deviene embalsamadora: los ob-
jetos son literalmente embalsamados, inicialmente protegidos por una primera
capa que les permite conservarse y no desgarrarse por las altas temperaturas en
las se manipula el tripolímero de caucho. Y deviene amortajadora, enterradora,
sobre todo cuando no se han encontrado ni enterrado los cuerpos.

Pascal Quignard nos recuerda una antigua y hermosa relación entre tumba
y corazón, entre enlutado y amante, y cita a Tácito para recordarnos que el corazón
es la tumba de aquéllos a quienes hemos amado (2005, 120). Lo reescribe di-
ciendo que “el corazón es la ‘domus infernal’ del fantasma de aquél a quien ama-
mos, lo mismo que la tumba es ‘el corazón vivo’ donde habitan las ‘sombras’ de
los que han abandonado la ‘luz’ de este mundo mediante el fuego” (2005, 120),
aquéllos a quienes hemos amado.

Practicar memoria es amasar un cuerpo, darle una domus en los afectos que
habitan nuestro cuerpo, darle forma a una experiencia de amor y de dolor. Sobre
todo, en un tiempo en el que predominan las políticas de amnesia o las políticas
de monumentalización de la memoria. La memoria está inevitablemente vincu-
lada a la muerte y a la ausencia, como lo está a la presencia y al amor.

Ante estos cubos sobrevienen otras imágenes, imágenes que pertenecen a


otro orden de discurso pero que también nos regresan a casi las mismas preguntas
que ellos nos lanzan. En un texto que interroga los volúmenes aparentemente sin
síntomas y latencias del arte minimalista (Donald Judd y Robert Morris, funda-
mentalmente), y en el que reflexiona sobre los cubos negros de Tony Smith (The
Black Box, especialmente), Didi-Huberman ensaya una metafórica del cubo:

235
“¿Qué es un cubo? Un objeto casi mágico, en efecto. Un objeto que debe liberar
imágenes de la manera más inesperada y rigurosa posible”, que es “una herramienta
eminente de figurabilidad” (2010, 56); una figura perfecta de la convexidad que
incluye “un vacío siempre potencial” (57), que permite obrar “la tragedia de lo
visible y lo invisible” (70). Más que discutir por qué los cubos de Diettes conjuran
el vacío, me interesa insistir en la ocupación física, psíquica y memorable de estos
cubos-recordatorios. Es muy movilizadora la metáfora de Huberman: “volúmenes
dotados de vacío”. Sin duda, los cubos-recordatorios evidencian un gran vacío, un
vacío que es un ahuecamiento, una evidencia de las ausencias y de la dimensión
fantásmática en que necesariamente se mueven las prácticas artísticas de memoria.
¿Qué puede ser un “volumen portador, mostrador de vacío”? “¿Qué sería pues un
volumen –un volumen, un cuerpo ya– que mostrara […] la pérdida de un
cuerpo?” (18), se interroga Didi-Huberman. Pienso que en esta pregunta se arti-
culan los sentidos que vinculan vacío y ausencia, dos conceptos que atraviesan no
sólo los cubos de Diettes, sino todo el proceso que ha generado la obra, toda la
memoria que supervive en ella. Pensar la articulación entre vacío y ausencia nos
coloca ante el gran vacío que disparan los procesos de duelos suspendidos, la des-
aparición de los cuerpos, la imposibilidad de colocar el cadáver en el centro de los
ritos funerarios, la imposibilidad de darle sepultura. Ése es el vacío que estos
cubos-recordatorios nos evidencian. Y en esa dimensión del vacío que invocan,
pero también de la materialidad que amortajan –como portadores de objetos–,
ellos visibilizan su doble régimen: el de las tumbas “vacías”, las tumbas de NN
que esperan todavía un lugar en las memorias específicas para salir del anonimato
y del vacío ominoso de lo que no tiene nombre; y el de las tumbas sin lugar, sin
acontecer, que remiten al gran vacío que generan las políticas de desapariciones
forzadas, de exterminio, desfiguración y anulación de los cuerpos. De allí que los
cubos resumen un síntoma al ser la imagen de una pérdida, de lo irrecuperable,
lo irreconciliable incluso desde los espacios poéticos.

Las imágenes que trabajan con iconografías de la muerte violenta, con las
formas del pathos que nos han impuesto tantas acumulaciones de excesos, con los
vacíos generados por tantos duelos suspendidos, son una de las formas de pro-
ducción de la memoria –“las supervivencias advienen en imágenes” (Didi-Hu-
berman, 2009, 155)–; pero son también la condensación de síntomas –de

236
apariciones– que interrumpen no sólo el curso normal de los acontecimientos,
sino el curso de nuestra mirada, por no decir de nuestra existencia.

Imágenes en duelo/Rituales fúnebres


Pienso que una de las mayores evidencias que el arte nos ha mostrado es la
profanación y desaparición de los cuerpos, evocados por los vestigios, como ma-
nifestación suprema de esa estética fantasmal fundada en las ausencias y en las si-
niestras políticas de desapariciones forzadas.

Las prácticas artísticas generadas o vinculadas a la puesta en acción de la me-


moria y a las deudas de la justicia, cada vez más nos llevan al terreno del luto. Hay
obras que se construyen como un duelo, o más bien como un desvío poético del
imposible duelo, cuando la ausencia del cuerpo impide la realización de los ritos
fúnebres. Martín Barbero ha expresado esta agónica relación entre imagen y au-
sencia en una extraordinaria reflexión en torno a la memoria en el contexto actual
de Colombia:
… en la secreta relación entre imagen y desaparición se juega la posibilidad del
duelo sin el cual este país no podrá tener paz. Pues la desproporción de nuestra
violencia quizá sea paradójicamente proporcional a nuestra incapacidad de duelo:
ese tiempo del sentimiento donde elaboramos las pérdidas y expiamos nuestros
olvidos (2001, s/p).

En los trabajos de Diettes se propicia un espacio alegórico para el duelo.


De ninguna manera afirmo que el arte propicie un espacio real para los duelos.
La imposibilidad del duelo pasa por las deudas de la justicia, por el olvido, la
indiferencia, la impunidad y la carencia absoluta de ritos para aceptar y pro-
cesar la muerte. Pero dignificar el dolor, propiciar un lugar digno para los ves-
tigios atesorados por los familiares, reunirlos en una ceremonia pública donde
lo expuesto es mucho más que una obra de arte y deviene –sin que sea la artista
quien lo determine– ritual fúnebre, es quizás la única posibilidad de realizar
actos de duelo en un contexto –que como tantos de este continente– no con-
sidera el sufrimiento, el dolor y la justicia como problemáticas primordiales
de sus comunidades. Es propiciar, desde las configuraciones artísticas, un lugar
para llorar la muerte.

