AL MARGEN DE EUROPA
90 Pensamiento poscolonial
y diferencia histórica
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Traducción de Alberto E. Álvarez y Araceli Maira
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Título original: Provincializing Europa: Postcolonial Thought
and Historical Difference
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser
reproducida o transmitida en ninguna forma a través de medios electrónicos
o mecánicos, ni tampoco a través de fotocopias, grabaciones o cualquier
sistema dé almacenamiento de información, sin permiso escrito de la editorial
Agradecimientos ................................................................... 9
La provincialización de Europa en los tiempos
de la globalización (Prefacio a la edición de 2007) . . . . 15
Introducción: La idea de provincializar E u ro p a ................. 29
Primera parte:
El historicismo y el relato de la modernidad
1. La poscolonialidad y el artificio de la historia . . . . . . . . 57
2. Las dos historias del capital.............................................. 81
3. La traducción de los mundos de la vida al trabajo
y a la h isto ria ................................................................... 112
4. Historias de las minorías, pasados subalternos............... .. 142
Segunda parte:
Historias de pertenencia
5. Crueldad doméstica y el nacimiento del sujeto............... 165
6. Nación e imaginación ...................................................... 204
7. Adda: una historia de socialidad ..................................... 239
8. Familia, fraternidad y trabajo asalariado........................ 278
Epílogo: La razón y la crítica del historicismo .................... 307
Apéndices
N o tas....................................................................................... 331
índice onom ástico................................................................. 381
Para Anne, Piona, Robín,
Debi, Gautam y Shilo,
con amistad
Para Anne, Piona, Robín,
Debi, Gautam y Shilo,
con amistad
AGRADECIMIENTOS
10
George Lipsitz, Saba Mahmood, Lata Mani, Rob McCarthy, Alian
Megill, Tom y Barbara Metcalf, Walter Mignolo, Tim Mitchell, Al
berto Moreiras, Aamir Mufti, Mark Póster, Arvind Rajagopal, Su-
mathi Ramaswamy, Naoki Sakai, Ann Stoler, Julia Thomas, Lee
Schlesinger y Stephen Vlastos. Nicholas Dirks, Peter van der Veer
y Gauri Viswanathan tuvieron la amabilidad de leer el borrador
completo de la obra. Alan Thomas, Timothy Brennan y Ken Wis-
soker expresaron su interés y entusiasmo por este proyecto, sin sa
ber, quizá, cuán significativo fue para mí su aliento.
Me place también recordar la gentileza, el reconocimiento y el
apoyo intelectual que tuve el privilegio de recibir durante todos
estos años en mi propia ciudad; Calcuta. Vaya mi agradecimien
to para Añil Achaiya, Pradyumna Bhattacharya, Gouri Chatterjee,
Raghabendra Chattopadhyay, Ajit Chaudhuri, Subhendu y Keya
Das Gupta, Susanta Ghosh, Dhruba Gupta, Sushil Khanna, Indra-
nath Majumdar, Bhaskar Mukhopadhayay, Rudrangshu Mukher-
jee. Tapan Raychaudhuri, Prodip Sett, los amigos vinculados con
las publicaciones Naiya y Kathapat y los colegas del departamen
to de Historia de la Universidad de Calcuta y del Centro de Estu
dios de Ciencias Sociales de Calcuta. Echaré siempre de menos las
críticas afectuosas que Hitesranjan Sanyal y Ranajit Das Gupta
probablemente habrían formulado a este trabajo de haber estado
aún entre nosotros. Agradezco a Barun De por su generosidad in
telectual, de la que siempre me he beneficiado. Recuerdo especial
mente una visita a la Universidad Jawaharlal de Nueva Delhi en
1998 debido al afecto y a los comentarios que recibí de Sabyasa-
chi Bhattacharya, Kunal y Shubhra Chakrabarti, Mushiml y Zoya
Hasan, Majid Siddiqi, Muzaffar Alam, Neeladri Bhattacharya y
Chitra Joshi, Prabju Mohapatra, Dipankar Gupta y Ania Loomba.
Espero que consideren que su interés constante en mi trabajo que
da justificado por este libro. Mi apreciado amigo Ahmed Kamal,
historiador de la Universidad de Dacca, Bangladesh, ha sido mi
maestro en historia social de los musulmanes bengalíes. Sin su
amabilidad y su interés crítico en este trabajo yo habría sido aún
menos consciente del inevitable carácter hindú de mis concep
ciones.
He tenido la fortuna de enseñar a estudiantes muy lúcidos en
Australia y Estados Unidos. Curiosos, críticos e intelectualmente
audaces, me han proporcionado la mejor caja de resonancia que
uno pueda desear. Amanda Hamilton, Spencer Leonard y Awad-
11
hendra Sharan colaboraron además como asistentes de investiga
ción en el presente proyecto. Vaya para todos ellos mi agradeci
miento y mis mejores deseos.
Las circunstancias de una vida «globalizada», que se ha de
sarrollado con dificultades en tres continentes ^y ciertas fiaquezas
naturales del cuerpo, me han hecho sentir aún más agradecido por
la amistad y el afecto que he tenido la fortuna de recibir en mi vida
personal. Estoy, como siempre, colmado de agradecimiento a mis
padres y a mi hermana y su familia por haber estado siempre pre
sentes toda vez que los he necesitado. Kaveii y Arko me hospeda
ron con la mayor gentüeza en mis visitas a Australia de los últimos
años. Este libro, espero, explicará a Arko qué es esa «jerigonza pos-
marxista y posmodema» que a menudo le daba pie para tomarme
el pelo. Sanjay Seth, Rajyashree Pandey y Leela Gandhi en Mel-
boume, y Kamal y Thun en Dacca han constituido durante largo
tiempo mi ampliada familia subcontinental. Mis amigos Shilo y
Rita Chattopadhyay, Debi y Tandra Basu, Gautam Bhadra y Na-
rayani Banerjee -todos ellos de Calcuta- han hecho que hablara
de ellos como normalmente se habla de los hermanos. La amis
tad de Piona NicoU y su interés en los estudios sobre los aborígenes
australianos han enriquecido mi vida de más maneras de las que
sería capaz de referir. Robin Jeffrey ha sido muy generoso en su
amistad desde el primer día en que arribé a Austraha. Y sin el amor,
la amistad y las conversaciones cotidianas con Arme Hardgrove ha
bría sido imposible escribir este libro. A estas personas queda de
dicado este libro con la mayor gratitud y el mayor aprecio.
Agradezco al personal de la Biblioteca Nacional de Calcuta, de
la Biblioteca de la India Office y de la Biblioteca Británica de Lon
dres (en particular, a Graham Shaw), de la Biblioteca Baillieu de
la Universidad de Melboume, de la Biblioteca Menzies de la Uni
versidad Nacional de Australia y de la Biblioteca Regenstein de la
Universidad de Chicago (especialmente. James Nye) por su amabi
lidad y la ayuda que me han prestado. Mary Murrell, mi editora
de Princeton University Press, ha sido un modelo de inteligencia,
paciencia y comprensión en la tarea de llevar el borrador de este
texto a la etapa de su publicación final. No puedo más que confir
mar los elogios que sobre ella ya otros han escrito. Y mi caro agra
decimiento a Margaret Case, cuya revisión del borrador ha contri
buido al logro de un texto más ajustado y claro de lo que yo habría
podido realizar sin ayuda.
12
Varios de los capítulos de este libro son versiones corregidas
de ensayos publicados previamente. El capítulo 1 apareció origi
nalmente en una versión más extensa en Representations, n.° 37,
invierno de 1992. El capítulo 3 fue publicado en Lisa Lowe y David
Lloyd eds., The Politics of Culture in the Shadow o f Capital (Dur-
ham: Duke University Press, 1997). El capítulo 4 fue publicado, en
primer término, como un ensayo breve en Humanities Research,
invierno de 1997, y en Perspectives 35, n.° 8 (noviembre de 1997) y,
luego, revisado para Economic and Political Weekly 33, n.° 9 (1998),
Scrutiny 2, 3, n.° 1 (1998) y Postcolonial Studies 1, n.° 1 (abril de
1998). Una versión anterior del capítulo 5 fue publicada en Timo-
thy Mitchell y Lila Abu-Lughod, eds., Contradictions of Modemity
(Minneapolis: University of Minnesota Press, 1999). El capítulo 8
se inspira en mi ensayo «The Difference-Deferral of Colonial Mo
demity: Public Debates on Domesticity in British India», en His-
tory Workshop Journal 36 (1993). Agradezco a los editores de todas
esas publicaciones y textos por permitirme publicar ahora esos en
sayos en su forma actual en el presente libro. Agradezco también
a Communications and Media People de Calcuta por permitirme
reproducir un dibujo de Debabrata Mukhopadhyay.
13
La provincialización de Europa
en los tiempos de la globalización
(Prefacio a la edición de 2007)
15
les», o en debatir -durante horas interminables junto a una taza de
café o té en restaurantes o cafés baratos donde solíamos quedamos
más de la cuenta- si los capitalistas indios eran una «burguesía
nacional» o una clase «de intermediarios», instmmento del capi
tal extranjero. Todos sabíamos, en la práctica, lo que significaban
aquellas palabras sin tener que colocarlas bajo ningún género de
microscopio analítico. Sus «significados» no viajaban más allá
del entorno inmediato en el que se empleaban.
Entonces, ¿por qué hablar de «provincializar Europa»? La res
puesta se relaciona con la historia de mi propio desplazamiento de
esta vida cotidiana de modo tanto metafórico como físico. Conta
ré brevemente la historia, pues sus implicaciones, creo, superan lo
meramente autobiográfico. Mi desplazamiento metafórico de mi
vida cotidiana de clase media se produjo al prepararme, en círcu
los marxistas de la ciudad, a fin de convertirme en un historiador
profesional para quien las ideas de Marx habían de ser una herra
mienta analítica consciente. Palabras que eran familiares por su
uso diario (debo explicar que había estudiado ciencias y gestión
empresarial) echaban ahora alas analíticas, remontándose al nivel
de lo que Barthes habría denominado metalenguajes «de segundo
o tercer nivel». El marxismo, incluso más que el liberalismo, era
la forma más concentrada en que aparecían los pasados intelec
tuales de Europa en los círculos indios de las ciencias sociales.
La cuestión que abordo en este texto empezó a formularse hace
dos décadas, cuando completaba el borrador de mi libro Rethin-
king Working-Class History: Bengal 1890-1940} Las raíces de mi in
terés en el estudio de la historia del trabajo se hundían en ciertos
encendidos debates de mi juventud, en bengalí y en el contexto del
marxismo a la manera india, sobre el papel en la historia univer
sal que el proletariado podía desempeñar en un país como la In
dia, que era, aún, predominantemente rural. Había lecciones ob
vias que aprender de las revoluciones china y vietnamita. No
obstante, cuanto más trataba de imaginar las relaciones en las fá
bricas indias mediante las categorías que Marx y sus seguidores
ponían a mi disposición, tanto más me percataba de una tensión
surgida de los orígenes profundamente -y, cabría decir, provin
cianamente- europeos de los conceptos marxistas y su indudable
significación internacional. Hablar de personajes históricos cuyos
análogos conocía de la vida diaria como a tipos familiares em
pleando nombres o categorías derivados de revoluciones europeas
16
de 1789 o 1848 o l8 7 1ol917 parecía una actividad doblemente dis-
tanciadora. Estaba, en primer lugar, la distancia de la objetividad
histórica que yo trataba de representar. Pero también estaba la dis
tancia de la falta de reconocimiento cómica, simñar a lo que había
experimentado a menudo al ver representaciones de obras benga-
líes en las que actores bengalíes, caracterizados como colonos euro
peos, llevaban a cabo su imitación, con un fuerte acento bengalí,
del modo en que los europeos podrían hablar bengalí, es decir, ¡sus
propios estereotipos de cómo los europeos nos percibían! Algo si
milar les ocurría a mis personajes de la historia bengalí e india, que
llevaban, en mi texto, el vestuario europeo prestado por el drama
marxista de la historia. Había una comicidad en mi propia grave
dad que no podía pasar por alto.
Sin embargo, en el debate sobre Marx que yo heredaba en Cal
cuta -discusión siempre mediada, por razones históricas, por la
bibliografía en inglés disponible sobre la cuestión- no cabía la po
sibilidad de pensar en Marx como alguien que perteneciese a cier
tas tradiciones europeas del pensamiento que se podían compartir
incluso con intelectuales no marxistas o que pensasen de manera
opuesta a la propia. La razón de esto no se encontraba en la falta
de lecturas. Calcuta no padecía de escasez de bibliófilos. La gen
te conocía los entresijos de la erudición europea. Pero no había
un sentido de las prácticas académicas como parte de tradiciones
intelectuales disputadas y vivas en Europa. No había la noción de
que una tradición intelectual viva no proporcionase nunca solu
ciones finales a las cuestiones que surgiesen dentro de ella. El mar
xismo era, sencillamente, verdadero. La idea del «desarrollo desi
gual», por ejemplo, tan medular en buena parte de la historiografía
marxista, se trataba como una verdad, como mucho una herra
mienta analítica, pero nunca como una manera provisional de or
ganizar información, ni como algo inventado originalmente en el
taller de la Ilustración escocesa. Marx tenía razón (aunque le ha
cía falta una actualización) y los antimarxistas se equivocaban to
talmente, si es que no eran inmorales: ésas eran las crudas anti
nomias políticas por medio de las cuales pensábamos. Ni siquiera
Weber atraía un interés serio en los años setenta en el apasionado
trabajo de los historiadores indios de orientación marxista. Hubo,
de hecho, algunos prominentes sociólogos e historiadores no mar
xistas en la India. Vienen fácilmente a la mente los nombres de
Ashis Nandy y los fallecidos Ashin Das Gupta o Dharma Kumar.
17
Pero en los vertiginosos y turbulentos tiempos de la entente políti
ca y cultural entre la India de la señora Gandhi y la Unión Sovié
tica, los marxistas eran los que ostentaban el prestigio y el poder
en las instituciones académicas de la India.
Mi temprano malestar -que después se convirtió en una cues
tión de curiosidad intelectual- relativo a la tensión entre las raí
ces europeas del pensamiento marxista y su significación global
no tenía muchos adeptos entre mis amigos marxistas de la India
en aquel entonces. La única voz disidente significativa, dentro del
bando marxista, era la del maoísmo indio. El movimiento maoís-
ta, conocido como el movimiento naxalita (1967-1971) por una re
vuelta campesina en la aldea de Naxalbari en Bengala occidental,
sufrió una derrota política catastrófica a principios de 1970, cuan
do el Gobierno aplastó sin piedad la rebelión.^ El maoísmo, es
cierto; tuvo una vibrante presencia intelectual en la obra tempra
na del Grupo de Estudios Subalternos, con el que me identifiqué
a partir de los años ochenta. Pero el maoísmo en sí se había con
vertido en un movimiento soteriológico en la época en que empecé
a formarme como especialista en ciencias sociales, y sus «correc
ciones» o «modificaciones» del pensamiento marxista eran prácti
cas. En lo concerniente a la cuestión de la europeidad de Marx, los
maoístas eran indiferentes.
Mi malestar teórico se agudizó con la experiencia de alejamien
to físico de mi vida diaria en la India. Dicha experiencia consti
tuyó otra influencia importante sobre este proyecto. Me fui de la
India en.diciembre de 1976 para doctorarme en historia en la Uni
versidad Nacional de Australia y he vivido fiiera del país desde en
tonces, aunque me he involucrado en discusiones con mis amigos
indios mediante visitas anuales, conferencias y publicando con re
gularidad en la India tanto en inglés como en mi primera lengua,
el bengalí. Sin la vivencia de la migración, sin embargo -combina
ción profunda de sumas y restas, surgimiento de nuevas posibüida-
des que no necesariamente compensan las que se cierran-, dudo de
que hubiera escrito este libro.
Hasta que llegué a Australia, nunca había considerado de ver
dad las implicaciones del hecho de que una idea abstracta y uni
versal característica de la modernidad política en todo el mundo
-la idea, por ejemplo, de la igualdad, la democracia o incluso la
de la dignidad del ser humano- pudiese tener un aspecto totalmen
te distinto en contextos históricos diferentes. Australia, como la In
18
dia, es una pujante democracia electoral, pero el día de las elec
ciones no tiene allí nada del ambiente festivo al que estaba acos
tumbrado en la India. Ciertas cosas que en Australia se suponen
esenciales para preservar la dignidad del individuo -el espacio per
sonal, por ejemplo- resultan sencillamente impracticables en mi
pobre y atestada India. Por otro lado, las estructuras de sentimien
tos y emociones que subyacen a ciertas prácticas específicas eran
cosas que sentía hasta cierto punto ajenas hasta que, con el tiem
po, yo mismo llegué a habitar muchas de ellas.
El hecho de ser un migrante me hizo ver, de un modo más cla
ro que antes, la relación, necesariamente inestable, entre toda idea
abstracta y su instanciación concreta. Ningún ejemplo concreto
de una abstracción puede pretender ser manifestación de sólo esa
abstracción. Por lo tanto, ningún país es un modelo para otro país,
aunque el debate acerca de la modernidad que se plantea sobre la
base de «alcanzar» propone precisamente tales modelos. No hay
nada como la «habilidad de la razón» para asegurar que todos con
vergemos en el mismo punto final de la historia pese a nuestras
aparentes diferencias históricas. Pero nuestras diferencias históri
cas, de hecho, son relevantes. Esto es así porque ninguna sociedad
humana es una tabula rasa. Los conceptos universales de la mo
dernidad política se encuentran ante conceptos, categorías, insti
tuciones y prácticas preexistentes a través de los cuales son tradu
cidos y configurados de manera diversa.
Si este argumento es cierto respecto a la India, será cierto tam
bién de cualquier otro sitio, incluyendo, por supuesto, Europa o,
en sentido amplio, Occidente. Esta proposición tiene consecuencias
interesantes. Significa, en primer lugar, que la distinción que he
establecido arriba entre la cara figurativa de un concepto (cómo
se visualiza un concepto en la práctica) y su cara discursiva (su
pureza abstracta, por así decirlo) es, en sí, una diferenciación par
cial y exagerada. Como Ferdinand de Saussure nos enseñó hace
mucho tiempo, podemos distinguir entre la «imagen acústica» de
una idea y su «imagen conceptual» sólo de una manera artificial.
Las dos caras confluyen la una en la otra.'^ Si esto es así, como
pienso, se sigue una segunda conclusión importante. Se trata de
que las denominadas ideas universales que los pensadores euro
peos produjeron,durante el periodo que va desde el Renacimien
to hasta la Ilustración y que, desde entonces, han influenciado los
proyectos de modernidad y modernización en todo el mundo,
19
nunca pueden ser conceptos completamente universales y puros
(mientras sean expresadles en prosa; no me concierne aquí el len
guaje simbólico como el álgebra). Pues el propio lenguaje y las
circunstancias de su formulación deben de haber importado ele
mentos de historias preexistentes singulares y únicas, historias
que pertenecían a los múltiples pasados de Europa. Ciertos ele
mentos irreductibles de estas historias locales deben de haber per
sistido en conceptos que, por lo demás, parecían valer para todos
los casos.
«Provincializar» Europa era precisamente descubrir cómo y
en qué sentido las ideas europeas que eran universales, al mismo
tiempo, habían surgido de tradiciones intelectuales e históricas
muy particulares, las cuales no podían aspirar a ninguna validez
universal. Suponía plantear la interrogación por el modo en que
el pensamiento se relacionaba con el espacio. ¿Puede el pensa
miento trascender su lugar de origen? ¿O es que los lugares dejan
su huella en el pensamiento de manera tal que puede cuestionar
se la idea de categorías puramente abstractas? Mi punto de parti
da en este cuéstionamiento, como he afirmado antes, era la pre
sencia callada y cotidiana del pensamiento europeo en la vida y
las prácticas de la India. La Ilustración formaba parte de mis sen
timientos. Sólo que yo no lo veía así. Marx era un nombre bengalí
muy conocido. Su educación alemana nunca se comentaba. Los
investigadores bengalíes traducían Das Kapital sin el menor aso
mo de preocupación filológica. Este reconocimiento de una deuda
profunda -y, a menudo, desconocida- con el pensamiento euro
peo fue mi punto de partida; sin ella no podía darse la «provin-
cialización de Europa». Uno de los objetivos del proyecto era,
precisamente, ser consciente de la naturaleza específica de esta
deuda.
Así pues, la relevancia global del pensamiento europeo era algo
que yo daba por sentado. Tampoco cuestionaba la necesidad de
un pensamiento universalista. Nunca fue, por ejemplo, objetivo
de este libro el «pluralizar la razón», como una reseña seria su
gería en una lectura algo descaminada -uso la palabra con res-
.peto- del proyecto.^ Como mostrará mi capítulo sobre Marx, no
argumentaba contra la idea en sí de los universales, sino que su
brayaba que el universal es una figura de gran inestabilidad, una
variable necesaria en nuestro empeño por pensar las cuestiones de
la modernidad. Atisbamos sus contornos sólo en tanto que y cuan
20
do un particular usurpa su posición. Sin embargo, nada que sea
concreto y particular puede ser el universal en sí, pues entrelaza
das con la imagen acústica de una palabra como «derecho» o «de
mocracia» hay imágenes conceptuales que, pese a ser (a grandes
rasgos) traducibles de uno a otro lugar, también encierran ele
mentos que desafían la traducción. Tal desafío a la traducción es,
desde luego, parte del proceso cotidiano de la traducción. Una vez
expresado en prosa, todo concepto universal lleva en su interior
huellas de lo que Gadamer denominaría «prejuicio» -no un sesgo
consciente, sino un signo de que pensamos a partir de una suma
particular de historias que no siempre nos resulta transparente.^
De manera que provincializar Europa consistía entonces en saber
cómo el pensamiento universalista estaba siempre ya modificado
por historias particulares, pudiésemos o no desenterrar tales pa
sados plenamente.
Al acometer este proyecto era consciente de que había, y sigue
habiendo, muchas Europas, reales, históricas e imaginadas. Quizá
las fronteras entre ellas sean porosas. Me interesaba, sin embar
go, la Europa que ha presidido históricamente los debates sobre
la modernidad en la India. Esa Europa se hizo a imagen de un po
der colonizador y, como he sostenido en el libro, no fue un pro
ducto únicamente de los europeos. Esta Europa era, en el sentido
en que Lévi-Strauss usó la palabra, un «mito» fundador para el
pensamiento y los movimientos emancipadores en la India. La re-
fiexión sobre la modernización, sobre el liberalismo, sobre el so
cialismo -esto es, sobre diversas versiones de la modernidad- lle
vaba a esa Europa a la existencia. En la India, nosotros -y nuestros
líderes políticos e intelectuales antes que nosotros- empleába
mos esa Europa para resolver nuestros debates sobre las tensio
nes surgidas de las desigualdades y opresiones cotidianas en la
India. Durante muchos y largos años esperamos un regreso de
aquella Europa en forma de «democracia», «civilización burgue
sa», «ciudadanía», «capital» y «socialismo» de la misma manera en
que Gramsci esperó que la «primera revolución burguesa» de 1789
se produjese en su país.
La primera parte de este libro pretende abordar la forma de
pensamiento que permite postular una Europa de ese género. Yo
argumento que está en cuestión una corriente concreta de pensa
miento desarrollista a la que denomino «historicismo». Se trata de
un modo de pensar acerca de la historia en el que se asume que
21
todo objeto de estudio retiene una unidad de concepción a lo lar
go de su existencia y alcanza una expresión plena mediante un
proceso de desarrollo en el tiempo histórico y secular. En este pun
to, buena parte de mi planteamiento se inspiraba en lo¡ que Fou-
cault afirmó en Nietzsche: la genealogía, la historiaJ También an
tes, en mi libro sobre historia del trabajo, había procurado pensar
de la mano de la crítica foucaultiana de toda categoría histórica
que sea «o bien trascendental en relación con el campo de los acon
tecimientos o bien que recorra en su identidad vacía el curso de la
historia».^ Pero el pensamiento posestructuralista no era la única
base sobre la que pretendía apoyar mi crítica. No pude evitar dar
me cuenta de que, mucho antes de Foucault, un aspecto radical del
pensamiento nacionalista anticolonial había repudiado en la prác
tica lo que yo denominaba «historicismo» primero exigiendo y, con
la independencia, concediendo efectivamente la plena ciudadanía
a las masas iletradas en una época en que todas las teorías clási
cas y occidentales de la democracia recomendaban un programa
de dos pasos: primero educarlas, lo que las desarrolla, y después
concederles sus derechos de ciudadanía. Así pues, sostenía yo, esta
relación crítica con la historia .desarrollista o en estadios integra
ba la herencia anticolonial. No por casualidad el historiador del
Grupo de Estudios Subalternos (y nuestro mentor) Ranajit Guha,
en su libro sobre la insurrección campesina en la India colonial,
rechazaba la caracterización de Hobsbawm del campesinado mo
derno como «prepolítico».® El pensamiento anticolonial resultaba
sin duda un suelo fértil para el cultivo de las críticas, posestructu-
ralistas de Foucault al «historicismo».
La primera parte de este libro se une a esta crítica desde varios
ángulos. El resto del libro demuestra con ejemplos históricos que
la modernidad fue un proceso histórico que implicaba no sólo la
transformación de instituciones sino también la traducción de ca
tegorías y prácticas.
22
toria de Asia meridional los pasados de los grupos marginales y
subalternos, algunos críticos han visto en Al margen de Europa
sólo pruebas adicionales de lo que el historiador indio Sumit Sar-
kar denominó «el declive de lo subalterno en Estudios Subalter
nos», pues la segunda parte de Al margen de Europa extrae todo
su material ilustrativo de la historia de la clase media bengalí, de
los denominados bhadralok. Esta crítica se ha formulado des
de muchas posiciones, pero permítaseme citar sólo una fuente,
una reseña anónima y furiosa publicada en Internet en la página
en que Amazon.com publicitó primero este libro. La reseña aca
baba afirmando:
23
omiso de esas afirmaciones. Me acusaron de abandonar la his
toria subalterna por los más «elitistas» horizontes de los pasados
hhadralok. (Tengo demasiados parientes indigentes y semieduca-
dos como para no saber lo desafortunada y asignificativa -si se me
permite acuñar una pedabra- que la expresión «elite» resulta en
este contexto, pero lo pasaré por alto.) Sus cargos llegaban de una
ausencia total de atención a lo que yo había advertido al explicar
el cambio entre las partes primera y segunda del libro. «Es difícil
anticipar los problemas de los lectores distraídos», afirmó una vez
E.P. Thompson con frustración.^^ Ciertamente es difícñ, pero per
mítaseme intentarlo una vez más.
Una de las tesis de mayor calado de Al margen de Europa es la
de que el pensamiento crítico combate los prejuicios y, sin embar
go, también encierra prejuicios, pues el pensamiento crítico, a mi
juicio, sigue relacionado con los lugares (por más tenue que pue
da parecer tal vínculo). De este modo, el libro se enfrenta hasta
cierto punto con las maneras diversas en las que muchos teóricos,
en su mayor parte marxistas, critican la idea de lo local. De he
cho, tal posición es común a tantos marxistas que singularizar a
uno en concreto podría resultar algo injusto. Es común en su con
cepción la idea de que todo sentido de lo «local» es un fenómeno
de superficie de la vida social; es, en última instancia, algún tipo de
efecto del capital. Estos estudiosos, por tanto, subrayan la necesi
dad de comprender cómo se produce efectivamente el sentido pro
pio de lo local. Al mirar todos los sentidos locales de este modo
particular, estos críticos no suelen plantearse sobre sí mismos nin
guna pregunta sobre el lugar del cual procede su propio pensa
miento. Es de suponer que producen su crítica desde «ningún
sitio» o -lo que es lo mismo- desde «todos los sitios» de un capi
talismo que siempre parece global en su alcance. En Al margen de
Europa lo aceptaba como un tipo de pensamiento universalista -re
fleja lo que denomino Historia 1 en el capítulo sobre Marx-, pero
es un modo de pensar que, a mi modo de ver, vacía todo sentido
vivido de lugar asignándolo a lo que se considera un nivel más pro
fundo y determinante, el nivel al cual el modo de producción ca
pitalista crea el espacio abstracto. En el capítulo dedicado a Marx
trato de producir una lectura que se resista a esta interpretación
y que vea la corriente subterránea de historias singulares y únicas,
mis Historias 2, como enfrentándose siempre al empuje de tales
historias universales y produciendo lo concreto como una combi
24
nación de la lógica universal de la Historia 1 y los horizontes he-
terotemporales de innúmeras Historias 2. Lá falta de espacio me
impide desarrollar más esta cuestión pero también me arriesgo a
repetir lo que ya sostengo en el capítulo 2.
Algunos teóricos de la globalización como Michael Hardt y An
tonio Negri, por otro lado, celebran las formas contemporáneas
de deslocalización como una herramienta expeditiva para la lucha
global contra el capital. También parten de la proposición de que
las «posiciones localistas» son «falsas y dañinas». Falsas porque
mediante la «naturalización» de las diferencias locales sitúan el
origen de tales diferencias «fuera de toda duda», Y dañinas porque
hay que reconocer que las «identidades locales» de hecho «alimen
tan y apoyan el desarrollo del régimen imperial capitalista». Es la
globalización la que «pone en juego circuitos móviles y modulan
tes de diferenciación e identificación». «Lo que hay que abordar,
por el contrario», aducen Hardt y Negri, «es precisamente la. pro
ducción de lo local El «lugar» que el capital crea hoy a través
de su propia movilidad y la del trabajo es, en sus palabras, un «no
lu g a r» .P o r ello el trabajo ha de exigir «ciudadanía global» -más
movilidad incluso de la que el capital le permite en el presente- y
convertir este «no lugar» en «ilimitado». Gracias a esa movilidad
crecerá el sujeto revolucionario -«la multitud»- que desafiará lo
que Hardt y Negri denominan el Im p e rio .E n sus términos, pues,
la lucha contra el capital ha de ser al mismo tiempo un combate
contra todas las formas de apego a sitios particulares, ya que el
deseo de movilidad absoluta sólo puede basarse en el cultivo de
un sentido de apego planetario.
No niego las aportaciones que se siguen en contextos concre
tos -especialmente en el nivel de la historia universal del capital,
mi Historia 1- de líneas de pensamiento como la que me ha ocu
pado arriba. Pero, en líneas generales, encuentro que este argumen
to hace caso omiso de la historia en sí. Obvia la distinción entre
la movilidad de los colonizadores que los europeos disfrutaron en
su momento y la movilidad del trabajo migrante hoy en día, cua
lificado o no. Adondequiera que los europeos fueran en busca de
nuevos hogares, sus recursos imperiales y su dominio de los nati
vos les permitía reproducir -con modificaciones locales innega
bles- muchos de los elementos importantes de los mundos de la
vida que habían dejado atrás. ¿Perdieron los europeos de cualquier
país sus propias lenguas debido a la migración? No. A menudo, los
I flM¡¥lsRSIDAD DE CHIiJI 25
S S a U l i BE FÜOSOFIÍ! Y HMlUflllBIBS!
I m m .m n r .M PflCiírtasm roías o » / - ,
nativos lo hicieron. De manera similar, los migrantes actuales en
los países fundados por colonos o en Europa viven con el miedo
(^e que sus hijos sufran esta pérdida. Buena parte de su activis-
■mo cultural local se dirige a impedir que esto suceda. Sólo un crí
tico que esté ciego ante la cuestión del modo en que dos legados
desiguales del dominio colonial modulan efectivamente los proce
sos contemporáneos de la globalización puede rechazar este acti
vismo como la enfermedad de la «nostalgia».
La diferencia no siempre es una trampa del capital. Mi sentido
de pérdida que se sigue de mi globalización no es siempre el efec
to de la estrategia de mercadotecnia de alguien ajeno. No siem
pre el capital me embauca para que experimente «duelo», pues el
duelo no siempre me convierte en consumista. A menudo la pér
dida en cuestión se relaciona con prácticas culturales que, por
así decirlo, ya no «venden». No todos los aspectos de nuestro sen
tido de lo local pueden mercantilizarse (ojalá fuese así). Al margen
de Europa moviliza argumentos y pruebas en contra de los análi
sis que apuntan a aquellos caminos de salvación que avanzan ine
vitablemente a través del reclamo del no lugar.A poyándose en
Heidegger y la tradición hermenéutica del pensamiento a la que
pertenece Gadamer, Al margen de Europa trata de provocar una
tensión productiva entre gestos de pensamiento de ninguna parte
y modos particulares de ser en el mundo. Surtiese o no surtiese
efecto mi crítica -no defiendo que mi propia crítica sea irrefuta
ble-, la proposición de que el pensamiento se vincula con los lu
gares es central en mi proyecto de provincializar Europa. Me in
cumbía, pues, demostrar de dónde -de qué género de lugar- surgía
mi propia crítica, pues ese ser-de-algún-sitio es lo que le daba a la
crítica tanto su fuerza como sus límites. Afirmaba que a fin de lle
var a cabo mi crítica precisaba refiexionar por medio de formas de
vida que conocía con cierto grado de familiaridad, y de ahí que re
curriese a material tomado de aspectos de la historia de los bha-
dralok, la cual ha moldeado profundamente mi propia relación con
el mundo. Sólo en el caso de esa historia podía aducir cierta com
petencia para demostrar con ejemplos los procesos de traducción
de la modernidad. Esto no niega que haya muchas localizaciones
diferentes, incluso dentro de Bengala y de la India, desde las que
cabría provincializar Europa con resultados distintos.^® Pero el ar
gumento relativo al lugar y al no lugar puede seguir con nosotros.
26
En definitiva, Al margen de Europa es un producto de la glo
balización. La globalización fue su condición de posibilidad. Pero
también es, como ha señalado Paul Stevens en un ensayo que con
tiene una perspicaz lectura de este libro, un intento de encontrar
una posición desde la que hablar de las pérdidas ocasionadas por
la globalización.*® Agradezco la lectura de Stevens, pero es justo
reconocer el modo en que la globalización, particularmente en
Europa y en los Estudios europeos, ha llevado este libro a emo
cionantes territorios intelectuales que no podría haber imaginado.
A medida que los investigadores europeos y los especialistas en
Europa han luchado por comprender los cambios que tienen lugar
en el continente y en sus propios campos de estudio, a medida que
han entablado discusiones sobre los futuros de Europa tras la glo
balización y han abordado cuestiones como la «Europa fortaleza»
versus «Europa multicultural», se han abierto nuevos caminos de
investigación. En su búsqueda de lenguajes con que comprender
la posición de los inmigrantes y refugiados no europeos en Euro
pa, la cuestión de la inclusión de Turquía en la Unión Europea, y el
lugar de la Europa del Este postsocialista, han recurrido a modelos
del pensamiento poscolonial para ver si se puede aprender algo de
esa rama de investigación. Parecen haberse producido desarrollos
comparables en los estudios medievales (europeos) y de la religión.
Los especialistas han comenzado a cuestionar la propia idea de lo
«medieval», el esquema de periodización que subyace a tal deno
minación.^® Los teólogos, por su parte, se hallan inmersos en el
replanteamiento de la cuestión de la agencia divina en la «histo
riografía religiosa».^* Ha resultado gratificante para mí el que este
libro haya sido utilizado en algunos de esos debates, y me he en
contrado dialogando, con gran provecho, con el trabajo de colegas
de áreas lejanas a las de mi especialidad.
Quiero finalizar expresando mi agradecimiento a algunas per
sonas cuyos comentarios amistosos pero críticos, comunicados
en los años que han pasado desde la publicación de la primera
edición, me han ayudado a ver los límites así como las posibili
dades de esta obra., Pero ni siquipra aquí puedo ser exhaustivo.
Sólo puedo nombrar a algunos por razones obvias de espacio, y
pedir disculpas a aquellos a quienes no menciono: Bain Attwood,
27
Iliar Babkov, Etienne Balibar, Teresa Berger, Ritu Birla, Marina
Bollinger, Beppe Carlsson, Amit Chaudhiiri, Kathleen Davis, Carola
Dietze, Carolyn Dinshaw, Saurabh Dube, Constantin Fasolt, Dilip
Gaonkar, Amitav Ghosh, Cario Ginzburg, Catherine Halpern, Amy
Hollywood, Lynn Hunt, John Kraniauskasí Claudio Lomnitz, Alf
Lüdtke, Rochona Majumdar, Ruth Mas, Achille Mbembe, Alian
Megill, Cheryl McEwan, Hans y Doris Medik, Sandro Mezzadra,
Donald Moore, Aamir Mufti, Almira Ousmanova, Anand Pandian,
Luisa Passerini, Ken Pomeranz, Jom Rüsen, Birgit Scahebler, Ajay
Skaria, R. Srivatsan, Bo Strath, Charles Taylor, Susie Tharu, Peter
Wagner, Milind Wakankar y Kathleen Wilson. Dwaipayan Sen ha
proporcionado una ayuda a la investigación muy apreciada: vaya
para él mi agradecimiento.
28
Introducción
La idea de provincializar Europa
29
Mi formación es la de un historiador del Asia meridional mo
derna; ésta conforma mi archivo y constituye mi objeto de análisis.
La Europa que intento provincializar y descentrar es una figura
imaginaria que permanece profundamente arraigada en formas es
tereotipadas y cómodas de algunos hábitos del pensamiento coti
diano, las cuales subyacen invariablemente a ciertos intentos en
las ciencias sociales de abordar asuntos de modernidad política
en Asia meridional.^ El fenómeno de la «modernidad política» -en
concreto, del dominio ejercido por las instituciones modernas del
Estado, la burocracia y las empresas capitalistas- no püede con
cebirse de ninguna manera a escala mundial sin tener en cuenta
ciertos conceptos y categorías, cuyas genealogías hunden sus raí
ces en las tradiciones intelectuales, incluso teológicas, de Euro
pa.^ Conceptos como los de ciudadanía. Estado, sociedad civil, es
fera pública, derechos humanos, igualdad ante la ley, individuo, la
distinción entre lo público y lo privado, la idea de sujeto, democra
cia, soberanía popular, justicia social, racionalidad científica, etcé
tera, cargan con el peso del pensamiento y la historia de Europa.
Sencillamente no se puede pensar en la modernidad política sin
éstos y otros conceptos relacionados que alcanzaron su punto cul
minante en el curso de la Ilustración y el siglo xix europeos.
Estos conceptos suponen una inevitable -y, en cierto sentido,
indispensable- visión universal y secular de lo humano. El coloni
zador europeo del siglo xrx predicaba este humanismo de la Ilus
tración a los colonizados y, al mismo tiempo, lo negaba en la prácti
ca. Pero la visión ha sido poderosa en sus efectos. Ha suministrado
históricamente un fundamento sólido sobre el cual erigir -tanto
en Europa como fuera de ella- críticas a prácticas socialmente in
justas. El pensamiento marxista y el liberal son legatarios de esta
tradición intelectual. Ahora esta herencia es global. La clase me
dia culta bengalí (a la que pertenezco y parte de cuya historia re
feriré más adelante en este libro) ha sido caracterizada por Tapan
Raychaudhuri como «el primer grupo social de Asia cuyo mundo
mental fue transformado a través de su interacción con Occiden
te».’ Una larga serie de miembros ilustres de este grupo social
-desde Raja Rammohun Roy, llamado en ocasiones el «padre de
la India moderna», hasta Manabendranath Roy, quien discutía con
Lenin en la Internacional Comunista- acogieron con entusiasmo
las cuestiones del racionalismo, la ciencia, la igualdad y los dere
chos humanos promulgadas por la Ilustración europea.® Las crí-
30
ticas sociales modernas del sistema de castas, de la opresión de
las mujeres, de la falta de derechos de las clases trabajadoras y su
balternas de la India, entre otras -y, de hecho, la propia crítica al
colonialismo-, no resultan concebibles sino como un legado, en
parte, del modo en que el subcontinente se apropió de la Europa
ilustrada. La constitución india comienza, de manera reveladora,
repitiendo ciertas ideas universales de la Ilustración consagradas,
por ejemplo, en la Constitución de Estados Unidos. Y es saludable
recordar que en la India británica los escritos que proclamaban
las críticas más duras de la institución de la «intocabilidad» nos
remiten a^determinadas ideas originalmente europeas sobre la li
bertad y la igualdad de los hombres.^
También yo escribo desde dentro de esta tradición. La erudi
ción poscolonial se ve comprometida, casi por definición, a traba
jar con los universales -tales como la figura abstracta de lo huma
no o de la Razón- que fueron forjados en la Europa del siglo xviii
y que subyacen a las ciencias humanas. Este compromiso marca,
por ejemplo, la escritura del filósofo e historiador tunecino Hichem
Djait, quien acusa a la Europa imperialista de <megar su propia
concepción del hombre».^® La lucha de Fanón por conservar la idea
ilustrada de lo humano -aun cuando sabía que el imperialismo
europeo había reducido esa idea a la figura del hombre blanco co
lonizador- es ahora ella misma parte de la herencia global dé to
dos los pensadores poscoloniales.“ El conflicto se produce porque
no hay una manera sencilla de prescindir de estos universales en
la condición de la modernidad política. Sin eUos no habría ciencia
social que abordase cuestiones de justicia social moderna.
Este compromiso con el pensamiento europeo se ve también
fomentado por el hecho de que en la actualidad la denominada
tradición intelectual europea es la única que está viva en los de
partamentos de ciencias sociales de la mayoría, si no de todas, las
universidades modernas. Empleo el término «viva» en un sentido
particular. Sólo dentro de ciertas tradiciones de pensamiento muy
particulares tratamos a pensadores fundamentales que han muer
to hace mucho no únicamente como a personas pertenecientes a
su propia época, sino también como si fueran nuestros contempo
ráneos. En las ciencias sociales se trata invariablemente de pen
sadores que se encuentran dentro de la tradición que ha dadó en
llamarse a sí misma «europea» u «occidental». Soy consciente de ;
que la entidad denominada «tradición intelectual europea» que se ;
31
remonta a los antiguos griegos es una creación de la historia euro
pea relativamente reciente. Martin Bemal, Samir Amin y otros han
criticado con justicia la aseveración de los pensadores europeos
de que tal tradición sin fisuras haya existido alguna vez o que in
cluso pueda denominarse «europea» con propiedad.^^ La cuestión,
sin embargo, es que, creación o no, ésta es la genealogía de pensa
miento en la que los científicos sociales se encuentran insertos.
Ante la tarea de analizar los desarrollos o las prácticas sociales de
la India moderna, pocos -si es que hay alguno- científicos socia
les indios o especializados en la India debatirían seriamente con,
por ejemplo, el lógico del siglo xiii Gangosa, con el gramático y fi
lósofo del lenguaje Bartrihari (siglos v-vi) o con el estudioso de la
estética del siglo x -u xi- Abhinavagupta. Es lamentable, pero es
así; una consecuencia del dominio colonial europeo sobre Asia me
ridional es que las tradiciones intelectuales alguna vez fuertes y vi
vas en sánscrito, persa o árabe son ahora para la mayoría de -qui
zá para todos- los científicos sociales modernos de la región un
tema de investigación histórica.T ratan dichas tradiciones como
verdaderamente muertas, como historia. Aunque ías categorías que
fueron en su momento objeto de escrupulosas reflexiones e in
vestigaciones teóricas existen ahora como conceptos prácticos,
privados de todo desarrollo teórico, arraigados en las prácticas
cotidianas de Asia meridional, los científicos sociales contení-
poráneos del sur de Asia rara vez disponen de una forrriación. que
les permita transformar esos conceptos en recursos para un pen
samiento crítico del presente.^'* Y, sin embargo, los pensadores
europeos del pasado y sus categorías nunca están completamen
te muertos para nosotros de la misma manera. Los científicos so
ciales de Asia meridional discutirían apasionadamente con Marx
o Weber sin sentir ninguna necesidad de historizarlos o de colocar
los en sus contextos intelectuales europeos. En ocasiones -aunque
esto es poco habitual- debatirían incluso con los antecesores anti
guos, medievales o de la modernidad temprana de esos pensado
res europeos.
Pero la misma historia de la politización de los pueblos, o el
advenimiento de la modernidad política, en países que no forman
parte de las democracias capitalistas occidentales produce una
profunda ironía en la historia de la política. Esta historia nos de
safía a repensar dos legados conceptuales de la Europa decimonó
nica, conceptos esenciales para la idea de modernidad. Uno es el
32
historicismo -la idea de que, para comprender cualquier fenóme
no, éste debe considerarse a la vez como una unidad y en su de
sarrollo histórico- y el otro es la idea misma de lo político. Lo que
históricamente permite un proyecto como el de «provincializar
Europa» es la experiencia de la modernidad política en un país
como la India. El pensamiento europeo mantiene una relación con
tradictoria con un caso de modernidad política como éste. Resul
ta a la vez indispensable e inadecuado para ayudamos a pensar las
diversas prácticas vitales que constituyen lo político y lo histórico
en la India. La investigación -tanto en el plano teórico como en
el láctico- de este carácter indispensable y a la vez inadecuado del
pensamiento de la ciencia social es la tarea que este libro se ha im
puesto a sí mismo.
33
pitalismo tardío» un sistema cuyo motor pueda encontrarse en el
tercer mundo. El término «tardío» tiene connotaciones muy dife
rentes cuando se aplica a los países desarrollados y a aquellos con
siderados aún «en vías de desarrollo». «Capitalismo avanzado» es
propiamente el nombre de un fenómeno que se considera perte
neciente sobre todo al mundo capitalista desarrollado, aunque su
impacto sobre el resto del mundo nunca se niega.
Las críticas occidentales al historicismo que se fundamentan
en una determinada caracterización del «capitalismo avanzado»
pasan por alto los profundos vínculos que unen al historicismo
como modo de pensamiento con la formación de la modernidad
política en las antiguas colonias europeas. El historicismo posibi
litó la dominación europea del mundo en el siglo xix.^® Podría de
cirse, grosso modo, que fue una forma importante que la ideolo
gía del progreso o del «desarrollo» adoptó a partir del siglo xrx. El
historicismo es lo que hizo que la modernidad o el capitalismo pa
reciera no simplemente global, sino más bien algo que se transfor
mó en global a lo largo del tiempo, originándose en un sitio (Euro
pa) y expandiéndose luego fuera de él. Esta estructura del tiempo
histórico global del tipo «primero en Europa, luego en otros si
tios» era historicista; diversos nacionalismos no occidentales pro
ducirían más tarde versiones locales del mismo relato, reempla
zando «Europa» por algún centro construido localmente. Fue el
historicismo lo que permitió a Marx afirmar que «el país indus
trialmente más desarrollado simplemente muestra al menos de
sarrollado la imagen de su propio futuro».^° Fue también lo que
llevó a historiadores prestigiosos como Phyllis Deane a caracteri
zar el advenimiento de la industria en Inglaterra como la primera
revolución industrial.^^ El historicismo planteó así el tiempo his
tórico como una medida de la distancia cultural (al menos en
cuanto al desarrollo institucional) que, se asumió, mediaba entre
Occidente y lo que no es O ccid en te.E n las colonias legitimó la
idea de civilización.^^ En la propia Europa hizo posibles historias
del continente completamente internas en las que éste se descri
bía como escenario de la primera aparición del capitalismo, la
modernidad o la Ilustración.^'* Todos estos «acontecimientos», a su
vez, se explicaban fundamentalmente con respecto a otros «acon
tecimientos» que tenían lugar dentro de los límites geográficos de
Europa (por más borrosas que hayan sido sus fronteras reales).
A los habitantes de las colonias, por otro lado, se les asignó un lu
34
gar en «otros sitios» en la estructura temporal «primero en Euro
pa y luego en otros sitios». Este gesto del historicismo es lo que
Johannes Fabian ha denominado «la negación de la contempora
neidad».^^
Podría decirse que el historicismo -e incluso la idea moderna,
europea, de la historia- se presentó ante los pueblos no europeos
del siglo XIX como una persona que dice a otra «todavía no».^^
Considérense los ensayos liberales clásicos, pero historicistas, de
John Stuart Mili, Sobre la libertad y Del gobierno representativo: am
bos proclamaban el autogobierno como la forma de gobierno más
elevada'y, a la vez, se oponían a su concesión a los indios o a los
africanos fundándose en argumentos indudablemente historicis
tas. Según Mili, los indios o los africanos todavía no eran lo sufi
cientemente civilizados como para gobernarse a sí mismos. Debía
transcurrir cierto periodo histórico de desarrollo y de civilización
(gobierno y educación coloniales, para ser precisos) antes de que
se los pudiese considerar preparados para el desempeño de esa ta-
rea.^^ El argumento historicista de Mili relegaba así a los indios,
africanos y otras naciones «rudas» a una sala de espera imagina
ria de la historia. Al proceder de esa manera, la historia misma se
convierte en una versión de tal sala de espera. Estamos todos en
camino hacia la misma meta, aseveraba Mili, aunque unos llega
rán antes que otros. Eso es lo que era la conciencia historicista: la
recomendación a los colonizados de que esperasen. La adquisición
de la conciencia histórica, la adquisición del espíritu público que
Mili cónsideraba absolutamente necesarios para el arte del auto
gobierno era también el aprendizaje de este arte de la espera. Esta
espera fue la realización del «todavía no» del historicismo.
En cambio, en el siglo xx las demandas de autogobierno demo
cráticas y anticoloniales reivindican insistentemente el «ahora»
como horizonte temporal de la acción. Desde aproximadamente
la primera guerra mundial hasta los movimientos de descoloniza
ción de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los naciona
lismos anticoloniales se fundamentan en este apremio del «ahora».
El historicismo no ha desaparecido del mundo, pero su «todavía
no» se encuentra actualmente en tensión con esta insistencia glo
bal en el «ahora» que caracteriza a todos los movimientos popu
lares a favor de la democracia. Y tiene que ser así, pues los movi
mientos nacionalistas anticoloniales, en su búsqueda de una base
de masas, introdujeron en la esfera política clases y grupos que, de
35
acuerdo con los estándares del liberalismo europeo decimonóni
co, sólo podían parecer deficientemente preparados para asumir
la responsabilidad política de gobernarse a sí mismos. Se trataba
de campesinos, integrantes de tribus, trabajadores industriales sin
cualificación o semicualificados de las ciudades no occidentales,
hombres y mujeres pertenecientes a los grupos sociales subordi
nados, en resumen, las clases subalternas del tercer mundo.
La crítica al historicismo, en consecuencia, va hasta el fondo
de la cuestión de la modernidad política en las sociedades no oc
cidentales. Como argumentaré luego con mayor detalle, el pensa
miento político y social europeo concibió la modernidad política
de las clases subalternas recurriendo a una teoría de la historia eta-
pista -que comprende desde esquemas evolutivos sencillos hasta
sofisticadas interpretaciones del «desarrollo desigual»-. Como
tal, no se trata de una posición teórica poco razonable. Si la <mo-
dernidad política» debía ser un fenómeno delimitado y definible,
no era insensato servirse de su definición como vara de medida
del progreso social. Dentro de esta concepción, siempre podía de
cirse con razón que determinados pueblos son menos modernos
que otros y que aquéllos necesitaban un periodo de preparación y
espera antes de poder ser reconocidos como partícipes plenos de
la modernidad política. Pero ése era precisamente el argumento
del colonizador, el «todavía no» al cual el nacionalista colonizado
oponía su «ahora». El logro,de la modernidad política en el tercer
mundo sólo era posible mediante una relación contradictoria con
el pensamiento político y social europeo. Es verdad que con fre
cuencia las elites nacionalistas ponían en práctica con sus propias
clases subalternas -y lo siguen haciendo siempre y cuando las es
tructuras políticas lo permitan- la teoría de la historia etapista en
la que se fundamentaban las ideas europeas de la modernidad po
lítica. Sin embargo, hubo dos desarrollos necesarios en las luchas
nacionalistas que producirían al menos un rechazo práctico,, si no
teórico, de cualquier tipo de distinción etapista, historicista, entre
lo premodemo o lo no moderno, y lo moderno. Uno fue el propio
rechazo por parte de la elite nacionalista de la versión «sala de es
pera» de la historia, cuando se encontró ante la justificación que
los europeos veían en ella para negar el «autogobierno» a los colo
nizados. El otro fue el fenómeno propio del siglo xx de la plena
participación del campesino en la vida política de la nación (esto
es, primero, en el movimiento nacionalista y, luego, como ciuda-
36.
daño de la nación independiente) mucho antes de que pudiera ser
formalmente educado en los aspectos doctrinales o conceptuales
de la ciudadanía.
