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Contemplata aliis tradere

Contemplata aliis tradere

Miscelánea homenaje al
profesor Juan R. Courrèges en su 75° aniversario

Oscar H. Beltrán – Héctor J. Delbosco


Juan F. Franck – Juan Pablo Roldán
(editores)

Editorial Dunken
Buenos Aires
MMVII
Contemplata aliis tradere.
1a ed. - Buenos Aires: Dunken, 2007.
568 p. 23x16 cm.

ISBN 978-987-02-2415-0

1. Ensayo Filosófico Argentino. 2. Franck, Juan F. 3. Beltrán, Oscar H.


4. Delbosco, Héctor J. 5. Roldán, Juan Pablo.

CDD A864

Impreso por Editorial Dunken


Ayacucho 357 (C1025AAG) - Capital Federal
Tel/fax: 4954-7700 / 4954-7300
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Página web: www.dunken.com.ar

Hecho el depósito que prevé la ley 11. 723


Impreso en la Argentina
© 2007 Juan F. Franck - Oscar H. Beltrán - Héctor J. Delbosco - Juan Pablo Roldán
ISBN 978-987-02-2415-0
Nota de los editores

Cuando hace alrededor de un año el profesor Courrèges se acercaba a


su 75º aniversario pensamos que era una oportunidad inmejorable para
ofrecerle un reconocimiento que representara los fuertes lazos de gratitud
que nos unen a él por tantos motivos. Teníamos varias posibilidades. Em-
prender la edición de sus magníficos apuntes era una de ellas. Otra habría
sido comenzar a publicar sus traducciones de numerosas obras de autores
de primer nivel. Pero sin perjuicio de estas iniciativas, una ocasión tan re-
donda nos sugirió el volumen que ahora presentamos, ya que es una noble
costumbre académica entregar a nuestros maestros un fruto del estudio y
de la reflexión que ellos han alentado y encendido en nosotros.
Por supuesto, el reducido número de colegas que con él compartía el
lugar de trabajo era sólo una fracción de quienes seguramente habrían
querido sumarse al homenaje. Con algunos trabajos se habría cumplido
sin duda, pero como son incontables las personas que a lo largo de tanto
tiempo han recibido de Courrèges orientación, sugerencias y hasta ver-
dadera iluminación, la obra no habría sido representativa. Decidimos en-
tonces hacer lugar a una cantidad mayor de colaboraciones. Concebido el
plan, la natural modestia de Courrèges nos obligó a tener que convencerlo
para que aceptara ser objeto de un homenaje. Finalmente cedió, y nos ha
librado así del reproche de ingratitud que en el futuro se pudiera dirigir
a sus alumnos.
La respuesta de los colaboradores fue tan entusiasta que desbordó toda
expectativa, como puede verse por el tamaño del volumen. Resolvimos
presentar los artículos en tres secciones. En la primera figuran personali-
dades del país y del exterior; la segunda está integrada por colegas y dis-
cípulos suyos con cierta trayectoria en el ámbito universitario; y la tercera,
por una generación más reciente de sus alumnos. Quisimos además que
los trabajos fueran breves, al estilo de pequeñas enseñanzas o reflexiones,
sobre una gran variedad de temas, para reflejar así la amplitud de intereses
del homenajeado. Aún así, sentimos sinceramente que por diversas razo-


nes algunos no hayan podido figurar entre los autores. La lista gratulatoria
intenta suplir en parte esa ausencia. Hemos tomado el título de uno de
los artículos presentados. En efecto, creemos que Contemplata aliis tradere
–transmitir a otros lo contemplado– refleja de una manera viva y personal
la vocación intelectual del profesor Courrèges.
Los editores quieren expresar su agradecimiento a todos aquellos que
han colaborado de una manera u otra para que este volumen viera la luz y
quedara como sencillo testimonio de la fecundidad que ha tenido a lo largo
de más de 40 años la docencia de Juan Roberto Courrèges.
Semblanza de un maestro

Conocí a Juan Courrèges cuando acababa de cumplir mis 20 años. Por


entonces mi espíritu soportaba las borrascas de una crisis vocacional que
sujetaba mis fuerzas y confundía mis caminos. Lo único que veía entonces
con claridad era el deseo de dedicar mi vida al cultivo de la razón en sus
máximas posibilidades, y en tal sentido coqueteaba con la idea de estu-
diar matemática, o tal vez física. Mi cura párroco, por su parte, se mostró
mucho más contundente: “si querés llegar tan lejos como es posible a la
razón, lo tuyo es la filosofía, y más exactamente la filosofía de Santo To-
más”. Siempre conservo la imagen de aquel noble sacerdote atareado en
mil asuntos pero con los 16 tomos de la Suma Teológica prolijamente aco-
modados en un armario con vitrina, presidiendo el entorno de su despa-
cho. La idea parecía atractiva, salvo por la circunstancia de que todos mis
modelos de filósofo eran religiosos: Santo Tomás, Jaime Balmes y Gustavo
Ponferrada. La pregunta era, pues, si acaso no cabía otro destino para la
filosofía que ser lacayo de la teología y, en definitiva, una propedéutica de
la vida consagrada.
Al poco tiempo, en una charla ocasional, una estudiante avanzada de la
carrera de psicología de la UCA, enterada de mis inquietudes, no vaciló en
recomendarme a quien había sido para ella el testimonio ejemplar de una
vocación filosófica ejercida desde el laicado y dedicada al apostolado de la
docencia: Juan Courrèges. Con una elocuencia alimentada por la admira-
ción aquella joven me proporcionó un retrato tan enfático y convincente
en su alabanza que parecía el diálogo entre Felipe y Natanael. Con una
módica ayuda del Cielo, se agotaron mis últimas resistencias.
Me inscribí entonces en la Facultad de Filosofía de la Orden de Predi-
cadores. Courrèges también dictaba clases en aquel lugar. Corría el año
1979 y en esa oportunidad le tocó a él exponer en la lectio inauguralis, sobre
el tema de “el realismo en el conocimiento sensorial” o algo parecido. Al
verlo por primera vez me sentí algo desconcertado: aquella estudiante de
psicología había enfatizado en él cualidades de simpatía y dulzura que
contrastaban bastante con su impronta física. Tenía ante mí a un hombre
de complexión robusta, ceño poblado y permanentemente fruncido, mirada
10 Oscar H. Beltrán

penetrante y modales más bien ásperos. A lo largo de la lección permane-


ció rígido, leyendo de vez en cuando el puñado de fichas que descansaban
en el escritorio, con voz segura y monocorde, y desplegando las ideas en
una secuencia perfectamente ordenada y cadenciosa. En una palabra,
aquella primera impresión me resultó más bien intimidatoria.
A los pocos días dio comienzo su curso de Filosofía de la Naturaleza
para los alumnos del primer año. Desde el principio descubrí debajo de
aquel severo ropaje académico a un profesor distendido y jovial, que se
presentó a sí mismo ofreciendo detalles de su vida como otros tantos ob-
sequios de amistad mientras caminaba a paso orondo de un extremo al
otro del aula. Con inesperada versatilidad saltaba del clima sobrio de la
exposición teórica a una ilustración pintoresca, sazonada con anécdotas
y fugaces brotes de histrionismo deliciosamente perturbadores para la
clase. Uno de sus recursos más comunes era dramatizar su diálogo con un
supuesto objetante, anticipando así la pregunta de los alumnos y al mismo
tiempo modulando la voz para dar a la respuesta un tono todavía más per-
suasivo. Y para colmo le gustaba asignar roles a los propios estudiantes, de
manera que, más de una vez, me vi involucrado en uno u otro papel: “¡Ah!
Pero seguramente Beltrán me diría…”, “A lo cual me imagino que Beltrán
respondería…”, y así. En suma: un espíritu chispeante y locuaz envasado
en aquellas facciones de guardia pretoriano desencadenaban un efecto
desopilante. Pero por sobre todas las cosas, aprendíamos de verdad.
Otro hábito característico de Courrèges era su esmero en la presen-
tación de la bibliografía. Siempre acompañado de un portafolios de di-
mensiones importantes extraía de él, cual un vendedor profesional, cada
uno de los libros que presidían la extensa lista de sus recomendaciones.
Ostentando una memoria bibliográfica que hoy ya es legendaria describía
sin escatimar pormenores la vida y la obra del autor, las ediciones origi-
nales y traducciones de la obra, los entretelones de la cesión de derechos,
sus ventajas y debilidades y, finalmente, algún chisme sobre los lugares
donde podían adquirirse al mejor precio.
De inmediato experimenté un poderoso atractivo por aquel profesor
que, sorprendentemente, reunía casi todo lo que yo buscaba por entonces:
rigor intelectual, fe religiosa y eutrapelia. Cualidades que ya me empe-
zaban a ser familiares en la prosa de Castellani y Chesterton. Tan pronto
como me acerqué a él percibí la bienvenida de un alma cálida y sencilla,
que no sólo estaba lejos de hacer alarde de superioridad sino que ni siquie-
ra parecía esforzarse por reprimirlo. Aquel hombre no parecía humilde,
sencillamente lo era. Vecino de Castelar, solíamos compartir el viaje de
Semblanza de un maestro 11

regreso en tren. Con el infaltable maletín sobre las piernas, platicaba con
llaneza y sin prejuicios acerca de los asuntos más heterogéneos: política,
economía, literatura, historia, teología y, por supuesto, no faltaban los
típicos corrillos de la vida universitaria y eclesial. Al principio eran más
frecuentes las conversaciones filosóficas, pero descubrí que a esa altura
del día le resultaba ya un poco agotador, y además yo no quería desapro-
vechar toda aquella sabiduría para la cual no suele haber espacio en los
claustros.
Nuestros coloquios se prolongaron en el modesto despacho que tenía
asignado como dedicación en la Facultad de Filosofía y Letras de la UCA,
cuando funcionaba en la calle Bartolomé Mitre, y donde yo había deci-
dido continuar mis estudios. Poco a poco me enteré de que era oriundo
de Paraná, donde pasó sus primeros años. Como a Aristóteles, le tocó un
padre médico, lo cual me ayudó a entender su solvencia en la conversa-
ción sobre temas de ese ámbito. Me confesó su temprana voracidad por la
lectura y de su debilidad por los autores franceses y rusos (Hugo, Claudel,
Dostoievski, Tolstoi), la pintura, el cine clásico y las crónicas de la Segunda
Guerra Mundial. En cierta oportunidad le manifesté mi frustración por
tener que regentear mis estudios como empleado bancario, y allí me contó
que él había hecho lo propio trabajando por las mañanas en una editorial
a la que por ese entonces todavía pertenecía. No obstante la altura de sus
intereses espirituales, me inculcó en todo momento la necesidad de atender
los aspectos materiales de la vida, y me recomendaba con insistencia el
primum vivere, deinde philosophare. Para él lo más aconsejable era conseguir
un empleo estable y con un horario previsible, aunque no tuviese mucho
que ver con la filosofía.
Cada vez que golpeaba la puerta de su escritorio lo encontraba dedi-
cado a las labores de su oficio, en especial dos: la redacción de apuntes y
la traducción. Los apuntes de clase de Courrèges son a mi juicio una obra
maestra en su género. Con la sutileza de un orfebre intelectual, se des-
pliega en ellos el recorrido sistemático de la asignatura con un encadena-
miento racional perfecto. Cada tesis es presentada con claridad, justificada
con precisión y defendida con solvencia. Y todo ello con un lenguaje que
respira la mejor tradición de la lengua castellana, exacto en su contenido
e irreprochable en su estilo. Pero lo más admirable era la amplitud de los
temas que abarcaba (en su dilatada trayectoria transitó por todo el arco de
las disciplinas filosóficas, si bien alguna vez lo oí lamentarse de no haber
enseñado ética). Ninguna región del universo sapiencial le era extraña,
aunque sus mayores desvelos estuviesen relacionados con la metafísica y
la gnoseología. Incluso era costumbre en él rehacer los apuntes de un año
para el otro, sin mengua en su calidad.
12 Oscar H. Beltrán

En cuanto a las traducciones, es una tarea que sin duda lo ha apasio-


nado y lo apasiona. Aunque no conozco sus dotes para la conversación en
lengua extranjera, me consta su capacidad para leer fluidamente en inglés,
francés, latín, italiano, alemán y griego. En los tres primeros casos viene
acumulando una copiosa nómina de obras volcadas al español. Y cuando
sus estudios se lo exigen no trepida en abrir libros en portugués y hasta en
catalán. Entre los autores que más frecuenta al respecto están Santo Tomás
y su admirado E. Gilson.
La erudición de Courrèges probablemente no tenga rivales a la vista. La
práctica metódica del estudio y la docencia en un amplio paisaje temático
le confieren la impronta de una enciclopedia viviente. Con precisión digna
de un archivista calificado responde, desde el arcón de sus conocimientos,
a cuanta pregunta se le interponga, en muchos casos desairando incluso
al especialista. Pero debe advertirse que la erudición filosófica no es mera-
mente acumulativa, sino sapiencial: cada dato vale por el lugar que ocupa y
la relación que establece con el resto. Sin una genuina cosmovisión el deta-
lle se vuelve estéril. Y aquí reside el mayor mérito de nuestro homenajeado:
en todo momento se capta en sus apreciaciones la luz de los principios y
las causas primeras. Honrando lo mejor de la sana escolástica, circula con
fluidez por los vericuetos del organismo filosófico sin perder la orientación
ni las jerarquías. En el terreno de la historia de las ideas, es envidiable la
justeza con la cual identifica las claves de cada autor sin caer en una crítica
expeditiva y desdeñosa. Su empeño por perfeccionar las clases lo conduce
con frecuencia a la literatura de manual, pero siempre tiene a mano la
fuente, desde Platón hasta nuestros días. Como muestra de ello recuerdo
mi trabajo final en su cátedra de gnoseología a partir de una obra del casi
ignoto escéptico español Francisco Sánchez, Que nada se sabe.
Apenas obtuve mi título docente Courrèges me ofreció colaborar con
sus cátedras, tal como era su costumbre en el afán por promover a las nue-
vas generaciones. Aquella confianza irrestricta que me profesó desde mis
vacilantes inicios no admite una paga suficiente. A pesar de los titubeos
del principiante sentí en todo momento su mano sobre mi hombro. Pero
además de la posibilidad de consolidarme en la profesión aquella experien-
cia me significó entrar en la trastienda de un catedrático de ley y husmear
en el taller de sus herramientas. En la intimidad del trabajo compartido me
nutrí de su ejemplo de orden y claridad, de su predisposición indeclinable
de samaritano para auxiliar a quien se lo pidiese, de su actitud bondadosa
y comprensiva a la hora de evaluar.
Acerca de la investigación 13

Alguna vez nos encontramos de vacaciones en Mar del Plata, ciudad


que escogió por muchos años para el descanso veraniego. Recuerdo su
gozo casi infantil cuando observamos el firmamento con mi telescopio
en la noche de Punta Mogotes y la franqueza con que declaró la más
completa ineptitud para el manejo de automóviles, de la que había sido
víctima un vetusto Valiant. Cuando sus cinco hijos fueron dejando de a
poco el nido, puso proa a Europa y con su esposa Angélica se premiaron
con varios viajes a la predilecta París. Era una fiesta escuchar los relatos
de aquellas visitas por alguien que como pocos puede degustar los tesoros
de la Ciudad Luz.
Después llegó el tiempo del decanato de la Facultad. A pesar de los ago-
bios de un cargo demandante, siempre conservó la serenidad y la sencillez.
Con el invalorable apoyo de mi distinguido co-editor Juan Pablo Roldán
en la secretaría, su gestión renovada por el voto de los pares fue una larga
primavera para la familia académica. Durante ese tiempo combatieron
en él la conciencia de responsabilidad frente a un cargo al que nunca se
sintió llamado y cierta impronta monástica que, gracias a Dios, ni siquiera
entonces desapareció. Siempre puntual, siempre discreto, a la sombra del
ejemplo salomónico supo ser amigo de todos e instrumento de paz. En
la sobriedad y la placidez casi provinciana de su oficina no faltaba lugar
para la charla habitual, aunque interrumpiera su lectura de la liturgia de
las horas. Su fortaleza y discreción nunca dejaron sospechar las huellas del
desgaste o la turbación propios del ejercicio de la autoridad.
Ya de regreso al lugar que más ama, ahora en el Edificio San Alberto
Magno de Puerto Madero, su escritorio es lugar de peregrinaje de colegas,
graduados y sobre todo alumnos que disfrutan su compañía, su visión
esclarecida, su consejo prudente, su entusiasmo por el pensamiento de
C.S. Lewis y sus infaltables bocadillos de buen humor. Con una pizca de
celos, me regocija ser apenas uno de tantos. Cuando ese acoso se lo permi-
te, entrega su tiempo a la lectura de novedades, la relectura de los textos
esenciales (otro hábito desusado), las traducciones y la porfiada renovación
de los apuntes, tan incomparables como los múltiples autorretratos de van
Gogh.
Me resta mencionar un aspecto oculto de su vida, que al menos una
vez se hizo público, en oportunidad de un encuentro organizado por el
Centro de Estudiantes de Filosofía, en sus tiempos de Decano. Invitado a
disertar, Courrèges dedicó buena parte de sus palabras al elogio de la filo-
sofía como excelencia de la razón. Todo muy previsible. Pero al final dijo:
“Pero no se olviden, muchachos, que en el fondo tiene razón San Agustín:
14 Oscar H. Beltrán

lo que en verdad importa es salvar el alma”. Nunca olvidaré el impacto de


esas palabras. No seríamos pocos, entonces, los que habíamos levantado el
poste orgulloso del conocimiento, pero nos faltaba el travesaño para armar
la cruz. Y allí estaba: sapientia crucis. No podía esperarse otra cosa de un
seguidor del ilustre Gilson, para quien no hubo agustiniano más grande
que Santo Tomás.
Quisiera terminar con un pensamiento que, de repente, se detiene ante
una frase del mismo Gilson que todos sus discípulos, que suelen ser dis-
cípulos de Courrèges, sabemos citar de memoria: “el filósofo habla de las
cosas, mientras que el profesor de filosofía habla de filosofía”. Estaba por
rubricar mi homenaje declarando a Courrèges como el ejemplo cabal del
profesor de filosofía. Es que, a mi juicio, hay una impronta que se reconoce
de inmediato en toda su actuación académica, que ha sido para él lo único
verdaderamente importante, y es como el alma que vivifica todo lo demás
en su corazón: el amor a la docencia. Los incontables libros de su biblioteca
personal; todas sus lecturas, incluyendo autores y ediciones extravagan-
tes; la estoica rutina de corregir tesis, monografías y parciales capaces de
cortarle la digestión a un troglodita; su esmero casi exasperante por la
perfección de sus fichas y sus apuntes; su afán por derribar la torre de Ba-
bel traduciendo a destajo, como un Boecio del siglo XXI; la kantiana obser-
vancia de sus obligaciones escolares, sostenida por más de cuatro décadas
por delante de cualquier otro compromiso personal o académico; en fin,
su diaconía incansable para recibir y atender con delicadeza a personas,
llamadas o correos electrónicos, y que tuvo su mejor testimonio cuando,
al permanecer cerrado su sector de trabajo por reformas edilicias, trasladó
sus pertenencias al local de la librería donde continuó la rutina como si tal
cosa durante un par de meses. Todo eso, digo, tiene sentido para él como
expresión de la caridad en la verdad, contemplata aliis tradere.
¿Y entonces qué decir de la frase de Gilson? Leámosla en su contexto: se
trata de oponer la actitud abierta, sumisa y contemplativa del realismo a
la cerrazón desconfiada y solipsista del idealismo. Se podrá disentir todo
lo que se quiera con las enseñanzas de Courrèges, con su tomismo o con
sus aires escolásticos. Pero nadie podrá negar que en todas sus clases hay
un mensaje fundamental que suena de esta manera: “las cosas son así”.
Detrás, siempre detrás, viene lo otro: “Fulano dice que…” o “los autores
de la escuela X afirman que…”. ¿Qué otra cosa significa el realismo? ¿Qué
mejor modo de honrar a la filosofía que mostrar, por medio de ella, quo-
modo se habeat veritas rerum? En definitiva ¿qué hicieron Platón, Aristóteles,
Anselmo, Tomás, Suárez, Vico, Kant, Hegel, Bergson, Husserl, Scheler,
Ortega y Gasset, Heidegger, y tantos otros, sino profesar? Y no se diga que
no son filósofos…
Semblanza de un maestro 15

Por supuesto, muchos discutirían los méritos de alguien que se ha pa-


sado la vida enseñando lo que pensaron otros. A decir verdad, Courrèges
fue siempre reacio a lo que podría denominarse la investigación profesio-
nal, y por lo tanto a publicar trabajos en forma de artículo o monografía.
Nunca buscó la originalidad, no porque descreyera de ella, sino porque la
philosophia perennis ya era suficiente para mantener ocupados a profesores
y alumnos. Porque la auténtica manera de conservar la cultura filosófica
no es en los libros o en un dispositivo digitalizado, sino en la mente de las
personas. Aquella actitud, que suele ser vista como un pecado capital, es
el justo precio que él quiso pagar a cambio de la plena entrega al oficio del
aula. Instalado en la monotonía de la docencia, lejos de los congresos, las
jornadas, los simposios, los viajes, los concursos y la fiebre por acumular
una página sobre otra, se negó al brillo que otros, a veces sin saberlo, con-
siguieron gracias a él. Me parece fácil comprobar por experiencia que las
virtudes del educador suelen escasear en la mente de los investigadores.
Quizá no sea descabellado admitir una división natural del trabajo del
intelecto, dejando que unos produzcan nuevos frutos y otros los hagan
digeribles al resto. El contemplativo, diría Pieper, no es el que se asombra
sino más bien el que no sale del asombro. Y hoy necesitamos con apremio
a los fogoneros que alimenten en nuestro espíritu esa conmoción ante una
verdad cuyo resplandor no envejece jamás. En buena hora que la barca di-
bujada en el escudo de la UCA, que hoy alza sus velas y acelera su marcha
para no perder el tren de la historia, conserve el lastre de aquellos sabios
que, en el silencio de lo cotidiano, casi ahogados por los legajos, las plani-
ficaciones y las actas de examen, custodian el tesoro de la tradición.
Encumbrado entre ellos está nuestro querido maestro, Juan Roberto
Courrèges. Curtido en las pruebas de la vida, baqueano de ley para esqui-
var las vizcacheras del error y la confusión, extraña convivencia de alegría
manceba y serenidad otoñal, hoy quiero presentarle un tributo que sale
del pecho y que seguramente no alcanzará a retribuir todo el bien que ha
hecho. Con cariño entrañable quiero darle las gracias por no habernos
tratado nunca como discípulos, sino como amigos. Gracias por ayudarnos
a creer en verdades del tamaño de un grano de mostaza. Gracias por ha-
bernos lavado los pies. Que nuestro santo protector, el Doctor Angélico,
sea emisario de abundante gracia y consuelo celestiales como anticipo de
las delicias eternas. Y que el Dios Altísimo nos conceda la bendición de su
compañía, por nosotros, por la UCA y por la Iglesia, durante muchos años
más. Que así sea.

Oscar H. Beltrán
Acerca de la investigación

1. La confesada dificultad en elaborar una definición de la investigación


radica precisamente en que dicho término, como el de saber, es analógico
y no cabe, en consecuencia, definición en el sentido propio de la palabra.
Sí hay lugar para una adecuada caracterización en términos de máxima
generalidad que valga, a su modo, para todos los campos del saber, que es
lo que aquí se pretende.
Al señalar esta dificultad Asti Vera hace suya la caracterización de
Rodolfo Mondolfo: “Mondolfo afirma que la investigación surge cuando
se tiene conciencia de un problema y nos sentimos impelidos a buscar su
solución. La indagación realizada para alcanzar esa solución, constituye
precisamente la investigación propiamente dicha”, y advierte a continua-
ción sobre la abusiva identificación entre investigación y ciencia positiva
y entre investigación e investigación empírica.
Por otra parte es importante llegar a una clara idea de lo que es inves-
tigación puesto que hoy se la considera ya explícitamente como uno de los
fines de la universidad; y sólo sobre la base de una adecuada idea de los
fines cobra sentido la organización de la tarea universitaria. Baste decir
aquí que en este asunto nos salen al encuentro hoy dos errores: primero,
al asignar la investigación como tarea única de la universidad; segundo,
excluir la investigación de la universidad y otorgarla a instituciones extra
o parauniversitarias. Puesto que la universidad es por excelencia el lugar
para el desarrollo del saber en todos sus campos, la investigación consti-
tuye una de sus tareas esenciales, lo cual no implica que la investigación
pura o aplicada no pueda realizarse también fuera de ella. Por lo demás,
los abusos denunciados en este campo no justifican el excluir de la uni-
versidad una función intelectual que es de primera importancia para el
progreso del saber.


A. Vera, Metodología de la investigación, Kapelusz, Buenos Aires 1959, pp. 17-18.

No puedo dejar de citar estas líneas: “Considero que la investigación en este país <U.S.A> es un
ejemplo de confusión de nombres y cosas <...> el tipo de trabajo que conviene a una universidad
debe determinarse conforme a la naturaleza y finalidades de la institución. La clase de investi-
18 Guillermo P. Blanco

2. El término español “investigación” procede del verbo latino vestigo,


que significa “seguir las huellas”, seguir la pista, el vestigium. Según el
Lexicon de Forcellini, encierra un significado propio en el ars venatoria y un
significado traslaticio, que es el generalizado (buscar algo a partir de indi-
cios). Sobre esta base se forma el adjetivo investigabilis, en el que la prepo-
sición in tiene valor de dirección a, hacia, y de ahí “investigatio”, búsqueda
de algo a partir de vestigios. También se conoce un uso de investigabilis, con
in negativa, como aparece en dos textos de la traducción latina del Nuevo
Testamento: Ep. ad Romanos c. 11, v. 33: “quam...investigabiles viae eius”; y Ep.
ad Ephesios, c. 3, v. 8: “investigabiles divitias Christi”. La raíz etimológica de
vestigo nos es desconocida, según se afirma en el diccionario de Ernout
y Meillet. Según Cejador y Franca derivaría de un hipotético vers-ti, de
donde verro (barrer).
Lo cierto es que el término es usual en latín clásico y en la latinidad
media. Forma parte del léxico de Santo Tomás, al igual que los términos
inquisitio, indagatio, y con idéntico sentido. Además, el interés metafísico y
teológico en el tema de Dios lleva a Santo Tomás a precisar la distinción
entre vestigium e imago.
En orden al fin de esta nota queremos señalar un texto de Santo Tomás
en el cual, comentando la expresión de Boecio “investigabo”, explica el
Aquinate: “in quo rationis inquisitio designatur”. Creemos que es la mejor
manera de caracterizar la investigación. Lo que decimos a continuación
quiere explicitar lo contenido en el enunciado del Maestro Común.
3. Creo que es conveniente enunciar ciertos supuestos generales:
1°) En el ser humano no hay una intuición agotadora, comprehensiva
del objeto, que en un acto o en una sucesión de actos intuitivos, hicieran
totalmente traslúcido el objeto de un saber.

gación que, a mi juicio, es más adecuada para una universidad, no merecería, en la mayoría de
las universidades, el nombre de investigación. Si investigar significa pensar acerca de problemas
importantes, me parece entonces una parte indispensable de las tareas de una universidad. Si
investigar no implica pensar, como ocurre, según creo, en buena parte de lo que se denomina
investigación, entonces está fuera de lugar en una universidad.” R. Hutchins, La universidad de
utopía, EUDEBA, Buenos Aires 1959, p. 28.

Forcellini, Lexicon totius latinitatis (II), Gregoriana, Patavii 1965, pp. 925-926.

A. Ernout et A. Meillet, Dictionnaire etymologique de la langue Latine, C. Klincksieck, 1932, p.
1055.

J. Cejador y Franca, Diccionario etimológico-analítico latino-castellano, Rivadeneyra, Madrid 1926,
p. 515.

S. Thomas, “Prologus”, en Expositio super Librum Boethii de Trinitate, E. I. Brill, Leiden 1959, p.
48.
Acerca de la investigación 19

2°) Lo que se sabe de un objeto, el conjunto de enunciados sobre el ob-


jeto de un saber (scientia in facto esse), está constituido por proposiciones
enlazadas entre sí por explicación de tipo causal (discursus secundum causa-
litatem), que es función de la razón (ratio) e implica actividad en el tiempo;
de hecho sobrepasa la vida de un individuo y es tarea histórica de genera-
ciones. Por eso existe una historia de la filosofía, o de la química, etc.
3°) Este saber, así constituido, es enseñable, se puede transmitir. Y a eso
responden, precisamente, los métodos didácticos.
La diferencia fundamental entre los métodos didácticos y los métodos
de constitución de un saber radica en que en el caso de los últimos se
buscan los procedimientos mejor conducentes a la develación del objeto,
al acrecentamiento del saber, mientras que en los didácticos se buscan los
procedimientos más conducentes a la asimilación de un saber por parte
del discípulo. Por ello los métodos didácticos avanzan más cuando mejor
se penetra en la naturaleza de los actos de enseñar y de los procesos del
aprendizaje.
Sin embargo, en la didáctica, por lo menos a nivel universitario, no
sólo se debe tratar que el alumno haga suyo un cuerpo de enseñanza, sino
también que vea claramente cómo se ha ido constituyendo un saber, con lo
cual se echan las bases para el estudio de las técnicas de la investigación.
4°) El saber constituido no encierra todo lo que se pueda saber de su
objeto; queda siempre mucho por descubrir, por develar. El o los métodos
de un saber –ya no a nivel de enseñanza–, constituyen precisamente el con-
junto de procedimientos a los que recurre quien posee saber para buscar,
encontrar, nuevos enunciados sobre el objeto; en esto consiste verdadera-
mente el proceso teológico, filosófico, científico.
5°) Esta búsqueda parte siempre de algo que es conocido (terminus a quo),
que forma parte de la estructura del objeto y cuya penetración nos puede
dar un conocimiento nuevo del objeto (terminus ad quem). Esto de lo que se
parte varía en cada clase de saber. Puede, por ejemplo, ser una experien-
cia, un enunciado de fe, una hipótesis, etc... Igualmente, el conocimiento
buscado varía también según el tipo de saber. Por esa razón el teólogo se
ocupa de la metodología de su saber, el filósofo de la suya, y el científico
de la metodología de su propia ciencia.
4. Según esto podríamos decir que la investigación es:
A) el proceso ordenado de actos del hombre que dirige la razón hu-
mana;
20 Guillermo P. Blanco

B) perfeccionada por la virtud intelectual;


C) en orden a la búsqueda y hallazgo de una verdad nueva o de nuevos
aspectos de verdades ya conocidas;
D) en conformidad con la naturaleza del objeto y del tipo epistémico
que definen a un determinado saber.
Esta caracterización busca no limitarse al campo de la llamada inves-
tigación científica y, por otra parte, no trascender el orden de saber (p. e.
“investigación policial”); busca asignar las notas genéricas que definen la
investigación en todo y cada campo del saber (teología, filosofía, ciencias).
Queda librado a cada forma específica de saber el determinar la modalidad
de la investigación en su propio campo.
Expliquemos parte por parte:
A) El proceso...
Quiere decir: la pluralidad de actos metódicamente conducidos por la
razón, con lo cual se expresa que se entiende por investigación en primer
lugar, el proceso de actos, el investigar, y no el resultado (lo investigado).
Estos actos son expresión de muchas potencias, son actos intelectuales,
volitivos, de sensibilidad interna y externa, de locomotricidad, de uso de
instrumentos que prolongan los órganos y de uso de instrumentos de cau-
salidad transitiva, según los casos. Pero en este proceso de actos la razón
pone dirección, regulación, establece un orden, lo cual implica el juego de
la razón como causa especificadora del proceso investigativo y quiere decir
también que no hay ejercicio de una potencia intelectual en un proceso
intelectual, en un proceso de investigación que no esté sostenido eficien-
temente por el deseo y la voluntad de saber, por un básico amor veri, amor
a la verdad, búsqueda y deseo del bien de la inteligencia.
Esta dirección se atribuye a la potencia racional, porque la investigación
es inquisición y búsqueda, es discurso, función que caracteriza a la inteli-
gencia en su dimensión de la razón (ratio).
Esto no significa disminuir la función del intellectus (la inteligencia en
su momento intuitivo). La investigación es fundamentalmente discursi-
vidad racional, pero bien se sabe que el punto de partida del discurso es
siempre el intellectus: en virtud de esta razón decimos que la investigación
se ubica como momento en el proceso total de la vida intelectual y de ella
extrae sus proyectos, sus intuiciones, sus esquemas anticipadores, etc.; con
lo cual se expresa asimismo que la investigación es uno de los modos de
llegar a la verdad.
B) Perfeccionada...
Acerca de la investigación 21

La razón del investigador no es nuda potentia, sino potencia enrique-


cida por la posesión de un saber, de ese haber intelectual que da a quien
lo posee el manejarse en un campo de objeto, con profundidad, facilidad,
prontitud, gozo, señorío, que es precisamente lo propio de lo que Aristó-
teles llama una virtud dianoética o intelectual. De lo cual se sigue que, en
la investigación, la función rectora corresponde al maestro, al igual que la
sugerencia de temas, el plan de trabajo, el esquema anticipador, etc. Esto
quiere significar que la investigación supone, en quien la dirige o en quien
la realiza, la posesión del saber, la anterioridad del trabajo racional, de la
vida intelectual, en la que la tarea de investigar hunde sus raíces, de donde
extrae su alimento y a la que se ordena para el progreso del saber.
Lo investigado, el fruto de la investigación, debe ser integrado en el
conjunto de lo que se sabe del objeto, vale decir, el conocimiento nuevo
adquirido debe sistemáticamente enlazarse con el saber ya poseído y no
quedar como una parte disgregada; caso contrario no hay formalmente
saber (epistéme).
C) En orden al...
Se indica en estas palabras la verdad como finalidad intrínseca del pro-
ceso de investigación: la búsqueda como finalidad inmediata y el hallazgo o
invención como finalidad última, en su orden, se obtenga o no el resultado
deseado. La clásica boutade de Lessing sobre búsqueda y verdad podrá ser
ilustrativa como signo de una personalidad o de una época, pero es en sí
radicalmente falsa, contraria al dinamismo espiritual de la inteligencia y
del amor.
No siempre, ni frecuentemente, se hallan verdades nuevas, pero sí se
descubren matices, aspectos nuevos en las realidades investigadas.
La verdad a la que apunta la investigación puede ser teórica o práctica,
esto es, que el proceso de investigación busca, ya develar un aspecto del
ser –teniendo como fin el puro conocimiento–, ya descubrir verdades o
aspectos nuevos para orientar la acción o producción o posición de algo en
existencia. Es decir, la investigación se puede realizar como conocimiento
puro y con finalidad teórica o con finalidad práctica en orden a la conducta
o a la aplicación técnica. La verdad, que constituye el término de la inves-
tigación, se caracteriza de diversas maneras según los diversos tipos de
saber. Esto es, que el término de la investigación puede ser: un enunciado,
una conclusión, una relación, una constante, una función, un hecho, una
causa, una conducta a realizar, una fabricación, etc.
D) En conformidad con...
22 Guillermo P. Blanco

Como la investigación constituye un proceso metódico, importa señalar


que el método es el modo o camino de ataque al objeto, apunta al objeto, de
donde se sigue que el tipo de método está dado por el tipo de objeto, y no
a la inversa, como se ha pensado muchas veces, dado el éxito de algunos
métodos en ciertos campos. Dichos métodos pueden llegar a la desnatura-
lización del objeto a estudiar. Además, el tipo de investigación debe estar
dado por el tipo de saber de que se trata, es decir, por la estructura del
saber como estructura de conocimiento a un cierto nivel de inteligibilidad
(modus deffiniendi).
5. Para concluir, unas reflexiones sobre investigación y docencia.
La distinción que se establece entre ambas o la acentuación del investi-
gar, no se debe realizar sobre la base de una desfiguración y consiguiente
infravaloración de la docencia.
Se la desfigura cuando con fines polémicos (investigación versus docen-
cia) se la caracteriza como proceso mecánico de trasvasamiento mediante
el cual, el saber del maestro, por medio del lenguaje, se transfiere a la
mente del discípulo.
Docencia debe definirse como el conjunto de actos humanos intencio-
nales del maestro que, en posesión de un cierto saber, coadyuva instru-
mentalmente al alumno para que éste, mediante sus propios actos inten-
cionales, llegue a la posesión de ese saber. De lo cual se sigue que no hay
auténtica docencia si el maestro no conoce el proceso que conduce desde
los primeros pasos de un saber hasta el saber ya constituido; desde los pri-
meros enunciados sobre el objeto hasta la red de enunciados cuya totalidad
ordenada constituye formalmente el saber (habitus). Y se sigue también
que al recorrer este camino el alumno se va iniciando prácticamente en la
investigación. Y una tercera consecuencia: que la tan mentada desvaloriza-
ción de la clase “magistral” desconoce que cuando la clase “magistral” lo
es en verdad, significa una de las formas más altas de la vida intelectual,
en la cual la inteligencia del maestro y la del alumno comunican profun-
damente en la identidad del objeto, de intereses, en la participación de las
dificultades y hallazgos.
La investigación no puede ser fructífera sino: a) cuando el alumno, me-
diante los procesos de aprendizaje, ha hecho suyo, se ha asimilado, el saber
ya constituido; b) cuando ha sido suficientemente iniciado, técnica y prác-
ticamente, en las diversas técnicas de la investigación. Solamente dadas
estas dos condiciones puede lanzarse a una investigación que no sea mera
recolección de datos, o búsqueda sin sentido, o búsqueda irrelevante.
Acerca de la investigación 23

A su vez, los frutos de la investigación, al enriquecer el saber, enrique-


cen los procesos de docencia. Así, docencia e investigación, con ser distin-
tos, no se hallan en oposición, sino que constituyen los distintos momentos
de un solo proceso que se denomina vida intelectual.

Mons. Guillermo P. Blanco


Rector Emérito – Universidad Católica Argentina

Resumen

Ante la dificultad de elaborar una definición de la investigación, el presente trabajo intenta esta-
blecer una adecuada caracterización que, a su modo, alcance a todos los campos del saber. Para
ello, después de enunciar ciertos supuestos generales, establece una caracterización que no se
limita al campo de la llamada investigación científica y que busca asignar las notas genéricas que
definen la investigación en todo y en cada campo del saber (teología, filosofía, ciencias). Concluye
reflexionando sobre los vínculos entre investigación y docencia como los distintos momentos
del proceso que se denomina vida intelectual.
Necesidad en la libertad: el acto eminentemente libre

1. Uno de los puntos que diferencian la filosofía medieval de la mo­


derna con­siste en que aquella admitió la posibilidad de una li­bertad que
no fuese consti­tutiva­mente bús­queda y exploración continua, o dicho de
otro modo, la posibilidad de un acto voluntario perfecta­mente saturable o
saciable, no remitido a ulterior comple­mento.
Ese punto se encuentra ligado a los muchos vectores medievales metafísi-
cos que sufrieron variaciones y reorientaciones en la modernidad. Por ejemplo
el vector que une la “voluntad de fines” a la “voluntad de medios” lleva con-
sigo el vector que une el “intelecto” a la “razón”, interpretado a veces de tal
manera que acabó desapareciendo la aportación original que el pensamiento
medieval atribuyó al inte­lecto y, con ello, a la voluntad de fines.
A propósito de la voluntad humana, esa reorientación moderna impide
valorar la tesis de que un acto “eminentemente libre” pueda no ser “for-
malmente libre”. Esta terminología expresa una problematica que quizás
no está demasiado aleja­da de las preocupaciones modernas. Cuando Sche-
lling afirma que la libertad es un “poder del bien y del mal”, obliga a pen-
sar que con esa “y” copulativa se estruc­tura formal­mente la libertad o que
ésta no debe ser comprendida de otra ma­nera. Sin embargo, cuando Santo
Tomás indica que la voluntad se rige inter­namente por la “uni­versalidad”
apunta a la posibilidad de una libertad que, siendo eminen­temente libre,
supera la “indiferencia” sin deponer la universalidad.
Santo Tomás había dicho que “la voluntad, en cuanto quiere natural-
mente una cosa, responde más al intelecto [intellectus] de los principios na­


Juan Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico, Eunsa, Pam­plona 1998.
Para ver la relación entre intelecto y razón, cfr. el capítulo I: “Intelecto, razón, entendimiento”.
Para ver la relación paralela entre voluntad de fines y voluntad de medios, cfr. el capítuo IV:
“Conocimiento inmediato y sentimiento”.

Las expresiones “formalmente libre” y “eminentemente libre” aparecen propiamente en el Siglo
de Oro, con los autores tomistas de la Escuela de Salamanca y sus discípulos.

“Der Idealismus gibt nämlich einerseits nur den allgemeinsten, andererseits den bloß formellen
Be­griff der Freiheit. Der reale und lebendige Begriff aber ist, daß sie ein Vermögen des Guten und
des Bösen sey”. Cfr. Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit, 1809,
p. 28.
26 Juan Cruz Cruz

tu­rales que a la razón [ratio], la cual está orientada al conocimiento de los


opuestos. De ahí que consiguientemente la voluntad sea una potencia más
intelectual que racional”. ¿Qué quiere decir esto? Que el simple intelecto
de los primeros principios se en­cuentra ya incluido de modo eminente
en el complejo discurrir de la razón, discurrir que acontece con el movi­
miento que hila una cosa con otra; pero el intelecto posibilita que la razón
man­tenga cierta “indiferencia” para deducir las diversas conclusiones: los
contenidos racionales están virtual y eminentemente en los prin­cipios, de
los que se deducen las conclusiones. De modo semejante, la volun­tad, en
cuanto inclinada naturalmente al fin, o a la felicidad en general, expresa
mayor relación al intelecto de los prin­cipios; por tanto, contendrá en sí la
potestad e “indi­ferencia” en orden a la realidad de modo más hondo que
la vo­luntad formalmente libre –la que no es incli­nada por la naturaleza,
sino por el al­bedrío, siendo así que el apetito del fin último no está entre
las cosas que domi­namos–. Luego congruen­temente aquel apetito y amor
al fin último y a la felicidad contem­plada con claridad –aunque fuese una
inclinación natural y necesaria– habría de contener en sí pro­fundamente
la indiferencia radicada en la universa­lidad, puesto que se corres­pondería
con la visión inte­lectual del primer principio real: Dios mismo.

2. Antes de proseguir conviene aclarar qué es el acto voluntario perfecto,


el formalmente libre y el eminentemente libre. Voluntario perfecto es el acto
que procede de la voluntad –del principio intrínseco– con plena adver-
tencia y con perfecto conocimiento del fin –conoci­miento inte­lectivo que
conoce el fin en razón de fin, esto es, en razón de la aptitud que tiene para
ser fin–. El acto voluntario libre es el que en sí mismo puede obrar o no
obrar, puestas todas las condi­ciones para actuar, esto es, cuando el obrar
o no obrar está en sus manos –en el albedrío propio– y no proviene de un
principio extrínseco que lo aplique o impida. Por otra parte, este acto libre
exige una potencia no coartada o restringida a este o aquel objeto, sino una
potencia amplia, universal, abierta a todo bien; pues de ello depende que,
respecto a cualquier bien determinado que no se adecue o colme toda su
universalidad, no se vea compelida a aceptar tal bien o a operar sobre él.
De ahí nace la distinción de lo “libre” en cuanto al ejercicio y lo “libre”
en cuanto a la especificación.


STh I q82 a1 ad1.

STh I q82 a1 ad3.

Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, n. 11, p. 369.
Necesidad en la libertad 27

En efecto, la li­bertad de ejercicio es la indiferencia en el poder que tiene el


sujeto para emitir sus actos; y así se explica que esta libertad fuese llamada
“de con­tradicción”: es la potestad que se tiene para que el acto se realice o no,
y para que salga de una manera o de otra.
En cambio, la libertad de especificación es la indiferencia en el poder que
el sujeto tiene sobre los diversos actos específi­camente tomados; y, dado que
la especificación viene de los ob­jetos, esta libertad es considerada según los
diversos objetos, en cuanto que la voluntad puede alcanzarlos. Mas como el
objeto prin­cipal de la voluntad es el bien y el mal, y como estos conllevan
entre sí contrariedad, esta libertad se llama “de contrariedad”, pues en la
voluntad existe la potestad para obrar el bien o el mal, y no sólo para obrar o no
obrar pura y simplemente. Es en esta perspectiva donde ha de integrarse la
citada definición que Schelling ofrece de la libertad como “poder del bien y
del mal”; sólo que en la tesis que vengo desarrollando la “y” copulativa es
en realidad una “o” disyuntiva: diferencia que permite delimitar en ambas
representaciones la estructura de la libertad.

3. La configuración de la libertad en Santo Tomás está presidida por la


convic­ción de que un amor saturante o saciativo –que ex hipothesi se podría
identificar con el amor beatífico–, en cuanto se refiere al principio absoluto
que lo colmara, sería en sí mismo nece­sario –con una necesidad que sería
expresión de la libertad trascendental–, mas respecto a los demás seres
sería formalmente libre, puesto que ellos no encierran un sumo bien que
impusiera nece­sidad: dicho amor, que sería necesario respecto al principio
real absoluto, ten­dría a su vez fuerza y eminencia de acto libre respecto a
los objetos particulares.
Son muchos los aspectos metafísicos implicados en el abrupto compen-
dio que encierran las anteriores líneas (por ejemplo, la tesis gnoseológica
del realismo y de la posibilidad de probar la existencia de un primer prin-
cipio metafísico; también la tesis metafísica de la posibilidad real de una
trascendencia de la voluntad; y otras). Las doy aquí por supuestas, y no
entraré en ellas. Pues el objetivo de este trabajo se centra en un aspecto de
la estructura metafísica de la libertad humana.
Ciertamente en un sentido general la libertad humana, por su espiritua-
lidad, posee indiferencia objetiva, o sea, apertura y “universalidad” en el
obrar respecto a muchas cosas; y, de modo seme­jante, posee “contingencia”
subjetiva para querer o no querer. Pero un amor que se ordenara ne­ce­
sariamente a un principio real absoluto implicaría la “indiferencia” más per-
fecta hacia las demás cosas, aunque no la “contingen­cia” subjetiva respecto a
28 Juan Cruz Cruz

ese principio; por este motivo, sería “emi­nente­­mente libre” en tanto la libertad
nace de la univer­salidad propia del poder que un sujeto tiene respecto a mu-
chas cosas –universalidad que es la raíz de la libertad formal–. De modo que
la voluntad no sería eminentemente libre cuando tan sólo implicara contingen­cia
y mutabilidad, puesto que inexcusablemente se movería hacia tal o cual fin en
particular. Asimismo, si la voluntad fuese eminentemente libre no se mo­vería
a amar necesaria­mente aquel bien u objeto supremo mediante la luz de un
juicio limitado o coartado que lo propusiera imperfec­ta­mente, sino que se
movería por la presencia intelectiva de una ple­nitud del bien universal que
llenaría la capa­cidad y la univer­salidad entera de la voluntad. Por lo tanto,
de la misma manera que de esa universalidad nace, hacia abajo, la libertad
y la indi­ferencia formal respecto a los objetos particu­lares que no adecuan
o igualan toda su capacidad y vir­tualidad, así también habría, hacia arriba,
una tendencia necesaria respecto al objeto que adecuara y colmara toda esa
universalidad. Si no estuviera deter­minada coactiva­mente a una sola cosa
finita y, además, en sí misma quedara completada y satisfecha toda la indi-
ferencia y la potestad universal a muchas cosas, sería eminen­temente libre,
puesto que se llenaría toda la universalidad e indife­rencia de la facultad.
Por otra parte, la eminencia de la libertad –o libertad radical– no sería nada
más que la facultad o potestad total y universal, en cuanto que completada
y colmada por el bien universal, ya que la universalidad de la voluntad es la raíz
de la libertad.
Por su parte, la libertad formal se ejerce cuando esta potestad uni­ver­
salísima se relaciona con bienes determinados y limitados, de los que
ninguno iguala y llena la universalidad entera de la voluntad. Ahora bien,
hay en el seno de esta tesis algu­nas implicaciones ontológicas y antropo-
lógicas que conviene dilucidar.

4. El contenido completo de la tesis que estoy desarrollando puede resu-


mirse de la siguiente manera: el voluntario perfecto no se circunscribe al acto
formal­mente libre; pues en virtud de la constitución interna de la voluntad,
puede darse un voluntario perfecto que sea necesario; con todo, ese voluntario
sería libre en sentido eminente, aunque no lo fuese en sentido formal. Así lo vie-
ron también los autores de la Escuela de Salamanca –como Medina y Báñez– y
sus epígonos –como Araújo y Juan Poinsot–. O sea, el voluntario perfecto sería
siempre libre, o bien de manera eminente o bien de mane­ra formal; aunque
no fuese siempre formalmente libre, porque podría ser necesario. Esta tesis es
estable­cida en función de la posibilidad de un amor plenamente saturante,


Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, nn. 22-24, pp. 373-374.
Necesidad en la libertad 29

que sería a la vez for­malmente necesario y perfecta­mente voluntario. ¿Cómo


es posible pensar aquí la necesidad en la libertad?
Hablar de un acto formalmente libre y de un acto eminentemente
libre –que, sin embargo, sea necesario–, implica haber entendido que el
acto “formalmente li­bre” es el que procede con indiferencia formal y con
contingencia –sin ninguna necesi­dad– de modo que puede no proceder u
ocurrir: es lo que sucede cuando co­mún­mente opera­mos en nuestra vida
psicológica. Por su parte, el acto “eminente­mente libre” es el que pro­cede
sin esa indiferencia formal, pero con necesidad, aunque no ori­ginada por
una coacción o coartación de la potencia, sino por la adecuación –o satura-
ción– de toda la universalidad de la potencia en su obrar. Este es el punto
que se le escapaba a Schelling.
En efecto, dado que la raíz de la libertad nace en nosotros de la universa-
lidad de esta facultad que se abre a todo ser o a todo bien, de ello resulta
que, siempre que la voluntad opera con esta univer­salidad, obra con
libertad, puesto que la universalidad conlleva la indiferencia o es la raíz de
la indiferencia; ahora bien, esta indiferencia y universalidad se comportan
de manera que, respecto a un bien que es limitado y no se adecua a la
universalidad entera de la facultad –no la satura plenamente–, la voluntad
opera con indiferencia y libertad formal; en cambio, respecto a un bien
universalísimo y sumo –como para la metafísica clásica es Dios contem­
plado con claridad–, se saturaría toda la universalidad y se rebasaría la
indiferencia de la voluntad. De ahí que hacia semejante objeto no podría
operar indife­rente­mente, aunque actuara según la raíz de la indiferencia,
que es la universalidad de la voluntad con plena advertencia cognoscitiva:
y ahí está la libertad de modo eminente.
Así pues, la necesidad de la voluntad puede provenir de dos fuentes. Pri-
mero, de la imperfección y coartación del conocimiento a una sola cosa y,
conse­cuentemente, del alejamiento de la indiferencia de la voluntad, como
acaece en los animales o en nuestros movimientos indeliberados. Segundo,
de la adecuación y saturación de toda la universalidad de la facultad, y
entonces no permanece la indiferencia formal para obrar o no obrar, puesto
que no puede quedar dentro de una adecuación completa; con todo, per-
manece la universalidad en el obrar con plena advertencia cognoscitiva, que
es la raíz y la eminencia de la libertad.

5. La tesis de que el perfecto acto voluntario no se identifica con el acto


formal­mente libre fue defendida coherentemente por los autores más im-


Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, n. 13, p. 370.
30 Juan Cruz Cruz

portantes de la Escuela de Salamanca, como Medina, o por los que a estos


siguieron, como Juan Poinsot. Esta tesis está explícita en Santo Tomás,
cuando dice que “la necesidad natural no elimina la libertad de la volun-
tad, pero ésta es suprimida por la necesidad de coacción”;10 o también,
que “no es impotencia de la voluntad el ser llevada necesariamente a una
cosa por inclinación natural, porque esto es propio de su fuerza o virtud,
al igual que un cuerpo grave es tanto más fuerte o tiene tanto más poder
cuanto con mayor necesidad es llevado hacia abajo”;11 o finalmente, que “la
necesidad natural no es incompatible con la dignidad de la voluntad, sino
que con ésta es incompatible la sola necesidad de coacción”.12
El Aquinate claramente afirma que el acto voluntario perfecto en nada
se ve empequeñecido por el hecho de ser necesario y por la inclinación
natural, puesto que en ello no existe, sin más, necesidad de coacción. Por lo
tanto, si el acto voluntario se produce con plena advertencia y conocimien-
to perfecto, cuanto más natural sea, tanto más íntimo y perfecto voluntario
será. Es claro que como teólogo el Aquinate está pensando concretamente
en la forma del “amor beatí­fico”, el cual sería necesario y, sin embargo,
también sería perfectísimamente voluntario. Pero esa forma de amor
ejemplifica la tesis de que la esencia del acto voluntario per­fecto no está
en el acto formalmente libre, sino que puede también hallarse en el acto
necesario.13 Sólo con la negación metafísica de la posibilidad de ese amor
saturante –negación que a mi modo de ver se acomoda en la filosofía mo-
derna– se hace inútil la tesis de un acto humano “eminentemente libre”.
Que los enfoques psicológicos modernos no admitan la posibilidad de seme­
jante “libertad eminente” es el índice de una preocupante quiebra filosófica.
Juan Poinsot explica este interesante punto de la siguiente manera:14 si
el hombre obtuviera la visión beatífica, reluciría en ella el carácter de bien
sumo por parte del objeto (Dios, claramente contemplado) y, a la vez, tendría
la fruición o gozo sumo por parte del sujeto, o sea del acto volitivo con el que
se le ama. No habría ningún aspecto de mal ni en el objeto –para que no fue-
se amado–, ni en el acto –para que se alejara del sumo ser–; por consiguiente,
existiría la necesidad en el acto y en el objeto. La libertad no sería ya un
poder del bien y del mal. Pues dado que toda la universalidad de la facultad
volitiva se cumpliría en el amor del bien universalísimo, no quedaría lugar


Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae ... D. Thomae Aquinatis (Alcalá 1577); q6.
10
STh I q82 a2 ad2.
11
De Veritate q22 a5 ad1.
12
De Veritate q22 a5 ad4.
13
STh I q82 a2.
14
Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp2 a2, nn. 1, 5, 8, 11, 15-19; pp.
169-177.
Necesidad en la libertad 31

ya para la indiferencia en la voluntad, de modo que ésta pudiera alejarse


del acto o del objeto. Y aunque en esta vida el amor fuese perfectamente
voluntario e inclinara voluntariamente a Dios, tal amor se per­fec­cionaría
en la visión intelectiva de Dios, no sólo por parte del conocimiento –ya que
ver a Dios sería un conocimiento más perfecto que el poseído en esta vida–,
sino también por parte de la inclinación y del principio intrínseco, puesto
que con total fuerza y empeño se movería hacia Dios con entera voluntad,
sin coacción o imperfección alguna. De modo que con el amor perfecto ce-
saría, en la visión beatí­fica, el carácter del acto libre formal, pero no cesaría
la perfecta índole del acto voluntario: ese amor sería de tal modo necesario que
colmaría perfectamente la voluntad y procedería con todo empeño y plenitud de la
voluntad; en consecuencia, el voluntario sería mayor y más perfecto.
Es más, los autores de la Escuela de Salamanca aclararon que en el acto
del amor beatífico se encontraría de manera total y perfecta la definición
del volun­tario. Re­cuerdan que esta definición conlleva dos aspectos: el
proceder de un principio intrínseco y el conocimiento del fin. De modo que el
voluntario es perfecto cuando es perfecto el conocimiento que influye so-
bre él y lo causa: tendrá su ori­gen en la plétora del conocimiento y no en
un impulso natural ciego. Aho­ra bien, en aquel acto exuberante se hallaría,
de un lado, el principio intrínseco, esto es, la voluntad orientada con toda
su fuerza vital hacia Dios; y de otro lado, el conoci­miento consumado
–la visión intelectiva de Dios que influye perfectamente en ese amor–. El
amor procedería de la voluntad no por un ciego impulso –como lo es el
apetito natural carente de conocimiento–, sino por la influencia de esa
visión intelectiva y de la representación del sumo bien, la cual implicaría
un conocimiento ade­cuado a toda la universalidad del entendimiento y de
la voluntad, mas no un cono­cimiento coartado a un solo objeto finito: se
trataría, pues, de un acto voluntario perfecto.15

6. Pero algunos autores del Siglo de Oro español no aceptaron esa tesis: así
ocurrió con Vázquez,16 Salas17 y Lorca,18 influidos quizás por Almaino y Con-
rado. Vázquez y Lorca vinieron a decir que la visión beatífica y el amor que le
sigue serían más perfec­tos de modo entitativo y especificativo por parte del
objeto, pero no lo serían de modo psicológico y moral por parte del proceder
del sujeto. Si el acto voluntario sólo pudiera llamarse tal por parte del sujeto

15
Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, nn. 15-16, p. 371.
16
Gabriel Vázquez, Commentariorum in primam-secundae S. Thomae, 2 vol. (Alcalá 1598-1605); Disp.
XXIII, cap. 4.
17
Juan de Salas, Disputationes in primam-secundae D. Thomae, 2 vol. (Barcelona 1607-1608); Disp. I:
De voluntario, sect. 2.
18
Pedro de Lorca, Commentaria et disputationes in universam primam-secundae sancti Thomae, tomus
prior (Alcalá 1609); Disp. I: De voluntario.
32 Juan Cruz Cruz

–puesto que el volun­tario pertenece al modo de proceder de una voluntad que


se mueve una vez conocido el fin–, entonces la perfección de un objeto que
adecuara toda la voluntad impe­diría la perfección del voluntario, que está en el
sujeto, puesto que no dejaría en poder de esa facul­tad el moverse perfectamente con
pleno dominio e indife­rencia. Probablemente sería ésta la objeción que Schelling
enfrentaría a la tesis de una voluntad “eminentemente libre”.
Según Lorca, a pesar de que la visión de Dios fuese un conocimiento
más per­fecto, su influjo en la operación de la voluntad no sería mayor
que el cono­cimiento indiferente que mueve al acto libre; este último co-
nocimiento no sólo propone la bondad del objeto, sino también emite un
juicio acerca de si la operación de la voluntad se ejecuta o no se ejecuta.
Ahora bien, el conocimiento que determinara un acto necesario propon-
dría evidentemente la bondad de un objeto, pero sobre la ope­ración de la
vo­luntad no determinaría si se ejecuta o no: puesto que, siendo necesaria
esa operación, nacería del impulso natural, no de la determi­nación y arbitrio
del juicio. Lorca se sirve del ejemplo de la “predeterminación física” que
defienden los tomistas: porque esta predeterminación física la imprime el
autor de la naturaleza y no se ejecuta bajo la determinación del juicio; consi­
guientemente, es menos perfecta en cuanto a la voluntariedad, aunque sea
más perfecta y esté más en acto, al eliminar la expansividad del juicio y la
indiferencia para obrar.19
Juan Poinsot replica que el punto débil de Vázquez y Lorca está en
haber pasa­do por alto que en el amor beatífico el voluntario sería más
perfecto no sólo por parte del objeto, sino también por parte del sujeto. Su
perfección sería tanto obje­tiva como subjetiva: no consistiría solamente en
que tiene el objeto más perfecto –Dios en sí–, sino también en que la volun-
tad, en dicho acto, no se movería de un modo ciego, sino por la fuerza de la
visión intelectiva y por la representación per­fecta del sumo bien, de modo
que cuanto más perfecto fuese el conocimiento, tanto más intensamente
y con tanta más perfección se movería la voluntad hacia el obje­to más
perfecto. Luego en la emisión de este acto de amor, la voluntad sería regu­
lada y dirigida por el propio conocimiento intelectivo, no por un impulso
ciego –semejante a un apetito natural, inna­to–: sería llevada por un apetito
elícito, alumbrado por el conocimiento. Este modo del acto voluntario no
sólo es más perfecto en el orden especificativo –por parte del objeto–, sino
también en el orden subjetivo, el de la emisión directa –elícita– del acto:
porque el acto procedería, por una parte, de la fuerza vital íntegra que di-

19
Esta es la síntesis que sobre la doctrina de Lorca y Vázquez hace Joannes a Sancto Thoma,
Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, n. 17, pp. 371-372.
Necesidad en la libertad 33

namiza toda la voluntad y, por otra parte, del conocimien­to que adecuaría
la universalidad entera de la voluntad. Si hay universalidad completa de
la voluntad y advertencia cognoscitiva perfecta de la intelección cognos-
citiva, evidentemente el voluntario es perfecto no sólo por parte del objeto
–esto es, Dios en sí mismo–, sino también por parte del sujeto y del modo
en el que procede de él. Realmente en los demás actos libres, el modo del
sujeto consiste en proceder también de toda la potencia de la voluntad y
del conocimiento perfecto del fin.20
Para Poinsot no puede decirse que a ese acto exuberante le falte otro
aspecto del voluntario, el que desde el sujeto se refiere al objeto, a saber, la
indiferencia y el dominio por el que el acto puede proceder o no proceder
del sujeto. Pues una cosa es que el acto esté más en nuestras manos –en
nuestro libre dominio–, y otra es que sea más voluntario, esto es, que proven-
ga de una mayor inclinación de la voluntad –coope­rando el juicio– y del
conocimiento del fin. Si, como es el caso, el volun­tario y la inclinación son
regulados y se despliegan debido a la misma represen­tación intelectual del
bien que atrae y estimula la inclinación de la voluntad, resulta que cuanto
más crece el bien que así atrae por un conocimiento mayor, tanto más crece
la inclinación de la voluntad y la propia índole del voluntario; y si el bien
es sumo, será suma y perfecta la índole del voluntario.
Ahora bien, el acto “formal­mente libre” no es regulado por un bien
cualquiera, sino por un bien que es indiferente y limitado, de modo que no
llena toda la capacidad de la voluntad, sino que deja en ella espacio para
poder moverse o no moverse hacia el bien, para emitir el acto o interrum-
pirlo. Por lo tanto, aunque ahí crezca o se conserve la indiferencia de la
libertad, no por eso se sigue que el voluntario crezca y se perfeccione. En
cambio cuanto más crecen el bien y su manifestación, tanto más crece el
voluntario, puesto que entonces la inclinación es más profundamente esti-
mulada y atraída; de modo que si la univer­salidad entera de la voluntad se
adecuara perfectamente y se inclinara totalmente, también se haría volun-
taria y gozosa, aunque la indiferencia quedara eliminada, puesto que ésta
no puede mante­nerse respecto a un bien que se adecua a toda la plenitud
de la volun­tad: la libertad formal se comporta inadecuadamente respecto al bien,
lo cual ocurre de cara a un bien limitado.
Pero Lorca alegaba que en la visión beatífica sólo habría, por el lado del
intelecto, un juicio sobre la bondad del objeto, sin recaer sobre la operación
de la vo­luntad. A esto responde Poinsot que el juicio sobre la bondad del

20
Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, n. 18, pp. 372-373.
34 Juan Cruz Cruz

objeto y de la conveniencia del acto influiría en el acto de amor beatífico


más que en los otros actos libres dirigidos a los bienes particu­lares: porque
en la visión beatífica no sólo se manifestaría que la suma bondad por parte
del objeto es amable, sino también que el ejercicio del acto de amar es bueno
y conveniente hasta el punto de que su cesación no podría ser propuesta
de ningún modo, en cuanto que es un acto apetecible. En realidad el acto
eclosionaría como fruición o gozo del bien sumo y de la felicidad eterna, la
cual nunca podría ser juzgada inconveniente u onerosa; por consiguiente, el
juicio práctico que el sujeto se formaría de la visión beatífica, no solamente
calificaría la bondad del objeto, sino tam­bién la conveniencia del acto –la
operación de la voluntad–, no menos que en los demás actos libres.21
Y, en fin, respecto a lo que Vázquez y Lorca objetaban, tomando como
punto de comparación la predeterminación física, Poinsot responde que
esta predeter­mina­ción sólo elimina la ‘indiferencia propia de la poten-
cialidad’ en la voluntad, mas no la ‘indiferencia de dominio y potestad’ o
universalidad en el obrar. Porque hay una doble indiferencia en el hombre.
La primera es la indiferencia propia del dominio y de la universalidad de la
facultad, en cuanto que la voluntad es capaz de extenderse a muchos actos
y también a su cesación; de esta forma la voluntad posee la indiferencia o
universalidad respecto a ellos y, así, su poder de obrar se opone a la coarta-
ción y la coacción a una sola cosa; si se elimina esta indife­rencia, la libertad
desaparece. La segunda indiferencia es la que reside en la irresolución, que
viene a ser como una indeterminación, fluctuación o perplejidad; y existe a
modo de poten­cialidad e imperfección, esto es, cuando el sujeto no queda
inclinado más a una parte que a otra; o, si se inclina, lo hace débilmente,
o incluso no se determina concretamente aquí y ahora, quedándose en
potencia para obrar; esta indiferencia potencial es imperfecta, y le impide
obrar, puesto que siempre que un sujeto se halla en ese estado, no se decide
y, así, no opera. Por consiguiente, la deter­minación, o la resolución de esta
indiferencia, no suprimiría la libertad, sino que la ayudaría y conduciría
al acto. Y para esto se propone ontológicamente la predeter­mina­ción física
que, para Poinsot, no es cosa distinta de la resolución de la indiferencia
suspensiva y de la perplejidad, en cuanto que dicha resolución no se
produciría sólo por el objeto que estimula y el juicio que propone –lo que
es una moción moral–, sino también se produciría por parte de Dios que
opera en el interior e inspira la voluntad, con una moción física.22

21
Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, n. 20, p. 373.
22
Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, n. 21, p. 373.
Necesidad en la libertad 35

7. Como se puede apreciar, la tesis moderna de que el voluntario más per-


fecto no es el necesario, sino el formal­mente libre, tiene hilos argumentales
muy sutiles. Por uno de ellos encontramos la objeción de que es voluntario
el acto que procede de un principio intrínseco con el conocimiento del fin;
pero no sería voluntario perfecto el que procede del conoci­miento que más
influye en el acto de la voluntad; porque el voluntario perfecto pro­vendría
del conocimiento indiferente y formal­mente deliberado, no del conocimiento
que elimina la indiferencia y la necesidad en la propia voluntad, por muy
elevado y noble que fuese tal conocimiento; luego el voluntario más perfec-
to sería el formal­mente libre, no el necesario. Bajo este hilo argumental se
insistiría en que cuando el voluntario es libre formalmente, la vo­luntad se
mueve más por sí misma y no es movida desde fuera, al estar en su potestad
el moverse o no moverse; en cambio, cuando la operación es necesaria, la
voluntad es guiada más por otro que por sí misma.23

23
Hay algún texto de Santo Tomás que aparen­temente induce a cambiar el sesgo de la vincula-
ción del voluntario perfecto al conocimiento. En STh I-II q6 a2 dice: “El voluntario, en su noción
perfecta, sigue al conocimiento perfecto, esto es, en cuanto que, una vez aprehendido el fin, uno
puede, deliberando sobre el fin y sobre los medios que pertenecen al fin, moverse o no moverse
hacia él; en cambio, el voluntario imperfecto sigue al conocimiento imperfecto del fin, esto es,
en cuanto que aprehendiendo el fin, no delibera sobre él, sino que súbitamente se mueve hacia
él”. Vázquez y Lorca estimaban que este pasaje fija claramente en el cono­cimiento el concepto
perfecto del voluntario, puesto que un sujeto, después de deli­berar sobre el fin, puede moverse
o no moverse hacia él. Según estos autores, Santo Tomás dice que el voluntario perfecto debe ser
libre, y debe serlo formalmente, puesto que puede moverse o no moverse hacia el fin.
Sin embargo, Poinsot hace observar que el pasaje citado de Santo Tomás, toma­do en solitario,
tiene varias interpretaciones. Y hay dos que parecen más conformes con la doctrina completa
del Aquinate.
Según la primera interpretación, cuando Santo Tomás dice que “el voluntario perfecto sigue al
conocimiento perfecto” transmite el concepto íntegro de voluntario perfecto; en cambio, cuando
dice que “una vez aprehendido el fin, uno puede moverse o no moverse hacia él”, solamente
expone un ejemplo de voluntario perfecto mostrando lo que nos es más conocido, a saber, el
acto libre. Y así el sentido de las palabras de Santo Tomás es el siguiente: el voluntario perfecto
sigue al conocimiento perfecto del fin, como es patente en el ejemplo, cuando, una vez aprehen-
dido el fin, uno puede, deliberando, moverse o no moverse, cosa que corresponde al acto libre.
De modo que la expresión “una vez aprehendido el fin”, no es una parte de la definición del
voluntario perfecto, como si esa parte perteneciera a todo lo voluntario perfecto, sino que es una
explicación de él con un ejemplo; pues realmente el acto libre es voluntario perfecto y el que nos
es más conocido: y así es el más apto para explicar el voluntario perfecto. Por último, cuando
Santo Tomás habla del voluntario imperfecto, añade a modo de ejemplo: “Esto es, en cuanto que,
aprehendiendo el fin, no delibera sobre él, sino que súbitamente se mueve hacia él”. Pero es evi-
dente que no todo voluntario imperfecto es un movimiento súbito; pues los animales no siempre
se mueven inesperada y súbitamente, sino que a veces avanzan lentamente o se detienen. De
modo seme­jante, el amor supremo –el que tendría el hombre en contacto con Dios– es de algún
modo voluntario, ya que procede de la voluntad y con conocimiento; sin embargo, no procede
como un movimiento súbito y repentino; luego no está en la línea del voluntario imperfecto.
Ciertamente Santo Tomás pone en la línea del voluntario imperfecto aquel en que el hombre se
mueve súbitamente; luego, cuando no se mueve súbitamente no será un voluntario imperfecto.
36 Juan Cruz Cruz

Algo semejante ­ –prosigue la objeción­– ocurriría por el lado del co-


nocimiento: pues el conocimiento indiferente parece que influye más
adecuadamente en el acto de la voluntad, ya que tal conocimiento no sólo
propone el objeto, juzgando su bondad, sino también juzgan­do el propio
acto y la conveniencia de ponerlo en práctica o no, pues esto pertenece a
la indiferencia del ejercicio. Mas en la visión del principio real absoluto no
se presentaría ese cono­cimiento o juicio y, consi­guientemente, no se daría
su influjo; pues una vez propuesto el bien supremo, no habría necesidad
de juzgar si el acto es conveniente ni si hay que ponerlo en práctica, ya que
se produciría necesariamente y por impulso natural; de este modo, la visión
intelectiva no influiría en el acto de la voluntad por modo de motor intrín­
seco24 ­–ya que el conocimiento es un motor intrín­seco­–.
Poinsot argumenta en contrario, negando que la voluntad se mueva
más desde su interior con el conocimiento indiferente que con la visión
intelectiva del princi­pio real absoluto. Para probarlo in­dica que cuando la
voluntad es formalmente libre se mueve más adecuadamente que cuando
ejer­ce un acto necesario, si el acto es necesario por la imperfección y coar-
tación del jui­cio que propone algo a la voluntad y la mueve. Pero si el acto
de la voluntad es necesario cuando la necesidad se origina de la ple­ni­tud
del conocimiento, de la univer­salidad del objeto que iguala y adecua toda
la capacidad de la voluntad, esta necesidad no disminuye la índole del
voluntario, puesto que la vo­lun­tad se mueve desde su interior tanto más
adecuadamente cuanto que proviene de un conoci­miento más perfecto
y de la bondad más universal del objeto. Aquella necesidad llena más

Pero Santo Tomás no dice que todo voluntario imperfecto es un movimiento súbito: se limita
a indicar que el movimiento súbito e indeli­berado es un ejemplo para explicar el voluntario
imperfecto. Y lo mismo cabe decir del voluntario perfecto: Santo Tomás aduce el movimiento
libre o deliberado como un ejemplo para explicar el voluntario perfecto, no porque pertenezca
al concepto de todo voluntario perfecto.
Según la segunda interpretación, Santo Tomás admite que todo voluntario perfecto es libre;
pero Poinsot matiza que el Angélico habla del acto libre que puede serlo o de manera eminente
o de manera formal, y no solamente del formalmente libre; por otra parte, el amor supremo –en
contacto con Dios– es eminentemente libre, no formalmente, puesto que procede de la voluntad
según la adecuación total de su potestad y según toda la universalidad e indiferencia que posee;
esta universalidad es principio de la libertad formal cuando se refiere a los bienes particulares.
De suerte que el sentido del texto de Santo Tomás es éste: cuando uno delibera sobre el fin, puede
moverse o no moverse hacia él, esto es, cuando el fin es de tal índole que puede haber delibera-
ción sobre él, como ocurre con el bien particular y limitado fuera de Dios. En cambio, cuando el
fin no admite que se delibere sobre él, puesto que es el sumo bien, contemplado claramente en
sí mismo, entonces no hay posibilidad de moverse o no moverse formalmente hacia él, sino sólo
eminen­temente, en cuanto que procede de toda la universalidad y de toda la capacidad y adecuada
indiferencia de la voluntad. (Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3
a2, nn. 33-40, pp. 377-379.)
24
Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, n. 41, pp. 379-380.
Necesidad en la libertad 37

adecuadamente la inclinación de la voluntad y así consigue que la propia


voluntad se mueva más desde su interior, al moverse con una incli­nación
mayor y más plena, puesto que toda necesidad en el obrar proviene de la
plenitud y de la adecuación de la voluntad con el objeto.
No obstante, un moderno podría decir que con el cono­cimiento in-
diferente la voluntad libre se mueve más adecuadamente porque puede
detenerse, o tam­bién omitir el acto y así es más dueña de sí misma. Un
tomista alegaría que esto no es moverse más absolu­tamente, de manera
pura y simple; más bien, sería moverse en sentido relativo, bajo el supues-
to de la imperfección del objeto: un bien deter­minado y no adecuado a
la capacidad de la voluntad. Así pues, la perfección de operar que tiene
la volun­tad, moviéndose e inclinándose al objeto, no consiste absoluta y
simplemente en que pueda o no pueda realizar el acto o abandonarlo, sino en
que sea atraída por una mayor universalidad y plenitud hacia el objeto, partiendo
de un conocimiento más perfecto y pleno del bien. Efec­tivamente, cuando
el conocimiento fuese más perfecto y el bien más universal, la voluntad
se movería más perfectamente si es adecuada o saturada por tal bien y es
movida a él según toda su universalidad y según su indefinida capacidad;
pues entonces la inclinación sería mayor, aunque la contingencia o libertad
formal fuese menor. Bajo este aspecto de lo voluntario, la perfección pura y
simple se expresa en la mayor inclinación si es universal y si procede de un
bien más universal que adecua o iguala toda la capacidad de la voluntad
con un conocimiento perfecto.
Ahora bien, en el supuesto de que no sea adecuada o colmada toda la
univer­salidad y la capacidad de la voluntad, sino que el bien sea inadecua-
do y limitado respecto a la voluntad, es claro que la libertad se movería
más perfectamente cuan­do reservara la contingencia de ejecutar o no la
operación; sin embargo, esto no es pura y simplemente más perfecto, sino
en el supuesto de que el objeto no fuese el sumo bien, ni fuese adecuada o
llenada toda la vo­luntad.
Tal es el citado punto en que la modernidad se distanciaría del pensa-
miento de Santo Tomás o de sus discípulos de la Escuela de Salamanca.
Y en lo que respecta al influjo del conocimiento en el acto de la volun-
tad, Poinsot indica que, en el caso del amor orientado al principio real ab-
soluto, el co­no­cimiento influiría más que en los demás actos libres; porque
la visión intelectiva de ese prin­cipio real y absoluto no sólo propondría la
bondad del objeto, sino también origina­ría un juicio –referido a la emisión
del amor– carente de indife­rencia y contingencia, siendo expresivo de la ade-
cuación y la plenitud de todo el bien, de modo que la interrupción o cesación
del acto de ningún modo podría proponerse como buena.
38 Juan Cruz Cruz

En fin, podría quizás pensarse que el acto de amor saturante, por su


amplitud, no sería propiamente “humano”, ni quedaría regulado por
normas morales, pues lo que es necesario no necesita de normas; luego en
cuanto al modo de operar sería menos propio del hombre en cuanto hom-
bre. Pero Poinsot –reflejando el sentir de la Escuela de Salamanca– niega
que el amor saturante no sea humano y moral de un modo superior y más
eminente. Pues nues­tros actos libres son morales y hu­ma­nos en cuanto
regulables por la norma de la razón, norma que se les aplica y que ejerce
su regulación de modo extrínseco, la cual puede apli­cár­seles o no. En cam-
bio, el amor saturante sería humano y moral no porque la norma le fuese
apli­cada extrínsecamente, sino porque estaría unida a él de manera ínti­ma
e inse­parable. En este amor saturante se encontraría propor­cionalmente
la libertad, pero no de manera formal y contingente y con defec­tibilidad
respecto a la norma o regla, sino de manera eminente y con la indefecti-
ble unión a la norma. Y aunque sería un acto necesario, no lo sería con la
nece­sidad de lo imperfecto –como acaece en los animales, cuyos actos no
pueden ser regu­lados por la norma de la razón–, ni mediante una aplica-
ción extrínseca y defectible, ni mediante una unión indefec­tible, sino que
tendría la necesidad de la adecuación, con la íntegra indiferencia y la uni-
versalidad de la volun­tad, necesidad que hace eminente a la libertad.25

Juan Cruz Cruz


Universidad de Navarra

Resumen

En la concepción que Santo Tomás tiene de la libertad existe la posibilidad de un amor saciativo
–ex hipothesi el amor beatífico– al que la voluntad adheriría necesariamente, mientras que con-
servaría la libertad formal frente a los demás seres, ya que éstos no encierran un sumo bien. El
acto voluntario perfecto no se circunscribe entonces al acto formalmente libre, sino que reviste
necesidad, aunque no la necesidad de los actos imperfectos. Esta tesis fue defendida por autores
de la Escuela de Salamanca (Medina, Báñez, Araújo y Juan Poinsot), frente a otros del Siglo de
Oro español (Vázquez, Salas y Lorca), quienes no la aceptaban. La filosofía moderna, notable-
mente con Schelling, también rechazó la tesis de que un acto “eminentemente libre” pueda no
ser “formalmente libre”, contribuyendo así a oscurecer la distinción entre “voluntad de fines” y
“voluntad de medios”, entre intelecto y razón.

25
Joannes a Sancto Thoma, Cursus Theologicus, In I-II q6 (1645), dp3 a2, nn. 43-48, pp. 380-382.
Heidegger y la metafísica

A lo largo de los siglos, la metafísica no siempre ha sido apreciada.


Nominalistas y humanistas no sabían bien qué hacer con una disciplina
que se mueve en el plano de una gran abstracción y deja atrás de sí – se
pensaba – el contacto directo con las cosas individuales. La actitud de
David Hume es típica de esta manera de pensar. Al final de su Enquiry
concerning human understanding Hume escribe que la metafísica no propone
argumentos que se basan en la experiencia de lo real. Pues entonces, re-
cházala. Algunos filósofos del siglo XVIII alabaron a John Locke porque,
según ellos, habría abierto un camino nuevo para la investigación filosó-
fica, es decir el del análisis del espíritu humano (mind) que se sustituyó al
estudio del ente. La metafísica ya no era más que una logomaquía. Kant,
por el contrario, reconoció su necesidad, pero se planteó la cuestión de
por qué en esta disciplina se había hecho tan pocos progresos. Se necesita,
escribe, en la metafísica una revolución análoga a la que se produjo en las
ciencias naturales. La metafísica clásica se presenta como algo semejante
a la alquímica o la astrología antes del nacimiento de la química y la astro-
nomía modernas. Kant concibe la metafísica como la ciencia de los límites
del conocimiento humano. Se observa un desplazamiento del análisis del
ente hacia el del conocimiento. Se trata de una ciencia crítica de nuestros
conceptos, que se puede llamar también una filosofía trascendental en
cuanto estudia las condiciones a priori de nuestro conocimiento, es decir
anteriores a toda experiencia.
Hegel, por su parte, reprocha a Kant que por culpa de él Alemania ha
perdido todo interés en la metafísica, que Kant habría extirpado. Hegel
mismo transforma la doctrina del ser en una lógica de los conceptos: el
concepto tiene la prioridad respecto al ente. La metafísica es la reflexión


“Commit it then to the flames, for it can contain nothing but sophistry and illusion”.

Cf. D’Alembert, Discours préliminaire, en Diderot y D’Alembert, Encyclopédie, I, 100. Turgot y Con-
dorcet estaban de acuerdo. Voltaire compara la especulación con un juego con balones: cuando
se toca uno, explota y no queda nada.

Kritik der reinen Vernunft, Vorrede zur 2. Auflage.

Wissenschaft der Logik, I, 13.
40 León J. Elders

dialéctica del Logos sobre sí mismo. F. Engels hace una distinción entre
metafísica y dialéctica. La metafísica considera el mundo como la suma
de cosas independientes e inmóviles, mientras que la dialéctica trata de la
realidad del mundo que está en un proceso dialéctico continuo. El rechazo
de la metafísica por Friedrich Nietzsche es apasionado y total. Ignorancia
y cansancio han impelido a los filósofos a imaginar construcciones me-
tafísicas. La metafísica es la ciencia de los errores humanos. El error más
grande de la metafísica clásica es que se dio la prioridad al ser respecto
al devenir.

Un nuevo comienzo: Martin Heidegger

En el siglo veinte Martin Heidegger trató de reestablecer la metafí-


sica en su sitio de honor. En su lección inaugural en la Universidad de
Freiburg (1929) Was ist Metaphysik? subraya que la metafísica expresa la
relación fundamental del hombre al mundo. Pero en las especulaciones
metafísicas de los filósofos se habría estrechado el estudio: los análisis
y las divisiones han obscurecido el entendimiento del ser. Por eso ellos
dirigieron su mirada hacia los entes, y ya no percibían el ser. A partir de
Platón la cuestión de lo que es el ser ya no ha sido estudiada. El resultado
fue que los filósofos no han encontrado más que la esencia de las cosas,
mientras que olvidaron el ser mismo en su verdad. Hasta ahora, escribe,
la substitución del ser por el ente ha sido la tragedia del pensamiento oc-
cidental. La consecuencia era que el miedo y la angustia invadieron a los
hombres por causa del ente que les parecía como contingente y sin finali-
dad. La situación del hombre moderno, escribe Heidegger, se parece a la
de alguien que se despierta un día flotando solo sobre una balsa en medio
del océano y ya no sabe quién es ni de dónde ha venido o adónde va. Una
gran angustia se apodera de él. Ahora bien, precisamente si uno hace esta
experiencia, surge la cuestión de por qué las cosas existen y por qué no


Cf. Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, §§ 22-24.

Herr Eugen Dührings Umwälzung der Wissenschaft, Einleitung.

Cf. Götzendämmerung; Der Wille zur Macht (Aus dem Nachlaß der achtziger Jahre), Menschliches,
Allzumenschliches, I, 450 (Schlechta).

Cf. la introducción a Was ist Metaphysik?, en Wegmarken, Frankfurt 1967, 198ss. Cf. también G.
Haeffner, Heideggers Begriff der Metaphysik, München 1974; F. Wiplinger, Metaphysik. Grundfragen
ihres Ursprungs und ihrer Vollendung, ed. Peter Kampits, Freiburg-München 1976.

Cf. Platons Lehre von der Wahrheit.
Heidegger y la metafísica 41

más bien la nada absoluta.10 Si la inquietud y el desasosiego nos llenan el


espíritu, llegamos a la intuición de que las cosas existen. En la medida en
que el no-ser se manifiesta, empezamos a comprender mejor algo del ser.
El no-ser (das Nicht-Sein) (es decir el abiso que se experimenta) revela el
ser. Esta teoría presupone que el hombre es el lugar donde el ser se halla
y se puede encontrar. Es el punto de vista fenomenológico, que sacrifica la
objetividad científica a un conocimiento condicionado por la situación y
la actitud del hombre individual.
Heidegger nota que el ser que se busca no es Dios. Es más bien algo
que está cerca de nosotros, pero que al mismo tiempo permanece lejos; el
ser es como un rayo de luz que se ve, pero que en seguida desaparece (Li-
chtung).11 El ser se manifiesta para esconderse al mismo tiempo. Debemos
vivir en esta aporía del manifestarse y esconderse, en la aporía también de
la raya entre el ente y el ser (la así llamada diferencia ontológica), porque
si la olvidamos, llegamos a caer víctimas del ente, cuyo sentido ya no se
comprende.12 Se nota que Heidegger desea elaborar una metafísica, en
cuanto trata de conocer el sentido del ente. Pero su manera de proceder
es fenomenológica, y según él, el ser se agota en un manifestarse y escon-
derse, que están en relación con el hombre.13 Rehusa fundar el ser en Dios.
Tampoco parece aceptar los entes como sustancias, que existen por sí. Por
eso uno podría preguntarse si Heidegger mismo no es víctima de lo que
Gustav Siewerth ha llamado el destino trágico de la filosofía occidental:
el ser del hombre determina o, por lo menos, co-determina lo que es el
ser, de manera que el antropocentrismo domina. Cuando el hombre ya
no tiene acceso al verdadero fundamento del ser, o, más bien, rehusa ver
la dependencia causal de las cosas de la Primera Causa, experimenta una
angustia existencial. Tiene miedo, porque todo le parece absurdo. Así, se
queda en un plano horizontal.
Conviene notar que en su libro Sein und Zeit Heidegger todavía no
hablaba de la nada como el trasfondo del ser y lo que revela el ser. Pero
más tarde, la nada ya no es concebida como algo indeterminado que está
frente al ser, sino más bien como algo que se manifiesta como pertenecien-

10
Was ist Metaphysik?, Frankfurt 1960. Leibniz había formulado el problema para contestar que
cada ente tiene una razón suficiente para existir. Véase su Principes de la nature et de la grâce fondés
en raison (ed. Gerhardt, VI, 602). Según Tomás el ente se manifiesta como verdadero, y tiene un
sentido.
11
Brief über den Humanismus, en Wegmarken, p. 162.
12
Holzwege, Frankfurt 1950, p. 336.
13
Cf. su introducción a Was ist Metaphysik?
42 León J. Elders

te al ser.14 Según Heidegger la experiencia de la nada sería anterior a la


negación. El hombre (Dasein, – Heidegger llama así al hombre porque es
el lugar donde el ser se manifiesta, es el Da (=ahí) del ser) debe rendirse a
la nada, es decir meditar sobre la diferencia ontológica (¿por qué existen
las cosas?). Quienes no lo hacen, ya no son personas sino más bien seres
neutros e indeterminados.
Ahora bien, todavía no estamos al final del itinerario de Heidegger. A
partir de su libro Vom Wesen der Wahrheit comienza a subrayar más el ser
que la existencia humana (das Dasein). El ser, escribe, es más profundo que
el conjunto de las cosas. El ser es un ponerse en presencia, y el filósofo
debe someterse al ser. Ya no es tanto la historia (como en Sein und Zeit) sino
el ser, la realidad profunda, que es determinante (Vom Wesen der Wahrheit,
24ss.). En estos años se cumplió una paganizición del pensamiento de
Heidegger, y empezó a servirse de términos griegos de la época pre-so-
crática, como . Pensaba que Aristóteles no había
comprendido este procedimiento o esta dialéctica del ser, y que hacía falta
volver a los filósofos pre-socráticos. Deberíamos dejar atrás 24 siglos de
la historia de la filosofía para descubrir el comienzo de la especulación
metafísica, que los siglos posteriores no han sabido valorizar. No hay que
juzgar a los pre-socráticos según las interpretaciones de autores posterio-
res, sino a partir de lo que ellos mismos dicen. Heidegger omite tratar la
Edad Media, pero menciona a Descartes y su subjetivismo para detenerse
en Hegel, que ha propuesto una teoría de la idea absoluta, en aislamiento
de las cosas concretas.

El ser

Heidegger considera que la frase de Nietzsche respecto a la muerte


de Dios es una confirmación del hecho de que el orden metafísico tradi-
cional ha desaparecido. ¿Por qué se ha interesado tanto en los escritos de
Nietzsche? La razón probable es que estaba de acuerdo con él en que la
decadencia de la fe y de la religión son para nosotros una oportunidad
para vencer el nihilismo, como Nietzsche trató de hacerlo con su teoría
del Übermensch, y del eterno retorno de lo mismo. Ahora bien, escribe Hei-
degger, la diferencia ontológica se basa en lo que pasa dentro del ser.15 La
historia del ser no es la historia del hombre ni la historia de la meditación

14
Was ist Metaphysik?, p. 39.
15
Nietzsche, II, p. 489.
Heidegger y la metafísica 43

humana sobre el ser, sino que es el ser mismo. Pero el hombre es el lugar
donde ocurre la diferencia ontológica. Debemos dejar al ser la posibilidad
de manifestarse. La actitud de Heidegger es más bien pasiva: habla de un
dejar que el ser se manifieste tal como es; el hombre debe considerarse
como el pastor del ser.
En cuanto a las propiedades del ser, como las presenta Heidegger, se
pueden mencionar las siguientes:
el ser es un lucir que muestra los entes, pero que queda escondido;
es algo alegre, da placer;16
es lo sagrado, que está por encima de los dioses y es su propia ley;17
el ser es su propio origen, es decir una fuente desbordante. Cuando nos
ponemos en su proximidad, estamos en nuestro sitio verdadero, estamos
en casa;
el ser es sólido. Desborda pero permanece el mismo;
es lo trascendente a secas.18
Como hemos indicado arriba, el ser es caracterizado por el movimiento
y el devenir. Proyecta luz sobre los entes, pero al mismo tiempo se escon-
de a sí mismo. Este procedimiento del ser es algo positivo y negativo al
mismo tiempo. Este manifestarse se llama la verdad (Heidegger se basa
aquí en la supuesta etimología de la palabra griega que signifi-
caría desvelamiento).19 Ya en su Sein und Zeit escribía que cualquier tipo
de ontología, incluso cuando se dispone en ella de un sistema sofisticado
de categorías, si es examinado a fondo, está ciega y destruye lo que trata
de hacer: ante todo se debe explicar el sentido del ser y considerar esta
aclaración como nuestra tarea principal.20 Según Heidegger la historia de
la metafísica muestra un olvido del ser. Aquí se puede objetar que Platón
meditó sobre el ser puro y necesario de las ideas, mientras que Aristóteles
concentró sus investigaciones en el estudio de la sustancia como el centro
de realidad, y buscaba lo y el conocimiento de la
Huelga decir que para Santo Tomás el ser es esencialmente la perfecición
de todas las perfecciones.

16
Hölderlins Dichtung, p. 18.
17
Erläuterungen zu Hölderlins Dichtung, p. 23.
18
Sein und Zeit, p. 38.
19
Vom Wesen der Wahrheit, p. 26; Vorträge und Aufsätze, pp. 271-272.
20
Was ist Metaphysik, p. 11.
44 León J. Elders

El hombre y la metafísica

En una posdata a su Was ist Metaphysik? de 1943 Heidegger contesta a


sus críticos que afirmaban que meditar sobre la nada conduce al nihilismo,
que el papel atribuido a la angustia introduce un elemento extranjero en la
filosofía y que su manera de filosofar destruye el pensamiento lógico. La
nada de la que habla no es la nada absoluta sino el ser en cuanto se distin-
gue de los entes. La angustia de que habla no es una emoción sino la per-
cepción de un cambio de la situación ontológica. Su crítica de la lógica no
hace otra cosa que subrayar sus límites, ya que la lógica no tiene nada que
ver con el ser. Si invita a pensar más allá, a pensar al otro lado de la lógica,
es porque busca el pensar fundamental, que vence incluso la metafísica.21
El hombre es la única criatura que, entre todas las cosas, percibe el mila-
gro de los milagros, a saber, el hecho de que el ente existe.22 Con palabras
poéticas Heidegger describe esta experiencia del ser que ocurre en lo ínti-
mo del hombre sabio: es un estar en armonía con las cosas, un abrirse, un
prestar atención y ser guardia o pastor; es obediencia, liberación y acción
de gracias. Cuando el pensamiento se deja instruir por el ser, uno empieza
con gran cuidado a buscar palabras para expresar su experiencia.
En su Brief über den Humanismus (1947) Heidegger pretende que la
definición clásica del hombre como animal racional no hace justicia a la
esencia humana. El hombre es quien está abierto al ser. Estar en el lucir
del ser es el éxtasis del hombre. Cuando el ser luce, nace una nueva época
de la historia. Unos años más tarde Heidegger afirma que el ser no puede
existir sin los entes. Entonces llega a ser un enigma para nosotros la razón
de por qué los entes existen y por qué el ser existe. Se ve que la perspec-
tiva de Heidegger es una descripción fenomenológica, que concierne al
aparecer del ser a él mismo y a su experiencia interior. Somete el ser a su
propia experiencia del ser. Mientras que Husserl estudiaba las esencias
y excluyó la realidad y el ser de las cosas (epoché), Heidegger se alejó del
estudio del objeto para entregarse a una experiencia muy subjetiva del
ser, que termina en la negación del Creador y en la proclamación de la
independencia de las cosas de Dios, y que por consecuencia afirma que el
hombre es solitario, autónomo y libre.
Personalmente veo una relación entre la simpatía que profesaba Hei-
degger por el Nazismo y su neo-paganismo, es decir: Heidegger deseaba
entregarse a estas fuerzas cósmicas casi irracionales, liberándose al mismo

21
Was ist Metaphysik?, p. 43.
22
O.c., pp. 46-47.
Heidegger y la metafísica 45

tiempo de la herencia cristiana, una tendencia que se veía en el trasfondo


del nazismo.

Heidegger y la hermenéutica

Otro tema que conviene tratar en relación con nuestro estudio es el de la


hermenéutica. Si para los antiguos la hermenéutica era el arte o el método
para comprender las obras de las personas que han vivido en otra época,
para Heidegger, después de la Kehre, es el método universal para compren-
der al hombre en su historicidad por medio del lenguaje; es la prolongación
de su fenomenología existencialista. Su posición depende de la teoría de
Husserl según la cual un conocimiento del todo objetivo de las cosas ya
no es posible. La propia subjetividad y pre-historia, nuestra Lebenswelt co-
determina nuestra observación y nuestra percepción del mundo. El mundo
objetivo, que las ciencias naturales suponen, es en realidad una parte de la
propia subjetividad de los científicos. Conocer es un referirse a las cosas
desde el estado en que uno se encuentra con sus opiniones y su historia.
Ahora bien, Heidegger quiso elaborar una hermenéutica de la facticidad
irreductible de la existencia humana.23 En su Sein und Zeit interpreta el ser
y la verdad mediante la temporalidad. Lo que el ser es debe determinar-
se a partir del horizonte del tiempo. La comprensión (das Verstehen) es la
forma original de cómo el hombre debe ejercer su estar-en-el-mundo. El
Dasein humano está marcado por la temporalidad, que se manifiesta en la
percepción de la situación en que uno se encuentra y en sus esfuerzos por
interpretarla.24 Como el Dasein es un proyecto de posibilidades, la inter-
pretación hace referencia a este proyecto; pero no como a una aprensión
abstracta de lo que es posible, sino como a un modo concreto de vivir esas
posibilidades.25
Heidegger distingue dos formas de interpretación, de las cuales la pri-
mera no es auténtica. La interpretación ordinaria trata de desarrollar las
posibilidades del Dasein en cuanto está en una relación de preocupación
con los objetos que le rodean. Consiste en la atención a lo que ocurre. In-
daga las posibilidades que se ofrecen y se esfuerza en realizar algunas de
ellas. Para tener éxito a este nivel hace falta que uno se libere de su pasado
y se orienta hacia el presente. En cambio, la interpretación auténtica se

23
Wahrheit und Methode, in WM4, pp. 240ss.
24
Sein und Zeit, pp. 151ss.
25
Ibidem, p. 325.
46 León J. Elders

refiere al futuro: el hombre descubre su verdadera situación y su contin-


gencia radical y experimenta una anticipación de su muerte. Sobreviene
entonces una angustia existencial. Esta determinada comprensión no es un
modo cualquiera de nuestra relación con el mundo, sino un «existencial»,
es decir, el modo propio del ser del Dasein. Tanto el hombre mismo como
lo que intenta conocer están marcados por su modo de ser en la historia.
La historicidad del hombre que tiene un pasado y que va hacia el futuro,
es la condición que nos permite hacer algo presente.
Según Sein und Zeit26 la fenomenología debería mostrar lo que no es
inmediatamente manifiesto. Ahora bien, lo que más se esconde es el ser
del ente. Se trata por tanto de considerar las apariciones del ser, y así la
ontología se convierte en una fenomenología. El discurso fenomenológico
tiene el carácter de una explicación-interpretación. Nosotros debemos
tratar de comprender nuestro estar en el mundo como posibilidad. Com-
prender se refiere a posibilidades y la misma comprensión tiene el carácter
de un proyecto (Entwurf ). El proyecto se mueve hacia el sentido. Como
la existencia del sujeto está incluida en toda comprensión del mundo, la
explicación exige una pre-comprensión. Heidegger admite que hay aquí
un círculo, pero niega que se trate de un círculo vicioso. En la explicación
(Auslegung), la comprensión (das Verstehen) no llega a ser otra cosa, sino ella
misma: «Explicar no es adquirir el conocimiento de lo entendido, sino la
elaboración de las posibilidades concebidas en la comprensión».27
En los años en que publicó Sein und Zeit, Heidegger tomó la historicidad
como categoría fundamental, pero más tarde tiende a sustituirla por el len-
guaje como la dimensión en la que el hombre debe entender el ser. El len-
guaje es el espacio en el que se desarrolla el pensamiento, y así dependemos
de él, aunque seamos nosotros quienes lo hablamos. Antes del concepto ya
existe un sentido. La poética del ser es la puesta a punto del lenguaje y la
historicidad viene sustituida por la expresión del lenguaje (Sprachlichkeit).
La comprensión es desde entonces, para Heidegger, el diálogo que se desa-
rrolla en el interior del lenguaje. El sujeto y el objeto se constituyen gracias
al lenguaje. El ser manifiesta su profundidad en el lenguaje.
¿Qué pensar de esta teoría? Es obvio que el pensamiento de Heidegger
tiene una hondura poco común, aunque sus frases son difíciles de seguir
y el lector tiene a veces la impresión de ser engañado por frases y palabras
demasiado artificiales. Esto presenta un problema: si la hermenéutica es
el arte y el método que nos ayuda a interpretar y a entender, se puede

26
Ibidem, pp. 34-39.
27
Ibidem, p. 148.
Heidegger y la metafísica 47

lamentar que tal como la practica Heidegger quede por debajo de lo que
cabría esperar. Pero mucho más grave que esta falta de claridad es el hecho
de que la hermenéutica de Heidegger surge de una fenomenología del ser,
es decir, de una postura y un punto de vista muy particular sobre la rea-
lidad. Heidegger juzga que no es posible un enfoque puramente objetivo
al estudiar el mundo y que miramos hacia el ser y los seres a través de
nuestro propio Dasein. Sin embargo, tanto la metafísica clásica del ser como
la investigación científica siguen convencidas de la posibilidad de una
consideración objetiva de la realidad, donde la subjetividad del filósofo o
del científico pueden constituir en verdad un cierto límite al conocimiento,
pero sin que afecten la verdad de lo conocido. No sólo el Dasein no está
sumergido en la historicidad hasta ese extremo, sino que tampoco el ser
está de suyo marcado por la temporalidad. No es posible admitir que la
historicidad sea la matriz de toda comprensión. Según Heidegger la her-
menéutica sería la búsqueda del ser (das Sein) en los entes (in den Seienden);
en otros términos, él la inserta completamente dentro de una concepción
filosófica que ha establecido previamente. Cabría hacer observaciones
análogas a propósito del desarrollo ulterior de la hermenéutica heidegge-
riana. A pesar de afirmaciones muy justas y profundas sobre la función del
lenguaje, Heidegger no se plantea la cuestión básica de si el pensamiento
precede al lenguaje. Si bien es verdad que el lenguaje nos da acceso al
pensamiento y a la realidad,28 es necesario mantener por otra parte que,
en último análisis, el lenguaje es la expresión, el reflejo y el instrumento
del pensamiento. Por consiguiente, el lenguaje no ofrece la última clave
de interpretación del ser, aunque sea verdad que nuestra investigación se
hace a través de ese medio que es el lenguaje.29

Una evaluación

A pesar de las dificultades de las teorías de Heidegger y de un lenguaje


a veces extraño y arbitrario, nuestro filósofo tuvo muchos admiradores. Las
razones de este entusiasmo me parecen ser las siguientes:
a) Heidegger atacó la filosofía clásica, quería trastornarla y destruirla
para hacer un comienzo nuevo.

28
Se puede mencionar la deducción aristotélica de las diez categorías a partir de la estructura de
nuestras frases, así como sus análisis del lugar, del tiempo y del devenir.
29
Las páginas sobre la hermenéutica de Heidegger retoman una sección de nuestro ensayo «El
problema de la herméutica», publicada en Biblia y Hermenéutica. VII Simposio Internacional de
Teología, Eunsa, Pamplona 1985, pp. 131-143.
48 León J. Elders

b) Dio expresión a un sentimiento difuso en su época: por un lado los


filósofos deseaban volver otra vez a la realidad de las cosas y así surgie-
ron el existencialismo y la Lebensphilosophie. Por otro lado, muchos ya no
querían sentirse relacionados con la religión o con la tradición, sino que
deseaban ser totalmente libres.
c) Otros apreciaban que Heidegger no se pronunciara directamente
sobre la religión cristiana.
d) Insiste sobre la autonomía del hombre sin presentar una verdadera
ética con sus reglas.
e) Se pensaba que detrás de la manera tan abstrusa en que solía expre-
sarse, se escondía algo muy profundo.
f) Su manera de enseñar impresionaba a sus oyentes.
En cuanto a los pensadores que han influido en Heidegger hay que
mencionar: Lutero, Scoto, Hegel y Husserl. Es verdad que Heidegger habla
mucho de Aristóteles, pero siempre para subrayar que es necesario dejarlo
atrás y vencerlo. Como se sabe, Aristóteles ha insistido en el hecho de que
el ente tiene varias significaciones. Heidegger buscaba su sentido funda-
mental. Influido por Husserl y Hegel nota que nuestro espíritu se mueve en
la historia, está marcado por la época en que vivimos, y que por eso para
nosotros nuestra percepción del ser y el ser mismo están marcados por el
tiempo. Aristóteles no ha unido el ser, la realidad y el tiempo (la tempo-
ralidad: Zeitlichkeit). Heidegger piensa que Parménides ha determinado el
carácter de la especulación metafísica en occidente cuando declaró que ser
es pensar ( ), pero se equivocó, dice, porque en realidad “pensar” es
un modo del existir humano. La teoría de que la historia de la metafísica
es una historia de decadencia y defección de un estado original de pureza,
hace pensar en Lutero. Heidegger ha planteado la cuestión del por qué
del olvido del ser, porque estaba influido por el idealismo alemán, que
había hecho de la realidad un problema. Además necesitaba el método
fenomenológico, es decir la referencia al sujeto como determinante de
la experiencia del ser y considera al sujeto humano como una actividad
trascendente. El hombre mismo es metafísica. Por eso la metafísica no es
un estudio opcional, sino que es esencial.
Heidegger y la metafísica 49

Dios en la metafísica

Pasamos ahora al tema de Dios en la metafísica. Hemos visto que en la


Metafísica de Aristóteles la filosofía primera se describe como la ciencia del
ente en cuanto ente, pero también como la ciencia del ser supremo inma-
terial, Dios. Esta posición, que a primera vista parece bastante ambigua,
dio lugar a interpretaciones diferentes. Según los unos la metafísica es
la ciencia del ente en cuanto ente, pero según otros es la ciencia de Dios.
Santo Tomás afirma decididamente que Dios no está dentro del sujeto de la
metafísica, que estudia el ente común. Pero otros pensadores, como Duns
Scoto, enseñan que el ente es unívoco y que el concepto del ente común
se extiende hasta Dios. En esta visión la metafísica es a la vez teología. Se
opina que Heidegger haya sido influido por Scoto. Efectivamente, había
tomado a Scoto como tema de sus lecciones. Además hay que notar que
Hegel ha querido deducir lo finito del absoluto, y lo absoluto de lo finito, lo
que parece haber impelido a Heidegger a hablar de una onto-teología, es
decir de una filosofía que trataba de estudiar los entes y al mismo tiempo
a Dios. Pero la ontoteología es la metafísica que rechaza.
Influido por Nietzsche Heidegger proclama que Dios está muerto.
Durante siglos la religión ha determinado la vida de los hombres, pero
ahora se derrumbó y hundió. El Dios platónico-cristiano nos ha dejado
definitivamente. Tal vez se puede considerar este fenómeno como un
efecto de la separación entre la fe y la razón, que Lutero había introducido.
Heidegger no la deplora, porque para él la religión no era más que una
escapatoria infeliz, por la que los hombres trataban de vencer la muerte.
Algunos discípulos de Heidegger, adeptos del así llamado tomismo trans-
cendental, opinaban que el ser de Heidegger podría ser identificado con
el Dios del monoteísmo judeo-cristiano, pero Heidegger mismo rechazó
esta interpretación con pasión y fuerza.30 La fe no tiene nade que ver con la
razón. El mismo se deja más bien llevar por una suposición no claramente
formulada,31 porque así se le ha abierto el camino hacia la libertad.32 La
religión no es más que una experiencia subjetiva. El conocimiento verda-
dero se alcanza haciendo un paso hacia atrás: la tradición filosófica expresa
el estado de pecado en que la humanidad vive según la fe cristiana. Hace
falta destruir los instrumentos de una filosofía clásica, instrumentos del
pecado. El pensamiento de Heidegger, por contrario, aspira a ser una so-
teriología. Descartando la religión y la filosofía de la razón busca algo de

30
Cf. R. Kearney y J. S. O’Leary, Heidegger et la question de Dieu, París 1980, pp. 333ss.
31
Was ist Metaphysik?, p. 13.
32
Unterwegs zur Sprache, p. 137.
50 León J. Elders

otro, una experiencia poética del mundo. Así introduce la extraña teoría de
los Cuatro (das Geviert): la tierra y el cielo, lo divino y lo mortal, que están
en frente los unos de los otros, sin que haya un centro.33 Dios es lo sagrado,
es decir una dimensión del mundo como lo es el éter.34

La ontoteología

Como lo hemos dicho antes, Heidegger utiliza la palabra onto-teolo-


gía para significar la metafísica tradicional. El término ontoteología se
encuentra en Kant, que lo emplea para describir una teología que toma
su punto de partida en conceptos (y no en el cosmos).35 Esta tentativa de
llegar a Dios, sin embargo, es en balde. Para Heidegger, por el contrario, la
palabra ontoteología tiene otro sentido. Una metafísica es ontoteología en
cuanto estudia el ente y busca su fundamento en el todo (das Ganze), pero
esto no produce más que el concepto de un divino sin forma. Heidegger
habla de la metafísica de esta manera, porque había encontrado en Duns
Scoto una descripción de la metafísica como la disciplina que considera
el ente y Dios. O. Boulnois36 describe el uso del término ontoteología por
Heidegger como sigue:
1) La metafísica nos dice lo que es el ente en cuanto ente. Hace afirma-
ciones sobre el ente. El término ontología37 significa su esencia, con tal de
que la concibamos según lo que es, y no según la forma en que es practi-
cada en las escuelas.
2) Estamos en la metafísica cuando formulamos una teoría a propósito
del ente.
3) La metafísica es una ciencia general y universal porque considera
todos los entes

33
Einführung in die Metaphysik, p. 25.
34
Holzwege, p. 272.
35
Se puede recordar aquí el argumento llamado ontológico de San Anselmo, y el Discours de la
méthode de Descartes.
36
«Quand commence l’ontothéologie?», en Revue Thomiste 1995, pp. 85ss.
37
La palabra se encuentra por primera vez en una obra de R. Goclenius, Lexikon philosophicum quo
tamquam clave philosophiae fores aperiuntur, Frankfurt a.M. 1613. J. Clauberg emplea ontosofía. La
idea era de separar la ciencia del ser de la teología, para que pudiera ser el fundamento de las
nuevas ciencias. Christian Wolff elaboró una ontología que funcionaba como una introducción
a la cosmología, psicología y teología natural.
Heidegger y la metafísica 51

4) Considera sea la totalidad de los entes sea el ente supremo, Dios. Hei-
degger piensa que estas dos consideraciones no deben ser separadas, como
ha sido el caso en la tradición filosófica. Tomando prestada una teoría de
Hegel, introduce dos fuerzas, a saber, la diferencia y la reconciliación. La
diferencia separa el ente del ser, la reconciliación los junta. Otra vez se nota
que Heidegger se refugia en un misticismo bastante vago y rehusa recurrir
a argumentos basados en la causalidad. Considera la técnica como una
amenaza que nos introduce en un modo de pensar anti-metafísico. No hay
esperanza de escaparse de esta situación. No hay otro remedio que esperar
con paciencia hasta que el ser se manifestará a nosotros.
Hay muchos que admiran a Heidegger, pero otros lo critican y dicen
que después de su primer libro Sein und Zeit casi no ha dicho nada de nue-
vo, sino que se perdió en un modo de pensar poco claro y a-científico.

León J. Elders S. V. D.
Seminario de Rolduc (Holanda)

Resumen

Después de la devaluación de la metafísica en los siglos XVIII y XIX Heidegger trató de rees-
tablecerla en una posición de honor subrayando su importancia para el hombre, este animal
metafísico. Sin embargo, su reconstrucción de esta disciplina no carece de serios defectos, en
particular en cuanto a la teología natural. El ensayo describe las propiedades del ser según
Heidegger, su relación con el hombre y la cuestión de Dios.
The Ancient Quarrel Between Philosophy and Poetry

George Santayana’s Three Philosophical Poets is the book that first set
my mind going on the subject I wish to address today. Years have passed
since I first read this little book, but I have read it many times since and
whenever our subject occurs to me, I remember what Santayana had to
say. His three philosophical poets are Lucretius, Dante and Goethe and
in discussing them he had to distinguish what they had written from the
works of non-philosophical poets – not with entire success, I think. Most
importantly, he had to distinguish poetry and philosophy.
On the face of it, the second distinction would seem easy to make.
After all, poets express themselves in verse –or, if we expand the concep-
tion of poet, as I think we must, beyond those who write in verse to all
those writers who proceed imaginatively– whereas philosophers would
seem to write. Not simply prose, but a particularly difficult kind of prose.
Think of Kant, think of Hegel, think of just about any article in a current
philosophical review. Not every reader would care to take any of them for
bedtime reading, or if he does it would be for their soporific effect.
The question can be complicated if we introduce the category of poetic
philosophers, thinkers like Nietzsche and Kierkegaard, Unamuno and Sar-
tre, who are as likely to tell us a story as to provide us with an argument
in what we would perhaps think of as the usual philosophical manner.
We soon come to think that, throughout the history of western culture, the
presumed distinction between poetry and philosophy has been honored
as much in the breach as in the observance.
What I propose to do in the following is threefold.
First, I will draw your attention to some discussions that took place, if
not at the dawn of philosophy, at least in its early morning.
Second, having on the basis of my appeal to the ancients provided a
distinction between poetry and philosophy, I will turn to Santayana’s –and
everybody else’s– point of reference, namely Dante, at the same time say-
54 Ralph McInerny

ing a thing or two about the metaphysical poets of the 17th century, with
particular reference to T. S. Eliot’s lectures on the metaphysical poets.
Third, and finally, I shall offer some random thoughts on the issues that
will have arisen.

1. The Ancient Quarrel


It was Plato, in the Republic, who spoke of the ancient quarrel between
the philosopher and poet. On the face of it, this may seem to be a surpris-
ing claim. In its beginnings, philosophy expressed itself in verse. If you
were to consult such a collection of the Pre-Socratic philosophers as Kirk
and Raven’s, you would find that, so soon as we have fragments of the
works of this first generation of philosophers –we are speaking of the 6th
century BC– those fragments are in verse. Parmenides comes down to us in
three large fragments, all of them poetic, one of which serves as prologue,
the next as providing us with the way of truth, and a third which presents
the way of seeming or appearance. The prologue provides a dramatic
setting for what follows. Parmenides is taken up in a chariot and given a
revelation by the gods which he is commissioned to retail to us. The basic
message is that being is and that non-being is not, which may not seem
to be a claim requiring the authority of revelation, but the use to which
Parmenides puts it would not immediately leap to many minds.
Empedocles is often credited with first putting forth the four elements,
fire, air, earth and water. But if you look at his fragments you will not find
those everyday words; rather the elements are given the names of mythical
figures and their combining and disconnecting are spoken of in terms of a
cosmic drama. When a compound is formed from the union of elements,
a trespass has occurred, since each element has its allotted quadrant such
that its mixing with another involves crossing the border into the other’s
territory. Illegal aliens, so to speak. The resulting compound is thus the
product of injustice and this calls for its ultimate dissolution.
Hesiod is sometimes counted among the early philosophers, but Homer
is not. It is of course Homer that Plato has in mind when he speaks of
the ancient quarrel, and his main complaint is that Homer attributes to
the gods actions that would be reprehensible in men. Yet Homer was the
schoolmaster of Greece, the Iliad and Odyssey forming a large part of edu-
cation, with boys not only memorizing lines but enacting the stories. It is
because the devices of the poet engage us so fully that Plato is intent on
outlawing from his ideal republic poetry which inculcates falsehoods. He
Philosophy and Poetry 55

allows that the blandishments of poetry, when added to truth, may find
admittance to his ideal state, and allows further that such poetry is more
powerful than mere prose.
All this is somewhat odd in that Plato is surely one of the most artful
philosophers. His dialogues dramatize the mind’s pursuit of truth in ways
which have made them absolutely essential to philosophical literacy. Not to
know Plato is to cut oneself off from one of the main sources of the culture
in which we exist.
Aristotle, as you know, was a student in the Platonic Academy, remain-
ing there for nearly twenty years. He is said to have left when Speusippus,
a nephew of Plato’, was made head of the school on the death of its founder.
Aristotle then founded the rival Lyceum. But it would be wrong to think
that it was only then that Aristotle became critical of the key tenet of Pla-
tonism, the Ideas, or Forms. For one thing, it was a standard exercise in the
Academy to formulate difficulties for the theory of Ideas, as the beginning
of Plato’s Parmenides shows. No need to rehearse the doctrine of Ideas, save
to recall that Plato held that certain knowledge required changeless objects
and this made it impossible to think that knowledge was of the changeable
things of this world. Those changeable things are and are what they are by
participation in or imitation of ideal entities beyond space and time which
are immune to change. Of all this Aristotle was dismissively to say that it
amounted only to empty metaphors. In short, he was accusing his master
of being more poet than philosopher.
And what did Aristotle mean by poetry? All we need do is consult his
Poetics to find out. The poet provides imitations of human action; the dra-
ma puts before us human beings in a dilemma who must act to extricate
themselves from it. The Poetics as it has come down to us is incomplete. We
have Aristotle’s discussion of tragedy and comedy, but those on the epic
and other kinds of poetry that he lists at the outset are lost to us. When
Aristotle enumerated instances of poetry that he hoped to analyze, we
find on the list the dialogues of Plato. Imitation is the key to poetry in the
broadest sense, Aristotle maintained, and as for poetic diction, the heart of
it is metaphor. A metaphor involves speaking of something by speaking of
something else that is thought to cast light on it. This makes it discursive.
“My love is like a red red rose.” This is a simile, of course, which is close
kin to metaphor, and the comparison is meant to tell us something of the
poet’s beloved by reference to roses.
To make a long and complicated story short, Aristotle saw poetry as being
located at one end of a spectrum of discourse at the opposite end of which
was philosophical discourse. A note of the latter is that it avoids equivocation
56 Ralph McInerny

and seeks to speak of things in their own terms. For all that, poetic discourse
teaches, leading us from one thing to the other, the transportation provided
by metaphor much as more austere arguments lead us from premises to
conclusion. On this view, poetry is a poor cousin, but nonetheless related, to
philosophical discourse. Thomas Aquinas, himself a poet, adopted this view,
speaking of poetry as infima doctrina, the least of teaching tools.

2. Dante as Philosophical Poet


The Aristotelian account of the relation between poetry and philosophy
must not be misunderstood. Like Plato, he will say that “bards tell many
a lie,” quoting a poet as he does so, but he also argues that poetry is, how-
ever fragile, a vehicle for conveying the truth, something it does in its own
peculiar way. A hierarchy is the recognition of order, not a putdown of
things low on its scale. This is far distant from some contemporary philo-
sophical dismissals of poetry as nonsense, as not susceptible of truth or
falsity, but merely an emotive effusion.
Most of the writers whom I have found helpful on this matter come
sooner or later – usually sooner – to Dante. This is true not only of San-
tayana, but of his student T. S. Eliot who, in his lectures on the metaphysi-
cal poets, is guided by his old professor and gives pride of place to Dante.
The same is true of Jacques Maritain in his Creative Intuition in Art and
Poetry. Critics like Harold Bloom, for example in The Western Canon, give
similar pride of place to Dante, no matter how high they wish to rank
Shakespeare and Milton. From the perspective of our interest now, Dante
is of maximum interest.
I take his letter to Can Grande della Scala, in which he dedicates the
Paradiso to that patron, to be authentic, but even without it one can make
the points I wish to make. They are, however, made unequivocally in that
letter. Dante tells us that his greatest poem is an exercise in moral philoso-
phy. At the end of La Vita Nuova, a suite of poems which are followed by
prose reflections on them, Dante expresses his discontent with what he has
accomplished. His ultimate intention is to write of Beatrice as no woman
has ever been written of. This is rightly taken to point to the Divine Com-
edy. In preparation for that task, Dante undertakes an extended study of
philosophy and theology, in Florence, where among his Dominican teach-
ers were some who had studied under Thomas Aquinas at the University
of Paris. The Comedy is set in the year 1300, the lifetime of Dante slightly
overlaps that of Aquinas, and in the Comedy, as in the Circle of Light in
the Paradiso, he exhibits knowledge of controversies in Paris he seems to
Philosophy and Poetry 57

have become acquainted with during his time of preparatory study. How
can the 100 cantos of the Divine Comedy be read as philosophy? That is
the problem Dante’s self-description poses.
There is the commonplace that the Comedy is the Summa theologiae of
Thomas Aquinas cast into verse. It is best to take that as nonsense. That the
thought of Thomas exercised a tremendous influence on Dante the poet is
undeniable, but to speak of that influence as a mere translating of prose into
poetry does disservice to both sides of the comparison. Santayana is of help
here. In reflecting on his three philosophical poets, Santayana suggests that
standing behind each of them is a profound philosophical account of the
way things are. Thus, Lucretius is taken to be the poet of naturalism, Dante
the poet of supernaturalism, and Goethe of romanticism.
The first thing this requires of us is to surmount our tendency to think
of poetry in terms of the lyric. We have perhaps lost the sense that the poet
can take on vast subjects and treat them at length. As Santayana suggested,
in our times, it is almost a condition of being a poet to be brief.
Dante was anything but diffident about his accomplishment in the
Comedy. Unlike La vita nuova and Il Convivio, we are not presented with a
mixture of poetry and prose, the latter explicating the former. But Dante
applies to his great poem the technique that had been developed for in-
terpreting Sacred Scripture, distinguishing between the literal and the
allegorical meaning of the Comedy. The literal meaning is the state of souls
after death. The allegorical meaning is the way in which human beings, by
the exercise of their freedom, by the life they live, determine their eternal
reward or punishment.
It may seem hubristic for Dante to apply the senses of Scripture to his
own poem, but it does suggest something else. Thomas, as I have men-
tioned, speaks of poetry as the least of doctrines and he follows Aristotle
in seeing metaphor as the mark of poetic diction. At the outset of the
Summa theologiae, when he is clarifying the subject matter of his great sum-
mary and points to revealed truths as providing the principles of theology,
he asks an interesting question. Is it fitting that Scripture should employ
metaphors and figures.
In discussing this, Thomas distinguishes between metaphors which
raise the inanimate or subhuman to a higher level by attributing to them
human characteristics –the smiling meadow, the raging sea, the serene sky,
etc.– from metaphors which proportion higher things to us by speaking
of them in our terms. It is because God so exceeds our human capacity to
58 Ralph McInerny

understand that he speaks to us in our language, with all the associations


and implications of that language which has been fashioned to know what
we know best, the things of this world. God is a burning bush, a pillar of
cloud, a lion, and in these appearances as in the application of such terms
to him, we learn to ask what, given their literal meanings, such terms can
mean when applied to Him. All thinking, and therefore all talking, about
God involves a movement from sensible things to that which lies beyond,
and can only be imagined as beyond. To speak of God as angry is like
speaking of one’s beloved as a rose.
The designation of certain 17th century English poets as metaphysical
would seem to pose our question in an acute form. Of course, calling these
poets metaphysical was not at first to praise them – the term comes from
John Dryden and is used by Samuel Johnson, the latter in a very critical
way. He thinks those he called metaphysical are show-offs, parading their
erudition, deliberately seeking to be difficult, and so on. John Donne is
preeminent among the metaphysicals. What does it mean in his case?
Consider these lines from different poems.
At the round earth’s imagined corners....

I am a little world made cunningly


Of elements, and an angellike sprite,
but black sin had betraid to endlesse night
my worlds both parts, and (oh) both parts must die.

What if the present were the worlds last night?


Marke in my heart, O Soule, where thou dost dwell,
the picture of Christ crucified, and tell
whether that countenance can thee afright...

Perhaps we are used to this sort of thing. It may not be Wordsworth


or Longfellow, but cerebral poetry came roaring back in the 20th century.
There were even new metaphysical poets, like Richard Wilbur. In his
lectures on the 17th century metaphysicals, Eliot began by suggesting a
peculiar affinity between them and 20th century poets.
Eliot, in addressing the problem, sees it as a particular form of asking
the relationship between thought and poetry. Perhaps at one extreme
would be the attempt to make poetry simply the music of language –les
sanglots longs des violins– sound over meaning. Metaphysical poetry would
be at the other extreme. It is the poetry of thinking.
There are three principal forms in which thought can invest itself and
become poetry. Eliot suggests. One is when a thought, which may be and
Philosophy and Poetry 59

most often is a commonplace, is expressed in poetic form though in the


language of thought.

Men must endure


Their going hence, even as their coming hither,
Ripeness is all. [Lear, v.ii]

He calls these gnomic utterances.


Second, is the discursive exposition of an argument. Pope’s Essay on
Man, and passages in the Purgatorio expounding the origin of the soul.
“Immense technical skill is necessary to make such discourse fly, and great
emotional intensity to make it soar.”
Third, when an idea ordinarily only apprehensible as an intellectual
statement is translated into sensible form. E.g. Donne’s ability to elevate
sexual love into a mingling of souls.
What Santayana and Eliot give us is fascinating but remains somehow
dissatisfying. If philosophical or metaphysical poetry is going to be de-
fined in terms of the role of thought, it seems difficult to exclude much,
perhaps only Lewis Carrol and the Impressionists.

3. Random Thoughts
It is surprising to read in one of the Four Quartets that, “the poetry does
not matter,” –expressed of course in a poem. One of the distinctions Aris-
totle makes in the Poetics is between verse and poetry. He remarks that you
could put Herodotus into verse and it would still be history, not poetry.
The essence of poetry, for Aristotle, is imitation, the conveying through
human behavior of some truth. What seems to be peculiar to such poetic
conveyance is the prominence of the sensible, the imaginable, the concrete,
which we dwell on but which lifts the mind to something beyond. This is
to proportion it to the human level. We are animals who speak and there
is a sense in which mind, though it is definitive of us, can draw us into a
kind of thinking that does not involve us fully, appetitively, imaginatively.
Indeed, one of the claims about theoretical thinking in its highest form is
that it must transcend imagination. Undeniably, there has been a tendency
among many philosophers to denigrate the kind of thought and language
that characterize the poet. The poet addresses our mind, no doubt, but
through our imagination, our sensibility, our feelings. As Eliot suggested
about the metaphysical poet, thought and feeling become fused.
60 Ralph McInerny

My earlier reference to Thomas and scriptural metaphors provides me


with an exit strategy for this talk.
All men by nature desire to know, and this hunger for truth can only be
assuaged by such knowledge as we can attain of God. Such knowledge is the
ultimate aim of philosophizing, and its successful attainment depends on
knowledge of just about everything else. Any knowledge we have of God is
gained by inference from our knowledge of the things around us. The classi-
cal proofs of the existence of God have premises which express truths about
things other than God. As our knowledge is oblique and indirect, so is the
language we use to speak of God. Hence the prominence of metaphor, not
only in philosophical talk of God, but in the Bible. The Old Testament makes
God known in a variety of ways, but they are all indirect. Adam and Eve
may have walked with God in the garden of Eden in the cool of the evening,
but ever afterward our God is a hidden God. This is so because He makes
himself known by means which are accessible to us, and that means what
can be sensed, imagined, felt. Not all talk of God is metaphorical, but it is
all indirect. If analogy is distinguished from metaphor, as it can be, there is
nonetheless involved in it the primacy of the sensible.
You will find books devoted to the origins of philosophy with titles
like From Religion to Philosophy or From Poetry to Philosophy. Both Plato and
Aristotle saw what they specifically did as an advance on and corrective of
those they called Theological Poets. This may seem to relegate the poetic
to an early and surpassable stage of human culture, such that those who
retain an interest in poetry are retarded, philosophers manquees. Should
the philosopher be sheepish about his interest in poetry?
I have alluded to the paradox that Plato, that most artful of philoso-
phers, is critical of art and that Aristotle criticizes Plato for lapsing into
metaphor. We notice, however, that both men are steeped in the poets. Let
me draw particular attention to the fact that Aristotle wrote the Poetics.
It would be absurd to think that this is an exercise in knowing the
enemy. No one can read that little work as if it were speaking of works
unworthy of attention, or an appreciation we are meant to overcome. I
suggest that the Poetics is a powerful sign of the continuing necessity of
poetry for the philosopher.
The discussion of tragedy suggests that certain limit situations of hu-
man action make it clear that the intentions and wishes of the agents are
not the final word on human life. Something else is at work in human af-
fairs, call it Moira or Providence, call it God. Human life would be unintel-
ligible without this reference. The poet invokes the transcendent, he does
not prove it. But under his auspices we become reconciled to aspects of
Philosophy and Poetry 61

our lives which would otherwise be absurd and irrational. In the tragedy
what must seem absurd and irrational to the agents, and to the audience,
becomes finally suffused with a reasonableness and rightness that exceeds
our own immediate criteria.
The philosopher, as metaphysician, seeks to formulate arguments for
the existence of God and for the establishment of some of his attributes. At
the acme of Book 12 of the Metaphysics, Aristotle offers as the best descrip-
tion of God, who is Pure Actuality, Thought Thinking Itself. This phrase
does not wear its meaning on its face, and the understanding of it depends
on a host of earlier analyses and arguments. But it is nonetheless the high-
est achievement of Greek metaphysics.
Not everyone will be able to devote himself to such inquiries, but even
the few who can will find their activity episodic. Contemplation of the
divine cannot be a 24 hour occupation for a human being. Let me end with
a word picture. Aristotle could not have written his Poetics without hav-
ing been a devotee of the theater; his knowledge of Greek drama is vast.
So imagine Aristotle, the quintessential philosopher, the master of those
who know, his life defined by contemplation, there in the theater, if not in
the front row, close to the stage, paying rapt attention to the deeds enacted
before him. Like any other viewer, those deeds will invite him to reflect
on the mystery of human existence, the role of change and providence in
our lives. Surely this delight is not alien to contemplation. And perhaps
for many in the audience it is the only way in which they participate in
contemplation.

Ralph McInerny
University of Notre Dame

Resumen

Los primeros pensadores griegos se expresaron casi siempre en verso. Platón critica a los poetas
pero es él mismo un eximio escritor. Aristóteles incluso lo acusa de ser más poeta que filósofo, y
tiene a la poesía por el discurso menos verdadero, aunque también capaz de verdad a su manera.
Santayana subraya que la poesía de Dante, Lucrecio y Goethe desborda filosofía. Santo Tomás
considera la metáfora un medio adecuado para indicar lo que supera al entendimiento humano.
Y los poetas metafísicos confirman la vecindad entre lo poético y lo filosófico. En cualquier caso,
queda en pie que para la mayor parte de la humanidad el acceso a la contemplación tiene más
que ver con la poesía y el teatro que con la argumentación filosófica.
Courrèges y la lógica

¿Cuál es el rasgo más típico de la modernidad? La respuesta ha sido es-


tudiada por conocidos autores y, aunque no coincidentes, sus propuestas
fueron bien fundamentadas. Pero es curioso que –tal vez por considerarlo
demasiado evidente– no han destacado un rasgo esencial: la eclosión del
saber.
En el mundo antiguo y medioeval, la mayor parte de la humanidad era
iletrada: no sabía leer ni escribir. El saber, en sentido propio, era privilegio de
pocos. Influyó en un cambio profundo el cristianismo: la revelación divina
está fundamentalmente en “los libros” (en griego, “biblia”). La difusión de
una religión “bíblica” (libresca) coincidió con un período de tranquilidad
del Imperio Romano (la “paz de Augusto”) en el que los latinos procuraron
extender su cultura a los “bárbaros” que antes habían conquistado.
La decadencia del Imperio oscureció las luces de este período que vio
las primeras invasiones de los bárbaros orientales, más que merecedores de
este título. El saber, como un legado precioso, se refugió en los monaste-
rios, lejos de las frecuentes luchas feudales de la época. Un momento de
resplandor fue el que irradió el reinado de Carlomagno; aunque breve, dejó
semillas que fructificaron en el brillante siglo XIII, en el que aparecieron
las universidades.
Pero fue preciso esperar hasta el inicio de la edad moderna para con-
templar la admirable eclosión del saber que llega hasta nuestros días. Sin
duda son las ciencias experimentales las que con sus descubrimientos
atrajeron la atención que antes ejercían las disciplinas teoréticas. Pero,
también es un hecho que la modernidad hizo ver que es más lógico que
la ubicación social dependa más de la validez del individuo que de una
herencia o situación familiar, y esa validez le da, ante todo, el saber.
La difusión del saber no lo diluyó sino que lo extendió, profundizó y
llevó a la especialización. Ya nadie podía ser “sabio” en el sentido de domi-
nar todo el ámbito del saber. Se ha dicho que Leibniz sería el último de los
64 Gustavo E. Ponferrada

sabios en el sentido antiguo. Pero es dudoso que esto sea algo más que un
símbolo. Un sabio moderno es un especialista.
Para Ortega, un especialista es un hombre que sabe mucho de lo suyo
y casi nada de lo demás. Hoy un médico, un abogado, un contador, un
ingeniero, si quiere progresar en su carrera debe especializarse. Pero por
extensos que fueran sus conocimientos sabe la contradicción que encierra
el título que ácidamente le endilgaron a un prolífico polígrafo italiano,
Umberto Eco, especialista ‘in tutto’. La frase de Ortega parecería perder
sentido: el especialista apenas domina una franja, no muy ancha, del saber
en el que se especializa.
En las disciplinas “humanísticas”, el contacto con principios universales
hace más fácil una relación, pero también en ellas la especialización tiene
un papel importante. Un estudiante avanzado en su carrera filosófica sabe
que no tiene sentido pensar en especializarse, por ejemplo, en Ética o en
Estética porque antes debe permanecer algún tiempo en otras materias,
indispensables para manejar con soltura aquellas que más le atraen.
Pero es notable que a alguien se le ocurra detenerse en Lógica, conside-
rada como el primer escalón del saber filosófico. Tal vez, una vez ejercidas
cátedras en otras especialidades, vuelva a la cenicienta que en la Edad
Media ni siquiera se estudiaba en la Facultad de Filosofía sino en la de
“Artes”, que era preparatoria a las facultades “mayores”.
Sin embargo el Licenciado Courrèges ha dedicado años de docencia a
la Lógica (también a la gnoseología), lo que indica el aprecio que le merece
esta especialidad. Me ha parecido que, en honor suyo, puedo transcribir
algunas observaciones hechas durante mis largos años de docencia en los
que vi la principalidad de la Lógica.

II

Es natural pensar que el hombre primitivo habría, más de una vez, que-
dado extasiado ante la magnificencia nocturna del cielo estrellado o ante la
inmensidad del mar en una lenta puesta del sol. La capacidad de admira-
ción ante la belleza, propia de nuestra condición humana, va unida a una
espontánea reflexión sobre el orden y la regularidad de los fenómenos de
la naturaleza; la rítmica alternancia del día y de la noche, la sucesión de las
estaciones y, en éstas, el surgir y decaer de la vida vegetal y animal.
Courrèges y la lógica 65

Este orden admirable de las fuerzas de la naturaleza, aun cuando no


sea absoluto, aparece como una primera manifestación de la lógica. Dos
autores alemanes, J. Stenzel y E. Hoffmann, denominan “lógica arcaica” a este
orden racional, que precisamente satisface al hombre porque él mismo es
esencialmente racional.
Aunque las fuerzas naturales originaron deidades mitológicas, quedó,
sin embargo, la idea de la unidad de una entidad animadora del mundo.
Al pasar el pensamiento griego “del mito al logos”, según la clásica ex-
presión de W. Nestle, el filósofo Heráclito hizo de una “Razón” universal la
realizadora del orden cósmico que ya no se identificaba con ese “Logos”
del que participaba la razón de cada hombre (“aunque no todos quieran
oír su voz”).
Sin embargo, no todo es racional en el universo. Los pitagóricos guarda-
ron como un “terrible secreto” el descubrimiento, por uno de los suyos, de
los “números irracionales” (como ∏= 3,1416...) que rompían la racionalidad
universal. Su autor, Hipaso de Metaponto, fue condenado a muerte y ejecu-
tado.
Otra dificultad surgía de la oposición entre la enorme variedad de las
cosas y la unidad que presenta el mundo. Una solución fue la de los jónicos
de Mileto (Tales, Anaximandro, Anaxímenes): la unidad de todas las cosas
proviene de que todas “están hechas de lo mismo”; su constitutivo común
es en principio corpóreo (agua, algo indeterminado, aire).
Otra dificultad a la racionalidad del cosmos es la admisión por Demócrito
de una “nada existente” entre corpúsculos “indivisibles” (átomos) consti-
tutivos de las cosas: una “nada existente” es algo irracional, una noción
contradictoria. La lógica cósmica comienza a desaparecer.
La llegada a Atenas de delegados comerciales del sur de Italia centró la
atención en la palabra. Un notable entrenamiento tenían esos enviados por-
que, a la caída de un gobierno tiránico que se había apoderado de tierras
de sus adversarios políticos, cada uno debió alegar sus derechos en juicios
orales, lo que llevó a crear escuelas de dialéctica.
La razón dejó de ser ante todo el orden cósmico para estar expresada
por la palabra que convence, conmueve, irrita, que también puede engañar,
embaucar, dañar. Los sofistas, entusiasmados por el tan increíble poder de
la palabra asombraron a los atenienses con sus malabarismos dialécticos,
tan útiles para los políticos. Contra ellos Sócrates defendió la validez de la
palabra y, al parecer, fue el primero en señalar la importancia de definir los
66 Gustavo E. Ponferrada

términos: al llegar, gracias a la ayuda de un maestro, a captar lo que cada


cosa es (su esencia), la mente “da a luz” en su interior a esa misma realidad,
la posee. Así, quien llega por este proceso a poseer la esencia de la justicia,
ya es un hombre justo (no distingue la posesión intencional de la real).
Su discípulo Platón compartía su preocupación ética y su amor a la
palabra (los medievales le atribuyeron la frase “nemo philosophus nisi
philologus”).
La racionalidad de las palabras no podría fundarse en el cosmos, siempre
cambiante, sin fijeza; no podría explicar la consistencia de las palabras ni
en permanencia a su significado.
Por ello imagina un “lugar celestial” en el que nada cambiase; el cambio
supone que algo deja de ser lo que es para pasar a lo que no es aún: sería
un triunfo de la nada sobre el ser. Por eso en ese mundo estático todo es
inmóvil y perfecto. Allí subsisten los prototipos de cada esencia, Ideas in-
corpóreas que proyectan sus sombras sobre el mundo sensible, originando
así las cosas. No se ha subrayado suficientemente la importancia del paso
dado por Platón: es el primero en admitir la realidad de lo espiritual como
lo “totalmente inmaterial”. Hasta él sólo hubo algún atisbo sin trascenden-
cia de considerar que lo real no se identifica con lo corpóreo.
Las observaciones de Platón sobre la palabra: al no buscar en el mundo
sensible un fundamento para la permanencia de la verdad, ubica en la men-
te humana el descubrimiento de la inteligibilidad de lo real. Como aparecen
en diálogos que no quieren tener el orden didáctico de una clase, movió sin
duda a su discípulo Aristóteles a exponer, profundizar y corregir con aportes
originales el pensamiento platónico, a la vez similar y distinto del suyo.

III

Con toda justicia Aristóteles es llamado “el padre de la Lógica”, aunque


este término, “lógica”, haya sido impuesto más de un siglo después de su
muerte por la escuela estoica y aunque haya elementos que les proporciona-
ron autores anteriores, puede decirse con toda verdad que el Estagirita es
el creador de la primera disciplina filosófica organizada, aunque no como
tal sino como “instrumento” (“organon”) del saber filosófico.
El mismo Aristóteles narró que analizando su propio modo de razonar
logró reducir a una serie ordenada de esquemas básicos la frondosa com-
Courrèges y la lógica 67

plejidad de nuestro pensamiento y lo hizo de un modo tan acabado que


Kant, ubicado en una línea ajena al aristotelismo, pudo escribir, veinte
siglos después, que es imposible añadirle o quitarle algo.
La obra aristotélica se compone de seis pequeños trataditos: Categorías,
sobre los términos; Interpretación sobre las proposiciones; Analíticos An-
teriores, sobre el razonamiento; Analíticos Posteriores sobre las inferencias
científicas; Tópicos, sobre los razonamientos probables; Sofismas, sobre las
falsas inferencias. El estudio del razonar busca determinar la coherencia del
pensamiento en su aspecto formal, abstrayendo de su contenido concreto
para poder aplicarse a todo caso semejante, aunque sin olvidar que toda
forma lo es de una materia.
Este estudio seguiría tres pasos: 1) el razonar desde un caso particular a
otro particular por analogía; 2) de varios casos particulares a una conclu-
sión universal por inducción; 3) de proposiciones universales a conclusiones
particulares por deducción. Este último es el modo seguro, el que utiliza la
ciencia y la filosofía. Su forma más típica es el silogismo, en el que de com-
parar dos términos con un tercero se infiere si los dos primeros convienen
(o no) entre sí y pueden afirmarse (o no) con certeza.
Según la disposición de las proposiciones y de los términos, estableció
“figuras” y “modos” con sus reglas propias. Además inició el simbolismo
al utilizar letras para representar términos; es el iniciador del estudio del
signo que desarrolló la moderna Semiótica; sobre los significados de las pa-
labras, hoy tratado por la Semántica; el reducir las inferencias a principios
indemostrables por evidentes (axiomas), preanunciando la axiomatización
moderna.
El aporte aristotélico es enorme y duradero. Por ser el iniciador de una
disciplina no se le podría reprochar el no ocuparse suficientemente de la
inducción o de la argumentación total hipotética (que consideró insegura)
o su pobre presentación de los silogismos modales.
Su amigo y sucesor Teofrasto incorporó a la Lógica nuevos temas: el de
la doble negación, la cuantificación del predicado, los modos indirectos del
silogismo, el estudio de las argumentaciones condicionales y modales.

IV

Un cambio notable constituyó la elaboración de una lógica que no mide


solamente la coherencia interna del razonar sino la relación a la realidad
68 Gustavo E. Ponferrada

externa de sus conclusiones, es decir su verdad o falsedad. Este tema no es


lógico sino metafísico. La relación de coherencia entre los elementos de un
razonamiento es mental y es el objeto de la Lógica; la ubicación del enten-
dimiento a las cosas es real y es objeto de lo que hoy llamamos Gnoseología,
parte del saber metafísico. El fin (no el objeto) de la Lógica es, sin duda, la
verdad pero está en otro ámbito.
De esta nueva lógica que introduce en ella misma lo verdadero y lo
falso nos han llegado dos formas: la megárica y la estoica.
La megárica, formada por seguidores de Euclides de Megara, que había
unido el socratismo con el eleatismo parmenidiano. Sabemos que desarro-
llaron una lógica de la discusión. Euclides de Megara fue autor de famosas
paradojas, como “el mentiroso”, “el calvo” y “el cornuto”. Diodoro de Cronos
estudió las proposiciones modales y las implicaciones lógicas. Por desgra-
cia sólo se conservan fragmentos de sus escritos y citas indirectas.
La lógica estoica dejó bastante más material. Estuvo ligada con la megá-
rica porque su creador, Zenón de Citio, fue discípulo de Estilpón de Megara,
sucesor de Euclides en la dirección de los megáricos. En Atenas, Zenón
fundó una escuela que se reunía en el amplio portal de la ciudad, de donde
el nombre de estoica (“stoa”: pórtico). Su tema central era ético: venciendo las
pasiones y ejercitando las virtudes se llega a la imperturbabilidad del ánimo
y con ella a la felicidad.
La fuente de la infelicidad serían los razonamientos que nos perturban;
de ahí la dedicación de los estoicos a la Lógica, que a la vez los habilitaba
a tener éxito en sus clásicas discusiones con los escépticos y los cínicos. La
lógica estoica era distinta de la aristotélica, porque no parte de los últimos
elementos del análisis del razonar, los términos, sino del lekton, expresión
con sentido propio; con un enunciado afirmativo o negativo (los términos
pueden tener un sentido diverso según la frase que integran). De ahí que
no pueda hablarse de “silogismos hipotéticos” sino de “argumentación
hipotética”, ni de “premisa mayor o menor” sino de “primer premisa” o
“segunda”.
Este modo de argumentar sin duda agiliza la discusión, pero reduce el
campo de la lógica a razonamientos encabezados por proposiciones con-
juntivas, disyuntivas o condicionales. La moderna lógica matemática no ha
tenido en cuenta las observaciones de autores medievales y renacentistas
sobre la extrema debilidad de la argumentación hipotética que sólo a costa
de reducciones notorias logra salvar alguna validez en este modo de ra-
zonar (de ahí los ejemplos pueriles: “Si Juan no está vivo, está muerto; no
está vivo; luego está muerto”).
Courrèges y la lógica 69

De todos modos, el hecho de que una escuela ética haya dado una im-
portancia capital al estudio del razonamiento revela la función capital de
la lógica, aun en el caso del estoicismo, que mezcla el rigor lógico con la
verificación experimental de las proposiciones.
Un platónico, Lucio Apuleyo, poeta y novelista, publicó en el siglo II
d.c. una “Filosofía Racional” centrada en la lógica proposicional. Estudió
cuatro tipos de enunciados: universales afirmativos, universales negativos,
particulares afirmativos y particulares negativos. Construyó el famoso
“cuadrado lógico” de oposiciones vigente hasta nuestros días.
Otro autor, esta vez aristotélico, el médico Galeno de Pérgamo (siglo II
d.c.) expuso la lógica del Estagirita con agregados propios. Se le atribuyó
la llamada “figura galénica” que se agregaría a las tres de Aristóteles. Pero
no es una “cuarta figura” sino un polisilogismo.
Un neoplatónico, feroz anticristiano, Porfirio, en su Isagoge (Introduc-
ción) presentó los géneros y especies universales, inspirándose en Séneca.
Organizó estas nociones en el conocido “árbol de Porfirio”. La pervivencia
de estos temas lógicos señala la importancia de esta descripción.

El joven Manlio Boecio (s. V-VI), de familia romana aristocrática se formó


en Atenas en el Liceo aristotélico y en la Academia platónica. Fue encarga-
do por el rey Teodorico de transmitir la cultura griega al mundo romano
al que se habían incorporado pueblos “bárbaros” (galos, francos, godos).
Tarea inmensa. ¿Por dónde empezar? Naturalmente por la Lógica que in-
dica el modo correcto de pensar, para seguir después con el resto de los
escritos aristotélicos. El texto griego no podía ser abordado en el mundo
latino por faltar traducciones. Boecio tradujo, ante todo, las “Categorías” y
“La interpretación”, comentándolas, y las hizo preceder con la “Isagoge”
del neoplatónico Porfirio. Antes de presentar los libros “Analíticos” hizo una
síntesis del contenido de estas dos obritas, breves pero densas, que tituló
“Silogismos categóricos” y “Silogismos hipotéticos” (este último título es inco-
rrecto porque no designa silogismos sino argumentaciones hipotéticas).
Estos escritos fueron durante siglos la base de la cultura occidental,
perdida tras la decadencia del Imperio Romano, la penetración de pueblos
nórdicos y orientales, las invasiones de los bárbaros orientales, merecedores
éstos de este título infamante, aplicado también a los galos, francos, godos
70 Gustavo E. Ponferrada

y germanos, mucho menos belicosos y más organizados. La Lógica discipli-


nó las mentes y las preparó para asimilar diversos influjos culturales.
Al decaer el imperio en Occidente, en Oriente se conservó el legado de
la antigüedad. El emperador bizantino Justiniano, católico español, cerró
las escuelas tradicionales de Atenas por considerarlas paganas, focos de
errores y de peligros para la fe. Los profesores del Liceo, sobre todo, se
enteraron de que los cristianos de Siria querían aprender griego para leer
los textos de la Biblia y de los Santos Padres. Viajaron a tierras sirias, en-
señaron el idioma griego y por ellos los cristianos conocieron la filosofía
aristotélica, comenzando por la Lógica.
Por los cristianos sirios, conocieron la filosofía aristotélica (también la
platónica) los musulmanes que habían comenzado a expandirse en Oriente.
En Bagdad hubo una escuela filosófica predominantemente aristotélica que
hizo importantes avances en la lógica. En Turquestán, Avicena solucionó el
problema de la validez del concepto y construyó una teoría de la inferencia
partiendo de proposiciones modales. En España fue más fiel a la letra de
Aristóteles el cordobés Averroes.
En Occidente, Carlomagno logró una reconstrucción del extinguido
imperio y se preocupó por la difusión de la cultura creando en su sede de
Aquisgrán, una escuela que debían frecuentar los pensadores y el propio
emperador. La base de todo fueron las traducciones de Boecio. La de la
Isagoge planteó un problema que transforma una cuestión lógica en un tema
metafísico: la existencia en la realidad de los géneros y las especies, que
son abstracciones mentales (con fundamento real). El humanista Juan de
Salisbury escribió la historia de esta “querella de los conceptos universales”
en la que se enfrentaron las posturas más realistas hasta las más nomina-
listas. Y que es una cuestión que ha permanecido bajo formas diversas, en
toda la filosofía posterior.
En la línea de la escuela palatina se conocieron obras que estudian te-
mas lógicos debidos a Heirico de Auxerre y Remigio de Auxerre que unen la
lógica con la gramática. Pero un hecho decisivo fue la entrada en España
de tropas musulmanas que iniciaron una ocupación de la península, don-
de se establecieron por ocho siglos.
El contacto de los latinos (de lengua, de raza, en su mayoría eran visigo-
dos) con los moros (árabes de cultura, de varias razas) hizo ver la superio-
ridad de éstos en matemáticas, astronomía, mineralogía, botánica y sobre
todo filosofía. Comentan las obras de Aristóteles y sus comentaristas,
muchos de Platón, Plotino, estoicos, escépticos.
Courrèges y la lógica 71

Los latinos habían estudiado, gracias a las traducciones de Boecio el


texto de las “Categorías” y “La interpretación” del Estagirita; veían con
alegría versiones de las demás obras lógicas, los “Analíticos anteriores” y
“Posteriores”, “Tópicos” y “Sofismas”, a los que se fueron agregando apor-
tes de bizantinos, griegos y árabes.
De España toda esta riqueza pasó a la recién creada Universidad de
París donde en una primera época el interés fue sobre todo por la lógica.
Se destacaron Jean Le Page, Humberto de Auxerre y Nicolás de París. Pero la
gran figura fue Pedro Hispano, portugués cuyas “Summulas” tuvieron un
éxito extraordinario y fueron reeditadas varios centenares de veces.
El interés por la Lógica y su importancia para el desarrollo de otras
disciplinas hizo que teólogos que nunca enseñaron Lógica publicaran im-
portantes tratados exclusivamente dedicados a esta disciplina: así S. Al-
berto Magno, S. Tomás de Aquino, Roberto Kilwarby, Duns Escoto. Esto es bien
conocido pero no suficientemente subrayado: los teólogos resaltan la importancia
de la Lógica.

VI

A fines de la Edad Media el interés por la Lógica produjo no sólo


avances sino desviaciones: se centró la atención en el lenguaje, olvidando
su relación a la realidad extramental y cayendo en un nominalismo cuyos
representantes fueron Guillermo de Ockham, autor de notables estudios so-
bre las inferencias (suyo es el silogismo “todo hombre es mortal; Sócrates es
hombre; Sócrates es mortal”, usando un término no universal); Jean Buridan,
Alberto de Sajonia y Walter Burley, éste último crítico de Ockham.
En el siglo XVI prolongaron esta línea de lógica Paolo Veneto, averroísta
y Pedro Tartaretto, autores de intensos tratados de Lógica en varios tomos.
Desarrollaron hasta el último detalle los temas lógicos.
En el Renacimiento, los humanistas, amantes del hermoso latín (también
el griego) de los clásicos antiguos, criticaron a los lógicos no sólo por su
latín simple y técnico sino por sus inútiles sutilezas. No propusieron ideas
nuevas, pero tradujeron y expusieron las obras de Aristóteles, (G. Caudillo,
J. Núñez, P. Monzón, J. Plá, A. Roche) sin los cambios o agregados de los
escolásticos.
72 Gustavo E. Ponferrada

Una “nueva lógica” es la famosa “Dialéctique” del humanista francés


Pierre de la Ramée que ni siquiera quiso conservar el nombre de “lógica”.
Extrae de los clásicos griegos y latinos razonamientos, que redujo a diez
“tópicos”: en su “axiomática” analiza los modos de deducción. Pero la obra
no tuvo el éxito que se esperaba.
Otro ensayo de suplantar la lógica aristotélica es el “Novum Organum”
del empirista inglés Francis Bacon que en realidad es una metodología de la
investigación científica. Otro inglés, Thomas Hobbes en su obra “De corpo-
re” tiene un capítulo que titula “Computación”, donde sostiene que afirmar
o negar equivale a sumar o restar términos que forman las proposiciones,
las cuales, una vez relacionadas, originan argumentaciones inductivas y
deductivas.
René Descartes, el “padre de la filosofía moderna” entendió que el único
camino para progresar en las ciencias es el uso del método deductivo de las
matemáticas. No elaboró una nueva lógica para no chocar con los aristoté-
licos. Pero la redactaron los jansenistas que se reunían en una sede en los
jardines del monasterio de Port Royal.
La “Logique” de Port Royal, de P. Nicole y A. Arnauld, es una síntesis de
la lógica aristotélica, sencilla y elegante. La novedad es su enfoque racio-
nalista: sigue la línea de las operaciones” mentales, con observaciones de
tipo gramatical y psicológico, sin referencia al contenido y al mundo real.
Todo es puramente conceptual. El éxito de la “Logique” es que marcó el
tipo de manuales que desde entonces está vigente hasta nuestros días: 1)
las ideas; 2) los juicios; 3) los razonamientos; 4) los métodos. Es decir, las
“operaciones” mentales.
En esta línea, que se llamó “clásica”, se ubicó la “Lógica hamburguesa”
de Joachim Jung, amplificación de la lógica racionalista, con mucho uso del
simbolismo. Más original es la “Lógica” del jesuita Girolamo Saccheri, mate-
mático que acercó ambas disciplinas.
Pero más decisiva fue la propuesta de G. Leibniz: invertir la lógica “clá-
sica” que el dominaba, en un saber más amplio: un “Algebra lógica” que
sólo esbozó en artículos de revistas especializadas y fue ignorado por los
filósofos.
Algunos matemáticos la conocieron en su siglo, el XVII, pero no ensa-
yaron organizarla.
En el siglo XVIII desarrollaron sus ideas notables matemáticos como
G. Plouquet y J. Lambert, pero sólo en forma parcial. En el siglo XIX fueron
Courrèges y la lógica 73

británicos los que elaboraron un tratamiento matemático de la lógica: así


George Boole (s. XIX) en su “Análisis matemático de la Lógica” considerado
como el primer tratado de Algebra Lógica (distinguió “constantes” y “vo-
lubles”, cuantifica predicados, da normas de suma, resta, multiplicación y
disocia lógicas).
Un contemporáneo suyo como Augustus de Morgan desarrolló un sim-
bolismo original; mostró que no todo razonamiento se puede reducir al
categórico, estableció las “leyes de De Morgan” e introdujo la noción de
“universo del discurso” como clase total, eliminó todo contenido quedán-
dose sólo con lo estrictamente formal.
William Jevons desarrolló la lógica booleana, corrigiéndola; desechó
la resta y multiplicación lógicas, cambió el modo de simbolizar, en “Pure
Logique”. Pero veinte años más tarde publicó una “Logica” “clásica”. Por
su parte Charles Peirce también expuso, corrigiéndola, la lógica booleana;
propuso “matrices de verificación” que originaron más tarde las “tablas de
verdad”; llamó “remis” a las variables, negó que lo universal sea una iden-
tidad: sería una inclusión. Notó el dimorfismo entre la lógica de términos y
de proposiciones (con lo que comenzó una crisis).
Hay que notar que de las matemáticas sólo intervienen en estas elabora-
ciones el álgebra. Además, que fueron trabajos poco conocidos y descarta-
dos fuera del ámbito de los especialistas en matemáticas. Conviene, como
de hecho se hace, llamar a esta forma de la lógica “anatesis algebraica de la
lógica” o “Álgebra de la Lógica” o aun “Álgebra Lógica”. Por fin, que estos
trabajos se enmarcaron en el siglo XIX.
Como veremos, esta nueva forma sería, en el siglo XX, transformada en
una lógica estrictamente matemática. Se cierra el período con la extensa
obra de Ernest Schröder, la más completa síntesis precisamente titulada
“Álgebra Lógica” en la que pesa la axiomalización. Aun cabe notar, ya a
principios del siglo XX, el aporte de Johan Venn, seguidor de Boole, que en
lugar del “cuadrado lógico” de Apuleyo propuso otra figura con quince
proposiciones y que diagramó las formas de silogismo por medio de líneas
curvas que más tarde se reemplazaron por los círculos “de Venn”.
La última expresión del álgebra lógica fue una perfecta exposición de
los silogismos categóricos con símbolos algebraicos, debido a Christine
Ladd-Franklin (ya en el siglo XX cuando comenzaba la llamada propiamente
Lógica Matemática).
74 Gustavo E. Ponferrada

Pero, a la vez que se desarrollaba en el siglo XIX el álgebra lógica, to-


maron cuerpo tres distintas formas de lógica: la kantiana, la hegeliana y
la inductivista.
La obra central de Immanuel Kant, “Crítica de la razón pura” tiene tres
partes, la “Estética trascendental”, la “Analítica trascendental” y la “Dialé-
ctica trascendental”. Estas dos últimas constituyen la Lógica trascendental.
Considera, como dijimos antes, que la Lógica de Aristóteles es perfecta y no
se le puede añadir o cambiar nada. Por eso Kant elaboró una nueva lógica,
“Trascendental” y extendió todo lo interior a la conciencia del sujeto, que es
el campo de la lógica. No dudó de la existencia del mundo exterior (como
Descartes), trascendente al sujeto. En él, las “cosas en sí” son las que actúan so-
bre la sensibilidad del sujeto que las percibe como ubicadas en el espacio y el
tiempo. Pero como ni el espacio ni el tiempo aparecen en el mundo sensible,
hay que admitir que son “formas a priori” de la sensibilidad externa e interna
que se agregan al dato en la percepción y constituyen la “intuición”. Ésta, a
su vez, es trasladada por el “esquematismo” que la ubica en el entendimiento;
es uno de los conceptos puros, sin contenido, formando así el fenómeno, objeto
de las ciencias físicas: y finalmente los fenómenos son organizados en la
razón en uso de tres “ideas” (el mundo, el alma, Dios).
Todo este proceso culmina en la imposibilidad de conocer algo no fe-
noménico y por ello en la negación de la Metafísica. Pero en verdad esta
“lógica” no es una lógica sino una gnoseología, es decir, una parte de la
Metafísica (precisamente rechazada por Kant).
La lógica hegeliana es heredada del kantismo. Johann Fichte, seguidor
interesante de Kant, vio, que su sistema estrictamente racional, comienza
sosteniendo la captación por la sensibilidad de las “cosas en sí” del mundo.
Pero tras las transformaciones que este conocimiento recibe del sujeto,
terminan siendo incognoscibles (sólo se conocen los fenómenos) es decir,
irracionales. Por lo tanto deben eliminarse. Pero, eliminadas las “cosas en
sí” ¿qué queda en el conocimiento? Sólo el “yo” pensante que piensa las
ideas que “pone” inconcientemente ante sí.
Como es obvio, ese “yo” no es el individual, sino un “yo puro” del que
participan temporalmente los “yo” particulares. Todo el universo es, por
lo tanto, un inmenso pensamiento que se piensa a sí mismo. De este modo
nació el “idealismo alemán”, cuyo más importante representante es Hegel,
autor del sistema idealista más completo de la historia.
G. Hegel partió del hecho, para él evidente, de que “todo lo real es racio-
nal” y realizó la conversión de esta afirmación. “Todo lo racional es real”.
Así, las ideas y todo el mundo ideal es la realidad misma. Su estudio co-
Courrèges y la lógica 75

mienza por lo más agudo e inmediato, el concepto de ser. A él se opone el


de no-ser, pero éste no sólo niega sino que conserva al ser como negado. Así,
ser y no ser se unen: su síntesis es el devenir, al que se opone lo estático; a la
vez lo estático y el devenir se sintetizan y sigue en el proceso dialéctico de
un Espíritu Subjetivo que finalmente toma conciencia de sí y se desdobla en
Espíritu Objetivo; ambos por fin se sintetizan en el Espíritu Absoluto.
Esta “lógica” no es sino el despliegue de ideas que se oponen y sinte-
tizan automáticamente constituyendo el eterno progreso histórico de la
realidad. En sí no es una lógica sino una metafísica idealista: identifica la
realidad con lo ideal.
Hegel rechazó los intentos de formalizar a modo algebraico la lógica ya
que ésta pertenece al orden cualitativo y dinámico, mientras que el álgebra
está en el ámbito cuantitavo y estático. Una variante es la adopción por Karl
Marx de la dialéctica hegeliana pero en lugar de ser idealista, la convertía
en materialista.
La Escuela de Bucarest, de Antón Dimitriu, marxista, aunque afirma que
hay un “logos” que se manifiesta dialécticamente en la historia, admite tres
disciplinas: la “Dialéctica” estudia el pensamiento como reflejo de lo real;
la “Lógica Filosófica” que trata las formas subjetivas del pensamiento y la
“Lógica simbólica” en la que sólo se atiene al aspecto formal pero que debe
verificarse en su aplicación a la práctica.
Por fin, en el siglo XIX se desarrolló una “lógica inductivista”. La expan-
sión de las ciencias experimentales movió a determinar la validez de los
procedimientos científicos. Con este fin, William Whewell propuso una
lógica basada solamente en la experiencia cuyos datos se sintetizan y por
inducción, obra de principios innatos, se obtienen conclusiones.
En esta línea, John Stuart Mill, tras criticar la lógica “clásica”, deducti-
vista, abogó por una lógica inductivista que no se apartase de la experiencia
concreta: por ello no admite conceptos universales (como “todo hombre
es mortal” usa dos términos que no expresan esencias sino colecciones de
individuos de los que no podemos afirmar que alguno sea mortal hasta
que se comprueba su deceso).
En el siglo XIX aparecieron muchos estudios sobre la validez de los mé-
todos usados por las ciencias. Y, aunque sean básicamente una aplicación de
la lógica, más bien deben ubicarse en la Epistemología que no sólo trata de la
coherencia de las argumentaciones sino de la verdad de las conclusiones.
76 Gustavo E. Ponferrada

Esta tendencia, ya en el siglo XX, aplaudió los trabajos de Karl Popper,


para quien las leyes científicas, para valer, deben ser no sólo verificables
sino también falsables, es decir, señalar que no funcionan en algunos casos.
También tuvieron aceptación las críticas del norteamericano Thomas Kuhn
a la pretendida certeza de las leyes. Y las del alemán Paul Feyerebend, que
simplemente rechaza las leyes científicas.

VII

La propuesta de Leibniz de un “álgebra lógica” tuvo algunos ensayos de


realización en el siglo XVIII y sobre todo en el XIX, en el que algunos ma-
temáticos desarrollaron esta álgebra conocida solamente por especialistas
en matemáticas, como ya asentamos. Paralelamente, la lógica “clásica” de
inspiración aristotélica se siguió cultivando en ámbitos filosóficos. Y en
este clima, algunos filósofos, como William Hamilton, señalaron la seme-
janza de los razonamientos lógicos con los matemáticos: una proposición
sería una ecuación entre dos grupos de términos y que deben cuantificarse
no sólo los sujetos sino también los predicados.
También el filósofo Wilhelm Wundt, en su “Logik”, consideró el razona-
miento como una algoritmia, una forma de cálculo aritmético no restringido,
sin embargo, al orden cuantitativo.
Entre los matemáticos que desarrollaron el “álgebra lógica” a fines del
siglo XIX se discutía el problema de la incoherencia de las leyes de la lógica
de términos y la lógica de proposiciones, ya planteado por Peirce. Pero, al
parecer ajenos a esta querella, dos matemáticos dieron la solución: hicieron
nacer otra nueva lógica, la “Lógica Matemática”, totalmente coherente.
El italiano Giuseppe Peano publicó en Turín, en francés, un “Formulaire
des Mathématiques”: redujo las fórmulas de las matemáticas a un pequeño
número de axiomas de los que se pueden deducir las fórmulas: se eliminan
las palabras y todo se expresa por símbolos, dando a las proposiciones va-
lores de verdad o falsedad.
Años antes, el alemán Gottlob Frege había estudiado los procesos lógicos
de las operaciones matemáticas. Estos trabajos, publicados en Alemania
y desconocidos afuera, proponían axiomatizar y formalizar todo proceso
deductivo. Frege se quejó del éxito de Peano y del desconocimiento de sus
estudios. Peano adujo precisamente su ignorancia. Ambos se conocieron
en París, en la Exposición Mundial del año 1900.
Courrèges y la lógica 77

Allí un joven profesor inglés, Bertrand Russell, conoció a ambos mate-


máticos; vuelto a Cambridge, comenzó a elaborar una exposición de sus
ideas. Otro docente, Alfred North Whitehead, estaba haciendo lo mismo.
Ambos publicaron “Principia Mathemática”, obra en la que su primera parte
exponen la lógica de las operaciones matemáticas. Esta fue la fuente de los
tratados de la nueva lógica.
La Lógica Matemática utiliza elementos del Álgebra Lógica aunque es
distinta de ella. Se convino en llamar Lógica Simbólica a ambas lógicas.
En las exposiciones manualísticas se mezclan sin cuidar muchas veces la
coherencia. Como queda dicho, el Álgebra Lógica sólo se atiene a la forma
lógica del álgebra, no de toda la matemática. Este, en cambio:
1). Comienza por proposiciones, no por términos; como las fórmulas
matemáticas son enunciados, muchas veces así se llama a las proposicio-
nes (también “sentencias”; no se distinguen los términos de los conceptos
(también a veces se llaman “clases”).
2). La formalización es total, no parcial como en la lógica “clásica” que
simboliza términos (S, P, M) y proposiciones (A, E, I) o en Álgebra Lógica
las variables (a, b, c); en lógica Matemática todo se formaliza y se excluyen
las palabras.
3). La axiomatización, usada por los griegos en geometría, se retomó
en la Europa moderna por obra del francés Georgone y el inglés Peacock
extendiéndola a toda la matemática.
4). La bivalencia: se atribuyen a las proposiciones dos valores, “verda-
dero” o “falso” como en la lógica estoica; pero ésta lo hace para asegurar
la relación a lo real, en Lógica Matemática se considera “verdadero” lo
rectamente deducido de un axioma y “falso” lo contrario.
5). Se evita toda “adherencia” extraña, sea gramatical, psicológica o,
sobre todo, metafísica de la que los neopositivistas son enemigos. El ideal
es la “pureza formal” de la lógica (sin notar que una “forma” lo es siempre
de una “materia”).
A comienzos del siglo XX se comenzaron a conocer las “nuevas lógicas”
en ambientes filosóficos que generalmente no las admitieron. Antes de la
Ia. Guerra Mundial hubo una seria controversia entre el físico matemático
Henri Poincaré y el matemático Louis Couturat. Este último, admirador de
Leibniz, sostenía que sólo la Lógica Matemática podía sacar a la filosofía de
la “vaguedad” del lenguaje común sobre el que se asentaba. En cambio el
78 Gustavo E. Ponferrada

físico insistía, defendiendo a los filósofos, que la Lógica Matemática es sólo


una “lógica de las matemáticas” que no se podía extender a otros campos.
Hacia el fin de la guerra entraron los filósofos en el debate. Criticaron
ante todo el título de “lógica tradicional” con el que se designaba a la ló-
gica “clásica”; aunque sin duda era correcto, este calificativo se prestaba a
considerarla “vetusta” y por ello necesitada de renovación. Pero también
mostraron las fallas de la Lógica Matemática cuando se las aplica a temas
no cuantificables.
El enfrentamiento se agudizó cuando los neopositivistas del “Wiener
Kries” (Círculo de Viena) anunciaron la elaboración de una “Filosofía Cien-
tífica” destinada a suplantar a la tradicional. Así Morris Schlick, Otto Neu-
rath, Hans Hahn, Rudolf Carnap, todos decididos a eliminar la Metafísica.
Pero la cruel persecución de los nazis a los judíos obligó a los “circulistas”
a dispersarse. Esto ayudó a la difusión de sus ideas, sobre todo en Gran
Bretaña y Estados Unidos.
Después de la IIa. Guerra Mundial cambió el panorama. Los filóso-
fos más tradicionalistas aceptaron la lógica Simbólica (Álgebra Lógica
y Lógica Matemática) pero reducida en sus pretensiones al ámbito de lo
cuantificable.
La Lógica Matemática se extendió rápidamente, pese a la dificultad que
entraña el tener que elegir entre más de una docena de sistemas distintos
y más de doscientos sistemas axiomáticos. La lógica “clásica” continuó
cultivándose. Entonces ¿hay dos lógicas?
La escuela analítica de Oxford distingue una lógica “informal”, que
analiza el lenguaje ordinario, y otra “formal”, que formaliza el lenguaje
técnico, más preciso. El especialista francés Robert Blanché distingue una
lógica “filosófica” y reflexiva y otra “matemática” y formalística. En cam-
bio, H.V. Veatch primero negó el carácter de “lógica” a la matemática; sólo
sería “lógica “ la “intencional”, que subraya lo formal sin desconocer lo ma-
terial. Pero después admitió dos lógicas: una “lógica humanista” utilizada
en filosofía y disciplinas no matematizadas y otra “puramente formal” al
servicio de las matemáticas y ciencias matematizadas.
Los lógicos polacos, como Ian Lukasiewitz y Josif Bochenski, sostuvieron
“hay una sola lógica, elaborada por Aristóteles y desarrollada por los me-
garico-estoicos, los escolásticos medievales y los modernos que culmina en
la Lógica Matemática”. Tiene diversas formas, una de ellas es esta última;
la llamada “tradicional” basada en el lenguaje común, es más amplia y por
ello menos precisa pero no menos válida.
Courrèges y la lógica 79

Edmund Husserl propuso una “Lógica Trascendental” que no es sino la


aplicación de su método fenomenológico; la comparó con la lógica formal
en el tema del juicio y la no-contradicción en su posición esencialista, que
su discípulo Martín Heidegger rechazara.