237
Río abajo y Recordatorios (obra en proceso) propician a los familiares en
duelo un lugar para recordar a los muertos, trascendiendo el habitual acto de con-
templación estética. Además de exponerse en galerías o museos de arte, Río abajo
ha acompañado las jornadas de memorias organizadas por los familiares de vícti-
mas. Esta obra ha recorrido varias de las regiones de Colombia de donde proceden
los objetos fotografiados, y donde los familiares siguen llorando a sus muertos
sin el consuelo de darles sepultura. Cuando las exposiciones devienen una cere-
monia fúnebre en la que los dolientes iluminan con velas las imágenes, acuden
las alegorías, los ritos alegóricos del duelo.

Pese al fondo oscuro desde el cual emergen, estas imágenes son una especie
de resplandor en tanto han encontrado una forma precisa para transmitir la ago-
nía de una época, si entendemos la agonía en su carácter de batalla de umbrales,
de exhalaciones que frente al abismo quieren dar cuenta de la vida. “Cuerpos lu-
minosos fugaces en la noche” –como diría Walter Benjamin– que tienen más de
porvenir que el ser que las mira. Supervivencia por las imágenes, cuando la super-
vivencia de los propios protagonistas está comprometida (Didi-Huberman,
2012a, 116). Imágenes en duelo.

238
Río abajo (2007-2008), de Erika Diettes. Impresiones digitales sobre vidrio,
marcos y estructura de madera. Todas las imágenes aquí reproducidas son del
archivo de la artista, generosamente facilitadas por ella.
Río abajo, de Erika Diettes. Templo del Señor de las Misericordias, Medellín,
Colombia. Abril de 2011.
Río Abajo, de Erika Diettes. Viboral del Carmen, Oriente Antioqueño,
Colombia. Julio de 2009.
Sudarios (2011), de Erika Diettes. Impresiones en seda con estructura de aluminio.
Sudarios (2011), de Erika Diettes. Impresiones en seda con estructura de aluminio.
Sudarios, de Erika Diettes. Ex Teresa Arte Actual, Ciudad de México. Mayo
2012. Fotografía: Juan Enrique González.

Sudarios, de Erika Diettes. Templo del Señor de las Misericordias, Medellín,


Colombia. Octubre 2012. Fotografía: Ileana Diéguez.
Recordatorios (nombre provisional de la obra en proceso, 2011-2013), de Erika
Diettes. Objetos sumergidos en cubos de tripolímero de caucho.
8. Hacia una estética del
síntoma/Imágenes de un naufragio

La emoción nos sobrecoge poderosamente frente a ciertas imágenes


de las que, de alguna manera –pero en un tiempo cada vez menos
diferido–, somos los espectadores de un naufragio. La actitud
filosófica no consiste en desviar la mirada de esas imágenes para
separar de ellas la emoción –que, efectivamente, nos desorienta,
nos extravía …
Didi-Huberman (2012, 36).

El giro hacia lo real en el arte contemporáneo ha puesto de manifiesto el des-


plazamiento progresivo del dispositivo de la mimesis y del recurso metafórico
para dar mayor presencia a las construcciones metonímicas y a la estrategia ale-
górica. Sin ninguna posibilidad de reducirlo al realismo decimonónico, lo real se
ha ido desarrollando como síntoma, como ruptura, como desplazamiento de la
realidad en tanto representación hacia lo real traumático (Foster, 2001, 136)203.
La entrada del pedazo de realidad en las producciones de Marcel Duchamp y muy
particularmente en las propuestas de Joseph Beuys, ya nos habían inducido a otra
concepción del arte. Eso que Bruno Schulz nombró como “la realidad degradada”
fue la materia de lo artístico que desde entonces invocaba la estética de las ruinas
ponderada por Walter Benjamin. Aquella objetualidad que emergió con el ready-

203
La discusión en torno a lo real planteada por Slavoj Žižek (2002 y en español 2005) como
“pasión por lo Real [passion du réel]” es la que me ha interesado seguir y desplazar para pensar
las capas de realidad que asoman en el corpus iconográfico de Rosa María Robles. Las reflexiones
de Žižek parten de las ideas planteadas por Alain Badiou en Le siècle.

247
made duchampiano y el objet trouvé surrealista devino una práctica que proble-
matizó las nociones de arte, representación y estética. Sobre todo, cuando se des-
plegaron las acumulaciones y emergieron los residuos o detritus como los nuevos
soportes del arte contemporáneo. Después de Beuys y de Christian Boltansky, y
sobre todo con las implicaciones de vestigios en el arte latinoamericano de las úl-
timas décadas del XX y hasta hoy, la materia no es expuesta por su textura, sino
especialmente por su memoria, por la carga experiencial que la diferencia de otras
materias. Ya no se trata de las acumulaciones objetuales a la manera de Deschamps
o de Arman, sino de escenarios signados por la condensación de inquietantes me-
morias. Seguirán siendo los fragmentos y desechos los que configuren los soportes
del arte, pero la ruina ya no es la de una industria ni la de una práctica consumista;
son ruinas corporales, vestigios de vidas, fisuras que evidencian algún síntoma.

Lo real nos ubica en los cuerpos, en la violencia que asoma cuando se intentan
velar las capas de realidad (Žižek, 2005, 11). La materia transgredida nos enfrenta a
su realidad última. A causa de su carácter traumático y excesivo, lo real es experimen-
tado –según Žižek– como la aparición de una pesadilla, como si para aceptar ese nú-
cleo duro de lo real tuviéramos que convertirlo en pesadilla ficcional (2005, 21).

Desde hace seis años (2007) la artista sinaloense Rosa María Robles ha ve-
nido desarrollando Navajas, un proyecto realizado desde la agonía de la violencia
y la crisis generalizada que desde hace también seis años vivimos en México. El
corpus consumado de una catástrofe no cabe en ninguna obra de arte, pero su ex-
traño aliento convoca los imaginarios. El desborde sensorial que nos ha impuesto
la visión de las atrocidades practicadas sobre los cuerpos ha ido marcando buena
parte de los discursos y prácticas artísticas. Si los feroces excesos dan cuenta de la
densidad iconofílica en la que nos hemos sumergido, las configuraciones del arte
emergen entre los vestigios de estos excesos con una densidad espectral que evoca
y conjura las celebraciones de lo necrofílico.