Un ejemplo drástico de este rechazo nacionalista de la concep
ción historicista de la historia es la decisión que adoptó la India,
inmediatamente después de alcanzar la independencia, de que la
democracia se fundamentase en el derecho universal al voto de to
dos los adultos. Esto suponía una infracción grave de la prescrip
ción de Mili. «La enseñanza universal», decía Mili en el ensayo Del
gobierno representativo, «debe preceder al sufragio universal».^® In
cluso la Comisión India para el Sufragio Universal de 1931, entre
cuyos miembros había varios indios, mantuvo una posición que
era una versión modificada del argumento de Mili. Los miembros
de la Comisión acordaron que, aunque el sufragio adulto universal
era la meta ideal de la India, el analfabetismo generalizado del país
comportaba un obstáculo demasiado grande para poner en prácti
ca dicho sufragio.^® Y, sin embargo, en menos de dos décadas la In
dia optó por el sufragio adulto universal para una población que
era todavía predominantemente iletrada. En su defensa de la nue
va Constitución y dé la idea de «soberanía popular» ante la Asam
blea Constituyente de la nación, en vísperas de la declaración for
mal de independencia, Sarvepalli Radhakrishnan, quien luego sería
el primer vicepresidente de la India, abogaba contra la idea de que
los indios como pueblo no estaban aún en condiciones de gober
narse a sí mismos. En cuanto a él concernía, los indios, letrados
o iletrados, siempre estuvieron capacitados para el autogobierno.
Radhakrishnan declaró: «No podemos decir que la tradición repu
blicana sea ajena al carácter de este país. La hemos tenido desde el
principio de nuestra historia».^® ¿Qué podía ser esta postura, sino
un gesto nacional de abolición de la sala de espera imaginaria en
la que los indios habían sido emplazados por el pensamiento his
toricista europeo? Huelga decir que actualmente el historicismo
permanece vivo y vigoroso en todas las prácticas y en el imagina
rio desarrollistas del Estado in d io .G ran parte de la actividad ins
titucional del Gobierno de la India se basa en la práctica cotidiana
del historicismo; existe una arraigada sensación de que el campe
sino aún está siendo educado y desarrollado para convertirse en
ciudadano. Pero cada vez que se produce una movilización popu-
lista/política del pueblo en las calles del país y una versión de la
«democracia de masas» se hace ostensible en la India, el tiempo
37
historicista queda momentáneamente suspendido. Y una vez cada
cinco años la nación exhibe un comportamiento político de demo
cracia electoral que deja a un lado todos los supuestos de la ima
ginación historfcista del tiempo. El día de las elecciones, cada uno
de los indios adultos es tratado práctica y teóricamente como al
guien ya dotado de la capacidad de efectuar una elección cívica
importante, con educación o sin ella.
La historia y la naturaleza de la modernidad política en un país
que ha sido una colonia como la India genera así una tensión entre
los dos aspectos presentes en los subalternos o campesinos en tan
to que ciudadanos. Uno es el campesino que ha de ser educado para
convertirse en ciudadano y que pertenece, por lo tanto, al tiempo
del historicismo; el otro es el campesino que, pese a carecer de
educación formal, es ya un ciudadano. Esta tensión es afín a la que
se establece entre los dos aspectos del nacionalismo que Homi
Bhabha ha identificado provechosamente como el pedagógico y el
performativo.^^ La historiografía del nacionalismo, en el modo pe
dagógico, describe como anacrónico el mundo del campesino, con
su acento en el parentesco, los dioses y lo usualmente denomina
do «sobrenatural». Pero la «nación» y lo político también encuen
tran una representación performativa en los rasgos carnavalescos de
la democracia: en las rebeliones, las manifestaciones, los eventos
deportivos y el voto adulto universal. La cuestión es: ¿cómo con
cebimos lo político en estos momentos en los que el campesino o
el subalterno emerge en la esfera moderna de la política por dere
cho propio, como miembro del movimiento nacionalista contra la
dominación británica, o como miembro del cuerpo político con to
das las de la ley, sin haber tenido que realizar ningún tipo de tarea
«preparatoria» que lo cualifique como «ciudadano burgués»?
He de aclarar que, tal y como lo empleo, el término «campesi
no» alude a algo más que a la figura del campesino con la que tra
baja el sociólogo. Yo recojo ese significado particular, pero también
cargo la palabra con un sentido más amplio. Lo «campesino» fun
ciona aquí como resumen de todas aquellas relaciones y prácticas
vitales en apariencia no modernas, rurales y no secularizadas que
constantemente dejan su huella en la vida, incluso, de las elites de
la India y en sus instituciones de gobierno. Lo campesino repre
senta todo lo que no es burgués (en sentido europeo) en la moder
nidad y el capitalismo indios. La siguiente sección desarrolla con
más detalle esta idea.
38
El proyecto Estudios Subalternos y la crítica al historicismo
39
desde fuera, de un modo insidioso, mediante el funcionamiento de
fuerzas económicas que no entienden». En el lenguaje historicista
de Hobsbawm los movimientos sociales de los campesinos del si
glo XX permanecen en el ámbito de lo «arcaico».
El impulso analítico del estudio de Hobsbawm pertenece a una
variedad de historicismo que el marxismo occidental ha cultivado
desde sus inicios. Los intelectuales marxistas de Occidente y sus
seguidores de otros sitios han desarrollado un conjunto vario de es
trategias sofisticadas que les permite reconocer la evidencia del
carácter incompleto de la transformación capitalista en Europa y
en otros lugares, conservando a la vez la idea de un movimiento
histórico general desde un estadio premoderno hasta la moder
nidad. Estas estrategias incluyen, primero, los antiguos y actual
mente desacreditados paradigmas evolucionistas del siglo xrx -el
lenguaje de la «supervivencia» y la «permanencia»- hallados a ve
ces en la misma prosa de Marx. Pero hay también otras estrate
gias, que constituyen variaciones del tema del «desarrollo desigual»
-derivado este mismo, como muestra Neil Smith, del empleo por
parte de Marx de la idea de «tasas desiguales de desarrollo» en su
Crítica de la economía política (1859) y del empleo del concepto
que más tarde hicieron Lenin y Trotski.^^ Ya sea que hablen del
«desarrollo desigual», de la «sincronicidad de lo no sincrónico» de
Emst Bloch o de la «causalidad estructural» althusseriana, la cues
tión es que .todas estas estrategias conservan elementos de his
toricismo en la dirección de su pensamiento (a pesar de la oposi
ción explícita de Althusser al historicismo). Todas ellas adscriben
cuanto menos una unidad estructural subyacente (si no una expre
siva totalidad) al proceso histórico y al tiempo, la cual hace posible
identificar ciertos elementos del presente como «anacrónicos».^®
La tesis del «desarrollo desigual», como ha observado perspicaz
mente James Chandler en su reciente estudio sobre el romanti
cismo, va «de la mano» de la «antigua cuadrícula de un tiempo
vacío homogéneo».®^
A través de la crítica explícita del punto de vista que considera
la conciencia campesina como «prepolítica», Guha pudo sugerir
que la acción colectiva desempeñada por los campesinos en la In
dia moderna fue de tal naturaleza que efectivamente expandió la
categoría de lo «político» bastante más allá de los límites que le
asignaba el pensamiento político e u ro p e o .L a esfera política en
la que el campesino y sus amos participaban era moderna -pues.
40
¿qué otra cosa podría ser el nacionalismo sino un movimiento po
lítico moderno por el autogobierno?- y, sin embargo, no seguía la
lógica del cálculo secular-racional inherente a la concepción mo
derna de lo político. Esta esfera política campesina-pero-modema
no estaba desprovista de la acción de dioses, espíritus y otros seres
sobrenaturales.''^ Los científicos sociales podían clasificar tales ac
tuaciones bajo la rúbrica de «creencias campesinas», pero el cam
pesino, como ciudadano, no participaba de los supuestos ontoló-
gicos que las ciencias sociales dan por descontados. Sin embargo,
el punto de vista de Guha reconocía este sujeto como moderno y
por eso rehusaba denominar «prepolítico» a la conciencia o el com
portamiento político de los campesinos. Insistía en que, en lugar
de ser un anacronismo en el mundo colonial moderno, el campe
sino era un contemporáneo real del colonialismo, una parte fun
damental de la modernidad que el dominio colonial trajo a la In
dia. No era una conciencia «atrasada» la suya -una mentalidad
que había quedado del pasado, una conciencia confundida por las
instituciones políticas y económicas modernas y que se resiste a
ellas. La interpretación de los campesinos de las relaciones de po
der a las que se enfi^entan en el mundo, argumenta Guha, de nin
guna manera carece de realismo o mira hacia el pasado.
Desde luego, todo esto no fue formulado a la vez ni con la cla
ridad que puede obtenerse en una mirada retrospectiva. Hay, por
ejemplo, pasajes de Elementajy Aspects o f Peasant Insurgency in
Colonial India en los que Guha sigue las tendencias generales de
un estudioso europeo marxista o liberal. En ocasiones interpreta
determinadas relaciones no democráticas -cuestiones de «domina
ción y subordinación» directas que conciernen a lo que usualmen
te se denomina lo «religioso» o lo sobrenatural—como vestigios de
una era precapitalista, no completamente modernos y, en conse
cuencia, como un indicio de problemas de transición al capitalis
mo. Relatos de la misma naturaleza también aparecen a menudo
en los primeros volúmenes del proyecto Estudios Subalternos. Pero
mi opinión es que las afirmaciones de este tipo no representan ade-
cuadaniente la fuerza radical de la crítica de Guha a la categoría
de «prepolítico». Pues, si constituyeran principios válidos para el
análisis de la modernidad india, se podría argumentar entonces a
favor de Hobsbawn y su categoría de «prepolítico». Cabría soste
ner, de acuerdo con el pensamiento político europeo, que la ca
tegoría de lo «político» resultaba inadecuada para analizar la pro
41
testa campesina, pues difícilmente la esfera de lo político se abs
traía alguna vez de los ámbitos de la religión y del parentesco pro
pios de las relaciones de dominación precapitalistas. Las relaciones
de poder cotidiaíias que implican parentesco, dioses y espíritus,
en las cuales se encuentra inmerso el campesino, podrían, en ese
caso, denominarse «prepolíticas» con justicia. Cabría interpretar le
gítimamente la persistencia del mundo del campesino indio como
una señal del carácter incompleto de la transición de la India ha
cia el capitalismo y el campesino mismo podría considerarse ca
balmente como un «tipo anterior», activo, sin duda, en el naciona
lismo, pero en realidad operando bajo notificación de su extinción
por parte de la historia del mundo.
No obstante, lo que me propongo señalar aquí es la tendencia
opuesta del pensamiento que el descontento de Guha con la cate
goría de «prepolítico» revela. La rebelión campesina en la India
moderna, escribió Guha, «fue una lucha, política» . H e destacado
la palabra «política» en la cita para subrayar la tensión creativa
entre la inspiración marxista de Estudios Subalternos y el hondo
cuestionamiento que esta línea suscitaba, desde el comienzo mis
mo, de la naturaleza de lo político en la modernidad colonial de
la India. Por ejemplo, en su examen de más de un centenar de ca
sos conocidos de rebeliones campesinas en la India británica en
tre 1783 y 1900, Guha mostró que las prácticas que convocaban a
dioses, espíritus y otros seres espectrales y divinos formaban parte
de la red de poder y prestigio con la que operaban tanto los subal
ternos como la elite de Asia meridional. Estas presencias no eran
meramente un símbolo de algo cuya realidad secular era más pro
funda y «más real».'^'*
La modernidad política sudasiática, argumentaba Guha, reú
ne dos lógicas de poder inconmensurables, ambas modernas. Una
es la lógica de los marcos legales e institucionales cuasi liberales
que la dominación europea introdujo en el país, los cuales, en va
rios sentidos, son anhelados tanto por la elite como por las clases
subalternas. No es mi intención reducir la importancia de este fe
nómeno. Sin embargo, mezclada con ésta se encuentra la lógica
de otro conjunto de relaciones en las cuales también se hallan im
plicados tanto la elite como las clases subalternas. Son éstas las
relaciones que articulan la jerarquía mediante prácticas de subor
dinación directa y explícita de ios menos poderosos por parte de
los más poderosos. La primera lógica es secular. En otros térmi
42
nos, deriva de las formas secularizadas del cristianismo que ca
racterizan a la modernidad en Occidente y muestra una tenden
cia similar, primero, a forjar una «religión» a partir de una amal
gama de prácticas hindúes y, luego, a secularizar las formas de tal
religión en la vida de las instituciones modernas de la India.'^^ La
segunda no comporta necesariamente secularismo; es la que lle
va continuamente a los dioses y a los espíritus al dominio de lo
político. (Lo cual ha de distinguirse del empleo secular-calculador
de la «religión» en el que incurren muchos partidos políticos con
temporáneos en el subcontinente.) Interpretar estas prácticas como
un vestigio superviviénte de un modo más antiguo de producción
nos conduciría inexorablemente a concepciones de la historia eta-
pístas y elitistas; nos colocaría de nuevo en el esquema historicis-
ta. En dicho esquema, la historiografía no tiene otra manera de
responder al desafío presentado al pensamiento y la fílosofía po
líticos por la implicación de los campesinos en los nacionalismos
del siglo XX y por la emergencia de esos campesinos tras la inde
pendencia como ciudadanos de pleno derecho de un Estado-na
ción moderno.
A mi parecer, la crítica que dirige Guha a la categoría de «pre
político» pluraliza, en esencia, la historia del poder en la moder
nidad global y la separa de todo relato universalista del capital. La
historiografía subalterna cuestiona el supuesto de que el capitalis
mo lleva de manera necesaria las relaciones de poder burguesas
a una posición de hegemonía."*^ Si la modernidad india coloca lo
burgués en yuxtaposición con lo que semeja preburgués, si lo so
brenatural no secular colinda con lo secular y si ambos se hallan
en la esfera de lo político, no es porque el capitalismo o la mo
dernidad política de la India hayan quedado «incompletos». Guha
no niega los vínculos de la India colonial con las fuerzas globales
del capitalismo. Lo que puntualiza es que lo que parecía «tradicio
nal» en esa modernidad era «tradicional sólo en la medida en que
sus raíces podían remontarse hasta los tiempos precoloniales, pero
en modo alguno era arcaico en el sentido de anticuado».'*’ Ésta
era una modernidad política que finalmente daría lugar a una flo
reciente democracia electoral, aun cuando «vastas áreas de la vida
y de la conciencia del pueblo» escapaban a cualquier tipo de «he
gemonía [burguesa]».'*®
La fuerza de esta observación introduce en el proyecto de Es
tudios Subalternos una crítica necesaria -aunque en ocasiones in
43
cipiente- tanto al historicismo como a la idea de lo político. Mis
argumentos a favor de la provincialización de Europa se siguen
directamente del compromiso con este proyecto. La historia de la
modernidad política de la India no puede escribirse como una sim
ple aplicación de los métodos de análisis del capital y del naciona
lismo disponibles en el marxismo occidental. No es posible, como
hacen algunos historiadores nacionalistas, oponer el relato de un
colonialismo en retroceso a una descripción de un pujante movi
miento nacionalista que se propone establecer una perspectiva
burguesa en toda la sociedad.'^^ Pues, según Guha, en Asia meri
dional no había una clase comparable a la burguesía europea de
los metarrelatos marxistas, capaz de fabricar una ideología hege-
mónica que hiciese que sus propios intereses parecieran los de to
dos. La «cultura india de la era colonial», sostenía Guha en un en
sayo posterior, desafía ser interpretada «ya sea como réplica de la
cultura liberal-burguesa británica decimonónica, ya sea como mero
vestigio superviviente de una cultura precapitalista precedente».
Se trata de capitalismo, desde luego, pero sin relaciones burguesas
que alcancen una posición de hegemonía indisputable; es una do
minación capitalista sin una cultura burguesa hegemónica o, en la
conocida formulación de Guha, «dominación sin hegemonía».
Es imposible pensar en esta historia del poder plural y dar cuen
ta del sujeto político moderno en la India sin cuestionar al mismo
tiempo radicalmente la naturaleza del tiempo histórico. Las pro
yecciones de futuros socialmente justos para los hombres suelen
dar por sentada la idea de un tiempo histórico único, homogéneo
y secular. La política moderna se justifica a menudo como un re
lato de soberanía humana ejercida en el contexto de un despliegue
incesante de tiempo histórico unitario. Creo que este planteamien
to no resulta un instrumento intelectual adecuado para reflexionar
sobre las condiciones de la modernidad política en la India co
lonial y poscolonial. Es preciso que abandonemos dos dé los su
puestos ontológicos implícitos en las concepciones seculares de lo
político y de lo social. El primero considera que el hombre existe
en el marco de un tiempo histórico único y secular que encierra
otras clases de tiempo. Estimo que la tarea de conceptualizar las
prácticas de la modernidad social y política en Asia meridional a
menudo requiere que asumamos la idea opuesta: que el tiempo
histórico no es integral, que se halla dislocado de sí mismo. El se
gundo supuesto, presente en las ciencias sociales y en el pensa
44
miento político de la Europa moderna, considera que lo humano
es ontológicamente singular, que los dioses y espíritus son en de
finitiva «hechos sociales», que de alguna manera lo social existe
antes que ellos. Me propongo, por el contrario, pensar sin el su
puesto siquiera de una prioridad lógica de lo social. Empírica
mente, no se conoce ninguna sociedad en la que los seres humanos
hayan existido sin dioses y espíritus que los acompañaran. Aun
que el Dios del monoteísmo haya sufrido algunos reveses -si en
realidad no ha «muerto»- en el relato del «desencantamiento del
mundo» de la Europa decimonónica, los dioses y otros agentes pre
sentes en las prácticas de la denominada «superstición» nunca han
muerto en sitio alguno. Opino que los dioses y los espíritus son
existencialmente coetáneos con lo humano y, a partir de tal convic
ción, pienso que la cuestión de ser humano implica la cuestión de
existir junto a dioses y espíritus.^^ Ser humano significa, como se
ñaló Ramachandra Gandhi, descubrir «la posibilidad de invocar
a Dios (o a los dioses) sin tener obligación de mostrar primero su
realidad».^^ Y ésta es una razón por la que deliberadamente pres
cindo de toda sociología de la religión en mi análisis.
Plan de la obra
45
lonialismo, han hablado de Europas diferentes. Los recientes es
tudios críticos de latinoamericanistas, o de especialistas en la cues
tión afrocaribeña y otros, se ocupan del imperialismo de España y
Portugal, triunfante en la época del Renacimiento y en decaden
cia como poderes políticos hacia el final de la Ilustración.^'^ A la
cuestión misma del poscolonialismo se le asignan múltiples y con
trovertidas localizaciones en los trabajos de los investigadores del
sudeste asiático, Asia oriental, África y el Pacífico.^^ Sin embargo,
por más que haya múltiples centros en Europa, por más que los
colonialismos sean variados, el problema de ir más allá de las his
torias eurocéntricas sigue siendo un problema compartido que no
conoce fronteras geográficas.^^
La siguiente es una cuestión clave en el mundo de los estudios
poscoloniales. El problema de la modernidad capitalista ya no pue
de considerarse simplemente como un problema sociológico de
transición histórica (como en los famosos «debates de transición»
de la historia europea), sino también como un problema de tra
ducción. Hubo una época -antes de que la investigación misma se
hubiese globalizado- en la que el proceso de traducción de diver
sas formas, prácticas e interpretaciones de la vida a categorías uni
versales de teoría política de raigambre profundamente europea
no parecía a la mayoría de los científicos sociales una práctica pro
blemática. Se sobreentendía que lo que se consideraba categoría
de análisis (como el capital) había trascendido el fragmento de his
toria europea en el que surgió. Como máximo, asumíamos que una
traducción «aproximada» resultaba adecuada para la tarea de la
comprensión.
Las monografías escritas en inglés en los area studies, * por
ejemplo, representan un caso clásico de esta presuposición. Una
característica estándar, preparada mecánicamente y nunca con
sultada en las monografías de estudios asiáticos o area studies era
la sección denominada «glosario», que venía en la parte final del
libro. No se esperaba en realidad que lector alguno interrumpie
se el placer de la lectura dirigiéndose frecuentemente a las últimas
páginas para consultar el glosario. Éste reproducía una serie de
46
«traducciones aproximadas» de términos nativos, a menudo to
mada de los mismos colonizadores. Tales traducciones coloniales
resultaban burdas no sólo por ser aproximadas (y, por lo tanto, ine
xactas), sino también porque reflejaban los métodos improvisados
del dominio colonial. El cuestionamiento de este modelo de «tra
ducción aproximada» comporta emprender un examen crítico y
firme del proceso mismo de traducción.
Mi proyecto, por lo tanto, se dirige hacia un horizonte que ha
sido señalado por un buen número de lúcidos investigadores de
la política de la traducción. Éstos han demostrado que lo que la
traducción produce a partir de cosas aparentemente «inconmen
surables» no es ni una ausencia de relación entre formas de cono
cimiento dominantes y dominadas, ni cosas equivalentes que me
dien con éxito entre las diferencias, sino precisamente la relación
parcialmente opaca que denominamos «diferencia».” La escritu
ra de relatos y análisis que produzcan esta translucidez -que no
transparencia- en la relación entre las historias no occidentales y
el pensamiento europeo y sus categorías de análisis es lo que tra
taré de proponer e ilustrar en lo que sigue.
Este libro necesariamente gira en torno a una escisión central
(y, si puedo decirlo, trata de aprovecharse de ella) en el pensa
miento social europeo moderno. Se trata de la separación entre las
tradiciones analítica y hermenéutica en las ciencias sociales. La
división es algo artificial, sin duda (pues la mayoría de los pensa
dores importantes pertenece simultáneamente a ambas corrien
tes), pero la subrayo aquí a fin de esclarecer mi propio punto de
vista. En líneas generales se podría explicar la separación en los
términos que siguen. La ciencia social analítica se propone sobre
todo «desmitificar» la ideología con el objeto de producir una crí
tica que apunte hacia un orden social más justo. Considero que el
representante clásico de esta tradición es Marx. La corriente her
menéutica, por otro lado, genera una comprensión escrupulosa del
detalle en busca de la comprensión de la diversidad de los mun
dos de vida humanos. Produce lo que podría denominarse «histo
rias afectivas».^® La primera tradición tiende a vaciar lo local asi
milándolo a algún universal abstracto; no afecta en lo más mínimo
a mi exposición el que ello se pueda llevar a cabo mediante un len
guaje empírico. La corriente hermenéutica, por su parte, conside
ra que el pensamiento está íntimamente vinculado con lugares y
formas particulares de vida. Es inherente a ella la crítica del nihi
47
lismo de lo puramente analítico. Heidegger es para mí la figura
más representativa de esta segunda tradición.
El libro trata de propiciar una suerte de diálogo entre estos dos
notables representantes del pensamiento europeo, Marx y Heideg
ger, en el contexto del estudio de la modernidad política de Asia
meridional. Maiic resulta crucial para la empresa, en la medida en
que su categoría de «capital» nos proporciona una manera de pen
sar al mismo tiempo la historia y la figura secular del hombre a
una escala global, mientras que también hace de la historia una
herramienta crítica para comprender el mundo que el capitalismo
produce. Marx nos permite confrontar convincentemente la ten
dencia siempre presente en Occidente a considerar la expansión
europea y capitalista como, en última instancia, un caso de altruis
mo occidental. Pero trato de demostrar en un capítulo nuclear so
bre Marx (capítulo 2) que el tratamiento del problema del histo-
ricismo siguiendo a Marx en realidad nos impele hacia una doble
posición. Por un lado, reconocemos la importancia crucial de la fi
gura del ser humano abstracto en las categorías de Marx precisa
mente como un legado del pensamiento de la Ilustración. Esta fi
gura es fundamental para la crítica marxista del capital. Por otro
lado, este ser humano abstracto impide plantear cuestiones de per
tenencia y de diversidad. Por mi parte, intento desestabilizar esta
figura abstracta del hombre universal aportando en mi lectura de
Marx algunas observaciones heideggerianas sobre la pertenencia
humana y la diferencia histórica.
La primera parte del libro, que comprende desde el capítulo 1
hasta el 4, está organizada, por así decirlo, bajo el signo de Marx.
He titulado esta parte «El historicismo y el relato de la moderni
dad». En su conjunto, dichos capítulos presentan algunas refle
xiones críticas sobre concepciones historicistas de la historia y del
tiempo histórico y sus relaciones con los relatos de la modernidad
capitalista en la India colonial. También se proponen explicar mi
críptica al historicismo mediante el acento en que los debates his
tóricos sobre la transición al capitalismo también deben, para no
caer en la reproducción de la lógica historicista, concebir esa tran
sición como procesos de «traducción». El capítulo 1 reproduce, de
manera abreviada, una afirmación programática sobre la provin-
cialización de Europa que publiqué en 1992 en la revista Repre-
sentations.^^ La circulación de aquella aseveración se ha incremen
tado sustancialmente desde entonces. Al margen de Europa tom^
48
la afirmación como punto de partida de algunas consideraciones
importantes, pero también trata de llevar a la práctica buena par
te del programa esbozado en aquella declaración temprana. Por
consiguiente, he incluido una versión de aquella exposición, pero
he añadido también un breve epílogo con el propósito de indicar
de qué manera el presente proyecto se sirve de ella como punto de
partida, a la vez que se desvía de la misma de modos significati
vos. Los capítulos restantes (2-4) giran en torno al problema de
cómo, se podrían abrir los relatos marxistas sobre la modernidad
capitalista a las cuestiones de la diferencia histórica. Los capítu
los 3 y 4 lo intentan abordando ejemplos concretos, mientras que
el capítulo 2 («Las dos historias del capital») presenta el funda
mento teórico de toda la argumentación.
He concebido la organización de la segunda parte del libro
-que titulo «Historias de pertenencia»- bajo el signo de Heidegger.
Presenta varios estudios históricos sobre determinados temas de
la modernidad en la casta hindú superior y culta de Bengala. Los
temas en sí mismos podrían considerarse «universales» a las es
tructuras de la modernidad política: la cuestión del ciudadano-su
jeto, «la imaginación» como categoría de análisis, ciertas ideas con
cernientes a la sociedad civil, las comunidades patriarcales, las
distinciones público/privado, la razón secular, el tiempo histórico
y otras de la misma naturaleza. Estos capítulos (5-8) desarrollan
en detalle el proyecto historiográfico presentado en la propuesta
de 1992. Intento demostrar concretamente el modo en que las cate
gorías y estrategias que hemos aprendido del pensamiento europeo
(incluyendo la estrategia de historizar) resultan al mismo tiempo
indispensables e inadecuadas para explicar este caso particular dé
modernidad no europea.
Se hace oportuna una observación sobre el particular cambio
de enfoque que se produce en el texto entre la primera y la segun
da parte. La primera se ocupa sobre todo de estudios históricos y
etnográficos acerca de campesinos y tribus, grupos que podrían
denominarse «subalternos» en un sentido recto o sociológico. La
segunda parte del libro se circunscribe a la historia de los benga-
líes cultos, un grupo que, en el contexto de la historia de la India,
ha sido caracterizado (a veces inexactamente) como una «elite».
A los críticos que quizá se pregunten por qué un proyecto que en
principio surge a partir de las historias de las clases subalternas de
la India británica habría de ocuparse de determinadas historias
49
de las clases medias cultas para llevar a cabo sus puntualizaciones
quisiera decirles lo siguiente. Este texto elabora algunos de los in
tereses teóricos que surgieron con motivo de mi trabajo en el Gru
po de Estudios Subalternos, pero no se propone una exposición
de las prácticas de vida de las clases subalternas. Mi intención es
explorar las posibilidades y los límites de ciertas categorías euro
peas sociales y políticas para conceptualizar la modernidad polí
tica en contextos de mundos de vida no europeos. Para mostrar
esto me ocupo de los pormenores históricos de mundos de vida
particulares que he conocido con cierto grado de intimidad.
Los capítulos de la segunda parte constituyen mi intento de
abandonar lo que anteriormente he caracterizado como el prin
cipio de «traducción aproximada» con el propósito de proveer de
genealogías plurales o conjuntas a nuestras categorías de análisis.
Metodológicamente, estos capítulos no constituyen más que un
principio. Conceder a los archivos existentes sobre las prácticas
dé vida en Asia meridional una relevancia contemporánea -produ
cir conscientemente y con los métodos del historiador algo como
lo que Nietzsche denominó «historia para la vida»- es una tarea
enorme, fuera del alcance de una sola persona.R equiere com
petencia en varios idiomas, y los idiomas relevantes varían según
la región de Asia meridional que se esté considerando. Pero no
puede llevarse a cabo sin ocuparse en detalle y con cuidado de los
lenguajes, prácticas y tradiciones intelectuales presentes en Asia
meridional, al mismo tiempo que exploramos las genealogías de los
principales conceptos de las ciencias humanas modernas. La cues
tión no es rechazar las categorías de las ciencias sociales, sino in
troducir dentro del espacio ocupado por las historias europeas par
ticulares sedimentadas en esas categorías otro pensamiento teórico
y normativo consagrado en otras prácticas de vida existentes y en
sus fuentes documentales. Pues sólo de esa manera podemos crear
horizontes normativos plurales, específicos de nuestra existencia
y relevantes para el examen de nuestras vidas y sus posibilidades.
Tras este objetivo me vuelvo hacia el material de la clase me
dia bengalí en la segunda parte del libro. Con el fin de reunir
ejemplos históricos exhaustivos que ilustraran mis puntos de vis
ta, necesitaba fijarme en un grupo social que hubiese sido cons
cientemente infinido por los temas universales de la Ilustración
europea; las nociones de derechos, ciudadanía, fraternidad, socie
dad civil, política, nacionalismo, etcétera. La tarea de ocuparme de
50
tenidamente de los problemas de la traducción lingüística y cultu
ral, inevitable en las historias de la modernidad política en un con
texto no europeo, requería mi conocimiento en cierta profundidad
de un idioma no europeo diferente del inglés, puesto que el inglés
es la lengua que media mi acceso al pensamiento europeo. El ben
galí, mi primera lengua, ha subvenido por defecto a esa necesidad.
Debido a los accidentes y lagunas de mi propia educación, ma
nejo únicamente el bengalí -y un tipo muy particular del mismo-
con un sentido cotidiano de la profundidad y la diversidad históri
cas que una lengua encierra. Lamentablemente no puedo hacer lo
mismo con ninguna otra lengua, ni siquiera con el inglés. Me he
fundamentado en mi familiaridad con el bengalí para evitar los
tan temidos cargos académicos de esencialismo, orientalismo y
«monolingüismo». Pues una de las ironías del intento de dominar
todo tipo de lengua en profundidad es que la unidad del lenguaje
se quiebra en el proceso. Uno se vuelve consciente de la pluralidad
invariable de una lengua y de que su propia riqueza no puede con
sistir sino en una formación híbrida a partir de muchos «otros»
lenguajes (incluyendo, en el caso del bengalí moderno, el inglés).
El empleo que realizo en este libro de material histórico espe
cífico relativo a contextos bengalíes de clase media es, por consi
guiente, principalmente metodológico. No dispongo de asevera
ciones excepcionalistas o representacionales que pueda efectuar a
favor de la India ni, en realidad, Bengala. Ni siquiera puedo decir
que haya escrito una de las historias de la «clase media bengalí»,
de lo cual a veces se acusa a los especialistas en estudios subalter
nos en la actualidad. Los relatos que he narrado en la segunda par
te del libro se refieren a una minoría muy reducida de escritores
y reformadores hindúes, la mayoría de ellos varones, que fueron
pioneros de la modernidad (masculina) política y literaria en Ben
gala. Estos capítulos no representan la historia de las clases me
dias hindúes de Bengala en la actualidad, pues la modernidad que
es objeto de mi análisis expresaba los anhelos sólo de una minoría
incluso entre las clases medias. Si tales anhelos todavía pueden
encontrarse hoy en recónditos nichos de la vida bengalí, se en
cuentran con vida un buen tiempo después de su «fecha de cadu
cidad». Hablo desde dentro de lo que se está convirtiendo -quizá
de forma inevitable- en una porción progresivamente pequeña de
la historia de la clase media bengalí. Soy también tristemente cons
ciente de la brecha histórica entre bengalíes hindúes y musulma
51
nes, que este libro no puede más que reproducir. Durante más de
cien años los musulmanes han constituido para los cronistas hin
dúes lo que alguna vez un historiador denominó con expresión
memorable la «mayoría olvidada».N o he sido capaz de trascen
der esa limitación histórica, pues este olvido de los musulmanes
se encuentra hondamente arraigado en la educación y en la crian
za que he recibido en la India independiente. El nacionalismo anti
colonial bengalí-indio, implícitamente, concebía lo «hindú» como
lo normal. Como tantos otros en mi situación, deseo que llegue el
día en que el punto de vista por defecto adoptado en los relatos
acerca de la modernidad bengalí no suene de manera exclusiva, y
ni siquiera predominantemente, hindú.
Concluyo el libro tratando de vislumbrar nuevos principios
para reflexionar en tomo a la historia y el sentido del futuro. Aquí
mi deuda con Heidegger es más explícita. Indago cómo sería po
sible mantener unidas la visión del mundo secularista historicis-
ta y la no secularista y no historicista explorando en profundidad
la cuestión de las diversas memeras de «ser-en-el-mundo». Este ca
pítulo procura ofrecer una culminación del empeño global de la
obra por cumplir un doble cometido: reconocer la necesidad «po
lítica» de pensar basándose en totalidades y, a la vez, desmontar
constantemente el pensamiento totalizador poniendo en juego ca
tegorías no totalizadoras. Sirviéndome de la idea heideggeriana
de «fragmentariedad» y de su interpretación de la expresión «no
todavía» (en la segunda sección de El ser y el tiempo) trato de en
contrar cobijo para el racionalismo posilustrado en las historias
de pertenencia bengalí es que narro. Al margen de Europa comien
za y Analiza reconociendo que el pensamiento político europeo
resulta indispensable para las diversas interpretaciones de la mo
dernidad política no europea y, sin embargo, se enfrenta a los pro
blemas de las interpretaciones que esa condición de indispensabi
lidad naturalmente crea.
52
actual ha sido modulado también por el reciente resurgimiento
que ha experimentado gracias al estño de análisis «neohistoricis-
ta» que han inaugurado Stephen Greenblatt y otros.“ Particular
mente importante es la tensión entre la insistencia de Ranlm en el
carácter único e individual de una identidad o de un aconteci
miento histórico y el reconocimiento de tendencias históricas ge
nerales que pone en primer plano la tradición hegeliano-marxis-
ta.^'^ Esta tensión constituye ahora una parte heredada de nuestro
modo de entender el oficio y la función del historiador académi
co. Teniendo presente esta compleja historia del concepto, inten
taré explicar en lo que sigue mi empleo del mismo.
lan Hacking y Maurice Mandelbaum han ofrecido las siguien
tes definiciones minimalistas del historicismo:
53
tivo tanto de la narración como del concepto de desarrollo, es, en
las famosas palabras de Walter Benjamín, el secular, vacío y homo
géneo tiempo de la historia.^® Ciertas ideas, viejas y nuevas, sobre
discontinuidades, rupturas y cambios en los procesos históricos
han desafiado de vez en cuando el dominio del historicismo, si bien
la mayor parte de la historia escrita sigue siendo profundamente
historicista. Lo cual significa que todavía concibe su objeto de in
vestigación como internamente unificado, y que lo considera como
algo que se desarrolla a lo largo del tiempo. Esto resulta especial
mente verdadero -a pesar de todas sus diferencias con el histori
cismo clásico- en los casos de las narraciones históricas sustenta
das por las cosmovisiones marxista o liberal y es lo que subyace a
las descripciones/explicaciones pertenecientes al género «historia
de»: el capitalismo, la industrialización, el nacionalismo, etcétera.
54
Primera parte
El historicismo
y el relato de la modernidad
1
La poscolonialidad
y el artificio de la historia
Louis Althusser
^7
trataré como si fuesen categorías dadas, reificadas, una pareja de
opuestos en una estructura de dominación y subordinación. Soy
consciente de que con este tratamiento me expongo a la acusación
de nativismo, nacionalismo o, aún peor, del pecado entre los
pecados, la nostalgia. Los. estudiosos liberales argumentarían de
inmediato que toda idea de una «Europa» homogénea e indiscu
tible no se sostiene ante el análisis. Ciertamente, pero del mismo
modo en que el fenómeno del orientalismo no desaparece sólo por
que algunos de nosotros hayamos alcanzado una conciencia críti
ca del mismo, cierta versión de «Europa», reifícada y celebrada en
el mundo fenoménico de las relaciones cotidianas de poder como
escenario del nacimiento de lo moderno, sigue dominando el dis
curso histórico. El análisis no la hace desaparecer.
El hecho de que Europa funcione'cbmol'eferente tácito del co-
. nocimiento histórico se hace obvio de un modo extremadamente
común. Se dan al menos dos síntomas cotidianos del carácter su
balterno de las historias no occidentales, del tercer mundo. Los
historiadores del tercer mundo experimentan la necesidad de re
ferirse a obras de la historia europea; los historiadores de Europa
no sienten necesidad alguna de corresponder. Ya se trate de Ed-
ward Thompson, Le Roy Ladurie, George Duby, Cario Ginzburg,
Lawrence Stone, Robert Damton o Natalie Davis -por escoger unos
cuantos nombres al azar de nuestro mundo contemporáneo-, los
«grandes» y los modelos de la empresa historiográfíca son siem
pre, al menos culturalmente, «europeos». «Ellos» trabajan igno
rando relativamente las historias no occidentales, lo cual no parece
afectar a la calidad de su obra. Se trata de un gesto, sin embargo,
que «nosotros» no podemos devolver. No podemos permitimos una
igualdad o una simetría de la ignorancia a este nivel sin arriesgar
nos a parecer «anticuados» o «desfasados».
El problema, he de añadir entre paréntesis, no es exclusivo de
los historiadores. Un ejemplo no consciente pero claro de esta
«desigualdad de la ignorancia» en los estudios literarios, por ejem
plo, lo constituye el siguiente fragmento sobre Salman Rushdie de
un texto reciente sobre posmodernidad: «Aunque Saleem Sinai
[de Hijos de la medianoche] narra en inglés [...] sus intertextos
para escribir tanto historia como ficción son dobles: por un lado,
proceden de leyendas, películas y literatura de la India y, por otro,
de Occidente: El tambor de hojalata, Tristram Shandy, Cien años de
soledad, etcétera».^ Resulta interesante advertir que esta oración
58
sólo enumera las referencias que son «de Occidente». La autora no
tiene obligación alguna de ser capaz de nombrar con autoridad o
especificidad las alusiones indias que tornan «doble» la intertex-
tualidad de Rushdie. Tal ignorancia, compartida e implícita, forma
parte del pacto asumido que hace que sea «fácil» incluir a Rushdie
en la oferta de los departamentos de inglés relativa al poscolonia
lismo.
Este problema de ignorancia asimétrica no es sencillamente
una cuestión de «servilismo cultural»* (para dejar que mi yo aus
traliano se exprese) por nuestra parte o de arrogancia cultural por
parte de los historiadores europeos. Estas dificultades existen pero
cabe afrontarlas de modo relativamente fácil. Tampoco es mi inten
ción rrienoscabar los logros de los historiadores que he mencio
nado. Nuestras notas a pie de página atestiguan cumplidamente
el saber que han aportado sus conocimientos y su creatividad. El
predominio de «Europa» como sujeto de todas las historias es par
te de una condición teórica mucho más profunda bajo la cual se
produce saber histórico en el tercer mundo. Tal condición se ex
presa comúnmente de manera paradójica. Esta paradoja es lo que
calificaré de segundo síntoma cotidiano de nuestra condición su
balterna y se refiere a la naturaleza misma de los asertos de las
ciencias sociales.
Durante generaciones, los filósofos y pensadores que confor
maron las ciencias sociales han creado teorías que abarcaban a la
humanidad en su integridad. Como es bien sabido, sus postulados
se han producido en una ignorancia relativa y, en ocasiones, abso
luta, de la mayor parte del género humano, es decir, de los habi
tantes de las culturas no occidentales. Esto, como tal, no es para
dójico, pues los filósofos europeos más conscientes de sí siempre
han tratado de justificar teóricamente este punto de vista. La para
doja cotidiana de las ciencias sociales del tercer mundo consiste en
que nosotros enconti-amos tales concepciones, pese a su ignorancia
inherente sobre «nosotros», eminentemente útiles para compren
der nuestras sociedades. ¿Qué es lo que permitió a los modernos
sabios europeos desarrollar tal clarividencia respecto de socieda
des acerca de las que eran empíricamente ignorantes? ¿Por qué no
podemos nosotros, de nuevo, devolver la mirada?
59
Encontramos una respuesta a esta pregunta en la obra de los
filósofos que han visto en la historia europea una entelequia de la
razón universal, si consideramos la filosofía como la conciencia
de sí de las ciencias sociales. Tan sólo «Europa», parece ser el ar
gumento, es teóricamente (esto es, en el plano de las categorías fun
damentales que dan forma al pensamiento histórico) cognoscible;
el resto de las historias son cuestión de una investigación empíri
ca que da cuerpo a un esqueleto teórico que es sustancialmente
«Europa». Encontramos una versión de este argumento en la con
ferencia de Viena de Husserl de 1935, en la que propone que la
diferencia fundamental entre «las filosofías orientales» (más es
pecíficamente, la india y la china) y la «ciencia greco-europea» (o,
como añade, «en sentido universal: la filosofía») es la capacidad de
ésta de producir «conocimiento teórico absoluto», esto es, «theo-
ría (ciencia universal)», mientras que aquéllas presentan un carác
ter «práctico-universal» y, por lo tanto, «mítico-religioso». Tal filo
sofía «práctico-universal» se dirige hacia el mundo de una manera
«ingenua» y «simple», mientras que el mundo se presenta como
«temático» ante la theoña, posibilitando una praxis «cuyo objetivo
es elevar a la humanidad mediante la razón científica universal».
Un postulado epistemológico similar subyace al empleo que
hace Marx de categorías como «burgués» y «preburgués», o «ca
pital» y «precapital». El prefijo pre indica aquí una relación tanto
cronológica como teórica. El advenimiento de la sociedad capita
lista o burguesa, sugiere Marx en Elementos fundamentales para la
crítica de la economía política y en otros sitios, da origen por pri
mera vez a una historia susceptible de ser aprehendida mediante
una categoría filosófica y universal, la de «capital». La historia se
convierte, por vez primera, en cognoscible teóricamente. Todas las
historias pasadas habrán de conocerse ahora (teóricamente, claro
está) desde la ventajosa posición de esta categoría, es decir, sobre
la base de sus diferencias respecto de ella. Las cosas revelan su
esencia plena sólo cuando alcanzan su desarrollo completo o, como
lo expresó Marx en el famoso aforismo de Elementos fundamenta
les: «La anatomía humana encierra la clave de la anatomía del si
mio».^ La categoría de «capital», como he expuesto en otro sitio,
contiene en su interior el sujeto legal del pensamiento üustrado.^
No resulta sorprendente la afirmación de Marx en el capítulo ini
cial, tan hegeliano, del primer volumen de El capital, de que el se
creto de la categoría de «capital» «no puede descifrarse hasta que
60
la noción de igualdad humana adquiere el arraigo de un prejuicio
popular»/ Por continuar con las palabras de Marx:
61
ble la emergencia de relatos históricos «marxistas». Éstos giran en
tomo al tema de la transición histórica. La mayor parte de las histo
rias modernas del tercer mundo se redactan dentro de las proble
máticas planteadas por este relato de transición, en el cual los temas
preponderantes (aunque a menudo implícitos) son el desarrollo,
la modernización y el capitalismo.
Esta tendencia puede encontrarse en nuestro propio trabajo en
el proyecto Estudios Subalternos. Mi libro sobre las luchas histó
ricas de la clase obrera se enfrenta al problema.® Modem India, de
Sumit Sarkar (otro colaborador del proyecto Estudios Subalter
nos), justamente considerado uno de los mejores manuales de his
toria de la India, escrito principalmente para las universidades del
país, comienza con las siguientes palabras:
62
de estos escenarios «profundamente incompletos», donde Sarkar
sitúa el relato de la India moderna).
También con una referencia similar a las «ausencias» -el «fra
caso» de una historia a la hora de encontrarse con su destino (¿otro
ejemplo más del «nativo perezoso», habría que decir?)- anuncia
mos nuestro proyecto de Estudios Subalternos:
63
No es preciso recordar que esto seguiría constituyendo la pie
dra angular de la ideología imperial durante muchos años -la sub
jetividad pero no la ciudadanía, pues el nativo nunca era adecuado
para la segunda- y se transformaría, por último, en una corriente
de la propia teoría liberal.A quí era, por supuesto, donde los na
cionalistas diferían. Para Rammohun Roy y Bañkimchandra Chat-
topadhyay, dos de los intelectuales nacionalistas más prominentes
de la India del siglo xrx, el dominio inglés era un periodo necesa
rio de tutela que los indios debían padecer a fin de prepararse preci
samente para aquello que los británicos negaban, pero ensalzaban
como final de toda historia: la ciudadanía y el Estado-nación. Años
después, en 1951, un indio «desconocido» que vendió con éxito su
«oscuridad» dedicaba así la historia de su vida:
A la memoria del
Imperio británico en la India
Que nos confirió la condición de sujeto
Pero nos negó la de ciudadano;
Al cual, no obstante.
Todos nosotros lanzamos el desafío
«Civis hritanicus sum»
Porque
Todo cuanto había de bueno y de vivo
En nosotros
Fue hecho, moldeado y estimulado
Por el mismo Dominio Británico.
64
jan claro que, para los indios de los años treinta y cuarenta del si
glo XIX, ser un «individuo moderno» significaba convertirse en
europeo. The Literary Gleaner, una revista de la Calcuta colonial,
publicó el siguiente poema en 1842, escrito en inglés por un es
tudiante bengalí de dieciocho años de edad. Al parecer, fue inspi
rado por la contemplación de los barcos que zarpaban del litoral
de Bengala «hacia las gloriosas costas de Inglaterra»:
Con sus ecos de Mñton y del radicahsmo inglés del siglo xvn, se
trata obviamente de un ejemplo de pastiche colonial.M ichael
Madhusudan Dutt, el joven bengalí autor de este poema, al final se
dio cuenta de la imposibilidad de ser europeo y regresó a la literatu
ra bengalí para convertirse en uno de nuestros mejores poetas. Los
nacionalistas indios que llegaron después abandonaron ese abyec
to deseo de convertirse en europeos, pues el pensamiento nacio
nalista descansaba precisamente sobre la suposición de la univer
salidad del proyecto de convertirse en individuo, sobre el supuesto
de que los derechos individuales y la igualdad abstracta eran tan
umversales que podían echar raíces en cualquier lugar del mundo,
de que era posible ser a la vez «indio» y ciudadano. Pronto inda
garemos en algunas de las contradicciones de este proyecto.
Buena parte de los rituales públicos y privados del mdividualis-
mo moderno se tomó visible en la Iridia en el siglo xix. Ello pue
de apreciarse, por ejemplo, en el repentino florecirriiento en dicho
periodo de los cuatro géneros básicos que ayudan a expresar el yo
65
moderno: la novela, la biografía, la autobiografía y la historiad^
Junto a ellos llegaron la industria, la tecnología y la medicina mo
dernas, un sistema legal cuasi burgués (aunque colonial) respal
dado por un Estado del cual se iba a apropiar el nacionalismo. El
relato de transición que he descrito apuntalaba esas instituciones
y, a su vez, era apoyado por las mismas. Pensar en tal relato supo
nía pensar sobre la base de tales instituciones, en cuyo ápice se en
contraba el Estado moderno,^® y pensar sobre lo moderno y el Es
tado-nación era pensar una historia cuyo sujeto teórico era Europa.
Gandhi reparó en esto ya en 1909. Respecto de las exigencias de
los nacionalistas indios de más ferrocarriles, de una medicina mo
derna y de un derecho burgués, señaló con agudeza en su libro
Hind Swaraj que ello equivalía a «hacer inglesa la India» o, con sus
propias palabras, a tener «un gobierno inglés sin los ingleses».
Esa Europa, como muestra el ingenuo poema de Juventud de Mi-
chael Madhusudan Dutt, no era, desde luego, más que el fragmen
to de una ficción relatada al colonizado por el colonizador durante
el proceso mismo de construcción de la dominación colonial.^^ La
crítica de Gandhi a esa Europa se ve comprometida en muchos
puntos por su nacionalismo; no pretendo convertir su texto en un
fetiche. Pero encuentro su gesto útil para desarrollar la problemá
tica de las historias no metropolitanas.
66
historia está cerca en la India.^^ Se supone, sin embargo, que este
individuo moderno, cuya vida política/pública se vive en la ciuda
danía, tiene también un yo «privado» interiorizado que se revela
incesantemente en diarios, cartas, autobiografías, novelas y, des
de luego, en lo que les contamos a nuestros psicoanalistas. El in
dividuo burgués no nace hasta que se descubren los placeres de la
privacidad. Pero se trata de un género muy especial de «yo priva
do»; es, de hecho, un yo «público» diferido, pues este yo privado
burgués, como Jürgen Habermas ha recordado, está «siempre ya
orientado a una audiencia [Publikum]»^'^
La vida pública india puede remedar sobre el papel la ficción
legal burguesa de la ciudadanía -ficción que suele representarse
en clave de farsa en la India-, pero ¿qué ocurre con el yo privado
burgués y su historia? Todo aquel que haya intentado escribir his
toria social «francesa» con material indio conoce la extraordina
ria dificultad de la empresa.^^ No es que la forma del yo privado
burgués no viniese con el dominio europeo. Ha habido, desde me
diados del siglo XDC, novelas, diarios, cartas y autobiografías indias,
pero pocas veces han producido retratos de un sujeto constante
mente interiorizado. Nuestras autobiografías son notablemente
«públicas» (con construcciones de la vida pública que no son ne
cesariamente modernas), cuando están escritas por hombres, y re
latan la historia del clan familiar, cuando están redactadas por
mujeres.^^ De todos modos, llama la atención la ausencia de auto
biografías en modo confesional. El único párrafo (de un total de
963 páginas) que Nirad Chaudhuri dedica a describir la experien
cia de su noche de bodas, en el segundo volumen de su célebre y
premiada autobiografía, es tan buen ejemplo como cualquier otro
y merece una cita extensa. He de explicar que se trata de un matri
monio concertado (Bengala, 1932) y que Chaudhuri estaba preo
cupado por que su esposa no apreciase su afición, recientemente
incorporada y extraordinariamente costosa, a comprar discos de
música clásica occidental. Nuestra lectura de Chaudhuri se enfren
ta al inconveniente de nuestro desconocimiento de la intertextua-
lidad de su prosa; podría darse, por ejemplo, un rechazo puritano
a revelar «demasiado». No obstante, el pasaje constituye un reve
lador ejercicio de construcción de la memoria, pues trata de aque
llo que Chaudhuri «recuerda» y «olvida» de su «experiencia de la
primera noche». El autor aparta la intimidad con expresiones como
«no recuerdo» o «no sé cómo» (por no mencionar el freudiano
67
«confesar»*), y este velo creado por el yo forma parte, sin duda,
del sujeto de la enunciación:
* Se emplea aquí la locución «to make a deán breast of», que significa
«confesar», y contiene la palabra «breast», «pecho». (N. de los T.)