Mons. Gustavo Eloy Ponferrada


Sociedad Tomista Argentina – Presidente

Resumen

Courrèges dedicó años de su docencia a la Lógica. Contrariamente a lo que muchos afirman,


esta disciplina no es la “Cenicienta” de la filosofía, sino que ha merecido la atención de notorios
pensadores atraídos por su fuerte principalidad, como lo demuestra su historia.
Verdad, relativismo, fundamentalismo

1. La crisis de la verdad

Uno de los signos de la cultura postmoderna (o postracionalista) que


estamos atravesando en estos años es la crisis de la noción de verdad. No se
pone tanto en duda el valor veritativo de las noticias acerca de los hechos
(“ayer hubo un accidente de tráfico”, “hoy es un día lluvioso”), sino la verdad
sobre los significados, valores, causas profundas, ideales, proyectos, es decir,
sobre todo aquello cuyo conocimiento exige un juicio más o menos reflexivo,
que no sale meramente de la comprobación de datos, basada sencillamente
en la testificación empírica que está fácilmente al alcance de todos.
La pura verdad informativa en principio parece no plantear problemas.
Sería éste el nivel más bajo de la dimensión de la verdad. Por encima, más
que de verdad tajante, en la situación de “crisis de la noción de verdad”,
habría tan sólo opiniones o creencias, no verdades (o errores) absolutas,
claras, indiscutibles. En realidad, la misma “verdad de los hechos” puede ir
siendo poco a poco relativizada por la crisis a la que estoy aludiendo. Los
“hechos” tenemos que expresarlos con palabras escogidas, y así admiten una
presentación variada, donde el hecho puede ser “medio hecho” y así puede
aparecer también como un objeto manipulable, algo construible por los hom-
bres, perdiendo de este modo su carácter “sacro” e inconfutable. Afirmar
que una persona “tiene alucinaciones” puede hacerse problemático, en esta
visión de las cosas, porque la alucinación implica que “cree ver u oír cosas
inexistentes”, pero si la noción de “verdad como adecuación” entra en crisis,
como hoy sucede, se tiende incluso a pensar que el alucinado “capta las co-
sas de otro modo”, para evitar así decir, sin más, que cree cosas erróneas. Al
final, la noción de verdad se va estrechando, y parece que quedaría reducida
a hechos muy sencillos y banales, como “en esta habitación hay un piano”,
que sólo filosofías muy críticas y alambicadas podrían poner en duda (por
ejemplo, con argumentos “cartesianos” como el genio maligno que podría
engañarnos hasta en nuestras percepciones elementales).
¿Por qué esta crisis de la verdad? No es posible dar una respuesta corta
y sencilla a esta pregunta. Hay demasiadas variables en juego y muchos
82 Juan José Sanguineti

niveles. El conocimiento y la comunicación de la verdad, salvo el caso de


verdades muy elementales como “hoy es martes”, es difícil, y en nuestra
vida se mezclan, por supuesto, conocimientos verdaderos con creencias,
hipótesis y opiniones. Pretender reducir todos nuestros conocimientos a
verdades tajantes, fáciles, que no admiten réplica, y que todos los demás
deberían aceptar automáticamente, es racionalismo (aquí lo presento de
un modo un poco caricaturesco). Pero eliminar por completo la dimensión
de la verdad, a causa de las dificultades que supone conocerla y comuni-
carla, es lo que hoy suele llamarse relativismo (aunque normalmente los
relativistas no admiten que se les llame de este modo tan neto). Se puede
argumentar que el relativismo es tan inadecuado como el racionalismo.
El relativismo que reduce toda pretensión de verdad a opinión discutible
cae en paradojas y se revela insostenible. En las páginas que siguen voy a
discutir este punto desde diversos ángulos.

2. Variedades de relativismo
Para obtener un poco de luz en medio de la “selva” de ideas que se
encierran en torno a la temática tocada, puede ser útil distinguir algunas
formas de relativismo, considerar sus motivaciones y examinar si son
consistentes.
Me parece adecuado distinguir un relativismo basado en motivos gno-
seológicos, que puede ser radical o moderado, y otro fundado en proble-
mas políticos o sociales, y que igualmente puede ser radical o moderado.
I. El relativismo gnoseológico nace de las mismas motivaciones que en la
antigüedad generaron el escepticismo. Las dificultades para conocer la
verdad en temas profundos, importantes (metafísicos, morales, antropoló-
gicos), e incluso en cuestiones más empíricas pero problemáticas (percep-
ciones inadecuadas, dificultades físicas), lleva a pensar que la noción de
verdad como adecuación de nuestras ideas con la realidad extramental es
cuestionable. La “adecuación” sería, entonces, más bien una construcción
humana que capta las cosas en cierto modo y que puede tener algún éxito
práctico. Esa construcción no podría pretender reflejar las cosas de modo
absoluto e inalterable. Es posible que otros las “construyan” de otro modo,
a veces más interesante, desde sus puntos de vista o en contextos muy
distintos, por diversidades culturales o históricas o por otros motivos. En


Sobre las implicaciones de este tema remito a mi libro, El conocimiento humano. Una perspectiva
filosófica, Palabra, Madrid 2005, en especial pp. 265-272.
Verdad, relativismo, fundamentalismo 83

este sentido, “todo es relativo” (a contextos, situaciones, intereses, puntos


de vista, perspectivas de fondo, etc.), por ejemplo, las nociones de verdad,
mentira, falsedad, justicia, libertad y tantas otras.
Como se ve, lo que aquí entra en crisis es, sobre todo, la noción de
adecuación, en el sentido de que, si digo “este acto es injusto”, es porque se
adecua a la realidad de que, efectivamente, el acto indicado es injusto (un
robo, un asesinato). Al no poder justificarse tal adecuación, en la visión
relativista, hay que acudir a alguna otra versión de la verdad, como puede
ser la construcción a la que he aludido (“estimo que tal acto es injusto”: este
juicio es cierta elaboración a la que llego a partir de supuestos, contextos,
intereses; desde otra perspectiva, quizá el acto no aparecería injusto).
Puede acudirse también a la interpretación (decir “ese acto es injusto” sería
cierta interpretación de la realidad, pero caben otras), o a la coherencia con
determinados supuestos de base (el acto resulta injusto desde cierto back-
ground, pero puede haber otros presupuestos). Si el realista afirma que “ese
acto es injusto porque yo veo que es así”, se le dirá que ese “intuicionismo
fácil” no tiene valor: otros podrán ver las cosas de modo distinto. A lo más
podrá decirse: “ese acto me parece injusto” (opinión subjetiva).
En su forma radicalizada, el relativismo conduce al nihilismo (por ejemplo,
a una posición nietzscheana). Si la verdad es, en definitiva, algo tan frágil
como una elaboración personal, social, cultural, entonces el hombre vive de
lo que él mismo crea y, en el fondo, quiere. Pero eso no es nada, pues carece
de fundamento y no es más que la pura posición de libertad autoreferencial
del hombre, que chocará dialécticamente con lo que piensan los demás.
En su forma moderada, el relativismo no llega a sacar las conclusiones
drásticas del nihilismo. Prefiere mantenerse, conforme al viejo ideal escép-
tico, como “espectador” de un mundo donde no existe una verdad absoluta,
pero en el que puede vivirse con amor y humanidad. Los científicos traba-
jarían siempre con hipótesis, sin dogmas absolutos, y han progresado enor-
memente. Limitarse a conjeturas y opiniones sería gnoseológicamente razo-
nable. La verdad sería un “patrimonio de los dioses”, no de los hombres.
El relativismo gnoseológico es insostenible porque él mismo ya se pone
como cierta verdad, y así esconde una ineludible contradicción, además de que
lleva a consecuencias muy duras (en cuanto prohíbe tomar posición –juzgar–,
cuando esto es natural y necesario). El realismo de la verdad como adecuación,
por otra parte, no exige que podamos conocer siempre y en todos los casos la


Un ejemplo de este relativismo puede encontrarse en las ideas de H. Putnam en Ethics without
Ontology, Harvard Univ. Press, Cambridge (Mass.) 2004.
84 Juan José Sanguineti

verdad. Reconoce la falibilidad humana y acepta que nuestro conocimiento de


la verdad pasa muchas veces por construcciones relativas y por interpretacio-
nes en diversos contextos y dictadas por intereses. Todo esto son caminos para
la verdad y no es incompatible con conocer de modo suficiente y razonable,
con verdad, algunos aspectos importantes de la realidad.
El relativismo gnoseológico es comprensible sólo porque el conocimien-
to de la verdad es arduo y porque muchas de nuestras operaciones cogni-
tivas han de ser, necesariamente, creencias y opiniones. Cuando decimos
“este acto es injusto”, suponiendo que este juicio sea verdadero (como lo
es tantas veces), hemos tenido que “construir” la frase, o que llegar a esa
aseveración mediante razonamientos y no por fáciles intuiciones pasivas,
y quizá hacemos tal afirmación porque estamos interesados por recuperar
un objeto robado, o por defender a ciertas personas, cosa que no se opone
a que digamos una verdad. Si nos mantenemos siempre como “especta-
dores escépticos”, no podremos evitar, tantas veces, la aceptación pasiva,
e incluso culpable, de crímenes, y si queremos vivir con amor y amistad,
necesitaremos conocer la verdad sobre el amor y la amistad y tantos otros
aspectos de las relaciones personales.
Por eso, en definitiva, el relativismo moderado es inestable: forzado en
sus contradicciones, tenderá al nihilismo radicalizado, que se autodestruye;
y si la moderación le lleva, en cambio, a admitir alguna verdad realista,
entonces el relativismo ha dejado de serlo.
II. El relativismo político-social es hoy el más frecuente, y ha encontrado
su máxima expresión filosófica en algunas posiciones de Popper y Haber-


Aquí no voy a entrar en la cuestión del “relativismo religioso”, según el cual todas las religiones
tendrían valores humanos desiguales, sin que ninguna pueda arrogarse el privilegio de poseer “en
exclusiva” la verdad, excluyendo así el valor de las otras. El cristianismo, en este sentido, es una fe
religiosa “exclusivista”, pues sostiene claramente que la revelación con valor salvífico está únicamente
en Jesucristo, que es inseparable de la Iglesia tal como Dios la ha querido. La Iglesia reconoce que las
demás religiones tienen elementos de verdad y afirma, por supuesto, la libertad religiosa, pero al
mismo tiempo sostiene su valor exclusivo como camino pleno de salvación y como conocimiento de lo
que Dios mismo, entrando en la historia, ha querido revelar al hombre. Cristo no es una verdad más,
sino la Verdad misma (Juan, 14, 5): en Él se da la plenitud de la revelación. Obviamente no es posible
defender esta tesis con los argumentos anti-relativistas que aporto en estas páginas, aunque éstos
son un presupuesto necesario para ella. El “exclusivismo” de la verdad sobrenatural y salvífica de la
Iglesia de Cristo no surge del mero conocimiento de la verdad por parte del hombre, sino del hecho
de que la fe cristiana es recibida como revelación y comunicación de la Palabra de Dios al hombre,
en lo que se incluye la Voluntad de Dios y la obra salvadora de Cristo. Este exclusivismo de la verdad
cristiana no se opone a la libertad de las personas y de las demás religiones. Es una proclamación,
una invitación libre que no puede imponerse, y que solicita una respuesta de fe, tan sobrenatural
como la misma revelación. Si sirve una comparación humana –insuficiente de todos modos– puede
pensarse en que la confirmación de una teoría científica excluye a todas las teorías rivales.
Verdad, relativismo, fundamentalismo 85

mas (que aquí no examinaré). El dogmatismo de aferrarse a posiciones


no negociables en temas morales, jurídicos o políticos (por ej., sobre el
divorcio, el aborto, cuestiones bioéticas, a nivel de legislación) llevaría a los
hombres a enfrentarse con violencia entre sí. Cada uno tendría, así, cierta
concepción del mundo (sobre la felicidad humana, el bienestar social, la
justicia), y pretendería imponerla a los demás con argumentaciones, y si
éstas fallan, con violencia (represión, Derecho penal, guerras). La creencia
en una verdad fuerte sería, en resumen, generadora de violencias, y quizá
una de las raíces más importantes de la violencia. Esto hace ver con espe-
ciales ojos acusadores a las religiones, pues éstas, al menos las religiones
“proselitistas”, suelen ser exclusivistas, en cuanto estiman que poseen la
verdad del hombre (y de Dios) de modo privilegiado y único, estando
todos los demás en el error. Los que “no conocen la verdad” deberían ser,
en todo caso, tolerados, pero inevitablemente serán infravalorados y se
acabará tratándoles injustamente o con discriminaciones.
Se propone, entonces, no adoptar ninguna creencia como un dogma
inconculcable, para así crear las condiciones en que los hombres podamos
vivir en paz en una sociedad multicultural en la que inevitablemente
tienen que convivir, hoy más que nunca, visiones del mundo muy diver-
sas y hasta contrapuestas (cristianismo, islam, ateísmo, etc.). Cada uno
debería guardarse sus creencias absolutas, en todo caso, en lo privado de
su conciencia. Pero en sus actuaciones públicas, la única vía para la paz
sería una sociedad democrática (“relativista”) en la que toda creencia de-
bería someterse al tamiz de la discusión, con la disposición de aceptar las
decisiones colectivas o parlamentarias, aceptando ceder en todo lo que se
vea oportuno, y sin poner en la mesa de negociaciones ninguna “verdad
incontrovertible”, porque eso significaría cerrarse a la posibilidad de diá-
logo y abandonar la postura conciliadora. El dogmático sería, entonces,
potencialmente peligroso y socialmente indeseable.
En la descripción que acabo de hacer se ve en seguida cómo se puede
pasar del relativismo político moderado al radical. Este paso está forzado
por las contradicciones de la misma posición relativista. El diálogo ideal
exento de pretensiones de poder de Habermas, así como el racionalismo
crítico de Popper, previsto como estilo de vida de las sociedades democrá-
ticas (“abiertas”), constituyen una versión moderada del relativismo polí-
tico. Es político, y no puramente gnoseológico, en cuanto se estima que
el no-dogmatismo (=relativismo) sería la condición de posibilidad de una


Remito, sobre este tema, a A. Ollero, Democracia y convicciones en una sociedad plural, Cuadernos
del Instituto Martín de Azpilcueta, Univ. de Navarra, Pamplona 2001; Derecho a la verdad. Valores
para una sociedad pluralista, Eunsa, Pamplona 2005.
86 Juan José Sanguineti

verdadera democracia liberal (no podría haber libertad con la pretensión


de una verdad absoluta).
El paso al relativismo político radicalizado nacerá a causa de la exis-
tencia de personas que, por su dogmatismo y exclusivismo en su preten-
sión de “poseer la verdad”, aparecen como socialmente peligrosas. El solo
hecho de que manifiesten públicamente ese exclusivismo, con signos de
pertenencia a una determinada confesión, en casos extremos supondría ya
como una ofensa a la libertad de los demás. Y así se cae en la paradoja de
lo que J. Ratzinger, poco antes de ser elegido Papa, denominó “dictadura
del relativismo” (expresión que de por sí sugiere la paradoja o “apariencia
de auto-contradicción”). Se pasa de la paradoja gnoseológica a la paradoja
política: el relativismo sostiene, en realidad, una verdad (la verdad del re-
lativismo), y por eso –consecuencia política–, para ser coherente tiene que
penalizar (llevar a juicio, incluso encarcelar) a los que sostengan ciertos
dogmas (por ej., a los que critiquen un tipo de unión sexual considerándolo
“inadmisible” para la naturaleza humana).
He aquí la paradoja: se admite de modo absoluto la “verdad del relati-
vismo”, y así sería legítimo castigar a los que sostengan una opinión fuerte
adversa al relativismo total. La idea primitiva era la de evitar enfrenta-
mientos violentos, buscando la paz en el diálogo, y la paradoja está en
que a los que no estén dispuestos a modificar “su perspectiva”, en cuanto
impide el diálogo en algunos puntos (sobre todo, relativos a la ética), se les
podría imponer con coacción que abandonen esa perspectiva, si se consi-
dera que es un peligro para la convivencia pacífica. Ciertas opiniones, en
definitiva, son inadmisibles, incluso para los relativistas.

3. Fundamentalismo
Me referiré ahora al fundamentalismo, porque éste es el extremo opues-
to del relativismo. En esta contribución en homenaje a mi querido amigo el
profesor Courrèges, sostendré que la doctrina filosófica de la verdad rea-
lista está entre los dos extremos del relativismo y el fundamentalismo.
El término “fundamentalista”, al igual que calificativos de “fascis-
ta”, “integrista”, “de derechas”, está impregnado de un sabor emotivo
que da a su significado un valor contingente y subjetivo. Dejo de lado
su origen histórico y voy directamente a su contenido (el concepto fue
aplicado primero a las interpretaciones literales de la Biblia en algunos
protestantes, y más recientemente se trasladó en especial al radicalismo
Verdad, relativismo, fundamentalismo 87

islamista). Como se ve, el concepto se vincula especialmente a ciertas


actitudes religiosas, y en principio connota una extrema rigidez ortodoxa
(en otros tiempos conceptualizada como “integrista”), es decir, tiene que
ver con una forma especial de adhesión a la verdad o a lo que se estima
verdadero, sobre todo en cuestiones religiosas.
Equivocadamente, se podría estimar fundamentalista la exigencia
de santidad cristiana que abraza toda la existencia y supone el ejercicio
heroico de virtudes, incluso con la disposición al martirio. Si esto fuera
verdad, los santos y los mártires serían “fundamentalistas”, y evitar el
fundamentalismo equivaldría a consagrar la mediocridad como el modo
más “razonable” de ser cristiano.
Si esto es así, implícitamente se está pensando que asumir a fondo un
ideal de conducta bueno y noble, como estilo de vida que puede llevar al
heroísmo y hasta a dar la vida, sería una exageración, una actitud inde-
seable porque se tomaría “demasiado en serio” una verdad o un ideal,
arrastrando quizá peligrosamente a otros en aventuras semejantes. Un
“sano relativismo” sería más aceptable, para así evitar esas exageraciones
que proceden de admitir “verdades fuertes” y que incitan a los demás a
asumirlas con la persuasión y el entusiasmo.
La palabra “exageración”, como el término “fundamentalismo”, requiere
algunos matices. El que exagera, en realidad, no es que crea demasiado en
una verdad o un ideal, o que ame demasiado un valor, sino que se equivoca
en sus conocimientos o en su conducta. Uno puede alabar exageradamente,
comer exageradamente, dormir exageradamente: lo “exagerado” aquí está
en salirse de la medida justa, y por tanto es una equivocación, no mera-
mente un fuerte impulso. La exageración no se opone a la excelencia, a la
dedicación total a una tarea, al heroísmo, a dar de sí el máximo o a una
renuncia y sacrificio completos.
Algo análogo ocurre con el concepto de fundamentalismo. No es una
simple “exageración” en las cuestiones religiosas, sino un modo equivocado
de plantearlas. Pero no cualquiera. En mi opinión, el fundamentalismo es,
principalmente, un modo equivocado o desviado de entender la importan-
cia y la radicalidad de la creencia religiosa (cristiana o de otras religiones).
Este modo equivocado es múltiple: puede consistir, por ejemplo, en estimar


Cfr. J. F. Mayer, I fondamentalismi, Elledici, Turín 2001; M. Introvigne, Fondamentalismi. I diversi
volti dell’intransigenza religiosa, Piemme, Casale Monferrato (AL) 2004.

Cfr. sobre el tema H. M. Sánchez de Loria Parodi, El fundamentalismo en la política, ed. Quorum,
Buenos Aires 2004.
88 Juan José Sanguineti

que ciertas formas particulares o especiales de vivir la religiosidad son


fundamentales y que deben exigirse a todos; o puede consistir en preten-
der imponer a todos un credo religioso sin contar con su libertad; o puede
tratarse, y me parece que es lo más frecuente, de una fusión o indistinción
entre religión, ciencia y política, dando así a cuestiones humanas, seculares,
u opinables, la fundamentalidad que tiene lo que es estrictamente religioso.
La religión, en todos sus aspectos (dogmáticos, cultuales, morales) se aplica
ciertamente a toda la vida y llega al fondo de la existencia humana. Pero
hay campos, actividades y competencias que no son religiosos como tales
(ámbitos profanos, seculares), como la ciencia o la política. Las actividades
políticas no derivan de la religión: la política, especialmente en el cristia-
nismo, es autónoma ante la religión (“dad al César lo que es del César, y a
Dios lo que es de Dios”: Luc 20, 25). Las verdades religiosas no son verdades
científicas. El arte no tiene por qué ser siempre temáticamente religioso.
En definitiva, el fundamentalismo es una exageración (es decir, un
error) de las exigencias religiosas, en el sentido de que las lleva a terrenos
inadecuados. Esto normalmente nace, a mi modo de ver, de cierta mentali-
dad de “fusión” (“totalitaria”, si queremos) o no distinción de ámbitos, lo
que supone, al final, una caricatura o una desvirtuación de las exigencias
de coherencia de la fe religiosa.
La religión cristiana, quizá más que ninguna otra religión, ha sostenido
siempre por principio una serie de distinciones básicas: fe y razón; política y
religión (poder secular y poder eclesiástico); lo secular y lo eclesial; filosofía
y teología; ciencias y teología. De ahí ha salido un sentido positivo del tér-
mino “secularización”: el mundo no es Dios; la historia humana no es Dios;
las conductas de los monarcas, príncipes y gobernantes no son divinas, con
lo que se condena todo “absolutismo”; las leyes civiles o las constituciones no
son divinas (con la consecuente antipatía de todos los totalitarismos históri-
cos, que a veces ha generado persecuciones). Naturalmente, existe también
la necesidad de una relación positiva entre los términos de esos binomios
(relaciones fe y razón; santificación de las estructuras seculares). Por otra
parte, la “secularización” en sentido negativo consiste en afirmar el mundo
y el hombre enteramente a espaldas de Dios (ateísmo, irreligiosidad).
El fundamentalismo no se encuentra a gusto con esas distinciones, y por
eso ve males donde no los hay, prolongando sus actitudes condenatorias a
todo lo que no se integre en esa exigencia inadecuada de unidad y totalidad,


A veces se asigna también al fundamentalismo el rechazo de todo aspecto de la modernidad.
Pero este calificativo vale más, en mi opinión, para el tradicionalismo, que muchas veces es
asumido, sin duda, por el fundamentalismo.
Verdad, relativismo, fundamentalismo 89

que es una caricatura de la exigencia de unidad y totalidad de la auténtica


fe (pienso ahora especialmente en la fe cristiana). El islam, en mi opinión,
tiende fácilmente al fundamentalismo –quizá especialmente hoy, por una
alimentación ideológica que viene de años atrás–, debido a ciertas deficiencias
culturales y quizá a algunas carencias teológicas (por ejemplo, fusión entre la
religión y la política, con lo que se hace imposible la libertad religiosa).
Otra característica de las actitudes fundamentalistas es la combatividad
polémica (o más que polémica, en casos peores y notorios). El fundamenta-
lismo se enfrenta al mundo con espíritu agresivo, al detectar sus numerosos
“enemigos”, que son todos los que no comparten la visión fundamentalista.
La persona verdaderamente religiosa, en cambio, especialmente en el cristia-
nismo, tiene un corazón grande y comprensivo, va a las verdades esenciales
y no a particularismos, las aplica con prudencia y flexibilidad, y conjuga su
amor a la verdad con el aprecio a la libertad y la estima caritativa a las perso-
nas. Se preocupa por distinguir la fe cristiana de lo que no lo es, y sabe que
la misma fe cristiana impone el reconocimiento de otros accesos a la verdad
y al bien (accesos racionales, culturales, afectivos), sin pretender “deducirlo
todo” del dogma. Jesucristo, podríamos decir, no vino a enseñarnos filoso-
fía, ciencias, artes, política (y eso no significa que la fe cristiana no implique
algunas exigencias en esos ámbitos). Cristo habría sido “fundamentalista” si
hubiera pretendido traducir su misión mesiánica en un reino temporal.

4. Conclusiones
En la exposición que acabo de hacer se ve con claridad que el relativis-
mo y el fundamentalismo son dos extremos equivocados. El amor a la
verdad, con sus exigencias de coherencia “total”, puede llevar a veces a los
fundamentalismos, y por reacción esto puede generar actitudes relativis-
tas, como si el único modo de poner un freno al fundamentalismo fuera
el relativismo. Popper, por ejemplo, tenía reparos en admitir la convicción
de verdad a causa de las desviaciones políticas que vio en los totalitaris-
mos –marxista y nazista–, aferrados a una creencia absoluta en supuestas
verdades pseudo-mesiánicas. A su vez, la crítica al relativismo no debería
llevar al fundamentalismo, como hoy hacen ciertos supercríticos del Occi-
dente “decadente y relativista”, que renuevan fundamentalismos belicosos,
destructivos, y a veces nihilistas.


Cfr. G. Ambrosio, La situazione religiosa odierna tra relativismo e fondamentalismo, en AA. VV., Il rela-
tivismo religioso sul finire del secondo millennio, Ed. Vaticana, Ciudad del Vaticano 1996, pp. 69-85.
90 Juan José Sanguineti

Para evitar las tentaciones de estos extremos, propongo una serie de


puntos con los que concluyo esta colaboración. Como se verá, se trata de
distinciones. Las distinciones no suelen atraer entusiasmos. Son aparente-
mente frías y su aplicación práctica no es fácil. Con todo, son el mejor antí-
doto contra las exageraciones de los que lo mezclan todo y así, con ocasión
de muchas verdades, nos llevan a la confusión y a los errores prácticos.
1. La cuestión gnoseológica (la verdad) no es la cuestión política. Se pue-
de ser “dogmáticos” en ciencias o filosofía (creer en verdades absolutas),
respetando opiniones ajenas y los derechos de los demás. La política es
el ámbito de las decisiones públicas, que afectan a todos los ciudada-
nos. Cualquier decisión política, o también el no decidir nada, impone
inevitablemente restricciones a la libertad de mucha gente (también las
“decisiones relativistas”). Los procedimientos democráticos para llegar a
las decisiones políticas no tienen que ver de suyo con la verdad, sino con
el modo más correcto o más justo para decidir. Las decisiones sociales y
políticas tienen que basarse en la verdad objetiva (pueden equivocarse), y
esto es independiente de los procedimientos decisorios. Sin embargo, la de-
mocracia, el diálogo, el consenso, pierden sentido sin algunos presupuestos
gnoseológicos y antropológicos (la verdad, el valor de las personas, la ra-
cionalidad). Sin esos presupuestos, degeneran en mecanismos de fuerza.
2. Es muy difícil encontrar a un relativista completamente coherente. Fácil-
mente encontraremos en las personas que se dicen “relativistas” algunas
convicciones muy serias, difícilmente removibles: por ejemplo, sobre
verdades científicas, o criterios sobre la salud, el provecho económico, la
ecología, la sexualidad, la democracia, el mal de la tortura o del genocidio,
la necesidad de evitar una guerra nuclear.
3. La verdad religiosa no es lo mismo que la verdad natural. Normalmente,
no se pretende imponer a nadie los principios estrictamente religiosos,
que los creyentes estiman verdaderos (por ejemplo, la existencia de la
Trinidad). En cambio, algunas verdades éticas naturales, precisamente
en cuanto tienen que ver con lo natural del hombre (obligación de evitar
el asesinato, o de respetar la naturaleza, la libertad de las personas, la
inocencia de los niños), tienen que defenderse también con la fuerza del
Derecho penal. No se esgrimen en cuanto principios religiosos, sino a tí-
tulo de bienes naturales o humanos cuya violación produce el caos social
(justamente por esto, estos bienes son también exigibles a las religiones,
que no pueden ir contra la moralidad).
4. El realismo de la verdad no es racionalismo ni fanatismo. Creer en algu-
nas verdades fundamentales (gnoseológicas: por ej., que los demás son
Verdad, relativismo, fundamentalismo 91

personas; éticas: que los demás tienen derechos inalienables) no significa


pretender que todo lo que pensamos sea verdadero o evidente. Muchas de
nuestras convicciones pueden ser objeto de creencia y no de visión racional
perfecta. Y muchas de nuestras ideas son opiniones, sobre las que hacemos
bien en reservarnos la posibilidad de la crítica. Incluso nuestras creencias
en verdades fundamentales pueden tener algunos aspectos sometibles a
crítica, puesto que se puede sostener una verdad de modo inadecuado, sa-
cando de ahí implicaciones discutibles. Esto significa que accedemos, sí, a
una verdad objetiva y no relativa, pero de modo imperfecto y limitado, que
admite mejoras. Sobre ella se apoya nuestra existencia y nuestra libertad.

Juan José Sanguineti


Università della Santa Croce

Resumen

El relativismo es la consecuencia de una crisis de la noción de verdad, que queda reducida


a opinión. En su vertiente gnoseológica, el relativismo disuelve la verdad en los contextos
epistemológicos. Por su carácter auto-contradictorio, es inestable y puede radicalizarse como
nihilismo. En su vertiente política, el relativismo se propone como condición de libertad en una
sociedad democrática. Al ser igualmente contradictorio, puede acabar en paradojas políticas. En
el extremo opuesto, el fundamentalismo implica una interpretación inadecuada de la exigencia
de “totalidad” de la verdad religiosa. La tesis filosófica de la verdad realista se sitúa entre los dos
extremos del relativismo y el fundamentalismo. Ciertas distinciones, propuestas en el artículo,
son el mejor antídoto contra las confusiones del fundamentalismo.
El conocimiento de sí mismo en la Persona de Jesucristo
según el magisterio de la Iglesia y la teología deB. Xiberta
intérprete de santo Tomás de Aquino

El tema del conocimiento de sí mismo en la persona de Jesucristo


es realmente actual. Va al centro de la problemática fundamental de la
teología contemporánea desarrollada después del concilio Vaticano II y
ampliamente vigente en nuestros días.
Tratando la doctrina clásica del magisterio de la Iglesia acerca del co-
nocimiento de sí en el Verbo de Dios, atendamos en primer lugar a San
Gregorio I el Magno, papa desde el 590 al 604, hablando de la ciencia de
Cristo contra los agnoetas:

Sobre lo que está escrito que el día y la hora, ni el Hijo ni los ángeles lo saben
[cf. Mt. 13, 32], muy rectamente sintió vuestra santidad que ha de refe-
rirse con toda certeza, no al mismo Hijo en cuanto es cabeza, sino en
cuanto a su cuerpo que somos nosotros... Dice también Agustín... que
puede entenderse del mismo Hijo, pues Dios omnipotente habla a veces
a estilo humano… De ahí que se diga que sólo el Padre lo sabe, porque
el Hijo consustancial con Él, por su naturaleza que es superior a los
ángeles, tiene el saber lo que los ángeles ignoran. De ahí que se puede
dar un sentido más sutil al pasaje; es decir, que el Unigénito encarnado
y hecho por nosotros hombre perfecto, ciertamente en la naturaleza
humana sabe el día y la hora del juicio; sin embargo, no lo sabe por la
naturaleza humana. Así, pues, lo que en ella sabe, no lo sabe por ella,
porque Dios hecho hombre, el día y hora del juicio lo sabe por el poder
de su divinidad... Así, pues, la ciencia que no tuvo por la naturaleza
de la humanidad, por la que fue criatura como los ángeles, ésta negó
tenerla como no la tienen los ángeles que son criaturas. En conclusión,
el día y la hora del juicio la saben Dios y el hombre; pero por la razón
de que el hombre es Dios. Pero es cosa bien manifiesta que quien no sea
nestoriano, no puede en modo alguno ser agnoeta… En el principio era
el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios... todo fue hecho por
Él [Ioh. 1, 1 y 3]. Si todo, sin género de duda también el día y la hora del
juicio. Ahora bien, ¿quién habrá tan necio que se atreva a decir que el
Verbo del Padre hizo lo que ignora? Escrito está también: Sabiendo Jesús
que el Padre se lo puso todo en sus manos [Ioh. 13, 3]. Si todo, ciertamente
también el día y la hora del juicio. ¿Quién será, pues, tan necio que diga
que recibió el Hijo en sus manos lo que ignora?


San Gregorio Magno, Carta Sicut aqua frigida a Eulogio, patriarca de Alejandría, agosto de 600.
94 Ignacio Andereggen

Durante la época del modernismo el magisterio de la Iglesia ha debido


ocuparse especialmente del tema del conocimiento que Cristo tenía de las
cosas, de Dios y de sí mismo.
El Decreto del Santo Oficio Lamentabili, del 3 de julio de 1907, trata acer-
ca de los errores de los modernistas sobre la Iglesia, la revelación, Cristo y
los sacramentos. Respecto de nuestro tema afirma que debe rechazarse la
posición de quienes sostienen que el crítico no puede conceder a Cristo una
ciencia no circunscrita por límite alguno, si no es sentando la hipótesis,
que no puede concebirse históricamente y que repugna al sentido moral,
de que Cristo como hombre tuvo la ciencia de Dios y que, sin embargo, no
quiso comunicar con sus discípulos ni con la posteridad el conocimiento
de tantas cosas. Debe afirmarse claramente, pues, que Cristo como hombre
poseía el conocimiento de Dios.
Refuta también el decreto la pretensión de sostener que Cristo no tuvo
siempre conciencia de su dignidad mesiánica, pensamiento hoy amplia-
mente difundido.
Acerca de algunas proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo,
en el contexto de la crisis modernista, es necesario también recordar el
decreto del Santo Oficio, del 5 de junio de 1918, del que se siguen tres
afirmaciones: I. Solamente se enseña con seguridad que Cristo poseía la
visión beatífica. II. Es cierta la sentencia según la cual se afirma no haber
ignorado nada el alma de Cristo; desde el principio lo conoció todo en el
Verbo, lo pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios sabe
por ciencia de visión. III. Es seguro afirmar que Cristo poseía la ciencia
universal humanamente.
Veamos ahora la enseñanza de Pío XII en la Encíclica Mystici corporis, del
29 de junio de 1943, por lo que se refiere a la ciencia del alma de Cristo:

Mas aquel amorosísimo conocimiento que desde el primer momento de


la Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por encima de
todo el alcance escrutador de la mente humana; toda vez que, en virtud
de aquella visión beatífica de que gozó apenas acogido en el seno de
la Madre divina, tiene siempre y continuamente presentes a todos los
miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico.

El Papa Juan Pablo II, en su Encíclica Novo millenio ineunte, mantiene esta
doctrina fundamental, explicando claramente el sentido de las afirmacio-
nes bíblicas tan discutidas teológicamente en la actualidad. Dice el Papa:
El conocimiento de sí mismo en la persona de Cristo 95

La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera


vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de
alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono. La copresencia
de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está arraigada
realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática. Ante
este misterio, además de la investigación teológica, podemos encontrar
una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la «teología vivida» de los
Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten acoger
más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces particulares
que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a través
de la experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de
prueba que la tradición mística describe como «noche oscura». Muchas
veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la
cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor. En el Diálogo de la
Divina Providencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en las
almas santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: «Y
el alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por
la unión y por el afecto de la caridad que ha recibido en sí misma. Ellos
imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual estando en
la cruz estaba feliz y doliente». Del mismo modo Teresa de Lisieux vive
su agonía en comunión con la de Jesús, verificando en sí misma precisa-
mente la misma paradoja de Jesús feliz y angustiado: «Nuestro Señor en
el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin
embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro
que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo». Es un testimonio muy
claro. Por otra parte, la misma narración de los evangelistas da lugar a
esta percepción eclesial de la conciencia de Cristo cuando recuerda que,
aun en su profundo dolor, él muere implorando el perdón para sus ver-
dugos (cf. Lc 23, 34) y expresando al Padre su extremo abandono filial:
«Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46).

Los medievales tenían una visión del gran tema del conocimiento de Cristo
muy distinta de la nuestra. En efecto, para ellos el problema fundamental, era
el de saber por qué Cristo podría tener una ciencia humana, limitada, siendo
que ya poseía una ciencia infinita al ser el Verbo de Dios. Eso es lo que obser-
vamos en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. Más aún, el mismo
Aquinate evolucionó en su pensamiento, en el sentido de acercarse cada vez
más a la afirmación clara de una verdadera ciencia o conocimiento de Cristo
idéntico al nuestro, que él denominaba ciencia experimental. En efecto, los
medievales partían de la fe indiscutible en la divinidad de Cristo.


Johannes Paulus II, Novo millenio ineunte, 25-27.

Cfr. Sanctus Thomas Aquinas, Summa Theologiae, III, q.9 a.1.
96 Ignacio Andereggen

Modernamente, partimos de una situación muy diferente, influida por


el materialismo, el positivismo, y el idealismo. De esta manera nos es difícil
elevarnos por la fe a la divinidad del Verbo. Rahner pretende desarrollar
una cristología desde lo bajo, es decir partiendo de lo humano tal como
puede ser experimentado por cada hombre, para elevarse luego hacia la con-
dición divina de Cristo. Este camino, como señalaba Xiberta, en definitiva,
está profundamente determinado por el influjo de la filosofía kantiana, que
ya comenzaba a hacerse notar en algunos intentos teológicos anteriores al
concilio Vaticano II, que hacían preocupar profundamente a este teólogo.
Bartolomé Xiberta presenta con gran precisión el problema del cual
estamos hablando, en el libro titulado “El Yo de Jesucristo”. Se trata de un
tema fundamental en la cristología y en toda la teología. Tiene conciencia
de que el planteo se presenta con un cariz marcadamente moderno:

La otra cuestión acerca del proceso psicológico, a los teólogos antiguos


tal vez hubiera parecido ociosa, pero no lo es para los modernos. Los
antiguos, convencidos de que el entendimiento es reflejo de la reali-
dad, pasaron directamente de los textos evangélicos a la constitución
ontológica del salvador, dando por supuesto que a esta constitución se
conformaba el proceso de la conciencia. Pero hoy las múltiples infiltra-
ciones de kantismo que caracterizan nuestra cultura nos han avezado
a separarlo todo: en los objetos distinguimos los noumenos y los fenó-
menos, es decir, lo que son y lo que aparecen, y en el proceso de nuestro
conocimiento los teorizadores menos idealistas se contentan con poner
en contacto nuestra vida cognoscitiva con lo aparente de las cosas, tanto
que ha llegado a ser casi un postulado el que no conocemos las reali-
dades sino a través de una manipulación intelectual de los fenómenos
ya percibidos. Tal estado de ideas nos empuja a estudiar la psicología
de Cristo como un problema nuevo que debe hacer más simpático el
estudio de la cristología en nuestro siglo. Creo que será preciso eliminar
un día tales infiltraciones, pero entretanto no podemos desentendernos
del problema así como está planteado.

No se trata solamente del influjo creciente de la psicología moderna


sobre la teología, como es cada vez más evidente en nuestra época, y como
aparece en la terminología referida al yo, de resonancias freudianas (por
eso estas reflexiones nuestras, con palabras tomistas, se refieren al conoci-
miento de sí en Jesucristo, o, dicho más modernamente, a su conciencia). Es


Cfr. Bartolomé Xiberta, o. carm., El Yo de Jesucristo: un conflicto entre dos cristologías, Barcelona
1954, p. 10.

Ibidem, p. 12.

Ibidem, pp. 12-13.
El conocimiento de sí mismo en la persona de Cristo 97

muy importante destacar que ya antes de que se difundieran las posiciones


de Balthasar y de otros teólogos contemporáneos había conciencia de los
problemas profundos que presenta la teoría kenótica de origen protestante,
y en parte ortodoxo, en el ámbito de la cristología, sin imaginar tal vez los
extremos a los que había de llegar en la mente del teólogo suizo:

También en la teoría kenótica la conciencia juega un papel predomi-


nante. Según algunos de sus partidarios, el Verbo al hacerse hombre
padeció ofuscación de su conciencia divina, por razón de la cual Jesús
empezó su carrera mortal como conciencia puramente humana o, a lo
sumo, divino-humana, y así continuar tropezando hasta que en la resu-
rrección despertó poseyendo la conciencia divina remozada.

Nuestro autor nos advierte acerca de la importancia fundamental que


tiene el tema de la conciencia de Cristo, del conocimiento que tenía de sí.
Está en juego, nada menos, que la fe en su divinidad. Simplemente, si Cris-
to no sabía quién era y no se conocía plenamente, no era Dios.

La gran importancia que ha tomado el problema de la conciencia de


Cristo en el campo católico deriva de una especie de coalición que se
ha venido formando contra la que llaman interpretación ciriliana del
dogma. Y en verdad, cuando lo humano en Cristo se exalta más allá de
ciertos límites, nacen graves dificultades para explicar convenientemen-
te la interferencia de lo humano y lo divino en una cosa tan unitaria
como es el yo. Por eso la otra controversia acerca de la conciencia de
Cristo no es más que una fase de la otra más amplia en que las nuevas
concepciones de la constitución ontológica del Salvador se enfrentan
con la cristología tradicional...
... esta doctrina, repito, resucitada hoy en oposición a la que ha inspirado
definiciones dogmáticas y dado impulso a siglos de vida cristiana, esta
doctrina, tomada globalmente, ofrece el grave riesgo de que por su in-
termedio se afiance y cobre vuelos una mentalidad nestorianizante.10

Frente a este problema Xiberta propone una clara solución, que supone
una teología realizada con el auxilio de una verdadera metafísica:


Cfr. Martin Jugie, Theologia Dogmatica christianorum orientalium, tomus II, theologia dogmaticae
graeco-russorum expositio, Parisiis 1933, pp. 698-699: De quibusdam sententiis lutheranis a theologis
russis saeculis XVIII et XIX edoctis.

Bartolomé Xiberta, o. carm., El Yo de Jesucristo: un conflicto entre dos cristologías, Barcelona 1954, p. 14.

Ibidem, pp. 15-16.
10
Ibidem, p. 160.
98 Ignacio Andereggen

Para dar una explicación razonable me parece necesario volver al con-


cepto de unión hipostática como posesión plena, abandonando defini-
tivamente la infeliz concepción de un diminuto influjo del Verbo sobre
la humanidad adaptado a una de las teorías acerca de lo que llamamos
constitutivo formal del supósito. Es necesario también distinguir entre
el simple saber objetivo, por el cual el alma de Cristo no ignoraba que
está unida hipostáticamente al Verbo, y el del contemplar subjetivo por
el cual dicha alma poseía, como objeto percibido, la realidad misma del
Verbo sustentando la humanidad y de esta humanidad sublimada por
la sustentación del Verbo.11
Esta última observación se refiere a lo que Santo Tomás, en el De Veri-
tate, llamaría “conocimiento habitual”.
Es importante destacar el papel de la metafísica en la constitución de
una adecuada teología. Acerca de esto nos ilustra admirablemente Xiberta
en los textos de la obra titulada La tradición y su problemática actual.12
Siguiendo la concepción del Aquinate, no se trata simplemente de
un uso instrumental de la filosofía, o como se dice en la actualidad, en
sentido kantiano, de las categorías filosóficas; se trata, en cambio, de que
la luz de la revelación divina alcanzada por la fe es demasiado elevada
para el intelecto humano, y por lo tanto debe éste adecuarla al nivel de la
capacidad de la mente del hombre. La luz super-excedente de Dios y de
lo sobrenatural, a través de su conjunción con las ciencias humanas más
desarrolladas, permite su adecuación a la misma capacidad humana. Se
sigue en esto nada menos que el misterio de la Encarnación, en aquello
que tiene de principal, consiste precisamente en el misterio de la mente
de Cristo. Y, como dice san Pablo, nosotros tenemos la mente de Cristo:
 (I Cor 2, 16).
No se trata solamente del hecho de que no se puede profundizar en la fe
sin la ayuda de la razón, sino también del hecho de que la fe deba formular
de una manera más perfecta los datos de la misma ciencia filosófica, y en
primer lugar de la metafísica.13
Así pues, para el caso que nos ocupa, no se trata de explicar desde la psico-
logía humana la mente de Cristo, como pretenden muchos hoy, sino, más bien,
de renovar y establecer la psicología humana desde la mente de Cristo.
La teología llega a todas las dimensiones de la realidad y las ilumina, como
nos enseñaba santo Tomás en la primera cuestión de la Suma de Teología, de

11
Ibidem, p. 154.
12
Bartolomé Xiberta, o. carm., La tradición y su problemática actual, Barcelona 1964, pp. 98-99.
13
Bartolomé Xiberta, o. carm., Introductio in Sacram Theologiam, Burgos 1949, p. 172.
El conocimiento de sí mismo en la persona de Cristo 99

alguna manera conteniéndolas a todas (ad ea etiam quae de Deo ratione humana
investigari possunt, necessarium fuit hominem instrui revelatione divina).14
Sobre la base de esta concepción es posible llegar a una verdadera defi-
nición de teología como la da Xiberta en su Introducción a la teología:

La teología es el proceso intelectual suscitado por la revelación en cuan-


to alcanza la perfección de la disciplina científica; es propio de ese oficio
ejercitar las tareas del mismo proceso según la razón que corresponde
a la ciencia.15

No se trata, pues de tomar materialmente los datos de la Sagrada Escri-


tura, y menos aún de interpretarlos subjetivamente.
Consideremos, por último, afirmaciones fundamentales de la teología
tomista acerca del conocimiento de Cristo según la síntesis de Bartolomé
Xiberta en su importante Tratado del Verbo Encarnado:

Ya que Cristo en cuanto Persona divina conoce absolutamente todas las


cosas y ya que por otra parte su alma entiende no por la ciencia divina
sino por la ciencia propia de ella, es necesario que su humanidad sea
instruida con tal plenitud de ciencia que no sea privada de ninguna
noticia que de algún modo le corresponda a él. Por eso Cristo Jesús
en esta tierra gozaba permanentemente de la perfectísima visión de
la divinidad. Además tuvo la ciencia infusa y la ciencia experimental
cada una perfectísima en su género. La suma perfección de la visión
intuitiva hay que ponerla en él de modo tal que el alma de Cristo no
comprendía la divinidad, sino que la conocía tan perfectamente que en
ella veía incluso las cosas que en el presente orden de la Providencia
alguna vez han de ser.16

I. Podemos pasar así directamente a la doctrina del Aquinate,17 quien


debía enfrentarse a errores opuestos a los que nosotros encontramos; la
podemos resumir en las siguientes afirmaciones:
I. La conciencia de Cristo consiste en el conocimiento que él tenía de
su Persona, la cual es la Persona divina del Verbo de Dios.

14
Sanctus Thomas Aquinas, Summa Theologiae, I, q.1, a.1.
15
Ibidem, p. 173.
16
Bartolomé Xiberta, o. carm., Tractatus de Verbo Incarnato, Matriti 1954, p. 413.
17
Cfr. Sanctus Thomas Aquinas, Summa Theologiae, III, q.9-12.
100 Ignacio Andereggen

II. Este conocimiento corresponde a la Persona divina, y se realiza según


su naturaleza y operación cognoscitiva divina, y según su naturaleza
y operación cognoscitiva humana.
III. La conciencia de Cristo es misteriosa, como lo es la unión hipostática
de la naturaleza humana con la naturaleza divina en la Persona di-
vina, de la cual es continuación. No es posible, por tanto, imaginarla
ni pensarla.
IV. Cristo posee, en primer lugar, una conciencia divina, por la cual se
conoce absolutamente a sí mismo, como Dios se conoce totalmente
desde la eternidad y sin ninguna posibilidad de oscuridad ni som-
bra. A este conocimiento naturalmente hay que atribuirle la función
unificadora de toda la conciencia personal del Verbo Encarnado.
V. Cristo posee también una conciencia humana, que corresponde al
conocimiento que humanamente tiene de sí misma la Persona divina.
Esta conciencia es también misteriosa, en cuanto a que en sus niveles
superiores es sobrenatural, y también en cuanto a que aún siendo
natural corresponde a la Persona divina (y en cuanto tal no puede
ser tampoco adecuadamente conocida).
VI. Cristo, humanamente, posee en primer lugar un conocimiento de
sí mismo, o conciencia, que corresponde a la visión beatífica por la
cual conoce todo Dios (aunque no totalmente) y por lo tanto se conoce
a sí mismo, sin ningún lugar para oscuridad ni siquiera durante su
pasión, y aún antes de su nacimiento, pues se trata de un conoci-
miento que no depende de la madurez de las facultades sensitivas.
Este conocimiento de sí mismo es limitado por relación al primero.
VII. Cristo, humanamente, tiene también una conciencia de sí corres-
pondiente a la ciencia infusa que para él, en cuanto hombre, es so-
brenatural y está unida a su plenitud de gracia, y a su condición de
cabeza de los ángeles. Este conocimiento de sí mismo es limitado por
relación al primero y al segundo de los que hemos nombrado.
VIII. Por último, Cristo posee también un conocimiento de sí mismo, o sea
una conciencia, que es experimental en el sentido de un conocimien-
to intelectual que procede por abstracción a partir de las imágenes
de las cosas sensibles, y por lo tanto de sí mismo. Esta conciencia es
natural, aunque perfeccionada por la gracia, y también misteriosa
por el hecho de que corresponde al sujeto divino.
IX. Según la conciencia correspondiente al conocimiento experimental,
Jesucristo podía crecer conociéndose cada vez más a sí mismo, no
de modo total, sino relativamente a este solo modo de conocimiento
El conocimiento de sí mismo en la persona de Cristo 101

humano limitado. Así cómo la humanidad no agrega perfección,


absolutamente hablando, a la Persona divina, así tampoco el creci-
miento en la conciencia experimental de sí agrega perfección a su
conciencia total absoluta, a su conciencia según la visión beatífica, y
a su conciencia según la ciencia infusa.
X. Por otra parte, según la ciencia experimental hay que distinguir una
conciencia, o conocimiento de sí, que corresponde al conocimiento
objetivo, y otra que corresponde al conocimiento habitual, por el
cual la inteligencia está presente a sí misma cuando realiza cualquier
actividad cognoscitiva.
XI. Según las tres formas de conciencia humana Cristo podía saber que
él era Dios, aunque no lo sabía de la misma manera. Según la visión
beatífica lo sabía de manera directa, y según la ciencia infusa y la
ciencia experimental de manera indirecta, en cuanto al conocimiento
objetivo. En esta última solamente según el conocimiento habitual
poseía también un conocimiento inmediato de su inteligencia huma-
na y mediato de su inteligencia divina.
XII. Las tres formas de conciencia humana estaban unificadas por la
conciencia divina de una manera misteriosa, y adecuada a la perfec-
ción absoluta de la Persona, que no cancela la realidad de los niveles
naturales de operación y de los sobrenaturales que perfeccionan la
esencia humana.
Ignacio Andereggen
Universidad Católica Argentina

Resumen

El tema del conocimiento de sí mismo en la persona de Jesucristo va al centro de la problemática


fundamental de la teología contemporánea posterior al Vaticano II. Particularmente importante
es la cuestión de la conciencia que Cristo poseía de su dignidad mesiánica. Juan Pablo II recuerda
que la convivencia en Cristo de la visión beatífica y del dolor de la Cruz está arraigada en el
misterio de la unión hipostática. En la Edad Media el problema consistía en explicar cómo Cristo
podía tener una ciencia humana, ya que su divinidad no era puesta en duda. Modernamente
se intenta hacer una Cristología desde lo bajo, partiendo de la psicología humana y de la crítica
kantiana del conocimiento. Así, Jesucristo habría cobrado conciencia de su divinidad sólo gra-
dualmente. En su libro El Yo de Jesucristo, Bartolomé Xiberta propone una clara solución, que
supone una teología realizada con el auxilio de una verdadera metafísica.
San Agustín: Doctor Boni*

“… omnia in mensura et numero et


pondere disposuisti”.
Sap. XI, 21

San Agustín ha sido llamado “Doctor del problema del mal”. La pro-
fundidad de su mirada le permitió resolver no pocos interrogantes sobre
el particular. Sin embargo, pudo hacerlo porque antes entendió que el
mundo es creado, que su Autor es el sumo Ser y Bien y que todo cuanto
es, es y es bueno por Él.
A esta visión creacionista del mundo, del ser y del bien es a la que le
debe, en última instancia, este “doctorado”. Por ello preferimos llamarlo
Doctor Boni e indagar, en esta ocasión, no tanto el tema del mal sino lo
que lo hace inteligible: la natura boni.
Buscaremos vislumbrar qué intuiciones metafísicas encontró a la luz
del texto sapiencial del epígrafe y la continuidad que ellas tuvieron en San
Buenaventura y Santo Tomás.

1) Las tríadas de la bondad

Una primera e insistente afirmación acerca del bien de las creaturas es


que éste consiste en el modo, especie y orden. En esto podemos percibir
un vestigio trinitario y el eco de que Dios “omnia in mensura, et in nu-
mero et in pondere disposuit” (Sap. XI, 21), más aun, ambas expresiones
ternarias serán explícitamente unidas pues:

“la medida comunica a las cosas el modo, el número les da la forma y el


peso les proporciona quietud, estabilidad” y por consiguiente, orden.

*
El presente escrito es parte de una investigación sobre el tema del bien en el De Natura Boni de
San Agustín.

Ch. Journet, El Mal, Rialp, Madrid 1965, p. 24.

De Genesi ad litteram, IV, III, 7: “mensura omni rei modum praefigit, et numerus omni rei speciem
praebet, et pondus omnem ad quietem et stabilitatem trahit”. Agustín utiliza diversas fórmulas
104 Jorge L. Barros

Reiteradas veces utiliza estas expresiones para caracterizar la bondad


de las creaturas, particularmente en el breve De natura boni. Debemos agre-
gar que ellas están presentes en otras obras, anteriores y posteriores, lo que
significa una convicción mantenida a lo largo de su vida intelectual.
Modo, especie y orden son categorías ontológicas, constitutivas del ser
y la bondad de las cosas, que resaltan distintos aspectos de ellas y que
están estrechamente relacionados entre sí e identificados con la realidad.
Así también muchos otros bienes generales, principios o cualidades que
se hallan en las creaturas y que San Agustín silencia en el De natura boni
se reducen a aquellos:

De esta manera estos tres: modo, especie y orden, para no hablar de


otros muchos (ut de innumerabilibus taceam), que a estos tres se redu-
cen; estos tres digo: modo, especie y orden son como bienes generales
que se encuentran en las cosas hechas por Dios, sea en el espíritu, sea
en el cuerpo.

Bienes generales que pueden estar contenidos, en mayor o menor me-


dida, en cada uno de esos términos de la tríada de la bondad.

2) Modus/Mensura

Son varios los “bienes” a los que este término alude pero lo que pri-
mero se manifiesta en las cosas es que son y de esta manera el ser (esse)
constituye el primer fundamento de la bondad de las cosas. Ahora bien,
el ser de la creatura es un ser dado, participado, recibido, finito y por ello
es designado con este término “modus”. En esta misma línea lo interpreta
Santo Tomás en un texto que citaremos frecuentemente:

para expresar una misma tríada: 1–Modus, species, ordo (De nat. boni, III; De Civ. Dei, XI, XV).
2–Mensura, numerus, ordo (De Genesi contra Manichaeos, I, XVI, 21; De lib. arb., II, XX, 54; Contra
Faustum, XX, VII). 3–Mensura, numerus, pondus (De nat. boni, XXI; De Trin., XI, XI). 4–Unitas,
numerus, pondus (De Musica, VI, XVII; De Trinitate, VI, X, 12; De vera relig., VII). ). 5–Mensura,
forma, ordo (Contra adversarium legis et prophetarum, I, IV, 6). 6– Terminus, forma, ordo (De Genesi
ad litteram, IV, III, 7).

De Gen. ad litt., IV, III, 7 (393). De Trin. III, IX, 16 y VI, X, 12 (400-416). Contra adversarium legis et
prophetarum, I, VI, 6 (420). De Civ. Dei, XII, V (413-426).

De nat. Boni III.
San Agustín: Doctor Boni 105

ad hoc quod sit bona, haec tria requiruntur: scilicet quod sit existens,
et quod sit cognoscibilis et quod sit ordinata. Est autem existens per ali-
quem modum, cognoscibilis per speciem, ordinata autem per ordinem.

Así, pues, hay una estrecha vinculación entre el modo y el existir. Mo-
dus es un nombre que el ser recibe en la creatura porque en ella es acotado
a una medida (mensura). Por ello San Agustín muestra cierto reparo en
decir que Dios tiene modo (como si se le asignara alguna limitación) o se
refiere a Él negativa y causalmente como “Medida sin medida” y causa de
todo cuanto tiene medida.
La esencia también está aludida en el “modus” pues ella es precisamen-
te el principio limitante, el que establece la “medida”.
Otro “bien general” que expresa el modus es la unidad, hasta el punto
tal que en algunos pasajes un término reemplaza al otro:

Las cosas que fueron creadas por el arte de Dios muestran en sí cierta
unidad, especie y orden.

Más aún, el ser y la unidad están estrechamente vinculados o identi-


ficados:

Y pues todo lo que decimos que es, lo decimos en cuanto permanece y


en cuanto es uno, resulta que la unidad es la forma de cualquier her-
mosura.10
Pues toda cosa, o sustancia, o esencia, o naturaleza, o llámese con otro
nombre mejor, tiene simultáneamente estas tres: que sea algo uno
(unum), que difiera por su forma de las demás y que esté dentro del
orden universal.11


De ver., 21, 6.

Cf. De nat. boni, XXII.

Cf. De Gen. ad litt., IV, III, 7 y 8.

Aunque la vinculación mayor parece estar dada por el segundo término: species, forma.

De Trin., VI, X, 12.
10
Epist., 18, 2 (33, 85).
11
De vera religione, VII, 13: “Omnis enim res, vel substantia, vel essentia, vel natura, vel si quo
alio verbo melius enuntiatur, simul haec tria habet: ut et unum aliquid sit, et specie propia dis-
cernatur a ceteris, et rerum ordinem non excedat”.
106 Jorge L. Barros

La misma vinculación es observada por San Buenaventura cuando


afirma que toda creatura, en cuanto es efecto de Dios por vía de causalidad
eficiente, le debe al creador “la unidad, el modo y la medida”.12
Establecida la relación entre el modo y el ser se percibe la relación entre
aquel y la unidad: así como cada cosa cuida su ser, cuida su unidad y su
modo. Este modo-unidad no se opone a la multiplicidad sino a la indi-
visión de las realidades compuestas o a la indivisibilidad de las simples.
Vemos que el grado de perfección y de bondad de cada cosa depende de su
unidad, ya sea conservando la que tienen o conquistando la que les falta:

No hay naturaleza alguna que, para ser lo que es, no desee la unidad y
se esfuerce en ser igual a sí misma, en la medida de su posibilidad.13
La piedra por ser piedra, tiene todas sus partes y toda su naturaleza
coagulada en la unidad. ¿Qué es un árbol? ¿Sería árbol si no fuera uno?
Y los miembros y las vísceras de cualquier animal y todas las partes de
que se compone, si se desgarran en su unidad, no habrá animal. Los
amigos, ¿buscan otra cosa que la unión? Y cuanto más se unen más
amigos son… ¿por qué el dolor es pernicioso? Porque se empeña en
separar lo que era uno.14

Esto se verifica también en el orden moral, tanto individual como so-


cial, y en el intelectual. Efectivamente el bien y la perfección en ellos son
proporcionales a la unidad:
¿Qué otra cosa es la virtud sino la conquista de la unidad: que la in-
teligencia sea una con la realidad (prudencia), que los apetitos (fortaleza
y templanza) y la voluntad (justicia) reciban, a través de ella, la medida
de las cosas y con ellas se unan?

Como hallé en la virtud una cierta paz, que yo amaba, y en el vicio una
discordia que aborrecía, noté en la una la unidad y en el otro la división.
Y esta unidad me parecía el principio del alma razonable y la esencia de
la verdad y del sumo bien...15

El bien de la comunidad está en la concordia:

12
Cf. Breviloquium, II, 1, 2, BAC, Madrid 1968, ed. bilingue (3ª).
13
De musica, VI, XVII, 56: “…nullam esse naturam, quae non ut sit quidquid est, appetat unitatem,
suique similis in quantum potest esse conetur”.
14
De ordine, II, XVIII, 48.
15
Conf., IV, XV, 24.
San Agustín: Doctor Boni 107

El pueblo es una ciudad, para la cual es peligrosa la disensión ¿qué es


disentir sino no sentir una misma cosa (non unum sentire).16

La vida intelectual y filosófica también es conquista de unidad: la


inteligencia es la potencia que busca naturalmente la unidad; la busca a
través de sus diversos actos, en los múltiples elementos de la realidad y no
descansa hasta lograrla:

…lo mismo al analizar que al sintetizar, busco la unidad, amo la uni-


dad.17

Conquistar la unidad en el filosofar significa también buscar la unidad


vital: esto es, llevar a la vida lo contemplado: que la verdad vista, se haga
en lo posible bien vivido18 y lo vivido se haga también contemplación en
los sentidos y en los afectos.
Finalmente, modus también significa término en el sentido de acaba-
miento, perfección y límite. El bien de cada criatura está “en su modo” de
ser y en la fidelidad a él. El término-límite actúa como horizonte de perfec-
ción para cada realidad y por él se distingue radicalmente de Dios

…que determina (da término) a todas las cosas, las forma y ordena,19

y también de las otras criaturas.20 Lo que dice de los cuerpos puede


aplicarse a toda creatura, por el modo:

“…tienen (los cuerpos) su límite en la naturaleza y no pueden salirse


de su medida...”21

Así como para cada cosa perder su modo es perder su ser y su bien, de
la misma forma lo es perder sus términos. Salirse de ellos es “exterminar-
se”. Aquí también la vida humana nos hace más patente esta verdad en el
fenómeno de la alienación (hacerse otro) o en la masificación (perderse en
otros). El pecado de la envidia, que tiene su raíz en la no aceptación de la
propia realidad, de su “propio modo”, nos atestigua este exterminio. En ella

16
De ordine, II, XVIII, 48.
17
Ibidem: “…in discernendo et in conectando unum volo, et unum amo”.
18
Serm., 306, X, 9: “Adde vitae veritatem, et invenis vitam beatam”.
19
De Gen. ad litteram, IV, III, 7: “qui terminat omnia, et format omnia et ordinat omnia”.
20
Lo que también es atribuido a la forma. Ver nota 15.
21
De beata vita, II, 8.
108 Jorge L. Barros

el hombre busca fuera de sí su realización y ello lo divide interiormente


con la consiguiente pérdida de unidad y de ser.

3) Species/ Numerus

El término tan comprensivo como difícil de precisar es el de número.22


Asociado, generalmente, a la segunda estética agustiniense es, sin embar-
go, una categoría que la trasciende ampliamente:

El número agustiniano... es la forma, idea y razón eterna y suprema


de las cosas: el que fundamentalmente las constituye en su verdad o
esencia, bondad y perfección propia, modo, proporción, armonía y
belleza correspondientes; el que les da el ser o existencia, y con ésta la
buena disposición, la energía, virtud y poder de actuar, o desenvolverse
y perfeccionarse, si son perfectibles, siendo así también su ley y el que
las ordena sabiamente hacia sus fines. (...) Entendido de esta manera
profunda el número, la inteligencia humana puede fácilmente ascender
de los números temporales a los eternos.23
Tal vez para precisarlo, aunque sea parcialmente, pueda servirnos este
largo pasaje del De libero arbitrio en el que afirma que la Sabiduría sale al
paso de los amantes que la buscan mediante los números impresos en cada
cosa, con lo cual se abre el camino para ver que la forma-specie-número no
es una mera categoría estética sino metafísica, ni solo el principio intrín-
seco de las cosas (“qua est quidquid illud est”24) sino también aquello que
permite vislumbrar su principio ejemplar, la misma Sabiduría que:

... es una cierta forma, una forma no formada (forma non formata),
sino que es forma de todas las cosas formadas (sed forma omnium
formatorum): forma inconmutable, sin defecto, tiempo ni lugar, que lo
trasciende todo, que se alza por encima de todas las cosas, fundamento
donde se apoyan y cima que a todas cobija.25

Aquí se manifiesta el carácter vestigial de la creatura y su inteligibilidad:

22
Cfr. K. Svoboda, La estética de San Agustín y sus fuentes, Ediciones La Hoja de la Sibila, Buenos
Aires s/d, pp. 68 y 141. Del número derivan el ritmo, las medidas, la forma y la belleza de las
cosas, ellos rigen el movimiento de los cuerpos celestes. También lo identifica con la razón y el
ritmo (lo que vincula al número con el último término de la tríada).
23
P. M. Velez, “El número agustiniano”, en Religión y Cultura, Año IV, T. XV, El Escorial, 1931
(primera época) p. 142.
24
De Civ. Dei, VIII, VI.
25
Sermones, 117, 3.
San Agustín: Doctor Boni 109

Adonde quieras que te vuelvas, te habla (la Sabiduría) mediante ciertos


vestigios que ella ha impreso en todas sus obras, y cuando reincides
en el amor de las cosas exteriores, ella te llama de nuevo a tu interior
valiéndose de la misma belleza ( forma) de los objetos exteriores, a fin
de que te des cuenta de que todo cuanto hay de agradable en los cuer-
pos y cuanto te cautiva mediante los sentidos externos, está repleto de
números, e investigues cuál sea su origen, entres otra vez dentro de ti
mismo y entiendas que todo esto que llega a tu alma por los sentidos del
cuerpo no podrías aprobarlo o desaprobarlo si no tuvieras dentro de ti
mismo ciertas normas de belleza, que aplicas a todo cuanto en el mun-
do exterior te parece bello. Contempla el cielo, la tierra y el mar, y todo
cuanto hay en ellos, los astros que brillan en el firmamento, los animales
que se arrastran por la tierra, las aves que vuelan por el aire y los peces
que nadan en el mar, y verás que todo tiene su forma/belleza, porque
tienen sus números (formas habent, quia numeros habent). Quítales
estos y nada quedará. ¿Dónde pues, han de tener su origen, sino donde
lo tiene el número, siendo así que en tanto tienen ser en cuanto tienen
sus números? (in tantum illis est esse, in quantum numerosa esse?26

Las mismas producciones bellas de los hombres están regidas por


números. ¿Qué hay detrás de todas ellas? El número responderá: Ecce
sum. Remontándonos a través de ellos llegaremos a la mente del artífice y
analógicamente, trascendiéndolos llegaremos al número sempiterno, signo
de la Sabiduría. Este hablar (loquitur) de la Sabiduría en las cosas no es
para que nos detengamos en ellas sino para trascenderlas, de lo contrario
obraríamos tan neciamente como quienes oyendo a un sabio pierden el
contenido principal de sus pensamientos por reparar en la suavidad de la
voz y en la estructura cadenciosa de los períodos.27
El número se manifiesta, pues, como vinculado a la forma, a la belle-
za,28 al mismo ser y remite a la Forma, la Sabiduría y al “Numerus sine
numero”.29
Por ello él es principio de ser y de racionalidad, claridad e inteligi-
bilidad (otro de los “bienes generales” silenciados en el De natura boni).
El número se extiende como luz hasta las creaturas más ínfimas, 30 es
asociado con la sabiduría, pues son una y la misma cosa (cum eadem sit)
y para expresarlo propone esta imagen: en el fuego el calor y la luz son

26
De lib. arb., II, XVI, 41.
27
Cf. Ibidem, 43.
28
De ordine, II, XV, 42.
29
De Gen. ad litteram, IV, IV, 8.
30
De lib. arb., II, XI, 31.
110 Jorge L. Barros

consustanciales, no pueden separarse; sin embargo, el calor llega a las co-


sas más próximas mientras que la luz se extiende a más distancia. Así, a
los cuerpos no llega el calor de la sabiduría, como al alma, no obstante los
invade la luz de los números.31 La autoridad de la Sagrada Escritura viene
en auxilio de Agustín:

... pues no en vano hallamos en los libros santos el número íntima-


mente relacionado con la Sabiduría, donde dice: «Exploré mi propio
corazón, para saber, y considerar y buscar la sabiduría y el número»
(Eccl. 7, 26).32

Así se comprende que Santo Tomás en el texto citado33 ponga a la es-


pecie como uno de los tres que se requieren para la bondad de las cosas y
afirme que la cognoscibilidad es por la species (forma o número). El nú-
mero es el sello del arte Divino en las cosas, es el nombre de la sabiduría
en ellas y por ello raíz de su inteligibilidad.
Santo Tomás en la Summa Theologica vincula más estrechamente la es-
pecie al número y la forma:

A la propia forma llamamos especie, porque las cosas pertenecen a


alguna especie en virtud de ella, y la frase “el número da la especie”
quiere decir que las definiciones que determinan la especie son como
los números, según dice el Filósofo en el L. VII de los Metafísicos; por-
que así como la adición o substracción de una unidad varía la especie
del número, así también varía la definición si se añade o quita una
diferencia.34

Y en De veritate afirma que por la especie la cosa se hace cognoscible.35


Análoga es la interpretación de San Buenaventura cuando señala que la
creatura, en cuanto es efecto de Dios por vía de causalidad ejemplar, le
debe al Creador “la especie, el número y la verdad”.36

31
Cf. Ibidem, II, XI, 32.
32
Ibidem, II, VIII, 24.
33
De ver., 21, 6: “ad hoc quod sit bona, haec tria requiruntur: scilicet quod sit existens, et quod sit
cognoscibilis et quod sit ordinata. Est autem existens per aliquem modum, cognoscibilis per
speciem, ordinata autem per ordinem.”
34
I, 5, 5. Cfr. I-II, 85, 4.
35
De ver., 21, 6, sc 4.
36
Cf. Breviloquium, II, 1, 2.
San Agustín: Doctor Boni 111

De la mensura al modus y de éste a la unidad. Del numerus a la especies y


de ésta a la inteligibilidad y verdad. Nos resta ver el último elemento de
las tríadas.

4) Ordo/Pondus

El último término de la tríada es el orden o peso. Y a él remiten los dos


anteriores pues por su modo, medida, unidad, forma y número las cosas
tienen también un orden o peso. Éste expresa la tendencia ontológica a rea-
lizar el fin y hallar reposo, estabilidad y quietud en el lugar propio, aquel
que por naturaleza le corresponde a cada realidad. Los términos quietud y
reposo tienen una significación positiva y van asociados frecuentemente a
descanso, plenitud y paz. Cuando las cosas están fuera de su orden, o aún
no lo han realizado plenamente, están in-quietas, en camino, no satisfechas
sus apetencias más profundas.
San Agustín dedica una de sus primeras obras al tema del orden. No
es un tratado sistemático sino un registro de aquellas encendidas y alec-
cionadoras conversaciones mantenidas con sus discípulos en la finca de
Casiciaco en el otoño de 386. Lo que desata la discusión es el asombro de
Agustín por las variaciones de sonidos que producía el agua que corría
junto a la casa: ¿cuál era la causa de esa alternancia? Desde allí se van a
elevar, pasando por el orden de las cosas producidas por la naturaleza y
por el ingenio del hombre, hasta la consideración de la Providencia Divina
que rige todo el universo. Todo está hecho con orden. Este parece ser el
objeto de esta obra sintetizado en el título del primer capítulo: “Omnia Di-
vina Providentia regi”. El orden es definido como aquello con lo que Dios
obra o administra todas las cosas,37 se manifiesta como una ley natural que
procede del Bien, abarca todas las cosas38 y lleva hacia Dios.39
La presencia del mal y su compatibilidad con el orden querido por
Dios está entre las objeciones que plantean los jóvenes (al menos Trigesio).
La respuesta a este problema, que será abordado y resuelto más amplia y
profundamente por San Agustín en obras posteriores (por ejemplo en De
natura boni y en De libero arbitrio), es que el mal contribuye a su modo a la

37
De ordine, II, VII, 21: “... ordinem esse... quo Deus agit omnia”, y. I, X, 28: “ordo est per quem
aguntur omnia quae Deus constituit”.
38
Ibidem, “... nihil praeter ordinem posse invenire”.
39
Ibidem, I, IX, 27: “Ordo est quem si tenuerimus in vita perducet ad Deum”.
112 Jorge L. Barros

belleza y armonía del universo,40 que al orden también pertenece que el


mal no sea querido por Dios y que a Él se le someta para manifestar su Jus-
ticia. La comprensión de esta realidad escapa a los espíritus no purificados
por la virtud, la sabiduría y el conocimiento de sí mismos, exige una mi-
rada perspicaz que no se deje impresionar por las apariencias ni se pierda
en cuestiones particulares.41 Es la estrechez o debilidad de la mente la que
impide, las más de las veces, percibir el orden universal, como le ocurre
a aquel que por mirar sólo un pequeño azulejo de un mosaico le resulta
incomprensible su sentido o existencia al punto, incluso, de censurar al
autor por faltar a la proporción y al orden.42

Cosa ardua y rarísima es (...) alcanzar el conocimiento y declarar a los


hombres el orden de las cosas, ya el propio de cada una, ya, sobre todo,
el del conjunto o universalidad con que es moderado y regido este
mundo.43

Este orden universal es definido en otra de sus obras como:

... la disposición que asigna a las cosas diferentes y a las iguales el lugar
que les corresponde.44

Ese orden y armonía del cosmos es, a su vez, fruto del orden propio de
cada ser, constituido por esa tendencia ontológica a realizar su fin y que
resulta ser otro de los principios constitutivos de la bondad de las creatu-
ras. En la tríada sapiencial el nombre que recibe este principio es el de peso
(pondus) y San Agustín ha escrito bellísimos párrafos para explicarlo:

El peso es cierto impulso o conato entrañado en cada ser, con que se


esfuerza por ocupar su propio lugar. Tomas una piedra en la mano,
sientes su peso, te hace presión en ella, porque apetece volver a su cen-
tro. ¿Quieres saber lo que busca? Suéltala de la mano: cae en tierra y allí
descansa; ha llegado a donde tendía, halló su propio lugar. Otras cosas
hay que se dirigen hacia arriba, porque si derramas agua sobre el aceite,
por su peso se precipitará abajo. Busca su lugar, quiere ordenarse, pues
cosa fuera del orden es el agua sobre el aceite. Luego hasta que logra su

40
Ibidem, II, IV, 11.
41
Cf. Ibidem, II, V, 14.
42
Cf. Ibidem, I, I, 3.
43
Ibidem, I, I, 1.
44
De Civ. Dei, XIX, XIII, 1 : “Ordo est parium dispariumque rerum sua cuique loca tribuens
dispositio”.
San Agustín: Doctor Boni 113

orden y lugar es inquietud y movimiento... ¿Adónde tienden igualmente


el fuego y el agua? El fuego se dirige arriba, buscando su centro, y los
líquidos buscan también el suyo con el peso. Y lo mismo las piedras, las
maderas, las columnas y la tierra con que está edificada esta iglesia.45

Cada cosa busca por su peso su centro, su lugar propio. Fuera del cual
todo es movimiento e inquietud y en él reposo y paz. Esta aspiración, ten-
dencia o apetito natural de cada realidad a su orden es una razón más del
optimismo metafísico de San Agustín que se extenderá, lógicamente, a su
antropología, se manifestará más claramente en su ética46 y que tiene su
fundamento último en la doctrina cristiana de la creación.
Como lo hemos hecho con los otros términos de la tríada agustiniense
de la bondad queremos señalar aquí la continuidad existente en este tema,
como en tantos otros, con Santo Tomás y San Buenaventura. Con relación
al primero volvemos a citar el texto del De veritate que confirma al “orden”
como uno de los tres que se requieren para la bondad de las creaturas:

... ad hoc quod sit bona, haec tria requiruntur: scilicet quod sit exis-
tens, et quod sit cognoscibilis et quod sit ordinata. Est autem existens
per aliquem modum, cognoscibilis per speciem, ordinata autem per
ordinem.47

Así mismo el orden en las cosas está inseparablemente unido a su ser


creatural:

Deus res in esse produxit eas ordinando.48

Por otra parte el Doctor Seráfico afirma que la creatura, en cuanto es


efecto de Dios por vía de causalidad final le debe al Creador “la bondad,
el orden y el peso”.49 Transcribimos ahora el párrafo completo de San
Buenaventura que hemos citado por partes:

45
Ennarrationes in psalmos, 29, X (ML 36, 223).
46
Particularmente en la sed de infinito que hay en el hombre, en los diversos grados de bondad
de las creaturas que exigen un amor ajustado a ellos. Los conceptos que entran en juego son:
amor-peso, orden-peso, amor-orden y virtud como ordo amoris.
47
De ver., 21, 6.
48
C. G., II, 24.
49
Cf. Breviloquium, II, 1, 2.
114 Jorge L. Barros

Per hoc tamen quod additur in certo pondere, numero et mensura, os-
tenditur quod creatura est effectus Trinitatis creantis sub triplici genere
causalitatis: efficientis, a quo est in creatura unitas, modus et mensura;
exemplaris a quo est in creatura veritas, species et numerus; finalis, a quo
est in creatura bonitas, ordo et pondus. Quae quidem reperiuntur in
omnibus creaturis tanquam vestigium Creatoris sive corporalibus, sive
spiritualibus, sive ex utrisque compositis.50

Conclusión

Modo, especie y orden, u otras expresiones análogas de la “tríada de


la bondad”, aparecen en las obras de San Agustín como categorías ontoló-
gicas, constitutivas del ser y la bondad de las cosas, resaltando distintos
aspectos de ellas que están estrechamente relacionados entre sí e identifi-
cados con la realidad.
Muchos otros bienes generales, principios, propiedades o cualidades
que se hallan en las creaturas y que San Agustín silencia51 en el De natura
boni, se reducen a aquellos. Esos bienes generales, que no tienen siempre
una significación totalmente idéntica, pueden estar contenidos, en mayor
o menor medida, en cada uno de los términos de las tríadas expresando la
riqueza del ser. Así, hemos visto cómo aluden a la existencia misma, a la
esencia, unidad, consistencia, forma (quo discernitur), inteligibilidad de lo
real y a la tendencia a realizar el fin propio.
En lenguaje más escolástico podría decirse que son como principios
que siguen a todos los entes, que nos dan a conocer diversos aspectos de
la realidad que no pueden ser expresados por un solo término. Principios
universales, trascendentes, que se predican incluso, analógicamente, de
Dios.52
Por ello, no estimamos extrínseca ni artificial la explícita relación que San
Buenaventura y Santo Tomás establecen entre estas “tríadas de la bondad”

50
Breviloquium, II, 1, 2.
51
De nat. boni, III: “Haec itaque tria, modus, species et ordo, ut de innumerabilibus taceam, quae
ad ista tria pertinere monstrantur; haec ergo tria, modus, species, ordo, tanquam generalia bona
sunt in rebus a Deo factis, sive in spiritu, sive in corpore...”
52
De Genesi ad litteram, IV, III, 8: “Magnum est paucisque concessum, excedere omnia quae
metiri possunt, ut videatur mensura sine mensura; excedere omnia quae numerari possunt,
ut videatur numerus sine numero; excedere omnia quae appendi possunt, ut videatur pondus
sine pondere”.
San Agustín: Doctor Boni 115

con, al menos, tres propiedades trascendentales del ente: la unidad (modus/


mensura), la verdad (species/numerus) y la bondad (ordo/pondus).
Parece una misma intuición metafísica expresada en lenguajes y con-
textos parcialmente distintos.

Jorge L. Barros
UNSTA

Resumen

Un versículo del libro de la Sabiduría (“…omnia in mensura et numero et pondere disposuisti”


Sap. XI, 21) despertó en San Agustín profundas intuiciones metafísicas sobre la naturaleza
del bien. La tríada sapiencial –mensura, numerus et pondus– se vuelve tríada de la bondad
–modus, species et ordo– y se continúa en las propiedades trascendentales –unum, verum et
bonum– hermanando, una vez más, a los tres grandes maestros de la Filosofía Medieval –Agus-
tín, Buenaventura y Tomás–.
Elogio de la fidelidad

La fidelidad parece a primera vista una pequeña virtud. Llama la aten-


ción su ausencia en la Ética de Aristóteles. Parece ignorarla. ¿Será que no
la encontramos porque en griego carece de palabra propia? Pues pi /stij
significa tanto fe como fidelidad. Pero rastreando en las obras del gran fi-
lósofo nos damos cuenta de que siempre que se usa pi /stij se alude a la fe
como adhesión cognoscitiva, y nunca a la cualidad moral del hombre fiel.
Mayor lugar parece otorgarle el poeta Horacio, que en su Carmen Saecu-
lare ubica a la Fides como la primera entre otras grandes virtudes de la An-
tigua Roma recuperadas por Augusto: Iam Fides et pax et Honor Pudorque
priscus et neglecta redire Virtus audet – Ya se atreven a volver la Fidelidad
y la Paz y el Honor, y el antiguo Pudor y la descuidada Hombría.
Santo Tomás aporta bastante. Si bien no la ubica dentro de la comple-
ta sistematización de las virtudes cardinales, con sus partes integrales,
subjetivas y potenciales, al menos hay referencias a ella en varios lugares,
tanto bajo la palabra fides como con su palabra nueva: fidelitas, cualidad
del fidelis, especialmente en relación con pasajes de las Escrituras.
Son éstas las que más decididamente reconocen a nuestra virtud su jus-
to lugar. Y si aquí las citamos no será porque intentamos hacer teología. Al
extraer de este pozo estamos rescatando algo de esa otra dimensión, menor
pero riquísima, que nos ofrece la Palabra de Dios: su profunda sabiduría
sobre el hombre. Si esta riqueza humana de la Escritura está disponible a
todos, ¿no ha de estarlo también al filósofo cristiano?

••
Quizá esta aparente pequeñez se deba a que no es tan universalmente
reclamada como la justicia, ni tan urgente para la vida como la prudencia.
No apunta a tan grandes horizontes como la magnanimitas, ni realiza los


Horacio, Carmen Saeculare. Cfr. E. Komar, La verdad como vigencia y dinamismo, Ed. Sabiduría
Cristiana, Buenos Aires 1999, p. 39.
118 Alberto Berro

despliegues de la magnificentia. No luce como la liberalitas, ni conquista


como la eloquentia. Parece estar opacada por virtudes mayores a cuyo ser-
vicio se pone. Pero es tan importante que si contamos con ella podremos
dormir tranquilos, y graves temores nos acechan cuando sospechamos de
la infidelidad de los nuestros.
Quizás sea porque la fidelidad es, ante todo, en lo ‘poco’, en lo pequeño,
en lo ‘mínimo’: en) e )la /xist%. Y a que sólo quien es fiel en lo pequeño y en
lo poco, lo será también en lo mucho.
Quizás porque es la virtud no tanto del dominus, del señor, sino del
servus, del servidor bueno y fiel al que ella, no obstante su pequeñez, ter-
mina regalándole el gobierno de diez ciudades. Santo Tomás comienza
el prólogo de su comentario a la carta a Filemón con estas palabras del
Eclesiástico: Servus si est tibi fidelis, sit tibi quasi anima tua, si tienes un servidor
fiel, que sea para ti como tu misma alma. Y agrega: muestra aquí el sabio (...) lo
que se requiere por parte del servidor (...), la fidelidad, en la que se encuentra el bien
del servidor, ya que tanto lo que él es como todo lo que tiene debe darlo al Señor.
Y explica el parentesco entre el servidor fiel y el amigo: tal servidor debe ser
tenido por el señor como amigo en el afecto, y por eso dice: ‘que sea para ti como tu
misma alma’. Concluye Tomás: el servidor fiel se transforma en amigo – servus
fidelis transit in amicum.
La fidelidad es también, junto con la prudencia, la virtud del buen ad-
ministrador. Por su prudencia, él sabrá qué es lo que debe hacer para pro-
teger y hacer crecer los bienes que el dueño de la hacienda le encomienda.
Por su fidelidad, jamás osará apropiarse de lo que no le pertenece. Dichoso
el servidor a quien el Señor encuentre obrando con esta prudencia y con
esta fidelidad, porque lo pondrá al frente de toda su hacienda. Y si recordamos
que todo es del Creador, que él es precisamente nuestro ‘Señor’, y que todo
nos ha sido dado en calidad de ‘administradores’, entonces no parece ser
virtud poco necesaria para la vida.
Si la conjunción de estas dos virtudes, aunque rarísima, es necesaria para
todos los hombres, mucho más lo será para aquellos que detentan alguna forma de
poder sobre los demás. A ellos es, dice Santo Tomás, como si Jesús dijera: escuchad


Luc. 16, 10.

Luc. 19, 17.

Eclesiástico 33, 31. El adjetivo fiel no aparece en la versión de la Biblia de Jerusalén.

Santo Tomás de Aquino, Super Epistolam ad Philemonem lectura, Prologus, 1.

Luc. 12, 42-44.

Cfr. Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea In Matt. 24, 13.
Elogio de la fidelidad 119

lo que conviene especialmente a vosotros, apóstoles y maestros. Pues bus-


co a un administrador que posea en sí fidelidad y prudencia: pues en la
dispensación de facultades, sea que haya algún imprudente fiel al señor, o
también un prudente pero infiel, se malgastarán los bienes del señor; así
también en las cosas de Dios debe haber fidelidad y prudencia.
Es verdad, la fidelidad tiene el aspecto de ser una virtud pequeña, pero
la piedra angular que sostenía las catedrales no necesitaba ser, al pare-
cer, particularmente grande, sino dotada de forma y solidez peculiar. Lo
mismo sucede con ella. Desde su pequeñez noble y firme lo sostiene todo:
nuestras relaciones con las personas e instituciones; nuestros vínculos con
la patria y con Dios; nuestro compromiso con una causa noble y justa.
La fidelidad es la actitud esencialmente adecuada a lo propio en cuanto
tal. Ella soporta todo aquello que nos pertenece y a lo cual pertenecemos;
especialmente, cuando sobrevienen cambios que nos tientan a pensar que
aquello a lo que debíamos fidelidad ya no es lo que era.
Ella sostiene la monótona cotidianeidad en la que eso ‘propio’ crece sin la
espectacularidad de lo repentino. Hace posible la continuidad sin la cual
no hay progreso. No hay oficio sin fidelidad: si un jardinero no es fiel a
su jardín, pronto crecen las malezas y las plantas enferman. Si un músico
no es fiel a su arte, pronto las habilidades decrecen y las obras se desna-
turalizan. Si un estudioso no es fiel a su saber, pronto voces tentadoras lo
alejarán hacia lo espurio y lo falso, adulterum, de donde viene adulterium.
La fidelidad tiene que ver precisamente con lo no ‘adulterado’, con lo
no mezclado, como aquel frasco de alabastro con perfume ‘puro’ de nardo,
pistikh=j, que derramó sobre la cabeza de Jesús la mujer de Betania.10 Dice
Tomás al comentar el pasaje paralelo de Mateo: pues el otro evangelista (por Mar-
cos) en lugar de alabastro de ungüento precioso puso nardo ‘pístico’, esto es, verdadero
y sin engaño. Y agrega: El término griego pístis en latín se dice ‘fides’; por lo cual
‘pístico’ significa fiel. Pues aquel ungüento era fiel, es decir, puro y no adulterado.11
Si la fidelidad es esencialmente contraria al adulterium, entonces en nin-
gún lugar resulta más indispensable que en las relaciones personales más
entrañables. Y no se limita al deber sagrado de los esposos de reservarse
el uno al otro, ni se opone sólo al adulterio en sentido literal. Ella guarda
a buen recaudo nuestros vínculos esenciales con todos los nuestros, y per-


Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea in Lucam 12, 11.

Cfr. R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 1974, p. 72.
10
Mc. 14, 3.
11
Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea In Matt. 26, lec. 3.
120 Alberto Berro

mite que cuenten con nosotros y descansen seguros en nuestras manos, y


nosotros en las de ellos.
Sin ella, al final de una vida no queda nada ni nadie, sólo la soledad.
Sin ella estamos condenados a ir saltando de una persona a la otra, de
un oficio a otro, de una patria a otra, de una causa a otra, de una idea a
otra. Sin fidelidad no hay reposo, quies, y entonces tampoco gozo, quietatio
voluntatis in volito,12 a lo sumo excitación por lo nuevo. Será por esto que
es precisamente al gozo y no a otra de las riquezas de su Señor, a donde es
invitado a participar el servidor bueno y fiel:13 nada menos que al mismo
gozo con que Él goza en sí.14
La fidelidad parece ser una virtud tan pequeña que se encuentra en el
reino inferior a lo humano. Difícilmente podría decirse de un perro que
es magnánimo, o magnífico, justo o templado. Pero muchos decimos del
nuestro que es fiel, hasta tal punto que el humilde canino doméstico ha
sido universalmente consagrado como el símbolo de esta virtud.
En cambio entre los hombres la fidelidad es rara y difícil de encontrar,
por lo que sospechamos que no por pequeña es fácil. El profeta Miqueas
exclama: ¡Ha desaparecido de la tierra el fiel!,15 y el libro de los Proverbios se
pregunta: ¿Quién encontrará un hombre fiel?16 Y con el correr de los siglos no
parece que las cosas hayan mejorado demasiado.
La amistad verdadera requiere fidelidad. Y por esto las buenas amista-
des son raras, dice Aristóteles: porque los hombres que ellas necesitan no
abundan. Y no es posible aceptarse mutuamente como amigos ni serlo hasta que
cada uno se haya mostrado al otro como digno de afecto y confianza––pri£n a)£n eka
( /
teroj e (kate /r% fanv= filhto \j kai pisteuqv=.17 Para ser pisteuqv= es necesa-
ria precisamente la fidelidad, pi /stij. Sin fidelitas no hay confiabilidad.
Así elogia por tres veces al amigo fiel el libro del Sirácida:

El amigo fiel es seguro refugio, el que lo encuentra ha encontrado un tesoro.


El amigo fiel no tiene precio, no hay peso que mida su valor.
El amigo fiel es remedio de vida, los que temen al Señor lo encontrarán.18

12
Santo Tomás de Aquino, Contra Gentes I, c. 90.
13
Mt. 25, 21.
14
Cfr. Santo Tomás de Aquino, Comp. Theol. II, 9.
15
Miqueas 7, 2.
16
Prov. 20, 6.
17
Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1156 B.
18
Eclesiástico 6, 14-16.
Elogio de la fidelidad 121

Siempre según el Sirácida, es ese amigo cuya alma es según tu alma, y


que, si caes, sufrirá contigo.19

••
Es verdad, la fidelidad es una pequeña virtud. Pero no está sola: la
acompañan grandes amigas, está íntimamente emparentada con otras
más importantes.
Ante todo con la justicia. Según Cicerón, la fides entendida como fideli-
dad es el fundamento de la justicia.20 También dicen ‘algunos’ que ella es una
forma particular de la justicia.21 Quizá porque en ciertos casos la fidelidad es
precisamente lo debido a otro, debitum ad alterum, por la misma naturaleza
del vínculo. Judas y Pedro se la debían al Señor, y uno y otro le fallaron,
aunque sólo Judas recibe el adjetivo de proditor, el traidor, porque Pedro al
menos, si bien traicionó su nombre y amistad, no traicionó su misericordia.
Y si miramos al mundo no podemos dejar de ver cómo se falta diariamente
a la fidelitas, que es uno de los frutos del Espíritu, con graves fraudes e insi-
dias.22 Con cuánta facilidad son traicionadas las más entrañables amistades
y sociedades por treinta monedas de plata, o por veinte minutos de éxito,
fama o poder. O por apenas diez de placer.
Es también pariente y amiga de la verdad, en el doble sentido de la
palabra. De la verdad como valor –verdad de las cosas, verdad de nuestro
conocimiento de ellas–; y también de la verdad como virtud, veracidad.
De la verdad como valor, porque hay ciertas verdades que una vez
descubiertas y aceptadas exigen fidelidad, lo que a su manera explica
muchos ‘escepticismos’. La misma verdad por su parte es cierta fidelidad
al ser. Cuando Josef Pieper quiere describir aquella memoria que, como
parte integral de la prudencia, no distorsiona el pasado ‘por el sí o el no
de la voluntad’, la denomina memoria que es ‘fiel al ser’.23 Y en una de las
escasísimas referencias de Tomás de Aquino a la cuestión de la verdad
histórica, utiliza la expresión de Agustín: fidelissima veritas rerum gestarum,
verdad fidelísima de las realidades acontecidas.24

19
Eclesiástico 37, 12.
20
Cicerón, De Officiis, lib. I cap. 8, citado por Santo Tomás en In III Sent. d. 23, expositio textus.
21
Cfr. Santo Tomás de Aquino, In III Sent. d. 23, q. 3, a. 4 sol. 3 c.
22
Cfr. Gal. 5, 23 y el comentario de Santo Tomás, Summa Theologiae, I-II, q. 70 a. 3 c.
23
J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1980, p. 47.
24
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 102, a. 1 c. Cfr. De Civ. Dei, l. XIII, c. 2.
122 Alberto Berro

También resalta su parentesco, decíamos, con la veritas como veracidad.


La mentira parece oponerse a la fidelidad tanto como la insidia y el enga-
ño, insidiae et fraudes fidelitati videntur opponi, sicut et mendacia.25 Así como
son cómplices la mentira y la traición, también son hermanas la fidelidad y
la veracidad. Fides in factis, veritates in dictis, fidelidad en las acciones y verdad
en las palabras, constituye todo un programa de vida.26
La fidelidad es siempre a la palabra. Porque lleva siempre implícita o
explícita una promesa o una alianza libremente asumidas: ad fidelitatem ho-
minis pertinet ut solvat id quod promisit, pertenece a la fidelidad del hombre
que cumpla con lo que prometió.27 Supone que adherimos a un valor, a
una pertenencia, a una causa, a una persona, y quedamos voluntariamente
atados a ellos por nuestros dichos, o por gestos que también hablan. La
veracidad de nuestro compromiso original, junto con su consistencia, se
manifiesta en la fidelidad.
Por esta razón nuestra pequeña gran virtud no luce en tiempos favora-
bles, en tiempos de gloria, en los que nos resulta fácil aparecer en primera
plana junto al objeto de nuestra promesa. Ella brilla secretamente en los
momentos de persecución y de fracaso. En momentos de ‘prueba’. El parti-
do comunista soviético, nos contaba un maestro, solía cerrar la inscripción
en tiempos de bonanza y reabrirla en tiempos difíciles. Como sucedió con
Abraham, es en la prueba cuando somos o no somos hallados fieles.28
No resplandece tanto en el Jesús que anduvo en la mar al que prefiere
cantar Antonio Machado,29 como en el Jesús del madero, ‘sacerdote fiel’ en
su pasión.30 No la necesita Yahvé triunfante tras el cruce del Mar Rojo, sino
en el desierto, escondido y vulnerable al olvido y a la traición de quienes
necesitamos pruebas frecuentes de poder por parte del otro para mante-
ner nuestra adhesión. También la requiere el Yahvé de nuestros propios
desiertos espirituales.31
Es por esto que su mayor parentesco es con la virtud de la fortaleza.
No tanto en aquella dimensión suya cuyo acto propio es el atacar, aggredi,
sino en el sustinere, en el resistir que requiere la virtud de la paciencia:

25
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 40, a. 3 s.c. 2.
26
Cfr. Santo Tomás de Aquino, In III Sent. d. 23, q. 3, a. 4 sol. 3 c.
27
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 88 a. 3 c.
28
Eclesiástico 44, 20. Cfr. I Mac. 2, 52.
29
Cfr. ‘La Saeta’, en Antonio Machado, Poesías completas, Espasa-Calpe, Madrid 1997.
30
Cfr. Carta a los Hebreos, 2, 17-18 y el comentario de Santo Tomás, Super Epistolam ad hebraeos
lectura, II, 4.
31
Cfr. C.S. Lewis, Cartas de un Diablo a su sobrino, A. Bello, Santiago de Chile 1993, p. 55.
Elogio de la fidelidad 123

resistir –dice Santo Tomás– es más difícil que atacar porque el resistir implica la
permanencia en el tiempo, mientras que alguien puede atacar por un movimiento
súbito. Y es más difícil permanecer sin moverse que moverse con un movimiento
repentino hacia algo arduo.32
Esta permanencia en el tiempo tiene mucho que ver con la fidelidad. El
sentido de esta virtud, afirma Guardini, se puede describir como una fuerza que
supera el tiempo, es decir, la transformación y la pérdida, pero no como la dureza
de la piedra, en firmeza fija, sino creciendo y creando de modo vivo.33
Es que esta pequeña virtud exige una paciencia capaz de soportar los
dolores y pérdidas que traerá la adhesión a un bien, cuando él está cues-
tionado o amenazado. Requiere especialmente del sentido griego de la
paciencia, el permanecer firme ‘debajo’ del flujo del acontecer, hypomoné.34
Sin ella no podremos resistir los embates y permanecer fieles. La fidelidad
conjuga especialmente el verbo mantenerse.35 Y sin mantener promesas y
fidelidades la vida carece de profundidad y sabor.
Como la paciencia, la fidelidad arraiga en que se ha visto algo valioso –
una verdad, una belleza, una persona, un sentido, una causa– y nuestra más
honda y libre afectividad ha adherido fuertemente a ello, fortissime inhaerere
bono.36 Sin la convicción de que el ser es consistente, verdadero y bueno, la
fidelidad se vuelve casi metafísicamente imposible, aunque no lo sepan explí-
citamente muchos que han sido y son muy fieles. En esta vigorosa adhesión
a un determinado ser en su consistencia, verdad y bondad, en su proprium,
se encuentran implícitas o explícitas la ‘promesa’ y la ‘alianza’.
El momento en que esta ‘pequeña’ virtud insinúa toda su grandeza es
aquél en que nos percatamos de que se trata en realidad de una virtud
heroica, de una virtud de mártires, a los que el Apocalipsis exhorta a la
fidelidad hasta la muerte para recibir la corona de la vida.37
Explica Tomás, casi circularmente, al meditar acerca del sufrimiento
de Jesús en Getsemaní: Es propio del hombre fiel, al principio, no querer sufrir
algún dolor, sobre todo aquél que conduce hasta la muerte, ya que el hombre es
carnal; pero también aceptarlo si Dios así lo quiere, porque es fiel.38
32
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 123, a.6, ad 1.
33
Cfr. R. Guardini, op. cit. p.72.
34
Cfr. M.M. Solveyra, “La fuerza interior de la paciencia”, en Vida llena de sentido, publicación en
homenaje al Dr. Emilio Komar, Ed. Fundación BankBoston, Bs. As. 1999, pp. 156-157.
35
Josué 14, 8.
36
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 123, a.6, ad 2.
37
Apoc. 2, 10. Cfr. Apoc. 2, 13.
38
Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea in Matt. 26, 11.
124 Alberto Berro

La fidelidad a Dios es vinculada en la Summa con el primer manda-


miento tal como es formulado en el Éxodo39 y en el Deuteronomio:40 ‘no
tendréis otros dioses delante de mí’, y consiste en no desviar hacia otros que
no son Él el honor del señorío sobre nuestras vidas.41
Pero no sólo la fidelidad a Dios requiere de la fortaleza. También se pa-
gan precios muy altos por la fidelidad a otros bienes. Sócrates pagó con su
vida la fidelidad a su Polis. Y muchos otros hombres, la mayoría anónimos,
lo hicieron también, antes y después que el más famoso.

••
La fidelidad está hoy definitivamente démodée. No la hacen aconsejable
ciertos intereses económicos inmediatos, el imperativo del éxito y hasta
cierto prestigio intelectual que se predica en los ámbitos académicos. Si
queremos ‘triunfar’, parece que lo acomodaticio debe prevalecer en nuestras
relaciones. Si bien en el mundo intelectual no todo es tan evidente como en
la política, también existe una infidelidad a las propias ideas, un sostenerlas
que no las ‘sostiene’ sino que ‘juega’ con ellas, adecuándolas a lo socialmente
aceptable y modificándolas al ritmo de las vigencias culturales.
Este juego ya había sido descripto en 1762, de manera insuperable,
por un brillante ilustrado. Así se pinta a sí mismo Diderot en el primer
párrafo de El sobrino de Rameau, ejerciendo su paseo de rigor a las cinco
de la mañana por el Palais-Royal: Converso conmigo mismo de política, amor,
gusto o filosofía. Abandono mi espíritu a todo su libertinaje, permitiéndole seguir
a la primera idea, sabia o loca, que se le presente, como se puede ver a nuestros
jóvenes disolutos marchar por la Alameda de Foy tras los pasos de una prostituta,
con cara sonriente, un aire que invita y la nariz parada, para luego dejarla ir por
otra, coqueteando con todas y concretando con ninguna. Mis pensamientos, ellos
son mis rameras – mes pensées, ce sont mes catins.42
También para el propio pensamiento rige una ley de fidelidad a sí mis-
mo. Es uno de los rasgos que lo hacen creíble. Fidelidad no significa aquí
rigidez e incapacidad para el cambio, sino una base de convicciones esta-
bles, dotadas de suficiente firmeza para resistir los vaivenes. No se trata de
inmovilidad, sino de una estabilidad elástica, propia de un pensamiento

39
Ex. 20, 2.
40
Deut. 5, 7.
41
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 100, a.5 c.
42
D. Diderot, Le Neveu de Rameau, Flammarion, Paris 1983, p. 14. Trad. A.B.
Elogio de la fidelidad 125

que busca mantenerse siempre en camino hacia una mayor fidelidad y


ajuste al ser, más firme y estable, que lo funda y guía.
La infidelidad encuentra hoy varias filosofías que le ofrecen ‘sustento’,
como por ejemplo aquella de la llamada debilidad del ser. ¿No supone acaso la
fidelidad un essere forte, valores ‘fuertes’, verdades estables y absolutas? La del
essere debole de G. Vattimo es una de tantas filosofías disponibles en nuestro
tiempo –no la única– para relativizar la infidelidad. En ella, por definición,
no puede haber nada propio a lo que ser fiel, ni siquiera nosotros mismos:

...me parece que ha perdido sentido el ideal de un sujeto como autocon-


ciencia conciliada, como yo reapropiado. La teoría de la ideología y el
desarrollo del psicoanálisis nos han advertido del irremediable carácter
de ‘máscara’ que pertenece también a este ideal. Por otra parte, las con-
diciones concretas de la vida han puesto en evidencia una ‘posibilidad’
de existir sin ser ya sujetos de este tipo (y por ejemplo, sin querer ser
a toda costa ‘propietarios’: de cosas, o también de sí). Hoy son posibles
nuevos ideales de humanidad que ya no están ligados a la concepción
metafísica del sujeto... (Nietzsche) decía, entre otras cosas, que para el
hombre moderno se ha vuelto posible sentirse no ya como un ‘alma
inmortal’, sino como muchas almas mortales.43

••
El sujeto como ‘autoconciencia conciliada’, como ‘yo reapropiado’, no es
otra cosa que la persona fiel a sí misma. Aquél que puede seguir, de nuevo,
la enseñanza del Sirácida: Mantén firme el consejo de tu corazón, que nadie es
para ti más fiel que él.44
El propio corazón, profundamente luminoso por debajo de los escon-
didos meandros de los oscuros laberintos que lo rodean,45 siempre es fiel. Será
porque en él se encuentra nuestra voluntas naturalis, por la que indefectible-
mente queremos el bien de nuestra propia esencia, ya que nunca se ausenta
de ella la mano de su Autor.46

43
G. Vattimo, Más allá del sujeto, Paidós, Barcelona 1989, p. 20.
44
Eclesiástico 37, 13.
45
Cfr. Macario de Optina, “Cartas de Dirección”, en Espiritualidad Rusa, Rialp, Madrid 1965, p. 75,
citado por C. Velasco Suárez, Psiquiatría y Persona, EDUCA, Buenos Aires 2003, p. 19.
46
Cfr. Santo Tomás de Aquino, In IV Sent., d. 50, q. 2, a. 1, sol. 1c.
126 Alberto Berro

Es a esta ‘autoconciencia conciliada’, a este ‘yo reapropiado’ y dueño de


sí a lo que se refiere Santo Tomás cuando dice que los buenos se aman a sí
mismos en cuanto al hombre interior, que también quieren conservar en toda su
integridad; y optan para sí por los bienes de aquél, que son los bienes espirituales;
y también ponen sus esfuerzos para alcanzarlos; y vuelven con gozo a su propio
corazón, porque allí encuentran tanto buenos pensamientos en el presente, como el
recuerdo de los bienes pasados, como la esperanza en los bienes futuros, de lo que
nace el gozo; y no padecen en sí mismos el disenso de la voluntad, ya que toda su
alma tiende hacia algo uno.47 Una descripción exacta de la fidelidad consigo
mismo, de esa unidad interior que sólo el ‘bueno’ puede conservar, ya que
los ‘malos’ siempre andamos divididos y somos obstinadamente infieles a
la parte más profunda y luminosa de nosotros mismos.
Por eso cuando actuamos contra esta virtud no quedamos sólo distancia-
dos de aquello a lo que somos infieles –el objeto de nuestra promesa–, sino
también de nuestro propio corazón al que luego nos resulta difícil volver.
La infidelidad huye por su propia naturaleza, busca esconderse de sí
misma y de la mirada ajena. No gusta de la luz. En cambio el hombre fiel
no sólo está presente a sí mismo y camina tranquilo a pleno día ante la
mirada de los otros, sino que también anda ‘en la presencia de Dios’. Tú
has tenido gran amor a tu siervo David mi padre, porque él ha caminado en tu pre-
sencia con fidelidad,48 dice Salomón a Yahvé como introducción a la cuidada
oración en la que le pide un corazón sabio.

••
La fidelidad está firmemente emparentada con aquella seriedad que no
es falta de sentido del humor, sino responsabilidad por lo que uno engen-
dra. Esa seriedad a la que el ‘juego’ contradice, cuando es ubicado como
sucede en nuestro tiempo más allá de su locus naturalis, y elevado a modo
esencial de relacionarse el hombre con todo lo existente.49
Por esto no sólo se opone a la fidelidad y busca esconderse de la mirada
la traición. También la ambigüedad, la ambivalencia que juega con el ‘sí’
de hoy y el ‘no’ de mañana, o con ese sí-no simultáneo, tan humano. Esta
íntima contradicción entre ambivalencia y fidelidad resulta notablemente
sugerida por unas palabras de Pablo a los Corintios: Les aseguro, por la fideli-

47
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II q. 25, a.7 c.
48
I Reyes 3, 6. Cfr. Isaías 38, 2-3.
49
Cfr. R. Guardini, op. cit., p. 77.
Elogio de la fidelidad 127

dad de Dios, que nuestro lenguaje con ustedes no es hoy ‘sí’ y mañana ‘no’. Porque
el Hijo de Dios, Jesucristo, el que nosotros hemos anunciado entre ustedes (...) no
fue ‘sí’ y ‘no’, sino solamente ‘sí’. En efecto, todas las promesas de Dios encuentran
su ‘sí’ en Jesús, de manera que por él decimos ‘Amén’ a Dios.50
Frente a la ambigüedad humana, la fidelidad de Dios se manifiesta en
la seriedad y responsabilidad de un Cristo en el que no existe ni rastro de
este juego del ‘sí’ y del ‘no’, y en quien por esta razón encuentran cumpli-
miento todas las promesas divinas. El propio Jesús había advertido contra
la ambivalencia en las palabras (que vuestro lenguaje sea: ‘sí, sí’; ‘no, no’51), y
había elogiado a Natanael, aquel israelita en el que no hay doblez.52

••
Con esto ya hemos entrado en la última parte de nuestra meditación,
que queremos concluir haciendo una breve alusión a la fidelidad divina:
porque es aquí donde nuestra pequeña virtud termina siendo glorificada
con el mayor de los elogios.
Porque la fidelidad no es sólo virtud que en cierto sentido se encuentra
en el reino inferior al humano: en otro sentido supera todo lo humano y
es, por su intrínseca afinidad con la eternidad, por subsistir por siempre,53 más
propia de Dios que de los hombres. Ser ‘fiel’ es uno de los atributos prefe-
ridos con que el Antiguo Testamento honra a Yahvé: Yahve tu Dios es el Dios
verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los
que le aman y guardan sus mandamientos.54
Y San Pablo nos consuela asegurándonos que aunque nosotros seamos
infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.55 De manera
sencilla y profunda explica Guardini, en dos páginas de su ensayo sobre
las virtudes, esta fidelidad indefectible de Dios al mundo y al hombre tanto
en la creación como en la redención.56
Por último el Apocalipsis exalta la figura de Cristo, entre tanta riqueza
y variedad de atributos posibles, con la diadema de la fidelidad unida a la

50
II Cor. I, 18-20.
51
Mateo 5, 37.
52
Juan I, 47.
53
Eclesiástico 40, 12.
54
Deut. 7, 9; cfr. Ex. 34, 6-7; Nehemías 9, 32-33, etc.
55
II Tim. 2, 13.
56
Op. cit. pp. 76-78. Téngase en cuenta que el título de la obra en alemán es ‘Tugenden’, ‘Virtu-
des’.
128 Alberto Berro

de la veracidad: Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco: el que lo


monta se llama ‘Fiel’ y ‘Veraz’, pisto /j kai a)lhqino /j.57

••
Me topé con la fidelidad abocado a encontrar un rasgo que reflejara de
manera especial al querido profesor Juan Courrèges. Fue el pensar en él y
para él lo que engendró este ‘elogio’, y al final de estas páginas la alabanza
de la virtud se hace extensiva, gustosa y naturalmente, a su legítimo por-
tador. Porque por su fidelidad sabe sostener lo cotidiano del crecimiento
de la vida. Fidelidad no sólo a su matrimonio y su familia. También a su
Fe, indeclinable en tiempos difíciles; a la Verdad del Ser, hoy de tantas
maneras negada o sutilmente relativizada; a la Filosofía, al amado Santo
Tomás y a la querida –y como por pocos estudiada– renovación de los es-
tudios tomistas del siglo XX; a los alumnos, y con ellos a la grande y a la
vez humilde vocación de enseñar; a los muchísimos libros queridos, leídos
y cultivados; a sus autores de cabecera, y entre todos a su preferido Gilson;
a la Facultad, con toda su historia y todos sus maestros fundadores sin
excepción, más allá de las naturales preferencias; a los amigos, al Señor y
también, cómo no, a sí mismo.

Alberto Berro
Universidad Católica Argentina

Resumen

El autor señala que esta virtud ha sido poco desarrollada en forma sistemática por los clásicos.
Las Escrituras, y Santo Tomás de Aquino comentándolas, son la fuente en que se inspira el
artículo, que subraya la ‘pequeñez’ de esta virtud, y su subordinación a valores que la superan.
Virtud del servidor y del buen administrador, ella, como recta actitud ante lo ‘propio’, sostiene
los vínculos esenciales del hombre. Cercana a la justicia, a la verdad y particularmente a la for-
taleza como paciencia, ella se manifiesta en la prueba, y revela su gloria como virtud heroica en
los mártires. Por suponer una firme adhesión, requiere de un fuerte fundamento metafísico en el
ser. No sólo se opone a ella la traición, sino también la ambigüedad. Su grandeza queda patente
al descubrirse como uno de los atributos de Yahvé en el Antiguo Testamento, como también al
ser glorificada en Jesucristo por el Apocalipsis.

57
Apoc. 19, 11; cfr. Apoc. 3, 14.
Potestad política y comunidad
perfecta en Francisco de Vitoria

En estas breves líneas de homenaje al profesor Juan Roberto Courrèges nos proponemos repasar
la concepción de la potestad política en Vitoria, sobre la base, en lo fundamental, de la exégesis
de la obra misma del fundador del derecho internacional público. Completaremos el bosquejo
de esta cuestión con la perspectiva que de la comunidad perfecta y su potestad de régimen nos
ofrece el tema de la guerra justa, respaldándonos en la tesis del maestro Emilio Komar.

I. Valor de la política en Vitoria.


Noción de “república” (como “comunidad política”)

Vitoria asume plenamente la afirmación aristotélica sobre la politicidad


natural. Esta tesis cobra sentido cabal a partir de la recta inteligencia de la
significación perfectiva de la vida política para el hombre. Vitoria, en esa
línea, anticipa el dictum de Roberto Belarmino, según quien si no existiese
la polis, el hombre se quedaría sin dar lo mejor de sí, porque no podría ser
justo. Dice, en efecto, nuestro autor que la voluntad quedaría manca sin
la vida social y política, ya que no tendría ocasión de practicar la justicia
y la amistad. Con respaldo en el Estagirita, Cicerón y San Agustín, Vitoria


Quien así lo proclamó entre los primeros fue un estudioso norteamericano, John Brown Scott,
en una obra de principios del siglo pasado, aparecida en castellano como El origen español del
derecho internacional moderno, Valladolid 1928. Sobre la vigencia actual del reconocimiento de la
“igualdad soberana” y del papel de los Estados como sujetos primarios del derecho internacional
público (principios de la concepción vitoriana del orden internacional), cfr., por todos, José Pastor
Ridruejo, Curso de Derecho Internacional Público y Organizaciones Internacionales, Madrid 2001, pp.
277 y 287; Antonio Cassese, International Law in a Divided World, Oxford 1994, p. 129.

Cfr. Milan Komar, Il concetto della guerra giusta ed il suo sviluppo negli scolastici del cinquecento,
tesis de laurea que, bajo la dirección de Alessandro Passerin d’Entrèves, fue presentada ante
la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Torino en el año académico de 1942-1943.
Agradecemos calurosamente a la Doctora Paola Novaria, Directora del Archivo Histórico de
la Universidad de Turín, su gentileza y buena disposición para ayudarnos a hallar la tesis y
facilitarnos una copia de su texto original.

De hecho, los autores canónicamente reconocidos como precursores o fundadores del derecho
internacional público fueron aristotélicos cabales: es el caso no sólo del dominico Francisco de
Vitoria (c. 1480-1546), sino también el del jesuita Francisco Suárez (1548-1617) y el del jurista
calvinista Hugo Grocio (1583-1645).

De laicis, sive saecularibus, p. 10 (Opera Omnia, París 1870, t. III).
130 Sergio Raúl Castaño

sostiene la necesidad de la política, necesidad fundada en la colaboración


y la mutua ayuda que los hombres pueden prestarse entre sí, en orden a su
perfección integral. Para tal fin la sociedad doméstica resulta insuficiente;
sólo la comunidad política (societas civilis) es autosuficiente. El valor de la
política, pues, radica más en la donación comunicativa y en la excelencia
per se del bien perseguido que en la utilidad y en el remedio de la debi-
lidad. Privar a alguien de su condición de ciudadano, concluye Vitoria,
es negarle una exigencia señalada por el derecho natural. El hombre es
ciudadano (miembro de una república) por naturaleza.
La autosuficiencia significa perfección. Por ello a la sociedad política
(respublica), autosuficiente, se la llama con propiedad comunidad perfecta.
Ahora bien, la noción de perfecto se identifica con la de todo, en la medida
en que se le dice imperfecto a aquello a lo que le falta algo; y, por el con-
trario, perfecto, a lo que no le falta nada. Luego, remata Vitoria, perfecta
es aquella comunidad que no es parte de otra república, sino que posee
ordenamiento jurídico y órganos de gobierno propios.

II. La potestad política. Naturaleza y función

Esa comunidad exigida por la naturaleza, autosuficiente por la partici-


pación de un bien común que perfecciona todas las potencias del hombre
(ergo, a todo el hombre –en el plano mundanal–), no podría existir sin la
función directiva de la potestad política.
Vitoria investigará la naturaleza de la potestad a partir de su fin. To-
das las cosas que existen por un fin deben definirse a partir de él, dice,
siguiendo un principio axial del Estagirita. Ante todo, debe distinguirse


De potestate civili, 4. Utilizamos la edición de las Relecciones de Luis Alonso Getino (Madrid
1934).

De Indis, 5.

“Est ergo perfecta respublica aut communitas quae est per se totum; id est, quae non est alterius
reipublicae pars, sed quae habet proprias leges, proprium consilium et proprios magistratos”
(Relectio posterior De Indis, 7).

Salvando, claro está, el hecho de que la sociedad política no es la Iglesia, y, por tanto, no se
propone el fin común sobrenatural y trascendente (Dios mismo, como fin objetivo). Con todo,
la causa final y principalísima de la sociedad civil es una utilidad a la que cabría mejor llamar
enorme necesidad, y que sólo los dioses desdeñan, dice Vitoria con su gracejo y soltura habi-
tuales en De pot. civ., 5.

De matrimonio, 2; “no sólo entre los seres naturales, sino en todas las cosas humanas se debe
considerar la necesidad a partir del fin, en tanto es la primera y principal de todas las causas”,
afirma también en De pot. civ., 2.
Potestad política y comunidad perfecta 131

entre potestad y la mera potencia, entendida como facultad o capacidad de


operaciones; o, más en general, capacidad para realizar ciertas acciones. La
voluntad o los sentidos, por ejemplo, no son potestades, sino capacidades
para la operación. En cambio, la potestad comprende cierta preeminencia
y autoridad, que implica y exige la sujeción de alguien a los dictados del
investido de tal potestad.10 Así pues, si trata de una capacidad, unida,
además, a la preeminencia autoritativa, cabe caracterizar prima facie a la
potestad como una función, función que, según se ha visto, presupone a
la sociedad política, como realidad a ella subyacente (causa material, la
categorizará Vitoria11). Y las funciones, precisamente, se definen por su
fin. De allí que las potestades civil y eclesiástica se distingan por sus di-
versos fines. El criterio para la determinación de los casos en que pueda la
Iglesia intervenir en los asuntos temporales pende de que la materia sobre
la que pretenda ejercer su potestad tenga incumbencia respecto de la con-
servación del fin espiritual. En caso contrario, resulta ilícita la ingerencia
eclesiástica en asuntos políticos.12
En ambos casos, la función específica de la potestad consiste en la di-
rección de las respectivas sociedades hacia el bien común que las convoca,
a partir del establecimiento y la tutela de un orden de las conductas.13 Así
pues, este orden finalista, emanado del acto propio del gobierno político,
radica en una tarea directiva de las conductas, que se identifica con el im-
perio de la razón. Damos aquí con un tema de relevante importancia en la
milenaria doctrina aristotélica del mando: gobernar es, ante todo, dirigir,
pues la dirección constituye el núcleo esencial de la actividad de la potes-
tad, un núcleo que persistiría aun en estado de naturaleza íntegra.14 Esta
nota específica del gobierno se confirma en Vitoria a partir de varias tesis
convergentes referidas a la racionalidad del mando político. En primer
lugar, la potestad de régimen exige ciencia, y no sólo en el caso de la ecle-
siástica, sino también en el de la política. Las leyes que debe conocer quien
gobierna son las reglas que conducen la acción de los gobernados.15 Por
otro lado, las decisiones del gobernante deben ordenarse al bien de toda
la comunidad, y no a su conveniencia particular, toda vez que el mando

10
De potestate ecclesiastica, I, 1 y 2.
11
De pot. civ., 7.
12
De pot. ecc., III, III. En Vitoria se encuentra explícita la doctrina tradicional católica de la po-
testad indirecta de la esfera espiritual sobre la temporal, ya prefigurada en Sto. Tomás. Sobre
este tema, cfr. nuestro “Legítima potestad de los infieles y autonomía de lo político”, en Studi
Tomistici, n° 60, Roma 1995.
13
De pot. ecc., I, 5 y 13.
14
De pot. ecc., I, 13.
15
De pot. ecc., I, 9.
132 Sergio Raúl Castaño

sobre hombres libres exige la dirección de la comunidad a un bien partici-


pable por ésta. Tal afirmación de Vitoria viene respaldada por la autoridad
de Aristóteles, quien distinguía el mando de una comunidad (política, o
familiar) de la utilización de siervos. Esta cuestión se halla estrechamente
unida a la distinción entre imperio político y mando despótico; aquél, pre-
cisamente, comporta la racionalidad (por lo menos, incoada o potencial) de
los que obedecen. En suma, participabilidad del fin implica racionalidad
del mando.16 Por último, y como consecuencia de todo lo anterior, la llama-
da vis directiva de la ley jurídica obliga al mismo rey que la promulgó, ya
que éste es parte de la república.17 Ahora bien, nótese que el príncipe no se
hallaría bajo el imperio de la ley si la naturaleza de la función de gobierno
no consistiese en la dirección ordenadora (racional) al fin común, sino en
la coacción. En tal caso, los máximos titulares de los poderes públicos,
vértices del poder coactivo, se hallarían libres de la fuerza por ellos enca-
bezada. En síntesis, la función de mando político consiste en el imperio
–racional– sobre los medios ordenados al bien común político.

III. Necesidad e inderogabilidad de la función directiva


de la potestad política

A la hora de determinar las razones que esgrime Vitoria para fundar la


inderogabilidad o necesidad absoluta del poder para la comunidad política
–habida cuenta su explícita condición de teólogo, que remonta sus argu-
mentos hasta Dios– resulta imprescindible señalar un punto de capital im-
portancia. La fundamentación de Vitoria es racional e inductiva, es decir,
parte de las exigencias de la realidad social, aprehendida en su concreción
empírica, y desde allí remonta hasta los principios. Su condición de teólogo
no es óbice, pues, para la plena racionalidad (natural) de sus argumentos;
Dios aparecerá, sí, pero como supremo creador de un orden que la razón
puede descubrir por sí misma.
El fundamento natural por el cual existe la ciudad, esto es, la conser-
vación y perfeccionamiento del hombre, es el mismo que da razón de la
necesidad de la potestad política. Luego, la utilidad común que convoca a

16
Relectio posterior De Indis, 12. Sobre la concepción aristotélica de imperio político nos permi-
timos remitir a nuestro “Notas sobre la noción de mando político en Aristóteles”, en Archiv für
Rechts– und Sozialphilosophie, vol. 91, 2005, Heft 2.
17
De pot. civ., 21. Sobre el sentido de la vis directiva de la ley sobre el príncipe, cfr. Tomás de
Aquino, S. Th., I-IIae., 96, 5.
Potestad política y comunidad perfecta 133

la comunidad política es, asimismo, la causa final de la potestad. Si cada


uno obrase siguiendo su parecer individual, sin atender a una instancia
que arbitrase los medios vinculantes para la consecución del fin político,
la república se disolvería, pues múltiples y dispares criterios harían impo-
sible ordenar las conductas en aquellos asuntos de interés común. Por otra
parte (establece Vitoria una analogía de proporcionalidad propia), así como
en el caso del organismo humano, también el interés del todo (vgr., de lo
común) exige una función específica que lo procure. Esta función atiende
un fin distinto de los múltiples intereses particulares de los miembros,
y la jerarquía de ese fin le otorga preeminencia respecto de éstos; es así
como puede legítimamente ordenar las acciones y los fines de las partes
del cuerpo político a la excelencia del todo.18 Por todo ello, Vitoria afirma
que la potestad política es de derecho natural (y, en consecuencia, tiene a
Dios por autor y causa eficiente19).
La adscripción vitoriana de la potestad al derecho natural no viene sino
a manifestar que el mando y la obediencia políticos arraigan su necesidad
en la naturaleza misma de la comunidad perfecta, que no podría ordenarse
a su fin (el fin por la que existe) si careciese de una instancia que dirigiese
las conductas de los miembros.20 Por tal razón la potestad política (en sí
misma considerada, y no en cuanto a las diversas formas y titulares con-
cretos en que pueda residir) no se instaura por voluntad de los miembros
de la comunidad. En efecto, habría potestad aun cuando los ciudadanos
la rechazasen; y no podría abrogarse, aun cuando los ciudadanos así lo
dispusiesen. Así como el hombre no puede (lícitamente) renunciar a defen-
derse y conservarse, así la república no puede negarse a observar leyes y
a obedecer a gobernantes.21 Con esto no niega Vitoria la voluntariedad del
acatamiento a la autoridad, sino que afirma la necesidad absoluta que ella
comporta para la existencia misma de la república: su abrogación conlleva
la desaparición del cuerpo político. En la expresión de nuestro autor, no
vale pacto alguno que contradiga al derecho natural.
Al respecto cabe acotar dos significativas posiciones de Vitoria. La ley
y la obediencia a los poderes públicos son necesarios para la conservación
del cuerpo político, como se ha dicho. Luego, aun en el caso de un tirano
usurpador (tyrannus ex defecto tituli) los ciudadanos se hallan obligados a
observar las leyes por él sancionadas que sean de suyo justas. Tales leyes

18
De pot. civ., 5.
19
De pot. civ., 6.
20
De pot. ecc., I, IV, 2.
21
De pot. civ., 9 y 10.
134 Sergio Raúl Castaño

no se legitiman por su origen –pues proviene de quien carece de títulos


para mandar (en el caso del usurpador recientemente llegado al poder)–
sino por el fin al que sirven (la incolumidad de la república) y por el con-
senso de la comunidad, que acata por causa de bien común.22 En la misma
línea, Vitoria destaca el profundo valor humano del conjunto del orden
autoritativo, en tanto modo propio de organización de la convivencia.23
Así pues, la autosuficiencia de la república implica el derecho de gober-
narse y administrarse a sí misma.24 Este derecho, que le asiste a partir de la
obligación que la ha fundado, vgr., la de perseguir el bien común, se traduce
en la posesión de la potestad de régimen sin la cual no podría dirigirse a sí
misma hacia su fin. El bastarse a sí misma significa bastarse en la tarea de
conducirse al bien común y, por consiguiente, en establecer su propio orden
de justicia.25 En Vitoria, la potestad política, como “capacidad, autoridad y
derecho para gobernar la sociedad civil”,26 es suprema en su orden, y aparece
formalmente vinculada a la realidad de la comunidad perfecta.

IV. Comunidad política y guerra justa


a) Ius ad bellum y comunidad perfecta

Existe una intrínseca relación entre autarquía, independencia y ius


ad bellum. En efecto, el derecho a la guerra sólo le asiste a la comunidad
perfecta, en la que reside la autodeterminación política y jurídica.27 Precisa-
mente, es sobre la perfección de la sociedad política donde Vitoria funda
la facultad (authoritas) de la potestad suprema para declarar y sostener
guerras. Esta ultima ratio tiene su más radical principio de justificación en
la necesidad de preservar, ante un peligro cierto y grave, la existencia mis-
ma de la comunidad política y la incolumidad de su fin: “[...] como afirma
Aristóteles en el L. III de la Política, la república debe ser autárquica (sibi
sufficiens); ahora bien, no podría conservar suficientemente el bien público
y la condición de república si no fuese capaz de vengar la injusticia y ame-
drentar a los enemigos [...]”.28

22
De pot. civ., 23.
23
Relectio posterior De Indis, 58.
24
De pot. civ., 7.
25
Sobre la dimensión principalmente jurídica de la autosuficiencia vitoriana, cfr. Emilio Naszalyi,
El Estado según Francisco de Vitoria, trad. I. Menéndez Reigada, Madrid 1948, pp. 134ss.
26
De pot. civ., 10.
27
Milan Komar, op. cit., p. 58.
28
Cfr. Relectio posterior De Indis, 5 y 6. Recuérdese, al respecto, la posición de Carl Schmitt sobre
la relevancia que inviste el ius belli para la existencia de una comunidad política. Schmitt afirma
Potestad política y comunidad perfecta 135

b) La autoridad suprema a la luz del problema de la guerra

Sólo la autoridad competente posee en concreto los títulos como para


declarar y conducir la guerra, sostiene Vitoria con Sto. Tomás. Es el prínci-
pe legítimamente designado, quien “personifica al Estado” y lo representa,
el que se halla facultado para hacer la guerra y así proteger el derecho de
la comunidad a la paz y a la integridad.29 Con todo, la interpretación de la
doctrina de Vitoria ofrece en este tema una dificultad. En efecto, a renglón
seguido Vitoria agrega que, en el caso de que diversas repúblicas se hallen
bajo un mismo príncipe, ello no es óbice para que tengan derecho a hacer
la guerra sin su autorización, pues sin tal facultad la república no sería
plenamente suficiente. El problema consiste en lo siguiente: ¿cabe hablar
de una comunidad perfecta cuya potestad suprema no le corresponda en
exclusividad, cual último órgano propio de conducción en el plano mun-
danal? Creemos que la dificultad se solventa a partir de consideraciones
histórico-empíricas, que dejan a salvo el principio de que comunidad per-
fecta es aquella que posee órganos de gobierno propios, de suerte que su
ordenamiento jurídico no forma parte de un todo mayor.30
En primer término, debe tenerse en cuenta que el caso de un príncipe
común a dos o más repúblicas sintetiza la naturaleza de la unión perso-
nal. Ahora bien, recordemos con el maestro del derecho público Manuel
García-Pelayo que “existe la unión personal cuando las coronas de dos
reinos coinciden en un mismo titular de manera casual, por aplicación de
leyes sucesorias distintas; de suerte que las dos coronas son instituciones
distintas, pertenecientes a dos órdenes jurídico-políticos completamente
independientes. La misma persona física del rey tiene personalidades dis-
tintas como soberano, y sus actos jurídicos se refieren a cada comunidad

que un pueblo sólo puede renunciar a su ius belli a condición de integrarse homogéneamente en
otra unidad política (Verfassungslehre, Berlin 1993, p. 365).
29
Relectio posterior De Indis, 7; Milan Komar, op. cit., p. 57.
30
Por otra parte, la idea vitoriana del ius ad bellum sin la anuencia del príncipe será descartada
por Suárez, y antes ya por Belarmino. En el Granadino, la condición de la autoridad competente
para que haya guerra justa se identifica ya sin más con la exigencia de que la guerra sea decla-
rada por el titular de la summa potestas: la declaración de guerra sólo compete a la autoridad de
la sociedad perfecta (Disputatio XII De Bello, sección IIa. n° 4 (edición de Luciano Pereña como
Teoría de la guerra en Francisco Suárez, Madrid 1954). En esa misma línea, Roberto Belarmino había
afirmado que el derecho a declarar la guerra sólo compete a aquellos príncipes (y pueblos) que
no reconocen superior en lo temporal, y no a los que dependen de otra autoridad, “pues quienes
se subordinan a otros no son por sí cabezas de una república, sino más bien miembros” (De Laicis
sive saecularibus, L. III, cap. XV).
136 Sergio Raúl Castaño

por separado. No hay, pues, unidad entre los Estados”.31 Justamente, esa
dualidad de funciones de un mismo príncipe, que no comporta confor-
mación de otra entidad política que las abarque, era la que se daba en el
momento en que Vitoria escribía en cabeza de Carlos I de España, empe-
rador a la sazón del Sacro Imperio –y que se disolvería tras su abdicación
en 1556–.
En segundo término, cabe plantear la posibilidad de que Vitoria no se
refiera tan sólo a la bifuncionalidad política de un mismo príncipe en la
unión personal, sino de que se esté haciendo eco de la realidad del Imperio
romanocatólico tradicional (recién desaparecido tras la primera guerra
mundial). Es decir, de la figura del príncipe del Sacro Imperio como inves-
tido de una cierta prelación por sobre los demás soberanos de su tiempo,
en tanto de algún modo podría ser considerado como un titular per prius
del mando político en la respublica christiana, en quien reside la espada tem-
poral. En favor de la conciencia de esta cierta prelación, cabe aducir nada
menos que el testimonio del teórico de la idea moderna de soberanía. En
efecto, es el propio Jean Bodin quien reconoce con aprobación (no exenta
de un sesgo normativo) que, en un encuentro personal, el rey de Francia se
ubica detrás del emperador (y éste detrás del papa).32 Semejante afirmación
en Bodino es tanto más manifestativa de la conciencia de la prelación del
emperador cuanto que, por un lado, proviene de quien sentó las bases filo-
sófico-políticas del “Estado nacional” moderno, centralizado y absolutista,
y, por otro, se estampa ya casi en el año 1600, cuando las circunstancias y
la cosmovisión que habían sustentado la misión del Imperio se hallaban
en plena crisis.
Ahora bien, esta objeción de la prelación del Imperio, a la que también
aludirá Suárez,33 tampoco desmiente los principios de Vitoria respecto de
la potestad política como propio (en sentido metafísico) de la comunidad
perfecta, y de ésta como un todo jurídico independiente. En efecto, el
emperador, cualquiera fuere la reverencia que haya recibido, no era sobe-
rano (en su sentido etimológico de “superior”34) frente a los monarcas de
los reinos particulares. Aquí Komar ofrece una clave importante para la
interpretación del problema, pues, dice, “Vitoria –si bien tácita e implíci-

31
Derecho constitucional comparado, Madrid 1993, pp. 205s.
32
Les six livres de la république, libro I, cap. IX: hablando de los “degrés d’honneur entre les Prin-
ces souverains egaux “ dice Bodino que al emperador “tous les princes Chrestiens lui cedent la
prerogative d’honneur apres le pape, comme chef de l’empire” (tomado de la edición de Fayard
–París 1986– que conserva la grafía original de la edición de Lyon de 1593).
33
De legibus, I, VI, 19 (utilizamos la edición de Luciano Pereña et al., Madrid 1971, t. I).
34
Sobre la historia del término “soberanía” es clásico el libro de Francesco Calasso, I glosatori e
la teoria della sovranità, Milán 1957, especialmente pp. 45-48.
Potestad política y comunidad perfecta 137

tamente– distingue entre la soberanía meramente nominal y la soberanía


efectiva”. Y si se trata de una soberanía meramente nominal, “como sería
el caso de los príncipes súbditos del Emperador”, agrega Komar, no hay
dificultad alguna, desde un punto de vista normativo, para reconocer al
príncipe nominalmente subordinado la facultad de declarar la guerra.35
Pues tal príncipe, en realidad, ejercería soberanía efectiva sobre una re-
pública auténticamente autosuficiente.

c) La potestad política como parte del todo comunitario

El tema de la responsabilidad colectiva en la guerra echa luz sobre la


naturaleza de la potestad política y del régimen político-jurídico en ge-
neral. La república, en efecto, es un cuerpo (“místico”, o sea, una unidad
de orden), del que su gobierno es parte constitutiva; la potestad política
supone a la totalidad social, de la que es órgano de dirección. De allí que
la república, en una guerra, pueda lícitamente sufrir represalias a causa
de las faltas de sus gobernantes. La responsabilidad colectiva se funda en
que la autoridad política es, por asentimiento explícito o tácito, instituida
por la república. La injusticia cometida por el régimen puede, por ello,
imputarse al todo que representa.36
Otro texto, citado supra, pone de manifiesto la peraltada valiosidad
humana de que se halla investido el régimen político. La razón de este
presupuesto vitoriano debe buscarse seguramente en los principios mis-
mos del realismo aristotélico. Según éste, en efecto, el concreto régimen
político se configura de acuerdo con el talante idiosincrático peculiar de
cada comunidad histórica, y en él se cristaliza el consenso a menudo in-
veterado de la república.37 Al tratar acerca del ius in bello, y en particular
de las penas que lícitamente se puede infligir al enemigo en una guerra
justa, Vitoria se cuestiona sobre la razonabilidad de la deposición de las
legítimas autoridades y la destrucción del régimen del Estado vencido.
La respuesta es harto significativa: salvo casos excepcionales en que se
hayan producido injurias gravísimas –y, sobre todo, ante la imposibilidad

35
Milan Komar, op. cit., p. 58.
36
De pot. civ., 12.
37
Sobre la cuestión de la indisponibilidad de la “constitución histórica” en Aristóteles nos per-
mitimos remitir a nuestro trabajo “Brève analyse de l’empire de la loi chez Aristote”, en Archiv
für Rechts– und Sozialphilosophie, vol. 83, 1997, Heft 4.
138 Sergio Raúl Castaño

de resguardar la paz en el futuro– no hay razón que justifique un castigo


tan “cruel e inhumano (saevum, et inhumanum)”.38

V. Colofón: la potestad política y la estructura


no integrada de la sociedad internacional
La noción de potestad política, stricto sensu, corresponde en Vitoria a
la suprema función de gobierno, legislación y jurisdicción de una comu-
nidad política. Ahora bien, dado que en tiempos de Vitoria no existía una
comunidad política mundial (como tampoco existió antes, ni ha existido
después), todas las notas propias de la summa potestas deben referirse al
poder de régimen de cada comunidad (Estado) particular. Esto es, Vitoria
no teorizó sobre autoridad mundial alguna, ni la propugnó.39
Komar, recurriendo a la sociología contemporánea, explica la con-
cepción de la sociedad internacional en Vitoria. Así, el ruso Piotr Struve
distingue tres formas de sociedad: el simple agregado, suma de hombres
aislados; el sistema, grupo de hombres coordinados que influyen entre sí;
y la unidad, donde además del nexo recíproco existe un centro dirigente
unificador. Por su parte, Leopold von Wiese utiliza las categorías de de
Nebenordnung y Unterordnung, las cuales, respectivamente, corresponderían
al sistema y a la unidad en Struve. Sobre la base de estas coordenadas de
abordaje, Komar afirma que Vitoria rechazó aceptar la categoría de simple
agregado para la sociedad internacional, ya que ello habría comporta-
do convalidar la anarquía universal. Por el contrario, Vitoria propugnó
altamente la noción de interdependencia (sistema, Nebenordnung) entre
los Estados, fundada en el ius communicatonis y en el ius commercii. Komar
subraya que la interdependencia y la recíproca compenetración entre los
Estados en lo económico y cultural constituye para Vitoria una exigencia
de la naturaleza humana potenciada por el ideal cristiano de la fraternidad
entre los hombres.
Precisamente, afirma Komar, el mérito histórico de la escuela de Vito-
ria estriba en el desarrollo doctrinario de la idea de la interdependencia

38
Relectio posterior De Indis, 58. Contemporáneamente, Michael Walzer ha reivindicado el sentido
de la autodeterminación comunitaria: el valor de la libre disposición sobre la propia vida polí-
tica, dice Walzer, no se extingue ni aun en los casos de entronizamiento de regímenes injustos,
toda vez que ella permite “establecer una arena en cuyo interior uno pueda pelear por la libertad
y (tal vez) ganarla” (Just and Unjust Wars, trad. fr. S. Chambon y A. Wicke, París 1999, pp. 96ss.).
39
El conjunto de la Segunda Escolástica española se mostró en general renuente ante la posibili-
dad de surgimiento de un Estado mundial. Cfr., por todos, a Domingo de Soto, Relectio De Domi-
nio, n° 29; editada por Jaime Brufau Prats en Relecciones y Opúsculos, vol. I, Salamanca 1995.
Potestad política y comunidad perfecta 139

entre las comunidades políticas del orbe, desarrollo a su vez nutrido por
un derecho natural de perspectiva metafísica.40

Sergio Raúl Castaño


CONICET – Bariloche

Resumen

La contribución tematiza un elemento clave en la filosofía de Francisco de Vitoria: su noción de


poder político. En el contexto de la reafirmación vitoriana de la politicidad natural, se puntualiza
el modo inductivo con que el fundador del derecho internacional público demuestra la necesidad
inderogable de la potestad de régimen para la existencia misma del Estado, comunidad autosufi-
ciente por la participación del bien común político y, por ende, perfecta en el plano temporal. Por
otra parte, y al hilo de tal demostración, se señalan las notas esenciales que perfilan la naturaleza
y la función primariamente directiva del poder político. Finalmente se discuten algunas cuestio-
nes relevantes de la doctrina vitoriana de la guerra que tocan, además, problemas críticos de la
praxis política y jurídica contemporáneas, tales como el sentido de la supremacía temporal de la
potestad política, la responsabilidad colectiva, el valor de la libre determinación de su régimen
por cada comunidad, el Estado mundial, etc.

40
Milan Komar, op. cit., pp. 176ss.
Contemplata aliis tradere.
La docencia como vocación

El profesor Courrèges ejerce la docencia universitaria como la auténtica voca-


ción de su vida. En más de una ocasión, en efecto, lo escuché insistir en eso,
subrayando el valor que tiene para él la tarea de enseñar, incluso frente a otras
actividades propias de la vida académica. Son muchas las generaciones de estu-
diantes y graduados que pueden dar fe de la manera como él se entregó y se sigue
entregando a esta tarea, en la atención personal a los alumnos, en la escucha de
sus inquietudes y preguntas, en la orientación de sus estudios…
Este trabajo se propone reflexionar sobre la docencia a partir de las enseñanzas
de la filosofía clásica, rindiendo de esta manera un sencillo homenaje a quien la
encarnó en su vida de un modo ejemplar.

La primacía de la contemplación

Es una constante en la tradición de la filosofía clásica de Occidente el


resaltar la importancia de la contemplación en la vida intelectual y, más
aún, en la vida humana en general. Desde los orígenes mismos de la filo-
sofía griega, la contemplación es el núcleo esencial, el alma misma de la
filosofía. Contemplación es theoría, y la actitud teorética es raíz y principio
de la sabiduría. En efecto, conocimiento teórico es el que busca la verdad
como único fin; a diferencia del conocimiento práctico, está libre de cual-
quier fin utilitario y es movido sólo por la verdad.
La tesis de la primacía de la contemplación tiene un profundo signifi-
cado metafísico: implica la existencia de una realidad que nos es dada, y
que tiene en sí un sentido, un contenido inteligible que convoca a nuestra
inteligencia invitándola a ahondar en él y develarlo. Sobre este tema son
siempre dignas de mención las lúcidas páginas de Josef Pieper en una obra
que se ha constituido en un punto de referencia ineludible para la filosofía
de nuestro tiempo. Me refiero a: El ocio y la vida intelectual. En el capítulo
titulado Lo académico, el funcionario y el sofista, subraya que no puede haber
verdadera actitud teórica ante la realidad si el mundo es considerado como
mero material para la acción humana. Dicho positivamente: “Sólo puede
142 Héctor J. Delbosco

haber teoría en pleno sentido, sólo es realizable como actitud cuando se considera
el mundo como creación”.
Por otra parte, la contemplación es también el fin último del hombre.
En efecto, no cabe duda de que en esta vida precisamos de la acción a fin
de proveernos de los bienes necesarios para vivir, de ordenar nuestra
vida social, y de colaborar con los demás en la búsqueda del bien común.
Sin embargo, estamos llamados a encontrar nuestra plenitud y máxima
felicidad en la realización de aquella operación superior del espíritu que
nos pone en contacto con la infinita riqueza del ser, y en última instancia
del Ser Infinito.

San Agustín

Así lo entendieron los grandes maestros de la sabiduría cristiana, quie-


nes continuaron y desarrollaron en este punto las enseñanzas de los más
importantes representantes de la filosofía griega, sobre todo de Platón y
Aristóteles. En San Agustín, el aspecto filosófico del tema es iluminado
y elevado desde la revelación. De este modo, se afirma claramente que la
contemplación es la tarea más noble del alma humana y, al mismo tiempo,
la recompensa que se nos promete como fin de todas nuestras acciones y
plenitud eterna de nuestro felicidad. Es la recompensa de la fe: de esa fe
que purifica nuestros corazones para disponerlos a la contemplación de
Dios. Por eso ella representa el punto de llegada de nuestro itinerario
temporal y el reposo final del eterno gozo, simbolizados en sí mismos y en
su relación con la actividad laboral en el clásico pasaje evangélico:

María, sentada a los pies del Señor y atenta a su palabra, es una bella imagen
de este gozo. Libre de toda ocupación y absorta en éxtasis contemplativo de la
Verdad, en la medida en que es posible en esta vida, prefigura nuestro estado
futuro en la eternidad. Mientras Marta, su hermana, está atareada en útiles
menesteres, buenos, sí, y necesarios, pero transitorios, pues les ha de suceder
un dulce descanso, María reposa en la palabra del Señor.

Y en seguida el texto prosigue, aclarando:


Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid 19743, p. 190.

Cfr. San Agustín, De Trinitate XIII, 1, 1 y I, 8, 17. En este último pasaje encontramos significativas
referencias a Hechos 15, 9 y a Mt. 5, 8.
La docencia como vocación 143

No afirma que la parte de Marta sea mala, pero llama óptima a la de María, que
no le será quitada. La de Marta, al servicio de la indigencia, terminará cuando
termine la misma indigencia. El premio del obrar bien transitorio es el descanso
permanente.

San Agustín se preocupa siempre de remarcar que, si bien la contem-


plación es el fin último del hombre y la más alta ocupación a la que pueda
dedicarse, en esta vida es preciso muchas veces alternarla con las activi-
dades dedicadas al uso práctico de las cosas temporales, necesarias para
vivir. Lo que nunca hay que perder de vista es que la consideración del
fin debe guiarnos siempre mientras transitamos a través de los medios,
sirviéndonos de ellos. Por eso, en la discusión acerca de los distintos
géneros de vida –el contemplativo, el activo y el mixto– considera que el
cristiano puede encontrar su camino en cualquiera de los tres. Lo impor-
tante es que en todos los casos sea la caridad el criterio último que decida
la actitud a tomar frente a las circunstancias concretas: caridad que asume
tanto la forma de amor a la verdad como la de atención a las necesidades
del prójimo.

No debe uno, por ejemplo, estar tan libre de ocupaciones que en su mismo
ocio no piense en la utilidad del prójimo, ni tan ocupado que ya no busque la
contemplación de Dios. (…) Por eso el amor a la verdad busca el ocio santo, y
la necesidad del amor acepta el trabajo justo. Si nadie nos impone esta carga,
debemos dedicarnos al estudio y la contemplación de la verdad; si en cambio se
nos impone, debemos aceptarla por la necesidad del amor. Pero incluso entonces
no debe abandonarse del todo la delectación de la verdad, no sea que, privados
de aquella suavidad, nos oprima esta necesidad.

Santo Tomás

Por su parte, Santo Tomás también aborda explícitamente el tema en


más de una ocasión. En un conocido pasaje fundamenta la superioridad de
la vida contemplativa con una serie de razones explícitamente inspiradas


San Agustín, De Trinitate I, 10, 20. En la traducción nos servimos libremente de la edición bilin-
güe de la B.A.C. (Madrid 1948), con algunas modificaciones nuestras.

Cfr. San Agustín, De Trinitate XII, 13, 21.

San Agustín, De Civitate Dei XIX, 19.
144 Héctor J. Delbosco

en Aristóteles. Sin la pretensión de ser exhaustivos, puede resultarnos útil


recordar algunas de ellas:
1. La vida contemplativa corresponde al hombre según lo que es ópti-
mo en él, a saber, el intelecto.
2. Es la que proporciona al hombre la mayor delectación: no hay mayor
gozo que el que acompaña a la contemplación.
3. En el ejercicio de la contemplación el hombre se basta a sí mismo en
mayor medida, necesitando de menos cosas externas.
4. La vida contemplativa es amada por sí misma, constituyendo un
verdadero fin, mientras que la vida activa siempre se ordena a otra
cosa (no es un fin en sí).
5. La vida contemplativa se asemeja más a la vida divina. Vale aquí
recordar las palabras del mismo Aristóteles:

Si, pues, el espíritu, por lo que al hombre se refiere, es un atributo divino, una
existencia conforme al espíritu será, por relación a la vida humana, verdade-
ramente divina.

Y para reafirmar aun más su convicción, agrega en seguida:

No hay, pues, que prestar atención a las personas que nos aconsejan, con el
pretexto de que somos hombres, no pensar más que en las cosas humanas y, con
el pretexto de que somos mortales, renunciar a las cosas inmortales. Sino que,
en la medida de lo posible, debemos hacernos inmortales y hacerlo todo para
vivir en conformidad con la parte más excelente de nosotros mismos, pues el
principio divino, por muy débil que sea en sus dimensiones, aventaja con mucho
a cualquier otra cosa por su poder y su valor.

A éstas y otras razones de orden filosófico, Santo Tomás teólogo agrega


una confirmación evangélica, tomada del ya mencionado episodio en que
el Señor responde al reclamo de Marta.


S. Th. II-IIae, 182, 1, c. La cita del Filósofo corresponde al L. X de la Ética a Nicómaco, c. 7 y 8 (Bk
1177 a12 y ss.).

Loc. cit., cap. 7, versión castellana de F. de P. Samaranch (Madrid 1964) p. 1306.
La docencia como vocación 145

Marta, Marta, tú te inquietas y te preocupas por muchas cosas. Sin embargo,


pocas son necesarias, o más bien una sola cosa es necesaria. María eligió la
mejor parte, que no le será quitada.

Es importante tener en cuenta que esta superioridad de la vida con-


templativa, tomada en términos de una consideración absoluta –simpliciter
loquendo– no impide afirmar la prioridad relativa –secundum quid– de de-
terminadas operaciones de vida activa en circunstancias concretas, sobre
todo cuando urge enfrentar alguna necesidad de la vida presente.
También es interesante observar que, cuando Santo Tomás se refiere al
objeto de la contemplación, introduce una distinción que no es irrelevante.
Sostiene que si nos referimos al objeto principal de la contemplación, éste es
sin lugar a dudas la verdad divina. Y alega en respaldo de esta afirmación
no sólo la autoridad de San Agustín (De Trinitate I, 8), sino también la del
mismo Aristóteles, para quien la felicidad última del hombre consiste en la
contemplación de lo que es supremamente inteligible (Ética a Nicómaco, X,
7). Pero esto no excluye la consideración de las realidades de este mundo
como objeto de la vida contemplativa; más aún cuando ellas, como creatu-
ras, reflejan las perfecciones del Creador y pueden conducirnos hasta Él.10

Contemplar y transmitir

Pese a esta insistencia en la supremacía de la vida contemplativa, el


Doctor Angélico introduce una suerte de excepción. Es la que se refiere a
la enseñanza y la predicación. Pues perteneciendo ambas al ámbito de la
vida activa, sin embargo sobrepasan en cierto sentido a la dedicación pura
a la contemplación.
El contexto en que desarrolla esta comparación es ciertamente parti-
cular: se está planteando cuál de las formas de vida religiosa sea en sí
más perfecta: si las que se ordenan a la contemplación, o aquéllas que se
dedican a las distintas obras de vida activa. La respuesta primera es obvia,
después de lo que ha afirmado en las cuestiones anteriores ya menciona-
das. Sin embargo, es aquí donde intercala una importante observación.
Sigamos sus propias palabras:


Lucas 10, 41-42.

S.Th. II-IIae, 182, 1, ad 3m.
10
S.Th. II-IIae, 180, 4, c.
146 Héctor J. Delbosco

Debe decirse que las obras de la vida activa pueden ser de dos tipos: unas que
brotan de la plenitud de la contemplación, como la docencia y la predicación.
[…] Y éstas son preferidas a la simple contemplación. Pues así como es mejor
iluminar que tan sólo brillar, así también mejor que sólo contemplar es trans-
mitir a otros lo contemplado.11

Contemplata aliis tradere es la atinada fórmula que expresa esa tan ar-
mónica combinación, particularmente proporcionada a la vida humana
itinerante en este mundo, y que no queda por cierto limitada a las diversas
formas de vida consagrada. Vale la pena remarcar que la expresión elegida
subraya que la excelencia de esta actividad se funda en el hecho de que bro-
ta de la plenitud de la contemplación, constituyendo una suerte de extensión
o irradiación de la misma. Porque también en este campo puede aplicarse
el principio metafísico de la difusividad del bien: el ejercicio de la vida
teorética constituye una experiencia tan plenificante para el hombre, que
tiende naturalmente a compartirla con los demás. Por otra parte, se podría
agregar que además de surgir de la contemplación, también se ordena a
ella, en la medida en que su finalidad es promover en quien escucha y
aprende el deseo y la práctica de la contemplación.

Excelencia de la vocación docente

Estas afirmaciones de Santo Tomás siguen teniendo hoy toda su vigen-


cia, e iluminan de manera especial el sentido y valor de la vocación do-
cente, particularmente de la enseñanza de las disciplinas teoréticas, como
es la filosofía. Es más, su actualidad se acrecienta ante la tendencia –que
parece difundirse en las universidades de nuestros días– a desvalorizar el
ejercicio mismo de la tarea docente en pos de una mayor valorización de
otras actividades también propias de la vida académica.
En efecto, con esto se remarca la importancia misma de la vida filosó-
fica como dedicación a la búsqueda de la verdad por sí misma, más allá
de sus posibilidades de aplicación práctica, en cualquiera de sus sentidos.
Además, queda establecido, al menos implícitamente, que la actividad de
búsqueda o investigación de la verdad no es el fin, sino un medio para al-
canzar lo que verdaderamente importa: su contemplación, su consideración
atenta y detenida, que si es realizada como se debe genera un gozo espiri-

11
S.Th. II-IIae, 188, 6, c. El texto continúa: “Las otras obras de la vida activa son las que consisten
íntegramente en la ocupación exterior […] Y éstas son inferiores a las obras de contemplación, salvo en
ciertas situaciones de necesidad.”
La docencia como vocación 147

tual mayor y más perfecto que el de la búsqueda o aún que el del hallazgo.
Es por eso que la importancia indudable que tiene la investigación dentro
de una universidad no puede ser cuestionada, pero tampoco debe llevar a
postergar o disminuir la importancia de la docencia, que nunca dejará de
ser un componente esencial e insustituible de la vida universitaria.
No hace muchos años, un prestigioso investigador y académico argen-
tino se quejaba de la abusiva insistencia con la que hoy se proclama a la
investigación como misión fundamental de la Universidad, descuidando
o incluso menospreciando la tarea de enseñar. Y hacía notar

el error que se comete al exigir a los buenos profesores que se conviertan en


investigadores y a los buenos investigadores que se conviertan en profesores,
sin dejar de reconocer que en algunos afortunados casos ambas excelencias se
entrelazan y complementan en una misma persona.

Y a renglón seguido agregaba:

Los que tenemos la responsabilidad directa de conducir la educación de los


jóvenes sabemos muy bien que lo más beneficioso para ellos es tener profesores
cultos, que conozcan a fondo su materia, que sean capaces de renovar y mejorar
sus conocimientos, que estén en condiciones de examinar críticamente diversos
enfoques y que puedan establecer con sus alumnos una comunicación fluida,
inteligente, clara comprensiva.12

Enseñanza oral y escrita

Por cierto, y con esto entramos en otro aspecto que merece algunas
consideraciones, la enseñanza puede ser realizada por distintas vías, entre
ellas también la de los escritos y publicaciones. Son éstos medios valiosísi-
mos de transmisión del saber, que tienen ventajas innegables: por empezar,
la posibilidad de llegar a un público mucho más amplio, extendiendo su
alcance en el espacio y en el tiempo –más todavía hoy, en que las publicacio-

12
Jorge Bosch: Universidad e investigación. Artículo publicado en el diario la nación el 5 de julio
de 2001. El autor presenta, entre otros antecedentes, el de ser rector de la Universidad Caece;
miembro de número de la Academia Nacional de Educación y correspondiente de la Academia
Nacional de Ciencias de Buenos Aires; profesor consulto de la Universidad Nacional de La Plata.
Cfr. también el excelente artículo de Alasdair Macintyre: “Catholic Universities – Dangers, Hopes,
Choices”; está en: “Higher learning and Catholic Traditions”, (ed.) R. Sullivan, Univ. of N. Dame,
Indiana 2001.
148 Héctor J. Delbosco

nes no se limitan a las formas propias del papel impreso, sino que adoptan
también nuevas modalidades, como las electrónicas y digitales. Además,
constituyen un medio apto para evaluar con cierta objetividad al mismo
profesor universitario. Por otra parte, las expresiones fijadas para su publi-
cación suelen permitir una precisión y un orden más difíciles de alcanzar
en la transmisión oral. Sin embargo, esta última tiene también ventajas
evidentes, que la hacen irreemplazable: el contacto directo con los alumnos
permite la transmisión en vivo de la experiencia personal de quien enseña,
lo que enriquece vitalmente el aprendizaje; y permite también la interacción
entre docente y alumnos, abriendo de este modo la posibilidad de convertir
la enseñanza en un verdadero magisterio, capaz de orientar y acompañar a
los alumnos de un modo más personal, incluso individualizado.
Por todo esto, sería un error el que, en el afán por subrayar la impor-
tancia de los escritos y publicaciones en la vida académica, se termine por
disminuir el valor de la enseñanza oral, y la tarea docente en general. Al
respecto, y teniendo presente las especiales circunstancias que motivan
el presente escrito, me voy a permitir citar un pasaje de un autor del siglo
XV, que bien puede aplicarse a nuestro tema, con todas las adaptaciones
que el caso requiere. Se trata de un capítulo de aquella obra en la que el
Cardenal Bessarión (1406-1472), asumiendo la defensa de Platón, responde
a su contemporáneo Jorge de Trebisonda. Éste había publicado un volumen
en el que, con la finalidad de exaltar y promover la filosofía de Aristóteles,
atacaba desde múltiples ángulos la figura y las enseñanzas de Platón. Así,
entre sus diversas críticas, aducía que éste no había escrito verdaderos
tratados de las distintas disciplinas filosóficas, como sí lo había hecho en
cambio su discípulo Aristóteles, lo cual demostraba, a su juicio, la indis-
cutible superioridad de éste.
Más allá de lo controvertible de la misma afirmación –que en todo caso
hubiera sido algo más comprensible si se hubiera referido a Sócrates, pero
no a Platón– la respuesta de Bessarión se desarrolla de una manera muy
original. En primer lugar, acepta que, en lo que hace a las cuestiones más
elevadas y sagradas de la filosofía, Platón ha escrito más bien poco y casi
siempre en forma enigmática. Pero eso lo ha hecho intencionadamente,
pues consideraba que en estos temas no conviene divulgar de forma indis-
criminada las verdades profundas. La razón es que la comprensión de ellas
requiere un previo trabajo de preparación interior, algo así como roturar el
terreno del alma y limpiarlo de obstáculos y de mala semilla, para que así
pueda brotar en él y crecer con más fuerza la semilla de la verdad. Y este
trabajo de preparación interior, tarea verdaderamente artesanal, sólo puede
hacerse con la guía de un maestro que vaya conduciendo personalmente al
La docencia como vocación 149

que desea aprender. Al respecto, Bessarión menciona dos venerables tradi-


ciones de la antigüedad que avalan este modo de proceder: la de los pitagó-
ricos y la de los druidas, citando algunos relatos originales que ilustran sus
costumbres y sus reglas para el severo aprendizaje al que se sometían.
De este modo, disuelve la objeción de Jorge de Trebisonda cuestionando
el criterio de juzgar a un pensador solamente por sus escritos. Sus palabras
son más que elocuentes:

Ciertamente debemos estar agradecidos a Aristóteles y a otros maestros de las


ciencias, sean anteriores o posteriores a él. Pero no por eso hay que rechazar y
despreciar a los que nos las transmitieron, teniéndolos como brutos e ignorantes.
Ya que no es suficiente testimonio de su ignorancia el hecho de no haber escrito
nada, pues con ese criterio muchos varones doctísimos y muy eruditos serían
prácticamente excluidos de su rango y tenidos por ineruditos e indoctos.13

Y un poco más adelante agrega:

¿O acaso tú consideras que aquellos que en nuestra época han escrito muchas
cosas, ciertamente, pero de manera inexperta e inepta, por ello son más doctos
que aquellos grandes y sapientísimos varones, porque de ellos no queda ninguna
obra escrita? En muy alta estima estarían el descaro y la ligereza, si así fuese;
pero la verdad está muy lejos de allí.14

A modo de conclusión

Si es verdad que, a todos los niveles, una persona educa mucho más
por lo que es que por lo que dice, entonces la enseñanza oral y presencial
tiene un papel importantísimo e irreemplazable en la formación universi-
taria. Ella permite, en la relación personal profesor-alumno, transmitir el
testimonio vivo del saber: en otros términos, permite transmitir el saber
no como una mera enumeración abstracta de juicios acerca de un tema
determinado, sino como experiencia vital de una persona, como verdad
encarnada que ayuda a su vez a que el alumno la reciba y asimile de la
misma manera.
Si es verdad, también, que el verdadero crecimiento es favorecido y pro-
movido cuando hay una verdadera autoridad –auctoritas, es decir, alguien

13
Bessarionis, In Calumniatorem Platonis, I, 2, 7. Editado por Ludwig Mohler (Paderborn 1967).
14
Ibidem, I, 2, 8.
150 Héctor J. Delbosco

capaz de hacer crecer al otro, augere– entonces también la docencia consiste


en el ejercicio de esta autoridad por parte de un maestro que hace crecer
a los discípulos en el conocimiento de la verdad, en el amor del bien, en la
admiración y el gozo de la belleza.
Si es verdad, por último, que en esta vida el dedicarse a la contemplación
permite el despliegue de las virtualidades más altas del espíritu, y prefi-
gura y anticipa nuestra vocación de eterna beatitud, entonces también es
cierto que quien se preocupa por transmitir a otros lo contemplado está rea-
lizando uno de los actos más propios de la verdadera caridad: aquella que
consiste en compartir con generosidad los dones que uno recibe y ayudar
con esto al prójimo a actualizar en plenitud sus talentos más valiosos.

Héctor J. Delbosco
Universidad Católica Argentina

Resumen

Este trabajo fue pensado como un homenaje al profesor Courrèges, quien ejerce la docencia
universitaria como la auténtica vocación de su vida. Con este objetivo, comienza haciendo una
referencia a la primacía de la contemplación como una enseñanza común de los grandes au-
tores clásicos, tanto de la filosofía griega como de la tradición cristiana, especialmente de San
Agustín. Partiendo de esta base, Santo Tomás subraya la excelencia de la misión de enseñar,
que consiste en transmitir a otros los frutos de la propia contemplación. De aquí la nobleza de
la vocación docente, parte esencial de la vida universitaria. Hoy se suele resaltar la importancia
de la investigación y las publicaciones como manifestaciones prioritarias de la vida académica.
Sin negar su real valor, esto no nos debe llevar a menospreciar el ejercicio de la enseñanza, tarea
irreemplazable del verdadero universitario.
Dios, el filósofo
(una “osadía” de Hildegarda de Bingen)

La primera obra profética de la abadesa benedictina Hildegarda de


Bingen, Scivias (Conoce los caminos del Señor), escrita entre los años 1141
y 1151 y aprobada por el Papa Eugenio III en el sínodo de Tréveris (1147-
48), fue por mucho tiempo su obra más divulgada y la que mayor fama
le valió. Consta de tres partes cuyos temas son la Creación, la Redención
y la Santificación (la obra de cada una de las Personas de la Trinidad), e
incluye en total veintiséis visiones iluminadas con bellísimas pinturas
–realizadas en el monasterio de San Ruperto hacia 1165 bajo la supervi-
sión de Hildegarda– que complementan el texto. El título le fue revelado
por Dios en una visión, como lo dice al monje Guiberto de Gembloux en
la famosa carta conocida como “De modo visionis suae”: “También en una
visión vi que el primer libro de mis visiones se llamaría Scivias, porque me
fue revelado por la Luz viviente, y no por alguna otra instrucción [al res-
pecto]”. En este sentido, Heinrich Schipperges subraya que “es altamente
significativo que al mismo tiempo (1140) que Abelardo estaba escribiendo
su Conócete a ti mismo (Scito te ipsum), la monja Hildegarda comenzaba a
desplegar las ideas de su obra Conoce los caminos del Señor (Sci vias Domini)”.
La observación de Schipperges nos ubica en la encrucijada misma de dos
culturas: la monástica y la incipiente escolástica, dos formas de vida, dos
modos de pensamiento, dos miradas que coexisten en ese siglo XII, mas
no sin recelos, desconfianzas y sospechas que algunas veces llegaron a
generar situaciones conflictivas.
En efecto, la cultura monástica –de inspiración fundamentalmente
benedictina (Montecassi­no, Cluny, Fulda, Reichenau, San Gall y otros)–,
que ha conocido hasta entonces momentos de esplen­dor y otros de es-


Hildegardis Scivias. Ed. Adelgundis Führkötter O.S.B. collab. Angela Carlevaris O.S.B., Brepols,
Turnhout 1978. (CCCM 43-43a).

In uisione etiam uidi quod primus liber uisionum mearum Sciuias diceretur, quoniam per uiam uiuentis
luminis prolatus est, non de alia doctrina. (Carta 103r –Primera carta de Hildegarda de Bingen a
Guiberto de Gembloux–, año 1175, p. 263. En: Hildegardis Bingensis, Epistolarium. Ed. Lieven van
Acker, Brepols, Turnhout 1991-93. (CCCM 91-91a), pp. 258-265).

Schipperges, Heinrich, The World of Hildegard of Bingen. Her Life, Times and Visions. Transl. by John
Cumming. The Liturgical Press, Collegeville, Minnesota 1998, p. 15.
152 Azucena Adelina Fraboschi

tancamiento, cuando no de declinación, brilla a principios del siglo XII


con la reforma cisterciense llevada a cabo por San Bernardo de Claraval.
Es una cultura cierta­mente letrada, cuyas manifestaciones todas giran
en torno a un único libro: la Sagrada Escritu­ra, y para un único fin: se-
guir a Cristo para la unión con Dios. Con la Biblia se reza, se medita, se
contempla, se trabaja. Todo otro libro (los comentarios de los Padres de
la Iglesia), todo otro conocimiento (las artes liberales) tienen sentido en
función del acceso y la mejor comprensión del libro sagrado. El saber
más alto en esta cultura es la teología, conocimiento iluminado por la fe
que versa sobre el objeto más excelso: Dios. En este contexto adquieren
significativo relieve el argumento de autori­dad, la auctoritas, como piedra
de toque en la enseñanza y en la discusión; la orientación platónica en
filosofía y la plena vigencia del plan de estudios agustinia­no (De Doctrina
Christiana, La cultura cristiana) y de la obra agustiniana en general, en
la formación. No se da en la cultura monástica, por sus mismas carac-
terísticas, la apetencia de nuevos conocimientos de carácter meramente
especulativo sobre el hombre y el mundo (saber profano), y tampoco hay
aprecio de literaturas que no estén inmediata­mente referidas al fin de la
vida religiosa.
La cultura escolástica, que se desarrolla en las escuelas catedralicias
principalmente, co­mienza a manifestarse pujante en varias ciudades de
Europa: Chartres, París (con sus escuelas de San Víctor y de Santa Ge-
noveva), Orléans, Tours, Poitiers, Bolonia, Oxford, Montpellier, Salerno,
Colonia, Maguncia, etc. Se dedica al cultivo de las artes liberales, que aquí
son aprecia­das por sí mismas, aunque la culminación de los estudios con-
tinúe siendo la teología. En algunas escuelas adquiere gran importancia
la gramática (Orléans), en otras la dialéctica (París), en otras es la hora de
las ciencias (Chartres), el derecho civil da fama a Bolonia y la medicina a
Salerno, pero en todas se afianza el método dialéctico, la tarea de la razón.
La orientación filosófica predominante es aristotélica, y la actitud de los
maestros es de gran avidez por conocer todo cuanto les ofrece la labor de
los traductores desde España, o bien el pensamiento de los filóso­fos árabes,
sus comenta­rios a la filosofía griega, o sus obras de medicina.
La reacción monástica, sustentada principalmente por los monjes cister-
cienses, se manifestará no como una oposición al estudio, ni al saber –los
grandes repre­sentantes de la cultura monástica de entonces eran personas
muy cultas–, pero sí a la importancia dada por los escolásticos a los estu-
dios seculares, y a la prosecución de los mismos como fin. Por otra parte,
también estaba en juego la reivindicación del conocimiento por vía de fe y
Dios, el filósofo 153

de autoridad frente a una razón dialéctica que pugnaba por abrirse paso,
cada vez más, incluso en el saber teológico (que resultaba así equiparado
a las artes liberales). Es en este ámbito que se inscribe la famosa polémica
entre San Bernardo y Abelardo, y también las impug­naciones y las conde-
naciones promovidas por San Bernardo y por Guillermo de Saint-Thierry
contra Gilberto de Poitiers, Guiller­mo de Conches y otros. No faltó en la
actitud de los cistercienses cierta reacción ante la novedad aristotélica,
aporta­da y trabajada por los pensadores árabes y judíos, y también ante la
literatura amorosa de la época, que comienza a instalarse en algunas es-
cuelas como la de Orléans. La filosofía, ya sea entendida como un método
de trabajo, ya sea como la aplicación generalizada de conceptos y catego-
rías propios de ese saber a todo saber (y específi­camente a la teología), fue
resistida –o muy desconfiada al menos– tam­bién por maestros de diversos
ámbitos religiosos.
Hildegarda, religiosa benedictina y también muy vinculada a los
monasterios cistercienses, no fue ajena a tales recelos, que toman la
forma de franca y decidida advertencia en más de una de sus cartas.
Sin embargo, en una visión de ésta su primera obra, y en una carta de
1173 –es decir, próxima ya al fin de su vida (1179)–, hemos encontrado
una actitud más matizada, y hasta podríamos decir equilibradamente
valorativa de la filosofía. La visión de Scivias a que hacemos referencia
es la segunda de la primera parte, y trata de la creación y la caída del
hombre. Primeramente la abadesa describe lo que ha visto y oído para
luego trabajar el texto frase por frase, dando la interpretación alegórica
del mismo y a continuación una enseñanza de carácter práctico moral
que se desprende del mismo. Tal era el modo como se realizaba la lectio
medievalis, y bien lo sabía Hildegarda en la práctica cotidiana de la for-
mación de sus religiosas. Pero la explicación no siempre era lineal, pues a
menudo la lectio monástica –difiriendo en esto de la escolástica–, llevada
por alguna reminiscencia y en uso de la libertad que tiene el monje en
relación con el estilo de su composición –no está frente a una pieza de
retórica, y tampoco se trata del rígido esquema de una quaestio escolás-
tica, sino de una efusión del corazón que ama, o de la comunicación de
la Palabra de Dios para la conversión del corazón, o de la búsqueda del
propio camino, o de muchas otras formas de lo que, finalmente, es un
diálogo vivo con Dios–, iba adonde la llevaba el divino soplo del Espíritu
Santo, apartándose del tema central.
Y así, en la glosa de una frase que se encuentra casi al final de la visión:
“[...] y todos los elementos del mundo, que primero habían estado en una
154 Azucena Adelina Fraboschi

gran quietud, presas de la más grande inquietud mostraron horribles


terrores”, la abadesa de Bingen inicia una extensa digresión en torno al pe-
cado del hombre y su maravillosa consecuencia: la Redención. Restaurada
la amistad con Dios en la persona del Verbo Encarnado, el hombre brilla
con un fulgor mayor que el que tenía antes de su caída. Porque luego de
su destierro del Paraíso, “muchas Virtudes se levantaron resplandecientes
en el Cielo, como la Humildad, la reina de las Virtudes, que floreció en el
parto virginal, y también las demás Virtudes que conducen a los elegidos
de Dios hacia el Cielo”. Pero no desconoce la abadesa la gran dificultad
que tiene el hombre para entender y aceptar los trabajos de la vida en los
caminos del Señor, y le propone esta parábola:

Un señor, no ciertamente a disgusto sino con gran interés y diligencia


quiere hacer un huerto. En primer lugar elige un lugar apto para su
huerto, y luego dispone el sitio de cada planta, teniendo en cuenta para
ello el fruto de los árboles apropiados y la utilidad, sabor, aroma y bue-
na fama de las diversas especias; y así ese señor, gran filósofo y artífice
profundo, organiza la siembra de manera tal que puedan distinguirse
adecuadamente, según su utilidad. Después piensa el tamaño del muro
con que rodeará su huerto para que ninguno de sus enemigos pueda
destruirlo. También entonces designa a sus expertos, los encargados de
regar adecuadamente el huerto, y los que recogerán los frutos y elabo-
rarán con ellos diversos productos.
Ahora, oh hombre, considera atentamente esto: si aquel señor prevé que
su huerto, sin producir fruto ni utilidad alguna, ha de ser destruido,
¿por qué entonces un tan gran filósofo y artífice tan grande dispone,
planta, riega y fortifica con tanto cuidado y tantos trabajos? ¡Oye, pues,
y entiende! Dios, Quien es el sol de justicia, envió Su esplendor sobre
el lodo, que es la desobediencia del hombre, y aquel esplendor brilló
con una claridad mayor, porque el lodo era muy pestilente. Pues el sol
refulgió en su clara luz y el lodo se pudrió en su fetidez; por lo que el
sol fue celebrado por los que lo vieron con un amor mayor de lo que lo
hubiera sido sin la confrontación con el lodo. Pero así como el lodo en
la comparación con el sol es fétido, así también el pecado del hombre es
inicuo ante la justicia de Dios; de donde la justicia, porque es bella, debe
ser amada, y la iniquidad debe ser rechazada porque es pestilente.
En esta inmundicia cayó una oveja del señor que había plantado aquel
huerto. Pero esta oveja se perdió del lado de ese señor no por un descui-
do de él sino por el deseo de ella. Más tarde el señor la buscó con gran


Et sic post ruinam hominis eleuatae sunt plurimae uirtutes in caelo fulgentes, uelut est humilitas regina
uirtutum, quae in uirgineo partu floruit, et ut etiam ceterae uirtutes quae electos Dei ad caelestia perdu-
cunt. (Scivias 1, 2, 31, p. 34).
Dios, el filósofo 155

diligencia y justicia, por lo que el coro de los ángeles resplandeció con


gran belleza, al ver los ángeles al hombre en el Cielo.