Navajas (primera y segunda parte, 2007-2012) integra las obras que forma-
ron parte del proyecto en su primera exhibición en el Museo de Arte de Sinaloa
(mayo-julio, 2007), así como las nuevas piezas y la nueva serie titulada La rebelión
de los iconos. Desde el formato fotográfico, estas obras nos implican en la reflexión
sobre la vertiginosa decadencia de los valores que sostienen a los individuos y sus

248
comunidades (familiares, ciudadanas, estatales) bajo el imperio falocrático –que
ya ni siquiera pueden disimular las sotanas– y al calor del estrepitoso crecimiento
de la violencia, con el espectáculo punitivo de los cuerpos destrozados.

Tres líneas cruzan la puesta en espacio de Navajas: la progresiva espectacu-


larización de las formas de violencia que atraviesan la vida privada y pública en
México, a través de la puesta en espacio de una objetualidad que dialoga con la
ruptura del orden mimético en la historia del arte; la exposición del vestigio para
producir una elaboración artística del documento, la obra en registro documental
y espectral por los cuerpos y memorias que convocan las materias expuestas; y la
representación alegórica de esa gran teología de lo político que sostiene los pilares
de la sociedad, visibilizando la violencia fundante y sagrada que fundamenta los
discursos, las historias, las ficciones y la alta teatralidad de nuestro tiempo.

Las piezas que integraron la primera Navajas portan una contaminación que
pone en crisis la tradicional asepsia museística. Una serie de objetos “encontrados”
(y buscados) son el soporte principal de aquella primera Navajas: urinarios, sanita-
rios, muebles, consoladores, palos, ropas de niños, botas, cobijas, huesos, plumas de
avestruces, y otros cuerpos residuales. Sometidos a operaciones de montaje, apuntan
una genealogía escultórica que esta vez se ha orientado hacia un escenario de ruinas,
abarcando algunas de las múltiples formas en que se manifiesta el aspecto exterior
de los excesos: la espectacularización de la violencia y su expansión desde lo privado
hacia los universos públicos. La diseminación de la “narcocultura” como nuevo pa-
radigma. La representación de una decadencia espiritual que ha hecho blanco en la
propia “casa de Dios”. Una configuración simbólica de nuestro potente detritus.
Pero sobre todo, un registro alegórico y metonímico de la barbarie cotidiana.

Materias y objetos exponen las huellas de sus travesías. Dispuestos bajo cajas
de plexiglás, servidos sobre la mesa, los juguetes eróticos retan cualquier preten-
sión de corrección. La navaja y los falos que atraviesan la infancia desde el recinto
de Dios, decapitan la fantasía. El individuo, la familia, los perversos secretos del
prometido celibato, el imperio fálico con sus meaderos colectivos en los que se
desahogan los cuerpos, los ritos que perpetúan la institución, están petrificados
y anuncian el advenimiento de un ocaso. El cuerpo mismo está destazado, roto.
Como una alegoría de lo que estaba por venir, los avestruces exhiben el montaje
de restos que nos sobrevivirá.

249
En este campo de detritus se expone la documentación de distintas zonas de
la realidad, en registros diversos. Performance en el Zócalo204, el ritual “ejemplar”
o el gran teatro de los emblemas, como escena que abarca y vela todas las tras/es-
cenas. Robles no enmarca sus piezas bajo el formato documental, pero ellas han
devenido portentosos documentos. Piezas como Alfombra roja y Andas meando
fuera de la bacinica, construidas sobre los vestigios de la transgresión violenta a
los cuerpos, fueron las pruebas de las operaciones obscenas que a toda costa se
debía velar: mantener fuera de escena. El escenario que problematiza Navajas
apunta al desmontaje de esa (tras)escena, la que ha sido negada por obscena y por
estar contaminada de un pathos violento.

Las irrupciones de real(idad)


En la construcción de Alfombra roja la realidad ha irrumpido de muchas ma-
neras, como apariciones de sus distintas capas, como fantasmas de una pesadilla. Pri-
meramente irrumpieron los fragmentos corporales, los pedazos de cuerpos, las cobijas
contaminadas por el flujo abyecto. Irrumpieron también los personajes llamados a
representar un teatro aséptico y moral, los encargados de higienizar la escena. Si no
podían ex/ponerse los vestigios que dan cuenta de la transgresión violenta a los cuer-
pos, irrumpieron los vestigios de flujos que la propia artista expulsaba de su cuerpo.
Es recurrente en el arte contemporáneo la incorporación de objetos diversos que han
pertenecido a víctimas de la violencia y que exponen los restos metonímicos de la
realidad última de los cuerpos. En determinadas circunstancias, prohibir el uso de
estos contaminados objetos deviene alegato político en nombre de un supuesto es-
tado moral. Allí donde las pruebas y los vestigios del crimen son desaparecidos por
los propios elementos del orden llamado a investigar, los artistas se obstinan en
ex/poner lo abyecto y lo obsceno. La diseminación de aquello que pretendía ser con-
trolado se transfiguró en nuevos gestos, nuevos mantos y texturas fantasmales. Per-
virtiendo la presencia con su aparición fantasmática, Rosa María Robles echó mano
a la estrategia performativa y al dispositivo fotográfico. Desde allí se perfiló su res-
puesta, sostenida por la exposición corporal y ética.

204
Video realizado por Óscar Blancarte.

250
Alfombra roja, la pieza que condensa la carga fantasmal que permea el proyecto
Navajas, introdujo el dispositivo performativo in situ. La obra renació en la respuesta
iracunda de Robles y fue tomando la forma de un viacrucis doloroso, exponiendo
obsesivamente una única sustancia: la sangre extraída del cuerpo de la artista, vertida
sobre objetos y texturas diferentes. Esa acción ha ido generando instalaciones de
restos que portan un inevitable registro testimonial, una pronunciación del cuerpo
como mancha sintomática del destino de los cuerpos. Los mantos sangrientos son
instalados como traza del acontecimiento, evocando los dolores y martirios del
cuerpo, prescribiendo la aparición de un orden sacrificial, ese orden al que también
nos enfrenta El Cristo de La Habana, el sacrificado por excelencia.

Las estrategias performativas y teatrales propiciaron herramientas para armar


las escenas en las que nacerían las imágenes de la nueva serie, La rebelión de los
iconos. Como en las fotografías de Renée Cox y Joel-Peter Witkin, esta serie de
Robles nos remonta a los imaginarios de la doble escena: a la matriz de paradig-
máticas escenas que son interpeladas y emuladas, y a la escena teatral que vela la
instantánea fotográfica.