68
en el que la participación de Chaudhuri en la vida pública y en los
círculos literarios se interrumpe para hacer sitio a algo parecido
a la intimidad. ¿Cómo leer este texto, este relato de un varón in
dio que se hizo a sí mismo, a quien nadie superaba en su ardor
por la vida pública del ciudadano, quien sin embargo casi nunca
reprodujo por escrito, si es que alguna vez lo llegó a hacer, la otra
cara del ciudadano moderno, el yo privado interiorizado que cons
tantemente busca público? ¿Lo público sin lo privado? ¿Un ejem
plo más del carácter incompleto de la transformación burguesa en
la India?
Estas preguntas son suscitadas por el relato de transición que
a su vez sitúa al individuo moderno en el fin mismo de la histo
ria. No deseo conferir a la autobiografía de Chaudhuri una repre-
sentatiyidad de la que tal vez carezca. Los escritos de las mujeres,
como he mencionado, son diferentes, y los estudiosos aún están
empezando a examinar el mundo de las autobiografías en la his
toria india. Pero, si uno de los efectos del imperialismo europeo
en la India fue la introducción del estado moderno y de la idea de
la nación con su correspondiente discurso acerca de la «ciudada
nía», que, mediante la idea misma de los «derechos cívicos» (es
decir, «el imperio de la ley») divide la figura del individuo moder
no en las partes pública y privada del yo (como el joven Mane se
ñalaba en Sobre la cuestión judía), tales temas han coexistido -en
oposición, alianza y mestizaje- con otros relatos acerca del yo y
de la comunidad que no consideran el nexo estado/ciudadano como
la construcción primordial de la sociabilidad.^® Esto en sí no se
cuestionará, pero mi argumento va más allá. Sostiene que esas
otras construcciones del yo y de la comunidad, aunque pueden do
cumentarse, nunca disfrutarán del privilegio de proporcionar los
metarrelatos o teleologías (asumiendo que no puede haber relato
sin, al menos, una teleología implícita) de nuestras historias. Ello
se debe en parte al hecho de que tales relatos denotan una concien
cia antihistórica, esto es, entrañan posiciones de sujeto y confi
guraciones de la memoria que desafían y socavan el sujeto que
habla en nombre de la historia. La «historia» es precisamente el
lugar donde se desarrolla la lucha por apropiarse, en nombre de
lo moderno (mi Europa hiperreal), de esas otras disposiciones de la
memoria.
69
Historia y diferencia en la modernidad india
70
«Es ella [Ramabai] quien disfruta de esta frivolidad de ir a reu
niones. A Dada [Mister Ranade] no le gusta tanto. Pero ¿ella
no debería tener un sentido de la proporción de cuánto deben
hacer realmente las mujeres? Si los hombres nos dicen que ha
gamos cien cosas, las mujeres debemos hacer diez como mu- .
cho. Después de todo, ¡ellos no entienden estas cosas prácticas!
[...] La mujer buena [en el pasado] nunca se volvía así de frí-,
vola [...]. Así es como esta gran familia [...] pudo vivir unida de
un modo respetable [...]. ¡Pero ahora todo es tan diferente! Si
Dada sugiere una cósa, esta mujer está dispuesta a hacer tres.
¿Cómo podemos, entonces, vivir con un sentido de dignidad,
y cómo podemos soportar todo esto?».^°
71
No obstante, la «originalidad» -admito que no es un buen tér
mino- de los idiotismos mediante los que se han llevado a cabo las
luchas en el subcontinente indio se ha situado con frecuencia en
la esfera de lo no moderno. No hay que suscribir la ideología del
clan patriarcal, por ejemplo, para reconocer que la metáfora de la
venerada familia extensa patriarcal era uno de los elementos más
importantes de la política cultural del nacionalismo indio. En la
lucha contra el dominio británico, el empleo de este idiotismo en
canciones, poemas y otras formas de movilización nacionalista, a
menudo permitió a los indios fabricar un sentido de comunidad y
recuperar para sí una posición de sujeto desde la cual dirigirse a
los británicos. Ilustraré esto con un ejemplo de la vida de Gandhi,
«el padre de la nación», a fin de subrayar la importancia política
de esta postura cultural de parte del «indio».
Mi ejemplo se remonta al año 1946. Se habían producido dis
turbios terribles entre hindúes y musulmanes en Calcuta a raíz de
la inminente partición del país en la India y Paldstán. Gandhi se
encontraba en la ciudad, ayunando en protesta por el comporta
miento de su propia gente. Y así es como un intelectual indio re
cuerda la experiencia:
72
de la India presenta una gran cantidad de casos en que los indios
se arrogaron la condición de sujeto precisamente movilizando, den
tro del contexto de las instituciones modernas y, en ocasiones, en
nombre del proyecto modemizador nacionalista, dispositivos de
memoria colectiva a la vez antihistóricos y no modernos.^'* No ne
gamos con ello la capacidad de los indios de actuar como sujetos
dotados de lo que en las universidades reconocemos como «mi sen
tido de la historia» (lo que Peter Burke denomina «el renacer del
pasado»), sino que insistimos en la existencia paralela de corrien
tes contrarias, en que, en las luchas diversas que se desarrollaron
en la India colonial, las construcciones del pasado ahistóricas a
menudo proporcionaron formas extremadamente vigorosas de me
moria colectiva.
Nos encontramos, pues, ante un dilema mediante el cual el su
jeto de la historia «india» se articula a sí mismo. De un lado, es
a la vez sujeto y objeto de la modernidad, puesto que representa
una supuesta unidad denominada «el pueblo indio» que siempre
está dividida en. dos: una elite modemizadora y un campesinado
por modernizar. En cuanto sujeto dividido, sin embargo, habla
desde dentro de un metarrelato que celebra el Estado-nación; y el
sujeto teórico de tal metarrelato sólo puede ser una «Europa» hi-
perreal, una Europa construida por los relatos que tanto el impe
rialismo como el nacionalismo le han contado al colonizado. El
modo de autorrepresentación que el «indio» puede adoptar aquí es
lo que Homi Bhabha, con acierto, ha denominado «mimético».^^ La
historia india, hasta en las manos socialistas o nacionalistas más
abnegadas, sigue siendo una «imitación» de cierto sujeto «moder
no» de la historia europea y está condenada a representar una tris
te figura de carencia y de fracaso. El relato de transición siempre
estará «profundamente incompleto».
Por otra parte, se producen esfuerzos dentro del espacio de lo
mimético -y, en consecuencia, dentro del proyecto denominado
«historia india»- por representar la «diferencia» y la «originalidad»
de lo «indio»; es en esta causa donde resultan apropiados los dis
positivos de memoria antihistóricos y las «historias» antihistóricas
de las clases subalternas. Así, las construcciones de campesinos/
obreros de reinos «míticos» y de pasados/ftituros «míticos»* encuen
tran un lugar en textos que son designádos historia «india» preci
samente mediante un procedimiento que subordina tales relatos a
las reglas de demostración y al calendario secular y Imeal que debe
73
seguir la escritura de la «historia». En consecuencia, el sujeto an
tihistórico y antimodemo no puede enunciar «teoría» dentro de los
procedimientos epistemológicos universitarios ni siquiera cuan
do estos mismos reconocen y «documentan» su existencia. De una
manera muy parecida a lo que sucede con el «subalterno» de Spi-
vak (o con el campesino de la antropología, que sólo puede tener
una existencia citada dentro de un enunciado mayor que perte
nece únicamente al antropólogo), sólo puede hablarse por y sobre
este sujeto mediante el relato de transición que en definitiva siem
pre privilegiará lo moderno (es decir, «Europa»).^^
En la medida en que se trabaja dentro del discurso de la «his
toria» producido en el espacio institucional de la universidad, no
es posible pasar por alto la estrecha connivencia que se da entre la
«historia» y el (los) relato(s) modernizador(es) de la ciudadanía,
de lo público y lo privado burgués y del Estado-nación. La «histo
ria» en tanto que sistema de conocimiento se halla firmemente in
sertada en prácticas institucionales que invocan constantemente
el Estado-nación -dan testimonio de ello la organización y las po
líticas de enseñanza, contratación, promoción y publicaciones de
los departamentos de historia, políticas que sobreviven a los espo
rádicos intentos (valientes y heroicos) de determinados historia
dores de liberar la «historia» del metarrelato del Estado-nación.
Sólo hay que preguntarse, por ejemplo: ¿por qué hoy en día la his
toria es parte obligatoria de la educación de la persona moderna
en todos los países, incluyendo aquellos que estuvieron muy bien
sin ella hasta fechas tan tardías como el siglo xviii? ¿Por qué los
niños de todo el mundo han de estudiar en la actualidad una asig-
, natura llamada «historia», cuando sabemos que esta obligación no
es natural ni antigua?^®
No es preciso realizar un gran ejercicio teórico para advertir
que la razón de esto reside en lo que han conseguido el imperia
lismo europeo y los nacionalismos del tercer mundo: la universa
lización del Estado-nación como la forma más deseable de comu
nidad política. Los Estados-nación tienen la capacidad de imponer
sus juegos de verdad, y las universidades, pese a la distancia críti
ca que puedan asumir, forman parte del conjunto de instituciones
cómplices de tal proceso. La «economía» y la «historia» son las dos
formas de conocimiento que corresponden a las dos principales
instituciones que el ascenso (y posterior universalización) del or
den burgués ha dado al mundo: el modo capitalista de producción
74
y el Estado-nación (la «historia» hablando a la-figura del ciudada
no).^® Un historiador crítico no tiene otra opción que gestionar este
conocimiento. Por lo tanto, el estudioso ha de comprender el es
tado en sus propios términos, esto es, a partir de sus relatos jus-
tificatorios sobre la ciudadanía y la modernidad. Dado que estos
temas siempre nos remitirán a las propuestas universalistas de la
filosofía política «moderna» (europea) -incluso la ciencia «prácti
ca» de la economía, que ahora parece «natural» en nuestras cons
trucciones de los sistemas mundiales, se remonta (teóricamente)
a las ideas éticas de la Europa dieciochesca-,'^® un historiador del
tercer mundo está condenado a concebir «Europa» como la sede
original de lo «moderno», mientras que el historiador «europeo»
no se encuentra ante una dificultad semejante respecto de los pa
sados de la mayor parte de la humanidad. De ahí la subalternidad
cotidiana de las historias no occidentales con la que he comenza
do este ensayo.
Sin embargo, el punto de vista de que «nosotros» hacemos his
toria «europea» con nuestro archivo tan diferente y á menudo no
europeo abre la posibilidad de una política y de un proyecto de
alianza entre las historias dominantes metropolitanas y los pasa
dos periféricos de carácter subalterno. Denominaré este proyecto
como el de la provincialización de «Europa», la Europa que el im
perialismo moderno y el nacionalismo (del tercer mundo) han he
cho universal mediante la acción conjunta del esfuerzo y la vio
lencia. Filosóficamente, tal proyecto debe fundamentarse en una
crítica y en una trascendencia radicales del liberalismo (esto es, de
los constructos burocráticos de la ciudadanía, del Estado moderno
y de la privacidad burguesa producidos por la filosofía política clá
sica), un terreno que el último Marx comparte con ciertas tenden
cias del pensamiento posestructuralista y de la filosofía feminista.
En particular, me alienta la valiente declaración de Carole Pateman
-en su notable libro El contrato sexual- según la cual la propia
concepción del individuo moderno pertenece a categorías de pen
samiento patriarcales.'^^
¿Provincializar Europa?
75
manera programática. Para anticiparme a los equívocos, no obs
tante, he de detallar lo que no es, mientras expongo lo que pue
de ser.
Para empezar, no demanda un rechazo terminante y simplista
de la modernidad, los valores liberales, los universales, la ciencia,
la razón, los grandes relatos, las explicaciones totalizadoras, etcé
tera. Jameson nos ha recordado no hace mucho que la fácil ecua
ción que a menudo se establece entre «una concepción filosófica
de la totalidad» y «una práctica política del totalitarismo» resulta
«perniciosa» Lo que separa ambas alternativas es la historia; con-
fiictos contradictorios, plurales y heterogéneos, cuyas consecuencias
nunca son predecibles -ni siquiera retrospectivamente- siguiendo
esquemas que procuran naturalizar y domesticar tal heterogenei
dad. Esos conflictos incluyen la coerción, tanto en nombre de la
modernidad como en contra de ella: violencia física, institucional
y simbólica, a menudo administrada con un idealismo soñador;
violencia que desempeña un papel decisivo en el establecimiento
de significados, en la creación de regímenes de verdad, en la de
cisión, por así decirlo, de qué «universal» gana, y el de quién. En
nuestra calidad de intelectuales que trabajan dentro del sistema
académico, no somos neutrales ante tales luchas y no podemos fin
gir que estamos fuera de los procedimientos epistemológicos de
nuestras instituciones.
El proyecto de provincializar Europa, por lo tanto, no puede
caracterizarse como un proyecto de relativismo cultural. No pue
de originarse en el punto de vista según el cual la razón-la ciencia-
ios universales que ayudan a definir a Europa como lo moderno
son sencillamente «específicos de una cultura» y, en consecuencia,
pertenecen sólo a las culturas europeas. Pues la cuestión no radica
en que el racionalismo ilustrado sea siempre en sí mismo irrazo
nable, sino que se trata de documentar cómo -mediante qué pro
ceso histórico- su «razón», que no siempre ha resultado evidente
para todos, se ha hecho parecer obvia tan lejos del terreno en el
que emergió. Si, como se ha afirmado, una lengua no es más que
un dialecto respaldado por un ejército, cabría decir lo mismo de los
relatos sobre la «modernidad» que, de manera prácticamente uni
versal, apuntan hoy en día a una determinada «Europa» como la
condición primaria de lo moderno.
Puede demostrarse que tal Europa, lo mismo que «Occidente»,
es una entidad imaginaria, pero la demostración como tal no reba
76
ja su atractivo ni su poder. El proyecto de provincializar Europa
ha de incluir ciertos pasos adicionales: en primer lugar, el recono
cimiento de que la adquisición de Europa del adjetivo «moderna»
para sí rnisma constituye una parte integral del relato sobre el im
perialismo europeo dentro de la historia global; y, en segundo lu
gar, la conciencia de que el hecho de equiparar una determinada
versión de Europa con la «modernidad» no es sólo obra de euro
peos; los nacionalismos del tercer mundo, en su calidad de ideo
logías modernizadoras por excelencia, han sido socios en pie de
igualdad en este proceso. No pretendo pasar por alto los momen
tos antiimperialistas en las trayectorias de tales nacionalismos;
sólo subrayo la idea de que el proyecto de provincializar Europa
no puede ser nacionalista, nativista ni atávico. Al deshacer el nudo
necesario que liga la historia -una forma disciplinada y regulada
institucionalmente de memoria colectiva- a los grandes relatos de
los derechos, la ciudadanía, el Estado-nación y las esferas pública
y privada, no se puede evitar problematizar «la India» al mismo
tiempo que se desmantela «Europa».
El objetivo es escribir dentro de la historia de la modernidad
las ambivalencias, las contradicciones, el uso de la fuerza y las tra
gedias e ironías que la acompañan. El hecho de que en muchas cir
cunstancias la retórica y las demandas de igualdad (burguesa), de
derechos civiles y de autodeterminación mediante un Estado-na
ción soberano, hayan proporcionado poder en sus luchas a los gru
pos sociales marginales resulta innegable -este reconocimiento es
indispensable para el proyecto Estudios Subalternos. Sin embar
go, lo que realmente se minimiza en las historias que, tanto de ma
nera implícita como explícita, celebran el advenimiento del Esta
do moderno y la idea de ciudadanía, es la represión y la violencia,
que resultan tan decisivas para el triunfo de lo moderno como el
poder de persuasión de sus estrategias retóricas. Esta ironía -los
cimientos no democráticos de la «democracia»- se percibe mejor
que en ningún otro sitio en la historia de la medicina moderna,
de la salud pública y de la higiene personal, cuyos discursos han
cumphdo un papel central a la hora de emplazar el cuerpo del in
dividuo moderno en la intersección de lo público y lo privado (tal
y como la define y la disputa el Estado). La victoria de este dis
curso, sin embargo, ha dependido siempre de la movilización, en
fe su nombre, de medios efectivos de coerción física. Digo «siempre»
porque tal coerción es originaria-fundacional (esto es, histórica),
77
así como pandémica y cotidiana. En relación con la violencia fun
dacional, David Amold proporciona un buen ejemplo en un estu
dio reciente sobre la historia de las cárceles en la India. Amold
muestra queda coerción de la prisión colonial fue esencial para
parte de la investigación pionera sobre las estadísticas médicas, ali
mentarias y demográficas de la India, pues era en la prisión don
de los cuerpos indios resultaban accesibles a los investigadores mo-
demizadores.'^^ Acerca de la coerción que se sigue produciendo en
nombre de la nación y la modernidad podemos ver un ejemplo re
ciente en la campaña india para erradicar la vimela llevada a cabo
en los años setenta. Dos médicos estadounidenses (uno de ellos, se
guramente, de origen indio) que participaron en dicho proceso des
criben así su actuación en una aldea de la tribu Ho, en el estado
de Bihar:
78
tórica deberán buscar sin descanso este vínculo entre violencia e
idealismo que se encuentra en el núcleo del proceso mediante el
cual los relatos de ciudadanía y modernidad llegan a hallar cobijo
natural en la «historia». Estoy aquí en profundo desacuerdo con
el punto de vista de Richard Rorty en el intercambio de opiniones
que mantuvo con Jürgen Habefmas. Rorty critica a Habermas por
la convicción de éste «de que el relato de la filosofía moderna es
una parte importante del relato de los intentos de las sociedades
democráticas por autoafirmarse».'*^ La afirmación de Rorty sigue
la práctica de muchos europeístas que hablan de las historias de
estas «sociedades democráticas» como si se tratase de historias
independientes y completas en sí mismas, como si la autorrepre-
sentación occidental fuese algo que sólo ocurriese dentro de sus
límites geográficos autoasignados. Como mínimo, Rorty olvida el
papel que el «teatro colonial» (tanto externo como interno) -don
de el tema de la «libertad», tal y como la define la filosofía política
moderna, se invocó constantemente en auxilio de las ideas de «ci
vilización», de «progreso» y, de modo más tardío, de «desarrollo»-
desempeñó en el proceso de generación de tal «autoafírmación».
La tarea, tal y como yo la concibo, consistirá en enfrentarse a las
ideas que legitiman el Estado moderno y sus correspondientes
instituciones, a fin de devolverle a la filosofía política, del mismo
modo que en los bazares indios se devuelven a sus dueños las mo
nedas sospechosas, aquellas categorías cuya validez global ya no
puede darse por sentada.'*^
Y, finalmente -dado que «Europa» no puede, después de todo,
ser provincializada dentro del espacio institucional de la univer
sidad, cuyos protocolos epistemológicos siempre nos devolverán
al terreno donde todos los contornos siguen el de mi Europa hi
perreal-, el proyecto de provincializar Europa debe ser consciente
de su propia imposibilidad. Por consiguiente, tal proyecto busca
una historia que encame esta política de la desesperanza. Llega
dos a este punto, ha de quedar claro que esto no es una apelación
al relativismo cultural ni a las historias nativistas, atávicas. Tam
poco es un programa para rechazar la modernidad, lo cual consti
tuiría, en muchas situaciones, un suicidio político. Lo que pido es
una historia que deliberadamente haga visibles, dentro de la mis
ma estmctura de sus formas narrativas, sus propias estrategias y
prácticas represivas, el papel que cumple en connivencia con los
relatos de ciudadanía en la asimilación a los proyectos del Estado
79
moderno de todas las demás posibilidades de la solidaridad hu
mana. La política de la desesperanza exigirá a semejante historia
que exponga ante sus lectores las razones por las que tal dilema re
sulta necesariamente ineludible. Ésta es una historia que intenta
rá lo imposible: procurar su propia muerte buscando aquello que
resiste y escapa a los mayores esfuerzos humanos por traducir di
ferentes sistemas culturales y otros sistemas semióticos, para que
el mundo pueda imaginarse, una vez más, como radicalmente he
terogéneo. Esta tarea, como he mencionado, es imposible dentro
de los protocolos de conocimiento de la historia universitaria, pues
la totalidad de la institución académica no es independiente de la
totalidad que ha sido creada por lo moderno europeo. Tratar de
provincializar esta «Europa» supone considerar lo moderno ine
vitablemente impugnado, escribir, por encima de los relatos de la
ciudadanía recibidos y privilegiados, otras narraciones de nexos
humanos que extraigan sostén de pasados soñados y de futuros en
los que las colectividades no se definan por los rituales de la ciu
dadanía ni por la pesadilla de la «tradición» creada por la «moder
nidad». Desde luego, no existen espacios (infra)estmcturales don
de tales sueños puedan habitar. Pese a ello, éstos reaparecerán en
la medida en que los temas de la ciudadanía y del Estado-nación
dominen nuestros relatos de transición histórica, pues esos sue
ños son lo que lo moderno reprime para poder existir.
80
Las dos historias del capital
81
unidad que surge en una parte del mundo en una época particular
y se desarrolla después globalmente a lo largo del tiempo históri
co, encontrando y afrontando diferencias históricas en el proce
so. Incluso puando se atribuye al «capital» un comienzo «global»,
en vez de europeo, sigue siendo considerado en función de la idea
hegeliana de una unidad totalizadora -sea cual fuere su forma de
diferenciación interna- que experimenta un proceso de desarrollo
histórico.
El ensayo, merecidamente célebre, de E.P. Thompson, Time,
Work-DiscipUne and Industrial Capitalis es un buen ejemplo de pen
samiento historicista. La argumentación central de Thompson es
la siguiente: el obrero en la historia del capitalismo avanzado no
tiene más remedio que deshacerse de las costumbres precapitalis
tas de trabajo e «interiorizar» la disciplina de trabajo. La misma
suerte le aguarda al obrero del tercer mundo. La diferencia entre
estas dos figuras del obrero es una cuestión del tiempo históri
co secular que transcurre en la trayectoria global del capitalismo.
Thompson escribe: «Sin disciplina temporal no podríamos tener
la infatigable energía del hombre industrial; y, ya sea en forma de
metodismo, estalinismo o nacionalismo, esta disciplina llegará al
mundo en desarrollo».^
Tal afirmación concibe el capitalismo como una fuerza que sale
al encuentro de la diferencia histórica, pero lo hace como algo ex
terno a su propia estructura. A este encuentro sigue una lucha en
el curso de la cual el capital finalmente elimina o neutraliza las
diferencias contingentes entre historias particulares. Por más tor
tuoso que sea el proceso, acaba por convertir tales particularida
des en vehículos históricamente diversos del despliegue de su pro
pia lógica. En definitiva, esa lógica se concibe no sólo como única
y homogénea, sino también como algo que se desarrolla a lo lar
go del tiempo (histórico), de manera que cabe producir un relato
de un capitalismo supuestamente único dentro del género fami
liar de las «historias de». La argumentación de Thompson reco
noce y a la vez neutraliza la diferencia; le cuesta evitar una visión
etapista de la historia.
Incluso la idea liberal de que el capital funciona no tanto borran
do las diferencias históricas, sino haciendo proliferar las diferen
cias y convirtiéndolas en conjuntos de preferencia, en gusto, puede
albergar una fe implícita en el historicismo. Un análisis reciente
del mercado indio ofrecido en la prensa financiera brinda un buen
82
ejemplo de esa visión. En el Wall Street Journal del 11 de octubre
de 1996, él «gurú del marketing» indio Titoo Ahluwalia incitaba a
los potenciales exploradores estadounidenses del mercado indio:
«Repitan conmigo: la India es diferente, la India es diferente, la In
dia es diferente»."^ (¡A Ahluwalia, perteneciente al mundo de la em
presa, no le han inculcado, evidentemente, el miedo académico al
«orientalismo»!) El objetivo de sus palabras es ayudar al capital
trasnacional a apreciar y transformar las diferencias históricas y
culturales (indias) de modo que tales diferencias puedan tratarse
como medidas de preferencia o de gusto. Realizar elecciones vita
les diferentes sería entonces como escoger entre productos de mar
cas diferentes.
-La diferencia en principio parece inextricable en esta discusión
entre capitalistas. El mismo número del Wall Street Journal cita a
Daralus Ardeshir, director gerente de Nestle India Ltd., delegación
local de la compañía suiza de productos alimenticios, quien de
clara: «Cuando visito la casa de mi padre, sigo besando sus pies».
El periodista comenta: «Los indios que estudian en Estados Uni
dos o Gran Bretaña suelen volver a casa para unirse en matrimo
nios concertados.. Es más, muchas personas que han escogido a su
cónyuge deciden convivir con su familia extensa. Esos lazos fami
liares tradicionales inhiben el acceso de los inversores occidenta
les. Los yuppies, por respeto a sus mayores, no toman decisiones
sobre las compras de la casa». Las prácticas sociales indias parecen
tener el efecto de postergar -generando así lo diferente- la adop
ción por parte de los indios de ciertas cuestiones generalmente
consideradas canónicas en la modernidad tanto clásica como del
capitalismo tardío. La India parece resistirse a estos ideales capi
talistas: la disolución de las jerarquías de nacimiento (los indios
mantienen la autoridad paterna-parental); la soberanía del indivi
duo (persiste la norma de la familia extensa); y la elección del con
sumidor (los yuppies defieren su capacidad de decidir a sus mayo
res). La perduración de estas características de la sociedad india
desconcierta tanto a los expertos del Wall Street Journal, que ter
minan por recurrir a la figura de la paradoja, familiar en las dis
cusiones sobre la India. El tropo retrata al sujeto capitalista-con
sumidor indio como alguien que puede realizar lo imposible: «Los
indios son capaces de vivir en varios siglos a la vez»J
Estas citas muestran con cuánta obstinación y densidad una
determinada idea de la historia y del tiempo histórico como indi
83
cadores de progreso-desarrollo puede formar parte del lenguaje
cotidiano con el que un artículo de una destacada publicación ca
pitalista estadounidense procura explicar la naturaleza del mer
cado indio. Los «varios siglos» en cuestión del fragmento mencio
nado son identificables como tales precisamente porque se supone
que el hablante los ha visto separados y claramente .expuestos en
alguna otra historia (esto es, en la europea). Eso es lo que le permi
te aducir que en un lugar como la India tales periodos históricos
diferentes parecen haber sido resumidos en un solo instante confu
so. Ésta es sólo una variedad estética de la tesis del «desarrollo de
sigual». Las imágenes de este género son muy populares en las
descripciones modernas de la India. Constituye casi un cliché ca
racterizar la India precisamente como ese estado de contradicción
en el que un templo antiguo se alza junto a una fábrica moderna,
o un «científico nuclear» puede comenzar el día «ofreciendo pw/a
(ofrendas religiosas) a un dios de barro».^
Tales lecturas de la relación entre la lógica del capital y la di
ferencia histórica parecen sostener el historicismo de modos dife
rentes. Según Thompson, el tiempo histórico es el periodo de espe
ra por el que el tercer mundo ha de pasar para que se cumpla la
lógica del capital. Cabe modificar tal posición mediante la tesis
del «desarrollo desigual» y establecer distinciones entre la subsun-
ción «formal» y «real» en el capital.^ Pero eso deja en pie la idea
del tiempo histórico vacío y homogéneo, pues es con respecto a un
tiempo así con el que cabría salvar la brecha entre los dos tipos de
subsunción. (En otras palabras, se asume que el capitalismo «real»
comporta subsunción «real».) O también es posible, al parecer, va
lerse de una imagen que desintegra el tiempo histórico en la para
doja estética de los indios «que viven en varios siglos a la vez».
Mi análisis de la relación entre la diferencia histórica y la ló
gica del capital pretende distanciarse de este historicismo. A con
tinuación, abordaré el concepto filosófico marxista de «capital»
para examinar en detalle dos de las nociones inseparables de la crí
tica de Marx del capital: el «trabajo abstracto» y la relación entre
capital e historia. La categoría filosófica marxista de «capital» es
global en sus aspiraciones históricas y universal en su constitu
ción. Su estructura conceptual, al menos en la propia argumen
tación de Marx, se basa en las nociones ilustradas de la igualdad
jurídica y de los derechos políticos abstractos de la ciudadanía.^ El
trabajo que es libre jurídica y políticamente -y, sin embargo, no es
84
libre socialmente- es un concepto arraigado en la categoría mar
xista del «trabajo abstracto». Así pues, la idea del «trabajo abstrac
to» combina los temas ilustrados de la libertad jurídica (derechos,
ciudadanía) y el concepto del ser humano universal y abstracto
portador de esa libertad. Y lo que es más importante, también re
sulta un concepto central en la explicación de Marx de por qué el
capital, al realizarse en plenitud a sí mismo en la historia, crea ne
cesariamente la base para su propia disolución. El examen de la
noción de «trabajo abstracto», por lo tanto, nos permite ver qué es
lo que está en juego política e intelectualmente -tanto para Marx
como para los estudiosos de su legado- en la herencia humanista
de la Ilustración europea.
La noción de «trabajo abstracto» también nos conduce a la
cuestión del modo en que la lógica del capital se vincula con el
tema déla diferencia histórica. Como es sabido, la idea de la «his
toria» era central en la comprensión filosófica del «capital» que
Marx lleva a cabo. El «trabajo abstracto» le proporcionó una ma
nera de explicar cómo el modo capitalista de producción pudo ex
traer de pueblos e historias que eran diferentes una unidad ho
mogénea y común para medir la actividad humana. De este modo,
el «trabajo abstracto» puede interpretarse como una parte de la
explicación de la manera en que la lógica del capital subsume en
su interior las diferencias de la historia. En la segunda parte de
este capítulo, sin embargo, trataré de desarrollar una distinción
que Marx estableció entre dos clases de historia: las historias
«propuestas por el capital» y las historias que no pertenecen a
los «procesos vitales» del capital. Las denominaré Historia 1 e His
toria 2, y exploraré sus diferencias para mostrar cómo puede in
terpretarse el pensamiento de Marx de forma que se oponga a la
idea de que la lógica del capital subsume las diferencias en su in
terior. Concluiré el capítulo tratando de abrir las categorías mar-
xistas a algunas reflexiones heideggerianas sobre la política de la
diversidad humana.
85
tercambio generalizado a través del cual las cosas adoptan forma
de mercancía es capaz de conectar efectivamente las diferencias que
se dan en el mundo. Es decir, el intercambio de mercancías com
porta intercarpbiar cosas que son diferentes en cuanto a su histo
ria, propiedades materiales y valor de uso. Sin embargo, se supone
que la forma de mercancía, intrínsecamente, convierte las diferen
cias en inmateriales -por más materiales que éstas sean en su apa
riencia histórica- para el propósito del intercambio. La forma de
mercancía no niega la diferencia, pero la mantiene en suspenso a
fin de que podamos intercambiar cosas tan diferentes las unas de
las otras, como camas y casas. Pero ¿cómo ocurre eso? Ésa es la
pregunta con la que Marx comienza. ¿Cómo es posible que cosas
que, en apariencia, no tienen nada en común, se constituyan en ele
mentos de una serie de intercambios capitalistas, una serie que, en
principio, Marx llega a concebir como continua e infinita?
Los lectores recordarán el debate de Mane con Aristóteles so
bre esta cuestión. Aristóteles, al abordar el asunto de la justicia,
la igualdad y la proporcionalidad en la Ética a Nicómaco, se ocu
pó de los problemas del intercambio. Sostenía que el intercambio
resultaba crucial para la formación de una comunidad. Pero una
comunidad siempre está compuesta por personas que son «dife
rentes y no iguales». Sobre el terreno, sólo hay infinitas inconmen
surabilidades. Todo individuo es diferente. Para que el intercam
bio funcione como base de la comunidad, ha de haber algún modo
de encontrar una medida común a fin de igualar lo que no es igual.
Aristóteles subraya ese imperativo: «Es preciso que se igualen [res
pecto de una medida], y por eso todas las cosas que se intercam
bian deben ser comparables de alguna manera». Sin tal medida
de equivalencia que permita la comparación, no habría intercam
bio ni, en consecuencia, comunidad.®
Aristóteles resuelve este problema apelando a la idea de «con
vención» o ley. Para él, la moneda representa esá convención: «Esto
[intercambiar bienes desiguales] viene a hacerlo la moneda, que
es en cierto modo algo intermedio porque todo lo mide [...]: cuán
tos pares de sandalias equivalen a una c a sa » .L a moneda, según
Aristóteles, representa una suerte de pacto general, una conven
ción. Una convención es, en definitiva, arbitraria, se sostiene gra
cias a la pura fuerza de la ley, que sencillamente refleja la volun
tad de la comunidad. De esta manera, Aristóteles introduce en la
discusión la nota de una voluntad política radical que, como se
86
ñala Castoriadis, está ausente del texto de El capital. En palabras
de Aristóteles: «La moneda ha venido a ser, por así decirlo, la repre
sentación de la demanda en virtud de una convención, y por eso se
llama "moneda” (nómisma), porque no es por naturaleza, sino por
ley (nomos), y está en nuestra mano cambiarla o hacerla inútil».“
El traductor al inglés de Aristóteles señala que «la palabra griega
para "dinero", "moneda" (nómisma) procede de la misma raíz que
nómos, "ley", "convención"
Marx comienza El capital con una crítica a Aristóteles. Para
Aristóteles, lo que establecía una relación de intercambio entre las
sandalias y las casas era la mera convención, «un arbitrio para re
solver una necesidad práctica», como traducía Marx. A este último
no le parecía satisfactorio pensar que el término que mediaba en
tre las diferencias de la mercancía fuese tan sólo una convención,
es decir, una expresión arbitraria de voluntad política. Refiriéndo
se al argumento aristotélico de que no puede haber «un elemento
homogéneo, es decir, una sustancia común» entre la cama (¡pare
ce que la versión de Aristóteles manejada por Marx- empleaba el
ejemplo de la cama, no de las sandalias!) y la casa, Marx pregun
ta: «¿Por qué no? En relación con la cama la casa representa algo
igual, en la medida en que representa lo que es realmente igual
tanto en la cama como en la casa. Y eso es el trabajo humano».*^^
Este trabajo humano, la sustancia común que media entre las
diferencias, es en la concepción de Marx el «trabajo abstracto»,
que describe como «el secreto de la expresión del valor». Sólo en
una sociedad en la que los valores burgueses han adquirido un es
tatus hegemónico cabe revelar este «secreto». «Sólo podía ser des
cifrado», escribe Marx, «cuando el concepto de la igualdad huma
na poseyera ya la firmeza de un prejuicio popular.» A su vez, esto
era posible sólo «en una sociedad donde la forma de mercancía
es la forma general que adopta el producto del trabajo» y en la
que, en consecuencia, «la relación entre unos y otros hombres
como poseedores de mercancías se ha convertido [...] en la rela
ción social dominante». La naturaleza esclavista de la sociedad en
la Grecia antigua, según Marx, nublaba la visión analítica de Aris-
87
tételes. Y por la misma lógica, la generalización de la igualdad con
tractual bajo la hegemonía burguesa creaba las condiciones histó
ricas para el surgimiento de las reflexiones de Marx.^'' La noción
de trabajo abstracto era, por tanto, un ejemplo particular de la no
ción del ser humano abstracto -el portador de derechos, por ejem
plo- popularizado por los filósofos ilustrados.
Esta medida común de la actividad humana, el trabajo abs
tracto, es lo que Marx contrapone a la idea del trabajo real o con
creto (que es aquello en lo que consiste toda forma particular de
trabajo). En términos sencillos, el «trabajo abstracto» remite a una
«indiferencia hacia toda clase particular de trabajo». Por sí mismo,
no constituye el capitalismo. Una sociedad «bárbara» (la expresión
es de Marx) puede estar caracterizada por la ausencia de una di
visión desarrollada del trabajo, de manera tal que sus miembros
«sean aptos por naturaleza para hacer cualquier cosa».*^^ Según la
argumentación de Marx, cabe concebir que una sociedad así ten
ga trabajo abstracto, aunque sus miembros no sean capaces de
teorizarlo. Tal actividad teorizadora sólo sería posible en el modo
capitalista de producción, en el cual la propia actividad de la abs
tracción se convirtió en la tendencia más común de todos o de la
mayoría de los otros tipos de trabajo.
Pero ¿qué es, en realidad, el trabajo abstracto? En ocasiones
Marx escribe como si el trabajo abstracto fuese un gasto puramen
te fisiológico de energía. Por ejemplo:
89
quier tipo de actividad. Pero su «indiferencia al trabajo específico»
no resultaría tan visible al análisis como en una sociedad capita
lista, porque en el caso de tales bárbaros hipotéticos, esta indife
rencia no se produciría umversalmente como una clase separada
y especializada de trabajo. Es decir, el trabajo muy concreto de abs
tracción no sería observable separadamente como característica
general de los numerosos tipos diferentes de trabajo específico que
se diesen en esa sociedad. Por otra parte, en una sociedad capita
lista el trabajo particular de abstracción se convertiría en un ele
mento de la mayoría o de todos los demás tipos de trabajo con
creto y, por ello, resultaría más visible para el observador. En
palabras de Marx: «Comúnmente, las abstracciones más generales
surgen sólo allí donde existe el desarrollo concreto más rico, don
de un elemento aparece como lo común a muchos, como lo común
a todos los elementos. Entonces, deja de poder ser pensado sola
mente bajo una forma particular».«Ese estado de cosas», añade,
«alcanza su máximo desarrollo en la forma más moderna de so
ciedad burguesa, en Estados Unidos. Aquí, pues, la abstracción de
la categoría "trabajo", el "trabajo como tal”, el trabajo puro y sim
ple, que es el punto de partida de la economía moderna, resulta
por primera vez verdadera en la práctica. »^^ Adviértase la expre
sión de Marx: «la abstracción resulta [...] verdadera [...] en la prác
tica». Marx no podría haber escrito una afirmación más clara in
dicando que el trabajo abstracto no es una entidad sustantiva, ni
trabajo fisiológico, ni una suma calculable de energía muscular y
nerviosa. Se refiere a una práctica, una actividad, una ejecución
concreta del trabajo de abstracción, semejante a lo que se hace en
las estrategias de análisis de la economía cuando se habla de una
categoría abstracta denominada «trabajo».
En ocasiones Marx se expresa como si el trabajo abstracto se
alcanzase tras un proceso consciente e intencional -de manera
muy similar a ciertos procedimientos matemáticos- de despojar
mentalmente la mercancía de sus propiedades materiales:
90
sensibles se han esfumado. [...] Con la desaparición del carác
ter útil de los productos del trabajo se desvanece también el ca
rácter útil de los trabajos representaidos en ellos y, por ende, se
desvanecen a su vez las diversas formas concretas de esos tra
bajos; éstos dejan de distinguirse, reduciéndose en su totalidad
a trabajo humano indiferenciado, a trabajo abstractamente hu
mano». 23
91
división típica del trabajo en una fábrica capitalista, los códigos
de regulación de la factoría, la relación entre la maquinaria y los
hombres, las normas estatales que regulan la organización de la
vida en la fábrica, el trabajo del capataz: todo ello constituye lo que
Marx llama la disciplina. La división del trabajo en la fábrica es
de tal naturaleza, escribe, que «genera una continuidad, una re
gularidad, un orden y sobre todo una intensidad en el trabajo, ra
dicalmente distintos de los que imperan en la artesanía inde
pendiente».^’ En pasajes que se anticipan cerca de un siglo en el
tratamiento de un tema básico de Vigilar y castigar de Foucault,
describe cómo «[l]a libreta de castigos, en manos del capataz, reem
plaza el látigo del negrero [en la organización capitalista]». «Todas
las penas», añade, «naturalmente, se resuelven en multas, en dine
ro y descuentos del salario.»’^
La legislación fabril también participa de este carácter perfor-
mativo de la abstracción disciplinaria. En primer lugar, afirma
Marx, «[djestruye todas las formas tradicionales y de transición
tras las cuales el dominio del capital todavía estaba semioculto
[...]. [E]n los talleres individuales impone la uniformidad, la re
gularidad, el orden y la economía» y, de esa manera, contribuye a
apoyar la asunción de que la actividad humana es de hecho men
surable a una escala homogénea.’®Pero es en el modo en que el
Derecho -y, a través del Derecho, el Estado y las clases capitalistas-
imagina a los obreros mediante categorías biológico-psicológicas
tales como «adultos», «varones adultos», «mujeres» y «niños», como
se lleva a cabo la tarea reduccionista de abstraer el trabajo de to
dos los tegumentos sociales que lo envuelven. Esa modalidad de
imaginación, muestra luego Marx, es también lo que estructura
desde dentro el proceso de producción. Tiñe la propia concepción
del capital de la relación entre obrero y máquina.
En el primer volumen de El capital, Marx emplea el recurso re
tórico de traer a escena lo que denomina lá «voz» del obrero a fin
de poner de manifiesto la naturaleza de su categoría «trabajo». Esa
.voz muestra el elevado grado en que las categorías de «obrero» y
de «trabajo» han sido abstraídas de los procesos sociales y psíqui
cos que, mediante el sentido común, asociamos con «lo cotidiano».
En primer lugar, dichas categorías reducen la edad, la infancia, la
salud, la fuerza, etcétera, a afirmaciones biológicas o fisiológicas,
separadas de las experiencias diversas e históricamente particula
res de envejecer, de ser niño, de gozar de buena salud, etcétera. «De
92
jando a un lado el desgaste natural por la edad, etcétera», le dice
la categoría de «obrero» de Marx al capitalista con una voz que es
también introspectiva, «mañana he de estar en condiciones de tra
bajar con la misma cantidad habitual de vigor, salud y lozanía que
hoy.» Esta abstracción significa que los «sentimientos» no forman
parte del diálogo imaginario entre el obrero abstracto y el capita
lista, quien, a su vez, también es una figura de abstracción. La voz
del trabajador afirma: «Exijo [...] una jomada laboral de duración
normal [...] sin apelar a tu corazón, ya que en asuntos de dinero
la benevolencia está totalmente de más. Bien puedes ser un ciu
dadano modelo, miembro tal vez de la sociedad protectora de ani
males y por añadidura vivir en olor de santidad, pero a la cosa que
ante mí representas no le late ningún corazón en el pecho».’®So
bre esta, figura de una entidad colectiva racional, el obrero, Marx
cimienta la cuestión de la unidad de la clase obrera, ya sea poten
cial o realizada. La cuestión de la unidad de la clase trabajadora
no es un asunto de solidaridad emocional o psíquica de los obreros
empíricos, como numerosos historiadores del trabajo humanistas-
marxistas, desde E.R Thompson en adelante, a menudo han su
puesto. El «obrero» es un sujeto abstracto y colectivo por propia
constitución.’^ Es dentro de ese sujeto colectivo y abstracto, como
nos ha recordado Gayatri Spivak, donde se desarrolla la dialéctica
de la clase-en-sí y la clase-para-sí.” Sostiene Marx que «[l]a ma
quinaria específica del periodo manufacturero sigue siendo el obre
ro colectivo mismo, formado por la combinación de numerosos
obreros individuales especializados».”
Marx constmye una historia fascinante y estimulante, aunque
fragmentaria, de la maquinaria fabril de la primera fase de la in
dustrialización inglesa. Esa historia muestra el funcionamiento de
dos procesos simultáneos en la producción capitalista, centrales
ambos en la comprensión marxista de la categoría «obrero» como
categoría abstracta, reificada. La máquina produce «[l]a subordi
nación técnica del obrero a los movimientos uniformes de los ins
trumentos de trabajo».’'^Transfiere la fuerza motriz de producción
del ser humano o el animal a la máquina, del trabajo vivo al tra
bajo muerto. Eso sólo puede producirse bajo dos condiciones: qué
el obrero sea primero reducido a su cuerpo biológico y, por tanto,
abstracto, y que los movimientos de ese cuerpo abstracto sean des
pués delimitados e individualmente diseñados dentro de la propia
forma y del movimiento de la máquina. «El capital absorbe dentro
93
de sí al trabajo», escribió Marx en sus cuadernos, citando a Goethe,
«como si tuviese el amor dentro del cuerpo. »^^ El cuerpo que la
máquina llega a poseer es el cuerpo abstracto que atribuyó al obre
ro para empegar. Escribe Marx: «La gran industria vio entorpeci
do su desarrollo pleno mientras su medio de producción caracte
rístico -la máquina misma- debía su existencia a la fuerza y la
destreza personales, dependiendo por tanto del desarrollo muscu
lar, de la agudeza visual y el virtuosismo manual con que el obre
ro especializado [...] manejaba sus minúsculos instrumentos».^^
Lina vez que la capacidad de trabajo del obrero pudo traducirse
en una serie de prácticas que abstraían lo personal de lo social, la
máquina pudo apropiarse del cuerpo abstracto propuesto por ta
les prácticas. Una de las tendencias del proceso en su totalidad era
convertir en redundante hasta el carácter humano de la capacidad
de trabajo: «pasa a ser puramente accidental que la fuerza motriz
se disfrace de músculo humano; el viento, el agua, el vapor, etcéte
ra, también podrían tomar el lugar del hombre».Al mismo tiem
po, sin embargo, el capital -según la comprensión marxista de su
lógica- no podría prescindir del trabajo vivo, humano.
94
los obreros» y afirma que la disciplina, «estas minuciosas disposi
ciones, que regulan a campanadas, con una uniformidad tan mili
tar, los periodos, límites y pausas del trabajo [...] [s]e desarrollaron
paulatinamente, como leyes naturales del modo de producción mo
derno, a partir de las condiciones dadas. Su formulación, recono
cimiento oficial y proclamación por parte del estado fueron el re
sultado de una larga lucha de clases».^® Aquí Marx no se refiere
tan sólo a una etapa histórica concreta, la transición del trabajo
artesanal al manufacturero en Inglaterra, cuando «la plena rea
lización de las tendencias del mismo [el capital] choca con múlti
ples obstáculos. [...] [incluyendo] los hábitos y la resistencia de los
obreros varones».'‘° Se refiere también a la «resistencia al capital»
como algo interno en el propio capital. Como escribe en otro tex
to, la autorreproducción del capital «se mueve en medio de contra
dicciones superadas constantemente, pero puestas también constan
temente». Añade Marx que, del solo hecho de que el capital supere
idealmente todos los límites erigidos por «las banderas y prejuicios
nacionales», «de ningún modo se desprende que los haya supera
do realmente»
¿De dónde procede tal resistencia? Muchos historiadores del
trabajo conciben la resistencia al trabajo fabril como resultado,
bien de la colisión entre los requisitos de la disciplina industrial
y los hábitos preindustriales de los obreros en la fase temprana de
la industrialización, bien de un nivel elevado de conciencia obrera
en una fase posterior. En otras palabras, la consideran resutado de
una etapa histórica particular de la producción capitalista. Marx,
por el contrario, ubica esa resistencia en la lógica misma del ca
pital. Es decir, la localiza en el «ser» estructural del capital en vez
de en su «devenir» histórico. Resulta central en su argumento lo
que conceptúa como el «despotismo del capital», que no está re
lacionado ni con la etapa histórica del capitalismo ni con la con
ciencia del obrero empírico. No sería relevante para la argumenta
ción de Marx que el país capitalista en cuestión fuese o no un país
desarrollado. La resistencia es el Otro del despotismo inherente a
la lógica del capital. Asimismo, es parte de la explicación marxis
ta de por qué, si el capitalismo se realizase plenamente alguna vez,
encamaría las condiciones de su propia disolución.
El poder del capital es autocrático, escribe Marx. La resisten
cia se origina en un proceso mediante el cual el capital se apropia
de la voluntad del trabajador. Escribe Marx: «En el código fabril
95
el capitalista formula, como un legislador privado y conforme a su
capricho, la autocracia que ejerce sobre sus obreros».'*^ Marx cali
fica esa voluntad, encarnada en la disciplina capitalista, de «pura
mente despótica», y emplea la analogía del ejército para describir
la coerción que entraña:
96
«La apropiación del trabajo vivo por el capital adquiere en la
maquinaria [...] una realidad inmediata. En primer lugar, lo
que permite a las máquinas ejecutar el mismo trabajo que an
tes efectuaba el obrero es el análisis y la aplicación -qué dima
nan directamente de la ciencia- de leyes mecánicas y químicas.
Sin embargo, el desarrollo de la maquinaria por esta vía sólo
se verifica cuando [...] el capital ha capturado y puesto a su ser
vicio todas las ciencias».'^’
97
como obsei-va Aristóteles, una mano sólo de palabra, no de he
cho.»'*® Tan sólo con la muerte se desarticula esa unidad y el cuer
po resulta presa de lás fuerzas objetivas de la naturaleza. Con la
muerte, como afirma Charles Taylor en su glosa de esta sección
de la Lógica de Hegel, «El mecanismo y el quimismo» se liberan de
la «subordinación» en la que son contenidos «mientras la vida con
tinúa».^** La vida, para utilizar la expresión de Hegel, «es una lu
cha permanente» contra la posibilidad de desmembramiento con
la cual la muerte amenaza la unidad del cuerpo vivo.^* De manera
similar, la vida, en el análisis del capital realizado por Marx, es una
«lucha permanente» contra el proceso de abstracción que consti
tuye la categoría de «trabajo». Es como si el proceso de abstrac
ción y la continua apropiación del cuerpo del trabajador en el modo
capitalista de producción amenazasen perpetuamente con efectuar
un desmembramiento de la unidad del «cuerpo vivo».
Esa unidad del cuerpo que la «vida» expresa, sin embargo, es
algo más que la unidad física de las extremidades. La «vida» im
plica una conciencia que es puramente humana en su capacidad
volitiva abstracta e innata. Esta «voluntad» encamada y peculiar
mente humana (reflejada en «el juego multilateral de los múscu
los») se niega a doblegarse ante la «subordinación técnica» bajo
la cual el capital busca constantemente situar al obrero. Escribe
Mane: «La apropiación de una voluntad ajena es supuesto de la re
lación amo-esclavo». Esa voluntad no puede pertenecer a los ani
males, pues éstos no pueden formar parte de la política del reco
nocimiento que la relación amo-esclavo hegeliana asume. Un perro
puede obedecer a un hombre, pero éste nunca tendrá la certeza de
que el perro no lo considere sencillamente como otro «perro», más
grande y vigoroso. Como afirma Marx: «el animal [...] puede [...]
servir, pero no hace a su propietario señor». La dialéctica del re
conocimiento mutuo en torno a la cual gira la relación amo-es
clavo sólo puede darse entre humanos: «La relación amo-esclavo
corresponde igualmente a esta fórmula de apropiación de los ins-
tmmentos de producción [...] se reproduce -de manera mediada-
en el capital y, de ese modo, constituye [...] un fermento para su
disolución y un emblema de su carácter limitado».^^
La crítica de Marx del capital comienza en el mismo punto en
que el capital inicia su propio proceso vital: la abstracción del tra
bajo. No obstante, tal trabajo, aunque abstracto, siempre es un
trabajo vivo. La cualidad «viva» del trabajo asegura que el capita
98
lista no ha comprado una cantidad fija de trabajo sino una «capa
cidad de trabajo» variable, y el ser «vivo» es lo que convierte este
trabajo en fuente de resistencia ante la abstracción capitalista. En
consecuencia, la tendencia por parte del capital es reemplazar, en
la medida de lo posible, el trabajo vivo por el trabajo muerto, rei-
ficado. El capital se enfrenta así a su propia contradicción: nece
sita un trabajo abstracto pero vivo como punto de partida en su
ciclo de autorreproducción, pero también precisa reducir al mí
nimo la cantidad de trabajo vivo que necesita. Por consiguiente,
el capital propenderá a desarrollar tecnología a fin de reducir esa
necesidad al mínimo. Eso es precisamente lo que creará las con
diciones necesarias para la emancipación del trabajo y la abolición
final y completa de la categoría «trabajo». Pero eso también sería
la condición para la disolución del capital: «el capital -de mane
ra totalmente impremeditada- reduce a un mínimo el trabajo hu
mano, el gasto de energías. Esto redundará en beneficio del traba
jo emancipado y es la condición de su emancipación».^^
El resto de la argumentación de Marx avanza por las líneas si
guientes. Es la tendencia del capital a reemplazar el trabajo vivo
por la ciencia y la tecnología -esto es, por la «comprensión [del
hombre] de la naturaleza y su dominio de la misma en virtud de
su presencia como cuerpo social»- lo que dará origen al desarro
llo del «individuo social», cuya mayor necesidad será «el libre de
sarrollo de las individualidades». Pues la «reducción del trabajo
necesario de la sociedad a un mínimo» correspondería a «la for
mación artística, científica, etcétera, de los individuos gracias al
tiempo, que se ha vuelto libre y a los medios creados para todos».