La parábola no es de suyo un recurso novedoso, y su contenido no pre-


senta dificultades de interpretación. Pero nos detendremos en la referencia
al huerto y su organización, la obra sabia de ese “artífice profundo” para
pasar luego al “señor, gran filósofo”.
“En primer lugar elige un lugar apto para su huerto, y luego dispone
el sitio de cada planta...”: en un capítulo –”Los huertos conventuales”– de
su libro El huerto medicinal, Peter Köhler nos permite ubicar en su ade-
cuado contexto, el contexto monástico, la existencia y sentido de tales
huertos, vinculados siempre y al menos parcialmente a un uso medicinal.
La Regla benedictina, en el capítulo 66 y a propósito de la organización
del monasterio, dice: “Si fuera posible, el monasterio debe construirse
de manera tal que todo lo necesario, esto es, el agua, el molino, el huerto
y los diversos oficios se ejerzan en el interior del monasterio, para que
los monjes no tengan necesidad de andar fuera del mismo, cosa que en
modo alguno aprovecha a sus almas”. Ya desde la elección misma del
lugar para erigir un monasterio se tomaba en consideración la calidad del
suelo, con miras a los cultivos que allí podrían realizarse. Estos huertos
estaban cuidadosamente organizados, con sus canteros dispuestos en


Dominus qui sine taedio in multo studio hortum facere uult, primitus aptum locum eiusdem horti ponit,
ac deinde locum cuiusque plantationis disponens, fructum bonarum arborum atque utilitatem, saporem,
odorem et bonam famam diuersorum aromatum in eo considerat. Et sic idem dominus, magnus philosophus
et profundus artifex exsistens, quamque plantationem suam in eo disponit ut bene discerni in utilitate sua
possit; ac deinde excogitat quanta munitione eum circumdet, ut nullus inimicorum suorum plantationem
eius dissipare ualeat. Tunc etiam pigmentarios suos constituit, qui eundem hortum rigare sciant et qui
fructum eius colligant et exinde diuersa pigmenta faciant. Quapropter, o homo, diligenter considera quia
si dominus ille praeuidet quod hortus suus nullum fructum nec ullam utilitatem proferens destruendus
est, quare tunc tantus philosophus et tantus artifex hortum illum in tam magno studio et in tam magnis
laboribus facit, plantat, rigat et munit? Audi igitur et intellege! Deus, qui sol iustitiae est, splendorem suum
super lutum quod praeuaricatio hominis est misit, et splendor ille in multa claritate resplenduit, quoniam
lutum illud ualde foedum fuit. Sol enim in sua claritate effulsit et lutum in sua foeditate putruit; unde sol
maiori dilectione a uidentibus amplectebatur quam si lutum ei oppositum non esset. Sed sicut lutum ad
similitudinem solis foedum est, sic etiam transgressio hominis ad iustitiam Dei iniqua est; unde iustitia
quia pulchra est diligenda est, et iniquitas quoniam foeda est abicienda est. In hanc foeditatem cecidit ouis
huius domini, qui talem hortum plantauerat. Sed ouis haec eidem domino non propter ignauiam eius, sed
per consensum eiusdem ouis ablata est; quam postea idem dominus in multo studio et iustitia requisiuit.
Quapropter tunc chorus angelorum in maximo honore illuminatus est, cum hominem angeli in caelo
uiderent. (Ibíd., 1, 2, 32, p. 34-35).

Monastérium autem, si possit fieri, ita debet constítui, ut ómnia necessária, id est aqua, molendínum,
hortus, vel artes divérsae, intra monastérium exerceántur, ut non sit necéssitas mónachis vagándi foris,
quia omnino non expédit animábus eorum. (Sancta Regula 66, 6-7, p. 688).
156 Azucena Adelina Fraboschi

forma simétrica –ocho canteros se agrupaban en el centro, formando


dos columnas paralelas de cuatro cada una, y los restantes formaban los
bordes del huerto–, con un pozo de agua para el riego y una fuente en
el centro y todo el huerto rodeado por un muro. Köhler dice que el más
famoso fue el de Walafrido Strabo, en la abadía de Reichenau, quien en
alrededor de cien metros cuadrados había cultivado veinticuatro parce-
las con otras tantas plantas medicinales diferentes, de cuyo uso estaba
interiorizado con gran conocimiento. En tiempos de Hildegarda y como
consecuencia de las Cruzadas, dicho número se había incrementado en
lo que a las especias se refiere; además, y aun manteniendo el esquema
usual, la combinación de los canteros se hacía atendiendo también a
criterios estéticos y utilitarios. Desde varios siglos atrás, lo producido
por el huerto se utilizaba fundamentalmente para preparar medicinas,
ya que la atención de los monjes enfermos corría por cuenta del propio
monasterio, quien también se hacía cargo de la salud de los siervos que
trabajaban las tierras cuando la tarea excedía las posibilidades de los
religiosos; además, estaban los peregrinos y las personas que se hospe-
daban en dependencias de la abadía, y que se hallaban bajo la protección
y responsabilidad del abad. Pero las hierbas y las especias se utilizaban
igualmente para preparar las comidas y realzar su sabor, y para elaborar
conservas y dulces. Todo ello requería conocimientos y dedicación, a lo
que alude Hildegarda en su parábola, figurando en la construcción del
huerto, en su ordenada disposición y en los cuidados que miran a su fu-
turo, la actividad creadora y providente de Dios, Quien en un acto único,
perfecto y perfectamente uno con Su propio ser, contempla con amor y
deleite las múltiples formas de participación de Su perfección suprema y
les da existencia misteriosamente perfecta en el admirable conjunto del
universo. Puede así decir en el Libro de las obras divinas:

Con Mis alas superiores, esto es con la sabiduría, y circunvolando el


círculo que se mueve orbitalmente [esto es, la tierra], lo ordené con recti-
tud. Pero también Yo, la vida ígnea del ser divino, me enciendo sobre la
belleza de los campos, resplandezco en las aguas y ardo en el sol, la luna
y las estrellas; y con un soplo de aire, al modo de una invisible vida que
sustenta al conjunto, despierto todas las cosas a la vida. Pues el aire vive
en el lozano verdor de las hojas y en las flores, las aguas fluyen como si
vivieran, también el sol vive en su luz; y aunque la luna haya llegado a
su ocaso, la luz del sol la enciende para que viva nuevamente. También


Köhler, Peter, El huerto medicinal. Tikal, Girona s/f., p. 19. (Biblioteca de Santa Hildegarda).
Dios, el filósofo 157

las estrellas brillan en su luz como si tuvieran vida. […] ¿Y cómo podría
Dios carecer de la presciencia de sus obras cuando toda su obra, luego
que ha sido revestida de un cuerpo, es completa en la actividad que le
es propia, porque la santa Divinidad misma conoció de antemano cómo
acompañarla conociéndola, comprendiéndola y sirviéndola?

La sabiduría del Artífice es un conocimiento creador y, junto a la pres-


ciencia creadora de Dios y en la continuidad de Su voluntad igualmente
creadora, Hildegarda señala también Su providencia y gobierno, que
sostiene a la creatura en la existencia, la acompaña y la mueve hacia su
perfección.
“Ese señor, gran filósofo y artífice profundo”: no era novedosa la des-
cripción del señor del huerto, esto es, de Dios, como un artífice, imagen
de tradición platónica que Honorio de Autun trae en su Elucidarium:
“El Maestro: Escrito está: Todo cuanto fue hecho era vida en Él (Juan 1,
3-4). En lo que se muestra que toda creatura siempre fue visible en la
predestinación divina, la cual aparece luego visible a la creatura misma
en la creación; como el artífice que quiere construir una casa, primero
examina cómo quiere disponer sus partes, y la estructura que luego se
alza en el edificio es la misma que antes estaba en su inspiración”.10 Pero
la comparación con un filósofo es absolutamente sorprendente. Porque en
Scivias 2, 6 la referencia a los filósofos es negativa: “No queráis ir en pos
de los diabólicos conocimientos ni de las otras fábulas que los hombres
se inventaron en el contacto con los filósofos paganos y heréticos”.11 Sin
embargo Hildegarda, en una carta dirigida al monje Morardo y como
parte de otra parábola, le habla de “una mujer comerciante que con todo


[…] circumeuntem circulum cum superioribus pennis meis, id est cum sapientia, circumuolans recte
ipsum ordinaui. Sed et ego ignea uita substantię diuinitatis super pulchritudinem agrorum flammo et in
aquis luceo atque in sole, luna et stellis ardeo; et cum aereo uento quadam inuisibili uita, quę | cuncta
sustinet, uitaliter omnia suscito. Aer enim in uiriditate et in floribus uiuit, aquę fluunt, quasi uiuant, sol
etiam in lumine suo uiuit; et cum luna ad defectum uenerit, a lumine solis accenditur ut quasi denuo uiuat;
stellę quoque in lumine suo uelut uiuendo clarescunt. (Hildegardis Bingensis, Liber Divinorum Operum
I. 1, Brepols, Turnhout 1996, pp. 47-48. CCCM 92).

Et quomodo Deus prescientię suę opere uacuus esset, cum omne opus ipsius, postquam corpore induitur,
in officio, quod ei adest, plenum sit, quod ipsa sancta diuinitas sciendo, cognoscendo, ministrando sibi
adesse prescivit? (Ibíd., p. 52).
10
M. Scriptum est: Quod factum est, in ipso vita erat (Joan. I, 3, 4). In quo patet omnem creaturam
semper fuisse visibilem in Dei praedestinatione, quae postea visibilis ipsi creaturae apparuit in creatione:
ut artifex, qui vult construere domum, prius tractat quomodo velit quaeque disponere, et machina quae post
surgit in aedificio, eadem est quae prius stabat in ingenio. (Honorius Augustodunensis, Elucidarium sive
dialogus de summa totius christianae theologiae 1, 4, en Migne, J.–P. (ed.), PL 172, 1111C-D).
11
Nolite diabolicas artes sectari nec cetera figmenta quae homines in humanis contagiis philosophorum
paganorum ac haereticorum sibimetipsis adinuenerunt. (Scivias 2, 6, 27, p. 256).
158 Azucena Adelina Fraboschi

su conocimiento coleccionaba objetos agradables a la vista, y se preocu-


paba por poner al alcance de la vista y el oído de los hombres aquellos
objetos que eran desconocidos y admirables. Pero más tarde puso a la luz
fulgurante del sol un cristal hermoso y purísimo, que de tal manera se
inflamó y brilló bajo la acción del sol que iluminó todos los objetos, por
lo que también ella misma puso un límite a todos sus conocimientos. [...]
La mujer comerciante es la Filosofía, que enseña todas las ciencias y que
encontró el cristal, esto es la fe, con la cual se llega a Dios”.12 Si bien la
mujer es presentada como comerciante, esto es, como alguien que da lo
que tiene: su saber, por dinero –connotación que nos trae de inmediato
a la memoria la actuación de los sofistas, pero también la situación de
los maestros de las escuelas catedralicias: aparece aquí esa desconfianza
antes mencionada del ámbito monástico hacia el escolástico, descon-
fianza que apunta, en este caso, a subrayar el carácter interesado de los
saberes seculares, frente al desinteresado saber monástico, cuyo único
interés es Dios–, lo cierto es que su actividad no es denigrada sino todo lo
contrario: los objetos que encuentra son hermosos y admirables, porque
son las ciencias que versan sobre lo que, finalmente, es la creación de
Dios, y que la Filosofía va descubriendo a la luz natural de la razón. Pero
cuando encuentra el puro cristal de la Fe, don de Dios, luz del Espíritu
Santo que ilumina todo lo creado y en ello al Creador, la Filosofía en-
cuentra sus propios límites; por eso tal vez, ante el filosófico “Conócete a
ti mismo” de Abelardo, Hildegarda pronuncia su monástico “Conoce los
caminos del Señor”. Porque también en la actitud de la mujer la abadesa
señala una primera dirección, por así decirlo, horizontal en su trabajo:
“se preocupaba por poner al alcance de la vista y el oído de los hombres
aquellos objetos”, a la que luego sigue el gesto de elevación de la mano y
de la mirada: “puso a la luz fulgurante del sol”.
Porque el escolástico Abelardo es una figura muy fuerte en el siglo
XII, tanto como la de su monástico adversario, Bernardo de Claraval, no
debe extrañar que en más de una oportunidad lo tomemos como punto
de referencia. Así, nuevamente lo traemos a colación por la presentación
que en su Dialogus inter philosophum, Judaeum et Christianum, hace del
filósofo: un hombre que “busca la verdad mediante el razonamiento,

12
Quedam etiam mulier mercatrix de omni arte ad se collegit que oculis pulchra ad uidendum sunt, et
studebat ut ea ignota et mirabilia hominibus in uisu et in auditu faceret. Postea uero crystallum pulchram
et nimis puram ad ignem solis posuit, que de sole sic accendebatur quod lumen omnibus dedit, unde etiam
ipsa omnes artes suas in moderatione habuit. […] Mulier uero mercatrix philosophia exsistit, que omnem
artem instituit et que crystallum, id est fidem, inuenit, cum qua ad Deum peruenitur. (Carta 80r –al
monje Morardo–, hacia 1173, p. 182).
Dios, el filósofo 159

y que en todo sigue no la opinión de los hombres sino la guía de la ra-


zón”.13 Luego de transitar por las escuelas de su país, y conocedor de sus
argumentos y autoridades, se volcó a la filosofía moral, “que es el fin de
todas las ciencias y por la que juzgué sobre todas las demás que debía
examinar. Instruido hasta donde me fue posible acerca del bien supremo,
del sumo mal y de lo que hace al hombre feliz o mísero, cuidadosamente
he examinado también las diversas religiones en las que hoy se divide el
mundo, y estudiadas y comparadas unas con otras resolví seguir aquello
que fuera más acorde a la razón”.14 Es decir que el filósofo, con la sola luz
de la razón, busca y encuentra una verdad a la que proclama suprema y
rectora de su vida; pero, carente de otra luz que superando las falencias
de su razón y trascendiendo los límites de su ser lo ilumine, ¿qué certeza
tiene de la verdad alcanzada, y de su carácter de suprema guía y felicidad
de su vida?
Esta caracterización del filósofo que, según Alain de Libera, habría
sido influida por la figura de Avempace, “ese filósofo desprovisto de toda
fe religiosa”,15 se encuentra en las antípodas del pensamiento de nuestra
abadesa, y de los no demasiados monjes que se animan a hablar de la sabi-
duría divina como de una filosofía divina o celestial: “para los cristianos,
se trataba de ‘amar’ una ‘sabiduría’ que venía de más lejos que de sí mis-
mos, bajada de Dios hasta los hombres, derramada en sus corazones por
el Espíritu que había enviado el Verbo encarnado [...]”.16 Tradicionalmente
llamábase filósofo al amante de la sabiduría y decíase que en tanto tal, ya
era de algún modo, también él, sabio. En la parábola Hildegarda fija los
alcances y los límites de la filosofía, esa sabiduría humana que consiste,
por una parte, en conocer su ordenación a la Sabiduría divina y, por otra,
en conocer y aceptar ese límite. A partir de allí y volviendo a la visión de
Scivias 1, 2 y al “señor, gran filósofo y artífice profundo”, la “osadía” de la
abadesa de Bingen nombrando a Dios como “Filósofo” adquiere pleno y

13
Respondens autem philosophus: «Mea, inquit, [1613A] opera hoc est inceptum, quoniam id summum est
philosophorum, rationibus veritatem investigare et in omnibus non opinionem hominum, sed rationis sequi
ducatum. (Petrus Abaelardus, Dialogus inter philosophum, Judaeum et Christianum, PL 178, 1613A).
14
[...] ad moralem tandem me contuli philosophiam, quae omnium finis est disciplinarum, et propter quam
caetera omnia praelibanda judicavi. Hic de summo bono, et de summo malo et de his quae vel beatum homi-
nem vel miserum faciunt, quoad potui instructus, statim apud me diversas etiam fidei sectas, quibus nunc
mundus divisus est, studiose scrutatus sum et omnibus inspectis et invicem collatis, illud sequi decrevi,
quod consentaneum magis sit rationi. (Ibíd.)
15
De Libera, Alain, La filosofía medieval, Docencia, Buenos Aires 2000, p. 328 (Colección “Universi­
tas”, 12).
16
Vid. Leclercq, Jean, Espiritualidad Occidental. Testigos, Sígueme, Salamanca 1967, pp. 177-78
(Hinnení, 72).
160 Azucena Adelina Fraboschi

legítimo sentido a partir del uso análogo de dicho concepto –que significa
al sabio entre los hombres, en el sentido arriba declarado–: y así Dios es,
entonces, el Filósofo por excelencia, el solo Sabio, Sabiduría creadora y
ordenadora del universo, su huerto.

Dedico esta “perlita” al profesor Juan Roberto Courrèges, compañero de


estudios, colega, Decano, amigo y, en todo momento, testimonio vivo e
indeficiente de ese amor a la Sabiduría que hace de él, verdaderamente,
un filósofo. Así lo han conocido y apreciado sus alumnos, así lo hemos
reconocido sus colegas. Deo gratias!

Azucena Adelina Fraboschi


UCA – CONICET

Resumen

En el siglo XII coexisten, no sin recelos, desconfianzas y sospechas, dos culturas: la monástica
y la escolástica, con sus perfiles netamente diferenciados y no pocas veces contrapuestos. Nada
más impensable, en dicho contexto, que la “osadía” de una religiosa: la abadesa Hildegarda de
Bingen, quien en la segunda visión de su primera obra, Scivias, llama a Dios “Filósofo”, y en una
de las cartas de su nutrido epistolario emite, a través de la imagen de una mujer comerciante de
variados objetos, una opinión valorativamente favorable a la filosofía, bien que ordenada a la
Sabiduría divina. De lo que trata este trabajo.
¿Psicologizar al hombre o rehumanizar a la psicología?

Presentación

Durante muchos años, careciendo de una concepción comprensiva del


hombre, las ciencias humanas han incurrido en el error de investigar y
actuar sobre un objeto incompleto de estudio.
¿Por qué? Sencillamente porque han partido de la tesis biologicista que
plantea que el hombre es un ser que nace, crece, se reproduce, declina y
muere. Ahora bien, tal tesis responde y describe el ciclo vital de la planta o
del animal, pero nunca el del hombre. Así es que, por ejemplo, la Psicología
Evolutiva ha clasificado su vida en edades de evolución y edades de invo-
lución. En general, la idea de la “decrepitud”, el “declinar”, el “deterioro”,
etcétera, han inundado el pensamiento de la medicina, la psicología y la
psicoterapia, la educación. Pero si el hombre es de naturaleza espiritual, en
tanto persona, no es objeto de deterioro o decrepitud. El hombre, entonces,
no puede ser contemplado y explicado –o supuestamente comprendido–
bajo la luz del biologicismo. De modo tal que autores como Víktor Frankl,
Rudolph Allers, Rogers, García Hoz, entre otros, le devuelven, por así decir,
el objeto de estudio a las ciencias del hombre, al momento de presentar la
imagen verdadera de éste. Sus teorías rehumanizan las ciencias a partir
de la renovada presentación de su propio objeto de estudio.
Es así que me parece interesante detenernos a reflexionar sobre esta
nueva versión del hombre que, de alguna manera, resume el nudo central
de nuestro interés como humanistas. Para hacerlo, seguiré especialmente
el esquema presentado por Víktor Frankl (Profesor Honoris Causa, UCA,
1985)

El hombre

Es una obviedad recordar que las ciencias del hombre deben partir,
inexorablemente, de un concepto de hombre. Este marca su rumbo, tan-
162 Claudio César García Pintos

to especulativo como práctico. A lo largo de la historia de las ciencias


humanas, encontramos diferentes versiones o definiciones del concepto
primordial. Muchas de ellas son manifestaciones de reduccionismos que
sólo han alcanzado, honestamente, percibirlo en un aspecto que, a partir
de allí, ha sido concebido como si fuera el todo.
Esta circunstancia me recuerda el viejo cuento sufí “Los ciegos y el
elefante”.
Más allá de Chor había una ciudad, en la que todos sus habitantes eran cie-
gos. Un rey con su cortejo llegó cer­ca del lugar, trajo su ejército y acampó en el
desierto. Tenía un elefante poderoso, que usaba para atacar e incrementar el temor
de la gente. La población estaba ansiosa por conocer al elefante y algunos cie­gos se
precipitaron como locos para encontrarlo. Como no cono­cían su forma y aspecto,
tantearon para reunir información, palpando alguna parte de su cuerpo. Cada uno
pensó que sabía algo, porque pudo tocar una parte de él.
Cuando volvieron junto a sus conciudadanos, grupos impacien­tes se apiñaron
a su alrededor. To­dos estaban ansiosos, buscando equivocadamente la verdad en la
boca de aquellos que se hallaban errados. Preguntaron por la forma y aspecto del
elefante, y escucha­ron cuanto les dijeron.
El hombre que había tocado la oreja les dijo: “Es una cosa grande, rugosa, ancha
y gruesa, como un felpudo”.
El que había palpado la trompa dijo: “Yo conozco los hechos rea­les, es como un
tubo recto y hueco, horrible y destructivo”.­
El que había tocado sus patas dijo: “Es poderoso y firme, como un pilar”.
Cada uno había palpado una sola parte de las muchas. Cada uno lo había perci-
bido erróneamente. Nin­guno conocía la totalidad: el cono­cimiento no es compañero
de los ciegos. Todos imaginaron algo equivocado.
Aquellos dotados de razón com­prenderán. Aquellos con poca razón pueden
adquirirla con este relato.
El relato se refiere al conocimiento de la realidad, siempre absoluta-
mente inabordable desde un solo punto de vista. ¿Quién podría decir que
la información alcanzada por cada ciego era “totalmente” errónea? Nadie.
¿Quién podría darle la razón a cada uno de ellos cuando presentan su ver-
dad como “totalmente” acertada y completa? Nadie. Creo que lo mismo
ha ocurrido con los teóricos que se han encargado de definir comprensiva-
mente la naturaleza humana. Cada uno de ellos ha mostrado una versión
de hombre parcial, presentándola o pretendiendo ser concebida como
totalizadora al momento de explicar el complejo fenómeno humano.
Humanizar la psicología 163

Es mi intención, ahora, acercar en unas breves líneas una reflexión al


respecto. Y para graficar el intento, utilizaré los elementos de la analogía
geométrica que introdujo el propio Frankl. Veamos:

Digamos que en un momento determinado, el movi-


miento biologicista se encargo de describirlo y definirlo al
hombre en sus aspectos orgánicos. Líneas tales como lkinner
(condicionamiento operante), entre otros, lograron un cono-
cimiento del funcionamiento biológico, neurofisiológico y
psicofisiológico insuperable. Sus aportaciones al campo de
la neurología, la psicopatología y la psicología y pedagogía de la conducta,
siguen siendo hoy de una operatividad contundente.
No obstante, esa maravillosa contribución se ha deslucido cuando, en
un intento reduccionista, hablaron de “el hombre” como una mónada, un
sistema orgánico cerrado que se explica a sí mismo, totalmente, desde esa
realidad orgánica. El hombre es un organismo y sus conductas, aún sus
emociones, ilusiones, etc, puede interpretarse desde esa (cerrada) reali-
dad orgánica. Representaremos esta postura con la figura de un círculo
blanco.
Tal vez como respuesta a esta postura reduccionista orgá-
nica que nos hablaba de un hombre “unidimensional” (puro
organismo), aparecen los aportes de las teorías psicodiná-
micas, impactadas por la profusa experiencia e inspirada
intención científica del maestro Sigmund Freud. La posibi-
lidad del estudio concreto y medible de lo orgánico, se ve
contrastada con la posibilidad revolucionaria del abordaje del
inacabable trasfondo inconsciente. La conducta del hombre,
sus emociones, vivencias, ilusiones, todo, podía ser comprendido desde los
nuevos dinamismos inconscientes. Este hombre descubierto por Freud nos
permite ir más allá de los meros potenciales orgánicos medibles en más
o menos sofisticados laboratorios. Ahora, esa nueva materia de estudio es
objeto de interpretaciones simbólicas. Sin embargo, un panorama tan am-
plio no libera al aporte de caer en el mismo error que el anterior. También
aquí se llega a un reduccionismo psicologista. El hombre, inexorablemente,
es explicado en su totalidad a partir de interpretar el interjuego de fuerzas
intrapsíquicas. A los efectos de la analogía, simbolicemos estos aportes con
la figura de un rectángulo.
164 Claudio César García Pintos

En medio de las disputas científicas que se generaron pre-


tendiendo imponer sus explicaciones unos sobre los otros,
aparece un nuevo intento de explicación que, creyendo poder
superar la actitud reduccionista de los anteriores, pretendieron
abordar la compleja realidad humana desde el concepto de
“espíritu”. Esa significativa característica humana (el alma del
hombre es “espiritual”), lo distingue obviamente de aquellos otros seres
con alma vegetativa y sensible. Obviamente, el alma espiritual es la más ele-
vada, poseyendo en sí misma todos los potenciales de las otras dos, suma-
dos a los suyos propios y más elevados. Esta circunstancia de naturaleza,
les permitió definir correctamente al hombre como un ser espiritual. Pero,
atención, estas definiciones llegan a un tal extremo que parecen negar las
demandas y características dinámicas de las otras dimensiones (biológica
y psicológica), como si éstas no existieran. Así, terminan siendo otro tipo
de reduccionismo, espiritualista, que habla más de un ángel que del ser que
pretende definir.
Ahora bien, ¿alguien podría decir que estas tres posturas –muy sintéti-
camente expuestas– están totalmente erradas? No. ¿Alguien podría decir
que están totalmente acertadas? No. Porque, al igual que en el cuento sufí,
llegaron a “tocar” desde la ceguera o la inabarcabilidad de la realidad
humana sólo una parte, y creen haberlo reconocido en su totalidad. ¿Po-
dríamos decir que el hombre es sólo ese círculo blanco, o ese rectángulo o
ese otro círculo negro? No.
Víktor Frankl, consciente de esto, adopta una actitud oportuna. Tal
vez haciéndose esas mismas preguntas, decide tomar de cada postura lo
que de valioso tienen. Como si recibiera la información de cada ciego y,
en lugar de descartar lo informado por relativo, se propusiera armar con
todo ello un rompecabezas. Maniobrando con estas definiciones, descu-
brimientos y descripciones, desarrolla el siguiente razonamiento: cada
uno de ellos ha observado al hombre desde un solo punto de vista. Han
descripto lo que sólo puede verse desde ese exclusivo punto de vista. Ellos
han discutido entre sí la veracidad de los aportes de los otros, sin advertir
que éstos pueden no ser excluyentes sino confluyentes, es decir, pueden
combinarse entre sí perfectamente y explicar, entonces y sólo entonces, la
compleja realidad humana. Al fin y al cabo, es cierto que un elefante posee
una trompa que puede confundirse con un tubo recto y hueco, unas ore-
jas que son grandes y al tacto pueden compararse con un felpudo y patas
poderosas y firmes como un pilar.
Humanizar la psicología 165

Así, jugando con una analogía geométrica, plantea la siguiente posi-


bilidad:
¿Qué pasaría si ubicáramos al hombre en un escenario tridimensional?
Al fin y al cabo los reduccionistas nos han hablado de tres dimensiones
que, si les otorgamos una relativa razón, han de existir tal como ellos las
han explicado. Si fuera así, y dispusiéramos estas tres dimensiones en
cada uno de los tres planos del escenario, llegaríamos a tener un diseño
similar al del gráfico siguiente. En un plano inferior, el círculo blanco de
los organicistas. En un plano lateral, el rectángulo de los psicologistas y en el
superior, el círculo negro de los espiritualistas.
Al verlas así dispuestas, puede contemplarse una completa manifesta-
ción humana: el hombre mostrándose en toda su plenitud “tridimensio-
nal”. Y así entendemos el error reduccionista: si proyectamos un “cuerpo
geométrico” sobre un plano unidimensional lo transformamos en una
“figura geométrica” (p.e., un cubo pasa a ser un cuadrado, una esfera un
círculo, un cono un triángulo, etc.). El hombre, un cilindro, ha sido perci-
bido como un rectángulo o un círculo según la proyección del caso.
166 Claudio César García Pintos

Esta analogía geométrica utilizada por Frankl para explicar el concepto


de hombre –seguramente mucho más complejo que este planteo gráfico– es
conocida como la ontologia dimensional. Desde aquí, se define al hombre
como un ser bio-psico-espiritual, es decir, poseedor de tres dimensiones
articuladas inextricablemente, que se manifiestan en unidad con poten-
ciales y recursos propios. Es decir que conserva unidad, es uno, a pesar de
estar constituido por tres realidades.
Otros autores, contemporáneos algunos y anteriores otros, también
plantearon la realidad humana como tridimensional. Sin embargo, aún
poseyendo ciertos puntos de contacto con ellos, la ontología dimensional
frankliana posee una peculiaridad que trataremos de descubrir sintética-
mente a partir de los siguientes esquemas. Para eso nos referiremos muy
suscintamente a las ideas de Max Scheler, Nicolai Hartmann y Ludwig
Binswanger. Veamos.

Max Scheler: Teoría de los Círculos concéntricos

Pretendemos graficar la idea de hombre de Max Scheler a partir de


“círculos concéntricos”. Se trata de tres realidades constitutivas de la rea-
lidad humana, a saber, lo biológico (B), lo psicológico (P) y lo espiritual (E),
ubicado en el mismo centro de la estructura.
Humanizar la psicología 167

Coincide con Frankl al señalar la importancia de la confrontación entre


la dimensión del espíritu humano y la facticidad física. Scheler plantea una
antropología en la que la persona está abierta al mundo. La antropología
scheleriana presenta a una persona en contacto con su propia vida, con la
conciencia de una necesidad de ir más allá de sus impulsos pero integrán-
dolos a su ser total. A él se le debe un esfuerzo significativo en el camino
de preservar la unidad de la persona pese a las diferencias ontológicas que
conlleva en sus dimensiones somática y psíquica, que a modo de círculos
concéntricos periféricos están en relación al axis espiritual o centro perso-
nal. Esta apertura se da a través de la conciencia, entendida no solo como
un fenómeno psicológico sino también metapsicológico.

Nicolai Hartmann: Teoría de los Estratos

Apex espiritual
Estrato psicológico
Estrato biológico
MATERIA

Para Hartmann, deben distinguirse cuatro capas: la materia, lo orgáni-


co, lo psíquico y lo espiritual. Cada uno de estos estratos se eleva sobre el
supuesto del anterior y es independiente de él. Rechaza, al igual que Max
Scheler, las reducciones de lo espiritual a lo biológico o lo psicológico, así
como privilegia específicamente el ámbito de lo espiritual.

Ludwig Binswanger: Teoría de las Capas

Binswanger presenta un esquema similar al de los anteriores pero, a mi


parecer, más próximo aún a la ontología dimensional frankliana.
168 Claudio César García Pintos

espiritual
ESPIRITUAL

Psicológico
PSICOLÓGICO

biológico
BIOLOGICO

Binswanger apela al gráfico de una pirámide trunca. Consta de tres ca-


pas, lo biológico, lo psicológico-social y lo espiritual, punto culminante de
la unidad. Trunca porque queda abierta desde esa realidad espiritual a la
Trascendencia o “trascendencia vertical”. Desde la capa psicológico-social,
queda abierta a la “trascendencia horizontal”, es decir, al encuentro de los
otros y del mundo. Cada capa posee, al igual que en Hartmann, indepen-
dencia respecto de las anteriores, sus propios potenciales y dinamismos.
Si bien estos tres esquemas, sintéticamente presentados, tienen simi-
litud entre sí –e inclusive con el propio de Frankl–, y se nutren en ideas
similares, conservan una sustancial diferencia con la ontología frankliana.
Veamos: si recordamos el “cilindro” con el que representaba al hombre,
podemos plantearnos la siguiente cuestión: ¿la independencia de los
círculos, estratos o capas de los esquemas presentados, me permitiría re-
conocer los límites precisos de cada instancia y la dinámica específica de
sus dinamismos? Sí. Es decir que ¿podría definir la existencia de procesos
puramente orgánicos, psicológicos y espirituales en cada caso? Sí. Respecto
de la ubicación de cada instancia dentro de cada esquema, ¿es arbitraria
o intercambiable? No; se relacionan por un orden jerárquico que las ubica
de inferior a superior.
Humanizar la psicología 169

Ahora veamos lo que sigue: teniendo en cuenta los mismos cuestio-


namientos respecto de la ontología frankliana, ¿qué se responde en cada
caso?:
1) Las dimensiones que constituyen al hombre no son independientes
entre sí. Quiere decir que yo no puedo definir los límites de cada una de
ellas ni mucho menos pensar en precisar la dinámica específica de sus
dinamismos. Podría preguntar lo siguiente: si retiro una capa de un pastel
constituido por tres capas, ¿qué es lo que queda? Respuesta: un pastel de
dos capas. Es decir, sigue siendo un pastel. Pero, si retiro la tapa de un ci-
lindro, ¿qué es lo que queda? Respuesta: algo que ya no es más un cilindro,
como puede ser, por ejemplo, un vaso. Es decir que si quisiera separar con
precisión una de sus dimensiones, el hombre deja de ser hombre para pa-
sar a ser otra cosa. No admite esta división estratificada. Por ende, ¿dónde
comienza o dónde deja de ser cilindro –hombre–? Sólo es hombre, su
identidad como tal depende de conservar su integridad.
2) Si esto es así, es imposible definir la existencia de “actos puros” en el
hombre. Es decir, no se darían actos “puramente” biológicos, psicológicos
o espirituales porque en cada acto se manifiesta en su integridad, en su
totalidad. Siempre se manifiesta como un “todo”. En este momento, p.e.,
yo estoy escribiendo; podría decirse que se trata de un acto orgánico (mo-
tor), pero pretendo que lo que escribo tenga coherencia y sentido, por lo
tanto también es un acto psicológico; asimismo, lo estoy escribiendo para
alguien, de modo tal que al mismo tiempo es un acto espiritual. Pongamos
otro ejemplo: rezar. A priori podría definirse como un acto puramente es-
piritual. Sin embargo, me pongo a rezar y puede ser que me quede dormi-
do o que una preocupación me distraiga de mi plegaria. Es decir, mi Bios
y mi Psique también están presentes en ese mismo acto manifestándose
inevitablemente. Entonces, si bien existen actos “predominantemente” bio-
lógicos o psicológicos o espirituales, el hombre se manifiesta siempre y en
cada momento como una integridad, una unidad múltiple (unitas multiplex)
como lo denominaría Sto.Tomás de Aquino.
Como unitas multiplex, posee unidad antropologica, porque es “uno”,
aún cuando reconoce en su ser diferencias ontologicas, es decir, formas
diferenciables de ser.
Esta unitas multiplex, continuando con la analogía geométrica, responde
a dos leyes, a saber: proyección y dimensionalidad.
170 Claudio César García Pintos

1ª Ley: Proyección

Si sacamos de su dimensión un objeto y lo proyectamos a diversas di-


mensiones que sean inferiores a su propia dimensión, toman formas que
se contradicen entre sí.

2ª Ley: Dimensionalidad

Si sacamos de su dimensión varios objetos y los proyectamos en una


sola dimensión original, se forman figuras que no se contradicen entre sí
pero que son ambiguas, es decir, no puedo deducir de ellas que son igua-
les, que pertenecen –o no– al mismo objeto.
Humanizar la psicología 171

Cilindro Esfera Cono

Es decir que si proyecto formas diferentes entre sí sobre una misma


dimensión, posiblemente formen figuras que no se contradicen entre sí
(son incluso iguales). Si de ellas pretendemos deducir que entonces los
individuos proyectados son iguales, nos estaremos confundiendo. En la
proyección un cilindro, una esfera y un cono son iguales, pero en la reali-
dad, no lo son.
Entonces, resumiendo estas breves reflexiones, podríamos decir lo
siguiente:
El hombre, según Víktor Frankl, es un ser tridimensional que si bien
reconoce esas tres formas diferenciables de ser, conserva y se manifiesta
en cada acto como una unidad, como siendo “uno”. Esas tres dimensiones
son “biológica”, “psicológica-social” y “espiritual”. A esta última, Frankl
prefiere llamarla noética (del gr., nous) para que no sea connotada con
“espiritualidad=religiosidad”.
Estas tres dimensiones no se contradicen entre sí por su propia natu-
raleza; solo se contradicen si son tomadas como proyecciones “cerradas”
o instancias cerradas.
Al llegar a ser hombre, de alguna manera, conserva lo que tiene de
animal y de planta, del mismo modo como el avión conserva la posibilidad
de moverse como lo hace un automóvil. De hecho, cuando carretea antes
de elevarse, funciona como tal. Solo demuestra ser aeroplano cuando se
172 Claudio César García Pintos

despega del suelo y se eleva en el aire. Pero al observar el aparato detenido


en tierra, aún cuando no esté volando, podemos descubrir que está prepa-
rado para volar, está equipado para hacerlo, y debemos interpretarlo como
tal. Del mismo modo, el hombre, analizado o proyectado sobre un plano
(p.e. el bios por el médico o la psique por el psicólogo), no debe llevarnos
a olvidar su pluridimensionalidad.
Pensemos en este ejemplo por un momento: ¿qué pasaría si analizára-
mos la existencia concreta de una persona sin tener en cuenta esta con-
cepción frankliana? Podríamos caer en errores de este tipo: tomemos por
caso a la Madre Teresa de Calcuta. Proyectada sobre la dimensión del bios,
exclusivamente, concluiríamos que se trata de un cuerpo viejo y enfermo
afectado por la declinación física, objeto de la decrepitud. Evaluaríamos
sus potenciales físicos y en razón de sus años y estado de salud, entende-
ríamos que es preferible sustituírla por una persona más joven y fuerte. La
jubilaríamos de la actividad. Teresa es una vieja enferma.
Proyectada sobre la dimensión de la psique, exclusivamente, entende-
ríamos su vocación religiosa y de servicio como producto de motivaciones
o pseudomotivaciones neuróticas o epifenómeno de la sublimación de
fuerzas instintivas. Tal vez hablaríamos de complejos de culpa e intentos
reparadores neuróticos consecuentes. Indicaríamos muy probablemente
psicoterapia. Teresa es una neurótica.
Proyectada exclusivamente sobre la dimensión espiritual, reconocería-
mos en ella un llamado sobrenatural, una gracia especial que la constituye
en santa. Como consecuencia, veneraríamos su actuar, su obra, pero no nos
serviría como modelo concreto y viviente dado que para seguirla debería-
mos poseer ese don que solo ella posee. No todos recibimos esas gracias
santificantes. Teresa es una santa.
Vieja, enferma, retirada de la actividad, neurótica o santa. Sin embargo,
desde esta visión antropológica, diríamos que se trata de una mujer, un ser
humano concreto, común y corriente, que descubrió el sentido de su vida
y llevó a una plena manifestación su capacidad autotrascendente, saliendo
al encuentro de Dios y de sus hermanos en un acto humano tan alto, que
pudo superar sus dolencias, fragilidades y enfermedades, transformán-
dolas por imperio del sentido en fortalezas e instrumentos de acción. Sin
desconocer sus años, sus fragilidades o sus conflictos neuróticos, sin des-
conocer el misterio de la gracia, esta “mujer” pudo superar las limitaciones
y desarrollar una vida plena de sentido. Así, llegó a cumplir plenamente
con su deber-ser, llegó a la santidad.
Humanizar la psicología 173

Vieja, enferma, retirada de la actividad, neurótica, santa, o ser humano


maduro y pleno. Decía Blas Pascal que es peligroso mostrarle al hombre con
demasiada frecuencia que es igual a las bestias, sin mostrarle su grandeza. También
es peligroso mostrarle su grandeza demasiado a menudo sin su vulgaridad. Es aún
más peligroso que el hombre ignore ambas cualidades. Lo deseable es mostrarle
ambas y mostrárselas juntas.

Para terminar

Esta tridimensionalidad humana plantea una circunstancia relativa-


mente paradójica. Por un lado, las dimensiones biológica y psicológica
responden a un proceso de deterioro por usura, es decir, “por uso”, por de-
cirlo de alguna manera. Esto mismo las expone a declinación, enfermedad,
debilitamiento, etc. Por otro lado, la dimensión espiritual o noética, no. Es
decir, no es susceptible de esos mismos procesos sino, por el contrario,
en su propia evolución va madurando hacia estados más elevados. Muy
posiblemente, esta circunstancia se traduzca, en mi opinión, en la esencia
del gran conflicto humano: siendo un ser espiritual, con apetito de inmor-
talidad, estamos encarnados en una realidad que declina y se deteriora. Sin
embargo esta aparente paradoja la explica Frankl a partir de dos conceptos
centrales: la facticidad psicofísica, por un lado y el noodinamismo facultativo.
1) facticidad psicofísica: No puede negarse el condicionamiento de lo
orgánico y lo psicológico. Hay, de alguna manera, un destino biológico
y un destino psicológico actuantes en la existencia humana. La salud, la
enfermedad, el conflicto, la armonía, el temperamento, etc, son circuns-
tancias no siempre maniobrables o elegibles por el hombre. Esta realidad
innegable es lo que se llama facticidad psicofísica, es decir, el propio hecho
de la realidad psicofísica del hombre.
2). noodinamismo facultativo: Ante ese destino psicofísico, el hombre no
es un ser pasivo, víctima de los caprichos o antojos de aquel. Su propia
realidad espiritual es la que le permite tomar posición (“oponerse”) ante
ese mismo destino y circunstancia psicofísica. Esto mismo ha sido deno-
minado el poder desafiador del espíritu o –precisamente– el poder de oposición
del espíritu. El hombre está facultado por su realidad noodinámica para
poder tomar posición, dar respuesta a los condicionantes biológicos y psi-
cológicos, haciéndose responsable de su propia existencia.
174 Claudio César García Pintos

Para nosotros, humanistas, el concepto de hombre es primordial. En


Psicología, muchos autores lo explicitan en sus teorías, pero, la mayoría,
lo evitan. Como si pudieran prescindir de este cimiento conceptual. Creo
que el caso de Teresa, tomado como respetuoso ejemplo, nos hace evidentes
los riesgos que se siguen de ignorar la naturaleza y propia dinámica de
este maravilloso y complejo fenómeno humano: uno, único, insummabile,
indivisible, persona.

Claudio César García Pintos


Universidad Católica Argentina

Resumen

Hablar de una psicología para el hombre parece redundante, casi una obviedad. Si no es “para el
hombre”, ¿para quién? Sin embargo, muchos abordajes psicológicos propuestos, nos terminan
hablando de algo diferente a aquello que podemos comprender como persona humana. En su
mayoría son reduccionismos, generalizaciones riesgosas a partir de la comprensión, honesta y
cierta, de una de las variables constitutivas de su naturaleza y/o de su dinámica. En muchos
casos vemos que “el hombre” es la proyección caprichosa de las teorías por parte de los autores.
Recortamos, estrujamos, acomodamos al “hombre” para que entre en mi teoría, y eso es todo.
Tal vez sea cierto aquello propuesto por Víktor Frankl, al decir que los reduccionismos son las
versiones modernas del nihilismo. La siguiente reflexión acerca de la importancia de tener en
claro de quién hablamos cuando hablamos del hombre, solo pretende ser una humilde partici-
pación, en este texto, que reconoce la trayectoria de un humanista.
De la novela a la historia:
libros de caballerías y toponimia americana

Más allá de sus miserias y grandezas –exhaustivamente señaladas y


tendenciosamente exageradas, respectivamente, por las tristes y célebres
leyendas “negra” y “rosa”–, lo cierto es que los primeros exploradores,
conquistadores y colonizadores de América, lejos de ocuparse tan sólo en
la muerte y la rapiña o en el cuasi angélico cumplimiento de su misión
cristianizadora y civilizadora, tenían, como todo el mundo y en la medida
de los horizontes culturales de cada uno, intereses que llamaríamos –con
todas las reservas del término– “estéticos”, y consumían para satisfacerlos
una buena dosis de literatura, por lectura directa y solitaria algunos, por
audición en ruedas de pública lectura, según usos de la época, aquellos
otros iletrados. Las obras a las cuales muy preferentemente acudían a la
hora de entretener sus ocios y abonar su imaginación eran, debido a una
evidente razón de identificación vital, los libros de caballerías.
La bibliografía elaborada con el propósito de demostrar y estudiar la
influencia de los libros de caballerías sobre los conquistadores españoles
de América es desde hace tiempo lo suficientemente dilatada como para
que Marcel Bataillon reaccionara ante ella, ya en las décadas del cincuenta
y sesenta, como ante una “moda” un tanto fastidiosa. Pero más allá de la


Cfr. M. Frenk, “Lectores y oidores. La difusión oral de la literatura en el Siglo de Oro”, en Actas
del Séptimo Congreso Internacional de Hispanistas (Venecia), Bulzoni, Roma, 1980, pp. 101-123; “Ver,
oír, leer”, en Homenaje a Ana María Barrenechea, Castalia, Madrid 1982, pp. 235-240.

Cfr. M. Bataillon, “Les patagons dans le Primaleón de 1524”, en Comptes rendus de l’Académie des
Inscriptions et Belles Lettres, 1955, pp. 165-173; “Acerca de los patagones. Retractatio”, en Filología,
1962 (VIII, 1-2), pp. 27-45.

Baste con señalar algunos títulos, apenas los más clásicos: H. Cabarcas Antequera, Amadís de
Gaula en las Indias, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá 1992, pp. 60-106; I. A. Leonard, Los libros del
conquistador, FCE, México 1979, pp. 17-128; I. Rodríguez Prampolini, Amadises de América. La haza-
ña de Indias como empresa caballeresca, Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos,
Caracas pp. 79-165; M. J. Lacarra – J. M. Cacho Blecua, Lo imaginario en la conquista de América,
Comisión Aragonesa Quinto Centenario, Zaragoza 1990, passim; A. Cioranescu, “La conquista
de América y la novela de caballerías”, en Estudios de literatura española y comparada, Universidad
de La Laguna, 1954, pp. 29-46; P. Chaunu, “Les Romans de chevalerie et la conquête du Nouveau
Monde”, en Annales: Économies, Sociétés, Civilisations, 1955 (10), pp. 216-228; J. Filgueira Valverde,
“Influencia de la literatura caballeresca en los conquistadores y en los cronistas de Indias”, en
Enseñanza Media, 1959 (37), pp. 213-226; M. Hernández y Sánchez Barba, “La influencia de los
176 Javier Roberto González

moda crítica, que continuó y continúa, no puede seriamente dudarse acer-


ca de la antedicha influencia; aduciremos tres pruebas de ella. La primera
consiste en el testimonio directo de los propios conquistadores; resulta al
respecto ya clásica la cita de Bernal Díaz del Castillo, el soldado-cronista
de Hernán Cortés:

[...] y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en


tierra firme otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha
por nivel como iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que
parecía a las cosas y encantamiento que cuentan en el libro de Amadís
[...].

La cita es preciosa, porque Bernal Díaz brinda expresa prueba de la


identificación del espacio americano con los moldes maravillosos del es-
pacio caballeresco ficcional, al comparar las grandes obras de la ingeniería
azteca con los encantamientos que cuentan en el libro de Amadís. No es,
por cierto, la única mención que el autor hace de esta novela, dado que más
adelante (p. 869) menciona a Agrajes, otro importante personaje del Ama-
dís de Gaula. La segunda prueba, que es la que más específicamente atañe
a nuestro tema, la proporciona alguna toponomástica americana, según
analizaremos más abajo. Finalmente, una tercera prueba la ofrecen las
fidedignas estadísticas que Irving Leonard ha reunido sobre los libros que
durante los primeros años de la conquista y los posteriores de la colonia
fueron embarcados rumbo a América, con precisa mención de los títulos y
las cantidades. Gracias a estos preciosos datos documentales, consistentes
en listas de embarque y de bibliotecas privadas, podemos hoy afirmar que
entre los títulos con frecuencia repetidos se cuentan algunos de los libros
de caballerías más famosos.
Hay por cierto entre éstos algunos que representan verdaderas cimas
de la literatura y que entrañan una profundísima doctrina, como el Ama-
dís de Gaula, y otros que se limitan a presentar una narración atrapante
y amena, profusa en lances y aventuras del más variado género; pero
tanto unos como otros comparten la base común del arquetipo heroico,

libros de caballerías sobre el conquistador”, en Estudios Americanos, 1960 (XIX, 102), pp. 235-256;
A. Sánchez, “Los libros de caballerías en la conquista de América”, en Anales Cervantinos, 1958 (7),
pp. 237-260; R. Schevill, “La novela histórica, las crónicas de Indias y los libros de caballerías”,
en Revista de las Indias, 1943 (59-60), pp. 173-196.

B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Edición de Carmelo
Sáenz de Santa María, Introducción y notas de Luis Sáinz de Medrano, Planeta, Barcelona 1992,
p. 248.

Cfr. I. A. Leonard, Los libros del conquistador, pp. 101-412.
De la novela a la historia 177

de la figura central del caballero ejemplar que, enfrentando los peligros


más increíbles y desafiando al mundo entero con su brazo armado, con la
sola ayuda de su esfuerzo y su virtud logra reparar injusticias, defender
a los desamparados, premiar a los buenos y castigar a los malos. Estas
dos características, la aventura y el esfuerzo personal, son los elementos de
estos libros que particularmente se avenían con las aspiraciones vitales
de sus lectores conquistadores, pues éstos, al igual que sus admirados
caballeros novelescos, también se lanzaban sobre un mundo todavía
mágico y lleno de misterios, la maravillosa América, con la intención de
domeñarlo y ceñirlo con su solo esfuerzo personal. Tanto el caballero de la
novela que enfrenta gigantes, dragones y encantadores maléficos, cuanto
el conquistador que avanza por entre las desconocidas y a la vez hostiles y
cautivantes regiones americanas, están acometiendo una labor similar por
sus dimensiones sobrehumanas y por la valoración hiperbólica que ellos
mismos realizan de su propia conducta: tanto en un caso como en el otro,
sea un caballero que se mide con un monstruoso vestiglo, sea un exiguo
puñado de hombres que desafía a poderosos imperios, se manifiesta como
virtud central un extremado sentido del coraje, una heroicidad límite que no
consiste, en ningún caso, en una simple temeridad, en un valor inmotivado
e inconsciente, pues siempre hay detrás de la acción valiente un ideal, un
sentido de misión que informa y sustenta el acto de arrojo. El caballero an-
dante enfrenta los más variados y sobrecogedores peligros porque tiene la
misión de imponer el orden y la justicia allí donde faltan; el conquistador
–y hágase la debida abstracción y excepción, naturalmente, de los casos
particulares, lamentablemente frecuentes, en que este ideal se haya visto
bastardeado y aun desmentido por conductas innobles– enfrenta la natu-
raleza virgen y desmesurada y los poderosos imperios de América porque
ha sido llamado por España –una España encendida aún en fervores reli-
giosos tras ocho siglos de guerra santa contra el musulmán– a imponer el
orden espiritual del Evangelio, a cristianizar el nuevo mundo y a civilizar
a quienes son vistos como salvajes. Ambas misiones, la del caballero y la
del conquistador, según se echa de ver, se sustentan en cosmovisiones
netamente providencialistas, y en ello estriba tanto su grandeza cuanto su
peligro, pues el exceso y el descarrío en el cumplimiento de la misión están
siempre al acecho. Ambas misiones, también, se montan sobre un sentido
de la vida fuertemente individualista, fundado, como queda dicho, en el
solo esfuerzo personal, en la sola ley del caballero ejemplar y superior,
que opera sobre la realidad como un cabal delegado de Dios mismo. Esta


Cfr. M. J. Lacarra – J. M. Cacho Blecua, Lo imaginario en la conquista de América, passim; I. Leonard,
Los libros del conquistador, pp. 17-77; I. Rodríguez Prampolini, Amadises de América, pp. 79-165.
178 Javier Roberto González

realidad sobre la que operan el caballero y el conquistador es presentada


como superior a la medida del hombre común, y es en razón de este dato
que la individualidad del héroe se destaca como extraordinaria. Así, ya se
trate de la realidad maravillosa o encantada de los libros de caballerías, o
de la naturaleza exhuberante e inconmensurable de América, los ámbitos
sobre los cuales el héroe deberá imponer su orden aparecen claramen-
te connotados como de índole mágica. En rigor de verdad, en el caso de
América los conquistadores adrede veían, querían ver magia detrás de
esa desmesura natural que no encuadraba en los cánones conocidos en su
medio original europeo, y en esta visión voluntariamente mágica influía,
por cierto, el previo conocimiento y el modelo arquetípico de los espacios
ficcionales de los libros de caballerías. El conquistador y explorador se es-
forzará, en consecuencia, por trasladar al espacio americano las categorías
y los elementos propios del espacio caballeresco ficcional, y se entregará
de este modo a una búsqueda denodada de sirenas, amazonas, gigantes,
cinocéfalos, grifos, fuentes de juventud y ciudades encantadas, sencilla-
mente porque necesita de ese marco para que su ideal heroico, moldeado
en el ejemplo del caballero andante, pueda fructificar como éste en un
ambiente condigno. Los libros de caballerías, entonces, vienen a influir de
una doble manera en el conquistador, pues dejan su impronta tanto en la
configuración de su ideal de vida cuanto en la construcción de una imagen
apriorística del espacio americano.
Pues bien: si este novel espacio americano remitía la imaginación del
conquistador a sus lecturas caballerescas y al modelo espacial que éstas
le proporcionaban, es de suyo natural que la onomástica elegida para
designar la nueva y maravillosa geografía provenga igualmente, en gran
parte, de los libros de caballerías. Las Sergas de Esplandián o quinto libro


Cfr. I. A. Leonard, Los libros del conquistador, pp. 42-43.

“Como quedó expuesto anteriormente, en los libros de caballería existían dos factores sus-
tantivos: el héroe y el ambiente en que tal héroe se mueve. Estos dos factores determinan dos
vertientes o campos de influencia del género sobre el conquistador: por una parte, y como una
derivación del influjo heroístico, una aprehensión en virtud de la cual el conquistador asimila
la mentalidad –entendida como reacción ante la vida– del héroe de ficción; es decir, el conquis-
tador, asimila e integra en su propia personalidad un conjunto de ideales que veíamos como
caracterizadores del mundo moral del caballero medieval, nuevamente tratados en el género
caballeresco sub specie burguesa; en segundo lugar, en estrecha conexión con el ambiente que, en
los libros caballerescos, rodeaba al héroe, existe una configuración previa de fantasía y maravi-
llosismo en torno al paisaje y a las posibilidades de las Indias; la formación de los mitos, de los
que todavía está por hacer[se] un estudio sociológico, debe considerarse medularmente sujeto
a este profundo sentido configurativo subyacente en los libros caballerescos.” (M. Hernández y
Sánchez Barba, “La influencia de los libros de caballerías sobre el conquistador”, pp. 254-255).
De la novela a la historia 179

de Amadís, de Garci Rodríguez de Montalvo, puede ser señalado como


fuente de dos de los topónimos más importantes del continente: California
y Amazonas. En el capítulo clvii de esta obra leemos:

Sabed que a la diestra mano de las Indias ovo una isla llamada Califor-
nia mucho llegada a la parte del Paraíso terrenal, la cual fue poblada de
mugeres negras sin que algún varón entre ellas oviesse, que casi como
las amazonas era su estilo de bivir; estas eran de valientes cuerpos y
esforçados y ardientes coraçones, y de grandes fuerças [...]. E algunas
vezes que tenían pazes con sus contrarios, mezclávanse con toda segu-
rança unos con otros y avían sus ayuntamientos, de donde se seguía
quedar muchas dellas preñadas; y si parían hembra guardávanla, y si
varón luego era muerto. La causa dello, según se sabía, era porque en
sus pensamientos tenían firme de apocar los varones en tan pequeño
número que sin trabajo los pudiessen señorear [...].

Sigue diciendo Montalvo que esta isla California, gobernada por la her-
mosa reina Calafia, estaba poblada de numerosos grifos, y que éstos eran
metódicamente cebados por las amazonas en los varones que cautivaban
y en los hijos de este sexo que les nacían; incluso cuando los grifos estaban
hartos y no deseaban ya esa carne, caían sobre los indefensos varones, los
tomaban entre sus garras y, tras pasearlos por los aires, los dejaban caer
(p. 728). Quien viaje hoy a Sacramento, capital del estado norteamericano
de California, podrá ver en el edificio del Senado estadual un mural titu-
lado El nombre de California, de Lucile Lloyd, que rinde expreso tributo a
la fuente montalviana del nombre; en él se observa a Calafia entronizada
con sus atributos regios y, en una interesantísima muestra de sincretismo y
anatopismo, ataviada de maya. Se ignoran las fechas exactas de redacción
y primera edición de las Sergas, pero sí consta la existencia de una edición
sevillana en 1510, la más antigua de que se tenga noticia; cuando en 1533
Ortuño Ximénez bautiza la península californiana en América, lo hace
mediante el nombre de Isla de Santa Cruz, pero en 1542 Juan Rodríguez
Cabrillo ya le adjudica en su diario de navegación el nombre actual; de la
mano y la pluma de Francisco López de Gómara y su Historia General de
las Indias, de 1552, la denominación se divulgó y acabó imponiéndose en
forma definitiva.10 Pero la California de Montalvo y sus belicosas poblado-


G. Rodríguez de Montalvo, Sergas de Esplandián, Edición, introducción y notas de Carlos Sainz
de la Maza, Castalia, Madrid 2003, pp. 727-728.
10
Cfr. M. J. Lacarra – J. M. Cacho Blecua, Lo imaginario en la conquista de América, pp. 97-98; M.
R. Lida de Malkiel, “Fantasía y realidad en la conquista de América”, en Homenaje al Instituto de
Filología y Literaturas Hispánicas Dr. Amado Alonso, en su cincuentenario (1923-1973), Buenos Aires
1975, pp. 210-220; M. de Riquer, “California”, en Homenaje al profesor Antonio Vilanova, Universidad
de Barcelona, 1989, vol. I, pp. 581-599.
180 Javier Roberto González

ras no sólo determinaron el nombre actual de una península mexicana y


del más importante de los Estados Unidos de América, sino también el del
mayor río de nuestro continente. Huelga decir que el mito de las amazonas
no se contiene exclusivamente en las Sergas –arranca, como se recordará,
del canto III de la Ilíada, y lo profundizan luego Heródoto, Plutarco y nu-
merosos textos medievales, entre los cuales quizá convenga destacar, en
Castilla, al Libro de Alexandre–, y el propio Colón da cuenta en su diario del
denuedo con que buscó y rebuscó en las recién descubiertas tierras el mí-
tico reino de las guerreras; pero es sumamente probable que la versión del
mito narrada por Montalvo en las Sergas fuera la más corriente y conocida
de los primeros conquistadores, y que haya sido la imagen de las temibles
guerreras de la reina Calafia la que se presentó a la memoria y a la imagi-
nación de Francisco de Orellana cuando, en 1541, navegó por el gran río
desde sus orígenes hasta su desembocadura atlántica y encontró en sus
orillas varios grupos de mujeres armadas de arcos y flechas y trabadas en
combate, “haciendo tanta guerra como diez indios”.11 Como bien señalan
Mª. Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua, “de forma significativa,
entre los diversos nombres del río a lo largo de los tiempos, Santa María de
la Mar Dulce, Marañón, Orellana, Amazonas, Bracamoros, San Francisco
de Quito, etc., ha permanecido el más cargado de resonancias míticas y
literarias”.12 Y caballerescas, podría añadirse.
El caso de Patagonia nos ha ocupado de una manera especial, y nos per-
mitiremos por ello dedicarle una atención levemente mayor. Con presumible
obviedad, el topónimo Patagonia deriva del etnónimo patagones impuesto por
Fernando de Magallanes a los indígenas tehuelches de Bahía San Julián,
en la actual provincia argentina de Santa Cruz, cuando fondeó en el lugar
en julio de 1520; el cronista de la expedición, el italiano Antonio Pigafetta,
da breve cuenta del bautismo: “Il Capitano generale diede a quel popolo il
nome de Patagoni”.13 Nada nos dice el cronista acerca de la motivación de
este nombre, pero a los pocos años se echa a rodar una etimología popular
que interpreta patagón como aumentativo de pata, pretendiendo así que la
denominación refiera el gran tamaño de los pies de los indígenas, ya por su
descomunal estatura, ya por los enormes calzados de cuero que utilizaban;
esta falsa explicación, avalada por la autoridad de cronistas tempranos

11
M. R. Lida de Malkiel, “Fantasía y realidad en la conquista de América”, p. 217.
12
M. J. Lacarra – J. M. Cacho Blecua, Lo imaginario en la conquista de América, p. 99.
13
A. Pigafetta, Primo viaggio intorno al globo terracqueo, Ed. Carlo Amoretti, Biblioteca Ambrosiana,
Milano 1800, p. 32. En realidad, el texto que hoy conocemos no es el que Pigafetta fue redactando,
en su italiano materno, durante la expedición, y que a su regreso a España entregó al emperador
Carlos V a pedido de éste, sino una reconstrucción posterior y resumida de ese original, que de
todos modos fue realizada por el mismo Pigafetta y, también, en italiano.
De la novela a la historia 181

como López de Gómara14 y Fernández de Oviedo,15 es la que con frecuencia


suele repetirse aún hoy en día en textos y lecciones escolares. En la segunda
mitad del siglo XIX, empero, surgen otras explicaciones del etnónimo y/o
del topónimo, igualmente fallidas, que remiten a etimologías indígenas;
ya se trate de los étimos quichuas propuestos por Vicente Fidel López,16
Sir Clements Markham17 y Julio Storni,18 o de las voces correspondientes a
la lengua pampa que arriesgan Manuel José Olascoaga19 y Pablo Pastells,20

14
“[...] dicen que los hay de trece palmos, estatura grandísima, y que tienen disformes pies, por
lo cual los llaman patagones” (F. López de Gómara, Historia General de las Indias, en Historiadores
Primitivos de Indias, BAE, Madrid 1877, vol. XXII, pp. 155-294; 214).
15
“[...] este nombre patagón fue a disparate puesto a esta gente por los chripstianos, porque tie-
nen grandes pies; pero no desproporçionados, segund la altura de sus personas, aunque muy
grandes más que los nuestros” (G. Fernández de Oviedo y Valdés, Historia General y Natural de las
Indias, 14 vols., Guaranía, Asunción 1944, vol. IV, p. 207).
16
“Pata significa colina, collado; y cuna o más bien gunya, es la partícula disfija característica de
los plurales quichuas: patagunya significa las colinas o más bien los campos ondulados” (V. F. López,
“Geografía Histórica del Territorio Argentino”, en La revista de Buenos Aires, 1869 (XX, vii, 80),
pp. 608-640; 618).
17
Clements Markham retoma el análisis de López para corregirlo levemente, y señala que pata
debe entenderse como ‘grada’, ‘escalón’, y por lo tanto el topónimo Patagonia significa ‘tierra en
forma de mesetas’ (Apud. J. Imbelloni, La segunda esfinge indiana. Antiguos y nuevos aspectos del
problema de los orígenes americanos, Hachette, Buenos Aires 1956, p. 349).
18
La interpretación de Storni es la más antojadiza y estrafalaria, pues termina proponiendo una
etimología que puede, según libre preferencia del receptor, incluir o excluir una –i–, y correspon-
der tanto al quichua cuanto al aymará: “La voz [Patagonia] es indudablemente Kechua [...]. Inter-
pretación: Pata = Poyo, o sea lugar elevado; Ribera, o sea orilla del mar (abarca estos conceptos el
vocablo). Ko = Agua. N = Partícula usada, indica el lugar en donde se hace o suceden las cosas. I =
Luz, raíz fundamental. Au = Espacio, tierra [...]. Sería algo así como tierra de alturas, de mucha luz, con
riberas sobre el mar. Ensayaré la misma voz en homenaje a las posibilidades, pero no a la realidad,
suprimiendo la I, es decir eso de la luz, y así tenemos: PATAKONAU y PATAKONIAU. Queda
a voluntad del lector la decisión sobre una u otra [...]” (J. S. Storni, Interpretación de algunas voces
indígenas, La Raza, Tucumán, 1939, p. 6). “He dicho que considero el vocablo Patagonia de origen
Kechua, pero es el caso que en Aymará se encuentran las mismas voces representativas: Pata =
Poyo o gradas, vale decir, alturas y ‘planos inclinados’ a las orillas del mar. Patapata = Gradas.
Patarana = Andenes de los cerros, naturales o artificiales. Así lo expone Bertonio, que es un guía,
y de este modo, sin que se complique el sentido de mi conclusión, queda en pie el interrogante,
el origen de la voz que yo he aceptado Kechua, y considero bien ajustada a la geografía y demás
aspectos patagónicos” (Ibid., p. 7).
19
“La palabra Patagonia, que es de muy definida índole pampa, expresa, en la concisión caracte-
rística de esta lengua, la braveza de las costas o la manera como habrán caído al territorio sus
poblaciones primeras, rotas por el naufragio. Pa, la partícula que indica la idea de venir, y thagon,
que significa quebrarse, romperse, despedazarse, podría sintetizarse en la frase Costa Brava o
algo parecido” (M. J. Olascoaga, Topografía andina, Peuser, Buenos Aires 1901, p. 94).
20
“Algunos [...] quieren derivar patagón de la lengua pampa, en la cual pa indica la idea de venir,
y thagón la de quebrarse, romperse, despedazarse. Según esto, patagón significaría el que llega
destrozado, y Patagonia, tierra rota, despedazada por las violentas conmociones seísmicas ocurri-
das en remota antigüedad” (P. Pastells, El descubrimiento del Estrecho de Magallanes, Rivadeneyra,
Madrid 1920, vol. I, p. 67, n. 1).
182 Javier Roberto González

o inclusive del híbrido quichua-tehuelche expuesto por Carlos Spegazzi-


ni,21 debe rechazarse en bloque toda explicación que desconozca, como en
efecto desconocen éstas, el único dato explícito que poseemos respecto de
la imposición del nombre: que su exclusivo responsable fue Fernando de
Magallanes, un portugués castellanizado totalmente ignorante de cualquier
lengua aborigen americana. Finalmente, propuestas como las de Groussac y
Deodat, que remiten al lusismo patacão –bien que otorgando a la expresión
portuguesa distintos significados: ‘pata de perro’ según Groussac, por aglu-
tinación y síncopa de pata de cão,22 ‘patacón’ o ‘moneda de cobre de escaso
valor’ según Deodat, quien entiende que la indigencia material y cultural
de los aborígenes indujo a Magallanes a designarlos mediante el nombre de
una moneda también pobre o de menguada valía23–, deben reputarse como
igualmente erradas, ya que el étimo de Groussac remite otra vez a la inca-
ceptable explicación de los pies grandes, y la teoría de Deodat no considera
que la moneda portuguesa denominada patacão fue acuñada por primera
vez en 1521, es decir, un año después de ocurridos la invernada de Maga-
llanes en San Julián y el bautismo de los patagones. Lo cierto es que, como
bien propuso María Rosa Lida en 1952,24 el origen del etnónimo patagones

21
“Los números en Patagón son, los 10 primeros, propios de esta lengua, los de cien por arriba
pertenecen a los Quichuas. Entonces este pueblo tuvo relación con los Quichuas, y más fácilmen-
te estaba bajo el dominio de éstos; entonces los Incas a cada tribu imponían el deber de dar cien
hombres de armas, o los patagones habían sido divididos en tantos grupos de cien familias; eran
entonces centurias, como los pueblos del Norte de Europa bajo el dominio de los romanos. En
Quichua cien es pátak, los patagones tienen nombre Aóniken; pátak-aóniken, o centuria de aóniken era
fácilmente el nombre que llevaban las tribus de los indios vistos por Magallanes; de éste corrom-
pido y alterado vino el nombre [patagones] que tanto me trastornó” (C. Spegazzini, “Costumbres
de los patagones”, en Anales de la Sociedad Científica Argentina, 1884 (XVII), pp. 221-240; 222).
22
Cfr. P. Groussac, “Toponymie historique des côtes de la Patagonie”, en Anales de la Biblioteca,
1912 (VII), pp. 387-425; 416-417.
23
“Admito, pues, como probable, que Magallanes, para expresar sintéticamente y con justeza
la opinión que le merecieron los autóctonos de costumbres tan primarias, haya necesitado el
auxilio de un vocablo de su idioma nacional, pero dándole un sentido traslaticio, dijese: Patacões,
acordando pluralidad al sustantivo patacão. Si así fuera, Magallanes habría logrado conseguir un
término cabal y definitivo de su pensamiento. En tiempos de Don Juan III [de Portugal] (1521-
1557) conocíase con ese nombre una moneda de cobre del valor de diez reis. En España llamaban
patacón a otra igual del mismo metal, que valía dos cuartos u ocho maravedíes [...]. Conforme a
esta hipótesis, el presunto gentilicio original Patacões tendría este significado: ‘gente o indios de
escaso valer’, un puñado de cobre vil amonedado” (L. S. M. Deodat, “Alrededor del topónimo
Patagonia”, Separata del Suplemento del Nº 24 de Patagonia, Boletín de la Casa de la Patagonia,
Talleres Gráficos Continental, Buenos Aires 1955, p. 27).
24
Cfr. M. R. Lida de Malkiel, “Para la toponimia argentina: Patagonia”, en Hispanic Review, 1952
(XX, 1), pp. 321-323. Ya José de Perrot había publicado en 1908, en la revista Studi di Filologia
Moderna, un artículo que no hemos podido localizar, y de cuya existencia sabemos por apare-
cer citado en la bibliografía de y sobre libros de caballerías de D. Eisenberg y M. C. Marín Pina
(Bibliografía de los libros de caballerías castellanos, Prensas Universitarias, Zaragoza, p. 411 [entrada
De la novela a la historia 183

debe buscarse en el libro de caballerías Primaleón, de 1512, donde aparece un


extraño personaje de naturaleza híbrida humano-animal, el Gran Patagón,
feísimo, salvaje e indómito, que tras ser vencido por el héroe epónimo se
amansa y “eleva” definitivamente, según cánones neoplatónicos, al con-
templar la extraordinaria belleza de tres señaladas damas.25 Un demorado
cotejo entre los episodios que en la novela involucran a este personaje y las
diversas instancias del progresivo conocimiento que Magallanes y los suyos
fueron trabando con los tehuelches, según narra Pigafetta en su diario, nos
ha permitido establecer una serie de notables coincidencias: a) Apartamien-
to: el Gran Patagón y sus congéneres habitan las partes más inaccesibles y
montaraces de una isla marginal y alejada de toda ruta; los patagones ma-
gallánicos habitan el extremo austral de la región más desértica e inhóspita
de un continente aún inexplorado y casi desconocido. b) Tamaño: los indios
patagones dieron a los primeros europeos una impresión de verdadero
gigantismo; el Gran Patagón, por su parte, si bien no es llamado gigante, sí
es descripto como “grande de cuerpo y de gran fuerça”. c) Fealdad: el Gran
Patagón es insistentemente caracterizado como horrible y desemejado, y
Pigafetta habla expresamente de la fealdad de las indias patagonas y de las
bizarrías cosméticas de los aborígenes. d) Velocidad: ambos patagones son
presentados como sumamente veloces. e) Armas: ambos patagones utilizan
como arma el arco y las flechas. f) Vestimenta: ambos patagones se cubren
solamente con las pieles de los animales que cazan. g) Dieta: ambos pata-
gones se alimentan con carne cruda. h) Medicina propia: Pigafetta describe
los primitivos procedimientos terapéuticos de los aborígenes de San Julián;
el Patagón novelesco, por su parte, también posee, pese a su salvajismo,
medios propios para restañar las heridas habidas en combate, razón por
la cual se resiste a recibir atención médica. i) Ferocidad: El Gran Patagón,
y sus congéneres patagones de la ficción, son presentados como altamente
belicosos, feroces y violentos; los patagones históricos son descriptos por
Pigafetta más bien como gente amistosa y pacífica, pero llegada la ocasión, si
se ven atacados –como sucede cuando Magallanes intenta tomarles algunas
mujeres para embarcarlas–, reaccionan con suma violencia, fiereza y fuerza.
j) Especial conducta respecto de las mujeres: ya hemos dicho que el Gran
Patagón sólo depone su ferocidad ante la belleza de tres damas que, sucesi-

1965]), titulado “Il ‘Gran Patagone’ nel Primaleone e nei Libri di Viaggio di Pigafetta”. A juzgar por
este título, Perrot se habría adelantado casi en medio siglo a la feliz intuición de Lida; en todo
caso, su trabajo no aparece citado ni comentado por ninguno de los estudiosos del tema, quienes
consideran unánimemente a Lida responsable del hallazgo.
25
Cfr. Primaleón (Salamanca, 1512), Edición de M. C . Marín Pina, Centro de Estudios Cervantinos,
Alcalá de Henares 1998, caps. cxxxiii-cxxxviii, clxiii y clxxxix; pp. 320-338, 402-404 y 475-477.
184 Javier Roberto González

vamente, lo impactan y amansan, produciendo en su espíritu una elevación


moral que lo torna de malo en bueno; los patagones magallánicos, por su
parte, se muestran en extremo celosos y guardianes de sus mujeres, a las que
valoran altamente. k) Salvajismo: varios de los rasgos arriba mencionados,
como vestir pieles, comer carne cruda, vivir apartados del mundo conocido,
practicar una rudimentaria medicina propia y comportarse con suma fero-
cidad y violencia, no son más que aspectos concretos que apuntan a definir
una situación de salvajismo, aplicable tanto a los patagones ficcionales cuan-
to a los históricos. l) Reducción al orden civilizado: el salvajismo de ambos
patagones no es presentado, empero, como irremediable o definitivo; el Gran
Patagón resulta finalmente amansado e integrado a la vida social y civili-
zada de Primaleón y sus compañeros, tras resultar derrotado en combate
por el héroe, y tras recibir después el influjo benéfico de la belleza femenina
que lo eleva y redime; por su parte Magallanes intenta infructuosamente
vencer y apresar a dos indígenas para llevarlos a España, y también busca,
por vías más pacíficas, reducir al orden espiritual de la metrópoli a esos
aborígenes, al bautizar y catequizar incipientemente a otros dos patagones,
que pasan a llamarse Juan y Pablo.26 Todo parece indicar, como se ve, que al
imponer a los aborígenes sureños el nombre del personaje novelesco Maga-
llanes intentó sugerir, quizás inconscientemente, la condición salvaje pero
potencialmente civilizable de aquéllos, análoga a la personalidad adjudicada
al Gran Patagón del Primaleón. Tal nuestra interpretación, que contrasta,
empero, con la de María Rosa Lida, quien a la hora de establecer el rasgo
en común entre el Patagón novelesco y los patagones históricos –esto es, a
la hora de señalar el elemento disparador de la elección del etnónimo por
parte de Magallanes– dimensionó exageradamente la fealdad compartida por
el monstruo ficcional y los aborígenes reales; se trata de un error que bien
puede deberse a la ignorancia del texto del Primaleón, que la investigadora
conocía y citaba sólo de segunda mano, a través de un resumen inglés de
Mary Patchell. La fealdad aludida, según queda dicho, existe en ambos casos
y es explícitamente señalada por el texto del Primaleón y por Pigafetta, pero
se trata de una cualidad del todo secundaria y accidental, que en modo al-
guno pudo haber motivado en Magallanes la imposición de un nombre que
carga, nos parece, con una semántica mucho más rica.27

26
Dada la problemática accesibilidad de la edición italiana de Amoretti, puede recurrirse a la
traducción de Federico Ruiz Morcuende: A. Pigafetta, Primer viaje en torno del globo, Espasa Calpe,
Buenos Aires, 1943, pp. 56-59.
27
Hemos dedicado al análisis y la interpretación del topónimo Patagonia y el etnónimo patagones,
en relación con sus fuentes caballerescas y su proyección ulterior en el imaginario de la historia
argentina, más demorados estudios a los que remitimos para mayores precisiones: J. R. González,
Patagonia-patagones: orígenes novelescos del nombre, Subsecretaría de Cultura de la Provincia del
De la novela a la historia 185

Querríamos cerrar nuestra lista de topónimos americanos con el caso


de un nombre mucho menos conocido y reconocible que los anteriores,
cuyo origen caballeresco nos fue dado atisbar y establecer hace algún
tiempo.28 Se trata de un topónimo que no ha perdurado en la nomenclatura
geográfica actual, y a ello puede haberse debido quizás el que no llamara
antes la atención. Cuando Álvar Núñez Cabeza de Vaca redacta, entre 1537
y 1540, sus amenísimos Naufragios, que dan cuenta de la desastrada suerte
corrida por la expedición de Pánfilo de Narváez en tierras de la Florida,
y el largo peregrinaje de los sobrevivientes por tierras norteamericanas
hasta llegar, al cabo de ocho años, a México, denomina uno de los parajes
en que debieron él y sus compañeros permanecer como náufragos, una
pequeña isla de la costa estadounidense del Golfo de México –tal vez una
de las actuales Islas Dernière, en el Delta del Mississippi, o bien una isla
de la Bahía de Galveston–, con el nombre de Mal Hado.29 Desde 1511 venía
imprimiéndose reiteradamente uno de los más célebres libros de caballe-
rías, el Palmerín de Olivia; en él existe una isla de Malfado que guarda con
la Mal Hado de Álvar Núñez notables semejanzas: a) Se trata en ambos
casos de una isla costera; en el Palmerín, la isla de Malfado es a tal punto
costera que en rigor consiste en una península separada del continente
por un río (CXXV, p. 431).30 b) Ambas islas, desde el punto de vista de los
respectivos textos, se sitúan en territorios de paganos o infieles: Mal Hado
es tierra de indios, y Malfado es, según reza el Palmerín, “una ysla que
era en el señorío de Persia” (LXXIV, p. 252). c) Tanto a Mal Hado cuanto a
Malfado se llega por primera vez como consecuencia de una tempestad
o de vientos adversos; a ambas se arriba sin querer, “fatalmente”, como
sugieren los nombres. d) Las dos islas causan una impresión inicialmente
favorable, para revelarse después como sitios hostiles y desdichados. La
amigable recepción de los naturales sugirió a los compañeros de Álvar
Núñez una idea más bien favorable del lugar (pp. 59-61), pero la condición

Chubut, Rawson 1999; “Realidad y deseo detrás de un bautismo: Magallanes y los patagones”,
en Unidad y diversidad en América Latina: conflictos y coincidencias, Universidad Católica Argentina,
Buenos Aires 2000, vol. I, pp. 55-69; “Reflexiones sobre una metáfora fundante: Patagonia-patago-
nes”, en El humanismo indiano. Letras coloniales hispanoamericanas del Cono Sur, Universidad Católica
Argentina, 2005, pp. 129-140.
28
Cfr. J. R. González, “Mal Hado – Malfado. Reminiscencias del Palmerín de Olivia en los Naufragios
de Álvar Núñez Cabeza de Vaca”, en Káñina. Revista de Artes y Letras de la Universidad de Costa
Rica, 1999 (XXIII, 2), pp. 55-66.
29
Cfr. A. Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, Edición, introducción y notas de Roberto Ferrando,
Cambio 16, Madrid 1992, p. 64. Todas nuestra remisiones a la obra refieren las páginas de esta
edición.
30
Remitimos a: El libro del famoso e muy esforçado cavallero Palmerín de Olivia, Testo critico a cura di
Giuseppe Di Stefano, Università di Pisa, 1966.
186 Javier Roberto González

“malhadada” de la isla se manifiesta en un segundo momento, cuando


vuelcan las improvisadas barcas en que intentaban abandonarla y se hace
evidente la necesidad de invernar en ella, en un contexto de frío, hambre
y enfermedades (pp. 60-63). Similarmente, también en Palmerín aparece
Malfado, en una inicial visión, como “la más deleytosa [isla] que jamás
fue vista” y como una tierra “viciosa” (LXXIV, p. 252), pero igual que
Mal Hado se revela prontamente como un lugar de desdichas, señoreado
por la maligna maga Malfada, que convierte en perros y en ciervas a los
hombres y mujeres que captura en su isla. e) Mal Hado y Malfado son lu-
gares donde se destruyen las embarcaciones de los que involuntariamente
llegan a sus playas, y donde éstos quedan, consecuentemente, varados e
impedidos de partir, ya por causas naturales, ya por causas imputables a
la magia (Naufragios, pp. 59-60, 62-63; Palmerín, LXXIV, p. 252, CXXIV 430).
f) En ambas islas los seres humanos sufren degradación y menoscabo
en su condición de tales, ya por los efectos de la tempestad, el hambre,
el frío y la enfermedad, ya por los encantamientos que los convierten en
perros y ciervos. (Palmerín, LXXIV, p. 252; cfr. CXXIV, p. 427). Como efecto
de estas degradaciones en la dignidad humana, tanto en Malfado cuanto
en Mal Hado ocurren llantos y lamentaciones de quienes, a salvo de las
desgracias, las contemplan y compadecen: Palmerín dedica a sus amigos
encantados demorados y retóricos plantos (CXXIV, pp. 427-429), y Álvar
Núñez Cabeza de Vaca refiere, después de narrar el fracaso de su intento
por embarcar y su estado de debilidad y miseria por el frío, el hambre y
los morbos, que los indios se dolían de sus desgracias y “comenzaron to-
dos a llorar recio” (p. 61). g) Álvar Núñez y Palmerín reencuentran en Mal
Hado/Malfado a antiguos compañeros o amigos, perdidos antes de llegar
ellos a la isla. (Naufragios, pp. 62-63; Palmerín, CXXIV-CXXV, pp. 429-432). h)
Así como Palmerín acude a la isla para liberar a sus amigos en ella varados
y encantados, también Álvar Núñez, a su modo y pese a ser él mismo un
náufrago, hace posible la salida de la isla de un compañero, cuando cruza
desde tierra firme –donde llevaba establecido varios años, comerciando
con los indios continentales– para convencer a Lope de Oviedo de que lo
acompañe (p. 90). i) Finalmente, está la capital analogía que se establece
entre la magia –encantamientos y desencantamientos– ocurridos en Mal-
fado, y los aparentes milagros que realizan Álvar Núñez y los suyos para
curar las enfermedades de los indios en Mal Hado: Palmerín desencanta
a sus amigos convertidos en canes y ciervos, siguiendo las instrucciones
del mago Muça Belín (CLV, pp. 540-541), y Álvar Núñez y sus compañeros
curan a los indios atacados por la enfermedad, rezando e implorando el
auxilio divino (p. 67). Las equivalencias establecidas entre encantamiento/en-
De la novela a la historia 187

fermedad y desencantamiento/curación, según se ve, evidencian una situación


causada y reparada por instancias superiores al poder específicamente
humano: la magia en el caso de los encantamientos y desencantamientos
de Malfado, la naturaleza y el poder de Dios en el caso de, respectivamen-
te, las enfermedades y las curaciones de Mal Hado. Todas estas analogías,
por cierto, nos hablan más de reminiscencias o alusiones que de cabales
hipotextos de una relación conscientemente transtextual; sin embargo, nos
parece evidente que ellas se ordenan como componentes de dos grandes
ejes semánticos que dominan tanto en la isla palmeriniana y en los epi-
sodios que la involucran como en la Mal Hado de Álvar Núñez: el eje de
la fatalidad –la permanencia obligada–, y el eje de la maldad –la hostilidad,
natural o mágica, del lugar–. Fatalidad y maldad definen, al cabo, el nom-
bre compartido por ambas islas: Mal-fado, Mal-Hado.
Los cuatro ejemplos analizados demuestran hasta qué punto el conquis-
tador no sólo se empeñaba en trasladar a la geografía americana los pará-
metros del espacio ficcional caballeresco, con sus desmesuras, maravillas y
portentos, sino también de qué manera equiparaba sus propias vivencias a
las aventuras de los caballeros andantes y las interpretaba a la luz de éstas,
arrogándose así un prestigio y una dignidad similares en el desempeño de
su misión heroica. Pero más todavía, estos curiosos nombres americanos
de raigambre novelesca nos recuerdan cuán a menudo suele ocurrir que la
literatura y la ficción se constituyan en patrones reconfiguradores, y aun
generadores, de la mismísima realidad histórica.

Javier Roberto González


Universidad Católica Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen

El artículo examina las razones de la identificación vital entre el personaje literario caballero
andante y el actor histórico conquistador/colonizador a la luz de la gran aceptación de los libros de
caballerías como lectura favorita de los primeros exploradores y pobladores americanos, quienes
trasladaron al nuevo espacio geográfico, en forma apriorística y utópica, los moldes culturales
ficcionales de cuño hiperbólico y maravilloso que les proporcionaban las aventuras leídas, ge-
nerando así en América una inicial visión de sí misma más signada por la forzada adecuación
a preconcebidos patrones fantasiosos que por una correspondencia efectiva con la realidad. En
concreto, se estudian, como muestras de este proceso de adecuación de la realidad a previos
esquemas literarios de interpretación, los topónimos de origen ficcional caballeresco California
y Mal Hado (Estados Unidos), Amazonas (Brasil-Perú) y Patagonia (Argentina-Chile).
Actualidad de Santo Tomás
Después de veinte años

Para alguien que ya hace veinte años comenzaba a filosofar desde el to-
mismo con maestros como el profesor Courrèges, se presenta esta ocasión
de su homenaje como una oportunidad para un primer balance. Si bien
en realidad nunca pasé de ser un aprendiz de tomista, lo cierto es que en
mi camino filosófico siempre vuelvo a Santo Tomás en cuyo pensamiento
sigo encontrando, como en una inacabable cantera, todo tipo de objetos
preciosos.
Con Santo Tomás ocurre lo mismo que con todas las cosas grandes: ha
recibido a lo largo del tiempo toda clase de acusaciones cruzadas en los
sentidos más variados e incluso opuestos. En algún tiempo se lo acusó de
pensamiento sometido a la teología, a-crítico y basado en autoridades; hoy
se tiende a sostener que ignora la verdadera teología, que es excesivamente
racionalista y antihistórico. Pero las direcciones opuestas de estas críticas
no sólo muestran la imposibilidad de encasillar a San Tomás sino, sobre
todo, la capacidad que tiene su pensamiento de seguir proporcionando un
formidable impulso a la reflexión para los distintos tiempos y lugares.
Santo Tomás es un universo en sí mismo, y cualquier intento de tomar
de él –al modo croceano– aquello que presuntamente está vivo para des-
echar lo muerto, no haría más que violentar su pensamiento. Sin embargo,
la obligación de intentar su aprehensión como pensamiento total no impli-
ca convertir al propio filosofar en mera exégesis del autor. Por el contrario,
la mejor interpretación será siempre a la luz de los problemas del hoy de
quien piensa. El objeto muestra su luz sólo si el que lo mira se halla situado
en su propio lugar que es donde realmente se vuelve capaz de reflejarlo.
Lo que intentaré realizar en este artículo no será, pues, transmitir una
visión de Santo Tomás basada en las interpretaciones propias del debate
interno de los tomistas o de sus críticos –lo cual estaría más allá de mis
posibilidades– sino simplemente exponer algunos pocos pensamientos
que rondan la mente de alguien que cree en la importancia del papel que
puede desempeñar Santo Tomás en el presente.
190 Carlos Hoevel

Totalidad sin totalitarismo

La filosofía contemporánea está fundada, consciente o inconsciente-


mente, sobre un único temor: no reproducir el totalitarismo propio de la
modernidad racionalista. Que lo logre o no es cosa diversa; lo crucial es
que esa intención la atraviesa en todas sus corrientes y autores. De ahí que
la idea hoy más sospechada sea la de una racionalidad objetiva, que pre-
tenda comprenderlo todo desde un solo punto de vista. Esto es bien visible
en las filosofías de la vida, la fenomenología y el existencialismo en sus
distintas interpretaciones, el neomarxismo de Frankfurt, el estructuralis-
mo y el post-estructuralismo, y las más actuales corrientes hermenéuticas
y de la comunicación, las cuales, derivadas de la crítica al idealismo de
Kant y Hegel, proponen formas de salida de un sujeto entendido como
unidad de la apercepción o como Espíritu absoluto, frente al cual toda la
variedad de instancias nuevas de la realidad quedaría reducida a la mera
repetición de lo mismo.
Ante el programa común al pensamiento contemporáneo, caracterizado
por un reclamo por la diferencia, la alteridad, lo no reductible al concepto
–lo cual implica también el reconocimiento de la existencia de puntos de
vista simultáneamente diversos e incluso de un conflicto de interpreta-
ciones como condición básica de todo filosofar– el traer a colación a Santo
Tomás resulta a primera vista anacrónico. Se supone casi siempre en él
precisamente lo opuesto al rechazo de una totalidad objetivamente apre-
hensible que caracteriza a nuestro tiempo. Se menciona que aquello que
domina su pensamiento –como a todo el pensamiento medieval– sería la
idea de un orden en el cual todas las cosas tendrían su lugar natural, ina-
movible y observable desde la eternidad del punto de vista divino el cual
el filósofo medieval, ingenuamente, se atribuiría a sí mismo. De acuerdo
a esto, la filosofía de Santo Tomás no sería sino el preludio teológico del
gran mito de la totalidad que se desarrollará luego con todo su potencial
destructivo durante la modernidad.
Entender a Santo Tomás desde la lente del racionalismo moderno no
es, sin embargo, más que el resultado del mismo tipo de prejuicios racio-
nalistas que hoy se pretende evitar. De hecho, la categorización de Santo
Tomás como pensador “naturalista” u “objetivista”, denota una actitud de
intolerancia ante lo diferente que le gusta ver, de modo anacrónicamente
idealista, toda la historia del pensamiento occidental como una marcha


Cfr. por ejemplo, Paul Ricoeur, El conflicto de las interpretaciones: ensayos de hermenéutica, FCE,
México 2003 [1969].
Actualidad de Santo Tomás 191

única hacia el racionalismo moderno. Pero si hay algo que caracteriza a


Santo Tomás es que en él no hay la menor traza de una reducción raciona-
lista de la variedad a la unidad abstracta de un único punto de vista. Por el
contrario, precisamente la genialidad del Aquinate ha sido la de concebir
la realidad como un tipo de totalidad no reductible a una unidad que se
impone por fuera y más allá de las diferencias, sino que brota de la estruc-
tura intrínseca de un mundo rico en multiplicidad. Esto se ve claro en tres
ideas centrales presentes en su pensamiento: la idea de participación, la
estructura dialógica de lo real y la teología negativa.
A diferencia de la participación platónica, la idea de participación
tomista no subsume la variedad de lo diverso en la unidad de la idea
universal. Aunque Santo Tomás sigue en muchos e importantes aspectos
a Platón, rechaza sin embargo el aspecto racionalista presente en su filo-
sofía a partir del cual, en los platonismos inmanentes de la modernidad,
surgirán las ideas cartesianas, las categorías kantianas o la Idea hegeliana.
Profundizando la línea iniciada por el neoplatonismo cristiano, el Esse
Puro tomista, en virtud de su trascendencia, participa su ser a la variedad
de todos los seres existentes, sin eliminar el lugar propio de cada ser par-
ticular, que permanece irreductible a la totalidad. La participación tomista
permite así concebir una idea de totalidad que es posible como resultado
de la convivencia no egoísta de un Acto Puro de Ser, pleno y sobreabun-
dante en sí mismo, en que todas las cosas están ya contenidas, pero que a
la vez puede darse libremente sin perderse, plegándose plásticamente, a
través de su presencia participada, a la modalidad propia, nueva y diversa
de cada ser particular sin subsumirlo.
Al mismo tiempo, esta totalidad no totalitaria basada en la afirmación
simultánea de la unidad en la variedad, de la mismidad en la alteridad y de
la identidad en la diferencia, que posibilita la concepción tomista de partici-
pación, se acentúa aún más cuando se aprecia su dimensión antropológica y
personalista. El mundo del Aquinate no es un cosmos mítico trazado desde
una eternidad fatal y determinista como la que caracteriza a la tradición
del “Dios de los filósofos” iniciada en el objetivismo impersonal de la épica
y la tragedia griegas, presente en buena medida en las teologías de Platón


“Universalia, quocumque modo aggregentur, numquam ex eis fiet singulare.” I Sent., d. 36, q.
1, a. 1. “Ex causis universalibus non consequuntur nisi formae universales, si non sit aliquid per
quod formae individuentur. Ex formis autem universalibus congregatis, quotcumque fuerint,
non constituitur aliquid singulare: quia adhuc collectio illarum formarum potest intelligi in
pluribus esse.” De veritate, q. 2, a. 5.

“Esse est illud quod est magis intimum cuilibet et profundius inest, cum sit formale respectu
omnium quae in re sunt.” I, q. 8, a. 1.
192 Carlos Hoevel

y Aristóteles y todavía reconocible mucho más tarde en el cartesianismo


y en el idealismo moderno. Por el contrario, la visión de Santo Tomás está
impregnada de su experiencia del Dios cristiano que revela tanto su propio
carácter personal como el carácter personal del hombre.
Expresado en términos metafísicos y antropológicos, para Santo Tomás
el hombre no es un mero resultado pasivo del Esse puro, sólo participado
como “natura naturata”, sino participante como “natura naturans”, sujeto
activo de su propia existencia y de su propia realización. Una gran in-
tuición de Santo Tomás, ha sido precisamente la de ver que la condición
de creatura no niega ni disminuye la capacidad de acción propia del ser
participado sino que, por el contrario, la confirma y la acentúa. De hecho,
la libertad humana constituye la forma más intensa de dicha participa-
ción. En tal sentido, el mundo no es visto por Santo Tomás como una fría
objetividad determinista sino como el lugar de encuentro entre la libertad
humana y la Libertad divina. De allí que el ser participado tenga para él
un carácter dialógico e intersubjetivo, concepción completamente opuesta
al naturalismo objetivista, estático y fatalista al que por prejuicio suele
asociarse al Aquinate.
Por último, otra idea que evita el totalitarismo en Santo Tomás es la
teología negativa que impregna toda su filosofía. La negación vetero-tes-
tamentaria de las imágenes se prolonga en él no sólo por el carácter predo-
minantemente negativo de su teología natural, sino por la negatividad que
atraviesa el conocimiento del entero orden del mundo. A pesar de que se
continúa hablando de un supuesto racionalismo tomista, es evidente que
en Santo Tomás es muy fuerte la conciencia del límite que acecha cons-
tantemente a nuestro conocimiento. La negatividad tomista se manifiesta
en los límites a la inteligencia puestos por su sumisión al dato empírico,
en la necesidad del dato empírico de ser penetrado por la inteligencia y,
finalmente, en el hecho de que esta última, por su carácter esencialmente
finito, linda siempre con la sombra –por excesivamente luminosa– del mis-
terio. De allí la “dialéctica negativa” que recorre constantemente los textos
tomasianos por la que toda realidad se entiende muchas veces más por lo
que no es que por lo que es, lo cual no impide, sin embargo, que sea posible
alcanzar verdades objetivas, aunque siempre limitadas y parciales. No hay
pues en Santo Tomás –como a veces se afirma– la pretensión de compren-
der toda la realidad dentro de un sistema claro y distinto, sino más bien


I, 14, 8, ad 3.

Josef Pieper, “El elemento negativo de la filosofía de santo Tomás de Aquino”, en Creaturidad y
tradición. Tres ensayos sobre la condición creatural del hombre, Fades Ediciones, Buenos Aires 1983
[1951], pp. 29-39.
Actualidad de Santo Tomás 193

una suma de constelaciones formadas por luces que la inteligencia intuye


con certeza y que apuntan con intensidad creciente a la unidad de un todo,
aunque sin lograr, al menos en el plano del conocimiento natural, una
conexión definitiva y casi siempre en virtud del contraste que forman con
el frondoso bosque de misterio que las rodea.

Subjetividad abierta, trans-cronológica y en varios registros

Otro elemento en que es posible ver la actualidad de Santo Tomás es su


concepción de la subjetividad humana. La filosofía contemporánea se basa
en buena medida en la aspiración a superar la idea de una subjetividad
unívoca que concentra la multiplicidad de las experiencias humanas en un
único centro. El camino iniciado a partir del movimiento modernista de
finales del siglo XIX y principios del XX, motivado en gran medida por la
fragmentación del yo experimentada por el hombre moderno por primera
vez habitante de las grandes ciudades, tuvo como resultado una serie de
corrientes que cuestionaron la idea racionalista de subjetividad elabora-
da desde Descartes hasta Kant. Reflejado especialmente en la pintura, la
música y la literatura, el modernismo filosófico asestó un golpe mortal a
la idea de la unidad de tiempo y espacio, al predominio de la racionalidad
instrumental, y a la preponderancia hasta entonces indiscutible del yo
consciente. Desde Bergson y Freud hasta Derrida y Levinas, predomina
la idea de una subjetividad abierta al otro, con un tipo de temporalidad
diversa al tiempo cronológico de los objetos exteriores y dotada de varios
niveles internos no completamente reductibles a un único centro.
Frente a este cambio tan radical en la interpretación de la subjetividad,
se hace muchas veces referencia a la subjetividad tomista, incluyéndola
erróneamente en el campo de la subjetividad cartesiano-kantiana y en
oposición a la sensibilidad contemporánea. Se sostiene así que en Santo
Tomás existiría una subjetividad rígidamente substancialista cerrada a
toda relacionalidad, atemporal y exclusivamente centrada en el yo racional.
Sin embargo, podrían mencionarse al menos tres tesis de la antropología
tomista que muestran lo erróneo que puede resultar este punto de vista.
La primera es la tesis tomasiana antropológico-metafísica del hombre
como persona que implica ciertamente la idea de substancia o “ser en sí”
pero incluye también la apertura del sujeto a los otros. De hecho Santo


Para este tema consultar el magnífico libro de Charles Taylor, Fuentes del yo: la construcción de
la identidad moderna, Paidós, Barcelona 1996.
194 Carlos Hoevel

Tomás sigue en este punto la tesis aristotélica de substancia que no se pa-


rece en nada a la idea de cosa cerrada aislada de toda relación que dejaron
como legado Descartes, Locke y más tarde Kant bajo su idea de “cosa en
sí” entendida como noumenon hermético. Por el contrario, la substancia en
sentido aristotélico y también tomista hace referencia ciertamente al ser en
sí pero incluye toda la dinámica relacional de ese ser con los otros. Llevado
al plano de la subjetividad humana, la subjetividad como substancia en
Santo Tomás no se asimila para nada a la res cogitans cartesiana, ni al yo-
substancia criticado por los empiristas y por Kant. El alma como principio
substancial no se define en Santo Tomás como una subjetividad cerrada
sino, por el contrario, por su capacidad de “hacerse el otro en cuanto otro”
(fieri aliud ut aliud), e incluso como aquello que permite al hombre no ser
sólo él mismo sino “hacerse de algún modo todas las cosas” (fit quodam-
modo omnia). En ese sentido el aristotelismo que hoy invocan autores como
Paul Ricoeur al referirse al “sí mismo como otro”, pueda tener probable-
mente más de un punto de contacto con el aristotelismo tomista.
Pero la dimensión relacional de la subjetividad tomista va incluso más
allá. El alma tomasiana es espíritu encarnado –concepto ya no aristotélico
sino cristiano– y en cuanto tal está abierta al ser no sólo en sentido relativo
(seres finitos) sino también en sentido absoluto (Dios). Esto acentúa la di-
mensión relacional de la subjetividad, la cual por su condición de creatura
es incapaz de autorrealización sino a través del abandono de sí al Otro.
En tal sentido, aunque en Santo Tomás la identidad y particularidad del
sí mismo nunca se pierde, la finitud esencial que le reconoce al hombre lo
lleva a ver la necesidad de su realización en el otro. Por lo demás, si bien
el cuerpo es en Santo Tomás fuente de claros límites materiales que im-
piden al hombre un acceso pleno a los otros, al mismo tiempo, por estar


De hecho, un pensador tan importante sobre la subjetividad como Bergson siempre quiso dejar
en claro que su crítica no estuvo dirigida al concepto de substancia en sí mismo sino al concepto
cosista de substancia, entendida como mero soporte sin relación alguna con los accidentes, las
relaciones y el devenir. “Es –dice– como si me atribuyeran la negación del yo, a cuyo estudio
he dedicado toda mi vida. Lo que yo rechazo es un yo cosa, es decir, un yo inmóvil, y, de una
manera general, una sustancia soporte, inerte e indefinible. Pero definir la sustancia y el yo por
su movilidad misma no es negarlos, como no se negarían los temas de una sinfonía, que son
también una movilidad esencial.” Citado por Louis de Raeymaeker, Filosofía del ser. Ensayo de
síntesis metafísica, Gredos, Madrid 1968 [1945], p. 218.

“[. . .] et ideo in III De anima (comm. 15 et 17) dicitur animam esse quodammodo omnia, quia nata
est omnia cognoscere. Et secundum hunc modum possibile est ut in una re totius universo
perfectio existat.” De veritate, q. 2, a. 2.

Paul Ricoeur, Sí mismo como otro. Siglo Veintiuno, México 1996.
Actualidad de Santo Tomás 195

transido de espíritu, se transforma en un lugar clave para el encuentro


con el otro.10
La segunda idea que desmiente el supuesto cosismo de Santo Tomás es
la dimensión trans-cronológica del sujeto que puede apreciarse en muchas
de las formulaciones tomasianas. En un espíritu no tan alejado de las com-
plejas concepciones del tiempo humano presentes en autores contemporá-
neos como Thomas Mann o Bergson, Santo Tomás concibe a la subjetividad
humana habitando múltiples tiempos e incluso capaz de participar de una
dimensión que supera todo tiempo cronológico, aunque esto último no en
contra del tiempo, sino en la profundidad del mismo. Siguiendo en esto
a su maestro San Agustín, Santo Tomás no adopta una idea naturalista
del tiempo –mucho más propia de la modernidad racionalista– como una
única medida del movimiento externa al sujeto. En cambio, el tiempo
del hombre es para el Aquinate sobre todo tiempo interno, medido por el
estado de conciencia frente al pasado, el presente y el futuro.11 De hecho,
para Santo Tomás el tiempo se estructura en el hombre en buena medida
en función de su libertad y no sólo por los ritmos de una cronología natu-
ralista: de allí que proponga –para deleite de nuestros oídos educados por
Proust, por Kierkeegard o por Heidegger– la necesidad de virtudes que
permitan al hombre recuperar el tiempo (memoria praeteritorum),12 vivir el
instante (intelligentia praesentium) y proyectarse hacia el futuro (providentia
futurorum).
Por último quisiera mencionar otra tesis que me parece de especial
relevancia para entender la actualidad de la concepción de subjetividad
de Santo Tomás. Me refiero a la existencia de diversos registros del yo
no identificados simplemente con la racionalidad consciente. Sólo basta
recorrer algunas páginas tomasianas para darse cuenta que el yo no se
halla en Santo Tomás de ningún modo identificado con un único centro
de control consciente. Por el contrario, si bien el yo tomasiano es un yo do-
tado de identidad, de un centro de decisiones e iniciativa y de una fuerte
tendencia a la unidad –está claro que no se trata de ningún modo de un yo

10
De veritate 12, 3, ad 2.
11
La idea de substancia tomista, sobre la que se basa su visión de la subjetividad y del tiempo
humanos, no es un substrato inmóvil e inerte sobre el cual se desarrollaría, sin afectarlo, un
movimiento o devenir temporal externo. A pesar de que Santo Tomás mantiene la identidad del
yo a través del tiempo, es el yo mismo –el “compuesto” o todo substancial y no sólo el cuerpo o
los accidentes –el que deviene a través del tiempo: “Cum tamen fieri non sit nisi compositi, cuius
etiam proprium est esse, formae enim esse dicuntur, non propria factione, sed per factionem
suppositorum, quae transmutantur transmutatione materia de potentia in actum.” Quodlibetum
IX, q. 5, a. 11.
12
Q. D. De anima, 13.
196 Carlos Hoevel

fragmentado o cuasi-esquizofrénico como el que propone, por ejemplo, el


último Derrida– se encuentra, sin embargo, distribuido, por así decirlo, en
diversos niveles. La inteligencia y voluntad no aparecen en Santo Tomás
como facultades que redujeran todo el resto de las dimensiones del sujeto
–en especial la dimensión sensitiva y afectiva– a una univocidad clara y
distinta.13 En tal sentido la relación de superioridad jerárquica del yo racio-
nal y libre sobre el yo afectivo-sensitivo, se desarrolla en Santo Tomás más
bien bajo la forma de un diálogo (dominio “político” lo llama él) que bajo
la forma de la represión (en su lenguaje, dominio “despótico”).14
Este complejo y variado conjunto de niveles “no– racionales” –aunque
no “irracionales”– que conforman la subjetividad tomasiana, no sólo con-
servan una importante dosis de autonomía en relación al yo consciente,
sino que incluso revelan una capacidad de ejercer una enorme influencia
sobre éste último. En Santo Tomás –como contemporáneamente en autores
como Benjamin o Adorno– la razón que pretenda funcionar en la plenitud
de sus capacidades debe hacerlo en estrecha unión con la fantasía alimen-
tada por los estratos más básicos de percepción del yo corporal. Del mismo
modo, en el plano afectivo, la psicología tomasiana revela un profundo co-
nocimiento del papel activo de las pasiones humanas para la constitución
de un yo capaz de ejercer su libertad. Como para Schopenhauer o Freud,
de acuerdo a Santo Tomás el ser humano está constituido desde su misma
raíz por el deseo. Pero a diferencia de estos autores, quienes lo entendieron
como una fuerza irracional opuesta al yo, Santo Tomás identifica al deseo
con una suerte de voluntad inconsciente e incontrolable por la voluntad
racional (voluntas ut natura) que constituye la base misma de la racionali-
dad del yo entendida en sentido amplio.15 En este aspecto Santo Tomás se
parece a algunos románticos y neorrománticos –como Hölderlin, Schiller
o incluso Hegel– quienes en ciertos momentos revelaron la existencia en el
mundo pasional de formas de una racionalidad profunda que una concep-
ción excesivamente racionalista de la subjetividad nunca admitiría.

Unidad y pluralismo de bienes

Otra idea de Santo Tomás que me parece sumamente actual, es la


del pluralismo que muestra en su concepción del bien, no reñido con

13
I-II, 5, ad 3.
14
II-II, 108, 2.
15
I-II, 26, 1, ad 3.
Actualidad de Santo Tomás 197

su unidad. Frente a las concepciones absolutistas del bien típicas de la


modernidad triunfante, la sensibilidad contemporánea tiende a pensar
que las formas de realización del bien –y junto con éste de realización
del propio yo– pueden ser varias y relativas. Aunque esta situación es
vista por muchos como un peligroso relativismo –y lo es seguramente en
muchos casos– también es cierto que la ética de nuestro tiempo muestra
una sorprendente ductilidad para descubrir formas plurales de vivir y
realizar el bien no necesariamente incompatibles con valores y principios
absolutos. El bien, como el ser, “se dice de muchas maneras” según Santo
Tomás, aunque está claro que no de cualquier manera. En este sentido
tanto en la ética individual como en la ética política de autores actuales
como Taylor, MacIntyre o Rawls, ha renacido la idea de un pluralismo del
bien no incompatible con su unidad, idea habitualmente vinculada con el
aristotelismo, pero que es también tomista.
De hecho, Santo Tomás introduce en el pensamiento cristiano un am-
plio campo para las diferentes autonomías de los bienes temporales, que
antes de él estaban dramáticamente reducidas a una función simbólica y
por momentos puramente instrumental en relación al Bien absoluto divino.
Muchas veces se habla de Lutero como aquel que rompió con la concepción
sacral del bien abriendo una nueva esfera para la vida laica. Esto es en bue-
na parte cierto, pero hay que reconocer que Santo Tomás fue el primero en
abrir la brecha del bonum naturale en medio del universo sacral medieval,
con el mérito de haber logrado esto sin caer en la tentación de creer que
para ello era necesario desvincular al hombre de sus fuentes sagradas. En
tal sentido Santo Tomás se muestra actual no sólo frente al relativismo,
sino también frente al absolutismo ético de los racionalismos y frente al
fundamentalismo religioso que no entiende la unidad del bien sino a costa
del sacrificio de las formas y los caminos diversos.
La estructura misma del hombre y del mundo concebida por Santo To-
más como una trama viviente donde reina la participación y la analogía,
hace imposible todo univocismo de fines. Cada tendencia, cada capacidad,
cada sentido, cada deseo, cada acto de la inteligencia o de la voluntad del
hombre tienen para el Aquinate su fin y su bien propios. Aunque todas
estas esferas del bien experimentan un cierto conflicto entre sí, están
llamadas a realizarse en el acuerdo y la armonía y no en el predominio
absoluto de alguna dimensión sobre la otra.16 No obstante, esta proporcio-
nalidad y armonía que propone el doctor de Aquino no tiene nada que ver
con la idea de una ética entendida como equilibrio puramente natural sin

16
De malo 12, 1.
198 Carlos Hoevel

referencia alguna a una trascendencia. El pluralismo del bien al que puede


acceder la persona no le ahorra un ápice, según Santo Tomás, de la tensión
a la vez unificadora y desequilibrante que le da su orientación a Dios.
Esta unidad desde el pluralismo, presente en la raíz misma de la natu-
raleza humana, se muestra –muy en consonancia con nuestra sensibilidad
contemporánea– en la enorme diversidad de virtudes, aspectos vocacionales
y acciones que Santo Tomás presenta como argumentos válidos para una
vida ética. Aunque sólo los caminos del mal son infinitos y el bien moral
que realiza el hombre puede desplegarse únicamente dentro de las formas
limitadas y objetivas que brotan de una Creación regida por la Mente
divina, para Santo Tomás no hay un sólo camino posible. Cada persona
reconoce y traslada las formas objetivas a las propias acciones desde una
perspectiva única: esta perspectiva personal es en definitiva la que termina
de configurar la unidad del bien moral que es, a la vez, uno y diverso.
Por fin, en el plano político, si bien Santo Tomás perteneció a una épo-
ca muy distinta de la nuestra, muchas de sus reflexiones resuenan en la
preocupación contemporánea centrada en la necesidad de redescubrir el
carácter a la vez plural y sustantivo de los bienes propios de la sociedad
política. Aunque el Aquinate no conoció nada de nuestras desorientaciones
causadas tanto por el vaciamiento generado por un procedimentalismo
puramente formalista que dejaron siglos de contractualismo, como por
un multiculturalismo de identidades mutuamente excluyentes que hoy se
reclaman frente a este formalismo, se anticipó a nuestro tiempo mostrando
el camino del bien político entendido como bien común.
El concepto de bien común, al incluir la pluralidad de bienes que los
individuos, la sociedad civil, la familia y la Iglesia aportan a la riqueza de
la sociedad, contiene el programa apto para superar las ideas racionalistas
del bien político identificado ya sea con la pura fragmentación de intere-
ses individuales o con el mero bien del Estado. Pero la idea tomasiana de
bien común tiene plena actualidad especialmente por incluir en el campo
político, siguiendo a Aristóteles, al bien ético, hoy también reintroducido
después de un largo exilio,17 así como el bien absoluto e incondicionado en
que consiste la persona humana, base cristiana de la noción moderna de
derechos humanos, sobre la que tiende a ordenarse la enorme diversidad
de bienes a la que aspira la vida política de nuestro tiempo.

17
I-II, 92, 1, ad 3.
Actualidad de Santo Tomás 199

Hacia el Ser desde el ente

Por último quisiera referirme a una cualidad pocas veces mencionada


del pensamiento de Santo Tomás, que es su llamado a filosofar desde el
ente, que va muy de acuerdo, a mi juicio, con las exigencias que se le plan-
tean al filosofar de nuestro tiempo. El camino del ente propuesto por Santo
Tomás, aunque es un camino trabajoso y por momentos aparentemente
pedestre, proporciona una forma eficaz de evitar una gran tentación que
amenaza constantemente al pensamiento contemporáneo. Esta es la ten-
tación de superar el encierro propio del racionalismo positivista apelando
a un acceso supuestamente inmediato a las fuentes del ser, de la vida o
del yo sin pasar por la mediación objetiva de la realidad. Parafraseando a
Adorno cuando ironiza sobre Heidegger –el cual, en su opinión propone
un camino imposible para el filosofar pretendiendo comenzar a pensar
más allá de los entes yendo directamente al Ser– Santo Tomás no teme
filosofar partiendo de los “sucios entes”.18 Por el contrario, el Aquinate no
trata a los entes como si fueran un obstáculo que opacara la luminosidad
del Ser, sino que ve en ellos precisamente el único camino posible para un
auténtico acceso al Ser.19
El filosofar tomasiano desde el ente no implica así, en mi opinión, una
detención del pensamiento ni una obstaculización de la presencia del Ser
–como opina la perspectiva crítica de lo “óntico.” Por el contrario, el ente
tomasiano está dotado de una logicidad ciertamente objetiva pero no “ob-
jetivante”, que elimine la posibilidad de un pensamiento pensante abierto
al Ser. Como ya hemos dicho más arriba, la “cosa” (res) en Santo Tomás se
halla constituida entre dos pensamientos –divino y humano– y el entrar
en contacto con ella no implica una detención cosificante del pensar, sino
el comienzo de un diálogo interminable con el Ser que se halla presente
en ella de manera participada. Pero lo que ciertamente evita el filosofar de
Santo Tomás es la falsa ilusión de que es posible comunicarse directamente
con el Ser –al menos en el plano natural– sin la mediación del ente.
En tal sentido el filosofar tomasiano permite también hacerse cargo del
desafío que significa para la filosofía actual el enorme cúmulo de conoci-
mientos sobre el ente que han obtenido las ciencias modernas. Aunque Santo
Tomás no conoció a estas últimas, en su filosofía ya está presente una orien-
tación para filosofar en estrecho contacto con la ciencia entendida como un
saber del ente. Así, desde una perspectiva tomasiana, el saber científico no

18
Cfr. Theodor Adorno, Dialéctica negativa, Taurus, Madrid 1986 [1966], p. 139.
19
I, 65, 1, ad 3.
200 Carlos Hoevel

sería necesariamente “un saber que no piensa”, objetivante, al que hay que
saltear como una anomalía, desarrollando el filosofar en un preguntar que
vaya más allá de todas las respuestas hasta ahora halladas. Más bien se trata
de aprovechar los aportes de la ciencia y descubrir en ellos –y sólo a partir
de ellos se puede ir luego más allá– los elementos indicadores que superan
al pensar del mero ente, propio de una perspectiva positivista.

Filosofar con Santo Tomás al ras del suelo

Luego del célebre lamento de Lukács a principios del siglo XX ante la


pérdida de unidad del mundo y de su estallido en fragmentos,20 todos los
intentos de reconstruir una filosofía total resultaron definitivamente in-
fructuosos, aún los disimulados detrás de una ontología inverificable como
la de Heidegger o el del mismo Lukács en su fase de hegelismo marxista.
En ese sentido el fracaso de quienes han intentado pensar “desde Santo
Tomás” con la ilusión de ser incorporados a su pensamiento como quien se
introduce en una esfera perfecta y eterna desde cuya altura imperturbable
se pudiera interpretar el conjunto cambiante del mundo, fue sólo uno más
de otros varios intentos fallidos. Pero incluso los fracasos no han devuelto
a todos al nivel del suelo. De hecho, el destino final de muchos exiliados
de las esferas implosionadas del tomismo, del marxismo o del heidegge-
rianismo, ha sido el de introducirse en nuevas esferas –las de Foucault,
Habermas, o Derrida, por nombrar sólo algunas al azar– concebidas como
espacios de inmunidad donde habitar protegidos contra la dureza de un
filosofar propio.
Si bien el aparente debilitamiento del tomismo resulta por momentos
doloroso,21 este “fracaso” proporciona a quien quiera pensar el presente
por propia cuenta, la oportunidad de volver a acudir con confianza a San-
to Tomás. La implosión del tomismo ha tenido una virtud que todavía no
han mostrado los procesos de implosión del marxismo, del positivismo y,
últimamente, del heideggerianismo que presenciamos en nuestro tiempo:
ha dejado a la vista, entre los fragmentos del frustrado edificio destinado

20
“Our world has become infinitely large and each of its corners is richer in gifts and dangers
than the world of the Greeks, but such wealth cancels out the positive meaning –the totality–
upon which their life was based.” (Georg Lukács, The Theory of Novel. A historico-philosophical essay
on the forms of great epic literature, MIT Press, Cambridge Massachusetts, 1999 [1920], p. 34).
21
Sobre el proceso de decadencia del tomismo cfr. Nikolaus Lobkowicz, “What happened to
Thomism?”, en Catholic Philosophical Quarterly LXIX, 3 (1995), pp. 397-423.
Actualidad de Santo Tomás 201

a adorarlo, a un pensador todavía en pie y conservando su talla de gigante


después de siglos.
Aunque inevitablemente nos paramos sobre los hombros de los gigantes
para otear el horizonte, ninguno de ellos ha sido nunca capaz de dar un
giro completo a su cabeza para ver al mismo tiempo y de una sola ojeada
la entera redondez de la tierra. Es preciso pues que saltemos de hombro
en hombro probando los innumerables puntos de observación de todos
los gigantes evitando, al mismo tiempo, que nuestro filosofar se reduzca
a la suma ecléctica y diletante de “puntos de vista,” lo cual representaría
de antemano el fracaso de la verdadera filosofía convertida en un vacuo
muestreo de opiniones. Pero sobre todo, el verdadero filosofar exige que
aprendamos una cosa: apreciar el lugar que nos toca al ras del suelo. Es
necesaria una asimilación viva y orgánica de lo visto por otros –grandes o
pequeños– pero desde la capacidad propia de mirar las cosas. En tal senti-
do, hoy tiene sentido volver a Santo Tomás porque las señales dejadas a la
vera del camino por su pensamiento, todavía visibles a través del tiempo,
nos siguen proporcionando claves para responder a muchos de los enig-
mas que experimentamos en nuestra propia situación histórica.

Carlos Hoevel
Universidad Católica Argentina

Resumen

En este artículo el autor propone, después de veinte años de haberse iniciado en el tomismo
como alumno del profesor Courrèges, una serie de temas y problemas planteados por la filosofía
contemporánea en los que el pensamiento de Santo Tomás de Aquino mostraría su actualidad.
En tal sentido, a lo largo del artículo el autor sostiene que la filosofía de Santo Tomás contiene
elementos para responder a los desafíos actuales de un pensamiento totalizador pero no tota-
litario, de una concepción de la subjetividad abierta, histórica y rica en registros, y de una con-
cepción a la vez unitaria y plural del bien. Por otro lado, señala también la importancia que hoy
puede tener volver a Santo Tomás para un filosofar desde el ente concreto sin caer en posturas
positivistas o irracionalistas. Por fin el artículo concluye señalando la oportunidad que ofrece
en la actualidad el aparente debilitamiento del tomismo para renovar una vuelta a Santo Tomás
como fuente de orientación ante los enigmas de nuestra propia situación histórica.
¿Se puede alcanzar la verdad?
Reflexión acerca de los presupuestos epistemológicos y metafísicos
del “escepticismo”, el “relativismo” y el “realismo objetivo” como
actitudes frente al problema de la verdad

La pregunta por la verdad y el planteo del problema

Cuestionarse acerca de la verdad y acerca de la capacidad del entendi-


miento humano para alcanzarla, ha sido y es uno de los problemas epis-
temológicos centrales, presentes en toda la historia de la Filosofía. De la
respuesta que se ofrezca depende el valor que se reconozca a toda ulterior
especulación filosófica y, en general, el valor que se asigne a todo saber
humano. Como ha sostenido Verneaux, antes que responder a la pregunta
“¿qué es la verdad?”, se debe dar respuesta a esta otra: “¿Puede el hombre cono-
cer la verdad?”, es decir ¿puede el hombre llegar a un conocimiento cierto,
alcanzar certezas legítimas?
La certeza, en un sentido, es un estado de la mente por el cual se ad-
hiere firmemente a una cosa u otra, sin temor al error. Consiste en un
juicio firme debido a la remoción del temor a equivocarse. La certeza,
primariamente, es algo subjetivo. En otro sentido se denomina “certeza”
a la evidencia objetiva que da fundamento a la certeza como estado de la
mente. Si la certeza se funda en evidencias objetivas, se denomina “certeza
formal”. Cuando, en el párrafo anterior, se pregunta si el hombre puede
alcanzar “certezas legítimas”, se alude a “certezas formales” y al calificar a
tales certezas de “legítimas” se quiere indicar que están justificadamente
sustentadas en evidencias objetivas.
La pregunta que se plantea, entonces, se podría formular de esta otra
manera: ¿Es posible al hombre alcanzar evidencias objetivas, esto es, sus-
tentadas en lo que las cosas realmente son, que le permitan emitir juicios
firmes, sin temor al error? Desde diversas corrientes filosóficas se han


Cfr. Roger Verneaux., Epistemología General o Crítica del Conocimiento, Herder, Barcelona, 1975,
p. 29.

Joseph Gredt O.S.B., Elementa Philosophiae Aristotelico-Thomisticae, Herder, Barcelona 1961, Tomo
II, p. 60. También cfr. Roger Verneaux, op. cit., p. 136.

Cfr. Joseph Gredt, loc. cit.

Cfr. Joseph Gredt, loc. cit.
204 Marcelo L. Imperiale

dado distintas respuestas a esta cuestión. Caben dos actitudes básicas,


principales:
1) Negativa: Es dudoso, o directamente no es posible al hombre alcan-
zar con su inteligencia el ser de las cosas. Es la respuesta propia de
una actitud escéptica.
2) Afirmativa: Sí es posible al hombre conocer la verdad (alcanzar cer-
tezas fundadas en lo que las cosas realmente son) y la conocemos en
muchos casos.
Cuesta sostener lógicamente el escepticismo más radical sin caer en con-
tradicciones, de momento que su sola afirmación implica su propia nega-
ción. Por ello me refiero a una “actitud” escéptica: “El escepticismo -enseña
Verneaux- es una tentación constante para el espíritu humano desde que
reflexiona y abandona el terreno firme de las certezas de sentido común. Es
una manifestación de la inquietud congénita del hombre y de su perpetua
insatisfacción. Pero como que lleva la inquietud al límite y la erige en una
especie de absoluto, conduce a una desesperación intelectual”. Por otra
parte, una respuesta afirmativa, presupone y se sustenta en la admisión de
la existencia de una realidad extrasubjetiva y, por consiguiente, no requiere
mayor prueba. Estamos, pues, frente a dos “actitudes” fundamentales ante
las cosas y el conocimiento de fuertes implicancias filosóficas.
Ligado a una actitud escéptica se encuentra el relativismo. En términos
generales consiste en la reducción de la validez de una proposición o de un
juicio a las circunstancias o condiciones en que son formulados; en otras
palabras, no hay verdades absolutas, sino que el valor de una “verdad” es
relativo al sujeto o contexto en que se afirma. “Escepticismo” y “relativis-
mo” tienen algo en común: suponen un rechazo y se implican mutuamente.
Suponen un rechazo pues la actitud de duda escéptica niega, o bien que
el hombre esté facultado para alcanzar una verdad cierta y objetiva, o
bien que tal verdad exista y, por tanto, se considera imposible pretender
alcanzarla. Por su parte una actitud relativista en torno a la verdad niega,
explícita o implícitamente, la existencia de una verdad objetiva.
Además ambas posiciones se implican mutuamente. Si, por hipótesis,
se debe renunciar a la posibilidad de alcanzar alguna verdad con certeza
(escepticismo), no parece que el conocimiento humano pueda aspirar a
ir más allá de las estimaciones que cada uno tiene respecto de las cosas,
estimación que no tiene más valor que el de ser una apreciación propia


Cfr. Roger Verneaux, op. cit., pp. 29 y 30.

Cfr. Roger Verneaux, p. 31.
¿Se puede alcanzar la verdad? 205

y personal; es decir, derivamos en el relativismo. Y, contrariamente, si se


debe renunciar a la posibilidad de una verdad extramental, cierta y obje-
tiva (relativismo), forzosamente resulta absurdo pretender alcanzarla, y se
presenta como “dudosa” cualquier afirmación apodíctica; es decir, caemos
en el escepticismo.
En el presente trabajo me propongo reflexionar acerca de ambas “actitu-
des” frente al problema de la verdad, a través del análisis de dos respuestas
a esta cuestión, opuestas entre sí, y suficientemente paradigmáticas: 1) la
posición - a mi juicio, escéptica y relativista - que se desprende del pensa-
miento de Gianni Vattimo, al menos, tal como se encuentra expuesto en
algunas de sus obras. Me refiero a La sociedad transparente y Creer que se cree,
y 2) la concepción clásica acerca de la verdad, propia del realismo objetivo,
conforme con las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino. La concepción de
Tomás de Aquino acerca de la verdad, se sustenta en sólidos fundamentos
metafísicos; pero, a mi entender, la filosofía de Vattimo propone lo que yo
llamaría una justificación del relativismo que pretende ir más allá del mero
subjetivismo y, en tal sentido, constituye un intento de fundamentación
metafísica del mismo.

Una fundamentación “ontológica” del relativismo (G. Vattimo)

La tesis que se encuadra en este sentido, la expresa el mismo Vattimo:


“Si las raíces de la violencia metafísica están en último término en la rela-
ción autoritaria que establece entre el fundamento y lo fundado, entre el
ser verdadero y la apariencia efímera, y en las relaciones de dominio que
se constituyen en torno a la relación sujeto-objeto, la cuestión concerniente
a ultrapasar este pensamiento y el mundo que determina, no podrá plan-
tearse como acceso a ningún otro fundamento desde el que iniciar una
nueva construcción (...) [sino como] un reemprender y proseguir el proceso
disolutivo y nihilista que caracteriza el devenir de la metafísica y la mo-
dernidad”. En consecuencia: “La ontología de la actualidad se configura
como una ontología negativa, aquella que, podríamos decir, se toma en se-
rio la experiencia a la que Heidegger se esfuerza por corresponder cuando
en Zur Seinsfrage, escribe ‘Sein’, ‘ser’, bajo una tachadura. Esta experiencia,
que la teoría expresa hablando de debilidad y negatividad, es quizás una
vía abierta al ultrapasar de la filosofía (...) la cual puede realizarse sólo
consumando hasta el fondo la experiencia teórica de la (terminación) de
206 Marcelo L. Imperiale

la metafísica”. En otras palabras, se trata de un proyecto que lleve a su


término el proceso y lógica de la secularización, eliminando toda idea de
fundamento objetivo del ser. La metafísica es observada en su desarrollo
histórico; tras su obscurecimiento debido al pensamiento racionalista y sus
epígonos, ha hecho crisis. Esta crisis se expresa en la objeción a la legitimi-
dad de los correlatos: “fundamento-fundado”, “ser verdadero-apariencia
efímera” y “sujeto-objeto”. La solución que propone Vattimo a esta cuestión
es continuar dicha crisis hasta la extinción de la metafísica y, con ella, de
los correlatos asociados. Como consecuencia, ya no tendrá sentido hablar
de un fundamento real, extrasubjetivo de las cosas, ni de un ser verdadero,
ni de una verdad objetiva y absoluta. Por esto, entiendo que se erige en un
intento de fundamentar racional y “metafísicamente” el relativismo.
En La sociedad transparente, Vattimo realiza un análisis en un contexto
historicista; parte del concepto de “modernidad”. Dicha época se carac-
teriza por una supravaloración de todo lo “moderno” en contraposición
con lo “antiguo” que ha sido superado y debe ser tenido por superado. El
culto a lo moderno, plenamente consolidado en la Ilustración, se basa en
la idea de la historia humana considerada como un proceso progresivo de
emancipación en pos del hombre ideal.10 Dicha emancipación consistió en
un abandono paulatino de una cosmovisión teocéntrica (y cristocéntrica)
para reemplazarla por una cosmovisión antropocéntrica. La idealización
progresiva del hombre, supone un concepto de la historia “lineal”. Tal
visión de la historia exige un centro alrededor del cual se reúnen y orde-
nan los acontecimientos. Para el mundo medieval cristiano este centro
era Cristo; para la modernidad, su continuadora, este centro se traslada
a la idea de “occidente” como “lugar de la civilización”. En los siglos XIX
y XX, la idea de la historia como algo unitario será fuertemente criticada.
El derrumbe de tal idea, acarreará el derrumbe de la idea de un hombre
ideal y, en términos generales, el derrumbe de la idea de unidad de sentido
del mundo, de las cosas y del hombre mismo. A la crisis de la concepción
unitaria de la historia, consigue la de la idea de progreso indefinido y el
fin de la modernidad.
Sentado esto, Vattimo propone tres ideas fundamentales: 1) el papel
preponderante de los medios masivos de comunicación (mass-media) en la


Cfr. Gianni Vattimo, Ontologia dell’attualità, citado por Teresa Oñate en el estudio introductorio
a la obra de Gianni Vattimo, La Sociedad Transparente, Paidós, Barcelona 1998, pp. 45 y 46. (los
resaltados en ambas citas son míos).

Cfr. op. cit. en el comentario de T. Oñate, p. 45.

Cfr. ibidem, p. 73.
10
Cfr. ibidem, p. 74.
¿Se puede alcanzar la verdad? 207

consolidación de la sociedad posmoderna; 2) el hecho de que estos medios


no han dado lugar a una sociedad más transparente, sino más compleja y
aún caótica; y 3) que en dicho caos relativo residen las esperanzas de eman-
cipación.11 Los medios de comunicación han dado lugar a la disolución de
los puntos de vista centrales, permitiendo el desarrollo de un pluralismo
generalizado que torna imposible concebir la historia desde un punto de
vista unitario. No hay un único relato histórico, sino muchos; no hay un
único mundo: Occidente, sino muchos: “Occidente vive una situación ex-
plosiva, una pluralización que parece irrefrenable y que torna imposible
concebir el mundo y la historia según puntos de vista unitarios”.12 No hay
una única cosmovisión, sino muchas.
La sociedad que surge a partir de este auge de la comunicación no se
presenta como más ilustrada o instruida, sino, contrariamente, más confusa.
“Realidad, para nosotros, es más bien el entrecruzarse, el ‘contaminarse’ (en
el sentido latino) de las múltiples imágenes, interpretaciones y reconstruc-
ciones que compiten entre sí, o que, de cualquier manera, sin coordinación
‘central’ alguna, distribuyen los media”.13 La realidad no puede, pues, ser
entendida como un dato objetivo que esté por debajo y sustente la imagen
(fenómeno); la realidad y dinamismo de esta, ahoga el ser. El ser es aparecer,
y el aparecer es vehiculizado por los medios de comunicación. Surge, en-
tonces, a los ojos de Vattimo, una nueva idea de emancipación: “El hombre
puede hoy, finalmente, hacerse cargo de que la perfecta libertad no es la de
Spinoza, no es -como ha soñado siempre la metafísica- conocer la estructura
necesaria de lo real y adecuarse a ella”.14 La auténtica “libertad” no consiste
en adecuarse a lo que las cosas son; la verdad no nos hace libres; aceptar
el orden propio de las cosas del mundo y de la naturaleza humana y vivir
conforme con ellas, no constituyen una liberación.
Vattimo considera que estas ideas se inscriben en la línea de pensa-
miento de Nietzsche y de Heidegger. Del primero en tanto consideraba que
la idea de una realidad ordenada racionalmente sobre la base de un fun-
damento, era un mito tranquilizador inherente a una humanidad todavía
bárbara. La metafísica, en este contexto, es vista como un intento violento
de adueñarse de la realidad, atrapando el principio del que todo pende. Del
segundo, por cuanto que demuestra que pensar el ser como fundamento y
la realidad como sistema racional de causas y efectos, no es sino extender

11
Cfr. ibidem, p. 78.
12
Cfr. ibidem, p. 80.
13
Ibidem, p. 81. El paréntesis está en el texto.
14
Ibidem, p. 82. El resaltado del texto es mío.
208 Marcelo L. Imperiale

a todo el ser el modelo de la objetividad científica.15 De aquí concluye que:


“si por el multiplicarse de las imágenes del mundo perdemos, como se
suele decir, el ‘sentido de la realidad’, quizá no sea ésta, después de todo,
una gran pérdida”.16
La emancipación que propone Vattimo consiste en un “extrañamiento”:
liberarse de los elementos propios, abandonando la idea de una racionali-
dad centralizada para dar lugar a una multiplicidad de racionalidades: “En
cuanto cae la idea de una racionalidad central de la historia, el mundo de la
comunicación generalizada estalla en una multiplicidad de racionalidades
‘locales’ -minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas- que
toman la palabra, al no ser, por fin, silenciadas y reprimidas por la idea de
que hay una sola forma verdadera de realizar la humanidad, en menos-
cabo de todas las peculiaridades, de todas las individualidades limitadas,
efímeras, y contingentes”.17 No hay una sola manera de realizar el concep-
to de hombre; no hay una sola manera de entender el mundo; no hay, en
suma, una verdad absoluta en ningún sentido ni forma; estamos frente
a un relativismo teórico y práctico que se propone como una auténtica
liberación. “Si profeso mi sistema de valores -religiosos, éticos, políticos,
étnicos- en este mundo de culturas plurales, tendré también una aguda
conciencia de la historicidad, contingencia y limitación de todos estos
sistemas, empezando por el mío”.18
En Creer que se cree Vattimo retoma estas ideas -especialmente lo tocante
a la disolución del pensamiento metafísico-. Importa destacar lo que refiere
al “pensamiento débil”. El fin de la metafísica está marcado por la con-
cepción del ser como posición y producto del sujeto (positivismo). Que la
metafísica haya llegado a su fin significa que ha concluido el pensamiento
que identifica el ser con el dato objetivo, con la cosa en sí, frente a lo que
cabe la actitud de contemplación y silencio. Esto mismo es lo que, a juicio
del pensador italiano, se ofrece en la concepción heideggeriana.19 En este
contexto encontramos el concepto de “pensamiento débil” de Vattimo: he
aquí, a mi modo de ver, el punto central de lo que podría concebirse como
un intento de fundamentación metafísica del relativismo.
La expresión “pensamiento débil” “significa no tanto, o no principal-
mente, una idea del pensamiento más consciente de sus límites (...) cuanto

15
Ibidem, p. 83.
16
Ibidem.
17
Ibidem, p. 84.
18
Ibidem, p. 85.
19:
Cfr. Gianni Vattimo, “Creer que se cree”, Paidós, Madrid 1996, pp. 26s.
¿Se puede alcanzar la verdad? 209

una teoría del debilitamiento como carácter constitutivo del ser en la época
del final de la metafísica”.20 En otras palabras; la emancipación consiste
en abandonar el pensamiento objetivo, el concepto de verdad absoluta y
de cosmovisión, y esta emancipación tiene lugar como consecuencia del
desarrollo histórico que nos conduce a la superación de la modernidad;
pero este desarrollo y su consecuencia, no es producto del extravío del
pensamiento, sino que se corresponde con el desarrollo del “ser”, con su
devenir; es el ser mismo el que se desobjetiva, se sustrae, se “debilita”.
La misma realidad “no es” absoluta y una. No hay verdades absolutas
sino relativas porque la misma realidad no es absoluta ni objetiva, sino
relativa. Dice Vattimo: “Si, de hecho, no se puede proseguir la crítica hei-
deggeriana a la metafísica objetivista sustituyéndola por una concepción
más adecuada del ser (pensado, pues, una vez más como objeto), hay que
conseguir pensar el ser como no identificado, en ningún sentido, con la
presencia característica del objeto. Pero esto (...) implica también que no se
puede considerar la historia del nihilismo sólo como historia de un error
del pensamiento: como si la metafísica -que identifica el ser con el objeto y,
finalmente, lo reduce a producto de la voluntad de poder- fuese algo que
afecta precisamente sólo a las ideas de los hombres (...) si se quiere pensar
que la historia de la metafísica es la historia del ser y no sólo la historia de
los errores humanos. Pero esto quiere decir que el ser tiene una vocación
nihilista, que el reducirse, sustraerse, debilitarse es el rasgo de lo que se
nos da en la época del final de la metafísica y de la problematización de
la objetividad”.21

El problema de la “verdad” en Santo Tomás de Aquino.


La verdad como “adecuación” entre el intelecto y la cosa

Conocida es la definición de verdad que enseña Santo Tomás: “adaequa-


tio intellectus et rei”. En la cuestión I del De Veritate, ofrece una minuciosa
y pormenorizada exposición de la cuestión; el contexto es manifiestamente
realista-objetivo. A lo largo de los doce artículos que componen la cues-
tión, el Aquinate sustenta el análisis lógico y gnoseológico de la verdad
en una sólida metafísica. La correspondencia entre el pensar (y su expre-
sión a través del lenguaje) y el ser, queda establecida y justificada desde el

20
Cfr. ibidem, p. 32. El resaltado me pertenece.
21
Cfr. ibidem.
210 Marcelo L. Imperiale

comienzo; a su vez, es en la raíz ontológica más profunda del ser donde


Tomás encuentra la fundamentación de la verdad.
En efecto, en la respuesta del artículo primero, comienza precisamente
relevando el hecho de que toda actividad cognoscitiva del hombre se funda
en la intimidad profunda del ser. Toda actividad discursiva de la razón,
a la que corresponde el orden de lo demostrable, se resuelve, en última
instancia, en un principio que no exige demostración, pues es inmediata-
mente captado por el intelecto. Alude, así, al principio lógico y metafísico
de no-contradicción; la actividad discursiva del hombre, por tanto, surge
de la intuición (acto de la “ratio ut intellectus”) de una propiedad funda-
mental de todo ente, su no-contradicción, la cual es, asimismo, condición
de su inteligibilidad.
Del mismo modo, la actividad aprehensiva del intelecto también se funda
en la intimidad del ser; por ello existe algo que el intelecto concibe como lo
más evidente y en lo que se resuelve todo otro concepto: la noción de “ente”.
La actividad aprehensiva del intelecto tiene su correlato objetivo pues lo
primero que se nos manifiesta de cualquier cosa puesta frente a nuestra
facultad intelectiva es el hecho de que es un “cierto algo” que “es” (ente).22
A partir de aquí prosigue el análisis metafísico del ente del que desta-
caremos sólo algunos tópicos principales:
A la noción de “ente” no cabe agregársele ninguna cosa distinta de sí
como en el caso de la especie que se adiciona al género o el accidente al
sujeto, pues cualquier naturaleza esencialmente es un ente. De modo que
lo que se añade a la noción de “ente” refiere a los distintos modos en que se
da el ser, que no están expresados en la palabra “ente”. Esto tiene lugar de
dos maneras: a) o bien refiere un modo “especial” de ente, pues existen di-
versos grados de ente de conformidad con lo cual se tienen diversos modos
de ente; hay diversas maneras en que puede predicarse la noción de “ente”,
a saber: la sustancia y los nueve accidentes (categorías); b) o bien refiere un
modo “general” de ser, común a todo tipo de ente (trascendentales).

22
En efecto; de esto es testigo el mismo lenguaje: la primera pregunta que cabe formularnos
ante algo real pero desconocido que se nos presente es ¿qué es?, con lo que ya se presupone que
hemos captado el hecho de que se trata de un ente, es decir, que es algo que “es”, un sujeto al
que le acontece ser. Lo que desconocemos es qué tipo de ente es. Este es también el sentido de la
enseñanza de Aristóteles en cuanto a la determinación de un objeto de ciencia: en primer lugar
debe determinarse si existe y luego cuál es su naturaleza (Cfr. Aristóteles, Posteriores Analíticos,
II, 1, 89 b 23 – 35).
¿Se puede alcanzar la verdad? 211

Esto último puede considerarse de dos maneras: a) ya sea teniendo


a cada ente en sí mismo, o b) teniendo un ente con relación a otro. Esto
último puede considerarse de dos maneras: b-1) comparando un ente con
todo otro ente y de ello resulta que cada ente es “distinto” de todo otro
ente, lo que es expresado en lengua latina con la palabra “aliquid”;23 y b-2)
comparando todo ente con un ente en particular, lo cual exige que tal ente
con el cual se compare debe ser de tal naturaleza que se corresponda con
todo ente; esto cabe solamente al alma.
En el alma existen dos potencias: cognoscitiva y apetitiva. La correspon-
dencia entre el ente y el apetito es lo que se denomina “bueno” (bonum).
Todo conocimiento, por su parte, se perfecciona en tanto el cognoscente se
“hace semejante” a la cosa conocida. Ahora bien, la primera comparación
del ente con el intelecto es la concordancia entre el ente y el intelecto. Esta
concordancia es la adecuación del intelecto y la cosa.24
En consecuencia “verdad” y “verdadero” pueden definirse de tres ma-
neras: Primero, atendiendo a aquello que precede la razón de verdad y en
lo que se funda lo verdadero. En este caso, verdadero es aquello que es,
como enseña San Agustín en Soliloquios (Libro II, capítulo 5). En segundo
lugar, atendiendo a aquello que realiza formalmente la razón de verdadero.
En este caso la verdad es la adecuación de la cosa y del entendimiento.
Por último, atendiendo al efecto consiguiente, y así lo define San Hilario
en De Trinitate (Libro V, nº 14): verdadero es lo que manifiesta y declara el
ser, y también San Agustín en De Vera Religione (cap. 36): verdad es lo que
manifiesta lo que es.25
La verdad se encuentra principalmente en el intelecto.
La verdad en su sentido formal consiste en una relación: la adecuación
que se establece entre el intelecto y las cosas. ¿En cuál de los dos términos
de la relación se encuentra principalmente la verdad? Es decir, ¿la verdad
depende del sujeto que conoce o del objeto conocido? El razonamiento

23
“Aliquid” proviene de la elisión y crasis entre “aliud” y “quid”, lo cual orienta su significación:
“otro que”, es decir, “otro distinto que”, o sea “otro ente distinto que todo otro ente”.
24
En el artículo 3 de la Cuestión I del De Veritate, Santo Tomás demostrará con precisión que,
efectivamente la primera comparación del ente con el intelecto implica una adecuación y que
esto puede tener lugar principalmente en la segunda operación de la razón: el acto de juicio.
25
Cfr. De Veritate, q. 1, a.1, corpus. Santo Tomás, atribuye la definición formal de verdad a Isaac
Israeli. Anota al respecto Jesús García López que tal definición no se encuentra en Isaac Israeli
y que, tal vez, quien primero la propuso equivalentemente fue Avicena en su Metafísica, Tratado
1, cap. 9 (Cfr. García López, Jesús, Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad, EUNSA, Pamplona 1967,
p. 159).
212 Marcelo L. Imperiale

de Santo Tomás en De Veritate (Cuestión 1, artículo 2), sucintamente es el


siguiente:
“Verdad” y “verdadero”, se dice de muchos sujetos; se trata de conceptos
análogos. Se atribuye, por lo tanto a muchos sujetos, pero con prioridad a
aquel en que se encuentre la razón perfecta de verdad.26 Ahora bien; el co-
nocimiento implica un cierto movimiento de la facultad cognoscitiva hacia
los objetos que la determinan. Pero, dado que quien conoce es el sujeto,
dicho movimiento retorna al sujeto.27 Por ello es que lo verdadero y lo fal-
so están en la mente. De esta manera llegamos a una primera conclusión:
verdad y verdadero se dicen en primer lugar en orden al conocimiento y,
por tanto, prioritariamente se encuentran en el entendimiento.
Pero esta comparación de la cosa con el entendimiento puede darse de
dos maneras en virtud de que el entendimiento puede ser especulativo o
práctico.28 El entendimiento práctico es causa y medida de las cosas, como
ocurre con el artista respecto de su obra. El entendimiento especulativo,
por su parte, es movido por las cosas naturales y medido por ellas. Estas,
en cambio, se comportan frente a Dios como la obra de arte respecto del
artista, por cuanto Dios es autor de las cosas. Con lo cual llegamos a una
segunda conclusión sobre este particular. Las cosas se dicen verdaderas en
primer lugar en cuanto se adecuan al entendimiento divino y en segundo
lugar en cuanto se ordenan por naturaleza a formar una verdadera esti-
mación de sí mismas en el entendimiento humano.29
Esta conclusión es de la mayor importancia: el hombre no es “creador”
de la verdad; hay una dependencia en el conocimiento respecto de la rea-
lidad extrasubjetiva y, si bien aun en el caso del entendimiento humano la
verdad mantiene su carácter de relación de adecuación, no es el “arbitrio”
del hombre quien determina el contenido de esta adecuación. Respecto
del hombre, el fundamento de la verdad está en las cosas; respecto de las
cosas está en Dios.
Además, en la adecuación entre el intelecto y las cosas, por “cosa” debe
entenderse al ente en cuanto existente. Así, se lee en el Primer Libro de las
Sentencias de Pedro Lombardo que “Como en la cosa está su esencia y su
existencia, la verdad se funda en la existencia de la cosa más que en la
esencia (...). De donde digo que la misma existencia de la cosa, es causa

26
Cfr. también en Suma Teológica I, q. 16, a. 6, corpus.
27
Cfr. De Veritate, loc. cit.
28
Cfr. Suma Teológica, II-IIae. q. 179, a. 2, corpus.
29
Cfr. De Veritate, q. 1, a. 4, corpus.
¿Se puede alcanzar la verdad? 213

de la verdad, según que está en la cognición del intelecto”.30 La verdad,


pues, se halla principalmente en el intelecto: en primer lugar en el entendi-
miento divino creador, en segundo lugar en el entendimiento humano. Por
extensión, podemos llamar verdaderas a las cosas en tanto se conforman
al entendimiento de quien las crea. Así se habla de verdad lógica – la que
se encuentra en el entendimiento humano que conoce - y ontológica – las
cosas, en tanto realizan en sí la semejanza con el entendimiento de quien
las crea, es decir, en cuanto son conformes a lo que el autor de las mismas
piensa y quiere que sean-.

La razón de verdad se encuentra formalmente en el juicio

La verdad se encuentra en el intelecto, pero ¿a cuál de sus operaciones


corresponde formalmente? Nótese que el término “adecuación” se relacio-
na con el verbo “adecuar” (del Latín, “adaequare” cuyo primer significado
es “igualar”, “hacer igual”). Nada se “iguala” consigo mismo sino con otro.
Conforme con ello, Santo Tomás argumenta del siguiente modo para esta-
blecer en cuál operación del intelecto se produce una verdadera adecuación
entre éste y las cosas.
La razón de verdad comienza a hallarse en el entendimiento cuando
hay “algo” en el intelecto que no tiene la cosa fuera del alma pero que es
correspondiente a ella; de esta manera puede darse adecuación pues hay
dos términos: “algo” del entendimiento y “algo” de la cosa. En la Suma
Teológica (I, q. 16, a. 2), explica cuáles son estos dos “términos”. La natura-
leza propia del entendimiento es “conocer” y esto ocurre cuando posee la
presencia intencional del objeto. Pero no basta con esto, sino que también
se debe conocer la conformidad del objeto entendido con la cosa. De no
ser así, estaríamos en posesión de una verdad, pero sin conocerla.31 Esto
ocurre cuando el entendimiento afirma o niega acerca de la realidad apre-
hendida, es decir, en el acto de juicio.
En la proposición, obra del juicio, la inteligencia aplica o separa de la
cosa significada por el sujeto lo expresado por el predicado y afirma o
niega su conveniencia o disconveniencia; esto es lo que el entendimiento
aporta: la afirmación o negación que no está en la cosa fuera del alma. Pero,

30
Cfr. Distinción 19, q. 5, a. 1.
31
Cfr. Suma Teológica, I, q. 16, a. 2.
214 Marcelo L. Imperiale

en el momento de afirmar o negar, el entendimiento conoce la conformidad


de tal afirmación o negación con la realidad concreta extramental.
En el artículo 9 de la cuestión 1 del De Veritate, se completa esta explica-
ción: “La verdad es conocida por el entendimiento en tanto que reflecta32
sobre su propio acto; y no solo en tanto que conoce su propio acto, sino
en tanto que conoce su adecuación a la cosa, adecuación que no puede
ser conocida si no se conoce la naturaleza del principio activo, que es el
mismo entendimiento, a cuya naturaleza le compete el acomodarse a las
cosas. Luego el entendimiento conoce la verdad en tanto que reflecte sobre
sí mismo”.
En la simple aprehensión y en sus obras, existe la verdad secundaria-
mente y con posterioridad. Una definición se dice verdadera o falsa en
orden al juicio, es decir, es verdadera cuando se aplica convenientemente
a la cosa definida y es falsa cuando no corresponde a la cosa aplicada.
Otro tanto podemos decir del lenguaje. Nuestras palabras son verda-
deras o falsas según que ellas expresan o no la conformidad del entendi-
miento y las cosas.
En resumen, “verdad” y “verdadero” se dice:
• Primero, del juicio del entendimiento.
• Luego, de la definición de la cosa en tanto se atribuye o no a aquello a lo
que pertenece.
• De las cosas, en tanto se adecuan al entendimiento divino, o están ordena-
das por naturaleza a adecuarse al entendimiento humano.
• Del hombre, en tanto puede elegir palabras verdaderas o falsas o hacer una
estimación verdadera o falsa de sí, o de otro, mediante las cosas que dice o
hace.

A modo de conclusión

La posición sostenida por Vattimo, a mi juicio, muestra como el relati-


vismo y escepticismo llevados a sus extremos lógicos y metafísicos, con-
lleva a la cancelación de toda Filosofía como sabiduría y toda aspiración
suya de universalidad; además, sume todo pensamiento humano a una
perplejidad sin salida, sujeto al devenir mudable del tiempo y la historia.
Contrariamente, el realismo objetivo sostenido por el pensamiento de

32
“Reflecta”, es decir, “vuelve sobre”.
¿Se puede alcanzar la verdad? 215

Santo Tomás es claro ejemplo de un progresivo avance en el camino de la


verdad; además, sustenta el conocimiento humano dando lugar en él para
las certezas objetivas y para sentar las bases de una philosophia perennis.

••

El presente trabajo ha sido escrito con bastante posterioridad a las clases de


Gnoseología en las que tuve el gran gusto de contarme como discípulo del
profesor Courrèges. Fue él quien nos hizo conocer el texto del De Veritate y
quien me facilitó la obra de Jesús García López, que cito en el texto.

Marcelo L. Imperiale
Universidad Católica Argentina
Universidad del Salvador
Resumen

Frente al problema de la verdad y la posibilidad para el hombre de alcanzarla, caben dos


actitudes básicas, principales: a) negativa: es dudoso, o directamente no es posible al hombre
conocer con certeza la verdad. Es la respuesta propia de una actitud escéptica; b) afirmativa: sí
es posible al hombre conocer la verdad y la conocemos en muchos casos. En el presente trabajo
me propongo reflexionar acerca de ambas “actitudes”, a través del análisis de dos respuestas,
opuestas entre sí, y suficientemente paradigmáticas: 1) la posición –a mi juicio, escéptica y relati-
vista– que se desprende del pensamiento de Gianni Vattimo; y 2) la concepción clásica acerca de
la verdad, propia del realismo objetivo, conforme con las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino.
La concepción de Tomás de Aquino acerca de la verdad se sustenta en sólidos fundamentos me-
tafísicos pero, a mi entender, la filosofía de Vattimo propone lo que yo llamaría una justificación
del relativismo que pretende ir más allá del mero subjetivismo y, en tal sentido, constituye un
intento de fundamentación metafísica del mismo.
La cosmología teológica del Comentario
a las Sentencias de Tomás de Aquino
Breve presentación e introducción temática a II Sent. dist. 12-15*

“es altamente sorprendente que la doctrina de la creación como


contenido de fe haya sido en parte abandonada y sustituida por
vagas consideraciones filosóficas”.
J. Ratzinger, Creación y Pecado (Eunsa, p. 12).

El término sententia ha sido usado con distintos significados: de simple


enunciado de una opinión en un florilegio llega a designar la solución
doctrinal y autorizada de un problema, obtenida a través de un proceso
de maduración racional. Las sentencias formaban parte del proceso de
enseñanza durante el medioevo, pues la transmisión del conocimiento,
frecuentemente oral y de recepción auditiva, exigía se facilitase su fijación
a través de fórmulas breves y simples. La literatura sentenciaria incursionó
en los más diversos campos: lógico, metafísico, cosmológico, antropológico
y ético; es por ello que revisten un carácter arquitectónico en tanto cons-
tituyen una suerte de estructura conceptual a partir de la cual la Edad
Media vio la realidad.
La colección de sentencias más famosa fue, sin lugar a dudas, la de
Pedro Lombardo. Compone según un orden temático el saber acumu-
lado por los Padres de la Iglesia, presentando y exponiendo los distintos
problemas a través de las expresiones patrísticas reunidas, clasificadas y

*
La sección II Sent. dist. 12-15 constituye el esbozo de una completa cosmología teológica en don-
de se encuentran explicitados un resumen de la doctrina de la creación (desarrollada in extenso
en el L. II, dist. 1 de esta misma obra), una teoría de la materia y de la forma, una exposición de
carácter cosmológico sobre la luz, un resumen de la organización general del cosmos supralunar
y sublunar en los ámbitos mineral, vegetal y animal, a los que se suman temáticas antropológi-
cas específicas como la relativa a la libertad del hombre frente al determinismo de los astros y
el valor del descanso humano como algo querido y proyectado por Dios.
En este trabajo reformulo ideas expuestas en la Jornada sobre: Tomás de Aquino: El Comentario a
las Sentencias de Pedro Lombardo, organizada por Fundación BankBoston-Fundación Integra el 30
de agosto de 2004.

Silvia Magnavacca, Léxico Técnico de Filosofía Medieval, Miño y Dávila, 2005, “sentencia”, 630.

Utilizaremos, de aquí en más como texto base: Tomás de Aquino, Comentario a las Sentencias de
Pedro Lombardo, Vol I/1 y Vol. II/1, ed. Juan Cruz Cruz, Eunsa, 2002-2005, edición del texto en la
que me ha correspondido traducir la sección cosmológica correspondiente al relato de la creación
(II Sent. dist. 12-15) tema del que nos ocuparemos en el presente trabajo.
218 Olga L. Larre de González

confrontadas. Cada cuestión ve, de este modo, oponer auctoritates de igual


dignidad, suscitando así una crisis entre los textos patrísticos que permite
ir al fondo de una hipótesis o de un problema.
El Maestro de las Sentencias quiere –a instancia de sus alumnos– reali-
zar una obra de dimensiones reducidas, volviendo superfluo el recurso a
múltiples tratados; este es su objetivo metódico primario: facilitar el estu-
dio de cuestiones teológicas, de opiniones o doctrinas de los Padres de la
Iglesia, bien ordenadas y asimiladas. Es manifiesto, asimismo, su deseo de
atenerse fielmente a la tradición exponiendo, a menudo, su pensamiento a
través de los términos mismos de los Padres, que intervienen no sólo como
testimonios, auctoritates, sino que a menudo son sus mismas frases las que
expresan las ideas del Lombardo. La obra denota reales cualidades peda-
gógicas: uso de la repetición; habilidad para sostener el interés a través del
uso de fórmulas variadas de introducción a los problemas y cuestiones; y,
finalmente, el recurso a diferentes expresiones de síntesis que cierran su
opinión en torno a un tema.
Su objetivo teórico, es primariamente teológico, pues su argumentación
está orientada por la Revelación; y secundariamente filosófico, en tanto in-
cluye temas que se desarrollan con argumentaciones desplegadas a través
de la razón natural: así por ejemplo, la existencia de Dios, la creación del
mundo, el origen divino de las almas y su inmortalidad.
En el inicio de su exposición procura definir el método subjetivo: la dis-
posición y el ánimo que en el maestro y discípulo debe prevalecer cuando
ambos se acercan al misterio de Dios. Y esta disposición no es otra que el
amor y el consiguiente gozo (fruitio).
Lombardo divide los libros en dos partes, basándose en criterios agus-
tinianos: de rebus (realidades teologales) y de signis (signos teologales). El
carácter propio de los signos es estar referidos a algo que tiene la índole de
“cosa” (res). Y entre las cosas, hay algunas que se han de gozar (fruenda);
otras que se han de usar (utenda); y otras que se gozan y usan (fruntur et
utuntur).
La obra examina sucesivamente el misterio de la Trinidad (Libro I: res
quibus fruendum est); el problema de la Creación (Libro II: res quibus uten-
dum est); la Encarnación y la acción del Espíritu Santo (Libro III: res quae
fruuntur et utuntur); y, finalmente, los Sacramentos (Libro IV: de signis). Esta
es la única división expresamente indicada por su autor, mientras que el


San Agustín, De div. quaest., q. 30; P.L., 740 c 19.
La cosmología teológica de S. Tomás 219

número de las distinciones, en cambio, se debe a los distintos comentado-


res que estudiaron y analizaron esta obra que, durante siglos, alimentó las
lecciones de los bachilleres en las Universidades y los centros teológicos
de Occidente.
El nexo con el método escolástico utilizado por Pedro Lombardo es el
Sic et Non de Abelardo. La forma de la quaestio practicada cada día en las
escuelas de dialéctica se impone al orden de las materias: las autoridades
reunidas no se complementan, sino que se contradicen, exigiendo un sí o
un no. De este modo, la expresión dialéctica de los contenidos deviene la
nueva figura del saber. El pensamiento teológico lombardiano no busca
el consenso ni la fidelidad consecuente a un texto fijo, sino que avanza a
través de discordancias cuidadosamente establecidas: non solum diversa
sed adversa. El ingreso de la lógica aristotélica en teología bajo la forma de
cuestión surge, así, a través de la afirmación y la negación, transformando
la exégesis en discusión razonada. Para pensar es necesario “establecer el
sentido de las palabras” (vocum imposiciones); distinguir los argumentos
(argumentorum discretio) y tomar parte en la disputa (disputationes discipli-
na). En este sentido las Sentencias ha sido un manual hecho para nutrir la
confrontación intelectual.
M. Colish considera que la obra de Lombardo ha sido injustamente
valorada por autores como M. Grabmann, J. de Ghellinck y Chenu y
estima que su texto aportó un progreso en la concepción de la doctrina,
en la aplicación de la analogía y del símbolo, y particularmente, en la con-
figuración del lenguaje teológico.
Constituye nuestro propósito realizar una primera indagación de las
características centrales del relato de la creación según se desprende del
Comentario a las Sentencias (II dist. 12-15) de Tomás visto desde su compa-
ración con el texto del Lombardo; será este el primer paso en un estudio
que proyecta ver comparativamente la doctrina cosmológica de esta obra
con trabajos de madurez del Aquinate.


M. Colish, Peter Lombard, vol. 1-2M., Brill, Leiden-New-York-Köln 1994, I 4-10, 85-88, 152-3.

M. Grabmann, Die Geschichte der scholastischen Methode, Akademische Druck, Graz 1957, reim-
presión del original de Herder, Freiburg 1911.

J. de Ghellinck, Patristique et Moyen Âge: études d´ histoire littéraire et doctrinale, nouvelle éd. Rev.
Et auge., éd. Universal, Bruxelles 1949-1961.

M.–D. Chenu, La théologie au douzième siècle, Vrin, Paris, 1957; Introduction à l´ étude de saint
Thomas d´Aquin, Vrin, Paris, 1950.
220 Olga L. Larre de González

1. Las aportaciones del relato hexameral de Pedro Lombardo


El pensamiento cosmológico del Lombardo se ha alimentado de múlti-
ples fuentes patrísticas. Lombardo no simpatiza con el modelo de Chartres,
sin embargo acostumbra utilizar la doctrina de los filósofos y de los teó-
logos de su tiempo para fundamentar su posición. De este modo se acerca
a las fuentes patrísticas dialogando con las doctrinas contemporáneas
con las cuales expresa su acercamiento o distanciamiento, en forma muy
selectiva.
El desarrollo expositivo sobre la creación tiene rasgos inusuales. Como
Ignacio Brady ha puntualizado muy claramente, es posible establecer una
dependencia de fuentes intermedias tales como la catenae patristica. Esta
misma conclusión puede ser determinada a partir de la propia metodolo-
gía expositiva: el parámetro normal es citar el autor y el trabajo a través
de una paráfrasis del texto, explorando las razones que le han conducido a
desarrollar esa doctrina; mientras que, cuando el Maestro expone el tema
de la creación, en cambio, sólo se menciona el nombre de la autoridad re-
firiendo muy brevemente el núcleo de su pensamiento.
El Lombardo comienza por exponer la idea que atribuye a Beda y que
él intenta sostener: hay una causa simple de la creación que es Dios; doc-
trina opuesta a la noción chartriana de tres principios: Dios, el ejemplar
y la materia, esta última no creada y sin principio; y Dios, actuando como
artesano y no como Creador.
Sostiene con firmeza que el Creador todo lo hace desde la nada, mien-
tras que el artesano produce su obra desde una materia preexistente. De
este modo el hacer es un movimiento que implica cambio en quien hace,
modificación y proceso que no alcanza al acto creador.
Se detiene, asimismo, en otra posición de la escuela chartriana que el
Lombardo atribuye a Aristóteles, y que admite que los principios de la
creación son tres: la causa material, la causa formal y la causa eficiente, to-
das ellas eternas. Este es un concepto erróneo que ha conducido a muchos
a afirmar la eternidad del mundo y a equiparar el Espíritu Santo con la
causa eficiente que combina la forma y la materia.10 El Lombardo reitera al
punto la doctrina del libro I de las Sentencias donde expone que es inacep-


Ver reseña de sus conclusiones en: M. Colish, Peter Lombard, Vrin, Paris 1994, vol. 1, p. 336.

II Sent, dist. 12, Texto de Pedro Lombardo, vol. II/1, p. 366.
10
II Sent., dist. 1, Texto de Pedro Lombardo, vol. II/1, pp. 73ss.
La cosmología teológica de S. Tomás 221

table dividir el trabajo de la creación entre las personas Trinitarias pues es


la divina naturaleza común la que crea. Y es también la divina naturaleza
la que permanece trascendente. El desarrollo argumentativo recurre a san
Juan Crisóstomo en su Glosa de la Epístola a los Hebreos, expresándose
con los mismos términos de esta autoridad.11
En torno al problema del por qué de la creación viene al ser, Pedro
Lombardo muestra la influencia de la Summa Sententiarum de Hugo de
San Víctor. Sugiere que Dios creó los seres racionales para que alcancen
el conocimiento del bien supremo: conociendo a Dios, puedan amarlo, al
amarlo, lo posean, y al poseerlo, alcancen el gozo. Cada cosa, en la natura-
leza fue hecha para el bien del hombre y para que el hombre las use y las
goce en vistas al gozo último de Dios.12
La enseñanza del maestro prosigue desde el por qué de la creación ha-
cia el cómo. Con la Suma Sententiarum sostiene la creación simul y ex nihilo
de los ángeles y de la materia primordial, oponiéndose a la versión agusti-
niana. Usa a Alcuino como ancla en la secuencia de la creación al sostener
cuatro modos de operación divina:13 primero, Dios creó todas las cosas
eternamente en el Verbo, esto significa que Dios poseyó el plan de la crea-
ción en su pensamiento desde toda la eternidad. Al manifestar este plan,
procedió por etapas. Primero creó los ángeles y la materia informe. Luego,
durante los seis días subsiguientes produjo las criaturas individuales a
partir de la materia y de las formas creadas para este propósito. Adopta
la exposición del relato gregoriano o isidoriano por sobre el comentario
de San Agustín por cuanto entiende se componen más adecuadamente
con el texto del Génesis.14 Y, por último, introdujo las razones seminales
agustinianas que garantizan el futuro desarrollo de las criaturas con pos-
terioridad a los seis días.15
Podríamos decir que el Lombardo está menos intrigado por los pro-
blemas físicos y las inconsistencias especulativas que San Agustín. Como
contrapartida, ofrece, en cambio, un orden lógico y una circunscripción
temática orgánica de las principales cuestiones concernientes al problema
de la creación y de la finalidad del mundo, de las cosas y del hombre a la

11
I Sent., dist. 1. Texto de Pedro Lombardo, vol. I/1, pp. 96ss. El análisis de Tomás sobre este pa-
saje del Lombardo corresponde a: dist. 1, cuestión 2 art. 1, 108-9 y cuestión 4 art. 1, 114-5.
12
I Sent., dist. 1, Texto de Pedro Lombardo, vol. I/1, íb.
13
II Sent., dist. 12, Texto de Pedro Lombardo, vol. II/1, p. 369.
14
II Sent., dist. 12, Texto de Pedro Lombardo, vol. II/1, p. 366.
15
II Sent., dist. 12, Texto de Pedro Lombardo, vol. II/1, p. 369.
222 Olga L. Larre de González

luz de la fe. Profesa, asimismo, principios claros sobre las relaciones entre
la ciencia y la fe sosteniendo una idea fuertemente ortodoxa y simple, sin
las sinuosidades propias de un Abelardo.