Iconografía fantasmal
Configurada desde una reflexión en torno a cierta iconografía paradigmática
–Botticelli, Buonarroti, Da Vinci, Goya, Manet y otros referentes–, La rebelión de
los iconos incorpora el soporte fotográfico, el procedimiento de montaje, la construc-
ción teatral y la estrategia apropiacionista; aspectos que de alguna manera ya habían
sido explorados en Renacimiento (2007): la pieza que introdujo las Venus nacidas de
los horrores del mundo, las Venus terrenales que portan los mantos mortuorios, ésos
que sirven de mortaja a los cuerpos. Venus tanáticas que ofrecen el cuerpo, como su-
giriendo ese manto de agonías sobre el cual reposa el placer del cuerpo.

Más allá de la historia del arte, otros iconos culturales –el Ángel de la Indepen-
dencia, la Estatua de la Libertad, el Cristo de La Habana– integran la nueva serie,
mortalmente signada por un mismo elemento: la cobija, esa mortaja mexicana que
envuelve los cuerpos y que en la obra de Robles –desde Alfombra roja– es una mancha
dolorosa de la carnicería humana que determina la vida y el arte de estos tiempos.

251
Si la fotografía nos instala en un teatro de la muerte –como ha dicho Roland
Barthes– donde predomina el orden espectral, las imágenes creadas por Robles
acentúan un doble régimen fantasmal. La cobija, con su inevitable espectralidad,
siempre está en lugar de los cuerpos. Los escenarios están extrañados por esas apa-
riciones que exhiben su poder sintomático. Lo real –en los objetos contaminados,
en las imágenes fotográficas de los cuerpos abiertos– interrumpe el curso normal
de la representación visual y crea la aparición de los síntomas, lo que Didi-Hu-
berman ha nombrado la paradoja visual de la aparición (2006, 63).

La imagen-síntoma
La relación entre imagen y síntoma la extrae Didi-Huberman de los textos
de Freud, de las reflexiones de éste en torno al comportamiento histérico y a la
percepción teatral de la histeria. Reproduzco una significativa observación de
Freud: “He llegado a hacerme una firme idea acerca de la estructura de una histe-
ria. Todo se reduce a la reproducción de escenas” (cit. por Huberman, 2012, 54).
Esta declaración fue un punto de partida muy importante para argumentar la
construcción teatral de la histeria, tesis a la cual Didi-Huberman dedicó todo un
libro205. La relación entre arte e histeria no sólo estaba fundamentada por la me-
diación entre histeria, teatro y escena, sino también por lo que la noción de su-
blimación iluminaba para “ilustrar la plasticidad de las pulsiones”. Al ser percibido
como “reproducción de escenas”, el síntoma histérico era comparable a un cuadro
pictórico (Didi-Huberman, 2012, 55). Fue allí donde comenzó a construirse la
teoría sobre el papel de la imaginación y de las imágenes en la expresión del sín-
toma, reflexión teórica que también Aby Warburg abordó y enriqueció. Desde
estos cruces epistemológicos entre los campos de la psicología, la antropología y
el arte, el estudio de los síntomas quedó definitivamente vinculado al estudio de
las formas manifiestas en la exaltación de los conflictos.

Al trasladar a los territorios de la imagen la noción de síntoma, Didi-Huber-


man propone: “¿El síntoma no es la fisura en los signos, la pizca de sinsentido y
de no saber de dónde un conocimiento puede extraer su momento decisivo?”
205
De hecho su primer libro, publicado en 1982 por Mácula: Invention de l’hystérie. Charcot et l’i-
conographie photographique de la Salpêtrière.

252
(2012, 24). El síntoma ha sido problematizado como una interrupción en el saber,
un “signo secreto” que agujerea lo supuestamente conocido. La imagen siempre
se ha concebido como una forma de conocimiento; su vínculo con el síntoma la
coloca entonces en una situación más complementaria que opuesta al pensarse el
síntoma como “una interrupción en el saber” (25). Síntoma y conocimiento como
dos caminos que conviven en la imagen.

¿Cómo trasladar este pensamiento de los síntomas como interrupciones en


lo conocido a una producción artística mexicana en un contexto de reforzada vio-
lencia sobre los cuerpos? En las fotografías de la serie La rebelión de los iconos, la
artista sinaloense reitera un elemento que interrumpe cualquier supuesto saber
sobre las imágenes, pues ellas son imágenes que viajan desde territorios conocidos
de la historia del arte o la cultura. Ese elemento que interrumpe el saber de una
imagen conocida –interrumpiendo también su arcaica belleza– es particular-
mente la cobija206. En el territorio de esas imágenes la cobija funciona como un
“signo secreto”, pues está connotada por una específica situación cultural y polí-
tica: la de ser un signo de muerte que ha devenido mortaja para la producción de
fardos funerarios. En el contexto de estas imágenes la cobija deviene un síntoma
de la muerte violenta.

Ese signo secreto opera en el sentido de un desapaciguamiento o desdomesti-


cación de las imágenes históricamente conocidas y aceptadas como bellas. En tales
circunstancias puede entenderse la metáfora de la imagen ardiente o incendiaria
que propone Didi-Huberman:
Saber mirar una imagen sería, en cierto modo, ser capaz de distinguir ahí donde
la imagen arde, ahí donde su eventual belleza reserva un lugar a un “signo secreto”,
a una crisis no apaciguada, a un síntoma (2012, 26).

La imagen ardiente es una imagen incendiaria y perturbadora. Las imágenes


de Rosa María Robles perturban porque evocan un mundo extrañado por la dise-
minación de la muerte violenta. Los iconos de esta serie son interpelados desde la
agónica materialidad del presente. Son precisamente las materias, los objetos y las
206
Digo particularmente porque también en las imágenes “teatralizadas” de Rosa María Robles se
utilizan fragmentos fotográficos de imágenes documentales de la violencia que interrumpen el
discurso tradicional de las imágenes evocadas: Botticelli, Buonarroti, Da Vinci, Goya, Manet.
Las imágenes documentales que interviene ese tradicional saber son fotografías de los cuerpos
violentados registradas por Fernando Brito en el Estado de Sinaloa.