El capital, entonces, se revelaría como la «contradicción en proce
so» que es: al mismo tiempo apremia a «reducir a un mínimo el
tiempo de trabajo» y postula el tiempo de trabajo como «única me
dida y fuente de la riqueza». Por lo tanto, caminaría «hacia su pro
pia disolución como forma que domina la producción».^'*
Así completa Marx el bucle de su crítica del capital, que busca
un futuro más allá del capital a través de un cuidadoso análisis de
las contradicciones en la propia lógica del capital. Se sirve de la
visión de lo abstracto humano enraizada en la práctica capitalis
ta del «trabajo abstracto» para generar una crítica radical del pro
pio capital. Advierte que las sociedades burguesas en las que la
idea de la «igualdad humana» ha adquirido «la firmeza de un pre
juicio popular» le permiten emplear esa misma idea para criticar
99
las. Pero la diferencia histórica permanece negada y suspendida
en esta forma particular de crítica.
100
se torna condición previa de tal conocimiento histórico. La histo
ria, pues, ejemplifica sólo para nosotros -los investigadores- los
supuestos lógicos del capital pese a que el capital, afirmaría Marx,
necesita que esa historia real suceda, incluso si la lectura de tal
historia sólo es retrospectiva. «El hombre sólo entra en la exis
tencia cuando se alcanza cierto punto. Pero una vez que el hom
bre ha surgido, se convierte en la condición previa permanente de
la historia humana, así como en su producto y resultado perma
nentes.»^® Por consiguiente, Marx no nos proporciona tanto una
teleología de la historia como una perspectiva desde la cual leer
los archivos.
En sus anotaciones sobre «la renta y sus fuentes», recogidas y
publicadas póstumamente con el título de Teorías sobre la plusva
lía, Marx- dotó a su historia de un nombre: la denominó el antece
dente del capital «propuesto por sí mismo». Aquí, el trabajo libre
es tanto una condición previa de la producción capitalista como su
«resultado invariable».®^ Ésta es la historia universal y necesaria
que asociamos con el capital. Constituye el núcleo de los relatos
usuales sobre la transición al modo capitalista de producción. De
nominaremos a esta historia -un pasado postulado por el propio
capital como su condición previa-Historia 1.
Marx opone a la Historia 1 otro tipo de, pasado que llamaremos
Historia 2. Los elementos de tal Historia 2, señala Marx, consti
tuyen también «antecedentes» del capital, puesto que el capital «se
encuentra con ellos en tanto que antecedentes», pero -y aquí está
la distinción fundamental que pretendo subrayar- «no como ante
cedentes establecidos por sí mismos, no como formas de su pro
pio proceso vital».®° Afirmar que algo no pertenece al proceso vital
del capital comporta sostener que no contribuye a la autorrepro-
ducción del capital. Así pues, interpreto que para Marx los «an
tecedentes del capital» no son sólo las relaciones que integran la
Historia 1, sino también otras relaciones que no conllevan la re
producción de la lógica del capital. Sólo la Historia 1 es el pasado
«establecido» por el capital, porque la Historia 1 conlleva la repro
ducción de las relaciones capitalistas. Marx acepta, en otras pala
bras, que el universo total de los pasados con que se encuentra el
capital es mayor que la suma de los elementos en que se cumplen
los presupuestos lógicos del capital.
Los ejemplos del propio Marx de la Historia 2 sorprenden al lec
tor. Se trata del dinero y la mercancía, dos elementos sin los cua
101
les el capital ni siquiera puede ser concebido. En una ocasión Marx
describió la forma de la mercancía como algo perteneciente a la
estructura «celular» del capital. Y sin dinero no habría un inter
cambio generalizado de mercancías.^' Sin embargo, Marx parece
sugerir que entidades tan cercanas y necesarias para el funciona
miento del capital como el dinero y la mercancía no guardan ne
cesariamente ningún nexo natural ni con el proceso vital del ca
pital ni con el pasado postulado por el mismo. Marx reconoce la
posibilidad de que el dinero y la mercancía, en cuanto relaciones,
hubiesen existido en la historia sin haber originado necesariamen
te el capital. Dado que no suponen de manera necesaria el capital,
constituyen el tipo de pasado que he denominado Historia 2. Este
ejemplo de la heterogeneidad que Marx ve en la historia del dine
ro y la mercancía muestra que las relaciones que no contribuyen
a la reproducción de la lógica del capital pueden estar íntima
mente entrelazadas con las relaciones que sí lo hacen. El capital,
dice Marx, ha de destruir aquel grupo de relaciones en cuanto for
mas independientes y someterlas a sí mismo (utilizando, si es ne
cesario, la violencia, esto es, el poder del Estado):
102
sin embargo, que la subordinación de las Historias 2 a la lógica del
capital sea completa. Ciertamente, Marx caracterizó la sociedad
burguesa como un «desarrollo contradictorio»: «relaciones perte
necientes a formas de sociedad anteriores aparecen en ella sólo de
manera enteramente atrofiada o incluso disfrazadas». Pero, al mis
mo tiempo, caracterizó algunos de estos «vestigios» de «formas de
sociedad pasadas» como «aún no conquistados», señalando me
diante esta metáfora de conquista que el espacio de «superviven
cia» de lo que parece pre o no capitalista podría ser el espacio de
una lucha continua.^^ Hay, desde luego, cierto grado de ambigüe
dad semántica y un equívoco relativo al tiempo en este fragmento
de Marx. Las palabras «aún no conquistados», ¿se refieren a algo
que «todavía no ha sido conquistado» o a algo que es en principio
«inconquistable» ?
Hemos de mantenernos alerta ante ciertas ambigüedades de la
prosa de Marx o, incluso, hacer buen uso de las mismas. A prime
ra vista, da la impresión de que Marx ofrece una lectura histori-
cista, una versión de lo que denominé «relato de transición» en el
capítulo anterior. Sus categorías «no'capitalista» o «no trabajador»,
por ejemplo, parecen pertenecer de plano al proceso del devenir
del capital, a una fase en que éste «aún no se halla en el ser, sino
tan sólo en el devenir».^'' Adviértase, sin embargo, la ambigüedad
de esta frase; ¿a qué tipo de espacio temporal señala este «aún no»?
Si se interpreta «aún no» como parte del léxico del historiador, se
sigue el historicismo. Nos conduce a la idea de la historia como
sala de espera, un periodo necesario para la transición al capita
lismo en todo momento y lugar concretos. Éste es el periodo al que,
como he mencionado, se suele relegar al tercer mundo.
Pero el propio Marx nos previene contra las concepciones del
capital que ponen el acento en lo histórico a expensas de lo estruc
tural o lo filosófico. Las barreras al capital, nos recuerda, son «su
peradas constantemente pero [son] colocadas también constante
mente».^^ Parece que el «aún no» es lo que hace que el capital siga
avanzando. Añadiré más comentarios en el capítulo final en torno
a las maneras no historicistas de concebir la estructura del «aún
no». Por el momento, permítaseme señalar que el propio Marx
nos autoriza a entender la expresión «aún no» de modo decons
tructivo, como referencia a un proceso de aplazamiento inheren
te al propio ser (esto es, a su lógica) del capital. El «devenir», la
cuestión del pasado del capital, no tiene que concebirse como un
103
proceso externo y previo a su «ser». Si describimos el «devenir»
como el pasado postulado por la propia categoría de «capital», ha
cemos que el «ser» sea lógicamente anterior al «devenir». En otras
palabras, la Historia 1 y la Historia 2, consideradas conjuntamen
te, destruyen la habitual distinción topológica de exterior e interior
que marca los debates sobre si se puede decir que el mundo ente
ro ha caído bajo el dominio del capitalismo. La diferencia, en esta
concepción, no es algo externo al capital. Tampoco es algo subsu
mido en él. Convive en relaciones íntimas y plurales con el capi
tal, vínculos que van desde la oposición a la neutralidad.
Sugiero que ésta es la posibilidad que las ideas de Marx, poco
desarrolladas, sobre la Historia 2 nos incitan a considerar. La His
toria 2 no suscribe un programa de escritura de historias que sean
alternativas a los relatos del capital. Es decir, las Historias 2 no cons
tituyen un Otro dialéctico de la lógica necesaria de la Historia 1.
Ello supondría subsumir la Historia 2 en la Historia 1. Resulta más
útil ver en la Historia 2 una categoría cuya función es interrumpir
constantemente los impulsos totalizadores de la Historia 1.
Permítaseme ilustrar este punto con una fábula lógica en tor
no a la categoría de «capacidad de trabajo». Imaginemos la en
camación de la capacidad de trabajo, el trabajador o trabajadora,
cmzando la puerta de la fábrica todas las mañanas a las ocho y sa
liendo todas las tardes a las cinco, después de háber entregado sus
habituales ocho horas diarias al servicio del capitalista (con una
hora de descanso para comer). El contrato legal -el contrato sa
larial- rige y define esas horas. Ahora, según mi exposición de las
Historias 1 y 2, cabe decir que ese obrero u obrera lleva consigo,
cada mañana, prácticas que encaman esos dos tipos de pasado, la
Historia 1 y la Historia 2. La Historia 1 es el pasado inherente a
la estmctura del ser del capital. Es un hecho que el obrero u obre
ra en la fábrica representa una separación histórica entre su capa
cidad de trabajo y las hemamientas de producción necesarias (que
ahora pertenecen al capitalista), mostrando así que él o eUa encar
na una historia que ha realizado esta precondición lógica del ca
pital. Ese trabajador, por lo tanto, no representa negación alguna de
la historia universal del capital. Todo lo que he dicho sobre el «tra
bajo abstracto» se le puede aplicar.
Mientras cruza la puerta de la fábrica, sin embargo, mi tra
bajador imaginario también representa otros géneros de pasado.
Puede que tales pasados, agmpados en mi análisis como Historia 2,
104
estén bajo el dominio institucional de la lógica del capital y que
existan en relaciones de proximidad con la misma, pero que al
mismo tiempo no pertenezcan al «proceso vital» del capital. Per
miten ,al portador humano de capacidad de trabajo llevar a cabo
otros modos de ser en el mundo, es decir, además de ser portador
de capacidad de trabajo. No podemos albergcir la esperanza de con
seguir alguna vez una descripción completa o plena de tales pasa
dos. Se encarnan en parte en los hábitos corporales de la persona,
en prácticas colectivas inconscientes, en sus reflexiones sobre lo
que significa relacionarse con los objetos del mundo en tanto ser
humano y con el conjunto de los otros seres humanos en el entor
no que le ha sido dado. Nada de ello se alinea automáticamente
con la lógica del capital.
El proceso disciplinario en la fábrica pretende, en parte, con
seguir el sometimiento-destrucción de la Historia 2. El capital, la
abstracta categoría de Marx, le dice al obrero: «Quiero reducirte a
puro trabajo vivo -energía muscular más conciencia- las ocho ho
ras durante las cuales he comprado tu capacidad de trabajo. Quie^
ro llevar a cabo una separación entre tu personalidad (es decir, las
historias personales y colectivas que encarnas) y tu voluntad (que
es una característica de la conciencia pura). Mi maquinaria y el
sistema de disciplina se encargan de asegurar que esto suceda.
Cuando trabajes con la maquinaria que representa el trabajo ob
jetivado, quiero que seas trabajo vivo, un haz de músculos y ner
vios y cpnciencia, pero desprovisto de toda memoria excepto la re
lativa a las destrezas precisas para el trabajo». «La maquinaria
exige», como lo expresó Hoiidieimer en su famosa crítica de la ra
zón instrumental, «el tipo de mentalidad que se concentra en el
presente y puede prescindir de la memoria y las divagaciones de
la imaginación.»^^ En la medida en que tanto los pasados distan
tes como los inmediatos del obrero -incluyendo el trabajo de sin
dicación y ciudadanía- lo preparan para ser la figura postulada
por el capital como su propia condición y contradicción, tcdes pa
sados efectivamente constituyen la Historia 1. Pero la idea de la
Historia 2 sugiere que hasta en el espacio, abstracto y abstrayen
te, de la fábrica que el capital crea, se darán modos de ser huma
no que no se presten a la reproducción de la lógica del capital.
Sería un error pensar en la Historia 2 (o las Historias 2) como
necesariamente precapitalista o feudal o, incluso, intrípsecamente
incompatible con el capital. Si ése fuera el caso, sería imposible que
105
los humanos se sintiesen a gusto -que habitasen- en el dominio
del capital, no habría espacio para el disfrute, el juego del deseo,
ni la seducción de la mercancía.^’ El capital, en ese caso, sería ver
daderamente un ejemplo de falta de libertad total y absoluta. La
idea de la Historia 2 nos permite dejar espacio, en el propio aná
lisis de Marx del capital, para la política de la pertenencia y la di
versidad humanas. Nos proporciona una base sobre la cual apoyar
nuestras ideas acerca de las múltiples formas de ser humano y de
la relación de las mismas con la lógica global del capital. Pero el
propio Marx no reflexiona sobre esta cuestión, si bien su método,
si mi argumentación es válida, nos permite reconocerla. Hay una
zona oscura, a mi parecer, en su método: el problema del estatus
de la categoría de «valor de uso» en sus reflexiones sobre el valor.^®
Permítaseme explicarlo.
Consideremos, por ejemplo, el pasaje en Elementos fundamen
tales para la crítica de la economía política en el que Marx se ocu
pa, aunque brevemente, de la diferencia entre hacer un piano y
tocarlo. Debido a su compromiso con la idea de «trabajo produc
tivo», Marx juzga necesario teorizar el trabajo del constructor del
piano sobre la base de su contribución a la creación de valor. Pero
¿qué sucede con el trabajo del pianista? Para Marx, pertenece a la
categoría de «trabajo improductivo» que tomó (y desarrolló) de
sus predecesores en la economía política.^® Leamos el pasaje re
levante:
106
Éste es el punto en que en mayor medida se acerca Marx a una
intuición heideggeriana sobre los seres humanos y su relación con
los útiles. Reconoce que nuestro sentido musical se halla satisfe
cho con la música que el pianista produce. Incluso avanza un paso
más al decir que, de hecho -y «en cierta manera»-, la música del
pianista también «produce» ese sentido. En otras palabras, en la
relación íntima y mutuamente productiva entre el propio sentido
musical y formas particulares de música se captura la cuestión de
la diferencia histórica, de los modos en que la Historia 1 siempre
es modificada por las Historias 2. No todos tenemos el mismo sen
tido musical. Es más, tal sentido suele desarrollarse sin que noso-
tros-mismos lo sepamos. Esa relación histórica pero no deliberada
entre una música y el sentido musical que ha ayudado a «producir»
-no me gusta la prioridad asumida de la música sobre el sentido,
pero continuemos- es como la relación entre los seres humanos
y los útiles que Heidegger denomina «ser a la mano»: las relacio
nes cotidianas, preanalíticas, no objetivadoras que establecemos
con los útiles, relaciones fundamentales para el proceso de hacer
un mundo a partir de esta tierra. Esta relación correspondería a
la Historia 2. Heidegger no minimiza la importancia de las rela
ciones objetivadoras (la Historia 1 encajaría aquí) -llamadas en
la prosa de su traductor «ser-ante-los-ojos»-, pero en un marco
de comprensión propiamente heideggeriano, tanto el ser-ante-los-
ojos como el ser a la mano conservan su importancia; uno no gana
primacía epistemológica sobre el otro.^^ La Historia 2 no puede
negarse a sí misma dentro de la Historia 1.
Pero veamos lo que ocurre en el pasaje citado. Marx reconoce
y a la vez deja de lado debido a su irrelevancia la actividad que pro
duce música. Para sus propósitos, no es más que «el trabajo del
orate que produce fantasmagorías». Sin embargo, tal analogía en
tre la música y la fantasmagoría del orate es perniciosa. Lo que
oculta a la vista es lo que el propio Marx nos ha ayudado a ver:
las historias que el capital, en todas partes -incluido Occidente-,
encuentra como antecedentes suyos, las cuales no pertenecen a
su proceso vital. La música puede formar parte de tales historias
pese a su posterior mercantilización porque forma parte de los me
dios gracias a los que hacemos nuestros «mundos» a partir de esta
tierra. El «orate», cabría afirmar como contraste, es «pobre de mun
dos». Saca a la luz con gran fuerza el problema de la pertenencia
107
humana. La triste figura de las personas sin techo, a menudo en
fermas mentales, de las calles de las ciudades estadounidenses, per
sonas desastradas y solitarias que empujan hacia ninguna parte
carros llenos de surtidos azarosos de objetos rotos e inservibles,
¿no retratan dramáticamente, esas personas y sus supuestas po
sesiones, la crisis de la pertenencia óntica a la que el «orate» del
capitalismo tardío está abocado? La analogía que establece Marx
entre el trabajo de un pianista y el de la producción de las fantas
magorías de un orate muestra cómo la cuestión de la Historia 2
aparece de modo pasajero en su análisis del capital. Se aleja de sus
pensamientos casi en cuanto se revela.
Si mi argumentación es correcta, resultará importante reco
nocer en la explicación histórica cierta indeterminación que aho
ra podemos ver en las palabras de Thompson citadas al comien
zo de este capítulo: «Sin disciplina temporal no podríamos tener
la infatigable energía del hombre industrial; y esta disciplina, ven
ga en fonna de metodismo, estalinismo o nacionalismo, llegará al
mundo en desarrollo». Si toda historia empírica del modo capita
lista de producción es la Historia 1 modificada, de maneras múlti
ples y no necesariamente documentables, por las Historias 2, una
cuestión fundamental en tomo al capital habrá de permanecer his
tóricamente indecidible. Incluso si las predicciones de Thompson
se cumpliesen, y un lugar como la India repentina e inesperada
mente se jactase de contar con seres humanos tan reacios a la
«pereza» como son, supuestamente, quienes profesan la ética pro
testante, seguiríamos sin ser capaces de decidir una cuestión sin
albergar duda alguna. Nunca sabríamos con certeza si esta condi
ción se había producido porque la disciplina temporal documen
tada por Thompson es una característica genuinamente universal
y funcional del capital, o si el capitalismo mundial representó una
globalización forzada de un fragmento particular de la historia
europea en el que la ética protestante se convirtió en un valor. El
triunfo de la ética protestante, por más global que fuese, no sería
ciertamente el triunfo de un universal. La cuestión de si los requi
sitos aparentemente generales y funcionales del capital represen
tan compromisos específicamente europeos entre la Historia 1 y las
Historias 2 es, más allá de cierto punto, una cuestión indecidible.
El tema de la «eficiencia» y de la «pereza» constituye un buen ejem
plo. Sabemos, por ejemplo, que ni siquiera después de años de coer
ción estalinista, nacionalista y del libre mercado, hemos consegui
108
do liberar al mundo capitalista del tema omnipresente de la «pe
reza». Ha seguido constituyendo una acusación dirigida siempre
a uno ü otro grupo, desde el comienzo mismo de la forma particu
lar que el capital adoptó en Europa occidental.^^
Ninguna forma histórica del capital, por más global que sea
su alcance, puede ser nunca un universal. Ningún capital global
(ni siquiera local, en realidád) puede representar nunca la lógica
universal del capital, pues toda forma históricamente disponible
del capital es un compromiso provisional compuesto por la His
toria 1 modificada por las Historias 2 de alguien. Lo universal, en
ese caso, sólo puede existir en tanto que poseedor de un lugar, lu
gar que siempre es usurpado por un particular histórico que pre
tende presentarse como lo universal. Esto no significa que haya
que renunciar a los universales consagrados en el racionalismo o
el humanismo posilustrados. La crítica inmanente del capital efec
tuada por Marx fue posible precisamente por las características
universales que advirtió en la propia categoría de «capital», Sin esa
interpretación, sólo cabe realizar críticas particulares del capital.
Pero una crítica particular, por definición, no puede ser una crí
tica del «capital», pues tal crítica no podría tomar como objeto al
«capital». Entender la categoría de «capital» supone entender su
constitución universal. Mi lectura de Marx de ninguna manera ob
via esa necesidad de compromiso con el universal. Lo que he pro
curado hacer es oñ^ecer una lectura en la cual la misma catego
ría de «capital» se convierta en un espacio en que tanto la historia
universal del capital como la política de la pertenencia humana
tengan la posibilidad de interrumpir mutuamente sus respectivos
relatos.
El capital es una categoría histórico-filosófica, esto es, la dife
rencia histórica no es externa, sino esencial en ella. Sus historias
son la Historia 1 esencial pero irregularmente modificada por His
torias 2, más numerosas pero menos fuertes. Las historias del ca
pital, en este sentido, no pueden evitar la política de las diversas
maneras de ser humano. El capital aporta a toda historia algunos
de los temas universales de la Ilustración europea pero, sometido
a examen, lo universal resulta ser poseedor de un espacio vacío
cuyo borroso contorno se vuelve apenas visible sólo cuando un re
presentante, un particular, usurpa su.posición, en un gesto de pre-
tenciosidad y dominio. Y, a mi parecer, ésa es la política, infatiga
ble e ineludible, de la diferencia histórica a la que el capital global
109
nos remite. Al mismo tiempo, la lucha por colocar en el lugar, siem
pre vacío, de la Historia 1 otras historias con las que tratamos de
modificar y domesticar esa vacía historia universal postulada por
la lógica del capital, trae atisbos, a su vez, de esa historia univer
sal a nuestras prácticas vitales diversas.
El proceso resultante es lo que los historiadores suelen descri
bir como la «transición al capitalismo». Esa transición es también
un proceso de traducción de diversos mundos vitales y horizontes
conceptuales propios del ser humano a las categorías del pensa
miento ilustrado inherentes a la lógica del capital. Pensar la histo
ria de la India en función de categorías marxistas supone tradu
cir a tales categorías los archivos existentes del pensamiento y de
las prácticas relativas a las relaciones humanas en el subcontinen
te; pero también comporta modificar estos pensamientos y prácti
cas con el auxilio de aquellas categorías. La política de la traduc
ción implicada en este proceso funciona en ambas direcciones. La
traducción hace posible la emergencia del lenguaje universal de
las ciencias sociales. Pero, de igual modo, debe posibilitar el pro
yecto de acercamiento a las categorías de las ciencias sociales des
de ambos lados del proceso de traducción, a fin de dejar espacio
a dos géneros de historia. Uno está compuesto por historias analí
ticas que, mediante las categorías de abstracción del capital, tien
den finalmente a hacer que todos los lugares sean intercambiables
entre sí. La Historia 1 es eso, historia analítica. Pero la noción de
la Historia 2 nos señala relatos más afectivos de la pertenencia hu
mana en los que las formas de vida, aunque permeables entre sí,
no parecen intercambiables mediante un tercer término de equi
valencia tal como el trabajo abstracto. La traducción-transición al
capitalismo en el modo de la Historia 1 implica el funcionamiento
de tres términos, de los cuales el tercero expresa la medida de equi
valencia que posibilita el intercambio generalizado. Pero explorar
esta traducción-transición en el registro de la Historia 2 supone
concebir tal traducción como una transacción entre dos categorías
sin que otra tercera categoría se interponga. La traducción aquí
es más un trueque que un proceso de intercambió generalizado.
Hemos de pensar en los términos de ambos modos de traducción
simultáneamente, pues juntos constituyen la condición de posibi
lidad de la globalización del capital a través de las historias diver
sas, permeables y contradictorias de la pertenencia humana. Pero
la globalización del capital no es lo mismo que la universalización
lio
del capital. La globalización no significa que la Historia 1, la ló
gica universal y necesaria del capital tan esencial en la crítica de
Marx, se haya realizado. Lo que interrumpe y aplaza la autorrea-
lización del capital son las diversas Historias 2 que siempre mo
difican la Historia 1, colocando así los cimientos para defender
la diferencia histórica.
111
La traducción de los mundos de la vida
al trabajo y a la historia
Fernand Braudel
Giorgio Agamben
112
balternos del agudo sentido de justicia social que dio origen al
proyecto violaría el espíritu que otorga a este mismo proyecto su
sentido de compromiso y su energía intelectual. De hecho, cabría
afirmar que ello violaría la historia de la prosa realista en la India,
dado que puede alegarse legítimamente que la administración de
justicia por parte de las instituciones modernas exige que conci
bamos el mundo mediante los lenguajes de las ciencias sociales,
es decir, como desencantado.
El tiempo de la historia
113
el tiempo del estado, entre otros. Pero todos esos tiempos, ya sean
cíclicos o lineales, rápidos o lentos, no son tratados normalmen
te como parte de un sistema de convenciones, un código cultural
de representación, sino como algo más objetivo, algo que perte
nece a la propia «naturaleza». Esta división naturaleza-cultura se
torna evidente cuando nos fijamos en los empleos decimonónicos
de la arqueología, por ejemplo, para fechar historias que no sus
citaban un fácil consenso a la hora de determinar su cronología.
No es que los historiadores y los filósofos de la historia des
conozcan lugares comunes tan extendidos como la afirmación de
que la conciencia histórica moderna, o en realidad la historia aca
démica, son géneros de origen reciente (como efectivamente lo
son las concepciones de las ciencias modernas). Tampoco se han
quedado rezagados en el reconocimiento de los cambios que tales
géneros han experimentado desde sus inicios.^ Sin embargo, el na
turalismo del tiempo histórico estriba en la creencia de que todo
puede ser historiado. De este modo, aunque el carácter no natural
de la disciplina de la historia se da por sentado, la supuesta apli-
cabilidad universal de su método conlleva la asunción adicional
de que siempre resulta posible situar personas, lugares y objetos en
una corriente, naturalmente existente y continua, de tiempo histó
rico.^ Así, independientemente de la comprensión de la tempora
lidad de una sociedad, un historiador siempre podrá producir una
línea temporal para el mundo, en la cual durante cualquier seg
mento temporal dado, los acontecimientos en las áreas X, Y y Z
puedan nombrarse. Da igual si alguna de tales áreas está habitada
por pueblos como los hawaianos o los hindúes, quienes, según al
gunos, no tenían un «sentido cronológico de la historia» -en cuan
to diferente de otras formas de memoria y de comprensión de la
historicidad- antes de la llegada de los europeos. En contra de
lo que ellos mismos quizás hayan pensado y con independencia
de cómo hayan organizado sus recuerdos, el historiador tiene la
capacidad de colocarlos en un tiempo que, cabe suponer, todos he
mos compartido, de forma consciente o no. Por consiguiente, la
historia como código invoca un tiempo natural, homogéneo, secu
lar, de calendario, sin el cual la historia de la evolución-civilización
humana -es decir, una historia humana única- no puede contarse.
En otras palabras, el código del calendario secular que enmarca la
explicación histórica conlleva el siguiente postulado: que las per
sonas existen en el tiempo histórico, al margen de su cultura o de
114
su conciencia. Por ello siempre es posible descubrir la «historia»
(pongamos, por ejemplo, tras el contacto europeo) incluso si uno
no era consciente de su existencia en el pasado. Se supone que la
historia existe del mismo modo que la Tierra.
Yo parto del supuesto de que, por el contrario, este tiempo, el
código básico de la historia, no pertenece a la naturaleza, es de
cir, no es completamente independiente de los sistemas humanos
de representación. Representa una formación particular del sujeto
moderno. Esto no equivale a afirmar que tal concepción del tiem
po sea falsa o que pueda abandonarse a voluntad. Pero está claro
que el tipo de correspondencia que existe entre nuestros mundos
sensibles y la imagen newtoniana del universo, entre nuestra ex
periencia del tiempo secular y el tiempo de la física, se resquebra
ja en muchos constructos poseinsteinianos. En el universo neudo-
niano, al igual que en la imaginación histórica, los acontecimientos
son más o menos separables de su descripción; lo fáctico se con
sidera traducible de la matemática a la prosa o entre idiomas dis
tintos. Así pues, un manual elemental sobre la física newtoniana
puede redactarse de principio a fin con el alfabeto y los numera
les bengalíes, empleando un mínimo de signos matemáticos. Aho
ra bien, esto no sucede con la física poseinsteiniana: el lenguaje
se disloca con violencia al tratar de transmitir en prosa la concep
ción matemática contenida en una expresión como «espacio cur
vo» (pues, pensando desde el sentido común, ¿en dónde existiría
tal espacio si no en el espacio mismo?). En este caso, cabría decir
que la asunción de traducibilidad no se mantiene, que como me
jor se aprende la concepción de la física de Einstein es mediante
el lenguaje de su matemática, pues estamos hablando de un uni
verso de acontecimientos en el cual éstos no pueden separarse de
su descripción. La física moderna, podría decirse, dio el giro lin
güístico a principios del siglo pasado. La cosmología poseinstei
niana, como lo expresa el físico Paul Davis, es comprensible mate
máticamente' sólo mientras no intentemos adoptar una «visión de
ojo divino» del universo (o sea, en la medida en que uno no pre
tenda totalizar o ver un «todo»). «He crecido acostumbrado al tra
to con el extraño y maravilloso mundo de la relatividad», escribe
Davis. «Las nociones de deformaciones espaciales, distorsiones
en el tiempo y el éspacio y universos múltiples se han converti
do en utensilios cotidianos de la extraña actividad de la física teó
rica [...]. Creo que la realidad que expone la física moderna es fun-
115
danientalmente ajena a la mente humana y que desafía toda capa
cidad de visualización directa.»'*
Puede que los historiadores que trabajan después del denomi
nado giro lingüístico ya no crean que los acontecimientos resul
tan plenamente accesibles por medio del lenguaje, pero los más
sensatos entre ellos se afanarían por evitar la locura recurriendo
a versiones más débiles de esta postura. Como se expresa en el re
ciente libro La verdad sobre la historia, los historiadores, en la es
tela de la posmodernidad, trabajan orientados hacia un ideal de
«verdades plausibles», aproximaciones a los hechos sobre las que
todos podamos concordar incluso después de que se haya probado
que el lenguaje y las representaciones siempre forman una (¿del
gada?) lámina entre nosotros y el mundo (del mismo modo que
podemos prácticamente desestimar las aportaciones de la física
de Einstein o cuántica al efectuar nuestros movimientos de la vida
diaria). Vale la pena luchar por el ideal, más elevado, de la tradu-
cibilidad entre lenguas diferentes -así por ejemplo, la historia viet
namita al bengalí- incluso aunque el lenguaje siempre frustre el
intento. Ese ideal -un newtonianismo modificado- constituye, des
de la perspectiva de los autores del texto, la protección del histo
riador frente a la auténtica locura del discurso posmodemo y del
relativismo cultural sobre la «intraducibilidad», la «inconmensu
rabilidad» y otros conceptos por el estilo.^
A diferencia del mundo del físico Paul Davis, por lo tanto, en
la disciplina de la historia la concepción de la realidad depende
de las capacidades de «la mente humana», de sus poderes de vi
sualización. El empleo del artículo definido -«la mente humana»-
resulta fundamental aquí, pues esta realidad aspira a alcanzar un
estatus de transparencia respecto de las lenguas humanas particu
lares, un ideal de objetividad sustentado por la ciencia newtonia-
na en el cual la traducción entre idiomas diferentes es mediada por
el propio lenguaje superior de la ciencia. Así, tanto pañi en hindi
como «agua» en español pueden ser mediados por HjO. Huelga
decir que únicamente el lenguaje superior es capaz de apreciar, ya
que no de expresar, las capacidades de «la mente humana». Yo su
geriría que la idea de un tiempo sin dios, continuo, vacío y homo
géneo, que la historia comparte con las demás ciencias sociales y
la filosofía política moderna como un elemento básico, pertenece
a este modelo de un lenguaje superior y abarcador. Representa una
estructura de generalidad, una aspiración a lo científico, arraiga-
:
'''
116
das en los diálogos que dan por sentada la conciencia histórica
moderna.
De manera que la propuesta de intraducibilidad radical plan
tea un problema a las categorías universales que sostienen la tarea
del historiador. Pero también se trata de un falso problema crea
do por la naturaleza del propio universal, que pretende funcionar
como una construcción general adventicia que media entre todos
los particulares que haya en juego. El código secular del tiempo
histórico y humanista -es decir, un tiempo despojado de dioses y
espíritus- es uno de esos universales. Las pretensiones de agencia
en nombre de lo religioso, lo sobrenatural, lo divino y lo fantas
mal han de ser mediadas por ese universal. El historiador de las
ciencias sociales presupone que los contextos explican los dioses
concretos: si todos pudiéramos encontrarnos en un mismo con
texto, tendríamos los mismos dioses. Pero tropezamos con un obs
táculo. Si bien cabe garantizar la identidad de nuestras ciencias en
todo el mundo, la identidad de nuestros dioses y espíritus ño po
dría probarse de la misma manera objetiva (pese a las protestas de
los bienintencionados de que todas las religiones hablan del mis
mo Dios). Así pues, podría decirse que, aunque las ciencias signi
fican cierto tipo de identidad en nuestra comprensión del mundo
en culturas distintas, los dioses significan diferencias (dejando de
lado, por el momento, la historia de la conversión, que abordaré
brevemente en una sección posterior). Por consiguiente, escribir
sobre la presencia de dioses y espíritus en el lenguaje secular de la
historia o la sociología sería como traducir a una lengua univer
sal aquello que pertenece a un terreno de diferencias.
La historia del trabajo en Asia meridional brinda un ejemplo in
teresante de este problema. Las palabras «trabajo» o «labor» están
profundamente involucradas en la producción de sociologías uni
versales. El trabajo es una de las categorías clave en la concepción
del propio capitalismo. De la misma manera en que concebimos el
capitalismo emergiendo en toda suerte de contextos, también ima
ginamos la categoría moderna «trabajo» o «labor» surgiendo en
todo tipo de historias. Esto es lo que posibilita los estudios dentro
del género familiar de «historia del trabajo en...». En este sentido,
el trabajo o la labor tienen el mismo estatus en mi planteamiento
del problema que H2O en la relación entre «agua» y pañi. Sin em
bargo, es un hecho que el término moderno «trabajo^>, como todo
historiador del trabajo en la India sabe, traduce a una categoría ge
117
neral gran cantidad de palabras y prácticas con asociaciones di
vergentes y diferentes. La cuestión se complica aún más por el he
cho de que en una sociedad como la india, la actividad humana,
(incluyendo lo que se consideraría, desde el punto de vista socio
lógico, trabajo) se asocia a menudo con la presencia y agencia de
dioses y espíritus en el proceso mismo del trabajo. El hathiyar puja
o «culto de las herramientas», por ejemplo, es un festival familiar y
común en muchas fábricas del norte de la India. ¿Cómo aborda
mos nosotros -me refiero a los narradores de los pasados de las
clases subalternas de la India- este problema de la presencia de
lo divino o lo sobrenatural en la historia del trabajo en la medida
en que plasmamos este mundo encantado en nuestra prosa desen
cantada, plasmación necesaria, hemos de aclarar, en pro de la jus
ticia social? ¿Y cómo, al realizarlo, logramos que el subalterno (en
cuya actividad se presentan dioses o espíritus) siga siendo sujeto
de sus historias? Trataré esta cuestión mediante el examen de la
obra de tres historiadores del proyecto de Estudios Subalternos
que han producido fragmentos de historias del trabajo en el con
texto de la «transición capitalista» en la India; Gyan Prakash, Gyan
Pandey y yo mismo. Confío en que mi exposición contribuya al de
bate sobre la tarea historiográfica en general.
118
Esta festividad se celebra en numerosas localidades del norte
de la India como una fiesta pública para la clase obrera, en un día
cuyo nombre procede del dios ingeniero Vishvakarma.’ ¿Cómo in
terpretarla? Este día se ha convertido en la actualidad en una fies
ta pública en la India, de manera que, evidentemente, ha tenido que
pasar por un proceso de negociación entre los empleadores, los tra
bajadores y el Estado. Cabría también sugerir que, en la medida
en que las ideas de recreo y ocio pertenecen a un discurso acerca
de lo que hace que el trabajo sea eficiente y productivo, esta fiesta
«religiosa» pertenece al proceso mediante el cual el trabajo se ges
tiona y disciplina y, en consecuencia, es parte de la historia del sur
gimiento del trabajo abstracto en forma de mercancía. La misma
naturaleza pública de la fiesta muestra que se ha inscrito dentro de
un calendario emergente nacional y secular de la producción. Se
podría generar así un relato secular concerniente a toda fiesta re
ligiosa de la clase obrera, en cualquier sitio. Podríamos considerar
bajo esta misma luz la Navidad o el festival musulmán del Id. La
diferencia entre el puja (culto) de Vishvakarma y la Navidad o el
Id se explicaría entonces antropológicamente, es decir, postulando
.otro código maestro -«cultura» o «religión»- constante y universal.
Las diferencias entre las religiones son, por definición, incapaces
de llevar la categoría maestra «cultura» o «religión» a ningún gé
nero de crisis. Sabemos que tales categorías son problemáticas,
que no todas las personas tienen lo que se denomina «cultura» o
«religión» en los sentidos que estas palabras poseen en inglés, pero
hemos de conducirnos como si esta limitación careciese de espe
cial trascendencia. Así es exactamente como traté este episodio en
mi propio libro. La erupción del puja de Vishvalcarma interrumpien
do el ritmo de la producción no constituía amenazq alguna a mi
marxismo ni a mi secularismo. Como muchos de mis colegas his
toriadores del trabajo, interpretaba el culto a la maquinaria -un
hecho cotidiano de la vida en la India, desde el culto a los taxis y
a las calesas de motor, hasta la veneración de minibuses y tornos-
como una «política de seguro» contra accidentes y contingencias.
El hecho de que en la denominada imaginación religiosa (así como
en el lenguaje) la redundancia -el enorme y, desde un punto de vis
ta estrictamente funcionalista, innecesariamente elaborado aparato
de iconografía y rituales- demostrase la pobreza de un acercamien
to puramente funcionalista nunca me disuadió de mi relato secu
lar. La pregunta de si los obreros tenían o no una creencia cons-
119
cíente o doctrinal en los dioses y los espíritus también estaba des
caminada; después de todo, los dioses son tan reales como la ideo
logía, es decir, están arraigados en las prácticas.® Lo más frecuen
te es que su presencia se invoque colectivamente mediante rituales
más que por creencias conscientes.
La historia de la industria textil en el Uttar Pradesh colonial
que Gyanendra Pandey examina en su libro The Construction of
Communalism in Colonial North India [La construcción del co-
munalismo en el norte de la India colonial] nos ofrece otro ejem
plo de esta tensión entre el tiempo secular general de la historia
y los tiempos singulares de los dioses y los espíritus.^ El trabajo
de Pandey se ocupa de la historia de un grupo de tejedores mu
sulmanes del norte de la India llamados julahas, y constituye una
revisión imaginativa y radical del estereotipo de fanáticos reli
giosos a través del cual fueron percibidps por los funcionarios co
loniales británicos. Pandey explica que los julahas debieron en
frentarse a un desplazamiento cada vez mayor de su oficio como
consecuencia de las políticas económicas coloniales de finales del
siglo XIX y principios del x x , lo cual, a su vez, se vinculaba es
trechamente con la historia de sus prácticas culturales en dicho
periodo. El texto de Pandey, sin embargo, revela problemas de tra
ducción de mundos de la vida específicos a las categorías socioló
gicas universales similares a los que se presentaron en mi estudio
sobre el trabajo. Por una parte, recurre a una figura general, la del
tejedor-en-general durante la industrialización temprana. Esta fi
gura subyace a sus gestos comparatistas hacia la historia europea.
La frase que abre el capítulo sobre «Los tejedores» de The Making
of the English Working Class [La formación de la clase obrera ingle
sa] -«La leyenda de tiempos mejores ronda la historia de los teje
dores del siglo XIX»- y una cita generalizadora de Marx encuadran
este capítulo de Pandey. «Dada la naturaleza de su ocupación», es
cribe Pandey, «los tejedores de todas partes [la cursiva es mía] co
múnmente han sido dependientes de los prestamistas y otros in
termediarios y vulnerables a la acción de las fuerzas del mercado,
en especial en la era del avance del capitalismo industrial.» Unas
pocas páginas después añade: «Ronda la historia de los tejedores
del norte de la India del siglo XIX, en palabras de E.P. Thompson
provenientes de otro contexto, la leyenda de tiempos mejores».^®
Más adelante, escribe con un espíritu thompsoniano sobre la «lu
cha [de los tejedores] por preservar [...] su estatus económico y
120
social» y sobre «sus recuerdos y el orgullo» que impulsaban esa
batalla.”
Y por otra parte, la propia sensibilidad de Pandey y su agudo
sentido de la responsabilidad ante las pruebas presentan la cues
tión de la diferencia histórica -ya apuntada por su gesto de asignar
la cita de Thompson a «otro contexto»- de un modo tan rotundo
que la postura comparatista se toma problemática. En la teoría de
Thompson, la «leyenda de tiempos mejores» es totalmente secu
lar. Se refiere a una «edad de oro» hecha de relatos sobre relacio
nes «personales y [...] cercanas» entre «pequeños patronos y sus
hombres», sobre «gremios fuertemente organizados», una relativa
prosperidad material y sobre el «apego intenso [de los tejedores]
a los valores de la independencia».” Una iglesia metodista en el
pueblo marcaba, como mucho, la distancia física y existencial en
tre el telar y Dios, y los tejedores, como afirma Thompson, a me
nudo eran críticos con «los curas de la parroquia».” Dios, por el
contrario, está siempre presente en la fenomenología del tejido en
el norte de la India tal y como Pandey la expone, y se trata de un
dios muy diferente al de Thompson. En efecto, como lo demues
tra claramente Pandey, el trabajo y el culto eran dos actividades
inseparables para los julahas, tan inseparables, de hecho, que ca
bría preguntarse si tiene sentido adscribirles la identidad que sólo
en los lenguajes seculares y solapados del censo, la administra
ción y la sociología se convierte en el nombre de su «ocupación»:
tejedores.
Como explica Pandey, sus tejedores se llamaban a sí mismos
nurbaf o «tejedores de luz». Apoyándose en el estudio de Deepak
Mehta sobre los «tejedores musulmanes en dos pueblos del distri
to de Bara Banki», Pandey advierte «la íntima conexión entre el tra
bajo y el culto en la vida de los tejedores y la crucial importancia
de su principal texto religioso (o kitah), el Mufid-ul-Mominin, en
la práctica de los mismos». El Mufid-ul-Mominin, añade Pandey,
«narra cómo la práctica del tejido llegó al mundo en sus mismos
comienzos» (mediante una versión del relato de Adán, Hawwa
[Eva] y Jabril [Gabriel]) y «enumera diecinueve oraciones de sú
plica que han de pronunciarse en las diferentes etapas del tejido».”
Durante la iniciación de los aprendices, señala Pandey, «se reci
tan todas las oraciones vinculadas con el telar [...]. El tejedor jefe,
en cuya casa tiene lugar esta iniciación, lee en el kitlab todas las
preguntas de Adán y las respuestas de Jabril durante los seis pri
121
meros días del mes, en que tanto el telar como al karkhana [ta
ller o telar de trabajo] se limpian de manera ritual». Cuando el
telar pasa de padre a hijo, de nuevo «un hombre santo lee una vez
toda la conversación entre Adán y Jabril».^^ No se trataba de una
representación de ningún recuerdo de tiempos pasados, ni de nos
talgia alguna, como dice Thompson, a la que ronde la «leyenda de
tiempos mejores». El Mufid-ul-Mominin no es un libro que haya
Uegado hasta los julahas de la actualidad desde una antigüedad re
mota. Deepak Mehta le expresó a Pandey su parecer de que «bien
puede datar del periodo de la posindependencia». El propio Pan
dey es de la opinión de que «es más que probable que Mufid-ul-
Mominin llegase a ocupar su posición como el "libro" de los tejedo
res en un momento bastante reciente -en cualquier caso, no antes
de fines del siglo xk o principios del xx-, pues fue sólo a partir de
esa época cuando el nombre "Momin" (el fiel) fue reclamado como
propio por los tejedores».
Así pues, los julahas de Pandey son efectivamente similares y
a la vez distintos a los tejedores de Thompson, y es su diferencia
lo que nos induce a plantear la pregunta de cómo relatar la espe
cificidad de su mundo de la vida a medida que se subordinaba
cada vez más a los apremios globalizadores del capital. ¿Era su
dios similar al dios metodista de Thompson? ¿Cómo traducir uno
a otro? ¿Podemos hacer pasar esta traducción a través de alguna
idea de un dios universal y libremente intercambiable, un icono
de nuestro humanismo? No puedo responder a esa pregunta de
bido a mi ignorancia -no tengo un conocimiento íntimo del dios
de los julahas-, pero el estudio de Richard Eaton sobre el misti
cismo islámico en la región del Decán indio ilumina lo que cabría
denominar crudamente como las historias no seculares y feno-
menológicas del trabajo.
Eaton cita manuscritos sufíes de canciones de los siglos xvii,
XVIII y de principios del XK que las mujeres musulmanas cantaban
en el Decán mientras realizaban tareas como hilar, moler mijo o
dormir a los niños. Todas revelan, en palabras de Eaton, «el nexo
ontológico entre Dios, el Profeta, el pir [maestro sufí] y [el traba
jo]».^® «Mientras gira el chakki [la muela] encontramos a Dios»,
cita Eaton una canción de principios del siglo xvni: «muestra su
vida al girar como nosotros al respirar». En ocasiones la divinidad
se invoca mediante la analogía, como en este ejemplo:
122
El asa del chakki se parece a alif, que significa Alá;
y el eje es Mahoma...
123
mica, como debe ser todo buen trabajo histórico, pues ésa es la con
dición de su producción. Tal diálogo es parte constitutiva del pro
ceso mediante el cual los libros y las ideas expresan su propio ca
rácter mercantilizado; ambos participan en una economía general
de intercambio posibilitada por la emergencia de categorías abs
tractas, generalizadoras. Por consiguiente, resulta instructivo ver
cómo los protocolos de esa conversación necesariamente estruc
turan el marco explicativo de Prakash y de ese modo ocultan algu
nas de las tensiones de la pluralidad irreductible que estoy procu
rando visualizar en la historia del trabajo mismo. Escribe Prakash:
«En esas imágenes fantásticas se reconstruía el poder del malik [el
dueño de la tierra]. Al igual que el Tío, el diablo al que veneran
los mineros bolivianos, el malik representaba la dominación de los
Bhuinyas [trabajadores] por parte de los terratenientes. Pero mien
tras que el Tío expresaba la alienación de los mineros de la produc
ción capitalista, como Michael Taussig arguye con elocuencia, los
malik devota de la Gaya colonial reflejaban el poder de los propie
tarios sobre los kamiyas, basado en el control de la tierra».^”
Ahora bien, el error de Prakash no es en absoluto grosero; su
sensibilidad ante la «lógica de la práctica ritual» resulta, de he
cho, ejemplar. Simplemente me he detenido en este pasaje para
comprender las condiciones de intertextualidad que gobiernan su
estructura y permiten el surgimiento de una conversación entre
el estudio de Prakash, centrado en el Bihar de la India colonial
y el ensayo de Taussig sobre el trabajo en las minas de estaño bo
livianas. ¿Cómo se unen lo específico y lo general en este juego in
tertextual, mientras intentamos comprender el arte de «separar»
lo que se fusiona dentro del proceso de esta «convergencia» de his
torias distintas?
La intertextualidad de este pasaje de Pralcash se basa en la afir
mación simultánea de similitud y desemejanza entre los malik de-
vata y el Tío: adviértase la contradicción entre las dos frases, «al
igual que el Tío» y «mientras que el Tío». Son similares por tener
una relación similar con el «poder»: ambos lo «expresan» y lo «re
flejan». Su diferencia, sin embargo, es absorbida por una dese
mejanza más amplia de carácter teórico-universal entre dos tipos
diferentes de poder, la producción capitalista y el «control de la
tierra». Empujado hasta el extremo, el propio «poder» ha de emer
ger a manera de último recurso como categoría universal-socio
lógica (como de hecho sucede en los textos que buscan sociología
124
en Foucault). Pero tal «diferencia» ya pertenece a la esfera de lo
general.
Noraialmente, la condición para el diálogo entre historiadores e
investigadores de las ciencias sociales que trabajan en espacios di
ferentes es una estructura de generalidad dentro de la cual las es
pecificidades y las diferencias se hallan contenidas. Resulta re
levante aquí la distinción de Paul Veyne entre «especificidad» y
«singularidad». Como afirma Veyne:
125
ver qué sucede con nuestra conversación intertextual si inverti
mos las proposiciones de Prakash (y Taussig) afirmando, primero,
que la «alienación de los mineros [bolivianos] de la producción
capitalista» Expresaba el espíritu del Tío y, en segundo lugar, que
«el poder del terrateniente sobre los kamiyas [de Bihari] “refleja
ba el poder de los malik devata. El diálogo languidece. ¿Por qué?
Porque desconocemos la relación entre los malik devata y el Tío.
No pertenecen a estructuras de generalidades, ni hay ninguna ga
rantía de que exista una relación entre ellos sin la mediación del
lenguaje de las ciencias sociales. Entre la "producción capitalista"
y "el poder del terrateniente”, sin embargo, el vínculo es conocido
-o al menos creemos conocerlo- gracias a todos los grandes relatos
de transición del precapital al capital. La relación siempre está,
como mínimo, implícita en nuestras sociologías, las cuales per-
mean el lenguaje mismo de la escritura de las ciencias sociales».
126
cida por los estudiantes de literatura bengalí, de la ira islámica que
se abate sobre un grupo de brahmanes opresores. Como parte del
retrato se ofrece la siguiente narración de un intercambio de iden
tidades entre deidades hindúes individuales y sus equivalentes is
lámicos. Lo que resulta aquí de interés es la manera en que opera
esta traducción de divinidades:
127
to?], Mahoma es el avatar, el rey es Mahmud»). Emst comenta, ex
presando una sensibilidad indudablemente moderna: «La elección
del término avatar para traducir el árabe rasul, "mensajero", es sor
prendente, ya que avatar es un término reservado en el pensamien
to indio para el descenso del dios Vishnu a una forma terrenal [...].