2. El relato hexameral en la versión del Comentario


a las Sentencias de Tomás de Aquino

El Comentario a las Sentencias es la primera gran obra teológica de Tomás


de Aquino que representa su enseñanza como bachiller en la Universi-
dad de París. Redactado entre 1254 y 1256, Tomás no lo consideró nunca
como definitivo, lo retocó varias veces y, diez años más tarde, lo abordó
nuevamente para sus clases dirigidas a los estudiantes romanos de Santa
Sabina.16
En cuanto al tratamiento metódico del Comentario, Santo Tomás comien-
za cada distinctio con una divisio textus, seguida de una serie de cuestiones
distribuidas a su vez en artículos y, en algunos casos, también en subcues-
tiones (quaestiunculae) que le permiten analizar el texto del Lombardo que
concluye con una expositio que es un comentario literal sumario. Su original
especulación se inserta en el entramado mismo del texto, formulando los
distintos problemas con penetración analítica, e incorporando a las fuentes
patrísticas el aporte de los nuevos comentarios. Es una obra plenamente
personal, en donde se advierte un Tomás influenciado por los maestros
agustinianos –el mismo San Alberto estaba aún lejos de una emancipación
de esta influencia; pero que, al mismo tiempo comienza a incorporar las
doctrinas cosmológicas de Avicena, Averroes y Maimónides. Aristóteles
no disfrutaba de buena fama entre los teólogos; y el esfuerzo de Tomás
comienza a expresarse en un intento de síntesis entre el agustinismo
platónico tradicional en lo concerniente a la concepción del mundo con la
novedad del aristotelismo. En el fondo, lo que estaba en juego no era tanto
la dialéctica platonismo-aristotelismo como la superación de la antítesis
monismo-dualismo; el mismo problema, como se ve, al que ya se había
enfrentado la patrística, pero ahora desarrollado desde otra perspectiva
metafísica. También está presente el dilema fe-razón, que en ningún otro
dominio de la doctrina revelada se presentaba más agudamente que en
éste de la creación.

16
Tomás de Aquino, Lectura romana in primum Sententiarum Petri Lombardi, ed. by +Leonard E.
Boyle, OP and John F. Boyle, Pontifical Institute of Mediaeval Studies, Toronto 2006.
La cosmología teológica de S. Tomás 223

Santo Tomás organiza la teología de su Comentario con Dios como centro


y todas las cosas a su alrededor, según la relación de descenso y regreso; o
sea, en cuanto proceden de El como origen y en cuanto vuelven a El como
fin último.17 Los libros siguen el siguiente esquema:
1. la manifestación de la vida divina trinitaria pertenece a la sabiduría
de Dios, pues si conocemos algo de El, es preciso que de El se derive.
Esta manifestación se hace especialmente mediante el Hijo, Sabidu-
ría y Verbo del Padre. Por El hemos conocido que el Hijo, procede
del Padre y que el Espíritu Santo procede de ambos.
2. la producción de las criaturas viene de Dios, pues El posee de las co-
sas creadas la Sabiduría especulativa y la operativa, “como el artífice
la tiene de los artefactos”. Santo Tomás expresa que esto también es
atribuido al Hijo por cuanto “es la imagen de Dios invisible, respecto
a cuya forma todas las cosas han sido formadas”. De suerte que el
orden de la creación tiene su causa ejemplar en el eterno proceso de
las Personas. Esta ejemplarización de la creación apenas apuntada
por Lombardo, es enérgicamente subrayada por el Aquinate.
3. la restauración de las obras. Dado que una cosa “debe de ser repara-
da mediante lo que fue hecha”, esta reparación ha sido llevada a cabo
especialmente mediante el Hijo. Esta es la materia del libro tercero
en cuya primera parte se trata de los misterios de nuestra reparación;
y en la segunda, de las gracias que nos han sido conferidas mediante
Cristo.
4. la perfección por la que las cosas son conservadas en su fin. Y esto
pertenece también especialmente al Hijo de Dios, “quien nos ha
conducido a la gloria de la heredad paterna”. Para alcanzar el fin se
requiere una preparación a través de los sacramentos y una conduc-
ción a la gloria a través del sufrimiento de Cristo.
Santo Tomás conecta metódicamente este dinamismo de exitus (mani-
festación divina, producción de las criaturas) y reditus (restauración y per-
feccionamiento) con la doble relación interna de la vida íntima de Dios: de
un lado, la procesión del Verbo a partir del Padre da mayor profundidad
a la eficiencia de Dios en la creación; de otro, la espiración del Espíritu
Santo modula la causalidad formal de la gracia que permite el regreso de
las criaturas a Dios.

17
Seguimos a continuación el esquema propuesto por J. Cruz Cruz en su introducción al Vol. I/1:
El misterio de la Trinidad, pp. 30-31.
224 Olga L. Larre de González

El Comentario a las Sentencias es una pieza clave del corpus tomasiano


por varios motivos. Primero porque nos permite conocer su pensamiento
filosófico-teológico de un modo integral; nos procura, además, datos sobre
la evolución de su doctrina; y, finalmente, porque nos permite apreciar su
originalidad. Tiene la ventaja de exponer el pensamiento sobre el conjun-
to de la problemática teológica, obligando a tomar contacto con todos los
problemas que formulaba la enseñanza y a tener clara conciencia de su
interdependencia. El libro II a través del estudio de la obra de los seis días
y del hombre que la corona se presta particularmente para el desarrollo de
los temas centrales de una cosmología y de una antropología filosófica.
En segundo término, el Comentario a las Sentencias constituye una refe-
rencia para determinar la evolución de su pensamiento; es excelente térmi-
no de comparación que permite medir el progreso, o bien la contramarcha
y abandono de teorías cuando las audacias de juventud son, luego de la
reflexión y confrontación de la madurez, juzgadas menos seguras.
Esto permitirá un tercer aporte: determinar el vigor del pensamiento
y la originalidad del joven bachiller descubriendo el verdadero juego de
influencias que se ejercen sobre su pensamiento, los préstamos que se es-
tablecen y los aportes personales más o menos pronunciados.
Es esta una tarea que al presente nos encontramos desarrollando con la
intención de fijar el temprano pensamiento cosmológico de santo Tomás,
su originalidad e integración con sus teorías físicas de madurez.
El orden que sigue el texto es el que ha sido reconocido por todos los
exégetas: el autor comienza por la creación general del mundo, cielo y
tierra, criaturas espirituales y materiales;18 éstas últimas en un estado
elemental y todavía no organizado.19 Santo Tomás rechaza la idea de una
materia creada bajo una única forma; y siguiendo a Averroes expresa que
la primera aptitud que hay en la materia es con relación a la forma de
los elementos. De este modo sostiene que la materia primera fue creada
“bajo las formas sustanciales de los componentes esenciales del mundo,
producidos en el principio de la creación”:20 opus creationis en la que han
quedado incluidos los ángeles, el firmamento, el tiempo y la materia de
los cuatro elementos.21

18
II Sent. dist. 2-11 (criaturas espirituales); dist. 12-15 (criatura corporal) que corresponden al
vol II/1.
19
II Sent., dist. 12, vol. II/1, p. 372.
20
II Sent., dist. 12, vol. II/1, p. 385.
21
II Sent., dist. 12, división del texto de Pedro Lombardo, vol. II/1, pp. 369-370.
La cosmología teológica de S. Tomás 225

En realidad, la doctrina de la “creación de la nada” surge hacia la se-


gunda mitad del siglo II d.C., aplicándose al hacedor los términos creator y
factor. Así en el siglo III, Tertuliano menciona el hecho de que hay cristia-
nos que creen todavía en una creación de materia preexistente (ex aliqua
materia), pero no ex nihilo.22
La fórmula “creatio ex nihilo” se conocía en los tiempos de San Agustín
(s. V).23 Posteriormente, incluso Juan Escoto Eriúgena explica la creación
como la actividad de la voluntad divina que produce todo lo que existe
pasándolo del no-ser al ser.24 Ya Pedro Lombardo propone distinguir ní-
tidamente entre crear y hacer; en el primer término se implica la fórmula
ex nihilo; en el segundo, no.25 Y de esta tradición toma la fórmula Santo
Tomás.
Tras esta primera consideración, analiza si la materia es una y la misma
para todos los cuerpos.
La doctrina expuesta es la misma que desarrolla en el Comentario al
De Caelo: la composición de materia prima de los astros está fundada en su
corporeidad, en su realidad de entes sensibles, pero les asigna una materia
cuya forma colma toda potencialidad, y por eso el astro es incorruptible;
contrariamente, los cuerpos terrestres están sometidos a la generación y la
corrupción por ello tienen una materia diversa;26 mientras que las formas
separadas no son sensibles, sino inteligibles en acto, los astros son sensibles
y compuestos de materia y forma.27
Sigue luego el desarrollo de esta creación elemental. La organización
del mundo comprende la obra de los seis días y se halla dividida en dos
triduos: la obra de distinción (opus distinctionis) y la obra de ornato (opus
ornatus).
Su posición adhiere a la de San Agustín al señalar que Moisés divide
en partes lo que fue hecho simultáneamente. El orden temporal basado en
la distinción de las realidades es la posición más común, pero la posición

22
Tertuliano, Adversus Marcionem, II, 5, 3. Cfr. Tomás de Aquino, Comentario a las Sentencias, Vol.
II/1, Introducción, pp. 26-7.
23
A. Hamman, “L´enseignement sur la création dans l´antiquité chrétienne”, Revue des Sciences
religieuses, 1968 (42), 1-23, pp. 97-122.
24
J. E. Eriúgena, Periphyseon I, ed. I. P. Sheldon-Williams, Dublin 1968 (1972), p. 64.
25
Pedro Lombardo, II Sent., d. 1, cuestión 1, art. 2 y 3, vol. II/1, pp. 84ss.
26
Tomás de Aquino, Pedro de Alvernia, Comentario al libro de Aristóteles sobre El cielo y el mundo,
Eunsa, Pamplona 2002, libro I, 6, pp. 108ss.
27
Sobre el estudio de los astros consultar: II Sent., dist. 15, cuestión 1, art. 1-3, vol. II/1, pp. 446-
457.
226 Olga L. Larre de González

agustiniana es la que Tomás encuentra más razonable y la que “mejor


defiende la Escritura de la burla de los infieles”.28
Por tanto, la disposición de los ocho actos creadores en el cuadro de los
seis días, sigue un orden fundamentalmente lógico. Siguiendo a san Agus-
tín, y separándose del Lombardo, expresa que “seis días son un único día”
presentado a través de seis realidades según las cuales resulta numerado.
A partir de la obra de distinción se atribuyen a las realidades creadas
virtudes activas y pasivas. La distinción no consiste, por tanto, en una ex-
tracción de algo desde una cierta combinación, sino en el hecho mismo de
conferir a las realidades distintas virtudes. Precisamente la propagación
de los seres está fundada en la mutua acción y pasión, doctrina que Tomás
pretende vincular con las razones seminales de San Agustín.29 En la pri-
mera mitad de su obra Dios distingue la luz de las tinieblas (primer día);
las aguas superiores de las inferiores30 (segundo día); las aguas inferiores
de la tierra (tercer día); y en la segunda orna las diferentes partes del uni-
verso, ubicando en el cielo el sol, la luna y las estrellas (cuarto día); en las
aguas y en los aires los peces y las aves (quinto día), y, finalmente, sobre la
tierra, los animales y el hombre (sexto día).31 El tipo de movimiento natural
realizado es el principio de distinción del ornato de cada elemento. Así los
animales aptos para caminar pertenecen al ornato de la tierra, los aptos
para nadar al ornato del agua y los aptos para volar al del aire. Finalmente,
la santificación del séptimo día por el reposo divino y la consagración del
sabbat termina el relato y fija el origen divino de la semana.32
El relato hexameral no es un mito, ni una ficción, ni una alegoría, sino
una descripción de hechos cumplidos; su fin tampoco es transmitir un
tratado científico de cosmología. Santo Tomás distingue entre verdades
de fe por sí y por accidente. Es por sí que el mundo fue creado por Dios,
y por accidente el modo que toma el relato hexameral, claro ejemplo de

28
II Sent., dist. 12, art. 2, vol. II/1, p. 376.
29
II Sent., dist. 12, art. 2, vol. II/1, pp. 374-8.
30
En punto a esto Santo Tomás rechaza la opinión de Agustín y de Pedro Lombardo. Establece
que se habla analógicamente del cielo con relación a los elementos. Así el cielo empíreo es se-
mejante al fuego; el cielo cristalino, es semejante al agua y tiene dos partes una diáfana y otra
opaca.
31
En esta división es posible objetar que la creación de las plantas en el tercer día no pertenece
propiamente a la obra de distinción.
32
Santo Tomás establece que hay una doble perfección: la perfección propia de la totalidad que se
posee en cuanto una realidad resulta integrada por todas sus partes esenciales. Y esto se alcanza
en el sexto día. Y la perfección propia del fin que se cumple en el séptimo día.
La cosmología teológica de S. Tomás 227

la preocupación tomasiana de no comprometer las verdades de fe con los


desarrollos científicos:

es así que, con relación al principio del universo, existe algo que perte-
nece sustancialmente a la fe, a saber que el universo que ha comenzado
por creación. Y esto todos los santos lo afirman de manera concordante.
Pero el modo y el orden conforme al cual ha sido hecho no pertenece a la
fe sino accidentalmente, en cuanto ha sido transmitida por la Escritura.
Y su verdad la salvan los santos mediante diferentes exégesis.33

Otro ejemplo claro de la preocupación tomasiana por distinguir entre fe


y razón nos lo ofrece su postura en lo que concierne a la creatio in tempore.
Santo Tomás la admite como verdad de fe, pero cree imposible poder de-
mostrar racionalmente el tema. Es exactamente la misma la posición que se
encuentra expuesta juvenilmente en el Comentario a las Sentencias y la que
se desarrolla en el opúsculo De aeternitate mundi contra murmurantes, donde
el esfuerzo de Tomás radica en saber si ser creado por Dios totalmente y
no tener comienzo son o no proposiciones contradictorias.
Esta opción es significativa; muestra que nuestro teólogo comprende la
creación más como una cuestión de relación entre el creador y lo creado
que como una cuestión de comienzo de la criatura
El relato ha visto al mundo tal como aparecía a sus ojos: consideró el cie-
lo y la tierra; su enumeración de los seres no es completa ni es científica. Se
ha limitado a las grandes categorías de los seres. No habla de los minerales.
Tomás ofrece sus propias razones: “están ocultos en las vísceras de la tie-
rra”34 y entre las plantas sólo menciona algunas, las especies más útiles para
el hombre, las que son de uso constante. Y coincide con Pedro Lombardo en
señalar que las plantas nocivas sólo fueron tales después del pecado.
La nomenclatura de los animales terrestres es también muy simple y
de naturaleza práctica, adaptada fundamentalmente, como indica Tomás,
a un pueblo rudo de pastores y agricultores que ha de aprender no sólo
que Dios es el creador del mundo sino que todos los seres particulares del
universo son obras de Dios.
Expresa que, además en la constitución del mundo no ha hecho las cosas
por azar: ha procedido con orden, de lo menos perfecto a lo perfecto; este
orden es racional y digno de la sabiduría y la omnipotencia del Creador.

33
II Sent., dist. 12, vol. II, 1, p. 376.
34
II Sent., dist. 14, art. 5, ad 8, vol. II/1, p. 437.
228 Olga L. Larre de González

Con particular énfasis insiste el Angélico en la libertad de Dios al crear


y consiguientemente, en la contingencia de lo creado; lo único que Dios
quiere necesariamente es “su propia bondad”; todo lo demás lo quiere no
absolutamente sino en “cuanto se ordena a su bondad como fin”.35 Tomás
señala además, explícitamente que esta libertad divina se confunde a la
postre con la suprema libertad del que lo hace todo por puro amor; hay
una forma de dar algo sin pretender nada a cambio, “un dar liberal” (datio
liberalis) y tal forma de dar es propia y exclusiva de Dios.36
Singular importancia reviste en el pensamiento tomasiano la doctrina
de la analogía del ser, como corolario de la doctrina de la creación: tanto
el creador como la criatura son, mas no de la misma manera El mundo es,
finalmente conocido en su más profunda verdad de ser un don amoroso
hecho al hombre por el Dios creador, en el que se contienen una enseñanza
sobre el amor y la Sabiduría creadora y por lo tanto un profundo mensaje
moral dirigido a la conciencia del hombre.

••
En un tiempo como el nuestro en que la cuestión ecológica alcanzó un
alto grado de interés social y se cuidan con particular sensibilidad las re-
laciones del hombre con su entorno asistimos a una casi total desaparición
del mensaje de la creación.37 Sobre el olvido práctico de la doctrina de la
creación se podrían citar algunos ejemplos significativos. En el conocido
Neues Glaubensbuch. Der gemeinsame christiliche Glaube,38 el tema de la crea-
ción se esconde en el capítulo titulado “Historia y Cosmos”, que a su vez se
incluye en la cuarta parte del libro: “Fe y Mundo”, a la que preceden: “La
pregunta por Dios” (primera parte), “Dios en Jesucristo” (segunda parte)
y “El hombre nuevo” (3ª. Parte).
Otro ejemplo de este olvido temático podrá encontrarse en: La foi des
catholiques. Catéchèse fondamentale,39 de las setecientas páginas de esta obra
sólo se dedican cinco al tema de la creación. Se encuentran en la tercera
parte: “Una humanidad según el Evangelio” (parte 1: “Una fe viva”; parte

35
S. TH. I, q. 19, a. 3.
36
I Sent, d 18, q. 1. a. 3, vol. II/1, p. 548: “Ninguna donación es puramente liberal (…) a no ser la
operación de Dios” (“nulla datio est pure liberalis (...) nisi et operatio ipsius”).
37
J. Ratizinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992, p. 19.
38
Neues Glaubensbuch. Der gemeinsame christiliche Glaube, ed. J. Feiner y L. Vischer, Basel-Zürich
1973.
39
La foi des catholiques. Catéchèse fondamentale, Le Centurión, Paris 1984.
La cosmología teológica de S. Tomás 229

2: “La revelación cristiana”). En este texto se define la creación de la si-


guiente manera: “así, al hablar de Dios como Creador, se afirma que el sen-
tido primero y último de la vida se encuentra en Dios mismo, presente en
lo más intimo de nuestro ser”,40 con lo cual el concepto mismo de creación
ha perdido su dimensión, densidad ontológica y sentido originario.41
El enfoque de la creación como producción a partir de la nada supone
una imponente novedad no sólo frente al pensamiento griego, sino tam-
bién frente a algunas orientaciones contemporáneas. El mundo aparece,
bajo la perspectiva de la creación como una unidad de orden, en cuanto
unas cosas están referidas a otras, y todas a su creador. En tal sentido,
todas las cosas creadas pertenecen al mismo mundo: comparten el mismo
orden y tienden al mismo fin; y constituyen una unidad donde el todo dice
más que cualesquiera de sus partes considerada separadamente.
El añejo concepto medieval de naturaleza al que hemos apuntado en el
análisis de ambos relatos hexamerales, entendemos constituye un legado
para el hombre de todos los tiempos; muy particularmente, para el hombre
actual cuya actividad se ha caracterizado por el trato y maltrato de esta
naturaleza en una gran diversidad de formas.

Olga L. Larre de González


UCA-CONICET

Resumen

El artículo presenta el contenido del relato hexameral del Libro II de las Sentencias de Pedro
Lombardo (dist. 12-15), comentado en la versión de Santo Tomás de Aquino. La sección consti-
tuye el esbozo de una completa cosmología teológica y filosófica, a las que se suman temáticas
antropológicas específicas. El mundo aparece bajo la perspectiva de la creación como una unidad
de orden, en cuanto unas cosas están referidas a otras, y todas a su creador. La aportación espe-
culativa del Aquinate en torno al tema entendemos constituye un legado para el hombre de todos
los tiempos; muy particularmente, para el hombre actual cuya actividad se ha caracterizado por
el trato y maltrato de la naturaleza bajo una gran diversidad de formas. El enfoque de la creación
como producción a partir de la nada, alcanzado desde el desarrollo de una cosmología teológica,
supone en un tiempo como el nuestro una imponente novedad no sólo frente al pensamiento
griego, sino también de interés para la especulación contemporánea.

40
La foi des catholiques. Catéchèse fondamentale, p. 356.
41
Otros ejemplos son aportado por J. Ratzinger, Creación y Pecado, pp. 19-20.
E. Gilson y el magisterio de León XIII

1. E. Gilson es conocido por su inmensa obra histórico-filosófica que,


más allá de su especialidad en la Historia de la Filosofía Medieval, abarca
temas tan diversos como la biología, la lingüística, las bellas artes, Dante,
la sociedad de masas y tantos otros. El Papa Pablo VI le reconoció un pues-
to de honor en “la pastoral del pensamiento” y con justicia fue llamado
“filósofo de la cristiandad”. Es muy conocida también la importancia que
tuvo para él la noción de filosofía cristiana, propuesta por León XIII en
la encíclica Aeterni Patris, encíclica que Gilson reconoció haber conocido
cincuenta años después de su promulgación. Aquí nos proponemos con-
siderar breve pero integralmente el Magisterio de León XIII a la luz de esa
encíclica, tal como Gilson lo hiciera repetidamente.

2. El interés de Gilson en publicar el magisterio social de León XIII


no fue un gesto acostumbrado en los intelectuales católicos. Quizás otra
excepción a ese respecto haya sido la de J. Pieper. En todo caso, la citada
edición de encíclicas era el signo del amor y del respeto de Gilson por la
Iglesia Católica manifestado en distintas oportunidades. Esto no le impe-
día criticar duramente el clericalismo “una de las peores corrupciones…: la
utilización del poder espiritual en vista de fines temporales, la explotación
del orden temporal bajo la cobertura de la religión”. Se ubicaba como laico
con su propio criterio en cuestiones opinables. En una carta reconoce: “Mi
gran fuerza es no ser sacerdote. Si hubiéramos sido religiosos o sacerdotes,
ni Maritain ni yo habríamos podido escribir la centésima parte de lo que


Lettera autografa di Paolo VI “Al venerato professore E. Gilson, figlio nostro in Gesù Cristo”,
en Un dialogo fecondo. Lettere di Etienne Gilson a Henri de Lubac, Prefazione e commento di Henri
de Lubac, Marietti 1990, p. 127.

E. Gilson. Philosophe de la chrétienté, Editions du Cerf, París 1949.

E. Gilson, El filósofo y la teología, Guadarrama, Madrid 1962, p. 220.

The Church speaks to the modern world. The social teachings of Leo XIII, edited, with an introduction
by Etienne Gilson, New York 1957. E. Gilson, El filósofo y la teología, cit., pp. 213ss.

J. Pieper, Noch wusste es niemand. Autobiographische Aufzeichnungen 1904-1945, Kösel, München
1976, pp. 102s.

E. Gilson, Pour un ordre catholique, Desclée de Brouwer, París 1934. pp. 160s.
232 Juan Andrés Levermann

hemos escrito”. En otro lugar fija un criterio rector: “Libertad cristiana en


la discusión, disciplina frente a la decisión, unidad en la acción”. Preci-
samente la cancelación de la diferencia entre sacerdote y laico era ya para
Gilson “el síntoma menor de una desacralización de la religión”.

3. Para Gilson León XIII ocupa un puesto central en la historia de la Fi-


losofía cristiana de fines del siglo XIX y comienzos del XX.10 En otro lugar
dice: “León XIII ocupa en la historia de la Iglesia el lugar del mayor filósofo
cristiano del siglo XIX, y uno de los mayores de todos los tiempos”.11 Lejos
de considerar a Aeterni Patris como un acto de autoritarismo proveniente
del tradicionalismo del siglo XIX,12 Gilson señala: “El propósito de Aeterni
Patris era mostrar que, efectivamente, la Iglesia nunca cesó de poner la
razón natural al servicio de la fe cristiana, ya fuera en orden a defender-
la, ya fuera en orden a dilucidar su significado”.13 “El Papa concluyó que
el camino más seguro para restaurar la unidad filosófica y teológica era
retornar a la tradicionalmente probada doctrina de Santo Tomás” (ib.). Y
esto porque, entre aquellos que combinaron la obediencia religiosa a la fe
con el ejercicio de la razón filosófica, “el más grande fue Tomás de Aquino”
(ib.). El retorno a Santo Tomás como fuente de la verdad filosófica fue hecho
“por un acto doctrinal único en la historia de la Iglesia” (ib.). La finalidad
del Papa no era enseñar tomismo sino invitar a todos los filósofos católicos
a hacerlo. Gilson señala que León XIII, por su parte, encontró el remedio a
los males sociales y políticos de su tiempo en la doctrina de Santo Tomás.
“Por esta razón la mayor contribución de León XIII a la Filosofía cristiana
estuvo en los campos de la ética personal, social y política”.14

4. Gilson dedicó largos esfuerzos15 a la determinación de la noción de


filosofía cristiana. Fue ésta una cuestión muy estudiada y también deba-
tida.16 Señalemos que el puesto que Gilson le reconoce a León XIII en la

Un dialogo fecondo, cit., p. 44.

E. Gilson, Pour un ordre catholique, cit., p. 36.

E. Gilson, Les tribulations de Sophie, Vrin, París 1967, p. 144.
10
E. Gilson, T. Langan y A. Maurer, Recent Philosophy. Hegel to the present, New York 1966, p.
338.
11
E. Gilson, El filósofo y la teología, cit., p. 267.
12
L. Foucher, La Philosophie catholique en France au XIXe. siècle. Avant la renaissance thomiste et dans
son rapport avec elle, Vrin, París 1955.
13
E. Gilson (ed.), Recent Philosophy, cit., p. 339.
14
Ibidem, p. 340.
15
E. Gilson, El espíritu de la Filosofía medieval, EMECE, Buenos Aires 1952, pp. 13-46, 399-433; El
filósofo y la teología, cit., cap. IX.
16
A. Maurer, “E. Gilson and Aeterni Patris”, en Thomistic Papers vi –Houston-Texas (1994), 4, pp.
91-105.
E. Gilson y el magisterio de León XIII 233

historia de la filosofía cristiana supone, entre otras cosas, la valoración del


carácter filosófico del siglo XIX que se proyectaría sobre el siglo XX: “En
nuestra propia época la filosofía puede ser encontrada en todas partes;
difícilmente sea una exageración decir que domina nuestra vida política,
desde que Hegel, Marx y el cientificismo materialista proveen a nuestros
mayores poderes políticos con la ideología que ellos necesitan para jus-
tificar sus acciones”.17 En otro lugar constata: “Hegel es hoy, y para hoy,
nuestro Aristóteles”.18
El pronunciamiento de Aeterni Patris no era una injerencia indebida de
la Iglesia en el ámbito filosófico sino el cumplimiento del mandato evangé-
lico: “La competencia de la Santa Sede en materia de Filosofía está unida
a su misión apostólica. Al decir a sus Apóstoles (Mateo 28, 49) que fueran
a enseñar por todas las naciones, Jesucristo dejó después de su muerte la
Iglesia que había fundado, «dueña común y suprema de los pueblos»“ De
cualquier manera que se la conciba, la «filosofía cristiana» estará, pues,
unida a la autoridad docente de la Iglesia”.19
Siempre en referencia a Aeterni Patris, Gilson observa: “Se trata, pues,
en la encíclica en un tiempo de desórdenes sociales resultantes de un des-
orden intelectual, de recurrir a la sabiduría humana para reponer a los
pueblos en el camino de la fe y de la salvación”.20

5. Gilson observa repetidamente21 que León XIII al cumplir los veinti-


cinco años de su pontificado “echó una mirada sobre su papado y recordó
los mayores actos de su pontificado. Dio una lista de nueve de sus encícli-
cas y, cosa notoria, no las enumeró según su orden cronológico (…). Pero
escogió otro orden, cuya razón, al tenerla en cuenta, asombra el espíritu: 1)
La filosofía cristiana: Aeterni Patris, 1879. 2) La libertad del hombre: Libertas
praestantissimum, 1888. 3) El matrimonio cristiano: Arcanum Divinae Sapien-
tiae, 1880. 4) La franc-masonería: Humanum genus, 1884. 5) El gobierno civil:
Diuturnum, 1881. 6) La constitución cristiana de los estados: Inmortale Dei,
1885. 7) El socialismo: Quod Apostolici muneris, 1878. 8) Derechos y deberes
del capital y del trabajo: Rerum Novarum, 1891. 9) La ciudadanía cristiana:
Sapientiae Christianae, 1890”.22

17
E. Gilson (ed.), Recent Philosophy, cit., Introducción, p. V.
18
E. Gilson, Les Tribulations de Sophie, cit., p. 157.
19
E. Gilson, El filósofo y la Teología, cit., p. 226.
20
Ibidem, p. 227.
21
Ibidem, pp. 267s. The Church speaks to the modern world, cit., pp. 23s.
22
Ibidem, pp. 267s.
234 Juan Andrés Levermann

Gilson muestra el hilo que une estas encíclicas en el pensamiento de


León XIII: “Las dos primeras encíclicas dictan los fundamentos para la
estructura total. Después de recordar la historia de la filosofía cristiana
y de definir su naturaleza, el Papa declara que ninguna reforma social
es posible excepto sobre la base provista por la doctrina de Santo Tomás.
La exposición de la noción de libertad, en la segunda encíclica, puede ser
leída como una introducción a los problemas discutidos en el resto de la
serie. Sigue la encíclica sobre el matrimonio cristiano porque, como el
Papa ha dicho, la familia es, en un sentido, anterior al cuerpo político. Las
tres encíclicas siguientes tratan problemas predominantemente políticos
(…). Las dos encíclicas siguientes tratan cuestiones predominantemente
sociales y económicas (…)”.23 La novena encíclica, al tratar de los deberes
del cristiano como ciudadano de la ciudad de Dios, es la parte que corona
toda la estructura” (ib.).
Quien quisiera saltear este orden y pasar rápidamente a “algo práctico”,
la Rerum Novarum, por ejemplo, erraría. “No hay, sin embargo, resumen
que permita ganar tiempo. Quien no pase por la filosofía cristiana puede
estar seguro de detenerse. Algunos lo hicieron, y sus sucesores no son
escasos”.24 Aún podemos añadir: “Lejos de ser un suplemento no práctico
de la doctrina, la enseñanza de la filosofía cristiana de los escolásticos,
especialmente la de Santo Tomás de Aquino, es considerada por el Papa un
prerrequisito necesario para cualquier esquema práctico de restauración
del orden social”.25

6. Estas encíclicas forman el Corpus Leoninum de la filosofía cristiana en


el siglo XIX, del cual Aeterni Patris era “como su Discurso del método”. Las
nociones contenidas en este Corpus “eran importantes en sí mismas, pero
todavía más importante era la prueba dada por el Papa que los principios
del Tomismo podían ser aplicados a la solución de los problemas contem-
poráneos. León XIII inició una nueva era en la historia de la Filosofía Cris-
tiana. Con él el papado asumió una función magistral que va mucho más
allá de los límites de la autoridad doctrinal que siempre había ejercido”.26
El Corpus Leoninum contenía, entonces, una serie de principios filosófi-
cos fecundos que Gilson resumió tanto en su edición de las encíclicas de
León XIII como en su Historia de la Filosofía: “La doctrina moral y social

23
E. Gilson (ed.), The Church speaks to the modern world, cit. p. 24.
24
E. Gilson, El filósofo y la Teología, cit., p. 216.
25
E. Gilson (ed.), The Church speaks to the modern world, cit. pp. 6s.
26
E. Gilson (ed.), From Hegel to the present, cit., p. 344.
E. Gilson y el magisterio de León XIII 235

del Papa presuponía una cierta concepción filosófica y religiosa del mundo
y a la cual constantemente se refiere, explícita o implícitamente”.27

7. Los principales temas de la doctrina de León XIII28 en el resumen de


Gilson.
i. La Filosofía cristiana: Ya nos hemos referido a Aeterni Patris en las líneas
anteriores. Agreguemos tan sólo, siguiendo a Gilson, que quien quiera
considerar este documento como referido sólo de manera indirecta a la
enseñanza social y política de León XIII estaría totalmente fuera de la ver-
dad. Y esto se hace claro en los artículos 26-29 donde las doctrinas de Santo
Tomás sobre la libertad, sobre el origen divino de toda autoridad, sobre
las leyes y sobre todas las otras nociones fundamentales de filosofía polí-
tica son llamados los mejores medios –después de la Gracia divina– para
introducir a las mentes modernas en el entendimiento adecuado y en la
apreciación de las instituciones católicas.
ii. El error fundamental: Éste consiste en el rechazo al reconocimiento de
la existencia de Dios, de un orden sobrenatural y del deber de someternos
a él. Los nombres que recubre este error varían con los campos en los que
se trate. En la filosofía especulativa su nombre es naturalismo o racio-
nalismo. En el campo de la filosofía práctica el mismo error es llamado
“liberalismo”: el rechazo de cualquier ley divina y sobrenatural. Aquellos
que mantienen la autosuficiencia del orden natural terminan negando su
existencia.
iii. La verdad fundamental: Se trata de la distinción entre naturaleza y
Gracia, familiar para el cristiano pero olvidada en sus implicancias. El
hombre es en sí mismo una naturaleza determinada por su propia defini-
ción. Dios puede añadir a esta naturaleza cualquier perfección que no la
contradiga. Por ejemplo, alcanzar la visión beatífica es un fin sobreañadido
a su naturaleza y, por ello, es una Gracia sobrenatural. Una noción central
en la filosofía cristiana es la de creación. Las cosas creadas llevan la marca
de su origen divino y fueron creadas con el acuerdo del intelecto y de la
voluntad infinitamente perfectas de Dios. De aquí que lo que llamamos
la ley de la naturaleza es una expresión particular de la ley divina. Por
consiguiente, una violación de la ley de la naturaleza es una violación de
la ley de Dios y también a la inversa.

27
Ibidem, p. 340.
28
E. Gilson (ed.), The Church speaks to the modern world, cit., pp. 6-20.
236 Juan Andrés Levermann

Por este motivo León XIII repetía que si los gobernantes conocieran sus
verdaderos intereses, se darían cuenta de que la Iglesia es su aliada más
segura y sincera.
Una ley de las criaturas que tiene repercusiones en lo socio-político es
la ley de desigualdad entre los seres. Seres inertes, vegetales, animales,
hombres. Dentro de la misma especie humana hay desigualdades entre
los individuos, tanto físicas como intelectuales, que conllevan diferencias
también en poder y autoridad. Las revoluciones modernas son intentos
por subvertir estas desigualdades existentes entre los hombres y que el
hombre no puede suprimir aunque tampoco puede agravarlas con injus-
ticias sociales. Las leyes justas deberían compensar esas desigualdades. El
régimen político que más hizo por eliminar las clases sociales se convirtió
en la peor tiranía que el mundo moderno ha conocido.
iv. Autoridad política: Si bien en la época de León XIII la mayoría de las so-
ciedades europeas eran monarquías y dado que quienes buscaban derrocarlas
lo hacían en nombre de ideales democráticos, podría pensarse que el Papa
buscaba consagrar “el derecho divino de los reyes”. Sin embargo, el Papa trató
sobre la autoridad cualquiera sea su forma. La duración de un mandato o la
forma en que se llegó a él no convierte al poder político en menos sagrado
que el de un rey. Hay aquí dos problemas diferentes: el problema del modo de
designación del soberano y el problema del origen del poder ejercido por él.
Cualquiera sea el modo de designación, el poder del soberano le viene de Dios.
Esto significa el “derecho divino”. Pero también debe decirse que cualquiera
sea la autoridad –rey, emperador autoproclamado, presidente electo–, no tiene
poder para constreñir la libertad de otros. Sólo Dios tiene derecho a reclamar
obediencia de las voluntades humanas libres.
A su vez, tampoco debería considerarse esta doctrina como un ataque
a la democracia. Aunque el voto del electorado determina quién es el can-
didato electo, ello no legitima al pueblo a retirarle autoridad, ya que ella
siempre viene de Dios. El elector designa al gobernante pero no por ello le
confiere derechos de mando ni se los delega.
La oposición de los Papas a la doctrina del contrato social no va con-
tra la democracia sino que se opone a la teoría de Rousseau por la que
los miembros de un cuerpo político pueden crear el poder político y, en
consecuencia, delegarlo o retirarlo a voluntad. Las autoridades no deben
ser obedecidas en el caso que manden algo contrario a la ley natural o a la
ley divina. Los mártires cristianos dan prueba de este rechazo a obedecer
leyes injustas. Al mismo tiempo, manifiestan el rechazo a la revolución y
el elogio de la virtud cristiana de la paciencia.
E. Gilson y el magisterio de León XIII 237

v. Las libertades modernas: La noción de libertad desarrollada por el Papa


a partir de Santo Tomás es generalmente mal interpretada. Por libertades
modernas se entienden las libertades de pensamiento, de expresión, de
prensa, de enseñanza y, en términos generales, la libertad “de conciencia”.
La libertad, sin embargo, presupone la existencia de leyes y su reconoci-
miento por la voluntad humana. Y como estas leyes son reductibles a la ley
divina, la verdadera libertad consiste en obedecer la ley divina. Admitir
que la noción de libertad fuera completa en sí misma, con independencia
de aquella ley, sería contradictorio.
La noción de tolerancia origina problemas semejantes a los de la libertad.
Frecuentemente hay motivos para tolerar ciertas cosas que no son buenas
puesto que su supresión acarrearía males peores. La única razón para tolerar
esos males es el bien común. El Papa está lejos de rechazar la tolerancia de la
cual la Iglesia dio muestras a lo largo de la historia. Lo que es rechazado es
la tolerancia nacida de la completa indiferencia por la verdad y el bien. Si se
tolera el mal es en vistas al bien común. Y esto se muestra en que la Iglesia
no declina sus derechos allí donde ellos no son reconocidos. Sólo espera
circunstancias más favorables y confía en que llegue un tiempo en que el Es-
tado haga justicia. “Es absurdo mantener que el error y la verdad, o el mal y
el bien deban tener iguales derechos”.29 La doctrina de León XIII aplica estos
principios también a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y al derecho
de la Iglesia a enseñar. Brevemente digamos que la separación entre Iglesia
y Estado es tolerada y nunca vista como un bien en sí. En cuanto a la educa-
ción, Gilson dedicó todo un libro30 a la educación católica en Francia, por lo
que no nos detendremos en este amplio punto. Lo que la Iglesia no podría
aceptar es un régimen en el que cualquiera pudiera enseñar cualquier error
o falsedad contra la ley natural.
vi. Extensión del problema: Toda esta doctrina precedente, señala Gilson,
puede ser aplicada a numerosas cuestiones. Algunas de las más importan-
tes son: la naturaleza del matrimonio, la naturaleza del poder social y la
naturaleza del derecho de propiedad. El caso de la sociedad doméstica se
asemeja al de la sociedad política ya que así como los cónyuges se eligen
libremente, así también se eligen las autoridades políticas. De aquí no se
sigue que los ciudadanos puedan revocar su elección y tomar la ley en su
poder o, menos aún, que pueda instalarse el divorcio vincular. No son
instituciones humanas sino divinas. El matrimonio es incluso anterior a
la sociedad política, por lo que hablar de “matrimonio civil”, refiriéndose a

29
Ibidem, p. 17.
30
E. Gilson, Pour un ordre catholique, cit.
238 Juan Andrés Levermann

una institución creada por Dios, es “una contradicción en los términos”.31


La naturaleza religiosa del matrimonio se hizo visible para todos desde
que Jesucristo lo elevó a la dignidad de Sacramento. En Arcanum, León XIII
enseña que “el matrimonio es sagrado por su propia esencia (sua vi), en
su verdadera naturaleza (sua natura) y de por sí (sua sponte)”. La fuerza del
vocabulario, dice Gilson, parece haber asustado a los traductores. “Sería
difícil encontrar expresiones más fuertes del carácter religioso y sagrado
de una naturaleza creada por el Dios cristiano”.32
Los mismos principios se aplican al problema de la desigualdad econó-
mica de la cual ya hemos hablado en el punto III. Esta visión objetiva de la
realidad excluye “el cándido sueño de una sociedad de ciudadanos iguales
compuesta por seres naturalmente desiguales” (ib.).
La regla de oro que León XIII intentó inculcar es que, cualquiera sea el
régimen político, el gobernante sabio no trata con hombres y clases como si
fueran iguales sino que debe dedicarle a todos ellos igual cuidado a pesar
de su desigualdad de hecho.

8. Algunas observaciones conclusivas:


a) En las páginas anteriores hemos visto cómo Gilson acentúa, siguien-
do en esto al mismo León XIII, la precedencia de la encíclica acerca de la
filosofía cristiana sobre aquellas otras de índole social, político o económi-
co. Esta insistencia no debería hacer perder de vista el peligro del “filosofis-
mo” que Gilson criticó reiteradamente. El filosofismo se había acumulado
desde el siglo XVII. Había penetrado en la escuela tomista, claramente en
Cayetano y Juan de Santo Tomás, y también en la neoescolástica. Muestras
claras de esto último eran, según Gilson, algunas obras del P. Garrigou
Lagrange, del P. C. Boyer y la revista Doctor communis, entre otras.33 “Hay
en curso una empresa de gran estilo para reducir Santo Tomás de Aquino
a la razón. Se construye un tomismo para uso de las escuelas, una especie
de racionalismo chato que satisface el género de deísmo que, en el fondo,
muchos desean enseñar. (...) La única salvación está en el retorno al mismo
Santo Tomás, más allá de Juan de Santo Tomás, más allá del mismo Caye-
tano, cuyo célebre comentario es un corruptorium Thomae perfectamente
logrado. (…) Digámoslo mejor”, –sigue comentando Gilson– muchos se han
dedicado a recortar y a rearmar la obra de Santo Tomás, llegando incluso
“a castrarla, y a hacer de su teología una especie de chata philosophia aristo-

31
E. Gilson (ed.), The Church speaks to the modern world, cit., p. 19.
32
Ibidem, p. 20.
33
E. Gilson (ed.), Recent Philosophy, cit., pp. 345-354.
E. Gilson y el magisterio de León XIII 239

telico-thomistica apta para difundir un vago deísmo al uso de los candidatos


bien pensantes al bachillerato y a la licencia en letras”.34
b) La coincidencia de estos diagnósticos con los formulados por el
entonces Cardenal Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI, es digna de ser
mencionada: “Soy de la opinión de que ha naufragado ese racionalismo
neo-escolástico que, con una razón totalmente independiente de la fe, in-
tentaba reconstruir con una pura certeza racional los «praeambula fidei»;
no pueden acabar de otro modo las tentativas que pretenden lo mismo. Sí:
tenía razón Karl Barth al rechazar la filosofía como fundamentación de la
fe independiente de la fe; de ser así, nuestra fe se fundaría, al fin y al cabo,
sobre las cambiantes teorías filosóficas. Pero Barth se equivocaba cuando,
por este motivo, proponía la fe como una pura paradoja que sólo puede
existir contra la razón y como totalmente independiente de ella”.35
También viene a la memoria la observación de Guardini a Pieper a
mediados de la década del ’30: Pieper, según Guardini, se aproximaba a la
“apertura “ desde la filosofía al Nuevo Testamento.36
c) “Dos olivos, dos candelabros”: con esta expresión tomada del Apoca-
lipsis (11, 4), Sixto V (1588) se refería a Santo Tomás y a San Buenaventura
como cultores principales de la teología escolástica. León XIII cita parcial-
mente a Sixto V en su Encíclica Aeterni Patris (n. 14). Se trata de un lugar
privilegiado para San Buenaventura ya que se pone de manifiesto que am-
bos llevaron la teología a su plenitud, y no uno solo de ellos en desmedro
del otro. Gilson, de quien hemos tomado la cita del Papa Sixto V, señala a
este respecto: “La Filosofía de Santo Tomás y la de San Buenaventura com-
plétanse como las dos interpretaciones más universales del cristianismo, y
porque se completan precisamente no pueden ni excluirse ni coincidir”.37
d) Concluyamos con unas palabras de Gilson que, si bien se ubican en
el contexto de las preocupaciones inmediatamente posteriores al Concilio
Vaticano II, conservan un significado propio y se vinculan estrechamente
con todo lo dicho: “El desorden invade hoy la Cristiandad; no cesará hasta
que la Dogmática haya reencontrado su primado natural sobre la práctica.
Se debe poder lamentar que ella esté amenazada de perderla para siem-
pre. No hay rastro de rebelión en esta queja. Aquellos que deploran tan a

34
Un dialogo fecondo, cit., pp. 17s.
35
J. Ratzinger, “Situación actual de la fe y de la Teología”, en L´Osservatore romano, 1/XI/ 1986.
36
J. Pieper, Noch wusste es niemand, cit. p. 139.
37
E. Gilson, La Filosofía de San Buenaventura, Desclée, Buenos Aires 1948, p. 470.
240 Juan Andrés Levermann

menudo que la Iglesia haya perdido la audiencia de una clase social casi
entera, deben comprender, sin embargo, que perder otra no es un buen
medio para recuperar aquélla”.38
Con esto concluimos nuestra mirada a la enseñanza de León XIII en el
pensamiento de E. Gilson, aspecto no considerado en el excelente libro sobre
Gilson de R. Echauri.39 Tampoco ha sido considerado en la obra colectiva
publicada como homenaje póstumo a Gilson40 ni en la importante biografía
escrita por L. Shook41 que apenas le dedica un párrafo a la cuestión.

••

Finalizamos estas líneas con nuestro agradecimiento al Lic. Courrèges,


nuestro profesor de Lógica I treinta años atrás en la sede de la calle Can-
gallo y luego de Gnoseología. Le agradecemos la claridad de sus clases,
su seguridad doctrinal, las charlas en su despacho y las excelentes re-
comendaciones de libros que nos hizo durante años. Uno de sus autores
preferidos es Gilson y por ello lo hemos elegido como objeto de este
estudio, a manera de modesta retribución de todo lo que él dedicó a la
Facultad de Filosofía. Y esto en la doble condición ejemplar de católico,
fiel a la Iglesia, y de filósofo, fiel a Santo Tomás. ¡Como Gilson!

Juan Andrés Levermann


Universidad Católica Argentina

Resumen

El artículo expone la recepción por parte de E. Gilson del magisterio integral de León XIII. Se
muestra la importancia que León XIII tuvo para la Historia de la filosofía cristiana, la impor-
tancia que la encíclica Aeterni Patris tuvo en sí misma y como clave de comprensión del resto de
las encíclicas sociales de su pontificado, aspecto habitualmente descuidado. A continuación se
muestra resumidamente el hilo conductor que las vincula y un resumen de la doctrina filosófica
tomista que subyace en ellas, tal como Gilson lo expusiera en su edición de documentos de León
XIII en inglés. En las conclusiones se exponen algunas observaciones que muestran la actualidad
y vigencia de una cuestión aparentemente histórica.

38
E. Gilson, Les tribulations de Sophie, cit., p. 13.
39
R. Echauri, El pensamiento de Etienne Gilson, EUNSA, Pamplona 1980.
40
AAVV, Etienne Gilson et nous: La Philosophie et son histoire, Vrin, París 1980.
41
Lawrence K. Shook, Etienne Gilson, Pontifical Institute of Mediaeval Studies, Toronto 1984, p.
319.
De Fausto a Josef K.
El itinerario de la magnanimidad*

Me propongo desarrollar una reflexión que involucra la ética, la psicolo-


gía social, la historia de la cultura, la literatura y la teología. Mi interés se
dirige al intento de evaluación de la vigencia de un aspecto de la virtud de
la fortaleza: la magnanimidad. ¿Cuál es la situación de la magnanimidad
en el pulso de la época histórica que nos toca transitar?
La magnanimidad aparece relacionada a veces con la virtud de la for-
taleza directamente y otras merced a la mediación de la templanza, pero
bajo este nombre en general se hace referencia a una disposición o hábito
por el cual el hombre “se juzga digno de grandes empresas”; “se impone
tender a lo sublime (…) se cree llamado o capaz de aspirar a lo extraordi-
nario y se hace digno de ello”.
¿Qué pasa con esta virtud en el ámbito de la cultura actual?
¿Hay una relación entre el desarrollo de determinadas virtudes y la
percepción de la realidad común a los individuos de una época? ¿Existe
algo así como la percepción de la realidad común a los individuos de una época?
George Steiner sostiene que la percepción de la realidad que caracteriza
al hombre contemporáneo, es la que encarnan los personajes de Kafka.
Seres insignificantes e impotentes, convencidos de padecer un destino
inexorable que decide el ritmo de sus vidas y de sus sentencias a muerte.
¿Es ése el lugar en que nos encontramos? ¿Cómo hemos llegado allí?
Vamos a ayudarnos con el pensamiento de varios autores para intentar
dar respuesta a estas preguntas.

*
Este trabajo fue realizado gracias al auspicio del programa Estimulo a la investigación 2005, de
la Facultad de Filosofía y Letras de la UCA, aunque ha sido modificado a los fines de la presente
publicación.

Cfr. J. L. Aranguren, Ética, Altaya, Barcelona 1994. Allí se trata la “magnanimidad” en el con-
texto de la virtud de la fortaleza, pp. 258ss.

Cfr. J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1976 En esta obra la magnanimidad apa-
rece como hábito dependiente de la humildad, forma derivada de la templanza, pp. 277ss.

J. L. Aranguren, Ética, p. 258.

J. Pieper, Las virtudes…, p. 276.

Cfr. “Notas sobre El proceso, de Kafka” en Pasión intacta, Norma, Bogotá 1997, p. 289.
242 Marisa Mosto

Comencemos por la primera idea que vinimos barajando: la percepción


de la realidad común a los individuos de una época es llamada por Erich
Fromm, carácter social.

1. El carácter social
El poder de la máquina que engulle y da muerte a K. no es otro que
la apariencia de necesidad que puede hacerse realidad en virtud de
la fascinación de los hombres por la necesidad.
Hannah Arendt

Hacia el final de la que fuera quizás su obra más conocida, El miedo a


la libertad, Erich Fromm dedica un capítulo a la noción del carácter social.
El concepto de carácter social ha servido de base para la interpretación
de los movimientos sociales presentes en los distintos períodos históricos
analizados a lo largo de la obra.
Fromm sostiene que los miembros de una comunidad de una época
determinada comparten rasgos de carácter afines que se derivan de su
adaptación a los usos y estructuras sociales vigentes. El carácter social es
“el núcleo esencial de la estructura de carácter de la mayoría de los miem-
bros de un grupo, núcleo que se ha desarrollado como resultado de las
experiencias básicas y los modos de vidas comunes del grupo mismo”.
El ambiente familiar, social, cultural en el que crecemos encarna un sis-
tema de preferencias que responde a una jerarquía de valores, no siempre
coherente, a veces contradictoria, a la que nos vamos adaptando mediante
un proceso de aprendizaje a menudo inconciente. ¿Cuáles son los valores
básicos que debemos perseguir si queremos sobrevivir exitosamente en
determinado esquema social? La respuesta a esta pregunta la hallamos
encarnada en la composición de la vida cotidiana y se revela a la docilidad
de nuestra percepción. Si nos dejamos conducir por su guía podemos de-
sarrollar habilidades que nos permiten llevar adelante nuestra vida por un
lado y que por otro lado de manera casi inevitable, confirman el orden de
las estructuras existentes. Así “el carácter social internaliza las necesida-
des externas, enfocando de este modo la energía humana hacia las tareas
requeridas por un sistema económico y social determinado”.


Hannah Arendt, “Franz Kafka”, en La tradición oculta, Paidós, Buenos Aires 2004, p. 91.

Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona 1980, pp. 303s.

Ibidem, pp. 310s.
El itinerario de la magnanimidad 243

Evidentemente alguna pieza de este entramado de relaciones debe opo-


ner una resistencia en el juego de adaptación del hombre a las estructuras
sociales. De no ser así, seguiríamos en la edad de piedra. Esta resistencia
proviene -también para Fromm-, del carácter no infinitamente maleable de
la naturaleza humana, que por debajo del dinamismo histórico oscila per-
manentemente entre su deseo de liberación y su necesidad de seguridad.
Volveremos sobre este aspecto más adelante, pues lo que inmediatamente
nos interesa es que desde la psicología profunda se atestigua la existencia
de rasgos de carácter comunes a los miembros de una época y una socie-
dad, que son resultado de su adaptación a la organización de un estilo
de vida que regula los modos de relación del hombre con el hombre, del
hombre con el mundo y también, del hombre con lo sagrado.
Una característica de nuestra época es que rasgos de carácter similares
pueden abarcar zonas cada vez más amplias de la población debido a la
globalización de las estructuras que ha operado el sistema de vida econó-
mico, y cultural occidental altamente tecnificado.10
¿Qué tipo de hombre ha generado este sistema? ¿Cuál es su rasgo de
carácter más dominante?
El sistema económico y su punto de llegada en la supuesta “panacea”
del consumo y la industria cultural, promueve que el carácter del hombre
“se oriente hacia una pasividad considerable y una identificación con los
valores del mercado”.11
Se objetará que nuestro sistema de vida más que a la pasividad impulsa
a un desaforado activismo y esto, desde algún punto de vista, es cierto. Es
cierto que vivimos en la aceleración y en la actividad sin fin. Pero el origen
del movimiento es más exterior que interior al sujeto. Somos impulsados
a bailar según el ritmo de una música impuesta. En general acatamos
consignas preescritas, no introducimos una novedad fuera de las pautas
que nos han sido dadas y que son minuciosamente respetadas. Nuestra
oferta es respuesta a una demanda. La actividad es en el fondo producida
desde una fuente externa al sujeto. Somos más empujados por los vientos
del mercado que timoneles de nuestra vida.


Cfr. ibidem, pp. 46ss.
10
Ver las interesantes reflexiones de G. Steiner en cuanto al recorte del horizonte de recepción de
lo real operado en el hombre por la tecnología y el lenguaje de las computadoras en Presencias
reales, Destino, Barcelona 1989, pp. 143ss. Estas reflexiones están en sintonía con las de Adorno
que más adelante presentamos.
11
Erich Fromm, La condición humana actual, Paidós, Buenos Aires 1980, p. 8.
244 Marisa Mosto

Es verdad por otra parte que una de las formas de la fortaleza se iden-
tifica con la obediencia y la sumisión a lo real, la paciencia y la perseve-
rancia. Raíz estoica de esta virtud que ha sido conservada como uno de
los rasgos de la fortaleza también en sentido cristiano. La fortaleza incluye
una cierta pasividad, un “soportar” que involucra una gran dosis de ener-
gía. Pero el resistir, el esperar, el permanecer tienen sentido en la virtud
de la fortaleza en relación al bien pluridimensional del hombre. Resistir en
el bien, permanecer en el bien, soportar la adversidad en la esperanza del
bien integral de la persona.
La pasividad a la que se refiere Fromm se relaciona más con el triunfo
de la inercia y la banalidad que con la realización del bien del hombre.
Más con la acedia que con la fortaleza, más con la pusilanimidad que con
la magnanimidad.
Vivimos lo real como un fatum cuyos designios no son de origen divino
sino demasiado humano.
¿En función de qué valores nos sometemos con docilidad? ¿Cuál es el
bien que se nos impone perseguir?
Según Cornelius Castoriadis asistimos al avance de la insignificancia.

2. El avance de la insignificancia
La pasividad es el correlato subjetivo de la insignificancia objetiva. El
sistema se permite devorar a K. porque lo considera un ser insignificante e
impotente. Algo similar ocurre con el protagonista de El cocodrilo de Dos-
toievski. El sujeto es engullido –literalmente– por un cocodrilo en el marco
de una exposición, y se adapta con naturalidad y como si fuera acorde a la
dignidad de su ser, a su nuevo estado. Se resigna a habitar el resto de sus
días en el estómago del reptil encontrando en ello alguna utilidad para su
nación. Si el ser humano se conforma con una situación miserable es por-
que se considera a sí mismo miserable. Hay una complicidad del hombre
“que está lejos de ser inocente en este asunto, ya que acepta el juego y se
adapta a lo que se le da. El conjunto se instrumentaliza, se utiliza por un
sistema que por sí mismo es anónimo. Todo esto no surge de un dictador,
o de un puñado de capitalistas, o de un grupo de informadores de opinión:
es una inmensa corriente histórico social que va en esta dirección y que
hace que todo se transforme en insignificante”.12

12
Cornelius Castoriadis, El avance de la insignificancia, EUDEBA, Buenos Aires 1997, p. 109.
El itinerario de la magnanimidad 245

Castoriadis vincula esta corriente histórico social al derrumbe de “la


ideologías de izquierda; el triunfo de la sociedad de consumo; la crisis de
las significaciones imaginarias de la sociedad moderna (significaciones de
progreso o de revolución)…”13 El avance de la insignificancia se relaciona
en definitiva con la pérdida del pensamiento utópico.
Según Castoriadis la debilitación del pensamiento utópico se debe por
su parte, a una dialéctica que mueve la historia occidental y que él juzga
contradictoria:
“Occidente moderno, desde hace siglos, está animado por dos signifi-
caciones imaginarias sociales totalmente opuestas, aunque éstas se hayan
contaminado recíprocamente: el proyecto de autonomía individual y
colectiva, la lucha por la emancipación del ser humano tanto intelectual
y espiritual como efectiva de la realidad social; y el proyecto capitalista,
demencial de una expansión ilimitada de un pseudo-dominio, pseudo-ra-
cional que desde hace mucho tiempo dejó de involucrar sólo a las fuerzas
productivas y a la economía para transformarse en un proyecto global (y
por ello más monstruoso aún), de un dominio total de los datos físicos,
biológicos, psíquicos, sociales, culturales”.14
Llama la atención la coincidencia con Erich Fromm que, como señalamos
antes, afirma que el ser humano es movido por un deseo de libertad y seguri-
dad, que en Castoriadis aparece como dialéctica histórica de autonomía y do-
minación. A nuestro modo de ver la liberación y el dominio o la búsqueda de
seguridades no son dialécticas opuestas o contradictorias si nos mantenemos
dentro de la negación de los límites. Si la liberación del sujeto es una liberación
que no respeta los límites de la alteridad, desemboca en la damnificación de
las condiciones de posibilidad de la existencia plena de la alteridad.
Compartimos aquí los planteos de Theodor W.Adorno y Max Horkhei-
mer. Al comienzo de la Dialéctica del iluminismo,15 Adorno y Horkheimer
exponen una reflexión similar en el contexto de su autocrítica del pensa-
miento iluminista: deseos de señorío y libertad, ansias de dominio y se-
guridad como elementos esenciales del espíritu del iluminismo, conducen
indefectiblemente a la anulación de la alteridad. Sostienen más adelante en
la obra: “Los hombres pagan el acrecentamiento de su poder con el extra-
ñamiento de aquello sobre lo cual lo ejercitan. El iluminismo se relaciona
con las cosas como el dictador con los hombres, pues el dictador sabe cuál

13
Ibidem, p. 111.
14
Ibidem, p. 112.
15
Dialéctica del iluminismo, Sudamericana, Buenos Aires 1987.
246 Marisa Mosto

es la medida en que puede manipular a éstos. El hombre de ciencia conoce


las cosas en la medida en que puede hacerlas. De tal suerte que el en-sí de
éstas se convierte en para-él. En la transformación la esencia de las cosas
se revela cada vez como la misma: como fundamento de dominio. Esta
identidad funda y constituye la unidad de la naturaleza”.16
La cristalización del deseo de dominio en el avance de la ciencia y su
aplicación tecnológica está muy relacionada con la subestimación de la
alteridad. Lo otro, la naturaleza en este caso, interesa como material de
dominación. Permitimos que la realidad se manifieste solamente a través
de los canales de dominación con los que contamos. Las demás cualidades
permanecen al margen, desconocidas.
La técnica no solamente reduce la posibilidad de manifestación de las
cualidades del objeto, sino la capacidad de percepción del sujeto:

Sólo en la medida en que es (y se conserva) hecho a semejanza de ese


poder consigue el hombre la identidad del Sí, que no puede perderse en
la identificación con lo otro, sino que se posee de una vez para siempre,
como máscara impenetrable. Es la identidad del espíritu y su correlato,
la unidad de la naturaleza, ante la cual sucumbe la multitud de las cua-
lidades. La naturaleza privada de sus cualidades se convierte en materia
caótica, objeto de pura subdivisión, y el Sí omnipotente en mero tener,
en identidad abstracta.17

El objeto y el sujeto se vuelven abstractos. ¿En qué sentido? En el sentido


que no interesa el objeto en sí, en la totalidad de su ser concreto, con sus
matices y cualidades, sino en lo que de él pueda ser sometido a los proyec-
tos del sujeto. El sujeto por su parte hipertrofia su perfil de dominación y
se relaciona con lo otro sólo desde allí. No se consigue una relación plena
entre seres concretos, sino una relación que obedece al mandato abstracto
de dominio y sometimiento.
La instrumentalización del conjunto a la que aludía Castoriadis depen-
de de esta dialéctica:

La abstracción, instrumento del iluminismo, se conduce con sus objetos


igual que el destino, cuyo concepto elimina: como liquidación. Bajo el
dominio nivelador de lo abstracto, que vuelve todo repetible en la na-
turaleza, y de la industria, para la cual lo anterior prepara, los liberados

16
Ibidem, p. 22.
17
Ibidem, p. 23.
El itinerario de la magnanimidad 247

mismos terminan por convertirse en esa “tropa” en la cual Hegel señaló


los resultados del iluminismo.18

La liberación del destino en su forma mitológica o bajo la denominación cris-


tiana de Providencia, que el iluminismo intentaba favorecer, terminó gestando
una nueva forma de destinación: lo real como instrumento u objeto de domi-
nación. La liberación del poder de lo sobrenatural que amenaza al temeroso ser
humano se consigue mediante la exaltación irracional del poder humano:

El grito de terror con que se experimenta lo insólito se convierte en el


nombre de lo insólito. Nombre que fija la trascendencia de lo descono-
cido respecto a lo conocido y convierte por tanto al estremecimiento en
sagrado.” (...) “Los dioses no pueden quitar al hombre el terror del cual
sus nombres son el eco petrificado. El hombre tiene la ilusión de haberse
liberado del terror cuando ya no queda nada desconocido. Ello determi-
na el curso de la desmitización, del iluminismo que identifica lo viviente
con lo no-viviente, así como el mito iguala lo no-viviente con lo viviente.
El iluminismo es la angustia mítica vuelta radical. La pura inmanencia
positivista, que es su último producto, no es más que un tabú universal,
por así decirlo. No debe existir ya nada afuera, puesto que la simple idea
de un afuera es la fuente genuina de la angustia.19

El afuera es el otro y no se soporta la alteridad en sí, sino para el sujeto.


Este presupuesto tácito desde el cual nos relacionamos con el mundo
orienta y reduce nuestra capacidad de percepción:

Cuanto más complicado y más sutil es el aparato social, económico y


científico, al cual el sistema de producción ha adaptado hace tiempo al
cuerpo que lo sirve, tanto más pobres son las experiencias de las que
este cuerpo es capaz. La eliminación de las cualidades, su traducción
en funciones, pasa de la ciencia, a través de la racionalización de los
métodos de trabajo, al mundo perceptivo de los pueblos, y asimila éste
de nuevo al de los batracios. La regresión de las masas consiste hoy en
la incapacidad de oír con sus propios oídos aquello que aún no ha sido
oído, de tocar con sus propias manos algo que aún no ha sido tocado, la
nueva forma de ceguera que sustituye a toda forma mítica vencida. (…)

18
Ibidem, p. 27. Cfr. Hegel: “Como al hombre todo le es útil lo es también él, y su destino consiste
asimismo en hacerse un miembro de la tropa de utilidad común y universalmente utilizable.”
Fenomenología del Espíritu, FCE, Méjico 1985, p. 331.
19
Ibidem, pp. 29s.
248 Marisa Mosto

Pero esta necesidad lógica no es definitiva. Tal necesidad se halla ligada


al dominio, a la vez como su reflejo e instrumento.20

La instrumentalización universal es el supuesto de la percepción de lo


real como insignificante. El instrumento tiene sentido en relación al fin,
cuando todo es instrumental, nada tiene valor en sí, nada es atractivo, nada
moviliza al sujeto y todo es “in-significante”. O sea carente de sentido. El
medio no alberga un sentido en sí sino en función del lugar al que nos
conduce, pero al hombre no le basta con tener asegurada su supervivencia
física como es el caso del batracio.

No es la realidad la que carece de esperanza, sino el saber que –en el


símbolo fantástico o matemático– se apropia de la realidad como esque-
ma y así la perpetúa.21

La posibilidad de recuperar el pensamiento utópico depende de la posibi-


lidad de recuperar la genuina vida del yo en relación con la alteridad. Es allí
donde se verán surgir las posibilidades de lo real. La utopía de la liberación
es posible dentro del respeto de los límites de la alteridad. Sin violencia.

3. Fausto, prototipo de la dialéctica de liberación y dominio

Presentaremos nuestro recorrido intelectual también a partir de algu-


nos momentos de la literatura: Goethe, Dostoievsky y Kafka.
El héroe de Goethe, protagoniza a su modo el dramatismo de esta dia-
léctica que es la que encarna el espíritu de su época. Su liberación se lleva
a cabo entre otras cosas, mediante la destrucción de Margarita, Filemón
y Baucis e incluso casi hasta de sí mismo. En Fausto I se enamora de Mar-
garita, una joven que encarna el espíritu del medioevo, con sus valores
religiosos, su vida sencilla, sedentaria, familiar, hogareña. Fausto la seduce
gracias a la ayuda de Mefistófeles, consigue su amor pero destruye el mun-
do de Margarita. Causa la muerte de su madre, en una disputa callejera
mata al hermano de Margarita y luego huye. Margarita enloquece, tiene
un hijo de Fausto y en su locura lo ahoga. Es encarcelada y muere demente
en la prisión de la que, a pesar de la insistencia de Fausto no quiere huir
para expiar su culpa. En Fausto II, sobre todo en el Acto V, el interés del

20
Ibidem, p. 53.
21
Ibidem, p. 43.
El itinerario de la magnanimidad 249

héroe se dirige no tanto ya a cuestiones amorosas, sino en mayor medida


a la construcción de empresas en beneficio de la humanidad. Proyecta y
realiza obras de ingeniería civil. Pone en acción el contenido del saber y
transforma lo real en servicio del hombre. Filemón y Baucis, pareja de
ancianos que no querían ceder sus tierras a los proyectos de Fausto, son
reducidos brutalmente mediante un incendio.22
Fausto personifica entonces algunos rasgos del espíritu moderno. Ape-
nas avanzada la primera parte del drama, constata: “Dos almas residen ¡ay!
en mi pecho. Una de ellas pugna por separarse de la otra; la una mediante
órganos tenaces, se aferra al mundo en un duro deleite amoroso; la otra se
eleva violenta del polvo hacia las regiones sublimes de los antepasados”.23
El pecho de Fausto alberga una lucha entre la tendencia a continuar con
las características de su vida pasada y presente, una vida sedentaria de
estudio y contemplación que no ha sido capaz de colmar sus ansias y el
ingreso a una nueva vida, una vida de acción y decisión que le abra las
puertas a la totalidad de la experiencia humana: “lo que está repartido
entre la humanidad entera quiero yo experimentarlo en lo más íntimo de
mi ser; quiero abarcar con mi espíritu lo más alto y lo más bajo, acumular
en mi pecho el bien y el mal de ella, extendiendo así mi propio ser al suyo,
y como ella misma estrellándome yo también al fin”.24
El deseo insaciable de Fausto había clamado mediante una plegaria al
comienzo del drama, al Espíritu de la Tierra. Fausto estaba agotado, recu-
rría como última instancia a este Espíritu para que aliviara su tormento.
Es interesante que el Espíritu de la Tierra juzgue desmedidos los deseos de
Fausto y lo increpe burlonamente dándole el nombre de “superhombre”.
“Antes de desvanecerse de la visión de Fausto –dice Marshall Berman– el
Espíritu de la tierra le lanza un epíteto burlesco que tendrá mucha re-

22
La crueldad de la acción se hace más visible si se recuerda que esta pareja de ancianos aparece
en las Metamorfosis de Ovidio como un símbolo de las virtudes de la generosidad y la hospita-
lidad. Filemón y Baucis, habían dado alojamiento a Júpiter y Mercurio disfrazados de hombres
cuando nadie quería alojarlos. Júpiter los recompensó con numerosos favores. Aquí Fausto
arremete contra los favorecidos de los dioses. El se pone en el lugar de lo divino y decide sobre
la vida y la muerte de quienes lo rodean. Efectivamente acaba con la hospitalidad. Es incapaz
de recibir y aceptar lo otro.
23
Goethe, Fausto, Traducción de José Roviralta, Sudamericana, Buenos Aires 1999, Primera parte,
Aldeanos bajo el Tilo, p. 60.
24
Fausto, Primera parte, Gabinete de estudio, p. 77. Marshall Berman, sociólogo de la Universidad
de N.Y., sostiene que esta lucha interior entre el espíritu de contemplación típicamente medieval
y la necesidad de transformación del mundo –política, económica, social–, posible de ser llevada
a cabo gracias a los conocimientos obtenidos en la contemplación que aqueja a Fausto, era una
característica común de los intelectuales del siglo XVIII y XIX. Cfr. Todo lo sólido se desvanece en
el aire, Siglo Veintiuno, Madrid 1991, pp. 32ss.
250 Marisa Mosto

sonancia en la cultura de los siglos futuros: Übermensch, superhombre.


Acerca de las metamorfosis de este símbolo se podrían escribir tratados
completos; lo que aquí importa es el contexto metafísico y moral en que
hace su primera aparición. Goethe da vida al Übermensch, no tanto para
expresar los esfuerzos titánicos del hombre moderno, como para sugerir
que buena parte de esos esfuerzos están mal enfocados. El Espíritu de la
Tierra de Goethe le está diciendo a Fausto: ¿Por qué no luchas por conver-
tirte más bien en un Mensch, en un auténtico ser humano?”25
Fausto acorralado, decide suicidarse. En ese instante de desesperación,
cuando estaba apunto de beber el veneno, suenan las campanas de la
Pascua de Resurrección que en Europa coincide con el comienzo de la pri-
mavera. Con el sonido de las campanas se introduce en su espíritu toda la
calidez de la naturaleza, los recuerdos festivos de las Pascuas de la infan-
cia, la nostalgia, el deseo de recuperar ese calor, lo aferran a la vida. Y sale
de su estudio. Ese “salir” a la búsqueda de lo otro le salva la vida.
Cuando retorna a su habitación resurge la desesperación. Intenta conseguir
respuestas en las Sagradas Escrituras. Se decide a traducir el Prólogo del Evan-
gelio de San Juan:”– Escrito está: ‘En el principio era el Sentido (Lógos)’… Me-
dita bien la primera línea; que tu pluma no se precipite. ¿Es el pensamiento el
que todo lo obra y lo crea?... Debería estar así: ‘En el principio era la Fuerza’…
Pero también esta vez, en tanto que esto consigno por escrito, algo me advierte
ya que no me atenga a ello. El Espíritu acude en mi auxilio. De improviso veo
la solución y escribo confiado: ‘En el principio era la Acción’”.26
Fausto entre las dos fuerzas que lo tironean interiormente, ha optado
por la primacía de la Acción. Es entonces cuando aparece Mefistófeles,
futuro mediador de su liberación. Pero el precio de la liberación de Fausto
incluirá la destrucción de parte de su entorno.
El problema de Fausto es que su liberación pretende llevarse a cabo al
margen de la liberación de todo lo concreto. Aunque no del “todo” entendido
en términos abstractos, universales: Fausto tiene nobles sentimientos sobre
el futuro de la “humanidad”. Hacia el final de la obra, estando ya ciego, aca-
rreando la responsabilidad por la muerte de sus víctimas, sigue aferrado a

25
Todo lo sólido se desvanece en el aire, p. 34.
26
Fausto, Primera parte, Gabinete de estudio, p. 63 Es interesante el siguiente comentario de M.
Berman: “El conflicto entre los dioses del Antiguo y Nuevo Testamento, entre el Dios del Verbo
y el Dios del Hecho, desempeñó un importante papel simbólico en toda la cultura alemana del
siglo XIX. Este conflicto expresado por los pensadores y escritores alemanes desde Goethe y
Schiller a Rilke y Brecht, fue de hecho un debate velado sobre la modernización de Alemania.”
Todo lo sólido se desvanece en el aire, pp. 38s.
El itinerario de la magnanimidad 251

su voluntad de transformación de lo real. Sigue aferrado a su interpretación


de lo divino como Acción y de lo divino en el hombre, como primacía de la
praxis y de la transformación de lo real en beneficio de la humanidad: “La
noche parece penetrar cada vez más profundamente, pero en mi interior
brilla una luz clara. Lo que yo imaginé me apresuro a ejecutarlo. La palabra
del señor es la única que tiene autoridad. ¡Arriba! ¡Fuera de la cama, vosotros
mis servidores, uno por uno! Poned felizmente de manifiesto lo que con
audacia concebí. Empuñad los útiles, poned en movimiento pala y azadón.
El plan diseñado debe llevarse luego a feliz término. De un orden riguroso,
de una febril actividad, resulta la más bella recompensa. Para dar cima a la
más grande obra, un solo ingenio basta a mil manos”.27

Quisiera ver una muchedumbre así en continua actividad, hallarme en


un suelo libre en compañía de un pueblo libre también. Entonces podría
decir al fugaz momento: “Detente pues; ¡eres tan bello!” La huella de mis
días terrenos no puede borrarse en el transcurso de las edades. En el pre-
sentimiento de tan alta felicidad, gozo ahora del momento supremo.28

¿Qué es lo que no termina de cerrar en el proyecto de Fausto? Goethe


salva al héroe, consigue arrebatárselo a Mefistófeles modificando el tra-
dicional desenlace de la tragedia.29 Fausto es redimido pero el lector no
percibe un final feliz. El drama lo deja inmerso en la desolación.
No hay que olvidar el elemento demoníaco típico de los relatos faústicos
presente a lo largo de toda la obra y fundamentalmente en el momento en
que Fausto traduce Lógos por Acción. El hombre moderno busca la libertad
y la acción, no sin cierto temor frente a la capacidad de destrucción de los
poderes que desata.

27
Fausto, Segunda parte, Acto quinto, Medianoche, p. 388
28
Ibidem, Gran patio del palacio, p. 390. Nos parece oportuno señalar la ambivalencia de ese lla-
mado a “detener el instante” en la obra de Goethe. Desde la perspectiva de la filosofía cristiana
clásica, el deseo de parar el instante se asocia con el ingreso en la dimensión de lo eterno y de
la beatitud. En el caso del Fausto de Goethe que se mueve en las coordenadas de la primacía de
la acción, el deseo de detener el momento era la condición para que Fausto cumpliera con su
parte del pacto y entregara su alma a Mefistófeles: ”¡Choquen nuestras manos! Si un día le digo
al fugaz momento: “¡Detente! Eres tan bello!”, puedes entonces cargarme de cadenas, entonces
concederé gustoso en morir.” Primera parte, Gabinete de estudio, p. 75.
29
Las versiones de Johann Spiess, Christopher Marlowe, y las tradicionales de los teatros de
marionetas a las que asistiera Goethe en su infancia, dan la victoria a Mefistófeles. En los rela-
tos anteriores existía una cierta asociación en el imaginario cultural entre el deseo de saber, el
pecado, lo demoníaco, la magia. Cambiándole el final Gothe manifiesta el nuevo lugar que el
saber, la ciencia y la tecnología comienza a tener en la época en que él vive. Cfr. Walter Benjamin,
El Berlín demónico, Icaria, Barcelona 1987, pp. 97ss.
252 Marisa Mosto

La primacía de la acción cegó a Fausto y al final de la obra se revela física-


mente su ceguera. Ciego frente a la alteridad. Capaz de soñar grandes hazañas
que beneficien a la humanidad, pero insensible frente al hombre concreto.
Lo verdaderamente divino en el hombre tiene más que ver con el
reconocimiento del valor de lo particular que de lo genérico. Dios se ha
revelado como el Buen Pastor que sale a buscar una oveja perdida, como la
mujer que no descansa hasta encontrar la moneda que había extraviado,
como el Padre que hace fiesta por el regreso de uno de sus hijos.
El redescubrimiento del carácter insustituible del ser humano puede
llegar a ser un camino para liberarnos de la insignificancia.
Fausto se sobredimensionó a sí mismo y despreció el valor de lo in-
dividual, quizás el único modo en que aparece el valor. El personaje de
Goethe, encarna rasgos del carácter social de su época. De una época que
se relaciona con la nuestra como su génesis.
La primacía de lo universal sobre lo individual, del sistema sobre el su-
jeto, de las necesidades de la organización sobre las necesidades humanas
particulares, han sido hartamente descritas como un rasgo del espíritu del
iluminismo moderno.30
Desde este punto de vista Fausto prepara a la sociedad para que dé a
luz a Josef K. La vanagloria de Fausto se encuentra estrechamente relacio-
nada a la pusilanimidad de Josef K.
Pero entre ellos se encuentra el hombre del subsuelo.
Mientras tanto sigue resonando la ironía del Espíritu de la Tierra.
¡Hombre! ¿Por qué no luchas por convertirte en un Mensch?

4. Memorias del subsuelo. La desnuda miseria de la libertad.


Alrededor de mí todo está frío y vacío.
F. Dostoievski31
Son interesantes algunas de las circunstancias que rodean la elabora-
ción de esta novela. En primer lugar fue escrita inmediatamente antes que

30
Cfr. Adorno-Horkheimer, Dialéctica del Iluminismo, cit.; Ph. Lersch, El hombre en la actualidad,
Gredos, Madrid 1973.
31
De una carta al barón Wrangel en julio de 1864. Cfr. Geir Kjetsaa, Dostoyevski, Javier Vergara
Editor, Buenos Aires 1989, p. 177.
El itinerario de la magnanimidad 253

el cuento El cocodrilo. Si bien nada parece emparentar al anónimo, oscuro,


rebelde, antisocial y hasta demoníaco hombre del subsuelo con el absolu-
tamente dócil e infantilmente amable Iván Matviéyich, quien sufriera la
desgracia –aunque muy bien recibida por su parte– de ser tragado por un
cocodrilo, ambos pueden ser interpretados como una crítica a la utopía
social del Iluminismo racionalista.
Dostoievski escribió los dos relatos disparando dardos contra el pensa-
miento de Chernishevski. Chernishevski propugnaba una utopía política
materialista, racionalista, en la que sostenía que la promoción del egoísmo
individual favorece el bien común de la sociedad. Dostoievski sale en de-
fensa de la autonomía personal que contradice los planteos racionalistas
tanto en su determinismo como en su optimismo.32 El hombre del subsuelo
está lejos de formar parte de ese proyecto: “¿Qué se hunda el mundo o que
yo me quede sin tomar el té? ¡Pues que se hunda el mundo y que el té no
me falte!”33
En cuanto al relato El cocodrilo, fue escrito más tarde una vez que Cher-
nishevski se encontraba preso en la fortaleza de Pedro y Pablo. Durante su
encarcelamiento continuaba defendiendo su utopía socialista, como Ivan
Matviéyich que, aún dentro del cocodrilo, encontraba numerosas ventajas
a su situación individual en beneficio del Bien Común.
¿Ese hombre dentro del cocodrilo, devorado por lo subhumano, no nos
trae a la memoria aquel otro, Gregorio Samsa34 que un día se despertó
tumbado de espaldas, con sus “patitas” para arriba y con escasa sorpresa
se dio cuenta de que se había transformado en una especie de cucarabajo?
Ambos aceptan dócilmente su situación y su primer deseo consiste en
seguir sirviendo al sistema que los contiene, desde el nuevo lugar que les
toca ocupar. Si opinamos con George Steiner que Kafka supo transmitir en
alguna medida el espíritu de nuestra época, entonces la burla de Dostoie-
vski como una maldición, se ha transformado de pesadilla en realidad.
El anónimo hombre del subsuelo por su parte se identifica a sí mismo
con lo subhumano. Se presenta como un ratón lleno de deseos de venganza
que vive durante cuarenta años en su agujero,35 se refiere a su habitación

32
Cfr. Nicolás Berdiaev, El espíritu de Dostoievski, Lohlé, Buenos Aires 1978, pp. 39ss. La dimensión
de destructividad de los caprichos de hombre del subsuelo son testimonio no obstante de su in-
dividualidad y de su resistencia a convertirse en un engranaje de la supuesta armonía social.
33
F. Dostoievski, Memorias del subsuelo, trad. de R. Cansinos Asséns, en Obras, Aguilar, Méjico
1991, t. III, p. 160.
34
Personaje protagónico de La metamorfosis de Kafka.
35
Memorias… I, 3, pp. 100s.
254 Marisa Mosto

como a su madriguera,36 es visto por sus amigos como un insecto.37 Steiner


relaciona estas imágenes que revelan el costado “animalezco” y antiheróico
del personaje, con el protagonista de la Metamorfosis de Kafka.38 Pero en las
Memorias del subsuelo el antihéroe encarna algo deliberadamente demoníaco
que anticipa a personajes posteriores de Dostoievski como un Raskolnikof y
más tarde un Stavroguin. En relación con el mal y la destrucción los perso-
najes protagónicos de Kafka, nos atrevemos a afirmar desde nuestro pobre
conocimiento de la literatura, son más víctimas que victimarios. El hombre
del subsuelo esgrime su libertad como una espada y sólo consigue propagar
el desierto en torno suyo. Se aísla, derrocha sus energías físicas y mentales
en tareas estériles y envilecedoras, se complace en humillar a los más dé-
biles con gestos aberrantes. Lo que de insecto puedan tener los personajes
de Kafka se relaciona más bien a su condición de ser pequeñas hormigas
impotentes del Gran Hormiguero de la sociedad –anhelo profético de El
Gran Inquisidor. Lo que de animal hay en Gregorio Samsa es su deseo de
supervivencia, su capacidad de adaptación, su absoluta ausencia de protago-
nismo frente al medio, de considerarse a sí mismo como centro de iniciativa
y al menos rebelarse frente al destino que le ha tocado en suerte.
Dostoievski en Memorias del subsuelo presenta la bajeza y oscuridad
del corazón del hombre. Frente a un racionalismo optimista, creyente en
el progreso histórico, en la posibilidad de instaurar el paraíso en la supe-
ración de las contradicciones sociales a partir de la búsqueda del interés
personal, Dostoievski nos hace oler la podredumbre de la miseria humana.
Dato minimizado por el racionalismo.
El hombre del subsuelo lucha por su libertad pero es incapaz de construir
algo con ella. Realiza un ejercicio estéril del poder humano. Si Fausto encar-
naba los sueños de la modernidad, el hombre del subsuelo opone a ellos su
madriguera como un gran agujero negro que engulle toda esperanza.
El cocodrilo también es un relato desesperanzador con respecto a las
posibilidades humanas, pero desde otro lugar y es allí donde encontramos
en mayor medida el parentesco con Kafka. El cocodrilo es la pantomima de
un hombre que se resigna a su sometimiento. La renuncia al derecho de
ejercer su humanidad.
Dostoievski dice no al racionalismo. No a su determinismo: el hombre
es libre y puede usar su libertad en la destrucción. No a su optimismo: el

36
Ibidem, II, 1, p. 117.
37
Ibidem, II, 3, p. 136.
38
Cfr. Tolstói o Dostoievski, Siruela, Madrid 2002, p. 231.
El itinerario de la magnanimidad 255

ser humano es reducido por el racionalismo a una herramienta del sistema.


Ambas perspectivas no están a la altura de lo humano.
Tristes circunstancias personales rodean también ambos relatos. Dostoie-
vski escribió las Memorias del subsuelo mientras acompañaba la agonía de su
primera esposa, María Dimitrievna. Había tenido que volver con urgencia de
las mesas de juego de Bad Homburg por la recaída de la salud de su mujer.
María se encontraba en Vladimir a donde se trasladó para alejarse de la hu-
medad de San Petesburgo. En abril muere su esposa y luego en julio su amado
hermano Mijail, para ese entonces ya había escrito también El cocodrilo.
No sería aventurado pensar que esos acontecimientos lo llevaran a
replantearse el sentido de la vida humana, de los vínculos, de la vida en
común. Las siguientes palabras fueron escritas por Dostoievski, el 16 de
abril de 1864, el día después de la muerte de su esposa.

Amar a otro como a sí mismo de acuerdo con el mandamiento de Cristo


es imposible. El hombre está atado a la tierra por la ley de la personalidad.
El Ego lo retiene. Sólo Cristo pudo hacerlo (…) El hombre debe sufrir ince-
santemente, pero este sentimiento está compensado por la alegría celestial
que viene de esforzarse por el mandamiento a través del sacrificio. Este es
el “equilibrio terrenal”; sin él la vida carecería de sentido.39

La lucha interior de Dostoievski es diferente a la de Fausto. Es la lucha


entre el egoísmo y la entrega amorosa a los demás. Sus sentimientos en
torno a la agonía de su esposa le revelaron la dificultad de vivir la verda-
dera utopía a la que esta llamado el ser humano.

5. La verdadera utopía
Lo milagroso es siempre la salvación y no la ruina;
pues sólo la salvación, y no la ruina depende de la libertad
de los hombres y de su capacidad de transformar
el mundo y su curso natural.
Hannah Arendt40

El planteo de la relación del hombre con el hombre, el mundo y lo sa-


grado, en el espíritu de algunos rasgos de la modernidad, representado por

39
Cfr. Geir Kjetsaa, Dostoyevski, p. 175.
40
Hannah Arendt, “Franz Kafka”, p. 97.
256 Marisa Mosto

Fausto, Memorias del subsuelo, y sus corolarios, El cocodrilo, La metamorfosis, El


proceso, es desarrollado en términos de liberación, dominio y sometimiento,
ya sea que lo miremos desde el que domina o desde el que es sometido.
Desde el punto de vista de la metafísica clásica originada en Platón y
Aristóteles y asumida por la filosofía medieval cristiana, la realidad es
vista como un cosmos habitado por seres inacabados y en dinamismo que
se necesitan mutuamente para desarrollar las posibilidades de plenitud
contenidas en la vida de su naturaleza. El bien del todo depende de la ar-
monía de las relaciones vitales entre las distintas alteridades. El orden esta
constituido por un fino entramado de dones y necesidades que involucran
a los seres. De modo tal que el logro del bien del otro, significa en última
instancia la posibilidad de alcanzar el propio bien.
El respeto por la alteridad no tiene como finalidad simplemente dejar
vivir a los demás, sino ayudarlos en lo suyo y en relación con ellos poder
llegar a vivir en plenitud la vida del yo.
Edith Stein: “El grado existencial supremo accesible a toda realidad
creada está determinado, y este grado existencial constituye el bien ha-
cia el que ella debe dirigir sus esfuerzos; cada realidad posee al mismo
tiempo, con relación a otra realidad, el significado de una posibilidad de
perfección, y por consiguiente constituye un bien para esta realidad”.41 “El
mundo entero del devenir está totalmente bajo la dependencia del orden
que permite a cada creatura orientarse hacia su propia perfección y ayudar
a otra creatura a encontrar la vía de su perfección”.42
El hombre necesita de los demás para desarrollar su propia naturaleza,
para vivir como hombre. Subestimar la alteridad, someterla o someterse en
el desprecio de lo propio, desequilibra el sano desarrollo de cada uno de
los seres y los conduce a su destrucción. Estas nociones no nos son ajenas,
su trasgresión constituye nuestra experiencia cotidiana y revela nuestra
impotencia para vivir conforme a la ley de la vida. La realidad efectiva nos
manifiesta en la distancia de su poder ser, la inmensa fisura del mal.

6. Peer Gynt
Afirma Zygmunt Bauman desde la sociología que nadie como Henrik
Ibsen ha reflexionado sobre el dilema del sentido del yo.43 Fuimos a Ibsen,

41
Edith Stein, Ser finito y ser eterno, FCE, Mejico 1996, p. 334.
42
Ibidem, p. 333.
43
Cfr. La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Paidós, Barcelona 2002, pp. 167ss.
El itinerario de la magnanimidad 257

concretamente a Peer Gynt, la obra propuesta por Bauman. ¿Qué nos dice
allí Ibsen sobre el hombre?
Peer Gynt es un simpático atorrante, buscavidas. En una fiesta de casa-
miento campestre, a la que había asistido con la intención de trastornar los
planes de la boda y arrebatar a la novia, Ingrid, –que según la madre de
Peer siempre había suspirado por él– de los brazos de su futuro esposo, a
fin de solucionar su situación de pobreza económica, conoce a la que sería
su verdadero amor, Solveig, una muchacha tímida y piadosa, sencilla que
camina con un libro de salmos en sus manos. Una serie de vicisitudes y
enredos provocados por los delirios de grandeza de Peer, impiden que Peer
y Solveig puedan permanecer juntos. Peer comienza una seguidilla de
interminables aventuras –no sin antes rogar a Solvieg, que lo espere, que
no lo olvide– con las que busca hallar con métodos no siempre santos ni
nobles, el sentido de su vida, su lugar en el mundo, la definición de su yo.
Paralelamente a las andanzas de Peer Gynt, Solveig aparece en escena una
y otra vez, cantando, en la cabaña en la que había prometido esperarlo.
Peer vuelve a su tierra casi cincuenta años después, ya anciano. Allí se
enfrenta a la vacuidad de su vida. Uno de los personajes que lo induce a este
enfrentamiento es el “Fundidor”. Ser sobrenatural que acude a buscar el alma
de Peer para fundirla y “reciclarla” en otro ser. Para el Fundidor, Peer no me-
rece ni el cielo ni el infierno dada la insipidez de su vida. No ha sido ni muy
malo, ni muy bueno. Su alma debe pasar a formar parte de otro ser. ¡Perder
la identidad! ¡Peer prefiere ir al infierno! ¡Encontrará alguien que atestigüe
contra él! Piensa que el testimonio de Solveig, acusándolo por su abandono,
será decisivo para que lo envíen al infierno y conservar allí su identidad. Pero
lejos de lo que él esperaba otro fue el testimonio de Solveig.

-Peer Gynt. -¡Pregona mi culpa! ¡Pregónala!


- Solveig.- (Sentándose a su lado) ¡Has convertido mi vida en un maravil-
loso y divino canto! ¡Bendito sea nuestro encuentro en esta mañana de
Pentecostés!”
(…)
-Peer Gynt.- ¡Pues dí lo que sepas! ¿Dónde estuve <<yo mismo>>, el
íntegro, el verdadero? ¿Dónde estuve, con el sello de Dios puesto en mi
frente?
-Solveig.- ¡En mi fe, en mi esperanza, en mi amor! (…)
258 Marisa Mosto

-Peer Gynt.- (Brillándole la cara al comprender, grita:) ¡Mi madre! ¡Mi es-
posa! ¡Mujer sin mancha! ¡Ah! ¡Escóndeme, escóndeme ahí dentro! (La
abraza fuertemente y oculta el rostro en su seno. Pausa)
-Solveig, (Canta dulcemente)… 44

Las vidas de Peer Gynt y Solveig están íntimamente unidas y se dan a


luz mutuamente. El amor juvenil de Peer por Solveig ha despertado en ella
una profunda fidelidad, la esperanza del reencuentro ha transformado su
vida en una maravillosa canción. La vida de Peer en Solveig, ha gestado
un cariz profundo de su identidad. Y a la inversa el amor de Solveig por
Peer, su amorosa custodia a través de los años, le ha revelado la orientación
de su eludido destino. El sentido de la vida de cada uno de ellos ha sido el
de la transformación de la vida del otro. Esa es la razón, pensamos, por la
que Peer la llama, mi madre y mi esposa. En tanto que esposa amante ha
permitido el nacimiento final de su yo.
Quizás lo que nos haya querido decir con su comentario Bauman es
que el sentido de la vida del hombre radica en los vínculos personales, en
la transformación amorosa de la vida de los otros que tiene como contra-
partida la transformación de la propia vida. De ser así encontramos una
gran consonancia entre estas ideas y la “utopía” planteada por Edith Stein
desde una perspectiva metafísica.
La armonía, la unidad en la multiplicidad del género humano se esta-
blece en el intercambio de dones y necesidades entre los hombres que per-
mite a cada creatura orientarse hacia su propia perfección y ayudar a otra creatura
a encontrar la vía de su perfección.

7. La unidad como bien

Que todos sean uno, como tú Padre estás en mi y yo en ti;


que también ellos sean uno en nosotros.
Jn 17, 21

Desde una perspectiva teológica esta deseable armonía para la buena


vida del todo ha sido entorpecida a causa del pecado.

44
Hernik Ibsen, Peer Gynt, Hyspamérica, Buenos Aires 1985, trad. J. Alvarez, Acto V, Escena 10.
El itinerario de la magnanimidad 259

Vladimir Lossky interpreta el carácter de imagen de los seres humanos


en términos de unidad de naturaleza. Así como la Santísima Trinidad
es-son Tres Personas en unidad de Naturaleza, esa unidad armónica ha
sido reflejada en la naturaleza humana antes del pecado que ha generado
la división y la fragmentación transformando a cada uno en poseedor de
una imagen distorsionada.45 El centro neurálgico del pecado está puesto
en la separación, en la pérdida de esa unidad primitiva, en la pérdida de
la unidad del ser humano con su Modelo y luego la de los hombres entre
sí que comparten la misma naturaleza.
La unidad primitiva no es considerada en términos de disolución de la
individualidad en el todo, sino de identidad y pertenencia. La pertenencia,
la comunión con la alteridad es posibilidad de vida para la identidad.
Semen Ljudvigovic Frank, refiriéndose a la esencia del mal, sostiene
que la relación Dios-creación, puede pensarse como algo originalmente
armónico. Llama a este todo de armonía vital unitotalidad. El mal ocurre
cuando un ser limitado, creado (en el cual hay una dimensión de no ser,
porque “no es todo el ser”) comienza a intentar funcionar con una ley
propia fuera de las relaciones armónicas con el todo:

Entonces el <<no>> que trasciende y por eso mismo individualiza posi-


tivamente, se transforma en un <<no>> que encapsula y separa de manera
absoluta- en un <<no>> que es absolutamente división. (...) De este modo la
limitación, que por necesidad esencial esta grabada en cada ser particular
e inmediatamente es compensada por el hecho de que este pertenece a la
“unitotalità”, se transforma aquí en absoluta carencia, defecto, mutilación: una
realidad que se atrinchera en sí misma pierde por eso mismo su conexión
con el ser en general, con la “unitotalità”, toma como fundamento absoluto de
la realidad su propio centro focal interior aislado (el cual es un verdadero
centro solamente si está unido con todo lo restante). Esta es la deformación
que constituye la esencia del mal como no ser subsistente.46

La separación del individuo de sus relaciones armónicas dentro del


gran orden de lo real, un ser relativo que se auto-establece como centro de
gravedad del todo y pretende que el resto comience a girar en torno a su
órbita, genera un desorden dentro del orden primitivo que lleva a los de-
más seres, cuya vidas dependen de la armonía original a su debilitamiento
o destrucción. ¿Acaso este esquema no nos resulta familiar?

45
Cfr. Vladimir Lossky, Teología mística de la Iglesia de Oriente, Herder, Barcelona 1982 pp. 84ss.
También Olivier Clément, Sobre el hombre, Encuentro, Madrid 1983, pp. 5ss.
46
L’ Inattingibile, Jaca Book, Milano 1977, p. 341. La traducción del italiano es nuestra.
260 Marisa Mosto

8. El sentido evangélico de la magnanimidad


La dialéctica de liberación y dominio nos ha llevado al engaño de la
sobrevalorización del sujeto y el desprecio por la alteridad, que condu-
cen en última instancia a la pulverización del sentido de la vida humana
como vida personal dentro de una comunidad de personas. El verdadero
desafío que hoy se nos impone se juega en la posibilidad de instalar un
cambio en la percepción del hombre contemporáneo que haga posible la
revalorización del papel de los otros en la vida del yo y de la vida del yo
en su potencial de transformación de la vida de los otros para el bien del
hombre y la comunidad.
De ahí que Pieper vincule la virtud de la magnanimidad con la tem-
planza.47 Pues la templanza hace posible un orden interior al ser humano
desde el cual es capaz de relacionarse armónicamente con el mundo.48 Ese
orden interior a su vez depende de la justeza en su percepción de lo real
como, en las palabras de Frank, unitotalidad. Cuando el hombre se percibe
a sí mismo como parte insustituible –indigente y a la vez portador de do-
nes– de un todo del cual depende y el que a su vez depende de él, se para
en el lugar adecuado para relacionarse con la alteridad.
La templanza, al instalar el orden en el interior del sujeto, transforma
la esencia de la magnanimidad en servicio. Dios mismo, de quien nos
advirtió somos imágenes, nos reveló la verdadera esencia de Su Poder
como servicio (Flp 2,6-11). Lo divino en el hombre tiene más que ver con el
servicio amoroso que con un activismo ciego para los fines.
Quizás las grandes cosas a que estemos llamados en nuestra época se
relacionen con la revalorización de lo que hoy es juzgado insignificante:
la alteridad. Lo verdaderamente grande es servir a lo que en general se
subestima y se juzga insignificante y se lo vive instrumentalmente.
La magnanimidad necesita de una revolución en el carácter social de la
época, en el modo como nos percibimos a nosotros mismos y percibimos a
los demás. La dialéctica de la liberación y búsqueda de la seguridad podría
llevarse a cabo de manera saludable. La liberación del yo quizás se pueda
alcanzar a partir del orden interior que permite establecer lazos fraternos
con los demás hombres. La fraternidad implica filiación y la filiación nos
remite a nuestro origen sagrado. La experiencia del carácter sagrado de la
Gran Familia a la que el hombre pertenece podría ser la fuente genuina

47
Las virtudes fundamentales, pp. 277ss.
48
Ibidem, pp. 219ss.
El itinerario de la magnanimidad 261

de su seguridad y el motor de la magnanimidad, entendida como el há-


bito por el cual el hombre se juzga digno de grandes empresas y tiende a
lo sublime, en la sencillez de mantener la unidad de la familia humana,
paralelamente al logro de la unidad interior. ¿El contenido de ese proyecto,
no es acaso una gran empresa?

••

Pensamos que la extensa e intensa labor de estudio y docencia de Juan


Roberto Courrèges es un claro ejemplo de una vida llena de dones,
puesta al servicio de la transformación de la vida de los otros, entre los
cuales hemos tenido la fortuna de beneficiarnos.

Marisa Mosto
Universidad Católica Argentina

Resumen

El trabajo intenta presentar los rasgos del carácter social de la modernidad y la posmodernidad
a partir de personajes paradigmáticos de la literatura: Fausto de Goethe y Josef K. de Kafka.
Pretende demostrar una relación de paternidad y filiación entre sus opuestos estilos de relacio-
narse con el mundo resultante de su origen común en la dialéctica de liberación y dominio que
ha gobernado la cultura occidental según el diagnóstico de Cornelius Castoriadis. Finalmente es
en Peer Gynt de Ibsen donde se trata de encontrar un punto de equilibrio que lleva a reflexionar
sobre el verdadero sentido de la magnanimidad.
Transferencias culturales y relaciones internacionales.
Un nuevo campo de estudios

El área de las relaciones internacionales se emancipa de la ciencia políti-


ca después de la Segunda Guerra mundial, gracias al fenómeno arrollador
que Tocqueville identifica como el rasgo distintivo de la edad moderna:
la democratización. Las relaciones culturales llegaron en último término
al campo de las relaciones internacionales y su abordaje contribuye a
enriquecer la historia de las relaciones internacionales. No se trata sólo
del rol de las “fuerzas profundas”, como gustaba llamarlas el renovador
maestro francés Pierre Renouvin, se trata también de las representaciones,
la dimensión transnacional de la producción, de la mediación, recepción
de todos los objetos simbólicos, estéticos: un libro, un programa de televi-
sión, una disciplina filosófica, nuevos descubrimientos virtuales. Para los
intercambios culturales no hay fronteras o aduanas.
La diplomacia cultural es un hecho, por excelencia, contemporáneo.
Después de la Gran Guerra se multiplican las iniciativas, realizadas a veces
por los ministros de Relaciones Exteriores, o por personalidades que re-
presentan a su país. Esta política se hace presente a través de instituciones,
laicas y religiosas, del predominio de la lengua, de elencos artísticos, etc.
Los Estados incorporaron al Ministerio de Relaciones Exteriores, en el
período entreguerras, otros después de la Segunda Guerra, una Dirección de
Asuntos Culturales y en las embajadas hace su aparición el Encargado cultu-
ral, en casi todas las grandes potencias europeas, lo que muestra la confianza
en este tipo de instrumentos políticos. La cultura era objeto de una estrategia
de exportación y poderío que dependía directamente del Estado.
En la segunda mitad del siglo XVIII el país galo exportó sus modelos
linguísticos y culturales. Las iniciativas culturales francesas más interesan-
tes que desembocan en Latinoamérica, comienzan a fines del siglo XIX y
son los primeros jalones de una acción cultural de una especificidad nueva
que busca exportar, no sólo la lengua y las producciones intelectuales sino,
al mismo tiempo, una cierta imagen del país y su cultura. En la primera


Pierre Renouvin y Jean-Baptiste Duroselle, Introducción a la política internacional, Madrid 1968.
264 Hebe Carmen Pelosi

mitad del siglo XX hay que buscar “los elementos de la producción, la


circulación y la recepción del modelo francés y ciertos mecanismos de su
crisis en el siglo XIX”. El tema lo hemos estudiado largamente en los ar-
chivos franceses y argentinos y hemos encontrado testimonios del mismo
en la documentación.
El prestigio de la cultura francesa en América Latina ha sido, durante
largo tiempo, un hecho incontestable. No es inútil recordar la toma de
contacto con la Francia revolucionaria de San Martín, Bolívar, Nariño,
quienes dirigen varios años más tarde las luchas de emancipación sobre
el suelo sudamericano. En un movimiento inverso, antiguos soldados de la
Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico prefieren el exilio a la Res-
tauración, participan en la conquista de la independencia sudamericana y
contribuyen, de esta manera, a la difusión de las ideas francesas.
Los argentinos que proclamaron la independencia “se volvieron hacia
Europa y más particularmente hacia Francia...fuera de la sangre y del len-
guaje que son tradiciones, es Francia más que ninguna otra nación la que
nos ha marcado” escribe Jorge Luis Borges y agrega: “El modernismo era
inconcebible sin Hugo y Verlaine... en mi infancia, ignorar el francés era
ser casi un analfabeto”.

La compañía Madeleine Renaud-Jean Louis Barrault: un caso testigo

Las temporadas que Jean Louis Barrault realizó en la Argentina fueron


acordadas diplomáticamente. Las respectivas embajadas llevaron a cabo
gestiones para que la Compañía Renaud-Barrault viajara a Buenos Aires y
realizará sus representaciones.
Barrault contaba con una sólida formación teatral, fue una síntesis del
teatro del siglo XX. Sus años de estudio estuvieron marcados por la presencia
de figuras señeras del teatro francés. Muy joven, con apenas 20 años, mientras
estudiaba en la Escuela del Louvre y dudaba sobre su vocación –¿pintura o tea-
tro?– entró en el teatro L’Atelier, dirigido por Charles Dullin, en el que cumplió
roles muy pequeños, “yo aprendí a amar el teatro viendo trabajar a Dullin”.
Este afirmaba que había que representar al personaje hasta sus abismos más


Denis Rolland, La crise du modèle français. Marianne et l’Amérique Latine. Culture, politique et iden-
tité, París 2000.

Hebe Carmen Pelosi, Argentinos en Francia, franceses en Argentina. Una biografía intelectual, Buenos
Aires 1999.
Transferencias culturales 265

escondidos y su psicología más profunda. “Vivir sinceramente la situación”


aconsejaba. Nuestro actor permaneció de 1931 a 1935 en dicho teatro y recibió
la profesión de comediante casi como un sacerdocio laico.
De Charles Dullin aprendió la importancia en la expresión del cuerpo,
casi con un sentido religioso de la máscara. El director se apoyaba en la
escuela de Stanislavski autor de Formation de l’acteur et la construction du
personnage (1938) quien ponía el acento en la concentración, el desarrollo
de la observación y el dominio de la relajación; en la de Jacques Copeau
y el teatro de Le Vieux Colombier y Gordon Craig. Barrault reconocía que
su paso por L’Atelier lo había dotado de método. Charles Dullin cumplió
para él el papel de segundo padre, lo llamaba “el jardinero de hombres”,
porque los hacía crecer.
La técnica del cuerpo se la enseño Etienne Decroix quien le dio leccio-
nes de mimo: “el mimo me apasionó, fue la primera vez que yo sentí lo
que significaba el don... me di cuenta que estaba dotado para la expresión
corporal”. El público argentino pudo apreciar en algunas de las obras que
representó estas cualidades. “Mi cuerpo se convirtió en una cara”.
Barrault montó algunas obras en teatros que alquiló. Les fourberies de
Scapin de Molière lo introdujo en el camino de la dirección y le enseño la ver-
dadera técnica de la dirección. La faim de Knut Hamsun fue el primer intento
de afirmación personal, primer ensayo de teatro total, con 50 representacio-
nes. Paul Claudel asistía a las sesiones de teatro y de allí surgió una amistad
que fue de una importancia capital en su vida. Con Madeleine Renaud iban a
visitarlo a su Chateau de Bragues y conversaban sobre prosodia del lenguaje
hablado, los silencios, los largos y los cortos, la respiración, etc.
Al estallar la Segunda Guerra mundial Barrault partió para el sur de
Francia, la zona libre de los alemanes, allí lo contactó el director de la Co-
médie Française François Copeau para ofrecerle el papel de Rodrigo en una
obra de Corneille que se representaba en dicha sala. Así formó parte del
sagrado recinto para los artistas y firmó un contrato de “asociado”, es decir
“por vida”. Le costó decidirlo pero aceptó, porque “la Comédie Française “es
el espíritu mismo de nuestra profesión”. Participó de giras y jugó roles que
no siempre le gustaban, pero fue un buen ejercicio que le hará afirmar que
“el ritmo de la alternancia es la fórmula más viva de nuestra profesión...
representar un clásico es abrir un tesoro guardado”.


Jean Louis Barrault, Réflexions sur le théâtre, París 1996, p. 27.

Jean Louis Barrault, cfr. p. 118.
266 Hebe Carmen Pelosi

El Ministro Jean Zay hizo entrar a la Comédie a Louis Jouvet, Charles


Dullin, Baty, Jacques Copeau, que en su época representaban una vanguar-
dia. Esto marcó el renacimiento de la gran casa, con ellos entraron autores
contemporáneos como Jules Romains, Jean Cocteau, Jean Giradoux. Los
decorados estuvieron en manos de Christian Bérard.
Al finalizar la guerra la Comédie Française tuvo una nueva dirección que
reestructuró la casa del teatro y exigió a los actores que volvieran a com-
prometerse. Barrault y Madeleine Renaud, que habían contraído matrimo-
nio en 1940, decidieron formar su propia compañía de comediantes, tener
un teatro, “establecerse” como se decía en ese entonces. Mientras Barrault
había tenido una formación de vanguardia, Madeleine Renaud, por el
contrario, había seguido una formación clásica, primero el Conservatorio
y luego la Comédie. Los aportes de cada uno podían complementarse.
La Compañía la fundaron de acuerdo al lema: “Sobre el hombre, por el
hombre, para el hombre”. Se propusieron representar autores clásicos, el
arte del gusto y el arte del verbo, realizar investigaciones e incluir autores
modernos. Así comenzó la época del Teatro Marigny (1946-1956), donde el
elenco pudo representar a Claudel, con él “encontré mi chance”. Así como
Giradoux había escrito obras para Louis Jouvet, Barrault pudo confrontar
con Claudel el montaje de las suyas. El autor lo invitó a representar dra-
máticamente Christophe Colomb, para lo cual se necesitaban 30 actores en
escena. En opinión del director de la compañía Tête d’or era la savia de
Claudel, Partage de midi la prueba y Le Soulier de Satan la suma de su obra.
La Compañía Renaud-Barrault tenía renombre en Francia, lo que los
impulsó a organizar la gira por Sudamérica. Existía la tradición de otras
compañías que habían visitado América del Sur tales como la Comédie
Française, el teatro de Vieux Colombier, Louis Jouvet, de las que nos hemos
ocupado en un estudio anterior. El empresario que se hizo cargo de las
funciones fue Jean Clairjois y las representaciones se hicieron bajo los
auspicios de la Association française d’action artistique.
El 29 de abril de 1950 se embarcó la Compañía en La Florida en Marsella,
estaba formada por una treintena de actores, la primera escala era Río de
Janeiro donde tenían planeado representar nueve obras. Durante el viaje
ensayaban las obras y hacían gimnasia en la cubierta del barco. La capital
brasileña los recibió con entusiasmo, era la primera compañía francesa que


Jean Louis Barrault, Souvenirs pour demain, París 1972, p. 191.

Para el tema cfr. H. C. Pelosi, Vichy no fue Francia. Las relaciones franco-argentinas (1939-1946),
Buenos Aires 2003, cap. 8 “La propaganda cultural”.
Transferencias culturales 267

llegaba después de finalizada la guerra. También actuaron en San Pablo


y Montevideo.
Al dejar tierra francesa Barrault escribía: “En el momento de embarcar-
me para América latina siento la necesidad de hacer un voto: yo quisiera
que nuestro viaje sobrepase el marco exclusivo del teatro y nos permita,
de una manera general, el intercambio humano... el teatro, como todas las
artes verdaderas, es esencialmente un modo de comunicación entre los
hombres, de comunión”.
El director del teatro, no bien llegado a Buenos Aires, presentó a la
Compañía: “Somos una familia, lo que traigo es una casa de Francia trans-
portada íntegramente a Buenos Aires: la casa del Marigny con sus deco-
rados, sus muebles, poblada por su alma”. Inmediatamente después tuvo
palabras de elogio hacia Madeleine Renaud, ella era capaz de encarnar
tanto a “la coqueta de Marivaux, como la gracia desbordante de Amélie, o
la soberbia heroína de Partage de midi”. También transmitió sus reflexiones
sobre el teatro y la profesión de actor, dictó una clase magistral extraída
de su experiencia personal, profunda y rica en enseñanzas.10
La compañía Renaud-Barrault visitó la Argentina en tres oportunida-
des, en 1950, en 1954 y en 1961. La primera y la segunda mientras Juan Do-
mingo Perón era presidente, la tercera durante la presidencia de Frondizi.
Las circunstancias que rodearon esos viajes fueron distintas y Barrault lo
reflejó en sus Reflexions sur le théâtre, así como también hemos encontrado
esas huellas en documentos diplomáticos.
Barrault no era un desconocido para los argentinos, su película Les en-
fants du paradis había sido exitosa, aunque nuestro actor no había alcanzado
en ella el estatus de “desbordante actividad” o “cuerpo alámbrico” que
recibió como actor de teatro. Arribó a Buenos Aires el 28 de junio de 1950
y las funciones tuvieron lugar en el teatro Odéon.
La llegada de la Compañía fue recibida con gran entusiasmo, el teatro
estuvo siempre colmado y las críticas, en la mayoría de los diarios, fueron
siempre elogiosas. La impresión era que se estaba en presencia de “un nue-
vo teatro, una nueva y la más inesperada manera de la interpretación, una
nueva palabra, un nuevo ritmo y una nueva dimensión, proyectando en el
tiempo y en el espacio otro pulso, otro acento y otra alma... es el último y
más prodigioso destello de la cantera artística de Francia”.


Noelle Giret, Renaud-Barrault, Bibliothèque National de France, París 1999, p. 113.

Bibliothèque National de France, Arts du spectacle, Revue de presse, “Programme”, p. 1.
10
La Nación, (LN), 1 de julio de 1950.
268 Hebe Carmen Pelosi

La primera visita de la Compañía Renaud-Barrault


1.VII–31.VII. 1950

Fechas Representaciones Otras actividades


28 de junio Llegada a Buenos Aires
30 de junio Conferencia de prensa
1 de julio Marivaux, La seconde surprise de
l’amour
Molière, Les fourberies de Scapin
4 de julio Shakespeare, Hamlet
6 de julio Feydeau, Occupe-toi d’Amélie
11 de julio Paul Claudel, Le partage de midi
13 de julio Marivaux, Les fausses confidences
J. Prévert, Baptiste
18 de julio Kafka, Le procès, adaptación de A.
Gide
20 de julio M. Achard, Malborough s’en va-
t–en guerre
G. Feydeay, On purge bebé
25 de julio L’improntu de Marigny Recepción en la
Embajada Francesa
26 de julio Reunión con el Teatro
universitario franco-argentino

Molière fue el primer autor representado y esta elección no fue al azar,


Molière es el ingenio más caudaloso del teatro y Scapin un pícaro que evo-
ca rasgos de la “commedia dell’arte” de Goldoni y Barrault acompañó esta
intención en el ritmo de la acción, en la pantomima enloquecida. El pícaro
de Barrault tenía algo de poeta, de circo, de payaso acompañado por las
palabras, el tono de voz, el movimiento, las emociones.
En la obra de Marivaux el amor galante es el personaje principal y Ma-
deleine Renaud mostró sus recursos femeninos en la coquetería velada, la
intención pudorosa, las maneras aristocráticas del siglo XVIII, los tonos
Transferencias culturales 269

de voz, los suspiros contenidos, los ademanes palaciegos, así diseñó con
inteligencia un cuadro aristocrático de Francia, afirma Octavio Ramírez,
crítico teatral.11
“Sólo continúa vigente un clásico cuando se le puede ver con los ojos de
nuestros días”, así definía Barrault a los grandes autores, en 1947. La repre-
sentación de Hamlet respondió a esta premisa, el personaje fue presentado
por el director de la compañía, con un desgarrado dolor, con elocuencia
en la voz, el cuerpo, la crispación de los dedos, se pulsan todos los tonos,
el personaje sufre. Hamlet resultó así un drama de todos los tiempos y
todas las latitudes.12
Paul Claudel era el autor con el que Barrault podía cotejar sus puestas
en escena. Partage de midi, misterio dramático, como la llamó su autor, fue
escrita en 1906 y Claudel no permitió que fuera representada por la com-
pañía del teatro Marigny sino en 1943. El drama de Mesa e Ysé, recorda-
dos por Barrault en sus textos, fueron magistralmente representados por
los actores de la compañía que supieron transmitir las generalizaciones
simbólicas del amor y la seducción, reflejadas a través de la lente de un
escritor católico. Claudel fue representado en toda la potencia de su prosa
y su poesía.13 Barrault expreso el carácter religioso y pasional de los per-
sonajes de Claudel.
Le procès de Kafka fue presentado en versión de André Gide, Barrault
plasmó, en su interpretación, “un clima alucinante, con sombras de aquela-
rre, fue la más cinematográfica de sus actuaciones”. El elenco acompañó los
propósitos del director, con gran competencia, la escenografía de Labisse
resultó remarcable.14 Formaban parte del elenco Simone Valère y Jean Des-
sailly, matrimonio ellos también, lo que contribuía al ambiente familiar, y
Jean-Pierre Grandval, hijo del primer matrimonio de Madeleine.
Marcel Achard escribió una ligera burla de las guerras y su heroísmo,
Malborough s’en va-t–en guerre fue estrenada al finalizar la Primera Guerra
mundial y fue repuesta en el Marigny en 1949. Destaca dos momentos
similares que el autor ironiza en aras de evitar que se produzcan otras
guerras. Barrault respetó ese clima y montó la obra en tono de farsa, con
varios pasajes de ballet, al compás de una música de circo, con decorados
claros y frescos.

11
“Barrault fue recibido anoche entre ovaciones”, LN, 2 de julio de 1950.
12
“El Hamlet de Barrault tiene desgarrado dolor”, LN, 5 de julio de 1950.
13
“Le Partage de Midi” es un hondo drama de Claudel”, LN, 12 de julio de 1950.
14
“Le Procès” es un espectáculo de desgarrador”, LN, 19 de julio de 1950.
270 Hebe Carmen Pelosi

Como despedida, el conjunto francés, quiso abocarse al “decir puro” y


presentó dos piezas, un acto cómico y una sesión de poesía. Fue una ocasión
para mostrar algunos de los preceptos que Barrault había enunciado sobre
la dicción, de natural encanto en el sentir y en el decir de los artistas. Junto
con algunos pasajes de los autores representados con anterioridad, hicieron
su aparición Albert Camus, Armand Salacrou y George Courteline. En el
decir puro recitaron a La Fontaine, Molière, Rostand, Voltaire, Alfred de
Musset, Baudelaire, Verlaine, y otros más.15 Acompañó esta primera visita
Pierre Boulez que luego llegaría a ser famoso director de orquesta.
De Madeleine Renaud escribía Albert Camus que “ella seduce, es cierto,
pero conscientemente, obtiene este triunfo excepcional que, en la escena, nos
llega por recursos seguros, es decir por lo natural; en este juego, como en
otros, ella es perfecta”.16 El director del teatro al referirse a esta figura afirma
que “la influencia del artista es de re-nacimiento... gracias a su ejemplo sim-
ple y directo, hacia la unidad de sí misma, hacia esa conjunción concentrada
de instinto, de pasiones, de análisis, de las Gracias. Así es la influencia de
Madeleine Renaud. Ella parece nacida así. Ella es. Elegida”.17
M. Renaud y Barrault se reunieron con los miembros del Teatro uni-
versitario franco-argentino. El teatro surgió del deseo de los alumnos en
las aulas del Instituto Francés de Estudios Superiores, dirigido por Simone
Garma. Fundado en 1942, fue un foco de cultura francesa y de gaullismo
durante los años de guerra. Desde 1944 y por espacio de 16 años este Teatro
dio a conocer obras de autores clásicos y a las nuevas figuras que surgían
en el ambiente teatral francés. La visita de Barrault constituyó una ocasión
para recibir enseñanzas del maestro y renovar el espíritu del teatro.18
En opinión de Ernesto Schoo la presencia de Barrault influyó en el teatro
argentino de la época. “La prodigiosa capacidad mímica de Barrault nos
hizo redescubrir la expresión corporal, hasta entonces relegada a favor de
la expresión oral, nuestras escuelas de teatro registraron de inmediato la
novedad... las improvisaciones ya no fueron tan sólo el clásico indagar en la
memoria afectiva, según el método de Stanislavsky, sino que incorporaron
técnicas gimnásticas que adquirieron de pronto una trascendencia manteni-

15
“Celebróse al conjunto francés en poesías y escenas vibrantes”, LN, 26 de julio de 1950.
16
Albert Camus, “Madeleine Renaud”, Caliban, febrero 1949.
17
Jean Louis Barrault, “Madeleine Renaud”, Programa, 1954,, Bibliothèque Nationale de France.
18
Para el tema cfr. Hebe Pelosi, Argentinos en Francia, franceses en Argentina, Buenos Aires 1999,
cap. IX.
Transferencias culturales 271

da hasta hoy”.19 Le procès de Kafka, fue la obra que más repercusión tuvo en
el público argentino, aunque se le aconsejó al director francés no presentarla
por razones políticas, Barrault desconoció el problema y la representó.
La compañía de actores franceses volvió al país en 1954, en principio
se hizo un proyecto de contrato aprobado por la Embajada francesa en
Buenos Aires. En él se proponía que las representaciones de Christophe
Colomb de Paul Claudel se llevarían a cabo en el Teatro Colón. El director,
Pedro Valenti Costa, había asistido a una sesión de esta obra en París y en
dicha ciudad se entrevistó con Barrault. Deseaba que la obra fuese llevada
al Colón. En el borrador del contrato se proponían las siguientes represen-
taciones: una para la Fundación Eva Perón, otra gratuita para estudiantes,
una tercera para el Comité de Sociedades Francesas.
La situación era difícil porque Valenti Costa estaba por renunciar a la
dirección del Teatro, y solicitaba que las partituras de la obra llegaran con
premura para preparar la obra, el coro estaría a cargo del Teatro universi-
tario franco-argentino. Las gestiones estaban a cargo de Robert Weibel-Ri-
chard, consejero cultural de la embajada francesa, quien debía entenderse
con las autoridades del Teatro Odeón, donde la Compañía francesa reali-
zaría las representaciones, las autoridades del Teatro Colón, con Barrault y
el intendente Jorge Sabaté, quien tenía buenas disposiciones hacia Francia.
Los gastos previstos eran para las funciones del Teatro Colón. La de estu-
diantes y la de la Fundación Eva Perón nadie se hacía cargo.20
Una vez más el empresario de la Compañía era Jean Clairjois, la visita
se realizaba con los auspicios del Comité pour le rayonnement français en
Argentine. Las representaciones tendrían lugar en el Teatro Odéon y la
obra de Claudel en el Teatro Colón. Las obras elegidas por la compañía
Renaud-Barrault fueron distintas a las que el público argentino había
conocido en la estadía anterior. Era costumbre de Barrault representar
obras que había experimentado en Francia, sin embargo en esta ocasión
el público argentino asistió al estreno de Le cocu magnifique de Fernand
Crommelynck. En esta ocasión se programaron dos abonos, razón por la
cual no los graficamos.

19
Ernesto Schoo, “Madeleine Renaud y Jean-Louis Barrault, visitas ilustres”, LN, 16 de setiembre
2006 y Entrevista con Ernesto Schoo, 13 de setiembre de 2006, a quien agradezco sus observa-
ciones.
20
Archive du Ministère des Affaire Etrangères (AMAE), el encargado de Negocios de Francia al
Ministro de Relaciones Exteriores, Buenos Aires, 25 de marzo de 1954, Série B-Amérique, 1952-
1963, Argentine, vol. 18.
272 Hebe Carmen Pelosi

Una vez más las sesiones se abrieron con una obra de Moliére: Le Misan-
thrope. En esta ocasión Barrault representó un Molière “más fundamental y
más orgánico que permitió al actor un más consistente y profundo trabajo
de extraordinario comediante, sin despojarse de la gracia de la obra, reflejo
de una manera penetrante como uno de sus trabajos mas profundos, más
desnudamente psicológicos”. Por su parte Madeleine Renaud, mostró su
femineidad, su dulzura, la aristocracia de su arte, su donaire, “es una de
las grandes coquetas de Francia”.21 Schoo corrobora estas condiciones al
afirmar que “la maravilla absoluta de M. Renaud era su voz, audible hasta
en el susurro” y recuerda que Hector Bianciotti le hizo notar: “Fijate como
la Renaud no hace jamás un gesto brusco, cómo enlaza los movimientos
sin quebrar nunca la línea: es casi un ballet”.22
La répétition ou l’amor puni, es una comedia de Marivaux recreada por
Jean Anouilh; de éste eran los personajes de la actualidad, de aquél los de
la farsa. Por ello la obra se desarrolló en dos planos, en los que Anouilh
daba vida amorosa a sus personajes. Barrault recreó los personajes de una
y otra época con gran expresividad, el actor demostró poseer los movi-
mientos acordes con uno y otro siglo.
En el contrato figuraban como representaciones: Pour Lucrèce de Jean
Giradoux, Oedipe en versión de André Gide, La cerisaie de Antón Chejov
y Le cocu magnifique de Crommelinck. De esta última afirma Barrault que
“representa el amor extremo, horadado por la duda, los celos más crueles
hasta los confines de la locura”. En cuanto a la obra de Chejov la considera
“el símbolo de la vida misma que fluye, de la vida en sus cambios y sus
movimientos, es el teatro en su estado esencial”.23
La visita tuvo inconvenientes, el Ministro de Relaciones Exteriores
Jerónimo Remorino le pidió explicaciones a Barrault sobre cómo había
distribuido las entradas a los estudiantes para la función gratuita de la
obra de Claudel en el Teatro Colón. “Fui convocado por las autoridades
y acusado de haber invitado a estudiantes comunistas, protesté y dejé en
claro que la obra de Claudel no era susceptible de atraer un movimiento
revolucionario, fui obligado a anular la sesión vespertina para impedir
una provocación organizada por las mismas autoridades, tuve la revan-
cha: distribuimos en secreto billetes para la función de la noche que se
desarrolló sin dificultad”.

21
“Barrault transmitió toda la agudeza de Le Misanthrope”, LN, 26 de julio de 1954.
22
Cfr. E. Schoo, “Madeleine Renaud....”.
23
Jean Louis Barrault, Programa, 1954, Bibliothèque Nationale de France.
Transferencias culturales 273

Barrault calificó a Remorino de personaje obstinado y horroroso, si los


estudiantes se hubiesen reunido hubieran manifestado en contra del go-
bierno, esa fue la verdadera causa por la cual no se deseaba que se hiciera
dicha función. El director decidió anularla para no producir fricciones
con la embajada francesa ya que el clima político era tenso. Por su parte,
el Ministro de Educación dio un comunicado diciendo que era ajeno a la
suspensión de la función. En los festejos de la fiesta nacional francesa 14
de julio, no se hizo presente ninguna autoridad oficial. Remorino intento
paliar el mal momento al que había sometido al actor francés invitándolo,
a su regreso de las representaciones en Santiago de Chile, a una reunión
en su quinta de verano con personalidades intelectuales.24
El Ministro francés en la Argentina informó que la gira tuvo mucho éxi-
to, todas las representaciones fueron dadas a sala llena, algunos miembros
de la Compañía dieron conferencias en el Instituto Francés, en el Instituto
de Lenguas Vivas y Barrault disertó sobre Claudel en Amigos del Libro y dio
una conferencia de prensa.25 Las palabras del Ministro fueron confirmadas
por Barrault quien declaró que “el último día fue sensacional, el auto que
nos llevaba al puerto fue empujado por la juventud”.
La Compañía regresó en 1961 con el nombre de Théâtre Français con
una sesión “amena y alegre”, en palabras de Barrault. En esa oportunidad
la Compañía soportó “problemas trágicos, al día siguiente de la primera
representación en el Teatro Cervantes, éste fue destruido por el fuego, no
hubo heridos” (...) “ 12 toneladas de decorados fueron reducidos a cenizas,
mi jefe de electricidad lloraba”.26
En esta oportunidad la Compañía representó cuatro obras: Marivaux,
Les fausses confidences, Molière, Les precieuses ridicules, Jean Giradoux, In-
termezzo y la novedad de la temporada era Rhinocéros de Ionesco. En la
reunión de prensa en la que el director presentó el programa aludió a que
esta última la había presentado hacía un año en París y la juzgó como una
“síntesis de la creación dramática de Ionesco; junto a los disloques verbales
que abundan sobre todo en el primer acto, la obra se encamina hacia la
expresión de una angustia que concierne a la actualidad, cuando su pro-

24
AMAE, el encargado de negocios de Francia al Ministro de Relaciones Exteriores, Buenos Aires,
19 de julio de 1954 y cfr. Noelle Giret, Renaud-Barrault, p. 114, las dos versiones coinciden.
25
AMAE, el embajador francés al Ministro de Relaciones Exteriores, Buenos Aires, 25 de julio
de 1954.
26
Cfr. Jean Louis Barrault, Réflexions sur..., p. 256.
274 Hebe Carmen Pelosi

tagonista va quedándose solo en medio de una multitud de rinocerontes, a


la cual no quiere pertenecer en salvaguarda de su individualidad”.27
Este Rhinocéros “magistralmente puesto en escena por Barrault, muestra
la condición del hombre como tal, su responsabilidad y su grandeza están
puestas en juego en este drama”.28 En síntesis, constreñidos por lo escueto
del espacio, cerramos con una estimación del que fue presidente de la
República Francesa, Vincent Auriol: “su compañía hace honor al teatro
francés por su voluntad constante de investigación y de creación, por su
espíritu de descubrimiento y de novedad pero también por su entrega a
las grandes y bellas tradiciones de la Comedia, así conquistaron el fervor
entusiasta de la juventud y el más válido de los jueces: El público”.29

Hebe Carmen Pelosi


Universidad Católica Argentina

Resumen

El objeto del artículo se centra en las relaciones internacionales culturales argentino-francesas,


nuevo campo de estudio incorporado en último término a esta especialidad. El análisis de la
visita de la Compañía de teatro Madeleine Renaud-Jean Louis Barrault se constituye en un
caso testigo de este tipo de relaciones culturales. Las sesiones fueron programadas por ambas
cancillerías de acuerdo a la documentación a la que tuvimos acceso en el Archive du Ministère des
Affaires Etrangères y la sección “Arts et spectacles” de la Bibliotèque National de France. La visita
renovó el entusiasmo de la francofilia argentina, permitió conocer “un nuevo teatro, una nueva
e inesperada manera de la interpretación, una nueva palabra, un nuevo ritmo y una nueva
dimensión, proyectando en el tiempo y en el espacio otro pulso, otro acento y otra alma... es el
último y más prodigioso destello de la cantera artística de Francia”. También hizo conocer al
público argentino las nuevas figuras literarias francesas.

27
“Barrault defiende y define su programa”, LN, 10 de junio de 1961.
28
Silvina Bullrich, “Alrededor de J.L. Barrault”, LN, 18 de junio de 1961.
29
Vincent Auriol, “Programa”, 1954, Saison théâtrale française en Amérique latine.
Notas para una hermenéutica anselmiana
Santo Tomás de Aquino
del libre albedrío en

El propósito de este trabajo de homenaje al profesor Courrèges es


abordar la cuestión del libre albedrío en Tomás de Aquino desde su fuente
anselmiana. Santo Tomás cita expresamente a Anselmo de Canterbury
en relación con el tema de la esencia del libre albedrío. Intentaremos ver
entonces cuál es el aporte de Anselmo a la concepción tomasiana sobre
esta capacidad del hombre.
Esto significa considerar el tratamiento del libre albedrío en Tomás
desde el “pasado” y no, como es lo más frecuente, desde el “futuro”. Y esto
no sólo en el sentido de estudiar las fuentes, sino en mirar a Tomás en el
espejo de esas fuentes. Es frecuente que las temáticas tomasianas se estu-
dien y se analicen con un criterio más sistemático que histórico y desde la
preocupación y la perspectiva de su adecuación al pensar moderno o con-
temporáneo. Nosotros consideramos legítimo recuperar nociones tomistas
para insertarlas en un pensamiento actual; es más, es absolutamente nece-
sario en relación con la integración del pensamiento de un autor al propio
pensar. De hecho, lo mismo sucede con Hegel, Marx, Kant, Freud, y todos
los grandes pensadores. Es, por otra parte, lo mismo que hizo Tomás con
sus predecesores y contemporáneos.
Sin embargo, en esa perspectiva existe también el peligro de desdibujar
lo que realmente un determinado autor sostuvo como doctrina propia.
En particular esto se ve cuando una obra resulta mediada por numerosos
comentadores que se comentan unos a otros, y donde la fuente es el co-
mentador y no el comentado. La mediación de la obra tomasiana tiene una
larguísima historia pasando por la segunda Escolástica y por la Escolástica
y Tomismo contemporáneos. Ya Gilson se quejaba desde su aguda visión
de filósofo-historiador de la distorsión y “corrupción” del pensamiento de
Tomás por parte de distintos comentadores.
Nosotros pretendemos aportar humildemente una visión desde las
fuentes. Esta perspectiva está abonada por los fecundos trabajos de Lo-
ttin, de Gilson e incluso, aunque en el ámbito más particular de la ética,
de Pinckaers. Pensamos además que es ésa la manera en que la frescura
276 Beatriz Reyes Oribe

y la fecundidad de un determinado pensamiento se ofrece mejor para la


reflexión actual.
Desde el punto de vista histórico hay dos elementos a tener en cuenta
respecto de la reinterpretación moderna de Tomás. El primero tiene que
ver con el pensamiento inmediatamente dominante entre fines del siglo
XIII y el siglo XIV, es decir el nominalismo, y su vaciamiento del conteni-
do y dirección de la libertad humana, cuya influencia se extiende hasta el
siglo XVI. El segundo, con el efecto de Trento en el pensamiento católico
o también con el efecto de las mismas disputas teólogicas a propósito de
las herejías protestante y reformada. Si bien la discusión sobre la esencia
y los límites del albedrío humano ha sido tema recurrente a lo largo de
toda la historia del pensamiento cristiano, la modernidad parece haberse
crispado alrededor de este tema. Por esto se hace necesario despejar el
camino hacia una comprensión de la concepción tomasiana del libre albe-
drío, estudiando las fuentes y el ambiente espiritual de la época de Tomás
sin sus reinterpretaciones.
Un abordaje parcial, pero muy importante, se ofrece a partir de la in-
fluencia de San Anselmo.

Libertad y libre albedrío en Anselmo

San Anselmo trata sobre la libertad y el libre albedrío en varias obras,


pero en particular lo hace en su Dialogo sobre el libre albedrío. Maestro y dis-
cípulo conversan sobre el libre albedrío en sí mismo y en el ser humano, so-
bre la relación del pecado y la gracia con la libertad. El primer capítulo lleva
el siguiente título: “El poder de pecar no pertenece al libre albedrío”. Aquí
Anselmo sostiene que “puesto que entonces el libre albedrío Divino y el de
los ángeles buenos no puede pecar, poder pecar no pertenece a la definición
de libertad de albedrío. De ahí que la potestad de pecar no es ni libertad, ni
parte de la libertad”. Según Anselmo el poder de pecar no se encuentra en
Dios ni tampoco en los ángeles buenos, quiénes sin embargo poseen libre
albedrío. Por eso es que no puede definirse el libre albedrío como el poder
de pecar y de no pecar, sino que habrá que determinar la esencia de aquel
sin recurrir al poder de pecar. Más aún considera que “entonces la potestad


“[...] nec libertas, nec pars libertatis est potestas peccandi.” Anselmo de Canterbury, Dialogus de
libero arbitrio, PL CLVIII 489 B y C; 490 B.
Hermenéutica anselmiana del libre albedrío 277

de pecar, que añadida a la voluntad, disminuye su libertad, y si es quitada,


la aumenta, ni es la libertad, ni parte de la libertad”.
Si bien no podemos extendernos en la antropología anselmiana, es
importante señalar que para este autor el alma posee instrumentos, los
cuales a su vez son complementados por ciertas aptitudes o afecciones,
que a su vez se distinguen del uso que uno haga de ellas; la voluntad es
un instrumento del alma que posee a su vez dos afecciones, una por lo
conveniente (commodum) y otra por la rectitud o justicia. Sin estos afectos
la voluntad no podría querer nada y si solamente tuviese uno de ellos, so-
lamente podría querer el bien al que éste estuviese ordenado. De manera
que poder dirigirse a ciertos bienes o a otros depende del agregado a la
voluntad de dichas afecciones. Por su parte, la libertad es una potestad, es
decir un poder hacer, y se trata de “la potestad de conservar la rectitud de
la voluntad por la rectitud misma”.
Esta potestad está esencialmente ordenada a la justicia, pero dice Ansel-
mo, que aquel que tiene una potestad puede usarla o no. De ahí que se peca
por el albedrío, pero no por aquello que lo hace libre, que es la potestad de
conservar la rectitud; sino por la potestad de pecar. Por los ejemplos que
pone Anselmo se puede entender que esa potestad de pecar se relaciona
con un señorío de la voluntad, por el cual también puede disponer de sí
y hacerse esclava o sierva. El que tiene potestad para hacer algo, tiene
también el poder de no hacerlo. Anselmo utiliza también el término spon-
te, que significa ‘voluntario’, o sea, lo que surge de la propia voluntad, en
contraposición a ‘natural’. En suma, Anselmo distingue la libertad de lo
que podríamos llamar señorío de la voluntad. Además, como señalamos
arriba, la presencia de los dos afectos de la voluntad es un requisito para
poder querer diversos bienes; la voluntad puede querer lo cómodo o la
rectitud. Y al querer lo cómodo, peca.

Anselmo de Canterbury, 491 B.

Anselmo de Canterbury, Dialogus de casu diaboli, XIII; 343 D y ss.; De Concordia 534 A y ss.; cfr.
B. Reyes Oribe; “La separación de la affectio volendi commodum de la affectio volendi justitiam como
negación de la finalidad natural en San Anselmo”; en Metafísca y dialéctica en los períodos carolingio
y franco; J. Cruz Cruz y M.J. Soto-Bruna ed.; Eunsa, Pamplona 2006, pp. 235-254.

“Omnis libertas est potestas; illa libertas arbitrii est potestas servandi rectitudinem voluntatis
propter ipsam rectitudinem”; Anselmo de Canterbury, Dialogus de libero arbitrio, 494 B.

Anselmo de Canterbury, Dialogus de libero arbitrio; 492 A y B.

O. Lottin, Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siècles; I, Gembloux, 1957; p. 14.

El rico puede hacerse siervo del pobre mientras es rico; una vez hecho pobre y esclavo no puede
recuperar su riqueza. Anselmo de Canterbury, Dialogus de libero arbitrio 492 B.

Anselmo de Canterbury, Dialogus de libero arbitrio 491 D: “Et per potestatem peccandi, et sponte
et per liberum arbitrium”.

Anselmo de Canterbury, De Veritate XII, 480 D.
278 Beatriz Reyes Oribe

Por otra parte, la libertad del albedrío está relacionada con la razón que
conoce la rectitud y la posibilidad e incluso el deber de ordenar lo conve-
niente a lo recto.10 Aunque solamente se diga ‘libertad’ por su ordenación
a conservar la rectitud. Dicha rectitud se pierde de modo definitivo en la
condenación eterna y de modo reparable durante esta vida. Pero lo que no
se pierde es el albedrío mismo y la posibilidad de, devuelta la rectitud por
parte de Dios, poder conservarla.
El otro punto importante que juega un papel en el pensamiento cris-
tiano, es la afirmación sobre la rectitud y la justicia como don. Si bien para
Anselmo todos los instrumentos y los afectos y aptitudes, son dados al
hombre uno a uno por el Creador (sin que se pueda marcar un límite entre
lo natural y lo sobrenatural11), de un modo particular el afecto por la rec-
titud depende totalmente de Dios. Esto se muestra en que, una vez recha-
zada la rectitud por el hombre, solamente Dios puede devolvérsela. En el
hombre permanece el poder de conservarla, aunque no la tenga, del mismo
modo que uno tiene vista aunque no haya nada para ver por falta de luz o
por falta de objetos. Pero dado que no tiene la rectitud, solamente si le es
devuelta podrá volver a hacer uso de su capacidad de conservarla.12
Para Anselmo en todo lo que Dios hace, creación y redención, hay
racionalidad, hay logos. Pero no podemos extendernos aquí sobre la difi-
cultad para poder determinar qué es lo que Anselmo considera natural o
sobrenatural. Basta decir que no es una preocupación de Anselmo ni de
su época, salvo por lo que se refiere a la necesidad de la justicia y la gracia
como dones sobrenaturales. Sí parece importante resaltar que la rotunda
afirmación de Anselmo acerca de la esencia de la libertad que excluye el
poder de pecar –afirmación que será aprovechada por Tomás de Aquino–,
está acompañada y debe entenderse también dentro del contexto del rea-
lismo exagerado de este autor.13 Según Anselmo, lo que entendemos en la
definición existe tal cual en la realidad, y lo que hace que una cosa real
difiera de otra es la presencia y añadido de otros elementos. Por ejemplo,
es el caso de la justicia o rectitud que no es lo mismo que la beatitud, pero
también de la libertad como potestad añadida al albedrío, o del poder pe-
car añadido a la voluntad. Cada esencia debe ser entendida con abstracción
de la otra, aunque en el objeto real se den en conjunto. Sin embargo, esta

10
Anselmo de Canterbury, De concordia 516.
11
Anselmo de Canterbury, Cur Deus homo; II, 1, 399 C y ss.
12
Anselmo de Canterbury, Dialogus de libero arbitrio 493 B y ss.
13
B. Reyes Oribe, “La separación de la affectio volendi commodum de la affectio volendi justitiam como
negación de la finalidad natural en San Anselmo”; p. 241.
Hermenéutica anselmiana del libre albedrío 279

perspectiva no alcanza a explicar ella sola la fuerza de la afirmación de


Anselmo sobre la esencia de la libertad, que no se encuentra respecto a los
restantes elementos involucrados en esta temática, como el poder de pecar
o el mismo señorío de la voluntad. Es decir que, el mismo énfasis revelado
en la expresión literaria del texto, indica el interés de Anselmo en resaltar
que la libertad es propiamente para el bien.

La presencia de Anselmo en Tomás de Aquino

Comencemos por el siguiente texto de Santo Tomás tomado del Comen-


tario a las Sentencias: “El libre albedrío de Cristo no estaba determinado a
una sola cosa según el número, sino a una sola cosa según el género, es
decir, a lo bueno, pues no podía dirigirse a lo malo. Sin embargo, podía
hacer algo y también podía no hacerlo. Y esto no excluye la libertad del
albedrío, porque ‘poder pecar no es libertad del albedrío ni parte de la
libertad’, como dice Anselmo. Y ciertamente, esta determinación a partir
de la perfección del libre albedrío acontece en tanto que termina, median-
te el hábito de la gracia y la gloria, en aquello a lo cual está naturalmente
ordenado, a saber, en el bien: pues el libre albedrío, aunque en nosotros
se relacione con lo bueno y con lo malo, sin embargo no es a causa de lo
malo, sino de lo bueno. O también puede decirse que si incluso estuviese
determinado a una sola cosa según el número, como a amar a Dios (lo que
no puede no hacer), sin embargo por esto no se quita la libertad, ni la causa
de la alabanza o el mérito: porque en aquello no tiende de modo coactivo,
sino espontáneo; y así es señor de su acto”.14
En este paso Tomás se enfrenta a explicar en qué sentido Cristo era
poseedor de libre albedrío aún cuando estuviese determinado respecto
al bien, es decir que era incapaz de pecar. Su argumentación se centra en
mostrar que lo esencial de la libertad está en el querer espontáneo (sponte)
y en el ser señor del propio acto (actus sui dominus).15
Además el libre albedrío puede estar determinado a partir del estar
colmado por el bien al que naturalmente tiende. Se trata de una determi-
nación por haber llegado a la perfección (determinatio ex perfectione) de algo
que está ordenado por naturaleza a esa misma perfección. Dice también

Tomás de Aquino, In III sent d 18, a 2, ra5.


14

El concepto que se revela importante es entonces el paralelo del griego au )tecou /sioj contra-
15

puesto a proai /resij.


280 Beatriz Reyes Oribe

que esa perfección es el término al que el libre albedrío está naturalmente


ordenado. Por eso es que el poder pecar no es parte de la libertad, sino de
su imperfección. Tomás cita como autoridad a Anselmo, quien precisa-
mente sostenía, como hemos visto, que, si bien no sería posible pecar sin
poseer libre albedrío, el mismo poder pecar no pertenece a la esencia de
la libertad ni es tampoco una parte de ella.
Pero ¿cómo interpreta Tomás a Anselmo? Tomás reconduce la afirma-
ción de Anselmo hacia la finalidad natural de la libertad. La libertad es
para el bien. Se orienta hacia la perfección. Por otro lado, pone la esencia
de la libertad en el señorío, que como hemos visto, Anselmo separaba
de la libertad. Se suele decir que según Anselmo el bien es el “fin” de la
libertad. Sin embargo, en el Cantuariense no puede darse una finalidad
natural, porque su perspectiva no es dinámica.16 Lo que define la libertad
es ser una potestad, un poder efectivo de conservar la rectitud, es decir
una función.
Además, al retomar Santo Tomás la definición de Anselmo, e insertarla
en la perspectiva de la finalidad natural, o sea, de la dirección a la perfec-
ción, deja fuera toda posibilidad de interpretar la libertad como un poder
indiferente.
En De Malo Santo Tomás también cita a Anselmo con respecto a la
permanencia de la libertad del albedrío aún en el caso de haber perdido
la rectitud. “como Anselmo dice en el mismo libro, el libre albedrío siem-
pre tiene la potestad de conservar la rectitud, cuando la tiene y cuando
no la tiene”.17 Esta libertad está reducida a su mínima expresión como un
poder que no puede ejercerse, preservado por poseer el hombre la razón
y la voluntad como instrumentos del alma (Anselmo) o como potencias
(Tomás).18
Veamos ahora otro texto del Comentario a las Sentencias: “aunque el libre
albedrío pueda dirigirse a lo bueno y a lo malo, sin embargo está ordenado
de por sí hacia lo bueno […] y por eso la libertad respecto de aquello que
impide el bien, se dice simplemente libertad, la cual es libertad de pecado
(a peccato) […] Pero lo que impide el pecado es la rectitud de la justicia exis-
tente en la razón: y de ahí que la libertad de justicia (a justitia) no es simpli-

16
B. Reyes Oribe, “La separación de la affectio volendi commodum de la affectio volendi justitiam como
negación de la finalidad natural en San Anselmo”.
17
Tomás de Aquino, De malo q 16, a 5, ra 19.
18
Anselmo recurre al término ‘instrumento’ porque su perspectiva es estático-funcional. Tomás
utiliza ‘potencia’ porque la suya es dinámica. En el primero sólo podemos hablar de ‘esencia’,
el el segundo de ‘naturaleza’.
Hermenéutica anselmiana del libre albedrío 281

citer libertad, sino secundum quid […] el pecado de por sí impide el bien a
través de hábitos o disposiciones; así también la justicia impide el mal”.19
Anselmo no aparece citado en esta respuesta, pero sí aparece en el
argumento tercero del mismo artículo. Sin embargo, el Cantuariense está
presente sosteniendo la respuesta de Tomás: el libre albedrío esencialmente
está ordenado al bien. De ahí que ser libre para pecar es solamente libertad
en un sentido restringido, o sea en el de la libertad de coacción perfecta
“la cual de por sí y siempre sigue al libre albedrío”.20 Tomás distingue
en el corpus de este artículo una coacción perfecta, que es la que puede
llamarse propiamente coacción, y una imperfecta, que debe llamarse más
bien impulso o impedimento. Esta última se produce por los hábitos y
disposiciones que se hacen (fiunt) en el alma misma, que influyen de por
sí sobre el libre albedrío, o por las incapacidades corporales, que influyen
accidentalmente.
En el excurso que sigue al artículo 5 sostiene Tomás que “Aquí puede
averiguarse si esta libertad por la cual alguien es libre para el mal, es li-
bertad del albedrío. Debe saberse que, si libertad significa la facultad de la
misma potencia, así la libertad del albedrío es la misma, tanto respecto del
pecado como respecto de la justicia; […] Pero si se refiere a la facultad del
hábito, entonces una es la libertad de pecado y otra la de justicia, y ambas
se agregan al libre albedrío como el hábito a la potencia […] la libertad
para el bien es más libertad que la libertad para el mal”.21 Es decir que, si
atendemos a la potencia sola, ella está abierta a los hábitos que la liberarán
o la atarán. Pero si atendemos a los hábitos y a la facilidad que generan,
puede darse una libertad de pecado, que es una verdadera libertad, y una
libertad de justicia, que solamente es libertad por la suficiencia o facilidad
del libre albedrío para dirigirse al mal después del pecado.22
En De Veritate Tomás repite, pero sin citar, la afirmación de Anselmo:
“querer lo malo no es libertad, ni una parte de la libertad, aunque sea
cierto signo de ella”.23 Con esto termina el largo cuerpo del artículo que
versa sobre en qué sentido y en qué estados de la naturaleza está indeter-
minada la voluntad. La voluntad puede querer el bien o el mal solamente
en esta vida, lo cual tiene que ver con la indeterminación de la voluntad
respecto al orden al fin, que se funda, por un lado en la indeterminación

19
Tomás de Aquino, In II Sententiarum d 25, q 1, a 5, ra 2.
20
Tomás de Aquino, In II Sententiarum d 25, q 1, a 5, co.
21
Tomás de Aquino, In II Sententiarum d 25, q 1, ex.
22
Tomás de Aquino, In II Sententiarum d 25, q 1, ex.
23
Tomás de Aquino, Q.D. de Veritate q 22, a 6, co.
282 Beatriz Reyes Oribe

de lo que conduce al fin, y por otro en la indeterminación del conocimiento


que puede ser recto o no. En este punto también se muestra la influencia
de Anselmo que considera a la verdad como rectitud y a la justicia como
la rectitud de la voluntad.24 Lo que agrega Tomás es la concesión de que
poder hacer el bien y el mal sea signo de libertad.
Nuevamente volvemos a De Veritate donde, sin cita de Anselmo, dice
el Aquinate: “a la esencia del libre albedrío no pertenece que se relacione
de modo indeterminado respecto al bien o al mal: porque el libre albe-
drío de por sí está ordenado al bien, siendo que el bien es el objeto de la
voluntad […] donde el libre albedrío es perfectísimo, allí no puede tender
al mal, porque no puede ser imperfecto”.25 El libre albedrío solamente se
perfecciona dirigiéndose al bien, y puede tender al mal en la medida de
su imperfección. Y si lo conectamos con el primer texto26 visto de Tomás,
podemos decir que el libre albedrío puede ser perfectísimo en la medida
de estar terminado o plenificado por el bien; y en el caso de Dios por ser
el Bien mismo.
En la Suma Teológica, Tomás sostiene que “que el libre albedrío pueda
elegir diversas cosas observando el orden al fin, pertenece a la perfección
de su libertad; pero que elija algo apartándose del orden al fin –lo cual es
pecar– esto corresponde a un defecto de la libertad. De donde mayor es la
libertad del albedrío en los ángeles que no pueden pecar, que en nosotros
que sí podemos”.27 Como la elección es solamente respecto de lo que con-
duce al fin, se manifiesta la perfección de la libertad en poder encontrar
diversos caminos y bienes conducentes entre los cuales elegir, pero no,
precisamente, en apartarse del camino recto.28 Esto está relacionado con
la causa de la libertad que está en la razón.29 La razón perfeccionada por
la prudencia está dispuesta para deliberar mejor que la razón que carece
de esta virtud, y por lo mismo puede hallar diversas vías hacia el fin. Pero
también la prudencia perfecciona el imperio que, en un cierto sentido,
“confirma” la elección al ordenar la ejecución del acto. Y éste es también
un modo de determinarse. Por otra parte, las virtudes son disposiciones
que facilitan la elección.

24
Anselmo de Canterbury, Dialogus de veritate ; Vid. F. Rego, “La doctrina de la verdad según San
Anselmo y su posible proyección sobre Santo Tomás de Aquino”, en Metafísca y dialéctica en los pe-
ríodos carolingio y franco, J. Cruz Cruz y M.J. Soto-Bruna ed.; Eunsa, Pamplona 2006, pp. 217-234.
25
Tomás de Aquino, Q.D. de Veritate d 25, q 1, a1, ra 2.
26
Tomás de Aquino, In III sent d 18, a 2, ra5.
27
Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q 62, a 8, ra 3.
28
Cfr. Tomás de Aquino, In II Sententiarum d 7, a 1, ra 3.
29
Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q 17, a 1, ra 2.
Hermenéutica anselmiana del libre albedrío 283

Si para Anselmo la esencia de la libertad del albedrío es la potestad de


conservar la rectitud, para Tomás la rectitud es el fin natural de la liber-
tad. Además la causa de la libertad está en la razón,30 la cual si es recta
imprime su rectitud en la voluntad; y la esencia en el señorío, o sea en la
ausencia de coacción,31 dado que el sujeto de la libertad es la voluntad. La
razón de libertad está en poder obrar o no obrar (ejercicio), y en poder ha-
cer esto o lo otro (especificación).32 Si hubiese que resumir en una frase el
pensamiento de Tomás sobre la libertad, podría decirse que es el señorío
de la voluntad para dirigirse por sí misma al bien amado, o sea, aquél que
es primero mostrado por el intelecto.
También podemos explorar brevemente la influencia de Anselmo en To-
más respecto a la rectitud y la justicia como rectitud de la voluntad. Dice,
por ejemplo, Tomás en De Veritate: “siendo la justicia cierta rectitud, como
dice Anselmo, o adecuación, según el Filósofo, es necesario que la razón
de justicia dependa en primer lugar de aquello donde primero se encuen-
tra la razón de regla, según la cual la igualdad y rectitud de la justicia se
constituye en las cosas. Pero la voluntad no tiene razón de primera regla,
sino que es regla regulada, pues es dirigida por la razón y el intelecto, no
sólo en nosotros, sino también en Dios; […] Pero decir que de la simple
voluntad dependa la justicia, es decir que la voluntad Divina no procede
según el orden de la Sabiduría, lo cual es blasfemo”.33 Para San Anselmo
todas las cosas son lo que deben ser porque se ajustan a la Verdad divina, y
la rectitud de la voluntad, si bien es un don de Dios,34 es una ‘verdad’, una
‘racionalidad’ que se le imprime a la voluntad, que se ajusta a la Verdad
divina. Recordemos que Anselmo considera importante la predicación
que muestra o demuestra la verdad-rectitud (aunque la misma predicación
sea también un don de Dios35). Justamente el hombre no pierde nunca la
libertad del albedrío, aunque haya perdido la rectitud, porque no pierde la
razón.36 Por su parte, para Tomás la voluntad es potencia apetitiva racional,
y como tal por naturaleza solamente puede ser movida por lo conocido.37
De este modo, la racionalidad (y la intelectualidad) juegan para Tomás el
papel de causa de lo querido y lo elegido.

30
Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q 17, a 1, ra 2.
31
Tomás de Aquino, In III Sententiarum d 18, a 2, ra5; In II Sententiarum d 25, q 1, a 5, co.
32
Tomás de Aquino, In I Sententiarum d 42, q 2 a 1, ra 3.
33
Tomás de Aquino, Q.D. de Veritate, q 23, ar 6, co.
34
Anselmo de Canterbury, De veritate XII 483 B.
35
Anselmo de Canterbury, De concordia VI 527 D.
36
Anselmo de Canterbury, Dialogus de libero arbitrio 495 C
37
Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q 80, a 2, co; B. Reyes Oribe, La voluntad del fin en Tomás de
Aquino, Vórtice, Buenos Aires 2004, pp. 39, 78.
284 Beatriz Reyes Oribe

Por otra parte, para Tomás lo mismo que para Anselmo, el libre albe-
drío no puede conseguir su propia justificación una vez perdida la recti-
tud. Dios es causa de la justificación. Aún así el libre albedrío participa en
la justificación, en primer lugar con el movimiento de la fe que muestra el
fin, y a través de ella, con el amor de la caridad.38 Según Tomás: “estando
esto en la potestad del libre albedrío, impedir o no la recepción de la gracia
divina”.39 Esto significa que en la perspectiva de Tomás, al igual que en la
de Anselmo, no puede considerarse la libertad capaz de tener iniciativa
frente a Dios.

Conclusiones

Podemos señalar como una huella importante, tanto explícita, como


implícita, de Anselmo en Tomás, la ordenación de la libertad al bien. La
misma es entendida por Anselmo como la esencia de la libertad, y por el
Angélico como su finalidad natural y también sobrenatural.
Otro tema anselmiano es el de la rectitud de la razón y de la voluntad.
Para Tomás la voluntad recibe su rectitud de la razón y del intelecto. A
diferencia de Anselmo, Tomás admite una rectitud natural que depende
de las inclinaciones naturales y la ley natural. Pero coincide con el Cantua-
riense en negar la posibilidad de justificación a partir de la pura libertad
del albedrío. Anselmo consideraba que el libre albedrío no puede perderse
porque coincide con los instrumentos del alma; pero no puede usarse para
nada bueno o recto, porque no hay en el hombre ya ninguna rectitud, sino
solamente el afecto de lo conveniente.
Si bien en el pensamiento de Anselmo se puede ver la falta de consi-
deración del movimiento y la tendencia, como así también, la ausencia de
la noción de naturaleza como principio de operaciones, es evidente que
Tomás no tuvo que esforzarse para usar a Anselmo como autoridad en
estos temas. Porque es posible dinamizar el realismo exagerado, pero es
absolutamente imposible rescatar el nominalismo.40
Pensamos también que en la profunda conciencia de la racionalidad
de la obra de Dios, es decir de su Sabiduría, que se desprende de la obra

Tomás de Aquino, De veritate q 28, a 4, co.


38

Tomás de Aquino, Summa contra gentiles L 3, CLIX, n 2.


39

B. Reyes Oribe, “La separación de la affectio volendi commodum de la affectio volendi justitiam como
40

negación de la finalidad natural en San Anselmo”, p. 252.


Hermenéutica anselmiana del libre albedrío 285

de Tomás, está el sello de Anselmo (precedido por Agustín), seguramente


acompañado y mediado por el trabajo intelectual de los autores del siglo
XII y XIII y por la influencia de Aristóteles. En este sentido, parece par-
ticularmente importante en este momento histórico redescubrir el logos.
Porque como dice J. Ratzinger: “no actuar según la razón es contrario a la
naturaleza de Dios”.41

Beatriz Reyes Oribe


U. FASTA

Resumen

Según San Anselmo la libertad es la potestad de conservar la rectitud por la rectitud misma
y el poder pecar no pertenece a la esencia de la libertad ni es una parte de ella. Esta posición
influye en Santo Tomás que entenderá que la libertad está ordenada por naturaleza al bien, y
reinterpretará a Anselmo en su propia perspectiva de la finalidad natural. Además, Anselmo
adjudica a la voluntad la potestad de pecar no conservando la rectitud recibida, y esa potestad
no es libertad. Por su parte, Tomás insistirá en el señorío del albedrío que le permite obrar o no
obrar y hacer esto o aquello. Pensamos también que en la profunda conciencia de la racionalidad
de la obra de Dios, es decir de su Sabiduría, que se desprende de la obra de Tomás, está –entre
otros– el sello de Anselmo.

41
J. Ratzinger, “Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones”; www.zenit.org, 13-09-2006.
Un pasaje de la IV Meditación Metafísica.
Descartes y la querella De auxiliis

Y por último, no debo tampoco quejarme de que Dios concurra conmigo para
formar los actos de esta voluntad, es decir, los juicios en los que me engaño,
porque esos actos son enteramente verdaderos y absolutamente buenos, en tanto
que dependen de Dios; y en cierto modo hay más perfección en mi naturaleza
porque puedo formarlos que si no lo pudiese. Para la privación, en la que úni-
camente consiste la razón formal del error y del pecado, no tiene necesidad de
ningún concurso de Dios, puesto que no es una cosa o un ser, y si es referida a
Dios como a su causa, no debe ser llamada privación, sino solamente negación,
según el significado que se da a estas palabras en la Escuela.
Descartes, Meditaciones Metafísicas, IV Meditación

Spinoza escribía a comienzos de 1665, en respuesta a Willem van Blijen-


bergh, que “la decisión de Adán considerada en sí no fue mala ni... contraria
a la voluntad de dios” y que “dios pudo y debió ser causa de ella... pero no en
tanto que fue mala” porque el mal es una “privación de un estado más per-
fecto” y, como tal, “no es algo efectivo”, sino que “se llama así con respecto
a nuestro entendimiento y no con respecto al entendimiento de dios”. Su
corresponsal le contestaría, rechazando esta opinión, que no podía entender


Según la traducción de Ezequiel de Olaso y Tomás Zwanck incluida en Descartes, Obras escogi-
das, Ed. Charcas, Bs. As. 1980, pp. 259-260 (en adelante, O.E.). El siguiente es el texto de la edición
latina de 1641, conforme a la versión de Oeuvres de Descartes Publiées par Charles Adam et Paul
Tannery (Vrin, Paris 1996, t. VII, pp. 60-61; en aldelante, A.T.): “Nec denique etiam queri debeo,
quod voluntatem concurrat ad eliciendos illos actus voluntatis, sive illa judicia, in quibus fallor:
illi enim actus funt omnino veri et boni, quatenus a Deo dependent, et major in me quodam-
modo perfectio est, quod illos possim elicere, quam si non possem. Privatio autem, in qua sola
ratio formalis falsitatis et culpae consistit, nullo Dei concursu indiget, quia non est res, neque
ad illum relata ut causam privatio, sed tantummodo negatio dici debet.” En la edición francesa
de 1673 (AT, t. IX, p. 48) –de la cual es traducción la versión castellana transcripta– se lee: “Et
enfin ie ne dois pas aussi me plaindre, de ce que Dieu concourt avec moy pour former les actes
de cette volonté, c’est a dire les iugements dans lesquels ie me trompe, parce que ces actes sont
entierement vrays, et absolutement bons, en tant qu’ils dependent de Dieu; et il y a en quelque
sorte plus de perfection en ma nature, de ce que ie les puis former, que si ie ne le pouvois pas.
Pour la privation, dans laquelle seule consiste la raison formelle de l’erreur et du peché, elle
n’a besoin d’aucun concours de Dieu, puisque ce n’est pas une chose ou un etre, et que, si on
la rapporte à Dieu comme à sa cause, elle ne doit pas etre nommée privation, mais seulement
negation, selon la signification qu’on donne à ces mots dans l’Echole.”

Spinoza, Briefwisseling. Wereldbibliotheek, Amsterdam 1977. Trad. cast. por N. Dolkens, Las cartas
del mal. Caja Negra, Buenos Aires 2006.
288 Juan Pablo Roldán

que “malum respectu dei est negatio” porque, en ese caso, o Dios ignoraría el
mal que produce o ese supuesto mal causado por la voluntad de Dios no
sería realmente malo; además, quedaría en entredicho la libertad humana.
Por la similitud en el planteo y en el lenguaje –y por la referencia a Des-
cartes que ambos interlocutores realizan en distintos lugares– podría pen-
sarse que Spinoza comenta en estas cartas el pasaje de la IV Meditación citado
al comienzo. Las ocho cartas documentan la hipótesis de la omnipresencia
en la filosofía moderna de los temas considerados en la querella “De auxiliis”.
La cuestión de la compatibilidad entre la omnipotencia y la bondad divinas
con la libertad humana y la existencia del mal en el mundo, es debatida
desde el siglo XVI postulando una inevitable tensión entre sus elementos
constitutivos. Pocos autores se han sustraído a esta dialéctica excluyente
(o la postulación de un Dios con voluntad inmutable y absoluta o la de un
hombre libre), de tal forma que hasta una filosofía como la de Nietzsche, por
ejemplo, puede ser considerada uno de los estadios conclusivos de este pro-
ceso. Puede inferirse de aquí que, si la clave de la metafísica realista clásica
es la doctrina de la participación, el aspecto decisivo de ésta –a nivel existen-
cial– será la participación a nivel operativo. El mismo Spinoza nos brinda una
perfecta fórmula acerca de la imposibilidad de tal participación al criticar
a quienes “perciben al hombre... como un imperio en otro imperio”, es decir,
una libertad bajo otra libertad. Inclusive quienes en la época afirmaban
la existencia simultánea de “ambos imperios” encontraban imposible, sin
embargo, pensar su compatibilidad. Recuérdese, por ejemplo, que la Iglesia
se había limitado a declarar que “los dominicos pueden enseñar y disputar
libremente sobre la gracia y que los jesuitas pueden tratar las mismas mate-
rias ateniéndose a una doctrina sana y católica”.
Curiosamente, la respuesta radical de Spinoza al planteo de Descartes
obliga a una profunda hermenéutica del texto cartesiano –y de su obra
completa– a la luz de “las luchas teológicas de su tiempo”, pues “no es pa-
radójico afirmar que el mejor modo de estudiar la filosofía francesa del ‘600
es aquél de considerarla en esta forma de continuación de la controversia
entre San Agustín y Pelagio”.


Ibidem, p. 39.

Ética, Tercera parte, Introducción.

Carta del Card. Madruzzi al nuncio de España, en nombre del Papa Clemente VIII, del 25 de
febrero de 1598, en Serry, Hist.cong. de Aux., t. I, c. XXVI, citado por Labbas L., La grace et la liberté
dans Malebranche. Vrin, Paris 1931. Véase más abajo –nota 37– la opinión paradigmática de Bos-
suet al respecto.

Del Noce A., Cartesio en Riforma Cattolica e filosofia moderna. Il Mulino, Bologna 1965.
Descartes y la querella De auxiliis 289

Descartes a la luz de la querella De auxiliis


En distintos lugares afirma Descartes que no quiere participar de las dis-
putas teológicas. Frecuentemente, este tipo de declaraciones ha sido invocado
para negar tanto la centralidad de esta cuestión en el conjunto de la filosofia
cartesiana como la seriedad de Descartes en su consideración del tema. Con-
forme al famoso paradigma hermenéutico del primer Gilson, Descartes habría
sido “tomista con Burmann, molinista con [la princesa] Elizabeth” y habría
defendido “según las circunstancias, no importa cuál solución”; si se acerca
al jansenismo en la IV Meditación, se retracta luego y aprueba el molinismo en
sus cartas a Mesland. “Él llega pues, finalmente, a una suerte de eclecticismo
teológico donde las doctrinas antagónicas que se combaten hace tiempo en la
controversia de auxiliis gratiae se vuelven aceptadas y legitimadas con, quizás,
una ligera preferencia de corazón a favor del tomismo”. Esta actitud habría te-
nido un fin práctico: mediante esta acomodaticia equidistancia de los distintos
bandos en disputa, Descartes habría intentado despejar su situación política
a fin de proteger la única actividad intelectual que realmente le interesaba, la
investigación en ciencias positivas.
Si bien el mismo Gilson –notable precursor de una interpretación de
la obra de Descartes superadora de las simplificaciones historiográficas
iluministas y hegelianas– abandonó esta perspectiva al poco tiempo,
particularmente por los estudios de su alumno Henri Gouhier, recogidos
en La pensée religieuse de Descartes, publicado en 1924,10 ésta continuó te-
niendo predicamento en la crítica cartesiana, seguramente por su íntima
solidaridad con esquemas vigentes.11 Más cerca de nuestra época, autores
como Jean-Luc Marion la han conservado parcialmente, dotándola de una
fundamentación distinta, según se verá más abajo.
Cabe otra interpretación de la intención de Descartes de no participar
de las controversias y de su aparente eclecticismo en lo que a este tema
respecta. Se trata de una hipótesis arriesgada. Descartes habría sido prác-
ticamente el único que en su tiempo habría comprendido en profundidad
y aprobado la doctrina de Santo Tomás de Aquino acerca del mal. Su


Cfr., por ejemplo, Carta a Mesland del 2 de mayo de 1644, AT, IV, p. 116; O.E., p. 424.

Gilson E., La liberté chez Descartes et la Théologie, Vrin, Paris 1982, p. 394.

Ibidem, p. 432.
10
La pensée religieuse de Descartes. Vrin, Paris 1924. Vid. sendas explicaciones de las rectificaciones
de Gilson y de sus motivos en Del Noce A., op. cit., pp. 307-320 y en Gilson E., La liberté…, “Ad-
vertissement” escrito por Jean-Luc Marion.
11
Un ejemplo de esta supervivencia puede ser el artículo de Hiram Caton, “Will and Reason in
Descartes’s Theory of Error. The Journal of Philosophy, vol. 72, Nº 4 (Febr. 27, 1975) pp. 87-104.
290 Juan Pablo Roldán

completa coherencia en este tema habría sido imposible de apreciar por


todos aquellos que partían del supuesto de la tensión dialéctica apuntada.
Jesuitas molinistas, protestantes armiñanos, libertinos eruditos, defen-
dieron uno de los extremos del problema: la libertad humana. Dominicos
bañezianos, oratorianos, jansenistas, protestantes gomaristas, calvinistas,
posteriormente leibnizianos, defendieron el otro: la omnipotencia divina.
Un autor que, como Descartes, mantuviera que este misterio de ninguna
forma es un absurdo, sino que los elementos aparentemente en pugna
debían mantenerse pacíficamente conciliados, bajo riesgo de destruirse
ambos, no podía no ser malinterpretado.
El redescrubrimiento de J. Maritain de la auténtica opinión de Santo
Tomás sobre el origen del mal moral12 puede transformarse en una ines-
perada clave hermenéutica para comprender la obra cartesiana.13 Con-
forme a esta interpretación, Descartes tendría el mérito de respetar los
“dos axiomas sacrosantos”14 o, en otras palabras, “la disimetría... radical,
irreductible, entre la línea del bien y la línea del mal”.15 Los molinistas y
los armiñanos habrían traspasado inadvertidamente la frontera prohibida,
cruzando desde la “línea del mal” hacia la “del bien”: como Dios no es la
causa de los actos humanos malos, tampoco lo es de los buenos. Bañezia-
nos y gomaristas habrían recorrido el camino inverso: como Dios es causa
de todo el ser, de todas las acciones buenas, también lo es de las malas.
Descartes nunca habría cometido estos errores. Cuando discurrió en
la “línea del bien”, fue considerado “tomista” (bañeziano), “oratoriano” o
“jansenista”. Cuando lo hizo en la “del mal”, se creyó que se había conver-
tido al “molinismo”. Su prescindencia de estas disputas no habría sido otra
cosa que el seguro reposo en una profunda y olvidada concepción más
antigua que su disociación.
El análisis del pasaje propuesto de la IV Meditación Metafísica puede
servir de fundamentación a esa hipótesis.