253
imágenes que documentan la agonía de los cuerpos, los elementos que –por un
procedimiento de teatralidad fotográfica y montaje– interrumpen el curso de la vi-
sión, interrumpen un saber y se instalan como síntomas. Las fotografías exhibiendo
fragmentos de cobijas con residuos de papel canela, las armas, los paquetes encin-
tados, los cuerpos destrozados, son la constante de una sintomática aparición.

Pensar estas apariciones como síntomas nos lleva a reconocer que los sín-
tomas han devenido relatos icónicos (Didi-Huberman, 2007, 141). Mucho antes
de que saliera a la luz el escándalo del tráfico de armas en la operación conocida
como “Rápido y furioso” (“Fast and Furious”), Rosa María Robles configuró
una imagen profética: sobre un fondo luctuoso emergía una Estatua de la li-
bertad contaminada de muerte, tocada por la cobija y exhibiendo un AK-47:
la misma arma que pervierte el bucólico Almuerzo sobre la hierba. El instru-
mento mortal más codiciado por ciertos coleccionistas es ya una pieza de mo-
delaje que se anuncia sobre los restos de un banquete funerario. El arma mítica,
el fusil de asalto soviético adoptado por el Ejército Rojo, el arma reglamentaria
de los ejércitos adscritos al Pacto de Varsovia, el fusil de legendarios ejércitos
guerrilleros, de los insurgentes, de cárteles, talibanes y temibles “terroristas”. La
máquina de matar más eficaz por el sufrimiento que el poder barrenador de sus
proyectiles causa en los cuerpos. El rifle bautizado en México como cuerno de
chivo y cuyo ingreso se realiza mayormente por la frontera norte, desde el país
que presume de la Estatua de la Libertad.

Teatralidad relacional
La teatralidad que circunda esta serie no se agota en las escenas representadas
en lienzos y montajes fotográficos, eso que se conoce como la teatralidad pictórica.
Se proyecta también en el formato instalacionista que configura piezas como La
piedad, La maja desnuda y Almuerzo sobre la hierba, generando un espacio de es-
cenificación que desborda el marco fotográfico. La teatralidad también emerge
en las puestas en relaciones de algunas piezas, explorando la dramaticidad que
habita en los mitos, haciéndoles hablar por las tensiones y contaminaciones en la
disposición relacional de este teatro de imágenes.

254
La puesta en relación de piezas como La piedad, el ángel de la Independencia
y el Cristo de La Habana apunta a la dramática exposición de los cuerpos sufrien-
tes como corpus de la destrucción. El victimario, la madre sin consuelo ni duelo,
y el sacrificado. La trilogía trágica que anuda lo humano. En nombre de la patria,
como antes en nombre de la Iglesia o de cualquier otro poder, el ser es sacrificado
y el cuerpo martirizado. Seguramente el icono más disruptor –por las prácticas
fervorosas– sea el Cristo. Atado de pies y boca, libre de manos para el gesto épico,
la imagen interpela un modelo: el Cristo de La Habana, la monumental escultura
de Jilma Madera, sostenida por una base de tres metros donde se enterraron di-
versas ofrendas. Emplazado sobre la fortaleza de La Cabaña, a un costado de la
Bahía de La Habana, apenas quince días antes de la entrada del Ejército Rebelde,
el Cristo precedió la proclamación del nuevo orden. Un orden construido a base
de sacrificios. En la contaminación emblemática que condensa la pieza de Robles
se muestran las disputas en torno a la preceptiva sacrificial. La frase y la cobija
inscriben al sacrificado en regiones demasiado cercanas. El héroe y el encobijado
coinciden en su condición última de sacrificados, aquéllos que tienen la obligación
de morir por decisión ajena, de ser ofrendados, que en estos casos es un modo de
ser asesinados. Una muerte gratuita que no tiene ninguna posibilidad de apelación
a la justicia, como la de aquel Homo sacer del derecho romano que Agamben ins-
cribe en el presente y que también es problematizado por Žižek cuando afirma
que todos podemos ser Homo sacer (2005, 81). Los sacrificios –todos: los de la
Iglesia, los del Estado, los que imponen todos los soberanos– exhiben la violencia
legitimada por las diversas formas de poder. Y el poder, como el miedo, se inscribe
en los cuerpos.

El vestigio como imago


Ocho años después de haber escrito el estudio sobre la iconografía de la Salpêtrière,
en 1990 Didi-Huberman se plantea207, siguiendo sin duda las reflexiones de Freud:
Un síntoma –escojamos un caso de figura que pueda concernir de parte a parte al
campo que nos interesa, el de la visibilidad– será por ejemplo el momento, el im-
previsible e inmediato paso de un cuerpo a la aberración de una crisis (2010a, 328).

207
Devant l’image. Minuit, 1990; edición de 2010 en español.

255
Y continúa una enunciación de acontecimientos corporales que inevitable-
mente nos remiten a las descripciones e imágenes del ataque histérico:
los gestos, de repente, han perdido su representatividad […]; en resumen, aquel
cuerpo ya no se parece a sí mismo, o no se parece, ya sólo es una máscara atronadora,
paroxística, una máscara en el sentido en el que Bataille lo entendía: un “caos
hecho carne” (328).

Ese “caos hecho carne” enunciado por Bataille y retomado por Huberman
en el campo de la imagen; ese cuerpo que ha perdido su representatividad, que ya
no se parece a sí mismo, ¿no es acaso una manera casi exacta de describir la situa-
ción de los cuerpos destrozados que desde 2006 son una constante en México?
¿No es ése el destrozo, y mucho más el agujero, el vacío, que podríamos imaginar
en la cobija que sostiene la artista, en lugar del hijo que pudiera cargar la típica
imagen de la madre piadosa?

En el campo de la imagen cultural y artística, el síntoma adviene como


enigma o como un signo que puede resultar incomprensible pero que se impone
visual y casi soberanamente. Quizás ello nos permita entender la singularidad de
la cobija en determinado contexto, su voz fúnebre, su devenir icono. En la cobija,
el cuerpo ausente ha encontrado un icono. Y esta suplantación de los cuerpos por
vestigios expone otra dimensión de nuestro actual drama: la imposibilidad del
duelo, la inconclusividad del dolor. Ése es el síntoma hecho icono en La piedad
de Rosa María Robles.