Resulta difícil no maravillarse ante la originalidad teológica de
igualar al Profeta con el avatar de Vishnu
Lo interesante, para nuestros propósitos y en nuestro lenguaje,
es el modo en que las traducciones de estos pasajes toman como
modelo de intercambio el trueque en vez del intercambio generali
zado de mercancía, que siempre precisa la mediación de un térmi
no medio universal y homogeneizador (como, en el marxismo, el
trabajo abstracto). ,Las traducciones citadas se basan en intercam
bios muy locales, particulares, de elemento por elemento, guiados
parcialmente, sin duda -al menos en el caso de Shunya-puran-
por las exigencias poéticas de las aliteraciones, el metro, las con
venciones retóricas, entre otras. Ciertamente, hay reglas en tales
intercambios, pero la clave es que, incluso si no se pueden desci
frar todas --e incluso si no todas son descifrables, es decir, aunque
los procesos de traducción contengan cierto grado de opacidad-,
cabe afirmar sin temor a equivocarse que tales reglas ni pueden
ni pretenden tener el carácter «universal» de las normas que sos
tienen los diálogos entre los sociólogos que trabajan en diferentes
regiones del mundo. Como ha afirmado Gautam Bhadra: «Una de
las características principales de este tipo de interacción cultural
[entre hindúes y musulmanes] puede observarse en el plano lin
güístico. En éste, a menudo se recurre a la consonancia de sonidos
o imágenes para transformar un dios en otro, procedimiento que
apela más [...] a respuestas populares a la aliteración, la rima y
otros recursos retóricos que a una estructura elaborada de razo
namiento y argumentación».^^
Una característica fundamental de este modo de traducción es
‘í
que no apela a ninguno de los universales implícitos inherentes a
la imaginación sociológica. Cuando, por ejemplo, alguien que per i
tenece a tradiciones devotas (bhakti) afirma que «el Ram hindú es
lo mismo que el Rahim musulmán», no asegura que una tercera
categoría exprese los atributos de Ram o Rahim mejor que ningu
no de estos dos ténninos y que de esa forma medie en la relación
entre los mismos. Sin embargo, esa afirmación es precisamente lo
que marcaría un acto de traducción que siguiese un modelo cien-
128
tífico newtoniaiio. En ese caso, se postularía no sólo que H2O, agua
y pañi se refieren a la misma entidad o sustancia, sino que H2O ex
presa o captura mejor los atributos, las propiedades constitutivas,
de esa sustancia. «Dios» se convirtió en este tipo de elemento de
equivalencia universal en el siglo xix, pero esto no es característi
co del género de traducciones entre categorías que nos ocupa.
Consideremos el ejemplo adicional de tales traducciones no
modernas de dioses que proporciona Ernst. Dicho autor mencio
na «un texto sánscrito del siglo xv escrito en gujaratí como guía
para los arquitectos indios que trabajaban en la construcción de
mezquitas». En ese texto, el dios Vishvakarma dice de la mezquita:
«No hay imagen alguna y allí veneran, a través de dhyana, [...] al
Dios supremo, informe, desprovisto de atributos, omnipresente,
al que llaman Rahamana».^’ La expresión «Dios supremo» no fun
ciona a ía manera de un tercer término científico, pues no tiene
pretensiones superiores de capacidad descriptiva, no representa
una realidad más verdadera. Pues, en definitiva, si el Ser Supremo
no tiene atributos, ¿cómo puede una lengua humana asegurar ha
ber capturado los atributos de tal divinidad mejor que una palabra
en otra lengua también humana? Tales ejemplos de traducción no
sugieren necesariamente paz y armonía entre hindúes y musul
manes, pero se trata de traducciones en las que los códigos se in
tercambian localmente, sin pasar por un conjunto universal de
reglas. No hay sistemas de pensamiento abarcadores que censu-
ren-limiten-definan y que neutralicen y releguen las diferencias a
los márgenes, no hay una categoría abarcadora de «religión» a la
que se espera que no afecten las diferencias entre las entidades que
pretende nombrar y, en consecuencia, contener. La misma oscuri
dad del proceso de traducción permite la incorporación de aque
llo que permanece intraducibie.
129
con su pertinaz lealtad al tiempo secular, continuo, vacío y ho
mogéneo? ¿Y con el proyecto de historia marxista-subalterna en
el que esta obra participa? Mi argumentación no es del género
posmoderno, de las que anuncian la muerte de la historia y reco
miendan la profesión del escritor de ficción a los historiadores.
Pues, dejando de lado la cuestión del talento personal, hay una
buena razón para justificar la formación de la mente en la con
ciencia histórica moderna incluso desde la perspectiva del subal
terno, y tiene que ver con el entramado constituido por la lógica
de las ciencias humanas seculares y la de las burocracias. No es
posible discutir con las burocracias modernas y otros instrumen
tos de la gubernamentalidad sin recurrir al tiempo secular y a los
relatos de la historia y de la sociología. Las clases subalternas ne
cesitan este conocimiento para entablar sus luchas por la justicia
social. En consecuencia, sería inmoral no poner la conciencia his
tórica a disposición de todos, en particular de estas clases.
Y sin embargo, el historicismo acarrea, precisamente debido a
su asociación con la lógica de la toma burocrática de decisiones,
un elitismo moderno inherente que calladamente se cobija en nues
tra conciencia cotidiana.^® Eaton comienza el último capítulo de
su meticulosa investigación en tomo al islam bengalí con una fra
se historicista que apela a la educada sensibilidad estética de todo
historiador; «Al igual que los estratos de un registro fósil geológi
co, los topónimos que cubren la superficie de un mapa son testi
gos silenciosos de procesos históricos pasados».^® No obstante, lo
que está en cuestión no es el modo como los historiadores indivi
duales piensan sobre el tiempo histórico, pues no es la concepción
de sí de los historiadores lo que hace que la historia, la disciplina,
sea importante en el mundo exterior al académico. La historia es
relevante como forma de conciencia en la modernidad (los histo
riadores quizá quieran verse como sus árbitros y custodios, pero
ésa es otra cuestión). Quisiera explicar, por tanto, con el auxilio de
un ejemplo ordinario, fortuito, la manera en que cierto sentido
de tiempo histórico funciona en el discursó cotidiano de la vida pú
blica en las sociedades modernas.
Considérese la siguiente afirmación de un artículo periodístico
del especialista en estudios culturales Simón During en un nú
mero del diario de Melbourne Age (19 de junio de 1993): «Pensar
en películas como De ratones y hombres y El último mohicano nos
permite ver más claramente hacia dónde se encamina la cultura
130
contem poránea».D uring no es el blanco de mis comentarios.
Éstos atañen a cierto hábito de pensamiento que su afirmación
ilustra: la imagen del tiempo histórico que este uso de la palabra
«contemporáneo» conlleva. Está claro que el término supone un
gesto doble de inclusión y exclusión, y una aceptación implícita de
tal gesto es la condición que permite que el enunciado comunique
su significado. En primer lugar, «contemporáneo» se refiere a todo
lo que pertenece a una cultura en un momento particular del ca
lendario (secular) que habitan el autor y el lector a quien esta afir
mación va dirigida. En este sentido, todos forman parte de lo «con
temporáneo». Sin embargo, probablemente no se esté sugiriendo
que todo elemento de la cultura se mueva hacia el destino identi
ficado por el autor en las películas mencionadas. ¿Cómo dar cuen
ta, por ejemplo, de los campesinos griegos, si pudiésemos imagi
narlos migrando hacia el «ahora» del hablante? (menciono a los
griegos porque constituyen uno de los grupos más numerosos de
inmigrantes europeos a Australia). Puede que habiten el «ahora»
del hablante y que, sin embargo, no se dirijan hacia donde El últi
mo mohicano sugiere.^^ El postulado implícito del hablante no es
que estas personas no se muevan sino que sean cuales fueren los
futuros que puedan estar labrándose, los mismos serán pronto
aplastados y dominados por el futuro que el autor adivina basán
dose en las pruebas de que dispone. Ése es el gesto de exclusión
que este empleo de la palabra «contemporáneo» conlleva.
Si lo anterior semeja una afirmación demasiado rotunda, rea
I:: lícese el siguiente experimento mental. Supóngase que alegamos
que lo contemporáneo es de hecho plural, tan radicalmente plu
ral que no es posible que ningún elemento o aspecto particular re
presente al todo de modo alguno (ni como un futuro posible). En
tales condiciones, resultaría imposible hacer una afirmación como
la de During. En su lugar, tendríamos que decir que la «cultura
contemporánea», dado que es plural y que hay igualdad dentro de
la pluralidad, está yendo a muchos sitios a la vez (no me conven
ce «a la vez», pero pasemos de largo por el momento). De esta ma
nera, no habría modo de hablar de «lo último», lo vanguardista, la
avanzadilla que representa al futuro, lo más moderno, etcétera.
Sin tal retórica y vocabulario, y sin los sentimientos que los acom
pañan, sin embargó, sería imposible llevar a cabo muchas de nues
tras estrategias políticas cotidianas en la búsqueda de recursos ma
teriales. ¿Cómo conseguir apoyo gubernamental, financiación para
131
la investigación, aprobación institucional para una idea si no se
puede aducir en su nombre que representa a la parte «dinámica»
de lo contemporáneo, lo cual, de esta manera, siempre se repre
senta como dividido en dos, en una parte que se precipita hacia
el futuro y en otra que desaparece en el pasado, a semejanza de
muertos vivientes entre nosotros?
Cierto tipo de historicismo, el metarrelato del progreso, hun
de así profundas raíces en nuestra vida institucional por más que
podamos desarrollar, en tanto intelectuales individuales, una ac
titud de incredulidad hacia tales metarrelatos. (Lyotard, de hecho,
concede este punto en La condición posmodema) Por tanto, es
preciso desarrollar críticas de las instituciones en sus propios tér
minos, críticas seculares para instituciones de gobierno seculares.
El pensamiento marxista, que sigue siendo la crítica secular más
efectiva del «capital», resulta indispensable para nuestra implica
ción en la cuestión de la justicia social en las sociedades capitalis
tas. Pero, en mi opinión, lo indispensable resulta aún inadecuado,
pues seguimos teniendo que traducir al tiempo de la historia y al
relato universal y secular del «trabajo» narraciones acerca de mo
dos de ser humano que incorporan agencia por parte de dioses
y de espíritus.
En este punto, quiero reconocer y aprender de los modos de
traducción que he denominado no modernos, de los intercambios
término-por-término, al modo del trueque, que evitan todas las so
ciologías implícitas de nuestros relatos del capitalismo. Ese modo
de traducción constituye antisociología y por esa razón no está obli
gado a ser secular. El pasado es narración pura, sin importar quién
tenga agencia en el mismo. La ficción y las películas, como he afir
mado, son los mejores medios modernos de manejar este modo.
Pero esta opción no está abierta al historiador que escribe en bus
ca de justicia e igualdad sociales. La crítica en el modo histórico,
incluso cuando no instituye en el centro de la historia un sujeto
humano, procura disipar y desmitificar a los dioses y los espíritus
como a tantas otras tretas de las relaciones seculares de poder. En
el momento en que concebimos el mundo como desencantado, sin
embargo, ponemos límites a los modos en que cabe narrar el pa
sado. En calidad de historiador activo, uno ha de tomarse en serio
tales límites. Por ejemplo, se han dado casos de revueltas campe
sinas en la India en que los labriegos aseguraban haber sido inspi
rados a rebelarse por las exhortaciones de sus dioses. Para el his
132
toriador, afirmaciones como éstas nunca constituirían una expli
cación, y habría que traducir la aseveración de los campesinos a
algún género de contexto de causas inteligibles (quiere decirse, se
culares) detrás de la rebelión. Acepto que tal traducción es a la vez
indefectible e inevitable (pues no escribimos para los campesinos).
La pregunta es: ¿cómo hemos de llevar a cabo tales traducciones
de manera que resulten visibles todos los problemas de traducir
mundos diversos y encantados al lenguaje universal y desencan
tado de la sociología?
En este punto he aprendido de las exposiciones de Vincente
Rafael y Gayatri Spivak en tomo a la política de la traducción.^^
Sabemos que, dada la pluralidad de dioses, la traducción del tiem
po divino al tiempo del trabajo secular podría tomar direcciones
diversas. Pero cualquiera que sea el camino elegido, esta traduc
ción, sirviéndonos del tratamiento de la cuestión por parte de Spi
vak y Rafael, ha de contener algo de lo «siniestro». Cierta ambigüe
dad debe marcar la traducción del trabajo del obrero del yute que
venera los utensilios a la categoría universal de «trabajo»: ha de
parecerse lo suficiente a la categoría secular «trabajo» como para
tener sentido y, sin embargo, la presencia y la pluralidad de dioses
y espíritus en él también ha de hacerlo «suficientemente distinto
como para sorprender».^'' En toda traducción queda algo de «es
cándalo» -de lo sorprendente- y sólo a través de una relación de in
timidad con ambas lenguas somos conscientes de la medida de ese
escándalo.
Esta propiedad de la traducción -el que nos tornemos más
conscientes de los aspectos escandalosos de un proceso de traduc
ción sólo si conocemos ambas lenguas íntimamente- ha sido bien
expresada por Michael Gelven:
133
y encontraría sugerencias como "colocar delante”. Y pese a que
le podría parecer extraño titular un libro “El mundo como vo
luntad y colocar delante”, se haría sin embargo cierta idea del
significado de ese notable texto. Pero a medida que el princi
piante profundizase en la lengua, que se familiarizase con los
múltiples significados de la palabra Vorstellung y de hecho la
usase él mismo [...], para su propia sorpresa podría reparar en
que aunque sabía lo que significaba el término, no lo podía tra
ducir a su propia lengua; señal obvia de que la referencia de
significado ya no era el inglés como en su primer encuentro
con la palabra».
134
Documenté una historia cuyo(s) relato(s) producía(n) varios pun
tos de fricción con las teleologías del «capital». En mi estudio so
bre los obreros de las fábricas de yute de la Bengala colonial pro
curé mostrar cómo las relaciones de producción en tales fábricas
se estructuraban desde dentro, por así decirlo, por una serie de re
laciones que sólo cabía considerar precapitalistas. La llegada del
capital y de la mercancía no parecía conducir a la política de igual
dad de derechos que Marx consideraba interna a tales categorías.
Me refiero en concreto a la distinción fundamental que Marx es
tablece entre trabajo «real» y «abstracto» al explicar la producción
y la forma de la mercancía. Tales distinciones atañen a un punto
del pensamiento de Marx que ahora podemos reconocer como el de
la política de la diferencia. La cuestión para Marx era: si los seres
humanos son individualmente diferentes entre sí en su capacidad
de trabajo, ¿cómo produce el capital, a partir de ese campo de di
ferencias, una medida abstracta y homogénea del trabajo que haga
posible la producción generalizada de mercancía?
Así es como yo entendía entonces la distinción -entre trabajo
abstracto y real (con una gran deuda hacia Michel Henry e I.I.
Rubin):^^
135
das en el proceso del trabajo. [...] Políticamente, [...] el concep
to de "trabajo abstracto" constituye una extensión de la noción
burguesa de la "igualdad de derechos" de los "individuos abs
tractos", cuya vida política se refleja en los ideales y práctica
de la "ciudadanía". De este modo, la política de la "igualdad de
derechos" es precisamente la "política" que cabe leer en la ca
tegoría "capital"
136
como constituida por una tensión permanente entre el trabajo
«real» y el «abstracto», Marx, por así decirlo, introduce un recor
datorio en esta categoría analítica de aquello que nunca puede
capturar por completo. La brecha entre el trabajo real y el abs
tracto y la fuerza («disciplina fabril», en la descripción de Marx)
que se hace permanentemente necesaria para salvarla son lo que
entonces introduce el movimiento de la diferencia en la propia
constitución de la mercancía, y posterga así eternamente el alcan
ce de su carácter verdadero-ideal.
El signo «mercancía», como explica Marx, siempre llevará con
sigo como parte de su estructura interna ciertos relatos de eman
cipación universales. Si uno obviase la tensión que Marx situaba
en el corazón de esta categoría, tales relatos podrían de hecho
producir las teleologías estándar que suelen encontrarse en el his-
toricismo marxista: la de la ciudadanía, la del sujeto Jurídico del
pensamiento ilustrado, la del sujeto de la teoría política de los de
rechos, y así sucesivamente. No pretendo negar la utilidad prácti
ca de tales relatos en las estructuras políticas modernas. El pro
blema más interesante para el historiador marxista, a mi modo de
ver, es el de la temporalidad que la categoría «mercancía», consti
tuida a través de la tensión y de la posible falta de conmensurabi
lidad entre el trabajo real y el abstracto, nos invita a pensar. Si el
trabajo real, como hemos afirmado, pertenece a un mundo de lo
heterogéneo cuyas temporalidades diversas no pueden encerrar
se bajo el signo «historia» -el trabajo de Michael Taussig sobre los
mineros bolivianos del estaño ha demostrado que ni siquiera son
todas «seculares» (es decir, desprovistas de dioses y espíritus)-, pue
de encontrar un lugar en un relato histórico de la producción de
mercancías sólo como huella derrideana de aquello que no pue
de ser encerrado, un elemento que constantemente desafía desde
dentro las pretensiones de unidad y universalidad albergadas por
el capital y la mercancía, y, por implicación, por la historia.'*”
De manera semejante, cabría afirmar que el prefijo pre en
«precapital» no es una referencia a lo que es simplemente ante
rior cronológicamente en una escala de tiempo ordinal y homo
génea. «Precapitalista» habla de una relación particular con el ca
pital marcada por la tensión de la diferencia en los horizontes de
tiempo. Basándose en este argumento; lo «precapitalista» sólo pue
de imaginarse- como algo que existe dentro del horizonte tempo
ral del capital y que al mismo tiempo trastoca la continuidad de
137
ese tiempo al sugerir otro que no se halla en el mismo calendario
secular y homogéneo (razón por la cual lo que es precapital no es
cronológicamente anterior al capital, es decir, no puede asignarse a
un punto sobre la misma línea temporal continua). Se trata de otro
tiempo que, desde el punto de vista teórico, podría ser enteramen
te inconmensurable si nos basamos en las unidades del tiempo sin
dios y sin espíritus de lo que denominamos «historia», una idea
ya asumida en los conceptos seculares de «capital» y «trabajo abs
tracto».
Las historias subalternas, concebidas así en relación con la
cuestión de la diferencia, presentarán una fractura interna. Por
una parte, son historias en el sentido de que están construidas se
gún el código maestro de la historia secular y utilizan los códi
gos académicos aceptados de escritura de la historia (y, en conse
cuencia, necesariamente han de subordinar a sí mismas todas las
demás formas de memoria). Y, por otro, no pueden permitirse
concederle a ese código maestro la pretensión de ser un modo de
pensamiento que se presenta a todos los seres humanos natural
mente, o incluso de ser tratado como algo que existe en la propia
naturaleza. Así pues, las historias subalternas se construyen den
tro de un género particular de memoria historiada, el cual recuer
da la propia historia como un código imperioso que acompañó al
proceso de civilización inaugurado, en el siglo xviii, por la Ilus
tración europea como una tarea mundial-histórica. No basta his
toriar la «historia», la disciplina, pues ello únicamente deja en su
lugar, de manera acrítica, la propia concepción del tiempo que nos
permite historiar. La clave consiste en preguntarse cómo cabría
utihzar o reflexionar sobre este código aparentemente imperioso e
invasor de forma que tengamos al menos un atisbo de su propia
finitud, de aquello que podría constituir un «afuera» del mismo.
Conservar la disciplina de la historia y otras formas de memoria
para que puedan ayudar a una mutua interrogación, examinar los
modos en que estas formas incompatibles de recordar el pasado
se yuxtaponen en nuestro trato con las instituciones modernas,
cuestionar las estrategias narrativas de la historia académica que
permiten a su temporalidad secular dar la apariencia de asimilar
con éxito rnemorias que son, desde un punto de vista estricto, ina
similables: éstas son las tareas para las cuales las historias subal
ternas, resultan adecuadas en un país como la India. Pues hablar
de la violenta sacudida que la imaginación ha de sufrir para trans
138
portarse desde una temporalidad cohabitada por no humanos y
humanos a una de la que son expulsados los dioses no es expre
sar una incurable nostalgia por un mundo perdido. Incluso para
los miembros de las clases altas de la India, no cabe describir en
modo alguno esta experiencia del viaje a través de temporalidades
como meramente histórica.
Desde luego, los historiadores empíricos que escriben estas his
torias no son campesinos ni integran tribu alguna. Producen histo-
ria, en tanto que forma de memoria diferenciada, precisamente
porque han sido transpuestos e insertados -en este caso, por la ac
tuación de Inglaterra en la India- en los relatos globales de ciuda
danía y socialismo. Esto es, escriben historia sólo después de que
la existencia social concebida a partir de su propio trabajo ha en
trado en el proceso de ser abstraída en el mercado mundial de mer
cancías nocionales. Lo subalterno, pues, no es el campesino o el
miembro de una tribu empíricos en ningún sentido sencillo que un
programa populista de escritura de la historia pueda imaginar. La
figura de lo subalterno está mediada necesariamente por proble
mas de representación. En los términos del análisis que he pro
curado desarrollar aquí, cabría afirmar que lo subalterno quiebra
desde dentro los mismos signos que hablan de la emergencia del
trabajo abstracto; lo subalterno es aquello que, desde el interior
del relato del capital, constantemente nos recuerda formas de ser
humano distintas del ser portador de la capacidad de trabajar. Es
lo que se reúne en el concepto de «trabajo real» en la crítica de
Marx del capital, la figura de la diferencia que la gubemamentali-
dad (es decir, según Foucault, la persecución de los objetivos de los
gobiernos modernos) en todo el mundo ha de subyugar y civilizar.'’^
De lo anterior se siguen algunas implicaciones. Las historias
subalternas escritas con interés por la diferencia no pueden cons
tituir un intento más, en la larga y universalista tradición de his
torias «socialistas», de ayudar a elevar al subalterno a sujeto de
las democracias modernas, es decir, de expandir la historia de lo
moderno de tal modo que se tome más representativo de la socie
dad en su conjunto. Tal objetivo es laudable en sus propios térmi
nos y tiene una relevancia global indudable. Pero el pensamien
to no tiene por qué detenerse en la democracia política o en el
concepto de distribución equitativa de la riqueza (si bien el obje
tivo de alcanzar tales metas impulsará legítimamente muchas ba
tallas políticas inmediatas). Las historias subalternas abordarán
139
filosóficamente cuestiones de la diferencia que las tradiciones mar-
xistas dominantes eliden. Al mismo tiempo, sin embargo, al igual
que no cabe pensar el trabajo real fuera de la problemática del
trabajo abstracto, la historia subalterna no se puede concebir fue
ra del relato global del capital -incluyendo el relato de la transi
ción al capitalismo- pese a no apoyarse en dicha narración. Los
relatos de cómo tal o cual grupo en Asia, África o América Latina
resistió la «penetración» del capitalismo no constituyen, en este
sentido, historia «subalterna», pues esas narraciones se basan en
imaginar un espacio que es externo al capital -el «antes» cronoló
gico del capital- pero que al mismo tiempo es parte del marco tem
poral unitario e historicista dentro del cual tanto el «antes» como
el «después» de la producción capitalista pueden desplegarse. El
«afuera» que tengo en mente es distinto de lo que se imagina sim
plemente como «antes o después del capital» en la prosa histori
cista. Concibo este «afuera», siguiendo a Derrida, como algo vin
culado a la propia categoría de «capital», algo que ocupa una zona
fronteriza de temporalidad, que se conforma con el código tem
poral en cuyo seno el capital nace incluso mientras viola ese có
digo, algo que somos capaces de ver sólo porque podemos pen-
sar/teorizar el capital, pero que también nos recuerda siempre que
coexisten y son posibles otras temporalidades, otras formas de ser
en el mundo. En este sentido, las historias subalternas no atañen
a una resistencia previa y externa al espacio narrativo creado por
el capital; en consecuencia, no se pueden definir sin referencia a
la categoría «capital». Los estudios subalternos, tal y como yo los
concibo, sólo pueden situarse teóricamente en el punto de unión
donde no renunciamos a Marx ni a la «diferencia», pues, como he
dicho, la resistencia de la que hablan es algo que sólo puede su
ceder dentro del horizonte temporal del capital y, sin embargo, ha
de pensarse como algo que perturba la unidad de ese tiempo. No
ocultar la tensión entre el trabajo real y el abstracto asegura que
el capital/la mercancía tiene heterogeneidades e inconmensurabi
lidades insertas en su núcleo.
Así pues, el trabajo real de mis obreros de la fábrica -digamos
que su relación con su propio trabajo el día del puja de Vishva-
karma- es obviamente una parte del mundo en la cual tanto ellos
como el dios Vishvakarma existen en cierto sentido (sería necio re
ducir esta coexistencia a una cuestión de creencia consciente o de
psicología). La historia no puede representar, salvo mediante un
14G
proceso de traducción y de la consiguiente pérdida de estatus y
significación para lo traducido, la heterotemporalidad de ese mun
do. La historia en cuanto código entra en juego a medida que este
trabajo real es transformado en el mundo homogéneo y discipli
nado del trabajo abstracto, del intercambio generalizado media
do siempre por el signo «mercancía». No obstante, como muestra
la historia del puja de Vishvakarma en las fábricas de Calcuta, el
trabajo «real» es inherente a la mercancía y a su biografía secula
rizada; su presencia, nunca directa, produce su efecto en la grieta
que las historias de intervención divina o fantasmal producen en
el sistema de representación de la historia. Como ya he menciona
do, la grieta no puede arreglarse con antropología, pues ello sólo
desplaza los problemas metodológicos de los relatos seculares a
otro territorio relacionado. Al desarrollar teorías marxistas tras la
caída de los marxismos de partido comunista, nuestra tarea es es
cribir y pensar en función de esta grieta mientras escribimos his
toria (pues no podemos evitar escribirla). Si la historia ha de con
vertirse en espacio de contienda de las pluralidades, debemos
desarrollar éticas y políticas de la escritura que muestren que la
historia, ese regalo de la modernidad para muchos pueblos, está
constitutivamente marcada por esta grieta.
O, en otras palabras, la práctica de la historia subalterna pre
tende llevar la historia, el código, a sus límites a fin de hacer vi
sible su destrucción.
141
Historias de las minorías,
pasados subalternos
142
teresados en la distinción entre buenas y malas historias que en la
cuestión de quién podría ser el dueño de un segmento concreto del
pasado. Las malas historias, se asume en ocasiones, dan origen a
malas políticas. Como Eric Hobsbawm afirma en un artículo re
ciente, «la historia mala no es historia inofensiva. Es peligrosa».*^
Las «buenas historias», por otro lado, supuestamente enriquecen
la materia de la historia y la hacen más representativa de la so
ciedad en su conjunto. Iniciadas como un modo de oposición, las
«historias de las minorías» pueden, de hecho, acabar como ejem
plos adicionales de «buena historia». La transformación de las his
torias de minorías, antes opositoras, en «buenas historias» ilustra
el funcionamiento del mecanismo de incorporación en la discipli
na de la historia.
143
nes no son ilimitadas. El relato de un loco no es liistoria. Una pre
ferencia arbitraria o sencillamente personal -basada, por ejemplo,
en el gusto- tampoco nos puede aportar principios racionalmente
defendibles para el relato (que en el mejor de los casos será con
siderado ficción, no historia). La apuesta por cierto tipo de racio
nalidad y por una concepción particular de lo «real» significa que
las exclusiones de la disciplina de la historia son, en definitiva,
epistemológicas.
Pensemos por un momento en los resultados de incorporar al
discurso de la historia los pasados de grupos importantes como las
clases trabajadoras y las mujeres. La historia ya no es lo mismo
desde que Thompson y Hobsbawm emplearon su pluma para con
vertir a las clases trabajadoras en actores fundamentales de la so
ciedad. Las intervenciones feministas de las dos últimas décadas
también han producido un impacto incuestionable sobre la imagi
nación histórica contemporánea. La incorporación de estas inicia
tivas radicales en la corriente dominante de la disciplina, ¿cambia
la naturaleza del discurso histórico? Por descontado. Pero la res
puesta a la pregunta de si esa incorporación ha conducido a la dis
ciplina a algún tipo de crisis resulta más compleja. Al vencer las
dificultades que suscita el contar las historias de grupos hasta el
momento omitidos -particularmente, en circunstancias en las que
las fuentes documentales habituales no existen-, la disciplina de la
historia se renueva y se mantiene. Esta inclusión apela al sentido
democrático que siempre impele a la disciplina fuera de su núcleo.
La idea de que los relatos históricos exigen cierto compromi
so mínimo con la racionalidad se ha defendido recientemente en
el libro La verdad sobre la historia? La cuestión del vínculo entre
la posmodemidad, las historias de las minorías y las democracias
de posguerra ocupa el núcleo de este texto, escrito conjuntamen
te por tres de las principales historiadoras feministas de Estados
Unidos. En la medida en que las autoras ven en la posmoderni
dad la posibilidad de múltiples relatos y de múltiples formas de
construir dichos relatos, estas historiadoras celebran su infiuencia.
Ahora bien, el libro registra un hondo grado de turbación cuando
las autoras encuentran argumentos que en efecto utilizan la idea
de la multiplicidad de relatos para cuestionar toda idea de verdad
o de hecho. Si las historias de las minorías llegan al extremo de
cuestionar la propia idea de hecho o de prueba, se preguntan, ¿cómo
encontrar modos de arbitrar confrontaciones en la vida pública?
144
La ausencia de cierto consenso mínimo sobre lo que constituye un
hecho y una prueba, ¿no fragmentaría gravemente el cuerpo polí
tico de Estados Unidos, y no reduciría eso, a su vez, la capacidad
de la nación de funcionar como un todo? Por consiguiente, las
autoras recomiendan una idea pragmática de «verdades plausi
bles» cimentadas en una concepción compartida y racional de las
pruebas y los hechos históricos. Para que una nación funcione de
manera eficiente, incluso mientras se evita toda pretensión de un
gran relato superior y abarcador, estas verdades han de mantener
se a fin de que las instituciones y los grupos puedan arbitrar his
torias e interpretaciones discrepantes.
Los historiadores, cualesquiera que sean sus afinidades ideo
lógicas, muestran un notable consenso a la hora de defender los
vínculos metodológicos de la historia con cierta concepción de la
racionalidad. El reciente manual de Georg Iggers sobre la histo
riografía del siglo XX subraya esta conexión entre facticidad y ra
cionalidad para determinar lo que puede o no constituir una prue
ba histórica: «En mi opinión, Peter Novick ha defendido cabalmente
que la objetividad es inalcanzable en la historia; el historiador tan
sólo puede aspirar a la plausibilidad. Pero obviamente la plausi-
bilidad no descansa sobre la invención de una explicación histó
rica sino que implica estrategias racionales para determinar lo que
efectivamente es plausible».^ Hobsbawm se hace eco de sentimien
tos semejantes a los expresados por otros en la profesión;
145
hasta ahora desatendidos cuenten su historia, y tales historias dife
rentes se unen en su aceptación de reglas racionales y de demos
tración. Las «historias de las minorías» incorporadas con éxito
pueden entonóes compararse a los revolucionarios de ayer que se
convierten en los caballeros de hoy. Su victoria ayuda a hacer ru
tinaria la innovación.
146
cuando son traducidas al lenguaje del historiador académico. Son
pasados que se tratan, usando una expresión de Kant, como ejem
plos de «inmadurez» humana, pasados que no nos preparan para
la democracia ni para las prácticas cívicas porque no descansan
sobre el empleo de la razón en la vida pública.^
Mi empleo de la palabra «menor», pues, no reproduce fiel
mente los matices del modo en que se ha usado en la teoría lite
raria siguiendo la interpretación de Kafka que hacen Deleuze y
Guattari, pero hay algo de semejanza entre ambos usos. Al igual
que lo «menor» en literatura implica «una crítica de los relatos de
identidad» y rehúsa «representar la consecución de la subjetividad
autónoma que es el objetivo último del relato mayor», lo «menor»
en mi acepción funciona de modo similar para poner en duda lo
«mayor».^ Para mí, describe relaciones con el pasado que la «ra
cionalidad» de los métodos historiográficos necesariamente con
vierte en «menores» o «inferiores», como algo «no racional» en el
curso de su propia operación y como resultado de la misma. Y, sin
embargo, sostengo que tales relaciones regresan como elemento
implícito de las condiciones que nos permiten historiar. Antici
pando mi conclusión, trataré de mostrar cómo la capacidad (de la
persona moderna) de historiar depende, de hecho, de su capaci
dad de participar en relaciones no modernas con el pasado que se
subordinan en el momento de la historización. La escritura de la
historia asume formas plurales de ser en el mundo.
Me gustaría denominar pasados «subalternos» a estas relacio
nes subordinadas con el pasado. Están marginados no debido a in
tención consciente alguna sino por representar momentos o pun
tos en los que el archivo de que se sirve el historiador desarrolla
cierto grado de reluctancia respecto de los objetivos de la historia
profesional. En otras palabras, se trata de pasados que se resisten
a la historización, del mismo modo que puede haber momentos
en la investigación etnográfica que se resistan al trabajo de la et
nografía.’ Los pasados subalternos, en el sentido que yo le doy
a la palabra, no pertenecen exclusivamente a grupos socialmente
subordinados o subalternos, ni únicamente a las identidades mino
ritarias. Los grupos de la elite y dominantes también pueden tener
pasados subalternos en la medida en que participen en mundos
de la vida subordinados por los relatos «mayores» de las institu
ciones dominantes. Paso a ilustrar esta propuesta con un ejemplo
particular de pasados subalternos, procedente de un ensayo del
147
fundador del Grupo de Estudios Subalternos, Ranajit Guha. Dado
que tanto Guha como el grupo han sido mis maestros de múltiples
formas, ofrezco mis comentarios no con un espíritu de crítica hos
til sino de autoexamen, pues mi objetivo es comprender qué es lo
que historiar el pasado hace y qué no hace. Hecha esta salvedad,
prosigamos.
148
era utilizar la rebelión de 1855 de los santal para demostrar un
principio fundamental de la historia subalterna: hacer de la con
ciencia del subalterno el puntal de un relato de rebelión. (Los san
tal eran un grupo tribal en Bengala y Bihar que se rebeló tanto
contra los británicos como contra los indios de otras zonas en
1855.) Como afirma Guha, con palabras que captan el espíritu de
los comienzos del proyecto de Estudios Subalternos:
149
ca de la conciencia» o su idea de una verdad que sólo era «verdad
para los que las proferían» son actos que asumen una distancia crí
tica de aquello que está tratando de comprender. Interpretadas li
teralmente, las declaraciones de los campesinos; rebeldes mues
tran al subalterno rechazando la agencia o la subjetividad. «Me
rebelé», afirma, «porque se me apareció Thakur y me dijo que
me rebelase.» En sus propias palabras, tal como las registra el es
criba colonial: «Kanoo y Sedoo Manjee no están luchando. El pro
pio Thacoor luchará». En su propio relato, entonces, el subal
terno no es necesariamente el sujeto de su propia historia, pero
en una historia del proyecto de Estudios Subalternos o en cual
quier historia de espíritu democrático, lo es. ¿Qué significa, enton
ces, el que tomemos en serio la perspectiva del subalterno -el cual
adscribe la agencia de su rebelión a un dios- y a la vez le quera
mos conferir agencia o subjetividad en su propia historia, estatus
que sus declaraciones niegan?
La estrategia de Guha para enfrentarse a este dilema se des
pliega de la forma siguiente. Su primer paso, en contra de las prác
ticas comunes en la historiografía secular o marxista, es resistirse
a los análisis que ven la religión sencillamente como una mani
festación desplazada de relaciones humanas que son en sí mismas
seculares y mundanas (clase, poder, economía, etcétera). Guha era
consciente de que no se trataba de un sencillo ejercicio de demis
tificación:
150
nes que los santal le habían concedido. Una estrategia narrativa, que
resulte racionalmente defendible en la concepción moderna de lo
que constituye la vida pública -y los historiadores hablan en la es
fera pública- no puede asentarse sobre una relación que permita
a lo divino o lo sobrenatural una intervención directa en los asun
tos del mundo. La concepción de la rebelión de los cabecillas san
tal no secunda directamente la causa histórica de la democracia,
la ciudadanía o el socialismo. Necesita reinterpretarse. Los histo
riadores pueden asignar a lo sobrenatural un lugar en el sistema
de creencias o en las prácticas rituales de una persona, pero ads
cribirle agencia real en ios acontecimientos históricos sería ir con
tra las reglas de demostración que proveen al discurso histórico de
procedimientos para resolver disputas sobre el pasado.
El teólogo-hermeneuta protestante Rudolf Bultmann ha escri
to de manera esclarecedora sobre este problema. «El método histó
rico», afirma Bultmann, «encierra el supuesto de que la historia
es una unidad en el sentido de un continuo cerrado de efectos en
el cual los acontecimientos individuales están conectados por la
sucesión de causas y efectos.» Con esto, Bultmann no reduce las
ciencias históricas a una concepción mecanicista del mundo. Ma
tiza su afirmación añadiendo:
151
«Este carácter cerrado [la "unidad cerrada" presupuesta del
proceso histórico] significa que el continuo de los aconteci
mientos históricos no puede ser quebrado por la interferencia
de poderes sobrenaturales, trascendentes y que, en consecuen
cia, no hay "milagros" en este sentido de la palabra. Tal mila
gro sería un acontecimiento cuya causa no se encontraría den
tro de la historia. Mientras, por ejemplo, el relato del Antiguo
Testamento habla de una interferencia de Dios en la historia,
la ciencia histórica no puede demostrar tal acto divino, sino
que meramente percibe que hay personas que creen en él. Cier
tamente, como ciencia histórica no puede afirmar que esa fe
sea una ilusión y que Dios no haya actuado en la historia. Pero
ella misma, como ciencia, no puede percibir ese acto ni espe
cular a partir del mismo; sólo puede dejar que todo hombre
determine libremente si quiere ver un acto de Dios en un acon
tecimiento histórico que ella concibe desde la perspectiva de
sus causas históricas inmanentes».“
152
nerse de asimilar estas voces diferentes a una única voz y dejar de
liberadamente cabos sueltos en el relato (como hace Shahid Amin
en Events, Memory, Metaphor)}^ Pero la cuestión es que el histo
riador, en calidad de tal y a diferencia de los santal, no puede in
vocar lo sobrenatural al explicar/describir un acontecimiento.
153
gráficos que en una época -pongamos que en los sesenta- repre
sentaban (en las universidades anglo-americanas al menos) los cur
sos sobre «teoría» o «métodos», que solían servir a Collingwood o
Carr o Bloch pomo alimento básico para historiadores, empieza a
ser cuestionado ahora, al menos por aquéllos involucrados en es
cribir historias de grupos marginados o de pueblos no occidentales.
Esto no conlleva necesariamente la anarquía metodológica (pese
a que algunos se sienten lo suficientemente inseguros como para
temerla), ni que Collingwood et al. se hayan tornado irrelevantes,
sino que significa que la pregunta de E.H. Carr, «¿Qué es la histo
ria?», exige ser planteada de nuevo para nuestra propia época. La
presión del plurahsmo inherente a los lenguajes e iniciativas de las
historias de las minorías ha originado un cuestionamiento meto
dológico y epistemológico de la naturaleza misma de la actividad
de escritura de la historia.
Sólo el futuro dirá cómo se resuelven estos asuntos, pero una
cosa está clara: la cuestión de la inclusión de las minorías en la his
toria de la nación ha resultado un problema mucho más comple
jo que la sencilla operación de aplicar unos métodos ya estableci
dos a un nuevo conjunto de archivos y sumar los resultados a la
sabiduría colectiva de la historiografía. El acercamiento aditivo al
conocimiento se ha desmoronado. Lo que se ha convertido en una
pregunta abierta es lo siguiente: ¿hay experiencias del pasado que
no puedan ser capturadas por los métodos de la disciplina, o que al
menos muestren los límites de la misma? Los miedos a que tal
cuestionamiento conduzca a un estallido de irracionalismo, a que
una suerte de locura posmoderna se propague por Historilandia,
parecen extremos, pues la disciplina sigue firmemente anclada a
los impulsos positivistas de las burocracias modernas, al sistema
jurídico y a los instrumentos de la gubemamentalidad. Hobsbawm,
por ejemplo, provee algunas pruebas involuntarias de los estrechos
vínculos de la historia con el derecho y otros instrumentos de go
bierno. Escribe:
154
técnicas no del teórico "posmoderno” sino del anticuado histo
riador».^^
155
lo que definimos como nuestro presente? ¿Nos ayuda el santal a
entender algún principio de acuerdo con el cual también nosotros
vivamos en ciertos momentos? Esta pregunta no historia ni an-
tropologiza al santal, pues el poder ilustrativo de éste como ejem
plo de una posibilidad presente no depende dé su otredad. Aquí
el santal se presenta como nuestro coetáneo, y la relación sujeto-
objeto que suele definir la relación entre el historiador y sus ar
chivos se disuelve en este gesto, similar al desarrollado por Kier-
kegaard en su crítica de las interpretaciones que consideraban la
historia bíblica del sacrificio de Abraham o bien como merecedora
de explicación histórica o psicológica o bien como metáfora o ale
goría, pero nunca como una posibilidad de vida abierta hoy al cre
yente: «[¿P]or qué molestarse en recordar un pasado», preguntaba
Kierkegaard, «que no pueda ser convertido en presente?»^®
Quedarse con la heterogeneidad del momento en que el histo
riador se encuentra con el campesino supone, pues, quedarse con
la diferencia entre estos dos gestos. Uno entraña historiar al san
tal en pro de una historia de la justicia social y la democracia; el
otro, negarse a historiar y ver al santal como una figura que ilu
mina una posibilidad de vida para el presente. Tomados conjun
tamente, ambos gestos nos ponen en contacto con las formas plu
rales de ser que conforman nuestro propio presente. Así pues, los
archivos ayudan a poner de manifiesto la naturaleza dislocada de
todo «ahora» particular que se habite; ésa es la función de los pa
sados subalternos.
La pluralidad del propio yo es un supuesto básico en toda her
menéutica de la comprensión de aquello que parece diferente. Wil-
helm von Humboldt expresó cabalmente esta idea en su alocución
de 1821 a la Academia de las Ciencias de Berlín titulada Sobre la
tarea del historiador: «Cuando dos seres están separados por una
brecha total, no se extiende puente alguno de comprensión de
uno a otro; a fin de entenderse mutuamente, tienen que haberse
ya entendido el uno al otro en otro sentido».'^ No somos iguales
que el santal del siglo XEX, y el santal no se entiende completa
mente mediante las escasas declaraciones citadas aquí. Los santal
empíricos e históricos también habrían tenido otras relaciones con
la modernidad y el capitalismo que no he considerado. Cabría asu
mir con facilidad que los santal hoy en día serían muy diferentes
de como eran en el siglo xix, que habitarían un conjunto de cir
cunstancias sociales muy distintas. Podrían incluso producir his
156
toriadores profesionales; nadie negaría estos cambios históricos.
Pero los santal decimonónicos -y, de hecho, si mi argumentación
es correcta, los humanos de cualquier otro periodo y región- siem
pre son en cierto sentido nuestros coetáneos; ésa tendría que ser
la condición con la cual pudiésemos empezar a tratarlos como in
teligibles para nosotros. Por tanto, la escritura de la historia ha de
asumir implícitamente una pluralidad de tiempos que coexisten,
una dislocación del presente consigo mismo. Hacer visible esa dis
locación es lo que los pasados subalternos nos permiten hacer.
Un argumento de este género es lo que, en efecto, se halla en
el núcleo de la historiografía moderna. Cabría alegar, por ejemplo,
que la escritura de la historia medieval para Europa depende de
esta contemporaneidad asumida de lo medieval o, lo que es lo mis
mo, de la no contemporaneidad del presente consigo mismo. Lo
medieval en Europa se suele vincular estrechamente con lo sobre
natural y lo mágico. Pero lo que hace posible su historización es
el hecho de que sus características básicas no sean completamen
te ajenas a nosotros en cuanto modernos (lo cual no implica negar
los cambios históricos que nos separan). Los medievalistas euro
peos no siempre defienden esta idea consciente o explícitamen
te, pero no resulta difícil verla operar como supuesto en su méto
do. En los escritos de Aron Gurevich, por ejemplo, lo moderno hace
un pacto con lo medieval a través del uso de la antropología, es de
cir, en el uso de pruebas antropológicas contemporáneas de fuera
de Europa para dotar de sentido al pasado de Europa. La estric
ta separación temporal de lo medieval y lo moderno se contradice
aquí por la contemporaneidad global. Peter Burke comenta este
tráfico intelectual entre la Europa medieval y las pruebas antro
pológicas contemporáneas al presentar la obra de Gurevich. Éste,
escribe Burke, «podía ser calificado de antropólogo histórico ya
en 1960 y desde luego que se inspiraba en la antropología, de modo
especialmente obvio en la antropología económica de Bronislaw
Manilowski y Marcel Mauss, que había empezado su famoso ensa
yo sobre el regalo con una cita de unas colecciones de poemas me
dievales escandinavos, las Edda»}^
Pueden observarse movimientos dobles semejantes -historiar
lo medieval y a la vez verlo como coetáneo del presente- en las si
guientes líneas de Jacques Le Goff. Le Goff trata de explicar aquí
un aspecto de la sensibilidad medieval europea:
157
«Hoy en día las personas, incluso aquellas que consultan a vi
dentes y adivinos, que invocan a los espíritus ante mesas flo
tantes o que participan en misas negras, reconocen una fron
tera entre do visible y lo invisible, lo natural y lo sobrenatural.
Esto no podía afirmarse sobre el hombre medieval. Para él, no
sólo lo visible era la mera huella de lo invisible; lo sobrenatu
ral se desbordaba en la vida diaria a cada paso».^^
158
sulta sorprendente que el estudioso marxista Fredric Jameson em
pezase su libro The Political Unconscious con este mandato: «¡His
toriar siempre!». Jameson describe «este eslogan» como «el único
imperativo absoluto e incluso cabe decir "transhistórico" de todo
pensamiento dialéctico».^^ Si estoy en lo cierto, la historización
no es la parte problemática del mandato; el término perturbador
es «siempre». Pues el supuesto de un tiempo continuo, homogé
neo, infinitamente extendido que hace posible la imaginación de
un «siempre», es cuestionado por los pasados subalternos que tor
nan el presente, en palabras de Derrida, «dislocado».^^
159
se rió. "En absoluto, señor Yeats, en absoluto." W.B. hizo una
pausa, se dio la vuelta y se alejó, arrastrando los pies, por el sen
dero. Entonces, oyó la voz de la señora Connolly siguiéndolo
por el camino: "Pero están ahí, señor Yeats, están ahí"».^^
160
mentó de los pasados del historiador. Son suplementarios en un
sentido derrideanó: permiten que la disciplina de la historia sea lo
que es y a la vez a}nidan a mostrar sus límites. Al llamar la atención
sobre los límites de la historizacióñ, nos ayudan a distanciamos de
los instintos imperiosos de la disciplina, la idea de que todo pue
de historiarse o de que hay que historiar siempre. Los pasados su
balternos nos restituyen un sentido del bien limitado que es la con
ciencia histórica moderna. Gadamer expresó cabalmente esta idea
en el curso de una explicación de la filosofía de Heidegger. Dijo: «La
experiencia de la historia, que nosotros mismos tenemos, es [...]
cubierta sólo en un pequeño grado por aquello que denominaría
mos conciencia histórica» . L o s pasados subalternos nos recuerdan
que una relación de contemporaneidad entre lo no moderno y lo
moderno, un «ahora» compartido y constante, que se expresa en
el plano histórico pero cuyo carácter es ontológico, es lo que per
mite que el tiempo histórico se despliegue. Este «ahora» ontoló
gico precede a la brecha histórica que los métodos del historiador
simultáneamente asumen y postulan entre el «allí-y-entonces» y el
«aquí-y-ahora». Así, lo que subyace a nuestra capacidad de histo
riar es nuestra capacidad de no hacerlo. Lo que nos da un punto
de entrada en los tiempos de dioses y espíritus -que al parecer son
muy distintos del tiempo vacío, secular y homogéneo de la histo
ria- es que nunca son completamente ajenos; para empezar, habi
tamos en ellos.
La hermenéutica del historiador, como Humboldt sugiiió en 1821,
parte de una premisa, tácita y asumida, de identificación, que más
tarde es desmentida en la relación sujeto-objeto. Podemos concebir
lo que he denominado pasados subalternos como indicios que re
cibimos -mientras nos entregamos a la actividad específica de his
toriar- de un ahora compartido, no historiable y ontológico. He
procurado sugerir que este ahora es lo que quiebra fundamental
mente el carácter serial del tiempo histórico y lo que hace que
todo momento particular del presente histórico esté dislocado de
sí mismo.
161
Segunda parte
Historias de pertenencia
Crueldad doméstica
y el nacimiento del sujeto
165
los mandatos sociales dirigidos a controlar su vida. Además, fac
tores como la educación de las mujeres, su acceso a la vida públi
ca, el subsiguiente descenso del número de matrimonios de niñas
y el incremento general de la esperanza de vida han ayudado a
reducir la vulnerabilidad de-las viudas. El acto privado de Kalya-
ni Datta de registrar (públicamente) algunas de las voces de las pro
pias viudas resulta en sí mismo un testimonio de estos innegables
cambios históricos.
Sin embargo, no cabe duda de que la viudedad expone a las
mujeres a determinadas dificultades reales dentro del sistema de
parentesco, patrilineal y patrilocal, de la casta superior de la so
ciedad bengalí. Los rituales prescritos para la viudedad muestran
que se la tiene por una condición de mal agüero (pues los supues
tos malos auspicios de la mujer se consideraban tradicionalmen
te los culpables de atraer la muerte sobre un miembro masculino
de la casa). Los rituales adquieren la forma de una gran expiación
que debe realizar la viuda a lo largo de toda su vida: el celibato, la
prohibición de comer carne, la abstinencia de determinados tipos
de comida y la frecuente observación del ayuno. Un cuerpo sin
adoraos, portador de ciertas marcas (como la ausencia de joyas, la
cabeza rasurada o el cabello muy corto y el sari blanco sin cene
fa o con una cenefa negra) procura hacer a la viuda poco atracti
va y colocarla aparte de los demás. Las narraciones que abordan
la viudedad desde el siglo xix revelan el componente de tortura,
opresión y crueldad que a menudo, si no siempre, acompañaba se
mejante experiencia.
Sin embargo, hasta el advenimiento del dominio colonial la viu
dez no había sido tematizada como problema en la sociedad ben
galí. En la literatura y la escritura bengalíes prebritánicas hay obras
que tratan variados aspectos de la vida de las mujeres: el sufrimien
to de la nuera a manos de su suegra y sus cuñadas, la castidad de
las mujeres, los celos y disputas entre las esposas de un varón, pero
rara vez (si es que alguna vez ocurrió) los problemas de la viudedad
concitaron interés.^ El dominio colonial modificó todo esto. Desde
el encarnizado debate sobre la sati (la inmolación de la viuda en
la pira funeraria de su marido) en los años veinte y treinta del si
glo XIX, pasando por la Ley sobre Nuevos Matrimonios de las Viu
das (1856), hasta las tempranas novelas bengalíes escritas entre
1870 y 1920, las viudas y sus dificultades constituyeron un asun
to de importancia central en la escritura de Bengala. Asimismo,
166
en los últimos ciento treinta años aproximadamente, numerosas
viudas hindúes de Bengala -viudas tanto en la vida real como en la
ficción- han narrado sus propias historias en distintos géneros
de ficción, memorias y autobiográficas. Desde el siglo xix la cues
tión de la opresión de las viudas se ha mantenido como un aspec
to importante de las críticas modernas al sistema de parentesco
bengalí. El breve ensayo de Kalyani Datta en Ekshan forma parte
de este acto continuo y colectivo de documentación del sufrimien
to que la condición de la viudez ha infiigido a las mujeres.