12
Cfr., por ejemplo, sus obras Court Traité de l´Existence et de l´Existant. Hartman, Paris 1947; Dieu
et la permission du mal. Desclee de Brouwer, Paris 1963. Trad. cast. por Juan Martín Velasco: ... Y
Dios permite el mal. Guadarrama, Madrid 1967.
13
Inesperada si se confronta con la muy negativa opinión que Maritain tenía de Descartes como
padre del idealismo moderno.
14
... Y Dios permite el mal, p. 24.
15
Ibidem, p. 28.
Descartes y la querella De auxiliis 291

Dios y el mal. Privación y negación


¿En qué se diferencia la concepción de Descartes de la de Spinoza, ha-
bida cuenta de que ambos afirman que el mal es privación con respecto al
hombre y negación con respecto a Dios?
Para Spinoza –versión radical de la imposibilidad de participación ope-
rativa– el mal es negación con respecto a Dios porque en realidad no hay
mal en el mundo. El mal entendido como privación es sólo el resultado de
una apreciación subjetiva de un ser que, como el hombre, no tiene consis-
tencia por ser finito.
No es ésta la opinión de Descartes. Caben dos interpretaciones posibles
–ambas con fundamento en sus obras– acerca del mal entendido como
negación o como privación.
Una primera se refiere a la posibilidad del mal. En efecto, que Dios haya
creado al hombre falible implica un primer grado de permisión del mal,
que Maritain llama “indiferenciada” porque no se vincula a ningún mal
efectivo o realizado.16 Podría no haber habido mal moral en el mundo y, sin
embargo, haber sido el hombre falible. Descartes afirma en distintos luga-
res que “no me parece posible que [Dios] me haya dado una facultad que
sea imperfecta en su género, es decir, que carezca de alguna perfección que
le sea debida”;17 en otras palabras, que Dios no es el autor de privaciones.
Pero todo ente finito, por el hecho de serlo, carece de alguna perfección.
Pero esta falta no es una privación sino una mera negación.18
Ahora bien, esta fundamentación no es suficiente para comprender el
texto aquí analizado.19 En él se habla de un acto malo concreto, realizado, y
no solo de su posibilidad.20 Como tal, tiene que haber sido creado por Dios

16
... Y Dios permite el mal, p. 63.
17
IV Meditación. A.T., IX, p. 44. O.E., p. 254.
18
Cfr. la afirmación de Descartes de que “no hay ninguna duda de que Dios me ha podido crear
de modo que jamás pudiera engañarme” (A.T., IX, p. 44. O.E., p. 254) pero que no tengo derecho,
por eso mismo, a pretender otra naturaleza que la que me ha dado, que no es mala en absoluto. En
los Principios declara que “de ningún modo se puede imaginar que Dios sea el autor de nuestros
errores por el hecho de que no nos ha dado un entendimiento omnisciente. Pues es propio de la
naturaleza del entendimiento creado que sea finito.” Par. XXXVI. A.T., IX, p. 40. O.E., pp. 326-327.
Una interpretación de esta clase sobre la IV Meditación es la que ha propuesto Lex Newman en “The
Fourth Meditation”. Philosophy and Phenomenological Research, vol. 59, Nº3 (Sep., 1999), pp. 559-591.
19
Y tampoco para sus dos lugares paralelos en la obra cartesiana: Principios, XXXI, A.T., VIII,
p. 17. O.E., p. 325; Carta a Regius del 24 de mayo de 1640, A.T., III, p. 65. O.E., p. 376. Para juzgar
sobre la exhaustividad de esta afirmación, vid. Gilson E., Index Scolastico –Cartésien. Vrin, Paris
1979, p. 165.
20
Cfr.: “…cometer errores es, por cierto, un defecto que reside en nuestra acción o en el uso de la
libertad, pero no en nuestra naturaleza.” Principios, XXXVIII. A.T., IX, p. 41. O.E., p. 327.
292 Juan Pablo Roldán

en lo que tiene de bueno, de ser.21 ¿En qué sentido puede decirse que, con
respecto a Dios, es sólo negación? Seguramente no en cuanto no habría mal
en el mundo, como afirmaba Spinoza.
Probablemente, éste sea el punto culminante de la respuesta carte-
siana a la querella de auxiliis. Descartes retoma aquí la olvidada doctrina
tomasiana acerca de que la causa del mal moral de culpa es una causa
deficiente, un no-acto libre –porque si fuera un acto habría sido causado
por Dios– que todavía no es un mal, una privación, sino sólo una nega-
ción. Este no-acto libre es llamado por Santo Tomás “no consideración de
la regla”. El pecado consiste, para el Aquinate, en pasar a obrar sin esa
consideración, de lo que resulta una falta, un empobrecimiento, en el acto
resultante. El mal es esa privación.22
Descartes no se refiere explícitamente con el término “negación” a la
no-consideración de la regla, sino sólo a la consecuencia de que, si el hombre
puede hacer el mal solo, sin el concurso divino, Dios no puede verse im-
plicado en él de ninguna manera.23 Pero ambas “negaciones” se implican
mutuamente. Si no fundamentara la negación con respecto a Dios en la
negación libre en la que consiste la causa del mal moral de culpa, debería
entenderse la primera como lo hizo Spinoza. Dios habría producido, en este
caso, el mal, y éste, por tanto, no sería realmente malo. “Para la privación,
en la que únicamente consiste la razón formal del error y del pecado, no
tiene necesidad de ningún concurso de Dios, puesto que no es una cosa
o un ser”. En otras palabras, el hombre es su causa primera. Es como si
sólo en el acto malo y habida cuenta de la naturaleza del mal y de su “di-
simetría” con el bien, pudiéramos decir que cabe hablar de un “concurso
simultáneo”, “sicut duos trahentes navim”.24
Descartes nos ofrece elocuentes descripciones de este misterioso no-
acto, de esta “desatención” o “ignorancia voluntaria”, mediante la cual se
introduce la falta, la privación, el acto malo. Para pecar, hace falta cierta
“indiferencia”, proceder “sin poner atención en las razones que... prueben”
que algo es bueno, “pues si lo viéramos claramente, nos sería imposible pe-

21
Recuérdese la doctrina cartesiana de la conservación como “creación continua”, que enfatiza
la idea de la dependencia de la causa primera.
22
Cfr., por ejemplo, De Malo, q. 1, a. 3, resp.; De Malo, q. 1, a. 3, ad 13; S. Th., l, 49, 1, ad 3; S. Th.,
l-ll, 75, 1, ad 3.
23
Motivo por el cual, con respecto a él, se debería hablar de “negación”.
24
Ludovici Molinae Concordia liberi arbitrio cum gratiae donis, divina praescientia, providentia, prae-
destinatione et reprobatione, ad nonullas primae partis D. Thomas articulos, in 7 a 13, disp. 26, ed. de
París 1876, p. 158.
Descartes y la querella De auxiliis 293

car mientras lo viéramos de esta manera; por esto se dice que omnis peccans
est ignorans”.25 El mal es una cierta “nada” introducida en el ser libremente,
cuya condición de posibilidad es la nada de la que procedemos.26

Providencia y libertad. Marion y Laporte

Este intelectualismo moral cartesiano podría ser leído, en primer lugar,


como una toma de posición de Descartes a favor de los tomistas bañezia-
nos y de los oratorianos y, por lo tanto, como una defensa de la primacía
de un orden impuesto por Dios con voluntad inmutable.
Gilson, en La liberté..., G. Rodis-Lewis,27 y Jean-Luc Marion,28 entre otros,
han sostenido que entre 1641 y 1645 se produce un cambio teórico en la
obra de Descartes. Conforme a esta interpretación, la libertad humana
comienza a reclamar sus derechos y llega a erigirse en contra de la volun-
tad divina. Ya se ha visto la explicación “política” que Gilson hace de este
aparente giro hacia el molinismo.
Marion, por su parte, suma a este enfoque un hilo conductor propio de
una mirada heideggeriana. Según Marion, el progresivo fortalecimiento
teórico de la libertad humana concluye en que “en el momento cuando el
ego toca el fundamento, y precisamente porque lo alcanza, su independen-
cia tangencial lo separa de Dios. Es en el mismo gesto que el ego accede
finalmente al fundamento y lo pierde...”29
En 1641, afirma Marion, Descartes propone en sus Meditaciones Meta-
físicas una equivocidad entre la libertad humana y la divina. La libertad
humana “se define... por un juego de la voluntad y el entendimiento, donde
la luz provoca la propensión, de suerte que el acto voluntario sea libre en la
medida en que la evidencia de la representación crezca. La libertad, cuan-
do ninguna representación determina el libre arbitrio, permanece entonces
indiferente; por eso, hablando propiamente, la indiferencia indetermina la

25
Carta a Mesland del 2 de mayo de 1644. A.T., IV, p. 117. O.E., p. 425. Vid. también Carta a Mer-
senne de fines de mayo de 1637. A.T., I, p. 366. O.E., p. 360.
26
Cfr. Por ejemplo, AT VI, p. 34, 10-12; p. 38, 15-39; IX, p. 43, 62; OE, p. 253.
27
Vid., por ejemplo, Descartes. Biographie. Calmann-Lévy. Paris 1955. Trad. cast. por Isabel Sancho.
Descartes. Una biografía. Península, Barcelona 1996, pp. 207-208.
28
Cfr. Sur la théologie blanche de Descartes. Analogia, création des vérités éternelles et fondement. PUF,
Paris 1981, pp. 417-426.
29
Ibidem, p. 425.
294 Juan Pablo Roldán

libertad...; [indiferencia y libertad] son inversamente proporcionales”.30 En


Dios, en cambio, la independencia absoluta de su omnipotencia se desplie-
ga en una soberana indiferencia. Por lo tanto, “...formalmente, la libertad
humana no tiene nada en común con la libertad divina” y la relación que
existe entre ambas es de “equivocidad”.31
El progresivo cambio acaecido entre 1641 y 1645 se da en “dos tiempos”
delineados por las cartas a Mesland del 2 de mayo de 1644 y del 5 de febre-
ro de 1645 respectivamente. En la primera, si bien Descartes mantiene el
principio general de la “propensio” y de la dependencia de la inteligencia,
afirma que esta dependencia dura tanto como la “atención” a lo que la inte-
ligencia muestra, atención que no puede mantenerse indefinidamente. “La
debilidad de la atención... deviene una fuerza para la voluntad”32 en cuanto,
gracias a ella, la voluntad consigue independizarse de toda guía exterior a
ella. Por este motivo, Descartes habla ahora de una “indiferencia positiva”
compatible con sus ideas y distinta de la indiferencia “negativa”.
En la segunda de las cartas citadas, Descartes extiende la autonomía de
la voluntad al afirmar que “semper enim nobis licet nos revocare a bono clare
cognito prosequendo, vel a perspicua veritate admittenda, modo tantum cogitemus
bonum libertatem arbitrii nostri per hoc testari”.33 Descartes, afirma Marion,
tampoco aquí abandona el principio de la propensio de la voluntad al bien
mostrado por la inteligencia, pero convierte al “uso abstracto del libre
arbitrio” en un bien y, de esta forma, lo independiza de la inteligencia.
La equivocidad inicial, la ruptura de la analogía, se ha hecho ahora más
explícita: cuanto el “ego” más intenta acercarse a Dios imitando su indife-
rencia, “más limita su relación a Dios”.34 Por este motivo, “el fundamento
permanece un fundamento siempre buscado”.35 Descartes, por lo tanto,
sería un deconstructor de la metafísica.
Debe decirse que los interesantes análisis de Marion probablemente
pecan de cierto apriorismo. La aplicación de un esquema interpretativo le
permite poner de relieve ciertas relaciones entre textos y descubrir algunos
matices en general ignorados, pero oscurece finalmente la comprensión de

30
Ibidem, p. 417.
31
Ibidem, p. 417.
32
Ibidem, p. 419.
33
Ibidem, p. 420. La cita de Descartes está tomada de AT, IV, p. 173, 20. “Pues siempre nos está
permitido apartarnos de la persecución de un bien claramente conocido, o de admitir una verdad
clara únicamente con tal de que pensemos que es bueno atestiguar mediante esto la libertad de
nuestro arbitrio.” OE, p. 428.
34
Ibidem, p. 425.
35
Ibidem, p. 425.
Descartes y la querella De auxiliis 295

fondo y de conjunto acerca del pensamiento cartesiano, hasta el punto de


falsear el sentido de algunos pasajes importantes de su obra. Es muy signi-
ficativo, a este respecto, que su postura constituya una completa inversión
de la de Jean Laporte, el primer expositor de la doctrina cartesiana de la
libertad como integral y coherente y quien, quizás, mejor ha fundamenta-
do la hipótesis de Descartes como filósofo de la Reforma Católica.36
Un breve recorrido por los lugares de la obra cartesiana referidos a
la libertad ofrece mayor sustento a la hipótesis de que Descartes habría
trascendido hacia atrás –hacia un planteo no controversial– la querella De
auxiliis, encontrándose con la postura de Santo Tomás de Aquino. La guía
de Laporte, indispensable en este itinerario, debería ser completada con la
orientación que aporta una perspectiva como la que descubrió Maritain,
según se hiciera referencia más arriba.37
Se resumen aquí algunos hitos de este camino:
1) Descartes siempre mantuvo la idea de una relación inescindible
entre libertad, bien y causalidad divina. Dios es siempre causa primera
“en la línea del bien”. Su causalidad se da también –y más todavía– en los
actos humanos libres buenos.38 Descartes resuelve con este fundamento
la cuestión de la aparente incompatibilidad entre la oración de petición y
la inmutabilidad divina, aclarando que en la oración, el hombre es causa
segunda, motivo por el cual cuando rezamos obtenemos “lo que Dios
ha querido desde toda la eternidad”.39 Sin tener en cuenta una visión de

36
Esta hipótesis fue propuesta por primera vez por Espinas E. en “Pour l’histoire du cartésia-
nisme”, Rev. de Met. et de Mor., mai 1906 y en “Le point de départ de Descartes”, Revue Bleue,
10 mars 1906 y “Descartes de 16 à 29 ans”, Ibidem, 23 et 30 mars 1907. Por otra parte, Del Noce
reconoce el mérito del punto de vista de Laporte en Cartesio…, p. 690.
37
Luego de un profundo y seguro análisis, Laporte concluye en Le rationalisme… que la solución a
la cuestión acerca de la libertad humana en relación a la omnipotencia divina es absolutamente
incognoscible. Cita –y asimila a esta opinión la actitud de Descartes– a Bossuet y a su ejemplo
de la cadena cuyas puntas –la libertad humana y la omnipotencia divina– hay que sujetar con
firmeza, aunque no puedan ser vistos los eslabones intermedios. Cfr. Traité du Libre Arbitre, ch. IV.
Le rationalisme..., p. 280. Asimismo, opina Laporte que Descartes se ha plegado decididamente a
la postura “tomista” sobre el particular, entendiendo por tal a la bañeziana o a la oratoriana de
Gibieuf, olvidando, de esta forma, la equidistancia de Descartes con respecto a esta línea y a la
molinista. Puede decirse que, por lo tanto, Laporte no habría comprendido el fondo metafísico
de las respuestas de Santo Tomás y Descartes.
38
Cfr.: “…todas las razones que prueban la existencia de Dios y que él es la causa primera e inmu-
table de todos los efectos que no dependen del libre albedrío de los hombres, prueban, me parece,
al mismo tiempo, que es también causa de todos los que dependen de él… Dios es a tal punto
causa universal de todo que es, al mismo tiempo, su causa total; y así no puede suceder nada sin
su voluntad.” Carta a Elizabeth del 6 de octubre de 1645. AT, IV, pp. 314-315. OE, p. 440.
39
AT, IV, pp. 315-316. OE, p. 440.
296 Juan Pablo Roldán

conjunto de la obra cartesiana, podrían atribuirse estos pasajes a una


orientación bañeziana de Descartes. En esta carta –dedicada a la “línea del
bien”– Descartes critica, sin dudas, al molinismo en este aspecto. Inclusive,
cita a los armiñanos, y afirma que inclusive ellos deberían estar de acuerdo
con su visión de la oración.40 En su Entretien avec Burman, es más explícita
aún su coincidencia –en este aspecto– con los bañezianos y su desacuerdo
con los molinistas. Refiriéndose, una vez más, al tema de la oración, Des-
cartes concluye que “...author examinans rei veritatem vidit se convenire cum
Gomaristis, et non cum Arminianis, nec etiam cum Jesuitis inter suos”.41
2) Si la libertad humana se plenifica en el bien, la indiferencia constituye
“el grado más bajo de libertad” y, en cambio, “cuanto más me inclino a uno [de
los contrarios], sea porque conozco evidentemente que el bien y la verdad se
encuentran en él, sea porque Dios dispone así el interior de mi pensamiento,
tanto más libremente lo elijo y lo abrazo”.42 Los desarrollos posteriores a 1641
constituyen una profundización en la misma dirección inicial.
En su carta a Mersenne del 27 de mayo de 1641,43 Descartes adelanta la
mayoría de los temas incluidos en la carta a Mesland del 9 de febrero de
1645.44 En la primera, Descartes afirma estar de acuerdo con el oratoriano
Gibieuf. En la segunda, con el molinista Petau.45 En ambas, sin embargo,
expone ideas casi idénticas, lo que constituye un indicio de que la sostenida
por Descartes era una tercera postura.
Afirma en la carta a Mersenne que debe distinguirse entre una “indife-
rencia pasiva” con respecto a lo bueno y a lo malo, que es el grado más bajo
de libertad (y que será llamada “de inclinación” en la carta a Mesland referi-
da), y una “indiferencia positiva” (que luego será llamada “de elección”). Esta
última es descripta, en un primer momento, como “la facultad de determi-
narnos a uno u otro de dos contrarios” y, según Descartes, se encuentra en
todas las acciones libres. La libertad como capacidad de autodeterminación
implica un dominio del propio acto que excluye de él la “necesidad absoluta”,
pero no la “necesidad moral”, que proviene de la atención.

40
AT, IV, p. 316. OE, p. 442.
41
AT, V, p. 166.
42
Cuarta Meditación. AT, IX, p. 46. OE, p. 257.
43
AT, III, pp. 378 ss. OE, p. 386 ss.
44
Es significativo que Marion se refiera a esta última como término final de un proceso rupturista
iniciado en 1641, cuando todos los elementos considerados decisivos por el autor ya se encontra-
ban explícitamente presentes en la primera de las cartas.
45
Descartes ya había nombrado al P. Petau en su primera carta a Mesland, del 2 de mayo de
1644.
Descartes y la querella De auxiliis 297

Es por este motivo que Descartes complementa la primera definición


de libertad (como capacidad de contrarios) con una segunda, que manifiesta
más explícitamente la esencia de la libertad. Esta sería, en última instancia,
“la facilidad que tenemos para obrar la que, a medida que crece, aumenta
también la libertad; y entonces hacer libremente una cosa, o hacerla gus-
tosamente o bien hacerla voluntariamente, no son más que una misma
cosa”.46 Nótese que, en la “línea del bien”, no hay oposición entre ser causa
segunda y obrar espontáneamente. En 1647 Descartes continúa afirmando
que “la infalibilidad de los decretos divinos... no [perturba] nuestro libre
albedrío”, motivo por el cual, el hombre, “uniéndose por entero y gustosa-
mente a ... [Dios] lo ama con tanta perfección que no desea nada más en el
mundo sino que se cumpla la voluntad de Dios”.47
Descartes hace referencia a la situación en la que se encuentran los
bienaventurados o el mismo Jesucristo para distinguir entre esta “necesi-
dad moral” de hacer el bien y la que tiene un animal. La necesidad de este
último no es libre.48
3) La libertad humana, por lo tanto, es análoga a la divina. Si se mira
más allá de la apariencia de equivocidad, se descubre una profunda corres-
pondencia entre ambas, basada en lo que puede llamarse una participación
operativa. Es que en Dios se identifican su inteligencia y su voluntad, motivo
por el cual en Dios se da la plenitud de libertad y de la capacidad de obrar.
De esta identificación entre inteligencia y voluntad se sigue, sólo ad extra,
una completa indiferencia, puesto que no preexiste ningún ente finito que
Dios deba conocer antes de obrar. Esta libertad sirve de modelo –análogo– a
la libertad humana, “pues el hombre, regulando exactamente –lo que para
él es el grado más alto de perfección (IV Meditación)– su actividad sobre lo
verdadero y el bien que le descubre su entendimiento, confirmando su que-
rer dentro de los límites de su conocimiento, imita a su manera la libertad
divina, definida por la indistinción de conocer y querer”.49 Por este motivo,
la separación entre inteligencia y voluntad constituiría la destrucción de la
libertad humana, y no una manifestación de su poder.
4) Se encuentra en la obra cartesiana una progresiva profundización
de una metafísica del acto humano malo, completamente compatible con

46
AT, III, pp. 381-382. OE, p. 388. Cfr. Carta a Mesland del 9 de febrero de 1645.AT, IV, pp. 174-175.
OE, p. 429 y Cuarta Meditación Metafísica, AT, IX, p. 46, 67. OE, p. 257.
47
Carta a Chanut del 1º de febrero de 1647. AT, IV, pp. 608-609. OE, p. 458.
48
Cfr. Carta a Mesland del 2 de mayo de 1644. AT, IV, pp. 116-117. OE, pp. 424-425.
49
Laporte J., Le rationalisme…, p. 285. Vid. Una interpretación de esta perspectiva en Del Noce,
pp. 94-96.
298 Juan Pablo Roldán

la metafísica del acto libre bueno participado de la omnipotencia divina.


Más aún, ambos desarrollos se exigen mutuamente. Se ha visto ya cómo
Descartes redescubre los principios fundamentales de la doctrina toma-
siana de la “no consideración de la regla” –en palabras de Descartes, una
“falta de atención voluntaria”–, de ese “no-acto” que es “causa deficiente”
de la maldad (privación) del acto malo.
El acto malo implica una “indeterminación” y, por lo tanto, es menos
libre, menos espontáneo, menos pleno. Como su maldad depende ente-
ramente de nosotros –puesto que Dios no es causa directa ni indirecta
de ella–, en el mal los hombres somos “creadores” y nos sentimos inde-
pendientes y “como dioses” aunque, en realidad, nos autodestruimos y,
al indeterminarla, debilitamos nuestra libertad. Podemos quitar volunta-
riamente la atención a la verdad “con tal de que pensemos que es un bien
testimoniar de este modo la libertad de nuestro libre albedrío”.50 De esta
forma, “podemos llegar a la extravagancia de desear ser dioses, y así, por
un grandísimo error, amar sólo la divinidad en vez de amar a Dios”.51 Esta
libertad, por lo tanto, “es lo más noble que pueda haber en nosotros, tanto
que nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él”,
motivo por el cual “su buen uso es el más grande de nuestros bienes”.52
5) La doctrina cartesiana de la creación libre de las verdades eternas53 es
ajena a la tradición tomista que anima la doctrina cartesiana de la libertad.
Sin embargo, Descartes la modera al afirmar que ella no significa la prima-
cía de la voluntad divina sobre la inteligencia en la creación, sino, más bien,
su simultaneidad, motivo por el cual “no deben separarse la necesidad y la
indiferencia en los decretos divinos, y cuando [Dios] actúe con máxima indi-
ferencia, simultáneamente, sin embargo, actuará con máxima necesidad”.54

50
Carta a Mersenne del 27 de mayo de 1641, AT, p. 379; OE, p. 387; Carta a Mesland del 9 de mayo
de 1645, AT, IV, p. 173, 20; OE, p. 428. Para Laporte sólo puede hallarse aquí la doctrina medieval
sobre la libertad. Cfr. Le rationalisme…, pp. 273-274. Del Noce opina que Descartes prefigura aquí,
sin desarrollar, “figuras de la filosofía moderna” como el “hombre rebelde”. Cfr. Cartesio…, p. 92.
Vid. más arriba la interpretación que Marion realiza de este pasaje.
51
Carta a Chanut del 1º de febrero de 1647. AT, IV, p. 608. OE, p. 458.
52
Carta a Cristina de Suecia. AT, V, pp. 84-85. OE, p. 473.
53
Cfr., por ejemplo, Cartas Mersenne del 15 de abril de 1630 (AT, I, pp. 135 ss.; OE, p. 353), del 6
de mayo de 1630 (AT, I, pp. 149-150; OE, p. 355) y del 27 de mayo de 1630 (AT, I, pp. 151-153; OE,
p. 356).
54
AT, V, p. 166.
Descartes y la querella De auxiliis 299

Descartes, “desintegrador” de la querella De auxiliis


Este último elemento de la doctrina cartesiana de la libertad permite
situarla en el contexto histórico en el que fue formulada. En efecto, recuerda
que si bien Descartes trascendió “hacia atrás” la controversia, al mismo tiem-
po rodeó este núcleo filosófico tradicional con elementos propios de la tensión
teórica de su época. Por este motivo, puede hablarse de una “ambigüedad”55
del pensamiento cartesiano derivada de su “separatismo”56 o coexistencia en
él de elementos heterogéneos. Su tesis de la creación de las verdades eternas
se nutre de un “antinaturalismo” derivado de su lucha antilibertina.57
Este “antinaturalismo” es, por consiguiente, una postura contraria al
Renacimiento, entendido éste como derivación inmanentista del Humanis-
mo.58 Se desprende de esta problemática un primer elemento para entender
la tesis de Del Noce de que la filosofía cartesiana representa la “desinte-
gración” de la Reforma católica y del tomismo enfrentado, en su última
época –que podría llamarse Contrarreforma–, al agustinismo. Los planteos
de Descartes descomponen un edificio inestable de por sí. Constituyen,
en general, una crítica desde la profundidad olvidada del tomismo que
contribuye –en la medida en que continúe siendo ignorada– a radicalizar
las soluciones que se apartan de la concepción originaria. Por otra parte,
representan y motorizan un fortalecimiento de la oposición al aristotelis-
mo tomista y su afirmación de lo natural. Pero también implican una des-
integración del mismo agustinismo. En efecto, una metafísica clásica acerca
del mal y de la libertad debe ser coronada por una Filosofía –y, en última
instancia, una Teología– de la Historia. La “actitud” antirrenacentista –de
raíz antilibertina– de Descartes lo lleva a rechazar “lo antiguo” y, de esta
forma, una concepción histórica de la realidad. Por ello, puede decirse que
adopta un “molinismo de actitud”,59 más que teórico, que se vería reflejado
en su pretensión de representar un nuevo comienzo de la filosofía.

55
La expresión es de Del Noce. Vid. Cartesio…, pp. 581 ss.
56
Expresión de Laberthonière, para quien describe la esencia del cartesianismo. El autor la utiliza
por primera vez en “Le dualisme cartésien”, Annales de philosophie chrétiènne, 1909, y desarrolla
sus supuestos en Études sur Descartes (Vrin, Paris 1935) y en Études de philosophie cartesiènne (Vrin,
Paris 1938). Blondel había utilizado el mismo término en “Le christianisme de Descartes”, Revue
de Métaphysique et de Morale, 1896.
57
Lenoble destacó que el mecanicismo de orígenes de la ciencia moderna tenía como enemigo
principal al naturalismo renacentista, del cual se nutre el libertinismo erudito. Por este motivo,
la Segunda Escolástica coincide en la época con este mecanicismo. Vid. Mersenne ou la naissance
du mécanisme. Vrin, Paris 1943.
58
Tesis sostenida por Gouhier.
59
F. Alquié destacó esta relación de Descartes con el molinismo en La découverte metaphysique de
l’homme chez Descartes. PUF, Paris 1996.
300 Juan Pablo Roldán

La docrina cartesiana sobre la omnipotencia divina, la libertad humana


y el origen del mal, enclavada en la encrucijada histórica de los inicios de
la Filosofía Moderna, ha tenido un extraño destino. Su asombrosa y aguda
recuperación de la tradición metafísica, confrontada con los condiciona-
mientos de los nuevos planteos dialécticos, la convierte en una referencia
y un parámetro ineludibles para dimensionar los aportes de los autores
de los siglos siguientes e, inclusive, para encarar una periodización no ideo-
logizada de los mismos.60

••
He sido asistente del profesor Courrèges en la cátedra Metafísica de las
carreras de Filosofía y Psicología de la UCA y profesor de Historia de la
Filosofía Moderna en la Universidad del Norte Sto. Tomás de Aquino,
por recomendación suya, durante casi 20 años. La orientación generosa,
aguda y humilde del profesor me ha posibilitado estudiar en este tiem-
po, entre otros, temas de Teología Natural, particularmente en torno a
la cuestión de Dios, el mal y la libertad. Este artículo es una modesta
muestra de mi agradecimiento.

Juan Pablo Roldán


Universidad Católica Argentina

Resumen

Se analiza aquí un pasaje de la IV Meditación Metafísica de Descartes que condensa lo que podría
llamarse su “teodicea”. Los planteos propios de la llamada querella De auxiliis –que resuenan en
este fragmento– constituyen una referencia indispensable para analizar las ideas de los filósofos
modernos. Esta perspectiva ilumina aspectos decisivos de la doctrina cartesiana. Ésta habría
constituido un sorprendente redescubrimiento –único en su época– de la doctrina de Sto. Tomás
de Aquino sobre la libertad y el origen del mal, aunque acompañado por elementos heterogéneos
explicables por la problemática de la época.

60
Según Del Noce, las filosofías de Pascal, Malebranche y Vico constituirían un progresivo “inve-
ramento” del núcleo tradicional presente en la filosofía cartesiana, mediante la paulatina remo-
ción de elementos que le son extraños. Esta línea, que podría llamarse “de Descartes a Rosmini”,
se opondría a la que desarrolló las otras virtualidades –opuestas a éstas– del cartesianismo, y
que podría denominarse “de Descartes a Nietzsche”. Cfr. Del Noce A., Cartesio..., pp. 688 ss.
Deorsvm cvncta fervntvr

1. El camino a la infinidad

El hombre es la única creatura que aspira a elevarse por encima de sí


mismo. En el lenguaje de los días que corren, aunque a costas de una equi-
vocidad inocultable, esto se expresa diciendo que el hombre está llamado a
la trascendencia. Tan poderoso es su impulso a ordenarse a algo superior a
sí mismo, que su anclaje en la mera humanidad de su naturaleza le sabe a
frustración. Es como si, además de desear preservarse aquello que verda-
deramente es “hombre”, deseara también, precisamente por ello, acceder
a una perfección sobrehumana a la cual no puede advenir por su propia
cuenta, o sea, en tanto mero hombre. Más aún, el animal racional sabe que
puede ser algo más que hombre, pues posee la certeza de su capacidad de
añadir a su entidad cosas sobrehumanas llamadas a enriquecerle hasta
un grado tal que él mismo no podría ostentar en la medida en que perma-
nezca restringido a la humanidad de su propia substancia. Mas su certeza
acerca de su capacidad de ser algo más que hombre no es adquirida así
como así, pues le es suministrada a través de las conclusiones del estudio
filosófico del acto de la inteligencia.
El conocimiento intelectivo ejercido por el hombre acontece al modo
de una asimilación de las cosas cognoscibles. Lo verificamos a la luz del
siguiente dato: al conocer, el intelecto se hace semejante a los objetos que
asimila. Esta asimilación exige la distinción real del intelecto, de su acto
aprehensivo, de las cosas cognoscibles y conocidas y de las concepciones
que las representan al sujeto cognoscente. Que el entendimiento humano
se distingue realmente de su acto aprehensivo, se comprueba sin incon-
venientes observando que no entiende perpetuamente en acto, pues no
siempre se halla ejerciendo el acto de entender. Su distinción real de las
cosas cognoscibles y conocidas no es menos patente porque puede cono-
cer y conoce en acto objetos cuya diversidad en relación consigo mismo
no admite discusión, de manera tal que puede conocer y conoce la piedra
y el árbol, mas, conociéndolos, no se transforma ni en árbol ni en piedra.
También se distingue realmente de los conceptos de las cosas conocidas
302 Mario Enrique Sacchi

porque éstos inhieren en el intelecto humano a la manera de accidentes


adventicios, en tanto aquél es una potencia de nuestra alma que no es
aprehendida en la misma concepción de sus objetos.
Ahora bien, ¿en qué estriba la asimilación intelectiva? Aceptado que
nuestro conocimiento intelectual es de índole asimilativa, cabe apuntar
que el concepto de asimilación encierra una significación analógica. Ante
todo, existe una asimilación que involucra necesariamente un componente
material, cual el caso de la digestión de los alimentos indispensables para
la nutrición de los cuerpos vivientes. Esta asimilación implica la absorción
de materia corpórea por parte de otra substancia material. Se trata, enton-
ces, de una asimilación determinada por la incorporación de algo de un
cuerpo material a otra materia corpórea. Pero existe, además, otro tipo de
asimilación que, a diferencia de la precedente, no se produce por razón de
la materia, sino por razón de la forma, a saber: a través de su recepción en
un sujeto que la acoge inmaterialmente. Tal la asimilación obrada por el
acto del conocimiento. No pudiendo en absoluto prescindir de la materia,
la asimilación material siempre comporta incorporación. En el polo opues-
to, prescindiendo absolutamente de la materia, la asimilación cognoscitiva
es pura información.
Dependiendo nuestro conocimiento intelectual de la asimilación in-
material de las cosas entendidas en acto por el intelecto posible, cuando
se dice que éste conoce asimilando las cosas conocidas, se afirma lisa y
llanamente que la mente humana, mediante el ejercicio del acto de la
intelección, se asemeja a dichas cosas. En efecto, asemejarse es hacerse
semejante a otra cosa por la conveniencia en alguna semejanza. Pero existe
una doble semejanza, según sea intrínseca o extrínseca a las cosas seme-
jantes. La semejanza extrínseca está tomada de la simple relación entre
las cualidades de cosas sujetas a una comparación mutua, a la manera,
por ejemplo, en que Mozart y Beethoven se asemejan entre sí en cuanto
convienen en ser músicos sin dejar de ser dos hombres individualmente
distintos. La semejanza intrínseca, en cambio, es recibida por el sujeto
asimilante obrando su encuentro con la cosa asimilada de un modo tal que
ambos, sin identificarse, se reduzcan a una cierta unidad, tal lo que sucede
en la asimilación intelectiva.
La fórmula transcrita renglones arriba –al conocer, nuestro intelecto se
vuelve la cosa conocida– significa que el entendimiento humano, gracias
a la recepción inmaterial o asimilación de la forma de la cosa conocida,
viene a ser algo semejante a aquello aprehendido. Desechada la mutación
substancial del sujeto cognoscente en el acto de entender, esta conversión
Deorsvm cvncta fervntvr 303

sobreviene al intelecto infundiéndole el modo de ser accidental de un


cognoscente en acto que no abroga el modo de ser propio de su substancia,
sino que la ennoblece añadiéndole una perfección adventicia. Al mismo
tiempo, la cosa conocida, en tanto conocida, también es asimilada por el
intelecto con arreglo a un modo de ser accidental que difiere del modo de
ser que tal cosa ostenta en su entidad extramental. En tal circunstancia, en
nuestros conceptos de las cosas conocidas éstas adoptan un modo de ser
conveniente a la substancia inmaterial de la mente que los acoje, mas tal
modo de ser inmanente al intelecto no es el mismo modo de ser material
que poseen en el mundo exterior.
Es notoria, pues, la función descollante de la semejanza en el conoci-
miento por asimilación que ejerce nuestro intelecto, el cual, al asimilar la
cosa conocida, se torna semejante a ella. Gracias a esta semejanza, el inte-
lecto y la cosa conocida se unen íntimamente sin abdicar de sus respectivas
entidades naturales, mas su unión mutua constituye una nueva entidad en
la cual se resuelve el conocimiento intelectual. De ahí que la semejanza en
que confluyen unitivamente la cosa conocida y el sujeto cognoscente no sea
ni la esencia del intelecto ni tampoco la substancia de la cosa conocida tal
cual tiene ser en acto ad extra, donde su forma substancial se halla com-
puesta con la materia primera. Por ende, el ser de la semejanza cuya asi-
milación fecunda el conocimiento intelectivo no es un esse naturale, sino
un esse intentionale que no subsiste fuera del entendimiento, pero tiene la
virtud de hacer presente, de representar fidedignamente la cosa conocida
al sujeto cognoscente. Sin embargo, habida cuenta que las semejanzas de
las cosas conocidas no subsisten fuera del intelecto, todo su ser intencional
se agota en su inmanencia al sujeto cognoscente.
Contra el meollo de la teoría de las ideas enunciada por Platón, es ab-
surdo sostener que los conceptos o las ideas existen fuera de su inmanencia
al entendimiento cognoscente. El conocimiento intelectivo es una acción
inmanente, pues nuestra percepión intelectual nada pone de sí en las cosas
conocidas, según lo ha establecido Santo Tomás de Aquino mediante una
fórmula que, entre otras cosas, recusa las pretensiones básicas del pensa-
miento idealista: “Nada del intelecto está en el [objeto] inteligible, sino que
algo de aquello que se entiende está en el intelecto”.
La inmanencia del conocimiento intelectual determina que el enten-
dimiento adquiera una peculiarísima condición reflectora, ya que, por
su asimilación intencional de las cosas conocidas, éstas se reflejan en la


De verit. q. 8 a. 14 ad 5um.
304 Mario Enrique Sacchi

mente como si estuviesen retratadas en un espejo. La tradición filosófica


ha subrayado esta alegoría de la condición reflectora o especular del inte-
lecto, al cual inmanecen las semejanzas de las cosas conocidas, porque en
ella ha captado la proyección extraordinaria de la intelección ejercible por
la mente del hombre. Una vez más, fue Aristóteles quien ha brindado la
más preclara explanación de este portento cognoscitivo del entendimiento
humano al haber afirmado que “El alma puede ser todas las cosas”.
Esto equivale a aseverar que nuestro intelecto es capaz de recibir inma-
terialmente las semejanzas de todos los objetos inteligibles reflejándolos
como un espejo en su inmanencia intencional al sujeto inteligente. En
otras palabras, gracias a la potencia asimilativa de su entendimiento, el
hombre puede alojar todo el universo en su propia intimidad acogiendo
las semejanzas de cuantas cosas sean alcanzables mediante el ejercicio de
la aprehensión intelectual, que es el acto propio de tal potencia.
Muchos piensan que la atribución de tamaña extensión perceptiva al
intelecto humano encerraría una exageración ridícula. ¿Cómo sería posible,
dicen, que esta cosa aparentemente minúscula, cual el entendimiento del
hombre, sea capaz de acoger la inmensidad de todas las cosas cognoscibles
–el universo en su totalidad– e incluso la misma causa divina de todos
los entes que pueblan el mundo en que vivimos? La filosofía responde
esta pregunta afirmando que nuestro intelecto está dotado naturalmente
de una capacidad cognoscitiva infinita. En la demostración filosófica de
dicha tesis se asienta la convicción, expuesta al comienzo de este artículo,
sobre el impulso natural ínsito en el ente humano a ser algo más que mero
hombre.
La capacidad del intelecto del hombre de extenderse a la inteligencia
de un objeto potencialmente infinito es el principio por el cual la creatura
racional puede adquirir el conocimiento intelectivo, cuya manifestación
suprema es la sabiduría, a saber: la inteligencia de las primeras causas y
de los primeros principios de todas las cosas. Al recibir el ser que le enti-
fica, por dos razones el hombre no es hecho simultáneamente un cognos-
cente intelectual en acto: primero, porque el ser es el acto que le confiere
su entidad substancial, mas no introduce el acto de entender en el sujeto
entificado, pues la inteligencia es un acto segundo –es, luego, un accidente
predicamental– asequible al ente humano una vez que obre las operaciones
enderezadas a dotar a su substancia de los accidentes que la completen;
segundo, porque ninguna substancia compuesta es inmediatamente ope-
rativa, por cuanto ninguna substancia que no sea absolutamente simple


De anima III 8: 431 b 21.
Deorsvm cvncta fervntvr 305

obra inmediatamente en virtud de su esencia, sino a través del ejercicio


de sus potencias; para nuestro caso: el intelecto, la capacidad aprehensiva
superior del alma de la creatura racional.
Las semejanzas de las cosas cognoscibles no inmanecen a nuestro en-
tendimiento de un modo connatural ni tampoco de un modo innato. El
intelecto, la mente o la razón del hombre es una capacidad cognoscitiva por
la cual puede conocer las cosas inteligibles en la medida en que se convier-
ta en un cognoscente en acto, mas en su condición primigenia u original
nuestra capacidad aprehensiva superior está en potencia en relación con
tales objetos inteligibles.
Para anunciarlo de acuerdo a la célebre alegoría inventada por Aristó-
teles, el alma humana es como

[...] una tabla rasa en la cual no hay nada escrito.

Siendo el conocimiento intelectual un acto inmaterial inmanente a


quien conoce intelectivamente, y dado que las cosas conocidas en acto no
se hacen presentes al cognoscente en acto según su mismo ser natural,
sino según el ser intencional de sus semejanzas, ¿cuál es el objeto del in-
telecto? ¿Son las cosas conocidas en cuanto conocidas, en tanto asimiladas
y representadas intencionalmente a la mente actualizada por la recepción
de sus semejanzas formales en el sujeto cognoscente, o bien, al contrario,
son las cosas en sí mismas tal como existen en el mundo exterior? En otros
términos, el objeto del intelecto, ¿son las concepciones de las cosas cono-
cidas tales cuales se hacen presentes al entendimiento o, en su defecto,
son las mismas cosas tal como tienen ser natural fuera del alma humana?
La importancia capital de este interrogante reside en esto: si el principio
por el cual el hombre puede ser algo más que mero hombre depende de
la extensión potencialmente infinita de su conocimiento intelectual –ani-
ma quodammodo omnia–, y si tal perfección implica la ordenación natural
del intelecto al conocimiento universal de objetos que tienen ser más allá
de nuestra mente, el animal racional no podría obtener la perfección so-
brehumana que naturalmente aspira a conquistar en caso que el objeto
llamado a perfeccionar la potencia aprehensiva inmaterial de su alma
estuviera comprimido dentro de la humanidad de su propia substancia.
En consecuencia, si el intelecto se ordenara al conocimiento de un objeto
cuya inmanencia al sujeto cognoscente le impondría la reclusión de su


De anima III 4: 430 a 1.
306 Mario Enrique Sacchi

inteligencia a la aprehensión de algo hominizado por su asimilación a la


naturaleza del sujeto que lo ha recibido humanamente, pues todo aquello
recibido en un sujeto es recibido según el modo de ser de quien lo recibe
–ad modum recipientis–, entonces el hombre no podría adquirir per-
fecciones extrínsecas a su entidad humana. Tan sólo gozaría de la mera
perfección limitada a la humanidad de su esencia y de las afecciones que
inhieren en su alma. Mas, si así fuese, el hombre viviría en este mundo
como un paria condenado a penar indefinidamente la incomunicación
con todas las demás cosas del universo y, más todavía, la tragedia de la
ignorancia de la causa supramundana que le ha donado gratuitamente el
ser por el cual es y es lo que es.
He aquí una disyuntiva perentoria: o bien se afirma que el intelecto
humano se ordena al conocimiento de un objeto potencialmente infinito
que rebasa la humanidad de las semejanzas de las cosas entendidas en
acto según su ser intencional, o bien, al contrario, se afirma que la mente
de la creatura racional está constreñida al conocimiento de los conceptos
recibidos ad modum recipientis –esto es, humanamente– en el intelecto
en acto. Esta disyuntiva ha marcado desde hace siglos la partición de la
filosofía en dos corrientes inconciliables. El pensamiento que sostiene el
último término de la disyuntiva se diluye en el inmanentismo. El filosofar
enucleado en la afirmación del primero es la metafísica.
Lo expuesto hasta aquí se sintetiza en una teoría de Santo Tomás deA-
quino que resume de un modo luminoso la naturaleza del conocimiento y
la proyección asombrosa de este acto ejercible por la capacidad aprehensiva
inmaterial del alma humana. De acuerdo al Aquinate, el cognoscente hu-
mano obtiene la perfección propia de un cognoscente en acto en la medida
en que adquiera la perfección enucleada en la inteligibilidad de sus objetos,
pues son estos mismos objetos las causas de la perfección del cognoscente
cuya actualidad, en cuanto tal, requiere la presencia intencional de las co-
sas entendidas en la mente que actualizan. Mas el intelecto del hombre no
posee ninguna capacidad innata de conocer todas las cosas inteligibles, ya
que la potencia intelectiva del alma humana se ordena de suyo a la apre-
hensión de todo aquello que sea en sí mismo inteligible. Pero, ¿hasta dónde
se extiende esta potencia intelectiva, o sea, la capacidad del entendimiento
de entender todos los objetos inteligibles? Se extiende al infinito, pues todo
lo que es, “la infinidad de todas las cosas”, es de suyo inteligible, por lo
cual sólo la nada se halla marginada de la aprehensión de nuestra mente.
De ahí que el intelecto, a través del conocimiento que le es propio, sea ca-
paz de reflejar la perfección de todo el universo, o, si se quiere, se halle en
Deorsvm cvncta fervntvr 307

potencia en orden al conocimiento de cuantas cosas inteligibles puedan


informarle infundiéndole la perfección de todas y cada una de ellas. No en
vano los filósofos, dice Santo Tomás, sindicaron la felicidad suprema del
hombre en el conocimiento de todas las cosas y de las causas por las cuales
son. Pero, en adición a ello, nosotros los cristianos, continúa expresando el
Doctor Angélico, creemos que la perfección de tal inteligencia sapiencial
no se alcanza sino en la visión beatífica, pues viendo a Dios cara a cara
hemos de entender la causa de todas las cosas. Éste es el fin de la potencia
intelectiva de nuestra alma y de la misma vida humana.
La perfección que suministra al hombre el conocimiento intelectual
se mide por la posibilidad de que la creatura racional alcance su mayor
perfección adviniendo a una sobrehumanidad que implica una verdadera
deificación. Deificación sin duda participada, pues de ningún modo la
perfección que pueda proveer el saber intelectivo implica que el hombre
deje de ser humano ni mucho menos todavía que se transforme en una
deidad. El hombre fue invitado a divinizarse uniéndose a Dios, mas no
fue llamado a ser un dios.

2. La elevación metafísica

La metafísica es una ciencia del género de filosofía teorética o especula-


tiva sustentada en la ordenación del intelecto del hombre al conocimiento
de un objeto infinito. Esta elevación presupone que nuestro entendimiento
se ordene doblemente al conocimiento de sus objetos. En cuanto potencia
de un alma unida substancialmente al cuerpo material, la mente humana
se ordena a la intelección de la esencia de los entes sensibles compuestos
de materia primera y forma substancial; no en tanto tal esencia se halle
individualizada en la materia corpórea, sino en cuanto pueda ser abstraída
de sus condiciones materiales individuantes y predicable universalmente
de todos los individuos que la poseen como su naturaleza común. Tal el


“[...] invenitur alius modus perfectionis in rebus creatis, secundum quod perfectio quae est
propria unius rei, in altera re invenitur; et haec est perfectio cognoscentis in quantum est cog-
noscens, quia secundum hoc a cognoscente aliquid cognoscitur quod ipsum cognitum est aliquo
modo apud cognoscentem; et ideo in III De anima dicitur, anima esse quodammodo omnia, quia
nata est omnia cognoscere. Et secundum hunc modum possibile est ut in una re totius universi
perfectio existat. Vnde haec est ultima perfectio ad quam anima potest pervenire, secundum
philosophos, ut in ea describatur totus ordo universi, et causarum eius; in quo etiam finem
ultimum hominis posuerunt, quod secundum nos, erit in visione Dei” (De verit. q. 2 a. 2c). Cfr.
el texto del De anima de Aristóteles citado supra en la nota 2.
308 Mario Enrique Sacchi

objeto formal propio o proporcionado del intelecto humano en el estado


actual de unión del alma al cuerpo. Pero el entendimiento es una potencia
del alma inmaterial del hombre ordenada naturalmente a conocer todo lo
que es, es decir, cuantas cosas sean, las cuales, por ser, son entes, de modo
que la ordenación de la mente al conocimiento de todas las cosas que son
estatuye que esto mismo sea su objeto: el ente en su más universal razón
de ente, el ente comunísimamente predicado de todo lo que es, o bien, de
acuerdo a su más rancia denominación metafísica, el ente en cuanto ente.
Tal el objeto formal adecuado o común del intelecto, pues todo su conoci-
miento se resuelve en la inteligencia del ente en común, cuya universalidad
permite que su aprehensión convierta a nuestra alma en algo equiparable
a un espejo donde se puede reflejar todo ente, i. e., todas las cosas en tanto
sean. Este conocimiento científico no es sino la filosofía primera.
La ciencia adquirible por el intelecto del hombre depende indefec-
tiblemente de la captación de los objetos a cuyo conocimiento se halla
naturalmente ordenado, pero dado que no aprehende la totalidad del
contenido inteligible de sus objetos a través de un único acto perceptivo,
es necesario que los conozca gradualmente yendo desde lo más fácil a lo
más difícil, desde lo confuso a lo distinto y desde lo compuesto a lo más
simple. Por eso la ciencia humana se va edificando desde la especulación
sobre el objeto formal propio o proporcionado del intelecto in statu unio-
nis –la esencia de los entes sensibles– ya que, a causa del enraizamiento
de nuestra intelección en la sensación, la experiencia sensorial nos induce
a procurar el conocimiento intelectivo de la naturaleza de las cosas mate-
riales. Sin embargo, aun cuando lo haya alcanzado de un modo eminente,
el hombre no se contenta con la obtención del conocimiento científico de
los entes movibles, toda vez que la verdad universal, a cuya inteligencia
se ordena por el ímpetu de una fuerza irrefrenable de su naturaleza, des-
borda largamente la verdad de las cosas materiales. Pero la satisfacción
intelectual conseguida por el intelecto humano al adquirir la ciencia de los
entes naturales es demasiado pequeña compulsada con la sed infinita de
verdad que le empuja a conocer la verdad absoluta de todo lo que es. Esto
lleva a interrogar: ¿dispone el hombre de una potencia intelectiva ordena-
da al conocimiento de la verdad de todo lo que es, o sea a a la inteligencia
epistémica del ente en común?
El intelecto se ordena al conocimiento del ente en cuanto ente como a
su objeto formal común o adecuado, mas, ¿de qué modo puede el hombre
arribar a tal inteligencia? ¿Qué proceso intelectivo ha de adoptar a tal fin?
La respuesta no puede ser sino ésta: la analítica del razonamiento metafísi-
Deorsvm cvncta fervntvr 309

co debidamente rectificado por el arte liberal de la lógica, que es el método


propio del conocimiento científico y, principalmente, de la filosofía.
La metafísica es la ciencia filosófica cuyo sujeto es el objeto formal
adecuado del intelecto: el ente en cuanto ente. Ordenada al conocimiento
de todo lo que es, esta ciencia cumple la misión de especular sobre tal ob-
jeto comunísimo del intelecto; no de cualquier manera, sino ateniéndose
estrictamente a la índole del saber epistémico. Así, siendo la ciencia el
conocimiento cierto por las causas, según la definición de la ciencia legada
por Aristóteles, el fin de la metafísica es la inteligencia de los primeros
principios y de las primeras causas de todas las cosas que son, como lo ha
propugnado el mismo escolarca macedonio. La teorización metafísica,
luego, es la vía destinada a satisfacer el deseo natural del hombre de ser
algo más que hombre a través de la asimilación intencional de todo el
universo mediante su unión intelectiva al objeto formal comunísimo del
entendimiento.
El inmanentismo se halla en las antípodas de la metafísica. Desde mu-
chos siglos atrás, uno y otra vienen protagonizando entre sí un casus belli
insoluble. Contraviniendo el fin de la ciencia del ente en cuanto ente, aquél
estima que la labor aprehensiva del hombre no se ordenaría a desplegar el
impulso natural de ser algo más que mero hombre mediante la recepción
de las formas de todas las cosas del universo inteligible, sino a consumar
su introversión sobre las afecciones inmanentes a su propia intimidad sub-
jetiva, como si en ello estribara no sólo la gesta suprema del conocimiento
humano, sino también la posibilidad de la autoconstitución de la misma
entidad de un sujeto que, a fuer de sumergir su mirada en el interior de su
conciencia con la ilusión de percibir y controlar en ella todos los destellos
del ser, acaba juzgándose a sí mismo causa sui y fundamento de cuantas
cosas se remitirían a tal conciencia como a la fragua que les donaría su
ser, su esencia y su significado. Por eso el inmanentismo en nada difiere
de una auténtica gnosis y, en nuestra opinión, de las más dañinas que se
hayan registrado en la historia de la humanidad.
El inmanentismo ve en el hombre a un ente que no reconocería nin-
guna religación a nada que no sea su propio ser, a nada que esté más allá
de sí mismo. Más que filosofía, el pensamiento inmanentista se yergue
en la historia como una reedición de la religión pagana aprisionada en
una profesión omnímoda de antropocentrismo y antropomorfismo o,


Cfr. Analyt. post. I 2: 71 b 9-11.

Cfr. Metaphys. III 1: 1003 a 26-27.
310 Mario Enrique Sacchi

más sencillamente, de puro autismo. En un cierto aspecto, es un auténtico


sistema de pensamiento, ya porque posee una organización compacta y
de vasta prospectiva en el campo de la vida práctica de los hombres, ya
porque, de un modo negativo y antitético, ha surgido como la contracara
antagónica de la metafísica. Opuestamente, el metafísico abriga la certeza
de que la naturaleza humana incita permanentemente a la creatura racio-
nal a superarse mediante la adquisición de perfecciones sobrehumanas
que exceden su propia entidad natural. En cierta manera, esto mismo ya
lo había advertido Cicerón:

Te natura excelsum quemdam videlicet et altum et humana despicien-


tem genuit.

El inmanentismo, en cambio, seduce al hombre a descender a la pobreza


óntica de los datos de la conciencia menospreciando la jerarquía superior
de la verdad sobrehumana que pueden aportarle las perfecciones ausentes
de su substancia. El pensamiento inmanentista condena al ente humano
a agotarse y a consumirse en la poquedad de una conciencia subjetiva
segregada del no yo y, por ende, recluida en un aislamiento menesteroso
y decepcionante, como si fuese una de aquellas cosas conminadas fatal-
mente a caer, a hundirse, a naufragar, o bien, para decirlo en los términos
acuñados por Lucrecio, a dirigirse irremisiblemente hacia abajo:

Deorsum cuncta feruntur.

De tal modo el pensamiento inmanentista renuncia a ascender a la


inteligencia de las verdades superiores, que ha terminado por entronizar
en la historia el culto irreverente de las cosas inferiores. El inmanentismo
es la latría de la bajeza, de las cosas más próximas a la nada.
Lenta y conflictiva, la elaboración histórica del inmanentismo, habiendo
recusado la iluminación procedente de la verdad de las cosas exteriores y,
más aún, de la verdad de las cosas más perfectas que el hombre, ha sumido
al espíritu humano en la oscuridad de los arcanos de la conciencia. Muchas
circunstancias han coadyuvado para que el espíritu de algunos hombres,
procurando entregarse a filosofar, aparezca, por así decir, recubierto de un


Tuscul. disput. II 4, en Cicéron: Tusculanes, traduction nouvelle avec notice et notes par Ch. Ap-
puhn (Paris: Librairie Garnier Frères, s.d. [1934]), p. 128.

De rerum nat. II 202, en Lucrèce: De la nature, introduction et notes de H. Clouard, 2ème éd.
(Paris: Librairie Garnier Frères, s. d. [1939]), p. 78.
Deorsvm cvncta fervntvr 311

manto de tinieblas. Las tinieblas, las cosas tenebrosas son en sí mismas un


dechado de oscuridad. Pero las tinieblas que impregnan al espíritu inma-
nentista no le embargan desde afuera; no le asedian en el mismo sentido
en que las tinieblas de la noche pudieran rodear a alguien que camina a la
intemperie, o sea, a la manera de un envoltorio externo y ajeno a su propia
entidad. Al contrario, el espíritu del cual hablamos se encuentra imbuido
de tinieblas que cunden en él mismo como si fuesen la fuente y la morada
de la oscuridad que ha penetrado dentro de sus confines. Este espíritu
quiere abocarse a filosofar en medio de una atmósfera turbia que no deja
de incidir en el tenor del pensamiento surgido de su actividad cogitante,
el cual, aunque se lo ansíe verdadera filosofía, no necesariamente posee tal
estatura, pues las tinieblas presentes al espíritu que lo incuba se trasladan
a sus noemas imprimiéndoles el sesgo no menos oscuro de todo aquello
gestado al calor de tamaña lobreguez. Ello es así porque todo efecto, según
lo ha demostrado Santo Tomás de Aquino, al registrar una cierta semejan-
za en relación con su causa, es algo de esta misma causa:

Consideratur autem proprie alicuius causae effectus secundum simi-


litudinem causae.

Muchos hombres han intentado filosofar de acuerdo al modo inmanen-


tista recién descrito. No por acaso les ha sido difícil escapar al influjo del
factor que condiciona el estilo tan peculiar con el cual han buscado llevar
a cabo la especulación filosófica, esto es, deseando supeditar la actividad
cogitante a la trama espiritual inserta en la subjetividad de sus espíritus.
Con ello ha irrumpido en la historia la tentativa de filosofar a partir de la
situación existencial, como hoy se proclama, de quienes procuran incur-
sionar en el campo de la filosofía en franca dependencia de las afecciones
personales que anidan en el interior de las almas.
Está a la vista el destino del pensamiento que se autoarroga una en-
vergadura filosófica, mas cuyo desarrollo lo muestra permanentemente
subordinado a la situación existencial de quien lo ejerce. Sus compromisos
con la subjetividad del pensador no sólo no le permiten desprenderse de
las ataduras a las afecciones personales de éste, sino que, además, le im-
piden adoptar la fisonomía propia del genuino saber filosófico. En efecto,
la filosofía es la manifestación perfecta de la ciencia en el ámbito del co-
nocimiento adquirido por la razón del hombre librada a sus solas fuerzas
naturales. Este conocimiento tiene su origen en nuestra experiencia de las


Summ. theol. III q. 50 a. 6c.
312 Mario Enrique Sacchi

cosas sensibles que pueblan el mundo exterior, a partir de cuya aprehen-


sión, gracias a la abstracción obrada por el intelecto agente, se forman en
la mente humana las nociones universales, que son semejanzas represen-
tativas de los entes que existen ad extra. En consecuencia, nuestro saber in-
telectivo, del cual la filosofía es su expresión suma, nace con la percepción
de aquello que, al no pertenecer a la intimidad subjetiva del hombre, posee
un ser absolutamente independiente de nosotros y, por ende, de nuestra
misma actividad cognoscitiva. La filosofía, entonces, no germina en el
espíritu como el resultado de la introspección del hombre sobre sí mismo
–o sobre su yo, como hoy se dice–, sino mediante la extensión directa de
su razón hacia los objetos que la especifican como potencia del alma unida
substancialmente al cuerpo, mas estos objetos se hallan instalados en su
ser natural emancipadamente de todo humano conocimiento.

Mario Enrique Sacchi


Escuela de Guerra Naval

Resumen

El hombre es la única creatura que aspira a la trascendencia, ya que el objeto de su entendimien-


to es potencialmente infinito. Gracias a él puede alojar todo el universo en su propia intimidad
acogiendo las semejanzas, y aspira naturalmente a ser algo más que mero hombre. La tesis con-
traria sostiene que el hombre no puede rebasar el carácter humano de las semejanzas. El hombre
se agotaría y consumiría en su conciencia subjetiva y no reconocería ninguna religación a nada
que no sea su propio ser, a nada que esté más allá de sí mismo. Se dirigiría irremisiblemente
hacia abajo, según el dicho de Lucrecio: deorsum cuncta feruntur. A esta postura corresponde la
tendencia moderna a supeditar la filosofía a la trama espiritual de la subjetividad de cada espí-
ritu. La alternativa entre la primera postura y la segunda es excluyente.
El silencio de Dios

Introducción

La obra teatral de Jean-Paul Sartre es contemporánea a su obra filosófica


y, al igual que sus novelas, expresa en forma dinámica lo que sus ensayos
presentan conceptualmente. Por esta razón representa un acceso válido a
su pensamiento, permitiendo inclusive reconstruir las distintas etapas de
su antropología.
No se trata de un teatro didascálico, sino del análisis de situaciones
humanas en acto, con toda la carga de ambigüedades y claros oscuros que
la misma existencia plantea.
También el tema religioso es mostrado en todo su dramatismo, permi-
tiendo reconocer un trayecto progresivo de lo que el autor presenta como
emancipación de la conciencia, desde la perplejidad frente a la presencia
del mal y frente a las oscilaciones de la libertad humana, hasta la negación
radical de Dios, condición necesaria –según Sartre– para garantizar una
humanidad auténtica.
Especialmente dos obras de Sartre pueden ser analizadas a la luz de
este criterio; en ellas se aprecia un paulatino alejamiento de la concepción
del hombre como criatura que depende de la voluntad de Dios para ser y
para actuar, hasta concluir en un humanismo ateo o inclusive ‘anti-teo’, en
el que ser hombre plenamente es aceptar que el cielo está vacío.
Se trata de Les Mouches (1943), prácticamente su primera producción
teatral, si no tenemos en cuenta Bariona (1940) que Sartre compuso en el
Lager D12 durante su período en prisión, y Le Diable et le bon Dieu (1951).
En ambas piezas el tema está centrado en la relación conflictiva de la
libertad humana frente a la voluntad divina, siendo la libertad necesaria-
mente fruto de una drástica toma de posición, pues hombre y Dios son


Para mayores detalles sobre ‘Bariona’ cfr. Delbosco, M.P.S., “Esperanza de liberación” en Vida
llena de sentido II, ed.Sabiduría Cristiana, Buenos Aires 2002.
314 Paola Scarinci de Delbosco

antagonistas y la afirmación de uno implica inevitablemente la negación


del otro.

1. La libertad contra lo dado

La filosofía de Sartre ha planteado de tal manera la libertad humana,


que ésta constituye el único absoluto de su teoría; de ahí la necesidad de
eliminar sistemáticamente todo límite a su ejercicio. La concepción sartrea-
na de la realidad no es sino un esfuerzo coherente por desdibujar cualquier
perfil de lo real que pudiera imponerse a la libertad, así que ya no podrá
hablarse de ordo rerum, el orden de las cosas, porque sólo eliminando el
sentido de las cosas y especialmente su valor objetivo, el ser humano de-
cide desde una auténtica autonomía.
Pero este planteo implica eliminar también la noción de voluntad de Dios,
que se expresa a través de la realidad, quitándole así al hombre toda po-
sibilidad de resguardarse tras alguna forma de obediencia, cuando actúa,
pues se tratará siempre de un acto de libertad humana, cuya responsabi-
lidad recae completamente sobre el sujeto.
Siguiendo esta misma línea queda eliminado para el ser humano tam-
bién el último obstáculo al ejercicio absoluto de su libertad, dado que la
negación de Dios hace imposible afirmar una esencia humana, que desde
adentro mismo del hombre determinaría qué actos realizan su naturaleza
y cuáles no.
Por otra parte, para Sartre la libertad tiene su precio, que es la acep-
tación de la insuperable contingencia de lo real. Para poder afirmar a la
libertad como un absoluto es necesario admitir que ser es aparecer, es decir,
que no hay profundidad en lo real, no hay núcleo interno a las cosas, que
garantice su sentido. Las cosas existen, pero su existencia es totalmente
absurda, está de más. Hasta las palabras con que nombramos cada objeto,
que nos dan la impresión de comprender qué es, en realidad sólo retrasan
momentáneamente esta dramática evidencia. Todo está de más, también
nosotros mismos, pero es en este marco en donde la libertad es posible,
porque lo que nos queda, en este derrumbe metafísico del orden natural
y sobre todo de la profundidad del ser, es que somos cada uno nuestra
propia creación.


Sartre, J-P., La Nausée,Gallimard,, Ed. Le livre de Poche– Université. p.179-180, 1° ed. 1938.
El silencio de Dios 315

Frente a la libertad ‘la naturaleza salta hacia atrás’, pues ser libre implica
actuar ‘fuera de la naturaleza, contra la naturaleza’, abandonando la conforta-
ble creación de Dios, para buscar el propio camino en la soledad del exilio
de un mundo ya sin sentido.
Sin embargo, muchos años después de haber afirmado Sartre esta
libertad absoluta, punto de fuerza de su humanismo, el mismo Sartre
ya maduro, rondando los 70 años, modificará los términos, pasando de
‘libertad absoluta’ a ‘responsabilidad absoluta’, aclaración que permite
afirmar que el hombre sartreano tiene una vocación frustrada a ser él
mismo ‘dios’, a hacerse creador de sí mismo y del sentido de la realidad,
dado que el sentido no se encuentra sino que se crea a través de los actos
libres, responsablemente reconocidos como propios, sin escudarse detrás
de ningún decálogo:

Lo que quería decir es que uno es responsable de sí mismo incluso si los


actos son provocados por algo exterior a uno...

Esta responsabilidad implica negar todo aquello que no sea evidente,


y la realidad de Dios según Sartre ha dejado de ser intuitiva en nuestro
tiempo, signo de que representa una síntesis de lo real que ya no tiene
vigencia, además de haber sido descartada por la ciencia. Sin embargo
sigue habiendo algo atractivo en la visión creacionista aún en nuestros
tiempos,– comenta Sartre– por eso muchos siguen suscribiéndola:

Es mucho más agradable creer que el mundo está bien asegurado,


por una síntesis hecha, no por nosotros, sino desde afuera por un Ser
todopoderoso, [creer] que este mundo está hecho para cada uno de
nosotros.

Es justamente la atracción que la hipótesis ‘Dios’ ejerce sobre nuestra


libertad lo que la hace particularmente odiosa a los ojos de Sartre, puesto
que ve en la adhesión a un orden establecido por la voluntad divina sólo la
prueba de la cobardía del que no quiere asumir su responsabilidad.


Sartre, J-P., Les Mouches, Gallimard, Paris 1947; ed. esp. Las Moscas, Losada, Buenos Aires 1973
(19481), p. 64.

Ibidem.

Beauvoir, Simone de, Conversaciones con J-P Sartre, Sudamericana, Buenos Aires 1988, p. 440 (1°
ed. en español 1983, en francés ed. Gallimard 1981).

Ibidem, pp. 547s.
316 Paola Scarinci de Delbosco

Las dos obras teatrales que comentaremos son ilustraciones dramáticas


de las consecuencias tanto de la aceptación supina de Dios como de su
rechazo.
De lo que se trata es de poder ser completamente humano.

2. Júpiter y el poder del remordimiento

La ciudad de Argos se prepara una vez más para la ceremonia central


de su espiritualidad, pues se acerca la noche en que liberarán a los difuntos
de su encierro en una gruta, cuya entrada está defendida por una enorme
roca. Cuando las almas de los muertos estén cerca de sus seres queridos,
éstos serán atormentados por los remordimientos que sus malas accio-
nes les producen: los muertos han vuelto a recordarles todo el mal que
cometieron, por eso los acosarán durante una larga noche, que adúlteros,
traidores y asesinos deberán compartir con sus víctimas.
Se trata de una cuidadosa mise en scène colectiva, sobre la que se apoya
el poder de Egisto, aparentemente arrepentido de su relación adúltera con
Clitemnestra y posterior asesinato de Agamenón.
En realidad él es plenamente consciente del efecto que los remordimien-
tos producen sobre la masa de los súbditos, pues sólo el que teme algo se
somete, sólo el que cree en un orden superior no usa su libertad.
Sin embargo ya se perfilan grietas en la máquina del poder; se trata de
Electra y Filebo ( es éste el nombre que asume Orestes para no ser reco-
nocido por su hermana), que por razones distintas no se someterán a los
remordimientos.
Electra desde muy chica conoció la abominación de su madre y de su
padrastro, y su orgullo incipiente la impulsó a fantasear una y otra vez
con una definitiva venganza que hiciera descansar finalmente al alma de
Agamenón. Pero la fragilidad de su condición femenina hace que espere
de Orestes el rescate de la injusticia. Es su única fuente de esperanza, pues
ella ya no cree en nada: los dioses no pueden nada con su dolor. El silencio
de éstos es la más elocuente evidencia.
Filebo-Orestes se encamina a cumplir su acto, a pesar de que el peda-
gogo que lo acompaña le recuerde que comprometerse es inevitablemente
perder la libertad.
El silencio de Dios 317

Pero Orestes siente que el que no odia, tampoco puede amar, y el que
se mantiene puro (tu pureza inoportuna le acaba de decir su hermana) no
pesa nada, es más liviano que un hilo.
Sin embargo, Orestes todavía pretende entender cuál es el bien que debe
hacer y el mal que debe evitar, y angustiosamente interpela a Zeus, que
–en una ambigüedad subrayada por el recurso explícito a los dos nombres
Zeus-Júpiter– lo invita a someterse y a humillarse. Pero Orestes finalmente
comprende que lo que es propuesto por el dios es siempre un bien ajeno,
así que, a la luz de esta verdad, rechaza el signo que Zeus le envía, pues
ya no está dispuesto a obedecer. Esa luz no es más que un último intento
de someter la libertad humana a la voluntad divina, pero el rechazo de
Orestes es la prueba de que ningún signo externo puede ya imponerse a la
libertad, la libertad es su propia ley. Usarla implica bajar a la tierra, reco-
nocer a Electra como hermana suya y a Argos como su ciudad; reconocer
que lo rodea el vacío y que el mundo se ha quedado totalmente frío, y se
alejan las esperanzas ligeras de la juventud.
Ser libre será entonces lastrarse con un crimen bien pesado, jugarse frente
a la incertidumbre que impide reconocer el bien del mal, pues lo que se
realiza desde la libertad, eso es bueno:

He realizado mi acto, Electra, y este acto es bueno. Lo llevaré sobre mis


hombros como un vadeador lleva a los viajeros, lo pasaré a la otra orilla
y rendiré cuentas de él. Y cuanto más pesado sea de llevar, más me
regocijaré, pues él es mi libertad.

3. El error de los dioses

Paulatinamente se abre camino una verdad: dioses y reyes le temen a la


libertad, porque una vez que se percibe, ya no hay más ni temor ni remor-
dimiento, sin los cuales no es posible someter a los seres humanos.

(Júpiter) Sí. El mismo secreto que yo. El secreto doloroso de los dioses y
de los reyes; que los hombres son libres. Son libres, Egisto. Tú lo sabes,
y ellos no.


Sartre, J-P., Las Moscas, cit., p. 41.

Ibidem, p. 53.

Ibidem, p. 49.
318 Paola Scarinci de Delbosco

Será necesario deshacer el orden que parece sustentar la obediencia de


los hombres para que sea posible reconocer esta condición terrible, la de
tener que construir el bien y el mal a través de los propios actos. Un largo
texto parece ser todavía un eco del ordo rerum:

Orestes, te he creado y he creado toda cosa: mira. (Los muros del templo
se abren. Aparece el cielo, constelado de estrellas que giran. Júpiter está
en el fondo de la escena. Su voz se ha hecho enorme– micrófono –pero
apenas se lo distingue). Mira esos planetas, que ruedan en orden, sin
chocar nunca; soy yo quien ha arreglado su curso, según la justicia.
Escucha la armonía de las esferas, ese enorme canto mineral de gracias
que repercuten en los cuatro rincones del cielo. (...)
El Bien está en ti, fuera de ti: te penetra como una hoz, te aplasta como
una montaña, te lleva y te arrastra como un mar, él es el que permite
el éxito de tu mala empresa, pues es la claridad de las antorchas, la
dureza de tu espada, la fuerza de tu brazo. Y ese mal del que estás tan
orgulloso, cuyo autor te consideras, ¿qué es sino un reflejo del ser, una
senda extraviada, una imagen engañosa cuya misma existencia está
sostenida por el Bien?10

El largo discurso de Júpiter-Zeus parece contradecir frontalmente la


originalidad del acto de Orestes, devolviéndolo al seno de una realidad
ordenada, que puede llamarse ‘creación’, para la cual lo bueno y lo malo
dependen del orden del ser. Pero poco antes Sartre había preparado un
indicio de la debilidad de este argumento, insinuando que Júpiter no
siempre sostiene el bien:

No todos los crímenes me desagradan por igual, Egisto, estamos entre


reyes y te hablaré francamente: el primer crimen lo cometí yo creando
mortales a los hombres.11

A esta divinidad se le ve el límite, subrayado por su apariciones espec-


taculares, diríamos con efectos especiales, y sus frases mágicas –Abraxas
galla galla tse tse– que sólo confirman su presencia abusiva en un mundo
humano. El camino de la libertad no tiene vuelta:

10
Ibidem, pp. 62s.
11
Ibidem, p. 48.
El silencio de Dios 319

Una vez que ha estallado la libertad en el alma de un hombre, los dioses


no pueden nada más contra ese hombre.12

Entonces el ser humano es la prueba irrefutable de un error divino: No


debías haberme creado libre,13 le dice Orestes a Zeus.
De todos modos esta liberación tiene un alto precio, que es un destierro,
un exilio:

Fuera de la naturaleza, contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso


que en mí. Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra
ley que la mía.14

Todo resulta ahora claro: si hay naturaleza, no es posible la libertad, por


eso por tan largo tiempo los hombres han preferido obedecer y han creado
leyes para satisfacer esa necesidad de cubrirse los hombros, de ampararse
infantilmente bajo la voluntad de otro. Sólo la adultez se anima a reconocer
que no hay nada dado, que no hay orden, y que el camino de cada hombre
es su propio invento.

4. El bien jugado a los dados

El escenario de Le Diable et le Bon Dieu es el de las guerras de los cam-


pesinos de 1525 en Alemania; allí chocan señores feudales, defendiendo
sus tierras, capitanes de ventura a la cabeza de ejércitos mercenarios y
campesinos mal armados y desesperados, que buscan liberarse de un
sometimiento injusto y miserable.
Algunos personajes son eco de personajes históricos, pero no se trata
de una reconstrucción fiel de los hechos, sino de una dramática búsqueda
del Bien y del Mal.
Lo que sucede a lo largo del relato es que los actos más libres no parecen
expresar con claridad una de estas dos cualidades: hay personas buenas
que terminan siendo traidores, como Heinrich, y malos que aceptan pactar
con sus enemigos y se disponen a respetar los pactos, como Goetz.

12
Ibidem, p. 50.
13
Ibidem, p. 63.
14
Ibidem, p. 64.
320 Paola Scarinci de Delbosco

Es tan grande la ambigüedad del mundo que uno de los personajes


puede afirmar:

Una victoria relatada con detalles es imposible de distinguir de una


derrota.15

Esta pérdida de sentido precede la negación de Dios, pero va debilitan-


do constantemente la capacidad humana de reconocer su presencia en el
mundo.
Cuando al comienzo Goetz quiere ser totalmente malo, lo hace por la
simple razón de querer desafiar a Dios, en un duelo en el cual sólo existen
verdaderamente él y Dios, y los demás no son más que fantasmas. Se trata
del desafío entre dos poderes, que quedan equiparados por la osadía hu-
mana de ponerse a la altura de Dios. Dios empieza a no ser más el creador,
fuente del orden y del sentido de la realidad, sino simplemente un poder
en frente del poder humano.
Por eso, cuando Catalina le pregunta ¿Y por qué hacer el mal?, él le res-
ponde Porque el bien ya está hecho.16
Esto lo impulsa a existir contra la cólera divina, a atreverse a destruir,
simplemente para percibir su propia consistencia frente a la voluntad de
Dios; su audacia desafía al cielo: Llorad, ángeles, llorad: me atreveré.17
De nuevo la clave de interpretación de este desafío ya se anticipa en la
afirmación de Heinrich: la verdad es que me elegí a mí mismo,18 afirmación
que devuelve al hombre la responsabilidad de inventar su esencia a través
de actos libres.
Si el Bien y el Mal no pueden ser reconocidos en los rasgos de la reali-
dad, pues ésta ya no muestra con claridad qué hay que hacer, entonces es
posible apostar y jugarse a los dados la dirección de la propia conducta. Es
el último recurso de Goetz para explorar otras posibilidades.
Los dados son así un intento extremo de forzar la mano de Dios para
que el peso de la elección no recaiga en el ser humano. Si antes Goetz ten-
taba a Dios, para que interviniera a frenar sus actos crueles, ahora quiere

15
Sartre, J-P., Le Diable et le bon Dieu, Gallimard, Paris 1951; ed. esp. El diablo y el buen dios, Losada,
Buenos Aires 1952, p. 10.
16
Ibidem, p. 53.
17
Ibidem, p. 62.
18
Ibidem, p. 36.
El silencio de Dios 321

forzarlo a decidir por él a través de los dados. Los dados son un preludio
del cielo vacío.
Pero deberá finalmente reconocer que la decisión inevitablemente
reposa en la propia voluntad, y que pertenecer al bando del bien o al del
mal es irrelevante:

Yo era criminal, ahora me cambio: cambio de casaca y apuesto que seré


un santo.19

En este contexto, lo único relevante es atreverse a usar la propia libertad


aún en un mundo sin sentido.
Porque, cuando campea la libertad como única manifestación auténtica-
mente humana, el bien y el mal objetivos pierden ambos su justificación.

5. Dios y el vacío

Sin embargo este anhelo de pertenecer a un orden que uno no haya


creado y que la decisión no pese sobre los hombros humanos de Goetz tie-
ne un vicio de nacimiento, que Catalina descubre inmediatamente: Goetz
ha hecho trampa jugando a los dados su destino.
De nuevo el frío parece anunciar la soledad del hombre que decide y
anticipa la terrible verdad del cielo vacío.
Por eso tampoco el Bien y el Amor resultan, no acercan a las personas
entre sí, no resuelven la injusticia ni el hambre, hasta parece que el amor
es imposible sobre la tierra.
Así el pobre Goetz, detestado cuando era el campeón de las maldades
e iniquidades, sigue siendo detestado ahora, cuando quiere construir la
Ciudad del Sol, cuando ha regalado sus tierras y sus bienes a los pobres, y
los ha instruido en la fe y en la caridad.
El bien no se puede hacer ni siquiera cuando uno se dispone a obedecer
sin buscar nada para sí, en el más absoluto desinterés. Lo que sorprende y
amarga a Goetz, es en cambio clarísimo para Nasty, el panadero rebelde y
descreído: los pobres no necesitan un salvador, se salvarán solos.

19
Ibidem, p. 70.
322 Paola Scarinci de Delbosco

También Heindrich refuerza esta idea afirmando

Nadie puede escoger el bien de los demás por cuenta propia.20

Sin resignarse al rechazo de los pobres, Goetz decide recurrir a lo que


mueve a los humildes, que es la fe en los milagros, así que para poder re-
presentar el bien a los ojos de los campesinos, se produce falsos estigmas
en las manos.
Lo que su auténtica intención de hacer el bien para los demás no le
procuró, se lo procura ahora el engaño.
¿Qué hay detrás de todo esto? El terrible descubrimiento de que el cielo
es simplemente un hueco. Todo lo que Goetz hizo cuando se pasó al bando
del bien no fueron más que gestos, se trataba simplemente de mentira y
comedia. Ni siquiera lo que donó era recibido como genuina bondad, por-
que encerraba la humillación de la limosna.
El bien es imposible. Dios es el silencio.

Dios no me ve, Dios no me oye, Dios no me conoce. ¿Ves este vacío por
encima de nuestras cabezas? Es Dios. ¿Ves la brecha en la puerta? Es
Dios. ¿Ves ese hueco en la tierra? También es Dios. El silencio es Dios.
La ausencia es Dios, Dios es la soledad de los hombres. Estaba yo solo;
yo solo decidí el Mal; solo, inventé yo el Bien.21

La comedia del bien ha terminado y empieza el compromiso de un


hombre con su libertad, y empieza con un asesinato, para que no haya
vuelta atrás.

6. Conclusiones

El Dios contra el que se erige Sartre a través de sus personajes es com-


petidor de la libertad humana, tanto en Les Mouches como en Le Diable et
le bon Dieu.
No importa si en la primera de las piezas se reconoce que el orden de
la naturaleza ha sido hecho por Dios y que los actos humanos dependen

20
Ibidem, p. 90.
21
Ibidem, p. 151.
El silencio de Dios 323

de esas condiciones naturales para realizarse: la libertad es por sí misma


una contradicción al orden dado. No importa si la elección del hombre no
cuenta con ninguna orientación ni en la tierra ni en el cielo, que está vacío:
la libertad es siempre riesgo, imputabilidad, impureza.
El mundo planteado por el teatro sartreano, habiendo absolutizado la
libertad humana, debe quitar los otros soportes de la realidad para que
nada haga sombra al libre ejercicio de la voluntad.
Pero ¿de dónde extraen su sentido nuestras acciones libres si no hay ya
parámetros? La libertad se hace medida de sí misma: es bueno lo que la
permite y es malo lo que la impide, pero entonces su esencia se define por
lo negativo: su naturaleza es la carencia y no la voluntad de bien.
Encontramos en sus Diarios de Guerra el intento de definición del ser
humano a partir de la nada, para poder hacer comprensible el deseo y la
voluntad, una vez eliminados de la realidad todos los vestigios de sentido.
Si no tendemos hacia algún bien, simplemente porque no hay ‘bien’ o ‘mal’,
entonces nuestro tender no es otra cosa que la manifestación de la nada
que constituye nuestra conciencia:

Para que haya deseo es necesario que el objeto deseado esté concre-
tamente presente, él y no otro, en las profundidades del para-sí, pero
presente como una nada que lo afecta, o más precisamente como una
carencia. Y esto sólo es posible en la medida en que el para-sí en su exis-
tencia misma es susceptible de ser definido por esas carencias.22

Sin embargo este teorema forzado, que pretende demostrar la libertad


partiendo del vacío, no sólo necesita desarmar el sentido de la realidad,
sino que también tiene que ridiculizar los intentos de bondad, de amor
desinteresado, de liderazgo genuino. No hay vestigio de bien que no sea
deformado para servir a la causa del cielo vacío.
El resultado no es sólo un cielo vacío sino también un mundo inhóspi-
to, humano demasiado humano, y por eso mismo incapaz de garantizar
un lazo auténtico entre hombres que no sea alguna forma de engaño o de
violencia. Ni el amor entre Electra y Orestes es sereno y desinteresado, ni
lo es el de Hilda hacia los campesinos. Tampoco el liderazgo de Goetz o
el de Nasty parecen respetar a las personas, sino que desprecian y mani-
pulan.23

22
Sartre, J-P, Les carnets de la drôle de guerre Novembre 1939 – Mars 1940, Gallimard, Paris 1983; ed.
esp. Diarios de Guerra, Losada Buenos Aires, 1983, p. 235.
23
Ibidem.
324 Paola Scarinci de Delbosco

El cielo vacío vacía también a la tierra, y donde no hay valor en la reali-


dad, tampoco una libertad desorbitada logra devolverle a este mundo algo
de bien. No será suficiente para justificar una vida ni el uso de la libertad
como ‘invento humano’, ni el coraje de saberse solos, al desamparo del
silencio de Dios.
Por eso, también Sartre, para dar una dirección a su libertad, tuvo que
apelar a los demás hombres, a la idea de justicia, a la necesidad de un
compromiso arraigado en la realidad.
También él, en su existencia real, admitió que contemplaba la belleza
inmediata de las cosas y encontraba en esa contemplación una satisfacción
a la búsqueda humana de encuentro con el sentido, y así lo oímos decir,
casi al final de su vida terrenal:

Un hermoso cielo matinal: entonces contemplo las cosas bajo ese cielo,
y hay un momento de perfecta satisfacción. Las cosas están ahí, bajo ese
cielo, que yo contemplo; soy únicamente eso, alguien que contempla el
cielo al amanecer.24

Pero entonces, ese cielo, cuya belleza podemos contemplar no está vacío;
el hombre que lo contempla no está solo, y el Dios que lo habita no está en
silencio.

María Paola Scarinci de Delbosco


Universidad Católica Argentina

Resumen

Dos obras de teatro de Jean-Paul Sartre tratan directamente el tema de Dios como competidor
de la libertad del hombre. Es posible reconocer entre las dos un progresivo alejamiento de la
concepción de un Dios creador, en un proceso de continua emancipación del hombre. En Les
Mouches Júpiter-Zeus todavía se encuentra al mando de la realidad, aunque en una manera gro-
tesca y caricatural, y sigue siendo el que garantiza la forma de las cosas, la dureza de la espada,
la claridad de las antorchas, la fuerza de las manos. En Le Diable et le bon Dieu, en cambio, el cielo
está vacío, aunque algunos hombres se resistan a admitirlo y busquen o inventen signos divinos,
para retrasar la evidencia de la soledad del hombre. Goetz juega a los dados su destino como
agente del bien o del mal, pero pronto descubrirá que tanto el bien como el mal son imposibles.
Hay sólo libertad. Sin embargo, el resultado de la absolutización de la libertad humana, que se
hizo vaciando el cielo, también vació de sentido la tierra.

24
Beauvoir, Simone de, La cérémonie des adieux, Gallimard 1981; ed. esp. La ceremonia del adiós, Sud-
americana, Buenos Aires 1983, p. 524.
L’instrumentalisation de l’humain
déficient comme défi anthropologique

Qu’est-ce qu’une personne humaine ? La question se pose aujourd’hui


avec une intensité inédite sur arrière-fonds des fulgurants progrès en bio-
technologie qui nous confrontent à de nombreux épineux problèmes tou-
chant la vie et la mort. On pense au débat, depuis quelques années, autour
de la recherche sur l’embryon et le clonage thérapeutique ou reproductif
d’embryons ; autour de la possibilité de l’eugénisme qui soulève une forte
controverse exemplifié par le récent ouvrage de Jürgen Habermas intitulé
L’avenir de la nature humaine. Vers un eugénisme libéral ? ; autour de l’in-
fanticide ou de l’euthanasie d’êtres humains mentalement profondément
déficientes ou séniles ; ou encore autour de la définition de la mort avec ses
implications au plan de la transplantation d’organes. Ces questionnements
éthiques relatifs aux différents cas particuliers renvoient, entre autres, à
une interrogation fondamentale. En quoi consiste le critère de persistance
de l’humanité personnelle de l’être humain, à savoir qui est une personne
et, plus particulièrement, si tous les êtres humains sont des personnes ou s’il
y a des êtres humains qui ne seraient pas des personnes et qui seraient
ainsi privés des mêmes droits que celles-ci ? Il s’agit de déterminer dans
quelle mesure des êtres humains se trouvant dans des états particuliers
–le nouveau-né, l’handicapé mental très profond ou le sénile– remplis-
sent les critères déterminants pour être une personne. Cette discussion
d’anthropologie philosophique sous-jacente au débat éthique repose sur
l’a priori accepté par la quasi unanimité des penseurs et des praticiens et
que je ne soumettrai pas à une analyse critique : la personne humaine est
pourvue de droits et plus particulièrement celui de vivre, et surtout d’une
dignité qui exige qu’elle soit traitée, comme le souligne le second impératif
catégorique d’Emmanuel Kant, comme une fin en soi et jamais simplement
comme un moyen. La personne humaine a une dignité. Elle n’a un prix.
Le fait d’être une personne implique un certain nombre d’obligations à
son égard. Dès lors, dans la mesure où, par exemple, un nouveau-né, un


Jürgen Habermas, L’avenir de la nature humaine. Vers un eugénisme libéral ?, traduit de l’allemand
par Christian Bouchindhomme, Paris, Gallimard, 2002 [Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf
dem Weg zu einer liberalen Eugenik ?, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2001].
326 Bernard N. Schumacher

handicapé mental très profond ou encore un individu atteint de démence


grave serait une personne, il aurait autant un droit fondamental à vivre
que celui de sa mère ou son père, respectivement de ses enfants. Nous
serions en présence de deux personnes ayant chacune une dignité. Le fait
de tuer une personne équivaut en soi à un homicide. La responsabilité
individuelle d’un tel acte dépend de la situation comme par exemple le
cas de légitime défense. Dans le cas contraire où le nouveau-né ou l’han-
dicapé mental profond ne serait pas une personne, comme le soutiennent
un nombre croissant de philosophes, leur euthanasie librement décidé par
les parents ne constituerait pas un homicide.
La question essentielle de savoir si le nouveau-né ou l’handicapé mental
très profond est une personne se pose sur arrière-fond d’une éthique sécu-
lière que je ne discuterai point ici. Celle-ci soutient, selon Michel Onfray,
que tout serait facultatif. Chaque personne morale serait libre de s’engager
sur le terrain de sa propre décision et responsabilité. Aucune communauté
particulière de personnes morales, précise Tristram Engelhardt, ne sau-
rait imposer –selon le principe de tolérance– son propre point de vue aux
dépens des autres communautés. C’est sur arrière-fond théorique du refus
de la possibilité de fonder un discours rationnel universel valant pour
tout individu accompagné d’une compréhension particulière de la liberté
humaine que l’on peut comprendre la réaction de deux auteurs analysant
l’affaire du polyhandicapé Nicolas Perruche suite à l’arrêt du 17 novembre
2000. Olivier Cayla et Yan Thomas écrivent dans la préface de Du droit de ne
pas naître que les personnes qui s’opposent à l’arrêt mentionné « s’appuient
théoriquement sur des prémisses qui, fondamentalement, rejettent les prin-
cipes démocratiques forgés par la pensée moderne des droits de l’homme».
La référence à la dignité de la personne qui s’appuie sur l’affirmation d’une
existence d’une nature humaine et de la possibilité d’un discours philo-
sophique universel reviendrait, selon les deux auteurs sus-mentionnés, à
«renier dans son principe le cœur des droits de l’homme du point de vue de
la pensée politique moderne, c’est-à–dire à contester radicalement la liberté
de l’individu dans la relation qu’il entretient avec lui-même» .


Voir Michel Onfray, Féeries anatomique. Généalogie du corps faustien, Paris, Grasset, 2003, Le livre
de Poche, 82, 96s.

Voir Tristram Engelhardt, Jr., The Foundations of Bioethics, Oxford, Oxford University Press,
1996, second edition.

Olivier Cayla et Yan Thomas, Du droit de ne pas naître. A propos de l’affaire Perruche, Paris,
Gallimard, 2002, 12.

Ibidem.
L’instrumentalisation de l’humain déficient 327

1. La distinction entre être humain et personne

Je reprends ainsi ma question : qu’est-ce qu’une personne humaine et,


plus particulièrement, est-ce que le nouveau-né ou l’handicapé mental
très profond sont-ils des personnes ? Un nombre croissant de philosophes
contemporains définissent l’être humain uniquement au plan biologique,
c’est-à–dire comme l’équivalent de ‘membre de l’espèce homo sapiens’. La
personne se définit par contre par l’exercice en acte d’un certain nombre
de propriétés. Lesquelles ? La rationalité et la conscience de soi, ainsi que la
moralité et la responsabilité de son action. L’être humain n’est ainsi pas, selon
ces philosophes dont l’influence est grandissante, nécessairement déjà
une personne de par sa seule appartenance à l’espèce humaine. Un des
auteurs les plus autorisé dans le monde bioéthique, Tristram Engelhardt,
précise que

[1] «ce qui distingue les personnes est leur capacité [dans le sens d’être
en acte] d’être auto-conscientes, rationnelles et concernées par le mérite
de la faute et de la louange. (…) tous les êtres humains ne sont pas des
personnes. Tous les êtres humains ne sont pas auto-conscients, ration-
nels et à même de concevoir la possibilité de la faute et de la louange.
Les fœtus, les nouveau-nés, les handicapés mentaux très profonds et les
comateux sans espoir [et l’on pourrait ajouter les séniles] fournissent
des exemples de non-personnes humaines. Elles sont des membres de
l’espèce humaine mais elles n’ont pas en et par elles-mêmes une place
dans la communauté morale laïque.»

Notre auteur soutient, comme le fait d’ailleurs également Peter Singer


qui est un des philosophes dont les idées ont le plus d’impact aussi bien
au plan théorique que politique, que « tous les êtres humains ne sont pas
égaux ». Que peut-on conclure au point de vue pratique ?


« What distinguishes persons is their capacity to be self-conscious, rational, and concerned
with worthiness of blame and praise. (…) On the other hand, not all humans are persons. Not
all humans are self-conscious, rational, and able to conceive of the possibility of blaming and
praising. Fetuses, infants, the profoundly mentally retarded, and the hopelessly comatose
provide examples of human nonpersons. They are members of the human species but do not
in and of themselves have standing in the secular moral community. » Tristram Engelhardt,
Jr., The Foundations of Bioethics, 138-139. Plus loin, Engelhardt ajoute les séniles parmi les non-
personnes (239).

Ibidem, 135.
328 Bernard N. Schumacher

2. L’utilisation expérimentale de l’enfant handicapé mental profond

Sur arrière-fond de l’égale considération des intérêts relatif à la souffrance


et au plaisir et d’une éthique utilitariste de préférence d’un conséquentialisme,
Peter Singer distingue dans un premier temps deux types d’individus hu-
mains : ceux qui, étant des êtres humains sensibles et donc à même de
souffrir et d’avoir du plaisir, possèdent des intérêts, et ceux qui, n’étant
pas des êtres sensibles, n’ont pas d’intérêts. Toutefois, l’égalité des êtres
humains sensibles ayant des intérêts n’est en réalité qu’apparente. Elle dé-
pend du principe d’utilité qui a pour maxime non seulement de «soulager en
priorité la plus grande souffrance», laquelle dépend de son intensité et de
sa durée, mais aussi de mettre en relation l’importance des intérêts en jeux
pour chacun des individus10. L’être humain rationnel et conscient de soi,
selon Singer, a des «capacités mentales qui le(s) font souffrir d’avantage que
des animaux dans les mêmes circonstances»11. En effet, il perçoit la souf-
france de manière plus aiguë, car, conscient que son identité personnelle
est inscrite dans le temps, il peut se projeter dans un à-venir et craindre
un événement futur néfaste. Singer précise que

[2] «Si nous décidions de procéder à des expériences scientifiques ex-


trêmement douloureuses, voire mortelles, sur des adultes humains nor-
maux, kidnappés au hasard dans un jardin public, les adultes pénétrant
dans les parcs auraient peur d’être kidnappés. La terreur produite serait
une forme de souffrance qui s’ajouterait à la douleur de l’expérimenta-
tion. Les mêmes expériences réalisées sur des animaux non humains
causeraient une souffrance moindre, car les animaux n’auraient pas
d’avance peur d’être kidnappés pour subir des expériences.»

Singer continue en déclarant

[3] «qu’il y a des raisons (n’ayant rien à voir avec le spécisme) pour pré-
férer utiliser des animaux plutôt que des adultes humains normaux s’il
faut vraiment faire l’expérience. Notons que le même argument donne
des raisons de préférer qu’on utilise, pour les expériences, des enfants


P. Singer, Questions d’éthique pratique, traduit de l’anglais par M. Marcuzzi, Paris, Bayard, 1997,
66 [Practical Ethics, Cambridge, Cambridge University Press, 1993, second edition, 59 : « to give
priority to relieving the greater suffering ».]

Voir Idem, 68 [61].
10
Voir Idem, 71 [64].
11
Idem, 67 : « mental capacities that will, in certain circumstances, lead them to suffer more than
animals would in the same circumstances. » [59]
L’instrumentalisation de l’humain déficient 329

humains, par exemple des orphelins, ou des personnes gravement han-


dicapées mentales, car les enfants ou les handicapés mentaux n’auraient
aucune idée de ce qui va leur arriver.»12

Notre auteur conclut donc : si l’on accepte que des expériences scien-
tifiques soient réalisées sur des animaux non humains, ne devrait-on pas
également le permettre sur des enfants et des êtres humains gravement
handicapés mentaux ? Dans ce passage, l’intention première de Singer est
que le lecteur prenne conscience de la brutalité avec laquelle les animaux
sensibles sont traités dans le cadre d’expériences scientifiques en vue, par
exemple, d’élaborer des médicaments qui serviraient à guérir des person-
nes. Cependant, si l’on relie la citation ci-dessus à la distinction entre ‘être
humain’ et ‘personne’, au principe de l’égalité des intérêts (qui dépend du
principe d’utilité), ainsi qu’à plusieurs autres textes, on arrive à la conclu-
sion de la légitimité selon des considérations particulières d’utiliser des
nouveau-nés ou handicapés mentaux très profonds à des fins expérimen-
tales. Voyons cela de plus près.
Peter Singer introduit une triple hiérarchie, c’est-à–dire une inégalité
foncière, au sein de l’espèce humaine quant au droit à la vie : l’individu
conscient de soi-même a un statut moral supérieur à celui qui ne l’est
pas ; l’individu dépourvu de conscience de soi, mais capable de souffrir et
12
Idem, 67 : « Normal adult human beings have mental capacities that will, in certain circum-
stances, lead them to suffer more than animals would in the same circumstances. If, for instance,
we decided to perform extremely painful or lethal scientific experiments on normal adult
humans, kidnapped at random from public parks for this purpose, adults who entered parks
would become fearful that they would be kidnapped. The resultant terror would be a form of
suffering additional to the pain of the experiment. The same experiments performed on non-
human animals would cause less suffering since the animals would not have the anticipatory
dread of being kidnapped and experimented upon. (…) That there is a reason, and one that is
not speciesist, for preferring to use animals rather than normal adult humans, if the experiment
is to be done at all. Note, however, that this same argument gives us a reason for preferring to
use human infants – orphans perhaps – or severely intellectually disabled humans for experi-
ments, rather than adults, since infants and severely intellectually disabled humans would also
have no idea of what was going to happen to them. » [59-60]. Singer pose la question rhétorique
: ceux qui font des expériences sur les animaux seraient-ils « prêts à faire leurs expériences sur
des orphelins victimes de lésions cérébrales graves et irréversibles, si c’était le seul moyen de
sauver des milliers d’autres personnes ? » – s’ils prenaient en compte le fait que « les singes, les
chiens, les chats, et même les souris et les rats sont plus intelligents, plus conscients de ce qui
leur arrive, plus sensibles à la douleur, etc. que beaucoup d’humains au cerveau gravement
endommagé qui ne font que survivre dans un hôpital ou dans quelque autre institution. » 74 :
« would experimenters be prepared to perform their experiments on orphaned humans with
severe and irreversible brain damage if that were the only way to save thousands ? (…) since
apes, monkeys, dogs, cats, and even mice and rats are more intelligent, more aware of what
is happening to them, more sensitive to pain, and so on, than many severely brain-damaged
humans barely surviving in hospital wards and other institutions. » [67].
330 Bernard N. Schumacher

d’avoir du plaisir, donc doué de sensibilité, a un statut moral supérieur à


l’individu non conscient de soi et incapable de souffrir. Il en découle que

[4] «des êtres autonomes et conscients d’eux-mêmes ont en un sens beau-


coup plus de valeur, un statut moral supérieur à ceux qui vivent dans
l’instant sans avoir la capacité de se considérer eux-mêmes comme des
êtres distincts doués d’un passé et d’un futur. C’est pourquoi les intérêts
d’êtres autonomes et conscients d’eux-mêmes doivent normalement
avoir la priorité sur les intérêts de tous les autres. »13

Le fœtus ressentant de la douleur et du plaisir n’est pas à proprement


parler une personne. Dès lors, précise Peter Singer, il [5] « ne peut revendi-
quer la vie comme une personne. Ces arguments s’appliquent au nouveau-
né autant qu’au fœtus.»14

[6] «Un bébé d’une semaine [et on pourrait ajouter un adulte handicapé
mental très grave ou sénile] n’est pas un être rationnel conscient de soi,
et il existe de nombreux animaux non humains dont la rationalité, la
conscience de soi, l’éveil et la capacité de sentir, notamment, dépassent
ceux d’un bébé humain âgé d’une semaine, ou d’un mois. Si le fœtus
n’a pas droit à la vie comme une personne, le nouveau-né non plus. Et
la vie d’un nouveau-né a moins de valeur pour celui-ci que la vie d’un
cochon, d’un chien, d’un chimpanzé n’en a pour chacun de ces animaux
non humains.»15

13
Idem, 79-80: « It has been suggested that autonomous, self-conscious beings are in some way
much more valuable, more morally significant, than beings who live from moment to moment,
without the capacity to see themselves as distinct being with a past and a future. Accordingly
on this view, the interests of autonomous, self-conscious beings ought normally to take priority
over the interests of other beings. » [73]. Voir 96-7 [90-1], 99 [94-5].
14
Idem, 166 : « [S]ince no fetus is a person no fetus has the same claim to life as a person. Now
it must be admitted that these arguments apply to the newborn baby as much as to the fetus »
[169]. « En tout cela, le nouveau-né [et l’on devrait ajouter l’handicapé mental très grave et l’in-
dividu sénile] est sur le même plan que le fœtus, et c’est pourquoi il y a moins de raisons qui
s’opposent à ce que l’on tue des bébés et les fœtus qu’il n’y en a contre le fait de tuer des êtres
capables de se considérer eux-mêmes comme des entités distinctes existant dans le temps. » Idem,
168 : « In all this the newborn baby is on the same footing as the fetus, and hence fewer reasons
exist against killing both babies and fetuses than exist against killing those who are capable of
seeing themselves as distinct entities, existing over time. » [171].
15
Idem, 166 : « A week-old baby is not a rational and self-conscious being, and there are many
nonhuman animals whose rationality, self-consciousness, awareness, capacity to feel, and so
on, exceed that of a human baby week or a month old. If the fetus does not have the same claim
to life as a person, it appears that the newborn baby does not either, and the life of a newborn
baby is of less value to it than the life of a pig, a dog, or a chimpanzee is to the nonhuman ani-
mal. » [169].
L’instrumentalisation de l’humain déficient 331

Quelques pages plus loin, Singer précise toutefois que tout ce qu’il
maintient à propos des nourrissons dans le cadre de la discussion éthique
sur l’infanticide et l’euthanasie non volontaire peut également [7] «s’ap-
pliquer à des enfants plus âgés ou à des adultes dont l’âge mental est et
a toujours été celui d’un nourrisson»16, à savoir aux handicapés mentaux
très graves.
Dans les pages de son ouvrage où Singer se demande si l’on peut sup-
primer la vie de l’embryon et du fœtus, on trouve clairement exprimée
l’idée que l’avortement d’un être humain sensible après dix-huit semaines,
et risquant de provoquer des souffrances chez ce dernier, pourrait être
justifié sans autre [8] «s’il devait servir à prévenir une souffrance bien
plus grande», par exemple « en sauvant la vie d’un enfant souffrant d’une
déficience du système immunitaire », ou s’il devait « permettre de guérir
des personnes âgées souffrant de la maladie de Parkinson ou d’Alzhei-
mer ».17 Singer précise quelques pages plus loin que [9] «je ne vois rien de
foncièrement mal à ce qu’il y ait davantage d’avortements ou qu’il y ait des
grossesses en vue de procurer du tissu fœtal, du moment que les femmes
concernées agissent librement et que les avortements supplémentaires
contribuent vraiment à sauver d’autres vies»18. La logique interne de la po-
sition de Singer implique l’affirmation que l’on pourrait éthiquement tuer
le nouveau-né, l’handicapé mental très profond ou l’individu sénile dans
la mesure où les parents le décideraient pour des raisons particulières19,
telles que, par exemple, sauver davantage de vies de personnes.

16
Idem, 176: « would apply to older children or adults whose mental age is and has always been
that of an infant. » [181].
17
Idem, 163 : « could be justified if the outcome were to prevent much greater suffering by sav-
ing the life of a child suffering from an immune system disorder, or to cure Parkinson’s or
Alzheimer’s disease in an older person. » [166]
18
Idem, 165 : « I see nothing inherently wrong with more abortions, or with pregnancies being
undertaken in order to provide fetal tissues, as long as the women involved are freely choosing
to do this, and the additional abortions really do make some contributions to saving the lives
of others. » [168].
19
Voir Idem, 183 [189]. Singer mentionne certes dans cette même page que le principe de l’égale
considération des intérêts ne doit nullement négliger les intérêts des personnes handicapées.
Il omet cependant d’invoquer le cas des handicapés mentaux très graves qui ne « sont pas des
individus [bien que Singer se réfère ici explicitement au fœtus et au nouveau-né] capables de se
considérer eux-mêmes comme des entités distinctes devant mener leur propre vie », 182 : « is an
individual [bien que Singer se réfère ici explicitement au fœtus/fetus et au nouveau-né/newborn
infant] capable of regarding itself as a distinct entity with a life of its own to lead » [188]. Il me
semble que Singer utilise consciemment une ambivalence dans la référence au terme d’handi-
capé : il soutient à plusieurs reprises que sa théorie n’implique nullement que l’on ne doit pas
prendre en considération les intérêts des handicapés –se référant aux handicapés physiques
ou mentaux légers qu’il considère comme des personnes–, mais il n’aborde pas directement le
problème de l’adulte handicapé mental très grave, se contentant de mentionner l’embryon ou le
332 Bernard N. Schumacher

La ligne de démarcation est nette. La priorité est octroyée à la personne,


ensuite aux vivants sensibles, et finalement aux vivants insensibles. Lors-
qu’on se trouve confronté à deux êtres de même valeur, le choix s’oriente
selon le principe du calcul de l’utilité qui n’impose pas l’égalité de traite-
ment, mais qui prescrit de soulager en priorité la plus grande souffrance,
ainsi que de mettre en relation l’importance des intérêts en jeux pour
chacun des individus.
Tristram Engelhardt va un pas plus loin que Peter Singer dans la me-
sure où l’expérimentation du nouveau-né n’est soumise à aucune condition
particulière. Son choix est uniquement du ressort des personnes parents. Il
conçoit en effet le fœtus et le nouveau-né comme un objet de propriété des
personnes morales ou d’une société anonyme qui l’ont produit : il est [10]
«une forme particulière d’une propriété très chère»20. Une telle affirmation
repose sur la thèse non-démontrée et posée a priori que le fœtus est une
[11] «extension et le fruit de mon propre corps»21. [12] «Ils [les personnes
morales] l’ont produit, ils l’ont fait, c’est le leur»22, jusqu’à ce

[13] «qu’ils [les êtres humains non-personnes] prennent possession


d’eux-mêmes comme des entités conscientes, jusqu’à ce qu’on leur
donne une place particulière dans une communauté, jusqu’à ce qu’une
personne transfère ses droits sur eux à une autre personne, ou jusqu’à
ce qu’ils deviennent des personnes»23.

nouveau-né. S’il veut être logique dans son argumentation, Singer doit maintenir – comme il le
fait dans le cas de l’infanticide – que dans certaines circonstances l’euthanasie d’un handicapé
mental très grave ne saurait être considéré comme un mal moral. Voir Idem, 166 ss. [169 ss.]. En
effet, dans le chapitre traitant de la justification de l’infanticide et de l’euthanasie non volontaire,
Singer précise que « tout ce que je vais dire à leur propos [nourrissons] [peut] s’appliquer à des
enfants plus âgés ou à des adultes dont l’âge mental est et a toujours été celui d’un nourrisson »
(176 : « although everything I say about them [the infants] would apply to older children or
adults whose mental age is and has always been that of an infant [181]) et de conclure que « tuer
un nourrisson invalide [respectivement d’un handicapé mental très grave] n’est pas moralement
équivalent au fait de tuer une personne. Dans certains cas, ce n’est pas un mal » 185 : « killing a
disabled infant is not morally equivalent to killing a person. Very often it is not wrong at all. »
[191].
20
Tristram Engelhardt, Jr., The Foundations of Bioethics, 255: « a special form of very dear prop-
erty ». «Those who made or procreated the zygote, embryo, or fetus have first claim on making
the definitive determination of its value. Privately produced embryos and fetuses are private
property. They would be societally owned only if societal groups or cooperatives produced
them. » 255. Voir 271.
21
« extension(s) of and the fruit of one’s own body » Ibidem, 256.
22
« They produced it, they made it, it is theirs » Ibidem, 255. Voir 271.
23
« [T]hey take possession of themselves as conscious entities, until one gives them a special
standing in a community, until one transfers one’s rights in them to another, or until they be-
come persons » Ibidem, 256.
L’instrumentalisation de l’humain déficient 333

L’être humain fœtus, compris comme un objet, peut être utilisé à des
fins expérimentales ou tué dans la mesure où ces actes contribuent à un
accroissement du bonheur pour la communauté des agents moraux. Il n’est
pas traité comme une fin en soi, mais il est simplement utilisé comme une
chose. Il a un prix et non une dignité.
Qu’en est-il toutefois du statut des autres êtres humains non-personnes,
tels le nouveau-né, l’adulte mentalement sévèrement handicapé ou encore
le sénile ? Engelhardt reconnaît que ces actions sont contraires au sens
commun. Pour sortir de l’impasse dans laquelle il se trouve, notre philo-
sophe accorde à ces non-personnes une certaine valeur en introduisant le
terme de personne sociale24 sur le modèle utilitariste et conséquentialiste.
Cette notion est en effet essentiellement une «construction utilitariste»25
qui n’a pas pour visée principale le bien de l’être humain non-personne,
mais celui de la personne morale.

[14] «Le sens social de personne exprime une manière de traiter certains
cas de la vie humaine en vue d’assurer la vie des personnes strictement.
(…) Une personne dans ce sens n’est pas une personne à proprement
parler et n’est ainsi pas un objet de respect sans réserve. Plus précisé-
ment, certains cas de la vie humaine sont traités comme des personnes
pour le bien des individus qui sont strictement des personnes.»26

La reconnaissance de tel être humain comme personne sociale serait


justifiée de par son rôle à cultiver auprès des personnes morales d’impor-
tantes vertus personnelles telles que la sympathie et la sollicitude (‘care’)27.
Il se pourrait toutefois que des personnes morales géniteurs conçoivent
que la mort de leur enfant ou de leur parent non-personne, dont ils sont
propriétaires, conduirait à une maximisation du bonheur. Rappelons-nous
que selon l’éthique séculière, chaque personne morale, respectivement
chaque communauté particulière a une légitimité éthique d’agir selon sa
propre conception éthique. Il ne peut dès lors y avoir du point de vue d’une
éthique séculière d’interdiction absolue et universelle de l’utilisation à des

24
Voir Idem, « Medicine and the Concept of Person », 176-7. Voir The Foundations of Bioethics, 146
ss.
25
H.T. Engelhardt, Jr., «Medicine and the Concept of Person », 177: «The social sense of person
is primarily a utilitarian construct»
26
Ibidem, 177 : « The social sense of person is a way of treating certain instances of human life in
order to secure the life of persons strictly. (…) A person in this sense is not a person strictly, and
hence not an unqualified object of respect. Rather, one treats certain instances of human life as
persons for the good of those individuals who are persons strictly. »
27
Voir Idem, The Foundations of Bioethics, 147.
334 Bernard N. Schumacher

fins expérimentales d’un être humain non-personne ou de l’euthanasie de


la part de personnes morales ou de communautés individuelles. En outre,
l’octroi du statut de personne sociale est dès lors extrêmement relatif dans
le contexte d’une éthique séculière. L’être humain non-personne reste prin-
cipalement un objet qui peut être utilisé comme un simple moyen par ses
possesseurs, y compris par une société anonyme. Il est à la merci de leur
calcul utilitariste et conséquentialiste en vue du bien des personnes mora-
les qui seules ont un droit à la vie. Les droits relatifs à la personne sociale
ne sont pas créés par la communauté de tous les étrangers moraux qui sont
le sujet de l’éthique séculière, mais, comme le reconnaît Engelhardt, par
des communautés particulières.28 Notre auteur affirme clairement que

[15] «le statut moral séculier de l’infanticide est implicite. Il est la résul-
tante de l’incapacité de la morale séculière de justifier une explication
générale autorisée remplie de contenu pour le statut moral des fœtus
ou des jeunes enfants. Cet échec limite l’autorité morale séculière de
l’Etat à intervenir. Une proscription exigerait une hiérarchisation par-
ticulière autorisée des torts et des bénéfices. Ceci ne saurait être justifié
qu’à l’intérieur d’une vision morale particulière. La conclusion est très
déplaisante.»29

3. Le nouveau-né et l’handicapé mental très profond comme personne

Revenons à notre question de départ : qu’est-ce qui constitue une per-


sonne et, plus particulièrement, est-ce qu’un nouveau-né et un handicapé
mental très profond sont-ils des personnes ? La distinction entre, d’une
part, l’acte d’être une personne et, d’autre part, l’exercice et le compor-
tement de cette personne –laquelle transparaît par son agir, par la mise
en œuvre d’une série de propriétés– permet de concevoir qu’un individu
humain puisse être en acte une personne, sans nécessairement exercer
les propriétés dites personnelles. Le fait que leur exercice se manifeste à
autrui ne constitue pas le critère déterminant l’appartenance à la catégorie

28
« Persons who are moral agents have rights that are integral to the very character of general
secular morality. The rights of persons in a social sense are created by particular communities.»
H.T. Engelhardt, Jr., The Foundations of Bioethics, 150.
29
Idem, The Foundations of Bioethics, 271 : «the secular moral status of infanticide is by default. It
results from the inability of secular morality to justify a general canonical content-full account
of the moral status of either foetuses or young children. This failure limits the secular moral
authority of the state to intervene. A legal proscription would require a particular canonical
ordering of harms and benefits. Such can be justified only within a particular moral vision. The
conclusion is very unpleasant.»
L’instrumentalisation de l’humain déficient 335

de personne. L’être humain n’est pas une personne parce qu’il exerce une
série de propriétés, mais c’est parce qu’il est fondamentalement un être
humain-personne qu’il a de par son être la potentialité d’exercer ces pro-
priétés dites personnelles.
L’être humain –compris comme personne– n’est pas une propriété,
mais il est le sujet qui possède des propriétés particulières manifestant
son être. Le concept de propriété signifie le fait de caractériser ‘x’, ce
qui implique l’existence d’un substrat nommé être humain-personne.
Afin de posséder des propriétés dites personnelles, il est requis que
le sujet soit déjà une personne. On pourrait distinguer les propriétés
dites personnelles, qui permettent de reconnaître l’être humain comme
une personne, du sujet de ces propriétés qui rend leur être possible.
Néanmoins l’agir personnel ne constitue pas en soi l’être de la personne
: il ne fait que la révéler. L’agir personnel est potentiel, contrairement
à l’acte d’être du sujet qui rend possible un tel agir. La possession en
acte des propriétés dites personnelles dans le sens particulier de leur
exercice n’est pas requise pour que le nouveau-né ou l’handicapé men-
tal très profond soit une personne en acte. L’être humain dépourvu de
l’exercice de ces propriétés dites personnelles de manière momentanée
ou définitive est pleinement une personne, mais déficiente. L’aptitude
à exercer de par son propre être et à un moment donné de son histoire
ces propriétés est une condition nécessaire pour qualifier l’individu
comme une personne. Leur éventuel exercice concret est secondaire et
n’a pas d’incidence sur l’octroi du statut de personne.
On peut ainsi conclure que le nouveau-né ou l’handicapé mental très
profond est une personne en acte ; mais pour des raisons de mal-fonc-
tionnement dans son développement, voire d’une nature défectueuse
du spermatozoïde, respectivement de l’ovule pris séparément, il n’est
pas en mesure d’exercer les propriétés dites personnelles qui lui sont
propres de par son être. L’être de l’handicapé mental très profond est
pleinement personnel, mais déficient quant à l’exercice de certaines
propriétés dites personnelles qu’elle devrait pouvoir exercer si les cir-
constances normales étaient données à un instant particulier de son
développement. Il est donc le sujet de droits fondamentaux en vertu
même de son être de personne, c’est-à–dire que l’individu humain n’a
pas besoin d’exercer un comportement exprimant les propriétés per-
sonnelles pour avoir un «sérieux droit à la vie»30.

30
“a serious right to life”: M. Tooley, Abortion and Infanticide, Oxford, Clarendon Press, 1983, 37.
336 Bernard N. Schumacher

Le défi d’une définition séculière de la personne pour l’éthique lancé


par Engelhardt n’est pas à prendre à la légère, car elle révèle une amorce
d’un processus réel de changement fondamental de notre compréhen-
sion éthique occidentale. La distinction entre être humain et personne
sous-jacent à l’appel pressant d’instaurer une éthique séculière est dé-
fendue par un nombre croissant de philosophes principalement anglo-
saxon, germanique et francophone. L’introduction d’une loi de Solon
pour le cas d’êtres humains profondément handicapés mentalement ou
de séniles, fait lentement son chemin dans la conscience publique et ce
même si cette loi reste actuellement encore un sujet tabou. La solution
à ce défi de culture et de société occidentale repose dans une pressante
réflexion philosophique anthropologique de la personne qui se trouve
sous-jacente à de nombreux débats contemporains bioéthique.

Bernard N. Schumacher
Université de Fribourg (Suiza)

Resumen

El caso de los discapacitados mentales graves plantea seriamente la distinción ser humano-
persona. La corriente utilitarista contemporánea a la que pertenecen Peter Singer y Tristram
Engelhardt define a la persona en base al ejercicio de determinadas propiedades, sobre todo
la conciencia de sí y la capacidad de moralidad. De ello se sigue que la experimentación con
determinados seres humanos debería permitirse, ya que no serían propiamente personas;
procediendo en esos casos a un cálculo de los intereses afectados. En el trabajo se sostiene que
todo ser humano es persona, ya que posee la potencialidad de ejercer las propiedades llamadas
personales, aunque dicho ejercicio pueda estar momentánea o definitivamente suspendido. Se
abre paso así a la noción de persona deficiente.
El Orbis sensualium pictus de Comenio.
Una enciclopedia elemental

La educación escolarizada, los conocimientos que en ella se imparten


y el modo de impartirlos son cuestiones que preocupan a los pedagogos
desde hace siglos. No siempre estos temas se fundamentan en una cosmo-
visión y una concepción antropológica, aunque de manera implícita estén
presentes.
Juan Amós Comenio (1592-1670) elaboró un sistema pedagógico que se
difundió rápidamente por Europa fundamentado en una concepción teo-
lógico-antropológica que se explicita en la Didáctica Magna y subyace en los
manuales de uso escolar. Oriundo de Moravia, perteneció a la Comunidad
de Hermanos Moravos –surgidos en 1467 como escisión del movimiento
husita− signando de este modo su vocación pedagógica, ya que la comu-
nidad promovía una forma de vida encuadrada en la sencillez de la vida
cristiana primitiva, según el Nuevo Testamento, y para ello estimuló el
aprendizaje de las primeras letras en lengua materna y abrió escuelas ele-
mentales de lectura como acceso a las Sagradas Escrituras. El aprendizaje
en lengua materna es la piedra angular de la formación en general y de la
religiosa en particular. Juan Amós Comenio fue formado en las escuelas
de los Hermanos Moravos y en la universidades protestantes de Herborn
y Heidelberg. Desde 1624 se ocupó de asegurar la supervivencia de su
iglesia y del destino de sus correligionarios desterrados como él en Lezno
(Polonia), localidad en la que se hizo cargo de la educación de los mismos
y donde comenzó a interesarse por la enseñanza de las lenguas hasta pu-
blicar en 1631 su Puerta abierta de las lenguas, obra que lo hizo famoso y que
llegó a numerosas ediciones en varias lenguas en vida de Comenio.
El siglo XVII mostró una cristiandad dividida, como consecuencia de
las reformas religiosas del siglo precedente, y en guerra, situación que
afectó a Comenio a lo largo de su vida. También los nuevos planteos del
empirismo baconeano y una revolución científica que intentaba hallar el
camino adecuado para indagar a la naturaleza incidieron en su pensa-


Cf. Avanzini, G., La pedagogía desde el siglo XVII hasta nuestros días, F.C.E., México 1997, pp. 31ss.
338 Clara Inés Stramiello

miento, sobre todo en el llamado a la experiencia y en la organización del


saber. Aunque en el ámbito educativo el siglo XVII mantuvo la enseñanza
humanístico-literaria del siglo anterior, comenzó a surgir una propuesta
pedagógica que acentuaba la necesidad de una formación más práctica y
especializada con preferencia en lengua materna, como las de La Salle, Co-
menio o Locke entre otras. Comenio no desestimó el latín por considerarlo
lengua universal y promovió el aprendizaje de las lenguas vernáculas.
Opinaba que las lenguas son instrumentos para aumentar y comunicar la
sabiduría, y que deben aprenderse paralelamente al conocimiento de las
cosas principalmente en la niñez. Como bien sintetiza Garin: “Una con-
vergencia de ideas parece realizarse sobre diversos puntos a principios del
siglo XVII: las cosas y no las palabras, o, al menos, palabras no separadas
de las cosas; una educación elemental abierta a todos o, por lo menos, ex-
tendida al mayor número. Y con la educación elemental, de primera nece-
sidad, una escuela desarrollada en lengua materna y una enseñanza de la
lengua nacional”. Juan Amós Comenio es un hombre de su época: recoge
el pensamiento clásico de Platón, Aristóteles, Cicerón, Plinio, Séneca, San
Agustín, hace suyas temáticas de humanistas como Vives o Melanchton,
reconoce como maestros a Alsted y Andreä, debate con Descartes, compar-
te ideas con Bacon, conoce las novedades científicas de Kepler y Vesalio,
se asombra de la tolerancia de Amsterdam, se lamenta por la ausencia de
paz entre los hombres y propone un mundo ideal o utópico al modo de La
ciudad del sol de Campanella, La nueva Atlántida de Bacon o Christianopolis
de Andreä.
La propuesta pedagógica de Comenio está contenida en su ideal pan-
sófico o de sabiduría universal, que se expresa acabadamente en la frase
“enseñar todo a todos”. La pansofía es la ciencia total o sabiduría universal,
que se basa en la unidad de todo lo creado, a la cual todos deben acceder
a través de la educación para lograr el fin de la vida natural y acceder al
sobrenatural. La pansofía es la síntesis de los conocimientos universales
llevados metódicamente a sus más esenciales principios, es el saber que
posibilita la recuperación de la armonía entre macro y microcosmos.
En los primeros capítulos de la Didáctica Magna expone Comenio una
fundamentación antropológico-teológica de su ideal pansófico que remite
a una antropología agustiniana. El hombre es la última, la más absoluta y
excelente de todas las criaturas cuyo fin último está fuera de la vida terre-
nal, de modo tal que esta vida es preparación para la vida eterna como el
vientre materno lo fue para vida en la tierra. Ésta es un estado transitorio


Garin, E., La educación en Europa 1400-1600, Crítica, Barcelona 1987, p. 200.
El Orbis sensualium pictus de Comenio 339

en el cual el hombre debe prepararse para lograr su fin último. Dicha pre-
paración implica la realización de fines secundarios que se basan en que el
hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y en que el mundo
ha sido creado para generación, crianza y ejercicio del género humano:

Habiendo formado al hombre a su imagen y semejanza, dotado de


entendimiento para que no careciese este entendimiento de su objeto
propio, distribuyó todas las criaturas en múltiples especies, con lo cual
este mundo visible había de ser para él como un espejo del infinito
Poder, Sabiduría y Bondad de Dios, cuya contemplación había de arre-
batarle en admiración hacia el Creador, le movería a su conocimiento y
avivaría su amor, dejando ver a través de las cosas visibles la invisible
solidez, belleza y dulzura oculta en el abismo de la eternidad, ofrecién-
dole verla, tocarla y gustarla. No otra cosa es este mundo sino nuestro
semillero, nuestro refectorio, nuestra escuela. Luego existe un más
allá, a donde hemos de pasar desde las clases de esta escuela; esto es la
academia eterna.

La realización de los fines secundarios se relaciona con la actividad


educativa, ya que su logro depende, en cierto modo, del desarrollo de las
semillas de la erudición, virtud y piedad, existentes en los seres humanos
por ser imagen de Dios:

El nombre de erudición comprende el conocimiento de todas las cosas


artes y lenguas; el de buenas costumbres, no sólo la externa urbanidad,
sino la ordenada disposición interna y externa de nuestras pasiones; y
con el de religión se entiende aquella interna veneración por la cual el
alma del hombre se enlaza y une al Ser Supremo. [...] Cuanto mayor sea
nuestro empeño en esta vida para alcanzar erudición, virtud y piedad,
tanto más nos aproximaremos a la consecución de nuestro fin último.
Estos tres han de ser los objetivos de nuestra vida; todo lo demás son
pompas vanas, inútil carga, torpe engaño.

La naturaleza nos da las semillas pero no la ciencia, la religión o la


virtud. Estas se adquieren mediante la educación, que debe empezar tem-
pranamente ya que es la época más apta para el aprendizaje. La escuela
–como institución específicamente educativa− será la encargada de recibir
a todos los jóvenes de ambos sexos porque todos deben ser educados a la
imagen de Dios:


Comenio, J. A., Didáctica Magna, Reus, Madrid 19712, p. 41.

Ibidem, pp. 46-47.
340 Clara Inés Stramiello

[...] si nosotros admitimos a algunos pocos, excluyendo a otros, al cultivo


del ingenio, cometemos injuria, no solo contra nosotros mismos, consor-
tes de ellos en su naturaleza, sino contra Dios, que quiere ser conocido,
amado y alabado por todos aquellos en quienes imprimió su imagen.

No sólo es necesario educar a todos en las escuelas sino que también


es imprescindible que la enseñanza sea universal o sea que comprenda
fundamento, razón y fin de lo creado por Dios y fabricado por el hombre:

Puesto que toda la vida depende de la primera edad y de su educación,


se habrá perdido si todos los espíritus no fueren aquí preparados para
todas las cosas de la vida. Y como en el útero materno se forman, a
cada hombre los mismos miembros, manos, pies, lengua, etc., aunque
todos no han de ser artesanos, corredores, escribientes u oradores, así
en la escuela deberán enseñarse a todos cuantas cosas hacen referencia
al hombre completo, aunque unas hayan de ser después de mayor uso
para unos que para otros.

Según manifiesta Comenio, las escuelas no han respondido a este fin de


universalidad, porque no todos son educados ni la enseñanza es universal,
sino extremadamente parcial en tanto prepara sólo en la ciencia y no para
la vida olvidando la piedad y las buenas costumbres. La Didáctica magna
se transforma entonces en una propuesta de reforma escolar en cuanto a
su organización, contenidos y métodos. Parte de esta transformación es la
que se relaciona con la innovación de los textos escolares, para que sean
verdaderas enciclopedias del saber que conecten la imagen del hombre
como microcosmos con el concepto de unidad universal. La visión del
saber comeniana es unitaria y ordenada, con ciclos secuenciales, cuyos
contenidos y objetivos son claramente definidos.
En la Puerta abierta de las lenguas, Comenio expresa su preocupación
por hallar un método rápido y eficaz para la enseñanza de la lengua:
“La mayoría de los que se dedican a las letras envejecen en el estudio
de las palabras, empleando diez años y aun más en el aprendizaje de la
lengua latina, llegando hasta consagrarle toda la existencia con escaso
provecho y, desde luego, menor que el trabajo empleado. Y si el latín
consume tantos años, ¿qué tiempo le queda al alumno para enterarse
de tantas y tantas cosas?”. Es así que seleccionó ocho mil palabras lati-


Ibidem, p. 76.

Ibidem, p. 85.

Citado por Guex, F., Historia de la instrucción y de la educación, Imprenta de los sucesores de
Hernando, Madrid s/f., p. 139.
El Orbis sensualium pictus de Comenio 341

nas más comunes, las combinó en un millar de oraciones de dificultad


creciente en cuanto a su estructura gramatical. Siguiendo el principio
de que el lenguaje es un medio para expresar hechos, distribuyó las ora-
ciones en casi un centenar de secciones, que trataban cada una un tema
único y que daban, tomadas en conjunto, una breve reseña enciclopédi-
ca de la tota­lidad del conocimiento de la época. Su método de enseñar
las lenguas consiste esencialmente en insertar en columnas paralelas,
frases comunes más usadas tanto en la lengua vernácula como en las
lenguas que se quieren enseñar. Si bien el método no es totalmente no-
vedoso, Comenio lo renueva porque basa el estudio de la lengua en el
nexo palabra-cosa y el estudio del latín en la lengua materna.
El binomio palabra-cosa (verba-res) remite a la intuición, a la expe-
riencia directa o a través de la imagen. Es así que el libro escolar El
mundo en imágenes (Orbis sensualium pictus) –publicado en 1658 y con
numerosas ediciones en diversos países− con ilustraciones que acom-
pañan al texto se transformó en la enciclopedia elemental de la escuela
vernácula porque brinda un conocimiento universal según indica su
subtítulo “imágenes y nombres de todas las cosas fundamentales en
el mundo y de las actividades en la vida”. Según describe Bowen, en
base a un ejemplar que se halla en la Bibliotèque Nationale de París,
“en la primera edición el texto aparecía en columnas paralelas, el latín
a la izquierda y el alemán a la derecha. Acompañando a cada uno de
los ciento cincuenta capítulos iba una pequeña ilustración grabada
en madera, en blanco y negro, con nombres que indicaban los objetos
mencionados en el texto. La tipografía era muy llamativa e incluía una
rara combinación de cuatro tipos de letras, apareciendo el texto latino
con los caracteres románicos acostumbrados, y el alemán con negrita o
letra gótica y con tipos más destacados para las palabras especialmente
enumeradas”. En síntesis: como recurso novedoso el contenido está
orga­nizado en torno a las imágenes o cuadros temáticos acompañados
de sus nombres y descrip­ciones verbales. Cada capítulo va ilustrado
con una viñeta (5x9cm.) acompañada de números relacionados con las
palabras y frases cortas del texto. Las ilustraciones actúan como núcleos
generadores de la intervención del alumno con la ayuda del maestro.
En el prefacio10 de la obra nos dice:


Cf. Bowen, J., Historia de la educación occidental, vol. 3, Herder, Madrid 1985, p. 128 y Garin, E.,
op. cit., p. 214.

Bowen, J., op.cit., p. 149.
10
Comenio, J. A., El mundo en imágenes, Porrúa, México 1993.
342 Clara Inés Stramiello

Concientes, por los demás, de que las tareas de aprendizaje deben ser
pocas y sencillas, hemos pues­to en este primer libro visual para el
alumno sólo lo más rudimentario, a saber, lo básico de las cosas y pala-
bras, o sea lo más indispensable del mundo todo, de la lengua toda y de
todo lo que a nuestro derredor puede captar el intelecto. Si se pretende
llegar (como es debido) a una más perfecta descripción de las cosas, a
un conocimiento más a fondo de la lengua y una clarificación mental
más brillante; todo ello se encuentra en otro lado, adonde no será difícil
llegar, usando como puente esta nues­tra pequeña enciclopedia de las
cosas sensibles.

El mundo en imágenes corresponde a la escuela de lo sensible, camino


ineludible para la escuela de lo intelectual porque, como en el mismo pre-
facio expresa parafraseando a Aristóteles:

Nada tenemos en el entendimiento que no estuviera antes en los senti-


dos. Así que ejercitar hábilmente los sentidos para captar adecuadamen-
te las diferencias de las cosas es la base de toda sabiduría, de la docta
elocuencia y de la actuación prudente en todas las cosas de la vida.

Si bien el análisis de la obra presenta tres aspectos principales: la ense-


ñanza del latín y lenguas vernáculas, la organización del saber, la utiliza-
ción de la imagen como recurso didáctico,11 nosotros recalcamos en ella la
organización del saber como expresión de la pansofía comeniana a través
de imágenes. En el capítulo primero el maestro invita al alumno a recorrer
el camino de la sabiduría, a ir por el mundo, observarlo y nombrarlo. Es un
libro pequeño de alcance enciclopédico: con Dios como punto de partida
y de llegada, el libro transita por el universo de manera descendente. Al
llegar a la tierra, Comenio presenta los tres reinos de la naturaleza para
finalmente abordar al hombre en su relación con la naturaleza y con la
divinidad. El hombre como ser inteligente aprehende la realidad y la trans-
forma en saber a través de la palabra oral y escrita. Se aborda la esfera de
los social, de las relaciones de colaboración, de diversión, vida cultural,
vida política. En sus últimos capítulos el libro trata la religión y sus prin-
cipales manifestaciones. Concluye con el “juicio final”, capítulo que cierra
el tránsito circular de Dios a Dios.
A la escuela elemental deben asistir todos y aprender en ella la lengua
materna, base de toda posterior enseñanza, al mismo tiempo un nutrido

11
Cf. Lora Aguirre, E., “Enseñar con textos e imágenes. Una de las aportaciones de Juan Amós
Comenio”, en Revista Electrónica de Investigación educativa, 2001, vol. 3, N° 1.
http://redie.uabc.mx/vol3no1/contenido-lora.html
El Orbis sensualium pictus de Comenio 343

programa que comprende religión, moral, aritmética, geometría, canto,


historia, geografía, ciencias naturales y nociones acerca de artes y oficios.
Como un todo enciclopédico, El mundo en imágenes es expresión del ideal
pansófico en un ciclo de estudios completos. El enciclopedismo de Come-
nio es un precedente de la Enciclopedia francesa, aunque ésta es una suma
de información fragmentada y no un camino circular por la sabiduría
natural hacia la celestial.

••

Dedico este trabajo a mi profesor, colega y decano Juan Roberto Courrèges.

Clara Inés Stramiello


Universidad Católica Argentina

Resumen

Juan Amós Comenio (1592-1670) elaboró un sistema pedagógico que se difundió rápidamente por
Europa fundamentado en una concepción teológico-antropológica que se explicita en la Didáctica
Magna y subyace en los manuales de uso escolar como El mundo en imágenes (Orbis sensualium
pictus). Ésta es una de sus obras de uso escolar más difundida que al mismo tiempo que es ex-
presión de su ideal educativo, introduce el uso de la imagen como recurso didáctico.
Avicena:
la creación como ‘abdá’

Las siguientes reflexiones se suman al homenaje al profesor Courrèges,


quien ya desde la cátedra, ya desde la intimidad de su despacho, siempre nos
ha alentado, antes como alumnos y luego como egresados, a la investigación
en los grandes temas de la filosofía. El tema de la creación se inscribe en
Avicena, sin dudas, en un marco neoplatónico emanatista y en este sentido
la creación se realiza de modo mediato. Sin embargo, en el lenguaje filosófico
de Avicena, encontramos dos términos muy significativos para designar la
creación: ellos son ’abdá‘ y jalq. El primero lo utiliza para designar la creación
inmediata mientras que el segundo para la creación mediata. Tratemos de
aclarar el significado de estos términos, y si hay alguna manera en que pue-
dan ser compatibilizados con esa perspectiva emanatista.

Sobre el término ’abdá‘

El término ’abdá‘ procede de dât el cual significa esencia. ’abdá‘ es la


cuarta forma de una raíz que tiene el sentido general de comenzar, pro-
ducir. Así significa: “dar origen”, “pensar y realizar una cosa”, “innovar”,
“hacer”, “producir”, “causar su ser”, “traer al existir por primera vez sin
copiar una similitud”. El verbo correspondiente a ’abdá‘ es badī’ el cual
se utiliza para decir que Dios ha creado la creación: ’abdá‘ a ‘l-jalq. En esta
fórmula vemos utilizado ’abdá‘ para designar la creación desde Dios y
jalq para designar a las creaturas. ’abdá‘ no es utilizado en el Corán, sin
embargo, allí se emplea la octava forma de este verbo para hablar de la
innovación de la vida monástica en los cristianos. El participio pasivo de
’abdá‘ es mubda’, que se refiere a creado y creatura. Goichon observa que no
siempre fue bien traducido.


A.–M. Goichon, La distinction de l’essence et de l’existence d’après Ibn Sînâ (Avicenne), Desclée de
Brouwer, Paris 1937, p. 245, n. 3.

Corán, 57, 27.

A.–M. Goichon, Lexique de la langue philosophique d’Ibn Sīnā (Avicenne), Desclée de Brouwer, Paris
1938., nº 45.
346 Claudio G. Torea

La creación como ’abdá‘


Avicena explica el significado de ’abdá‘ en la Epístola sobre las definiciones.

’abdá‘ tiene dos significados: 1) poner los fundamentos de una cosa,


pero no a partir de una cosa ni por medio de alguna cosa. 2) Se refiere
a la cosa producida: tener un ser exento de toda ligazón con una causa
sin intermediario, mientras que ella tenía en sí no ser y que eso, que ella
tenía en sí, le ha sido retirado completamente.

Goichon traduce ’abdá‘ como “la producción de la esencia”. Estos dos


significados guardan alguna relación pues parecen referirse a la misma
cosa vista desde la causa eficiente y en sí misma.
Vayamos al primero de los significados. Si se trata de “poner los funda-
mentos de una cosa” o “innovar” según aclara Goichon, esto justificaría
la traducción mencionada. Pero ésta comporta también una forma de en-
tender cuál sea el fondo último de la filosofía de Avicena. Pues poner los
fundamentos puede referirse al aspecto formal, estructural, y así llegamos
a la esencia; pero también el fundamento puede ser aquello que hace ser,
de tal manera que por “poner los fundamentos” podría tratarse no ya de
la producción de la esencia sino de aquello que propiamente es el fun-
damento. No queremos con esto afirmar que se trate del ser considerado
como acto último, pero esto último no estaría, en principio, totalmente
lejano a esa formulación; tal vez Avicena de algún modo pudo haberse
encaminado hacia ella.
El segundo significado se refiere a la cosa producida. Y cabe pregun-
tarse cuál es el estatuto ontológico de la cosa producida. La forma en la
que habla Avicena no puede hacernos entender sino que excluye cualquier
modo de existir en la cosa misma que sea “anterior” a su misma creación.
Esto nos dice algo sobre la naturaleza misma del posible. Dado lo acotado
del tema no podemos explayarnos demasiado sobre este tópico, mas no
podemos dejar de hacer alguna referencia. En la visión metafísica que
Avicena tiene sobre la realidad, ésta se divide, de modo radical y último,
en dos tipos de seres: por un lado, el ser necesario por sí y, por otro lado, el ser
necesario por otro (aunque en sí mismo posible). El Ser Necesario por sí es el que
corresponde a Dios. Dios es puro ser en el cual no se distingue la esencia


Avicenne, Epître des définitions, Desclée de Brouwer, Paris 1933, trad. A.–M. Goichon, p. 193.

A.–M. Goichon, Introduction a Avicenne. Son epître des définitions, Desclée de Brouwer, Paris
1933., p. 193.
Avicena: la creación como ‘abdá’ 347

del ser, pues de otro modo habría composición en Él. Por otro lado tenemos
al ser que en sí mismo es posible y necesario por otro. Este ser posible, es
en primer lugar ser, pero es posible en tanto que se refiere a una esencia
meramente posible. Esta posibilidad, aunque tiene un aspecto lógico, pues
es lo que podemos concebir como no contradictorio, sin embargo, a la
luz de algunos textos de Avicena nos da la impresión de que no tiene un
“apoyo” en sí mismo, o sea, no es una esencia que tenga algún grado de ser
como si fuese en sí misma subsistente (es la interpretación de Gilson, quien
afirma que el posible no tiene una explicación filosófica sino psicológica
y que es una recaída en el platonismo, tratándose, entonces, de un tipo de
ser al que denomina esse essentiae) Mas bien, el punto de apoyo del posi-
ble es la ciencia del Ser Necesario, o sea, Dios, pues como dice Avicena:
“sciens divinum erit comprehendens id quod iam est et quod possibile est
esse”. Y finalmente, este ser posible es necesario por otro en cuanto que su
existencia le es extrínseca y le viene del Ser Necesario.
Avicena mismo es consciente de que ese esse essentiae que las colocaría
como posibles separados y subsistentes va más de la mano de la filosofía
de Platón que de la suya. En última instancia, pensamos que esta diferen-
cia radicaría en que para Avicena hay creación, mientras que para Platón
no, y que si bien este último se acerca a la noción, no llega a ver todas las
implicaciones que hay en ella. Veamos qué nos dice Avicena al respecto:

Pero si colocas a estos inteligibles como partes de su esencia, sobreviene


la multiplicidad; si los pones como consecuencias de su esencia, suce-
derá que ésta no es necesaria en relación a ellos, debido a su conexión
con la posibilidad; si los consideras como cosas separadas de su esencia,
caen en las ideas platónicas; y si los colocas existiendo en una inteligen-
cia cualquiera, llegamos a lo que antes rechazábamos como absurdo.
Pues el Ser Primero conoce a su esencia como principio del flujo de ser
de todo inteligible, en tanto que es inteligible causado, del mismo modo
que es principio del flujo de todo ser en tanto que ser causado.

Planteadas así las cosas, parece que el posible sólo puede existir en la
ciencia del Ser Necesario por sí. Y como éste es simple, los posibles no son


E. Gilson, El ser y los filósofos, Eunsa, Pamplona 1979, p. 99; vid. p. 100 y 124.

Avicena Latinus. Liber de Philosophia Prima sive Scientia Divina. Edition critique de la traduction
latine médiévale par S. van Riet, Introduction docrinale par G. Verbeke. I-IV, 1977; V-X, 1980,
VIII, 7, p. 425, 38-39.

al-Ŝifâ’, II, 591-594 (de la edición de Teheran, 2 vols.) cit. por M. Cruz Hernández, Avicena. Sobre
Metafísica (Antología), traducción del árabe de la edición de Teherán, introducción y notas de
Miguel Cruz Hernández, Revista de Occidente, Madrid 1950, pp. 149-150.
348 Claudio G. Torea

un tipo de entidad subsistente en la ciencia de Dios. El posible se identi-


fica con la ciencia divina en cuanto ésta, conociéndose, los conoce como
posibles, por tanto no existentes. Para decirlo de otra manera, el posible
sólo es posible en el intelecto divino, pues aunque una vez actualizado es
necesariamente existente, sigue siendo posible porque su ser lo ha recibido
de otro. Sobre esto, Goichon tiene una opinión parecida.
También dice Avicena que la cosa producida tiene un ser exento de
toda ligazón con una causa. Esto es lo que Carame (cuya intelección de la
cuestión sólo conocemos por la referencia que hace Goichon)10 ve como re-
firiéndose a la creación ab aeterno. Que la cosa tenga un ser exento de toda
ligazón con una causa, al decir de Goichon, y a la luz de otros textos, es
una cuestión que permanece oscura. Y si para Goichon permanece oscura,
tampoco llega a convencernos la explicación de Carame, porque si el mun-
do es creado, incluso en el caso de ser eterno requiere de una causa.
Por otro lado, hay un elemento más y también, en cierto sentido, oscuro o
ambiguo, pues para ambos sentidos se alude a la falta de intermediación. El
esquema neoplatónico adoptado por Avicena hace difícil que no se pueda ha-
blar de creación sino como cierta actividad realizada por seres intermedios.
En el mismo texto que venimos comentando del Épître, Goichon dice,
en nota al pie, que ’abdá‘ es la palabra elegida por Avicena para referirse
a: 1) la creación del Primer causado; 2) las inteligencias separadas; y 3) el
éter incorruptible.
En el Lexique de la langue philosophique d’Ibn Sīnā, Goichon agrega que ’abdá‘
tiene el particular matiz en sentido estricto de creación sin intermediario o con
el mínimo de intermediario, y más particularmente creación de los seres
eternos y simples, que no tienen, como los compuestos, el intermediario de
sus elementos. Indica asimismo que la Inteligencia pura que es el Primer Cau-
sado es mubda’, es decir creada por ’abdá‘. También la materia prima procede
por ’abdá‘. Con cita del Libro de las orientaciones y advertencias, se refiere a que la
materia celeste fue creada de la misma manera. Trae también una cita del Al-
Nachāt referida al tiempo: “El tiempo no ha comenzado a ser de un comienzo
temporal; sino que él ha comenzado a ser por ’abdá‘; su Creador no le precede
en el tiempo, ni en el espacio, sino al contrario por esencia... El tiempo es pues
mubda’ (creado sin intermediario), es decir que sólo su Creador le precede”.
Así, entonces, ’abdá‘ expresa la sola dependencia de la esencia. Y más adelante
agrega la misma Goichon: “Dans Sufficientia le mot n’a pas été compris; pour


A.–M. Goichon, La distinction..., p. 211.
10
Ibidem, nota (b).
Avicena: la creación como ‘abdá’ 349

le passage cité plus haut, on lit fº 15, v. 1, l. 33-34, «est tamen de numero per-
petuorum: eo quod non est ex re que mutetur in aliud». Et un peu plus loin, l.
54-55, toujours à propos de la matière: «et non esset ex illis que generantur et
corrumpuntur: sed de perpetuis» (al-Shîfâ., I, 10)”.11

La creación como jalq


Avicena explica el significado de jalq también en la Epístola sobre las
definiciones:

jalq se dice en dos sentidos. Significa primero hacer adquirir el ser cual-
quiera que sea. Luego, el hacer a un ser llegar al acto a partir de la mate-
ria y de la forma, cualquiera que sea. “Creación” se dice en un segundo
sentido, si un ser cualquiera en potencia no ha precedido al acto porque
éste se encuentra anclado en el ser por la materia y la forma.

Goichon lo traduce como “la creación”12 y aclara que el término jalq se


utiliza para designar la creación ex nihilo en varios pasajes del Corán. A
esto agrega Cruz Hernández que jalq como creación ex nihilo (en árabe can
al-cadam) es el equivalente del bara’ del Génesis.13 Con respecto al segundo
sentido del término, también aclara Goichon que hay creación (jalq) si la
producción del ser nuevo no viene de un cambio de forma.14 Ahora bien,
sobre el sentido filosófico de este término, advierte Cruz Hernández que
Avicena reduce su extensión y sólo considera jalq a la creación mediata y
en especial a la creación del ser compuesto de materia y forma. Jalq, sin em-
bargo, cae dentro del concepto de ’abdá‘, que engloba también a takwîn.15
En el Lexique... Goichon anota que jalq, se dice en sentido amplio de
creación en general o en un sentido estricto de la creación de los seres físicos
(compuestos de materia y forma). Acerca de si Dios haya precedido la crea-
ción en el tiempo, cita un texto de Avicena en el que esto es negado pues:
“Él habría tenido alguna existencia que habría pasado antes que Él cree la
creación, y esta creación sería limitada” (Al-Nachāt, 419), aclarando que para
Avicena la creación es eterna. Este es el segundo texto que citamos referido
al tiempo y en ellos puede advertirse que Dios trasciende todo tiempo. Hay

11
A.–M. Goichon, Lexique..., nº 42.
12
A.–M. Goichon, Introduction..., p. 195.
13
Miguel Cruz Hernández, op. cit., p. 219, notas 167 y 170.
14
A.–M. Goichon, Introduction..., p. 195, nota (b).
15
Miguel Cruz Hernández, op. cit., p. 219, nota 170.
350 Claudio G. Torea

una precedencia ontológica de Dios respecto del tiempo. Recordemos que


el tiempo procede por ’abdá‘. Agrega, además, que la traducción de jalq en
plural es mejor porque quiere decir el conjunto de las creaturas, el conjunto
de la naturaleza creada.16 Finalmente, jalq no se dice del cambio substancial,
de los cuerpos que están sometidos a la generación y a la corrupción.

Diferencia entre ’abdá‘ y jalq


Tanto el sentido de ’abdá‘ como de jalq es el de introducir un ser nuevo
en la existencia. Jalq se utiliza cuando hay “creación” de materia, sea la
corruptible o la incorruptible, por lo que este término admite la mediación
en la creación. Por otro lado, ’abdá‘ en su sentido propio tendería a excluir
la idea de mediación porque el Primer Causado, que es Inteligencia Pura,
es producido directamente. La diferencia, por tanto, no pasa por el ser
producido –el cual es creado–, sino por el modo de la producción –me-
diata o inmediata.17 Mirada la creación desde Dios, ésta no puede ser sino
la producción total del ser, mirada desde la creatura, si ésta es creada no
puede ser sino dependencia en su ser de la Primera Causa. En este sentido
’abdá‘ sería la idea más próxima a lo que se entiende por creación. Pero
esta creación es expuesta en términos emanatistas, muy en sintonía con el
neoplatonismo. Esto hace difícil la comprensión de algunas afirmaciones
de Avicena. Aunque el término ’abdá‘ hace referencia a la dependencia, sin
embargo el mandato, o el decreto creador como lo llama al comentar la
sura 113,18 no interviene en el ’abdá‘. El mandato no se ejerce más que en la
creación mediata porque Avicena tiende a evitar el orden del deseo. Otra
cuestión bastante compleja es la referida a la voluntad divina. Avicena
nunca define qué es la voluntad, y la mayoría de las veces que trata sobre
la voluntad divina es por comparación con la humana. En su exposición
sobre la voluntad, su mayor esfuerzo pasa por evitar que la simplicidad
divina se vea afectada. Por tanto esta dependencia no excluye la emana-
ción. Así se podría traducir ’abdá‘ como la dependencia directa, en la cual
la esencia se encuentra cara a cara con su principio.19

16
A.–M. Goichon, Lexique..., nº 227.
17
Vid. A.–M. Goichon, La distinction..., p. 246.
18
Avicena, Tafsir al-mu`awwadat al–’ula, cit. por M. Cruz Hernández, op. cit., p. 220 con nota 174.
A.–M. Goichon, La distinction..., p. 203.
19
Vid. A.–M. Goichon, La distinction..., pp. 251-8 passim.
Avicena: la creación como ‘abdá’ 351

¿Qué es, entonces, creación?


En el Libro de los avisos y advertencias, dice Avicena que:

’abdá‘ , consiste en que de una cosa proviene la existencia que


pertenece a otra, y que depende de ella únicamente sin intermedio de
materia, de instrumento ni de tiempo. Mientras que lo que está prece-
dido del no-ser temporal no puede prescindir de intermediario. «’abdá‘»
es, pues, superior en dignidad a la producción por generación y a la
producción temporal.20

En este texto Avicena delimita la noción de ’abdá‘ , creación. Por


’Abdá‘ tiene comienzo algo; ese algo tiene una dependencia sólo de aquél
que lo produjo. En esta producción y dependencia no hay intermediación
de materia, ni de instrumento ni de tiempo. Establecido qué es el ’abdá‘, lo
distingue de: 1) takwīn, la generación. La cual supone una materia a partir
de la cual se hace lo generado; y 2) ihdat, que es una producción temporal.
Frente a estos dos, coloca en un rango superior al ’abdá‘. De cada uno de
estos Avicena niega que sean creación en sentido estricto.
En el capítulo 2 del Libro VI del Avicena Latino nuestro autor considera
la solución de la cuestión acerca de si toda causa es simultánea con lo cau-
sado. Al tratar sobre la causa eficiente, dedica una especial atención a la
causa creadora. Distingue, por tanto, entre creación y generación:

Convenit autem ut omne quod non est ex materia praeiacente vocemus


non generatum, sed creatum.21

Según nuestra manera de representarnos la creación, ésta se nos apa-


rece imaginativamente como cierto movimiento. Sobre esta forma de re-
presentárnosla dirá luego Santo Tomás que: “la causa de esta imaginación
consiste en que la creación en nuestro lenguaje se significa como una mu-
tación verificándose entre dos términos”.22 Esto se debe a que no tenemos
experiencia de la aparición en absoluto de la substancia y, aunque de esta
manera se nos hace como más tangible la noción de creación, sin embargo
en el fondo esta representación carece de solidez metafísica.

20
Avicenne, Livre des directives et remarques, trad. et Introduction par A.–M. Goichon, Vrin, Paris
1951, pp. 385s.
21
Avicena Latino, VI, 2, p. 306, 8-9.
22
Santo Tomás, Suma Teológica, I, 45, 2, ad 4.
352 Claudio G. Torea

En este texto Avicena distingue creación de generación, negando del


concepto de la primera el que la cosa provenga de una materia preexis-
tente. Cuando Platón explica la creación, ésta es comprendida como el acto
productor del demiurgo que parece modelar sobre una materia preexisten-
te.23 En este texto Avicena se separa de la perspectiva de los griegos: mien-
tras que lo que se hace a partir de una materia preexistente es generación,
creación se dice de todo lo que no supone una materia preexistente. Ahora
bien, el negar que haya una materia preexistente nos lleva de la mano a
la afirmación de que en la creación no puede haber movimiento. Es que el
movimiento se verifica entre los contrarios y la materia prima es principio
ex quo a partir del cual se hace la substancia en la generación.
Al referirse a la materia primera Avicena lo hace en términos similares
a Aristóteles.24 Avicena utiliza el término Hayūlä, que según anota Goichon
no es una palabra árabe sino que se trata de la transcripción de u(/lh. En
árabe el término técnico es mädda que Avicena lo da como sinónimo de
Hayūlä, modificando un poco su sentido pues designa más propiamente
la materia segunda.25
En el Lexique Goichon, al tratar el tema del ’abdá‘, cita un texto de Avi-
cena en el cual éste dice respecto de la materia primera que: “depende, en
cuanto a su venida al acto, de ’abdá‘, la creación, ella no es engendrada de
alguna cosa ni se corrompe en alguna cosa” (al-Shîfâ, I, 10).26 La afirmación
sobre que ni se engendra ni se corrompe podría dar lugar a preguntarse
por otras cuestiones como ser la permanencia de la materia prima. Pero al
fin propuesto en estas reflexiones, no presenta problemas incluso en el caso
en el que el mundo sea eterno, porque ese modo de duración no excluye la
causa eficiente productora. Sin embargo, la afirmación más fuerte es que
la materia prima depende de ’abdá‘, la creación.
Y que la creación no es ni generación ni movimiento queda claro tam-
bién en este texto:

Et haec est intentio quae apud sapientes vocactur creatio , quod est
dare rei esse post non esse absolute.27

23
Platón, Timeo, 28c5-31b3.
24
Avicena, Epitre des definitions, p. 74
25
Ibidem, p. 75 nota 1 y p. 81.
26
A.–M. Goichon, Lexique..., nº 42.
27
Avicena Latino, VI, 2, 68-69.
Avicena: la creación como ‘abdá’ 353

En el Libro sobre las orientaciones y advertencias, después de indicar de qué


manera se entiende la creación de un modo vulgar, explica cómo llega a
concebirla el sabio. De tal modo que afirma que se trata de “dare rei esse
post non esse absolute”, con lo cual parece darnos a entender que se refiere
a la producción total de la cosa. Si por crear entendemos que es producir
el ser total de la cosa, ella no es en absoluto sin el acto creador: no puede
haber ningún substrato, sea la materia prima o el posible. Así también afir-
ma: “Si autem fuerit esse eius post non absolute, tunc adventus eius a causa
erit creatio”.28 No es un llegar a ser, no es ni movimiento ni generación.
Llevadas las afirmaciones de Avicena hasta sus últimas consecuencias,
podríamos preguntarnos si Avicena, con esto, no nos da a entender que
no hay en la creatura algo que ésta pueda poseer, algún tipo de ser real o
posible en ella misma que no le venga del creador.
En la creación, la causa eficiente es causa verdaderamente productora
del ser, pues lo constituye en sí mismo como tal. En la generación, la causa
eficiente es causa del adquirir una u otra forma. Y así, distingue estas dos
formas causales:

De hoc quod putatur filius remanere post patrem, de fabrica post fabri-
catorem, et calefactio post ignem, occasio fuit ignorantia quae sit vera
causa: fabricator enim et pater et ignis non sunt verae causae existentiae
secundi quod dicitur oppositum ei nec etiam sunt causae sui esse.29

La creación es causa absoluta del ser de la cosa. En los ejemplos que


Avicena propone puede verse que todas estas causas operan a partir de
ciertos materiales por lo cual la causa no es productora del ser total de la
cosa; por otro lado, también suponen la materia sobre la cual obran de
manera que estas causalidades no son creadoras. En todos estos casos la
causa eficiente lo es en tanto y en cuanto es causa del generarse. Pero de
ellas se dice que no son verdaderas causas, en el sentido de ser la causa
primera absoluta, pues ellas no son causas de la existencia, ni causa del ser
de la cosa. Con esto, Avicena está distinguiendo, parece que con bastante
claridad, dos órdenes causales. Uno es el orden primero, absoluto, creador
del ser de la cosa. El otro, es un orden causal segundo que tiene por objeto
producir transformaciones en el mundo.

28
Ibidem, VI, 2, 88-89.
29
Ibidem, VI, 2, 95-99.
354 Claudio G. Torea

A partir de estos textos nos preguntamos si aquello que entendemos


como creación mediata es verdadera creación en los términos en los que
hemos visto que Avicena dice qué es crear; si al hablar de creación mediata
en Avicena debemos entender en sentido estricto que las causas interme-
dias participan del poder creador de Dios. Es verdad que en algunos temas
Avicena se aparta de la enseñanza coránica, por ejemplo en su tesis sobre
la eternidad del mundo. Sin embargo, nos parece que estos seres interme-
dios no son propiamente creadores sino que operan al producir.
Veamos por última vez a la creatura, o al conjunto de las creaturas
(jalq). Es verdad que unas se transforman en otras mediante cambios.
Ahora, sean tomadas todas ellas en su conjunto sea tomada cada una de
ellas, depende cada una de la primera causa por ’abdá‘. ’abdá‘, digámoslo
una vez más, es dependencia inmediata. Cada una de las creaturas tiene
una dependencia directa de la primera causa, porque nada hay que tenga
ser si no le procede de la primera causa. Entonces, ¿son verdaderamente
causas del ser de la creatura los seres intermedios? ¿Basta con que Avicena
introduzca estos seres intermedios para sostener que la creación es media-
ta? A lo que parece, estos intermediarios no son verdaderamente causa de
las cosas. Pero si no son efectivamente creadores ¿por qué los introduce?
Ateniéndonos a un planteamiento estrictamente filosófico la cuestión se
presenta como una dificultad interna al pensamiento de Avicena de muy
difícil resolución.

Claudio G. Torea
Universidad Católica Argentina

Resumen

En el lenguaje técnico de Avicena aparecen dos términos con los que se designa la creación:
’abdá‘ y jalq para designar la creación inmediata y la mediata. Se trata de reflexionar sobre los
alcances de estos términos, especialmente ’abdá‘. Es una relectura sobre la creación como de-
pendencia y producción total del ser y su entronque con la forma neoplatónica emanatista en
la que el mismo Avicena presenta, por otro lado, el proceso de la creación. Al seguir a Avicena
es su comparación entre creación y generación, se discute sobre la materia prima y el estatuto
ontológico del posible.
Aproximación a Descartes

La trayectoria vital cartesiana

René Descartes (1596-1650) nació en la villa de La Haye (departamento


de Indre-Loira, del centro de Francia), en una familia de magistrados y
soldados.
Huérfano de madre poco después de nacer, se educó en el Colegio “En-
rique IV”, que la Compañía de Jesús fundó en el valle del Loira (1604), en
un edificio donado por este monarca, cuyo nombre recuerda ese Colegio.
Con un grupo muy reducido de condiscípulos comenzó sus estudios
de Filosofía a los trece años (1609) en ese establecimiento, donde fue uno
de los pocos escolares internos.
Por su salud precaria se le favoreció con excepciones en el severo ré-
gimen escolar que allí regía, excepciones cuya consecuencia fueron ocios
forzados, con los cuales se acrecentó su tendencia a la reflexión. Trabajó y
descansó, entonces, alternadamente con regularidad, hábito que consideró
adecuado para desarrollar una actividad intelectual provechosa.
Se consagró con mayor libertad a los estudios filosóficos y científicos
que habían despertado su vocación al dejar el Colegio, cuando tenía die-
ciséis años.
Sirvió en la milicia como voluntario del ejército del príncipe Maximi-
liano de Nassau (Holanda, 1618) y en las fuerzas del Elector Maximiliano
de Baviera (al comenzar la guerra de los Treinta años, 1619).
Estas actividades castrenses y sus viajes posteriores tuvieron por objeto
ampliar sus conocimientos y su visión del mundo. Después vivió tres años
en París (1625-1628) y veintiuno en Holanda (1628-1649). Este lapso fue el
más prolongado de su existencia, porque consideró a Holanda el lugar
más adecuado para llevar a cabo sus investigaciones y para elaborar su
propia filosofía.
Centró siempre su interés en cuestiones intelectuales y aunque gustó
del retraimiento, mantuvo correspondencia con filósofos, científicos y
mujeres atraídas por la filosofía.
356 Lía Noemí Uriarte Rebaudi

Cuando la reina Cristina de Suecia lo invitó a visitar su corte, fijó la que


sería su última residencia en Estocolmo. Su organismo no resistió el clima
y murió al poco tiempo de llegar.

La obra cartesiana
Trece años antes de su muerte Descartes publicó en francés su Discurso del
método (1637), que tuvo el carácter de metodología introductoria a tres estudios
científicos suyos: Dióptrica, Meteoros y Geometría. Sus principios metodológicos
se completan con sus Reglas para la dirección del espíritu, publicadas después de
su muerte. En latín escribió sus Meditaciones metafísicas (1641) y la exposición
de su filosofía (Principios de filosofía, 1644). Dejó muchos trabajos inéditos.

El objetivo cartesiano
En la primera parte del Discurso del método, Descartes manifiesta su
vocación de servicio en su deseo de ser útil comunicando de qué manera
trató de guiar su propia razón. Ha señalado antes la razón como algo dis-
tintivo del ser humano, y ha advertido que la razón es semejante entre los
hombres, de manera que las diferencias de opinión se originan en distintos
intereses y en la consideración de cosas diferentes.
Su mayor preocupación, el eje de todo su interés, fue la búsqueda de la
verdad para encaminar su modo de vivir.
Había observado durante sus viajes cosas extravagantes y ridículas,
aprobadas por culturas muy desarrolladas, por lo cual dedujo que no debía
creer lo que sólo se apoyara en el ejemplo y la costumbre.
Desengañado de las experiencias recibidas durante sus viajes, decidió
estudiar dentro de sí mismo y elegir por sí mismo su ruta.
La búsqueda de un nuevo método
En la segunda parte de su Discurso del método, Descartes confiesa que
trató de modificar sus pensamientos para afirmarlos sólo sobre lo que
fuera propio de él, porque desconfiaba de los principios que había recibido
y aceptado sin examinar si eran verdaderos. Pero no quiso desechar nada
sin proyectar antes la búsqueda del método que lo llevara al conocimiento,
tal como él lo concebía.
El método que buscaba debía tener las bondades de la lógica, del aná-
lisis geométrico y del álgebra, superando sus imperfecciones. Encuentra
Aproximación a Descartes 357

la lógica útil para explicar lo que uno sabe, e incluso para hablar de lo que
ignora, pero no para aprender. Se muestra injusto con Lulio y con su arte
combinatoria, porque dice que con esa arte se puede “hablar sin juicio” de
lo que no se sabe. Se cree que Descartes no llegó a estudiar la obra de Lu-
lio, desanimado quizá a causa de su trato con algún lulista. -Debe tenerse
en cuenta que el arte combinatoria ideada por Lulio, aprobada en 1310
por cuarenta maestros y bachilleres en Artes y Medicina, fue útil en las
disputas teológicas para desorientar al adversario, no obstante esa crítica
cartesiana severamente condenatoria-.
Consideraba Descartes la geometría analítica demasiado dependiente
de las figuras geométricas y el álgebra, un arte confuso y oscuro.
Y en sus reflexiones llegó a la conclusión de que le bastarían cuatro pre-
ceptos, si los observaba siempre, sin excepción. Esos preceptos prescriben:
1°) Aceptar, para formular juicios, sólo lo indudable, por su condición
de claro y distinto.
2°) Dividir cada dificultad en tantas partes cuantas sean necesarias para
su mejor resolución.
3°) Ordenar el pensamiento, partiendo de lo más sencillo para llegar a
lo mas complejo.
4°) Realizar enumeraciones completas y revisiones abarcadoras, para
cerciorarse de no haber omitido nada.
Hay, pues en los preceptos, referencia a la manera de formular juicios
(precepto primero) y de ordenar el pensamiento (precepto tercero); a la
conveniencia de realizar análisis (precepto segundo) y revisiones (precepto
cuarto) alternadas.
El encadenamiento de las razones en el análisis geométrico lo indujo
a pensar que “se deducen unas de otras” las cosas que pueden conocerse.
Y advirtió que las demostraciones matemáticas consideran “las diversas
relaciones o proporciones que se encuentran” en sus diferentes objetos.
Decidió, en consecuencia, tomar “todo lo mejor del análisis geométrico y
del álgebra”, y corregir “todos los defectos de uno por medio de la otra”.


Cfr. Descartes, Discurso del método, edición y traducción a cargo de Don Juan Carlos García
Borrón, catedrático, Bruguera, [1968], 3ª ed. revisada, Barcelona 1974, nota 26.

Cfr. Lola Badia y Anthony Bronner, Ramón Llull: vida, pensamiento y obra literaria, [1992] Sirmio,
Barcelona 1993. Hugues Didier, Raymond Lulle, Desclée de Brouwer, Paris 2001.

Cfr. ibidem, pp. 48-50.
358 Lía Noemí Uriarte Rebaudi

Confiesa después su satisfacción por los logros alcanzados en sus estu-


dios mediante el uso de los cuatro preceptos que había elaborado. Y agrega
que su método lo obligaba a usar su razón en todo.

El ‘cogito’ cartesiano
En la cuarta parte de su Discurso del método, Descartes dice que debe
hablar de sus primeras meditaciones, aunque tienen carácter metafísico
y podrían no agradar a todos. -Se supone que esas meditaciones deben
fecharse en el invierno que se extendió entre los años 1619 y 1620-. Pero va
a referirse a ellas, para que se juzgue si se apoyó en fundamentos firmes.
Estimó necesario rechazar como falso cuanto pudiera implicar duda,
para saber si le quedaría algo indudable. Y al tener en cuenta que los sen-
tidos a veces engañan, desconfió de ellos y resolvió fingir que todo lo que
había pensado era ilusorio.
Llegó a advertir, entonces, que él mismo era algo, al pensar que todo era
falso. Juzgó que podía admitir como primer principio de la filosofía que
buscaba, esta verdad: yo pienso, luego yo soy.
Advirtió también que él mismo era “una sustancia cuya […] naturaleza
no es sino pensar y que, para ser, no […] dependía de cosa material alguna;
que “ese yo […], el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta
del cuerpo […]”.
Consideró luego que hay mayor perfección en conocer que en dudar;
que él no era perfecto puesto que dudaba; y que debía haber algo de na-
turaleza más perfecta que la suya. Sus razonamientos lo guían a la idea
de que “existe Dios, […] ente perfecto”. Y afirma que esa idea “es tan cierta
como puede serlo una demostración de geometría”.
Quienes tienen dificultad en conocer a Dios y en saber acerca de su
propia alma, se pierden al buscar ese conocimiento porque sólo se guían
por lo sensible y por la imaginación.
Hacia el final de esa cuarta parte afirma que la razón “nos dicta que […]
nuestras ideas […] deben tener un fundamento de verdad, pues no sería


Cfr. García Borrón, en Descartes, Discurso del método, cit., nota 32.

Descartes, op. cit., p. 66.

Ibidem, p. 67.

Cfr. ibidem, p. 71.
Aproximación a Descartes 359

posible que Dios, que es […] perfecto y […] verdadero, las hubiese puesto
en nosotros sin eso”.
La quinta parte del Discurso hace consideraciones de la condición ani-
mal, no todas aceptables en nuestro tiempo. Y termina esa quinta parte,
destacando que “nuestra alma […,] de naturaleza independiente del cuerpo
[...], no está sujeta a morir con él; […] es inmortal”.10
En la sexta parte escribe, entre otras cosas, que si bien el hombre debe
procurar siempre el bien de los demás, “nuestros cuidados deben ex-
tenderse más lejos que el tiempo actual […]”. Y hacia el final expresa su
esperanza de progresar en sus investigaciones científicas, y “adquirir de
la naturaleza algún conocimiento tal que se puedan deducir de él reglas
para la medicina […]”.11

Razón, fe y ciencia en la trayectoria vital y en el pensamiento cartesianos


El hombre es un ser religioso, por su búsqueda de Dios, que le exige el
esfuerzo total de su inteligencia.12 Descartes fue un ser religioso, tanto por
su formación escolar recibida de la Compañía de Jesús como por su certeza
personal de que puede conocerse a Dios elevándose por sobre todo lo sen-
sible; y porque dedicó también su inteligencia a su búsqueda de Dios.13
Tuvo la tentación, propia de su época, de fundamentar científicamente
su religiosidad. Pero fue también tentación de la Iglesia misma, durante
los siglos XVII y XVIII, por influencia del racionalismo y del empirismo
predominante en ese tiempo. Se dijo que esa postura dio origen a una fe


Ibidem, p.75.