Al reflexionar en torno al paradigma gestual de La Pietá y su relación con el


duelo, Pablo Oyarzún señala: “Si hay un imperativo de La Piedad, si hay en ella
una esencial solicitud, es que nadie muera sin amor, sin tener quien lo guarde. El
amor de Pietá es amor de duelo, rememorante” (2000, 10). En su sostener el
cuerpo, La Piedad más que exhibir al hijo, muestra la despedida amorosa de los
seres amados. Es un icono del amor sufriente. Y ese icono del amor sufriente se
intensifica cuando al perder al hijo se han perdido los invisibles hilos que sostienen
la continuidad de la vida. O se ha ofrendado un sacrificio, como en el cristianismo.
Según narra Pascal Quignard, la ciudad romana es pietas masculina (2005, 17):
la pietas romana es Eneas cargando sobre sus hombros a su padre Anquises, vín-
culo de raíces funerarias que obliga a que los jóvenes despidan a los viejos; aun
cuando desde los griegos, desde que Príamo suplicara a Aquiles el rescate de los

256
restos de su hijo Héctor, la inversión natural y el corte del ciclo vital ronda el gesto
piadoso de cargar y despedir al hijo muerto. En estos tiempos rondan los espectros
sin sepultura y el paradigma gestual de la Pietá será el de sostener un vestigio como
una nuevo imago para los cuerpos sin duelo.

Las imágenes pertenecen siempre a un tiempo, están habitadas por el pathos


de una época, y en ese sentido irradian conocimiento. Así como el síntoma inte-
rrumpe el saber, el conocimiento interrumpe el caos; de estas combinaciones está
hecha la imagen, como ha meditado Didi-Huberman (2012, 25). Pero ¿qué tipo
de conocimiento aportarán estas imágenes?

Algunas de las producciones del arte y la cultura en estos últimos años en


México –esos años conocidos como “el sexenio de la muerte”– han buscado hacer
visible la densidad trágica que nos abruma, la realidad de los cuerpos. Esas imá-
genes no sólo hablan para nosotros, los que inmersos en la tragedia hemos deseado
no ver para no incendiarnos la mirada, para no saber del naufragio. Hablarán
también para otros en los tiempos que vendrán y darán cuenta de una patología
social. Tal vez por ello estas imágenes estén produciendo una dimensión estética
que podría ser pensada desde lo que Didi-Huberman auguró como una esthétique
du symptôme (2010a, 333).

257
Alfombra roja, en Navajas, de Rosa María Robles. Museo de Arte de Sinaloa,
Culiacán, 2007. Primera versión de esta instalación, en la que se utilizaron
cobijas auténticas de personas asesinadas en el Estado de Sinaloa, y que
fueron retiradas de la exposición por la PGJS (Procuraduría General de
Justicia de Sinaloa) la noche del 20 de junio de 2007. Fotografía de Jesús
García. Cortesía de la artista.
Performance de Rosa María Robles en Ex Teresa Arte Actual, en febrero de 2011
(Proyecto Des/montar la re/presentación), en la que se hizo extraer su propia
sangre para verterla en el cáliz y manchar con ella un manto blanco. Como
resto de la acción fue instalado el cáliz sobre el manto sangriento, junto al
texto autografiado por la artista: “La sangre que de mi cuerpo he vertido en
este cáliz, pretende poner sobre el altar de esa institución corrupta y per-
versa –la Iglesia católica– su relación oscura, oculta y a menudo descarada-
mente abierta con el narco. La Iglesia católica construye y restaura templos y
monumentos religiosos con dinero del narco, sus sacerdotes ostentan autos del
año con dinero del narco, y lo que es aun peor, cuando se ve acorralada sin
remedio por la infame y escandalosa pederastia que sus inmaculados sacerdotes
han cometido y siguen cometiendo a lo largo y ancho del mundo, a la Iglesia
católica le basta con pedir perdón y perdonarse a sí misma… Bendita seas
narco-iglesia, Rosa María Robles.” Fotografías de Juan Enrique González.
Renacimiento (2007), de Rosa María Robles, de la serie La rebelión de los ico-
nos. Fotografía de Jesús García impresa sobre cintra. Cortesía de la artista.

El ángel de la Independencia (2010), de Rosa María Robles, de la serie La re-


belión de los iconos. Fotografía de Jesús García, impresa sobre cintra. Cor-
tesía de la artista.
La piedad (2010), videoinstalación de Rosa María Robles, de la serie La rebe-
lión de los iconos. Fotografía de Jesús García, impresa sobre cintra. La insta-
lación incluye una secuencia de imágenes documentales de la violencia en
Sinaloa realizadas por Fernando Brito, proyectadas sobre una tela blanca. Foto-
grafía tomada por Ileana Diéguez en la exposición Navajas (primera y segunda
parte, 2007-2012) en el Centro de las Artes de Monterrey, marzo de 2012.
La Estatua de la Libertad en la exposición Navajas (primera y segunda parte,
2007-2012), en el Centro de las Artes de Monterrey, marzo-junio de 2012. Re-
gistro de la pieza en la exposición: Ileana Diéguez.
El Cristo de La Habana (2011), de Rosa María Robles, de la serie La rebelión
de los iconos. Fotografía de Arturo Pérez Olivares impresa sobre cintra. Ima-
gen: cortesía de la artista.

La maja desnuda (2011), de Rosa María Robles, de la serie La rebelión de los


iconos. Fotografía a color de Arturo Pérez Olivares, impresión digital sobre
cintra. La pieza completa es una instalación que incluye una jaba de madera,
plato y cucharita de peltre, encendedor, torniquete y jeringa. Imagen: corte-
sía de la artista.
9. Entre las imágenes
A propósito del naufragio (epílogo)

La sensación del espectador se deja intensificar hasta el duelo más


profundo y errático, al cual no compensa ningún resultado
conciliador –todo cuanto se pretende de él–; se deja elevar hasta el
cuadro más espantoso, para finalmente, de vuelta del tedio que
puede procurarnos aquella reflexión del duelo, desvanecerse en las
exigencias de la efectividad. El espectador puede apartarse de la
indignación del espíritu bueno en él, sin con ello aplicarse ya a la
razón en la forma de una interrogación por el sentido del
sacrificio. Puede retirarse también al egoísmo que está en la
tranquila orilla y desde el cual goza con seguridad, disfruta de la
visión a distancia del caótico amasijo de ruinas.
Blumenberg (1995, 66).

Pienso que el carácter agonístico208 que permea mucha de las obras produ-
cidas en nuestra contemporaneidad está vinculado con la acumulación y repeti-
ción de acontecimientos que nos han hecho temer la imposibilidad de seguir
habitando el mundo. Ese registro de catástrofes que en buena medida contaminan
al arte contemporáneo está implícito en la expresión de Paul Virilio: “Es imposi-
ble, en efecto, avizorar el arte de este siglo sin estimar la amenaza de la cual él es
representación, una amenaza sorda pero visible” (2003, 68).

