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Hace parte del ideal codificador el deseo de sistematizar la realidad según una lógica interna. Por
ello, en un código es de capital importancia el reagrupamiento sistemático de los artículos (en el derecho
canónico hablamos de cánones) en capítulos, títulos, libros, hasta el punto de que a veces la consideración
del lugar sistemático donde se encuentra una determinada norma puede ser la clave para su correcta
interpretación, ya que la ubicación puede definir una institución en particular o hacerla caer bajo una cierta
regulación. De cualquier forma, también en esto va desmitificada la codificación, ya que cada elección
sistemática significa definir la realidad según ciertos aspectos y dejando de lado otros, se puede decir que
es esencialmente imposible una sistematización perfecta de todos los puntos de vista y, por lo tanto, el
intérprete no puede usar el criterio sistemático como regla hermenéutica absoluta, sin tener en cuenta otras.
El racionalismo conduce al ideal de crear una norma que tenga una lógica interna a partir de la cual
es posible deducir la solución legal para el caso concreto, que implica concebir la actividad del jurista como
una técnica esencialmente lógica (más que como un arte prudencial dirigido a conocer la dimensión jurídica
inherente a la misma realidad concreta que aparece). Para que la solución jurídica se deduzca de la norma,
la sistematicidad y la lógica interna del código adquieren en esta línea de pensamiento una gran importancia.
Por lo tanto, el intérprete tendrá que atribuir un gran peso para el lugar sistemático ocupado por la norma
interpretada. Además, tanto en el campo científico como en la práctica legal, viene favorecido el
conceptualismo jurídico, que consiste en la elaboración de conceptos (algunos fijados por el código) que se
aplicarán en las soluciones casos concretos.
La elaboración de categorías conceptuales, de hecho, es esencial para progresar en el trabajo
científico, pero existe el peligro de quedarse en un nivel demasiado abstracto, lejos de la realidad, que
incluso podría desembocar en un forzamiento de la misma realidad si uno la quisiera enmarcar a toda costa
en modelos ideales preconcebidos; el peligro se exacerba en el caso del jurista práctico, que corre el riesgo
de aplicar nociones a priori a los casos reales sin tomar en consideración todas las exigencias de justicia
inherentes a las particularidades de la realidad.
Un objetivo de la codificación, en un nivel práctico, es simplificar el sistema regulatorio y hacerlo
aplicable en modo más automático. En este sentido, la codificación ciertamente beneficia la seguridad
jurídica, en cuanto dispone de un cuerpo normativo claro. Sin embargo el problema surge cuando uno quiere
establecer la seguridad jurídica solamente sobre el imperio de la ley, es decir, sobre el hecho que existe un
código claro, ya que entonces quedaría la cuestión de cómo garantizar con seguridad que tal ley es realmente
justa, que en realidad es el problema de la precaria fundación de la concepción positivista del derecho.
Aparte de los presupuestos ideológicos de los cuales se mueve, va reconocido la utilidad práctica de
los códigos. Ellos han demostrado ser buenas herramientas para ordenar muchos aspectos de la vida social.
No es de extrañar que el mismo Papa Gregorio XVI lo utilizó, cuando en 1834 promulgó el Código (de
naturaleza civil) para los Estados de la Iglesia, divididos en tres partes: civil, órganos judiciales y normas
procesales.
Finalmente, debe notarse que la importancia de los códigos ha sido históricamente redimensionada
con la aparición de leyes constitucionales de mayor rango. Muchos códigos tienden a regular las cuestiones
de derecho constitucional, pero permanece en un nivel más bajo que el texto Constitucional.