Al respecto resultan de interés tres noticias ofrecidas por el diario La Nación de Buenos Aires,
sobre el comportamiento animal estudiado por investigadores de nuestro tiempo. 1°) “[…] cien-
tíficos […] de la Universidad de Oxford […] gracias a unos sensores detectables por satélite, com-
probaron que […los elefantes] se ayudan cuando están enfermos y se rinden homenaje cuando
alguno fallece.” [Sección 1a] p. 16, 10 de agosto de 2006. 2°) “Las ardillas grises esconden todos
los inviernos centenares de frutos secos, uno en cada sitio, y luego los recuerdan todos.” Temple
Grandin, Dra. en Ciencia Animal por la Universidad de Illinois. Secc. 4ª, p. 10, 11 de agosto de
2006. 3°) “[…] percibimos de los animales […] plumas, pelos, escamas [que] esconden una inte-
rioridad cognitiva, afectiva y social idéntica a la nuestra”. Según Philippe Descole, antropólogo
y filósofo francés, en Luisa Corradini, “El hombre no es el rey de la naturaleza”, [Secc.1ª.], p. 11,
23 de agosto de 2006.
10
Descartes, op. cit., p. 98.
11
Ibidem, pp. 106 y 118.
12
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, Conferencia Episcopal Argentina, Madrid 1993, p. 20.
13
Cfr. Descartes, op. cit., p. 71.
360 Lía Noemí Uriarte Rebaudi

desnaturalizada por la ilustración.14 Pero pareciera aventurado calificar


como desnaturalizada la fe de Descartes, cuyo sentimiento religioso parece
haber sido en verdad sincero y profundo.
Y si bien la filosofía puede ser concebida como obra de la razón (tal
como la habrían entendido los filósofos griegos más representativos y los
padres de la Iglesia), la fe no puede ser deducida de la filosofía, aunque la
filosofía no se cierre a la fe ni a lo que ella enseña.15 Descartes ensayaba,
quizá, abrir la filosofía a la fe y a lo que la fe prescribe.
Resultaba grato a San Agustín el gozo de buscar la verdad, y una vez
descubierta, comunicarla en todos los ámbitos del conocimiento.16 Y si la
ciencia enseña a servirse de las cosas del mundo, para proveer a las necesi-
dades humanas del orden sensible, la sabiduría conduce hacia las verdades
eternas que dan sentido a la vida y a la conducta humana.17 Ha de desta-
carse, entre esas verdades, la perfección absoluta de Dios, que se diferencia
de la perfección limitada de los demás entes y cosas. Esa perfección limita-
da es semejanza de la perfección divina,18 una especie de reflejo.
Participa Descartes de ese gozo agustiniano de buscar la verdad y de
comunicar lo que encontrara en relación con esa verdad que continuamente
buscó. En esa verdad quería alcanzar, sin duda, las verdades eternas, que
lo guiaron a proponerse “distinguir lo verdadero de lo falso”19 y a alcanzar
la certeza de la perfección divina.20
La Iglesia de los primeros siglos compaginó fe y razón, a las que no
consideró contradictorias sino como complementarias. Por esa causa, San
Agustín fustigó con severidad a quienes pretendían convertir la Sagrada
Escritura en un mero libro de ciencia. Porque la Sagrada Escritura tiene
sentido salvífico y no resuelve cuestiones cuya resolución corresponde al
ámbito científico. Tener presente esta doctrina habría ahorrado muchos
sinsabores en los tiempos modernos (por ejemplo, al plantearse nueva-
mente el problema, con motivo del heliocentrismo del sistema planetario
señalado por Galileo).21

14
Jorge R. Seibold, “Diálogo con la ciencia”, en Ser católico hoy frente al tercer milenio, Manrique
Zago, Buenos Aires l997, p. 149.
15
Juan Roberto Courrèges, “Ponencia sobre ciencia y fe”, en Fe y ciencias, EDUCA, Buenos Aires
1998, pp. 126-127.
16
Comisión de la Facultad de Teología, “La Universidad Católica en el gozo de buscar la verdad”,
en Ib. p. 21.
17
Héctor J. Delbosco, “Fe y ciencias hoy: una perspectiva filosófica”, en Ib., p. 100.
18
María Celestina Donadío Maggi de Gandolfi, Amor y bien. Los problemas del amor en Santo Tomás
de Aquino, EDUCA, Buenos Aires 1999, pp. 95-96.
19
Descartes, op. cit., p. 37.
20
Cfr. ibidem, p. 71.
21
Seibold, estudio cit., p. 142.
Aproximación a Descartes 361

Los fundamentos de la filosofía cartesiana, según los pensadores de


nuestro tiempo
Hay cuatro pilares que sostienen la filosofía cartesiana: la búsqueda y
el hallazgo del método para la investigación, y de sus reglas; el proceso
metódico de la duda; la evidencia del cogito; la demostración de la existen-
cia de Dios.
El orden existente (en lo moral, lo religioso y lo político) tiene que ser
respetado y defendido de su posible destrucción por una actitud dubitativa
escéptica, porque la duda escéptica es muy diferente de la duda metódi-
ca, que indaga el último criterio de verdad. De la duda metódica puede
llegar a surgir la certeza máxima, después de eliminar tantas objeciones
cuantas pudieran oponerse a ese hecho; y es proceso bien revelador de la
claridad y evidencia, condición imprescindible en el método cartesiano
de investigación.
El absoluto dudar se detiene, necesariamente, en el Cogito ergo sum, por-
que es un núcleo irreductible, al ser ese yo algo que piensa. Lo inmanente
del cogito se supera en ese ser pensante, transmutándose en trascendente
cuando demuestra la existencia de Dios. El yo ha logrado aprehenderse a
sí mismo y aprehender a Dios, como a Alguien que lo instruye en los actos
de su voluntad.22
Si bien Descartes se propuso ser un innovador, usa no pocos temas,
argumentos y soluciones filosóficas extraídas de la filosofía medieval,
como ha demostrado Étienne Gilson en Le rôle de la pensée médiévale dans la
formation du système cartésien.
El rigor deductivo de los razonamientos geométricos ha guiado a Des-
cartes para encontrar el primero de los preceptos de su método: la distin-
ción, al señalar lo que una cosa no es.
Como la evidencia produce certeza, la teoría cartesiana del conocimien-
to no deja lugar para la probabilidad.23 En cuanto a la percepción produ-
cida por la presencia del objeto mismo, es clara, a diferencia de cuando
sólo recordamos o simplemente creemos haberlo visto. Una idea es clara,
cuando su contenido se hace presente de inmediato al entendimiento.
Una idea alcanza a ser concebida distintamente, cuando en esa idea sólo
se advierte lo que en realidad le pertenece.24

22
José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía. Nueva edición actualizada por la Cátedra Ferrater
Mora bajo la dirección de Joseph-Maria Terricabras, Ariel, Barcelona 1994.
23
García Borrón, en Descartes, Discurso del método, cit., nota 27.
24
Ibidem, nota 28.
362 Lía Noemí Uriarte Rebaudi

Los antecedentes históricos del “cogito” cartesiano

La idea fundamental del Cogito ergo sum cartesiano tiene varios antece-
dentes, que se le hicieron notar en su tiempo al mismo Descartes, y que han
sido investigados en nuestra época por Étienne Gilson y por León Blanchet.
Hoy se habla hasta de probables fuentes aristotélicas, como De sensu, entre
las obras de Psicología, y Physica, entre las de Filosofía natural.
El padre Mersenne, que había sido profesor de Descartes y que durante
muchos años se carteó con él, le señaló un pensamiento de San Agustín:
“Si yerro, existo”. “Si me engaño, soy”.25
Otros textos de San Agustín, afines a esa idea, le señaló también su ami-
go Arnauld: “Si tú no existieras, no podrías en modo alguno engañarte”.26
El mismo Arnauld le escribía, el 3 de junio de 1648: “¿Quién puede dudar
que vive, recuerda, comprende, quiere, piensa, sabe y juzga? […] si duda,
vive […]; si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe […]”.27
Hay quien considera agustiniano a Descartes en este tema; otros consi-
deran que no hay vínculos entre ambos pensadores. Pero Descartes, que no
contestó al Padre Mersenne ni a Arnauld si había leído tales pasajes antes
de elaborar su propia fórmula, se limitó a destacar:
1°) Que San Agustín usa sus argumentos para probar la certeza de
nuestro ser; y que él, Descartes, se sirve de los suyos para dar a en-
tender que el yo pensante “es una sustancia inmaterial, por lo que
hay objetivos distintos”.
2°) Que no deja de alegrarle coincidir con san Agustín, para hacer callar
a les petis esprits.
Por consiguiente, subsiste el interrogante acerca de Descartes y los pa-
sajes agustinianos: ¿los conocía?; ¿los habría tenido presentes?
No obstante, le contestó a Arnauld que San Agustín se proponía demos-
trar la presencia de la Trinidad en el alma, y él, Descartes, se proponía un
principio metódico.
En verdad, el cogito cartesiano tiene una significación distinta de la que
San Agustín le atribuye a un concepto similar. Pero aunque Descartes lo
usa como principio del filosofar y está abriendo camino al racionalismo,
no puede olvidarse que el “dudo, luego existo”, sirvió a San Agustín para

25
San Agustín, De civitate Dei, XI, 26.
26
San Agustín, De libero arbitrio, II, 3, n. 7.
27
San Agustín, De Trinitate, X, 10, n. 12.
Aproximación a Descartes 363

demostrar la existencia del alma, de Dios y del mundo, como sirvió al


mismo Descartes.28

Descartes y la hospitalidad
Gustó Descartes de la amistad, de la conversación, de la buena mesa.
Hospedó durante seis meses a dos caballeros franceses, que se habían pro-
puesto visitarlo en su retiro holandés, después de dedicarse durante todo
un año a la búsqueda de la verdad. Ambos fueron muy bien recibidos por
Descartes, quien los hizo figurar en el único diálogo que escribió, y presenta
a uno de ellos, Desbarreaux, como un seglar con talento suficiente como para
poder confirmar los postulados que el mismo Descartes había formulado.
Viandas preparadas por su cocinero y vino de su bodega fueron brin-
dados por Descartes a sus huéspedes, dando ocasión a que Desbarreaux,
un gran conversador y viajero, que según la temporada se trasladaba de un
lugar a otro, probando los mejores manjares de Europa y buscando “buen
vino por tierra y por mar” (según confesaba), quedara convencido de la
excelencia de las viandas y de los vinos holandeses.

Descartes y el cuidado de la salud


Preocupaba siempre a Descartes su salud personal y comentaba a sus
amigos de la ciudad, cómo lo había beneficiado la vida apacible y mode-
rada que llevaba en el campo. A todos recomendaba no comer ni beber en
exceso y supo asesorar a la princesa Isabel de Baviera, para que pudiera
curarse de una afección que padecía.

Descartes y la condición humana


Distinguía Descartes únicamente dos tipos de persona: las que quieren
aprender y las que quieren hacer dinero. Consideraba esencial conocerse
a sí mismo, y que creer en Dios y en el más allá hacía posible el sentido
moral.

28
Gran Enciclopedia Rialp, basándose en É. Gilson, Le rôle de la pensée médiévale…, obra ya cit. en
estas pág.
364 Lía Noemí Uriarte Rebaudi

Sintió muchísima pena al perder a Francine, su hija ilegítima, que


murió a los cinco años como consecuencia de una escarlatina que había
contraído, y tuvo una agonía de tres días y grandes sufrimientos.
Cuando un pastor protestante le reprochó en público que hubiese traí-
do al mundo a una hija fuera del matrimonio, apeló a la comprensión y la
compasión por las debilidades humanas.29

La significación de Descartes en la Historia de la Cultura

La escolástica y el escepticismo, sustentos del pensamiento filosófico


de su tiempo, nutrieron el pensamiento de Descartes. El escepticismo le
proporcionó su punto de partida, centrado en el cogito. En la escolástica
encontró no pocos de los problemas que se planteó y muchas de las solu-
ciones a esos problemas.
Logró el único progreso sustancial de la teoría matemática, desde
Euclides, con su geometría analítica, y respetó siempre en sus escritos el
ordenamiento postridentino.
Su racionalismo filosófico prescribe utilizar un criterio deductivo y
tiende a introducir métodos matemáticos en la filosofía.
Su Discurso del método es obra muy adecuada para conocer la persona-
lidad y el pensamiento de su autor, como puede advertirse por muchas de
las notas de este trabajo, extraídas de ese texto.
Para Descartes, ciencia y filosofía eran inseparables y racionalismo
significaba aplicar la razón a datos observables que pudiesen ser compro-
bados o justificados por la experimentación, a semejanza del espíritu cien-
tífico-filosófico de nuestro tiempo. Aunque ha de advertirse, que al confiar
demasiado en su propia razón, desatendió una comprensión profunda de
la ciencia que se cultivaba en su época.
Fue “figura de gran importancia en la revolución científica”, que “se
distinguió sobre todo en Matemática y Filosofía”, y “puede ponérsele en

29
Cfr. Richard Watson, La dieta del filósofo, [1985] Urano, Barcelona 1999, pp. 47; 79; 146; 152; 157-158;
183. El autor, Profesor de Filosofía en la Universidad “Washington” de Saint Louis, USA, se espe-
cializa en la obra de Descartes. Escribió esta obra mientras realizaba estudios sobre Descartes en
el “Centro de Estudios Avanzados de Ciencias del Comportamiento”, de Stanford, California.
Aproximación a Descartes 365

el origen de la matemática moderna”30 por la introducción y difusión de


los métodos de la geometría analítica.31
Trabajó sin descanso para desplazar la física de Aristóteles y la teología
de Santo Tomás de Aquino por la física y la teología que él había elaborado.
Su fe en la razón lo indujo a creer que podría cambiar el mundo.32

Lía Noemí Uriarte Rebaudi


Universidad Católica Argentina

Resumen

Sobre lo manifestado en su Discurso del método por el mismo Descartes, se ofrecen referencias a
su trayectoria vital, a su objetivo, a su búsqueda de un nuevo método, a su formulación del cogito.
Se analizan razón, fe y ciencia, en la trayectoria vital y en el pensamiento cartesiano. Se señalan
los fundamentos de la filosofía cartesiana, destacados por pensadores de nuestro tiempo y se
reseñan los antecedentes del cogito cartesiano.

30
L. W. H. Hull, Historia y filosofía de la ciencia, Ariel, Barcelona 19961, apud García Borrón, en
Descartes, Discurso del método, cit., p. 39, nota 14.
31
Cfr. García Borrón, en Descartes, Discurso del método, cit., intr., pp. 15; 17; 21; 39.
32
Cfr. Watson, op. cit., p. 185.
La distinción esencia-acto de ser y su relación con el ser y la nada
En homenaje a J. R. Courrèges

Voy a decir algo que, en los que amamos el pensamiento de Santo To-
más y estamos entre los 40 y los 50, no es nada extraño: sin Courrèges, la
consolidación de nuestro pensamiento metafísico hubiera sido más difícil.
Recuerdo que uno de mis primeros trabajos de seminario fue sobre el tema
de la separatio, un tema nada extraño para quienes estábamos estudiando
con el P. L.S. Ferro, o.p. Lo extraño era encontrar otro profesor que no sólo
manejaba el tema con igual soltura, sino que allí estaba pronto y dispuesto
a acompañar nuestras inquietudes con abundante bibliografía y una acti-
tud que vale la pena agradecer y recordar. En aquellos tiempos, como aho-
ra, no había horarios de consulta en las universidades, pero tampoco había
emails ni celulares, y desde que salíamos de la Unsta hasta que finalmente
teníamos que separarnos, allí estaba Courrèges, con su último aliento,
continuando su cátedra, diciéndonos cosas que ningún sistema de Internet
contemporáneo hubiera podido siquiera suplir. Los verdaderos maestros,
como él, no se acuerdan de estas cosas, y hacen bien, y no quieren escuchar
los agradecimientos, y hacen bien, pero es nuestro deber dar testimonio de
su silente heroísmo cotidiano, y hacemos bien también.
Dije “la consolidación de nuestro pensamiento metafísico”. En esa “con-
solidación” la distinción real entre esencia y acto de ser forma parte, aún
actualmente, del núcleo central de lo que yo creo que Santo Tomás quiso
decir y de lo que yo mismo aún pienso y quiero pensar. Sin embargo, po-
dríamos decir, en un lenguaje popperiano, que dos falsadores potenciales
han rodeado siempre a ese núcleo central, y con los dos he mantenido un
soliloquio interno todos estos años que creo que ha llegado el momento
de sacar a luz. Uno es el famoso tema del neopositivismo y el sin-sentido
de la metafísica. He pensado y sigo pensando que el abordaje del tema por
parte de A. Llano es y ha sido un clásico que abre caminos que debemos
seguir circulando. Nos abre también a toda la perspectiva del tomismo
analítico, que, considero, sigue una precomprensión básica de la metafísi-


Ver su clásico libro Metafísica y lenguaje, Eunsa, Pamplona 1979.

Sobre esta corriente, ver: Bochensky, I.M., Historia de la lógica formal, Gredos, Madrid 1976; Luka-
siewicz, J., La silogística de Aristóteles; Tecnos, Madrid 1977; Deaño, A., Las concepciones de la lógica,
Taurus, Madrid 1980; Nubiola, J., El compromiso esencialista de la lógica modal, Eunsa, Pamplona
1984; Kenny, A., La metafísica de la mente, Paidós, Buenos Aires 2000; Kenny, A., Aquinas. A collection
368 Gabriel J. Zanotti

ca que siempre acompañó al mismo Santo Tomás: puede haber una lógica
sin metafísica, pero no una metafísica sin lógica.
Pero esto último, a su vez, nos introduce al otro falsador potencial, muy
diferente y que parte de una precomprensión de la filosofía muy diferente
también. La distinción esencia-esse ha sido acusada por Heidegger de
incurrir en el olvido del ser típico de una concepción ontoteológica. Ante
esto caben diversas actitudes. Una es situarse en la perspectiva anterior del
tomismo analítico y no tener siquiera en cuenta la “existencia” de Hiedeg-
ger. Otra es la actitud de R. Echauri: Santo Tomás no se olvidó del ser, sino
que Heidegger no vio que el acto de ser de Santo Tomás es precisamente
esa perspectiva metafísica que Hiedegger quiere rescatar. Esta posición es
sumamente interesante y, aunque no estemos seguros de que sea así, hay
que reconocer que las aclaraciones de Echauri son un verdadero progreso
en la precisión del lenguaje tomista y, paradójicamente, lo lleva a coincidir
con las preocupaciones del tomismo analítico.
Un punto clave en este debate es la distinción entre la postura de
Avicena y Santo Tomás con respecto al tema de la esencia. Son claros los

of Critical Essays, MacMillian, Londres 1969 (adgradezco a Afra Alegría por ese inhallable libro
en Argentina; recomiendo especialmente los ensayos de Geach, Salamucha, Kenny y Sheehan);
Angelelli, I., Studies on Gottlob Frege and Tradicional Philosophy, Reidel Publishing Company, Dor-
drecht, 1967 (agradezco al Dr Angelelli y a s familia también por facilitarme este libro también
inhallable en Argentina); Moreno, A., Qué es la lógica matemática, Columba, Buenos Aires 1967;
y del mismo autor, Lógica matemática, antecedentes y fundamentos, Eudeba, Buenos Aires 1981;
Inciarte, F., “Ser veritativo y ser existencial”, en Anuario Filosófico (1980) 13-2, pp. 9-25; Alvarado,
J.T., The Paradox of Existence, Universidad de los Andes, Santiago de Chile 1996, Documento de
Trabajo nro. 9; Miller, B., “In defense of the Preciate `Exists`”, Mind, (1975), vol. LXXXIV, nro.
335, pp. 339-345; Lukasiewicz, J., Estudios de lógica y filosofía, Revista de Occidente, Madrid 1975, y
Schmidt, R.W., The Domain of Logia according to Saint Thomas Aquinas, Martinus Nijhoff, La Haya
1966 (no de casualidad debemos el conocimiento de esta obra al profesor Courrèges, quien además dirigió
mi tesis de licenciatura sobre estos temas).

Sobre esta cuestión, sus escritos más representativos podrían ser: ¿Qué es metafísica? (1929);
Esbozos para la historia del ser como metafísica (1941); La determinación del nihilismo según la historia
del ser (1946); Superación de la metafísica (1946); La pregunta fundamental por el ser mismo (1946); La
constitución onto-teo-lógica de la metafísica (1957). Ver en http://www.heideggeriana.com.ar/

Ver su clásico libro Heidegger y la metafísica tomista, Eudeba, Buenos Aires 1970. Otro intento de
diálogo de la tradición de Santo Tomás con Heidegger, pero más orientado hacia este último, es
Bernhard Welte, sobre todo en su libro Ateísmo y religión, Instituto de Cultura Religiosa Superior,
Buenos Aires 1968. Es también muy importante su libro Filosofía de la religión (Herder, Barcelona
1982), sobre todo por la reinterpretación conciliadora y novedosa de los aportes de San Anselmo
y Santo Tomás de Aquino. Es este autor quien más nos ha sugerido la relectura de la distinción
esencia-esse que estamos haciendo en esta ponencia, aunque no estamos en este momento
siguiendo su discurso. Sobre Welte, ver Lambert, C., “La comprensión del ser según Bernhard
Welte” (Teología y vida, 44, 2003). Agradecemos a Ignacio de Marinis estas últimas referencias.

Ver al respecto su libro Esencia y existencia, Cudes, Buenos Aires 1990.
La distinción esencia-acto de ser 369

esfuerzos de Echauri para desligar a Santo Tomás, históricamente, del gran


metafísico árabe, siguiento con ello las orientaciones de Gilson y Fabro.
Y de lo que no hay duda es que en la interpretación del P. L.S. Ferro la
concepción de ambos autores queda plenamente distinguida. Sin embargo
cabe reconocer dos dificultades. La primera es el tema de hasta qué punto
el lenguaje de Santo Tomás pudo desprenderse de una concepción según la
cual la esencia precede al acto de ser: cito aquí un estudio de H. Ferreiro
que creo que merecería mucha atención. La segunda, íntimamente re-
lacionada con lo anterior, es hasta qué punto nuestra inteligencia puede
“expresar de otro modo” la limitación del acto de ser. Este tema ha sido
cuidadosamente reseñado y comentado, recientemente, por Ignacio de Ma-
rinis, donde se comenta in extenso la posición de Heidegger con respecto
a la metafísica medieval y las posiciones de Santo Tomás, Duns Scoto y
Suárez, esquema que es seguido precisamente por Echauri cuando intenta
contestarle en su ya citada obra Esencia y existencia.
El problema conceptual consiste en lo siguiente. Podemos decir, utili-
zando el lenguaje de L.S. Ferro, que esencia y acto de ser no son dos cosas,
sino dos co-principios, que constituyen un ente real. A su vez, utilizando
el mismo herramental conceptual y terminológico, podemos decir que el
coprincipio “esencia” se distingue del coprincipio “acto de ser” dado el
carácter potencial de la esencia, carácter potencial que, tomando también
una expresión del P. Ferro, no es en tanto estado sino en tanto principio. La
abundancia de citas para respaldar esta interpretación está respaldada no
sólo en las obras de Fabro citadas arriba sino en la misma obra del P. Ferro
citada al principio. Esto, y fundamentalmente esto “más las aclaraciones
que fueran necesarias” sería suficiente como para despejar toda duda.
A riesgo de la acusación de que “en realidad no entendimos”, acusación
que es típica de la inconmensurabilidad de paradigmas, querría explicar
que a pesar de todo las complicaciones pueden surgir. Hay un problema
de lenguaje, del cual nuestra herencia tomista analítica no puede dejar de
preocuparse, un problema de lenguaje que tiene un trasfondo metafísico
profundo. La esencia es realmente distinta del acto de ser porque es el
coprincipio limitante del ente, el coprincipio participante. ¿De “qué” pre-
dicamos que es participante? ¿Del ente o de la esencia? Y si predicamos


Ver al respecto, respectivamente, los clásicos El ser y los filósofos (Eunsa, Pamplona 1979); y
Participation et Causalité, Université Catholique de Louvain, Louvain 1961.

Ver su ensayo “El problema de la indeterminación del ser en la ontología de Tomás de Aquino”,
Unsam-Conicet Abril de 2006.

Ver su ensayo “Heidegger y el tomismo. La lectura de Santo Tomás en Los problemas fundamen-
tales de la fenomenología”, presentado a la Unsta en Julio de 2006.

Ver I., Q. 75, a. 5 ad 4.
370 Gabriel J. Zanotti

algo de la esencia que no podemos predicar del acto de ser, ¿no estamos
concibiendo a la esencia como sujeto de la predicación? ¿Puede ser sujeto
de una predicación “privativa” de ese sujeto mismo, un sujeto que es nada
sin el otro coprincipio?
Son preguntas. No son objeciones ni negaciones. Son preguntas que nos
introducen en un intento de respuesta. La diferencia entre esencia y esse,
¿no es la diferencia entre el ser y la nada?
Sé que los partidarios de un análisis del lenguaje más estricto se rasga-
rán aquí sus vestiduras, pero debo seguir avanzando con el único lenguaje
que ahora tengo, que es el lenguaje humano ordinario, y no en vano Witt-
genstein saldrá a relucir al final de este trabajo.
Todas las épocas se enfrentan con las limitaciones del lenguaje humano.
En ese sentido podríamos conjeturar que Santo Tomás superó verdade-
ramente a Avicena con nuevas fórmulas que significaron un progreso en
relación a planteos anteriores. Expresiones tales como “Deus simul dans esse
producit id quod esse recipit”10 son un ejemplo, aunque para Heidegger sea
una corroboración de que creación es igual a producción, hermenéutica
con la cual obviamente no coincidimos. Pero el problema de fondo para
el diálogo razón/fe del filósofo cristiano no radica en que la noción de
creación oculte al ser, porque si es así, el filósofo cristiano no tiene más
que decir que muy bien, que quede oculto. El problema epocal de la esco-
lástica hasta el s. XIII es una metafísica enraizada en el lenguaje de una
filosofía de la naturaleza concentrada en la cosa física. El progreso de la
modernidad radica –por más que esto no guste a Heidegger y a algunos
tomistas– en que las cosas ya no pasan por la cosa física, sino por el hom-
bre.11 Y en ese sentido hay que pensar de vuelta la distinción esencia-esse
desde una concepción agustinista de la interioridad, como comenzó a
hacer Edith Stein.12

10
Q.D. De Potentia, Q. 3, a. 1 ad 17, citado por Ferro en La sabiduría filosófica siguiendo las huellas
de Santo Tomás, Unsta, Tucumán, 2004, tomo I, p. 219.
11
“...Tal vez hoy más que nunca, después del camino de la modernidad, no queda solamente
por recorrer la importante vía medieval que va desde el ente creado hacia el Ente increado, so-
brevolando un poco el problema del ser humano, de su interioridad y de su intersubjetividad,
que después de San Agustín y de la polémica antiaverroísta de santo Tomás (hic homo singularis
intelligit, vult, amat) parecía olvidado en una “panica-onto-lógica”. Nuestro Papa, que “conoce
y vive en la filosofía contemporánea como en su propia casa” (J. Marías), es consciente de una
nueva riqueza de la modernidad y no es pesimista: “Quiero subrayar que la herencia del saber
y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos. Baste citar la lógica, la filosofía del len-
guaje, la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las
vías afectivas y del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis de la libertad” (n. 91).”
Palabras de M. Sánchez Sorondo en “Hacia una filosofía abierta a la fe”, en L´Osservatore Romano,
edición semanal en lengua española, n. 10, 5-3-1999.
12
En su clásica obra Ser finito y eterno (1936); FCE, México 1996.
La distinción esencia-acto de ser 371

Un análisis fenomenológico de la existencia humana nos revela, no


sólo nuestra co-existencia con el otro,13 sino también la radical contingen-
cia existencial, en el sentido que advertimos la nada sobre la cual pende,
asombrosamente, nuestro propio yo. ¿Qué era yo hace cien años? Nada. Y
no se trata, por supuesto, de un yo solipsista: se trata del yo intersubjetivo,
en su mundo de vida, un yo “con el otro” que analizado fenomenológi-
camente supera las aporías entre los yoes empíricos, trascendentales, etc.
Se trata de la conciencia teorética del yo cotidiano. Ese yo es el que sabe
que hace cien años no era nada. Y es ese yo el que tiene conciencia de su
muerte. No importa que tenga fe y-o demostración metafísica del alma
inmortal: yo, como yo, como unidad psicosomática, moriré. He sido nada
y, en el sentido anterior, volveré a la nada.
Entonces surge la típica pregunta metafísica: ¿por qué lo que radica-
mente puede no ser, es?
Yo soy pero podría no ser. La cuestión es superar el adversativo “pero”
con el “y”: soy y puedo no ser. ¿Por qué soy y puedo no ser? Porque hay
algo en mí que no implica necesariamente que sea. Entonces captamos la
dualidad: mi yo tiene dos aspectos ontológicos. No son dos yoes, obvia-
mente. Es nada más ni nada menos que la radical contingencia existencial
de mi yo. Yo soy (acto) y podría no ser, y podría no ser porque “lo que soy”
(esencia) no implica que sea. Allí captamos la diferencia real entre que yo
sea y, al mismo tiempo, poder no ser. “Podría no ser” implica tomar con-
ciencia de la nada que nos rodea. Esa nada que rodea nuestra existencia
implica dos opciones: o somos sostenidos por Dios sobre la nada o nuestra
existencia no tiene sentido, no tiene explicación. Pero en ninguna de las
dos opciones la existencia se explica a sí misma.
La diferencia entre mi acto de ser (soy) y mi esencia (yo podría no ser,
y por ende lo que soy no implica que sea) es entonces la diferencia entre
ser, esto es, vivir, y la nada, esto es, haber estado muerto y volver a morir.
Ser, es estar vivo; nada, es estar muerto. “Aquí es donde mi pala se do-

13
Dice K. Wojtyla: “Somos testigos de un significativo retorno a la metafísica (filosofía del ser) a través de
una antropología integral. No se puede pensar adecuadamente sobre el hombre sin hacer referen-
cia, constitutiva para él, a Dios. Y lo que santo Tomás definía como actus essendi con el lenguaje
de la filosofía de la existencia, la filosofía de la religión lo expresa con las categorías de la experiencia
antropológica. A esta experiencia han contribuido mucho los filósofos del diálogo, como Martin
Buber o el ya citado Lévinas. Y nos encontramos ya muy cerca de santo Tomás, pero el camino
pasa no tanto a través del ser y de la existencia como a través de las personas y de su relación
mutua, a través del “yo” y el “tú”. Esta es una dimensión fundamental de la existencia del hombre, que
es siempre una coexistencia”. En Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janes, Barcelona 1994,
p. 56. Itálicas en el original.
372 Gabriel J. Zanotti

bla”14 diría Wittgenstein. Nos enfrentamos aquí con un límite del lenguaje
–volveremos a ello en breve– pero también con un límite de la filosofía.
La filosofía es teoría sobre la vida, la vida del yo y del nosotros, o carece
de sentido más que un mero entretenimiento existencial: justamente, la
terrible paradoja de que la filosofía sea un escapismo frente la angustia
existencial. Yo no he sido y voy a morir. En medio de ello, soy. Si los filó-
sofos, montados en Carnap, Hegel o Heidegger, dicen que ello carece de
sentido, es falso o no es filosófico, entonces ello es la muerte de la filosofía
anunciada precisamente por Heidegger.
Si, en cambio, concebimos a la filosofía como teoría sobre la vida (y creo
que ése es Husserl) entonces nos quedan dos caminos a recorrer:
a) Teorizar sobre el “soy y puedo no ser” y montar sobre ello la distin-
ción esencia-esse de Santo Tomás de Aquino;
b) Hacerlo con la mayor precisión de lenguaje que podamos, pero...
con un límite. Como dijimos, todas las épocas tienen sus límites
de lenguaje, tienen sus juegos de lenguaje (Wittgenstein) epocales
(Gadamer). Pero hay un juego de lenguaje, sencillamente humano
y en ese sentido sencillamente limitado, que se da en todas las
épocas. No está fuera de la historia sino en todas las historias. Ese
juego de lenguaje es el de la metafísica. Querer una metafísica con
un lenguaje sin aporías es perder de vista aquello de lo que estamos
hablando. En metafísica debemos acostumbrarnos a las certezas
entre sombras.15 Sí, podemos ir progresando, pero el que quiera una
metafísica que no se haya olvidado nada del ser, que espere a llegar
a Dios. Mientras tanto, asumamos nuestra humanidad sin caer en
un escepticismo que, en el fondo, supone una inhumana perfección
de conocimiento y de lenguaje. La historia de la metafísica no es,
entonces, la historia del olvido del ser. Es la historia de nuestras
limitaciones frente al misterio del ser y la nada, que no en vano en
Santo Tomás están tratadas como preambula fidei. Si, hasta ahora fue-
ron Avicena, Santo Tomás, Scoto, Suárez…. Heidegger es uno más
entre ellos, mal que le pese a él mismo y a sus seguidores. Y si Dios

14
En su ya clásico libro Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona 1998, p. 211.
15
No creemos que sea esta una “estrategia inmunizadora” contra toda crítica una vez iniciado el
discurso metafísico. Puede haber discursos metafísicos mejores o peores, o sencillamente falsos.
Simplemente, esto es tomar conciencia de los límites del lenguaje en todo discurso humano y
más aún en el metafísico. O sea que puede haber discursos metafísicos falsos y absurdos, pero
otros serán verdaderos y sencillamente incompletos. Señalar su incompletitud no será en ese
caso señalar un error. Y para distinguir un error de un límite del lenguaje, no hay normas
algorítmicas.
La distinción esencia-acto de ser 373

ha concedido más tiempo a la historia del hombre, vendrán muchos


más. Si en algo debería haber progresado la filosofía, es en tomar
conciencia de que nadie podrá ya intentar monopolizar al juego
del lenguaje sobre el ser, que juega sobre el misterio. En metafísica,
nunca pasaremos de ser niños que balbucean a media lengua. Y si
alguien concluyera, a partir de esto, que debe oscilar entre el primer
Wittgestein y Eckhart, no creo que sea una buena conclusión. El filó-
sofo que sea cristiano deberá seguir viendo a Santo Tomás como un
ejemplo magnífico de diálogo entre razón y fe, y a su lenguaje, a sus
fórmulas, como regalos perennes de un intelecto que pudo expresar,
en lenguaje de niño, en lenguaje de sujeto, verbo y predicado, el ha-
ber rozado y abrazado al misterio. Sus fórmulas no son letra muerta
que debe ser copiada y repetida, sino magníficos caminos que no se
cerraron. Camino para seguir caminando, pero con plena conciencia
de que es al borde del abismo del misterio.

Gabriel J. Zanotti
UNSTA

Resumen

El presente trabajo analiza la distinción esencia-esse de Santo Tomás en relación a dos objecio-
nes básicas: el neopositivismo y las críticas de Heidegger a la concepción onto-teo-lógica de la
metafísica. Para abordar ambas objeciones se propone re-elaborar dicha distinción desde una
antropología existencial donde haya una analogía entre la aludida distinción y la distinción
entre el ser y la nada, y se insiste en que toda metafísica tiene inevitables límites de lenguaje
que no la invalidan.
Darwin y las constantes de la biofilosofía
en el pensamiento de Etienne Gilson

Cuanto más profundamente se penetra en los determinismos, más se complican


las relaciones; y como esta complejidad lleva a un resultado unívoco que la me-
nor desviación puede perturbar, nace, inevitablemente, la idea de una dirección
finalista; concedo que tal idea sea incomprensible, indemostrable, porque intenta
explicar lo oscuro por lo más oscuro; pero es necesaria; es tanto más necesaria
cuanto se conocen mejor los determinismos, pues no se puede prescindir de un
hilo conductor en la trama de los acontecimientos. No es temerario creer que el
ojo está hecho para ver.
Lucien Cuénot

Quisiera comenzar esta exposición con una paradoja. “La paradoja es el


motor del pensador”, decía Sören Kierkegaard, “Un pensador sin paradoja
es un triste mediocre”. El pensamiento filosófico se dispara muchas veces
frente a la resolución de un problema, de una dificultad o aporía. Cuando
los primeros filósofos se embarcaron en la tarea de comprender el mundo
y descubrir sus principios, fue el asombro ante el fenómeno del cambio lo
que los movió a reflexionar. Las cosas aparentemente son y no son, cam-
bian. ¿Cómo explicar esto? Así tuvo su origen la filosofía.
El pensamiento de Etienne Gilson, siguiendo la máxima kierkegaardia-
na, gira muchas veces en torno de ciertas paradojas fundamentales. Basta
recorrer algunas de sus investigaciones históricas para constatar esto. Sin
ir más lejos, su descubrimiento de la profunda influencia de la tradición
medieval en Descartes, un autor que aparentemente había cortado con toda
la tradición anterior, constituyó sin duda uno de los aportes más impor-
tantes al estudio de la historia de la filosofía en el siglo XX.
Una de las últimas obras de Gilson, De Aristóteles a Darwin (y vuelta)
–que el profesor Courrèges gustaba citar en sus clases de metafísica a
propósito del estudio sobre la causalidad final–, no es una excepción a esta
regla. Usualmente se considera que el máximo expositor de las doctrinas
evolucionistas es Charles Darwin. A tal punto que en el mundo científico


Etienne Gilson, De Aristóteles a Darwin (y vuelta), EUNSA, Pamplona 1988. Todas las citas corres-
ponderán a esta edición.
376 Ignacio Aguinalde

y en el ámbito del hombre de cultura media términos como Darwinismo


y Evolucionismo no son más que sinónimos. La paradoja descubierta por
Gilson es entonces la siguiente: en ninguna de sus obras Darwin utiliza el tér-
mino “evolución” ni como título de sus libros, ni de las principales divisiones en
capítulos, ni tampoco en el desarrollo de sus investigaciones.
A primera vista parece extraño. Evidentemente esto no significa de por
sí una crítica de Gilson a la posición darwiniana, ni tampoco una objeción
teórica. De ningún modo. Podría ocurrir que Darwin se refiriera al mismo
proceso que los científicos contemporáneos llaman “evolución” con otros
términos y nosotros le asignemos sin embargo la paternidad con respecto
al concepto que se encuentra detrás de la palabra. Esto ocurre en muchas
ocasiones. Es probable, por ejemplo, que Tales de Mileto nunca haya uti-
lizado la palabra arjé. Y sin embargo, en todas las obras de historia de la
filosofía se afirma que Tales fue el primero en preocuparse por encontrar
el principio o arjé de todas las cosas.
Con todo, el hecho no deja de ser curioso; como si tomáramos las obras
de Albert Einstein y en ningún lugar leyéramos la palabra relatividad. Y
a este hecho viene a agregarse otro más. Darwin conocía perfectamente el
término evolución, el cual era utilizado en su época por otros pensadores, y sin
embargo prefirió no emplearlo. ¿Por qué? Sólo en la sexta edición de El origen
de las especies, aparecida trece años después de la primera en 1859, se usa
la palabra, pero en un contexto muy particular y sin quedar del todo claro
su sentido. Más adelante consideraremos este texto.
La primera explicación que propone Gilson es que Darwin quisiera di-
ferenciar claramente su teoría de los planteos propuestos por otros autores
que utilizaban el término evolución y que evidentemente implicaba algo
muy distinto a lo que él quería dar a entender. La palabra evolución, del ver-
bo latino e-volvere, significa literalmente des-envolver, des-plegar, des-enrollar,
e implica la noción de explicitar lo que se encuentra oculto en algo de un
modo virtual o potencial. “Evolución” entonces quiere decir desarrollo de
lo ya dado, así como en una semilla se encuentra presente el árbol futuro.
En este sentido, un autor evolucionista, muy anterior a Darwin, fue por
ejemplo San Agustín. San Agustín consideraba que todas las cosas fueron
creadas bajo una forma latente desde la cual fueron explicitándose paulati-
namente, puesto que Dios colocó en la creación Rationes seminales de todas
las cosas. Estas razones seminales constituyen el fin u objetivo hacia el cual


Cf. Charles Darwin, The Origin of Species, ed. R. M. Hutchins, Encyclopaedia Britannica, The
University of Chicago, 1952, cap. XV, pp. 240-241, citado por Etienne Gilson, op. cit., p. 137.
Darwin y las constantes de la biofilosofía 377

se dirige la evolución, así como el árbol en la plenitud de su actualización


constituye el fin al que se dirige la semilla.
Darwin tuvo conocimiento de los trabajos de un biólogo anterior a él,
Charles Bonnet, quien sostenía una doctrina algo parecida. Los escritos
de Bonnet no tocaban la cuestión de la transformación de las especies, lo
que hoy llamaríamos filogénesis, sino que se centraban en el problema del
desarrollo del individuo u ontogénesis, problema que en principio no guarda
ninguna relación con el darwinismo. El problema de Bonnet era el siguien-
te: ¿Cómo se explica la aparición en un ser vivo de diferentes partes a lo
largo de su desarrollo? Bonnet respondía:

El árbol o el animal entero, el todo orgánico general, está representado


en pequeña escala en una semilla o en un huevo. Una semilla o un hue-
vo no es, hablando con propiedad, sino el árbol o el animal concentrado
y replegado bajo ciertas envolturas.

En otras palabras, el caballo ya se encuentra en miniatura dentro del


embrión. El capítulo de su obra Palingenesia filosófica donde explica esta
teoría llevaba por título precisamente Preformación y evolución. Aquí se
trata, evidentemente, de una evolución preformista del individuo, en la que
las partes de un ser vivo ya se encuentran presentes desde el comienzo y
sólo tienen que desplegarse de modo cuantitativo.
A esta hipótesis de Bonnet se opuso posteriormente la del naturalista
y filósofo francés Antoine Serres quien coincidía a su vez con las investi-
gaciones de William Harvey en el siglo XVII y de Aristóteles en el siglo V
a.C. Tanto Harvey como Serres sostenían que los seres vivos se desarro-
llan desde el germen adquiriendo y conformando sucesivamente partes
nuevas, postura denominada epigénesis y que hoy en día es aceptada por
todos los científicos. En este sentido Serres era claramente un anti-evolu-
cionista, dado que rechazaba la tesis de Bonnet según la cual habría que
afirmar la inmovilidad del individuo, ya presente en la total distinción de


Cf. San Agustín, Patrología Latina, XXXIV, 338: “Del mismo modo que en una semilla se encuentra, de
modo invisible, todo lo que se manifestará luego en el árbol, así hay que concebir el mundo cuando Dios lo
creó todo a la vez, en el sentido de que en él se encontraba todo lo que apareció al surgir la luz: no sólo el
cielo y la tierra, con el sol, la luna y las estrellas, cuyas especies están envueltas en un movimiento circular,
sino también la tierra y los abismos... Y asimismo todo lo que produjeron más tarde el agua y la tierra, lo
llevaban en potencia y de un modo causal antes de que apareciese, según las etapas del tiempo todo lo que
conocemos de estas obras en cuyo seno obra Dios sin cesar”.

Charles Bonnet, Œuvres complètes, t. VII, Neuchâtel, 1783, citado por Etienne Gilson, op. cit., p.
120.
378 Ignacio Aguinalde

sus partes desde el punto de partida de su evolución. Sin embargo, Serres


era partidario de aceptar la teoría de la transformación de unas especies
en otras y para él una prueba de esa transformación era precisamente el
estudio de los diversos estadios que atraviesa el desarrollo embriológico,
pues, de acuerdo con su posición, la embriogénesis recapitula la filogénesis.
Ahora bien, el concepto de evolución, referido en este caso al individuo,
no implica necesariamente el aceptar una teoría preformista como la de
Bonnet. De hecho, la epigénesis tal como la entendían Aristóteles, Harvey
y el mismo Serres es una verdadera evolución, en el sentido de despliegue
y actualización de las potencialidades dadas en un ser vivo dentro de la
línea de su propia especie. Por lo tanto, el rechazo de la palabra evolución
por parte de Serres provenía de una cierta confusión lingüística unida a
su oposición a la teoría preformista de Bonnet.
De este modo, en tiempos de Darwin existían dos corrientes totalmente
opuestas en cuanto al desarrollo del individuo: la doctrina de la prefor-
mación o evolución y la doctrina de la epigénesis. Y como el mismo Darwin
sostenía que habían aparecido especies nuevas a partir de modificaciones
de especies anteriores, de modo que en ellas no se encontraba prefigurado,
ni preformado lo que posteriormente iba a desarrollarse, su doctrina no
podía ser de ninguna manera un e-volucionismo. Esta es una de las razones
por las que Darwin habló muy pocas veces de evolución. Como veremos a
continuación, Darwin no fue el padre del evolucionismo. Por el contrario él
siempre expresó su teoría en otros términos que manifestaban con mucha
precisión la idea que quería dar a entender.
Para probar este punto, Gilson toma como ejemplo los títulos de las prin-
cipales obras de Darwin: El origen de las especies y La descendencia del hombre.
Ni una palabra de la evolución. ¿Cómo llamaba Darwin entonces a su teoría?
El título del primer borrador de su libro nos da la respuesta: Resumen de un
ensayo sobre el origen de las especies y variedades a través de la selección natural.
Aquí están las palabras clave: Selección natural. Durante su largo viaje de
cinco años a bordo del barco Beagle Darwin había comenzado a entrever la
idea de que las especies animales se habían ido modificando con el paso del
tiempo a partir de un origen común. ¿De qué otra manera explicar si no las
semejanzas entre especies distintas o el hecho de que ciertas especies nuevas
se encuentren en las mismas regiones geográficas en que habitaban otras
especies preexistentes muy cercanas? Así se expresaba Darwin:

¿Puede haber algo más curioso que la mano del hombre formada para
asir, la del topo para cavar, la pata del caballo, la paleta del puerco ma-
rino y el ala del murciélago, órganos construidos por el mismo modelo
Darwin y las constantes de la biofilosofía 379

y que incluyen huesos semejantes en la misma posición relativa? [...] ¿Por


qué todas las partes y órganos de muchos seres independientes, que se
suponen creados separadamente para ocupar su propio lugar en la Na-
turaleza estarían tan comúnmente enlazados por pasos graduales?

Ese era el primer punto que Darwin quería dejar claro: las especies
han cambiado. No existieron siempre del mismo modo. Por eso habla
de transmutación de las especies, un término mucho más ajustado a la idea
de que los seres vivos se fueron modificando, pero sin dar a entender de
ningún modo su preexistencia virtual o potencial desde la que pudieran
e-volucionar hasta su estado actual. Pero una vez determinado esto surge
un interrogante: ¿Qué produce esas modificaciones que gradualmente van
llevando a la aparición de una nueva especie? O, en otras palabras, ¿qué
mecanismo gobierna el proceso de las modificaciones para que luego éstas
se muestren tan bien adaptadas al medio? Luego de dos años de su regreso
a Inglaterra y mientras leía para entretenerse el libro del Reverendo Tho-
mas Malthus, Darwin encontró la respuesta.
De acuerdo con Malthus siempre existe una enorme desproporción
entre los medios de subsistencia y los seres vivos que se valen de ellos,
especialmente en el caso del hombre. “La población, si nada la limita, cre-
ce en proporción geométrica, y los medios de subsistencia del hombre, en
proporción aritmética”, dice Malthus. La consecuencia de esto es que la
naturaleza mantiene el número de los seres vivos dentro de ciertos límites
impidiéndoles su propagación indefinida. La escasez de los alimentos así
lo exige. Para Darwin la lectura de Malthus fue como una iluminación.
El mecanismo por el cual ciertas modificaciones prevalecen sobre otras
estaba relacionado con la lucha por la supervivencia frente a la escasez
de alimentos, los factores climáticos o frente a otras especies predadoras.
Dentro de una especie determinada pueden aparecer ligeras variaciones,
supongamos un león con garras más poderosas, un castor con dientes más
grandes, o una mariposa con un color que le permite mimetizarse con el
ambiente. Estas pequeñas variaciones pueden revelarse muy apropiadas
de acuerdo con las circunstancias o no, pero de resultar favorables, crece
la probabilidad de que ese espécimen sobreviva lo suficiente para llegar al
momento de la reproducción y perpetúe así esa modificación.
Aquí se encuentra el aporte original de Darwin: en la selección natural.
Pequeñas variaciones espontáneas se revelan casualmente mejor adaptadas


Cf. Charles Darwin, Origen de las especies, Akal, Madrid 1985, p. 501.

Thomas Malthus, An Essay on the Principle of Population, ed. G. Himmelfarb, cap. I, pp. 8s.; citado
por Etienne Gilson, op. cit., p. 180.
380 Ignacio Aguinalde

al medio ambiente y el juego natural de la supervivencia permite que pre-


valezcan hasta transmitir esas variaciones a sus descendientes. El juego del
azar y de la inexorable lucha por la vida da razón entonces de los cambios
de las especies y su sorprendente adaptación al medio. No hay ningún plan,
ninguna característica que sea mejor en sí misma que la anterior, ningún
avance hacia un organismo necesariamente más complejo o más perfecto y
en ese sentido ningún progreso. En consecuencia, detrás de los cambios no se
encuentra ninguna finalidad o teleología. No existe un objetivo hacia el cual
pueda tender un proceso de desarrollo de las especies o, en otras palabras,
un proceso de e-volución. Razón más que suficiente como para que Darwin
evite toda utilización del término, precisamente porque las nociones de evo-
lución y finalidad están íntimamente unidas. Si hay e-volución debe haber
finalidad en la naturaleza. Pero si Darwin niega que detrás de las variacio-
nes exista algún tipo de teleología la alternativa es clara y ésta es la razón
más importante para prescindir de la palabra evolución. Podemos hablar de
“transformación o mutación de las especies”, no de evolución. Este era el segundo
punto a determinar para él. Oigamos sus palabras:

Se me permitirá decir, a título de excusa, que (desde la publicación de El


origen de las especies) tenía ante mí dos objetivos distintos: primero, mos-
trar que las especies no fueron creadas aisladamente, y segundo, que la
selección natural fue el agente principal de su cambio, si bien fue muy
ayudada por los efectos de la costumbre, transmitida por la herencia, y
un poco por la acción de las condiciones ambientales. Y, sin embargo, no
he llegado a neutralizar la influencia de mi primera creencia, en aquel
tiempo casi universal, de que cada especie había sido creada con una
intención particular.

Darwin reconoce que la idea de que las especies se hayan desarrollado


de acuerdo con una intencionalidad o propósito no lo ha abandonado del
todo. Sin embargo, su posición es categórica: Selección natural, es decir azar,
casualidad, junto con lucha por la supervivencia, son sus razones explica-
tivas, no la finalidad.
La pregunta que se plantea ahora es: ¿De dónde proviene entonces
esta fenomenal confusión? Y ¿por qué Darwin mismo utilizó el término,
aunque en contadas ocasiones? Dijimos anteriormente que sólo en la sexta
edición de El origen de las especies aparece la palabra. Veamos qué dice:


Charles Darwin, The Descent of Man, ed. R. M. Hutchins, Encyclopaedia Britannica, The Univer-
sity of Chicago, 1952, p. 285, citado por Etienne Gilson, op. cit., p. 140.
Darwin y las constantes de la biofilosofía 381

A modo de testimonio de una situación anterior he conservado en los


anteriores parágrafos muchas frases que implican la creencia de los
naturalistas en la creación separada de cada una de las especies, y he
sido criticado por haberme expresado en tal sentido. Mas no hay duda
ninguna de que tal era la creencia general hasta la primera edición de
la presente obra (1859). Por si fuera poco, yo había hablado del asunto
de la evolución con gran número de naturalistas sin encontrar ni uno
que estuviera de acuerdo conmigo. Probablemente, algunos creían en-
tonces en la evolución, pero se callaban o se expresaban de forma tan
ambigua que no era fácil comprender qué querían decir. Ahora las cosas
han cambiado totalmente y casi todos los naturalistas admiten el gran
principio de la evolución.

¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué habla aquí tan abiertamente de la evolu-


ción cuando desde la primera edición, 13 años anterior, nunca la había
mencionado? Es difícil entender por qué si él “había hablado del asunto de
la evolución” con numerosos colegas no aparezca ni una sola vez en sus
escritos de veinte años atrás este “gran principio”.
Para entender esto, Gilson señala acertadamente que con su doctrina de
la mutación de las especies Darwin creía oponerse a la Revelación bíblica.
El relato del Génesis parece indicar que Dios creó separadamente a todos
los seres vivos tal como se encuentran en su estado actual. Esta interpreta-
ción literal del texto bíblico tenía su correlato científico en la teoría biológica
llamada fijismo. El fijismo afirmaba que los seres vivos siempre han existido
del mismo modo, sin variaciones. El naturalista sueco Linneo, uno de sus
representantes más importantes sostenía en el siglo XVIII:

Al considerar las obras de Dios todos ven muy claramente que todo ser
vivo proviene de un huevo, y que todo huevo produce un retoño muy
parecido al padre. Por eso ahora ya no puede haber especies nuevas.

Por lo tanto al descubrir indicios de que las especies se han modificado


a lo largo del tiempo Darwin encontró un obstáculo insalvable para su fe.
Si además de él existían otros que también negaban la creencia religiosa en
una creación de especies inmutables, Darwin podía incluirlos, a pesar de
las diferencias teóricas que los separaban, en un mismo cuerpo teórico: el
evolucionismo anticreacionista. ¿Quiénes son esos otros autores con los que
Darwin tiene en común la negación de las creaciones separadas e inmu-


Charles Darwin, The Origin of Species, cap. XV: Recapitulación y conclusión, ed. cit., pp. 240s.,
citado por Etienne Gilson, op. cit., pp. 136s.

Linneo, Sistema de la Naturaleza, citado por E. Gilson, De Aristóteles a Darwin (y vuelta), p. 84.
382 Ignacio Aguinalde

tables y con quienes disiente en cuanto al mecanismo de las variaciones?


La respuesta no es otra que el nombre del filósofo inglés Herbert Spencer.
Spencer es el verdadero padre del evolucionismo, al menos en cuanto a su
denominación, puesto que no puede pensarse una doctrina más opuesta
a la de Darwin. Lo que ocurre es que incluso en Spencer el término no es
usado en su sentido originario de explicitación de algo que se encuentra
virtual o potencialmente en una realidad sino en el sentido de una suerte
de autocreación permanente en el que cada momento añade algo totalmen-
te nuevo, donde lo más es causado a partir de lo menos avanzando hacia una
progresiva complejización de estructuras. Escuchemos a Spencer:

La mayor parte de la gente admite sin dudar que la doctrina de Darwin,


la hipótesis de la selección natural, y la de la evolución orgánica son
una sola y única cosa. Y, sin embargo, hay entre ambas una diferencia
análoga a la que separa la teoría de la gravitación de la del sistema solar;
y así como ésta, admitida en tiempos de Newton, habría quedado en pie
aunque la ley de Newton hubiera sido rechazada, igualmente la refuta-
ción de la selección natural dejaría intacta la hipótesis de la evolución
orgánica. […] En ese pasaje no se trataba de la teoría del origen de las
especies por selección natural, que en esa época (1852) aún no había
nacido; se consideraba la teoría de la evolución orgánica independien-
temente de toda causa determinada o, más bien, como debida a una
causa general: la adaptación a las circunstancias. Pero el razonamiento
conserva toda su fuerza cualquiera que sea la doctrina que se oponga a
la de la creación especial: la evolución o la selección natural.10

Se comprende así por qué Darwin no quería hacer uso de la palabra


e-volución puesto que designaba una doctrina que no era la suya y que de
ningún modo representaba una descripción válida de sus propias convic-
ciones teóricas. Sólo llegado el momento de presentar un frente común
ante el creacionismo fijista se decidió a unir ambas doctrinas más por lo
que negaban que por sus afirmaciones. El resto fue el producto de un uso
ideológico y tendencioso de sus investigaciones al servicio de múltiples
intereses nada científicos.
Nuestra paradoja gilsoniana nos llevó un poco lejos pero nos ha dejado
precisamente en el centro de la teoría de Darwin y sus seguidores actuales
neo-darwinistas que añaden a la selección natural la frecuencia de muta-
ciones genéticas aleatorias en los seres vivos. Sin embargo el planteo de
fondo es el mismo: el azar de las mutaciones unido a la lucha por la exis-

10
Herbert Spencer, El principio de la evolución, citado por Etienne Gilson, op. cit., pp. 146-150.
Darwin y las constantes de la biofilosofía 383

tencia explica la aparición de nuevas especies. Jacques Monod, genetista


francés, ganador del premio Nobel se expresa en estos términos:

Decimos que estas alteraciones son accidentales, que tienen lugar al


azar. Y ya que constituyen la única fuente posible de modificaciones
del texto genético, único depositario, a su vez, de las estructuras here-
ditarias del organismo, se deduce necesariamente que sólo el azar está
en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. El puro
azar, el único azar, libertad absoluta pero ciega, en la raíz misma del
prodigioso edificio de la evolución.11

La ciencia nos mostraría, de acuerdo con Monod, que en la Naturaleza


no existe un plan o proyecto y en consecuencia no es necesario pensar que
el universo es creación de Dios y que Él dirige, en todo caso, el proceso de
la evolución. Por nombrar sólo a uno de los críticos actuales de esta teoría
citemos aquí la obra Azar y certeza del matemático George Salet, quien se
encargó de refutar la doctrina de Monod simplemente desde el cálculo de
probabilidades. De acuerdo con la teoría de las leyes del azar, cuando un
acontecimiento alcanza cierto grado de improbabilidad se considera que
ha traspasado el denominado “umbral de posibilidad”. Por ejemplo, sacar
el premio mayor en una lotería de un millón de números tres veces con-
secutivas tiene una probabilidad de 1/ 1.000.000.000.000.000.000 (10-18) y se
lo considera entonces prácticamente imposible. Con todo, Salet es todavía
más cauto a la hora de considerar prácticamente imposible la aparición de
una nueva función en un ser vivo. Para él la probabilidad de que surja un
nuevo órgano por mutaciones casuales es menor a 1/100.000.000.000.000.0
00.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 (10-50)”.
¡Se necesita casi una fe religiosa para tener tanta confianza en esa pro-
babilidad como Monod! Salet es muy lapidario en sus conclusiones: “La
duración de los períodos geológicos debería ser multiplicada por 10, segui-
do por varios centenares o millares de ceros, por lo menos, para permitir
la aparición de un solo órgano nuevo, por muy modesto que fuere”.12
Darwin mismo era consciente de este problema. Sin embargo, esto no le
impidió seguir adelante con sus afirmaciones. En El origen de las especies se lee:

Suponer que el ojo, con todas sus inimitables disposiciones para ajustar
el foco a diferentes distancias, para admitir diversas cantidades de luz

11
Jacques Monod, El azar y la necesidad, Orbis, Madrid 1985, p. 113.
12
George Salet, Azar y certeza, Alhambra, Madrid 1975, p. 192.
384 Ignacio Aguinalde

y para corregir la aberración, tanto esférica como cromática, pudiese


haber sido formado por la selección natural, parece, lo confesamos, fran-
camente, absurdo en el más alto grado... La razón nos dice que si puede
demostrarse que existen numerosas graduaciones desde el ojo simple
e imperfecto hasta el complejo y perfecto, siendo cada grado útil al que
lo posee, como ciertamente sucede, ... entonces la dificultad de creer que
la selección natural pueda formar un ojo perfecto y complejo aunque
insuperable para nuestra imaginación, no debería ser considerada como
subversiva de la teoría que hemos expuesto.13

La noción de finalidad es, como observa Gilson,14 una constante filosó-


fica, una inevitabilidad filosófica. Aún cuando se la niegue absolutamente,
se vuelve a incorporar al mundo conceptual de la biología con diferentes
disfraces terminológicos que hacen aceptable su empleo. ¿Qué otra cosa es
hablar de la función de un órgano sino una mención a la orientación teleo-
lógica de ese órgano? En el vocabulario de Darwin, la palabra adaptación,
que constantemente menciona, es otra manera velada de reintroducir la
finalidad sin nombrarla. Es claro que el estudio de la finalidad natural no
corresponde al ámbito epistemológico de las ciencias experimentales, así
como tampoco pertenece a ese ámbito el problema de la creación en senti-
do estricto ni el de la existencia de Dios. Pero esto no significa que deban
ser negados por el científico experimental. Son problemas filosóficos y
deben ser abordados con una metodología filosófica.
El concepto de evolución no se opone, pues, al concepto de creación ex
nihilo. Por el contrario, que exista una verdadera evolución presupone una
orientación teleológica del proceso y, en definitiva, una Inteligencia que lo
dirija. Dado que la doctrina de Darwin negaba la presencia de una fina-
lidad natural en los seres vivos, se entiende perfectamente su rechazo a
emplear el término en sus escritos.
La oposición sí se da –como señalamos antes– entre evolucionismo (o
transformismo) y fijismo, en cuanto hipótesis explicativas del devenir y la
estructura de los vivientes. La discusión de estas dos teorías –o de otras
que pudieran pensarse para dar razón de los fenómenos vitales– corres-
ponde fundamentalmente a la biología. Sin embargo, muchos aspectos de
esta problemática entran en el ámbito filosófico y en este sentido Gilson
realiza, al ir cerrando su obra, una serie de observaciones muy sugerentes
sobre las dificultades que plantea el evolucionismo. Por nombrar sólo algu-
nas, tomemos por ejemplo su crítica a la vaguedad del concepto de especie

13
Charles Darwin, Origen de las especies, Akal, Madrid, 1985, pp. 196-197.
14
Cf. Etienne Gilson, op. cit., p. 20.
Darwin y las constantes de la biofilosofía 385

en Darwin,15 o a la fundamentación darwiniana de la selección natural a


través del estudio de la selección intencional de los criadores;16 o su crítica
a la noción de pequeños cambios graduales que serían conservados por
la selección natural, cuando en realidad la selección natural impediría
que subsistieran,17 o su acertada observación de que rechazar la idea de
la transformación de una especie en otra no es suscribir al fijismo, ya que
se observan variedades dentro de una especie, como ocurre en el caso de
los perros o los équidos, sin que de esto se siga necesariamente que un
ave y un lagarto tuvieron un antecesor común.18 Tales dificultades y otras
le hacen sospechar que quizá el evolucionismo sea una noción filosófica
introducida en la ciencia fáctica desde fuera de ella, un cuerpo extraño
que impulsa a algunos científicos a postular imaginarios mecanismos que
distan mucho de tener certeza experimental.
Quizá los científicos experimentales –concluye irónicamente Gilson y
nosotros con él–, deberían hacernos saber cuándo están haciendo ciencia
experimental y cuándo se salen de sus límites para invadir el terreno de
la filosofía.

Ignacio Aguinalde
Universidad Católica Argentina

Resumen

El evolucionismo es uno de los grandes temas de nuestra época. ¿Cuál es su base científica? ¿Pue-
de decir algo sobre él la filosofía? ¿Hasta qué punto son concluyentes las pruebas aportadas por
Darwin y los neo-darwinianos para probar los mecanismos de la selección natural? Si Darwin es
considerado el padre del evolucionismo, ¿por qué no empleó en ninguna de sus obras la palabra
evolución? Tales son algunas de las cuestiones que Etienne Gilson abordó en una de sus últimas
obras, De Aristóteles a Darwin (y vuelta), que el profesor Courrèges solía comentar en sus clases de
metafísica. Plantear estos problemas corresponde a una labor interdisciplinaria entre la filosofía
y la biología a través de una consideración que va desde el estudio de la teleología natural y los
métodos propios de las ciencias experimentales hasta la determinación de los mecanismos que
existen en los seres vivos y la discusión de las evidencias que sostienen al evolucionismo.

15
Cf. Ibidem, pp. 186-189.
16
Cf. Ibidem, p. 175.
17
Cf. Ibidem, p. 194.
18
Cf. Ibidem, p. 104.
La similitudo Dei según el esse humanum, link entre la formalidad
del vestigium Dei y la de la imago Dei: una lectura de
la Lectura romana de Tomás de Aquino

La superación de la metafísica por la antropología no puede significar


otra cosa que el enriquecimiento (lícito) de la primera por la asunción de
nuevos y más intensos campos de acción intelectual. La usurpación de los
dominios de la antigua y medieval ciencia transfísica por parte de los pode-
res del pensamiento moderno, constituiría, al menos, un magnífico error de
perspectiva. Como se quiera que tal acto se haga en nombre de una nueva
era de la inteligencia, antes que ser un acto de imprudencia, es un acto de
ingenuidad –un acto de ratería adolescente. El regreso a la casa paterna será
necesariamente involuntario e inesperado, pero necesario al fin. Ya lo hemos
comprobado en el caso de la tradición analítica, cuya toma de conciencia del
ser aristótelico no fue sino el «descubrimiento» de la propia ignorancia de
que aquella vieja ciencia que Aristóteles buscaba con tanto ahínco, había
de ser igualmente buscada en nuestros más sofisticados días; lo podremos
estar comprobando en el caso de ciertas corrientes personalistas y fenome-
nológicas; y lo estamos comprobando en el caso del tomismo (o neo-tomis-
mo, o como quiera llamársele a la contemporánea lectura, interpretación y
discusión de la infinita obra de Tomás de Aquino).
Pero en torno al posible e insignificante delito mencionado, hay todavía
un experimento que no me atrevería a realizar, aunque sea para no pasar
el mal rato de un innecesario sonrojo. La dulce y romántica relación, na-
tural y armoniosa, entre metafísica y antropología, gestándose desde los
remotos días de la cultura griega, madurando en la «oscuridad» de los
siglos medios, y fructificando en la Modernidad humanista proyectada por
gente como Leibniz de Hannover o Erasmo de Rotterdam, de tan increí-
ble y fantástica que es, se ve acechada por gente poco dada a los cuentos
fantásticos. La era del periodismo es también la era de la hermenéutica
universal. Es decir, casi todo se pierde en la relatividad voraz del discur-
so; pero hay allí algo todavía persistentemente íntimo que puede llegar a
capturarse sin que llegue a tragarse: tal no es la palabra directa y formal,
que lo desvanece todo en la interpretación altisonante del texto global, sino
en una indirecta e informal, que lo reifica todo en la conversación sotto


Cfr. Alejandro Llano, Metafísica y lenguaje, Eunsa, Pamplona 21997.
388 Santiago Argüello

voce sobre lo concreto y particular, y hasta personal. Entonces, la conspi-


ración contra el viejo romance heroico mencionado, bien podría llegar a
desvelarse mediante ocultos micrófonos, cámaras diminutas, y lámparas
que magnifiquen lo que de absoluto hay en el cuchicheo –confuso ruido
tenue– acerca del improbable divorcio entre antropología y metafísica. El
informe resultante de este nuestro indeseado experimento sería tan claro
y evidente que no haría falta declararlo ante los mismos acusados. Pero,
para el propósito de este breve ensayo, me veo en la obligación de mencio-
narlo ante los espectadores sufrientes del pasado, quienes dejaron su piel
y cerebro para que aquella unión tan anhelada y soñada –esa relación tan
amorosa como milenaria– algún bendito día se consumara.
El mediocre conservador de la metafísica en desmedro de la antropolo-
gía –no importa que ésta sea de raíz metafísica, esto es, trascendental– no
puede ver los beneficios reales de la asunción de la metafísica en la ciencia
del hombre; parecido a como el ingenuo progresista nietzscheano que,
intentando acabar con la metafísica, da patadas en el aire –o cuchilladas–.
El uno acaba siendo un logicista hasta la exasperación; el otro, un nihilista
hasta el tedio. No hace falta decir que ambos pierden la realidad sobre el
hombre. Pero tampoco hace falta decir que ambos son tan pasajeros como
la información periodística que los publicita. La realidad sin el hombre
no es tanto inhumana en el sentido de ser grave y bestial como un ogro
venido del norte con casco verde y botas negras, sino más bien en un sen-
tido «romántico» que antropomorfiza la naturaleza; la narración sobre el
hombre sin la realidad de la verdad, el bien, lo uno, el acto y la potencia,
es una narración ciertamente increíble, pero no en el sentido de las viejas
baladas, sino en el sentido más pedestre de lo inverosímil que constituye
las malas ficciones modernas. Después de todo, lo que siempre permanece,
como cosa imperturbable, es el recio y definitivo romance ideado por los
filósofos clásicos. Y me gustaría exponer aquí, en una suerte de explicación
–imitación, al fin y al cabo– del discurso aquiniano sobre el eterno idilio
entre antropología y metafísica, algunas notas surgidas a partir del des-
cubrimiento de una nueva versión del mismo discurso idílico.


Thomas Aquinas, Lectura romana in primum Sententiarum Petri Lombardi, ed. †Leonard E. Boyle,
op y J. F. Boyle, Pontifical Institute of Mediaeval Studies, Toronto 2006. De ahora en más cit.
como ‘Lr’. Vid. Santiago Argüello “Acerca de la primacía ontológica de la semejanza sobre la
imagen según Tomás de Aquino: el rol de la Lectura romana para comprender Summa theologiae,
I, q.93, a.9”, Actas de las Primeras Jornadas de Filosofía Medieval: “Actualidad del Pensamiento
Medieval”, Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Pucciarelli, Academia Nacional de Ciencias
de Buenos Aires, Buenos Aires, 19-21 de abril de 2006 (publicado en formato CD ROM: ISBN:
978-987-537-057-9).
La similitudo Dei según el esse humanum 389

Recientemente se ha recordado que antes que un estudio sobre el ani-


mal racional, la antropología desarrollada por Tomás de Aquino es un es-
tudio del hombre como imagen de Dios. Ahora bien, una vez introducidos
en la temática de la imago Dei el lector de la obra tomista encuentra que hay
dos conceptos muy cercanos a éste, que merecen clarificación simultánea
con el significado de aquél. Tales son el de similitudo Dei y el de vestigium
Dei. De éstos, el primero merece atención previa puesto que es el que está
en la base explicativa de los dos restantes. La Lr nos brinda un cuidadoso
relato de lo que significa similitudo:

similitudo aliquorum ad invicem attenditur dupliciter: aut ex eo quod


participant unam formam communem, et hoc modo ferrum ignitum et
aes ignitum dicuntur similia quia participant formam ignis; aut ex eo
quod unum est ad imitationem alicuius formae per se existentis, sicut
res alba dicitur similis albedini quia imitatur ipsam formam albedinis
per se existentis. Dico ergo quod creaturae non dicuntur similes Deo
quantum ad primum modum, cum nullam formam communem partici-
pent cum Deo. Sed dicuntur habere aliquam similitudinem in quantum
imitantur Deum in aliquo sicut in bonitate et in aliis.

Esto, asemejarse a Dios, vale para las cosas que son meramente vestigios de
Dios y para aquellas que no sólo son vestigios sino también imágenes divinas.
Así, el texto citado añade y termina de esta manera: “Vnde cum homo imitetur
ipsum Deum quantum ad hoc quod intelligens <est>, dicitur habere similitu-
dinem Dei. Et haec similitudo habet rationem imaginis, ut dictum est”.
La perfección separada y subsistente –o, más bien, el conjunto de ellas–
es Dios mismo, y cada creatura imitat Deum por el modo de accessus ana-
lógico a Él. Así, Dios es el exemplar (archetypus) y cada ente creado es algo
que de algún modo lo refleja. Por supuesto, ya que la acción de reflexión
es real, y hasta necesaria de algún modo una vez que Dios ha causado el
ente creado, entonces todo ente creado tiene alguna perfección o cualidad
derivada de Dios por la cual se dice o bien vestigium, o bien imago. Esto
es, por su propia prima entitas, el ser creado es como es, no importa cuán
imperfecta sea tal entidad.
Ahora bien, ¿cuál es la característica que hace la distinción entre la
semejanza de la imagen y la del vestigio? Leyendo el texto recientemente


Cfr. Giorgio Maria Carbone, L’uomo immagine e somiglianza di Dio. Uno studio sullo Scritto sulle
Sentenze di San Tommaso d’Aquino, ESD, Bologna 2003.

Lr, d.3, q.3, a.2, ad 1.

Ibid.
390 Santiago Argüello

citado, tenemos, de una parte, que las cosas son como Dios –esto es, pa-
recidas a Él– ya que imitan a Dios “en la bondad y en las otras realidades
[semejantes]”. Pero al añadirse luego que hay una imitación particular de
Dios al modo de las imagines, entonces cabe deducir que esa imitación, con-
forme a lo que la tradición escolástica posterior denominó ‘trascendentales’,
no basta a las imagines. Justamente, tenemos que las imagines son como
Dios porque ellas son más que simplemente ser, son seres inteligentes. La
cuestión que surge inmediatamente es la siguiente. En primer lugar Santo
Tomás dice que las creaturae o similitudines en general (sin la distinción en-
tre vestigium e imago), permiten alcanzar solamente el conocimiento de la
existencia de la causa suprema, Dios: esto es el conocimiento menos perfec-
to del ser divino. No obstante, en segundo lugar, él concede más cuando
dice que a través de las similitudines (creaturae, effectus, en general) podemos
conocer más que la simple existencia divina, porque podemos conocer
algunos atributos divinos a partir de aquellas semejanzas: “Omnia autem
illa quae pertinent ad causalitatem in divinis sunt essentialia, et ideo per
eas nullus potuit pervenire in cognitionem Trinitatis personarum nisi per
revelationem vel auditum. Potuerunt [summi philosophi] nihilominus
pervenire in cognitionem quorundam attributorum, quae nos personis
divinis appropriamus sicut sapientiae, potentiae et bonitatis”. Parece que
considerar los divina attributta o appropriata, no siendo todavía las personas
divinas (supposita), es algo más que considerar meramente la existencia de
Dios. Decir que somos aptos para captar algunas essentialia in divinis nos
lleva a pensar que, si las captamos, estamos atisbando algunos matices
de la esencia de Dios, más allá de su sola existencia desnuda; es decir, en
este caso alcanzaríamos algunas características de su más profundo Ser y
comportamientos. Y estaríamos haciéndolo incluso mediante los vestigia,
porque los vestigia son el tipo básico o común de las similitudines.


“Deus potest per effectus suos, id est per creaturas, cognosci, sed tamen imperfecte. (…) Si
autem Deus fecisset aliquid cui communicasset totam virtutem suam, hic perfecte duceret in
cognitionem Dei. Sed quia non potuit esse talis effectus, cum creatura nullo modo possit aequari
creatori, ideo per effectus huiusmodi improportionatos non possumus pervenire in cognitionem
perfectam primae et altissimae causae. Scimus tamen per huiusmodi effectos nihilominus quod
Deus qui est prima causa, est aliquid supra ipsos”. Ibid., q.1, a.2.

Ibid., a.3.

“(…) summi philosophi ponebant duas substantias separatas sicut dictum quae non dicunt
personas divinas quantum ad propria sed quantum ad appropriata naturae divinae solum. Vl-
tra vero nihil posuerunt correspondens personae Spiritus Sancti quanquam ponerent animam
mundi. Et ideo dicuntur defecisse in tertio signo”. Ibid., ad 2.

“Ad quintum dicendum quod personae divinae sunt causa secundum potentiam, sapientiam
et bonitatem; et haec sunt essentialia in divinis. Vnde effectus in rebus creatis ducunt in cogni-
La similitudo Dei según el esse humanum 391

La estrategia de Tomás se nota bien a las claras. Empieza concediendo


poco a la razón, pero luego parece que su misma razón va cobrando en-
tusiasmo. Cuando al principio parece empezar cuestionando si el efecto
creado puede saber algo de su causa –siquiera su existencia–, luego él
«retrocede» (o «avanza») en su posición, para establecer la cuestión aquí:
si los vestigios conducen o no al conocimiento de la Trinidad de Personas
divinas. En otras palabras, qué pudieron –de facto o de iure– saber los antiqui
acerca del más alto misterio de la fe revelada, a saber, el de la Santísima
Trinidad. Su respuesta, como ya sabemos, es que los vestigia no conducen
al conocimiento de la Trinidad, pero sí al conocimiento analógico de la
esencia divina. Es decir, entre el pobre conocimiento de su mera existencia
y el más alto y misterioso conocimiento de su vida intratrinitaria, ahora
estamos instalados en que la razón sabe algo de la esencia divina. La
lógica de los artículos que abren la primera quaestio de la Lectura romana,
distinctio 3, es notorio: desde la cuestión acerca de <Vtrum Deus esse sit per
se notum> (a.1), en claro clima de peligro «ontologista», hasta el siguiente
artículo, en uno del peligro opuesto, a saber, el «escéptico», <Vtrum per
creaturas possimus devenire in cognitionem Dei> (a.2), hay algo que está
en el medio. Tal es precisamente el rango de la razón de los summi philoso-
phi, ante los cuales la audiencia medieval estaría ansiosa de saber <Vtrum
per [eorum] rationes naturales possit deveniri in cognitionem Trinitatis
personarum in divinis> (a.3.) La respuesta tomista es que no; pero a partir
de ellos Aquinas ya divisa el estrecho pasaje entre la errónea lógica propia
del punto de vista ya «racionalista», ya «escéptico», la cual desprecia el
valor exacto del vestigio para arribar a Dios, es decir, desprecia el verda-
dero misterio del vestigio. El error ontologista lo hace por exceso, el otro
por defecto. En cualquier caso ambos aniquilan el ser del vestigio. Por el
contrario, la sólida confianza tomista en la humana razón permanece firme
en el medio, y se mueve allí con libertad.
Tal es la estrategia lógica con la que procede Tomás en sus inquisiciones
a través de los tres artículos de la Lr, d.3, q.1, finalizando la quaestio con el
último de ellos. Pero la cuestión en juego no finaliza en modo alguno. En
efecto, de una parte, el motivo que lidera la respuesta del último artículo
es negar que la razón pueda alcanzar un conocimiento de lo que pertenece
estrictamente a la Revelación divina,10 no obstante pudiendo alcanzar cier-

tionem ipsius potentiae, sapientiae et bonitatis, sed non in cognitionem personarum, ut dictum
est”. Ibid., ad 5.
10
“Hebraeorum x dicitur, est autem fides sperandarum substantia rerum argumentum non apparentium,
id est de non apparentibus rationi. Sed Trinitas personarum in divinis est unus articulus fidei.
Ergo non est apparens rationi”. Ibid., sc.
392 Santiago Argüello

to conocimiento esencial. Pero, de otra parte, antes de entrar en el estudio


del rango propio de la imago Dei que permite alcanzar cierto conocimiento
natural de la Trinidad (Lr, d.3, q.3), en el solo artículo de Lr, d.3, q.2, Aqui-
nas hace surgir de nuevo la cuestión tratada en d.3, q.1, a.3, a saber, el ran-
go de nuestro conocimiento de la Trinidad con la razón natural y a partir
de similitudines, reduciendo ahora explícitamente el concepto de similitudo
al de vestigium: <Vtrum in omnibus creaturis sit vestigium Trinitatis.> Es
claro que una vez tratado el rango del conocimiento natural de la Trinidad
a partir de una similitudo común, él quiere dejar claro lo que exactamente
nuestra razón natural puede conseguir de la Trinidad a partir del vestigium,
antes de entrar en la materia acerca de qué puede ser conseguido para el
mismo propósito a partir de la imago. En efecto, no podemos perder de
vista que la entera distinctio 3 está dirigida al tópico de la divina imagen.
Así, la cuestión que se abre en Lr, d.3, q.2, a.1 no es si todas y cada una de
las creaturas son vestigium Dei, vestigio de la esencia de Dios, sino si en todas
las criaturas hay vestigio de la Trinidad. El sed contra enseña que las tres di-
vinas personas son una única causa de las creaturas; entonces las creaturas
son vestigia trinitatis. Por supuesto, semejanza imperfecta de Él.11 Ahora bien
si la respuesta de Lr, d.3, q.1, a.3 acerca de nuestra posibilidad para capturar
la Santísima Trinidad por razón natural era negativa (aunque estableciendo
el aspecto positivo de nuestro esencial conocimiento de Dios), en su q.2, a.1 la
repuesta a la misma cuestión es más bien «positiva». Ciertamente, el Aquina-
te no va a decir que nosotros podemos capturar adecuadamente la Trinidad
a partir de los vestigia, no obstante él arguye con gran detalle “quomodo
autem in creaturis oportet ponere vestigium Trinitatis”12 recordando algunas
de las variadas trilogías agustinianas para alcanzar al Dios trino.
Con todo, es como si Aquinas todavía se hubiese sentido incómodo en
tal medio virtuoso que ponía de relieve la importancia de los pensadores
antiqui paganos. Leyendo una vez más las Sentencias en Roma, él estaba rin-
diendo homenaje sobre todo al pensamiento cristiano de gente como Hila-
rio de Poitiers, Juan de Damasco, y Agustín de Hipona. Por eso, su racional
«avance» es todavía mayor que el hasta ahora indicado. Efectivamente, si
los vestigia Dei nos llevan al conocimiento de los appropriata divinos,13 a su

11
“Dicendum quod in omnibus creaturis invenitur Trinitatis vestigium. (…) Processus autem
Dei in creaturis attenditur in quantum ipse Deus dator totius esse et bonitatis infundit in ipsas
creaturas esse et bonitatem et sapientiam et huiusmodi; unde hoc signum de receptione esse et
bonitatis et sapientiae a Deo dicimus vestigium Dei”. Ibid., q.2, a.1.
12
Ibid.
13
“(…) per istas creaturas ducimur tantum in cognitionem quorundam appropriatorum, sicut
bonitatis et potentiae et sapientiae, sed non in propriam notitiam personarum”. Ibid., ad 1.
La similitudo Dei según el esse humanum 393

turno las imagines Dei nos llevarán de algún modo a las personas divinas
quantum ad propria. Con esto, estamos ya en la última y definitiva quaestio
de Lr, d.3, a saber, la q.3, en la cual el Aquinate desarrolla su tratamiento
acerca de la imagen de Dios tomando como bagaje intelectual a los pensa-
dores recién indicados por encima de los antiguos. Pero es precisamente
aquí cuando podemos notar que las más intrincadas dificultades racionales
se ponen de pie. Es aquí cuando la razón tomística y la razón agustiniana
revelan tener una suerte de crisis matrimonial, aun cuando ellos nunca
habrían de quebrar en absoluto.
La similitudo del vestigio nos permite conocer la existencia de Dios
(respondiendo al an sit: hay Dios); incluso conocer algo de su esencia (quid
sit: Dios es bueno, omnipotente, etc.); y, todavía, ella posee la habilidad
para reflejar de alguna manera que debe haber una suerte de trinidad en
Dios (quis sit: Dios es un trío inteligente y voluntario). Pero todo esto es
revelado de manera muy pálida, puesto que –Thomas Aquinas argumen-
ta– el vestigio no muestra la “species rei”,14 mientras que la similitudo de la
imagen sí lo hace. Una y otra vez Tomás de Aquino usa la misma metáfora
para explicar la diferencia entre la divina revelación natural mediante un
vestigio y mediante una imagen: “Non enim, si aliquid esset simile mei
quantum ad albedinem, diceretur imago mei propter hoc esse in eo; sed ad
hoc quod illa similitudo habeat rationem imaginis, oportet quod sit simile
mihi in figura. Nam figurae videntur <esse> quaedam signa specierum,
et ex figurarum diversitate significatur diversitas specierum”.15 Esta dife-
rencia entre vestigio e imagen mira a responder a la cuestión an sit Deus, e
incluso quid sit Deus en el sentido de los divina attributa: todo esto ha sido
tratado ya, y en cierto modo aclarado. Ahora la cuestión es si la Trinidad
es revelada en Su imagen, y cómo lo es. Una rápida y más bien obvia
respuesta sería: la Trinidad es revelada en su imagen en el sentido de la
imagen, tanto como es revelada en el vestigio en el sentido del vestigio.16
La imagen la revela como la figura del David revela el David histórico, el

14
Ibid., q.3, a.2.
15
Ibid.
16
“(…) forma recepta sequitur modum recipientis quantum ad aliquid, prout habet esse in su-
biecto; est enim in eo materialiter vel immaterialiter, uniformiter vel multipliciter, secundum
exigentiam subiecti recipientis. Sed quantum ad aliquid forma recepta trahit subiectum reci-
piens ad modum suum: prout scilicet nobilitates quae sunt de ratione formae, communicantur
subiecto recipienti. Sic enim subiectum per formam perficitur et nobilitatur”. Thomas Aquinas,
Quaestiones disputatae de veritate, en Sancti Thomae de Aquino Opera Omnia, tomus XXII, vol. i
(Praefatio – qq. 1-12), Iussu Leonis XIII P. M. edita, cura et studio fra­trum praedicatorum, Romae
1970, q. 12, a.6, ad 4.
394 Santiago Argüello

vestigio la revela al modo como la blancura de una piedra informe revela


la piel blanca del David real.
Entonces tenemos que el ser, los atributos (bondad, potencia, etc.) y la
trinidad propios del vestigio no son todavía participaciones divinamente
específicas, puesto que ellas están ontológicamente debajo de la divina especie.
Por el contrario, el ser, los atributos y la trinidad propios de la imagen son
participaciones de la divina especie, que es intelectual. Así, la imagen es en
cierta manera intelectual –tiene intelectualidad–, como Dios es intelectual: Él
no tiene intelectualidad, la es. Tener intelectualidad constituye la mens. El ser
de la mente es intelectual; la potencia mental, o su bondad (o maldad) es inte-
lectual; la trinidad mental –memoria, inteligencia, voluntad– es intelectual.
Lo específico de Dios y de su imagen es lo intelectual, no lo sensible,
menos aun lo vegetal. La imagen es de Dios porque tanto la imagen como el
ejemplar son seres intelectuales, pero –como recién se dijo– porque la imago
no es la intelectualidad sino que la tiene por participación, entonces la ima-
gen es mens. Por supuesto, la imagen no sólo es o está en la mente, sino que,
en la imagen, el ser mental se transmite al ser de aquellas partes que en otras
cosas se llama ‘vestigio’ (estas otras cosas sólo tienen el ser del vestigio, no
el de imagen.) El hombre se dice imagen gracias a que tiene intelectualidad:
“Species autem uniuscuiusque rei est ultima perfectio eius; unde species ho-
minis sumitur ex eo quod intelligit, eo quod est ultima perfectio hominis”.17
Habría que aclarar que en este contexto Aquinas está usando la palabra per-
fectio a un nivel estrictamente específico o formal: la intelectualidad es la úl-
tima perfección [específica] del hombre, y no la animalidad o vegetalidad. Y
porque esto es así, entonces el hombre es un ser mental, es decir, es imago Dei,
y no vestigium Dei. Los animales y las plantas son vestigia Dei. La animalidad
y la vegetalidad humana en cierto sentido son imago Dei ya que participan
del ser mental, que es la perfección humana última. Ahora bien, este poder
participar de la mentalidad o intelectualidad sólo es posible superando el
orden formal, y considerando el orden del esse ut perfectio perfectionum. En el
solo orden formal, el hombre es también vestigium Dei en razón de aquellas
partes que no son formalmente intelectuales, es decir, aquellas partes del
alma y cuerpo que no son mens.
Por tanto, la aclaración que Tomás hará, con otros textos suyos a este
artículo de la Lr, es que sólo en el orden de lo específico la última perfección
de ambos entes –Dios y su imagen– es el ser inteligente.18 Porque esta

17
Lr, d.3, q.3, a.2.
18
“Ergo ultima perfectio quam possumus considerare in ipso Deo est quod sit perfectissime
intelligens, dicendum quod solum imitatio alicuius creaturae ad Deum quantum ad intelligere
La similitudo Dei según el esse humanum 395

teoría está ideada desde la vía lógica de la composición, no de la perfección.19


Es decir, está ideada en relación a los grados esenciales o específicos de
perfección, y con ello queda desatendido tanto el esse como lo más perfecto
en toda entidad y, como consecuencia suya, la pertenencia a la imago Dei
de todas aquellas partes que en el individuo humano no son estricta o
formalmente mens. Éste es precisamente el punto problemático para San
Agustín, pues para él la imago es o está únicamente en la parte superior
del alma humana, esto es, en la mens.
Según el texto citado en el n. 18, la imagen imitaría a Dios principal-
mente por tener intelectualidad –ser mente según la repartición trinitaria
de las potencias–, pero el asunto que Tomás debate a Lombardo es que la
imago imita a Dios principalmente por ser intelectual. Tener intelectualidad
subraya la pasividad de la recepción por la cual la esencia del hombre tiene
dicha perfección –subraya la esencia–. Ser intelectual, en cambio, subraya
la actividad según la cual la esencia humana ejerce, mediante sus potencias
activas, la perfección intelectual, y la ejerce gracias a que no sólo la tiene
sino que la es. Es decir, la perfección intelectual según su tenencia, o bien
es considerada estable conforme a la esencia humana, que es establecida o
estáticamente intelectual porque tiene intelectualidad; o bien es conside-
rada inestable o dinámica y accidental conforme a la potencia activa que
ejerce dicha perfección. –Pero, si se considera que el hombre no sólo tiene
establemente la especificidad intelectual, sino que también su mismo ser es
intelectual, y lo es en potencia infinita según que no lo es por esencia sino
por participación, entonces la estabilidad es necesariamente vista como un
retroceso ontológico y el dinamismo como un progreso. Ahora bien, no es
éste cualquier dinamismo, sino el dinamismo que sin destruir la esencia
intelectual la perfecciona infinitamente. Es decir, no es uno al modo acci-
dental dependiente de la materia sino al modo reflexivo.20

solum constituit imaginem Dei in ipsa creatura. Vnde quia huiusmodi imitatio in creaturis
inferioribus solum invenitur in homine, cum ceterae creaturae irrationales careant intellectu,
homo autem ex intellectu suo intelligit et vult et amat, ideo solum in homine dicitur esse imago
Trinitatis secundum illa tria, scilicet memoriam, intelligentiam et voluntatem, quae quidem cum
sint in mente, dicitur imago Trinitatis esse in mente”. Ibid.
19
Vid. Thomas Aquinas, Summa contra gentiles, en Sancti Thomae Aquinatis Opera Omnia, tomus XIII
(liber I et II), Iussu edita Leonis XIII P. M. Ad codices manuscriptos praesertim sancti doctoris
autographum exacta et summo pontifici Benedicto XV de­dicata cum commentariis Francisci de
Sylvestris Ferrariensis, Cura et studio fratrum praedicatorum, Romae, Typis Riccardi Garroni
1918, c.52; cfr. Javier Pérez Guerrero, La creación como asimilación a Dios. Un estudio desde Tomás de
Aquino, Eunsa, Pamplona 1996, pp. 40ss.
20
“(…) in sensu non potest esse imago Trinitatis propter duas rationes. Vna ratio est quia <in
sensu> illud quod cognoscit venit ab extrinseco, non in se; unde <non> perficiatur nisi ab exteriori,
sicut oculus non potest videre nisi mediante luce. In intellectu autem est ab intrinseco et ab ipsa es-
396 Santiago Argüello

De este modo se ve cuán importante es, según el Aquinate, la consideración


del esse simile respecto 1) a la conectividad y unidad de las partes inferiores a la
mens –lo que corresponde al vestigium en las entidades inferiores al hombre–
con ella; y 2) a la perfectibilidad infinita de la imago, que no sólo tiene mente,
sino que, más radicalmente visto, por el hecho de tenerla, es mental.
Es así, pues, que la consideración esencial de Dios como lo máximamente
inteligente, y de su imagen como lo que tiene inteligencia, y, por lo mismo, es
una mens, tiene su límite, y hasta su riesgo. Pero es la misma Lr la que una
vez más saca a relucir el pensamiento tomasiano más elaborado y maduro,
salvando aparentes contradicciones doctrinales.21 Propiamente, la forma o
especie divina es ser (no ser inteligente), ya que el efecto creado propio es
ser (no entender). La razón del «retraso» de esta afirmación no es otra que
la manera de nuestro entender, de nuestra lógica. Para alcanzar verdades
metafísicas necesitamos aprender primero lógica, y operar de algún modo
con ella siempre: “hoc contingit ex modo intelligendi quo nos intelligimus
esse”.22 Es a partir de y a través de la species (a saber, inteligente), ex parte
subiecti o ex parte obiecti, que podemos conseguir algún entendimiento de la
más alta perfección del esse. Y nuestra lógica mira primero las cosas físicas,
en orden a entender las realidades inmateriales, y finalmente a Dios: “Inte-
llectus autem noster informatus a creaturis intelligit esse secundum quod
est in ipsis. In eis autem esse non est subsistens sed adiacens, et ideo oportet
quod intelligat<ur> per concreationem; in Deo autem est subsistens”.23 Quoad
nos la lógica de la composición viene antes que la lógica de la perfección. Esto
no comporta riesgo alguno siempre y cuando nuestra lógica devenga no sólo
física, sino metafísica y teología (la antropología resultará naturalmente en el
ejercicio de todas ellas). Sería ciertamente nefasto cortar el natural discurso

sentia sua; unde quantum ad hoc repraesentatur consubstantialitas in divinis. Item, in sensu non
est reflexio supra seipsum; oculus enim non videt se. Sed in intellectu est reflexio, quia intelligit
se intelligere, et vult se intelligere, et intelligit se velle, et memoratur se intelligere, et intelligit
se memorari, cum capiant se invicem huiusmodi partes. Et ideo licet imago non sit in sensu, non
tamen propter hoc est removenda a mente”. Ibid., ad 2 (el subrayado es mío).
21
Así, en el artículo que abre Lr, d.8 se lee: “Ultimus autem et completus effectus est ipsum esse,
et respectu huius quaecumque alia sunt in potentia, sicut humanitas in quantum humanitas est
in potentia ad esse. Cum ergo esse sit ultimus effectus in rebus, et Deus sit principale agens et
supremus omnium rerum, esse erit proprius effectus Dei. Quia vero omnis effectus assimilatur
suae causae, ideo oportet quod forma Dei sit ipsum esse, et sic Deus est suum esse”. (Lr, d.8,
q.1, a.1.) Otro caso de aparente contradicción que la misma Lr salva, ha sido magníficamente
mostrado por J. F. Boyle en su “Aquinas’ Roman Commentary on Peter Lombard”. Conferencia
leída en las XLIII Reuniones Filosóficas de la Universidad de Navarra, Panorama de la investigación
contemporánea en Tomás de Aquino, Pamplona, 25 al 27–IV–2005 (en prensa).
22
Ibid., ad 1.
23
Ibid.
La similitudo Dei según el esse humanum 397

que conduce del ser inteligente al ser como perfección última. Porque, como
se ha visto, el ser como perfección última no puede ser otro que uno perso-
nal. Si el ser considerado como la más alta perfección no está por debajo de
la inteligencia, como lo está el ser del vestigio, entonces tal ser no es sólo la
inteligencia sino todas las perfecciones que ese ser unifica y perfecciona en
la unidad de una persona. Así, el pasaje ex modo intelligendi al esse implica no
sólo –sea ex parte subiecti o ex parte obiecti– un pasaje per speciem conforme a
un modo pasivo y estático (aunque éste sea ya un pasaje de carácter meta-
físico), sino también un pasaje per operationem, conforme a un modo activo
y dinámico; pero no una operatio tal como aquella propia de la lógica de la
composición sustancia-accidentes, donde la operación está establecida en el
accidente y la estabilidad en la sustancia, sino una operatio propia de la lógica
de la perfección, donde la actividad está fontanalmente establecida en el esse,
y a partir de éste transportada al resto de las partes del compuesto personal,
esto es, la sustancia con sus diversas potencias. Con todo, es evidente que
la actividad del esse necesita de la actividad de las facultades en orden a
cumplimentar analógicamente, más y más, su infinita actividad posible, no
manifestada en los comienzos. En otras palabras, la perfección del esse en
los entes creados es al mismo tiempo –mas no en el mismo sentido– actual
y potencial; y para reconducir la potencia al acto, es necesario la actividad
de las potencias que miran y sirven a su principio inmediato, el esse, y del
cual emanan. Y por esto, desde la lógica de la perfección, la actividad de las
potencias no es meramente accidental, porque no es meramente formal, sino
que principalmente es una actividad radical del esse de la persona toda.

Santiago Argüello
Universidad Panamericana (Campus Guadalajara, México)

Resumen

La «antropología» tomista es una reflexión sobre lo que significa ser imago Dei. A partir de un texto
recientemente editado de Tomás de Aquino, la Lectura romana, se indaga aquí la desvelación tomista
del esse, primero, como el factor unificante de todas las partes del compuesto humano, divididas bási-
camente entre las partes mentales (lo que para la tradición agustiniana, que llega a Tomás a través de
Pedro Lombardo, constituía específicamente la imagen divina) y aquellas otras propias del vestigium
Dei; y segundo, y en conexión con lo anterior, la pregunta por el esse humanum no sólo se encuentra
formulada en dirección al «principio», hallándolo como elemento aunante, sino también al «final»,
como aquello que perfecciona la imago, según una similitudo Dei de dinamismo infinito.
La reconciliación
de la conciencia kierkegaardiana

1. Introducción

La subjetividad singular propuesta por Kierkegaard ha sido acusada de


un irreparable solipsismo, hundido en una desesperación casi inhumana
y escindido por una contradicción insuperable. J. Wahl, por ejemplo, habla
de un infeliz e imposible amor por lo absoluto, mientras que T. Adorno se
refiere a la pasión autodestructiva del yo kierkegaardiano. M. Taylor alude
a la nostalgia de una reconciliación nunca presente y G. Marcel considera a
Kierkegaard como el menos humanista de todos los filósofos. Finalmente,
L. Chestov sostiene que ni siquiera Dios mismo toleraría el cristianismo de
Kierkegaard. Debemos admitir que Kierkegaard ofrece más de un motivo
para tal juicio crítico. En efecto, la idea de una contradicción entre Dios y el
hombre natural, la afirmación del martirio como la única y verdadera expre-
sión de la verdad absoluta y la comprensión del mundo como una prisión son
algunas de las razones que podrían sugerir un pesimismo existencial y una
depreciación de la vida casi inhumana.
Sin embargo, la afirmación de la conciencia infeliz como el resultado defini-
tivo de la existencia singular nos parece una solución parcial y excesivamente
simplista, que ignora los principios fundamentales de la filosofía kierkegaar-
diana. En efecto, más allá de esta dialéctica desesperada, hay en Kierkegaard
una intención sintética y totalizadora, en la cual se funda y a la que retorna
toda contradicción existencial. Estas breves líneas intentarán justificar la afir-
mación de una conciencia reconciliada que, lejos de aprobar un pesimismo
existencial, sostiene el presente más esperanzado de la existencia humana.


J. Wahl, Études kierkegaardiennes, Vrin, Paris 1949, pp. 451-452.

T. Adorno, Kierkegaard, Monte Avila, Caracas 1969, p. 196.

M. Taylor, “Self in/as other”, en Kierkegaardiana, 1984 (13), pp. 64ss.

G. Marcel, Kierkegaard vivo, Alianza, Madrid 1968, p. 216.

L. Chestov, Kierkegaard y la filosofía existencial, Sudamericana, Buenos Aires 1965, p. 223.
400 María J. Binetti

2. La reconciliación inmanente del yo


El pensamiento kierkegaardiano define al yo o bien –lo que es igual– al
espíritu como la autoconciencia activa de una síntesis, que unifica todos
los elementos opuestos constitutivos de la naturaleza humana. Finitud e
infinitud, tiempo y eternidad, posibilidad y necesidad, ser y pensamien-
to, querer y deber, idea y fenómeno, etc., son algunos de estos elementos
llamados a reconciliarse en la subjetividad espiritual, a fin de devenir un
individuo singular existente idéntico consigo mismo, vale decir, un Enkel-
te. Fuera de esta síntesis, la subjetividad permanece en una abstracción
irreal, incapaz de lograr la consistencia actual y activa propia del espíritu.
Ciertamente, Kierkegaard ha afirmado más de una vez que la existencia
presupone la contradicción y la contrariedad como motor de su devenir.
Sin embargo, el fin de esta oposición dialéctica reside en la promoción y el
cumplimiento de la identidad personal.
La síntesis del yo se realiza a través de una decisión libre, por la cual las múl-
tiples energías y elementos del espíritu son ordenados y encaminados hacia un
mismo fin, como momentos parciales de una totalidad idéntica. La decisión libre
produce la identidad personal como el punto de llegada de su propia reflexión
interior, en el cual el espíritu asume de una vez toda su esencia y alcanza la
pura unidad consigo mismo. El acuerdo puro del yo consuma su más alta po-
sibilidad como poder efectivo o acción concreta. Y cuando el espíritu deviene
una potencia infinita, el puede lograrlo todo, con solo querer el único objeto al
cual tiende su más profundo deseo, vale decir, su sí mismo.
La reconciliación del espíritu consigo mismo implica su reconciliación
con la naturaleza y el mundo entero, en los cuales debe manifestarse su
acción interior. La libertad kierkegaardiana no es ajena al mundo, porque
su acuerdo supone una correspondencia esencial con la exterioridad que le
pertenece de manera constitutiva. Toda realidad, incluso la más pequeña e
insignificante, es conmensurable con la subjetividad y no puede quedar al
margen del yo, si es que verdaderamente el espíritu se ha decidido en favor
de la síntesis concreta que lo configura. De este modo el individuo existe
en el mundo, reduplicando su intimidad en lo exterior y liberando, bajo la
luz de lo ideal, todos los vínculos que lo sujetan a lo finito y temporal, lo
cual no significa negar lo contingente sino reestablecer su diferencia en el
seno de la identidad personal.


7. Cf. S. Kierkegaard, Søren Kierkegaards Samlede Værker, 1a ed., A. B. Drachmann, J. L. Heiberg,
H. O. Lange (eds.), vols. I-XIV, Gyldendal, København 1901-1906, vol. XI, p. 143.

Cf. S. Kierkegaard, Søren Kierkegaards Papirer, 2a ed, N. Thulstrup (ed.), vols. I-XVI, Gyldendal,
København 1968-1978, vol. X3 A, fragmento 501.
La reconciliación de la conciencia 401

El acuerdo subjetivo del yo asume en la simultaneidad del sí mismo una


multiplicidad de fuerzas temporales y contingentes bajo una misma fuerza
necesaria y eterna. Es verdad que este acuerdo demanda una fuerte lucha
contra las tendencias destructivas y la negatividad del yo. Pero el sentido de
la lucha reside en la más profunda intención de “ser solo uno”. Mientras que
en relación con lo relativo es posible ser múltiples cosas a la vez, en relación
con lo absoluto solo es posible ser unum. Y el unum kierkegaardiano quiere
ser la imagen móvil de ese otro Uno, al cual se vincula por creaturidad.
Cuando Kierkegaard define al espíritu como la identidad sintética del
yo, su propósito consiste en la superación del dualismo establecido por el
intelecto abstracto. En efecto, mientras que este último separa la inteligencia
y la voluntad finitas, el sujeto y el objeto elegido, el acto de elección y su
contenido, la libertad kierkegaardiana los concentra e iguala en la identidad
de un mismo poder, que ha superado los momentos abstractos del ser y el
pensamiento, la voluntad y el entendimiento, la idea y el fenómeno, para
afirmarse en la unidad de una acción total.
Hasta aquí, podríamos justificar la reconciliación de la conciencia en el
nivel inmanente de su realidad subjetiva, donde se establece la alianza entre
lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, lo contingente y lo necesario,
etc. No obstante, hay también un segundo nivel de reconciliación que tras-
ciende la conciencia singular, a saber, la reconciliación con el Otro absoluto,
encarnada en la reconciliación con el prójimo.

3. La reconciliación trascendente del yo

El espíritu no se cumple solo en la síntesis autoconsciente de todos


los elementos que componen la naturaleza humana, sino también –y de
manera inseparable– en la relación esencial con Dios y con el prójimo. La
identidad espiritual se sostiene en la unión trascendente con el Otro ab-
soluto y con los otros hombres, de manera tal que no hay individuo fuera
de esta doble comunión.
Dios es –para Kierkegaard– el absolutamente Otro, separado del hombre
por una “diferencia cualitativa” infinita. Sin embargo, Dios es también “el
Único, el Uno y el Todo”10 en Quien están el ser, la vida y el movimiento,


Ibidem, X4 A 571.

Ibidem, VIII1 A 414.
10
S. Kierkegaard, Søren Kierkegaards Samlede Værker, vol. VIII, p. 135.
402 María J. Binetti

de donde Él es “tu prójimo, tu más próximo, lo mas cercano a ti”.11 De esto


es posible inferir dos conclusiones. En primer lugar, que en el fondo de lo
real reside lo Absoluto, y en Él los opuestos coinciden y todo es todo. En
segundo lugar, es posible inferir que la libertad está llamada a encarnar
esta unidad trascendente en el instante de la decisión. Si la existencia une
finitud e infinitud, tiempo y eternidad, posibilidad y necesidad, ella puede
hacerlo porque el fondo de lo real es simplemente Uno. Porque hay Uno y
el individuo se descubre ante su presencia, el universo entero brilla en la
semejanza. La relación con lo Absoluto libera la identidad personal, per-
mitiéndole subsistir, en El y por El, como en su Uno y Todo. Su absoluta
Diferencia sostiene la subjetividad y su Presencia dilata el tiempo de la
existencia en un encuentro siempre renovado. Dicho brevemente, la radical
Alteridad del Dios kierkegaardiano es igualmente presencia e identidad.
Por otra parte, Kierkegaard sostiene que el singular es ese sujeto para
quien “alcanzar la realidad significa igualmente querer existir para todos los
hombres hasta que las fuerzas resistan”.12 Según esta existencia relacional,
queda claro que el individuo no es una monada cerrada y refractaria a la
comunicación intersubjetiva, sino una existencia irradiada ad extra y estable-
cida, delante de Dios, también frente a los otros. No hay sí mismo sin Otro y
no hay tampoco sí mismo sin los otros. La capacidad de la propia interiori-
dad para prolongarse en una relación subjetiva con todo ser humano deter-
mina la existencia del prójimo, de manera tal que el espíritu se determina
como una realidad perfectamente relacional, establecida en la proximidad
del otro y en la máxima comunicación de la existencia personal.
Para cada individuo, su prójimo es un “asunto de conciencia”13 al cual
debe responder. Del mismo modo que el hombre natural tiene amigos y
padres y hermanos, el individuo tiene prójimo, y lo ama infinitamente
más de lo que los hombres aman a sus objetos privilegiados. El singular
se ama a sí mismo en su prójimo y ama al prójimo en sí mismo, según una
relación de igualdad que paradójicamente conserva la diferencia. Devenir
singular significa entonces devenir prójimo del otro, realizando –delante
de Dios– la esencial identidad entre todos los hombres.

11
S. Kierkegaard, Søren Kierkegaards Papirer, III A 165.
12
Ibidem, X1 A 632.
13
S. Kierkegaard, Søren Kierkegaards Samlede Værker, vol. 9, pp. 130 ss.
La reconciliación de la conciencia 403

4. La contemporaneidad

Lo que hemos dicho hasta aquí podría resumirse en una categoría a


través de la cual Kierkegaard expresa ejemplarmente la identidad del yo
consigo mismo, con Dios y con el prójimo, vale decir, el concepto de «con-
temporaneidad», con el cual se indica la autopresencia actual del individuo,
lograda por la relación trascendente al Absoluto en el instante de todos los
momentos pasados y futuros. En las propias palabras de Kierkegaard: “ser
perfectamente presente a sí mismo es el fin supremo, la tarea suprema de
la vida personal, su poder”.14 La subjetividad tiene el poder de afirmarse
en un puro acuerdo, donde el tiempo y la eternidad, el mundo y el yo, el
singular y el otro despliegan mutuamente la plenitud de su presencia.
Ser contemporáneo de uno mismo indica la presencia actual y activa de
la subjetividad, sostenida por Quien es pura Presencia. Y dado que tal es
el poder supremo de la vida, Kierkegaard asegura que quien es “presente”
es “poderoso”, aludiendo al doble sentido temporal y modal del término
latino praesent.15 El poder de la presencia constituye la potencia suprema
del espíritu, elevado al superior dinamismo de lo real. Él ha vencido la
inoportuna impotencia de lo múltiple por la fuerza transparente de su
manifestación total. La contemporánea presencia del sí mismo confirma
la plena actualidad del espíritu y asegura al individuo contra la pérdida
de sentido de su aspiración.
El sujeto kierkegaardiano no subsiste en el orden de la alienación sino
en el de una experiencia metafísica, que refleja la fundamental estructura
de la existencia humana, singular y universal a la vez, humana y divina,
temporal y eternal. La alianza del fenómeno y la idea, lo finito y lo infinito,
lo posible y lo necesario, la existencia y la esencia, recibe en la contempo-
raneidad la certeza de un sí mismo, afirmado en la unidad con Dios y el
prójimo. La contemporaneidad no solo indica la asunción de lo múltiple y
temporal en el instante de la decisión, sino también la presencia de Quien,
lejos de negar la identidad, sustancializa el unum personal en su Diferen-
cia. Ella indica además la recreación del mundo entero y la incorporación
de la singularidad al universo.
Quien es contemporáneo a sí mismo renuncia tanto a la ilusión del
recuerdo como al temor del mañana, porque concentra todo su ser en un
único instante, superador de la temporalidad. Quien no lo es, por el con-

14
S. Kierkegaard, Søren Kierkegaards Papirer, VII2 B 235.
15
S. Kierkegaard, Søren Kierkegaards Samlede Værker, vol. 10, p. 78.
404 María J. Binetti

trario, se convierte en el más infeliz de los mortales, porque ha perdido


la verdadera sustancia de su vida. El más infeliz es, para Kierkegaard,
quien niega tanto su presencia como su presente y se resigna a vivir en la
fantasía del pasado o del futuro. Él renuncia a su propia identidad y con-
vierte en impotencia tanto la memoria como la esperanza verdadera. La
subjetividad auténticamente libre, en cambio, se posee a sí misma y toda
su existencia converge en la misma fuerza continuada de una eternidad
efectiva. En palabras de Kierkegaard: “¿qué es la alegría o qué es ser feliz?
Es ser verdaderamente presente a sí mismo, lo cual significa serlo hoy, ser
hoy, ser verdaderamente hoy”.16
La presencia del yo a sí mismo es obra del desarrollo reflexivo del
espíritu y se consuma en la decisión, por la cual el yo “experimenta toda
su energía personal” y “se siente en posesión de todo lo que es”17 sin otra
alternativa que su propia afirmación. La decisión es para Kierkegaard “lo
uno por esencia”,18 a partir de la cual es posible toda otra unidad. Eligién-
dose a sí misma la subjetividad lo decide todo y su presencia comulga con
la totalidad de lo real. El hecho de que la libertad cumpla el sentido de la
contemporaneidad significa que su acción reduplica al yo como sujeto y
objeto, acto y contenido, fuente y fin de su propia reflexión. Desde este
punto de vista, la contemporaneidad indica la pura actualidad del espíritu,
que es igualmente actividad continuada en el tiempo y abierta a lo finito.
Mientras que la acción de la libertad concentra su intensidad en una reali-
dad trascendente, el ritmo constantemente abierto de su presencia abre al
espíritu hacia lo otro y lo confirma, en el mundo, mas allá de él.
La identidad del yo es, en el tiempo, un continuo proceso de diferen-
ciación y adquisición, privado de un punto final pero sin embargo total y
concreto en cada instante de su acción. Precisamente por la ausencia de un
punto final, la subjetividad subsiste en una continua manifestación. Esto
no significa que ella represente la enajenada conciencia infeliz de quien
desea lo imposible, sino más bien la inagotable apertura hecha posible por
su consumación instantánea. Es verdad que las diferencias relativas son
permanentemente reinstaladas en el tiempo, pero su reestablecimiento
tiene el simple sentido de la unidad, sobre la cual se fundan y a la cual se
ordenan las fuerzas del sí mismo.

16
Ibidem, vol. 11, p. 40.
17
Ibidem, vol. 2, p. 40.
18
Ibidem, vol. 8, p. 180.
La reconciliación de la conciencia 405

5. La unidad del amor

Si es posible para el yo recuperar su identidad originaria, tal posibilidad


reside en el amor: vínculo de la perfección y fuerza de unidad. El amor
pronuncia la última palabra del pensamiento kierkegaardiano, porque él
designa el único poder capaz de borrar la fuerza de la contradicción y la
impotencia de la nada. La positiva resolución de lo que a menudo ha sido
acusado de una tragedia dialéctica reside en la afirmación de este amor,
capaz de unir en la diferencia.
Kierkegaard ha sancionado su excelencia con el siguiente alegato: “¿Qué
es lo que perdura cuando todo cambia? El amor. ¿Qué es lo que queda
cuando lo parcial desaparece? El amor. ¿Qué es lo que testimonia cuando la
profecía guarda silencio? El amor. ¿Qué es lo que persiste cuando la visión
desaparece? El amor. ¿Qué es lo que da la explicación cuando el discurso
oscuro termina? El amor […] ¿Qué es lo que permanece para siempre inmu-
table cuando todo cambia? El amor, y solo es amor lo que nunca cambia por
otra cosa”.19 Los privilegios de inmutabilidad, permanencia y certidumbre
obedecen a ser el amor la fuente de todo y el fundamento más profundo de
la vida espiritual, lo cual implica una doble consecuencia. En primer lugar,
que a este fundamento originario debe retornar todo desarrollo espiritual.
En segundo lugar, que él designa el nombre sustantivo de Dios, en Quien se
funda la subjetividad. En el amor, lo libremente separado retorna a lo Uno,
afirmando su individualidad en la unidad diferenciada de lo divino.
Si la contemporaneidad define la autopresencia espiritual, el elemento
de su cumplimiento es el amor, “por naturaleza enteramente presente en
todas partes” y “por esencia inagotable en toda su riqueza”.20 Además, si la
tarea del yo consiste en recuperar su esencial pureza, el amor es el funda-
mento, la obra y el constructor de la individualidad, porque en él todo es
unidad y lo uno realiza lo efectivo. Su permanencia excluye toda dialéctica
tanto como su inmutabilidad descansa en la igualdad. El momento del
amor determina una plenitud total y simultánea, cuyo temporal devenir
constituye el desarrollo continuo del yo.
Pero la identidad del amor no solo reconcilia al yo consigo mismo y con
Dios sino que recrea la realidad del prójimo. El yo y el prójimo son, para
Kierkegaard, lugares paralelos del amor, de manera tal que su reconcilia-
ción se justifica como la actual y activa realización de la igualdad esencial

19
Ibidem, vol. 3, pp. 273-274.
20
Ibidem, vol. 9, p. 7.
406 María J. Binetti

entre todos los hombres. El individuo se ama a sí mismo en su prójimo y


ama al prójimo en sí mismo, por una feliz igualdad que paradójicamente
mantiene la diferencia mientras recrea la identidad. Antes y más allá de
toda dialéctica espiritual reside la perfecta e indiscriminada Unidad del
amor, para religar y purificar lo que la existencia distingue y separa. A
través del amor, la angustia y la desesperación superan lo imposible y todo
hombre deviene contemporáneo con lo eterno. Tal es su fuerza que ella sola
logra restaurar el poder de lo que era nada.
La novedad de la existencia kierkegaardiana es la reconciliación de
todo en el individuo y del individuo en el todo, por la acción libre del amor
como vínculo perfecto. Más allá de la fe, la separación y la nada, el amor
garantiza la semejanza y consuma la fuerza de una acción que ha vencido
su propia dialéctica. Quizás muchas interpretaciones del pensamiento
kierkegaardiano –tan prolíficas en el tema de la angustia y la posibilidad,
la desesperación y la culpa, la trascendencia y la subjetividad– no han
insistido lo suficiente en la idea del amor como la efectiva necesidad del
espíritu y el elemento vivo del sí mismo.
La paradoja fundamental del pensamiento kierkegaardiano reside la pa-
radoja del amor: ese misterio de la diferencia en la afirmación de la identidad
singular. El amor es el órgano de la reconciliación y, por la misma razón, el
órgano de la libertad. El sostiene la aspiración continua de la existencia y el
cumplimiento de lo real. En el supremo ápice de su ruptura, la subjetividad
kierkegaardiana descubre la omnipotencia del don amoroso, y a partir de
allí su dolor se invierte en plena alegría. La realidad singular subsiste en el
amor, y si su libertad debe ser una continua posibilidad, ella será entonces
un continuo y repetido acto de amor. Con esta conclusión, la tragedia dia-
léctica de la existencia kierkegaardiana parece convertirse en una alegría
rejuvenecida, porque no es la caída de la libertad lo que la mueve sino el
éxito siempre nuevo del amor, fuente inagotable de dicha y esperanza.

6. Conclusiones

Estas breves líneas han intentado mostrar el profundo equilibrio del


pensamiento kierkegaardiano y el esencial optimismo de su concepción
existencial. No podemos negar que –para Kierkegaard– la existencia hu-
mana conserva siempre una herida, pero la conserva como el precio de
una presencia superadora. Cuando las fuerzas humanas parecen decaer
y la nada oscurece el horizonte, entonces comienza el amor, para afirmar
La reconciliación de la conciencia 407

al yo más allá de sí mismo. Cuando ya no caben posibilidades y el paraíso


parece perdido, el individuo renace del amor. Porque la verdad del amor
lo cree todo sin ser nunca engañado y lo espera todo sin estar nunca con-
fundido, sobre su unidad descansa la existencia.
Muchos intérpretes han afirmado que el ideal humano propuesto por
Kierkegaard resulta inalcanzable y su perfección inhumana. Otros han
considerado que “Kierkegaard no es el compañero de todos los días, aun-
que pueda ser el compañero de ese domingo de la vida al cual le sigue el
día de trabajo”.21 Por encima de estas interpretaciones, creemos que el men-
saje kierkegaardiano consiste en que la vida entera es ese gran domingo
del trabajo. La vida entera es ese mismo individuo, llamado a reconocerse
en cada afirmación, en cada negación, en acto de amor.
Para el hombre singular existente, la pura y absoluta identidad reside
en la más cotidiana y simple de las tareas. La grandeza está allí, ante noso-
tros, en la renovada tarea de todos los días. Porque no es en la abstracción
ni en la fantasía donde se encuentra la eternidad de la presencia, sino en
el aquí y ahora del yo. La existencia kierkegaardiana, juzgada por muchos
inhumana e imposible, describe la simple vida del hombre común, en el
reflejo autoconsciente de quien se quiere simplemente como «yo».

María J. Binetti
CIAFIC – CONICET

Resumen

Muchos autores han interpretado el pensamiento de Søren Kierkegaard como una tragedia dia-
léctica, cuyo resultado inevitable sería el hundimiento del yo en una conciencia irreconciliable.
Ciertamente, hay en Kierkegaard más de una idea que parecería aprobar esta interpretación.
No obstante, y por encima de esta dialéctica desesperada, hay en su pensamiento una intui-
ción totalizadora y una decisión de unidad que sostiene por entero la existencia humana. La
intención más profunda de la dialéctica libre es la identidad personal, que no permanece como
un fin inalcanzable sino que concreta su unidad en la presencia de sí mismo delante de Dios y
junto a los otros.

21
F. Lombardi, Kierkegaard, La Nuova Italia, Firenze 1936, p. 9.
Aportes de la epistemología contemporánea
a las relaciones ciencia-fe

1. Introducción*

Si tenemos en cuenta que la gran mayoría de la epistemología contem-


poránea (particularmente la de tradición analítica) se ha hecho a espaldas
de la metafísica, difícilmente se pueda ser optimista respecto de los resul-
tados de un trabajo que pretenda presentar aportes de ésta a las relaciones
entre ciencia y fe porque, como remarca claramente Juan Pablo II en su
Encíclica Fides et Ratio, una filosofía que se haga a espaldas de la metafísica
nunca será verdadera filosofía.
Sin embargo, también es cierto que, como afirmó san Justino respecto
de los paganos, todo cuanto dijeron de verdad nos pertenece a nosotros los
cristianos y que hasta en los lugares más insospechados pueden encon-
trarse semillas de verdad. Pero aún aceptando esto, podría reobjetarse que
si bien es cierto que pueden encontrarse fecundas semillas dispersas en de-
siertos metafísicos, no será una buena estrategia emprender ese dificultoso
camino si a la vuelta de la esquina, en los generosos graneros de nuestra
rica tradición metafísica, los granos sobreabundan. Pero creemos que algu-
nas semillas sólo pueden encontrarse perdidas en medio del desierto, esto
es, algunas ideas interesantes sólo han germinado en los metafísicamente
áridos campos de la filosofía analítica. No necesariamente debía ser así,
pero así fue. Podrían haber surgido en el seno de una tradición metafísica
abierta a la trascendencia pero, por lo general –y esto es innegable–, rara
vez ha sido prioridad de esta tradición la preocupación por la ciencia empí-
rica. Los grandes maestros de esta tradición (Platón, Aristóteles, Agustín,
Tomás) han vivido antes de que surgiera la ciencia en su formato actual
y sus seguidores los han seguido también en sus intereses fundamental-

*
Este trabajo es un resumen del que recibiera el subsidio en el marco del “Programa de Estímu-
lo a la Investigación y aportes a la docencia” de la Facultad de Filosofía, Universidad Católica
Argentina, 2005.

Cfr. sobre todo nº 5, 55, 61, y 68.

S. Justino, Segunda Apología, capítulo XIII, en Apologías, Aspas, Madrid 1943.
410 Christián C. Carman

mente metafísicos, antropológicos y éticos. Quienes, en cambio, niegan


habitualmente la metafísica o, al menos, tienen una actitud cautelosa frente
a ella, prestan una especial atención (a veces desmedida, no hay por qué
negarlo) a la ciencia. La han estudiado con la desesperación con la que un
naufrago se aferra al único pedazo de madera que le permite no hundirse
y creo –ésta es una opinión personal­– que han hecho contribuciones epis-
temológicas que pueden ser incorporadas en una metafísica realista.
Ahora bien, para comprender una relación tienen que conocerse, evi-
dentemente, los términos de esa relación. En nuestro caso, si deseamos
entender la relación que hay entre ciencia y fe debemos, sin duda, saber
qué es la ciencia y qué es la fe. Si la epistemología contemporánea ha com-
prendido como ninguna otra tradición filosófica anterior algunas caracte-
rísticas de la ciencia, pueden tomarse de ellas algunas ideas prestadas que
harán repensar las clásicas relaciones que la ciencia tiene con la fe. Ése es
el objetivo del presente trabajo.
Para llevar a cabo nuestro objetivo, en una primera parte presentaremos
de manera esquemática y resumida las relaciones entre fe y ciencias según
pueden ser planteadas en la tradición metafísica clásica. Utilizaremos a
Maritain como representante de dicha tradición. En un segundo momento
describiremos brevemente cuáles han sido las contribuciones epistemoló-
gicas de la filosofía del siglo XX que pueden ser relevantes para nuestro
objetivo. Finalmente, en un tercer momento, trataremos de aplicar esas in-
tuiciones epistemológicas a las relaciones ciencia-fe, haciéndolo sólo en un
caso particular que, a modo de ejemplo, esperamos que sirva de estímulo
para seguir repensando las posibles contribuciones.
El espíritu que inspira este trabajo, el de acercarse a otras tradiciones
filosóficas con la esperanza de encontrar verdades interesantes y no con el
ánimo de condenarlas por ser incompatibles con la propia tradición lo he
mamado, sin ninguna duda, de la actitud que siempre mostró Courrèges
en las clases de Metafísica y Gnoseología que he tenido el privilegio de
cursar con él.


E. Rabossi, Análisis Filosófico, Lenguaje y Metafísica. Ensayos sobre la filosofía analítica y el análisis
filosófico “clásico”, Monte Ávila Editores, Buenos Aires 1977, pp. 37-39.
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 411

2. Las relaciones Ciencia-Fe en la tradición tomista

No es fácil encontrar planteos sistemáticos acerca de la relación ciencia-


fe en la tradición metafísica clásica. Mucho más común es hallar el planteo
de las relaciones de la teología con la filosofía por un lado, y de la filosofía
con las ciencias por el otro. Sin embargo, a partir de este par de relaciones
no parece difícil deducir cuáles son las relaciones entre ciencia y fe, me-
diando entre ellas la filosofía.
Aquí seguiremos el planteo que de ambas relaciones hace J. Maritain
como un representante indiscutido (aunque, por supuesto, no el único) de
la tradición que estamos tratando y, a la vez, versado en y preocupado por
las ciencias de su época. Y, a partir de ellas, deduciremos cuáles deben ser
las relaciones entre ciencia y fe.

2.1. Filosofía y Ciencias

Para comenzar por el final, digamos que para Maritain, las ciencias par-
ticulares están sometidas a la filosofía porque ésta las dirige, las defiende
y las juzga (y en todo caso las corrige). Veamos brevemente este último
aspecto. Según Maritain, si un científico se equivoca en su propio campo,
la misma ciencia puede juzgarse y rectificarse a sí misma, y en este sentido
es autónoma. Pero si el error cometido atenta contra la verdad de la meta-
física, será ésta la que debe juzgarla. A ella corresponde, por lo tanto,

juzgar a todas las demás ciencias humanas, en el sentido de condenar


como falsa toda proposición científica incompatible con sus propias
verdades.

También corresponde a la filosofía juzgar si el juicio emitido por el cien-


tífico es realmente incompatible con una verdad filosófica, si realmente hay
invasión de campo; porque si hay una verdadera invasión,

la proposición física de que se trata, no es verdadera, ya que una verdad


no puede ser contraria a otra verdad. El físico deberá, pues, en seme-


J. Maritain, Introducción a la filosofía, Club de Lectores, Buenos Aires 1976, p. 90.
412 Christián C. Carman

jante caso, inclinarse delante de la filosofía, y comenzar de nuevo su


razonamiento y sus experiencias.

En una nota a pie de página, Maritain agrega que, de hecho siempre


nos encontramos en presencia,

no de la filosofía, sino de los filósofos, y que los filósofos son falibles. Un


filósofo puede engañarse juzgando una proposición de física; pero esto
no prueba que no tenga el derecho de juzgarla. Un físico puede, pues,
en ciertos casos seguir manteniendo una proposición de física contra un
filósofo que la declara incompatible con una verdad filosófica. Pero es
porque la evidencia que tiene de esta verdad de física le da fundamento
para concluir que el filósofo se ha equivocado al emitir su juicio.

Si, por el contrario, una proposición filosófica es incompatible con una


verdad física, no pertenece a la física el juzgarla, sino a la misma filosofía,
que deberá discernir si verdaderamente y en qué medida, es incompatible
con la verdad de física en cuestión.
En resumen, es la filosofía la que juzga si una proposición aparente-
mente científica ha trascendido su campo y si al haberlo hecho se opone
o no a las verdades de la filosofía. Por ello puede decirse legítimamente
que la filosofía es scientia rectrix (aliarum scientiarum), ciencia rectora de las
demás ciencias.
Nótese que Maritain, en su planteo, contempla dos posibilidades. La
primera es la de “una proposición de física que parezca incompatible con
una verdad de la filosofía” y la segunda “una proposición de filosofía que
parezca incompatible con una verdad de la física”, en ambos casos, entonces
se supone que una proposición se opone a otra que es verdadera. Como
ya conocemos –por el mismo planteo­– que una de ellas es verdadera y
sabemos, además, cuál lo es, no resulta difícil establecer cuál deberá re-
pensarse. El planteo deja en claro que en ambas situaciones es la filosofía
la que juzga (juzga a la ciencia o se juzga a sí misma). Pero no resuelve el
interesante problema de qué debemos hacer cuando dos proposiciones
(que no sabemos si son verdaderas o, para el caso es lo mismo, que cree-
mos que ambas son verdaderas) se oponen entre sí, una proveniente de la
filosofía y otra de la ciencia.


Ibidem.

Ibidem, n. 98.
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 413

2.2. Filosofía y Teología

En general, en la tradición tomista, las relaciones entre filosofía y teología


se ven como un caso particular de aquella que existe entre razón y fe. Mari-
tain sostiene que, puesto la teología es una ciencia superior, debe juzgar “a
la filosofía del mismo modo que la filosofía juzga a las ciencias” (Maritain
(1976): 102). Corresponde, por lo tanto, una dirección, pero negativa

que consiste en declarar falsa toda proposición filosófica incompatible


con una verdad teológica.

Como se ve, es la misma función que la filosofía cumplía con las cien-
cias empíricas pero con la única salvedad de que en la teología no existe la
posibilidad de revisión porque la certeza, en su caso, es absoluta.
Finalmente, destaca Maritain que por los servicios que la filosofía pres-
ta a la teología, aquélla es lícitamente llamada ancilla theologiae. A su vez,
como habíamos visto, la filosofía es scientia rectrix (aliarum scientiarum). Por
lo tanto, la teología es regina rectricis (aliarum scientiarum). Y creo que esta
expresión resume bien la idea que subyace a toda la tradición metafísica
cristiana: la teología, por la certeza de su método, puede y debe ejercer
sobre las ciencias particulares un control indirecto que consiste, parafra-
seando a Maritain, en declarar falsa toda proposición científica incompa-
tible con una verdad teológica. Puede no haber acuerdo –y en efecto no
lo hay­– entre los autores de esta tradición respecto de si de hecho hay o
incluso de si puede haber proposiciones genuinamente científicas que sean
incompatibles con verdades de fe, pero ninguno de ellos duda que, si las
hubiere, sería la teología la que debería imponerse porque, como dice Santo
Tomás, el argumento de autoridad, cuando se trata de la autoridad de los
hombres, es el más pobre de todos, pero si está basado en la autoridad de
Dios, que revela, es el más fuerte y eficaz de todos ellos.


Ibidem, p. 103.

Cfr. Tomás de Aquino, S. Th., I, q.1, a.8, ad. 2.
414 Christián C. Carman

3. Los aportes de la epistemología contemporánea

3.1. Introducción

Por lo general, si a un filósofo de la tradición metafísica se le pregunta


qué contribuciones pueden extraerse de la epistemología contemporánea,
éste responderá que la filosofía de la ciencia del siglo XX ha anulado de-
finitivamente el positivismo según el cual la ciencia era el único modo
de conocer válido. En efecto, los desarrollos epistemológicos del siglo XX
han sido tan exigentes con la ciencia que ya no es sostenible la concepción
hiperinflacionaria de la ciencia que tenía la Ilustración. Y así, los antiguos
debates entre una ciencia soberbia y una fe en retirada ya no tienen lugar,
pues ahora es la ciencia la que se encuentra en retirada. Sin duda todo esto
es cierto, como fenómeno sociológico o, si se quiere, de la historia de las
ideas. Pero habría que notar que la contribución, entonces, no sería apor-
tando nuevas ideas –pues la metafísica tradicional siempre le ha negado
a la ciencia el carácter de exclusividad como forma de conocimiento­– sino
que, simplemente, contribuyó a que se difundiera y aceptara esa idea ya
presente en la tradición metafísica.
En este trabajo queremos ir más allá porque creemos que algunos apor-
tes genuinos de la filosofía de la ciencia pueden iluminar o, por lo menos,
obligan a re-pensar las relaciones ciencia-fe.
Mencionaremos muy esquemáticamente tres contribuciones genuinas
de la epistemología de tradición analítica que creemos echarán nueva luz
sobre las relaciones entre ciencia y fe.

3.2. En la ciencia se pueden distinguir términos teóricos y no-teóricos


por un lado y observacionales y no observacionales por el otro

En las teorías científicas deben distinguirse, por un lado, términos


que refieren a entidades observables (por ejemplo: agua, rojo, calor, etc.) y
términos que refieren a entidades inobservables, que habitualmente son
postuladas para explicar lo observable (por ejemplo: electrón, spin, espa-
cio-tiempo, etc.). Por otro lado, deben distinguirse términos teóricos para
una determinada teoría y términos que no son teóricos para esa teoría. Un
término es teórico para la teoría T, si le pertenece esencialmente, es decir,
si sólo tiene sentido si se acepta esa teoría. Por ejemplo, no tiene sentido
hablar de genes fuera de la teoría genética, de bacterias o virus, fuera de la
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 415

teoría infecciosa de las enfermedades, del átomo fuera de la teoría atómi-


ca, etc. La teoricidad o no de un término depende del lugar que ocupa en
una determinada teoría; la observabilidad o no, de las características de la
entidad a la que refiere ese término, junto con nuestras capacidades per-
ceptivas y desarrollos técnicos. Así, la observabilidad o no de una entidad
puede cambiar a medida que tenemos nuevas técnicas de observación. Está
claro que un mismo término puede ser teórico (por la función que cumple
en la teoría) y observacional (porque finalmente se ha logrado observar la
entidad que designa).

3.3. Un científico trabaja en un programa de investigación


no creyéndolo absolutamente verdadero sino en la esperanza
de que se resuelvan los conflictos que aparecen

Luego de un período inicial dominado por el intento de reconstruir las


teorías científicas mediante estructuras lógicas, a partir de los años 60 co-
mienza un interés cada vez más creciente –al que sin duda ha contribuido
de manera protagónica Thomas Kuhn– por la historia real de la ciencia y
por su sociología. En este período, y como fruto del interés por la historia,
las teorías científicas serán vistas no como sistemas axiomáticos acabados
y congelados en el tiempo, sino como organismos más o menos complejos
que se desarrollan en el tiempo. Se hablará, entonces, no ya de teorías sino
de paradigmas, proyectos de investigación, tradiciones de investigación,
etc. Se aceptará –contra una versión ingenua de Popper– que las teorías
nacen plagadas de conflictos con la experiencia, es decir, nacen “refutadas”,
y que la tarea del científico es ir solucionando esos problemas. Trabajará en
la teoría, por lo tanto, no con la convicción de que se trata de una verdad
definitiva, sino con la esperanza de que los conflictos finalmente se resuel-
van, aunque no sin modificaciones. Lakatos, uno de los representantes más


Una interesante y exhaustiva exposición de la concepción heredada y sus críticas puede
encontrarse en F. Suppe, “The search for philosophic understanding of scientific theories”, en
The Structure of Scientific Theories, University of Illinois Press, Urbana 1974, pp. 1 –241 y en W.
Stegmüller, Theorie und Erfahrung, Springer, Heidelberg 1970. (Traducción castellana: Teoría y
experiencia, Ariel, Barcelona 1979). La gran mayoría de los textos fundamentales de esta discusión
están traducidos en L. Olivé y A. R. Pérez Ransanz, Filosofía de la ciencia: Teoría y observación, Siglo
XXI, México 1989. Tal como la hemos presentado la distinción está reformulada en Y. Bar-Hillel,
“Neorealism vs. Neopositivism. A Neo-Pseudo Issue” en Bar-Hillel, Aspects of Language, The
Magnes Press, The Hebrew University, Jerusalem 1970, pp. 263-272. La concepción estructuralista
la han aplicado y precisado W. Balzer, C. Moulines y J. Sneed, An Architectonic for Science. The
Structuralist Program, Dordrecht, Reidel 1987.
416 Christián C. Carman

importantes de este período, sostenía que, cuando surgió el programa de


investigación newtoniano, se encontraba inmerso en un océa­no de ano-
malías y en contradicción con las teorías observacionales que apoyaban a
tales anomalías.

3.4. Para juzgar las proposiciones científicas es necesario tener en cuenta


el marco conceptual de las teorías que las han engendrado

La idea fundamental es que las teorías funcionan como “marcos con-


ceptuales” distintos, dentro de los cuales y sólo dentro de los cuales tienen
sentido sus proposiciones y, por lo tanto, la verdad de ellas es relativa a su
marco. Algo que en un marco puede ser considerado verdadero, en otro
puede ser falso o, directamente, carecer de sentido. La versión más cruda
de esta tesis ha sido propuesta por Carnap.10 Putnam11 propone una ver-
sión apenas más moderada que puede leerse como un neokantismo en una
versión lingüística: no podemos conocer la realidad en sí, sólo dentro de
nuestras categorías (en este caso, lingüísticas). Pero algunos filósofos rea-
listas (y metafísicos) han tratado de mostrar que lo que Putnam denuncia
es compatible con un realismo.
Sanguineti ha ofrecido una interpretación de la posición de Putnam
compatible con el realismo. Sostiene que,

si la verdad está en la mente, es natural que pueda aparecer sólo cuan-


do se forman en su interior cuadros perceptivos y conceptuales que la
vuelven adecuada a la realidad. La solución a la dificultad propuesta, de
la que reconocemos la seriedad, es una profundización de la naturaleza
abstractiva de nuestro conocimiento.12

Para Sanguineti, el reconocimiento de la función indispensable que


cumplen los marcos conceptuales en el conocimiento de la verdad, no
vuelven a dicha verdad relativa al sujeto. En efecto,

10
R. Carnap, “Empiricism, Semantics and Ontology” en Rev. Intern. De Phil., 1950 (4), pp. 20-40.
11
H. Putnam, Reason, Truth and History, Cambridge University Press, Cambridge 1981.
12
Las traducciones del texto de Sanguineti son nuestras. No colocamos la paginación del ori-
ginal porque nos hemos basado en una copia original que nos entregaron a los que estuvimos
presente en dicho congreso (“Relazione, Alterità e Verità”, del Centro Studi Tomistici, Modena,
mayo 1998).
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 417

sobre la base de estos cuadros se pueden después enunciar frases verda-


deras o falsas, controladas por la experiencia (por ejemplo “este objeto
es blanco” para quien viera las cosas en blanco o negro). La verdad de
estas frases es constrictiva e implica una adecuación a la realidad tras-
cendente. El objeto blanco no es una impresión subjetiva que esconde
una realidad nouménica incognoscible, sino el objeto real en cuanto
dado al sujeto.

Y luego se pregunta:

¿Por qué un cierto darse debería ser incompatible con el realismo?

En efecto, a pesar del marco conceptual, la verdad conserva cierta in-


dependencia. Pero aclara que:

tal independencia, sin embargo, no significa que nuestras descripcio-


nes verdaderas de las cosas sean independientes de nuestro modo de
conocer la realidad. Decir que “aquí hay 6788 objetos” puede ser abso-
lutamente verdadero: la existencia de estos 6788 objetos no depende de
que yo lo diga, pero el uso del número 6788 depende de un cierto modo
de contar (numeración decimal).

Sanguineti no está solo en esto, ha habido autores más o menos simpati-


zantes del pensamiento de Tomás de Aquino, pero claramente metafísicos,
que han aceptado el papel de los marcos conceptuales en la verdad de la
ciencia, como por ejemplo, Evandro Agazzi que ha hecho la distinción
entre objeto y cosa13 y Mariano Artigas que habla, en ciencia, de verdad
contextual.14

13
Cfr. E. Agazzi, Vérité partielle ou approximation de la vérité? in AA. VV., La nature de la vérité scien-
tifique, Archives de l’Institut international des sciences théoriques, Lovaina 1986, pp. 103-114. y
La questione del realismo scientifico, en C. Mangione (a cura di), Scienza e Filosofia. Saggi in onore di
Ludovico Geymonat, Garzanti, Milán 1985.
14
Cfr. M. Artigas, Scienza e verità parziale, en La verità scientifica (a cura di R. Martínez), Armando,
Roma 1995, pp. 101-111 y Filosofía de la ciencia experimental. La objetividad y la verdad en las ciencias
(segunda edición ampliada de 1992), Eunsa, Pamplona 1989, pp. 260-309.
418 Christián C. Carman

4. Aplicación a las relaciones ciencia-fe

Hay una gran variedad de temáticas que pueden ser abordadas bajo el
rótulo de “relaciones ciencia-fe”, todas interesantes y muy distintas. Pue-
den verse relaciones entre los fundamentos epistemológicos y metafísicos
de la ciencia y la fe,15 o la influencia histórica real que la fe católica ha
tenido en el desarrollo de la ciencia,16 o el estudio de los casos concretos
de conflicto como la teoría de la evolución y la del Big Bang17 o las sos-
pechosas casualidades que invitan a pensar en armonías profundas en
las que convergen ciencia y fe, etc.18 Entre ellos está, también, uno más
metodológico que consistiría en preguntarse qué debe hacer un científico
creyente si se encuentra con que su teoría científica, honestamente acepta-
da, afirma proposiciones en aparente conflicto con las verdades de su fe.
Por supuesto, no es el más profundo, pero sin duda tiene un valor antro-
pológico importante porque es en este tipo de conflictos donde se vive con
mayor angustia la ‘tupacamarización’ que el intelecto del creyente sufre, si
además de creyente es científico, tironeado de un extremo por su ciencia
y de otro por su fe. Nos preguntaremos, entonces, en qué casos concretos
debe aplicarse la regla metodológica, y de qué manera. Esperamos que
sirva el tratamiento de esta única cuestión entre tantas posibles, como
ejemplo de la fecundidad que se logra al vincular ideas extraídas de la
epistemología analítica convenientemente purificadas desde la metafísica
con la problemática de las relaciones ciencia-fe.

15
M. Artigas, Filosofía de la ciencia experimental…, cit., y La mente del universo, Eunsa, Pamplona
1999.
16
P. Duhem, To Save the Phenomena: An Essay on the Idea of Physical Theory from Plato to Galileo.
Traducido por E. Dolan and C. University of Chicago Press, Chicago 1969; Le système du monde.
Histoire des doctrines cosmologiques de Platon à Copernic. 10 vol., A. Hermann, Paris 1913-59 y La
théorie physique. Son objet et sa structure, Chevalier et Rivière, Paris 1906; S. Jaki, Science and Crea-
tion, Scottish Academic Press, Edinburgh 1974; God and the Cosmologists, Scottish Academic Press,
Edinburgh 1989; The Savior of Science, Scottish Academic Press, Edinburgh 1990 y Christ and Sci-
ence, Real View Books: Royal Oak, Michigan 2000 y más actualmente W. Wallace, “Newtonian
antinomies against the Prima Via” en The Thomist, 1956 (XIX, 2), pp. 151-192; “Aquinas on Crea-
tion and the Metaphysical Foundations of Science” en Sapientia, 1999 (54), pp. 69-91 y La creación
y las ciencias naturales. Actualidad de Santo Tomas de Aquino, Ediciones Universidad Católica de
Chile, Santiago de Chile 2003; W. Carroll y S. Baldner, Aquinas on Creation, PIMS, Toronto 2003
y J. M. Riazza Morales, S.J., La Iglesia en la historia de la ciencia, BAC, Madrid 1999.
17
W. Carroll, “Big Bang Cosmology, Quantum tunneling from nothing, and creation”, Laval
theologique et philosophique, 1988 (44, 1), pp. 59-75 y “Creation, evolution and Thomas Aquinas” en
Reveu des questions scientifiques et philosophiques 2000 (171, 4), pp. 319-347 y J. Sanguineti, El origen
del Universo: la cosmología en busca de la filosofía, Educa, Buenos Aires 1994.
18
Por ejemplo, todas las discusiones en torno al principio antrópico o al origen temporal del
Universo. Ver a modo de ejemplo Sanguineti, El origen…, cit.
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 419

Como hemos visto, puesto que la teología es la regina rectrix aliarum


scientiarum, es evidente que la regla metodológica, en la tradición metafí-
sica dirá: “si una teoría científica se opone a la fe debe ser abandonada en virtud
de la mayor certeza que ésta tiene sobre aquélla”. Esto no es más que una apli-
cación concreta de lo que había dicho Maritain.
Permítaseme, antes de continuar, un pequeño excursus. A veces, en
honor de esa regla metodológica, se ve a creyentes fervientes, con muy
buenas intenciones, pero con escasa formación científica, tratando de
convencer a científicos especializados de que su teoría es falsa. Muchas
de esas veces, incluso, el creyente esgrime argumentos científicos que en
algún lado ha leído o escuchado o, en su defecto, invoca la autoridad de
algún reconocido científico que, quién sabe por qué razones, no acepta el
paradigma dominante.
Este tipo de argumentación es peligroso y deshonesto. Peligroso por-
que, como creyentes, nos metemos en un terreno al que no pertenecemos
y, aún cuando fuéramos especialistas, porque apoyamos nuestra creencia
en razones científicas que, con mucha frecuencia, con la evolución de la
ciencia, se dan vuelta. Y por eso mismo es deshonesto: quien así discute
no niega la verdad de la teoría científica por las razones científicas que
esgrime (que muchas veces ni siquiera entiende y que –en prácticamente
todos los casos– ha adherido a ellas por la conclusión favorable a la que
invitan, más que por la fuerza argumentativa) ni mucho menos la niega
por la confianza que le inspira tal científico que parece estar de su lado
(que ni siquiera conoce). La niega exclusivamente porque se opone a la fe.
Deberíamos tomar como ejemplo la actitud de Santo Tomás que reconocía
que por la razón no podía demostrarse ni la eternidad ni el origen tempo-
ral de la creación y que adhería a este último sólo por la fe. Pero, una vez
reconocidas honestamente nuestras intenciones, ¿podemos rechazar la
teoría en honor de la mayor certeza que la fe nos provee?
Analizar brevemente esta pregunta y ensayar una respuesta a la luz
de las tesis que hemos rescatado de la tradición analítica es lo que nos
proponemos a continuación.

4.1. Marcos conceptuales


Y casi antes de comenzar, ya conviene traer a colación la tesis acerca de
los marcos conceptuales, pues tenerla presente puede evitar muchos malos
entendidos. Esta tesis nos advierte que no es fácil comparar teorías entre
420 Christián C. Carman

sí, proposición a proposición o término a término, puesto que cada una tiene
sentido dentro de su marco conceptual. Por supuesto que ello no quiere
decir que sean relatos que no tengan ningún correlato real, pero sí que hay
que tener presente que la verdad es en parte contextual y que no tenerlo en
cuenta puede llevar a groseros errores absolutamente evitables. Si es difícil
comparar teorías entre sí, mucho más lo será compararlas con las verdades
de la fe, puesto que su marco conceptual, si se nos permite llamarlo así, es de
otra dimensión. Si se adhiere a la versión moderada de Sanguineti, Artigas
o Agazzi, aún así la enseñanza es pertinente: debemos tener cuidado en
las comparaciones simples y directas. Probablemente muchos conflictos
provengan únicamente de no tener en cuenta los distintos marcos que le
dan significados parcialmente distintos a las mismas palabras. Discusiones
sobre el origen del Universo, o sobre si la física cuántica prueba que hay
partículas que son creadas porque surgen de la nada seguramente se disol-
verán si se distinguen los sentidos que a “origen”, “creación” y “nada” dan
cada uno de los marcos.19
Una vez aclarado que hay que tener en cuenta los marcos, igualmente
pueden surgir conflictos. Veamos los posibles casos.

4.2. Posibles conflictos resueltos por la metafísica clásica

En primer lugar hay contradicciones entre fe y ciencia cuando ésta


pretende explicar realidades que la fe ya ha explicado. Tal es el caso de
la teoría de la evolución cuando pretende explicar el origen de la vida y
en particular del hombre; y de las teorías cosmológicas que pretenden
explicar el hecho de la creación. Aquí hay dos razones muy distintas que
motivan el conflicto. Una es la contradicción que aparece entre el relato
de la creación y en particular la del hombre con las teorías cosmológicas
y de la evolución. Pero, si reconocemos que el objetivo de dichos relatos
no es facilitar a los científicos su tarea revelando las teorías verdaderas, el
problema desaparece. Como decía el Cardenal Baronius en el siglo XVI,
“Dios no reveló a los hombres cómo se formaron los cielos sino cómo llegar
al Cielo”.20 Y San Agustín, muchos siglos antes, señalaba con toda claridad
que

19
Cfr. por ejemplo W. Carroll, “Big Bang Cosmology…”, cit.
20
Citado por W. Carroll, “Big Bang Cosmology…”, cit., p. 70.
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 421

no se lee en el Evangelio que el Señor diga: «Les envío el Paráclito para


enseñarles el curso del Sol y de la Luna». Pues cristianos y no matemá-
ticos quería formar.21

Si ése es el conflicto, el científico creyente no tiene por qué optar, puede


mantener las dos. Para resolver estos conflictos, no hace falta la filosofía
analítica, pues han sido resueltos sin dificultad por la metafísica clásica
asociada a una buena exégesis.
La otra razón que está detrás y alimenta un aparente conflicto es bas-
tante más profunda. Consiste en sostener que la ciencia logra explicar
procesos que para el creyente sólo Dios podía explicar. En el temor de tener
que reconocer algún día que las palabras de Laplace son verdaderas, de
que finalmente Dios se ha convertido en una hipótesis inútil, el creyente
trata de mantener a Dios como verdadero autor de dichos procesos. La
ciencia nos va ofreciendo papeles para Dios cada vez menos dignos y pro-
tagónicos, con los que nos tenemos que conformar. Aquí Dios se convierte
en el famoso Dios de los gaps, o de las lagunas científicas. El científico
creyente, en cuanto científico debería ir conquistando terreno aún cuando
ello implique desplazar a Dios, pero en cuanto creyente, debe defender
fervorosamente el lugar de su Creador. Aquí sí parece haber un verdadero
conflicto para el científico creyente.
Pero, si se lo analiza con una mínima cuota de buena metafísica, tampo-
co aparece aquí el conflicto pues basta reconocer la distinción entre causas
primeras y causas segundas para notar que Dios está en un plano causal
distinto de aquél en el que se maneja la ciencia. Dios es causa de todo, pero
como causa primera, causa del ser de las cosas, no del devenir. La ciencia
por su parte explica el devenir, encontrando las causas segundas. Pero
en cada efecto co-causan la primera y la segunda, por lo que encontrar la
segunda no es negar la primera. Tampoco es justo colocarlo a Dios como
causa segunda de los procesos de los cuales todavía no hemos encontrado
su explicación. Laplace tiene razón: Dios, como hipótesis científica, es inútil
e hizo bien en desprenderse de ella, pero no porque Dios no cause, sino
porque no lo hace en el orden causal que estudia la ciencia. Dios, inútil
científicamente, es imprescindible desde la metafísica. Aquí tampoco tiene
lugar la aplicación de la regla metodológica. El científico creyente, con un
poco de buena metafísica, puede mantener a Dios en su lugar y trabajar

21
S. Agustín, De acis cum Felice Manicheo I, 10 (trad. nuestra).
422 Christián C. Carman

en la búsqueda de las causas segundas.22 Esto también fue resuelto sin


problemas por los autores clásicos.
Pero la revelación no se limita a manifestar la causalidad primera de
Dios, también habla sobre el mundo, sobre el mismo mundo del que trata
la ciencia. Aquí sí parece que encontraremos conflictos reales y, por lo
tanto, oportunidad de aplicar la regla antes mencionada.

4.3. Estructura de la ciencia: teórico y no teórico;


observable y no observable

Recordemos qué tipo de proposiciones podría afirmar la ciencia sobre


el mundo y veamos sobre cuáles la revelación se ha pronunciado. Ya he-
mos dicho que la ciencia tiene dos posibles divisiones de las proposiciones
según los términos de los que habla (teóricos o no, observacionales o no).
Agreguemos, además, que según la extensión de dichos términos, las pro-
posiciones pueden clasificarse en universales, si se refieren a los términos
en toda su extensión (‘todos los metales se dilatan con el calor’ o ‘los elec-
trones giran alrededor del núcleo atómico’), o singulares, si se refieren a un
caso concreto: ‘tal día, a tal hora se produjo un eclipse de Sol, visto desde
tal punto’. Por lo general, en la ciencia no existen proposiciones particula-
res “Algunos metales se dilatan” pues ello nunca puede constituir una ley
científica que tiene pretensiones de universalidad.
Sobre las proposiciones teóricas, ya sean universales o singulares,
observacionales o no, en principio no podría haber conflicto, pues la
Revelación no afirma ni niega nada sobre ellas, ya que los términos allí
utilizados (gen, molécula, agujero negro, bacteria, átomo virus, galaxia)
son patrimonio de las teorías y los han engendrado luego de que la revela-
ción terminara, por lo que ni siquiera podría la revelación hacer mención
de ellos al tomarlos prestados de alguna teoría. En realidad, se podría
plantear la siguiente objeción: no utilizar el mismo término no quiere
decir que necesariamente no se habla de lo mismo, tal vez la revelación
se refiera a la misma entidad y diga algo sobre ella, aun cuando no la
llame con el término técnico utilizado por la ciencia. O, incluso, puede
utilizar el mismo término, aunque interpretado de manera distinta por la
revelación. Por ejemplo, el término “muerte” es en ciertos contextos cien-
tíficos un término teórico definido, por ejemplo, por la falta de actividad

22
La obra de Sanguineti, El origen…, cit., es clarísima y profunda en este tema.
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 423

cerebral o la falta de movimiento del corazón. Hay una noción cotidiana,


intuitiva de muerte, pero también hay una científica. Evidentemente la
Revelación, cuando habla de la muerte de Cristo, no se expresa con el
término teórico, pero se refiere a la misma realidad: los dos hablan del
hecho de la muerte.
Para responder a esta posible objeción, debemos primero notar que se
trata de un término teórico y, a la vez, observacional. La objeción no po-
dría ser planteada con términos teóricos pero no observacionales puesto
que, si la realidad no es observable, no hay forma de que la revelación
haga alusión a ella. Está claro que la revelación puede hacer alusión a
entidades inobservables, de hecho está llena de ellas: habla de ángeles, de
las almas y del mismo Dios, pero aquí no estamos hablando de entidades
inobservables simpliciter sino de entidades inobservables y teóricas, es
decir, planteadas por una teoría. Si la ciencia y la Revelación hablan de
la misma realidad, es porque hay algún acceso a ella independiente de la
teoría que la formuló, y el único acceso posible es la observación, como en
el caso de la muerte.
Entonces, sólo podría haber problemas con las proposiciones teóricas y
observacionales, sean singulares o universales. Las proposiciones univer-
sales observacionales y teóricas habitualmente expresan leyes empíricas,
tales como ‘todos los metales se dilatan con el calor’, y la revelación no
parece contener proposiciones de ese tipo. Por lo tanto quedan sólo las
proposiciones observacionales y teóricas singulares, que expresan hechos
concretos, como el ejemplo que poníamos de la muerte de Cristo. Y aquí sí
parecería haber conflictos porque en la revelación se incluyen innumera-
bles hechos concretos que deben aceptarse por fe.

4.4. Scientia: ancilla et rectrix factorum normalium

Pero, antes de continuar debemos preguntarnos qué relación existe


entre los hechos singulares y las teorías científicas. En efecto, estos hechos
expresados en las proposiciones, en la ciencia, sirven como base empírica
para juzgar las teorías. Son éstas las que deben ajustarse a aquéllos y no
al revés. Nótese que si esta fuera la única relación de las teorías con las
proposiciones singulares observacionales, tampoco podría haber jamás
conflicto entre fe y ciencia porque mientras la fe juzga sobre los hechos
particulares (dice qué hechos han sucedido), la ciencia es juzgada por ellos.
Jamás la ciencia tendría autoridad para oponerse a la fe. En cierto sentido,
424 Christián C. Carman

podríamos decir que mientras la teología es rectrix factorum, la ciencia es


ancilla factorum.
Pero no es la única posible relación. También de las teorías se deducen
hechos particulares y, si aquéllas están suficientemente corroboradas,
no tenemos razones para dudar de éstos. En cierto sentido, entonces, las
teorías científicas son, también, rectrix factorum. Y aquí sí hay lugar para
posibles conflictos, si por fe sostenemos cierta proposición particular cuya
contradictoria se deduce de una determinada teoría científica. En esta
oportunidad, en principio, debería aplicarse la regla metodológica y el
científico resignar su teoría a favor de la fe, en virtud de la mayor certeza
que ésta le provee.
Pero analicemos los posibles casos más de cerca: un primer tipo de
hechos de los que habla la revelación y que las teorías científicas podrían
negar son, evidentemente, los milagros. La multiplicación de los panes se
opone a la conservación de la materia si realmente salieron de los cinco
panes, al menos que fueran super-panes hiper-concentrados, pero parecían
ser panes normales. La resurrección de un muerto “que ya olía mal”23 no
parece muy probable desde la biología, etc. Pero en estos casos nuevamente
la oposición es sólo aparente. La revelación dice que tales hechos sucedie-
ron, pero que son milagrosos, esto es, que suceden por una suspensión
momentánea de las leyes de la naturaleza. La ciencia es rectrix factorum,
pero sólo de los hechos normales, es decir de aquellos que se rigen por las
normas de las cuales justamente la ciencia los deduce y por la cual ella
tiene autoridad. Pero si el hecho no sigue la norma, la ciencia debe callar.
Por eso, podríamos decir que la ciencia es rectrix factorum normalium.
La ciencia puede sostener que son hechos imposibles, pero suponiendo
que las leyes de la naturaleza no se han suspendido. Si han sido suspendi-
das, la ciencia no tiene nada que decir. Y que puedan o no suspenderse las
leyes, no es objeto de la ciencia. Los milagros no se oponen a la ciencia, la
trascienden, por lo que nuevamente aquí, el científico creyente no tiene ne-
cesidad de optar. Esto también ha sido resuelto claramente por los autores
clásicos (sin necesidad de conocer la epistemología contemporánea).
Pero los milagros van acompañados de ciertas condiciones de posibili-
dad que no son milagrosas y que sí pueden ser objeto de la ciencia: no es
posible cruzar el Mar Rojo si no existía tal mar (y no se afirma que tal mar
apareció milagrosamente en su camino), o si no estaba en el camino que

23
Jn 11, 39.
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 425

los israelitas recorrieron huyendo de los egipcios. Y hay una gran cantidad
de hechos no milagrosos que se nos pide que creamos, con mayor o menor
grado, y que son objeto de la ciencia: que Jacob tuvo hijos, o que Cristo no
tuvo hermanos, o que Cristo conoció a Pilatos, o que Cristo fue crucifica-
do, que allí estaba su Madre y Juan, etc. Supongamos que en un esfuerzo
conjunto de la biología, la arqueología y la historia pudiera mostrarse que
la mujer de Jacob, Raquel, no tuvo hijos y, por lo tanto, no murió luego de
parir a Benjamín, junto al camino de Efratá.24 ¿Debería el científico creyen-
te abandonar las teorías de donde se deduce que Raquel no tuvo hijos por
oponerse a lo revelado? Analicémoslo con cuidado.
Primero habría que tener presente con qué grado de asentimiento pide
el Magisterio que dicha verdad sea aceptada. Que Raquel ha tenido hijos
no es dogma de fe. Claro que no sólo los dogmas deben ser creídos y que
algunas verdades pueden no haber sido definidas como dogma porque
hasta el momento no se habían puesto en discusión. Evidentemente no
basta que la tendencia de los exégetas del momento sea que se trate de un
hecho histórico porque la exégesis es una ciencia humana al menos tan
precaria como la historia y la arqueología y probablemente mucho más
que la biología. ¿Por qué obligar a nuestro científico a adherir a una pro-
posición que se sigue de una ciencia, cuando de otras se sigue exactamente
lo opuesto? ¿Por qué creerle a la exégesis y no a la biología? Nótese que
la duda aquí no recae sobre el dato revelado, sino sobre una ciencia. Esto
sería inmiscuirse en el terreno propio del científico, donde tiene plena li-
bertad y autonomía, como nos recordaba Maritain. Muchas veces hipótesis
suficientemente corroboradas por las ciencias han hecho replantear inter-
pretaciones exegéticas. Entonces, mientras no haya un pronunciamiento
explícito de la Iglesia, no hay tampoco necesidad de que se aplique tal regla
metodológica.

4.5. El científico trabaja en su teoría en la esperanza


de que los conflictos se resuelvan

Pero ¿y si lo hubiera? Si el Magisterio se pronunciara claramente a favor


de la proposición singular cuya contradictoria se deduce de las teorías, ¿no
debe en este caso aplicarse la regla metodológica? Aquí es donde entra en
todo su esplendor la tesis que hemos aprendido de la discusión metodoló-

24
Gn 35, 16-20.
426 Christián C. Carman

gica. Creemos que, a la luz de los descubrimientos de Kuhn y Lakatos, aún


en este caso, la respuesta es negativa: tampoco aquí debe aplicarse la regla
metodológica. Y la razón es la siguiente: las teorías científicas nacen, como
ha dicho Lakatos, en un océano de anomalías, nacen llenas de conflictos
con la experiencia, que con el tiempo, mediante sucesivas modificaciones,
van solucionando, al menos en parte. Algunas siempre permanecen, hasta
que la teoría es reemplazada por otra, que tiene, a su vez, sus propios con-
flictos con los hechos. Si un científico, en cuanto científico, no está obligado
a abandonar una teoría por un conflicto con la experiencia, y puede se-
guir trabajando en ella en la esperanza de una futura resolución ¿por qué
habrá de hacerlo como creyente? Por supuesto el creyente no puede creer
que el hecho particular negado por la teoría y afirmado por la revelación
sea falso, pero ello no lo obliga a abandonar la teoría. Supongamos –sólo a
modo de ejemplo– que la autenticidad de la Sábana Santa fuera un dogma
de fe ¿debería un científico creyente negar la teoría atómica porque de ella
se deduce, mediante el procedimiento del carbono 14 que la sábana ha
sido construida en la Edad Media? No. Puede seguir sosteniendo la teoría
y que la sábana es auténtica, en la esperanza de encontrar una solución
a la anomalía más económica que negar toda la teoría. Es decir, alguna
modificación en el cinturón protector que le permita seguir manteniendo,
además de la verdad de fe que es indiscutible, el núcleo central de su teo-
ría. Si los científicos no abandonaron la física newtoniana porque Urano
no la respetaba, sino que la mantuvieron en la esperanza de hallar una
solución (que se obtuvo al encontrar a Neptuno) ¿por qué un científico
creyente debería abandonar una teoría por un solo conflicto con un hecho
revelado?25 Nótese que el científico que adhiere a la teoría newtoniana a
pesar de que Urano no la obedece, no niega –si es honesto– que Urano no
la obedece. No niega el hecho, pero mantiene ambas proposiciones con la
esperanza de alcanzar una solución. ¿Hasta cuándo es lícito mantener ese
conflicto? Si seguimos la sabia prudencia de Lakatos, no es lícito poner un
tope. Lo cual no quiere decir que no deba haberlo, sino que no hay una ley
general para ese tope.
Si estas fueran todas las posibilidades, parecería que la regla meto-
dológica es vacía y carece de sentido, pues no habría ningún caso en el
que pueda aplicarse. Sin embargo, si tratamos de catalogar el conflicto de
Galileo dentro de las posibilidades que hemos propuesto, veremos que
no calza en ninguna y ello nos debe hacer sospechar acerca del carácter
exhaustivo de nuestro análisis. Que ‘La Tierra está quieta y no gira alrede-

Nótese, además, que en nada contribuye al desprecio de la fe por parte de la ciencia que dichos
25

conflictos se den, porque se dan con mucha más frecuencia en el interior de la ciencia misma.
La epistemología y las relaciones ciencia-fe 427

dor del Sol’ es una proposición particular. La contraria, que la Tierra gira,
también es particular y objeto de la ciencia. Aparentemente, para los cri-
terios exegéticos de la época, no había libertad en los creyentes para optar
por una o por otra. Científicamente, sin embargo, no era sostenida como
un hecho particular deducido de una teoría sino como una hipótesis cuya
suposición se vuelve tan fecunda científicamente que uno está inclinado
a considerarla verdadera.
Nótese que éste es un caso totalmente distinto de los anteriores, pues
la hipótesis misma, negada por la fe, es de un interés científico muy rele-
vante (no como el hecho particular que contradecía la teoría y con el cual
se podía convivir sin conflicto). Aquí la hipótesis está en el núcleo central
del programa de investigación. Si es abandonada, se abandona la teoría. Si
se pone en duda, se entra en crisis. Aquí, si el científico es creyente, debería
aplicar la regla y negar la verdad de dicha hipótesis, en virtud de la mayor
certeza que otorga la fe. Es cierto que el caso finalmente se resolvió, como
hemos dicho, revelando un error exegético, pero también lo es que hay al
menos un caso de este tipo, en el que el Magisterio de la Iglesia ha sido bas-
tante claro: no tiene libertad el creyente de defender el poligenismo, pues
no se ve cómo pueda dicha hipótesis ser compatible con las verdades reve-
ladas sobre el pecado original.26 Aun cuando se afirme que actualmente, y
en los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, la posición se matizó,
la pregunta, en ese momento, era lícita. En ese momento, la regla metodo-
lógica ¿implica que como científico tiene que abandonar dicha hipótesis?
Parece que finalmente hemos llegado a un caso en el que realmente se
aplica la regla. Aquí sí, en virtud de la mayor certeza que confiere la fe, el
científico creyente debe negar la verdad de la hipótesis poligenista.
Nótese que negar la verdad no quiere decir que no pueda seguir traba-
jando científicamente en ella. Ya hemos visto, y nuevamente Kuhn y Laka-
tos nos ayudan, que un científico puede trabajar en una teoría aún sin estar
convencido de su verdad. Como científico, entonces, puede aplicar una
especie de ‘certeza metódica’ por lo que supone dicha hipótesis verdadera
metodológicamente para, al profundizar en ella, encontrar su falsedad. A
quien dijera que, en este caso, el científico está haciendo trampa, que no
está haciendo ciencia de verdad, le recordaría que el método que propone
Popper para toda la ciencia y en todo momento es justamente ése: hacer
de cuenta que es verdadera para demostrar su falsedad, en eso consiste el
falsacionismo.

26
Cfr. Humani generis.
428 Christián C. Carman

5. Conclusión

Como conclusión sólo nos gustaría subrayar que el campo de conflictos


reales entre fe y ciencia es sumamente pequeño. Mucho más pequeño de
lo que habitualmente, por malicia o ignorancia, se supone. El científico
creyente está mucho menos ‘tupacamarizado’ de lo que se cree. Y la epis-
temología contemporánea puede ayudar a verlo.
Hemos querido mostrar que el buscar semillas de verdad en tradicio-
nes ajenas a la metafísica tradicional puede ser muy beneficiosa para los
problemas que ella genuinamente se plantea. No creemos que hayamos
logrado la última palabra respecto de las cuestiones entre ciencia y fe,
simplemente hemos querido mostrar que el diálogo entre esas corrientes
puede ser muy fecundo. Somos concientes de no haber planteado todos
los temas y de no haber agotado el que nos propusimos, pero simplemen-
te hemos querido mostrar un ejemplo que pueda entusiasmar a otros a
trabajar en esta línea.

Christián C. Carman
UNQ-CONICET

Resumen

Si tenemos en cuenta que la gran mayoría de la epistemología contemporánea (particularmen-


te la de tradición analítica) se ha hecho a espaldas de la metafísica, difícilmente se pueda ser
optimista respecto de los resultados de un trabajo que pretenda presentar aportes de ésta a las
relaciones entre ciencia y fe porque, como remarca claramente Juan Pablo II en su Encíclica Fides
et Ratio, una filosofía que se haga a espaldas de la metafísica nunca será verdadera filosofía. Sin
embargo, también es cierto que, como afirmó san Justino, todo cuanto dijeron de verdad nos
pertenece a nosotros los cristianos y que hasta en los lugares más insospechados pueden encon-
trarse semillas de verdad. El objetivo de este trabajo es presentar algunos aportes de la filosofía
de la ciencia contemporánea que pueden ayudar a repensar las clásicas relaciones ciencia-fe.
Razón e Imaginación en C. S. Lewis

C.S. Lewis, nació en Irlanda en 1898 y murió el 22 de noviembre de 1963


en Oxford. Fue un destacado profesor en Oxford y Cambridge, escritor,
teólogo, filósofo y un gran apologista del siglo XX. Siendo ateo y experi-
mentando luego una conversión, puso la razón y la imaginación al servicio
de la verdad que había descubierto. Especialmente son conocidas obras
suyas como: Las crónicas de Narnia, Trilogía de Ransom, Cartas del diablo a su
sobrino, El gran divorcio, La abolición del hombre, Mero Cristianismo, Milagros,
entre otras tantas.
En este breve trabajo nos proponemos ahondar en la relación entre la
razón y la imaginación. La actividad imaginativa puesta al servicio de la
inteligencia es una de las interesantes temáticas que ha desarrollado, no
porque desvalorice la razón sino que, valorando la razón y el pensamiento
lógico, siendo conciente de los límites de la inteligencia, la imaginación es
rescatada poniéndola al servicio del intelecto.

El valor de la razón

No cabe duda del valor que CSL atribuye a la razón. De hecho, “Una de
las cosas que distinguen al hombre de los demás animales es el deseo de
conocer las cosas y descubrir la realidad, con el único propósito de saber. A
mi modo de ver, una persona estaría a un nivel algo inferior a lo humano
si perdiera este deseo en su totalidad”. No sólo eso, sino que siendo joven
aprendió de su profesor Kirkpatrick a valorar el razonamiento lógico y
el rigor al discurrir. Justamente es el viejo profesor de las Crónicas quien
encarna esta idea:

–¡Lógico! –dijo el Profesor como para sí–. ¿Por qué hoy no se enseña lógi-
ca en los colegios? Hay sólo tres posibilidades: su hermana miente, está


“¿Hombre o conejo?”, en Dios en el banquillo, Andrés Bello, Santiago de Chile 1996, pp. 107-108.
430 Leonardo Caviglia

loca o dice la verdad. Ustedes saben que ella no miente y es obvio que
no está loca. Por el momento, y a no ser que se presente otra evidencia,
tenemos que asumir que ella dice la verdad.

Más de una vez encontramos el uso de la argumentación para mostrar


cómo caen en el absurdo algunas posturas. La misma razón es un argu-
mento contra el naturalismo en su obra “Los Milagros”; allí expone que si
negamos que el conocimiento es capacidad de alcanzar y penetrar lo real,
toda teoría se desmorona –aún la naturalista–.