208
De agón, contienda, conflicto, límite. En el sentido que se define en el drama griego, como ex-
presión de un agón, una lucha, un estado límite que puede llegar a ser trágico.

265
¿A qué amenaza se refiere Virilio? ¿Qué horrores habitan las imágenes y los
procesos del arte? ¿Hay una especificidad contemporánea en las imágenes para dar
cuenta de este tiempo?

Para acompañar estos tiempos el arte ha necesitado retar los procedimientos


de representación de una realidad altamente espectacular. Pero ha necesitado
también trascender el lugar del arte, afirmar su condición de acto ético y de prác-
tica social. No sólo porque las construcciones poéticas, como dijera Bajtín, son
irremediablemente la forma estética de los actos éticos209. Sino porque los crea-
dores –al menos aquéllos referidos en estos textos– toman en cuenta el mundo
en el cual producen, y en muchísimas ocasiones han producido sus obras como
una manera de dar cuenta de la extrema fragilidad de la vida bajo la omnipotencia
de los soberanos.

Desde las últimas décadas del siglo XX se ha ido acentuando la discusión en


torno a eso que se ha nombrado como “la responsabilidad del artista”210. ¿Pero a
qué llamamos “responsabilidad del artista”? El arte no puede poner punto final a
la extrañeza del mundo, no puede solucionar los problemas ni devolverle la vida
a nadie. Como defendió Adorno, su participación es a través del espíritu, insis-
tentemente, subterráneamente, pero pienso que también visiblemente. Esta dis-
cusión sobre la inutilidad, la responsabilidad o la redención del arte ha sido
abordada por algunos artistas.
… hablo de mis instalaciones como ejercicios: ejercicios fútiles, utópicos, que me
son necesarios para mi propia supervivencia211. ¿Son reales estos ejercicios? Sí, lo
son. ¿Salvan el abismo que media entre la realidad en la que se basan y su repre-
sentación? No, no lo hacen. Pero esto no los hace menos reales […] Las obras que
mejor cumplen su objetivo consiguen precisamente esto: nos ofrecen una expe-
riencia estética, nos informan y nos piden que reaccionemos (Alfredo Jaar, cit. por
Didi-Huberman, 2008a, 49).

Ejercicios que tal vez sean triviales pero que son necesarios para nuestra propia
supervivencia. Esta conclusión de Alfredo Jaar es lo suficientemente potente para

209
Me estoy refiriendo a los planteamientos desarrollados por Bajtín en Hacia una filosofía del acto
ético, pp. 7-81, y en Teoría y estética de la novela, específicamente en el capítulo “El problema del
contenido, el material y la forma en la creación literaria”, pp. 13-75.
210
Hago explícita referencia a la afirmación desarrollada por Jean Clair en su libro La responsabilidad
del artista, p.15.
211
El destacado es mío.

266
levantar el sentido sobre la posibilidad del arte ante un mundo que se muestra
cada vez más hostil y ante el cual muchas veces actuamos como si estuviésemos a
salvo; como si no ver la tormenta nos salvara del naufragio.

Sin embargo, mantener la mirada fija en las sombras es, según Agamben, la
manera más rotunda de ser contemporáneo. Se trata de un pensamiento bastante
perturbador, bastante incómodo sobre todo cuando mirar la oscuridad podría
percibirse como una obsesión enfermiza, un comportamiento patológico. El com-
portamiento adecuado indica que se debe vivir bajo las luces del siglo, no importa
que el resplandor nos ciegue. En nombre de ese comportamiento adecuado se dice
también que se debe establecer la distancia correcta ante un mundo cada vez más
incierto y por ello es preciso mantener la distancia correcta ante todo aquello que
nos contamine, especialmente las imágenes. Ésas han sido las expresiones más co-
munes, las más recurrentes incluso en los espacios del pensar. Agamben, sin em-
bargo, va por otro lado. Insiste en que el ser contemporáneo “percibe la oscuridad
de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo” (2011, 22).

La oscuridad nos interpela de muchas maneras. Nos interpela en las imáge-


nes que no han querido disipar el fondo sombrío desde el cual llegan. Esta con-
dición sombría de las imágenes, dimensión incómoda, ha sido abordada por
otros pensadores aparentemente desde otro lugar, por lo menos con otra metá-
fora. La oscuridad ha cedido lugar al fuego. Es la posición de Didi-Huberman
al declararnos que la imagen arde y por tanto quema. Pero ese fuego no es pre-
cisamente luz, sino urgencia, intención, deseo, audacia. La imagen es ceniza ca-
liente que proviene de múltiples hogueras (2012, 42). Ante semejante
metaforología necesitamos preguntarnos qué arde en las imágenes que no que-
remos mirar. Pero si las miramos, qué nos sucede.

No es posible no mirar, aun cuando podamos correr el destino de Penteo.


Pero mirar implica, compromete, perturba, aun cuando intentáramos “mirar pa-
sivamente”. Este problema ha sido reflexionado desde el pensamiento grecolatino
hasta el presente. Es lo que Hans Blumenberg ha colocado en la discusión contem-
poránea con una metáfora naútica: “naufragio con espectador”212. La contraposi-

212
Es también el título que presenta sus reflexiones en torno a la metáfora existencial del naufragio.
Ver Naufragio con espectador (Visor, 1995).

267
ción entre tierra firme y mar propició esa figura en la que se reconoce el naufragio
como consecuencia del riesgo de navegar. Esa metáfora avanza hasta considerar
que “el naufragio en el mar se asocia con el espectador no implicado” (1995, 17).

A partir del reconocido poema de Lucrecio, De rerum natura II, Blumenberg


retoma el problema del mirar desde terreno seguro. Reproduzco los primeros ver-
sos del filósofo romano:
Es grato, cuando azota la lucha de los vientos sobre las altas olas del mar, observar
desde la lejana orilla los apuros de otro; no para recrearse con el espectáculo de la
desgracia ajena, sino para ver de qué calamidad nos hemos librado (cit. por Blu-
menberg, 1995, 60).