La historia de la viudedad moderna ha despertado el interés
de muchos estudiosos de la sociedad colonial bengalí. Éstos han de
mostrado la existencia de un vínculo entre el «discurso colonial»
-en particular, el empleo británico de las «condiciones de las mu
jeres» como un indicio para mensurar la calidad de una civiliza
ción- y los comienzos de una forma moderna de crítica social en
Bengala que se centró en cuestiones como la sati y el nuevo casa
miento de las viudas.^ Las cuestiones que me propongo formular
aquí son algo diferentes de las que investigan estos especialistas.
Resulta obvio que la figura general del sufrimiento de las viudas se
produjo en la historia bengalí mediante la creación de un pasado
colectivo, «público», a partir de numerosos recuerdos individuales
y familiares de la experiencia de la viudez. Este pasado colectivo fue
necesario para la lucha por la justicia en las condiciones de una
vida pública moderna. ¿Qué tipo de sujeto se produce en la in
tersección de estos dos tipos de memoria, la pública y la familiar?
¿Cómo tiene que ser este sujeto para estar interesado en documen
tar el sufrimiento? ¿Cómo escribir una historia de un sujeto bengalí
moderno y colectivo que está marcado por esta voluntad de testimo
niar y documentar la opresión y las heridas?
167
-como Buda o Cristo- es capaz de advertir el sufrimiento y de con
moverse por éste, no se estaría hablando de una posición de suje
to generalizada. Ser Buda o Cristo no está al alcance de cualquie
ra a quien simplemente se le proporcione una educación y una
formación adecuadas. De modo que la capacidad de simpatía ha de
considerarse una potencialidad inherente a la naturaleza del hom
bre en general y no a la individualidad de una persona en particu
lar. Como veremos, algunos filósofos de la Ilustración como David
Hume y Adam Smith sostuvieron una «teoría natural de los senti
mientos» de este tipo.
Debe efectuarse una distinción crítica entre el acto de exterio
rizar el sufrimiento y el de observar o confrontar a quienes sufren.
La exteriorización del sufrimiento con el propósito de suscitar sim
patía y obtener ayuda es una práctica muy antigua, quizás univer
sal y todavía corriente. Los mendigos deformados de la Europa
medieval y de las ciudades de Estados Unidos o de la India con
temporánea son sujetos de sufrimiento, pero no se trata de sujetos
incorpóreos. El que sufre, en este caso, es un yo encarnado en un
cuerpo, el cual es siempre un yo particular, asentado en éste o en
aquel cuerpo. Tampoco la simpatía que se siente sólo por un in
dividuo en particular que sufre (como un pariente o un amigo) se
ría «moderna» según mi punto de vista. La persona que ocupa la
posición del sujeto moderno es aquella que no es sujeto de sufit-
miento inmediato, pero que tiene la capacidad de transformarse
en sujeto de sufrimiento secundariamente, a través de la simpatía
que siente por un cuadro generalizado de sufrimiento, y que do
cumenta ese sufrimiento en interés de una intervención social ul
terior. En otras palabras, el momento de la observación moderna
del sufrimiento consiste en cierto momento de autorreconocimien-
to por parte de un ser humano abstracto, general. Es corno si una
persona capaz de contemplar en sí misma lo humano en general
también reconociera la misma figura en otra persona particular
que sufre, de modo que el momento de reconocimiento resulta un
momento en que lo humano en general se disocia en dos figuras
que se reconocen y se constituyen mutuamente: la del que sufre y
la del que contempla el sufrimiento. Sin embargo, a, principios del
siglo XIX se argumentaba que todo esto no podía tener lugar sin
la ayuda de la razón, pues el hábito y la costumbre -sin oposición
de la razón- podían entorpecer la capacidad natural de simpatía
propia de los seres humanos. La razón, es decir, la educación en
168
la argumentación racional, se consideraba un factor crítico para
impulsar el desarrollo de esta capacidad de ver lo general en el in
dividuo moderno.
Los dos reformadores sociales más importantes de Bengala en
el siglo XIX, quienes se ocuparon de cuestiones concernientes a las
dificultades de las viudas, Rammohun Roy (1772 o 1774-1833) e
Iswarchandra Vidyasagar (1820-1901), propusieron una teoría na
tural de los sentimientos similar. Roy desempeñó un papel decisi
vo en la aprobación de la ley que declaró ilegal la sati en 1829, y
Vidyasagar Uevó a cabo una exitosa campaña a favor de quedas viu
das obtuviesen el derecho legal de volver a casarse, derecho consa
grado en la Ley sobre Nuevos Matrimonios de las Viudas Hindúes
de 1856. Estas intervenciones jurídicas nos permiten también efec
tuar una ulterior distinción entre el sufrimiento tal como lo con
sideran religiones como el budismo y el sufrimiento como tema
del pensamiento social moderno. En la concepción religiosa, el su
frimiento es existencial, acompaña al hombre en su vida. Sin em
bargo, en el pensamiento social, el sufrimiento no es una categoría
existencial. Es específico y, por consiguiente, está abierto á inter
venciones seculares.
El conocido tratado de Rammohun Roy titulado Brief Remarles
Regarding Modem Encroachments on the Ancient Right o f Perna
les [Breve comentario acerca de la conculcación moderna de los
antiguos derechos de las mujeres] fue una de las primeras argu
mentaciones redactadas en la India moderna a favor del derecho
de propiedad de las mujeres. Este documento sobre el derecho de
propiedad también se ocupa de sentimientos como la crueldad, la
aflicción, el sufrimiento, la angustia y otros de naturaleza seme
jante en las relaciones humanas. Estos dos hilos -derechos y sen
timientos- se entretejen en la argumentación de Roy vinculando
la cuestión de la propiedad con la de los sentimientos, y ambos con
sideran el sufrimiento como un problema social histórico y erra-
dicable;
169
convierte en dependiente de sus hijos y queda sometida a los
desprecios de sus nueras. [...] Los hijos crueles a menudo hie
ren los sentimientos de estas madres dependientes. [...] Las
madrastras, que suelen ser numerosas debido a la poligamia,
son aún más desatendidas por sus hijastros, y en ocasiones
terriblemente maltratadas por sus hijastras. [...] Las restriccio
nes a la herencia femenina fomentan en gran medida la poli
gamia, una fuente habitual de la mayor penuria en las fami
lias nativas
170
al que se refiere Rammohun Roy remite a un nuevo tipo de com
pasión, algo que se podría sentir ante el sufrimiento más allá de
la propia familia inmediata. Podríamos llamar a este sentimiento
«compasión en general».
Pero ¿de dónde proviene tal compasión o simpatía? ¿Qué hizo
posible que Rammohun o Vidyasagar sintieran esta «compasión
en general» que la mayor parte de los miembros de su comunidad
(presumiblemente) aún no experimentaba? ¿Cómo se modela a sí
misma la sociedad para convertir esta compasión en un elemen
to constitutivo de cada una de las personas, de manera que la com
pasión se convierta en un sentimiento presente de modo general
en la sociedad? Sobre esta cuestión, tanto Rammohun como Vidya
sagar ofrecen una respuesta notable por su afinidad con la Ilustra
ción europea. La razón, argumentaban, es lo que puede liberar el
flujo de compasión que se halla naturalmente presente en todos los
seres humanos, pues sólo ella tiene la capacidad de disipar la ce
guera inducida por la costumbre y el hábito. Los seres humanos
razonables observan el sufrimiento y eso activa la capacidad hu
mana natural de simpatía, compasión y piedad.
Rammohun planteó la cuestión de la compasión de manera
abierta en su respuesta de 1819 al polémico escrito de Kashinath
Tarkabagish, Bidhayak nidshedhak shombad, dirigido contra su
propio punto de vista sobre la sati. «Lo que es lamentable», afirma
ba, «es que el hecho de haber contemplado con sus propios ojos
situaciones en las que algunas mujeres han padecido un enorme
pesar por la dominación a la que se encontraban sometidas no
haya suscitado en usted ni siquiera una mínima cuota de compa
sión como para que la inmolación forzosa [de las viudas] fuese de
tenida.»^ ¿Por qué las cosas sucedían de esa manera? ¿Por qué al
hecho de la contemplación no le sucedía la simpatía? La respues
ta de Rammohun se ofrece con claridad en su escrito de 1818 ti
tulado Views on Buming Widows Alive [Consideraciones sobre la
cremación de viudas en vida], en el cual atacaba a los defensores
de esa práctica. Refiere allí Rammohun la manera forzada en la que
las viudas eran «atadas» a la pira funeraria durante el desarrollo
de la sati y plantea directamente la cuestión de la misericordia o
compasión (daya): «Están ustedes resueltos de manera inmise-
ricorde a cometer la terrible falta de asesinar a una mujer». Su
oponente, el «defensor» de la sati, replica: «Ha afirmado usted in
sistentemente que promovemos la aniquilación de las mujeres por
171
que carecemos de sentimientos. Eso es incorrecto. Pues está es
crito en nuestro Veda y en los códigos de la ley que la misericor
dia es la raíz de la virtud, y por nuestro ejercicio de la hospitalidad,
entre otros factores, nuestra compasiva disposición ha alcanza
do fama».^
La réphca de Rammohun introduce un arjgumento que no cuen
ta con el respaldo de la autoridad de los libros sagrados y que care
cía de respuesta en los debates de la época. Se trata del argumen
to sobre el «hábito de la insensibilidad». De manera muy similar
a los pensadores de la Ilustración europea y quizás influido por
ellos, Rammohun sostenía que debido a que la práctica de la sati
se había transformado en una costumbre -en un asunto de ciega
repetición-, las personas eran incapaces de experimentar simpa
tía incluso cuando veían que se forzaba a alguien a convertirse en
sati. El AÚnculo natural entre lo que contemplaban y sus sentimien
tos de piedad estaba bloqueado por el hábito. Si ese hábito pudie
ra corregirse o eliminarse, el mero acto de ver que una mujer es
obligada a morir suscitaría compasión. Dice Roy:
172
eran la costumbre y el hábito lo que obstaculizaba la, por lo de
más, relación natural entre la visión y la compasión:^
173
Suplemento al sujeto de la Ilustración:
una traducción de la diferencia
174
ran Bandyopadhyay escribió sobre Vidyasagar, que lleva como tí
tulo Vidyasagar (publicada por primera vez ca. 1895), refiere varias
anécdotas para documentar la compasión que Vidyasagar sentía
por aquellos que sufrían. De hecho, uno de los puntos más signifi
cativos de las biografías de este legendario hombre público ben
galí del siglo XIX es que todas ellas, sin excepción, describen en de
talle y con aprobación su propensión a llorar en público, un rasgo
nada admirable, como veremos, según los estándares de Adam
Smith. El llanto es prueba de su bondad de corazón. Los episo
dios se suceden para documentar la magnitud de la compasión
(daya o karuna) que alberga el corazón de Vidyasagar. Las oracio
nes como la siguiente son habituales: «Hemos visto ya que cuando
aún era alumno en el Sanskrit College manifestó la generosidad
de su corazón entregando ropas y alimentos a los necesitados
O considérese esta anécdota, que se tiene como representativa de
la vida de Vidyasagar. Cuando éste era todavía un estudiante en Cal
cuta, un respetado profesor suyo, Shambhuchandra Bachaspati,
que le enseñaba filosofía vedanta y era por entonces un anciano
físicamente decrépito, se había casado con una estudiante muy jo
ven. Se dice que Vidyasagar se oponía a ese matrimonio y acon
sejaba a su maestro en sentido contrario. Sus biógrafos describen
unánimes el modo en que, cuando Vidyasagar se encontraba con la
muchacha, «era incapaz de contener las lágrimas» pensando en
la viudedad que estaba condenada a sufrir. «Isvar Chandra sim
plemente posaba su mirada en el bello rostro de la muchacha y
abandonaba el lugar de inmediato. La visión conmovía su buen co
razón y arrancaba lágrimas de sus ojos. Preveía la vida miserable
y desdichada que en un tiempo muy breve iba a llevar la desafor
tunada muchacha, y sollozaba y vertía lágrimas como un niño.»^^
Chandicharan escrilíe acerca de este episodio: «Este único inciden
te nos ayuda a comprender cuán sensible era el corazón de Ishvar
Chandra y cuán fácilmente se afligía por el sufrimiento de otras
personas ».^^
Las biografías explican así la capacidad de Rammohun o de
Vidyasagar de generalizar su compasión haciendo referencia a una
cualidad especial de su hriday o corazón. Ellos podían generalizar
su simpatía desde el caso particular hasta el general porque la pro
visión de simpatía en sus corazones era muy abundante. Se diferen
ciaban en esto de personas como por ejemplo el rey de Vikrampur,
Dacca, en el siglo xvin, el rajá Rajballabh, quien, según se refiere,
175
intentó una vez sin éxito que su hija, que había enviudado, se ca
sase de nuevo; o como «un tal Syama Charan Das» de la Calcuta
de mediados del siglo xix, que trató de hacer lo mismo pero se lo
impieron los pandits localesd® Esos hombres tenían compasión,
pero no en una medida lo suficientemente amplia como para lle
varlos a considerar el problema de sus hijas Como un asunto que
afligía, potencialmente, a todas las mujeres de la casta superior.
Sin embargo, Rammohun y Vidyasagar fueron capaces de llegar
al caso general a partir de lo particular porque habían nacido con
una abundante cuantía de karuna (compasión). De hecho, el poe
ta bengalí Michael Madhusudan Dutt^® dio a Vidyasagar el apodo
de karunasagar («océano de compasión», juego de palabras a par
tir de vidyasagar, «océano de sabiduría»). Sus biógrafos citan algu
nas pmebas significativas obtenidas de anécdotas de infancia para
establecer este karuna como rasgo innato de su carácter. La aver
sión de Rammohun por la idea de la sati, se nos cuenta, se mani
festó por vez primera cuando se enteró de que una mujer a la que
lo unía un vínculo famüiar cercano había sido empujada a ese des
tino por los hombres de la casa.^° De manera similar, la determi
nación de Vidyasagar de luchar por la mejora de las condiciones
de vida de las viudas se remonta a una experiencia de niñez, cuando
supo que una muchacha que había sido compañera de juegos in
fantiles había enviudado y se hallaba entonces sujeta a todas las
interdicciones de la viudez. «Sintió tanta conmiseración por la pe
queña, que en ese mismo momento y lugar resolvió entregar su
vida a mitigar el sufrimiento de las viudas. Tendría en ese enton
ces unos trece o catorce años.»^^
La simpatía generalizada se considera aquí un don de Vidyasa
gar: «Resolvió entregar su vida a mitigar el sufrimiento de las viu
das». Es un don de su corazón. Esta interpretación de la compasión
como capacidad imiata de una persona para shahanuhhuti (shaha =
igual, anubhuti = sentimientos) difiere del punto de vista de Adam
Smith o de Hume, quienes la consideraban parte de la naturaleza
general en cada ser humano. El término bengalí shahanuhhuti,
derivado del sánscrito, se suele traducir como simpatía, pero hay
algunas diferencias importantes. La idea de «simpatía» supone el
ejercicio y la facultad de la «imaginación» (otro término muy euro
peo). Simpatizamos con el sufrimiento de alguien porque gracias
a la facultad de la imaginación podemos situamos a nosotros mis
mos en la posición de la persona que sufre. Eso es la simpatía.
176
Como afirma Adam Smith: «A veces nos compadecemos de otro
[...] porque, cuando nos ponemos nosotros mismos en su situa
ción, esa pasión surge de la imaginación en nuestro p e c h o E n
su análisis, esta capacidad de imaginar forma parte de la natura
leza humana: «La naturaleza enseña a los espectadores a asumir
las circunstancias de la persona principalmente involucrada».^^
Sin embargo, los autores bengalíes, al explicar este rasgo innato de
Rammohun o de Vidyasagar como shahriday (con hriday o corazón)
y, por lo tanto, caracterizado por la capacidad de shahanuhhuti, es
taban sirviéndose en la práctica, aunque imphcitamente, de teorías
estéticas sánscritas acerca de la rasa shastra (estética: la ciencia de
los rasas o «estados de ánimo») según las cuales no todos tienen la
posibilidad de apreciar los diferentes rasas de la vida (incluyendo
el de karuna o compasión). La capacidad de shahanuhhuti, a dife
rencia de la teoría europea de la simpatía, no dependía de una fa
cultad mental que se da naturalmente como la «imaginación»; se
contemplaba, más bien, como una característica de la persona con
hríday, habiéndose asimilado en el siglo xix el término «hriday» a
la palabra «corazón». La cualidad de estar «dotado de hriday» era
denominada shahridayata. Una persona rasika -capaz de apreciar
los diversos rasas o estados de ánimo- tenía esa misteriosa entidad
llamada hriday. Y en ese sentido, Rammohun o Vidyasagar podían
ser calificados de shahriday vyakti (personas con h r i d a y Sea cual
fuere el estatus exacto de la categoría de hriday en las complejas
teorías de la estética sánscrita, no hay en el rasa shastra una teo
ría de la naturaleza humana en general para explicar su aparición.
Para los biógrafos de los reformadores decimonónicos, la pose
sión de hriday era más bien un caso excepcional que una regla. Un
Rammohun o un Vidyasagar nacieron de esa manera. Eso fue lo
que los hizo singulares y divinos, y los situó por encima de los se
res humanos corrientes. Por lo tanto, desde este punto de vista, no
podía haber una teoría natural de la compasión.
De manera que en las biografías bengalíes de Vidyasagar y
Rammohun Roy trataban de hacerse un lugar dos maneras dife
rentes e inconexas de comprender teóricamente la compasión y
la persona. Una era la teoría natural de los sentimientos, de cuño
europeo. La otra, derivada de la estética india, se inscribía en las
palabras bengalíes o sánscritas empleadas para describir la capaci
dad de simpatía' o de compasión. Palabras derivadas--de los textos
sánscritos de rasa shastra que circulaban en los escritos bengalíes
177
como una forma de conocimiento práctico, como términos perte
necientes al vocabulario de las relaciones cotidianas. Representa
ban una hermenéutica diferente de lo social que suplementaba la
que representaba el pensamiento ilustrado europeo. Después de
todo, las teorías de Adam.Smith o David Hume -en su apelación
deliberada a la experiencia como fundamento de la generaliza
ción- ofrecían a menudo como universalmente aplicables hipóte
sis que claramente derivaban de las prácticas culturales particu
lares y específicas de las sociedades que conocían. Smith, por
ejemplo, asumía con despreocupación el carácter universal de jui
cios como: «el hombre que en las mayores calamidades es capaz
de dominar su dolor parece digno de la más elevada admiración»,
o «nada es tan mortificante como vernos obligados a exteriorizar
nuestra aflicción en público». Este punto de vista jamás explicaría,
por ejemplo, por qué los bengalíes valoraban positivamente que un
hombre de la importancia de Vidyasagar llorase en público.^^ Las
aseveraciones de los pensadores europeos eran tanto teorías como
prejuicios (en el sentido gadameriano), en la medida en que eran
también interpretaciones.E ntre ellas y las interpretaciones ya
existentes que vertebraban la vida bengalí se creó un campo en el
que se puso en juego la política de traducción de la diferencia.
Esta política puede apreciarse en la dualidad de actitudes que
a menudo manifiestan los autores de biografías. Las obras biográ
ficas decimonónicas de Bengala se inspiraban en la idea victoria-
na de que las biografías contribuían al mejoramiento social prove
yendo unos modelos personales que los miembros de una sociedad
pudieran emular. Desde este punto de vista, una teoría natural de la
compasión resultaba útil, pues la educación moderna (es decir,
la formación en la argumentación racional) podía considerarse una
suerte de arma prescrita para luchar contra los efectos de la cos-
úimbre. Las biografías eran herramientas de ese tipo de educación.
En cambio, si, por el contrario, la compasión-en-general consistía
en una función de un factor tan raro y contingente como el hñday
con el que alguien nace y, por consiguiente, resultaba una cuali
dad escasa por definición, ¿cómo se podría educar a las personas
en el arte de tal sentimiento? ¿Cómo podría cada cual cultivar una
cosa que, por su misma naturaleza, sólo puede adquirirse como
un don especial digno de veneración? Los biógrafos de los reforma
dores sociales compasivos de Bengala con frecuencia quedaron
atrapados en esta contradicción.
178
Un biógrafo como Bandyopadhyay había de incurrir en dos
afirmaciones contradictorias y simultáneas. Transmitía la impre
sión de que la grandeza de Vidyasagar radicaba en el tipo excep
cional de persona que era por naturaleza, pues no cualquiera na
cía con un corazón tan pleno de shahanubhuti como el suyo. Pero
también deseaba que su biografía ofreciera la vida de Vidyasa
gar como un ejemplo que otros, menos dotados, pudieran seguir.
«Quiera el señor de nuestro destino», decía hacia el final de su
libro, «que la lectura de la vida de [Vidyajsagar [...] difunda el anhe
lo de imitar [sus] [...] cualidades.»^^ En ocasiones el texto inter
pela directamente al lector exhortándolo a ejercitar su «imagina
ción» y a emular el noble ejemplo de Vidyasagar.^® Sin embargo,
en otros momentos insiste en la índole innata de la compasión
y de los sentimientos de Vidyasagar, dejando cierto grado de am
bigüedad en cuanto a si la compasión por todas las personas pro
viene de la capacidad humana natural de simpatía, impulsada
por la visión y por la razón, o si se trata de un sentimiento que
sólo algunos individuos muy excepcionales son capaces de expe
rimentar.
Incapaces de resolver esta contradicción entre la concepción
del hriday como un don cuasi divino y su compromiso con la in
terpretación victoriana del mejoramiento social, mediante el cam
bio de la índole de los individuos gracias a la diseminación de re
latos de buenos ejemplos, las biografías bengalíes de los «grandes
hombres» cayeron a menudo en una suerte de espacio intermedio
entre la biografía y la hagiografía. A pesar de todo su humanismo
secular, siguieron siendo expresiones de bhakti (devoción), actos
de veneración, de parte del biógrafo hacia la figura retratada.
Bandyopadhyay señala claramente en el prefacio que escribir la
vida de Vidyasagar resultó para él un acto del mismo rango que
el ofrecimiento de puja (culto) a una deidad. Adopta la compostu
ra de un devoto (bhakta) religioso, cuyo lenguaje de humildad tam
bién es, necesariamente, un lenguaje de minusvaloración de sí:
179
es el único derecho que tengo para narrar la historia de su muy
sagrada vida»."^
180
teorías de los sentimientos de Smith o de Hume no se ocupaban de
subjetividades individuales. Para ellos la naturaleza humana era
tan universal como el cuerpo humano biológico. La subjetividad
misma, o lo que. numerosos comentadores denominarían la «inte
rioridad» del sujeto, se constituye por una tensión entre las expe
riencias y los deseos privados del individuo (sensaciones, emocio
nes, sentimientos) y una razón universal o pública. Podría decirse
que es esta oposición la que se manifiesta en la escisión entre lo
privado y lo público en la modernidad.
C.B. Macpherson, en La teoría política del individualismo pose
sivo, remonta una de las fuentes del sujeto moderno a la aparición
en el siglo xvn de la idea del derecho de propiedad privada sobre
la propia persona. El sujeto que disfrutaba de este derecho, sin
embargo, sólo podía ser un sujeto desprovisto de cuerpo, privado
-pues el objeto sobre el que se ejercía el derecho era su propio cuer-
po.^° Fundado sobre la idea de los derechos naturales, no era im
perativo en el siglo xvn que tal sujeto estuviese dotado de una inte
rioridad profunda. El yo «privado» de un sujeto de tal condición de
hecho habría estado vacío. Sin embargo, desde fines del siglo xvin
en adelante, ese yo privado se fue llenando hasta dar lugar a lo que
finalmente se convertiría en el dominio de la subjetividad. El joven
Marx, en su escrito sobre la «cuestión judía» -en el cual, apoyán
dose en la Filosofía del derecho de Hegel, polemizaba contra Bruno
Bauer-, señalaba la presencia de esta escisión público/privado en
la concepción misma del ciudadano tal como había sido expuesta
en Francia en la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciu
dadano de 1791-1793. El ciudadano era el lado público-universal
y político del hombre que retenía «derechos naturales» para inte
reses privados como miembro de la sociedad civil. La religión sólo
podía formar parte de su esfera privada y egoísta de interés per-
sonal.^^ La reciente genealogía del sujeto del pensamiento político
europeo ofrecida por William Connolly muestra la trayectoria de
un proceso a través del cual las teorías de «la lucha y el conflicto
en la sociedad civil» se trasladan gradualmente al «interior del in
dividuo mismo», hasta que el individuo se transforma, hacia fines
del siglo XIX, en la figura más familiar, cuya subjetividad privada,
considerada ahora como constituida a través de una historia de
represión psicológica, sólo puede desvelarse mediante las técnicas
del psicoanáhsis. En palabras de Connolly: «La teoría moderna del
sujeto estratificado, con sus niveles de actividad inconsciente, pre
181
consciente, consciente y autoconsciente, y su intrincada carrera de
relevos entre pasiones, intereses, deseos, responsabilidad y culpa,
localiza dentro del yo conflictos que Hobbes y Rousseau distribuían
entre los diversos r e g í m e n e s ¡
El nacimiento del sujeto moderno en la teoría europea del si
glo XIX requería una interioridad en conflicto, en que la razón lu
chase por mantener bajo su orientación y control aquello que dis
tinguía a un sujeto de otro y que, al mismo tiempo, era diferente
de la razón. Ello fue el (inicialmente) consciente y (más tarde) sub
consciente mundo de las pasiones, los deseos y los sentimientos
que constituyen la subjetividad humana. Sin este paso, habría
sido difícil desarrollar en los individuos la sensación de ser huma
nos pero, al mismo tiempo, sujetos individuales únicos. Aunque la
razón es una facultad humana, no puede constituir a la subjeti
vidad individual porque, por definición, la razón es universal y
pública. Para la emergencia del sujeto moderno, las pasiones, los
sentimientos y otros elementos semejantes deben colocarse en el in
terior de la mente y de una interpretación muy particular de la rela
ción entre ellos y la razón. Se trata de una relación pedagógica. Las
pasiones y los sentimientos, para que su portador sea moderno,
precisan de la autoridad rectora de la razón. Al mismo tiempo, se
suscita entre ambos una relación conflictiva, debido a que son de
índole opuesta y contradictoria. Este conflicto es lo que caracteri
za la interioridad del sujeto. Veamos cómo describe Connolly esa
transición en la obra de Rousseau:
182
en su análisis de los textos de Durkheim, representa una amena
za para la idea de lo social y de lo general, pues, si los individuos
están dotados de una individualidad ilimitada (eso es lo que se su
pone que revela el drama de las pasiones: cada uno es al mismo
tiempo novelista de sí mismo y su propio analizado), ¿qué garan
tiza la unidad de lo social? ¿Qué impediría que la esfera social,
constituida por individuos semejantes (es decir, por personas que
no se encuentran simplemente sujetas a las prácticas sociales,
como supuestamente lo estaban en las sociedades primitivas), se
desintegrase en la pesadilla de la anomia?^'^ En el individuo, la
respuesta sería: la razón. La razón, dirigiendo la mente a lo gene
ral y lo universal, guiaría las pasiones de los individuos hacia su
lugar cabal en la esfera social. Este punto de vista, considerado en
sí mismo, no es necesariamente moderno, pero cabría sostener
que su generalización en la sociedad señala el advenimiento de la
modernidad.
Observar y constituir un archivo de las viudas bengalíes como
sujetos de la modernidad, entonces, significaba documentar no sólo
las condiciones externas de su vida, sino también su sufrimiento in
terno, el modo en que la pasión luchaba con la razón en su interior
y las distinguía como modernas. Esto, sin duda, estaba ausente en
los esquemas interpretativos de los primeros reformadores. Consi
dérese una vez más la afirmación de Vidyasagar que sigue, ya cita
da en parte anteriormente:
«¡Pueblo de la India! [...] Abrid vuestros ojos por una vez y con
templad cómo la India, que fue un día tierra de virtud, rebosa
[ahora] de pecados de adulterio y feticidio. [...] Vosotros estáis
dispuestos a entregar a vuestras hijas [...] al fuego y tortura in
tolerables de la viudez. Aceptáis convertiros en cómplices de su
conducta cuando, bajo la influencia de pasiones irresistibles,
se transformen en víctimas de adulterio. Arrojando a un lado
todo temor a un comportamiento inmoral y sólo por miedo a
ser expuestos ante el ojo público, estáis dispuestos a ayudarlas
a perpetrar un feticidio y, sin embargo -¡maravilla de las ma
ravillas!-, no estáis dispuestos a cumplir los mandatos de los
shastras, permitirles volver a casarse, liberarlas del dolor insu
frible de la viudedad y liberaros a vosotros mismos de correr
toda suerte de peligros. Imagináis, tal vez, que con la desapa
rición de sus esposos los cuerpos de las mujeres se transforman
183
en piedra, que pierden todo sentimiento de dolor y de tristeza, que
sus pasiones son arrancadas de raíz de una vez y para siempre.
[...] Que ninguna mujer nazca en un país cuyos hombres no
tienen compasión alguna».
Í8 4
como profundo y estratificado, escuchar sus voces, por así decir
lo, requería el desarrollo de un conjunto de técnicas de observa
ción dirigidas al estudio y la descripción de la psicología humana.
Ese papel lo desempeñó sobre todo la novela. Los tres puntales de
la ficción bengalí temprana -Bankimchandra Chattopadhyay (1838-
1894), Rabindranath Tagore (1861-1941) y Saratchandra Chatto
padhyay (1876-1938)- hicieron del amor prohibido de las viudas
uno de los temas de sus novelas. La cuestión del amor romántico
era en sí misma un problema en la historia de la democracia. La
idea de elegir al compañero de vida -o la del amor como un acto
de expresión personal del sujeto- se enfrentaba a las normas de
regulación social consagradas en la tradición de los matrimonios
concertados. De hecho, una razón por la que tal vez la figura de
la viuda suscitó una fascinación especial en los novelistas benga
líes es el hecho de que los deseos no reconocidos de las viudas re
presentaban un caso de completa subordinación del individuo a
la sociedad. En la viuda podía verse el clamor del sujeto expresivo
por el (auto)reconocimiento. Ahondar en el mundo interior de las
viudas, cuyos sentimientos más íntimos la sociedad se negaba a
reconocer, comportaba insertar el deseo de libertad y de autoex-
presión en la estructura misma del nuevo sujeto bengalí. Pero al
proceder de ese modo, los novelistas bengalíes también presentaron
la cuestión de la interioridad de las viudas a la consideración ge
neral. De modo que, mucho antes de que hubiese disciplinas como
la historia y la sociología que expresaran la voluntad moderna,
ahora familiar, de documentar la opresión, existió una literatu
ra humanista que experimentó y perfeccionó los instrumentos de
la descripción moderna de la «experiencia».^^
El desarrollo de este fenómeno literario es complejo. Por razo
nes de espacio debo simplificar algunas cuestiones que tienen ma
yor complejidad de la que es posible desarrollar aquí. En la novela
de Rabindranath Tagore Chokher hali (1903), cuyo tema es el amor
no correspondido de una viuda, puede apreciarse un paso cons
ciente en la descripción de la interioridad humana como un espa
cio interior absoluto y autónomo del sujeto. Chokher hali es la his
toria de la pasión de un joven, Mahendra, casado con Asha, que se
enamora apasionadamente de una joven viuda, Binodini, la cual
se traslada desde su pequeño pueblo a Calcuta para vivir con Ma
hendra, Asha y la madre de aquél. También es la historia del sen
timiento de amor de Binodini, de la atracción inicial que siente
185
por Mahendra, sustituida finalmente por su amor por el mejor ami
go de éste, Bihari. A diferencia de los personajes de viudas de las
novelas de Bankim, Binodini no es analfabeta; se la describe, de
hecho, como ávida lectora de Bishabrisksha (analizada más aba
jo), de Bankim. En un prefacio redactado para una reedición de
la obra, Tagore explicaba que, para la literatura bengalí, la apari
ción de Chokher bali había sido el anuncio de un cambio radical.
Su novedad consistía en haber colocado el énfasis en el espacio
interior del ser humano. Es verdad que el cuerpo y sus órganos
sensibles aún conservaban cierto papel, lo mismo que la noción de
ñpu (la tradicional concepción hindú de las seis pasiones particu
lares del cuerpo que destruyen al hombre), pero en la obra de Ta
gore todo esto quedaba ahora subordinado al juego de las fuerzas
psicológicas. Como él mismo señala:
186
«sagrado», «auspicioso» e «inmaculado» o «no contaminado» -es
decir, no contaminado por la pasión física-, este término ha sido
empleado por muchos escritores bengalíes para referirse al amor
que trasciende la pasión física. El prem (amor) calificado de pa-
hitra era el tipo de amor más elevado que podía darse entre hom
bre y mujer. Bankimchandra áeñma pabitra como aquello que ha
vencido o trascendido los sentidos (jitendriya). Este pensamiento
como tal era antiguo. Se remontaba a ciertas corrientes de la fi
losofía vedanta, pero resultó central en los debates nacionalistas
del siglo XIX en torno a la conducta y al yo, en los que el ideal de
persona era identificado con jitendriya, literalmente, ser alguien que
ha vencido sus sentidos.^® Sin embargo, el debate sobre el amor en
Bengala a fines del siglo xix mantenía una deuda más estrecha
con la poesía vishnuísta medieval (los acólitos del dios-protector
Vishnu y sus encamaciones eran denominados vishnuístas), que los
escritores bengalíes redescubrieron progresivamente desde 1870
en adelante.
Buena parte de la lírica vishnuísta se estmcturaba en torno al
tema del amor ilícito que Radha, la heroína casada de esta poesía,
sentía por Krishna, una encamación humana del dios Vishnu. Ese
amor extramatrimonial había atraído sobre Radha el oprobio de
kalanka, que muchos poetas vishnuístas exoneraban retratando tal
amor como símbolo del deseo del devoto de unión espiritual con
dios y, en consecuencia, como muy alejado de la pasión entendida
de modo estrictamente físico o de la intemperancia. Fue en este
ideal del amor como sentimiento espiritual, desprovisto de todo
rastro de lujuria, donde los escritores bengalíes encontraron una
elaboración del deseo entre los sexos. En un ensayo en que com
paraba a los dos poetas medievales vishnuístas Jayadeva (siglo xii)
y Vidyapati (siglo xv), Bankimchandra trazó una distinción entre
dos tipos de naturaleza (prakriti): externa (bahihprakriti) e interna
(antahprakriti). El cuerpo y sus pasiones pertenecían a la natura
leza externa, a la esfera de los sentidos. La interioridad constituía
la naturaleza interna de los humanos, y era en ese ámbito donde
podía uno librarse del dominio de los sentidos y hacer que el amor
fuese espiritual o pabitra. Bankimchandra escribe:
187
manteniendo a distancia a la naturaleza exterior. [...] Es la na
turaleza exterior (hahihprakriti) lo que predomina en Jayade-
va y los similares a él, mientras que en los semejantes a Vi-
dyapati encontramos el ámbito de la naturaleza que es interno
(antahprakríti). Tanto Jayadeva como Vidyapati cantan al amor
entre Radha y Krishna. Pero el amor sobre el que canta Jaya
deva obedece a los órganos de los sentidos externos. Los poe
mas de Vidyapati y, especialmente, los de Chandidasa, trascien
den nuestros sentidos externos [...] y se transforman &npabitra,
esto es, desprovistos de toda asociación con los sentidos o con
la intemperancia».'*^
188
que la mirada documental de los novelistas bengalíes creó y expu
so el espacio interior de las viudas, el amor moderno secular y ro
mántico surgió bañado en las etéreas doctrinas vishnuístas de la
«pureza». Las novelas permitían a las viudas experimentar el amor,
pero no sin que antes éste hubiese sido teorizado como combate
espiritual por liberar al deseo de toda sugerencia de carácter físi
co. Se apremiaba a la razón a servir en las filas de lo espiritual.
Esta marginación de lo físico determinó en gran medida la natu
raleza específica del sujeto en la modernidad literaria bengalí.
En Banldmchandra, Rabindranath y Saratchandra, el cuerpo
es lo que amenaza la esfera de la interioridad; amenaza la capaci
dad del sujeto de ser puro opabitra. Hay diferencias, sin embargo.
En Banldm, aunque la razón se enfrenta a la pasión, y tal conflic
to es el hecho central de la interioridad humana, el cuerpo disfru
ta de una existencia autónoma -autónoma de la mente- a través
de la categoría de Banldm de belleza o apariencia externa (rup),
que pertenece a su concepción de la naturaleza externa (prakríti).
Según Banldm, está en la naturaleza del hombre el sentirse atraí
do por la rup. En su novela Bishabriksha (El árbol del veneno), pu
blicada en 1873, la rup de una joven y hermosa viuda llamada
Kunda desempeña un papel central en la atracción de un hombre
felizmente casado, Nagendra, como si de una polilla impulsada ha
cia el fuego se tratase. Nagendra deja a su mujer y se casa con Kun
da. Esta relación poliUa-fuego era, para Banldm, una imagen per
fecta del modo en que la naturaleza externa o bahihprakriti tienta
a los seres humanos hacia su destino. Como él mismo escribió en
una serie de ensayos irónicos, ingeniosos y humorísticos en el li
bro Kamalakanter daptar:
189
La interioridad de alguien como Nagendra, el héroe trágico de
Bishahriksha, se describe mediante una historia en la que su ra-
zón/voluntad combate, sin éxito, con hahihprakriti o la naturaleza
externa. Bankim sugiere queda libertad humana radica en ser ca
paz de distinguir -con el auxilio del razonamiento moral- entre lo
que pertenece al espacio interior del sujeto, prakriti o naturaleza
del interior (antahprakriti) y lo que pertenece a la naturaleza ex
terior o hahihprakriti. Los humanos son propensos a sentir atrac
ción por la belleza física. Nagendra, el héroe de la novela de Ban-
Idm, lo denomina chokher hhalohasha (literalmente, «amor de los
ojos»)."*^ A este «amor de los ojos» Banldm oponía algo que cabría
denominar «amor de la mente». Esta teoría la elabora otro perso
naje de la novela, Haradev Ghosal, cuñado de Nagendra, quien dice
a .éste lo siguiente -adviértase cómo el ideal de pabitra prem (amor
puro) proporcionaba un marco dentro del cual los autores benga-
líes consumían también la literatura europea:
190
antigua comprensión del tantrismo de Islprakriti (naturaleza) como
una forma de conciencia, como un poder femenino que anima el
mundo, creándolo en colaboración conpurush, el hombre o el po-
, . . « • • 48
der masculino, a quien tienta tanto a vivir como a morir.
El problema de la rup (belleza externa) languidece en las manos
de Tagore y Saratchandra; no hay «amor de los ojos» en Chokher
hali. La belleza física, como hemos visto, forma parte de la cosmo
logía de Banldm; advierte de su impacto sobre la mente precisa
mente porque la considera genuinamente poderosa. Tagore, sin
embargo, no nos deja dudar de que su heroína Binodini sea la
nueva mujer dotada de interioridad y subjetividad. Por más atrac
tivo físico que tenga, Binodini es producto de la nueva educación
y de ia ilustración. A diferencia de las novelas de Bankim, Chokher
hali no representa el esfuerzo de la razón por distinguir entre el
amor nacido de la rup y el nacido de una «facultad de la mente».
Es como si, en respuesta a la idea de Bankim de que el amor o
la atracción pueden originarse en el hecho de que la visión huma
na no puede evitar la infíuencia de la belleza física (rup), Tagore
bromease (a través de la voz de Binodini); «¿Les ha dado Dios a
los hombres sólo vista y ninguna clarividencia?».^® Mediante esta
subordinación de la vista a la clarividencia, Tagore desplazaba el
drama de los sentimientos desde el espacio exterior de lo físico
al espacio de la interioridad en el sujeto.
La pureza o pahitrata emerge en la fícción bengalí como con
junto de técnicas de la interioridad, cuyo uso puede hacer «puras»
las emociones más íntimas (como el amor) y así ayudarlas a tras
cender todo lo externo al espacio interior del sujeto; el cuerpo, los
intereses, las convenciones sociales y los prejuicios. No cabe ne
gar su contribución a la espiritualización de la experiencia de la
individualidad. Creó una autonomía extrema en el estatus del afec
to y un sentido vigoroso de resolución en el sujeto. Pues esta ad
quisición de la cualidad de pahitrata no se producía sin una lucha
decidida contra los sentidos que nos vinculan al mundo exterior.
Tomaba la pugna por ser un individuo en contienda espiritual. Así,
Tagore podía crear en su ficción personajes extremadamente vigo
rosos de viudas cuya lucha contra la injusticia social adoptaba el
aura de una vigilancia espiritual. En Chokher hali, por ejemplo,
el personaje de Annápurna, la tía de Asha que, como una viuda
«tradicional», decide vivir en la ciudad sagrada de Benarés, ilus
tra este punto. Al ser una anciana, permanece fuera del circuito del
191
arnor romántico juvenil de la novela. Pero sus conversaciones con
Asha no dejan lugar a dudas: esta viuda es una persona con plena
autonomía. Su resolución de conservar su yo íntimo en un estado
de pureza o pabitrata es un reto discreto pero a la vez orgulloso a
las convenciones sociales:
192
do por el tratamiento que recibe una joven viuda, a la que conocía
desde la infancia, que de un día para otro perdió su posición, so
cial simplemente porque encontraron a un hombre en su dormi
torio, Saratchandra escribe en 1932:
193
terioridad incorpórea y privada pero comunicable, algo fundamen
tal en la categoría del sujeto moderno en el pensamiento europeo.^^
El pensamiento literario bengalí reconocía la concupiscencia como
una pasión animal que reside en el cuerpo. A ella enfrentaba la idea
de prem o amor. El prem llegó a señalar la autonomía del individuo
en la viuda al considerar la consecución de la pureza o pabitrata en
el amor como el acto de separación del yo y el cuerpo. La sociedad
podía oprimir, desde luego, al individuo; en este caso, la viuda, pero
no podía arrebatarle su individualidad. De este modo, la ficción
arrojaba una luz con cuyo auxilio ver (y documentar) a la viuda
como sujeto individual dotado de interioridad. La viuda, en cuan
to viuda, podía ahora tanto escribir sobre sí misma como ser ob
jeto de escritura.
El cuerpo constituye un problema sin resolver en estas novelas.
O bien es completamente marginado como sede de la concupis
cencia que pahitra prem (el amor verdadero/puro) conquista, o bien
regresa (como en Banldm) en el problema de la rup (forma, apa
riencia), como destino que incita y tienta a la naturaleza interna hu
mana (antahprakriti). En ambos casos, no hay nada semejante a la
categoría freudiana de la «sexualidad» para mediar entre el cuerpo
y el espacio interior del sujeto. En Chokher bali Tagore da nombre
a la forma de la razón que combate con la pasión física para pro
ducir las prácticas de la pureza; kartabyabudhhi (kartabya = deber;
budhhi = intelecto). Se trata, en otras palabras, de la manera de ra
zonar que mantiene a alguien atado a sus deberes mundanos, una
suerte de sentido común relativo a la vida del cabeza de familia en
un contexto en que la parentela extensa, aunque inviable en la prác
tica, constituía idealmente el horizonte del bienestar. Como el pro
pio Tagore observa en una intervención autorial de la novela: «Si
alguna vez se arranca y se aísla el amor -como se arranca una flor-
de los difíciles deberes que integran el mundo del cabeza de fami
lia, no se puede sostener sólo [alimentándose] con su propia savia.
Gradualmente se marchita y se deforma».
La pugna que conforma la interioridad del sujeto tal y como
lo imagina esta modernidad bengalí se libra entre las pasiones de
un lado y las obligaciones familiares o de parentesco de otro, y es
en este conflicto donde los sentimientos necesitan la guía de la ra
zón (moral). Era la respetabilidad de la familia extensa -y no sólo
de la pareja amorosa- lo que estaba en cuestión. La problemáti
ca de la «domesticidad respetable» de Vidyasagar había, pues, so
194
brevivido hasta la obra de Tagore. La búsqueda áe pabitrata proveía
al sujeto moderno de un espacio de lucha interior, creaba una auto
nomía respecto del cuerpo, pero también sostenía un relato fami
liar particularmente bengalí que no se parecía al triángulo psico
lógico europeo de la madre, el padre y el niño que Freud describió
técnicamente y popularizó a principios del siglo xx. El yo moder
no bengalí no era como el yo moderno burgués de Europa. La ca
tegoría de pabitrata, vinculada a una idealización del parentesco y
de la familia extensa patriarcal, hacía innecesaria la emergencia de
una categoría como «sexualidad», que podía haber mediado entre
los aspectos físicos y psicológicos de la atracción sexual.
Así pues, la modernidad bengalí refleja algunos de los temas
fundamentales de la modernidad europea: por ejemplo, la idea de
que el sujeto moderno es poseedor de bienes (como en la exigencia
de Rammohun Roy de derechos de propiedad para las mujeres);
que el sujeto es un agente autónomo (como lo describen las nove
las bengalíes); o que cabe documentar el sufrimiento desde la posi
ción del ciudadano (véanse los esfuerzos de Kalyani Datta). Ahora
bien, el relato familiar habla de un sujeto significativamente distin
to. En un capítulo posterior, en el que examinaremos este relato
con más detalle, veremos cómo conduce a ideas de la subjetividad
y la fraternidad fundamentalmente distintas de las propuestas, por
ejemplo, por Locke. Por el momento, nos centraremos en el modo
en que la presencia de estos otros temas de la familia y la subje
tividad aportó un sentido de pluralidad a la historia del obser
vador moderno del sufrimiento. Sería apresurado asimilar el en
sayo de Kalyani Datta de 1991 a un relato simple de derechos y
ciudadanía.
195
va entre la literatura, las prácticas de lectura de la clase media y
ciertas formas nuevas de subjetividad es una historia aún inexplo
rada en el caso bengalí. Parecería, por ejemplo, que hacia 1930 los
lectores de novelas bengalíes comparaban de hecho los numero
sos personajes de viudas creados en la ficción, colocándolos men
talmente en una sucesión que significaba la evolución progresiva
del individuo moderno. El siguiente fragmento, dirigido a Sarat-
chandra por Suresh Samajpati, director de la revista literaria ben
galí Sahitya, ilustra ese modo de lectura comparativo e historicista:
Los individuos, entre los que figuran las lectoras de esta ficción
humanista, llegaban a ver su vida a la luz de la literatura. En su li
bro autobiográfico, Kom boyosher ami (Mi yo de juventud), la es
critora contemporánea Manashi Das Gupta describe a una tía suya,
anciana y viuda, «Itupishi» (hermana o prima del padre, llamada
Itu), como «sacada directamente de las páginas de una ficción ben
galí». Das Gupta escribe sobre esta tía: «Enviudó a una edad tem
prana, ahora trabajaba para el departamento de educación del Go
bierno después de haber ido a la universidad [...]. Conversaba con
soltura con mi padre sobre temas como el fracaso de las Naciones
Unidas mientras ayudaba a mi madre a cocinar nimki [ajedrea po
pular] ».^^ La propia investigación de Kalyani Datta en torno a la
situación de las viudas bengalíes en los años cincuenta y sesen
ta del siglo pasado estaba inspirada en la ficción: «La viudez se ha
abordado sin cesar en la literatura bengalí durante los últimos cien
to cincuenta años. [...] Mi interés por la vida de las viudas surgió
en mi infancia como resultado de toparme con personajes cercanos
196
en la vida real que recordaban a los que me había encontrado en
historias y novelas».^^
Si aceptamos que las diferentes prácticas de escritura sobre
las viudas -ficción, autobiografías, diarios, memorias e informes
científicos relativos cd sufrimiento de las viudas- crearon en Ben
gala algo similar a la esfera pública bm'guesa europea, habitada por
un sujeto de la modernidad discursivo y colectivo, se sigue un pro
blema interesante. ¿Cómo comprender tal sujeto colectivo? ¿Era
igual que el sujeto-ciudadano del pensamiento político europeo?
No cabe duda de que el derecho colonial mismo moldeó algunos
aspectos de la acción y la subjetividad de las viudas. La poeta ben
galí Prasannamayi Devi (1857-1939), que había enviudado a los
doce años de edad, cuenta la historia, por ejemplo, de una valiente
aldeana decimonónica llamada Kashiswari, quien, al enviudar a
una edad temprana, consiguió una intervención legal contra la po
sible opresión y el acoso por parte de hombres.^® Los relatos de las
propias viudas sobre crueldad doméstica, sin embargo, tienden
un puente entre dos tipos de memoria que conforman el archivo
moderno de la opresión familiar en la Bengala de la clase media
hindú. Se trata de la memoria social-pública abordada por el ciu
dadano-historiador que documenta el sufrimiento y las heridas so
ciales en interés de la justicia en la vida pública, y las memorias
familiares articuladas dentro de espacios de parentesco específi
cos.^^ El ensayo de Kalyani Datta es un ejemplo de ello, pues da a
la imprenta -y así convierte en memoria pública- recuerdos a los
que en ocasiones sólo pudo acceder en cuanto miembro de una red
particular de parentesco.
En los relatos habituales de la modernidad europeo-burguesa,
estos dos géneros de memoria -la familiar y la pública- acabaron
por alinearse entre sí. Primero, las familias basadas en el amor ro
mántico moderno reemplazaron la estructura extensa de paren
tesco por el triángulo edípico freudiano. Y el sujeto burgués uni
tario-expresivo y portador de derechos se escindió en yo privado y
público. Todo lo que no podía asimilarse a las leyes de la vida pú
blica se asimiló finalmente a una estructura de represión privada.
De esta manera, la historia de la represión y la sexualidad llegaría
a constituir la historia privada del sujeto de la vida pública. Como
muestra la Historia de la sexualidad de Foucault, tal hipótesis re
presiva y la consiguiente incitación al discurso resultaron funda
mentales para el nacimiento del sujeto moderno y la documenta
197
ción de la interioridad burguesa.^® En el caso bengalí, los destina
tarios de estas dos memorias -la social-pública y la familiar-pri
vada, el sujeto-ciudadano y el sujeto de parentesco- se han man
tenido mucho menos alineados y concertados entre sí. El sujeto
colectivo al que cabría denominar sujeto moderno bengalí puede
quizá concebirse como un punto en movimiento dentro de algo
semejante a una red de relevos en la que intersecan muchas posi
ciones subjetivas diferentes e incluso prácticas de la subjetividad
no burguesas, no individualistas. El texto de Kalyani Datta mur
mura con múltiples voces heterogéneas que sólo puede reunir en
un gesto general de búsqueda de justicia. El sujeto de la moderni
dad discursivo, colectivo y bengalí estaba integrado por múltiples
prácticas inconmensurables, algunas de ellas nítidamente no mo
dernas según las normas del pensamiento político moderno.
En primer lugar, estaba la voz del sujeto cuyo grito de dolor in
terpelaba al sujeto excepcional (no al ciudadano normalizado) que
podía recibir y apreciar la rasa de karuna (compasión). Quien oye
esta queja es convocado a la posición de alguien con hriday: alguien
como Rammohun, Vidyasagar, Jesús, Chaitanya o Buda. Considé
rese, por ejemplo, esta declaración de una viuda bengalí: «Una mu
jer que ha perdido a su padre, su madre, su marido y su hijo, no
tiene a nadie más en el mundo. Sólo si otras personas en el hogar
son de disposición amable puede ser feliz la vida de una viuda. De
lo contrario, es como ser relegada a un abismo infernal».L a cláu
sula condicional de esta oración -sólo si- deja claro que la compa
sión no formaba parte del orden normal de la vida de esta perso
na. Su existencia era impredecible. Es, desde luego, una viuda la
que habla, pero no en cuanto sujeto-ciudadano en busca de la pro
mesa y la protección de la ley.