Todo posible conocimiento, por tanto, depende de la validez de nuestro


razonamiento. Si el sentimiento de certeza que expresamos por palabras
como debe ser y por consiguiente y por supuesto que es una percepción
real de cómo las cosas deben ser realmente, vamos por buen camino.
Pero si esta certeza es sólo un sentimiento en nuestra mente y no una
penetración verdadera en las realidades más allá de nosotros –si sola-
mente expresa el procedimiento como nuestra mente funciona–, enton-
ces no podemos tener conocimiento alguno. Sólo si el razonamiento
humano es válido, la ciencia puede ser verdad.
De aquí se desprende que ninguna explicación del universo puede
ser verdadera si esta explicación no abre la posibilidad de que nuestro
pensamiento llegue a penetrarlo realmente como es. Una teoría que ex-
plicara todas las cosas en el universo pero que hiciera inviable creer que
nuestro pensamiento es válido, quedaría drásticamente descalificada.
Porque se habría llegado a esta teoría precisamente por el pensamiento,
y si nuestro pensamiento no es válido, la teoría se desmoronaría por sí
misma.

La sola posibilidad de realizar una inferencia es algo que el naturalista


no puede explicar. Pero la razón puede “penetrar” en la naturaleza, justa-
mente porque es algo más que naturaleza, es “sobre-naturaleza”

Llamar al acto de conocer “sobrenatural” –al acto de… “ver” que tiene
que ser así siempre y eso en cualquier mundo posible– llamar a ese


Crónicas de Narnia. El León, la Bruja y el Ropero, Andrés Bello, Santiago de Chile 1991, p. 42. Este
modo de argumentar lo utiliza en Dios en el banquillo respecto de la religión y la persona de
Cristo, teniendo semejanzas con el modo de argumentar de Chesterton en El hombre eterno. Cabe
recordar que la lectura de este autor marcó fuertemente a CSL.

Los Milagros, Encuentro, Madrid 1996, p. 25. Cap. III: “Dificultad cardinal del naturalismo”.
Razón e imaginación en C. S. Lewis 431

acto sobrenatural es violentar nuestro uso lingüístico ordinario… Sólo


queremos significar que este acto ‘no encaja dentro’.

Así el pensamiento racional no es parte del sistema total de la Natura-


leza, es independiente de la naturaleza, pero es dependiente de otra cosa.
CSL nos lleva a admitir la necesidad de postular una Razón, de la que
nuestra razón depende: “Y si algún pensamiento es válido, tal Razón tiene que
existir y tiene que ser la fuente de mi racionalidad imperfecta e intermitente”. De la
razón como sobrenatural, a una Razón sobrenatural. Hay en esta obra un
planteo participacionista en el que nuestra inteligencia es una inteligencia
participada de la Razón; de esta manera cada uno es como una punta de
lanza de lo sobrenatural en lo natural. Un paralelismo encontramos en
Mero Cristianismo:

Queremos decir Dios poniendo en nosotros algo de Sí mismo, por así


expresarlo. Nos presta un poco de Su poder de razonar y así es como
pensamos: El pone un poco de Su amor en nosotros y así es como nos
amamos unos a otros … Amamos y razonamos porque Dios ama y
razona y sostiene nuestra mano mientras lo hacemos.

Por esta razón todo uso de la razón ejercido rectamente tiene la huella
de la Gran Razón, del Creador y de una manera u otra puede conducir a
él; las siguientes palabras son puestas por CSL en la pluma de Escrutopo
en sus Cartas del Diablo a su Sobrino:

Parece como si creyeras que los razonamientos son el mejor medio de


librarles de las garras del Enemigo. (...) La pega de los razonamientos
consiste en que traslada la lucha al campo propio del Enemigo... (...) El
mero hecho de razonar despeja la mente del paciente, y una vez des-
pierta la razón, ¿quién puede prever el resultado?

En una visión participacionista, también nuestra razón, nuestra capa-


cidad de razonar es algo participado (la Gran Razón, lo que hay detrás).
Es esa razón la que nos distingue de los demás seres y por la que experi-
mentamos ese deseo de saber y alcanzar la verdad propio del hombre –que
si pudiera ser abandonado del todo nos degradaría como seres humanos.


Op. cit., p. 39. Recordemos aquí la característica de “separado” que Aristóteles atribuye al Nous
apoyándose en los dichos de Anaxágoras.

Hay semejanza con el planteo de S. Agustín en De Vera Religione.

Mero Cristianismo, Andrés Bello, Santiago de Chile 1994, Libro II, 2, “La invasión”, p. 57.

Cartas del diablo a su sobrino, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1993, p. 25
432 Leonardo Caviglia

Sin embargo, parece ser posible que algunos hombres o teorías filosóficas
abandonen la búsqueda de la verdad y resten valor a la razón y al razonar
con rigor. Esta es la crítica que CSL hace al subjetivismo relativista, en
defensa de una actitud realista del conocimiento.
Una de las mejores exposiciones sobre el problema del subjetivismo
puede ser encontrado en Abolición del hombre: en esta obra se realiza el
análisis de un texto escolar aquí denominado “El libro verde”, en el cual
se afirma que cuando “estamos diciendo algo acerca de algo”, en realidad
estamos diciendo “algo acerca de nuestro propios sentimientos”. Así por
ejemplo, decir que “esto es sublime” es decir “tengo sentimientos subli-
mes”, por lo tanto todas las oraciones con un predicado de valor tienen
sólo un valor emocional. Lewis ve detrás de esto una actitud filosófica que
produce hombres de “cabeza blanda” (que como pretendía Escrutopo en
las Cartas no le importe ya si algo es “verdad”). Pero hombres así terminan
siendo “hombres sin corazones”, porque si no hay verdad tampoco hay
bien y mal; y de esta manera se revelan las consecuencias morales de al-
gunas posturas gnoseológicas. La caída del sentido de verdad, de conocer
algo sobre algo, impide entre otras cosas –ve nuestro autor– el llegar a va-
lores morales objetivos: concretamente al olvido del Tao (la Ley natural) o
la “ley de la naturaleza humana” como la llama en Mero Cristianismo. Pero
como se presenta en el “Regreso del Peregrino” de una manera alegórica, la
Razón (una mujer con armadura cual caballero) triunfa sobre “el espíritu
de la época” (el gigante asesino).
Encontramos esta actitud realista en “La experiencia de leer”, un ensayo
crítico-literario, pero que sin embargo es una defensa de la actitud recep-
tiva ante las cosas. Las cosas en este caso son las obras de arte: pintura,
música, pero especialmente aquí, la literatura. Allí se distingue entre
“apreciar” y “usar”: en uno el sujeto es receptivo, deja que las obras de arte
hagan algo en él, en el otro caso, el sujeto hace algo con la obra de arte.
Si esta diferencia entre “apreciar” y “usar”, la aplicáramos no a una res
artificialis (obra de arte), sino a una res naturalis, nos encontraríamos ante
algo muy similar a lo que R. Guardini llama el “carácter verbal” de las cosas,
tal como nos presenta J. Pieper en su ensayo sobre la creaturidad. Y es que
para Lewis, el Creador es el gran autor, el gran hacedor de mitos, de lo real;
y el fin de la literatura es encontrarse con las cosas, la literatura no es otra
cosa que “puertas y ventanas” para entrar en la realidad.
Razón e imaginación en C. S. Lewis 433

Queremos ser más de lo que somos … Queremos ver también por otros
ojos, imaginar con otras imaginaciones, sentir con otros corazones. No
nos conformamos con ser mónadas leibnizianas. Queremos ventanas. La
literatura, en su aspecto de logos, es una serie de ventanas e, incluso, de
puertas. Una de las cosas que sentimos después de haber leído una gran
obra es que hemos “salido”; o, desde otro punto de vista, “entrado”…

Límites de la razón

Porque como los ojos del murciélago son a la luz del día,
así es nuestro ojo intelectual a aquellas verdades que son
las más evidentes de todas.
(Aristóteles, Metafísica, I)

Con esta cita inicia CSL uno de sus capítulos en la obra “Milagros”,
mostrando que es conciente de las limitaciones de nuestro intelecto. No
somos capaces de captar la realidad total.
La limitación de nuestra inteligencia –limitación correspondiente a
nuestra realidad– funda la necesidad de lo que CSL denomina “Transposi-
ción”: el traspaso de un medio más rico a uno más pobre. En el escrito que
lleva el mismo nombre, se plantea el problema de la continuidad entre las
realidades naturales y las espirituales, pero fundamentalmente el proble-
ma que se presenta cuando esa realidad espiritual (más rica), debe expre-
sarse en el plano natural (más pobre). De esta manera, cuando un sistema
más rico, debe ser expresado en un sistema más pobre, debemos hacer que
los elementos del segundo puedan tener más de una significación.
Lewis pone como ejemplo a la actividad emocional como un medio
más rico, que, cuando debe ser comunicada, debemos apelar a términos
que expresan afecciones de orden físico: en Pepy´s Diary, Pepy expresa la
emoción ante la música

Tan dulce melodía me embelesó y cautivó mi alma, por decirlo breve-


mente, hasta hacerme enfermar.


La experiencia de leer, Alba Editorial, Barcelona, 2000.

Los Milagros, cit., p. 67.
434 Leonardo Caviglia

Ante lo cual nuestro autor observa que “la sensación interna que acom-
paña al intenso gozo estético es indiscernible de la que sigue a otras dos
experiencias: estar enamorado y, pongamos por caso, cruzar un canal
tempestuoso. (…) Nadie disfruta la náusea”. La vida emocional es más
rica que la de las sensaciones, y por lo tanto, se compensa utilizando una
misma afección para expresar más de una emoción, incluso opuestas
(nuestro corazón se agita, sea que experimentemos temor o estemos ante
quien amamos). También el dibujo nos muestra un ejemplo: la perspectiva.
Un ángulo agudo en un dibujo puede representar un ángulo agudo o uno
recto, como cuando dibujamos un cubo.
Pongamos nosotros un ejemplo: el alfabeto griego clásico, presenta dos
letras como la epsilon (ε/Ε) y la eta (η/Η), sin embargo, cuando queremos
trasladar los sonidos que representan al castellano, sólo contamos con
una letra, la E; es así que términos como “e )q/ oj“ y “h= )qoj“, debe ser dicho
en nuestro idioma como “ethos”, y por lo tanto una misma palabra deberá
tener dos interpretaciones diversas.
Ahora bien, ¿cómo saber que cuando Pepy nos dice que “enferma” no
tiene náusea o que hay distintas significaciones de “ethos”? Sólo podemos
hacerlo si de alguna manera conocemos también el medio más rico (si tam-
bién hemos experimentado esas emociones con las mismas repercusiones o
si, en el otro ejemplo, sabemos griego). Sólo conociendo –aunque sea de al-
guna manera– el medio más rico podremos entender el otro: me doy cuenta
que el dibujo es un cubo, porque he visto cubos reales. Comprendemos un
cuadro, porque conocemos el paisaje; pero como se ejemplifica en la obra, si
nunca hubiéramos visto un paisaje, jamás comprenderíamos el dibujo.

Más aún, entendemos la pintura única y exclusivamente porque co-


nocemos y habitamos el mundo tridimensional. Si imagináramos una
criatura capaz de percibir únicamente dos dimensiones (…) veríamos
sin dificultad cuán difícil le resultaría entender. En principio debería ser
preparado para aceptar, por razones de autoridad, nuestra declaración de
que existe un mundo de tres dimensiones. Sin embargo (…) pronto nos
diría, creo yo, algo así: “Se niegan a hablarme de ese otro mundo y sus
figuras inimaginables llamadas sólidos. ¿No es extremadamente sospe-
choso que las figuras que me presentan como imágenes o reflejos de los
sólidos se conviertan, al inspeccionar detenidamente, en las viejas figuras
bidimensionales de mi propio mundo tal como lo he conocido siempre?
¿No es evidente que su tan cacareado mundo, lejos de ser el arquetipo, es
un sueño cuyos elementos le han sido prestados por este otro?10

10
“Transposición”, en El diablo propone un brindis y otros ensayos, Rialp, Madrid 2002, pp. 103-104.
Razón e imaginación en C. S. Lewis 435

Tal individuo se encontraría en la misma situación que los hombres que


Platón nos dice, han quedado en la caverna ante el relato de aquel que vio
el mundo “de afuera”. Se quedan en el sistema más pobre. Esto es lo que
pasa por ejemplo con el lenguaje erótico que es utilizado por los místicos.
CSL realiza una crítica de quienes consideran la religión como un sucedá-
neo del sexo, o el deseo de felicidad como una libido sublimada;11 también
es aplicable a la crítica de la idea de Dios (más allá) como proyección de la
realidad humana, encontrando un ejemplo de esto en un interesante pasaje
de las Crónicas de Narnia:

–¡Claro, esto es! –gritó el Príncipe–. ¡Por supuesto! Aslan bendiga a este
honrado renacuajo del pantano. En estos últimos minutos todos estába-
mos soñando. ¿Cómo pudimos olvidarlo? Claro que hemos visto el sol.
–¿Qué es ese sol de que hablan ustedes? ¿Quieren significar algo con
esa palabra?
(…) –Permíteme, Señora –dijo el Príncipe, muy fría y cortésmente–. ¿Ves
esa lámpara? Es redonda y amarilla y da su luz a toda la habitación; y
además cuelga del techo. Bueno, lo que llamamos sol es como esa lám-
para, sólo que muchísimo más grande y más brillante. Ilumina con su
luz todo el Mundo de Encima y cuelga del cielo.
–¿Cuelga de dónde, mi señor? –preguntó la Bruja; luego, mientras toda-
vía pensaban cómo responderle, ella agregó con otra de sus suaves risas
de plata–: ¿Ven? Cuando tratan de pensar claramente cómo será este sol,
no pueden decírmelo. Lo único que me pueden decir es que se parece a
la lámpara. vuestro sol es un sueño; y no hay nada en ese sueño que no
haya sido copiado de la lámpara. La lámpara es real; el sol es nada más
que un cuento, un cuento de niños.
–Sí, ahora lo comprendo –dijo Jill, con tono pesado y desesperado–. Debe
ser así. –Y al decirlo le pareció muy sensato.
–Nunca existió el sol –dijo la Bruja.
(…) –¿Aslan? –dijo la Bruja, acelerando muy ligeramente el ritmo de su
rasgueo–. ¡Qué lindo nombre! ¿Qué significa? (…) –¿Qué es un león?
(…) –Bueno, un león se parece un poco, un poquito no más, en verdad,
a un inmenso gato, con melena.
–Ya veo –dijo– que no nos irá mejor con vuestro león, como lo llaman
ustedes, que con vuestro sol. Han visto lámparas y se han imaginado

11
Especialmente en la crítica que Lewis hace del psicoanálisis de Freud. Podemos ver un ejemplo
de esto en El regreso del Peregrino.
436 Leonardo Caviglia

una lámpara más grande y mejor y la han llamado sol. Han visto gatos,
y ahora quieren un gato más grande y mejor, y lo han llamado león.12

De manera semejante, en “Transposición”, es puesta en escena una ma-


dre que dibuja el mar a su hijo que nunca lo ha visto. El hijo pensará que
el mar está compuesto de trazas de crayón. Es más, posiblemente al ver el
verdadero mar se asombrará de no verlas. Hay algo en común, pero tam-
bién hay algo distinto. Sin embargo la transposición puede hacerse porque
alguna relación hay entre el nivel superior y el inferior (cierta continuidad),
por eso puede darse una relación de simbolismo, que más que simbólica
debe ser llamada sacramental.13
A esta altura todos nos damos cuenta que el concepto de analogía se
encuentra presente detrás de las palabras de Lewis. Algo se predica en
parte igual y en parte distinto, y no se podría dar el “igual” si no hubiera
alguna relación, ni el “distinto”, si no conociera los dos sistemas (aunque
sea uno y el otro de manera negativa)
Es el problema que se presenta cuando, el hombre, al tener que utilizar
conceptos (y términos) para expresar alguna realidad inmaterial, no le
queda otro remedio que recurrir a aquellos que hemos obtenido de nuestro
conocimiento de la realidad material (recordaremos aquí que el objeto pro-
pio de nuestra inteligencia es la quidditas rei materialis). Así cuando tengo
que explicar qué es conocer hablamos de “captar”, “aprehender” (y nadie
piensa que la inteligencia tenga manos para tomar o capturar las ideas),
o hablamos de “asimilar” (y pedimos prestado este término de la alimen-
tación). El conocimiento por analogía adquiere también fundamental im-
portancia en el conocimiento que el hombre puede tener de la naturaleza
divina, todo lo que atribuimos a Dios no es más que la transposición en
un medio más pobre, de un sistema mucho más rico; y entonces debemos
tomar nociones y conceptos que son de este sistema (realidad material) y
atribuirlo al otro. Pero sabiendo que en parte no es así –y por eso el cono-
cimiento es más bien negativo– y si pudiéramos conocer directamente la
esencia divina y compararla con nuestras concepciones, nos encontraría-
mos en la misma situación que el niño que llegó a conocer el mar después
de haber visto el dibujo.

Crónicas de Narnia. La silla de plata, Andrés Bello, Santiago de Chile 1991.


12

De hecho Lewis aplica la noción de Transposición como elemento para comprender la Encar-
13

nación.
Razón e imaginación en C. S. Lewis 437

Cuando en La Alegoría del Amor, CSL estudia la poesía medieval y rena-


centista, descubre en este período un gran recurso en el método alegórico.
Pero la alegoría “no es patrimonio del hombre medieval, sino del hombre
en general… Corresponde a la índole misma del pensamiento y el lenguaje
el representar lo inmaterial en términos pictóricos”.
El fundamento de esto es cierta equivalencia que se da entre lo material
y lo inmaterial, sino no sería posible –recordemos la noción de transposi-
ción. Por algún motivo “lo bueno y feliz ha sido siempre alto como el cielo
y brillante como el sol”. Así una realidad material es presentada siempre
de manera imaginativa inventando visibilia. Por ejemplo, en el Fedro, Platón
quiere hablarnos y hacernos comprender la realidad del alma; para ello
arma una alegoría:

Sobre su modo de ser se ha de decir lo siguiente. Describir cómo es,


exigiría una exposición que en todos sus aspectos únicamente un dios
podría hacer totalmente… Hablemos pues así. Sea su símil el de la
conjunción de fuerzas que hay entre un tronco de alados corceles y un
auriga.14

La realidad inmaterial del alma se nos hace inaccesible completamente


de manera agotadora, la imaginación viene en auxilio de la inteligencia
ofreciendo una representación imaginativa, una alegoría que permite de
alguna manera alcanzar esa realidad.
La equivalencia entre material-inmaterial presentada por CSL puede
tener dos expresiones:
1) La Alegoría: algo “dado”, una realidad inmaterial (ej: una pasión) es
presentada en términos imaginativos (se crean visibilia). De esta manera
viendo la copia, llego al arquetipo.
2) El Simbolismo: lo “dado” es una realidad material (visibilia), pero
manifiesta una realidad inmaterial (recordemos que más rica). Así viendo
la copia (este mundo), llego al arquetipo (mundo invisible).
En ambos casos, siempre el arquetipo es más real que la copia. Hay
una relación de analogía de proporcionalidad: visibilia de ficción son a una
pasión, como visibilia del mundo es a algo distinto. Así la alegoría resulta
ser un modo de expresión y el simbolismo un modo de pensamiento (que
nos viene de Grecia –señala–, de Platón); y son posibles estas dos transpo-
siciones porque hay similitudo entre ambas.

14
Platón, Fedro, 246 a.
438 Leonardo Caviglia

Esa fundamental equivalencia entre lo inmaterial y lo material puede


el pensamiento usarla de dos modos distintos...
(...) Se podría, por un lado, comenzar por un hecho inmaterial, las
pasiones que uno experimenta, por ejemplo, e inventar visibilia para
expresarlas. Si uno vacilara entre una réplica airada y una respuesta
amable, podría expresar ese estado de ánimo inventando un personaje
que porta una antorcha, al que se llamaría Ira, y hacerlo disputar con
otro personaje, al que se llamaría Patientia. Esto es alegoría... Pero hay
una manera distinta de tratar esa equivalencia, una manera casi opuesta
a la de la alegoría, a la que yo llamaría sacramentalismo o simbolismo.
Si las pasiones, inmateriales, son susceptibles de ser copiadas por fic-
ciones materiales, quizá fuera también posible que el mundo material
mismo fuera a su vez copia del mundo invisible. Lo que el dios Amor
y su jardín de ficción son a las pasiones de los hombres quizá seamos
nosotros mismos y nuestro mundo real a algo distinto. La empresa de
interpretar ese algo distinto en su imitación sensible, de ver el arquetipo
en la copia, es lo que yo llamo simbolismo o sacramentalismo. Es, en
fin, la filosofía de Termes, que afirma que este mundo visible no es sino
una imagen del otro invisible donde, como en un retrato, las cosas no
son realidad sino formas equívocas, pues imitan una sustancia real en
aquella trama invisible. Nunca se podrá acentuar demasiado la diferen-
cia entre los dos: alegoría y simbolismo. El alegorista deja que lo dado
(sus propias pasiones) hable de lo que es evidentemente menos real, de
lo que es ficción. El simbolista deja que lo dado vaya al encuentro de lo
más real. Para expresar la diferencia en otros términos: para el simbo-
lista, nosotros somos alegoría.15

“Para el simbolista, nosotros somos alegoría” Es importante aclarar que


esta convicción está presente en toda la obra de CSL, hay una fuerte visión
participacionista (el influjo de Platón es notable): esta realidad como copia
de un arquetipo. Es suficiente con repasar sólo algunas de sus obras: en
el final de las Crónicas de Narnia nos encontramos con la existencia de una
Narnia “más real” y perfecta, donde todo el mundo es “más real” y allí se
encuentra todo lo bueno de los demás mundos-copia:

Pero esa no era la verdadera Narnia. Esa tenía un principio y un fin.


Era sólo la sombra o la copia de la verdadera Narnia (…) igual que
nuestro mundo, Inglaterra y todo lo demás, es sólo una sombra o una
copia de algo en el verdadero mundo de Aslan. … Todo esto lo ha dicho
Platón, todo lo ha dicho Platón; Dios me ampare, ¿qué les enseñan en
los colegios?16

15
La alegoría del amor. Estudio de la tradición medieval, Eudeba, Buenos Aires 1969, pp. 37-38.
16
Crónicas de Narnia. La última batalla, Andrés Bello, Santiago de Chile 1991, pp. 153-154.
Razón e imaginación en C. S. Lewis 439

Podríamos también citar la excelente metáfora de El Gran Divorcio, en


que la realidad “celestial” es más “sólida”, es decir, más real: las gotas de
lluvia nos perforan, no se puede doblar un pasto. O también podemos
contemplar en otras obras, la idea que nuestros deseos son copia de otro
deseo (Joy = Felicidad); así cuando en El Regreso del Peregrino, John desea
las mujeres morenas, en realidad está deseando la Isla (metáfora de la año-
ranza de felicidad). Todos nuestros amores son copias de otro amor.17

El Mito

Hay otra forma de manifestación imaginativa de una realidad más alta,


otra forma de transposición: el Mito. Éste parece ser un modo más perfecto
que la alegoría porque más que hablarnos acerca de algo, nos presenta una
realidad y nos sumerge en ella. En el mito, más que conocer, experimen-
tamos; y de esa manera resuelve el problema que presenta la dificultad de
la comprensión racional de algunas realidades. Las siguientes líneas del
autor, son iluminadoras al respecto y, a pesar de su extensión, merecer ser
citadas por completo:

El intelecto humano es irremediablemente abstracto. En las matemáticas


puras, encontramos el tipo de pensamiento más eficaz. Sin embargo,
nuestra experiencia de lo real es siempre concreta: este dolor, este placer,
este perro, este hombre. Mientras amamos a un hombre, experimenta-
mos un dolor o disfrutamos un placer, no estamos percibiendo intelec-
tualmente Placer, Dolor o Personalidad. Por otra parte cuando comen-
zamos a percibir con el intelecto, las cosas concretas adquieren carácter
de casos o ejemplos y perdemos contacto con ellas al concentrarnos
en lo que ejemplifican. Nuestro dilema es el siguiente: experimentar
y no saber o saber y no experimentar, o más bien, carecer de un tipo
de conocimiento por estar inmersos en una experiencia o no vivir una
experiencia por estar fuera de ella. Al penar, nos separamos del objeto
del pensamiento. Al experimentar, tocar, desear, amar u odiar, no com-
prendemos claramente. Mientras más lúcido sea el pensamiento, mayor
será nuestra separación; mientras más profunda sea la penetración en
la realidad menor será nuestro pensamiento. No podemos estudiar el
Placer en el momento del abrazo nupcial ni el arrepentimiento mientras
estamos arrepintiéndonos. No podemos analizar la naturaleza del hu-
mor mientras reímos a carcajadas. ¿Pero es posible conocer realmente

17
Esto se parece mucho a la idea de San Agustín de que el alma cuando peca, busca fuera de Dios
lo que en realidad encontraría de manera pura en Dios.
440 Leonardo Caviglia

estas cosas en otras circunstancias? “Sólo si desapareciera mi dolor de


muelas, podría escribir otro capítulo sobre el Dolor” ¿Y qué sé del dolor
cando éste ha cesado?
El mito es la solución parcial de este trágico dilema. Al disfrutar un
gran mito, experimentamos en forma más concreta lo que de otro modo
sólo podemos comprender como una abstracción. En este momento,
por ejemplo, estoy tratando de entender una idea abstracta: el desvane-
cimiento de la percepción de la realidad cuando procuramos captarla
mediante la razón. Tal vez he insistido demasiado en el punto. En todo
caso, recordemos a Orfeo y Eurídice. Cuando él fue autorizado para con-
ducir a la joven de la mano, miró hacia atrás para verla y ella despareció.
En este caso, lo que era sólo un principio adquiere carácter imaginable.
Podrán replicar ustedes que hasta ahora nunca habían asociado ese
“significado” con este mito. No, por cierto. No estamos buscando un
“significado” abstracto. Si así fuera, el mito no sería realmente un mito
para nosotros, sino mera alegoría. No estábamos sabiendo, sino expe-
rimentando; pero lo experimentado resulta ser un principio universal.
Tan pronto como enunciemos este principio, nos encontraremos otra vez
en el mundo de la abstracción. Únicamente experimentamos el principio
en forma concreta mientras percibimos el mito como una historia
Al traducir, llegamos a una abstracción, o más bien a una gran cantidad
de abstracciones. El mito no nos entrega la verdad, sino la realidad (la
verdad siempre es acerca de algo; la realidad, en cambio, es aquello a lo
cual se refiere la verdad). Por consiguiente, cada mito llega a ser padre
de innumerables verdades en el plano abstracto. El mito es la montaña
de donde surgen todas las corrientes que se convierten en verdades aquí
abajo, en el valle: in hoc valle abstractionis. En otras palabras, el mito
es el istmo que une el mundo peninsular del pensamiento con el vasto
continente al cual pertenecemos. No es abstracto como la verdad, ni está
vinculado con lo particular, como la experiencia directa.18

El mito nos ofrece la realidad, (fundamento de la verdad) y por ello


“fuente de nutrición por excelencia”. Por este motivo ocurre que todo gran
mito es germen de muchas interpretaciones. (Y a partir de esas interpre-
taciones diversas manifestaciones alegóricas). Así, experiencias como el
dolor o el amor, sólo pueden “comprenderse” a través de una actividad
imaginativa: allí tenemos el relato de Eustaquio, en las Crónicas de Narnia,
donde el dolor del arrepentimiento y conversión es presentado pictórica-
mente como un arrancarse la piel de dragón (los dragones son egoístas
como Eustaquio) “El primer desgarrón que hizo fue tan profundo que pensé

“El mito convertido en realidad”, en Dios en el Banquillo, Andrés Bello, Santiago de Chile 1996,
18

pp. 69-72.
Razón e imaginación en C. S. Lewis 441

que había ido directo a mi corazón. Y cuando empezó a arrancarme la piel,


sentí el dolor más grande que he tenido en mi vida”. La desesperación ante
el dolor por la muerte de Joy es una “puerta” que está “cerrada”.
El esfuerzo por la presentación mítica de las grandes cuestiones del
hombre cobra su forma más elaborada en una de sus obras más interesan-
tes, Mientras no tengamos rostro. Se ha dicho que en ella Lewis parece estar
hablando de todo lo que nos estuvo diciendo durante varios años: Amor,
Dolor, Dios, el Mal, la Voluntad centrada en sí mismo. Todo ello en un solo
relato en torno al mito de Psiqué.
Pero incluso, para CSL, todos nuestros Mitos no son más que copias del
Gran Mito, El Mito Verdadero (El Cristianismo)

Del mismo modo como el mito trasciende el pensamiento, la Encar-


nación trasciende el mito. El corazón de la cristiandad es un mito que
también es realidad. (...) Al adquirir realidad, el hecho no deja de ser un
mito: ése es el milagro.19

Esta idea del Cristianismo como “Mito Verdadero”, fue el argumento


con el que J.R.R. Tolkien convenció a Lewis de la verdad del Cristianismo:
un mito que realmente ocurrió. El mito se hizo hecho, ése es el milagro.
(Y la Encarnación es un buen ejemplo de Transposición, así como toda
realidad “sacramental”).
Por otro lado CSL, considera que todos los otros mitos no son más que
un reflejo de éste; tal argumento puede encontrarse en su obra Milagros:

Ahora, si existe tal Dios y si desciende para levantarse de nuevo, en-


tonces podemos entender por qué Cristo es tan semejante al Rey-maíz,
y tan reticente sobre este punto. El es semejante al Rey-maíz porque
el Rey-maíz es su retrato. La semejanza no es en absoluto irreal o ac-
cidental; porque el Rey-maíz es derivado (a través de la imaginación
humana) de los actos de la Naturaleza, y los actos de la Naturaleza de
su Creador; el esquema de muerte y resurrección está en ella porque
estuvo primero en él.20

La idea vuelve a repetirse al final de Perelandra, donde se presenta a toda


la mitología humana como un pálido reflejo de la realidad “celestial”.

19
Ibidem, p. 73.
20
Los Milagros, cit., pp. 189-190.
442 Leonardo Caviglia

De esta manera, que el hombre sea hacedor de mitos no es más que un


reflejo o copia de lo que Dios hace:

Si Dios es creador de mitos (¿acaso el cielo no es en sí mismo un mito?),


¿por qué nosotros renunciamos a ser mitópatas? El matrimonio del
cielo y la tierra es la unión del Mito Perfecto y la Realidad Perfecta, un
llamado a nuestro amor y obediencia, pero también a nuestro deleite y
admiración, dirigido al salvaje, al niño y al poeta, tan presentes en cada
uno de nosotros como el moralista, el erudito y el filósofo.

Leonardo Caviglia
Universidad Católica Argentina

Resumen

El trabajo ahonda en la relación entre la razón y la imaginación en C.S. Lewis, quien pone de
relieve a la razón como razón participada y como “sobre naturaleza”, señalando asimismo los
límites que encuentra para comprender realidades más altas. Esa limitación puede ser salvada
mediante la alegoría y el mito, dos formas de “Transposición”. La primera trata de expresar
invisibilia (lo inmaterial) por medio de visiblia. Por el segundo encontramos la solución parcial
al dilema que se produce entre conocer y experimentar. Por otra parte, la capacidad mítica es
también una participación y todos los mitos humanos no son más que reflejos del Gran Mito.
La irrealidad de la aptitud de lo posible
en la Teoría del Objeto Puro de Millán Puelles

Todo aquel que ha tenido la fortuna de recibir el magisterio del profe-


sor Courrèges, sabe que una de sus formas predilectas de hacer y enseñar
filosofía es la lectura y comentario de textos filosóficos. Durante más de
dos años, el Lic. Juan Michref y yo hemos tenido la dicha de compartir
semanalmente los comentarios del profesor Courrèges al libro Teoría del
Objeto Puro de Antonio Millán-Puelles. Si bien estas líneas no pueden
hacer justicia a todo lo aprendido durante esos “concilios”, pretenden sim-
plemente servir de tributo personal a aquel maestro que me introdujo al
pensamiento de otro gran maestro, Antonio Millán-Puelles. Este artículo
pretende, pues, honrar tales comentarios al exponer uno de los puntos –a
mi juicio– centrales de la TOP.
La TOP se inscribe doctrinariamente dentro del realismo metafísico, en
abierta polémica con el idealismo, el cual “excluye de los auténticos seres
a todo cuanto no sea la realidad de la conciencia misma y de sus propias
determinaciones o modificaciones”. Frente a la doctrina idealista, el rea-
lismo metafísico distingue el ser del ser-conocido, el ser de la conciencia
de la presencia ante la conciencia. Justamente en virtud de esta diferencia
entre ser y ser-objeto, es posible el darse ante la conciencia tanto de lo real
como de lo irreal, esto es, tanto de aquello que es además de ser-objeto, como
de aquello que se reduce a ser-objeto. En este marco doctrinal, el presente
trabajo se propone analizar a qué ámbito de lo dado ante la conciencia
pertenece lo posible, el cual es entendido no como posibilidad o potencia


Antonio Millán-Puelles, Teoría del Objeto Puro (en adelante TOP), Rialp, Madrid 1990. Existe
una traducción al inglés llevada a cabo por Jorge García-Gomez, The Theory of the Pure Object,
Universitätsverlag C. Winter, Heidelberg 1996.

Específicamente, en la tradición aristotélico-tomista (ver Jesús Villagrasa L.C., Metafísica e
irrealidad: contribuciones al realismo metafísico de la Teoría del Objeto Puro de Antonio Millán-Puelles,
Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, Roma 2002, p. 7). Cfr. Rogelio Rovira, “Las quiddidades
paradójicas. Sobre la contribución de Antonio Millán-Puelles a la doctrina clásica del ente de
razón”, en Pensamiento, Vol. 56 (2000), pp. 215-265.

TOP, p. 7.
444 José Félix Cerrone

real, sino que “aquí lo posible está tomado en la acepción metafísica de lo


que intrínsecamente no envuelve contradicción”.
Puesto que el marco del análisis propuesto es la teoría de lo irreal de
Millán-Puelles, se procederá en primer lugar a hacer una introducción a
esta sistemática y elaborada doctrina, mostrando inicialmente su evolución
en la obra del autor y luego exponiendo las líneas centrales de su doctrina.
A continuación se ubicará lo posible dentro de la taxonomía general de lo
irreal, para finalmente abocarse al estudio de la aptitud de lo posible.

1. Antecedentes de la Teoría del objeto puro en la obra de Millán-Puelles

Si bien esta teoría alcanza su sistematización y elaboración última en la


TOP, el interés de Millán-Puelles por la temática de lo irreal se manifiesta
desde sus primeras investigaciones. Ya en su tesis doctoral, publicada en
1947 bajo el título El problema del ente ideal, se vislumbran ciertas afirmacio-
nes que serán contenidas sistemáticamente en su doctrina del objeto puro,
tales como la irrealidad de los “entes ideales”, la insuficiencia del planteo
exclusivamente fenomenológico de estas nociones, y la necesidad de un
tratamiento ontológico de las mismas.
En este contexto, no acepta las pruebas de la existencia de un ámbito
ideal esgrimidas por Husserl y por Hartmann, pues considera que el
primero, al igual que Descartes, “pretende traspasar los linderos de la
conciencia con artefactos puramente subjetivos. Desde el plano noemá-
tico de las proposiciones «sobre» objetos universales, pretende saltar al
plano ontológico del ser ideal”. Husserl incurre en un indebido tránsito
del orden ideal al orden real; tránsito que sólo es posible cuando “ese pun-
to de partida ha sido antes punto de llegada de otro proceso que hunde
sus raíces en el propio dominio del ser. (…) Sin una previa doctrina de la
abstracción, que haga anclar las ideas en el dominio del ser, todo salto del
plano noemático al plano óntico es un salto en el vacío”. También rechaza
las pruebas de su discípulo, cuya doctrina “se reduce (…) a una incesante
polémica contra las interpretaciones nominalistas, subjetivistas y platoni-


TOP, p. 551.

Antonio Millán-Puelles, El problema del ente ideal, un examen a través de Husserl y Hartmann, Ins-
tituto Luis Vives de Filosofía, Madrid 1947.

El problema del ente ideal, p. 151.

El problema del ente ideal, p. 153.
La irrealidad de la aptitud de lo posible 445

zantes. Fuera de la polémica, ninguna afirmación positiva se encuentra”.


Para determinar la índole específica de los seres ideales nuestro autor
recurre a nociones de la lógica tradicional, para concluir que el ser ideal
es “concepto objetivo”, objetividad que queda justificada por la doctrina
de la abstracción.
Esta vinculación de la fenomenología con la Escuela reaparece en un
artículo publicado seis años más tarde,10 en el cual se articula la doctrina
fenomenológica del ente ideal con la doctrina escolástica del ente de razón,
siendo un importante antecedente de la TOP, puesto que anticipa el inte-
resante diálogo entre la fenomenología y el realismo metafísico que tiene
lugar en la TOP. Es en este artículo donde aparece, por primera y única
vez antes de la aparición, en 1990, de TOP, el término “objeto puro”: “El
ente de razón no es solamente un objeto, sino aquello que sólo es objeto:
objeto puro”.11 Es importante remarcar que la temprana formulación “objeto
puro” no es equivalente a la desarrollada en TOP, sobre todo porque no
es aplicada explícitamente a todo lo irreal, sino que sólo califica al ente de
razón. Es también importante resaltar la afirmación, fundamental en TOP,
que aquí se hace del carácter extrínsecamente denominativo que tiene el
ser-objeto para lo real, mientras que “para el ente de razón es, por el con-
trario, constitutivo”.12
En 1955 se publica Fundamentos de Filosofía,13 obra de iniciación fi-
losófica en la cual, al explicar el ente de razón en oposición al ente real,
aparece nuevamente una expresión semejante a la de objeto puro –aunque
utilizada en el mismo sentido dado a “objeto puro” en el artículo “Ser ideal
y ente de razón”–, al afirmar que el ens rationis “no es formalmente un ser,
sino un mero ser-pensado, un puro objeto sin densidad óntica”.14 También
reaparece la caracterización del mero hecho de ser-objeto como una deno-
minación extrínseca para lo real mientras que para el ente de razón “es
todo su ser”,15 y la expresa distinción entre ser y ser-conocido.16 Ésta última
distinción aparece en el contexto de la discusión con el idealismo, en un


El problema del ente ideal, p. 173.

Cfr. El problema del ente ideal, p. 182.
10
Antonio Millán-Puelles, “Ser ideal y ente de razón”, en Revista de Filosofía, Instituto de filosofía
Luis Vives, Madrid, Año XII, Núm. 45, abril-junio 1953.
11
“Ser ideal y ente de razón”, p. 200. Sí aparecen, en obras posteriores, expresiones equivalentes:
“simple objeto”, “mero objeto”, “puro objeto”.
12
“Ser ideal y ente de razón”, p. 196.
13
Antonio Millán-Puelles, Fundamentos de Filosofía, Rialp, Madrid 1981 (11ª edición).
14
Fundamentos de Filosofía, p. 496.
15
Fundamentos de Filosofía, p. 77.
16
Fundamentos de Filosofía, p. 472.
446 José Félix Cerrone

desarrollo análogo al que luego aparecerá en Léxico Filosófico,17 donde se


distingue “el estar siendo objeto de conocimiento” de “lo que está siendo
conocido”,18 afirmando la relatividad a la conciencia del primero, y la in-
dependencia del segundo.
Al analizar el fenómeno de la apariencia en La estructura de la subjetivi-
dad,19 entran en juego las nociones de realidad e irrealidad, en un complejo
entramado que se propone reafirmar, contra el escepticismo y el idealismo,
la fundamental apertura del conocimiento al Ser, a partir del examen del
fenómeno de la rectificación del error. En este contexto, aparecen expre-
siones como “simple objeto”20 y “puro objeto”.21 Es interesante notar que
mientras que “simple objeto” equivale a “objeto puro” en el sentido dado
en TOP –pues se predica de lo aparente que es de suyo posible–, “puro
objeto” sigue equiparándose a ente de razón.22 Esta oscilación en la signi-
ficación de los términos inclina a pensar que la noción de objeto puro, tal
como aparece en TOP, no estaba aún elaborada.
Pocos años antes de la aparición de TOP, en 1984, se publica Léxico
Filosófico. Además de la cercanía temporal, hay entre estas dos obras una
cercanía terminológica, manifestada principalmente por la aparición, a
lo largo de la obra, de ciertas expresiones que formarán parte del corpus
terminológico de TOP, por ejemplo, la noción de “estar-siendo-objeto”,23
en distintas inflexiones equivalentes, como “estar siendo objeto de co-
nocimiento”,24 “ser-pensado”,25 “estar-siendo-conocido”.26 Esta noción es
entendida como denominatio extrinseca,27 y será usada en TOP como equi-
valente a “objetualidad”. Como antecedente de la noción de “objetualidad
pura”, está la expresión “puro y simple ser pensado”.28 También podemos
encontrar formulaciones ya sí equivalentes a “objeto puro” –puesto que

17
Antonio Millán-Puelles, Léxico Filosófico, Rialp. Madrid 2002. El libro fue publicado inicial-
mente en el año 1984.
18
Fundamentos de Filosofía, p. 471. ver también Léxico Filosófico, p. 350.
19
Antonio Millán-Puelles, La estructura de la subjetividad, Rialp, Madrid 1967.
20
La estructura de la subjetividad, p. 26.
21
La estructura de la subjetividad, p. 55.
22
Cfr. La estructura de la subjetividad, pp. 26-27.
23
Léxico Filosófico, 512, 586, 587.
24
Léxico Filosófico, p. 512.
25
Léxico Filosófico, p. 468.
26
Léxico Filosófico, pp. 349, 586.
27
Léxico Filosófico, pp. 586-587.
28
Léxico Filosófico, p. 350.
La irrealidad de la aptitud de lo posible 447

hablan no del ente de razón sino del “ente irreal”29 –, tales como “objeto
sólo pensado”,30 “puro y simple objeto”,31 “mero objeto pensado”,32 “puro
objeto pensado”.33

2. Objetos y objetualidad

La pretensión de la Teoría del objeto puro es hacer una acabada elucida-


ción de lo irreal. Pero para Millán-Puelles “el ámbito de lo irreal es mucho
más amplio que el reservado por la tradición escolástica y por Suárez al
ens rationis, porque en la TOP lo real es tomado en su sentido estricto y no
se contrapone al ens rationis sino al «objeto puro»“.34 Al ceñirse al sentido
estricto de la noción de lo real, se excluye de su ámbito a lo posible –enten-
diendo por posible in genere todo aquello que no es, pero puede ser, y que
se reduce al ámbito de lo irreal fácticamente irreal–, el cual se instala en el
de lo puramente objetual.
Puesto que lo irreal se reduce a su ser-objeto, para una elucidación de lo
irreal es necesario, en primer término, analizar en qué consiste este ser-
objeto, es decir, analizar en qué consiste la objetualidad, la cual conviene
tanto a lo real como a lo irreal. Al convenirle a lo irreal, la objetualidad
no puede menos que ser también irreal, puesto que si fuera algo real del
objeto, no habría objetos irreales. Los hay, ergo la objetualidad no puede
ser algo real.
La teoría del objeto puro se propone, metodológicamente, un análisis
fenomenológico-ontológico35 de la objetualidad en general y de la obje-
tualidad pura en particular. Este análisis consiste en el estudio de aquello
que se hace patente en la reflexión, que es calificada de fenomenológica
porque lo presenta en su patencia o φαίνεσθαι ante la conciencia.36 Esta

29
Léxico Filosófico, p. 368.
30
Léxico Filosófico, p. 349.
31
Léxico Filosófico, p. 349.
32
Léxico Filosófico, p. 356.
33
Léxico Filosófico, p. 357.
34
Jesús Villagrasa, “Realidad, irrealidad e idealidad en Teoría del objeto puro de A. Millán-Pue-
lles”, en Alpha Omega, V, n.3, 2002, p. 443.
35
Para estudios sobre el método de la TOP, ver Jesús Villagrasa, “La analéctica como método de
una metafísica realista en A. Millán-Puelles”, en Alpha Omega, VII, n.1, 2004, pp. 17-46.
36
Cfr. TOP, p. 134.
448 José Félix Cerrone

primera consideración fenomenológica es completada por un tratamiento


ontológico de los datos así obtenidos.37
Tras el análisis fenomenológico-ontológico del ser-objeto se concluye
que la objetualidad es el reverso ideal del acto cognoscitivo, esto es, que
el ser-objeto no es auténtico ser. Ahora bien, en el caso de aquellos objetos
con valor transobjetual –es decir, que tienen otro valor extra-quidditativo38
además del ser-objeto– la objetualidad es un factor extrínseco, una mera
denominatio extrinseca en el lenguaje de la Escuela, algo que sobreviene no
por lo que sucede en sí mismo, sino por lo que sucede en otro. De aquí
que para Millán-Puelles, el ser visto, el ser conocido, son meras denomi-
naciones extrínsecas que no son reales en lo conocido sino sólo el reverso
ideal de la acción representativa, sí real, esta última, en el cognoscente.39
Aunque Millán-Puelles se refiera al conocimiento como representación,
niega que haya que entender representación como representacionismo,
es decir, vacía de contenido idealista al término, rectificándolo según su
significado originario.40
Si bien la objetualidad es idéntica tanto para lo real como para lo irreal
–puesto que ambos son idénticamente objetos–, en el caso de lo irreal el
ser-objeto no sólo no es extrínseco, sino que es “algo formalmente consti-
tutivo de la única vigencia poseída por lo que carece de existencia”.41 De
este modo “el término «objeto puro» significa todo el «ser» de lo irreal, en
oposición a lo que ocurre en el caso de lo real, a cuyo ser no contribuye en
nada el hecho, ónticamente nulo, de su estar-siendo-objeto”.42 La objetua-
lidad es, en definitiva, la única vigencia del objeto puro.
En la noción de objeto puro se mantienen simultáneamente las perspec-
tivas ontológica y lógica, pues se niega que ontológicamente “los objetos
inexistentes sean de algún modo reales o tengan alguna esencia verdade-
ra”,43 al mismo tiempo que se afirma que lógicamente “esos mismos objetos

37
Cfr. TOP, p. 136.
38
Para Millán-Puelles, los únicos valores extra-quidditativos (es decir, que no pertenecen al orden
de la esencia) son la existencia (esse) y la existencia intencional, es decir, la objetualidad.
39
Para el tema de la aparente realidad del ser visto, y, en general, el ser-conocido, manifestada
fundamentalmente en las “trampas del lenguaje”, ver Juan Fernando Sellés, “Las operaciones
inmanentes del conocer y del querer”, en Anuario Filosófico, 1994 (27), pp. 699-718.
40
Cfr. María Jesús Soto-Bruna, “Expresión y representación”, en Anuario Filosófico, 1994 (27), pp.
483-503.
41
TOP, p. 166. En contra de considerar la objetualidad como intrínsecamente constitutiva del
objeto puro se encuentra Jesús Villagrasa, en Metafísica e irrealidad: contribuciones al realismo me-
tafísico de la Teoría del Objeto Puro de Antonio Millán-Puelles, pp. 130-137.
42
TOP, p. 166.
43
TOP, p. 255.
La irrealidad de la aptitud de lo posible 449

son, sin embargo, algo en la conciencia y para ella y por ella”.44 Esto se
expresa en la cuasi-definición –pues al no tener propiamente esencia por
no tener acto de ser, no se puede hablar propiamente de definición– de ob-
jeto puro como “objeto inexistente”, expresión tomada de la “lógica libre”,
pero reconstruida en su significación dentro del sistema conceptual de
la teoría del objeto puro.45 Esta cuasi-definición “suministra una idea si-
multáneamente lógica y ontológica, a la que en justicia no se puede tachar
de contradictoria, porque es copulativa o vinculante de dos perspectivas
irreductiblemente distintas, pero no incompatibles entre sí: la conciencia
es precisamente el lugar de su síntesis”.46 Esta doble perspectiva es la que,
más adelante, permitirá mantener la afirmación lógica de la aptitud de lo
posible a la vez que su negación ontológica.
En oposición al objeto puro, los objetos existentes son aquellos que tie-
nen un valor transobjetual, es decir, no se reducen a su ser-objeto. Además
de la objetualidad, compartida con lo irreal, los objetos reales tienen otro
valor extraquidditativo: la existencia. El filósofo gaditano dedica un exten-
so capítulo47 al mutuo esclarecimiento de la existencia y la pura objetuali-
dad, en el que “cada opuesto destaca y ratifica su propio perfil inteligible
en el contraste con el opuesto respectivo”.48
En función de este contraste entre el existir y ser-conocido, entre las
tradicionales descripciones de la existencia la más significativa para la
doctrina del objeto puro es la de sistere extra cogitationem, el ser-fuera-de-
la-conciencia, que equivale –en el lenguaje de TOP– a transobjetualidad.
Millán-Puelles considera que esta inflexión del existir es imprescindible
para el realismo metafísico, puesto que “este realismo es fundamentalmen-
te la doctrina según la cual, aunque la conciencia es ser (…) no todo ser es
conciencia, ni mero objeto de su actividad”.49 De este modo la existencia
queda entendida, en relación con ser-objeto, como transobjetualidad.

44
TOP, p. 255.
45
Cfr. TOP, p. 229.
46
TOP, p. 255.
47
TOP, Primera parte, sección segunda, capítulo IX, “Acerca de la existencia”, pp. 261-319.
48
TOP, p. 263.
49
TOP, p. 265.
450 José Félix Cerrone

3. Los tipos cardinales de lo irreal: divisiones

Si bien la clasificación de lo irreal ocupa una parte importante de la


teoría del objeto puro, al tiempo que constituye un importante aporte per-
sonal del autor, a raíz del carácter sumario del presente trabajo, me limita-
ré a una exposición esquemática del tema, consignando lo imprescindible
para la ubicación del tema propuesto dentro de la tipología general de lo
inexistente.
En esta taxonomía de lo irreal se articulan dos criterios de división, uno
según la nota cuasi-genérica de objeto y otro según la cuasi-específica de
inexistente. En función de la objetualidad, se adopta como fundamentum
divisionis “la diversidad de las operaciones intencionales merced a las cua-
les lo irreal queda constituido en objeto ante una subjetividad en acto”;50
y de acuerdo con la nota cuasi-específica, el fundamento reposa en “la
distinción entre la inexistencia necesaria o de iure y la contingente o sólo
de facto”.51 Lo que se distribuye según este doble nivel del fundamento de
la división es, en todo los casos, algo uno constituido por la complexión de
la objetualidad y la inexistencia: el objeto puro, sin olvidar ninguno de sus
elementos integrantes, sino que reparando primero en su objetualidad y
luego en su inexistencia.
Según este criterio, lo irreal queda distribuido del siguiente modo:52

sensible inmediato (objeto de la sensibilidad externa)


mediato (objeto de la sensibilidad interna)
quiddidades paradójicas
apodícticamente meras negaciones
Irreal inexistente
privaciones
inteligible
fácticamente lo meramente posible
inexistente
lo pretérito
lo futuro

50
TOP, p. 335.
51
TOP, p. 336.
52
TOP, p. 342.
La irrealidad de la aptitud de lo posible 451

Es importante notar que, si bien todo lo irreal sensible es de suyo


posible, esta índole de posible no es captable por los sentidos, sino
que es objeto de intelección. Por esta radical diferencia en el modo de
la aprehensión es que lo irreal fácticamente inexistente es estudiado,
explícitamente en cuanto a su posibilidad, en el ámbito de lo irreal
inteligible.

4. Lo posible en la estructura de la Teoría del Objeto Puro

Lo posible se ubica, dentro de la clasificación de lo puramente ob-


jetual, en el ámbito de lo irreal inteligible; y dentro de éste, en el de
lo fácticamente irreal. Como ya antes se mencionó, el motivo de esta
inclusión en lo inteligible se debe a que, si bien el ámbito de lo irreal sen-
sible se ocupa materialmente de objetos posibles, formalmente sólo son
asequibles al entendimiento. Del mismo modo, la aptitud de lo posible
sólo es alcanzable formalmente mediante una objetivación intelectual,
circunscribiendo el estudio al ámbito de lo irreal inteligible fácticamente
inexistente.
En la teoría tradicional del ens rationis, al hacer abstracción de la exis-
tencia actual, sólo éste –el ente de razón– es considerado irreal y, frente a
lo imposible, se denomina real todo lo posible, tanto lo actual como lo sólo
posible.53 En TOP, en cambio, se toma lo real en su más estricta acepción,
como lo que en acto existe.54 De esta manera, lo que se opone a lo real no
es sólo el ente de razón, sino lo irreal in genere, entendiendo éste como lo
que no posee otro valor extraquidditativo que la mera objetualidad.55 Lo
irreal es, entonces, aquello que se reduce a su ser-objeto. Rige aquí con plena
vigencia la distinción fundamental entre ser (esse) y ser-pensado (objetua-
lidad, objici), aplicándose el primero a lo que en acto existe, y el segundo
al objeto puro.
Puesto que lo irreal no tiene un auténtico esse –en el sentido de un
actus essendi– en relación al cual la quiddidad es essentia, no se puede
decir que lo irreal tenga una esencia. 56 La esencia es, frente al acto de

53
Cfr. TOP, p. 249. Cfr. también Jacques Maritain, Éléments de Philosophie, II, L’Ordre des concepts,
Pierre Téqui, París 1933, p. 31.
54
Cfr. TOP, p. 251.
55
“Lo irreal es aquello que ni por su materia ni por su forma tiene otro ser que su puro y simple
ser-objeto (…). Todo el ser de lo irreal es ser-objeto, y todo el ser del ser-objeto es irreal.” (TOP,
p. 163).
56
Cfr. TOP, pp. 254 y 459.
452 José Félix Cerrone

ser, potentia essendi. Pero esta potencia es real sólo por su articulación
con el acto de ser. Por ser potencia real, puede actuar como principio
real entitativo: componente real, en unidad con el actus essendi, de la
entidad finita.57
En el contexto de la TOP, también se usa en sentido estricto la voz “exis-
tencia”, excluyendo de su ámbito el darse propio del término intencional
de la conciencia.58 Millán-Puelles afirma que el uso del término existencia
en este sentido más amplio –inclusivo de la presencia intencional– tiene
su explicación en que hay entre el darse ante la conciencia y el existir –en
sentido estricto– una cierta analogía (metafórica): ambos tienen el carácter
de un cierto “darse”.59 Todo término intencional, todo objeto, es algo “dado”
ante la conciencia. Este darse es un valor extraquidditativo, puesto que en
cada caso lo quidditativo es lo dado, no el darse. Que sea extraquidditativo
no significa que sea externo o extrínseco al ente, sino que no pertenece al
orden de la esencia. Tanto el darse intencional como el existir coinciden,
de este modo, en su índole extraquidditativa. Pero esta coincidencia no
permite perder de vista la diferencia fundamental entre estos dos valores:
la existencia no sólo es un valor extraquidditativo sino, principalmente,
transobjetual.
La existencia queda descripta, en contraste con la objetualidad, como
ser-fuera-de-la-conciencia (sistere extra cogitationem).60 Esta noción de ser-
fuera-de-la-conciencia es, para nuestro autor, imprescindible para la cons-
titución de la teoría realista, puesto que esta doctrina afirma que, si bien la
conciencia es ser, no todo ser es conciencia ni mero objeto de su actividad.61
Es importante reparar en que el sentido de este ser extra cogitationem no
debe entenderse, en primer lugar, como un estar entitativamente fuera de
la conciencia, porque de este modo la conciencia misma sería inexistente.
Primordialmente, ser-fuera-de-la-conciencia significa: “no agotarse en
ser objeto ante una conciencia en acto”.62 Esta noción de existencia como
transobjetualidad tiene un carácter conceptualmente negativo: no limi-
tarse a ser-pensado. Pero pese a su negatividad conceptual, es un valor
ontológicamente positivo, puesto que lo negado –la pura objetualidad– es

57
Cfr. TOP, p. 254.
58
Este sentido amplio de existencia es el defendido por Joseph Owens en su obra An elementary
Christian metaphysics, Center for Thomistic studies, University of St, Thomas, Houston, Texas
1985.
59
Cfr. TOP, p. 261.
60
Cfr. TOP, p. 265.
61
Cfr. TOP, p. 265.
62
TOP, p. 296. En la página 265, usa la expresión “no-ser-mero-objeto-de-conciencia”.
La irrealidad de la aptitud de lo posible 453

a su vez una negación: en tanto que pura, es un valor ontológicamente


negativo, en el que se niega el ser real. De esta manera, “la negatividad
conceptualmente inevitable en toda descripción del existir es siempre una
positividad real, lógicamente mediata por cuanto es aprehendida a través
de una negatio negationis”.63
Frente a la actualidad de lo existente, la actualidad propia de los ob-
jetos meramente pensados es la mera actualidad objetual, que se limita
a ser “el reverso irreal de la acción representativa”.64 El conocer no causa
en su término ningún efecto real, pues si lo causara lo conocido no sería
“lo que algo es independientemente de su estar-siendo-objeto-de-cono-
cimiento”,65 lo que implicaría recaer en un idealismo. En la actividad
cognoscitiva, lo real es el acto de conocimiento y la cosa conocida –en
el caso de que lo conocido no sea un mero objeto–, no en tanto conocida
sino en tanto cosa.
En oposición a la mera actualidad objetual –el mero hecho de ser-ob-
jeto– que puede pertenecerle o no a lo real sin modificarlo, lo propio del
ente real es la actualidad existencial, en cuanto tiene acto de ser. Lo real
posee una actualidad intrínseca al ente, el actus essendi, que se distingue
de la actualidad meramente objetual, la cual consiste en una mera deno-
minación extrínseca. Para Millán-Puelles –que sigue en esto a Fabro– el
existir “está implícito en el ser propiamente dicho, no a la manera de
una condición, sino según el modo de un efecto formal: como algo que
el ser confiere en tanto que es poseído y sólo en virtud de ello, sin que
medie ninguna acción cuya causa eficiente fuera el ser y que tuviera por
paciente o receptor a aquello que lo posee”.66

5. Conclusiones

Del análisis precedente se sigue que en el marco doctrinal de la teoría


del objeto puro la negación de que la aptitud de lo posible –el poder-ser
que lo distingue de lo imposible– sea algo real, no sólo adquiere plena
justificación, sino que se sigue necesariamente de éste, pues:

63
TOP, p. 298.
64
TOP, p. 164.
65
TOP, p. 164.
66
TOP, p. 271.
454 José Félix Cerrone

a) Al circunscribir lo posible al ámbito de lo irreal, queda también


negada la realidad de toda aptitud que de él se predique. No puede
lo irreal tener determinaciones reales; al menos, sin “dejar de ser”
irreal.67
b) Al no tener una esencia, la quiddidad de lo meramente pensado no
constituye una auténtica potentia essendi, sino una mera posibilidad
lógica fundada en su carácter incontradictorio.68
c) Al excluirse de la significación de existencia la actualidad objetual
–única vigencia de lo puramente objetual– no puede afirmarse que
lo posible exista auténticamente, por lo que tampoco es auténtica
aptitud la posibilidad, porque carece de actualidad entitativa en
donde fundarse.69
d) Finalmente, pero contenido virtualmente en lo anterior, al distinguir
entre el ser-pensado y ser en cuanto actus essendi, y negar a lo posible
el ser, se niega a lo posible todo valor ontológico donde fundar la
posibilidad.70
En palabras del autor, “la posibilidad que la cuasi esencia (el contenido
o materia) de un objeto puro que no sea un mero ente de razón se realice
no es en esa misma cuasi esencia nada más que una simple posibilidad
lógica, una mera no-contradicción. No es lícito hipostasiarla. Ontológica-
mente, la posibilidad de la realización de esa cuasi esencia –posibilidad

67
“La posibilidad como tal no es ningún ser y (…) los seres posibles e inexistentes sólo son ver-
daderos seres cuando dejan de ser sólo posibles, quedando efectivamente actualizados” (TOP, p.
458). También: “…el realismo en la consideración de la peculiar realidad de la conciencia tiene,
así, una doble exigencia: a) la negación (ontológica) de que los objetos inexistentes sean de algún modo
reales o tengan alguna esencia verdadera; b) la afirmación (lógica) de que esos mismos objetos son
algo en la conciencia y para ella y por ella” (TOP, p. 255).
68
“La posibilidad que la cuasi esencia (el contenido o materia) de un objeto puro que no sea un
mero ente de razón se realice no es en esa misma cuasi esencia nada más que una simple posi-
bilidad lógica, una mera no-contradicción” (TOP, p. 174).
69
“De lo intra-sistente en el entendimiento (…) debe, por tanto, decirse que propiamente no es,
porque carece de la actualidad del ser. (…) Antes de tener ser, lo intra-sistente en la conciencia
en acto o en alguna potencia no es, en verdad, un ente. Ni tan siquiera es (…) una essentia, si
por serla se entiende algo que implique una actualidad entitativa”, TOP, 273. También: “la única
actualidad entitativa que a lo pensado en cuanto sólo pensado corresponde es la del pensamiento
que lo piensa” (TOP, p. 270). También: “Inexistente es aquello cuyo ser no quidditativo es pura
objetualidad” (TOP, p. 239).
70
“lo meramente posible no es sujeto de atribución del genuino esse, porque no es, propia y
estrictamente hablando, esencia alguna, y no la es porque sin el actus essendi la quiddidad es
nada ontológicamente hablando, aunque lógicamente esté presente como objeto manifiesto a la
conciencia” (TOP, p. 254).
La irrealidad de la aptitud de lo posible 455

no ya meramente lógica, sino positiva y efectiva– sólo tiene su sede en


algún ser que realmente posea un efectivo existir, y en él se da en calidad
de capacidad operativa o potencia activa y eficaz para llevar a cabo esa
misma realización. No es, pues, que no sea verdad que esa cuasi esencia es
realizable, sino que tal verdad no presupone en modo alguno la realidad
de una efectiva recepción de la existencia”.71
Por tanto, la aptitud de lo posible para ser no es en lo posible nada
real, sino una mera nota lógica, fundada, inmediatamente, en el carácter
incontradictorio de esta quiddidad. Es una verdadera aptitud, en cuanto
es verdad que lo posible puede ser, pero no es una real aptitud, en cuanto
no es un poder real.
Por último, dando un paso más en la línea doctrinaria precedente,
se podría concluir que la aptitud de lo posible se funda, en última ins-
tancia, no en la incontradictoriedad de lo posible, sino en la existencia
de una causa capaz de realizarlo. Si no hubiese algo capaz de realizar
lo posible, por más que fuera incontradictorio, lo posible no-podría-ser.
Esto se ve claro a través de un ejemplo: por más que no sea contradicto-
rio que yo corra cien metros en diez segundos, no es realmente posible
que yo lo logre, ni tampoco verdaderamente posible para mí: pues al no
tener esa capacidad no puede-ser, en lo que de mí depende, que recorra
esa distancia en ese tiempo. En el caso de que la pista y yo fuésemos
las únicas realidades, no sería verdaderamente posible recorrer esa
distancia en ese tiempo.
Si se entiende posibilidad por poder-ser, si no hay quien dé el ser, tam-
poco hay posibilidad. Que la posibilidad se siga de la incontradictoriedad,
no significa que éstas se identifiquen. De este modo, que verdaderamente
pueda-ser significa que hay algo que realmente puede realizarlo. El que
todo lo incontradictorio sea posible no se funda en la misma incontradic-
toriedad, sino en la existencia de un ser que puede, en virtud de su omni-
potencia, hacer todo lo incontradictorio.

71
TOP, p. 174. También: “Evidentemente, estas preguntas apuntan a otros tantos absurdos por
cuanto aquí lo posible está tomado en la acepción metafísica de lo que intrínsecamente no
envuelve contradicción (…). Y en lo tocante a la licitud de esta manera de entender lo posible,
baste considerar que lo que de un modo intrínseco conviene a lo posible en el sentido de lo que
de suyo no envuelve contradicción no es la actualidad correspondiente, sino la aptitud para ella,
una aptitud que ciertamente implica una quiddidad a la cual se atribuye, pero una quiddidad
que sólo es pensada mientras no pasa de ser sólo posible. La aptitud de esa misma quiddidad
para existir es verdadera, más no un verdadero ser, sino algo irreal, tan irreal como la propia
quiddidad (no paradójica) a la cual se atribuye.” (TOP, p. 552).
456 José Félix Cerrone

De modo sumario: la aptitud para ser no es nada real en lo posible, sino


una mera nota lógica, fundada inmediatamente en el carácter incontradic-
torio de esta quiddidad. Es, sin embargo, una verdadera aptitud, pues se
funda, mediatamente, en la existencia de un ser cuyo poder es infinito y
puede, por tanto, hacer todo lo incontradictorio.

José Félix Cerrone


Universidad de Navarra

Resumen

La conciencia distingue entre aquellos objetos que, aunque inexistentes, poseen una aptitud
para ser reales de aquellos que carecen de tal aptitud. El presente artículo analiza, en el contexto
de la Teoría del Objeto Puro de Antonio Millán-Puelles, la singular situación de estos objetos:
aunque poseen una verdadera aptitud para ser, en sí misma esta aptitud no es, ontológicamente,
nada, sino que se reduce a una mera objetualidad intelectiva. De este modo, lo posible no es un
auténtico ser, sino un puro y simple objeto de la conciencia: es un verdadero objeto, pero un
objeto inexistente sin ninguna aptitud real.
Existencia y optimidad en Leibniz:
una encrucijada entre necesitarismo y arbitrarismo

1. Leibniz frente a Descartes y Spinoza

Sobre finales de su estancia en París (1672-1676) y a comienzos de su


estancia en Hannover, comienza un período extraordinariamente fecundo
en el desarrollo de la metafísica de Leibniz, que desembocará en la redac-
ción del Discours de Métaphysique (1686). A este período pertenecen una
serie de escritos que bosquejan los lineamientos metafísicos de sus obras
posteriores, en los que Leibniz profundiza y reformula el sistema esbozado
en la Confessio philosophi (1672-1673). Como resultado de la confrontación
con el cartesianismo parisino, Leibniz pretende hacer una metafísica más
cercana al more geometrico, si bien distanciándose radicalmente de la filo-
sofía cartesiana en aspectos esenciales.
Por un lado, Leibniz considera muy peligrosa la posición de Descartes
concerniente a que la misma bondad de las cosas dependa del arbitrio
divino y no de las esencias de las cosas, posición que llevaría a una visión
tiránica de Dios. La única forma de evitar esto será considerar que Dios
no es autor de las esencias de las cosas sino de sus existencias, de modo
que las cosas no son buenas porque Dios las crea, sino que las crea porque
son buenas.


Cfr. E.J. Aiton, Leibniz. Una biografía, Alianza, Madrid 1992 pp. 69-115.

Para un estudio completo de las críticas generales de Leibniz a Descartes, ver la obra de I.
Belaval, Leibniz critique de Descartes, Gallimard, París 1960.

Cfr. An Honorato Fabri [1676], AK II, 1, pp. 298s.: “Unde alius mea sententia gravissimus est et
periculisissimus eius error nascitur, qvod Bonitas pendeat à libero Dei arbitrio, non à natura rei.
Hoc enim admisso frustra de Iustitia Dei disputamus, qva sublata non tantum admissa Cartesio
redemtionis mysteria laborant, sed et in universum amor Dei tollitur, nam qvid est qvod Deum,
id est optimum universi regem à Tyranno distingvat, si eius voluntas bonitatis causa est: [...]”. La
abreviatura AK, seguida del número de serie, volumen y página, corresponde a la forma habitual
de citar la edición crítica: G.W. Leibniz, Sämtliche Schriften und Briefe, Preusischen/Deutschen
Akademie der Wissenschaften zu Berlin, Darmstadt 1923ss., Leipzig, 1938ss., Berlín, 1950ss.

Cfr. ibidem, p. 299: “Si verò quemmadmodum mea sententia est essentiae rerum non à Dei
arbitrio sed essentia eius pendent, manifestum est ipsam boni atqve perfectarum creatio à Dei
arbitrio sit profecta, neqve enim essentiae sed res creantur. Res autem creavit Deus qvas creari
bonum esse vidit, qvae rerum siue potius idearum bonitas non magis libertati eius obest, qvàm
sapientia qvae facit, ut nisi bene agere non possit”.
458 Agustín Ignacio Echavarría

Por otro lado, Leibniz pretende evitar las consecuencias necesitaristas


del planteamiento metafísico de Spinoza, a quien ha conocido personal-
mente por esos años. Comentando un pasaje fuertemente emanatista de
éste último, Leibniz explica que el hecho de que Dios no pueda producir
otro mundo que el actualmente existente no se debe a que sea imposible
producir otro, sino a que Dios es sumamente sabio, de donde se sigue que
obra del modo más perfecto posible, eligiendo siempre lo mejor.
Este empeño de Leibniz por evitar el voluntarismo arbitrarista de
Descartes y el necesitarismo de Spinoza, según el cual todo lo posible
adviene a la existencia, cristalizará en dos tesis capitales: la distinción
entre posibilidad y existencia, fundamento de la contingencia del mundo;
la postulación de los grados de “armonía” de las esencias posibles como
criterio de la elección divina de lo mejor. Estas tesis permitirían obtener
no un Dios “como el que enseñan Descartes y Spinoza, sino como el que
enseñan los cristianos”. Para ello Leibniz deberá dar respuesta a muchos
interrogantes: ¿En qué sentido alguna combinación de esencias posibles
puede resultar “más armónica” y por tanto más “elegible”? ¿En qué sentido
se puede hablar de grados de armonía en las esencias posibles, y cuál es la
relación que guarda la armonía de las esencias posibles con la existencia?

2. Armonía, posibilidad y existencia


En un principio Leibniz concibe la vinculación entre armonía y exis-
tencia como inescindible, llegando incluso a una casi total identificación.


Cfr. B. Spinoza, Spinoza Opera, ed. Gebhardt, 1924, vol. 4, p. 311: “Nam Deum nullo modo fat
subjicio, sed omnia inevitabili necessitate ex Dei natura sequi concipio, eodem modo, quo omnes
concipiunt quod ex ipsius Dei natura sequatur, ut Deus se ipsum intelligat, quod sane nemo
negat ex divina natura necessario sequi; [...]”.

Cfr. Epistolae tres D.B. de Spinoza ad D. Oldenburgium [1676], AK VI, 3, p. 364, nota 1: “Hoc ita
explicari debet, Mundum aliter produci non potuisse, quia Deus non potest non perfectissimo
modo operari. Cum enim sapientissimum sit, optimum eligit”.

Quod non omnia possibilia ad existentiam perveniant [1677 (?)], AK, 4B, p. 1352. La traducción de
todos los textos citados es mía. Sobre la diferencia de intención fundamental entre el sistema
leibniziano y el de Spinoza, cfr. G. Friedmann, Leibniz et Spinoza, Gallimard, Paris 1962, pp. 242-
272. Creo totalmente acertada la opinión de este autor –así como la de Christia Mercer y G.
Parkinson–, en el sentido de que Leibniz no se inclinó nunca por una posición espinocista. Cfr.
C. Mercer, “Leibniz’s Metaphysics”, Cambridge University Press, 2001, pp. 408-441; G. H. R. Par-
kinson, “Leibniz’s Paris writings in relation to Spinoza”, en Studia leibnitiana, Supplementa XVIII
(1978), pp. 73-89. La postura opuesta fue sostenida primeramente por L. Stein, Leibniz und Spinoza,
Reimer, Berlin 1890; y más recientemente por R. Adams, Leibniz: Theist, Idealist, Determinist, Oxford
University Press, 1994, y M. Kulstad, “Exploring middle ground: was Leibniz’s conception of God
ever Spinozistic?”, en American Philosophical Quarterly LXXVI/4, pp. 671-690, quien habla de una
fase espinocista de Leibniz durante el período que se estudia en el presente artículo.
Existencia y optimidad en leibniz 459

En el escrito De arcanis sublimium vel de summa rerum (1676) sostiene que “la
armonía de las cosas” implica “que cuanto más de esencia pueda existir,
exista. De lo cual se sigue que hay más razón para existir que para no exis-
tir”. Dicho en otros términos, Dios es la mente perfectísima que causa la
existencia de las otras cosas en la medida en que las siente o las percibe
como las más armónicas posibles. En efecto, “existir no es otra cosa que
ser armónico [...]”;10 y lo máximamente armónico es aquello que resulta
más agradable para la mente más perfecta, es decir, para Dios. Armonía,
cantidad de esencia y razón de existir son aquí casi sinónimos.
Ahora bien, si existencia y armonía se identifican con lo que es agrada-
ble a Dios, ¿cómo evitar que la existencia de lo que agrada a Dios se vuelva
necesaria, dado que no es posible que a Dios deje de agradarle lo que su
intelecto concibe como máximamente agradable? Si la existencia se reduce
a ser percibido por Dios como más simple o armónico, entonces la existen-
cia sería el más alto grado de posibilidad, lo que implica prácticamente una
absorción de la existencia en la esencia.
Esta aporía aparece confirmada en el escrito De existentia (1676?), en el
que Leibniz propone que “para la existencia es necesario que esté presente
la suma de todos los requisitos. Requisito es eso sin lo cual la cosa no puede
ser”.11 Por supuesto que esta respuesta no soluciona por completo el proble-
ma, porque si la existencia no es más que la suma de los requisitos, Leibniz
tendrá que explicar por qué no existen todos los posibles, dado que lo posible
en cuanto tal parece reunir en sí todos los requisitos para existir. Para lograr
un criterio de discernimiento entre posibles existentes y no existentes, Leib-
niz debe apelar a un elemento extraesencial: la incompatibilidad.

3. La incompatibilidad y lo “meramente posible”


Ha sido mostrado con acierto que la incompatibilidad de todos los posibles
es para Leibniz la raíz de la contingencia de las existencias finitas.12 Leibniz
desarrolla esta idea en el escrito Principium meum est, quicquid existere potest, et


De arcanis sublimium vel de summa rerum [1676], AK VI, 3, p. 472.

Cfr. ibidem, p. 474: “[Videtur] esse quoddam totius universi centrum, et quendam vorticem ge-
neralem infinitum; et quandam Mentem perfectissimam sive Deum. Hanc ut animam totam in
toto esse corpore Mundi; huis menti etiam existentiam deberi rerum. Ipsam esse causam sui”.
10
Ibidem.
11
De existentia [1676 (?)], AK VI, 3, p. 587. La noción de existencia es una de las más controvertidas
de todo el pensamiento de Leibniz. Cfr. al respecto A. L. González, “La existencia en Leibniz”,
en Thémata, IX (1992), pp. 182-196.
12
Cfr. M. J. Soto Bruna, “La contingencia como composibilidad en G. W. Leibniz”, en Anuario
Filosófico XXXVIII/1 (2005), pp. 145-161.
460 Agustín Ignacio Echavarría

aliis compatibile est, id existere (1676),13 en el que establece que “cualquier cosa que
puede existir y es compatible con otras, existe” de modo que, como el único
límite que impide que existan todos los posibles es que no todos ellos son
compatibles, la razón que determina a algunos a existir es que encierran en sí
mismos más realidad que aquellos con los que son incompatibles.14
Si todos los posibles existieran, no habría necesidad de ninguna otra
razón para existir, porque para ello alcanzaría con la misma posibilidad, y
de ese modo “no podría concebirse nada tan inapropiado que no existiera
en el mundo, no sólo cosas monstruosas, sino también mentes malvadas y
miserables, así como injusticias, y no habría ninguna razón para llamar a
Dios bueno más que malo, justo que injusto”.15 La incompatibilidad de los
posibles garantizaría entonces no sólo la libertad divina y la contingencia
del mundo, sino también la justicia divina.
Sin embargo, en el fragmento titulado Existentia. An sit perfectio (1677?),
Leibniz define la existencia como “el exceso del grado de realidad de una
cosa sobre el grado de realidad de la cosa opuesta”, de tal modo que “lo
que es más perfecto entre todas las cosas incompatibles entre sí, existe y,
contrariamente, lo que existe es más perfecto que lo demás”.16 Nuevamente,
esta concepción metafísica de la existencia parece no dejar margen para
que exista otra cosa que aquello que es lo más perfecto, porque hay una
identificación absoluta entre lo óptimo y lo existente, manifiesta además
por la circularidad argumental.
Es por eso que la mera incompatibilidad no es suficiente para fundamen-
tar la contingencia, si a la vez no se reserva un ámbito de realidad propio
para lo “meramente posible”. Leibniz pretende demostrar esto en el escrito
titulado Quod non omnia possibilia ad existentiam perveniant (1677?), afirmando
que “hay algunos posibles que ni son, ni fueron, ni serán”.17 Es posible, expli-
ca, todo aquello que puede entenderse sin contradicción,18 pueden entender-
se muchas cosas que no existieron ni existirán. Sin embargo, si la posibilidad

13
Cfr. Principium meum est, quicquid existere potest, et aliis compatibile est, id existere [1676], AK VI,
3, pp. 581s.
14
Ibidem, p. 582: “Principium autem meum est, quicquid existere potest, et aliis compatibile est,
id existere. Quia ratio existendi pro omnibus possibilibus non alia ratione limitari debet, quam
quod non omnia compatibilia. Itaque nulla alia ratio determinandi, quam ut existant potiora,
quae plurimum involvant realitate”.
15
Ibidem, p. 581.
16
Existentia. An sit perfectio [1677 (?)], AK VI, 4B, p. 1354.
17
Quod non omnia possibilia ad existentiam perveniant [1677 (?)], AK VI, 4B, p. 1352: “Hinc jam probo
quaedam hujusmodi possibilium nunquam ex[t]itisse, vel extitura esse”.
18
Cfr. ibidem.
Existencia y optimidad en leibniz 461

de los posibles no existentes es entendida como mera posibilidad lógica


–como pensabilidad o no contradictoriedad– esto no parece suficiente para
escapar al necesitarismo. En efecto, si consideramos la definición propuesta
de existencia como “lo más perfecto” entre los posibles, la existencia parece
estarles negada por definición a los posibles menos perfectos.

4. La perfección del obrar divino


Como consecuencia de lo anterior, Leibniz parece comprender que
es necesario proporcionar un fundamento a la “posibilidad real” –no
meramente lógica– de lo posible no existente. Tal es el propósito de su
Demonstratio quod Deus omnia possibilia intelligit (1677?), escrito en el que
se propone probar que Dios no sólo entiende todas las cosas que son y
serán, sino todos los posibles,19 pero el hecho de que algunos lleguen a la
existencia debe atribuirse a la mediación de una elección divina que no
sea necesaria sino perfectamente libre. El fundamento de la elección de la
mejor serie posible residiría entonces en la perfección del obrar divino, y
no únicamente en la perfección de las esencias posibles.
La argumentación procede por analogía a partir de un ejemplo toma-
do del ámbito físico: cuando hay algún líquido comprimido que puja por
salir, siempre lo intentará por todas las vías posibles, pero sólo lo logrará
siguiendo la más fácil de ellas; es evidente que debe intentar todas las vías
posibles, dado que cuando una vía se presenta como la más apropiada, el
líquido la toma inmediatamente, “pero no podría elegir la más apropiada
si en ese mismo momento no intentara todas, pues no se determina la más
apropiada si no por la comparación de todas”.20 De la misma manera, con-
cluye Leibniz, se determina la voluntad de Dios respecto de la naturaleza,
que es su obra,21 porque la perfección de su libertad lo lleva espontánea-
mente a crear el universo del modo más simple y perfecto, aunque hubiese
podido hacerlo de otros infinitos modos.
La misma idea aparece en el fragmento denominado De necessitate eligendi
optimum (1677?), en el que Leibniz explica22 que la libertad de Dios no se ve
disminuida sino perfeccionada por la sabiduría infinita que le muestra el

19
Demonstratio quod Deus omnia possibilia intelligit [1677 (?)], AK VI, 4B, p. 1353.
20
Ibidem.
21
Cfr. Ibidem: “Constat autem naturam esse opus Dei, et quod natura tentat aliquid, id non nisi
a voluntate Dei oriri, nam ipsa corpora actionum suarum causa non sunt, cum ne sint quidem
eadem ultra momentum”.
22
De necessitate eligendi optimum [1677 (?)], AK VI, 4B, pp. 1351s.
462 Agustín Ignacio Echavarría

camino más simple: “Si la necesidad que hay en el sabio de elegir lo mejor
suprimiera la libertad, se seguiría que Dios no obraría libremente cuando
elige lo mejor de entre muchos”.23 Lo que determina a Dios a elegir lo mejor
es la perfección misma de aquello que elige, es decir, su cantidad de esencia,
porque “las esencias de las cosas son como números. Dos números no son
iguales entre sí, así dos esencias no son igualmente perfectas”.24

5. Un equilibrio delicado: elección divina o exigencia de existir


A partir de aquí se vuelve evidente la tensión en el pensamiento de Lei-
bniz entre la elección divina y la exigencia de existencia de los posibles, es
decir, entre los principios metafísicos que Leibniz asume y su intención de
defender la libertad de Dios y la contingencia del mundo. Esta tensión llega
a un extremo en el escrito Elementa verae pietatis sive de amore Dei super omnia
(1677-1678?), en el que Leibniz expone cuatro argumentos para demostrar
que la actual serie de cosas, es la mejor de entre todas las posibles.25
El primer argumento se funda en la perfección de Dios, de la cual se
sigue la perfección de su operación: “Se da un Ente sumamente perfecto, a
saber, Dios –como ahora propongo–; pero la operación del Ente sumamente
perfecto es sumamente perfecta; el mundo es obra de Dios; por lo tanto el
mundo es sumamente perfecto, y por eso no puede concebirse otra serie
de cosas que sea más perfecta que ésta”.26 Este primer argumento, al intro-
ducir el carácter mediador de la perfección de la acción divina, atenúa el
peso metafísico de la exigencia de existir de los posibles.
El segundo argumento, en cambio, se funda inmediatamente en la
identificación entre realidad y posibilidad: “las cosas tienen tanto de po-
sibilidad cuanto de realidad –pues la esencia de la rosa está en germen en
el invierno, igual que la posibilidad de existir–, por consiguiente las cosas
que tienen más de posibilidad, ésas son ciertamente las que existen en acto,
las que tienen más de realidad, es decir, las que son más perfectas, a partir
de la definición de perfección”.27 Aquí la elección divina parece no ejercer
rol alguno, y simplemente la existencia parece fluir inmediatamente del
grado de posibilidad de la esencia.

23
Ibidem.
24
Ibidem.
25
Cfr. Elementa verae pietatis sive, de amore Dei super omnia [1677-1678 (?)], AK VI, 4B, p. 1362: “Ex
omnibus modis possibilibus quibus existere posset Universum seu series rerum, unus modus
perfectissimus est; is nimirum qui reapse existit”.
26
Ibidem.
27
Ibidem, pp. 1362s.
Existencia y optimidad en leibniz 463

El tercer argumento se funda a la vez en el principio de razón y en la


no existencia de todos los posibles. En efecto, propone Leibniz, si la actual
serie no fuera la mejor, “no podría darse ninguna razón de por qué esta
serie de cosas más bien que cualquier otra. Pues seguramente pueden con-
cebirse muchas series, pero no debe pensarse que todas las cosas posibles
existen. Porque así alguno creerá que no puede concebirse ninguna ficción
que en realidad no haya existido o haya de existir. Pero es necesario que
de las muchas series una sobresalga ante las otras, de otro modo ¿por qué
existiría ésa más que cualquier otra? Sobresaldrá por su perfección; y lo
más perfecto será elegido, porque el autor de las cosas, Dios, es sumamen-
te perfecto”.28 Al final de este argumento Leibniz reintroduce la elección
de Dios como agente perfectísimo, reconduciendo así este argumento al
primero: porque por más perfección que tenga la mejor serie en su sola po-
sibilidad, hace falta todavía que la voluntad divina la elija para que pase a
la existencia. La perfección de la serie sería entonces razón suficiente para
que ésta sea elegida por Dios, no para que exista “simpliciter”.
El cuarto y último argumento vuelve a oscilar hacia una fundamenta-
ción de lo existente que prescinde de la instancia de elección divina, y se
apoya únicamente sobre la inclinación a la existencia que se contiene en las
esencias posibles y sobre la incompatibilidad que impide que existan todas:
“Porque existe algo más bien que nada, es necesario que en la misma esen-
cia o posibilidad se contenga algo a partir de lo cual se siga la existencia
actual, y por eso la realidad o posibilidad lleva dentro cierta propensión
a existir. De ahí que cuando muchas cosas posibles se obstaculizan unas
a otras, es decir, cuando no pueden coexistir, existe aquello que tiene más
de realidad, o sea, lo que es más perfecto”.29
Leibniz concluye su argumentación afirmando que la serie completa
de las cosas pasadas, presentes y futuras ha sido elegida por Dios entre
todas las posibles porque es la más perfecta, “porque lo que es sumamente
perfecto no pudo no agradar al que es sumamente sabio, y lo que agradó al
que es sumamente poderoso no pudo no existir”.30 Esto significa que más
allá de la anterior oscilación, es claro que Leibniz no concibe la posibilidad
de que la actual serie de cosas no sea el fruto de la acción creadora de Dios.
Pero la dificultad reside, precisamente, en su particular modo de entender
la creación.

28
Ibidem, p. 1363.
29
Ibidem.
30
Ibidem.
464 Agustín Ignacio Echavarría

6. “Combate de los posibles”, “potencia real” y creación


Leibniz conserva en escritos posteriores la tensión metafísica entre la
exigencia de existencia del más perfecto conjunto de composibles y la per-
fección del obrar divino como principio último de la existencia. Así, en el
escrito Definitiones cogitationesque metaphysicae (1678-1680/81?) Leibniz formu-
la el “principio intelectual de la existencia de las cosas”, que establece que
de muchos posibles incompatibles, exista el que es más perfecto, es decir,
aquel que envuelve más de esencia, porque la perfección se identifica con el
grado de esencia.31 Por consiguiente, existirá todo aquello cuya existencia no
sea impedida por otra cosa; y así el mundo existirá del modo más perfecto
posible, porque Dios obra como un geómetra o un arquitecto sabio, que
aprovecha al máximo y optimiza la menor cantidad de recursos.32
Esto parece incluso confirmado en el escrito De veritatibus primis (1680?),
en el que Leibniz establece que las “verdades de hecho”, que se pueden
demostrar a priori a partir del principio “todo posible exige existir”.33 Según
este principio, todo lo posible existiría, “si no se lo impidiera otra cosa que
también exige existir y es incompatible con la anterior, de donde se sigue
que siempre existe la combinación por medio de la cual existe el mayor
número; de modo que si suponemos que A, B, C y D son iguales en cuanto
a su esencia –es decir, que son igualmente perfectas o exigen igualmente la
existencia–, y suponemos que D es incompatible con A y con B, pero que A
es compatible con cualquiera excepto D, y del mismo modo B y C, se sigue
que existe la combinación ABC, excluido D; pues si queremos que exista
D, no podrá coexistir sino con C, por consiguiente existirá la combinación
CD, que ciertamente es más imperfecta que la combinación ABC. De tal
manera es evidente que las cosas existen del modo más perfecto”.34
La proposición “todo posible exige existir” puede probarse a posteriori,
partiendo del hecho de que algunas cosas existen: porque o bien existen to-
das las cosas –en cuyo caso es evidente que todo posible exige existir–, o bien

31
Cfr. Definitiones cogitationesque metaphysicae [1678-1680/81 (?)], AK VI, 4B, p. 1395: “Principium
intellectuale de rerum existentia. Ex pluribus possibilibus incompatibilibus existit perfectius.
Perfectius voco quod plus essentiae involvit. Est enim perfectio nihil aliud quam essentiae
gradus”.
32
Cfr. Ibidem: “Et ex variis modis formandi res, praeferuntur illi, qui pauciores ab existendo
secludunt, uti sapiens Architectus lapides ita junget, ne plus spatii occupent quam impleant, ne
locum aliis auferant. Hinc etiam si quid existentia sua nullius alterius existentiam impedit, id
existit. Denique operationes Dei sunt tanquam excellentissimi Geometrae qui optimas proble-
matum constructiones exhibere novit”.
33
De veritatibus primis [1680 (?)], AK VI, 4B, p. 1442.
34
Ibidem, pp. 1442-1443.
Existencia y optimidad en leibniz 465

algunas cosas no existen, en cuyo caso habrá que dar razón de por qué existen
algunas, y esto sólo puede hacerse apelando a la misma razón de posibilidad
o al grado de esencia.35 Y por eso debe decirse que en la misma naturaleza de
la esencia hay cierta inclinación a existir –de lo contrario nada existiría–, y no
puede decirse que algunas esencias tengan esa inclinación y otras no, porque
la existencia se relaciona a toda esencia del mismo modo.36
No obstante esta explicación de sabor casi impersonal, que deja la im-
presión de un mecanismo ciego de autoselección de los posibles, es claro
que Leibniz pretende darle al principio “todo posible exige existir” un
sentido no emanatista, como una explicación metafórica de la elección di-
vina.37 El grado de posibilidad de un conjunto de esencias posibles es para
Leibniz el requisito para que una esencia sea “existenciable”, pero no es
realmente suficiente para hacerla existente.38 Para que el grado de esencia
sea “razón suficiente” de la existencia, debe serlo ante la sabiduría de Dios,
capaz de escoger lo mejor y darle existencia.
Esto queda muy claro en el Dialogue entre Theophile et Polidore (1679?), en el
que Leibniz afirma que si las mismas cosas posibles tuviesen por sí mismas
la potencia para ponerse en la existencia, del mismo combate entre ellas
resultaría por necesidad la mejor opción posible, como sucede en la natura-
leza.39 Sin embargo las cosas posibles no tienen existencia y por consiguiente
no tienen ninguna potencia para hacerse existir, por lo que se hace necesario
buscar la causa de su existencia en un ser cuya existencia sea necesaria y

35
Cfr. ibidem, p. 1443: “Haec autem aliter reddi non potest quam ex generali essentiae seu possi-
bilitatis ratione; posito possibile exigere sua natura existentiam, et quidem pro ratione possibi-
litatis seu pro essentiae gradu”.
36
Cfr. Ibidem: “Nisi in ipsa Essentiae natura esset quaedam ad existentiam inclinatio, nihil
existeret; nam dicere quasdam essentias hanc inclinationem habere, quasdam non habere, est
dicere aliquid sine ratione, cum generaliter videatur existentia referri ad omnem essentiam
eodem modo”.
37
Coincido en este sentido con la posición de J. Hostler, “Some remarks on ‘omne possibile exigit
existere’”, en Studia Leibnitiana V/2 (1973), pp. 281-285.
38
Cfr. J.-B. J. Vilmer, “Possibilité et existentiabilité chez Leibniz”, en Revue philosophique de Louvain
CIV/1 (2006), pp. 23-45.
39
Cfr. Dialogue entre Teophile et Polidore [1679 (?)], AK VI, 4C, p. 2232: “Donc s’il y avoit quelque
puissance dans les choses posibles pour se mettre en existence, et pour se faire jour à travers
des autres; alors ces quatre l’emporteroient incontestablement; car dans ce combat la necessité
même feroit le meilleur choix possible comme nous voyons dans les machines où la nature
choisit tousjours le party le plus aventageux pour faire descendre le centre de gravité de toute
la masse autant qu’il se peut”. Para ver diferentes interpretaciones de la expresión “combate”
aplicada a la incompatibilidad en la exigencia de existencia de los posibles, cfr. D. Blumenfeld,
“Leibniz’s theory of the striving possibles”, en Studia Leibnitiana V/2 (1973), pp. 163-177, y Ch.
Shield, “Leibniz’s doctrine of the striving possibles”, en Journal of the History of Philosophy XXIV/3
(1986), pp. 343-357.
466 Agustín Ignacio Echavarría

que contenga en sí mismo las ideas de las perfecciones de todas las cosas
posibles, de tal modo que pueda elegir entre ellas cuáles producir.40
Queda excluida entonces la idea de que los mismos posibles sean la
causa de su propia existencia, lo cual haría superflua toda intervención de
la elección divina. Los posibles por sí mismos son posibles meramente “ló-
gicos” y sólo tienen potencia para existir en la medida en que están arraiga-
dos no en una mera posibilidad sino en la existencia necesaria del intelecto
de Dios, quien tiene la potencia de hacerlos existir a través de la elección.
Esta será la mayor aproximación de Leibniz a una noción de “potencia real”
subjetiva, de corte aristotélico, frente al predominio casi absoluto en su filo-
sofía de la potencia entendida como “posibilidad lógica” objetiva.
Ahora bien, ¿qué criterio seguirá Dios para elegir? Pues, “sin duda
elegirá atendiendo a los grados de perfección que se encuentran en esas
ideas o atendiendo a la pretensión de existencia que ellas pueden tener, de
la manera antedicha, es decir, de la forma más simple o más bella de hacer
el universo, como hemos expuesto arriba; a saber, por medio de la cual se
obtenga el mayor número de cosas o de las más perfectas, o por medio de
la cual se obtenga el máximo de esencia y la máxima perfección que es
posible obtener en total”.41 Dios obra entonces con razón, tomando como
criterio la perfección contenida en las ideas de las cosas –perfección que se
traduce en una cierta exigencia que no impone necesidad–, de suerte que
considerándolas todas a la vez las hace ensamblarse de modo que se obten-
ga la mejor combinación posible, conforme a su sabiduría y su poder.42
Nos encontramos entonces frente a una concepción netamente esen-
cialista de la creación, en la que Dios se limita a poner en la existencia
un conjunto de esencias ya plenamente constituidas en su entendimiento
absoluto. Como toda perfección y todo bien están situados del lado de la
esencia, no puede decirse que Dios comunique o participe ninguna per-
fección al crear. Dios ya no crea las esencias de las cosas comunicando la
perfección del ser de un modo limitado o participado según los diversos

40
Cfr. Dialogue entre Theophile et Polidore [1679 (?)], AK VI, 4C, p. 2232: “Mais les choses possibles
n’ayant point d’existence n’ont point de puissance pour se faire exister et par consequent il faut
chercher le choix et la cause de leur existence; dans un estre dont l’existence est déjà fixe et par
consequent necessaire d’elle même cet estre doit contenir en luy les idées des perfections des
choses possibles, pour choisir et pour les produire”.
41
Ibidem.
42
Cfr. ibidem, p. 2233: “[...] il est donc manifeste que l’auteur des choses agira avec raison, puis-
qu’il agit suivant les perfections des idées de chaque chose puisqu’il faut bien qu’il comprenne
et considere tout à la fois pour accorder toutes les choses ensemble le mieux qu’il se peut il aura
la souveraine sagesse, et la premiere puissance”.
Existencia y optimidad en leibniz 467

modos en los que puede ser recibido –núcleo de la doctrina tradicional,


especialmente tomista, de la creación–, sino que se limita a hacer pasar
al estado actual –eligiéndolo– a aquello que presenta mayor perfección
en su misma constitución esencial, emanada a su vez del entendimiento
infinito.43

7. La necesidad de la elección divina

El progresivo acento sobre la absoluta libertad del decreto creador de


Dios conducirá a Leibniz a nuevas aporías. En el escrito De libertate et ne-
cessitate (1680-1684?), distingue dos tipos de acciones en Dios: las acciones
necesarias, que se desprenden de la misma definición de Dios –como,
por ejemplo, que Dios se ame a sí mismo–, y las acciones libres, como por
ejemplo la acción de producir aquellas cosas contingentes que contienen
un mayor grado de perfección, acción que depende de un decreto general
de Dios que ni es necesario ni puede ser demostrado, porque lo contrario
no implica contradicción.44
Ahora bien, si la existencia de lo mejor no es necesaria, sino que depen-
de de un decreto voluntario de Dios, cabe preguntarse si el hecho de que
Dios quiera lo mejor es algo que se debe atribuir a la misma naturaleza de
Dios o a su voluntad, a lo cual Leibniz responde que “Dios no puede querer
voluntariamente, porque de otro modo se daría una voluntad de querer al
infinito. Más bien debe decirse que Dios quiere lo mejor en virtud de su

43
Cfr. V. Mathieu, “Una visión plotiniana de la creación”, en Anuario Filosófico XVII/1 (1984), p.
77: “Pero cuando Leibniz trata los «posibles» como elementos simples dados, que existen desde
siempre en el intelecto divino, y forman con sus combinaciones los mundos, la creación vuelve
a reducirse, para él, al acto de escoger uno de esos mundos, y de transferirlo como tal a la exis-
tencia. Entonces el paso del modo de ser concentrado al modo de ser orgánico, articulado en
partes, se pierde, y con eso se pierde el concepto de creación. La creación no consiste en hacer
pasar los «mundos posibles», ya hechos, a la existencia. Es, en primer lugar, una constitución de
la misma posibilidad, la cual, como dirá Bergson en Le possible et le réel, no preexiste al acto crea-
tivo”. En esta misma línea cfr. J. M. Ortiz Ibarz, El origen radical de las cosas. Metafísica leibniciana
de la creación, EUNSA, Pamplona 1988; y también A. L. González: “Presupuestos metafísicos del
absoluto creador”, en A. L. González, (ed.), Las demostraciones de la existencia de Dios según Leibniz,
EUNSA, Pamplona 2004, pp. 17-41.
44
Cfr. De libertate et necessitate [1680-1684 (?)]. AK VI, 4B, p. 1446: “Ita ut Deus se ipsum amet nece-
sarium est, demonstrabile enim est ex definitione Dei. Sed ut Deus faciat quod perfectissimum
est, non potest demonstrari, contrarium enim non implicat contradictionem; [...] Itaque tenen-
dum est id omne possibile esse quod aliquem includit gradum perfectionis, contingere autem
illud possibile, quod opposito est perfectius, idque non ob suam naturam, sed ob decretum Dei
generale producendi perfectiora”.
468 Agustín Ignacio Echavarría

propia naturaleza. Por lo tanto, quiere necesariamente, dirás. Yo diré con


san Agustín que aquella es una necesidad feliz”.45 Al querer ir más atrás
de la misma libertad de Dios para fundamentar su elección de lo mejor,
Leibniz se ve obligado a postular la misma necesidad de la naturaleza
divina como fundamento de esa elección, acercándose sin quererlo a una
forma de emanatismo que tratará de mitigar acto seguido.
En efecto, Leibniz es conciente de que alguien podría replicar a partir
de lo anterior que las cosas existen necesariamente, porque implica con-
tradicción que no exista lo que Dios quiere que exista; pero esta objeción
no es acertada, sostiene Leibniz, porque las cosas que Dios no quiere no
dejan de ser posibles en sí mismas por el hecho de que Dios no las elija.46
Si se objeta que Dios no puede querer que existan esas posibilidades no
realizadas –puesto que quedó claro que por su misma naturaleza Dios
debe elegir lo mejor–, Leibniz responde que eso no se debe a que esas co-
sas sean imposibles por sí mismas, sino que son imposibles por entrar en
contradicción con la voluntad de Dios.47 Con esta respuesta Leibniz elude
el fondo de la objeción y reconduce el fundamento de la contingencia de
la elección de la libertad divina al carácter no contradictorio de las posibi-
lidades no existentes.
Este último paso en falso pone de manifiesto que Leibniz se ha perca-
tado de que debe establecer la voluntad de Dios como la última instancia,
como un non plus ultra, para evitar que la existencia de la mejor serie de co-
sas se vuelva necesaria. Leibniz parece haber visto con claridad que acaba
de caer en un callejón sin salida, porque si se dice que Dios quiere lo mejor
no “porque quiere” sino por su propia naturaleza, entonces lo “meramente
posible” entrará en contradicción no sólo con la voluntad de Dios –siendo
así imposible ex hypothesi– sino también con la misma naturaleza de Dios.
Ahora bien, esto último parece insostenible, porque nada que en sí mismo
sea posible puede ser incompatible con la naturaleza de Dios, dado que
precisamente la posibilidad de lo meramente posible se fundamenta en la
omnímoda posibilidad de la naturaleza divina.

45
Ibidem, p. 1447.
46
Cfr. Ibidem: “Manent enim possibilia, etsi a Deo non eligantur. Possibile est quidem existere,
etiam illud quod Deus non vult existere, quia posset existere sua natura, si Deus id existere
vellet”.
47
Cfr. Ibidem: “At Deus non potest velle ut existat. Fateor, manet tamen possibile sua natura, etsi
non sit possibile respectu divinae voluntatis. Quia sua natura possibile definivimus, quod in se
non implicat contradictionem, etsi ejus coexistentia cum Deo aliquo modo dici possit implicare
contradictionem”.
Existencia y optimidad en leibniz 469

Todo el problema se origina en poner en Dios una libertad similar a la


creada, que debe escoger entre posibilidades finitas ya constituidas de las
cuales unas son mejores que otras. Como consecuencia de esto, Leibniz se
ve en una encrucijada al tener que explicar por qué Dios elige la mejor de
esas posibilidades. Si no elige “por naturaleza”, entonces pareciera estar
en cuestión la perfección metafísica de Dios, que sería realmente capaz
de crear las alternativas peores; claro que de esa forma no se ve cómo se
pueda evitar el emanatismo. Si en cambio se dice que Dios elige lo mejor
“porque quiere”, parece inevitable un regressus in infinitum, es decir, una
libertad divina “desfondada”.

8. Un ¿inesperado? giro voluntarista

Leibniz da de forma inequívoca un paso decisivo hacia esta segunda


alternativa De libertate a necessitate in eligendo (1680-1684?). Allí explica que
aunque sea cierto e inevitable que Dios elija siempre lo más perfecto, sin
embargo no es necesario que lo haga, sino que “Dios elige libremente lo
más perfecto. El primero de los decretos libres de Dios es que quiere siem-
pre actuar para gloria suya o del modo más perfecto; a partir de lo cual se
siguen todos los otros decretos”.48 En efecto, las razones que “inclinan” a
Dios a elegir lo mejor, si bien hacen que cierta e infaliblemente se siga esa
elección, sin embargo “inclinan” sin imponer necesidad.49 Por lo tanto, las
cosas elegidas por Dios tienen en cierto sentido una necesidad hipotética,
porque “la necesidad no brota de la esencia de ellas, sino de la voluntad
de Dios, pues todas las cosas son necesarias una vez puesto el decreto de
Dios”.50
Supuesto el libre decreto de Dios de crear lo mejor, todo lo demás se
sigue con necesidad y todo lo contrario a este decreto pasa a ser imposible
“per accidens”. Por ejemplo, explica Leibniz, es imposible que Dios quiera
aquellos posibles que incluyen imperfección –como por ejemplo, que se
condenen los inocentes–, en otros términos, es imposible que Dios mismo
cometa pecado creando algo injusto, no porque esos posibles impliquen

48
De libertate a necessitate in eligendo [1680-1684 (?)], AK VI, 4B, p. 1452.
49
Cfr. Ibidem: “Aliud enim est semper rationem reddi posse cur eligat, aliud est necessarium esse
electionem; inclinan rationes non necessitant; licet certo sequatur id ad quod inclinant”.
50
Ibidem.
470 Agustín Ignacio Echavarría

contradicción en sí mismos, sino porque implican contradicción con la


voluntad de Dios.51
Más aún, la libertad divina no sólo es el fundamento de la existencia
de lo mejor, sino también de la existencia de cualquier mundo en absoluto,
porque –explica Leibniz haciendo por primera vez mención explícita de la
libertad divina de ejercicio– Dios podría incluso haber decidido no crear
ningún mundo en absoluto: “el decreto de Dios concerniente a la creación
de las cosas no es una proposición cuyo contrario implique contradicción.
Por el contrario, que existan otras cosas además de Dios no es necesario
sino libre”.52
Yendo aún más lejos, Leibniz comprende que esta línea de razona-
miento lo obliga a afirmar el carácter absolutamente radical de la libertad
divina como razón absoluta de todas las otras razones, y a no concebirla ya
a imagen de la libertad finita –que siempre está sometida a algo distinto de
sí misma–. Así, lo que era tajantemente negado en el escrito De libertate et
necessitate, aquí es afirmado por Leibniz de manera categórica: “No puede
darse ninguna razón de por qué Dios elige lo más perfecto, que no sea por-
que quiere, o porque ésta es la primera voluntad divina, elegir lo mejor. Es
decir que esto no se sigue de las cosas mismas, sino claramente de lo que
Dios quiere. Y quiere de un modo completamente libre, porque no puede
darse ninguna razón de por qué quiere, fuera de su misma voluntad. Pues
defino lo libre como aquello de lo cual no puede darse otra razón que la
voluntad; y por consiguiente no ocurre que se de algo sin razón, sino que
aquella razón es intrínseca a la voluntad. Y en esto consiste la verdadera
naturaleza de lo espontáneo, en que ello mismo sea el principio, y no algo
externo”.53 La razón de la elección divina ya no se sitúa entonces en la na-
turaleza divina, sino en su libertad absoluta e incondicionada.
Por eso resulta imposible, explica Leibniz, demostrar a priori o a partir
de la misma naturaleza de Dios el que Él elija lo mejor, porque la verdad
de la proposición “Dios elige lo más perfecto” –que es la primera de to-
das las proposiciones contingentes, relativas a la existencia– es fruto de
un libre decreto divino, y no es una proposición idéntica, aunque pueda

51
Cfr. ibidem, p. 1453: “Omnia Deo possibilia, praeter ea quae includunt imperfectionem. Imper-
fectionem includit peccare, verbi gratia damnare innocentem. Damnatio innocentis est quidem
in se possibilis seu non implicans contradictionem, sed non est possibilis Deo. Imo videtur ae-
terna damnatio innocentis ex eorum numero esse, quorum non quidem essentia, quia perfecte
intelligi possunt, sed tamen existentia implicat contradictionem”.
52
Ibidem.
53
Ibidem.
Existencia y optimidad en leibniz 471

compararse con las proposiciones idénticas, en cuanto que es primera y


no demostrable.54
No puede darse ninguna razón de la voluntad de Dios fuera de la mis-
ma voluntad de Dios, a tal punto que sólo en Dios es posible ir al infinito
en este sentido: “Pues Dios quiere querer elegir lo más perfecto, y quiere
la voluntad de querer. Y así al infinito, porque estas reflexiones infinitas
tienen lugar en Dios, pero no tienen lugar en la criatura. Por consiguiente
en eso consiste todo el arcano, en que Dios no sólo ha decretado hacer lo
más perfecto, sino también ha decretado decretar”. A la misma perfección
de la libertad divina corresponde el ser origen absoluto de todo decreto,
de modo que no cabe buscar ninguna razón a la cual se subordine y que
sea anterior a ella misma:55 “[...] la voluntad de Dios excluye algo anterior
a ella misma, y no podría demostrarse que existe esta voluntad divina de
decidir sobre lo más perfecto, a no ser supuesta otra voluntad”.56
Años más tarde, Leibniz tratará de evitar el voluntarismo a que condu-
cen las afirmaciones de este escrito mediante la introducción del concepto
de “necesidad moral” (distinta de la “necesidad física” y la “necesidad
metafísica”), referido a la elección divina, siguiendo el camino trazado
por algunos autores de la escolástica jesuítica.57 Por el momento, para este
Leibniz anterior al Discours de Métaphysique, las razones de la elección
divina de lo mejor se hunden en el abismo sin fondo de la libertad divina,
sin poder darse de ella otra razón fuera de esa misma libertad. Paradójico
destino para un pensamiento que, para evitar el extremo del arbitrarismo
voluntarista, ha intentado reducir toda la realidad a un principio racional,
situando todo el peso de su explicación metafísica de la realidad en las

54
Cfr. ibidem, p. 1454: “Potesne demonstrari haec propositio ex natura Dei, quod Deus eligit per-
fectissimum. [...] Principium circa Existentias est propositio haec: Deus vult eligere perfectissimum.
Haec propositio demonstrari non potest, est omnium propositionum facti prima, seu origo om-
nis existentia contingentis. Idem omnino est dicere Deum esse liberum, et dicere hanc propositionem
esse principium indemonstrabile. Nam si ratio reddi potest hujus primi divini decreti, eo ipso Deus
hoc non libere decrevisset. Dico hanc propositionem comparari posse identicis. Ut enim ista A
est A, seu res sibi ipsi aequalis est demonstrari non potest, ita ista: Deus vult perfectissimum”.
55
Cfr. Ibidem: “Generaliter enim statuendum est, nullum esse decretum quod non Deus alio
decreto natura priore decreverit. Ex natura perfectae libertatis, extra quam ratio non est”.
56
Ibidem, p. 1455.
57
Sobre la gran influencia que, en este punto particular, ejercieron sobre Leibniz los jesuitas pro-
fesores del Colegio Romano de la primera mitad del siglo XVII, especialmente de los sevillanos
Diego Ruiz de Montoya y Diego Granado y de los navarros Antonio Pérez y Martín Esparza,
cfr. S. K. Knebel, “Necessitas moralis ad optimum”, en Studia leibnitiana XXIII/1 (1991), pp. 3-24
y XXIV/2 (1992), pp. 182-215; también cfr. T. Ramelow, Gott, Freiheit, Weltenwahl, Der Ursprung des
Begriffes der besten aller möglichen Welten in der Metaphysik der Willensfreiheit zwischen Antonio Perez
S.J. (1599-1649) und G.W.Leibniz (1646-1716), E.J. Brill, Leiden-New York-Köln 1997.
472 Agustín Ignacio Echavarría

esencias posibles. La empresa llega aquí a un extremo en el que Leibniz


se ve obligado a buscar un contrapeso a su racionalismo esencialista en la
voluntad divina. La aceptación de una libertad divina que es fundamento
último sin fundamento (Ab-Grund) invierte la orientación fundamental del
sistema y revela el fondo subyacente –coherente con su nunca abandonado
luteranismo– del pensamiento de Leibniz, que es capaz de precipitarse al
abismo insondable de una voluntad divina sin razón antes que someter a
Dios a una necesidad metafísica.

Agustín Ignacio Echavarría


Universidad de Navarra

Resumen

Con el fin de evitar los extremos del arbitrarismo de Descartes y el necesitarismo de Spinoza,
Leibniz desarrollará en los años posteriores a su estancia en París una metafísica en la que
deberá depurar su concepción de la relación entre la armonía de las esencias posibles y la exis-
tencia, de tal manera que, a través de la idea de incompatibilidad, quede un lugar reservado a
lo “meramente posible”. La incapacidad de Leibniz de concebir una potencia real más allá de la
mera posibilidad lógica y las sucesivas oscilaciones en su argumentación en favor ya sea de la
perfección de la elección divina, ya sea de la exigencia de existencia de los posibles, lo conduci-
rán a conclusiones paradójicas en cuanto a la manera de entender la creación y precipitarán un
giro voluntarista en su visión de la libertad de Dios.
La ley natural como memoria del bien según santo Tomás

Introducción

El tema de la relación entre la ley natural y la razón legisladora de


Dios, siendo característico del pensamiento cristiano, tiene explícitos
antecedentes en la filosofía antigua. Hay que mencionar particularmente,
el ejemplo de Cicerón, que nos asombra al comienzo del primer libro De
legibus no sólo por una muy lúcida defensa de la fundamentación de las
leyes humanas en la ley natural, sino porque esta defensa está precedida
por un discurso teológico en el que la ley natural es puesta en relación de
dependencia con la razón divina. En la medida en que este dato se olvida,
se cae inevitablemente en el intento de desarrollar una moral radicalmente
autónoma o simplemente en el rechazo de toda ley, identificada con una
indebida heteronomía. En la Veritatis Splendor, Juan Pablo II nos daba desde
su título mismo la clave para comprender la vida moral: la apertura a la luz
de la verdad, que es Dios mismo. Notamos aquí un tono muy agustiniano,
pero que es a la vez muy tomista. Ya desde el n.1, con la cita del Salmo 4, 7:
“La respuesta es posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla en
lo más íntimo del espíritu humano, como dice el salmista: «Muchos dicen:
“¿Quién nos hará ver la dicha?” ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro,
Señor!»“, la relación con el Doctor Angélico es evidente, en este mismo
tema, pues este Salmo es citado constantemente por Santo Tomás para
hacer referencia al origen divino de la luz natural del intelecto: “Signatum
est super nos lumen vultus tui, Domine”. La referencia se hace completamente
explícita en el n.12:

Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el


Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y
ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su
corazón (cf. Rm 2, 15), la “ley natural”. Ésta “no es más que la luz de la
inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos


M. T. Cicerón, De legibus, I, 7, 22-23.
474 Martín F. Echavarría

lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley
en la creación”.

Esta cita de santo Tomás es muy significativa, pues conecta la ley


natural con la luz natural. A profundizar esta relación dedicaremos las
próximas páginas.

1. La ley natural y la luz natural del intelecto

Santo Tomás llama generalmente ley natural a los enunciados que están
contenidos en el hábito de la sindéresis. Podemos comparar el hábito de
los primeros principios prácticos, es decir, la sindéresis, con el hábito de
los primeros principios especulativos, es decir, la virtud de la intelligentia.
Estos hábitos se dicen naturales, no porque dichos principios sean ideas
innatas, sino porque la mente humana los concibe naturalmente a partir
de sus primeras experiencias gracias a la luz connatural del intelecto. Es
claro y explícito que la luz natural, o connatural, del alma es el intelecto
agente, por lo que dice el Aquinate en Contra gentiles:

Que la luz inteligible connatural de nuestra alma baste para hacer la


acción del intelecto agente, es patente si se considera la necesidad de
afirmar un intelecto agente. […] Pues que hay un intelecto agente se
afirma para hacer los inteligibles proporcionados a nosotros. Esto no
excede el modo de la luz inteligible connatural a nosotros. Por lo que
nada prohibe atribuir a la misma luz de nuestra alma la acción de nues-
tro intelecto agente: sobre todo porque Aristóteles compara el intelecto
agente a la luz.

Lo que Aristóteles llama intelecto agente no es sino la actualidad


connatural del alma, en cuya raíz profundizaremos luego, que permite
distinguir lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo.

Decimos que la luz del intelecto agente, de la que habla Aristóteles, es


impresa en nosotros inmediatamente por Dios, y según ella discernimos


La cita es de S. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta. Prologus:
Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Tauriens. (1954), p. 245. Se citan allí también Summa Theologica,
I-II, 91, 2 y Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1955.

Cfr. Summa Theologica, I-II, 94, 1 (La traducción de todos los textos de santo Tomás es nuestra).

Summa Contra Gentiles, 2, 77, 5.
La ley natural como memoria del bien 475

lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo. De esto se dice en el Sal-


mo: Muchos dicen, ¿quién nos mostrará los bienes? Sellada está sobre nosotros
la luz de tu rostro, Señor, es decir, por la que se nos muestran los bienes.

Por este motivo, como dice I. Andereggen, la luz connatural infundida


por Dios en el alma, sello de la luz de su rostro, puede ser llamada, aún
antes que los enunciados de la sindéresis, ley natural. Así lo hace santo
Tomás al comenzar a tratar el tema de la ley natural:

Entre todas las criaturas, la racional está sujeta a la divina providencia


de un modo más excelente, en cuanto también ella es hecha partícipe
de la providencia, previendo para sí misma y para los otros. Por lo que
en ella se participa la razón eterna, por la que tiene inclinación al acto y
fin debidos. Y tal participación de la ley eterna en la criatura racional se
llama ley natural. Por eso, cuando el salmista dice: Sacrificad un sacrificio
de justicia, como si alguno preguntara cuáles son las obras de justicia,
agrega: Muchos dicen: ¿Quién nos muestra los bienes? Y respondiendo a la
pregunta, dice: Sellada está sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor; como si
la luz natural de la razón, por la que discernimos qué es bueno y malo,
que pertenece a la ley natural, no fuera otra cosa que la impresión de la
luz divina en nosotros.

La ley natural no es sino un aspecto de la luz natural. Es ésta en cuanto


participación incoada de la providencia divina en nosotros, por la que Dios
guía todas las cosas al bien. Por lo mismo, la relación de la ley natural con
nuestra alma y con Dios, será la misma que hay entre el intelecto agente,
el alma y Dios.

2. Luz natural y memoria

Hace unos años, el entonces Cardenal Joseph Ratzinger interpretaba el


concepto escolástico de sindéresis desde la anamnesis platónica:

[…] quisiera, sin embarcarme en una disputa sobre la historia de las


ideas, sustituir esta palabra problemática [sindéresis] por el más claro


De spiritualibus creaturis, 10.

Cfr. I. Andereggen, “La ley y la gracia según santo Tomás de Aquino”, en AA.VV., La psicología
ante la gracia, EDUCA, Buenos Aires 21999, pp. 371-374.

Summa Theologica, I-II, 91, 2.
476 Martín F. Echavarría

concepto platónico de anamnesis […]. Con la palabra “anamnesis” expre-


samos aquí exactamente lo que dice San Pablo en el segundo capítulo
de la Epístola a los Romanos: “En verdad, cuando los gentiles, guiados
por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley, ellos
mismos, sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y con esto muestran que
los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo
su conciencia” (2, 14-15).

No se trataría sin embargo del recuerdo objetivo de ideas percibidas


en otra vida (como en Platón), sino de un “sentido interior”. Esta anamnesis
fundamentaría nuestro reconocimiento instintivo de lo verdadero y lo bue-
no, pues sería como un recuerdo de ellos en que consistiría la imagen de
Dios en nosotros.

Eso significa que el primer estrato, que podemos llamar ontológico, del
fenómeno de la conciencia consiste en que en nosotros se ha insertado
algo así como un recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero (ambos
son idénticos), en que existe una íntima tendencia ontológica del ser
creado a imagen de Dios a promover lo conveniente a Dios. Su mismo
ser está desde su origen en armonía con unas cosas y en contradicción
con otras.
Esta anamnesis del origen, que resulta de la constitución de nuestro ser,
que está hecho para Dios, no es un saber articulado conceptualmente,
un tesoro de contenidos que se pudiera reclamar, sino un cierto sentido
interior, una capacidad de reconocer, de suerte que el hombre interpela-
do por él y no escindido interiormente reconoce el eco en su interior.

Esta visión de las cosas no es muy lejana de la que tiene el mismo santo
Tomás, a pesar de la parcial diferencia de inspiraciones, platónico-agusti-
niana la de Ratzinger, aristotélico-agustiniana la del Aquinate.
Aunque generalmente santo Tomás niega que la memoria intelectiva
sea una potencia distinta del intelecto posible, del que sería su capacidad
de retener las especies, en el Comentario a las Sentencias, admite que se la
llame así. En vez del acto, la memoria tiene el retener.

Toda propiedad que sigue a la naturaleza del alma según su naturale-


za, es llamada aquí potencia del alma, sea que se ordene o no a operar.
Puesto que la naturaleza del alma es receptiva en cuanto tiene algo de


J. Ratzinger, “Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre. Conciencia y verdad”, en
Verdad, valores, poder, Rialp, Madrid 42005, pp. 65-66.

Ibidem, 67.
La ley natural como memoria del bien 477

posibilidad, porque todo lo que tiene el ser de otro es posible en sí [...],


y no está impresa en un órgano corporal, puesto que tiene operación
separada del cuerpo, es decir el entender; se sigue de ella cierta pro-
piedad, por la que retiene lo que se le imprime. Por eso se dice en III
De anima, que el alma es el lugar de las especies, aunque no toda ella,
sino el intelecto. Esta capacidad de retener se llama aquí potencia de la
memoria.10

Ahora bien, una cosa es la memoria de las especies que se obtienen por
abstracción de las cosas exteriores, y otra la memoria sui,11 la presencia habi-
tual de la mente a sí misma, que es presupuesto del conocimiento existen-
cial del alma (secundum quod habet esse in tali individuo), y que no se obtiene
por abstracción, pues la propia forma poseída inmaterialmente es innata,
aun cuando ese conocimiento no se actualice sino supuesta la abstracción
desde los fantasmas, porque esa conciencia existencial es concomitante al
conocimiento objetivo del ente:

Nuestro intelecto no puede entender nada en acto antes de que abs-


traiga de los fantasmas, ni puede tener la noticia habitual de las cosas
distintas de sí, que no están en sí antes de la dicha abstracción, porque
las especies de los otros inteligibles no le son innatas. Pero su esencia
le es innata, de tal manera que no tiene necesidad de adquirirla a partir
de los fantasmas [...]; por eso la mente, antes de que abstraiga de los
fantasmas, tiene su noticia habitual por la que puede percibir que ella
es [se esse].12

Esta posesión inmaterial de la propia forma y ser es el modo propio de


subsistir de las criaturas espirituales. Como ha demostrado ampliamente
F. Canals,13 la subsistencia espiritual no es otra cosa que una posesión
reflexiva del propio ser.

Regresar a su esencia no es otra cosa que el subsistir de una cosa en sí


misma. Pues la forma, en cuanto perfecciona a la materia dándole el ser,
en cierta manera se vuelca sobre sí misma; pues en cuanto tiene el ser
en sí misma, vuelve sobre sí misma. Por esto, las fuerzas cognoscitivas
que no son subsistentes, sino acto de algunos órganos, no se conocen

10
In I Sententiarum, III, 4, 1c.
11
Cfr. M. F. Echavarría, “Memoria e identidad según santo Tomás”, Sapientia, LVII (2002), pp.
91-112.
12
De Veritate, 10, 8 ad 1.
13
Cfr. F. Canals, Sobre la esencia del conocimiento, PPU, Barcelona 1987.
478 Martín F. Echavarría

a sí mismas, como se ve en cada uno de los sentidos. Pero las fuerzas


cognoscitivas que subsisten por sí, se conocen a sí mismas. Y por eso se
dice en el libro de Causis que conociendo su esencia, vuelve a su esencia.14

Esta que podríamos llamar memoria del ser en que consiste la subsisten-
cia espiritual es colocada explícitamente por santo Tomás como parte de
la imagen de Dios en la mente:

Nuestro ser [esse] pertenece a la imagen de Dios, que es propia a noso-


tros por sobre los demás animales. Este ser nos corresponde en cuanto
tenemos mente. Y por eso, esta trinidad [“ser, conocer que somos y amar
ese ser conocido”, como dice la objeción] es la misma que Agustín afirma
en el l. IX de Trin., que consiste en mente, noticia y amor.15

La mente es imagen de Dios primeramente porque subsiste inmaterial-


mente, lo que significa poseer el propio ser en modo íntimo y reflexivo. En
esta posesión inmaterial del ser se fundamenta la posesión innata de la
notitia sui y del amor sui, y la emanación de las capacidades cognoscitiva y
apetitiva humanas. Y primera de todas, del intelecto agente o luz conna-
tural del entendimiento.
Así como santo Tomás presenta como raíz del intelecto posible la po-
tencialidad de la mente en el orden inteligible, en cuanto no posee las di-
ferencias determinadas de las cosas, presentes en la experiencia sensitiva,
también da como argumento más frecuente del fundamento del intelecto
agente el modo de subsistencia inmaterial de la misma mente.16 De tal
manera que la luz natural del intelecto se fundaría en este carácter íntimo
que es el modo de ser de la mente, en este morar del ser en el interior de
un espíritu que vuelve sobre sí mismo. Al ser la mente humana la inferior
entre las criaturas espirituales, está en potencia en el género del ente in-
teligible. Por eso, esta posesión inmaterial del ser es imperfecta y necesita
desplegarse a través de las especies abstraídas de los fantasmas. Pero esta
mínima luminosidad connatural, memoria sustancial, está en la base de
la capacidad abstractiva.

14
Summa Theologica, I, 14, 2 ad 1.
15
Summa Theologica, I, 93, 7 ad 1.
16
Cfr. Summa Contra Gentiles, 2, 77, 2; De spiritualibus creaturis, 10 ad 4; Summa Theologica, I, 79,
4 ad 4. Cfr. F. Canals, “El lumen intellectus agentis en la ontología del conocimiento de Santo
Tomás”, en Cuestiones de fundamentación, Publicacions i Edicions Universitat de Barcelona, Bar-
celona 1981, pp. 11-40.
La ley natural como memoria del bien 479

Aplicando esta idea al orden moral, Pieper habla de la memoria enten-


dida como “fidelidad al ser” como requisito del ejercicio de la prudencia:

Por memoria (memoria) se entiende aquí algo más que la mera facultad
natural, por así decirlo, del acordarse. Lo que ante todo se mienta con
ella nada tiene que ver con especie alguna de entrenamiento o habilidad
“mnemotécnica” para combatir el olvido. Por “buena” memoria, enten-
dida ésta como requisito de perfección de la prudencia, no se significa
otra cosa que una memoria que es “fiel al ser”. [...]
(Este sentido de la memoria nos hace más comprensible la imagen de
la Trinidad que ofrece San Agustín, con frecuencia mal interpretada: la
memoria es para el santo la primera realidad del espíritu, a partir de la
cual se originan el pensar y el querer; de esta suerte constituye un refle-
jo de Dios Padre, del que proceden el Verbo y el Espíritu Santo). [...]
Es fácil de ver que lo que aquí se trae entre manos es más que “psicolo-
gía”, pues de lo que se trata es más bien de la metafísica de la persona
moral.17

Así, esa luz que casi instintivamente nos permite discernir el bien y el
mal, deriva de una cierta memoria del ser, que es el modo de subsistencia
propio de la mente. La verdad y el bien nos son connaturales, como el ser,
y podemos discernirlos. Ens et verum et bonum convertuntur. Al ser, verdad
y bien, corresponden el ser de la mente, noticia del ser de la mente, y amor
del ser de la mente, que constituyen la memoria a partir de la cual proce-
den los actos de inteligencia y voluntad en los que consiste la imagen de
Dios.
Ahora bien, no hay que olvidar que para santo Tomás, la mente no es
imagen de Dios sólo ni principalmente porque se recuerda, entiende y ama
a sí misma (actual o habitualmente), sino porque es memoria, inteligencia
y voluntad de Dios.18 Hay que recordar también que, por el hecho de ser
el Creador, Dios está inmediatamente presente a toda criatura, dándole
el ser, manteniéndola en la existencia e iniciando su operación. Y no se
debe olvidar tampoco que el alma humana es creada inmediatamente
por Dios; y esto debido justamente a su modo más noble e interior de ser.
No es raro por eso que Dios esté naturalmente presente a la mente de un
modo más íntimo de cuanto lo está en las otras cosas. Por eso, santo Tomás
llega a afirmar incluso que, en la medida en que Dios está siempre en el

17
J. Pieper, “Prudencia”, en Las virtudes fundamentales, Rialp – Quinto Centenario, Bogotá 1980,
pp. 47-49.
18
Cfr. Summa Theologica, I, 93, 8.
480 Martín F. Echavarría

entendimiento humano, que es reflexivo por naturaleza, de algún modo


hay siempre intelección de Dios (aunque no en el sentido estricto, objetivo
y locutivo del término):

Según Agustín son diferentes pensar, discernir e inteligir. Discernir


es conocer una cosa por su diferencia respecto de las otras. Pensar es
considerar una cosa según sus partes y propiedades; por eso pensar
[cogitare] se dice como co-agitar. Pero inteligir no dice sino la simple in-
tuición del intelecto de un inteligible presente. Digo, por lo tanto, que el
alma no siempre piensa y discierne a Dios, ni a sí misma, porque si no,
conocería naturalmente toda la naturaleza de su alma, a la que se llega
a través de mucho estudio; pues para tal cognición no basta la presencia
de la cosa de cualquier modo, sino que tiene que estar allí en razón de
objeto, y se exige la intención del cognoscente. Pero según que inteligir
no dice otra cosa que intuición, que no es nada más que la presencia
de lo inteligible al intelecto de cualquier modo, así el alma siempre se
intelige a sí misma y a Dios en modo indeterminado, de lo que se sigue
un cierto amor indeterminado.19

Es por este motivo que cuando escuchamos hablar de Dios, no tenemos


la experiencia de descubrir algo totalmente nuevo y desconocido, sino de
volver a la memoria más originaria. Cicerón mismo lo decía con estas pa-
labras: “reconocer a Dios es como reconocer nuestro propio origen”20. Éste
es el fundamento, según Ratzinger, de la posibilidad de la misión: “En la
anamnesis del Creador, que se identifica con el fundamento de nuestra existen-
cia, descansa la posibilidad y el derecho de la actividad misionera. Se debe y se
tiene que anunciar el Evangelio a los paganos porque lo están esperando
secretamente”.21

3. Razones eternas y ley eterna

Por lo dicho, la ley natural se fundamenta en última instancia en Dios,


por lo mismo que su ser y su intelectualidad derivan de Él. Así lo dice el
Angélico:

19
In I Sententiarum, III, 4, 5.
20
M. T. Cicerón, De legibus, I, 8, 25.
21
J. Ratzinger, “Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre. Conciencia y verdad”,
cit., p. 67.
La ley natural como memoria del bien 481

Es necesario que por encima del alma humana haya algún intelecto,
del que dependa su entender. [...] porque todo lo que corresponde a
algo por participación, primero está substancialmente en otro [...]. Pero
el alma humana es intelectiva por participación; pues no entiende con
cualquiera de sus partes, sino sólo con la parte suprema. Por lo tanto,
tiene que existir algo superior al alma, que sea intelecto según toda su
naturaleza, del que derive la intelectualidad del alma, y del que también
dependa su entender.22

La intelección depende de Dios porque: a) éste le da el ser y el modo de


ser inmaterial, del que deriva su intelectualidad; b) Dios es causa primera
del operar del intelecto; c) porque el intelecto divino es ejemplar y regla
del entendimiento humano. Este último aspecto no debe ser descuidado,
ya que es éste el que está especialmente conectado con la ley eterna.
Santo Tomás acepta la concepción agustiniana según la cual conocemos
todas las cosas en las razones eternas, es decir, en las ideas, ejemplares o
arquetipos que Dios posee de todas las cosas, el “arte eterno”. Esto es así
porque la luz natural de nuestro entendimiento es una participación de la
luz divina, y en ella se encuentran las razones eternas. El intelecto agente
no es una mera forma kantiana vacía, sino que de su consistencia deriva
su poder agente; dicha consistencia es la de una luz que participa de las
razones eternas: “La ley natural es así algo que está en la parte más elevada
de nosotros, en el intelecto agente; el cual no es una mera luz genérica tras-
cendental que ilumina los fantasmas. En él está la ley eterna participada, y
por tanto está la realidad nuestra y la menor que nosotros en su principal
consistencia”.23 Por otra parte, por sus Ideas Dios es causa de la distinción
de las cosas, que conocemos a través de la experiencia. Por estos dos moti-
vos, las razones eternas son la regla y medida de nuestro conocimiento:

Es necesario decir que el alma humana conoce todas las cosas en las
razones eternas, por cuya participación conocemos todo. Pues la misma
luz intelectual que hay en nosotros no es otra cosa que cierta semejanza
participada de la luz increada, en la que se contienen las razones eter-
nas. Por lo que en el Salmo IV se dice: Muchos dicen ¿Quién nos muestra
los bienes? Pregunta a la que el salmista responde, diciendo: Sellada está
sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor. Como si dijera que por la impresión
de la luz divina en nosotros, se nos manifiesta todo.24

22
De spiritualibus creaturis, 10.
23
I. Andereggen, “La ley y la gracia según santo Tomás de Aquino”, cit., p. 357.
24
Summa Theologica, I, 84, 5.
482 Martín F. Echavarría

C. Fabro lo explicaba con estas palabras:

El intelecto humano y sus primeros principios, tanto del orden es-


peculativo (intellectus propiamente dicho) como de la esfera práctica
(synderesis), alcanzan el valor absoluto en cuanto “son participación de
la luz divina en nosotros y de la ley eterna” (cfr. Sum. Theol ., 1a–2ae, q.
91, aa. 2-3). S. T., para indicar esto que podría llamarse el “momento
trascendente” del conocer humano, recurre también al término que
tendrá fortuna en la literatura mística de scintilla animae (cf. In II Sent.,
dist. 39, q. 3, a.1). [...] Después, y este segundo momento sigue y cumple
el primero, el intelecto en todo juicio de verdad no obtiene su definitiva
certeza sino por virtud divina. Se está por consiguiente tanto más allá
del platonismo como del aristotelismo y el último S. T. ha alcanzado una
fórmula llena de significado: Dios ayuda al hombre a entender no sólo 1)
en cuanto le propone los objetos o 2) le aumenta la luz de la inteligencia,
sino también 3) porque la luz natural que lo hace inteligente viene de
Dios “et 4) per hoc etiam quod cum Ipse sit veritas prima, a quo omnis
alia veritas certitudinem habet, sicut secundae propositionis a primis
principiis in scientiis demostrativis, nihil intellectus certum fieri potest,
nisi virtute divina, sicut nec conclusiones fiunt certae in scientiis nisi
secundum virtutem primorum principiorum” [Comp. Theol., c. 219; ed
De Maria, III, p. 185. Cf. Sum. Theol., 1a, 105, 3. También Expos. in Joan., c.
1, lect. 1, nº 33, ed. R. Cai, Torino 1952: ¡texto que vale un tratado!].25

Las razones eternas, ejemplares de todas las cosas presentes en el arte


de Dios, en orden a la conducta moral son la ley eterna. La relación entre
ley natural y ley eterna es semejante a la que hay entre la luz natural de la
razón y las razones eternas.

Como en todo artífice preexiste la razón de aquellas cosas que se cons-


truyen por el arte, así también en todo gobernante tiene que preexistir
la razón del orden de lo que deben hacer los que están sujetos a su
gobierno. Como la razón de las cosas que se hacen por el arte se llama
arte o ejemplar de las cosas hechas, así también la razón que gobierna
las acciones de los súbditos, tiene razón de ley, cumplido lo que antes
dijimos pertenecer a la razón de ley. Pues Dios por su sabiduría es el
autor de todas las cosas, a las que se compara como el artífice a las cosas
construidas, como se dijo en la primera parte. También es gobernante
de todos los actos que se encuentran en cada criatura, como también se
dijo en la primera parte. Por lo que, como la razón de la divina sabidu-
ría en cuanto por ella todas las cosas son creadas, tiene razón de arte,
de ejemplar o de idea; así también, la razón de la divina sabiduría que

25
C. Fabro, Breve introduzione al tomismo, Desclée & C. – Editori Pontifici, Roma 1960, pp. 34-35.
La ley natural como memoria del bien 483

mueve todas las cosas a su fin debido, tiene la razón de ley. Y según esto,
la ley eterna no es otra cosa que la razón de la divina sabiduría según
que es directiva de todos los actos y movimientos.26

Las razones eternas son la regla última de la sabiduría. La ley eterna


es la regla última del orden moral. La luz connatural de la mente es como
una semejanza incoada de la sabiduría. La ley natural está inscripta en
todos los corazones en la luz natural, y es reflejo de la ley eterna, que guía
todas las cosas al bien.

Conclusión

La profunda concepción que el Angélico tiene de la estructura meta-


física de la mente le permite comprender la coincidencia profunda entre
la doctrina agustiniana de la iluminación, aplicada al ámbito moral, la
doctrina también agustiniana de la memoria sui et Dei, la teoría aristoté-
lica del intelecto agente y la concepción clásica de la ley natural. El modo
de ser del hombre es ser iluminado, poseer de modo íntimo en su corazón
una actualidad, que es ser, verdad y bien participados. La ley natural está
inscripta en el corazón del hombre, que es radicalmente memoria del ser,
de la verdad y del bien. En cuanto este ser, verdad y bien son participados,
la luz natural y la ley natural, que son el “esplendor de la verdad”, depen-
den radicalmente del mismo Ser, Bien y Verdad subsistente. Reconocer la
ley natural es, al mismo tiempo que reconocer nuestra constitución más
íntima, casi como recordar nuestro origen en Dios.
De esta manera santo Tomás permite romper con la dicotomía kantania
entre una moral autónoma y otra heterónoma. Ni el hombre se autoprocla-
ma legislador absoluto, ni siente la ley como un límite externo a la propia
autorrealización. Al mismo tiempo que somos fieles a nuestro ser, somos
fieles a nuestro origen divino. La Veritatis splendor (n. 41) sintetiza esta idea
con la expresión “teonomía participada”.27
Hoy se habla mucho de la fundación de una teología y una moral “cris-
tocéntricas”. Y, aunque no siempre se ve con claridad qué se quiere decir
con esto (pues, ¿no ha sido siempre la teología católica, en sus grandes
representantes, cristocéntrica?), la de santo Tomás, seguramente lo es. El

26
Summa Theologica, I-II, 93, 1.
27
Cfr. S.–Th. Pinckaers, Para leer la Veritatis Splendor, Rialp, Madrid 1996, p. 72.
484 Martín F. Echavarría

punto que tratamos no es una excepción. La luz de nuestro entendimiento


y la ley natural no son sino un sello de la luz divina en nosotros; pero más
específicamente lo son de su Sabiduría, que es su Palabra, luz y gloria del
Padre. La luz que ilumina nuestro espíritu, allí donde estamos de cara a
Dios, no es otra cosa que el sello del rostro del Hijo en nosotros, por el cual
el Padre mismo nos reconoce como hijos suyos (se trata, ciertamente, de
una “apropiación”28). Santo Tomás lo dice con estas hermosas palabras:

Nunca podríamos percibir al Verbo mismo y la Luz misma, sino por su


participación que está en el hombre, que es la parte superior de nuestra
alma, es decir la luz intelectiva, de la que se dice en el Salmo IV, 7: Sella-
da está sobre nosotros la luz de tu rostro, es decir de tu Hijo, que es tu faz,
por la que te manifiestas.29

Por lo mismo, la ley no es, de por sí, el fruto de la introyección violenta


del despotismo castrador y autoritario del padre (como piensan muchos
con Freud), sino el don por parte del Padre de su imagen, por la cual nos
constituye en nuestro ser, verdad y bien originales y, desde éstos, nos traza
el camino para alcanzar su semejanza, que sólo se realiza plenamente y
hasta un límite insospechado, por obra de la gracia.

Martín F. Echavarría
Universitat Abat Oliba CEU (Barcelona)

Resumen

La encíclica de Juan Pablo II Veritatis Splendor enlaza con la idea tomasiana de la ley natural como
impresión de la luz divina en nosotros. Algunos autores, como J. Ratzinger, han comparado la
sindéresis con una anamnesis de la verdad y del bien divino. Esta comunicación profundiza en
la relación entre luz natural del intelecto, ley natural, memoria espiritual, razones eternas y ley
eterna. La subsistencia espiritual puede entenderse como una especie de memoria del ser, de
la verdad y del bien. De este modo de subsistir se deriva la luz intelectiva connatural, raíz de
la ley natural. Como esta luz intelectual, así como nuestro ser, verdad y bien, son participados,
es necesario recurrir al ser, verdad y bien por esencia para alcanzar su fundamento último. Por
este motivo, la ley eterna es el origen de la ley natural, así como las razones eternas son funda-
mento de la luz natural del entendimiento. Se evita así la dicotomía moderna entre heteronomía
y autonomía, al entender que nuestra constitución íntima, a la que responde la ley natural, es
participación e imagen de Dios.

28
Cfr. Summa Theologica, I-II, 93, 1 ad 2.
29
Super Evangelium Ioannis, I, 3, n. 101.
La contradicción y la dialéctica hegeliana
en la concepción de Rosmini

La radicalidad de la filosofía rosminiana responde a la búsqueda de


los fundamentos últimos del conocimiento y de la realidad. Por eso, en
su confrontación con muchos autores Rosmini intenta siempre llegar a las
ideas madres que dan vida al resto del pensamiento. Esto es en especial
evidente en el caso de Hegel, de quien discute casi exclusivamente la lógica
y la dialéctica, en las cuales, como es sabido, se apoya todo el sistema he-
geliano. Lo hace en varias oportunidades: en Il Rinnovamento della filosofia
(1836), en el Saggio storico critico sulle categorie (1846), en la Logica (1850-1851)
y en la Teosofia, uno de cuyos libros está enteramente dedicado a Hegel,
precisamente el titulado La dialettica (1846-1847).
Rosmini consideraba a la filosofía alemana profunda y fruto de un
pueblo dado a la reflexión y a la especulación. Aprendió el idioma con
dificultad, pero llegó a entenderlo correctamente y en varias obras traduce
él mismo numerosos pasajes. Sin embargo, veía en sus máximos represen-
tantes vicios profundos, de consecuencias nefastas. Esos errores estaban
anclados para él en una sistemática falta de análisis y en un correr a sacar
conclusiones sin detenerse a examinar los conceptos y las afirmaciones
realizadas. Por otra parte, al comparar la tradición filosófica italiana con
la alemana, no puede dejar de advertir la madurez de aquélla frente a la
juventud de ésta. El siguiente pasaje refleja con claridad la opinión de
Rosmini al respecto: “A la mente de Hegel falta en efecto el análisis, y éste
es también el defecto de todas las filosofías de su nación, de donde nace
su oscuridad. Es cierto que el ingenio germánico es naturalmente robusto,
pero su cultura es demasiado prematura; está todavía envuelta en pañales.
Un par de siglos de estudio no bastan para hacer analítica una nación. El
precioso don de la mente italiana, sumamente clara porque sumamente


Ver A. Rosmini, Il Rinnovamento della filosofia in Italia, Luigi Marinoni, Lodi 19103, nn. 348-358;
Saggio storico critico sulle categorie, ed. P. P. Ottonello (vol. 19 de la edición crítica), Città Nuova,
Roma-Stresa 1997, pp. 244-260; Logica, ed. V. Sala (vol. 8 de la edición crítica), Città Nuova, Roma-
Stresa 1984, nn. 41-53, 1092-1098, 1181-1184; La dialettica, en Teosofia, ed. P. P. Ottonello y M. A.
Raschini (vols. 12-17 de la edición crítica), Città Nuova, Roma-Stresa 2000, vol. 15, pp. 241-559.
486 Juan F. Franck

analítica, es el fruto de tres mil años; cada siglo ha trabajado para formarla
y ha agregado también algún nuevo elemento. La cultura de esta nación
es un hábito (lamentablemente demasiado descuidado), no un esfuerzo
momentáneo y contra la naturaleza, que tras un momento de excesiva
energía se desploma sobre sí mismo”.
Al ser consultado sobre qué libros leer en filosofía, Rosmini recomienda
sin más las obras de Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino y los Padres de
la Iglesia, pero al pasar a los escritores modernos, entre los alemanes, que
“poseen más riquezas filosóficas que las otras naciones”, señala principal-
mente a Kant, Fichte, Schelling y Hegel, no sin advertir que “elevan verda-
deramente el espíritu, pero fácilmente también lo llenan de soberbia”. Por
eso, dice, su lectura es sólo recomendable para “las inteligencias fuertes
que no vacilan en la fe”. Rosmini no temía sacar de un principio todas sus
consecuencias, de ahí su clara advertencia. En 1841, ante una iniciativa de
hacer una edición italiana de la Wissenschaft der Logik, se ofreció a escribir
las notas necesarias y más adelante, al volver a ser consultado sobre este
asunto dice claramente: “Hegel no podría ser útil en Italia sin una serie de
notas profundas que mostrase lo podrido, que refutase en una palabra un
sistema que engendra la antropolatría, que es como decir un monstruoso y
orgullosísimo ateísmo. Es uno de esos sistemas cuyo germen funesto está
tanto más oculto cuanto es más profundo y feraz”.
Precisamente de este “germen funesto” Rosmini se ocupó repetidamen-
te en sus obras, y no creía superfluo retornar a él. Consiste en suprimir
el principio de contradicción, identificando el ser y la nada en el devenir.
Resultan así confundidos pensamiento y ser, el acto de afirmar o negar
algo (verbo) con el objeto del pensamiento (idea). La dialéctica hegeliana es
ilegítima, porque se basa en presupuestos falsos. Sin dejar de reconocerle
una cierta grandeza, el filósofo de Rovereto no puede ocultar su extrañeza
ante la acogida de que disfrutó en Alemania y la difusión que alcanzó en
otros países. Por ejemplo, ve el eclecticismo de Victor Cousin como “una
[escuela] alemana que habla francés”. Posteriormente, el hegelismo tam-
bién se difundirá en Italia, principalmente desde Nápoles. Llegó a atribuir
el éxito en su país de origen a la candidez de la juventud alemana.


A. Rosmini, La dialettica, cit., n. 1743. La traducción de los textos de Rosmini, de Hegel y de
Gentile es mía.

A. Rosmini, Epistolario filosofico, ed. G. Bonafede, Fiamma Serafica, Palermo 1968, p. 313.

Ibidem, p. 456; cf. p. 381.

Ibidem, p. 134.

Cfr. A. Rosmini, Logica, cit., n. 52.
La contradicción y la dialéctica hegeliana 487

Habitualmente benévolo en sus críticas, Rosmini es muy duro en las


que dirige a Hegel, para lo cual da una razón de peso, a saber que el mismo
filósofo alemán declara explícitamente haber abandonado la lógica anti-
gua. Le reprocha haber cedido a la superficialidad de su tiempo al aceptar
que la antigua metafísica –los clásicos razonamientos que probaban la in-
materialidad del alma, la existencia de Dios, etc.– ya no tiene ningún valor.
Según Hegel los contenidos de la nueva lógica no deberían corresponder
ya a esa metafísica, que “el espíritu de lo práctico” se encargó de hacer
sucumbir. Lo único que la nueva forma del espíritu acepta es “ejercicio
y formación práctica”, mientras que la contemplación es equiparada a la
oscuridad. Se trata de buscar la utilidad [Nutzen], no la bendición [Segen].
Así, en el prólogo a la primera edición de la Wissenschaft der Logik (1812)
leemos: “De una vez por todas, es en vano querer conservar las formas de
una educación anterior cuando se ha transformado la forma substancial
del espíritu; son hojas marchitas, que serán repelidas por los nuevos ca-
pullos que ya fueron engendrados en sus raíces”. Por consiguiente, ante la
posibilidad de interpretar la lógica hegeliana como una manera extraña o
paradojal de expresar conceptos clásicos, Rosmini es tajante: “al hacernos
saber él mismo que su doctrina es contraria a la lógica de las escuelas ya
no queda lugar para una interpretación benigna”. En 1836, frente a la duda
de que tal vez malinterpretaba algunas cosas, había sometido sus conside-
raciones sobre la filosofía alemana a los pensadores de esa nación, pero
de ninguna manera cae en un exceso de timidez o en una falsa prudencia
cuando el texto es suficientemente claro. Evidentemente, lo que para Hegel
era una necesidad, a saber marchar al compás del espíritu del tiempo, para
Rosmini no es un criterio de verdad.
La crítica de Rosmini a la lógica hegeliana es muy amplia y toca muchos
temas. Me referiré brevemente a unos pocos puntos, teniendo presente
además el importante libro de Giovanni Gentile, La riforma della dialettica
hegeliana, en el cual el filósofo de Castelvetrano, siguiendo a Bertrando
Spaventa, muestra haber sentido el peso de las objeciones rosminianas.


G. W. F. Hegel, Wissenschaft der Logik, Theorie Werkausgabe, Suhrkamp, Frankfurt a.M. 1970,
vol. 5, p. 15.

A. Rosmini, Logica, cit., n. 43.

Cfr. A. Rosmini, Il Rinnovamento, cit., nn. 349 y 358.
488 Juan F. Franck

Movimiento de la idea y sintesismo

Hegel afirma en el §215 de la Enzyklopädie que “la idea es esencialmente


proceso”; no es simplemente “la unidad de lo finito y lo infinito, del pensa-
miento y del ser”, ya que así se expresaría una identidad estática, como de
una sustancia con otra, identidad que resultaría falsa, ya que un término es
la negación del otro. La nueva identidad propuesta exige que la idea misma
contenga en sí la negatividad. Por su propio dinamismo la idea se niega,
objetivándose, y se opone al mismo tiempo a esa objetivización. El primer
momento o nivel de ese proceso sería el ser considerado inmediatamente
(simple inmediatez); el segundo corresponde al conocimiento, y el tercero
es la unidad de ambos, en la idea absoluta: “el último nivel del proceso
lógico se muestra igualmente como lo verdaderamente primero y lo exis-
tente sólo por sí mismo”.10 Pensamiento no se opone a ser, como tampoco
finito a infinito, porque así ambos quedarían neutralizados, entendidos
como sustancias. La subjetividad de la que habla Hegel, el momento del
conocimiento, no es una subjetividad parcial [einseitig], sino totalizante
[übergreifend], que abarca la objetividad.
Rosmini, por su parte, subraya fuertemente que las ideas no se mueven,
que son inmutables. Atribuir movimiento a la idea es consecuencia de
trasladar lo que se observa en la mente al objeto pensado. El pensamiento
pasa de considerar un objeto a considerar otro, aunque uno sea algo dis-
tinto de sí mismo y otro sea el mismo acto de pensar. Pero esto no significa
que el mismo objeto sufra una modificación ni que avance en un proceso
dialéctico. Rosmini es amigo de las definiciones claras; para él acto no es lo
mismo que objeto, y objeto no es lo mismo que acto. Es cierto que no se da
acto de pensar sin idea u objeto, ni objeto sin una inteligencia que lo pien-
se, de manera que se puede hablar de una peculiar síntesis entre ambos.
Pero en dicha síntesis ninguno de los elementos pierde sus propiedades
ni las comunica al otro.
Rosmini considera que entre mente e idea se da un caso particular de
una ley más general llamada sintesismo y que en su formulación más sen-
cilla y adecuada para nuestro caso se expresa diciendo que “dos entidades
sumamente diferentes y opuestas están sin embargo condicionadas una a
la otra, de manera que ninguna de ellas puede existir ni puede ser conce-

10
G. W. F. Hegel, Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, Theorie Werkausgabe, Suhrkamp,
Frankfurt a.M. 1970, vol. 8, §215 (Zusatz), p. 373.
La contradicción y la dialéctica hegeliana 489

bida sin la otra”.11 La idea no subsiste fuera de la inteligencia que la pien-


sa, y su misma esencia consiste en ser entendida. La inteligencia, por su
parte, no sería tal si no entendiera algo, es decir si no tuviera alguna idea.
Pero en cualquier caso el acto no se atribuye a la idea, que no se modifica,
sino al pensamiento que la piensa. La idea es inmutable, el pensamiento
se modifica.
Para Gentile, la síntesis de pensamiento e idea, de acto y objeto, debe
entrañar también el movimiento de la idea, que deviene como pensamien-
to pensado en unidad con el pensamiento pensante, dando lugar así al
actualismo o idealismo actual, es decir a la doctrina para la cual la idea y
el acto son una unidad en perpetuo hacerse. Con razón sugiere Del Noce
que Gentile tenía que suprimir o ignorar la metafísica rosminiana –que
conocía perfectamente– para la cual el modo ideal del ser es irreductible
al modo real (y al moral), a fin de reformar la dialéctica hegeliana en el
sentido del actualismo. En efecto, la teoría de la intuición intelectual del
ser ideal e indeterminado sería un escollo insalvable para toda filosofía de
la unidad absoluta y del inmanentismo, por cuanto establece una dualidad
irreductible en el origen y, por consiguiente, la trascendencia.12
Considerar el ser como objeto fuera de la unidad con la mente sería
para Gentile condenarlo al fijismo e incluso proscribirlo del pensamiento;
sería hacer del ser algo más oscuro que la cosa-en-sí, una mera invención
del hombre, ya que por definición no podría ni siquiera pensarla. El pen-
samiento y el ser se hacen conjuntamente mediante una síntesis a priori,
la actividad misma del pensamiento que deviene junto con su objeto. La
dualidad y la oposición responden a momentos abstractos; lo concreto y
real es la síntesis, que encierra tanto el ser como su negación (el acto de
pensar), engendrando en la unión de ambos todo el movimiento de la
mente (la dialéctica), que es para el actualismo el movimiento de la misma
realidad: “el saber (el sujeto) y lo sabido (el objeto) han devenido la misma
cosa; el sujeto, como saber, no es más simple yo, simple función subjetiva,
sino el acto de la realidad misma, y el objeto, como sabido, no es más sim-
ple objeto, simple realidad, sino mentalidad; y la verdadera realidad es la
mente”.13

11
A. Rosmini, Epistolario filosofico, cit., p. 534. Ver M. A. Raschini, Dialettica e poiesi nel pensiero di
Rosmini, Marsilio, Venecia 1996, pp. 155-176; C. Bergamaschi (ed.), Grande Dizionario Antologico del
Pensiero di Antonio Rosmini, Città Nuova-Edizione Rosminiane, Roma-Stresa, 2001, voz Sintesismo
o Sintetismo, vol. 4, pp. 403-412.
12
Cfr. A. Del Noce, Da Cartesio a Rosmini, (ed.) F. Mercadante y B. Casadei, Giuffré, Milán 1992,
pp. 541-546.
13
G. Gentile, La riforma della dialettica hegeliana, Sansoni, Florencia 1975, p. 33.
490 Juan F. Franck

En realidad, para Rosmini existe no una dualidad sino una trinidad


de formas del ser, que responden también a la ley del sintesismo, ya que
siendo distintas no existen por separado y además la esencia de cada una
remite a las otras dos. Por un lado, objeto y sujeto (ser y acto de pensar)
no son dos momentos irreductibles e incomunicables, sino que existen
uno frente al otro, no separadamente pero conservando sí una naturale-
za distinta. Por otra parte, el sujeto inteligente no es sólo acto de pensar
–en ese caso tal vez cabría hablar de un cierto inmovilismo– sino que es
también por naturaleza tendencia moral, impulso racional a unirse con
todo el ser. Pero esta tendencia no confunde las formas del ser entre sí ni
suprime sus diferencias, sino que las confirma, a la vez que posibilita un
devenir perfectivo en el seno del ser finito, sin trasladar ese devenir al
ser infinito, que por otra parte tampoco es objeto directo de la intuición,
sino que es conocido argumentativamente. Debido a su carácter unitivo y
simultáneamente dinámico, Rosmini llamará a la forma moral celerissimo
vortice: “El universo moral no va, sino más bien corre hacia su última des-
tinación, y envuelve y arrebata consigo al universo intelectual y al físico
en su velocísimo vórtice”.14

El puro ser y la pura nada

En La dialettica Rosmini recorre la entera Wissenschaft der Logik y de-


muestra un conocimiento profundo y exhaustivo de su contenido. Allí
realiza un análisis pormenorizado de los argumentos que Hegel emplea
para convencer a sus lectores de la plausibilidad, o mejor, de la necesidad
de establecer la identidad de los contradictorios. Por las consecuencias que
entraña, atribuye la mayor importancia a la identificación entre el puro ser
y la pura nada. En efecto, éste es el resultado de la filosofía hegeliana y
constituye al mismo tiempo el principio del que toda ella depende. Como
es sabido, el texto central está al comienzo del apartado sobre el devenir,
donde dice:
“El puro ser y la pura nada son lo mismo. La verdad no es ni el ser ni la
nada, sino que el ser no pasa, sino que ha pasado a la nada, y la nada al ser.
Pero igualmente cierto es que la verdad no es su in-diferencia, sino que no
son lo mismo; son absolutamente diferentes, pero al mismo tiempo no sepa-

14
A. Rosmini, Teodicea, ed. U. Muratore (vol. 22 de la edición crítica), Città Nuova, Roma-Stresa
1977, n. 913. Ver C. Bergamaschi, L’essere morale nel pensiero filosofico di Antonio Rosmini, La Quercia,
Génova [1982], pp. 45-139.
La contradicción y la dialéctica hegeliana 491

rados e inseparables, y cada uno desaparece en su opuesto inmediatamente.


Su verdad es entonces este movimiento del desaparecer inmediato de uno
en el otro: el devenir, un movimiento en el que ambos son diferentes, pero
mediante una diferencia que se ha disuelto también inmediatamente”.15
La fórmula que identifica el ser y la nada en el pasaje de uno al otro
constituye la expresión más universal del intento hegeliano de reconci-
liación de los opuestos. La dialéctica de Hegel consistirá en hacer ver que
el devenir consiste en dicho pasaje o, mejor, in-diferencia [Un-unterschie-
denheit], y cómo esto se da tanto en la filosofía de la naturaleza como en
la filosofía del espíritu, los dos grandes momentos en que se despliega la
Idea en su inmediatez y en su consiguiente negarse. Todo el movimiento
del pensamiento, que sería el movimiento de la realidad misma, es posible
y está como impulsado por la negación del ser (la nada). Ahora bien, la
negación no debe entenderse como un momento estático, junto al ser que
estaría negando, como si hubiera un elemento A y otro –A frente a él, y
de uno se dijera que no es el otro. De esta contradicción no sale nada, y si
la dialéctica hegeliana fuera eso, sería falsa. La negación es el acto de la
mente que piensa el ser; es el momento de la subjetividad. El ser puro es
concebido como lo inmediato y lo indeterminado.16 Al pensarlo, la mente lo
niega, porque en una pura afirmación la mente se estaría dejando de lado a
sí misma y por lo tanto tampoco estaría pensando el ser. De hecho, no hay
pura afirmación. Por eso, según la dialéctica sólo se puede afirmar el ser
si se lo niega, al pensarlo: la afirmación es posterior a la negación, ya que
surge una vez que se ha negado la indeterminación. El no saber concebir a
ésta sino como simple negación de lo determinado impide, según el idea-
lismo italiano que parte de Spaventa, entender la dialéctica hegeliana.
El momento de pura indeterminación del ser, cuando éste no es pen-
sado, es abstracto. Pero como lo único existente es lo concreto, es decir el
acto de pensar, el ser encierra en sí necesariamente su negación, es decir
el pensamiento; no puede existir sin la negación. El sujeto es entonces una
especie de exteriorización del ser en el acto de pensar, que es negación
de la indeterminación. Así, el ser desaparece en su opuesto, que desapare-
ce a su vez en él. En ese desaparecer uno en otro consiste el devenir, el
movimiento de la idea absoluta. Por eso, si el ser no tuviera la negación
en sí, o sea la nada, no saldría de la indeterminación. El pensar, si no es
pensar del ser, no es; pero pensar es salir del puro ser y, de esa manera,
negarlo. La negación depende del ser entonces, pero no de la afirmación

15
G. W. F. Hegel, Wissenschaft der Logik, cit., p. 83.
16
Cfr. ibidem, p. 82.
492 Juan F. Franck

previa del ser. Al contrario, una pura afirmación, sin previa negación, que
es el pensamiento, sería inerte, el vacío, la muerte misma, lo no pensado,
lo inexistente. La vida es resultado de la negación, intrínseca al ser puro.
La dialéctica hegeliana no funciona si se continúa pensando en términos
platónicos o aristotélicos (=metafísicos), es decir si se la intenta concebir
como la identificación de dos elementos, uno frente al otro: A = –A . No
es que el ser y la nada sean simplemente lo mismo. Al contrario, absoluta-
mente considerados, son distintos, pero precisamente considerarlos así es
pensarlos a medias, como lo que nunca son, ya que co-existen uno en otro
en la unidad de la idea. Esa es su verdad: que desaparecen constantemente
uno en otro, no que son idénticos. Si lo fueran, no habría movimiento, todo
sería pura estaticidad, pura identidad. La diferencia entre el ser y la nada
es una diferencia que se ha resuelto en el devenir.
El mismo Hegel, cree Gentile,17 no habría conseguido desprenderse del
todo de sus condicionamientos platónicos. Por eso es que su genial intui-
ción requiere ser reformulada, precisamente en el sentido del idealismo
actual, que plantea la unidad de pensamiento pensante y pensamiento
pensado, de acto y ser, de sujeto y objeto. Resulta interesante que las ex-
presiones pensiero pensante y pensiero pensato provienen de Rosmini.18
Rosmini acepta que una valencia del ser ideal es la indeterminación.
Así es como se presenta inicialmente a la mente humana, y a toda mente
finita, poniéndola en acto como inteligente. Pero el ser indeterminado no es
todo el ser, y si sólo él existiera nada se explicaría, porque es efectivamente
vacío. Rosmini lo llama también ser puro, ser inicial, ser ideal, etc. Este ser
dado inicialmente se va determinando con la experiencia y hace conocer
las cosas que se presentan al hombre como otros tantos entes. El mismo
acto de pensar es una determinación del ser ideal y llamarlo “negación” es
jugar con las palabras; con igual razón se debería llamar negación todo lo
que es. Por su capacidad infinita, Rosmini lo llama continente máximo.19 Por
otra parte, su origen y su misma existencia no se explican si no existiera
un ser plenamente determinado, infinito, cuyo comprehensión supera la
capacidad humana, pero a cuya existencia el propio ser ideal e indetermi-
nado remite.
En varias ocasiones Rosmini intenta explicar qué pudo haber hecho
plausible una filosofía tan extraña como la de Hegel. En una de ellas, tras
admitir que para distinguirlo del ser real, el ser ideal puede ser llamado

17
Cfr. G. Gentile, op. cit., pp. 17ss., 227s. et passim.
18
Cfr. A. Rosmini, Teosofia, cit., vol. 15, n. 2043.
19
Cfr. ibidem, vol. 12, nn. 182-187.
La contradicción y la dialéctica hegeliana 493

dialéctico, observa que al decir, por ejemplo, que el ser se realiza en un ente
determinado, queremos significar que el ser que vemos como indetermina-
do, que muestra la posibilidad de ser, se realiza en este ente real concreto:
el árbol, mi cuerpo, el Sol, etc. Así, todos los seres reales pueden ser pre-
dicados del ser ideal, y llamarse términos suyos. Frente a la mente pasan
todos los seres como otros tantos predicados del ser indeterminado, que es
de naturaleza ideal. Por eso uno puede ser llevado a pensar que el ser que
está frente a la mente cambia, deviene cada uno de los entes, sin tener firme-
za ni estabilidad propias. Se entendería el ser como un devenir constante,
como el mecanismo de generación de todas las cosas reales. Pero el ser
ideal no deviene en sí, sino sólo frente a la mente que lo considera unido
primero a un término y luego a otro. Es la mente la que pasa de una consi-
deración a otra, el ser ideal no se modificó en sí mismo ni tampoco recibió
propiamente en sí un ser real. El ser ideal no sufre pasiones reales, sino
sólo pasiones dialécticas. Esto lo entendían perfectamente los escolásticos
con su doctrina sobre las passiones entis. El error es elemental, pero produce
consecuencias absurdas, frente a las cuales Hegel no se detiene.20

Conclusión

El principio de contradicción no puede ser suprimido por ningún artifi-


cio dialéctico y es esencial al pensamiento. La dialéctica será en todo caso
el movimiento del espíritu humano, que se mueve para evitar la contra-
dicción, pero ésta no es una ley del ser mismo ni de la realidad toda. “Por
eso, lo que Hegel llama Lógica vulgar tiene toda la razón cuando admite el
principio de contradicción; y el nuevo dialéctico se equivoca por completo
cuando lo impugna para gozar del singular privilegio de contradecirse”.21
Pienso que luego de todas las reformas de la dialéctica que se han intenta-
do, y también de las que se intentarán en el futuro, estas palabras conser-
van su valor. Benedetto Croce, quien por otra parte no acepta en bloque la
dialéctica hegeliana, reprochará a Rosmini y a otros críticos de la dialéc-
tica, pretender encerrar la realidad en fórmulas, sin advertir que el mayor
descubrimiento de Hegel es precisamente el dinamismo de lo real.22 Pero
reconocer la inmutabilidad de la idea y la del Ser Infinito no implica negar
el devenir ni reducir la realidad a una abstracción. La coherencia última

20
Cfr. ibidem, n. 665.
A. Rosmini, Logica, cit., n. 51, p. 54.
21
22
Cfr. B. Croce, Lo vivo y lo muerto de la filosofía de Hegel, tr. F. González Ríos, Imán, Buenos Aires
1943, pp. 31s.
494 Juan F. Franck

del planteo idealista hay que buscarla en haber tomado la mente humana
por la mente divina o, mejor, por la única mente, ya que una verdadera
distinción Dios-hombre tampoco cabe en el idealismo. La calificación del
idealismo como antropolatría cobra entonces mucho sentido.
Para Hegel, el ser y la nada, la verdad y el error, el bien y el mal, son
sólo momentos de la totalidad. La verdad nunca triunfa sobre el error, que
coincide con el momento abstracto de la idea, sino que coexiste eternamen-
te con él. Del mismo modo, el bien estaría ya eternamente realizado y creer
que depende de nosotros para darse es una ilusión que la misma idea pro-
duce a sí misma y que supera constantemente mediante su acción.23 Un ser
que contiene en su seno la negación de sí mismo, una verdad que coexiste
necesariamente con el error, una idea que se engaña eternamente a sí mis-
ma para salir a cada paso de su ilusión, justifican que Rosmini aprobase la
lapidaria calificación que se hiciera del hegelismo en Alemania: “la locura
reducida a teoría” y “una pelota llena de nada”,24 comentando: “Así juzgan
todos los cerebros sanos de esa nación; y si no juzgaran así, ¡pobre nación!,
se habría transformado en un manicomio”.25

Juan F. Franck
Universidad Católica Argentina

Resumen

La dialéctica hegeliana interpreta el principio de contradicción como identidad del ser y la nada
en el devenir. El idealismo italiano, sobre todo con Spaventa y Gentile, explica esa identidad
como la realidad de la mente, que consiste en una síntesis entre acto de pensar y objeto. Ahora
bien, esta reforma de la dialéctica había sido motivada por las críticas de Rosmini al hegelismo.
Rosmini reafirma la lógica formal aristotélica, basada en el principio de contradicción, pero
enfrenta a Hegel en su mismo nivel. Así, una de las manifestaciones de la ley rosminiana del
sintesismo, a saber acerca de la relación entre la idea y la mente, tomará el lugar de la identidad
de los contradictorios, y la tesis del ser ideal e indeterminado como primer principio lógico
resolverá la confusión hegeliana entre ser ideal y ser real.

23
Cfr. el Zusatz al §212 de la Enzyklopädie, cit. por Rosmini en su Logica, cit., n. 49.
24
Ver A. Rosmini, Saggio storico critico, cit., pp. 259s. [las citas corresponden a J. A. Wendel, Grun-
dzüge und Kritik der Philosophie Kant’s, Fichte’s und Schelling’s, Rieman, Coburg-Leipzig 18393, en
la que se añade un apéndice sobre Hegel y otros autores, y a H. M. Chalybaeus, Historische En-
twicklung der spekulativen Philosophie von Kant bis Hegel, Ch. F. Grimmer, Dresden 1837].
25
Ibidem, p. 260. Cfr. La dialettica, cit., n. 1761.
Bien ontológico y bien moral
en el pensamiento de San Máximo el Confesor.
Las nociones de “preferencia” y “uso”

Introducción

El propósito de este trabajo es el de explicitar algunos aspectos propios


del pensamiento metafísico y moral de San Máximo el Confesor, padre
griego que vivió en los siglos VI y VII. Además de su férrea defensa de la
ortodoxia cristiana frente a herejías cristológicas, San Máximo desarrolló
una interesante visión filosófica.
Una de las ideas más ricas que tiene la filosofía cristiana es la de crea-
ción. Y si tuviésemos que destacar las principales consecuencias que se
siguen de ella, con seguridad señalaríamos a la bondad de las cosas como
una de las más importantes. Si el mundo ha sido creado, entonces debe sos-
tenerse que es bueno en sí mismo. El pensamiento cristiano asumió todo
esto de un modo natural. De hecho, el mismo texto del Génesis dice explí-
citamente que el mundo es bueno, y por lo tanto, no debería asombrarnos
que sea reafirmado por prácticamente todos los Padres de la Iglesia.
Haciendo un breve repaso por algunos de los que más influencia ejercie-
ron sobre San Máximo, debemos mencionar en primer lugar a Orígenes. En
su obra Contra Celso sostiene enfáticamente que la materia no es mala, que
el mundo en su totalidad es obra de Dios y por lo tanto, bueno. También se
puede ver que para él el mal está presente en el mundo debido a la libertad
del hombre. Estas mismas ideas son sostenidas en la que quizás haya sido
su obra más filosófica, el De Principiis, donde dice que Orígenes se esfuerza
por responder a los gnósticos sin resignar ninguno de estos principios, y
postula contra ellos la llamada “doctrina de la doble creación”.

Este trabajo trata uno de los temas expuestos en mi tesis de licenciatura, “Intelecto y Moral en
San Máximo el Confesor”. El profesor Courrèges fue uno de los miembros del tribunal y fue
sobre este tema, entre otros, que me interrogó en aquel momento.

Génesis 1, 31.

Orígenes, Contra Celso, Libro IV, pto. 66, (en la edición de B.A.C., Madrid 1967, p. 300. En adelante,
las páginas corresponden a esta edición).

Orígenes, Contra Celso, Libro IV, pto. 69, (pp. 302-303).

Orígenes, Contra Celso, Libro IV, pto. 70, (pp. 303-304).