En la primera aproximación a Lucrecio, Blumenberg plantea la situación des-


crita como “la relación del filósofo con la realidad”, como aquél que desde su cer-
tidumbre filosófica contempla el mundo sin que esto lo afecte (37). Para desplazar
la metáfora del naufragio al plano estético, Blumenberg recurre a la correspon-
dencia sostenida entre Voltaire y el abad Galiani, a propósito de una precisión de
este último en torno a la “curiosidad”. La metáfora del naufragio es complemen-
tada con la metáfora del teatro propuesta por Galiani: los espectadores pueden
contemplar una situación de peligro, únicamente después de refugiarse en la se-
guridad de los palcos, sólo entonces se disponen a mirar el espectáculo (50). Esta
metafórica es incorporada en la mirada de Johann G. Herder para expresar la tesis
sobre el carácter didáctico de las catástrofes, cuando le suceden a otros.

¿Pero no es siempre ésta la condición de espectador desde los tiempos de la


escena griega? ¿No es la orilla segura la que nos permite reconocernos distanciados
y salvados?

El naufragio de los otros que nos permite comprender, como dice Lucrecio,
“de qué calamidad nos hemos librado”, no opera de la misma manera cuando nos
damos cuenta de que “la distancia correcta” se ha acortado o simplemente no hay
tal distancia, estamos inmersos en el naufragio. Ésta fue la condición sobre la que
reflexionó Jacob Burckhardt en sus análisis sobre épocas de revoluciones. En tiem-
pos de terror y miseria naufragamos sobre una ola que sin embargo desearíamos
conocer. Pero somos nosotros esa ola. De manera que hemos llegado a la situación
de un naufragio sin espectadores. Tenemos entonces que incorporar nuestra nueva
situación, “vivir con el naufragio”, como observó Blumenberg (83 y 90).

268
Creo que ésta es nuestra actual situación: vivimos en el naufragio. ¿No es
acaso ésta la certeza que tenemos cuando estamos ante las telas contaminadas de
Teresa Margolles, las fotografías de Rosa María Robles o las de Mayra Martell,
las postales de Ambra Pollidori, el Réquiem de Violeta Luna213 o la cabeza sin
cuerpo en Bacantes de La Rendija214?

Aunque estamos inmersos, vamos sobre la ola. A veces nos gana la ilusión
de que podemos mirar cómo se hunden los otros porque nos creemos a salvo sobre
el lomo del monstruo. ¿Naufragio con espectadores o espectadores de nuestro
propio naufragio? La única certeza, al menos ahora, es que somos espectadores
irremediablemente implicados. Ante las imágenes podemos sentirnos perturba-
dos, pero ellas ya no están bajo sospecha, son inevitablemente reconocibles porque
en ellas andamos sumergidos. Entonces habría que decir: entre las imágenes.

¿Qué convocan esas imágenes en el registro de un mundo extrañado por el


dolor? ¿Qué supervivencias advienen en ellas? ¿Qué oscuros hilos las ensartan a
los cuerpos? Quizás como nunca antes, las imágenes están desbordadas por la os-
curidad de los tiempos, por la hoguera y el dolor del que emergen.

Entre esas imágenes –y no ante ellas– es difícil afirmar que seamos especta-
dores del naufragio de otros, porque somos también los naúfragos de una expe-
riencia que nos desborda: ya sea porque como espectadores hemos naufragado;,
ya sea porque como personas estamos inevitablemente implicados en el naufragio.

Ciudad de México, julio de 2013.

213
Requiem for a Lost Land / Réquiem para una tierra perdida (2012). Performance de Violeta
Luna, México-Estados Unidos.
214
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Bordamos por la paz:
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Campo Algodonero:
http://www.campoalgodonero.org.mx/
Erika Diettes:
http://www.erikadiettes.com/
Magdalenas por el Cauca:
http://magdalenasporelcauca.wordpress.com/
http://www.magdalenasporelcauca2009.blogspot.mx/
Mayra Martell:
http://www.mayramartell.com/
Menos días aquí:
http://menosdiasaqui.blogspot.mx
Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad:
http://movimientoporlapaz.mx/
Nuestra aparente rendición:
http://nuestraaparenterendicion.com/
Rosemberg Sandoval:
http://www.rosembergsandoval.com/
Tamara Cubas:
http://www.perrorabioso.com/tamaracubas

284
Índice

I. Escenarios del cuerpo roto 19

1. Escenarios luctuosos/Communitas de dolor 21


Communitas de dolor 23
El lugar del cuerpo 26
Performatividades y narrativas del duelo público 32

2. La imaginación desgarrada: mostrar la barbarie 43


Mover el pensamiento 44
Imagen-Medusa 48
Escenarios de corrección 49
Desmontar lo irrepresentable 52
Mostrar la barbarie 56

3. Necroteatro/Neobarroco violento 71
Necroteatro 77
Necroperformances/Paraperformances 82
Neobarroco violento 85
Caja negra: un jeroglífico de la violencia 89
Troceamientos/Supervivencias sacrificiales 91
Desventramientos 97
Iconografía sacrificial 100
4. El cuerpo roto/Escenarios del necropoder 113
Los cuerpos del terror y la punición 119
Teatralidad de la muerte 129
Una imagen-fantasma 131
Cabezas parlantes 135
El desmembramiento emblemático 143
El cuerpo roto 150

II. Escenarios del cuerpo sin duelo 161

5. Cuerpos sin duelo 163


Renombramientos. Ritos de duelo 165
Imaginarios funerarios 168
Cómo hacer un entierro sin cuerpo 170
El duelo en tiempos de muerte seca 175
Actos de amor perdido 179

6. Alegorías del duelo 191


Una estética de/desde las ruinas 193
La alegoría barroca 195
Significar desde los fragmentos 196
Alegorías luctuosas 198
Magdalenas por el Cauca 200
Imagen y duelo 203
Imagen-tumba 206
El tiempo de una plegaria: liminalidad fúnebre 208
Un escenario para los muertos 210

7. Supervivencias. Imágenes en duelo 221


Supervivencias 222
Cuerpos fantasmales 224
Sudarios: el dolor suspendido 227
Hacer tumbas: el síntoma del cubo 233
Imágenes en duelo/Rituales fúnebres 237

8. Hacia una estética del síntoma/Imágenes de un naufragio 247


Las irrupciones de real(idad) 250
Iconografía fantasmal 251
La imagen-síntoma 252
Teatralidad relacional 254
El vestigio como imago 255

9. Entre las imágenes/A propósito del naufragio (epílogo) 265

10. Fuentes consultadas 273


Esta edición de CUERPOS SIN DUELO.
ICONOGRAFÍAS Y TEATRALIDADES DEL DOLOR
se terminó de imprimir en Córdoba, Argentina,
en los talleres gráficos de Báez Impresiones,
en el mes de noviembre del año 2013.

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