También está la voz que se dirige a los dioses en busca de fuer
za y apoyo. Escuchemos a Gyanadasundari hablando con Kalyani
Datta en algún momento de 1965. Esta niña viuda que, de hecho,
no llegó a conocer a su esposo, fue enviada a su familia política
para pasar el resto de su vida como viuda. Aquí relata una expe
riencia de privación en la que la diosa hindú Kali representa un
papel central ayudándola a sobrevivir:
198
tima hora de la tarde. Una habitación llena de comida cocina
da; no puedo describir el hambre que me daba el olor del arroz
y el curry. A veces me sentía tentada de meterme algo de co
mida en la boca. Pero la tía de mi [difunto] esposo me había
contado la historia de la mujer de cierta persona [difunta]: se
había quedado ciega por haber comido a escondidas en la co
cina. Las historias de este tipo me ayudaban a controlar mi
hambre. Todos los días rezaba a [la diosa] Kali: Madre, por fa
vor, líbrame de mi codicia. Quizá fue por gracia de la diosa por
lo que en efecto perdí todo el apetito que tenía».“
«La madre [de la niña] daba de comer a la viuda. Los niños va
rones de la casa se sentaban en otra parte del cuarto y se les
199
servía pescado. Un día le dijeron: "¿Por qué no tienes pesca
do?". Su madre señaló las albóndigas de lentejas Mtas y le dijo
a la pequeña: "Éste es tu pescado". Los traviesos niños chupa
ban las espinas de pescado y le preguntaban a la niña: "¿Por
qué no tiene espina tu trozo de pescado?'^ La niña le pregun
taba a su madre: "Madre, ¿por qué no tiene espina mi pesca
do?" [...]. Después, la madre solía romper ramitas de bambú de
las cestas y clavarlas en las albóndigas de lentejas y la niña
se las enseñaba con orgullo a los niños. [...] Durante mucho
tiempo ni siquiera se dio cuenta del engaño».
200
«Nuestra tía, la esposa de una familia zamindar (terrateniente)
propietaria del 50 por ciento de los bienes, estaba sentada des
nuda en un cuarto oscuro sin ventanas, farfullando maldiciones
a Dios. No veía bien. Sintiéndome indefensa, empecé a gritar
mi nombre y el de mi padre. Entonces me reconoció e imne-
diatamente se puso a llorar. [..,] Después de un rato, me pre
guntó cuánto tiempo llevaba en Kashi [Benarés], Cuando re
paró en que llevaba allí veinte días y que había ido a verla sólo
el día antes de irme, sus lágrimas regresaron. "Aquí estoy", dijo,
"esperando [ahora] poder derramar unas lágrimas y pasar al
gunos días con el consuelo de tu compañía, y todo lo que me
ofreces es este sentido de parentesco falso [superficial]. No quie
ro ni ver tu cara". Tras decir esto, me dio la espalda».
201
pació en la vida pública para el sujeto moderno de la familia ex
tensa junto a, por ejemplo, la esfera de intervención posibilitada
por el derecho y la idea del individuo portador de derechos.
El sujeto ^de la modernidad bengalí que demuestra una vo
luntad de atestiguar y documentar la opresión es, pues, un sujeto
inherentemente múltiple, cuya historia produce significativos pun
tos de resistencia e insolubilidad al ser abordada por un análisis
secular que tiene sus orígenes en la comprensión de sí del sujeto
de la modernidad europea. Cabe, pues, interpretar de dos formas
distintas a la autora Kalyani Datta. En cuanto autora y persona,
es, desde luego, posible que al escribir su ensayo actúe como su
jeto-ciudadano involucrado en una lucha por la democracia y la
justicia social en el ámbito familiar. Cabría, asimismo, leer su tex
to como un capítulo de la biografía/historia de una entidad colec
tiva más amplia tal como «la mujer de clase media bengalí» o «las
bhadramahila bengalíes» (como se denomina a las mujeres de
las clases respetables). Pero lo que también se documenta en su en
sayo y en otras partes, gracias a la resuelta voluntad de testimoniar
el sufrimiento -la cual marca los esfuerzos modernos en pro de la
justicia social-, son las prácticas del yo que nos convocan a otras
maneras de ser cívico y humano. Se trata de prácticas del yo que
siempre dejan un exceso intelectualmente inmanejable cuando se
las traduce a la política y al lenguaje de las filosofías políticas que
debemos a las tradiciones intelectuales europeas. El propio crisol
colonial en el que se originó la modernidad bengalí hizo imposi
ble acometer un relato histórico del nacimiento de tal modernidad
sin reproducir algún aspecto de los relatos europeos del sujeto mo
derno, pues la modernidad europea estaba presente en aquel naci
miento. El colonialismo garantiza a cierta Europa del pensamien
to -la Europa del liberalismo o del marxismo- esta precedencia.
Lo que un historiador de la modernidad colonial puede hacer hoy
-educado o educada como está en el arte (europeo) de la histori-
zación- es revitalizar la palabra «nacimiento» con toda la fuerza
motriz del pensamiento nietzscheano que Michel Foucault ha re
vivido en los últimos tiempos.^® Concebir el nacimiento como ge
nealogía y no como un punto de origen claramente delimitado, ha
cer visible -como dijo Nietzsche- la otredad del simio que siempre
obstaculiza todo intento de hacer remontar la ascendencia huma
na directamente hasta Dios, es plantear la cuestión de la relación
entre la diversidad de prácticas vitales o de mundos de vida y las
202
filosofías políticas universalizantes, las cuales perviven como he
rencia global de la Ilustración/^ El ensayo Baidhabya kahini de Ka
lyani Datta puede, entonces, considerarse parte de un archivo so
bre el nacimiento del sujeto-ciudadano en Bengala. La sede de ese
nacimiento es el lugar donde se recuperan los relatos de la opre
sión de las viudas, cobijados en las grietas de la memoria familiar,
para su discusión y diseminación en la esfera pública. Pero este su
jeto único se resquebraja, al ser examinado, en múltiples formas
de ser humano, que tornan imposible reducir este momento a un
relato sumario de transición desde una etapa premodema hasta la
modernidad.
203
6
Nación e imaginación
204
ta a todas las necesidades de visión que los nacionalismos moder
nos crean. Pues el problema, desde un punto de vista nacionalista,
es éste: si la nación, el pueblo o el país hubiesen de ser no sólo ob
servados, descritos y criticados sino también amados, ¿qué garan
tizaría que, de hecho, fuesen dignos de ser amados a liienos que
también se viese en ellos algo que ya fuera susceptible de ser ama
do? ¿Qiié pasaría si lo real, lo natural y lo históricamente preciso
no generase el sentimiento de devoción o adoración? Un punto de
vista realista podría conducir sólo a la desidentificación. Cabría,
entonces, afirmar que el nacionalismo presenta la cuestión de la
visión y la imaginación de formas más complicadas de lo que po
dría sugerir una identificación directa de lo realista o lo fáctico con
lo político.
Este problema de cómo se ve la nación fue planteado de ma
nera pertinente por Rabindranath Tagore, en el discurso de la reu
nión organizada en Calcuta con ocasión de la muerte de la Her
mana Nivedita en 1911. La Hermapa Nivedita, una nacionalista
irlandesa, cuyo nombre original era Margaret Noble, que fue a la
India como discípula del santo indio del siglo xix Swami Viveka-
nanda, dedicó su vida a servir a los indios colonizados. Había po
dido amar a los indios, afirma Tagore, porque fue capaz de «rasgar
el velo» de aquello que era objetivamente real:
205
europeo y, por lo tanto, consideramos su grosería hacia nosotros fISi
completamente irrazonable». Su argumento era precisamente que
una visión meramente realista podría no presentar una India sus
ceptible de ser amada. Poder amar a la India era ir más allá del rea
lismo, rasgar el velo de lo real, como lo expresa Tagore. Este autor
pensaba que era esta barrera de lo objetivo o de lo real lo que Ni-
vedita tenía que haber salvado para encontrar en su interior un
amor verdadero por la India: «Hemos de recordar que cada uno de
los momentos de los días y las noches que la Hermana Nivedita
pasó en una oscura casa bengalí en un camino de un barrio de Cal
cuta contenía una historia oculta de dolor [...]. No hay duda algu
na de que le preocuparon nuestra inercia, indolencia, suciedad, ine
ficacia, y una carencia general de esfuerzo de nuestra parte, cosas
que, a cada paso, hablan del lado oscuro de nuestra naturaleza».
Pero «esto no pudo vencer» a Nivedita porque ella pudo ver más
allá de lo real, pudo rasgar el velo de la pobreza y las deficiencias
ante el cual una mirada realista se detenía.'^
¿Qué significaba rasgar el velo de lo real o ver más allá del mis
mo? Combinando, como veremos, expresiones del romanticismo
europeo con las de la metafísica hindú, Tagore explicaba a veces
esa visión como una cuestión de ver lo eterno que se halla tras el
«velo» de lo cotidiano. Acerca del amor de Nivedita por el país,
afirma, empleando un lenguaje modulado por la religión y refi
riéndose a la devoción de la diosa hindú Sati por su marido Shi-
va: «Su afecto por el bien [Tagore, de hecho, usa una palabra más
resonante, mangal, que también connota lo auspicioso] de la India
era verdadero, no una pasión pasajera; esta Sati se había dedicado
por entero al Shiva que reside en todo hombre».^ Entre paréntesis,
hemos de advertir también que este uso de lo «eterno» ya había he
cho que la propuesta de Tagore excediese la problemática de la vi
sión nacionalista, pues el amor de la irlandesa Nivedita por la India
o los indios, a buen seguro, no podía calificarse de «nacionalis
ta» en ningún sentido sencillo.^
206
que ve la nación como hermosa o sublime? Para enfrentarse a este
problema, Tagore desarrolló una estrategia «romántica» en los ini
cios de su carrera literaria. Su solución inicial -digo «inicial» por
que más tarde la desestabilizó- fue crear una división del trabajo
entre la prosa y la poesía o, más precisamente, entre lo prosaico y
lo poético. Esta estrategia se plasma en lo que escribió en una vena
nacionalista durante el periodo que transcmre entre 1890 y 1910,
en el que ayudó a crear dos imágenes completamente contradicto-,
rias, por ejemplo, de la aldea «bengalí» típica.
Por un lado estaban sus escritos en prosa, en particular los re
latos breves sobre la vida rural bengalí en la colección Galpaguchha,
en la que se advierte una crítica incisiva de la sociedad y una clara
voluntad política de reforma. A menudo los críticos literarios ben-
galíes han señalado que Galpaguchha «contiene [historias sobre]
los males de la dote, de la dominación de las esposas por sus ma
ridos, de la opresión de las mujeres, del egoísmo de las familias que
se casan entre sí, [...] de las peleas entre hermanos por la propie
dad». Los críticos también apuntan la variedad de personajes y cla
ses representados en esta colección: «Ramsundar, el padre abruma
do por la responsabilidad de tener que casar a su hija (Denapaona),
el devoto Ramkanai (Ramkanaier nirbudhhita), [...] el escritor
tímido Taraprasanna (Taraprasannar kirti), [...] el leal sirviente Rai-
charan (Khokababurprotyabortón) f...]».^
El propio Tagore mostraba un considerable orgullo por el rea
lismo de estas historias. «Se dice de mí», se quejó en su vejez,
«es de familia rica [...], ¿qué sabrá de aldeas?»® Su respuesta
quedó expresada sin ambigüedad en un ensayo que escribió en
1940-1941:
207
dado en compañía de un "escritor burgués". Ya [me percato de
que] ni siquiera se mencionan -como si no existieran- cuando
se evalúa el carácter de clase de mis escritos».^
208
de su famosa canción de 1905, adoptada más tarde como himno
nacional de Bangladesh:
209
ma política y social de la Bengala decimonónica y el desarrollo del
realismo descriptivo en la prosa bengalí. El comprehensivo y ma
gistral estudio de Srikiimar Bandyopadhyay de la historia de la
novela bengalí, Sangla shahitye upanyasher dhara -publicado por
primera vez en forma de fascículos en una revista bengalí en tor
no a 1923-1924-, estableció una relación semejante entre el realis
mo de la ficción prosística y la llegada de una política nueva y mo
derna de sensibilidad democrática.^^ «La principal característica de
una novela», señala Bandyopadhyay, es que «es un objeto comple
tamente moderno». Marcó la transición de la Edad Media a la mo
dernidad.
210
mayun Kabir, antiguo ministro de Educación de la India, en sus
conferencias con ocasión del centenario del nacimiento de Tago-
re en la Universidad de Wisconsin, Madison, en 1961. «La vida so
cial en la India», afirmó Kabir, basándose en gran medida en Ban-
dyopadhyay, «era esencialmente tradicional y conservadora [...].
Este hecho y la separación de los sexos son dos de las razones
principales por las que la novela es un recién llegado a la litera
tura india [...]. Estaban, desde luego, los relatos áeJataka, dotados
de cierto sentimiento democrático, pero lo real y lo sobrenatural
están tan entrelazados en ellos que no pueden considerarse pre
cursores de la novela».^® Haciéndose eco de Bandyopadhyay, aña
de: «La novela es esencialmente una forma de arte moderna y no
pudo emerger hasta que un espíritu más democrático dominó la
sociedad en Europa». Las novelas necesitaban «un talante demo
crático», «individualidad» y «el desarrollo del talante científico».^^
La nueva prosa de ficción -las novelas y los relatos breves- se con
sideraba, pues, íntimamente ligada a cuestiones de modernidad po
lítica. Estaba vinculada a la emergencia de lo real y significaba un
compromiso, realista y objetivista, con el mundo.
En los años cuarenta del pasado siglo, la distinción entre pro
sa y poesía se había naturalizado. Parecía no importar que el tér
mino sánscrito gadya, utilizado en el bengalí moderno para refe
rirse a la prosa, se considerase en su tiempo una rama de kavya, la
palabra que designaba el verso y la prosa.^^ El joven y talentoso poe
ta Sukanta Bhattacharya empleó la distinción entre ambos para
escribir poesía política en el contexto de la hambruna de 1943. «En
el reino del hambre el mundo es sólo de la prosa», declara uno de
sus versos inmortales. Su breve pero vigoroso poema explota una
separación entre prosa y poesía que en los años cuarenta se en
contraba manifiestamente al alcance de la mano de los poetas y
escritores bengalíes:
211
En este poema, la prosa se alineaba con la realidad, el hambre
y la lucha por la justicia y, por lo tanto, con el tiempo de hacer his
toria y de la política. La poesía, por otro lado, denotaba una ausen
cia de realismo, de un sentido de distancia de ló político, aunque
la ironía de que Bhattacharya escribiese esto en verso no pasó inad
vertida a sus contemporáneos.^'*
212
o menos en la época en que se le otorgó el Premio Nobel a Tago
re (1913), era que su escritura carecía de bastab, la palabra ben
galí para designar lo real. Uno de los primeros en formular esta
acusación fue el líder nacionalista Bipin Chandra Pal, quien en los
años diez se estaba acercando a la idea del socialismo; En la ve-
vista Bangadarshan Pal escribió en 1912: «Buena parte de la crea
ción de Rabindranath es ilusoria. Su poesía ha sido escasamente
materialista (bostutantrik); también puede observarse esta falta
de materialismo en los personajes que ha creado. Rabindranath
ha escrito numerosos relatos y algunas novelas, sin embargo, rara
vez encuentra uno en la realidad (bastab) similitudes con ninguno
de los personajes que ha trazado».^®
La explicación que ofrece Pal de lo anterior subraya de nuevo
la riqueza de la familia Tagore: «La aristocracia moderna de Calcu
ta vivé dentro de un pequeño ch-culo. La gente común no puede pe
netrar en las zonas interiores de su vida, ni ellos en la vida de la
gente c o m ú n » .L a queja se repite en una serie de ensayos del
sociólogo bengalí Radhakamal Muldierjee, quien también arguye
que «Los escritos de Tagore no tienen traza alguna de materialis
mo». «Lo que ha pintado en Achalayatan o Gora no guarda ningu
na relación con la vida real (bastab j i b á n ) . Su novela Char Adhyay
fue criticada por no haber hecho justicia a los principales movi
mientos políticos de entonces, «el movimiento Harijan,’el movimien
to de los trabajadores, el movimiento khaddar y a otros aspectos de
los movimientos de masas». Binoy Ghosh, autor de estas líneas en
su juventud, que se convirtió después en un reputado historiador
social bengalí, formuló la crítica virulenta de que «el humanismo
mundial abstracto» no era sino la identificación del «amor al mun
do con el amor a Dios»; «Pero nosotros sostenemos que esto es
simplemente una fantasía, el espiritualismo se ha convertido en
su refugio debido a su disociación de la realidad. Es imposible,
absurdo, y se opone a la historia humana».^* El realismo y el his-
toricismo, en este debate, constituyen los pilares gemelos que sos
tenían las ideas de la democracia y el materialismo histórico.
Algunas de estas opiniones eran extremas y muchas de ellas no
hirieron en absoluto a Tagore. A menudo no replicaba directamen
te a estas imputaciones, pero tuvo que tomar nota cuando una ge
neración de escritores jóvenes, vinculados a nuevas revistas van
guardistas como Kallol (1923), Kalikalam (1926),-Pragati (1927),
Parichay (1931), y Kabita (1935), empezó a hablar, la mayoría de
213
las veces de manera respetuosa pero con vigor, sobre la ausencia
relativa de pobreza y sexualidad en la estética de Tagore. Achintya-
kumar Sengupta, uno de los fundadores de Kallol, lo expresaba así,
tiempo después, en sus recuerdos: «Kallol se había ¡alejado de Ta
gore [...] hacia los mundos-de la clase media baja,, las minas de
carbón, [...] las barriadas, las aceras, hacia los barrios de los re
chazados y los engañados».E l poeta Buddhadev Bose describía
de esta manera el cambio: «El síntoma principal de la denominada
Kallol era la rebelión, y el objetivo principal de la misma era Ra-
bindranath [...]. Había la sensación de que sus poemas carecían de
un vínculo íntimo con la realidad (bastab), de intensidad de pa
sión, de todo signo de la agonía de la existencia, que su filosofía
de la vida había olvidado injustamente la corporeidad innegable de
los seres hum anos»,Jibanananda Das, uno de los más célebres
poetas de la era que siguió a Tagore, dirigió una carta a éste que ha
blaba del mismo sentido de distancia: «Soy un joven bengalí que en
ocasiones escribe poesía. Lo he visto a usted muchas veces, y des
pués me he perdido en las multitudes. Su enorme luminosidad y
mi insignificante vida siempre han creado una brecha entre [noso
tros] que nunca he sido capaz de cruzar».
Desde aquí no hay más que un paso para sostener que Tagore
no pertenecía a las clases medias bengalíes, que era completamen
te exótico y, curiosamente, demasiado occidental. La queja podía
resultar dura, como es el caso de una carta citada en un libro de
Edward Thompson sobre Tagore. Thompson no revela el nombre
de sus corresponsales, sólo se nos dice que el autor de las siguien
tes líneas es un «estudioso distinguido»:
214
«Bengala no le ha dado a Rabindranath a Europa; más bien
Europa se lo ha dado a los bengalíes. Al alabarlo, los estudio
sos europeos alaban su propio regalo. Yo estaría más orgulloso
si nuestros propios poetas hubiesen alcanzado tal fama en paí
ses extranjeros».^^
215
rie de artículos de los años veinte para defender su concepción del
vínculo entre lo poético y lo real (bastab) dejan claro que no veía
nada estético en esas experiencias de la vida urbana de la clase
media. No es para él, sirviéndonos de una expresión de Benjamin
relativa a Baudelaire, la «botánica del asfalto [de C alcuta]».L a
escritura de Tagore expresaba con claridad: su sentido de la dis
tancia con respecto al mundo del oficinista o el maestro de escue
la bengalíes. Veía muy poco en el trabajo asalariado o en las ins
tituciones de la sociedad que fuese digno de la poesía. Adviértase,
por ejemplo, cómo utiliza Tagore palabras que significan chakuri
(empleo asalariado), o las relativas a la oficina, los exámenes, las
comisiones y reuniones, los tranvías, las fábricas, la vida pública
y la gripe, entre otras, en los siguientes extractos de sus escritos.
Funcionan invariablemente como término inferior en pares opues
tos en los que palabras como griha (hogar), grihalalcshmi (la figu
ra del ama de casa imaginada como encamación auspiciosa de la
diosa Lakshmi), el cielo (en representación de la naturaleza), entre
otras, están positivamente marcados:
216
si los feos carros [tranvías] ya no se moviesen por los raíles de
hierro por el bien de las oficinas, como si todo este regatear y
comprar y vender equivaliesen a nada. [El sonido de la flauta]
lo ocultaba todo."^^
»No hay gente más desprovista de fe que los bengalíes. [...] No
son capaces siquiera de imaginar que pudiese existir ningún
otro destino en este gran mundo si uno abandonase algún día
los caminos marcados por las ruedas del coche que se dirige a
la oficina.''^
»Un trozo del cielo circunscrito por el muro se encuentra com
pletamente atrapado en mi oficina. Puede venderse y comprar
se al mismo precio que las porciones de terreno, hasta es posi
ble alquilarlo. Pero el cielo de fuera está entero y se extiende
sobre estrellas y planetas; la alegría de su infinitud existe sólo
en mi comprensión».
217
ca técnica de incluir fragmentos de poemas de Tagore en descrip
ciones deliberadamente «arrománticas» de la ciudad. Bishnu Dey,
notable poeta y profesor de literatura inglesa, insertó un verso de
Tagore (Oh pájaro, etcétera) en la siguiente descripción del tráfi
co de hora punta en la abarrotada Calcuta:
218
tado, y se veía a sí mismo como representante de ese paso. Mien
tras en 1937 escribía un poema sobre África para un público glo
bal a petición de Amiya Chakravarty, Tagore expresó su sensación
de aislamiento extremo en una carta: «Me pediste que escribiese
un poema sobre África, y he accedido. Pero no comprendo con qué
finalidad. Estoy desacostumbrado a la postura de lo moderno. La
lengua del extranjero no llegará allí donde el rasa [literalmente,
jugo] de mi propio lenguaje fluye».
Pero el hecho de que la distinción de Tagore entre lo prosísti
co y lo poético sobreviva y aflore con tanta fuerza en el poema de
Bhattacharya de los años cuarenta apunta a que los problemas
de la visión nacionalista que Tagore abordó al principio de su carre
ra siguieron vigentes en el nacionalismo anticolonial de la litera
tura bengalí. De hecho, la compleja relación entre Tagore y sus coe
táneos más jóvenes señala un problema mucho más hondo en la
modernidad bengalí que el sugerido por una teoría del desarrollo
en etapas, que postula que la falta de política de Tagore fue reem
plazada por una conciencia política más clara. La mayoría de sus
jóvenes detractores, si no todos, también fueron sus adeptos secre
tos y no tan secretos. Buddhadev Bose escribió más adelante, so
bre su propia hostilidad de juventud hacia Tagore: «Conozco al
menos a un joven que todas las noches recitaba en su cama [los
poemas de] "Purabi" como un poseso, y pasaba los días critican
do a Tagore por escrito».^* Sudhindranath Datta, el director de Pa-
richay que había argumentado por qué Tagore resultaba inacepta
ble tras la guerra y por qué su idealismo no era atractivo, se retractó
luego en una suerte de confesión. Escribió: «Habiendo fracasado en
mi juventud en el intento de crear poesía según los ideales de Ta
gore y bajo la influencia de una envidia inconsciente, no desperdi
cié ninguna oportunidad de difundir la especie de que no sólo era
Tagore inferior a los poetas occidentales, sino que también consti
tuía una imitación fallida de los mismos».
Resulta más interesante, en este contexto, el hecho de que has
ta los poetas más jóvenes que querían que la poesía se ocupase de
la realidad de la ciudad y la vida moderna nunca renunciasen a la
visión pródiga y rural de Bengala que Tagore había inaugurado en
su poesía nacionalista. El mismo Jibanananda Das que buscaba
acentos modernos en los poetas europeos escribió una colección
de sonetos que se publicó póstumamente con el título de Rupashi
Bangla (Bengala la Hermosa) en los años cincuenta. Esos sonetos
219
disfrutaron de un resurgimiento en la época de la guen^a por la li
bertad de Bangladesh en 1970-1971. Se escribieron a mediados de
los años treinta, cuando, para ser realista y fiel a los hechos histó
ricos, Bengala se vio devastada por la depresión agrícola de 1930-
1934.^^ No obstante. Das escribió sobre la plenitud del campo ben-
galí, sobre pájaros, árboles y diosas que marcaban una Bengala
eterna de construcción puramente nacionalista:
220
prosa denominada gadyakabita o prosa-poesía. Esto suele datar
se en el periodo en que escribió los poemas de Lipika (1918-1922),
pese a que la mayoría de los libros en que usó esta forma se pu
blicaran entre 1932 y 1936 (Punascha, Shesh Shaptak, Patraput y
Shramali)}^ Las razones de Tagore para inventar esta forma con
cernían a la experimentación literaria. Afirmó que mientras tra
ducía su Gigantali al inglés había reparado en la posibilidad de es
cribir «prosa rítmica» y quiso ejecutarla en el mismo bengalí. Sin
subestimar en modo alguno la importancia de tal justificación, re
sulta fácil ver -como, en efecto, varios críticos literarios bengalíes
han señalado- que esta innovación formal portaba una carga po
lémica. Ayudó a Tagore a demostrar su tesis sobre la relación es
pecífica entre lo poético y lo real (bastab). El hecho de que esos
poemas estuviesen en prosa le permitió incorporar en algunos de
ellos precisamente el tipo de temas que sus críticos calificaban
de demasiado prosaicos como para que él los abordase: la mugre
y la suciedad de Calcuta, la vida de las clases medias bajas y sus
frustraciones diarias. Como afirma Ujjval Majumdar: «Las realida
des cotidianas y el mundo estético están inextricablemente ligados
en gadyakabita».^'^ No obstante, permaneciendo en el ámbito de la
poesía, Tagore pudo justificar su visión acerca de la función de
lo poético en el mundo de lo moderno. Hay que recordar que en
esos años Tagore había hecho declaraciones airadas sobre «el pol
vo de cuny del realismo» y los «alardes de pobreza y lujuria» que
pensaba que se estaban ofreciendo para hacer más apetitosa la
oferta literaria en bengalí.
Para llevar a cabo mi argumentación, me ocuparé de un solo
poema, «Bansi» (La flauta), incluido en el libro Punshcha. Este poe
ma trata de las realidades de la existencia de la clase media baja.^^
El poema comienza con una descripción prosística, precisa, casi
clínica, de la miseria de la existencia y de las condiciones de vida
de un oficinista insignificante en un oscuro camino de Calcuta.
El nombre de la calle sigue atestiguando sus orígenes no preci
samente dignos de encomio: se la llama el camino de Kinu goala,
Kinu el lechero, que en la historia de la ciudad creó una fortu
na, pero cuyos orígenes humildes los padres de la ciudad nunca
borraron de la memoria pública. Nuestro narrador, el empleado,
Haripada, es tan pobre que no tiene hogar. Alquila un pequeño
cuarto en una casa de su camino. Su vida se compone simplemen
te de su camino y de su oficina en la ciudad. Haripada huyó de su
221
propia boda porque no podía permitirse esa responsabilidad. Sin
embargo, la mujer con la que nunca se casó y su casa en el campo
ribereño de Bengala oriental siguen persiguiéndolo en su vida en
la ciudad. '
Tagore comienza con un espíritu descriptivo, realista;
222
se casase con esta alma desgraciada.
La hora debe de haber sido auspiciosa-
la prueba es segura-
pues escapé cuando llegó la hora.
Al menos la muchacha se salvó,
Y también yo.
Aquella que no vino a mi casa
viene y va en mi mente todo el tiempo-
vestida con un sari dhakai,
la marca bermellón sobre su frente.
223
lenguaje fílmico denominaría un fundido, que reemplaza un foto
grama por otro y desafía nuestra visión. El poema se convierte en
nada menos que un ataque a gran escala contra lo histórico y lo ob
jetivo. Este camino, afirma Tagore, es a la vez un hecho y no lo es.
Y ésa, avanza en su argumentación, es la función de lo poético: ayu
damos a ver a través de y a rasgar el velo de lo real. Tagore regre
sa aquí a la distinción que había establecido entre prosa y poesía
en la última década del siglo xrx. La función de lo poético era crear
una cesura en el tiempo histórico y transportamos a un ámbito que
trascienda lo histórico. Esta otra esfera era lo que Tagore llama
ría lo eterno. La corneta lleva a cabo el cambio en el tono del poe
ma. Tagore se sirve de toda la fuerza de la ironía histórica de la
asimilación de este instmmento europeo en la vida de las clases me
dias bajas de los bengalíes de Calcuta: el ejecutante de cometa del
poema está desprovisto de toda majestad, y el título del poema,
«Bansi», traduce la corneta al bansi pastoril, habitualmente tradu
cido por «flauta». Sin embargo, Tagore hace que este instmmento
europeo toque un raga indio que a la vez trasciende y captura el
páthos de lá vida que fluye en esta oscura parte de Calcuta. Leamos
el poema hasta el final:
224
el parasol imperial y el paraguas roto
van juntos
hacia la misma Vaikuntha,^°
225
Si fuésemos a resumir esta réplica en una palabra,
[se llamaría
226
ramente para revelar una necesidad humana. Desde luego, sa
tisfaría algo de necesidad, pero la satisfacción de la necesidad
no la agotó. [...] Keats nos hace ver mediante su poema la iden
tidad entre esta urna y la unidad del universo. Escribió:
227
¡Ha llamado campesino a todo el mundo! [...] Mi hijo ha re
sultado ser bueno en la asignatura de inglés; de otra manera,
no podríamos haber comprendido una palabra tan difícir».’^
228
la poesía en un medio de abordar la ciudad, los exámenes, las ofi
cinas, los sueldos, el ruido incesante de tranvías y buses destartala
dos, la basura que se apñaba en los caminos melancólicos, a los que
no llegaba el sol, de Calcuta?», Tagore diera, en la práctica, una res
puesta. Su respuesta era insufiar libido en la propia materialidad
del lenguaje de tal forma que cada vez que alguien hiciese poético
el lenguaje, éste adquiriese el poder de transportar. La poesía po
día crear el momento de epifanía y ejecutar el fundido que Tago
re mismo ejemplificó de manera espléndida en el poema «Bansi».
También confundía así toda expectativa según la cual la moderni
dad sigue y sustituye al romanticismo en la historia de las ciudades
modernas. Los escritos de Tagore presentaban lo poético y sus po
deres extáticos precisamente como un recurso para vivir en la ciu
dad, como medio poderoso de transfigurar la Calcuta real e histó
rica. En ello, eran contemporáneos del realismo realista y político,
y constituían un recurso para la vida urbana tanto como cualquier
modernidad.
Cabe percibir este uso compensatorio de lo poético en algunas
memorias bengalíes concernientes a Tagore y/o a sus escritos. Cito
dos incidentes para ilustrar este punto. En su libro Kabitar muhurta
(El momento de la poesía), el poeta Shanldia Ghosh cuenta una
historia sobre el empleo de Tagore que hizo su padre. El padre de
Ghosh era profesor en una institución universitaria. Una vez, cuan
do los médicos le informaron de que uno de sus hijos iba a morir
en sólo unas horas, el afiigido padre fue a su clase y únicamente
leyó un poema tras otro del libro de Tagore NaibedyaJ^ Obviamen
te, Tagore había ayudado a convertir la propia materialidad del
lenguaje en una fuente de hondo consuelo para el desolado padre.
Mi segundo ejemplo procede de las memorias del pintor Be-
nodbehari Mukhopadhyay, que estudió arte en la escuela de Tago
re en Santiniketan y fue profesor del cineasta Satyajit Ray. Mukho-
pádhyay describe así la primera época de la escuela de Tagore:
229
jado de paja anoche. Así que me senté y escribí una canción.
Escuchadla y ved qué os parece". Después, Rabindranath em
pezó a cantar:
¿Era «rasgar el velo de lo real» -la frase con que Tagore des
cribía el modo de ver en el que la India aparecía como ya suscep
tible de ser amada-, era ese modo de ver lo mismo que lo expresa
do mediante el «imaginar» en el libro de Benedict Anderson sobre
el nacionalismo?
Regresemos a algunos de los poemas nacionalistas de Tagore
en que empleaba este modo de ver, la perspectiva que trascendía
lo objetivo y la visión histórica. Prácticamente por regla general, en
estos escritos Bengala se presenta como la imagen de una cariño
sa, protectora, dadivosa, poderosa diosa madre de los hindúes, ya
sea Durga o Lakshmi. Muchas de las canciones que Tagore escri
bió para el movimiento en contra de la primera partición de Ben
230
gala, el movimiento Swadeshi (1905-1908), plasmaban vividamen
te el país según la forma de una de estas dos diosas. Así, por ejem
plo, tenemos una descripción de Bengala como Durga en los ver
sos siguientes;
«En tus campos, junto a tus ríos, en tus mil hogares en las pro
fundidades de los bosques de mango, en tus prados de donde
emerge el sonido del ordeño, en la sombra del baniano, en los
doce templos junto al Ganges, siempre misericordiosa Lakshmi,
Bengala madre mía, haces tus interminables tareas día y noche
con una sonrisa en tu rostro».
231
Hay una familia de términos en las lenguas del norte de la In
dia para esta actividad de ver más allá de lo real, de estar en pre
sencia de la deidad. Uno de ellos es darshan (ver) y se refiere al
intercambio de mirada humana y divina que supuestamente se pro
duce en el interior de un templo o en presencia de una imagen en
la cual la deidad se ha manifestado (mumti)}^ Tagore, personal
mente, no era ni creyente ni practicante del culto a los ídolos. Su
familia era brahmos, un grupo religioso que había rechazado la
cara idólatra del hinduismo a principios del siglo xdc. Sin embar
go, la palabra que usó en bengalí para la «forma» de la Madre que
asegura haber visto una mañana de otoño es murati, que Thomp
son traduce incorrectamente por «forma». Murati, cuyo significa
do literal es forma material de encarnación o manifiestación, se
refiere habitualmente a la imagen de una deidad (aunque en la
prosa secular también ha venido a equivaler a la palabra inglesa
«statue» [estatua]). Cuando Tagore veía la murati de Madre Ben
gala, practicaba el darshan. No porque creyese en las prácticas
idólatras hinduistas o porque quisiese practicar el darshan, sino
porque en este «ver más allá» nacionalista, las prácticas reales y
compartidas sedimentadas en la propia lengua -antes que sus pro
pias creencias personales y doctrinales- hablaban a través de las
figuras retóricas que Tagore utilizaba. El darshan en sí mismo no
era una práctica estética, pero Tagore lo convertía en una con ob
jeto de reemplazar un marco de lo real por otro. De hecho, como
sostenían algunos de los antiguos teóricos indios de la práctica es
tética, tal cambio repentino de marcos y una «suspensión del mun
do histórico corriente» eran esenciales para el disfrute de rasa (es
tado de ánimo estético). La explicación del estudioso del siglo x
Abhinavagupta de la producción de experiencia estética es glosa
da por uno de sus traductores europeos de esta manera: «La idea
general que subyace a estas palabras [chamatkara jvismaya, usa
das para explicar el funcionamiento de rasa] [...] es que tanto la
experiencia mística como la ascética implican la suspensión del
mundo -el mundo histórico corriente, denominado samsara- y su
reemplazo repentino por una nueva dimensión de la realidad».
El disfrute del rasa del nacionalismo demandaba la recuperación
de estas antiguas prácticas.
No pretendo reducir la noción de Tagore acerca del «ver más
allá de lo real» a prácticas que precedieron al dominio inglés de la
India y presentar así el nacionalismo indio como sede de una di
232
ferencia insalvable entre Occidente y Oriente. Obviamente, Tagore
(y el nacionalismo en general) tomó muchas cosas del romanti
cismo europeo. Su concepción de lo trascendental era inconfun
diblemente idealista. Lo que quiero señalar es que el momento de
visión que llevaba a cabo una «suspensión del mundo histórico» in
cluía formas plurales y heterogéneas de ver que suscitan algunas
preguntas acerca del alcance analítico de la categoría europea de
«imaginación».
Benedict Anderson ha empleado de manera muy sugerente la
palabra «imaginación» para describir papeles que la novela, el pe
riódico, el mapa, el museo y el censo desempeñan en la creación
del tiempo vacío y homogéneo de la historia que permite a las di
ferentes partes de la nación existir a la vez en un imaginario na
cionalista de la simultaneidad. Anderson, como señalé al princi
pio, trata el significado de la palabra «imaginación» como si fuese
evidente pero advierte que no ha de interpretarse como «falso».®^
Ahora bien, «imaginación» es una palabra con una historia larga
y compleja en el pensamiento europeo. Por otro lado, se ha cues
tionado su estatus en cuanto criterio para juzgar el mérito litera
rio en las discusiones sobre estética sánscrita.®^ El examen de Ma-
tilal de las teorías de la percepción en las lógicas hindú y budista
utiliza equivalentes sánscritos de la imaginación que se aproximan
a lo que Coleridge, en su Biografía literaria (1815-1817), denomina
ba «fantasía», los vínculos asociativos formados a través de la me
moria pero no completamente determinados por ella.®^ En el pen
samiento europeo, como muchos autores han señalado, la palabra
procede de teorías psicológicas del siglo xvii y avanza, en medio
de numerosos debates y a través de Hume, Kant y Schelling entre
otros, hasta llegar a las teorías de Coleridge acerca de la «imagina
ción primaria» y la «secundaria» en la mencionada Biografía lite
raria}^ En su uso en el romanticismo europeo, la palabra guarda
estrechos vínculos con las concepciones cristianas de lo divino, e
incluso su forma secular ulterior no puede superar una distinción
precedente entre la mente y los sentidos. Como señala concisa
mente Tilomas MacFarland, en el núcleo de la palabra (en su uso
por parte de Coleridge) permanece la distinción y la tensión entre
«Yo soy» y «esto es», pues la palabra designa una relación en
tre una mente que observa y los objetos a su alrededor. Se re
monta a una vieja pregunta que se plantea én los’argumentos de
Coleridge contra la tradición spinoziana: ¿es Dios un sujeto dota
233
do de una facultad (mental) llamada «imaginación», o Dios exis
te simplemente en los modos del mundo y no es recogido en nada
que tenga naturaleza de sujeto?^^ Yo sostengo que en la sugeren-
te teoría sobre el nacionalismo de Anderson la imaginación conti
núa siendo una categoría mentalista, centrada en el sujeto.
Pero el darshan o el divyadrishti (visión divina) -utilizo estos
nombres para una familia de prácticas de visión- tal y como apa
recen en la moderna escritura nacionalista bengalí no son necesa
riamente categorías centradas en el sujeto ni mentalistas. No hay
que ser creyente para tener darshan. Como ya he mencionado, cuan
do Tagore ve a «la encantadora murati» de Madre Bengala, su len
guaje se refiere al darshan casi como una costumbre inconsciente.
El darshan pertenece aquí a la historia de la práctica y del hábito.
Para entenderlo no hay que erigir una categoría denominada «la
mente». Coleridge captura algo como este momento de práctica
cuando escribe sobre «el propio lenguaje [...] por así decirlo, pen-
safndo] por nosotros», proceso que compara a la actividad de la
«regla de cálculo que constituye el sustituto seguro en la mecánica
del conocimiento aritmético».^° O, siguiendo los instintos de aná
lisis deleuzianos, más contemporáneos, cabría afirmar que el mo
mento de la práctica es un momento que sortea -y no sólo disuel
ve- la distinción sujeto-objeto.®^
La práctica del darshan o del divyadrishti (visión divina) pue
de entrar en la conciencia de sí del sujeto moderno produciendo
-como señaló hace mucho tiempo Freud- la sorpresa de lo «sinies
tro», algo, que sacude el autorreconocimiento.®^ Veamos este ejem
plo procedente de un ensayo titulado «Bharatbarsha» del escritor
bengalí S. Wajed Ali, escrito en los años treinta del pasado siglo.
Como producto por antonomasia del nacionalismo secular -de un
escritor musulmán que escribe sobre la épica hindú y que utiliza
categorías del pensamiento asociadas con el hinduismo-, este en
sayo era de lectura obligada en la enseñanza secundaria desde los
años treinta del siglo pasado hasta mediados de los años sesenta.
Hoy en día una lectura historicista y política quizá no vería más
que el funcionamiento de un burdo esencialismo nacionalista en
este ensayo, que incluso empleó la palabra inglesa tradition para
describir su propio tema. Eso no sería necesariamente incorrecto.
Lo interesante, sin embargo, es la forma en que la «tradición» se
postula aquí como una cuestión de «mirada divina», de una mira
da, como explica Wajed Ali, que disuelve el punto de vista histó
234
rico. El ensayo relata dos episodios de la vida del autor. Wajed Ali
hizo un viaje a Calcuta en tomo a 1900 o 1901, cuando tenía diez
u once años, en el que encontró a un anciano en un almacén de su
barrio leyendo la epopeya hindú del Ramayana a unos niños. Vol
vió a la ciudad veinticinco años después y percibió como corres
pondía todos los signos de cambio histórico en el barrio: coches de
motor, mansiones y electricidad habían acabado con la tranquili
dad, las lámparas de gas y las chozas. Ahora bien, el sentido de lo
histórico de Wajed Ali se encontró ante un serio desafío cuando se
topó exactamente con la misma escena en el mismo almacén -de
hecho, la misma sección del Ramayana que se leía a unos niños-
que había presenciado veinticinco años antes. Al preguntar sobre
esta extraña experiencia, el anciano que leía el Ramayana explicó
que la persona de la primera escena era su padre, leyéndoles a sus
hijos el libro, y que ahora él se lo leía a sus nietos. El libro perte
necía a su abuelo. Wajed Ali sintió que lo histórico se disolvía a su
alrededor. Escribe: «Saludé al anciano y salí de la tienda. Fue como
si hubiese adquirido una mirada divina. ¡Apareció ante mis ojos
una imagen perfecta de la Bharatvarsha [India] verdadera/real! ¡Esa
vieja tradición [en inglés] ha permanecido inalterada, no ha cam
biado en ningún lugar!».®^
Wajed Ali experimentó con claridad la sacudida de lo sinies
tro: «Fue como si hubiese adquirido visión divina». Al utilizar la
expresión «como si», deja abierta la posibilidad de que esta visión
haya tenido lugar sólo en su mente, de que haya sido el fruto de la
kalpana o imaginación. Pero también cabe la posibilidad de que
la kalpana de Ali no guardase relación alguna con la práctica de la
visión que experimentó como lo siniestro. Al escribir las historias
de la visión que posibilitaron el nacionalismo romántico en el con
tinente, hemos de quedarnos en el texto de Wajed Ali con este mo
mento de indecidibilidad entre la «imaginación» en su sentido men
talista y la «mirada divina», divyadrishti, como algo que pertenece
a la historia de la práctica. No hay duda de que el gesto de Tago
re de trascender lo histórico a fin de poder ver una India suscep
tible de adoración tiene una deuda con el romanticismo europeo
y sus categorías mentalistas. Su referencia a Keats y su crítica de
la utilidad, así como sus distinciones espirituales y materiales mez
clan el pensamiento védico con el romanticismo europeo. Lo que
propongo, sin embargo, es lo siguiente. Si el momento de «ver más
allá» incluye fenómenos como el darshan o el divyadrishti para los
235
que no resulta imprescindible la asunción de un sujeto, hay impli
caciones interesantes para el modo de abordar la categoría «ima
ginación» en las historias poscoloniales.
Hay una experiencia Conocida de la juventud de Jawaharlal
Nehru, cuando recorría el campo de la India hablando a los labra
dores sobre cuestiones nacionales. Nehru describe ocasiones en las
que lo recibían al grito de «Bharat Mata ki jay» -Victoria a la Ma
dre India [Bharat = India; Mata = M a d re ].E n al menos una oca
sión, este grito de batalla suscitó inmediatamente los instintos
pedagógicos de Nehru y su oposición moderna a las supersticio
nes. Al igual que un maestro que quiere comprobar la capacidad
conceptual de sus alumnos, preguntó en la reunión de campesinos
quién era esa Bharat Mata «cuya victoria querían». La cuestión des
concertó a los labradores, que fueron incapaces de articular una res
puesta clara. Escribe Nehru con el regocijo de un profesor que aca
ba de conseguir la atención de su clase: «Mi pregunta los sorprendía
y, sin saber qué contestar exactamente, se miraban los unos a los
otros y a mí. Finalmente, un vigoroso Jat, unido a la tierra desde
generaciones' inmemoriales, dijo que era la dharti, la buena tieiTa
de la India, lo que querían decir». Nehru, según su propio relato,
procedió entonces a explicar el significado recto de la expresión.
Sus triunfantes palabras merecen ser repetidas:
236
cepto vacío de contenido. Procedió a llenarlo con material propio
del pensamiento nacionalista. Era, en los términos de Bhabha, un
momento pedagógico del nacionalismo.®^ Pero si concebimos el uso
de la expresión «Bharat Mata» por parte de los campesinos como
referido a prácticas sedimentadas en la lengua misma y no nece
sariamente a conceptos que, o bien elabora la mente, o bien con
tienen verdades de la experiencia, vemos la legitimidad del nacio
nalismo campesino o subalterno. Su práctica de estar en presencia
de Bharat Mata no se apoyaba en la formación mental que el ca
pitalismo de libro podía administrar al sujeto nacionalista for
malmente educado. Tampoco aseguraban haber experimentado la
tierra como una figura materna. «La India» o Bharat podía, en efec
to, ser la madre porque, mucho antes que el periódico y la novela,
estaba la antigua práctica del darshan, que Uegó a constituir un ele
mento fundamental del aspecto «performativo» del nacionalismo
campesino. En cuanto práctica, obviaba la cuestión del sujeto ca
paz de experimentar.
Los miembros cultos de la elite, como Tagore y Wajed Ali, no
eran labradores. Para ellos, el nacionalismo era inseparable de su
experiencia estética del fenómeno. Pero el momento estético, que
resiste al realismo de la historia, crea cierta heterogeneidad irre
ductible en la constitución de lo político. Tal heterogeneidad apa
rece en referencias a prácticas como el darshan o el divyadrishti
(mirada divina), que tienen lugar en dos registros en los escritos de
Tagore o Wajed Ali. En la medida en que estos autores escribieron
en calidad de sujetos que experimentaban e imaginaban, estas prác
ticas constituían para ellos experiencias de lo siniestro. El ensayo
de Wajed Ali lo ejemplifica. Pero la práctica del darshan también
entró en su vocabulario de un modo que no connotaba necesaria
mente la experiencia -como en el poema en que Tagore hablaba
de ver la divina imagen de madre Bengala («Hoy, en este amane
cer encantador», etcétera)-. Ahí Tagore empleó la palabra «idóla
tra» para «imagen», murati, sencillamente por asociación lingüís
tica, como indicadora de una costumbre del discurso, como un
elemento que pertenece meramente a su hábito. Conjuntamente,
estos modos de percepción sugieren que la «imaginación» puede
ser una práctica tanto centrada en el sujeto como carente de su
jeto. En este sentido, es una categoría intrínsecamente heterogé
nea en la que los espíritus antagónicos de Spinoza y Coleridge so
breviven y pugnan.
237
Esta pluralidad inherente a la categoría «imaginación» es lo que
en última instancia hace imposible ver lo político como algo
que constituye una «unidad» o un conjunto. Consideremos de
nuevo el poema de Sukanta Bhattacharya. Superficialmente, el
texto clama contra la poesía: «En el reino del hambre el mundo
es sólo de la prosa». La poesía ha de desaparecer, exiliada en inte
rés de alinear la literatura, ahora sólo prosa, con la pugna por li
brar al mundo de la injusticia y la explotación simbolizadas por
el hambre. La preocupación de Bhattacharya sobre los peligros de
la poesía era historicista. Pertenecía a un género de quejas familiar:
que el romanticismo daba origen a la apatía, al letargo -o, mucho
peor, al fascismo- y que era peligroso estetizar lo político. Había
que abordar el mundo desde los ángulos apropiados mediante una
prosa que no admitía errores ópticos de paralaje. Sin embargo,
imagínese lo banal y débil que habría sido la crítica de Bhattacha
rya si la hubiera dicho en prosa, si no hubiera adoptado en la mis
ma práctica de la escritura todas esas cualidades del verso que tan
enérgicamente denunciaba. En otras palabras, el poema alcanzaba
su efecto político pleno precisamente porque no llevaba hasta sus
máximas consecuencias ninguna concepción de lo político. Por el
contrario, interrumpía una definición de lo político -la que lo ali
nea con lo realista y lo prosístico- para introducir inesperadamen
te la acusación política que sólo la poesía podía transmitir. De esta
manera, hacía efectivo lo político convirtiéndolo en no-uno. Ésta,
a mi parecer, es la heterogeneidad en la propia constitución de lo
político, que el nacionalista en Tagore articulaba al proponer a sus
compatriotas que el ojo nacionalista necesitaba poseer dos modos
de visión radicalmente contradictorios. Uno contraía la responsa
bilidad de situar lo político en el tiempo histórico; el otro creaba
una política que resistía la historización. Tal heterogeneidad cons
titutiva de lo político refleja las pluralidades irreductibles que com
baten en la historia de la palabra «imaginación».
238
7
Adda: Una historia de socialidad
239
modernidad. La palabra adda es traducida por el lingüista bengalí
Sunitikumar Chattopadhyay como «lugar» para «una charla disten
dida con amigos íntimos» o «conversación entre amigos fraternos»
(examinaré más abajo esta intercambiabilidad de habla y lugar).^
A grandes rasgos, es la práctica de reunirse con amigos para enta
blar conversaciones largas, informales y no rigurosas.
Cabría describir con mayor propiedad esta historia del adda
como una historia del deseo de -o en contra de- adda. Según mu
chas normas de valoración de la modernidad, el adda es una prác
tica social defectuosa: es predominantemente masculina en su for
ma moderna en la vida pública; hace caso omiso de la materialidad
del trabajo en el capitalismo; y los addas de la clase media suelen
olvidar a las clases trabajadoras. Algunos bengalíes llegan a consi
derarla una práctica que promueve la pereza entre la población.
No obstante, la percepción de su desaparición gradual de la vida
urbana de Calcuta durante las últimas cuatro,décadas -relaciona
da sin duda con los cambios en la economía política de la ciudad-
ha producido una cantidad ingente de lamentos y de nostalgia. Es
como si con la muerte lenta del adda muriese la identidad bengalí.
Puesto que el adda se considera hoy en día una práctica en vías
de extinción, se ha producido en Calcuta una serie de intentos cons
cientes de recoger y preservar recuerdos y descripciones de addas
bengalíes de los últimos cien años. Internet contiene varias redes de
Chat para bengalíes tanto de Bengala occidental como de Bangla-
desh que se denominan addas.Un libro de ensayos, Kolkatar adda
(Los addas de Calcuta), publicado con ocasión del tricentenario de
Calcuta, constituye una respuesta a ese mercado. Comienza apun
tando la «horrenda posibilidad» de que los bengalíes se olviden
pronto de disfrutar del adda, de que una ética del trabajo atareada
y devoradora pueda adueñarse de sus vidas.^ Saiyad Mujtaba Ali,
reconocido escritor humorista bengalí, expresó un lamento tem
prano por la supuesta desaparición del adda ya en los años setenta
del siglo pasado. «Es indiscutible», escribe, «que los addas en ver
dad excelentes están ahora prácticamente muertos aunque parez
can vivos. ¿Cuántos de los edificios de cinco plantas, de diez plan
tas, que se levantan hoy en Calcuta tienen [espacio] para un adda?»^
Hasta un catálogo de los libros bengahes publicados creado por la
Asociación de Editores de Calcuta con motivo de la Feria del Libro
de la ciudad en 1997 empezaba lamentando la pérdida del espíri
tu del adda dentro del propio sector. El ensayo introductorio, un
240
panorama de la historia de los últimos cincuenta años de la indus
tria editorial en Calcuta, acababa con un comentario nostálgico y
melancóhco:
241
sidera el adda como algo intrínsecamente bengalí, como elemen
to indispensable del carácter bengalí, o como parte integrante de
nociones metafísicas tales como «la vida» y «la vitalidad» de los
bengalíes. Benoy Sarkar, un sociólogo de la década de los cuaren
ta, muchas de cuyas obras se publicaron en forma de diálogo como
si se tratase de fragmentos de conversaciones de un adda, habla
ba en 1942 de la «vitalidad» del adda, el cual había ayudado a los
bengalíes a «apoyar y enriquecer» sus instintos naturales en cuan
to pueblo. «Lo que necesitamos es adda», declamó en uno de sus
d iálogos.E n el prefacio al libro Kolkatar adda, el historiador Ni-
shithranjan Ray describe a los bengalíes como «un pueblo amante
del adda»}^ El escritor bengalí Nripendralaishna Chattopadhyay es
cribe en la década de los setenta en alabanza de la institución: «Los
bengalíes disfrutan de una enorme reputación en el mundo como
el pueblo que mejor practica el adda. Ninguna otra raza ha sido ca
paz de construir una institución como el adda, que se sitúa por en
cima de toda idea de necesidad o utilidad. Disfrutar el adda es un
principio primordial y perenne de la vida -ningún otro pueblo ha
logrado reconocerlo en la vida como los bengalíes». Una página
después, añade: «tan profunda es la conexión espiritual entre el adda
y el agua y la atmósfera de Bengala que el adda [...] se ha extendido
ahora al gobierno municipal [de Calcuta], las oficinas, las reunio
nes de Estado, el raw/c [galería, la terraza elevada de un edificio],
las tiendas de té, los pabellones deportivos, las organizaciones de
distrito de los partidos políticos y a los colegios y escuelas: a todas
partes, En todo lugar, en los poros de toda actividad, el adda exis
te en muchas formas distintas».A juicio de Saiyad Mujtaba Ali,
los varones de Calcuta sólo están por detrás de los de El Cairo en
su devoción por el adda. Los hombres de El Cairo, en la descripción
embelesada de Ali, se encuentran en su casa sólo durante unas re
nuentes seis horas al día (de doce de la noche a seis de la mañana)
y prefieren pasar el resto de su tiempo en el trabajo y en cafeterías,
disfrutando de la conversación con sus amigos.
No es mi objetivo defender la tesis metafísica de que la prác
tica del adda es peculiarmente bengalí. La tradición de las reunio
nes de hombres y mujeres en espacios sociales para disfrutar de la
compañía y la camaradería no es, desde luego, monopolio de nin
gún pueblo particular. Tampoco esta palabra es únicamente benga
lí; existe en hindi y en urdu, y significa «lugar de reunión» (las es
taciones de autobuses en el norte de la India se llaman bus-addas).
242
Lo peculiar, si acaso, en las discusiones bengalíes sobre el adda, es
el postulado de que se trata de una práctica peculiarmente benga
lí y de que marca un rasgo nacional primordial en grado tal que el
«carácter bengalí», se dice, no podría concebirse sin él. Tal postu
lado y su historia es lo que estudiaré aquí en función de la pregun
ta de Berman: ¿cómo lograr sentirse a gusto en el contexto de las
ciudades capitalistas?
Mi interés en la historia de la práctica del adda se restringe aquí
al mundo y a la cultura de la modernidad literaria bengalí del si
glo XX. Fue dentro de ese ámbito, como veremos, donde se dotó a
dicha práctica de un hogar conscientemente nacionalista. Ésta es
una de las razones por las que me centro en ejemplos de la ciudad
de Calcuta, que en una época fue el centro que guiaba la produc
ción literaria bengalí.
243
por la noche, todas habían llegado sin cambios» desde 1820 hasta
la Calcuta de 1930d'^ La descripción de Chaudhuri de esta afición
bengalí por la compañía es vivida, aunque su tono delata la censu
ra moral con que contemplaba ese cultivo del gregarismo:
244
ceso en sí resultaba sorprendente.» En segundo lugar, la práctica
del adda revelaba a su parecer ausencia de individualidad, la pre
sencia de un «instinto de rebaño». Escribe: «No comprendí este
comportamiento hasta que en 1922 leí por primera vez Social Psy-
chology, de McDougall, donde encontré la distinción entre lo social
y el instinto gregario claramente delineada y adecuadamente su
brayada. Reforzando con el libro mi arsenal crítico, comencé a lla
mar a los nativos gregarios de Calcuta Buey de Galton, es decir, el
buey de Damaraland, en África. Individualmente, esos animales
parecen ser apenas conscientes los unos de los otros, pero si se los
separa del rebaño muestran señales extremas de malestar».^^
En tercer lugar, el adda significaba para Chaudhuri la ausen
cia de una socialidad controlada que, según él, sólo los individuos
con un sentido desarrollado de la individualidad eran capaces de
alcanzar. La gente de Calcuta tenía adda porque «había muy poco»
de lo que Chaudhuri entendía por «vida social»: «No había fiestas
por la tarde o por lá noche, ni cenas, ni recepciones en casa ni, por
supuesto, bailes que animasen su existencia». Y, por último, para
Chaudhuri, el adda era enemigo de la domesticidad burguesa. En
sus palabras: «El vigoroso instinto gregario de los nativos de Cal
cuta ha matado virtualmente la vida familiar. No hay costumbre,
entre ellos, de que un hombre se siente con su esposa e hijos por
las tardes. Ni siquiera es casi posible encontrarlos en casa a nin
guna hora del día adecuada para llamadas, ya que sus días están
divididos en tres salidas principales: el paseo matutino en busca
de cotilleo ocasional, el periodo en la oficina a mediodía y el cul
tivo sistematizado de la compañía por las tardes». Claramente, lo
que la crítica de Chaudhuri a la vez valora y echa de menos en
la vida de sus coetáneos en Calcuta es la familiar división tricotó-
mica burguesa de casa-trabajo-ocio mediante la cual muchos ma
nuales de sociología tratan de dar cuenta de la modernidad. El tex
to de Chaudhuri nos recuerda que la división estaba claramente
presente al menos como objeto de deseo, si no como una práctica,
en la vida de los bengalíes modernos. La crítica de Chaudhuri no
era exógena.
Ahora bien, al tiempo que Chaudhuri publicaba su denuncia
del adda, Buddhadev Bose escribía un ensayo en los años cincuen
ta sobre el temá del adda, cuyo espíritu no podía ser más opuesto
al de las refiexiones de Chaudhuri. Los dos párrafos iniciales de
Bose merecen una cita extensa aunque sólo sea para documentar
245
el elaborado carácter del afecto que muchos intelectuales benga-
líes han sentido hacia la institución del adda:
246
sin él. [...] Por eso no me satisface ser sólo su adorador, tengo
que ser también su [sumo] sacerdote y predicar su gloria».
247
un grupo de tertulianos ociosos; entablar una conversación
ociosa con otros, addadhari - n. guarda o jefe de un club; asis
tente habitual de un club, addabaj - a. orgulloso de entablar
conversación ociosa con otros o de Ips clubes de caza en los
que tal charla se mantiene».
248
khana: salón) y otras palabras similares se emplean como sinóni
mos casi totales. Hoy se podría utilizar tanto majlishi como adda
baj para referirse a alguien que realmente disfruta integrando un
adda o majlish. Sin embargo, tal equivalencia -al menos en el uso
bengalí de estas palabras- es de origen reciente. En los textos de
cimonónicos, el término adda no parece reemplazar a majlish con
tanta frecuencia como lo hace hoy en día. De hecho, no he en
contrado ningún uso de esta palabra en el siglo xix que confiera
respetabilidad a la práctica. Lo que volvió respetable el ténnino
adda en el siglo xx fue su asociación con los espacios de produc
ción de un público lector bengalí moderno.
La costumbre de hacer reuniones de hombres -y de mujeres,
también, en espacios sociales separados- para conversar informal
mente sobre todo tipo de temas que afectan a sus vidas es una vie
ja tradición en la Bengala rural. La palabra chandimandap -lugar
permanente para adorar a la diosa Ghandi pero usado en otras oca
siones por los ancianos del pueblo como lugar de reunión- lo ates
tigua, y resulta interesante que las discusiones conscientes sobre
la institución del adda a menudo recuerden a los autores bengalíes
este rasgo antiguo de la vida rural bengalí.^” Uno de los espacios
más vinculados en Calcuta con el adda era el del rawk o rowak, la
galería de los pisos superiores de las casas más antiguas de la ciu
dad, en la que los varones jóvenes del barrio solían reunirse para
mantener sus ruidosos addas. Esto molestaba mucho a los hoga
res de clase media, que veían a esos vocingleros addas de los rawks
como una amenaza a su respetabilidad, especialmente si había
muchachas residiendo en la casa. La galería exterior o rawk, un
rasgo arquitectónico de las casas bengalíes hasta que el aumento
del precio del suelo la volvió obsoleta, quizá sea un vestigio estruc
tural de la daoa (galería) que rodeaba la choza de barro tradicio
nal de las aldeas bengalíes. Asimismo, puede que la práctica de
celebrar reuniones de varones en tales lugares esté relacionada con
prácticas anteriores. Pero los addas de los rawl<s en la ciudad esta
ban integrados principalmente por varones jóvenes, y no se los so
lía relacionar con la producción literaria moderna. En el siglo xix,
algunos de esos addas estaban dominados por los líderes sociales
del b a r r io .E l escritor bengalí Premankur Atarthi nos ha deja
do retratos addas de jóvenes que se reunían en los rawks de los
barrios de Calcuta a mediados del siglo xx:
249
«Una casa del barrio tenía un rowak ancho. Los muchachos ha
cían su adda allí todos los domingos o en otras fiestas. [...] La
conversación trataba todo tipo de temas diferentes: el patrio
tismo, la lucha, los deportes, Inglaterra, Alemania, Suiza. [...]
»A menudo, las discusiones que empezaban amistosamente en
aquellos addas se volvían tan ásperas e insolentes que la gente
que vivía en la casa se preocupaba, ya que temían un estallido
de violencia física. Pero, en aquellos días, las personas tenían
tanta devoción por el adda que acudían al mismo diligentemen
te pese a todas sus peleas».
250
firman esa acepción. Este autor se refiere a lugares cercanos a los
«ghats de cremación» (donde se incineraba a los muertos hindúes;
la palabra ghat designa literalmente los peldaños que, en las ori
llas de los ríos, llevan al agua) bajo el puente Howrah, en la parte
norte de la ciudad, como a addas que acogen a los adictos al opio
y la marihuana.^^ Este uso está en consonancia con el modo en que
los diccionarios bengalíes antiguos sugieren un nexo entre el adda
y la existencia marginal: un lugar de reunión de gente «mala» o de
gente con ocupaciones malas (kulok, durbritta)}^
A su vez, el término majlish, tanto en Hutom como en otros si
tios, sugiere formas de reunión social que implican invariable
mente riqueza y mecenazgo, y a menudo evocan la imagen de
varoñes reunidos en el salón de un hombre rico (baithak o baithak-
khana). En Hutom, por ejemplo, el majlish supone vino, chicas que
bailan, arañas, ropas costosas, y peleas de borrachos que involu
cran a los nuevos ricos de la Calcuta de principios del xrx y a sus
«malcriados» descendientes.^^ Muchas de estas asociaciones se
debilitan en el siglo xx pero, estructuralmente, el majlish en cuan
to lugar conserva la idea del anfitrión, la persona más adinerada
sin cuyo salón o baithakkhana la reunión no puede llevarse a cabo.
Y, por lo general, la palabra se relaciona también con un espacio
en el que tiene lugar algún tipo de actuación: canto, danza, reci
tal poético, entre otros. La conversación allí, incluso cuando no
era directamente aduladora, nunca podía ser plenamente demo
crática, pues la presencia misma de un anfitrión infiuía de múlti
ples modos el patrón de habla de un grupo así. No resulta soipren-
dente que el diccionario de Subal Mitra, publicado en 1906, explique
majlish como kartabhaja doler sabha, literalmente, «reunión de
aquellos que adoran a su señor» (los kartabhaja, por cierto, inte
graban también una secta religiosa bengalí).^^
En cambio, sea cual fuere el solapamiento que más tarde se
dio entre los campos semánticos de las palabras adda y majlish,
el adda que Buddhadev Bose celebra en los años cincuenta tiene
un carácter democrático inconfundible propio de la clase media.
«Todo el mundo debe disfrutar del mismo estatus en un adda es-
cribe Bose, y añade:
251
división como uno se quita la ropa de oficina nunca conocerán
el sabor del adda. Si resulta que hay alguien cerca cuyo esta
tus es tan elevado que no podemos olvidar nunca su gloria,
nos sentaremos a sus pies como devotos, pero él no será invita
do a [compartir] nuestro placer, pues el propio arroyo del adda
se convertirá en hielo justo en el momento en que su vista se
pose en el mismo. Pero de igual forma, si hay personas cuyo ni
vel mental [maner star] está muy por debajo de los demás, es
preciso dejarlos fuera, y eso también es incómodo para ellos
252
shalochan, y Uday, un "sobrino" lejano suyo, casi llegaron a las
manos sobre ello anoche. Con gran dificultad, los otros miem
bros los convencieron de que desistiesen».
253
de Bangslialochanbabu. Éste andaba enfrascado en la lectu
ra de un libro inglés, Cómo ser feliz aun casado. Su cuñado,
Nagen, y su sobrino, Uday, también estaban presentes.
«Chatterjeerinhaló el narguile durante un minuto entero y pre
guntó:
»-¿Por qué supone que [ese método] no se ha probado?
»-¿De veras? Pero el Informe Rowlatt [sobre la sedición] no lo
menciona.
»-¿Y qué si lo dice el informe? ¿Es que el gobierno lo sabe todo?
Hay más cosas... o como sea el dicho.
»-¿Por qué no nos habla de él?
«Chatterjee se quedó un rato callado y después dijo:
»-Ummm.
»-¿Por qué no, señor Chatterjee? -suplicó Nagen.
»Chatterjee se levantó y miró por la puerta y la ventana y, vol
viendo a su silla, repitió:
»-Ummm.
»-¿Qué buscaba? -preguntó Binod.
»-Sólo me cercioraba de que Harén Ghosal no apareciese de
repente -replicó Chatterjee-. Es un espía de la policía, es me
jor tener cuidado desde el principio.
»Bangshalochan dejó el libro a un lado y dijo:
»-No deben discutir esos temas aquí. Es mejor que esas histo
rias no se cuenten en casa de un juez».
254
fitrión estaba marcada por la aceptación del ritual de «pagar a es
cote» -denominado en inglés coloquial «volverse holandés» (¡va
yan disculpas bengalíes para los holandeses!)-.^^ Hay, sin embargo,
un giro interesante en esta adaptación bengalí de la democracia y
el individualismo a la cultura del adda. La expresión bengalí para
«pagar a escote» es, de hecho, una serie de palabras inglesas que
carecen de sentido en inglés: «his his whose whose» [suyo suyo
cuyo cuyo]. Se trata de una traducción literal (e inversa) de jar jar
tar tar (cuyo cuyo suyo suyo]. La expresión ya se utilizaba en los
años sesenta del siglo pasado. No sé cuándo se originó, pero Sa-
garmoy Ghosh, el director de la conocida revista literaria bengalí
Desh, menciona esta locución en sus recuerdos de un adda que al
parecer se reunía en los años cincuenta y sesenta.^'^
¿Por qué se le dio a «pagar a escote» un nombre gracioso, que
parecía inglés? Un análisis profundo de este fenómeno tendría
que abordar, incuestionablemente, el asunto del uso del lenguaje
y de la producción de humor basado en la lengua por parte de los
bengalíes. Pero opino también que aquí el uso humorístico de pa
labras en inglés se propone cubrir un sentido de vergüenza preci
samente en torno a la falta de hospitalidad que «pagar a escote»
representa. La locución bengalí jar jar tar tar constituye una des
cripción desfavorable de lo que, en efecto, se ve como una actitud
de egoísmo. El estrecho vínculo entre la comida y la munificencia
en la cultura bengalí provocaba cierto malestar en la conciencia de
la clase media al reconocer el individualismo implícito en que cada
uno pague por separado su comida. La gramática deliberadamen
te absurda de la expresión «suyo suyo cuyo cuyo» probablemente
ayudaba a un adda de salón de té a superar su sentido de vergüen
za precisamente al afrontar el momento que hablaba de la muerte
del anfitrión. Era como si el adda democrático llevase en su estruc
tura una suerte de nostalgia por el majlish. De esta manera, no re
sulta sorprendente que la estética del adda del siglo xx se haya
relacionado siempre con una forma híbrida que nunca sería capaz
de apartarse por completo de la forma del majlish.
255
pública estaba marcada por sus empresas literarias y políticas. La
palabra adda, como he mencionado, adquirió respetabilidad por su
asociación con los grupos literarios y políticos que florecieron en
la ciudad a lo largo de los años veinte y treinta del siglo pasado, y
después. Pero esto, a su vez, fue mediado por el desarrollo de cier
tas instituciones y espacios característicos dé la modernidad en
todas partes.
La primera de ellas fue la universidad (y la escuela secundaria)
y el espacio que crearon para la intimidad entre varones jóvenes,
espacio sin duda homosocial y, en ocasiones, incluso bordeando
también lo homoerótico. Un ejemplo temprano de dicha amistad
puede verse en las cartas que el joven Michael Madhusudan Dutt,
con dieciocho años en 1842, escribió a su amigo de universidad
Gourdas Bysack (Basak), ambos alumnos del Hindú College aquel
año. Las escribió en inglés y las cursivas son del propio Dutt; la
influencia de la literatura romántica inglesa es patente:
256
sammilani- con algunos de los elementos más espontáneos del
adda?^ En esa familia, los placeres del parentesco se sazonaban con
los de la literatura. Sarala Devi, sobrina del poeta Rabindranatli Ta
gore, escribió sobre el periodo 1887-1888, en el que, durante unas
vacaciones familiares en Darjeeling, el poeta leía literatura ingle
sa a sus parientes en una reunión (ashar) que tenía lugar todas las
tardes. Sarala Devi anota: «Rabimama [mama = tío materno] con
formó mis gustos literarios. Él fue quien abrió mi corazón al te
soro estético de Matthew Amold, Browning, Keats, Shelley y otros.
Recuerdo que, cuando estuvimos en Castleton House, en Darjee
ling, durante cerca de un mes [...] todas las tardes [él] nos leía en
voz alta fragmentos de “Blot in tlie Scutclieon" de Browning y [nos]
los explicaba. Fue mi primera introducción a Browning».^®
Algunas anécdotas de la vida del escritor nacionalista Bankim-
chandra Chattopadhyay también aportan pruebas de este proce
so de filtración de la literatura en el espacio de la intimidad y la so-
cialidad. El ensayista bengalí Akslioycliandra Sarkar cuenta que
pasó varias horas en una sala de espera de una estación de tren
en compañía de Bankimchandra discutiendo el género literario
de los «misterios»: «De aquel placer estético compartido (rasa)
[en 1870]», escribe, «nació un sentimiento de aprecio mutuo entre
nosotros. Con el tiempo se convirtió [...] en una amistad especial.
Era superior a mí en edad, casta, educación y logros, pero ello no
interfirió nunca en nuestra a m is ta d » .E l sobrino y biógrafo de
Bankimchandra, Sachishchandra Chattopadhyay, refiere la histo
ria de una acalorada discusión entre Banldmchandra y un amigo
literato suyo que se desarrolló, sin interrupciones, desde las nue
ve de la noche hasta pasada la medianoche, y comenta: «La men
ción de Hugo, Balzac, Goethe, Dante, Chaucer y otros me sigue re
cordando aquella noche». Asimismo, Sachishchandra explica cómo
el haithakkhana de Banldmchandra se transformaba en ocasiones
en espacio para un adda literario (de hecho, él utiliza esas dos pala
bras en sus escritos de 1911-1912) en el que se reunían escritores.
Otras dos instituciones ayudaron a desplazar la discusión de
un baithak hacia intereses cosmopolitas. Una de ellas fue la pren
sa. Hutom menciona que las personas «anglizadas» de la década
de 1860 siempre estaban entusiasmadas sobre «la mejor noticia del
día», pero en aquellos años el periódico era algo que distinguía a
los anglizados."^^ Un dibujo (figura 1, ca. 1920) del artista bengalí
Charu Ray, que representa una escena típica en un baithak, sugie-
257
Figura 1
«La noche es una de las partes más animadas del día en el hos
tal. [...] La conversación y la discusión sobre todo tipo de te
mas son incesantes, así como las bromas y el canto. [...] Algu
nos de los temas literarios favoritos son los poetas Rabindranath
Tagore y el difunto D.L. Roy, el lugar de Hem Chandra Baner-
ji y de Michael Madhusudan Datta en la poesía bengalí, el ge
nio dramático del difunto Girish Chandra Ghosh. [...] El pri
mer tema es con diferencia el más popular: y hay "Rabiítas” y
Dijooítas en todo hostal, tan enemigos de la opinión del otro
como los Whigs y los Tories del pasado».
258
Figura 2
259
Es fácil imaginar cómo ayudaría ese suceso a que la literatoa arrai
gase en las vidas bengalíes «ordinarias». Mientras que el cultivo
decimonónico del yo literario era sobre todo territorio de los rela
tivamente acomodados, los escritores jóvenes nacionalistas, radi
cales o socialistas de 1920 y 1930 ya no eran los ricos. Eran, des
de el punto de vista sociológico, gente humilde ique solía vivir con
dificultades económicas, cuyo amor, no obstante, por su propia li
teratura así como por la de otras partes del mundo se caracteriza
ba por un inconfundible idealismo. Tagore creía con firmeza en
la idea goethiana de la «literatura mundial», y el que se le conce
diese el Premio Nobel parece haber democratizado el ideal de la
literatura como vocación. Ser ahora un literato -incluso desem
pleado- era ser alguien respetable, pues ahora la actividad litera
ria tenía por definición una relevancia cosmopolita y global. O, por
lo menos, así razonaban algunos.
El adda podía así convertirse en un espacio para la práctica del
cosmopolitismo literario por parte de los miembros de las clases
media y media-baja. En 1921, dos jóvenes, Dineshranjan Das y Go-
kulchandra Nag, fundaron una organización llamada el Club de
las Cuatro Artes, con la intención expresa de involucrar a muje
res. Las «cuatro artes» se referían a la literatura, la música, la ar
tesanía y la pintura. Ni Das ni Nag eran de origen aristocrático.
Das trabajó inicialmente para una tienda de artículos de deporte
en la parte de la ciudad llamada Chowringhee, y después para una
farmacia; Nag trabajaba en una floristería en el Nuevo Mercado.
Cabe ver la democratización, así como cierto radicahsmo social, de
esta forma particular de adda en el hecho de que no pudiesen uti
lizar ningún salón particular. Como señala Jibendra Singha Ray,
quien ha estudiado la historia de este club: «El problema principal
tras el establecimiento del club fue el lugar. Muchos eran reacios
a alquilar un cuarto para reuniones que incluyesen tanto a hom
bres como a mujeres. Enfrentados a esta situación, la hermana de
Dineshranjan y su marido Sukumar Dasgupta [...] ofrecieron su
sala a cambio de un alquiler bajo».^°
También es notable el idealismo de los fundadores del club, te
ñido de una fuerte dosis de fe bengalí pos-Tagore en el papel re
dentor de las artes y la literatura en las vidas de la clase media. Di
neshranjan describía más adelante el origen del club mediante unos
términos que revelan un ideahsmo que pretendía abarcar nada me
nos que el mundo entero. Puede que fuese un escritor bengalí des
260
conocido, pero daba por supuesto que lo que hacía era en benefi
cio de la humanidad en su totalidad. Se veía a sí mismo como ciu
dadano de la cosmópolis literaria global. La descripción de Das
testimonia el modo en que la literatura, la amistad entre varones,
y cierto humanismo iban de la mano para hacer de los addas lite
rarios de Calcuta de los años veinte espacios donde se podía nutrir
y manténer una visión democrática y cosmopolita del mundo:
261
«Justo detrás de la plaza College había una librería grande lla
mada The Book Company. Algunas librerías nuevas como ésa
se habían establecido hacia principios de este siglo alrededor
de la plaza^College. Esas tiendas desempeñaron un papel muy
fructífero en la difusión de la cultura [el original emplea esta
palabra en inglés] de la época. Empezaron a importar libros
de reciente aparición de Europa y América sobre diversas ma
terias literarias, poéticas y científicas; gracias a sus afanes, los
jóvenes y los escritores de aquellos tiempos tuvieron la opor
tunidad de conocer las tendencias de la literatura y el pensa
miento mundiales».
262
Pramatha Chaudhuri [famoso escritor y crítico de la década
de 1920 y director de la revista de vanguardia Sahujpatra]. Di
rigiéndose al muchacho, dice: “Verás, esta nueva poesía que se
está escribiendo en Inglaterra y Francia encierra una gran tra
gedia detrás de todo ese aparente desorden de metro y rima.
La Gran Guerra [1914] destruyó todas las creencias del viejo
mundo en la mente de sus jóvenes, sus mentes inquietas están
buscando un nuevo refugio. Te mostraré [un ejemplo] si el li
bro ha llegado en este envío [...]. ¡Oh, estás ahí, Dhurjati, bien
venido! . 53
263
calle Cornwallis) figura de modo prominente en bastantes me
morias literarias del siglo xx. Por ejemplo, Puratan pmsanga, de
Bipinbehari Gupta -una fuente indispensable de historia del si
glo XIX- consiste, de hecho, en una serie de conversaciones entre
él y Krishnakamal Bhattacharya (contemporáneo y conocido de
Bankim y los Tagore) que tienen lugar en este parque (Beadon Gar-
dens/Hedua) en torno a 1910-1911.^^ Cuando estudiaba su licen
ciatura, esto es, en la primera década del siglo xx, el físico Sat-
yendranath Bose formaba parte de un adda literario que solía
reunirse en la azotea -otro espacio urbano de Calcuta no investi
gado- de la casa de Girijapati Battachaiya; tanto éste como Bose
serían después miembros destacados de otro famoso adda hterario
formado en torno a la revista Parichoy. En ocasiones, nos dicen,
este adda se reunía en el parque Hedua. Lo característico de este
adda era discutir sobre los relatos de Tagore, recitar sus poemas
y cantar canciones escritas por él.^^ La revista Prahashi, en su úl
tima etapa, bajo la dirección de Ashok Chattodpadhyay, se conci
bió en un adda en este mismo parque en 1924. Es necesario re
copilar más-información sobre las azoteas y los parques y el papel
que desempeñaron en la vida cultural de la ciudad en el siglo xx.^®
La otra pregunta importante es: ¿cuándo proliferan los salo
nes de té, cafés y restaurantes en Calcuta, y cuándo empiezan a
servir de espacios principales para los addas literarios?^^ Hay, por
supuesto, lugares como «la tienda de Puntiram», cerca de la calle
College, en el norte de Calcuta, que lleva abierta más de cien años,
aunque es necesario investigar su historia específica. El autor y lí
der comunista Muzaffar Ahmad menciona en sus recuerdos sobre
el poeta Kazi Nazrul Islam salones de té en los que uno podía sen
tarse a charlar en tomo a 1920.®° Pero, como el lector recordará,
los comentarios de Nirad Chaudhuri sugerían que los addas en los
salones de té eran relativamente escasos en los años veinte com
parados con los de salones particulares. En su introducción a las
memorias de Hirankumar Sanyal sobre la revista literaria Parichoy
(aparecida en tomo a 1932), el historiador Susobhan Sarkar escri
be: «En nuestra vida estudiantil, las calles y los caminos del centro
de Calcuta proporcionaban los lugares de encuentro principales.
Comer en restaurantes aún no era una práctica habitual».®^
Estas afirmaciones encuentran apoyo en un comentario de Ra-
dhaprasad Gupta, quien recuerda que, hacia finales de los años
treinta, muchos salones de té «desde Shyambazar hasta Kalighat»
264
(esto es, desde el norte hasta el sur de la ciudad) anunciaban so
bre telas rojas unos precios desesperadamente baratos: «Sólo dos
anncLs por una taza de té, dos tostadas y una tortilla de dos hue
vos».®^ Aunque parece que efectivamente había tiendas —Gupta
menciona «el salón de té de Gyanbabu», Favourite Cabin en la ca
lle Mirzapur, Basanta Cabin enfrente de la Universidad de Calcuta,
y el restaurante del YMCA de la calle College- que promovían una
cultura del adda entre los estudiantes universitarios a mediados y
finales de los años treinta, la cadena de cafeterías y restaurantes
Sangu Valley, que dominaría el ámbito de los addas de la ciudad
poco después de la independencia, no apareció hasta fines de los
años treinta o durante la guerra.®^ Las grandes cafeterías fueron
fundadas por el Consejo de Expansión del Café de la India como
forma de comercializar dicho producto en una ciudad que perte
necía -conio ahora- predominantemente a los bebedores de té. No
obstante, la práctica de beber café, afinna Gupta, fue introducida
en la cultura bengalí de Calcuta en los años treinta por los inmi
grantes del sur (la palabra bengalí daicshini se refiere a las personas
del sur, como Tamilnad, Kerala, Andhra, por ejemplo) en una ciu
dad que abrió pequeñas casas de comidas alrededor de Ballygun-
ge en aquella época. El dramatismo de su primera introducción a
una «cafetería» se capta mejor en las palabras del propio Gupta:
265
me tamaño, los botones con librea y con sus insignias, su aspec
to limpio, las lustrosas mesas y sillas, y los clientes con ropa
elegante en todas las mesas. [...] El Coffee House de la calle Co-
llege abrió poco después de ésta».^'*
266
trucción ideal, introduce en la propia idea de actividad humana
el télos de un resultado, un producto y un propósito, y estructura
su uso del tiempo y del espacio sobre esa lógica desarrollista y uti
litaria (incluso cuando la misma no es lineal de manera sencilla).
Las conversaciones de un addci, por el contrario, se oponen por de
finición a la idea de alcanzar un resultado definido. Disfrutar de un
adda es disfimtar de un sentido del tiempo y del espacio que no está
sujeto a la atracción gravitatoria de un propósito explícito. La in
troducción de un objetivo que pueda tornar la conversación «ins
trumental» para conseguir algún objeto distinto de la vida social
del propio adda mata, se dice, el espíritu mismo y el principio del
adda. Buddhadev Bose así lo afirma en su ensayo sobre el adda:
«Supongamos que decidimos convocar una reunión literaria una
vez por semana o dos veces al mes, para que puedan venir perso
nas con conocimientos y talento y discutir cosas buenas. [...] Sin
duda es una buena idea, y es posible que las primeras sesiones ten
gan tanto éxito que nos sorprenda a nosotros mismos. Pero al cabo
de un tiempo observaremos que todo ello ha caído desde el cie
lo del adda al terreno baldío del "deber"
El centro de gravedad del adda se encontraba alejado del télos
de la productividad o el desarrollo (en este caso, el de la discusión
con un objetivo). Hirankumar Sanyal recuerda cómo la comida (y,
cabría añadir, una división genérica del trabajo) se usó en una leu-
nión del Club del Lunes para truncar los planes de Prasantachan-
dra Mahalanobis de inyectar en la conversación un sentido de pro
pósito. Escribe Sanyal;
267
ha traído todo esto?”, Tatada replicó: "¿En qué te concierne
esto? La comida está aquí, y la vamos a comer"
268
presión bengalí, hacer que el adda «se cuajase» o que «se espesa
se», es decir, que se hiciese cada vez más interesante. Hirankumar
Sanyal afirma de Sukumar Ray en el contexto del Club del Lunes:
«[Él] [...] tenía una capacidad notable para a}mdar a que el ashar
[majlish, reunión cordial] desarrollase todo su potencial. Los días
que el Club del Lunes no tenía un tema específico que discutir, nos
cautivaba contándonos todo tipo de h isto ria s» .E l adda, en este
sentido, debe de haberse basado en estilos antiguos de conversa
ción tales como el kathakata (prácticas tradicionales de contar his
torias dev o tas).E l placer de la conversación también se apunta
en otro relato sobre Sukumar Ray referido por Sanyal. El austero
profesor de Brahmo Herambachandra Maitra le preguntó una vez
a Sukumar Ray: «Sukumar, ¿puedes decirme cuál es [debe ser] el
ideal de la vida?». Se dice que Sukumar replicó [en inglés]: «El in
terés serio en la vida». La respuesta complació tanto a Maitra que
inmediatamente pidió sandesh [dulce popular bengalí hecho de re
quesón] para todos los presentes.’^ La naturaleza comunal del pla
cer intercambiado por esta transacción verbal es representada por
el hecho de que todos los presentes celebrasen la respuesta convir
tiéndola en una ocasión para comer dulces, otro ejercicio más en
prácticas públicas de la oralidad.
El nexo entre oralidad y cierto tipo de placer estético/comunal
era, pues, algo ya dado en la forma del adda. La llegada de la lite
ratura inglesa (o de literatura disponible en inglés) a las vidas de
las clases medias inferiores posibilitó ciertas variaciones diferen
ciadas de esta oralidad en los addas de los cultos. El adda se con
virtió en un escenario donde podían desarrollarse técnicas de pre
sentación de uno mismo como un personaje -desde Wilde o Shaw
hasta Joyce o Faulkner- mediante el despliegue de ciertas peculia
ridades (destinadas al disfente ajeno), hábitos de habla y gestos. En
los recuerdos relativos a addas, las personas suelen ser rememora
das no de la forma en que la «historia» o la «biografía» en cuanto
géneros las representarían (como figuras con profundidad, por así
decirlo), sino como personajes relativamente unidimensionales que
son recordados por cómo se presentaban a sí mismos al adda. Vie
ne al caso el ejemplo del recuerdo de Radhaprasad Gupta de un
miembro de su adda llamado Amitabha Sen:
269
en los [diferentes] campos del conocimiento-ciencia [he tradu
cido literalmente la expresión bengalí], gracias a los libros bue
nos y las revistas extranjeras, Gracias a él vimos por vez prime
ra el omnipresente bolígrafo de hoy en día. Aquél era quizás el
primer bolígrafo del mundo, llamado Reynolds. Nos quedamos
sin habla. Todos, por turno, escribimos con él. Podías escribir
en la dirección que quisieses. El rostro de Amitabhababu mos
traba su acostumbrada sonrisa amable. Mirándonos, hizo sólo
un comentario [en inglés]: “La humanidad ha sido por fin libe
rada de la tiranía del ángulo de la pluma”
270
Pero los addás masculinos de mediados del siglo xx se cimen
taban, en la práctica, sobre la separación de los espacios mascu
lino y femenino. Como declaró rotundamente Nripendrakrishna
Chattopadhyay: «¡El mayor enemigo natural del adda son las mu
jeres!». La afirmación no es tan misógina como puede parecer. De
hecho, él se refiere al problema del género como un «defecto» y
adopta un punto de vista compasivo sobre la posición a la que las
mujeres quedan relegadas por la estructura del adda:
271
tarse como la imagen mmóvil de una deidad que ilumina el adda.
Puede que las calles de Calcuta estén bajo el agua, que el as
falto que las cubre se haya derretido por el sol, o que los ja
poneses hayan tirado unas cuantas bombas, pero todo addabaj
[persona adicta al adda] sabe a ciencia cierta que habrá por lo
menos una persona en el adda. Y esa persona es el addadhari»
272
Si el cuento de Bose hubiese terminado aquí, habría plasmado
una resolución decimonónica de la tensión entre domesticidad y el
yo masculino moderno y expresivista: un hombre reserva su cos
mopolitismo hterario para sus amigos varones y mantiene un com
pañerismo práctico y mundano con su esposa. Pero Bose escribía
en un periodo en que la literatura también formaba parte de la
vida de las mujeres. Así, Bisakha, una amiga de los días universi
tarios de Shankari, hace su entrada y siembra dudas en la mente
de Shankari. Dice un día:
273
«-¿Qué son estas porquerías que escribes? La gente habla.
»-Que hablen -replicó Shankari-. Se está vendiendo muy bien,
he mandado otro libro a la imprenta.
»Dhurjati sacudió la cabeza y dijo;
»-Te digo que esto no puede continuar.
»-iQué gracia! ¡No pasa nada si tú escribes [esto] pero sí si lo
hago yo! [...] ¿Por qué escribes esas porquerías?
»-¿Te comparas conmigo? Está bien que un hombre escriba so
bre mujeres [amantes] imaginarias, pero está muy mal que lo
hagan las mujeres.
»-De acuerdo, deja de escribir poesía y quema todos tus libros,
y yo haré lo mismo».
274
pueden entrar en la familia bengalí. Sólo el ser amigo o com
pañero de clase de alguien nos permite superar las bannras de
b..] [el espacio de las mujeres] de una familia diferente e inti
mar con ellas. Cuanto más limitadas son las posibilidades de
que los hombres y las mujeres se mezclen libremente, mayores
son la expansión y las posibilidades para la amistad entre hom
bres. Ésa es la razón de que las novelas bengalíes presenten un
exceso de amistad [entre varones]; en la mayoría de los casos
la complejidad surge de las fuerzas encontradas del afecto, el
sentido de comodidad y, sin embargo, al mismo tiempo del in
tenso espíritu de competición que tal amistad genera».’^
275
Figura 3
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sentimientos de duelo y nostalgia por la desaparición de un mun
do familiar.
Es posible que el mundo que se añora hoy nunca fuese real. La
ubicación cultural del adda quizá tenga más qué ver con una his
toria en que la institución llegó a simbolizar -de formas proble
máticas y disputadas- un modo particular de vivir en la moderni
dad, casi una zona de comodidad en el capitalismo. Pese a todos
los alegatos hechos por los adeptos al adda, sabemos que no funcio
naba igual de bien para todos, que había aspectos de exclusión y
de dominio en su propia estructura. A pesar de esos problemas, sin
embargo, la institución desempeñó un papel lo suficientemente
importante en la modernidad bengalí para ser etiquetada como
«bengalí». Y, según parece, los bengalíes continúan adscribiendo
al adda ciertas propiedades metafísicas: sobre la vida, la vitalidad,
la esencia y la juventud. No puede ser insignificante, después de
todo, que el epigrama de este capítulo se deba a una mujer, Ma-
nashi Das Gupta. Profesora universitaria y participante activa en
muchos addas literarios y políticos desde finales de los años cua
renta hasta el presente, la doctora Das Gupta conoce bien los mo
dos en que los addas masculinos tendían a dominar, si no a excluir,
a las mujeres. Uno no esperaría que ella «romantizase» el adda. Sin
embargo, los versos que cito de ella:
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Familia, fraternidad y trabajo asalariado
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no trabajasen lo suficiente: «En estos tiempos, las mujeres de las
familias acomodadas son enteramente dependientes de[l trabajo
de] sus sirvientes y son reacias al grihakarya. Las mujeres de an
tes no eran así. [...] Las mujeres cultas de nuestro país son ahora
renuentes a hacer trabajo físico o grihakarya».^
Los historiadores, con razón, han explicado esta aversión al,
chakñ (trabajo asalariado) y la simultánea glorificación del traba
jo doméstico para las mujeres en función del capitalismo, del pa-,
triarcado, o de ambos. Al examinarlos aspectos disciplinarios del
chakñ, Sumit Sarkar ha sugerido que la resistencia de la clase me
dia bengalí a la disciplina capitalista era provocada por la natura
leza del propio capitalismo colonial. El dominio colonial, sostiene,
no permitió una transición pausada a la producción capitalista.
Y esto, a su parecer, dificultó la reproducción en Bengala de la
experiencia (supuestamente) europea de los trabajadores y emplea
dos que interiorizaron, con el tiempo, la ética del trabajo necesaria
para el funcionamiento exitoso del capitalismo. Escribe Sarkar:
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cambios, donde la educación provocaba resultados concretos, ma-
nipulables, deseados. La casa, pues, hubo de sustituir al mundo ex
terior y a todo el trabajo y las relaciones que se encuentran en el
mismo, lejos de la comprensión y el control de uno mismo»,^
Estos estudiosos subrayan con acierto el contexto colonial de
la modernidad bengalí. Es incuestionable que, como en muchas
otras situaciones coloniales, los varones bengalíes experimentaron
prejuicios y humillaciones raciales a manos de los europeos a me
dida que el dominio colonial se afianzaba. Resulta comprensible,
por consiguiente, que, como han sugerido con perspicacia tanto
Partha Chaterjee como Tanika Sarkar, la idea del hogar adquiriese
una significación especial, compensatoria, en la modernidad que
los nacionalistas bengalíes experimentaron en el contexto del do
minio colonial europeo.^
Quizá no sería controvertido, por tanto, afirmar que la moder
nidad bengalí no fue clásicamente burguesa. La modernidad ben
galí nunca desarrolló nada parecido a una ética protestante como
un valor ampliamente practicado. También es verdad que, duran
te mucho tiempo, la idealización romántica de la familia extensa
apenas dejó espacio para el desarrollo de un lenguaje del indivi
dualismo a la europea, fueran cuales fuesen las prácticas efecti
vas de la vida diaria. El dominio colonial trajo consigo muchos de
los deseos e instituciones de la modernidad burguesa europea pero,
al parecer, sin el relato familiar de la Europa burguesa (véase el ca
pítulo 4). No hay acuerdo, sin embargo, en tomo a la razón por la
cual la modernidad bengalí supuso un orden capitalista sin hege
monía alguna del pensamiento burgués.
La explicación de Sumit Sarkar de la renuencia histórica ben
galí al trabajo asalariado toma claramente como normativos cier
tos relatos recibidos sobre la historia de la industrialización en
Europa. Cabe señalar, asimismo, una objeción al argumento de que
las dificultades bengalíes frente al espacio de la oficina y el «tiem
po disciplinario» se originaban en la naturaleza del capitalismo co
lonial. Si bien el argumento de Sarkar nos Ueva a esperar lo con
trario, los más perspicaces críticos bengalíes de la «disciplina» y
el trabajo de oficina eran propensos al trabajo intenso y a la dis
ciplina en su vida personal. Rabindranath Tagore y Rajnarayan
Bose, los cuales se mofaron de la institución de la oficina, o Bud-
dhadev Bose, que escribió en alabanza del adda, no mostraron en
su vida personal la resistencia a la disciplina que supuestamente
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era síntoma de una economía política colonial. El ritmo de transi
ción al capitalismo en la colonia no parece haber provocado en ellos
ninguna aversión hacia «el trabajo». Sin embargo, todos ellos coin
cidieron en que el trabajo de oficina anulaba el espíritu y era de
sagradable.
Los argumentos que explican el carácter patriarcal del nacio
nalismo bengalí hindú suelen subrayar la faceta «reactiva» de tal
discurso. Los nacionalistas bengalíes, se dice, tuvieron que crear el
«hogar» como espacio de autonomía porque los europeos no les
brindaron un ámbito semejante en la vida pública. El elogio de la
griha (casa) y lagríhalaicshmi parece haber tenido una función com
pensatoria para los nacionalistas. La «masculinidad colonial», para
emplear la adecuada expresión de Mrinalini Sinha, parece haber
impulsado a los varones bengalíes a extasiarse ante las virtudes de
la grihalakshmi}
Esta explicación es aguda pero, en mi opinión, presenta una de
ficiencia importante. Al tratar de dar cuenta de la retórica y la es
tética del relato familiar nacionalista bengalí apoyándose en sus
funciones «curativas» para los varones colonizados y como un tipo
de falsa conciencia en boca de las mujeres, reduce, en efecto, lo es
tético a sus funciones ideológicas. Los debates nacionalistas sobre
griha y grihalalcshmi parecen de este modo meros ardides ideoló
gicos, herramientas en la política de las relaciones de género en
la Bengala colonial. Resulta, desde luego, imposible negar la na
turaleza patriarcal del pensamiento bengalí sobre el hogar y el ama
de casa en este período, tema al que regresaré más adelante. Pero
reducir ciertas categorías populares de la estética nacionalista ex
clusivamente a sus funciones ideológicas supondría obviar las his
torias de deseos encontrados contenidas en ellas, incluso si consi
derásemos algunos de esos deseos reaccionarios según nuestras
normas actuales. La imaginación y el deseo siempre son algo más
que racionalizaciones de los intereses y del poder.
Así pues, si en la estética nacionalista bengalí del siglo xix y de
principios del xx el ama de casa se declaró bella, y el espacio de la
oficina, desagradable, podría resultar fructífero buscar en tal esté
tica indicios relativos a la forma de vida general (incluyendo las
visiones de lo político) que esa figuración pretendía sostener. Quie
ro proponer una explicación suplementaria -más allá de las teo
rías funcionales prevalecientes- de por qué las figuras gemelas de
la grihalalcshmi y el griha (hogar) se valoraron más que la socie
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dad civil en la rama particular de la modernidad bengalí que es
tamos examinando. No niego que estos términos perteneciesen al
cambiante léxico del nuevo patriarcado y las relaciones de géne
ro que se desarrollaron en Bengala bajo dominio británico. Mi ob
jetivo es abrir camino para Ig proposición de que la. modernidad
bengalí pudo haber imaginado mundos de la vida que nunca pre
tendieron repetir ni la política ni los ideales domésticos del pen
samiento europeo moderno. Este problema atañe al núcleo del pro
yecto de este libro. Si el sujeto bengalí moderno no fue burgués de
manera clásica, no debemos concebir tal hecho como una caren
cia, por más que, en justicia, necesitemos criticar esa modernidad.
La crítica ha de partir de otras premisas. Comprender la valoración
bengalí del hogar y de la gñhalakshmi como parte de una historia
particular de modernidad y patriarcado conlleva una investiga
ción de las posibles concepciones de la vida que animaron la crea
tividad de ese fenómeno histórico, que ahora parece haber segui
do su curso.
Los escritores nacionalistas bengalíes e hindúes de fines del si
glo XIX, de modo muy similar a los nacionalistas de todas partes
en aquel periodo, imaginaron la comunidad política de la nación
como una fraternidad, una hermandad de varones y, en ese senti
do, como una estructura del patriarcado moderno. Pero lo impor
tante es que se trataba de una concepción de la fraternidad signifi
cativamente diferente de la hermandad sobre la que, por ejemplo,
escribió John Locke en Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690), un
texto hace tiempo identificado como nuclear en la historia del in
dividuo moderno burgués, «posesivo» y patriarcal en Occidente.^
La fraternidad, en el esquema lockeano, se basaba en el surgi
miento de la propiedad privada y en la muerte política de la auto
ridad parental/paternal. La historia conceptual del patriarcado
moderno en el nacionalismo bengalí difiere en estos puntos cen
trales. Aunque la propiedad privada era una condición que posibi
litaba la nueva fraternidad imaginada en el nacionalismo bengalí,
nunca se estipuló como requisito en el mismo que la autoridad
política del padre hubiese de ser destruida para que el pacto entre
hermanos pudiera efectuarse. La fraternidad en el tratado de Lo
cke se cimentaba en el mismo principio/mito que subyace a la so
ciedad civil, el mito del contrato. En el nacionalismo bengalí la her
mandad se concebía como una solidaridad fraternal natural en vez
de contractual. Los presupuestos burgueses europeos relativos a la
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subjetividad autónoma basada en el interés personal, el contrato
y la propiedad privada se subordinaron en Bengala a esta idea de
la fraternidad «natural». El deseo (masculino) bengalí de un pa
triarcado moderno, de este modo, se basaba en un rechazo del
modelo del «individuo posesivo» del pensamiento de LockeJ° Así
pues, la historia de este nacionalismo nos permite analizar una
modernidad colonial que estaba íntimamente ligada a la moder
nidad europea, pero que no reproducía el «individuo» autónomo
del pensamiento político europeo como figura de su propio deseo.
Ello suscita algunas preguntas fundamentales relativas al modo de
concebir el lugar del liberalismo en esa modernidad. Regresaré so
bre esta cuestión al final de este capítulo y en la conclusión del pre
sente libro. Pero pensar en esa modernidad como incompletamen
te burguesa o como un mero movimiento compensatorio frente al
dominio colonial, o rechazarla como simple estratagema ideológi
ca para ocultar los hechos flagrantes de la explotación, la opresión
y las crueldades en la sociedad bengalí, reduce de antemano el es
pacio para el análisis histórico.
Debo aclarar, no obstante, que no defiendo lo que en estas pá
ginas trato de comprender. Buena parte dél constructo naciona
lista aquí examinado ya no tiene razón de ser. Buena parte, como
procuraré demostrar, se reveló inviable casi en cuanto se esbozó.
Pero sí consiguió elaborar una serie de prácticas vitales en torno a
sus conceptos centrales y siguió haciéndolo hasta bien entrado el
siglo XX. Si la crítica contemporánea hunde, con razón, el último
clavo en el ataúd del imaginario que subyace a la modernidad lite
raria bengalí, no tiene por qué negar, como consecuencia, las prác
ticas vitales que tal modernidad hizo históricamente posibles en
un tiempo.
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mente desarrollado que los ayudaba a acomodar algunos de los
cambios importantes del estilo de vida que el Gobierno británico
comportaba. Lo que moldeaba tal pragmatismo eran las cuestiones
de la vida cotidiana, en particular las relativas a los intercambios
rituales que los hombres de la casta superior debían efectuar diaria
mente tanto con los dioses como con los antepasados varones^de
los linajes concretos a los que pertenecían. Tal pragmatismo es pa
tente, por ejemplo, en el libro de Bhabanicharan Bandyopadhyay
Kalikata kamalalaya (literalmente, Calcuta, la morada de Kamala
[Lakshmi]), publicado en 1823. Bhabanicharan, un brahmán que
dirigía la conocida revista de noticias bengalí Samachar chandrika,
era un intelectual prominente en la incipiente «esfera pública» de
Calcuta en ese periodo.
Kalikata kamalalaya (en adelante KK) se presenta en forma de
diálogo entre un «habitante de la ciudad», un brahmán que vive
y trabaja en Calcuta, y un «forastero» recién llegado del campo, el
cual se enfrenta a la ciudad con cierto grado de ansiedad e inquie
tud. «He oído que en Calcuta un gran número de personas ha aban
donado los códigos rectos de conducta», dice el forastero en KK.
¿Es verdad, pregunta, que comen demasiado temprano, «se pasan
todo el día trabajando», regresan tarde a casa y se retiran inme
diatamente después de la cena?“ La lista de quejas es larga. Dice
haber oído que los hombres de casta superior en Calcuta han aban
donado todas las reglas apropiadas para su casta:
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ro brahmán. [...] Su lenguaje es una mezcla de su propia len
gua con la de razas extranjeras. [...] Puede que no hayan leído
las shastras [escrituras] en sánscrito, ¿por qué si no habrían de
querer usar una lengua yavaní/c [musulmana/extranjera] cuan
do su propio lenguaje serviría igual de bien?».^^
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[importunos]. Los bhadralok más indigentes también viven se
gún las mismas ideas. Pero han de trabajar más todavía y tie
nen aún menos para comer o para dar».^^