A. Le Boullec, “Le Place de la Polémique Antignostique dans le Peri Archón”, en Origeniana I,
1975, pp. 47-61.
496 Álvaro Perpere Viñuales

San Gregorio de Nisa plantea una argumentación similar a la del alejan-


drino: todo fue hecho de la nada por Dios y por lo tanto, todo es bueno. El
mal es producido por una mala elección del hombre. Dios es absolutamente
inocente del mal; Él no puede ser su causa, pues si lo fuera, no sería mal.
Esta misma idea está presente en el pensamiento del Pseudo Dionisio
Areopagita, de quién San Máximo es sin duda uno de sus grandes comen-
tadores. En su obra De Divinis Nominibus, en el capítulo IV, afirma: “Por tan-
to el mal no está en Dios, ni es divino, ni viene de Dios. Si Dios fuera autor
del mal, habría que decir que Dios no es bueno, que El no es quien crea
lo bueno”10 y “El mal no está formando parte de la naturaleza en cuanto
tal”,11 para más adelante afirmar de modo contundente: “El mal, pues, se
aparta del camino, está fuera del plan, fuera de la naturaleza, de causa,
de principio, de finalidad, de término, de voluntad y de sustancia. El mal,
por tanto, es privación, deficiencia, debilidad, desorden, error, irreflexión,
ausencia de hermosura, de vida, de inteligencia, de razón, de finalidad, de
estabilidad, de perfección, de fundamento, de causa. Es indefinido, estéril,
inerte, débil, confuso, desemejante, no limitado, tenebroso, insustancial.
Por si mismo no existe en modo ni en parte alguna”.12
San Máximo se inserta dentro de esta tradición y sin duda es fiel a sus
maestros. En primer lugar, él también reafirma que Dios creó todo de la
nada.13 No utilizó ninguna materia preexistente.14 Todo lo que existe, lo
visible y lo invisible, fue creado directamente por El.15 Por qué Dios deci-


“Ahora bien, el mundo es algo bueno, y todo cuanto hay en él está contemplado con sabiduría
y con arte. Por consiguiente, todo es obra del verbo” (Gregorio de Nisa, La gran catequesis, Ciudad
Nueva, Madrid 1994, p. 54, pto. I, 9).

“Sin embargo, de alguna manera el mal nace de dentro, producido por el libre albedrío, siempre
que el alma se aparta del bien” (Gregorio de Nisa, La Gran Catequesis, p. 66).

“Ninguna producción de mal tiene su principio en la voluntad de Dios, pues nada se le podría
reprochar a la maldad si ella pudiera dar a Dios el título de creador y padre suyo” (Gregorio
de Nisa, La Gran Catequesis, p. 66). “Por consiguiente, Dios es ajeno a toda causalidad del mal,
pues El es el Dios hacedor de lo que existe y no de lo que no existe: el que creó la vista y no la
ceguera; el que inauguró la virtud y no la privación de la virtud” (Gregorio de Nisa, La Gran
Catequesis, p. 75).
10
Pseudo Dionisio Areopagita, De divinis nominibus, P.G. 3, 724 A (En la edición publicada en Obras
completas del Pseudo Dionisio Areopagita, B.A.C., Madrid 1995, corresponde a la p. 315. En adelante,
la página corresponde a esa edición).
11
Pseudo Dionisio Areopagita, De divinis nominibus, P.G. 3, 728 C (p. 318).
12
Pseudo Dionisio Areopagita, De divinis nominibus, P.G. 3, 732 C– D (p. 321).
13
Cent. Car. IV, 1. Las obras de San Máximo han sido publicadas en Migne, tomos 90 y 91. En el
caso de las Centurias de la Caridad, hay traducción al español hecha por Pablo Argárate (San
Máximo el Confesor, Tratados espirituales, Ciudad Nueva, Madrid 1997). De no mediar aclaración,
la traducción está tomada de allí. Para el resto de los textos, la traducción es nuestra.
14
Cent. Car. IV, 2 y Myst. 91, 664D–665C.
15
Myst. 91, 664 D; Cent. Car. III, 72.
Bien ontológico y bien moral 497

dió crear las cosas es algo que el intelecto humano no podrá comprender
jamás,16 pero no hay duda, sin embargo, de que fue una elección absolu-
tamente libre. Dios no tenía ninguna necesidad de que las cosas existan.
Fue una decisión suya la que hizo que éstas comenzaran a ser.17 En todo
caso, para el Confesor, si hay que afirmar una razón o causa para explicar
la creación, hay que buscarla en la infinita bondad divina: es ella la que
lleva a los seres a ser.18 San Máximo concibe a Dios como un ser plenamen-
te feliz, que quiere que otros seres sean tan felices como lo es El, y es para
ello que los crea. Y mientras Dios es feliz consigo mismo, las criaturas son
felices en tanto están con El. De esta manera, dice el Confesor: “Dios, que
está por encima de toda plenitud, llevó a las criaturas al ser no porque
tuviese necesidad de algo, sino para que gozaran participando analógica-
mente de El, y El mismo gozase en sus obras, viéndolas alegres y que se
sacian siempre insaciablemente del Insaciable”.19
Se puede ver a partir del texto anterior que en el pensamiento de San
Máximo hay una profunda unidad entre las ideas de Creación, Bien y
Movimiento. En efecto, es por su Bondad que Dios crea (y no por alguna
extraña necesidad, como sostiene el neoplatonismo), pero al crear da a las
criaturas un deseo de plenitud que solamente es saciado por Dios mismo,
y por lo tanto desde el mismo momento que son, todas las cosas se diri-
gen a El, cada una según su naturaleza, para alcanzar en El su plenitud.20
Dicho de otro modo, ser creado es haber sido querido por Dios y al mismo
tiempo desear llegar a Dios. Esta visión dinámica de la creación es una
de las principales intuiciones del Confesor.21 Hay en lo interior del ser un
deseo de plenitud que lo mueve a su realización, realización que consiste
en última instancia en unirse a Dios. El hombre no está exento de este
dinamismo, al contrario, en él adquiere características especiales: él está
llamado a realizar este proceso libremente. En otras palabras, el hombre
debe querer su realización y obrar en consecuencia. Su plenitud solamente
puede ser alcanzada por medio de acciones voluntarias.

16
Cent. Car. IV, 3.
17
Cent. Car. IV, 4.
18
Cent. Car. IV, 3.
19
Cent. Car. III, 46.
20
Analizándolo desde una perspectiva histórica, es posible que esta asociación de la Bondad
divina con la visión dinámica de la realidad se deba a la influencia del Pseudo Dionisio. En
efecto, en algunos pasajes que tratan este tema la similitud de ideas es notable (por ejemplo,
Pseudo Dionisio Areopagita, De Divinis Nominibus, P.G. 3, 700 B y Ambigua, de San Máximo, P.G.
91, 1072 B). Sin embargo, pareciera que la doctrina de las logoi da al pensamiento del Confesor
una mayor consistencia.
21
Cfr. P. Argárate, “El movimiento del ser en el pensamiento de San Máximo el Confesor”, en Anámnesis
12, México, 1996, pp. 51-100 y J. C. Larchet, Saint Maxime le Confesseur, Cerf, París 2003, pp. 140ss.
498 Álvaro Perpere Viñuales

Volviendo al tema de la bondad de los seres, según el Confesor, por venir


todo de algo que es el bien por excelencia, las cosas son buenas en sí mismas.
Nada de lo que existe es malo: “no es malo ni el intelecto ni el pensar según
naturaleza ni las cosas ni la sensación. Estas son obras de Dios”.22
En el prólogo de las Cuestiones a Talasio San Máximo se explaya lar-
gamente sobre este punto. Afirma allí que el mal no tiene ni tendrá
existencia. Que carece de naturaleza y de hipóstasis. Tampoco es el mal
ni principio, ni fin ni intervalo. No posee ninguna potencia () u
operación () en los seres.23 En otras palabras, el mal no puede ser
visto como un ser. Dicho esto, parece claro entonces que hay que afirmar
contundentemente que todo lo que existe, por el hecho de existir, es bueno
y es bueno en sí mismo, incluso los mismos demonios.24
Pero aunque se afirme que el mal no existe como sustancia, sin em-
bargo, en algún sentido está presente en la vida de todo hombre. Así, el
Confesor afirma: “el mal no es contemplado en torno a la sustancia de las
criaturas, sino en torno al movimiento errado e irracional”.25
El hombre, por ser un ser finito, puede obrar mal.26 Esto es posible porque,
al ser dueño de su propio movimiento, puede dirigirse irracionalmente hacia
cosas que no son buenas para él. Si bien nada de lo que existe es malo en sí
mismo, el hombre hace que el mal ingrese en el mundo no por querer cosas
malas, sino por utilizar desordenadamente las cosas que en sí son buenas.
Por eso San Máximo dice: “El conocimiento es bueno por naturaleza, como
también la salud; pero sus opuestos les sirvieron a muchos exactamente
como éstos. A los viciosos el conocimiento no les viene para bien, aun cuan-
do sea un bien por naturaleza, como se ha dicho: así tampoco la salud ni la
riqueza ni la alegría, porque no usan de ella convenientemente. Por esto, a
ellos les conviene lo opuesto, que no es malo en sí, aunque lo parezca”.27
En este contexto surge con naturalidad la pregunta que se plantea en el
Diálogo Ascético. Allí, el joven alumno interroga al anciano maestro sobre
un punto central: si las riquezas, los bienes materiales y todas las cosas que
parecen inducirnos al pecado han sido creadas por Dios, ¿cómo puede ser
que luego se nos pida que nos abstengamos de su uso? En otras palabras,
¿puede sostenerse que Dios ha creado cosas que nos empujan a pecar? La
respuesta del anciano revela una de las más profundas intuiciones del

22
Cent. Car. II, 15.
23
Cuestiones a Talasio, prólogo, 253 B.
24
Cent. Car. III, 5.
25
Cent. Car. IV, 14.
26
Cent. Car. III, 29 y 30.
27
Cent. Car. II, 77.
Bien ontológico y bien moral 499

Confesor: “Es claro que Dios creó estas cosas y las dio a los hombres para
su uso. Y todas las cosas creadas por Dios son buenas, para que usando
de ellas rectamente, agrademos a Dios. Pero nosotros que somos débiles y
terrenales en la mente preferimos las cosas materiales al mandamiento del
amor; y adheridos a aquellos, combatimos a los hombres; mientras debe-
ríamos preferir el amor por todos los hombres a todas las cosas visibles, y
aun nuestro cuerpo. Esta preferencia es signo del amor de Dios...”28
Como se puede ver, San Máximo no duda ni un instante en reafirmar
que lo que existe es bueno en sí mismo y que esta bondad proviene de su
creador, que no puede hacer cosas malas. Sin embargo, en el plano moral
no alcanza con esta bondad ontológica. Para que el hombre obre bien no
es suficiente querer cosas buenas en sí mismas, pues de hecho todas lo
son, sino que debe querer las cosas de cierta forma, “prefiriendo lo mejor” y
“usando bien” de ellas. Obrar bien no equivale a despreciar lo material, sino
más bien preferir a Dios, que es mejor.29 Se hace evidente entonces que el
tema de la preferencia y el uso son centrales si queremos comprender el
pensamiento ético de San Máximo. En efecto, si obrar bien es “preferir lo
mejor” y “usar las cosas”, y obrar mal es “preferir lo inferior” o “abusar de
las cosas”, es necesario hacer un breve análisis de estas ideas.

El concepto de preferencia
San Máximo dice que un amor recto es aquel que prefiere lo mejor a
lo inferior. Lo primero que se debe hacer notar es que el Confesor habla
de “preferir lo mejor” y no tanto de “despreciar lo malo”, expresión que
utiliza sustancialmente menos. En rigor, todas las personas, al elegir,
siempre prefieren lo mejor, o al menos aquello que ellos consideran que
es lo mejor. Para obrar bien entonces es necesario que eso que las perso-
nas consideran que es lo mejor lo sea realmente. Para San Máximo éste
es un punto seguro: lo mejor de todo lo que existe es precisamente Dios
mismo y por lo tanto todos los hombres deben luchar por alcanzarlo: “Si
uno desea cualquier cosa, lucha para obtenerla; de todas las cosas buenas
y deseables es incomparablemente más bueno y más deseable lo divino.
¡Cuánto empeño debemos mostrar para conseguir esto, lo que es bueno y

28
Diálogo Ascético, pto. 7.
29
Pareciera no ser muy lejano al espíritu de algunos textos de San Agustín: “Vive justa y san-
tamente aquel que ama las cosas según su valor, y es tal el que tiene en orden la caridad, no
sea que ame algo que no debe amarse, o no ame lo que debe ser amado, o ame más lo que debe
amarse menos, o ame igualmente lo que debe amarse menos o más, o ame menos o más lo que
debe amarse igualmente” (San Agustín, De doctrina christiana, I, 27).
500 Álvaro Perpere Viñuales

deseable por naturaleza!”30 Se puede ver que el Confesor asocia el deseo a


la bondad de las cosas. Solamente deseamos aquello que es bueno. Dado
que Dios es el ser “más bueno” de todos los que existen, por consiguiente
es también el “más deseable”.
Sin embargo, el problema al que se enfrenta el hombre es complejo. Por
provenir todo de un ser bueno, como se dijo más arriba, todo lo que existe es
en sí mismo bueno y por lo tanto, todo es potencialmente deseable. Conviene
detenerse, aunque sea brevemente, en este punto. San Máximo sostiene que
si analizamos la realidad podemos trazar en ella cinco grandes distinciones:
en primer lugar, se puede distinguir entre Dios y la creación; en segundo
lugar, entre lo inteligible y lo sensible; en tercer lugar, entre el cielo y la tierra;
en cuarto lugar, entre el paraíso y la tierra habitada; y en quinto lugar, entre
varón y mujer.31 El hombre es el único ser que está directamente relacionado
con todos los extremos de estas divisiones.32 Como se puede ver, su situación
es realmente especial: se encuentra en el medio de los seres, pudiendo rela-
cionarse con todos ellos. Puesto a elegir entre Dios y lo creado, uno puede
darse cuenta de que ambas opciones son buenas y por lo tanto deseables.
Nada es despreciable, absolutamente hablando, pues nada es en sí mismo
malo. San Máximo es conciente del riesgo y la dramaticidad que esto implica
en la vida humana. De hecho, no duda en afirmar que para un hombre es
posible querer las cosas del mundo por sobre Dios, y hacer de ellas el centro
de su vida, aunque ciertamente esta elección no sea la mejor.33 Para evitar
caer en esto el Confesor dice que el hombre debe contemplar el mundo y
de esta manera descubrir que Dios, hacedor del mundo, debe ser mejor que
él. Habiendo descubierto esta superioridad divina debe dirigir hacia El su
preferencia. En cambio, quien deja lo mejor (Dios) y se dedica a cosas peores
(lo creado) muestra que prefiere lo inferior, aunque lo inferior no sea malo
en sí mismo.34 Y al hacer esto, obra mal.
El problema de la preferencia se vuelve más claro cuando, en vez de
comparar a Dios con lo creado, uno compara la preferencia entre el placer
sensible y el placer espiritual. San Máximo considera que el hombre po-
see una capacidad natural de sentir “placer espiritual”, un placer que está
relacionado con el intelecto, y que ha sido profundamente disminuido
como consecuencia del pecado.35 Este placer está asociado al deseo de Dios,

30
Cent. Car. I, 43.
31
Amb. 1305 A-B.
32
Amb. 1305 B. Es a partir de esta idea que se manifiesta la idea del hombre como el gran media-
dor. A. Louth, Maximus the Confessor, Routledge, Londres 1996, p. 172.
33
Cent. Car. I, 20 y I, 18.
34
Cent. Car. I, 5; I, 7; I, 8.
35
Cuestiones a Talasio, P.G. 90, 628 A-B.
Bien ontológico y bien moral 501

mientras que el sensible está asociado al deseo de lo creado. Una de las


consecuencias que trajo el pecado original es la atracción excesiva por el
placer sensible, que, como se ha dicho, es producido por las criaturas.36 En
otras palabras, hay una especie de tendencia a transferir el deseo natural
de Dios, presente en todos los hombres, hacia las seres creados. Cuando se
da esta transferencia, en última instancia se está prefiriendo a las criaturas
antes que a Dios y, sobre todo, se está buscando en ellas lo que se debería
buscar en El.37 Esto trae como consecuencia la aparición del dolor.38 Y en
la medida que no logre ir más allá de lo sensible, lo único que logrará será
empeorar su situación y aumentar su insatisfacción.39 Lo único que puede
saciar verdaderamente al hombre son los bienes divinos. Si en cambio se
desvía y prefiere el placer sensible, obtiene como consecuencia el dolor.40
Por eso es que para San Máximo, aunque el dolor no es una cosa deseable,
posee sin embargo un elemento positivo: gracias a él el hombre puede
darse cuenta de que no es en este mundo creado donde debe buscar su
realización, sino en algo distinto y superior.41
Se puede ver que el Confesor no plantea una lucha directa contra la
atracción del placer sensible. En efecto, en tanto que es una facultad creada
(aunque ciertamente degradada) la que mueve al hombre a buscarlo, pa-
rece imposible que sea reprimida o anulada. En cambio, ante la constante
insatisfacción que produce lo sensible, insatisfacción que se transforma en
dolor, el hombre debe alzar la vista y buscar algo que esté por encima de
ello. La lucha contra la atracción del placer sensible solamente es superada
si se da el descubrimiento de aquello que verdaderamente es lo mejor. A
partir del momento en que uno prefiera lo espiritual y se dé cuenta de que
ello lo plenifica verdaderamente y le da a su alma aquello que desea por
naturaleza, uno alcanzará la verdadera satisfacción.
Todo el problema de la preferencia, tanto en la oposición Dios-criaturas
como placer espiritual-placer sensible es complejo debido a que el descu-
brimiento de lo mejor no es fácil. La situación actual del hombre, luego del
pecado original, es tal que, vuelto y habituado a lo inferior, no ha termi-
nado de descubrir plenamente a Aquel que es el mejor.42 Tratando estos

36
Cuestiones a Talasio, P.G. 90, 628 A-B.
37
Comentario al Padre Nuestro, p. 229, 90, 900 A–C.
38
Cuestiones a Talasio, P.G. 90, 628 A. También puede verse de la misma obra el Prólogo, 253 D.
39
Cuestiones a Talasio, P.G. 90, prólogo, 260 C.
40
Comentario al Padre Nuestro, p. 231.
41
L. Thunberg, Microscosm and mediator. The theological anthropology of St. Maximus the Confessor,
Lund, Copenhagen 1965, p. 165.
42
Cent. Car. III, 72.
502 Álvaro Perpere Viñuales

temas, San Máximo nos dice que el eje de la vida moral consiste en que el
hombre descubra qué cosa es lo verdaderamente bueno y preferirlo sobre
los demás seres. Dice el Confesor: “El que desea las cosas terrenas, desea
los alimentos o lo que sirve a los placeres sexuales o a la gloria humana
o las riquezas o cualquier otra cosa que sigue a todo esto; y si el intelecto
() no encontrase algo mejor a lo cual volver el deseo (), no se
persuadiría jamás en despreciar totalmente estas cosas. Incomparablemen-
te mejor que ellas es el conocimiento () de Dios y de las cosas divi-
nas”.43 Se puede ver que es el intelecto el que debe encontrar algo mejor, y
debe ser él el que, a partir del descubrimiento de lo mejor, ordene el deseo
humano en la dirección correcta. Obrar bien se logra gracias a la atracción
natural del bien antes que a la represión del deseo.

El uso de la creación
Junto a la idea de “preferencia” aparece la del “uso” () de la crea-
ción. Ambas nociones están íntimamente conectadas. Habiendo descubier-
to que Dios es lo mejor y por ende lo que tiene que ser preferido, aparece
un problema cuya solución parece imposible: en este mundo el hombre no
tiene una experiencia directa del Creador. Sin embargo, esta carencia no
impide que lo prefiera en la medida en que, como ya se ha dicho, descubra
que él fue hecho para el Creador, que éste es lo mejor para él, y por ende
haga que todo su accionar esté dirigido en esa dirección. No hay que olvi-
dar que para San Máximo el hombre está en un continuo movimiento en
la búsqueda de su felicidad y que este deseo de alcanzar esa paz lo mueve
de manera natural a Dios, que es el único ser capaz de saciarlo verdade-
ramente y de manera completa.44 Pero lo cierto es que ante la ausencia
del contacto directo con Él, el hombre está obligado a relacionarse con el
mundo creado.
De este modo, el Confesor considera que se debe usar la creación y ver
en ella un camino de perfeccionamiento y de desarrollo. En efecto, así
como hay que preferir a Dios frente a las criaturas, también hay que hacer
uso de ellas como medios para llegar a lo mejor, o sea, para llegar hacia
Dios. Obligado a relacionarse con lo creado, el hombre recto usa de él para
llegar al Creador. De esta manera las cosas, que como ya se ha dicho, son
buenas en sí mismas, se vuelven ahora también buenas para nosotros, en
tanto que nos servimos de ellas para alcanzar nuestro verdadero fin. Por el

43
Cent. Car. III, 64.
44
Cent. Car. III, 43.
Bien ontológico y bien moral 503

contrario, cuando preferimos algo inferior, esto es, cuando preferimos a la


criatura antes que al Creador, San Máximo dirá que ya no usamos ()
sino que abusamos () de ella. Al hacer esto pretendemos que lo
creado sacie plenamente nuestro deseo, cosa que solamente puede hacer
Dios. Por ello, en el abuso hay en última instancia una errada pretensión
del hombre, que quiere de la cosa más de lo que ésta nos puede dar. El
Confesor es terminante en sus afirmaciones y no duda en igualar el abuso
de las cosas con el pecado.45
Ante esto no asombra que San Máximo diga que los hombres somos
llamados virtuosos o viciosos según el uso que hacemos de la creación.46
En tanto que todas las cosas son buenas, pueden saciar en alguna medida
nuestro deseo de perfección. Sin embargo, siendo creadas, su distancia a
Dios es infinita y por lo tanto es infinitamente menos lo que nos pueden
dar. Como se puede ver, el abuso no consiste en querer algo malo, sino más
bien en pretender de las criaturas algo que ellas no pueden dar. Abusar es
querer de manera desordenada, o mejor aun, es dirigirse a lo real de una
forma desordenada, estando el mal en la relación que se establece y no en
las cosas mismas.
En el parágrafo anterior se veía que para San Máximo el hombre libre-
mente puede “transferir” el deseo natural de Dios a lo creado, y de esa
manera preferir la criatura al Creador. Pues bien, este cambio de prefe-
rencia se traduce en que ahora ya no usa de las cosas como un medio para
alcanzar su realización, sino que abusa de ellas, pretendiendo que sean los
seres creados los que sacien su deseo de plenitud.47 Por eso dice el Confe-
sor: “Huyamos con todas nuestras fuerzas, pues, del afecto por la materia y
lavémonos de nuestras relaciones con ella como del polvo de nuestros ojos
espirituales. (...) Mostremos que comemos para vivir y no seamos acusados
de vivir para comer. (...) Seamos escrupulosos observadores de la oración,
mostrando por nuestras acciones que preferimos tenazmente la única y
sola vida del Espíritu y que hacemos uso de la vida presente para adquirir
aquella, y a causa de aquella cuidamos de ésta, de modo que no rehusamos
sostenerla con el solo pan y mantener su buena salud física, por cuanto nos
es posible, no para vivir, sino más bien, para vivir para Dios”.48

45
Cent. Car. III, 86.
46
Cent. Car. II, 75.
47
Interpretación del Padre Nuestro, 901 A.
48
Interpretación del Padre Nuestro, 901 A-B.
504 Álvaro Perpere Viñuales

Conclusión

El pensamiento cristiano, habiendo asumido que Dios es el creador


y que por ende el mundo es bueno en sí mismo, se ha encontrado desde
siempre con el desafío de explicar la presencia del mal moral. En efecto,
¿cómo explicar que el hombre pueda obrar mal si todo proviene de Dios
y por ende es bueno? El pensamiento de San Máximo busca dar una res-
puesta a este problema. El eje del asunto ya no pasa tanto por lo que se
quiere, sino por la forma en que la cosa es querida. El hombre fue hecho
por Dios, pero también para El. Solamente en la medida en que su obrar
esté dirigido en esta dirección será posible que pueda también querer orde-
nadamente lo creado. Con la idea de “preferencia” y de “uso” San Máximo
intenta reflejar esto. Es necesario querer las cosas queriendo con ellas llegar
a Dios. Cualquier otra forma nos llevará a obrar contra nosotros mismos y
a la insatisfacción de nuestro deseo más profundo: el de felicidad.

Álvaro Perpere Viñuales


Universidad Católica Argentina

Resumen

El pensamiento de San Máximo el Confesor aporta interesantes ideas en el campo de la ética.


El presente artículo busca analizar una de ellas, la de la bondad de las cosas y su relación con
la vida ética. En efecto, el sostener la bondad ontológica de la creación obliga a repensar el tema
del mal moral. ¿Cómo puede estar presente el mal en un mundo que ha sido creado por Dios y
por lo tanto es bueno en sí mismo? San Máximo introduce las nociones de “preferencia” y “uso”
para así encontrar una solución a este difícil problema. El centro del asunto no pasa entonces
por querer cosas buenas, sino sobre todo por quererlas de cierta manera.
Santo Tomás deudor de Platón y Aristóteles
en la composición de las substancias

Santo Tomás en la Summa contra Gentiles II 54 presenta la doble compo-


sición acto-potencial de las substancias materiales y la única de las inma-
teriales, ofreciendo un sentido análogo de la relación de acto y potencia.
La revisión del Timeo de Platón y la Metafísica de Aristóteles buscando
antecedentes de estas distinciones revela las siguientes conclusiones. El
Timeo, por un lado, anticipa las nociones de composición hylemórfica y
la distinción entre una cosa y el ser que tiene. Así, se convierte en fuente
de la Summa contra Gentiles II 54, integrando la tradición filosófica que se
prolonga, a través de Aristóteles, hasta Santo Tomás. En la Metafísica, por
otro lado, no sólo se encuentran estas nociones ordenadas y depuradas
de errores, sino también se articula la predicación análoga de la relación
acto-potencial y se propone la existencia de substancias inmateriales, pre-
sentando ya gran parte de las distinciones del texto del Aquinate.

1. Introducción

En el capítulo 54 de la Summa contra Gentiles II, puesto a indagar sobre


la constitución metafísica de los entes, Santo Tomás de Aquino advierte en
ellos la composición, en la cual los componentes mantienen una relación
acto-potencial entre sí. Esta composición está presente tanto en los entes
materiales como en los inmateriales. Nuestra intención es identificar las
fuentes de este capítulo, revisando dos célebres textos del acervo filosófico
griego. Reconocido discípulo de Aristóteles, es natural buscar en los textos
del Estagirita antecedentes de esta doctrina. Pero nuestra indagación no
se detendrá allí; a pesar de la continua enemistad que se ha establecido
entre Aristóteles y su maestro, inquiriremos por antecedentes también
platónicos de esta doctrina tomista, puesto que no es absurdo escrutar
los textos de Platón en la espera de encontrar antecedentes de la filosofía
aristotélica, habiéndose formado filosóficamente Aristóteles en esa escuela.
Por ello, con el fin de manifestar las fuentes de la doctrina de este capítulo,
506 Thomas Rego

que concierne a la presentación de la composición de los entes, buscaremos


los antecedentes de la misma en el Timeo de Platón y en la Metafísica de
Aristóteles.

2. El Timeo de Platón

En primer lugar, ¿hay una actitud más acorde al peripatetismo que


reclamar por las causas primeras a la hora de comenzar una indagación?
Platón no deja de reclamar esta búsqueda para los embarcados en la inves-
tigación de los seres móviles: como enamorado de la inteligencia y de la
ciencia, el investigador debe perseguir las causas primeras de la naturaleza
que goza de sentido. Esta búsqueda se extiende desde las causas primeras
de los que son movidos por otros hasta las causas segundas que mueven
por necesidad a otras cosas.
Allende los elementos míticos denunciados por algunos en el Timeo,
Platón advierte la necesidad que las cosas generadas tienen de poseer una
causa de su generación, puesto que todo origen reclama la posesión de una
causa. Entonces, el filósofo griego, en boca de Critias, enumera tres cosas
intervinientes en la generación de los que se generan: el demiurgo, el mo-
delo y la forma y la potencia. El demiurgo es quien, utilizando lo que no se
genera como modelo, produce la forma y la potencia de lo que se genera.
En esta descripción ya podemos discernir cuatro géneros causales de los
cuales Aristóteles destaca tres en la Física: la causa eficiente, la forma y la
materia, aunque los nombres griegos difieran. De estos géneros causales,
dos son intrínsecos a lo generado, cuales la forma y la materia, que en este
texto Platón llama i d¹ e ¿a y du¿namij Ya Platón advierte, entonces, una con-
dición compuesta en la estructura de las substancias sensibles.


Cfr. Platón, Tim. 46 d-e; Aristóteles, Phys. A 1: 184 a 10-16.

Cfr. Tim. 46 d-e.

«Die Angriffe auf den inneren Zusammenhang seines Systems fallen ebenso zusammen, so-
bald man nur beherzigt, daß die Schöpfung überhaupt eine mythische Einkleidung ist» (U. von
Willamowitz-Moellendorff, Platon. Beilagen und Textkritik, Weidmannsche Verlagsbuchhandlung,
Berlin 1962, p. 265). Cfr. Ibid., 264-265; F. M. Cornford, Plato’s Cosmology. The Timaeus of Plato with
a running commentary, Routledge & Kegan Paul Ltd., London 1956, pp. 28-32.

Cfr. Tim. 28 a-b.

Cfr. Aristóteles, Phys. Β 3: 194 b 23-32.

o Àtou me Ün ou nÅ aÔn o¸ dhmiourgo Üj pro Üj toì kata Ü tau¹ta Ü e Óxon ble p¿ wn a¹ei ¿, toiou¿t% tini ¿
prosxrw¿menoj paradei g¿ mati, th nì i d¹ e a ¿ n kaiì du n¿ amin au ¹tou= a¹perga¿zhtai, kalo Ün e c¹
a¹na¿gkhj ou Àtwj a¹potelei=sqai pa=n (Tim. 28 a).
Santo Tomás deudor de Platón y Aristóteles 507

Hemos de señalar que Platón, esta vez por medio de Timeo, no afirma
que el demiurgo cree esta potencia, esta causa material de las cosas genera-
das, aunque el pasaje recién mentado podría prestarse a esa interpretación.
Al contrario, su tarea se limitaría a conducir al orden lo que se encontraba
en desorden, no en reposo, sino moviéndose sin orden y en confusión. De
esta manera, no crearía el demiurgo esta masa desordenada a partir de la
nada, sino que desde la confusión y desorden en la que se encontraría, la
conduciría al estado contrario de orden, belleza y estabilidad, por medio
de la imposición de la forma, con lo cual el demiurgo produciría este todo
ordenado, mas no sería el productor de sus partes componentes absolu-
tamente hablando. Es claro que Platón encuentra que los cuerpos visibles
—o (rato /n—están compuestos de lo caótico y el orden del que se los dota.
Por lo tanto, las cosas sensibles son compuestos ordenados de una forma
y una potencia.
Platón, más adelante, realizará precisiones en torno a esta potencia. Al
recordar que el modelo y su imitación, la forma visible, son las formas o
ideas implicadas en la generación del todo, nota que éstos no bastan por
sí solos para producir las cosas. Hay necesidad de una tercera cosa, cuya
potencia y naturaleza consiste en ser el receptáculo, cual nodriza, de toda
generación. En un sentido es siempre idéntica a sí misma, pero en otro
sentido es movida, moldeada y formada por las imitaciones de los seres
que son siempre imitaciones que entran y salen de ella.10 Esta potencia re-
cibe las formas, estando exenta de todas ellas porque carece por naturaleza
de ellas.11 Esta madre o receptáculo de todo lo visible y perceptible es una
manera de ser invisible y amorfa que recibe todas las cosas.12 En resumen,
hay tres géneros que concebir en el presente: lo que llega a ser, aquello en
lo que llega a ser y aquello a lo que se asemeja lo generado:13 la forma, la
potencia o receptáculo y el modelo.
Platón advierte con claridad el ser compuesto de los cuerpos, porque
en ellos hay un componente ordenador y otro que es ordenado. Esto lo
repite de diversas maneras, como cuando dice que el demiurgo produce
los cuerpos sensibles con sus especies diversas al estampar en lo desorde-
nado, la du /namij ya mentada, las impresiones acordes con la naturaleza de


Cfr. Tim. 30 a. Cfr. U. von Willamowitz-Moellendorff, Platon. Beilagen und Textkritik, p. 263.

Cfr. Tim. 48 e – 49 a.

tin¿ ¡ ouÅn e Óxon du n¿ amin kai Ü fu ¿sin au ¹to Ü up¸ olhpteo¿ n; toia¿nde ma¿lista: pa¿shj ei Ånai
gene¿sewj u p ¸ odoxh Ün au¹th Ün oiâon tiqh¿nhn (Tim. 49 a).
10
Cfr. Tim. 50 bc.
11
Cfr. Tim. 50 e – 51 a.
12
Cfr. Tim. 51 ab.
13
e ¹n d¡ ou Ån t% paro¿nti xrh Ü ge n¿ h dianohqh=nai tritta¿, to Ü me Ün gigno m ¿ enon, to Ü d¡ e ¹n %(
gi g¿ netai, to Ü d¡ o qÀ en a¹fomoiou¿menon fu¿etai to Ü gigno¿menon (Tim. 50 cd).
508 Thomas Rego

los modelos.14 No dejemos de advertir que Platón dice que todo llegó a ser
habiendo sido ordenado a partir de los cuatro elementos.15
Antes de proseguir, es necesario determinar cuál es la significación del
término ou ¹si¿a en el Timeo 35. El recurso al Greek-English Lexicon nos revela
que este vocablo puede significar lo propio, naturaleza, realidad estable,
ser, substancia, esencia, el substrato, la materia, etc.16 Benjamin Jowett tra-
duce el término por el inglés essence17 y Francis Cornford elige existence,18
pero Francisco Lisi rechaza ambos criterios, puesto que considera que la
opción de Cornford nos coloca demasiado cerca del Sofista, en el que la
cuestión se centra en las ideas, mientras que la de Jowett se emparenta
demasiado con la terminología de Aristóteles. Por ello, su opción es una
traducción de una significación más amplia: ser o seres.19
Platón, al describir la conformación del alma del mundo, observa que
ésta puede alcanzar, tocar o percibir dos clases de cosas: una que posee un
ser dispersable y otra que posee el ser más indivisible.20 Esta expresión, que
pareciera no agregar nada a las anteriormente consideradas, sin embargo
encierra una novedad. No sólo nos encontramos ante la composición del
ser que es máximamente divisible, sino que la redacción platónica nos invi-
ta a pensar en otra composición: el filósofo griego distingue entre la cosa y
el ser que tiene, al decir que el alma revela ciertas relaciones: «cuando toca
algo que tiene el ser más dispersable y cuando [toca algo que tiene el ser]
más indivisible».21 Tanto ese algo divisible en partes como el indivisible
son poseedores de su ser; es más, por ser su ser divisible o indivisible son
ellos de tal manera. Hay en estas dos clases de seres una forma de com-
posición no advertida antes: aquella compuesta por un algo —tinoj— que
posee un ser —ou ¹si ¿an—.

14
Cfr. Tim. 39 e 6-7.
15
priìn kaiì to ì pa= n e c¹ au ¹tw=n [te¿ttara ge¿nh] diakosmhqe Ün gene ¿sqai (Tim. 53 a) Cfr. Tim. 52
d – 53 c; Tim. 82 a.
16
Cfr. H. G. Liddel-R. Scott, A Greek-English Lexikon, revised and augmented by H. Stuart Jones
with a 1968 Supplement ninth edition reprinted, Oxford University Press, Oxford 1976, s. v.
ou ¹sia¿ : p. 1274 b – 1275 a.
17
Cfr. Tim. 35 a en Plato, The Dialogues of Plato, translated by B. Jowett, apud M. Adler (Ed.), Great
Books of the Western World, 2nd ed., Encyclopædia Britannica, Inc., Chicago 1990, vol. 6, p. 449 b.
18
Cfr. F. M. Cornford, Plato’s Cosmology. The Timaeus of Plato with a running commentary, pp. 59-
66.
19
Cfr. Tim. 35 a en Platón, Diálogos, trad. y notas F. Lisi, Gredos, Madrid 1997, t. vi, p. 178, nota
26.
20
Cfr. Tim. 36 d – 37 a.
21
[h¸ yuxh ]/ o Àtan ou¹si ¿an skedasth Ün e Óxonto¿j tinoj e¹fa¿pthtai kaiì o Àtan a¹mer¿ iston (Tim. 37
a). Cfr. Tim. 36 d – 37 b.
Santo Tomás deudor de Platón y Aristóteles 509

3. La Metafísica de Aristóteles

El filósofo de Estagira, alumno en la academia de Platón durante vein-


te años,22 conservó muchas de las distinciones que hemos recogido en el
Timeo, aunque las integró en un cuerpo filosófico más preciso y compacto,
permitiéndole este cuerpo doctrinal alcanzar nuevos conocimientos acerca
de las substancias y su ser. En la Metafísica Aristóteles indaga sobre el ente
en cuanto ente, considerando especialmente cuáles son las causas de este
ente.
En primer lugar, recojamos la distinción central de la obra aristotéli-
ca, aquella establecida entre el ser en acto y en potencia. El ser y el ente
pueden ser dichos en potencia o en acto.23 El acto, que es como la obra que
se propone el hacedor, es un fin. Por ello, la palabra griega que significa
acto —e ¹ne ¿rgeia— incluye en sí la noción de obra —e rgon
)/ — y se repite
en su sinónimo —e ¹ntele x¿ eia—, que considera a la obra en tanto que fin
—te /loj—, llevándola en sí mismo.24
Al considerar a los entes en general, observa que todos tienen las mis-
mas causas —u l À h, ei d
Å oj, ste ¿rhsij, toì kinou=n— mas no en un sentido
unívoco, sino análogo.25 Con respecto a la forma —ei d Å oj—, la distingue
del ser de la substancia y dice que es lo que, existiendo no accidentalmente
en la substancia, es la causa del ser de la misma.26 Curiosamente, entendida
así la forma, puede ser llamada también substancia. A su vez, la materia
queda bien distinguida de la forma: la materia tiene la forma como un
receptor posee lo que existe en él.27 Estas, materia y forma, constituyen el
compuesto al ser generadas por algo.28
Más adelante, la materia es considerada por Aristóteles como un subs-
trato que subyace al acto que conduce al compuesto al ser actual.29 Esta
distinción entre el substrato y su acto permite a Aristóteles concebir que

22
W. K. C. Guthrie, A History of Greek Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge 1981,
vol. vi, pp. 19-26.
23
Cfr. Metaphys. D 7: 1017 a 35 – b 3; E 2: 1026 b 1-2.
24
Cfr. Metaphys. Q 8: 1050 a 17-23.
25
Cfr. Metaphys. L 5: 1071 a 33-35; Sanctus Thomas Aquinatis, In xii Metaphys., lect. 4, nn. 2484-
2486.
26
[ou ¹si ¿a le g¿ etai] aÓllon de Ü tro p ¿ on o¸ aÔn $Å ai Ótion tou= ei Ånai, e ¹nupar¿ xon e ¹n toi=j toiou¿toij
o Àsa mh Ü le g¿ etai kaq¡ up ¸ okeime¿nou, oiâon h¸ yuxh Ü t%= zw¿ % (Metaphys. D 8: 1017 b 14-16). Cfr.
Ibid., 10-26.
27
Cfr. Metaphys. D 23: 1023 a 11-13.
28
Cfr. Metaphys. Z 3: 1029 a 1-5; 7: 1032 a 12-19.
29
dixw= j u p¸ o ¿keitai, h Ô to¿de ti o Ón, wÀsper to Ü z%= on toi j= pa¿qesin, h Ô w¸j h¸ u l À h t$= e ¹ntelexei ¿a?
(Metaphys. Z 13: 1038 b 5-6). Cfr. Sanctus Thomas Aquinas, In vii Metaphys., lect. 13, n. 1568.
510 Thomas Rego

las cosas que se generan, compuestas, pueden ser o no ser, apoyándose en


su causa material.30 Al considerar a las cosas compuestas en tanto que no
poseen su ser actual, en verdad Aristóteles propicia la distinción entre el
todo del compuesto y su ser actual. La división que el Estagirita realiza en
las substancias generadas no se limita a la propia entre materia y forma;
al contrario, la distinción tiende a multiplicarse al entender que la forma
es distinta del ser. En un pasaje en el que se encuentra en la búsqueda de
aquello que une las causas materiales de un compuesto, esto es la forma
que determina como bien entiende Santo Tomás, llama substancia a este
elemento unitivo y lo distingue del ser del compuesto, puesto que entiende
bien que la substancia es la primera causa del ser de cada cosa.31 En efecto,
la causa de que la materia sea efectivamente algo es la forma, y ésta es
llamada también ou¹si ¿a.32
Ya hemos reconocido que la materia se encuentra en potencia con res-
pecto a la forma, que es su acto, el acto por el que llega a ser el compuesto.
El ser en acto, empero, no es una noción unívoca, al contrario, ser en acto
se dice de maneras diversas, aunque siempre en relación con alguna po-
tencia. La relación acto-potencial en los compuestos no es idéntica, sino
que guarda una proporción entre los distintos casos. Aristóteles propone,
entonces, una concepción analógica del acto y la potencia.33
La pregunta por la existencia de substancias no compuestas por ma-
teria y forma es apuntada con frecuencia por Aristóteles, como en el final
del libro Q, donde afirma que las substancias no compuestas son todas en
acto, no en potencia, siendo ser y actos.34 Ya había afirmado que las cosas
eternas son anteriores según la substancia a las corruptibles, puesto que en
aquellas no cabe la potencia: no se es eterno en potencia.35 En otro pasaje
el Estagirita declara que es absurdo pensar que no haya una substancia

30
dunato Ün ga Ür kaiì ei Ånai mh Ü ei Ånai e Àkaston au¹tw=n [tw=n gigno m ¿ enwn], tou=to d¡ e ¹sti Ün h¸ e ¹n
e ¸ka¿stw ? u lÀ h (Metaphys. Z 7: 1032 a 20-22).
31
ou¹si¿a d¡ e ¸ka¿stou me Ün tou=to: tou=to ga Ür ai Ótion prw=ton tou ei Ånai (Metaphys. Z 17: 1041 b 27-
28). Cfr. Ibid., a 6 – b 33; In vii Metaphys., lect. 17, nn. 1678-1680. Esta doctrina se repite en Metaphys.
H 2: 1043 a 2-5; cfr. In vii Metaphys., lect. 18, nn. 1696-1698.
32
wÀste to Ü ai Ótion zhtei=tai th j= u l À hj: tou= to d¡ e ¹sti Ü to Ü ei Ådoj wâ? ti ¿ e ¹stin: tou=to d¡ h¸ ou¹si ¿a
(Metaphys. Z 17: 1041 b 7-9); cfr. Ibid., 4-9; In vii Metaphys., lect. 17, nn. 1664-1668.
33
le g¿ etai de Ü e ¹nergei¿a ou ¹ pa¿nta o ¸moi¿wj, a l ¹ l¡ h Ô to Ü a¹na¿logon [...]: ta Ü me Ün ga Ür w¸j ki¿nhsij
pro Üj du n¿ amin, taÜ d¡ w¸j ou s ¹ i ¿a pro¿j tina u l À hn (Metaphys. Q 6: 1048 b 6-9). Cfr. In ix Metaphys.,
lect. 5, nn. 1828-1829.
34
Cfr. Metaphys. Q 10: 1051 b 17-32.
35
taÜ me Ün gaÜr a¹id ¢+ ia pro¿tera t$= ou ¹si¿a? tw=n fqartw=n, eÓsti d¡ ou q¹ e Ün duna¿mei ai d+¢ ion (Metaphys.
Q 8: 1050 b 6-8).
Santo Tomás deudor de Platón y Aristóteles 511

eterna, separada y que sea según sí misma, fundamento del orden de las
cosas.36 Estas substancias eternas no pueden ser en potencia.
Aristóteles entiende claramente que es necesario que hayan substancias
eternas, sin potencia de no ser: el ser de estas substancias no puede estar
compuesto por la potencia, sino que «es necesario que haya un principio
de tal clase que su substancia sea acto».37 Estas substancias no pueden po-
seer materia.38 La necesidad de tal principio se funda en que las cosas que
están en potencia de ser no pasan al acto de ser, si no es por la acción de un
principio que mueva y produzca, sin cuyo obrar no habría movimiento.39 La
necesidad de un principio hacedor o productor ya había sido señalada por
Platón, aunque la función de este motor es más radical en Aristóteles, puesto
que aquí es más claro que lo que el hacedor ofrece a lo que es en potencia no
es sólo un orden, sino también el ser por intermedio de la forma.40
En las ocasiones en las que habla de los seres eternos, con frecuencia
utiliza el plural. No obstante, al referirse al principio de todo, la prime-
ra esencia, no sólo dice que no tiene materia y que ella es acto, sino que
también afirma que es única tanto en enunciado como en número. No hay
más que un único motor inmóvil.41 Retomada la consideración de otros
seres eternos, múltiples, no descarta su existencia, al contrario, promueve
la aceptación de ciertos motores intermedios, que mueven y son movidos,
cuales los astros, los cuales se encuentran en potencia sólo con respecto
al movimiento local. Ellos son movidos por seres inmóviles y eternos,42
los cuales son necesariamente substancias, porque lo que mueve a una
substancia es anterior a la misma; y lo que es anterior a una substancia con
necesidad es también una substancia.43
Ya en el libro M, al cuestionar la utilidad de las ideas platónicas —las
que hemos descripto como modelos— para explicar científicamente a los
cuerpos sensibles, Aristóteles distingue conceptualmente dos componentes
de los entes: la forma y el ser. En el capítulo 5 Aristóteles se extiende en
una crítica a la teoría de las ideas, en medio de la cual niega, por un lado,
que las ideas revelen conocimiento científico acerca de los cuerpos, porque
no son la forma de éstos y, por otro lado, que colaboren con el ser de éstos,

36
Cfr. Metaphys. K 2: 1060 a 23-27.
37
Metaphys. L 6: 1071 b 19-20.
38
Cfr. Metaphys. L 6: 1071 b 20-22.
39
Cfr. Metaphys. L 6: 1071 b 3-14.
40
Cfr. supra.
41
toÜ de Ü ti¿ hÅn ei Ånai ou¹k e Óxei ul
À hn to Ü prw¿ton: e ¹ntele¿xeia ga Ür. e ¹n aÓra kaiì lo¿gw? kaiì a¹riqm%=
to Ü prw=ton kinou=n a¹ki¿nhton o Ón (Metaphys. L 8: 1074 a 35-37). Cfr. Ibid., 7: 1072 a 23-26.
42
Cfr. Metaphys. L 8: 1073 a 23-34.
43
Cfr. Metaphys. L 8: 1073 a 34-36.
512 Thomas Rego

ya que no existen en los cuerpos que participarían de ellos.44 Aquí Aristóte-


les ha distinguido la forma – ou¹si¿a— y el ser —ei Ånai— de un cuerpo. Esta
distinción tiene un antecedente en el libro a, donde el Estagirita anota que
los principios de los entes que son siempre son causa del ser para éstos: se
distingue nuevamente entre un ente y su ser.45

4. Summa contra Gentiles II 54 de Santo Tomás de Aquino

Recorridos estos textos de la gloria filosófica helénica, reconozcamos la


presencia de sus distinciones en el siguiente pasaje del Doctor escolástico:
«Que no es lo mismo ser compuesto de substancia y ser y de materia y
forma».46 Este capítulo quincuagésimo cuarto de la Summa contra Gentiles
II refleja una recuperación de las distinciones académicas y peripatéticas,
integradas en un cuerpo filosófico madurado.
Podríamos dividir este capítulo en dos partes. En la primera nos encon-
tramos ante la presentación de los seres materiales, en los que se advierte
su carácter de compuestos.47 Platón nos había dicho de éstos que estaban
integrados por la potencia (du¿namij) y la forma (i d¹ e ¿a), esta última copia-
da a partir del modelo, mientras que Aristóteles las había llamado forma
(ei d
Å oj) y materia (u l
À h).48 Santo Tomás las presenta en este texto como
materia y forma, ya que él recibe el sistema pluricausal de las substancias
elaborado por los filósofos griegos. Por otro lado, no dejemos de recordar
que la noción de substancia, que fue desarrollada ampliamente tanto por
Platón como por Aristóteles en su diversidad de significados, es recogida
aquí por Santo Tomás en la siguiente acepción: substancia se entiende
como eso que es, la cual, compuesta con el ser por el cual es, es ente.49

44
a¹lla Ü mh Ün [ta Ü ei dÓ h] ou¹de Ü pro Üj th Ün episth¿mhn ou¹qe Ün bohqei= th Ün tw=n aÓllwn: ou Óte ga Ür
ou¹sia ¿ e¹kei=na tou¿twn (e ¹n tou¿toij ga Ür aÔn h Ån): ou Ót¡ ei¹j to Ü ei Ånai, mh Ü e¹nupa¿rxonta¿ ge toi=j
mete¿xousin (Metaphys. M 5: 1079 b 15-18). Cfr. Ibid., 1079 b 12 – 1080 a 11.
45
Cfr. Metaphys. a 1: 993 b 28-30. Cfr. M. E. Sacchi, «El problema de la creación en la metafísica
de Aristóteles: Respuesta a una crítica de Jorge Martínez Barrera», en Sapientia, 2002 (57), pp.
317-328; pp. 327-328.
46
Cfr. Summ. c. Gent. II 54, ex ed. Leonina cum commentariis F. de Sylvestris Ferrariensis, t. xiii:
392 a 1 – b 30.
47
Cfr. Summ. c. Gent. II 54: 392 a 1-31.
48
Cfr. supra.
49
«Ipsa autem substantia est ipsum quod est; et ipsum esse est quo substantia denominatur ens»
(Summ. c. Gent. II 54: 392 a 30-31).
Santo Tomás deudor de Platón y Aristóteles 513

Luego, el Aquinate describe la relación entre el componente formal y


el material de la substancia corpórea como aquella propia de un acto y
una potencia: la forma es acto en relación con la potencia.50 En el Timeo, si
bien la potencia, el receptáculo, por momentos es descripto como un ser
poseyendo un ser actual, aunque desordenado e inquieto, Platón presenta
a los cuerpos que nosotros podemos ver como la integración entre lo in-
forme y la forma, lo desordenado y el orden. Aristóteles, por su parte es
más preciso: la materia es el substrato que subyace al acto, mientras que la
forma es causa del ser de la substancia.51
Como hemos notado, Platón ha podido distinguir, aunque más no sea
raudamente, entre una cosa y el ser que posee. Por su parte, Aristóteles
prolonga con nuevas tentativas y mayor decisión esta distinción entre la
substancia corpórea y su ser. Santo Tomás no desaprovecha esta incipiente
tesis metafísica fundamental, presente en todas esas expresiones aristotéli-
cas y aun platónicas, sino que las sintetiza y presenta con claridad: hemos
de distinguir entre la forma y el ser del cual es principio;52 no es lo mismo
la substancia toda y el ser por el cual es ente.53 De esta manera quedan pre-
sentados todos los protagonistas que participan en la constitución de las
substancias materiales. Pero el servicio prestado por Aristóteles no se ter-
mina aquí: también se expide sobre la relación establecida entre la materia,
la forma, la substancia y el ser. La forma de relación que Aristóteles ve con
claridad y nos presenta es aquella establecida entre el acto y la potencia.
Presentada esta relación, el Estagirita la refiere al caso de las substancias
corporales y afirma que la forma es acto ante la materia y Santo Tomás re-
coge esta enseñanza sin recelos. Y aún más, dicho esto, Aristóteles amplia
la esfera de influencia de esta noción, en tanto que explicativa del ser de las
substancias, y dice: la relación de acto y potencia no es unívoca, sino que
se da de distintas maneras en distintos sujetos, según distintas categorías
de ser, predicándose entonces de una manera análoga.54 En este capítulo el
Aquinate concreta una de las posibilidades explicativas de esta noción, al
decir que así como la forma es acto para la materia, también el ser es acto
para la substancia, el compuesto de forma y materia. Mas remarquemos

50
«Non est autem eiusdem rationis compositio ex materia et forma, et ex substantia et esse:
quamvis utraque sit ex potentia et actu» (Summ. c. Gent. II 54: 392 a 1-4).
51
Cfr. supra.
52
«Unde in compositis ex materia et forma nec materia nec forma potest dici quod est, nec etiam
ipsum esse. Forma tamen potest dici quo est, secundum quod est essendi principium» (Summ. c.
Gent. II 54: 392 a 26-29). Cfr. Ibid., 15-25.
53
Cfr. Summ. c. Gent. II 54: 392 a 30-31.
54
Cfr. supra.
514 Thomas Rego

que esta relación no se predica aquí unívocamente, sino análogamente,


según otra proporción.55
En la segunda parte de este capítulo, Santo Tomás presenta las subs-
tancias inmateriales. Aristóteles ya había comenzado a preguntarse por
la existencia de seres inmateriales, oscilando la referencia entre un primer
motor inmóvil y unas substancias inmateriales intermedias entre este
motor y los astros, substancias materiales con potencia para el movimien-
to local solamente. De estas substancias inmateriales dice que son actos,
sin espacio para la potencia. No siempre es fácil distinguir si Aristóteles
describe a los seres inmateriales intermedios o al primero. Santo Tomás
recoge esta doctrina y la clarifica: las substancias inmateriales no son puro
acto; hay en ellas un componente potencial.56 No obstante, esta potencia
no es idéntica en especie a la materia de los cuerpos, sino que goza de una
semejanza. Las substancias inmateriales son un compuesto de forma y ser,
en el cual la forma es la potencia y el ser el acto.57 En cambio, aunque no lo
aclare en este pasaje, sólo en el primer motor inmóvil, Dios, la substancia
es su acto, sin composición.58
Santo Tomás, entonces, recoge la composición acto-potencial de las
substancias materiales y la extiende, por analogía, a la composición de
forma y ser de las substancias inmateriales. No limitándose a este aporte,
acrecienta la doctrina aclarando que en los entes inmateriales la forma es
la propia substancia subsistente,59 por lo que entonces decimos que en ellos
hay una composición acto-potencial de ser y substancia inmaterial. Esto le
permite, luego, advertir que en los cuerpos es posible advertir una segunda
composición acto-potencial, agregada a aquella hylemórfica, ya que los
cuerpos son substancias, que por su relación potencial con su ser pueden
ser entes: compuestas con el ser son entes en acto. En esto Santo Tomás
descubre la doble relación acto-potencial de las substancias materiales.

55
Cfr. Summ. c. Gent. II 54: 392 a 1-4, ya citado.
56
«Et propter hoc in eis [substantiis intellectualibus] est unica compositio actus et potentiae,
quae scilicet est ex substantia et esse, quae a quibusdam dicitur ex quod est et esse; vel ex quod est
et quo est» (Summ. c. Gent. II 54: 392 b 6-9).
57
Cfr. Summ. c. Gent. II 54: 392 a 1-4, ya citado. Cfr. N. del Prado, De Veritate fundamentali Philoso-
phiae Christianae, ex Typis Consociationis Sancti Pauli, Friburgi Helvetiorum 1911, p. 13.
58
Cfr. Summ. theol. I q. 3 a. 2 resp.; a. 7 resp.; N. del Prado, De Veritate fundamentali Philosophiae
Christianae, pp. 255-258.
59
«In substantiis autem intellectualibus, quae non sunt ex materia et forma compositae, ut
ostensum est, sed in eis ipsa forma est quod est, ipsum autem esse est actus et quo est» (Summ. c.
Gent. II 54: 392 b 1-5).
Santo Tomás deudor de Platón y Aristóteles 515

5. Conclusión

El repaso del Timeo y de la Metafísica ha revelado que muchos de los


conceptos y distinciones presentados por Santo Tomás en la Summa con-
tra Gentiles II 54 encuentran su origen en las obras filosóficas de Platón y
Aristóteles. Y ésta, la del Aquinate, no es una recepción ecléctica, sino que
es una elaboración coherente, apta para explicar científicamente la verdad
de las cosas. Esto es posible puesto que, a pesar de las grandes críticas que
Platón ha recibido de su antiguo discípulo, en el Estagirita se advierte una
aceptación de las tesis físicas platónicas, sujeta tanto a una depuración de
los elementos míticos, como a una corrección de aquello que no le conven-
za en esa teoría. La presentación que hemos realizado de los antecedentes
de este capítulo de la Summa contra Gentiles muestra una continuidad entre
las fuentes, recibida y asumida por el propio Aquinate. Es, en definitiva, la
veritas rerum la que guía esta tradición filósofica, naciente en la Academia
y surgente en la pluma de este fraile mendicante del siglo xiii.
En esta recorrida hemos seguido el desarrollo de varios conceptos.
Mencionemos los principales. En primer lugar, la distinción entre un
elemento susceptible de ser ordenado y un orden impreso en los cuer-
pos materiales, procediendo desde Platón, es precisada por Aristóteles
y recibida por el Aquinate como la composición hylemórfica de las subs-
tancias materiales. En segundo lugar, Platón distinguió un algo y su ser
y Aristóteles en repetidas ocasiones habló de las substancias y de su ser,
distinguiéndolas de esta manera; Santo Tomás aprovechó sobremanera
esta distinción y distinguió claramente entre la substancia y su ser, por
el que es. En tercer lugar, Aristóteles comienza a considerar el ser de las
substancias inmateriales, que Santo Tomás concreta en la presentación de
estas substancias, ya compuestas por forma y ser ya siendo el ser simple,
como Dios. Por último, la relación entre acto y potencia y su predicación
análoga, brillantemente presentadas por Aristóteles, es asumida por el
Aquinate y con ella termina de darle forma a la doctrina de este capítulo,
reconociendo diversas composiciones acto-potenciales: la de materia y
forma, que forman la substancia, y la de substancia y ser, por la que la
substancia es un ente en acto. Esta última está presente en todos los entes,
incluidos los cuerpos, que poseen una doble composición acto-potencial.
Sólo Dios es excluido de la composición acto-potencial, porque él es sólo
acto, como eran los seres inmateriales que barruntaba Aristóteles.

Cuando fui alumno del profesor Courrèges en el curso de Metafísica


(2003), preparé una monografía en la que analicé la doctrina de Summa
516 Thomas Rego

contra Gentiles II 54. El artículo aquí presentado continúa la misma,


deteniéndose ahora en los antecedentes platónicos y aristotélicos de
su doctrina.

Thomas Rego
Universidad Católica Argentina

Resumen

Santo Tomás en la Summa contra Gentiles II 54 presenta la doble composición acto-potencial de


las substancias materiales y la única de las inmateriales, ofreciendo un sentido análogo de la
relación de acto y potencia. La revisión del Timeo de Platón y la Metafísica de Aristóteles buscan-
do antecedentes de estas distinciones revela las siguientes conclusiones. El Timeo, por un lado,
anticipa las nociones de composición hylemórfica y la distinción entre una cosa y el ser que tiene.
Así, se convierte en fuente de la Summa contra Gentiles II 54, integrando la tradición filosófica
que se prolonga, a través de Aristóteles, hasta Santo Tomás. En la Metafísica, por otro lado, no
sólo se encuentran estas nociones ordenadas y depuradas de errores, sino también se articula
la predicación análoga de la relación acto-potencial y se propone la existencia de substancias
inmateriales, presentando ya gran parte de las distinciones del texto del Aquinate.
Universidad, relativismo y verdad:
desafíos para una educación del sujeto

Uno de los ámbitos más afectados por la actual dictadura del relativis-
mo es, sin duda, la educación universitaria, y dentro de ella, el estudio de
la filosofía, que debería dirigirla. Presenciamos la especialización de los
profesionales en sus áreas, sin la visión global de la vida y del mundo, y
sin el interés por hallar un sentido en las cosas.
Faltan hoy profesores que consideren que su tarea es “una introducción
a la realidad”, una educación, tal como la define acertadamente un teólogo
alemán. Consideran más bien que su rol, de maestro, ha transmutado en
el de “técnico educador”. Así llama Massimo Borghesi al enseñante ac-
tual, que puede aplicarse tanto al profesor de enseñanza media, como al
universitario. Borghesi señala como este técnico “no ha de transmitir una
tradición, una imagen de hombre, sino que sólo ha de vehicular, mediante
técnicas apropiadas, informaciones”. Resultan de este modelo profesores
hipertrofiados de sus saberes, poco interesantes, que no saben despertar
entusiasmo por las cosas, por el mundo en general, sino que se limitan a
escudriñar su demarcado terreno, sin preguntarse por nada más. Apagada
su vida intelectual, pasan a ser funcionarios del sistema académico, buró-
cratas de la educación.
Escasean hoy esos profesores de los que pudimos aprender a mirar las
cosas y los acontecimientos con verdadero interés, con deseos de saber
más; profesores que, bien plantados en sus temas, sabían abrir el espectro
de las cuestiones fundamentales de la existencia, sirviéndose de la literatu-
ra, de la historia, de los encuentros humanos y de la reflexión lúcida sobre
el presente histórico al que tenemos que responder. La búsqueda de una
mirada universal, a la totalidad de la realidad y su significado, caracteriza
la figura del maestro cuyo lugar se reduce.


“Eine Einführung in die Wirklichkeit”, según la expresión de J. A. Jungmann, Christus als Mit-
telpunkt religiöser Erziehung, Freiburg im B. 1939, p. 20.

M. Borghesi, El sujeto ausente: Educación y escuela entre el nihilismo y la memoria, Encuentro, Madrid
2005, p. 35.
518 María Carolina Riva Posse

Las informaciones y técnicas que enseña el técnico educador se revisten


de una “supuesta “neutralidad”, prescinden del relieve existencial, de todo
posible significado”, continúa Borghesi. La unidad del saber, transmitida
por una persona a otra persona, como propuesta educativa llamada a
ser juzgada y verificada, cede a la visión fragmentaria, aparentemente
imparcial sobre una orientación final de la vida, aséptica, pero acabada-
mente fundamentada en un mundo de referencias textuales prolijamente
publicadas. Prisionero de signos que no remiten a un significado objetivo,
el docente se convierte para Borghesi en el custodio del poder existente,
en apologeta del nihilismo.
Alasdair MacIntyre ha dedicado gran parte de sus obras al tema de la
filosofía y su enseñanza en el contexto actual. En una de sus más recientes
publicaciones, denuncia que se ha neutralizado el poder crítico de la filo-
sofía. Ocurre que el orden social y cultural que habitamos “prescribe para
la filosofía un lugar severamente limitado, el de una disciplina adecuada
para educar a una pequeña minoría de los jóvenes que tienen un gusto
por ese tipo de cuestión”. No hay cuestionamiento filosófico de la vida
pública, de los usos sociales. “Y los filósofos que buscan ser más que teó-
ricos, cualquiera sea su punto de vista, están forzados a la lucha contra la
marginalización o están condenados a hablar sólo con otros filósofos y su
generalmente minúsculo público”. De esta manera, por la poca incidencia
que tiene el filósofo crítico en la cultura, tiene lugar una teorización filosó-
fica impráctica en contraste a una práctica social ateorética. El mundo de la
vida queda librado a un irracionalismo, a la pura instintividad de un deseo
sin objeto. Se deja como última medida sólo al propio yo y sus antojos.
Se da lo que MacIntyre llama la compartimentalización de roles, “la
división de la vida social contemporánea en esferas distintas, cada una
con sus estándares altamente específicos de éxito o fracaso, cada una pre-
sentando a sus iniciados sus expectativas normativas propias, cada una
exigiendo inculcar hábitos diseñados para satisfacer esas expectativas par-
ticulares y conformándose a esos estándares particulares”. Puede ser que
el inicio de este modelo haya sido el que llevó a Nietzsche a escribir, con
sólo veinticinco años: “La universidad es un obstáculo para quien quiera


Ibidem.

Ibidem.

A. MacIntyre, Prefacio a The Tasks of Philosophy, Selected Essays, Vol. I, Cambridge University
Press, Cambridge 2006, xi.

Ibidem.

A. MacIntyre, “Moral philosophy and contemporary social practice: what holds them apart?”
en The Tasks of Philosophy, Selected Essays, Vol. I, Cambridge University Press, Cambridge 2006,
p. 117.
Universidad, relativismo y verdad 519

dedicarse totalmente a la búsqueda de la verdad”. Con su provocación ha-


bitual, Nietzsche pone en el tapete el tema de la verdad, central a nuestra
cuestión, al que volveremos luego.
En otro artículo, en el que MacIntyre habla de los riesgos y elecciones
que competen en la actualidad a las universidades católicas, advierte sobre
la pérdida de identidad que puede sufrir éstas si se dejan llevar por el fluir
de la cultura académica contemporánea. Si los miembros de la facultad se
consagran al tipo de éxito profesional que los haría competentes para ser
elegidos por prestigiosas universidades seculares o laicas, resultará así
en lo fundamental una réplica, aunque siempre una réplica de inferior
calidad, aclara nuestro autor, de las universidades seculares o laicas, como
queramos llamarlas. La universidad católica pierde así su identidad, su
propuesta frente al resto de las versiones sobre la vida y la realidad. La
educación que brinda no provee de las herramientas básicas de juicio como
para cuestionar los órdenes sociales, sino que simplemente ofrece los me-
dios para insertarse en esos compartimentos bien definidos, con sus reglas
y sus técnicas, para las cuales el técnico educador entrena.
En su reciente obra Edith Stein: A Philosophical Prologue MacIntyre pone
de manifiesto, tomando el ejemplo de la vida unificada de esta filósofa,
hasta qué punto la filosofía puede formar a una persona y no quedar sim-
plemente como una formulación en lo abstracto. Muchos hoy piensan que
el pensamiento filosófico y la investigación son una cosa, y las vicisitudes
de la vida diaria son otra cosa distinta, y que las conexiones entre ellos son
incidentales y accidentales.10
La educación compartimentalizada elimina la posibilidad de que los
individuos, que pasan constantemente de un rol a otro en la sociedad,
puedan tener un panorama de “sus vidas como un todo, puedan evaluarse
a sí mismos”,11 más allá de su aptitud o no para cumplir con el rol que han
asumido. La instancia de un bien para el hombre externo e independiente
a las varias esferas de actividad en que se consagra el individuo, que en


F. Nietzsche en una carta a Edwin Rohde, del 15 de diciembre de 1870. “Es ist ein ganz radikales
Wahrheitswesen hier nicht möglich”, en Werke in drei Bänden, Wissenschaftliche Buchgesellschaft
Darmstadt, Darmstadt 1966, vol. III, p. 1035.

Cfr. A. MacIntyre, “Catholic Universities. Dangers, Hopes, Choices”, en Higher Learning and Catholic
Traditions, editado por Robert E. Sullivan, University of Notre Dame, Indiana 2001, p. 12.
10
Cfr. A. MacIntyre, Edith Stein: A Philosophical Prologue 1913-1922, Rowman & Littlefield Publish-
ers, Oxford 2006, pp. 1-7.
11
A. MacIntyre, “Catholic Universities. Dangers, Hopes, Choices”, en Higher Learning and Catholic
Traditions, p. 16.
520 María Carolina Riva Posse

el pasado era resguardado por instituciones religiosas y seculares, hoy se


torna más oscuro.12

El sujeto ausente y el reinado de la nada

No es entonces una serie de contenidos lo que se ha perdido, sino una


capacidad de juicio, una visión crítica de la realidad presente, que no se
apega a una serie de doctrinas, sino que plantea la constante tarea de dar
respuestas a problemas siempre nuevos y a la vez, problemas tan viejos
como la humanidad. El maestro es aquel que, interrogado, responde, y en
este diálogo también enseña a interrogar.13 La disolución de una tradición
no es la desaparición de un pasado que de hecho queda atrás, si es pasado,
sino que se trata de la pérdida de protagonismo de un sujeto que ya no
decide sobre su vida. Despojado de identidad, el sujeto “ausente”, como lo
califica Borghesi, está librado al Weltlauf, a las modas y usos convenciona-
les, sin ninguna aplicación de resistencia.
Borghesi recuerda entonces una frase de Hannah Arendt para ilustrar
el efecto de la disolución de la tradición orientadora: “Sin testamento, o, sin
hacer uso de la metáfora, sin la tradición (que obra una elección y asigna
un nombre, transmite o conserva, señala dónde están los tesoros y cuál es
su valor), el tiempo está desprovisto de una continuidad transmitida con
un explícito acto de voluntad, y, por lo tanto, en términos humanos, no
se da ya ni pasado ni futuro, sino solamente la sempiterna evolución del
mundo y el ciclo biológico de las criaturas vivientes”.14 Vemos así la falta
de conciencia con la que vive un “yo” sin guía, sin propuesta para enca-
minar su vida y despojado de sus exigencias fundamentales frente a las
circunstancias que le tocan vivir. El flujo temporal transcurre indiferente
para un sujeto que no vive, sino que es pura pasividad. No logra hacer una
verificación de la experiencia como agente de sus decisiones. Sin tesoros
y sin indicación de su valor, como dice Arendt, todo resulta igualmente
irrelevante. “La banalización del mundo presupone la elisión del límite
entre lo esencial y lo secundario”, explica Borghesi.15

12
Cfr. A. MacIntyre, ibidem.
13
Cfr. M. Borghesi, El sujeto ausente, p. 61.
14
H. Arendt, Entre el pasado y el futuro, Península, Barcelona 1996, citado por Borghesi en El sujeto
ausente, p. 53.
15
M. Borghesi, El sujeto ausente, pp. 49-50.
Universidad, relativismo y verdad 521

Este es el horizonte del vacío de significado posmoderno. Toda noción


de verdad absoluta y definitiva se disuelven. No hay nada definitivo, ab-
soluto, sagrado. Se considera la caducidad de todas las cosas y no existe
en este horizonte nada más que el devenir de lo transitorio, que procede
de la nada hacia la nada.

Revisión crítica de los contenidos de la tradición como lugar de verificación

Para que los centros universitarios y educadores en general no sean


el lugar del desconcierto, sino un lugar de respuestas a las preguntas
humanas fundamentales, un lugar de encuentro con certezas genuinas
y orientadoras, es necesaria la valorización de la tradición. Es oportuno
aquí retomar el concepto de “fidelidad creadora”, que desarrollara Augus-
to Del Noce como propuesta de filosofía y de vida política. La fidelidad a
la tradición no es fidelidad a hechos, fórmulas e instituciones históricas,
que reflejarían un espíritu de pasividad y una negación de la crítica, sino
fidelidad a principios suprahistóricos. Fidelidad creadora, creadora de
soluciones y respuestas nuevas a la problemática siempre novedosa que
la experiencia histórica ofrece.16 Reconocimiento de lo eterno transmitido
en la tradición.
Dice Del Noce en Il problema dell’ateismo: “El problema metafísico es
aquél que nadie puede haber resuelto por mí, y que entonces se me pre-
senta en términos siempre nuevos, en razón de la novedad de la situación
histórica. No tengo delante de mí una lista de problemas ya resueltos, que
puedan recopilarse en un tratado”.17 No se trata entonces de repetir solu-
ciones ya pensadas, sino que se trata de educar en el presente, educando
en el juicio y en la formación de un auténtico criterio. Del Noce alerta
sobre el peligro de confundir lo eterno con lo temporal, estimulando a
pensar personalmente afrontando siempre el desafío de ponerse a prueba
confrontándose con la historia. Lo que interesa no es lo actual, sino lo que
es verdadero. Para ejercitarse en esta distinción es que existe la figura del
maestro, del educador, y es por esto que se congrega la communitas docen-
tium et studentium para un diálogo fructífero.
Este diálogo entonces dista tanto del adoctrinamiento como de una
presunta neutralidad que queda en la indefinición. En el intercambio libre

16
Cfr. A. Del Noce, “Analisi del linguaggio”, en Il Popolo Nuovo, 27 de mayo de 1945.
17
A. Del Noce, Il problema dell’ateismo, Il Mulino, Bologna 1964, p. 78.
522 María Carolina Riva Posse

y desinteresado de sujetos con una identidad clara puede prosperar una


educación verdadera, se puede dar la transmisión de una experiencia que
lo puede juzgar todo y quedarse con lo valioso. Una libertad así entendida
se concibe en relación a la verdad, como dice Romano Guardini: “Si la
universidad tiene un sentido cultural, es entonces aquél de ser un lugar
en donde se busca la verdad, la verdad en su pureza, no por otros fines,
sino por sí misma. Por esta razón: porque ella es la verdad”.18 Es la común
búsqueda de la verdad lo que une a las personas, y no un consenso en
cuanto a técnicas y procedimientos de investigación.
Buscando esta verdad el maestro no silenciará las preguntas, sino más
bien las hará aflorar en sus alumnos. Contra la cultura dominante, que
opera la “prohibición de hacer preguntas”, de la que hablaba Eric Voegelin,
el maestro despierta a los alumnos a que se presten atención a sí mismos.
Es imprescindible el rol socrático del maestro que nos obliga a cuidar y
cultivar el deseo del corazón. La intelligentsia cultural corriente elimina
toda pregunta por los valores eternos e inmutables, vaciando al sujeto,
despojándolo de sus constitutivas inquietudes. O puede darse también un
tipo de filosofía, que según Alasdair MacIntyre, divide las preguntas de las
respuestas, para acabar sofocando a estas últimas. Del Noce denunciaba
una suerte de “profilaxis mental” destinada a eliminar todos los problemas
de la tradición, desde Platón hasta Marx.19

Una alternativa al nihilismo: la razón frente a la realidad

Volviendo a la definición inicial que dábamos de educación, aquella


de introducción a la realidad en su totalidad, vemos que en la perspectiva
propuesta se estimula la consideración de lo real en todos sus factores,
confrontándolo con las preguntas fundamentales con las que todos los
hombres viven, en su deseo de bien, verdad y belleza. “Los filósofos de
profesión, dice MacIntyre, llevan adelante un tipo de cuestionamiento que
es de importancia también para aquellos cuyo trabajo es cultivar, pescar
o hacer acero”.20 Y en cierto sentido, este cuestionamiento debe llevarlo
adelante todo educador que introduce a sus alumnos en la realidad: debe
hacerlos conscientes de su sed de verdad, y ejercitarlos en su búsqueda,

R. Guardini, Verantwortung. Gedanken zur Jüdischen Frage, München 1952, p. 10.


18

Cfr. A. Del Noce, Il problema dell’ateismo, p. 13.


19

A. MacIntyre, “Philosophy recalled to its tasks: a Thomistic reading of Fides et Ratio”, en The
20

Tasks of Philosophy, Selected Essays, Vol. I, Cambridge University Press, Cambridge 2006, p. 180.
Universidad, relativismo y verdad 523

que es una búsqueda común a todos los hombres. Es característico a los


seres humanos, cualquiera sea nuestra cultura, anhelar saber y entender,
y no poder no ponernos como meta alcanzar la verdad, afirma el filósofo
escocés.21 En la verificación de aquello que corresponde a su deseo surge
la evidencia de la certeza del bien encontrado, que ayuda a crecer.
En definitiva, es a usar la razón para lo que educan y se afanan los
verdaderos profesores. Y la tarea de la universidad, tal como lo explicó
magistralmente Benedicto XVI en su brillante discurso en Ratisbona,
consiste justamente en hacer redescubrir el uso de la razón, en poder
captar el sentido de lo real, que por efecto de desvíos culturales ha que-
dado oscurecido. Despertar la razón a sus aspiraciones más profundas,
consciente de su vocación a lo firme y cierto, y no a lo caduco y superficial.
Claro que si el ser está destinado a la nada, la razón no tiene mucho para
decir sobre la realidad. Esto es lo que ocurre en un horizonte nihilista, en
donde tiene aparición el “pensiero debole”. El pensamiento débil sostiene
la imposibilidad de la razón de llegar a la verdad. El desafío al que llama
Benedicto es a volver a usar la razón, a tomarla y desarrollarla en todo su
potencial, despertado en una experiencia del sujeto con lo real que no se
reduzca ni se censure.
“La reflexión posmoderna, comenta Borghesi, se convierte en la crí-
tica sistemática de la teoría del significado en sentido objetivo, en la
deconstrucción de la tradición, en la negación de la idea de verdad ‘como
presencia’, del signo como ‘representación’, como manifestación del Ser.
El nihilismo de condición existencial se transforma, de este modo, en
ideología parasitaria que se alimenta de lo que niega”.22 El nihilismo no
propone formas nuevas de pensamiento, sino que impone la renuncia a
que algo tenga sentido en sí, y se sostiene en la medida en que destruye,
o deconstruye.
Una razón educada no está zarandeada entonces por cualquier viento
de doctrinas filosóficas o modas pasajeras. La razón posmoderna, que no
reconoce nada como definitivo y se somete a la dictadura del relativismo
no tiene el criterio para discernir lo verdadero de lo falso, el error del
acierto. El yo librado a sus antojos es abolido como protagonista libre y
consciente de la historia.

21
Ibidem.
22
M. Borghesi, El sujeto ausente, p. 48.
524 María Carolina Riva Posse

En cada instante se nos dona la posibilidad de recomenzar. Las crisis de


la cultura y de la educación pueden ser graves y extendidas, y sin embargo
siempre se da la oportunidad de asumir en el presente el propio deseo de
verdad y entablar espacios de auténtico diálogo para alcanzar esa verdad
y comunicarla.
Es cierto que el clima cultural actual no propicia ámbitos de crecimiento
y protagonismo de la persona, y necesitamos un gran esfuerzo para agu-
dizar el intelecto y no adoptar esquemas que oculten de nuestra mirada el
bien, la verdad y la belleza.
Gracias a nuestros maestros tenemos el testimonio del gaudium de veri-
tate que hemos visto y experimentado por nosotros mismos junto a ellos.
En el encuentro con la realidad es siempre el yo el provocado a tomar una
postura que nadie puede asumir por nosotros, y que ninguna corriente de
pensamiento puede anular. El sujeto profundamente auto-consciente posee
una libertad que nadie puede quitarle.
Aún hoy la universidad puede ser el lugar de ese gaudium de veritate en
el encuentro con certezas plenificantes para la vida.

María Carolina Riva Posse


Universidad Católica de La Plata

Resumen

El artículo se ocupa de explorar algunos efectos del relativismo en la educación universitaria y


sugiere una alternativa al mismo. La figura del profesor, como aquél que introduce inteligen-
temente en la realidad, transmitiendo en su materia una propuesta de vida y una orientación
para la existencia, parece no ser favorecida por los sistemas educativos actuales. El abandono
de la idea de tradición y la pérdida del potencial crítico de la filosofía dejan al sujeto débil, sin
identidad, ausente. No es posible entonces una auténtica educación sin referencia a la verdad. Se
puede sin embargo dar una alternativa a una aparentemente inevitable asunción del nihilismo:
se presenta siempre para cada uno la opción fundamental de acercarse a lo real usando adecua-
damente la razón y obedeciendo a su naturaleza de apertura al significado de las cosas.
“De la abundancia del corazón habla la boca”
La afectividad y el conocimiento en Santo Tomás de Aquino

Puede decirse que estas reflexiones han encontrado su punto de partida


en la propuesta que una vez me hiciera el Licenciado Courréges de dar
algunas clases en su cátedra de gnoseología.
Si bien su propuesta surgió del hecho de que él bien conocía cuáles
eran los temas que más me interesaban, creo que estas cuestiones son
también de gran importancia para él mismo, por lo que cuando se me
propuso participar en este homenaje, inmediatamente vino a mi mente
este tema, entre otros que en alguna oportunidad me sugiriera, como el
más adecuado para un homenaje de estas características.
Fue justamente pensando en este tema que recordé el pasaje del
evangelio que titula este artículo, en donde de alguna manera se mos-
traba la profunda conexión entre estas dos dimensiones de la vida
humana en cuanto humana.
Por supuesto que no intentaré abarcar una cuestión tan profunda
y tan amplia como ésta en unas pocas páginas, sino que sólo me con-
tentaré con expresar algunas reflexiones y manifestar de este modo un
sincero homenaje a quien fuera uno de los pilares de la formación de
los alumnos de Filosofía por varias generaciones.
Seguiré sobre todo el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, dada
la orientación tomista que siempre ha caracterizado la enseñanza del
Licenciado Courrèges y por mi interés personal en este pensador.
Si bien es cierto que el hombre es una unidad, y es todo él quien
actúa cuando conoce, quiere, recuerda, es también cierto que cada ope-
ración refleja un aspecto nuevo de su propio ser y de la perfección que
está llamado a obtener. Es más, cada operación es un reflejo de alguna
perfección divina, de quien el hombre es imagen y semejanza. Las
“razones eternas”, riquezas de la perfección divina, que no pueden ser
reflejadas ni contenidas en una sola expresión, por lo que se multiplican
en nuestro conocimiento como manifestación de su abundancia y be-
526 Patricia Schell

lleza, son, decíamos, perfecciones que el hombre está llamado a imitar,


no extrínsecamente, sino vitalmente, es decir, realmente.
El ser se dice de muchos modos, enseñaba Aristóteles, y si bien nada
se le puede agregar al ente como extraño a él, se pueden expresar algu-
nas perfecciones que no están contenidas en el nombre de ente, como
por ejemplo, según la conveniencia de un ente con otro, por la cual,
señala Santo Tomás, el alma es en cierto modo todas las cosas.
Así como se pueden expresar distintos modos del ente que no es-
tán, como dijimos, significados con el término ente, del mismo modo
el alma, que en cierta manera es todas las cosas, expresa sus diversas
virtualidades a través de sus potencias. No otra cosa señala el hecho de
que la expresión mens según Santo Tomás de Aquino, designa no sólo
la esencia del alma, sino la esencia del alma en cuanto de ella proceden
las potencias.
La conexión entre el conocimiento y la afectividad encuentra su
fundamento en la mente. Entre la mente y la realidad hay una doble
relación: de conocimiento y de amor. Si no se ve a la mente como el
fundamento de ambas, las relaciones entre el conocimiento y la afecti-
vidad tienden a desaparecer o a tergiversarse. No por nada la mentali-
dad postmoderna, que tiende a negar al yo como sustrato último de la
identidad personal, encuentra siempre un conflicto o una tensión entre
estas dos dimensiones, que desligadas de su origen se vuelven en cierta
forma contrarias.
El alma está llamada a lo infinito, a ser todas las cosas. Esta perfec-
ción se da, según una cierta relación de un ente con otro. Esta relación
se da dos maneras: afectivamente y cognoscitivamente.
Tanto en el conocimiento como en la afectividad encontramos un
mismo movimiento de asimilación. En el conocimiento, en cuanto se
posee inmaterialmente la forma de lo otro, es una asimilación del cog-
noscente a la cosa conocida. En la afectividad, el amante se asimila a lo
amado por una identidad amistosa.
Es más sencillo describir cómo en el conocimiento se produce esta
asimilación. En el caso de la afectividad el proceso parece más oscuro.


Santo Tomás de Aquino, Cuestiones disputadas sobre la Verdad, c. I, a. 1.

Ibidem, c. X, a. 1.

Utilizaremos amor y afectividad como sinónimos ya que todo afecto tiene de una u otra manera
como fundamento el amor.
La afectividad y el conocimiento en S. Tomás 527

Sin embargo, es un hecho que los que se aman tienden a asemejarse.


Esta semejanza en el fondo depende de un conocimiento, aunque aquí
la clave parece estar más del lado de la tendencia.
El apetito no es cognoscitivo, es ciego, pero su convergencia de
origen con el intelecto en lo íntimo de la mente lo vuelve apto para
presentar al sujeto que conoce un efecto directo del bien real: su ape-
tibilidad.
Los actos apetitivos son captados por la inteligencia, que conoce
sus inclinaciones y, a partir de ellas, la bondad, porque algo se dice
bueno por su relación con el apetito y esta relación es la que conoce la
inteligencia cuando se produce esta inclinación afectiva hacia un bien.
Así como hay verdad porque hay intelecto, hay bondad porque hay
voluntad o apetito.
Sin embargo esta asimilación a la que tienden ambas potencias, no
se realiza de modo paralelo, sino que se unifica, como dijimos, en una
misma acción.
Estrictamente hablando, este deseo de poseer, sólo se realiza en el co-
nocimiento, en el cual poseemos, realmente, aunque inmaterialmente, la
forma de lo otro; algo de su ser es participado en nosotros. El amor es la
tendencia a esa posesión y el goce resultante de la misma. Esto es hasta
tal punto así, que ningún afecto se da al margen del conocimiento.
Sin embargo, esto no significa que el afecto no contribuya al co-
nocimiento, pero no puede dejar de admitirse que no hay otro modo
de posesión e incluso de identidad más real que la del conocimiento,
fuera de la posesión del propio ser o de la posesión del ser divino por
la gracia.
El afecto es, sin embargo, el motor de esa unión, ya que, conocido el
fin, es quien mueve hacia él y lo desea, y una vez poseído, se goza en él.
Esta posesión, sin embargo, se da a modo de conocimiento, por el cual,
algo de lo que buscamos está en nosotros. Cuando este movimiento se
refiere al fin último, entonces estamos en la contemplación.
Esta contemplación produce como fruto una obra que es el bien hu-
mano que procede de la voluntad. Sin embargo, su origen es el conoci-
miento del bien, que siendo aquello que todos apetecen, lo es en cuanto
perfección, y como perfección última, es la contemplación.
528 Patricia Schell

El movimiento comienza en un bien, superior, el bien común, el


bien metafísico que está por encima del bien humano. A él se llega por
la contemplación, que es en cuanto acto, metafísico, del que participa
el intelecto movido por la voluntad. De esa contemplación procede
un verbo, una palabra, que puede ser interior, y en cuanto tal de la
misma naturaleza que la inteligencia, es decir espiritual, pero puede
ser también exterior, como un sonido unido a su significación, y por
lo tanto de una naturaleza inferior, en algún sentido, que aquel verbo
interior.
Esto sucede en el orden especulativo, pero en el orden práctico en-
contramos la misma dinámica. Se contempla el bien y se desea alcan-
zarlo, de modo que se realizan actos que se adecuen al bien contempla-
do primero. Pero esos actos no son el acto contemplativo, son productos
de esa contemplación, son obras humanas, y por ello de una naturaleza
distinta del bien metafísico, de cuya contemplación proceden.
Aquí el hombre, en su obrar más propio, el acto humano, imita el
modo de ser divino, y su acto creador.
Dios se conoce a sí mismo y este conocimiento expira un Verbo se-
mejante a Él, de su misma naturaleza, al cual está unido por el Amor.
Pero esta operación no es sólo inmanente, sino que se refleja, o mejor
dicho, de ella procede otra palabra, podríamos decir, que tiene una na-
turaleza diferente, aunque unida a ella, como reflejo o imagen, que es la
creación. El ser de la creación procede del ser divino, pero no es divino,
tiene una naturaleza distinta, aunque no del todo ajena a su origen,
porque es una palabra dicha por Dios… “y Dios dijo… hagamos…”
La palabra humana, tiene, a imitación de la obra creadora, esa doble
realidad, es espiritual en cuanto a su sentido, pero es material en cuanto
al signo. La obra humana también, procede del fin último o en unión a
él (cuando es buena), siendo él un bien metafísico, pero es un bien hu-
mano, fruto del obrar propio del hombre. La vida activa, enseña Santo
Tomás, procede de la contemplativa. La vida activa, propia de las vir-
tudes morales, se refieren al obrar humano y al orden que este tiene en
función del fin. La vida contemplativa, que como ya intuía Aristóteles,
tiene algo de divino, es el fin de esa vida activa. Ella es verdaderamente
acción humana en cuanto está unida a esa contemplación, es su mejor
obra… y vio Dios que todo era bueno…
De modo que en todo el obrar humano, tanto especulativo como
práctico, se manifiesta el fruto de la interioridad y a su vez ésta es fruto
La afectividad y el conocimiento en S. Tomás 529

de la unión del hombre con una realidad más perfecta, que está por
encima de él. Así el conocimiento y la afectividad se integran perfecta-
mente en aras de la perfección misma del hombre en un bien superior:
la contemplación, y se manifiesta en su abundancia al exterior en obrar
proporcionadas a ella: de la abundancia del corazón habla la boca.
Este modo de concebir las relaciones entre la afectividad y el conoci-
miento parece extraño a la mentalidad contemporánea, víctima de una
visión no sólo fragmentada del hombre, sino enfrentada, conflictiva. Es
el amor que lucha contra la conciencia, se enfrenta con ella y oscurece
su razón. Esto en su versión moderna. En una versión más contemporá-
nea, es la razón la que oscurece el afecto o lo enfría y corrompe. Ambas
no son otra cosa que dos caras de la misma idea: el afecto enfrentado
al conocimiento.
Si bien, como ya expusimos, es relativamente sencillo comprender
la influencia del conocimiento sobre la afectividad, parece más difícil
establecer una influencia inversa. Por lo menos esto es así cuando que-
remos analizar una influencia positiva, ya que negativamente, por lo
que acabamos de ver, es moneda corriente.
El pensamiento clásico, siguiendo en esto a los grandes maestros
místicos, sobre todo a Dionisio, ha desarrollado la doctrina del conoci-
miento por connaturalidad. Un conocimiento por experiencia, no en el
sentido sensible del término, sino por contacto directo con esa realidad,
por un cierto padecer, en unión con ellas, las realidades últimas. Para
expresar este especial modo de unión, no se habla tanto de ver, en alu-
sión al conocimiento intelectual, en el cual media la especie, sino que
se recurre a los sentidos más primitivos, como el tacto y el gusto (este
último considerado por muchos como una prolongación del mismo
sentido del tacto). Esta sabiduría es un saborear, un padecer, un expe-
rimentar esas realidades, como consecuencia de una unión producida
por amor y semejanza. Es una resonancia afectiva, que redunda en un
nuevo conocimiento. ¿Acaso es lo mismo conocer algo, que además go-
zarse en ese conocimiento? ¿Y ese gozo, no lleva acaso a conocer más,
no dispone al conocimiento de un modo más perfecto?
Se trata por supuesto de un recto amor al saber, por el cual no sólo
se ordenan todas las fuerzas en el conocimiento de la realidad, sino que
se goza del fruto de ese conocimiento, lo cual redunda en un nuevo tipo
de conocimiento: la connaturalidad.
530 Patricia Schell

Esta rectitud procede de la estudiosidad, que es una parte de la


templanza. Extrañamente a como popularmente suele verse, se trata
de una virtud referida a la afectividad que redunda y perfecciona el
conocimiento.
Justamente el estudio supone una aplicación intensa de la mente,
para lo cual se requiere entonces de la templanza, a fin de moderar
rectamente este deseo, y de la fortaleza, a fin de superar los obstáculos
que puedan impedirlo.
Por ello es que Santo Tomás, tratando estas cuestiones señala que la
lujuria es la que más corrompe la mente, porque cuando las potencias
inferiores se muestran especialmente sensibles al placer, las superiores
se ven impedidas en sus actos. Se trata, en el caso de la lujuria, de un
goce muy diverso del que hablábamos hace un momento.
Sin duda podríamos enumerar muchos casos en donde el amor des-
ordenado produce la corrupción de la mente. Pero nos detendremos en
una de sus principales manifestaciones: la soberbia o el amor desorde-
nado de sí mismo.
El conocimiento de la verdad supone la docilidad puesto que justa-
mente la verdad es adecuación entre la mente y la realidad. Si se quita la
adecuación, que es una forma de docilidad, ya no hay verdad. Por esta
razón el soberbio se aparta de la verdad, porque no es dócil.
Este alejamiento de la realidad se puede dar de muchas maneras,
como enseña Santo Tomás. Absolutizando lo que es relativo, esto sucede
muchas veces por la pretensión de apartarse de la tradición que nos
permite sopesar con justeza el lugar que ocupa cada cosa, sin descui-
dar el todo, por lo que se termina estudiando cosas innecesarias que
nos retraen de las necesarias. Aprendiendo de quien no se debe, especie de
superstición por la cual se le adjudica un valor de autoridad a quien no
la tiene. Intentando aprender algo que está por encima de nuestra capacidad,
es decir una especie de temeridad.
Pero hay más aún. La soberbia destruye lo que hay de más propia-
mente afectivo en el conocimiento de la verdad, que es el deleite que
produce el saber, que como dijimos es un cierto saborear. Veamos di-
rectamente el comentario de santo Tomás:


Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica II– II, c. 153, a. 5.

Ibidem, c. 153, a. 4.
La afectividad y el conocimiento en S. Tomás 531

“En segundo lugar existe otro conocimiento de la verdad, que es el


afectivo. La soberbia lo impide directamente ya que los soberbios al
deleitarse en su propia excelencia, sienten fastidio por la excelencia de
la verdad. Así dice San Gregorio: Los soberbios perciben ciertos misterios
mediante el entendimiento y no pueden experimentar su dulzura; y si saben
cómo son, ignoran qué sabor tienen”.
¿Cuánto nos explica esta reflexión sobre el porqué algunos despre-
cian tanto el conocimiento y lo contraponen al afecto? Es como probar
una comida y por tener el gusto corrompido, no poder saborear su
gusto. El malestar que esto produce termina produciendo rechazo por
la comida misma.
En este sentido Aristóteles decía que el virtuoso es regla de todo y
San Pablo afirma que el espiritual juzga todas las cosas, en el sentido
de que es quien tiene el afecto ordenado a fin de poder apreciar el ver-
dadero sentido o sabor de las cosas.
Centrémonos un momento en un aspecto importante del comentario
de Santo Tomás: el gusto por la propia excelencia engendra fastidio por
la verdad o una especie de sabor amargo ante ella. Esta incapacidad
para saborear no es otra cosa que la acidia, que termina deprimiendo
el ánimo y produciendo finalmente una distorsión en la percepción de
la realidad.
La soberbia es una falta de moderación en el amor a sí mismo, que
hace que uno se deleite sólo en la propia excelencia. Hay aquí ya un
juicio equivocado sobre el valor de la propia persona. Esto hace que se
desprecien los otros bienes, por la tristeza que provocan. Se produce
entonces una inversión en la visión del valor de las cosas, ya que hay
una tristeza sobre lo que es malo en apariencia (las otras cosas) y bue-
no en la realidad, con la posterior huida de estos bienes, sobre todo de
aquellos superiores.
Finalmente, al apartarse de lo que produce tristeza se busca afanosa-
mente lo que produce placer cayendo de este modo en la divagación de
la mente por cosas ilícitas (lo que mencionábamos acerca de la lujuria).
Especie de dispersión mental que puede extenderse y manifestarse en
el modo de hablar, en la expresión corporal, en la variabilidad en los


Ibidem, c. 162, a. 3, ad 1.
532 Patricia Schell

proyectos, etc. Aquí la distorsión en la percepción de la realidad se da


por el hecho de que se juzga bueno lo que en realidad es malo.
Nuevamente, a la inversa de como lo planteábamos al principio,
aquello que hay en el interior se expresa exteriormente en un movi-
miento desordenado, inestable y caótico. La afectividad y el conoci-
miento están llamadas a estar juntos, de allí que no sea extraño que la
distorsión de alguna de estas dos dimensiones suponga a la larga una
deformación en la otra. Aunque se pueda sostener una disociación por
algún tiempo, finalmente de la abundancia del corazón habla la boca.

Patricia Schell
Universidad Católica Argentina

Resumen

La conexión entre el conocimiento y la afectividad encuentra su fundamento en la mente.


Cuando se anula este fundamento, sus relaciones tienden a concebirse de forma conflictiva. La
afectividad y el conocimiento están llamados a estar unidos, de allí que no sea extraño que la
distorsión en la concepción de alguna de estas dos dimensiones suponga a la larga una defor-
mación de la otra. Aunque se pueda sostener una disociación por algún tiempo, finalmente de
la abundancia del corazón habla la boca.


Ibidem, c. 35, a. 1: “La acidia es cierta tristeza que apesadumbra, una tristeza que de tal manera
deprime el ánimo del hombre, que nada de lo que hace le agrada, igual que se vuelven frías las
cosas por la acción corrosiva del ácido… Hay también quien dice que la acidia es la indolencia
del alma para empezar lo bueno. Este tipo de tristeza es siempre mala: a veces en sí misma,
otras en sus efectos. Efectivamente, la tristeza en sí misma es mala: versa sobre lo que es malo
en apariencia y bueno en realidad; a la inversa de lo que ocurre con el placer malo, que proviene
de un bien aparente y un mal real”.
Heisenberg y su interpretación filosófica
de la física cuántica

Se está echando a perder buena física


por culpa de mala filosofía (W. H.)

1. Introducción
Desde las primeras décadas del siglo XX nos encontramos en la presen-
cia de una nueva física: aquella que dedica su estudio a los acontecimientos
del mundo subatómico, conocida como física cuántica. Planck, Bohr, Hei-
senberg, Einstein, Shrödinger, entre otros, son considerados los fundadores
de esta nueva y revolucionaria física.
No es mi intención intentar exponer las bases de esta disciplina, ni mu-
cho menos lograr una acabada explicación de la misma. Para esto me refiero
a los trabajos originales de estos físicos y a las múltiples divulgaciones que
existen, por ejemplo la excelente obra de Penrose, The Road to Reality.
Brevemente podríamos decir que hay dos procesos en el mundo cuán-
tico: la evolución del sistema cuántico (U) y la interacción de tal sistema
al momento de la medición (R). El primero se describe con una ecuación,
conocida como ecuación de Schrödinger. El segundo se describe matemá-
ticamente de una manera diferente de esta ecuación. El estado del sistema
se describe con la función de onda. La ecuación de Schrödinger, que in-
cluye dicha función, es fundamental para entender cómo evoluciona en el
tiempo el estado del sistema. Así, una partícula cuántica es algo que está
descrito por la función de onda, cuya evolución se describe de una manera
muy precisa, aunque con parámetros probabilísticos, con la ecuación de
Schrödinger, hasta que se produce alguna medición al sistema.
Lo importante de la ecuación de Schrödinger es que es una ecuación
completamente determinista (la evolución temporal está completamente
fijada una vez que el estado es conocido en cualquier momento). La falta
de determinismo dentro de la evolución del sistema cuántico se encuentra
en la aplicación del proceso de medición solamente.
Una medición se efectúa sobre una propiedad observable, y la medición
u observación produce como efecto que esta propiedad dé un salto a uno

R. Penrose, The Road to Reality, Jonathan Cape, London 2004, cc. 21-30.
534 Ignacio A. Silva

de los valores definidos en la ecuación de Schrödinger. Ahora bien, ¿a cuál


salta? A cualquiera, aunque hay elementos matemáticos para calcular las
probabilidades. Este salto de la propiedad observable del sistema a uno de
los valores se llama colapso de la función de onda. Después de la observa-
ción, el sistema adquiere un valor definido para la propiedad observable.
Inmediatamente después de la medición, la ecuación de Schrödinger
vuelve a describir la evolución del nuevo sistema, hasta que una nueva
medición u observación sea llevada a cabo. Y así sucesivamente.
El problema más difícil que confrontan los físicos es el conflicto entre
los dos procesos. El proceso U no fue problemático cuando fue descubier-
to, pues el determinismo implícito en la ecuación de Schrödinger era algo
familiar. Sin embargo, el proceso R era algo totalmente nuevo: era un salto
casual dentro de la ecuación de Schrödinger. Solamente las probabilidades
de los diferentes posibles resultados estaban determinadas.
Lo extraño en esta teoría es la posibilidad de ofrecer múltiples inter-
pretaciones del aparato matemático que la compone. Al sentir de todos los
físicos contemporáneos, aunque complejo, este aparato es entendible. Lo que
dificulta la comprensión de la teoría es la interpretación del mismo, es decir,
a qué realidad se refiere dicho aparato matemático. Sobre todo, qué es lo que
sucede en el proceso de observación del acontecimiento cuántico, en el que
parece que el sistema físico se comporta de una manera impredecible.
De diversos modos se ha interpretado esta extraña yuxtaposición de
fenómenos determinados e indeterminados. Desde propuestas de variables
ocultas que guían a los procesos de manera determinada, hasta propuestas
de un indeterminismo fundamental de carácter azaroso inmerso en los
niveles más bajos de la naturaleza, pasando por propuestas de universos
múltiples, todas ellas han sido y siguen siendo discutidas por la comuni-
dad científica y filosófica en el mundo.
Sin embargo, Heisenberg ha hecho una de las interpretaciones a mi parecer
más sensatas, que aun con los progresos de un siglo en física, siguen siendo
vigentes. El propósito de este trabajo es exponer de manera ordenada algunas
ideas que el físico alemán fue exponiendo en diversas oportunidades.
La interpretación de Copenhagen, formulada por Bohr y Heisenberg, afir-
ma que las afirmaciones probabilísticas hechas por la mecánica cuántica
son irreducibles, es decir, ellas no reflejan simplemente nuestra limitación


Cfr. ibidem.
Interpretación filosófica de la física cuántica 535

en el conocimiento de alguna variable oculta. Los efectos de las mediciones


son fundamentalmente indeterminados. Esta indeterminación se ve en el
acto de observación, que causa un instantáneo colapso de la función de
onda. Esto significa que la observación observa azarosamente una de las
posibilidades permitidas por el estado de la función de onda definido por
la ecuación de Schrödinger, porque las propiedades del sistema cuántico
son solamente reales como potencialidades, hasta la medición. Después de
ella, la función de onda cambia para reflejar tal observación.
Esta interpretación trae consigo la necesidad ineludible de investigar
una imagen de la realidad física distinta de la planteada por la física
clásica, acorde con los niveles de esa misma realidad a la que ese indeter-
minismo se refiere. La teoría cuántica necesariamente implica un cambio
profundo en los contenidos e imagen de la naturaleza.
En la física actual se asiste a la elaboración de una nueva idea de la realidad fí-
sica, de la Naturaleza. Por esto, y en este preciso sentido, es esta nueva física
un problema de filosofía, y se trata, en última instancia, de un problema
de ontología de la naturaleza. La física es una parte de la ciencia y que, como
tal, persigue una descripción y una comprensión de la naturaleza. Ahora bien,
esta parte de la ciencia, por sí misma, podrá pedir un nuevo concepto de
Naturaleza, e incluso desecharlo; pero, por sí sola no puede crearlo. Es
preciso recurrir a la filosofía de la naturaleza para alcanzar esta nueva
imagen de ella. De esta manera, Heisenberg intenta dar una interpreta-
ción de la expresión matemática de la física cuántica, y con ella una nueva
imagen de la realidad física, pasando así del plano físico al plano filosófico
de reflexión. Heisenberg se para en el mismo plano epistemológico en el
que se encontrarán las reflexiones de, por ejemplo, Aristóteles y Tomás de
Aquino, en la filosofía de la naturaleza.
Dentro de los tantos problemas filosóficos a los que W. Heisenberg se
vio llamado por sus estudios de física, sobre todo del nuevo campo de la
física que, junto con otros tantos científicos, él mismo comenzaba a inves-
tigar, he rescatado dos de ellos: la ontología y el problema de la causalidad.
Esto no quiere decir que los restantes sean menos importantes, sin embar-
go, he decidido dejarlos para otra ocasión.


Cfr. F. Queraltó, “Indeterminismo y racionalidad. En torno al problema de la causalidad en
física”, en Sapientia, Homenaje a Mons. Derisi, XLIII, 1988, p. 81.

X. Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Alianza – Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid
1987, p. 332.

Cfr. X. Zubiri, ibidem, p. 351.

Cfr. W. Heisenberg, Física y filosofía, La Isla, Buenos Aires 1959, p. 120.
536 Ignacio A. Silva

2. Ontología de los fenómenos cuánticos


Se plantea aquí el problema de la realidad ontológica que tienen los
acontecimientos cuánticos, o lo que realmente son las cosas del mundo
cuántico. Para comprender este problema es preciso antes preguntarse por
las raíces filosóficas que llevaba implícitas la física clásica determinista.
En primer lugar, Heisenberg hace una distinción en el término ‘realismo’.
Propone tres tipos distintos de realismos, que encuentra en la ciencia
clásica. Todos provenientes, como bien lo nota el mismo Heisenberg, del
racionalismo moderno cartesiano, a saber:
1. Realismo práctico: admite que existen juicios que pueden ser objetiva-
dos y que de hecho la mayor parte de nuestros juicios de la experiencia de
la vida cotidiana son tales. Es por esto una parte esencial de la ciencia.
2. Realismo dogmático: sostiene que no hay juicios concernientes al
mundo material que no puedan ser objetivados. Es decir, que todo juicio
acerca del mundo material puede ser objetivado. Este realismo no es con-
dición necesaria para fundamentar la ciencia. Sin embargo, la posición co-
rriente de los científicos de la física clásica lo sostiene, dado que cualquiera
de ellos que realice un trabajo de investigación siente que está buscando
algo que sea objetivamente verdadero.
3. Realismo metafísico: va un paso más allá que el anterior diciendo que
las cosas ‘realmente existen’. La diferencia de este realismo con el anterior
es el afirmar la existencia de las cosas. Pero parece difícil distinguirlos con
más precisión. Podríamos, sin embargo, decir que los dos primeros realis-
mos parecen ser epistémicos, mientras que este tercero hace afirmaciones
metafísicas. Es decir, en los dos primeros, el término realismo está utili-
zado en sentido de “objetivismo”, mientras que el tercero verdaderamente
podría llamarse “realismo”. En el objetivismo (cualquiera de los dos) pare-
cería afirmarse que las cosas se manifiestan al sujeto, pero la importancia
está puesta en el conocimiento que éste tiene de aquéllas. No es necesaria
la distinción de si ellas existen o no realmente fuera de su manifestación.
Mientras que en el realismo de la manifestación de las cosas se pasa a su
existencia, o, en términos kantianos, del fenómeno al noúmeno.


Cfr. F. Queraltó, art. cit., p. 71.

Para Heisenberg, un juicio objetivado es aquél en el que su contenido no depende de las condi-
ciones bajo las cuales puede ser verificado. W. Heisenberg, op. cit., p. 62.

Para esta clasificación cfr. W. Heisenberg, op. cit., pp. 62-63, y F. Selvaggi, Causalità e indeterminismo.
La problematica moderna alla luce della filosofia aristotelico-tomista, Editrice Università Gregoriana,
Roma 1964, pp. 304-305.
Interpretación filosófica de la física cuántica 537

Surge ahora la pregunta acerca de qué tipo de realismo sostendrá Heisen-


berg para interpretar la mecánica cuántica. Sin duda alguna acepta el realismo
práctico como aquel que está presente en todas las ciencias siendo parte esen-
cial de ellas, y que nunca dejará de estar, ya que el único modo de comunicar
los resultados de experimentos y observaciones es utilizar los términos comu-
nes del lenguaje cotidiano, es decir, el lenguaje del realismo práctico.
En cuanto al realismo dogmático, según Heisenberg, no es una condi-
ción necesaria para la ciencia. Dado que se puede decir que la física de los
cuantos, en la medida de lo posible, todavía se corresponde con el ideal de
la descripción objetiva del mundo, es decir que, para Heisenberg, la física
cuántica no configura los eventos atómicos como un producto del pensa-
miento del observador o como una creación del espíritu, se debe afirmar
que la interpretación de Heisenberg considera como fundamento de toda
interpretación física las cosas y los procesos que pueden ser descritos en los
términos conceptuales clásicos. Esto se ve en lo que proclama Heisenberg
al dar vuelta la famosa expresión de Berkeley: “to be perceived is identical with
existence”.10 Con esto, propone Selvaggi, Heisenberg asume la trascendencia
metafísica del ser: toda filosofía será una verdadera afirmación sobre el ser
y, por lo tanto, una metafísica.11 Sin embargo, siempre entra en toda descrip-
ción de estos fenómenos la variable de la observación, y las modificaciones
introducidas por ella. Por lo tanto debe afirmarse que nuestro conocimiento
y descripción de la naturaleza no será completamente objetiva, por lo que el
realismo dogmático queda fuera de la línea de la física cuántica.
Llegamos por último al realismo metafísico, del cual no se ve clara la
posición de Heisenberg, por lo que él mismo dice que no puede diferen-
ciarlo mucho del anterior. Identifica realismo metafísico (y con él al rea-
lismo dogmático también) con la ontología materialista de la distinción
cartesiana de res cogitans y res extensa. Es claro que toda la ciencia natural
se encargará de la res extensa (como parecería que históricamente lo hizo la
ciencia clásica), dejando de lado absolutamente la res cogitans. Bien afirma
Heisenberg que esta distinción cartesiana es del todo brusca y trae consigo
múltiples dificultades. En esta ontología materialista se observa la idea de
un mundo real y objetivo, donde las partículas mínimas existen objeti-
vamente en el mismo sentido en el que existen las piedras, independien-
temente del hecho de que sean observadas o no.12 Y dado que cualquier
conocimiento de lo “real” es –a causa de las leyes cuánticas– por su propia

10
W. Heisenberg, op. cit., p. 64.
11
F. Selvaggi, op. cit., p. 305.
12
Cfr. W. Heisenberg, op. cit., p. 106.
538 Ignacio A. Silva

naturaleza, un conocimiento incompleto, hay en él un implícito rechazo


del realismo metafísico. La defensa del determinismo tenía sus últimos
fundamentos no en la física como tal sino en la metafísica derivada de la
imagen mecanicista de la realidad física.13
Debemos detenernos a describir brevemente esta ontología materialista
para poder comprender el radical cambio que Heisenberg propondrá con
su interpretación de los fenómenos cuánticos. ¿A qué se está refiriendo con
esta expresión de ‘ontología materialista’? Es la pregunta que intentaremos
responder, utilizando los conceptos de acto y potencia.
Para la ontología materialista de la física clásica, lo real es tan sólo lo
actual, lo que está en acto. La realidad es en sí misma objetivamente y
plenamente determinada y actual, independientemente de cualquier tipo
de observación o de medición en sus parámetros espacio-temporales. Para
este tipo de pensamiento, el concepto de realidad se aplica a las cosas o
eventos que se pueden percibir con los sentidos o con cualquier instru-
mento tecnológico para tal fin. La materia absolutamente determinada era
la misma realidad: la res extensa cartesiana. Esta ontología materialista se
remonta al mismo Parménides, para quien sólo es real el ser, entendiendo
el ser de manera unívoca, y a Demócrito, quien continuó la doctrina par-
menídea del ser unívoco y la transformó en puro ‘mecanicismo’ atómico.
El único indeterminismo que puede aceptar esta ontología es un inde-
terminismo meramente gnoseológico o epistemológico, dado que la reali-
dad está ontológicamente determinada. Lo que no nos permitiría conocer
la realidad sería un problema de nuestra estructura de conocimiento, ya
sea de nuestro tipo de conocimiento, ya sea que provenga en parte de una
falta de desarrollo tecnológico. Este es el realismo metafísico (cartesiano)
que Heisenberg está rechazando.14
Heisenberg mismo habla de una ‘ontología de la física cuántica’.15 En la
física de los cuantos, además de lo actual, también lo potencial es real, es
decir, lo que está en potencia. Es interesante ver que Heisenberg recurre,
para explicar lo que pasa en los niveles subatómicos con la indeterminación,
al concepto de potencia de Aristóteles aplicándolo a estos argumentos.
Hablando de cómo aplicar los conceptos de la física clásica a los fenó-
menos de la física cuántica dice:

13
Cfr. F. Queraltó, art. cit., p. 75.
14
Cfr. W. Heisenberg, Encuentros y conversaciones con Einstein: “Es probable que en nuestros conceptos
tengamos que abandonar el materialismo de Demócrito”, p. 24.
15
Cfr. W. Heisenberg, Física y filosofía, p. 157.
Interpretación filosófica de la física cuántica 539

El concepto de ‘temperatura’ parece describir en termodinámica una


imagen objetiva de la realidad, una propiedad objetiva de la materia.
(…) Pero cuando intentamos definir lo que puede significar la tempera-
tura de un átomo nos encontramos en una posición mucho más difícil.
En realidad, no podemos correlacionar este concepto de ‘temperatura
del átomo’ con una propiedad bien definida del átomo sino que tenemos
que relacionarlo, al menos parcialmente, con nuestro insuficiente cono-
cimiento del mismo. Podemos correlacionar el valor de la temperatura
con ciertas suposiciones estadísticas sobre las propiedades del átomo,
pero parece muy dudoso que una suposición pueda llamarse objetiva.
De una manera similar, en la teoría cuántica todos los conceptos clá-
sicos, cuando se aplican al átomo, están tan bien o tan poco definidos
como el de ‘temperatura del átomo’; están correlacionados por suposicio-
nes estadísticas. (…) Aquí también, como en la termodinámica clásica, es
difícil llamar objetiva a la suposición. Podría, quizás, dársele el nombre
de tendencia objetiva o de posibilidad, una ‘potentia’ en el sentido de la
filosofía aristotélica. En realidad, creo que el lenguaje empleado por los
físicos cuando hablan sobre los acontecimientos atómicos produce en
sus mentes nociones similares a la del concepto de ‘potentia’. El lenguaje
ha terminado acomodándose… a esta situación real.16

Nótese que cuando habla de ‘objetividad’ lo que está rechazando es la


ontología materialista, mas cuando habla de ‘situación real’ está aceptando
una realidad metafísicamente existente independiente del observador, y
con ello aceptando un cierto realismo metafísico, pero no de tipo carte-
siano, sino más amplio. Según los conceptos de esta nueva física (de esta
nueva ontología de la física cuántica), la realidad física deviene actual
en el momento de la observación, mientras que no lo es cuando no está
siendo observada. En esos momentos todavía lo real es, en gran medida,
potencial o indeterminado, susceptible de actualizaciones diversas según
la interacción a la que se verá sometida por el observador, es decir, que
poseerá una indeterminación previa a la observación, mas, a su vez, una
indeterminación dada por la observación, es decir, que por la observación
la determinación que acaecerá en el sistema está también indeterminada.

La transición entre la ‘potencia’ y el ‘acto’ tiene lugar tan pronto como


se produce la interacción entre el objeto y el instrumento de medida, y,
con ello, el resto del mundo; no se relaciona con el acto de registrar el
resultado en la mente del observador.17

16
Cfr. W. Heisenberg, ibidem, pp. 152-153.
17
W. Heisenberg, ibidem, p. 39.
540 Ignacio A. Silva

Esta potencialidad está expresada en la función de probabilidad que an-


tes hemos explicado. La indeterminación se encuentra expresada en la nube
de probabilidades donde encontrar al electrón, el que realmente está donde puede
ser encontrado.18 Es decir, está en potencia en todos los lugares de esa nube de
probabilidad. Será actualizado en tal o cual lugar mediante la observación.
La función de probabilidad contiene afirmaciones acerca de posibilidades, o
mejor dicho tendencias (la potencia en la filosofía de Aristóteles).19 La función de
probabilidad implica una tendencia, una verdadera potencialidad objetiva
de la naturaleza de desenvolverse en cierto modo, dentro de los límites de
las relaciones de indeterminación.20
Por estas razones es que no pueden ser descritos los llamados inter-
fenómenos.

La realtà fisica, in sé e indipendentemente dall´atto fisico


dell´osservazione, non è una “cosa” oggettivabile, una realtà attuale,
ma solo una possibilità o potenzialità, una tendenza, che è certamente
anch´essa oggettiva e “reale”, ma in un significato diverso da quella con
cui sono dette “reali” le cose dell´esperienza diretta.21

3. El principio de causalidad
En su primer escrito a propósito de las relaciones de incertidumbre
Heisenberg proponía que

Si se admite como correcta, al menos en sus puntos esenciales, la expli-


cación de la mecánica cuántica aquí intentada, debiera ser permitido
concluir en pocas palabras sus principales consecuencias. No hemos
supuesto que la teoría cuántica, en contraposición con la teoría clásica,
sea esencialmente una teoría estadística en el sentido que de datos exac-
tamente dados sólo puedan sacarse consecuencias estadísticas. Contra
semejantes suposiciones hablan, por ej., las conocidas experiencias de
Geiger y Bothe. Más aún, en todos los casos en que se cumplen dentro
de la teoría clásica relaciones entre magnitudes todas exactamente men-
surables, valen también en la teoría cuántica las correspondientes rela-
ciones exactas (leyes del impulso y de la energía). Pero en la formulación
precisa de la ley de causalidad: “cuando conocemos suficientemente el
presente podemos calcular el futuro”, no es falsa la consecuencia sino

18
Cfr. X. Zubiri, op. cit., p. 330.
19
W. Heisenberg, Física y filosofía, p. 37.
20
Cfr. F. Selvaggi, op. cit., p. 303.
21
F. Selvaggi, op. cit., pp. 310-311.
Interpretación filosófica de la física cuántica 541

la premisa. En principio no podemos conocer el presente de todos sus


mínimos detalles. Por ello, toda observación es una selección entre una
multitud de posibilidades y una restricción del futuro posible. Luego,
el carácter estadístico de la teoría cuántica está tan ligado a la impreci-
sión de toda observación que uno podría sentirse inducido a suponer la
existencia, detrás del mundo estadístico percibido, de un mundo “real”,
donde rige la ley de causalidad; pero tal especulación nos parece, insis-
timos, estéril y sin sentido. La física no debe sino describir formalmente
relaciones de observaciones; más aún, se puede caracterizar mucho me-
jor el estado de cosas así: puesto que todos los experimentos caen bajo
las leyes de la mecánica cuántica, así se constata definitivamente, por
medio de la mecánica cuántica, la invalidez de la ley causal.22

Parecería querer decir Heisenberg que el principio de causalidad, casi


sin determinar lo que por el mismo entiende, debe ser dejado de lado, a fa-
vor de una afirmación total de la casualidad, el azar y la indeterminación.
Esta primera concepción de la causalidad ha traído grandes inconvenientes
dentro de la filosofía, pues se ha llegado a afirmar que gracias a la física
cuántica hemos, al menos, puesto en duda la existencia de Dios. En pala-
bras de Francesco Orestano

Nessuno può farsi illusione su questo: che molti concetti e principi on-
tologici su cui poggiavano talune dimostrazioni dell´esistenza di Dio,
sono oggi entrati tutti in una fase critica... Il principio di causalità nella
fisica degli ultimi costituenti dell´atomo, cioè del mondo, è crollato... Chi
può sentirsi più tranquillo nell´affidare le prove dell´esistenza di Dio a
dimostrazioni fondate su postulati ontologici pericolanti?23

Debemos tener en cuenta que el pasaje citado de Heisenberg aparece en el


primer escrito, de 1927, acerca de las relaciones de indeterminación. Heisenberg
apenas tenía 26 años. Más adelante, en sus obras posteriores, determinará con
más exactitud este principio de causalidad que cae y debe ser abandonado.
Precisamente en La Imagen de la Naturaleza en la Física Actual, de 1955, es
cuando Heisenberg vuelve a plantear el problema del principio de causali-
dad. En esta obra comenta brevemente el concepto de causa de Aristóteles,
definiendo las 4 causas aristotélicas, y afirma que, en la actualidad, la úni-
ca que se siguió nombrando con el nombre de causa es la causa eficiente.
Veamos el mismo texto:

22
W. Heisenberg, Über den anschaulichen Inhalt der quantentheoretischen Kinematik und Mechanik.
Traducido por J. E. Bolzán en “Indeterminismo, causalidad y física cuántica“, en Sapientia, 1957,
XII, p. 189.
23
F. Orestano, Idee e concetti, in “Opera Omnia”, Catania 1956, v. I, p. 232, citado por F. Selvaggi,
en op. cit., p. 7.
542 Ignacio A. Silva

El uso del concepto de causalidad como designación de la regla de la


causa y el efecto es relativamente reciente en la Historia. En la filosofía
de otras épocas, el término latino causa tenía un significado mucho más
general que ahora. La escolástica por ejemplo, continuando a Aristóte-
les, contaba hasta cuatro formas de “causa”. Eran ellas la causa formalis,
a la que hoy llamaríamos acaso la estructura o el contenido espiritual
de una cosa, la causa materialis, o sea la materia de que una cosa se
compone, la causa finalis, que es el fin para que una cosa ha sido hecha,
y finalmente la causa efficiens. Sólo esta causa efficiens corresponde
aproximadamente a lo que hoy entendemos por el término de causa.
La transformación del concepto antiguo de causa en el actual se ha ido
produciendo a lo largo de los siglos, en estrecha conexión con la trans-
formación del conjunto de la realidad percibida por el hombre, y con la
aparición de la ciencia de la Naturaleza a principio de la Edad Moderna.
En la medida en que los procesos materiales fueron adquiriendo un
grado mayor de realidad, el término de causa fue siendo referido a la
ocurrencia material que precediera a la ocurrencia que en determinado
caso se tratara de explicar y que de algún modo la hubiera precedido.
Ya en Kant, que en muchos pasajes no hace más que sacar las conse-
cuencias filosóficas del desarrollo de las ciencias naturales a partir de
Newton, encontramos el término de causalidad explicado en la forma
que se nos ha hecho usual desde el siglo XIX: “Cuando experimentamos
que algo ocurre, presuponemos en todo caso que algo ha precedido a
aquella ocurrencia”. Así fue paulatinamente restringiéndose el alcance
del principio de causalidad, hasta resultar equivalente a la suposición
de que el acontecer de la Naturaleza está unívocamente determinado,
de modo que el conocimiento preciso de la Naturaleza o de cierto sector
suyo basta, al menos en principio, para predecir el futuro. (…) Cuando
al término de causalidad se le da una interpretación tan estricta, acos-
tumbra hablarse de “determinismo”, entendiendo por tal la doctrina
de que existen leyes naturales fijas, que determinan unívocamente el
estado futuro de un sistema a partir del actual.24

Ahora sí queda claro qué es lo que Heisenberg ataca de la física moder-


na con su principio de indeterminación. Nada tiene que ver con el princi-
pio de causalidad clásicamente entendido, sino todo lo contrario. Heisen-
berg tiene plena conciencia de que el principio de causalidad, aquél que se
usaba en la escolástica, tal como él lo nombra, no entra dentro de su crítica,
y tampoco saca consecuencias al respecto. Es bien patente la identificación
que hace de lo que se ‘entiende’ como principio de causalidad y lo que es
el principio del ‘determinismo’ de la física o ciencia clásica.
Así, la física cuántica no elimina el significado fundamental del principio
de causalidad ni del razonamiento causal, sino que se funda necesariamente

24
W. Heisenberg, La imagen de la naturaleza en la Física actual, Orbis, Barcelona 1985, pp. 30-31.
Interpretación filosófica de la física cuántica 543

en él,25 ya que si el mundo físico en su estructura ontológica no está ordena-


do causalmente entonces no será posible conocimiento científico alguno.26
Considero que Heisenberg comienza con estas ideas un largo camino
hacia una concepción de la realidad más rica, menos rígida, dejando de
lado el concepto estático parmenídeo de ser para darle lugar a la metafísica
del acto y la potencia de Aristóteles, una metafísica del ser análogo, en vez
de una metafísica del ser unívoco.27

••

El profesor Courrèges ha sido de quien he aprendido metafísica y gno-


seología, además de ser miembro del tribunal en mi tesis de licenciatu-
ra, en la que el presente trabajo se inspira.

Ignacio A. Silva
University of Oxford

Resumen

Diversas interpretaciones se han propuesto acerca de la física cuántica. Desde su fundación


a inicios del siglo XX los físicos han estado discutiendo sobre la plausibilidad de las teorías
cuánticas, sobre todo acerca del indeterminismo que ella parece comportar. Entre las diversas
interpretaciones, una de las que parece más sensatas y de la cual se puede seguir un promisorio
camino en la filosofía de la naturaleza es la propuesta por Werner Heisenberg. La intención
del presente trabajo es exponer las ideas fundamentales de tal interpretación, sobre todo con
respecto al problema ontológico y de la causalidad que ella presenta.

25
Cfr. F. Selvaggi, op. cit., pp. 364.
26
Cfr. F. Queraltó, art. cit., p. 73.
27
Heisenberg no profundiza ulteriormente este concepto de ‘potencialidad’ o ‘tendencia’ dentro
de su interpretación filosófica. Sin embargo, esta obra, Física y filosofía, es de las últimas obras
en las que se refiere al problema de la indeterminación y de su interpretación de la mecánica
cuántica.
Los autores

Ignacio Aguinalde Sáenz

Licenciado en Filosofía y Psicólogo, egresado de la Pontificia Universidad Ca-


tólica Argentina. Especializado en filosofía de la naturaleza y filosofía de la
mente. Ha publicado diversos artículos de divulgación y un estudio sobre la
cosmología de Tomás de Aquino en su Comentario al libro de Aristóteles Sobre
la generación y la corrupción. En la actualidad se desempeña como profesor
universitario de la UCA y participa en un proyecto de investigación en el área
de la filosofía de la mente y la psicología cognitiva.

Ignacio Andereggen

Licenciado en Filosofía por la UCA. Doctor en Filosofía y en Teología por la


Pontificia Universidad Gregoriana (Roma). Profesor en las Facultades de Filo-
sofía y de Teología de la misma universidad. Profesor Titular de “Metafísica”
en la Facultad de Filosofía y Letras de la UCA. Fue también investigador del
CONICET. Es miembro correspondiente de la Academia Pontificia Romana
de Santo Tomás de Aquino y Religión Católica. Ha publicado los siguientes
libros: La metafísica de Santo Tomás en la Exposición sobre el De Divinis Dominibus
de Dionisio Areopagita (1989); Introducción a la Teología de Tomás de Aquino (1992;
en italiano, Roma 1996); Hegel y el Catolicismo (1995); La psicología ante la Gracia
(ed. junto con Zelmira Seligmann, 1999); Contemplación filosófica y contempla-
ción mística. De las grandes autoridades del siglo XIII a Dionisio Cartujano (s. XV)
(2002); Sacerdocio y plenitud de vida (2004); Teoría del conocimiento moral. Lecciones
de gnoseología (2006).

Santiago Argüello

Prof. en la Universidad Panamericana de México. Postdoctoral Mellon Fellow


en el Pontifical Institute of Mediaeval Studies (Toronto). Dr. en Filosofía por
la Universidad de Navarra. Prof. de Filosofía por la Universidad Católica
546 Los autores

Argentina. Algunas publicaciones: Posibilidad y principio de plenitud en Tomás


de Aquino (Eunsa, Pamplona 2005); “Grotesque oblige. G.K. Chesterton, la
racionalidad gótica y las estadísticas”, en prensa, The Chesterton Review,
2006; “¿Por qué Tomás de Aquino aventaja a Aristóteles en el intento de evitar
el determinismo?” (Comunicación leída en XLIII Reuniones Filosóficas de la
Universidad de Navarra: Panorama de la investigación contemporánea en
Tomás de Aquino, 25 al 27–IV–2005. En prensa).

Jorge L. Barros

Licenciado en Filosofía en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino


(UNSTA). Es profesor adjunto de “Historia de la Filosofía Medieval” en la Fa-
cultad de Filosofía y Letras y de “Etica” en la Facultad de Psicología y Ciencias
de la Educación de la Universidad Católica Argentina. Fue profesor adjunto
de “Metafísica”, “Filosofía Medieval” y “Seminario de Investigación II” en la
Facultad de Filosofía de la UNSTA. También se desempeñó como profesor en
el Profesorado Don Bosco, Padre Elizalde y de los seminarios de San Isidro y
de San Miguel.

Oscar H. Beltrán

Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica Argentina.


Ejerce la docencia en el nivel medio, terciario y universitario desde 1985. Se
dedica especialmente al área de la lógica, la filosofía de la naturaleza y la
epistemología. Ha publicado diversos escritos: artículos, ponencias, reseñas,
material de apoyo universitario, etc. Actualmente investiga en la temática
de la integración del saber, y está por finalizar su tesis doctoral sobre dicha
cuestión en la obra de Jacques Maritain. Ha sido alumno y colaborador del
profesor Courrèges en varias de sus cátedras.

Alberto Berro

Doctor en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UCA, donde


es titular ordinario de la cátedra de “Filosofía de la Historia”. Es director
general del Colegio ‘Pilgrims’ de San Isidro. Ha dictado numerosas confe-
rencias y cursos vinculados con la temática filosófica y educativa a partir
de las orientaciones recibidas de su maestro, el Dr. Emilio Komar. Algunas
Los autores 547

publicaciones: “La negación de la afectividad espiritual en Kant” (Revista


Psicológica, Nº 6, 1983); “Mundo Moderno y Sentido de Dios”, Ed. Claretiana
(en colaboración), 1989; “El derecho natural en el marco de una Filosofía de la
Historia” (Apuntes a la ‘Ciencia Nueva’ de G. Vico), Universidad de Lomas de
Zamora, 2001. En la revista Sapientia: “La ‘acceptio a rebus’ como condición del
espíritu encarnado en Santo Tomás” (1998), “Pieper y Guardini en Rothenfels,
un encuentro fecundo” (2004) y “Sobre el ente posible y necesario en Tomás
de Aquino” (2005). También ha participado como editor académico y coautor
en las publicaciones ‘Vida llena de sentido’ y ‘Vida llena de sentido II’, del
Centro de Estudios Humanísticos y Filosóficos ‘Sabiduría Cristiana’, del cual
es fundador y vicepresidente. Ha sido asistente del profesor Courrèges en la
cátedra de “Gnoseología” desde 1978 hasta 1985.

María J. Binetti

Doctora en Filosofía por la Universidad de Navarra, actual becaria post-doc-


toral de Conicet y de la Hong Kierkegaard Library (USA). Sus estudios se
han centrado en el pensamiento de S. Kierkegaard, sobre quien ha publicado
numerosos artículos en revistas internacionales. Ha publicado los libros: El
poder de la libertad. Una introducción a Kierkegaard (Ciafic, Buenos Aires 2006) y
La posibilidad necesaria de la libertad. Un análisis del pensamiento de Søren Kierke-
gaard (Cuadernos de Anuario Filosofico, Pamplona 2005). Participa además
de un proyecto de traducción de los escritos kierkegaardianos a cargo de la
Biblioteca Kierkegaard Argentina, de la que es miembro fundadora.

Mons. Guillermo P. Blanco

Egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos


Aires, ha sido profesor de lenguas clásicas, de “Psicología Experimental y
Racional”, de “Lectura y Comentario de Textos de Filosofía Medieval” y de
“Antropología Filosófica” en el Seminario Mayor de La Plata, en la Facultad
de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de la
Plata, en los Cursos de Doctorado de la Facultad de Ciencias Económicas de la
Universidad de Buenos Aires y en la Pontificia Universidad Católica Argentina
“Santa María de los Buenos Aires”. Decano de la Facultad de Filosofía (1958
y 1980) y Rector de la UCA (1980-1994), ha sido además Co-Fundador y Co-
Director de la Revista Sapientia y Presidente del Consejo Asesor de Filosofía,
Filología y Psicología del CONICET. Autor del Curso de Antropología Filosófica
(Educa, Buenos Aires 2002), ha publicado además numerosos artículos y notas
548 Los autores

de su especialidad en revistas nacionales y extranjeras. Desde 1985 es Miem-


bro de Número de la Academia Nacional de Educación.

Christián C. Carman

Investigador asistente del CONICET. Se doctoró en la Universidad Nacional de


Quilmes en marzo del 2004, gozando de una beca del CONICET (2000-2005) y
la beca FOSDIC (2000-2001). Egresó como Profesor en Filosofía por la UCA en
1996 (Diploma de Honor), y Licenciado en Filosofía en 1997 (Medalla de Oro)
por la misma Universidad. Durante 1998 realizó un estudio de posgrado en
la Università del Sacro Cuore, en Milán con una Beca del Gobierno Italiano.
Ha publicado artículos en revistas nacionales e internacionales y actualmente
dirige el proyecto de investigación “Verdad y referencia en teorías científicas
abandonadas” perteneciente al Programa Prioritario de Investigación: “Filo-
sofía e Historia de la Ciencia” de la Universidad Nacional de Quilmes, además
de participar en varios otros proyectos de investigación, tanto nacionales como
internacionales.

Sergio Raúl Castaño

Prof. en Filosofía (UBA); Lic. en Filosofía (UBA); Dr. UBA en Derecho Político.
Investigador del CONICET; Profesor titular de “Teoría Política” (U. FASTA
– sede Bariloche); Profesor regular de “Teoría del Estado” (UBA). Autor de
sesenta artículos científicos en Alemania, Italia, España, Colombia, Chile y
Argentina, y de los libros: Aspecto militar de la campaña de los Andes (U. Nac. del
Centro, Tandil 1979); La racionalidad de la ley (Ábaco de R. Depalma, Buenos
Aires 1995); Orden político y globalización. El Estado en la contingencia actual, (R.
Depalma, Buenos Aires 2000); El Estado como realidad permanente (La Ley, Bue-
nos Aires 2003 y 2005); Defensa de la política (R. Depalma, Buenos Aires 2003);
Principios políticos para una teoría de la constitución (R. Depalma, Buenos Aires
2006); El derecho natural en la realidad jurídica y social –director– (Academia de
Derecho UST, Santiago de Chile 2005).
Los autores 549

Leonardo Caviglia

Profesor de Filosofía por la UCA (1993). Fue Secretario de las carreras de


Psicopedagogía (1993-1998) y de Ciencias de la Educación (1993-1995), en di-
cha Universidad. Enseña en diversas cátedras de Filosofía en la UCA y en el
Seminario de Morón. Desde 1998 es Profesor Ayudante de “Gnoseología” en
la UNSTA.

José Félix Cerrone

Egresó en Marzo de 2002, con el título de Profesor de Filosofía, de la Pontificia


Universidad Católica Argentina. Desde esa fecha hasta el 2005 investigó, bajo
la dirección del Lic. Oscar H. Beltrán, lo posible en la Teoría del Objeto Puro
de Antonio Millán-Puelles. Simultáneamente, participó semanalmente de un
grupo de estudio, dirigido por el Lic. Courrèges, de la Teoría del Objeto Puro.
Desde el año 2003, es profesor del Colegio Martín y Omar, impartiendo clases
de “Filosofía, Cultura y Comunicación”, y “Lógica Simbólica”. En el año 2005
ingresó en el plan de Doctorado de la Universidad de Navarra, investigando
bajo la dirección del Prof. Dr. Ángel Luis González La necesidad en la obra de
Santo Tomás de Aquino.

Juan Cruz Cruz

Es Profesor Ordinario de “Historia de la Filosofía” de la Universidad de Na-


varra, de cuyo Departamento de Filosofía fue Director entre 1996 y 2002. En
1970-1971 fue Becario Humboldt en la Universidad de Munich (Alemania). Ha
dirigido la revista Anuario Filosófico en el período de 1991 a 2001. Dirige los
“Cuadernos de Pensamiento español” (1997–) y la “Colección de Pensamiento
medieval y renacentista” (1998–). Ha sido numerosas veces Profesor Visitante
en varias universidades de América Latina, entre otras en la Panamericana
de México, en la de Piura en Perú, y en varias de Argentina: Universidad
Austral, UCA y Nacional de Cuyo. Es autor de varios libros, entre los cuales
se cuentan: Intelecto y Razón (Eunsa, Pamplona 1992); Razones del corazón. Jaco-
bi entre el Romanticismo y el Clasicismo (Eunsa, Pamplona 1992); El éxtasis de la
intimidad: ontología del amor (Rialp, Madrid 1999); La barbarie de la reflexión. Idea
de la Historia en Vico (Eunsa, Pamplona 1991); Filosofía de la historia (Pamplona,
Eunsa 20022); Fichte: la subjetividad como manifestación del absoluto (2004); Crea-
ción, signo y verdad: metafísica de la relación en Tomás de Aquino (2006). Es además
550 Los autores

autor de un centenar de artículos y ha traducido decenas de libros de autores


medievales, renacentistas y modernos.

Héctor José Delbosco

Doctor en Filosofía, con título otorgado por la Facultad de Filosofía y Letras de


la UCA. En la Universidad Católica Argentina: Profesor Titular Ordinario de
“Historia de la Filosofía Medieval” y de “Introducción a la Filosofía”. Miem-
bro del Consejo Directivo de la Facultad de Filosofía y Letras (1982-1997), y
representante de los Profesores ante el Consejo Superior (1996-1999). Decano
de la Facultad de Filosofía y Letras (2001-2005). En otras instituciones: Profesor
Titular en la Facultad de Filosofía de la UNSTA. Profesor de Filosofía en el
Seminario de San Isidro. Alumno del profesor Courrèges durante la carrera
de Filosofía (1969-1973) y posteriormente colega durante más de 30 años.

Agustín Ignacio Echavarría

Profesor en Filosofía (1998) por la Universidad Católica Argentina. Licenciado


por dicha universidad con la tesis “La permisión divina del mal moral según
J. Maritain” (2003). En orden a la obtención del título de Doctor en Filosofía
en la Universidad de Navarra accedió al Diploma de Estudios Avanzados
con el trabajo “La permisión del mal en los primeros escritos de G.W. Leibniz
(1663-1686)” (2006). Ha enseñado en la Universidad Católica Argentina, en la
Universidad del Salvador y en la Universidad Católica de la Plata. Es socio
fundador y actual vicepresidente de CiFiBA (Círculo de Filosofía de Buenos
Aires). Es autor de varios artículos relacionados con temas de metafísica y teo-
dicea. Actualmente es investigador y docente en el Departamento de Filosofía
de la Universidad de Navarra (Pamplona, España), y becario de la Asociación
de Amigos de esa universidad.

Martín F. Echavarría

Licenciado en Psicología (1997) y en Filosofía (1999) por la Pontificia Univer-


sidad Católica Argentina. Doctor en Filosofía por el Ateneo Pontificio Regina
Apostolorum (Roma, 2004). Vicedecano de Psicología en la Facultad de Cien-
cias Sociales de la Universitat Abat Oliba CEU (Barcelona, España). Profesor
de “Historia de la Psicología”, “Corrientes de Psicología Contemporánea” y
Los autores 551

“Psicología de la Personalidad” en la misma universidad. Titular de la Cátedra


de Estudios Tomistas del Instituto Santo Tomás de la Fundación Balmesiana
(Barcelona). Autor de varios artículos y capítulos de libro sobre psicología y
filosofía tomista, y del libro La praxis de la psicología y sus niveles epistemológicos
según santo Tomás de Aquino (Documenta Universitaria, Girona 2005).

León J. Elders, S. V. D.

Nació en los Países Bajos (Holanda). Estudió filosofía en Utrecht, Harvard y


Montréal. Enseñó como profesor ordinario y visitante en Universidades de
Japón, Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, España y Argentina. Actual-
mente es profesor de “Metafísica” en el Seminario de Rolduc (Holanda), en
París y en la Gustav Siewerth Akademie (Weilheim-Bierbronnen, Alemania).
Asiduo participante de la Semana Tomista de Buenos Aires y profesor invitado
de la UCA en varias ocasiones. Entre sus libros se cuentan: Aristotle’s theology:
A Commentary on Book [lambda] of the Metaphysics (Van Gorcum, Assen 1972);
Faith and Science: an Introduction to St. Thomas. “Expositio in Boethii De Trinitate”
(Herder, Roma 1974); Autour de Saint Thomas d’Aquin: recueil d’études sur sa pen-
sée philosophique et théologique (Fac, París 1987) ; The Philosophical Theology of St.
Thomas Aquinas (Brill, Leiden 1990; traducido al parsi en Teherán); Sobre el mé-
todo en Tomás de Aquino (Sociedad Tomista Argentina, Buenos Aires 1992); The
Metaphysics of Being of St. Thomas Aquinas in a Historical Perspective (Brill, Leiden
1993); Hombre, naturaleza y cultura (Educa, Buenos Aires 1998); Gespräche mit
Thomas von Aquin (F. Schmitt, Siegburg 2005) y L’éthique de saint Thomas d’Aquin
(IPC-L’Harmattan, París 2005). Es también autor de numerosísimos artículos
en Studi Tomistici, Doctor Communis, Divus Thomas, Revue Thomiste, Ri-
vista Teologica di Lugano, etc. Miembro de la Academia Pontificia Romana de
Santo Tomás de Aquino y Religión Católica, de la Société Internationale pour
l’Etude du Moyen-Age y de la Academia de San Antonio (Padova, Italia). En
el año 2006 la American Maritain Association lo distinguió con la “Maritain
Medal for Lifetime Achievement”.

Azucena Adelina Fraboschi

Profesora y Licenciada en Filosofía (UCA) y Personal de Apoyo a la Investiga-


ción (CONICET), actualmente se desempeña como Profesor Titular Ordinario
en la cátedra de Historia de la Educación Antigua y Medieval, y como Profesor
con dedicación especial investiga la obra de la abadesa Hildegarda de Bingen,
552 Los autores

sobre la que ha organizado Jornadas Interdisciplinarias (2003 y 2005), publi-


cado libros y artículos, y pronunciado conferencias.

Juan F. Franck

Doctor en Filosofía por la Internationale Akademie für Philosophie (Liech-


tenstein, 2001). Visiting Scholar en la Catholic University of America (Was-
hington, D.C.), en la Universidad de Notre Dame (South Bend, Indiana), en el
Centro Internazionale di Studi Rosminiani (Stresa, Italia) y en la Universidad
de Fribourg (Suiza). Autor del libro From the Nature of Mind to Personal Dignity
(CUA Press, Washington DC 2006) y de artículos publicados en revistas de
Argentina, España e Italia. Organizó y participó también en varios Congre-
sos Internacionales de Filosofía. Secretario de CiFiBA (Círculo de Filosofía de
Buenos Aires). Miembro del Comité Científico de las revistas Sapientia y Rivista
Rosminiana di Filosofia e di Cultura.

Claudio César García Pintos

Licenciado en Psicología (UCA 1981) y Doctor en Psicología Summa cum Lau-


de (UCA 1986). Profesor Titular Ordinario (UCA) en las carreras de Psicología,
Psicopedagogía y Profesorado de Inglés. Director del CLAE-UCA, Centro de
Logoterapia y Análisis Existencial de la UCA. Autor de 10 libros publicados en
Argentina, Brasil y México. Profesor invitado en universidades de Argentina,
Brasil, Colombia y México. Conferencista en Argentina, Brasil, Colombia,
Uruguay, México. Director de CAVEF (Cátedra Abierta Víktor Emil Frankl).
Director de la Colección NOESIS, Editorial San Pablo, Argentina. Miembro del
Comité Científico de la “Revista Mexicana de Logoterapia”.

Javier Roberto González

Profesor, Licenciado y Doctor en Letras por la Universidad Católica Argentina,


egresado con Medalla de Oro y el Premio de la Academia Argentina de Letras.
Investigador del CONICET en la especialidad de filología hispánica medieval
y del siglo XVI. Director del Departamento de Letras de la Universidad Cató-
lica Argentina, en cuya Facultad de Filosofía y Letras es Profesor Titular de
“Literatura Española Medieval”, Profesor Adjunto de “Historia de la Lengua
Española”, y Secretario de Redacción de la revista Letras. Ha publicado libros
Los autores 553

de su especialidad en la Argentina y en España, y numerosos trabajos de in-


vestigación en volúmenes y revistas académicas de Europa, ambas Américas
y Asia. Ha sido expositor y conferencista en congresos y universidades del
país y del exterior. Como dramaturgo ha publicado y estrenado obras en la
Argentina y recibido el Premio Nacional de Teatro de la Sociedad General de
Autores de la República Argentina.

Carlos Hoevel

Doctor en Filosofía por la Universidad Católica Argentina y Master of Arts


in the Social Sciences (Economics & Political Science) por la Universidad de
Chicago. Profesor Pro-titular de “Historia de las Ideas Económicas y Políticas”
y de “Filosofía de la Economía” en la UCA y Profesor asociado de Filosofía
Social en la UNSTA. Director de la revista Valores en la sociedad industrial,
miembro del Consejo de Redacción de la Revista católica internacional Communio,
de la Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales, del Acton
Institute Argentina, y colaborador en América Latina del periódico alemán
Die Tagespost. Fue becario Fulbright, Archibald Fund, Templeton Foundation
y University of Chicago. Fue también profesor visitante del Centro Interna-
zionale di Studi Rosminiani (Stresa, Italia) y del Centro Trentino di Cultura
(Trento, Italia). Sus áreas de investigación son la filosofía social y de la econo-
mía, el pensamiento de Antonio Rosmini y la escuela de Frankfurt. Algunos
títulos de sus últimas publicaciones son los siguientes: “La Universidad plana
y sus descontentos”, “Nostalgia de la persona en la filosofía social contempo-
ránea,” “Psicología y ética en la vieja y la nueva economía”, “Adam Smith y el
marco ético de la economía”, “El habitar y el mercado” y “Argentina: entre la
frustración y la esperanza”.

Marcelo L. Imperiale

Licenciado en Filosofía (UCA). Profesor de “Taller de Filosofía”, “Filosofía II”


y de “Teología III”, Facultad de Ciencias Económicas (UCA) y de “Doctrina
Social de la Iglesia” en las carreras de Psicopedagogía, Profesorado de Letras,
Cs. de la Educación e Historia y Profesorado Superior: Facultad de Filosofía y
Letras (UCA). Profesor Titular Ordinario de “Teología”, “Etica” e “Introduc-
ción a la Filosofía” en la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas de la (USAL)
y Adjunto de las Cátedras de “Filosofía”, “Teología”, y “Etica” y en la Facultad
de Letras e Historia (USAL).
554 Los autores

Olga Larre de González

Doctora por la Universidad Católica Argentina e Investigadora Independiente


del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Se
desempeña actualmente como Profesora Titular de Filosofía de la Naturaleza
en la carrera de Filosofía y como coordinadora del Doctorado para la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad Católica Argentina. Ha publicado los
siguientes libros: La filosofía natural de Ockham. Una fenomenología del individuo
(Eunsa, Pamplona 2000); Pequeña Suma de Filosofía Natural de Guillermo de
Ockham (Eunsa, Pamplona 2004); ha traducido la sección cosmológica corres-
pondiente al relato hexameral del Comentario de Tomás de Aquino a las Sen-
tencias de Pedro Lombardo, vol. II–1 editado por Juan Cruz Cruz en 2005, en
la misma editorial. Es autora de trabajos publicados en revistas especializadas
de Estados Unidos, México, Brasil, España, Italia y Argentina.

Juan Andrés Levermann

Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica Argentina. Dic-


tó materias filosóficas en la Facultad de Teología de la UCA y en el Seminario
de la Diócesis de Lomas de Zamora. Fue profesor en la Universidad Nacional
de Lomas de Zamora y en el Profesorado Pbro. Dr. A. M. Sáenz. En la Facultad
de Filosofía y Letras enseñó “Doctrina de la Iglesia sobre Educación”, “Doc-
trina Social de la Iglesia” y actualmente “Etica”, “Introducción a la Filosofía”
y “Antropología Filosófica”. Dictó diversos cursos en la Fundación BankBos-
ton. Desde 1981 se desempeña en el Colegio San Pablo, donde actualmente es
profesor de Filosofía desde Segundo a Quinto Año y Director de Estudios.
Actualmente prepara una edición de textos de Peter Wust en castellano.

Ralph McInerny

Desde 1978 es “Michael P. Grace Professor of Medieval Studies” en la Univer-


sidad de Notre Dame (South Bend, Indiana). Entre 1979 y 2005 fue director
del Jacques Maritain Center de la misma Universidad. Fue Profesor invitado
en decenas de Universidades de Estados Unidos, Bélgica, Argentina, Italia y
otros países. Es miembro de la Pontifica Academia Romana de Santo Tomás
de Aquino. Entre otros premios, recibió en 1990 la medalla “Thomas Aquinas”
de la Universidad de Dallas y en 1994 la American Maritain Association lo
distinguió con la “Maritain Medal”. Ha recibido también varios Doctorados
honoris causa. Ha organizado numerosos congresos internacionales y es
Los autores 555

miembro del comité editorial de una decena de revistas. En 2001 fue invitado
a pronunciar las Gifford Lectures de la Universidad de Glasgow (publicadas
como Characters in search of their Author, University of Notre Dame Press, South
Bend 2001). Entre sus numerosos libros se cuentan: The Logic of Analogy. An In-
terpretation of St. Thomas (Nijhoff, The Hague 1961), Studies in Analogy (Nijhoff,
The Hague 1968), Ethica Thomistica (CUA Press, Washington DC 1982), Being
and Predication (CUA Press, Washington DC 1986), Boethius and Aquinas (CUA
Press, Washington DC 1990) y más recientemente Praembula Fidei. Thomism and
the God of the Philosophers (CUA Press, Washington DC 2006). Es además un
destacado conferencista y autor de centenares de artículos a lo largo de más
de cincuenta años.

Marisa Mosto

Es Doctora en Filosofía por la UCA. Actualmente es titular de la cátedra de


“Etica” de la carrera de Filosofía de la misma Universidad, donde ha trabajado
desde 1985. Ha realizado estudios en Exégesis Bíblica e Historia del Arte. Di-
rige seminarios de investigación sobre problemáticas filosóficas de la cultura
contemporánea. Ha publicado numerosos artículos y dos obras sobre esos
temas: Quereme así piantado. Notas filosóficas para el hombre actual, con la colabo-
ración de María Rosa di Risio (Areté, Buenos Aires 2000) y Aspectos del tiempo
en la ética (Educa, Buenos Aires 2005).

Hebe Carmen Pelosi

Doctorado en la Facultad de Filosofía y Letras, Madrid. Investigadora de CO-


NICET. Profesora en la Universidad Católica Argentina. Obras: Historiografía
y sociedad. La escuela de Annales y su recepción en la historiografía argentina (1991);
Argentinos en Francia, franceses en la Argentina. Una biografía colectiva (Ciudad
Argentina, Buenos Aires 1999); El Museo Social Argentino y la Universidad del
Museo Social Argentino, historia y proyección (UMSA, Buenos Aires 2000); La co-
yuntura enciclopédica en el periodo entreguerras. El modelo de Lucien Febvre (Educa,
Buenos Aires 2002); Vichy no fue Francia. Relaciones diplomáticas franco-argenti-
nas 1940-1946 (Nuevohacer, Buenos Aires 2003); Rafael Altamira y la Argentina
(Universidad de Alicante, 2005); Las relaciones franco-argentinas (1880-1918).
Inmigración, comercio, cultura (en prensa).
556 Los autores

Álvaro Perpere Viñuales

Profesor de Filosofía y Licenciado en Filosofía (UCA). Actualmente doctorando


por la Universidad de Navarra. Profesor de “Historia de la Filosofía Medieval”
en la Universidad del Norte Santo Tomás, y Profesor de Filosofía en la UCA y
en la Universidad Austral.

Mons. Gustavo Eloy Ponferrada

Doctor en Filosofía, Presidente de la Sociedad Tomista Argentina, Rector Emé-


rito de la Universidad Católica de La Plata, Miembro de la Academia Nacional
de Ciencias Morales y Políticas (Buenos Aires), de la Academia Pontificia de
Santo Tomás (Roma) y de la Real Academia Española de Ciencias Morales y
Políticas (Madrid). Ex profesor de la Universidad Nacional de La Plata y de la
Universidad Católica Argentina. Autor de poco más de 200 publicaciones en
revistas especializadas. Juez Eclesiástico, Prelado, Canónigo.

Thomas Rego

Licenciado en Filosofía (2006) por la Pontificia Universidad Católica Argen-


tina. Su tesis de licenciatura se titula: «La pequeña “física” de Santo Tomás
de Aquino. Antecedentes, doctrina e importancia del De principiis naturae»,
dirigida por los Drs. Olga Larre y Mario E. Sacchi. Es profesor de Latín en el
Seminario Diocesano de San Isidro y trabaja junto a la cátedra de “Historia
de la Filosofía Antigua” (UCA).

Beatriz Reyes Oribe

Profesora y Licenciada en Filosofía (UCA). Diploma de Estudios Avanzados en


Filosofía Teorética y Práctica, U. Barcelona. Doctorado en filosofía teorética y
práctica (Universidad de Barcelona; en curso). Profesora adjunta a cargo en la
cátedra de “Etica” y adjunta en “Historia de la Cultura y Filosofía” en la Uni-
versidad FASTA subsede Bariloche y miembro del CECYM (Centro de Estu-
dios Clásicos y Medievales) de la Facultad de Humanidades de la Universidad
Nacional del Comahue. Autora de artículos sobre su especialidad aparecidos
en revistas científicas de Argentina, Chile y España; de capítulos de libro y del
libros La voluntad del fin en Tomás de Aquino (Vórtice, Buenos Aires 2004).
Los autores 557

María Carolina Riva Posse

Licenciada en Filosofía por la UCA y Profesora de Filosofía. Su tesis de Licen-


ciatura fue sobre la “Interpretación filosófica de la historia contemporánea en
Augusto Del Noce”. Realizó estudios en Italia y en Austria. Actualmente se
desempeña como profesora en diversos institutos secundarios y en la UCALP
en la cátedra de “Introducción a la filosofía”. Colabora en el Centro de Estudios
Humanísticos y Filosóficos Fundación Emilio Komar.

Juan Pablo Roldán

Profesor adjunto de “Metafísica” en las carreras de Filosofía y de Psicología


de la Universidad Católica Argentina durante 20 años, bajo la titularidad del
Lic. Courrèges. Secretario Académico de la Facultad de Filosofía y Letras de
la UCA entre 1994 y 1998, período en el cual el Lic. Courrèges se desempeñó
como Decano. Actualmente, profesor con dedicación especial en la Facultad
de Psicología y Educación de la UCA. Profesor de “Historia de la Filosofía
Moderna” en la Universidad del Norte Sto. Tomás de Aquino.

Mario Enrique Sacchi

Bachelor of Science y Doctor of Philosophy de la Pacific Western University,


Honolulu, Hawaii. Miembro ordinario de la Pontificia Academia Romana de
Santo Tomás de Aquino. Miembro de número de la Academia del Plata de
Buenos Aires. Miembro del Consejo de dirección del Centre Jacques Maritain
del Instituto Católico de Toulouse. Antiguo director de la revista Sapientia de
la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aiu-
res. Profesor de la Escuela de Guerra Naval de Buenos Aires.

Juan José Sanguineti

Presbítero argentino residente en Roma, es catedrático de filosofía del cono-


cimiento en la facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad de la Santa
Cruz (Roma). Comenzó sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad
Católica Argentina de Buenos Aires y los completó en la Universidad de Na-
varra (Pamplona), alcanzando allí el Doctorado en 1980. Ha publicado 14 libros
y unos 75 artículos sobre temas de su especialidad (filosofía de la naturaleza,
558 Los autores

cosmología, filosofía de la ciencia, gnoseología). Es miembro correspondiente


de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino, de la Sociedad Tomista
Argentina y del Centro italiano de investigaciones fenomenológicas. Sus dos
últimos libros publicados en castellano son: El conocimiento humano. Una pers-
pectiva filosófica (Palabra, Madrid 2005); Tiempo y universo (Catálogos, Buenos
Aires 2006; en colaboración con Mario Castagnino).

Maria Paola Scarinci de Delbosco

Doctora en Filosofía por la Universidad de Roma. Profesora de Filosofía por la


Universidad Católica Argentina. Profesora Adjunta ordinaria en la cátedra de
“Historia de la Filosofía Contemporánea” de la Facultad de Filosofía y Letras
de la UCA. Profesora Titular de “Deontología” en la carrera de Comunicación
y de Ética en la Maestría de Gestión de la Comunicación en Organizaciones,
ambas en la Universidad Austral. Profesora e investigadora del área “Empresa,
Sociedad y Economía” en el Instituto de Altos Estudios Empresariales (IAE).
Ha publicado numerosos artículos y capítulos de libros sobre Filosofía Con-
temporánea, Etica Empresarial y sobre temas de la Mujer, Familia y Educación.
Alumna del profesor Courrèges durante la carrera de Filosofía en la UCA.
Luego, colega en la Facultad ininterrumpidamente, desde 1978 hasta ahora.

Patricia Elena Schell

Licenciada en Filosofía y Licenciada en Psicología por la Universidad Cató-


lica Argentina. Se dedica a la docencia tanto en el nivel universitario como
secundario, así como a la práctica psicoterapéutica. Ha publicado algunos
artículos sobre la Memoria Espiritual en Santo Tomás de Aquino, la acedia
y ha participado en la publicación del libro Bases para una Psicología Cristiana,
editado por la Universidad Católica Argentina, así como en las jornadas de
Psicología y Pensamiento Cristiano que se realizan desde hace tres años en
esta misma casa de estudios.

Bernard N. Schumacher

Maître d’enseignement et de recherche y Privat-docent en la Universidad


de Fribourg (Suiza). Ha enseñado en la Universidad de Chicago (USA), en
el Providence College (USA), en Lugano (Suiza) y en Toulouse (Francia). Ha
Los autores 559

publicado los siguientes libros: Une philosophie de l’espérance (Cerf, París 2000;
traducido al inglés, al alemán y parcialmente al español), Classics of Western
Philosophy (Blackwell, Oxford 2003), Jean-Paul Sartre. Das Sein und das Nichts
(Akademie, 2003), L’Amitié (PUF, París 2005) y Confrontations avec la mort (Cerf,
París 2005, Premio “Prince François-Joseph II de Liechtenstein” ; traducido al
alemán). Es autor además de numerosos artículos sobre cuestiones de antro-
pología, ética y filosofía contemporánea. Es presidente de la Société philoso-
phique de Fribourg.

Ignacio Silva

Master of Studies in Science and Religion en la University of Oxford, Ingla-


terra (2005-6), con las becas Clarendon y Waverley de la misma Universidad.
Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica Argentina (2003).
Profesor de Filosofía por la misma Universidad (2002). Ha cursado el Master
en Epistemología e Historia de la Ciencia en la Universidad Nacional Tres de
Febrero (2003-4). Ha sido Investigador becario de la Universidad Nacional de
General Sarmiento, con beca de la Agencia Nacional de Promoción Científica y
Tecnológica (2005). Actualmente es Doctorando en Filosofía en la University of
Oxford. Ha realizado junto a Ignacio Pérez Constanzó la traducción, introduc-
ción y notas de Sobre la Unidad del Intelecto contra los Averroístas, Tomás de Aquino
– Tratado acerca del Alma Intelectiva, Siger de Brabante (Eunsa, Pamplona 2005).

Clara Inés Stramiello

Profesora y Licenciada en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica


Argentina “Santa María de los Buenos Aires”. Actualmente Profesor Titular
Ordinario de “Historia de la Educación Moderna y Contemporánea” y de
“Educación Comparada” en la carrera de Ciencias de la Educación de la Fa-
cultad de Psicología y Educación de la Universidad Católica Argentina. Desde
2002, Docente con Dedicación Especial por el Departamento de Ciencias de la
Educación avocada al estudio de la educación en América Latina. Ha publi-
cado Curso de Historia de la Educación, Cuadernos de Historia de la Educación y la
Cultura y artículos varios en revistas especializadas.
560 Los autores

Claudio G. Torea

Profesor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica Argentina “Santa


María de los Buenos Aires”. Egresado en 1984. Profesor Adjunto en la cátedra
“Lógica II”, carrera de Filosofía, Facultad de Filosofía y Letras de la UCA. Pro-
fesor en la cátedra “Seminario Filosófico I”, Facultad de Ingeniería de la UCA.
Profesor en la Universidad Católica de La Plata, en las Facultades de Derecho
y Ciencias Económicas. Se desempeñó también en la Universidad del Norte
Santo Tomás de Aquino, la Universidad del Salvador y en la Universidad Ar-
gentina de la Empresa. Coautor del libro A las cosas mismas.

Lía Noemí Uriarte Rebaudi

Nació en Buenos Aires. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos


Aires; Doctora en Letras por la Universidad del Salvador; Profesora Fundadora
y Profesora Emérita de la Pontificia Universidad Católica Argentina, donde
organizó siete Congresos Internacionales de Literatura Española Medieval.
Comunicó sus investigaciones literarias en Congresos celebrados en el país
y en el exterior. Publicó dos poemarios, y estudios breves sobre literatura,
historia y educación, en cuadernos universitarios, obras colectivas y actas de
congresos. Compone música académica y ha cultivado la pintura de técnica
japonesa.

Gabriel J. Zanotti

Licenciado en Filosofía por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino


(UNSTA) y Doctor en Filosofía por la UCA. Se ha dedicado a la enseñanza e
investigación en la UNSTA, Austral, CEMA y ESEADE, y es profesor visitante
de la Universidad Francisco Marroquín (Guatemala). En las áreas de filosofía
y metafísica ha publicado los libros Filosofía para no filósofos (Ed. de Belgrano,
Buenos Aires 1987); Filosofía para los amantes del cine (JC Ediciones, Buenos Ai-
res 1996); El fundamento último de la esperanza humana (CEI, Buenos Aires 1999);
Filosofía para filósofos (Universidad Francisco Marroquín-Unión Editorial, Gua-
temala 2003) y Hacia una hermenéutica realista (Austral, Buenos Aires 2005), y
los ensayos “Modernidad e Iluminismo” (Libertas, 1989); “Providencia y natu-
raleza” (Sapientia, 1997); “El fundamento último de la objetividad de la lógica”
(Studium, 1998); “La demostración racional de que Dios es” (Sapientia, 1999);
“Hacia un realismo hermenéutico sobre la base de Santo Tomás de Aquino-
Husserl” (Sapientia, 2001) y “Hacia un realismo hermenéutico sobre la base de
Santo Tomás de Aquino-Husserl. Parte II: los horizontes” (Sapientia, 2002).
Las siguientes personas desean saludar
al profesor Courrèges, agradeciéndole su dedicación
a la enseñanza de la filosofía

José María Aguerre Federico Bincaz


Atilio Álvarez Martín Boccacci
María Mercedes Álvarez Bernardita Bordón
Pablo Álvarez Imaz Sandra Brandi de Portorrico
Paola Ambrosoni Arturo E. Brochard
Ignacio Anchepe Cecilia Canale
Ignacio Angelelli Lidia Elvira Canali
Roberto E. Aras Santiago Caride
Olga Aristegui Arturo Casavella Velazco
Angélica Sara Arza de Bousquet Dolores Castaños Zemborain
Mariano Asla Gimena Cavalieri
Josefina Astigueta Pablo A. Cavallero
Luis Baliña Marina Coll
María Fernanda Balmaseda Amphitriti Combothekras
Cinquina María Guadalupe Couto
María Bargalló Silvia V. Cymbalista de Mariano
María Pilar Barrios Mabel De Angelis de Herrera
Josefina Basombrío Agote Ignacio del Carril
Francisco Bastitta Harriet Andrés J. Delbosco
María Inés Bayas Saltos Irene Delbosco
Daniel Beláustegui Marina Delbosco
Santiago Bellomo Ricardo Delbosco
Inés Belluscio P. Gabriel S. Díaz Patri
Pablo Benegas Ma. Celestina Donadío Maggi
Alejandro Bentivegna Sáenz de Gandolfi
Gustavo R. Bentivenga Adrian Dufour
Angela G. de Bertolacci Ana Espósito
562

Sergio Falvino Jimena Lima


Mirian Faviere Juan Francisco Loitegui
Viviana Félix Inés López Olaciregui
Olga Fernández Latour de Botas María L. Lukaç de Stier
Florencia Fernández Quesada Héctor Makishi Matsuda
P. Alcides Ferrando Lorena Mangieri
P. José Ignacio Ferro Terrén Guillermo Jorge Marini
Nadia Fridel Rodrigo Martínez Casás
P. Fabián Fusca Alejandrina Mazzeo
Carlos Galmarini María Cristina Mazzoni de Razul
P. Daniel Gamarra Nélida Medina
Ignacio Garay Rodolfo Mendoza
Marcelo Gerstner Marcelo Meregalli Ferrer
Rosa María Giacomino Juan Michref
Romina Godoy Joaquín Migliore
Ángel Luis González Nicolás M. Milhas
Gustavo Héctor González Passeri Myriam Mitrece de Ialorenzi
Martín Grassi Sofía Montagnaro
Tomás Santiago Gutiérrez Gustavo Hernán Muszalski
María del Carmen Gutiérrez Berisso Ana Julia Nayar
Gustavo A. Hasperué Miguel Alejandro Noboa
Brenda Pamela Ibarra Erika Núñez
María del Huerto Jaunarena Fernanda Ocampo
Mónica Jongewaard de Boer Ana Orlandi
José Jonte Marina Ortelli Nazar
Oscar Kitashima Hugo M. Ortiz
Tamara Kobiek Nicolás Otero
María Cristina Lacava Juan Martín Pardo Van Thienen
María Lagos Magdalena Pereyra Iraola
Beatriz Alejandra Laur Tomás Peró
Raúl Lavalle Carlos Pesado Palmieri
Ma. del Rosario Liébana María Laura Picón
563

Mariano Pinto Patricia Sambataro


Alejandra Mónica Planker de Ayelén Samyn Ducó
Aguerre Horacio Sánchez de Loria Parodi
Agustín Porres Nicolás Salomón Santos
María Marta Preziosa Teresa María Saravia
Ma. Agustina Punte P. Enrique María Serra
Germán Ramos María Ángeles Smart
Gonzalo Rebollo Martín Susnik
María Verónica Río P. Carlos Alfredo Taubenschlag
Matías Rivas Analía Teijeiro Bernárdez
Elena Rojo Juan M. Torbidoni
Fernando Sebastián Rolandi María Teresa Urbaneja
Guillermo Romeo Juan Eugenio Ussher
Guillermo Romero Héctor Valencia
Mercedes Cecilia Rosan Dante Vásquez Mendoza
P. Xavier Ryckeboer Catalina Velasco Suárez
Pedro Sabrozo Hugo Verdera
Francisco Javier Saguier Ana María Watson
María Isabel Salinas Ignacio Wetzler
Rolando Salinas Alberto Willi
Índice

Nota de los editores............................................................................................ 7


Semblanza de un maestro - Oscar H. Beltrán................................................... 9
Acerca de la investigación - Mons. Guillermo P. Blanco................................ 17
Necesidad en la libertad: el acto eminentemente libre - Juan Cruz Cruz..... 25
Heidegger y la metafísica - León J. Elders....................................................... 39
The Ancient Quarrel Between Philosophy and Poetry - Ralph
McInerny........................................................................................................ 53
Courrèges y la lógica - Gustavo Eloy Ponferrada............................................ 63
Verdad, relativismo, fundamentalismo - Juan José Sanguineti.................... 81
El conocimiento de sí mismo en la Persona de Jesucristo según
el magisterio de la Iglesia y la teología de B. Xiberta intérprete
de santo Tomás de Aquino - Ignacio Andereggen..................................... 93
San Agustín: Doctor Boni - Jorge L. Barros................................................... 103
Elogio de la fidelidad - Alberto Berro............................................................. 117
Potestad política y comunidad perfecta en Francisco de Vitoria
- Sergio Raúl Castaño................................................................................... 129
Contemplata aliis tradere. La docencia como vocación - Héctor J. Delbosco..... 141
Dios, el filósofo (una “osadía” de Hildegarda de Bingen) - Azucena
Adelina Fraboschi......................................................................................... 151
¿Psicologizar al hombre o rehumanizar a la psicología? - Claudio
César García Pintos.......................................................................................161
De la novela a la historia: libros de caballerías y toponimia
americana - Javier Roberto González......................................................... 175
Actualidad de Santo Tomás. Después de veinte años - Carlos Hoevel..... 189
¿Se puede alcanzar la verdad? Reflexión acerca de los
presupuestos epistemológicos y metafísicos del “escepticismo”,
el “relativismo” y el “realismo objetivo” como actitudes frente
al problema de la verdad - Marcelo L. Imperiale..................................... 203
566 Índice

La cosmología teológica del Comentario a las Sentencias de Tomás


de AquinoBreve presentación e introducción temática a II
Sent. dist. 12-15 - Olga L. Larre de González........................................ 217
E. Gilson y el magisterio de León XIII - Juan Andrés Levermann.............. 231
De Fausto a Josef K. El itinerario de la magnanimidad - Marisa Mosto..... 241
Transferencias culturales y relaciones internacionales. Un nuevo
campo de estudios - Hebe Carmen Pelosi................................................. 263
Notas para una hermenéutica anselmiana del libre albedrío en
Santo Tomás de Aquino - Beatriz Reyes Oribe........................................ 275
Un pasaje de la IV Meditación Metafísica. Descartes y la querella
De auxiliis - Juan Pablo Roldán.................................................................... 287
Deorsvm cvncta fervntvr - Mario Enrique Sacchi........................................ 301
El silencio de Dios - María Paola Scarinci de Delbosco.................................. 313
L’instrumentalisation de l’humain déficient comme défi
anthropologique - Bernard N. Schumacher.............................................. 325
El Orbis sensualium pictus de Comenio. Una enciclopedia elemental
- Clara Inés Stramiello.................................................................................. 337
Avicena: la creación como ‘abdá’ - Claudio G. Torea.....................................345
Aproximación a Descartes. La trayectoria vital cartesiana - Lía
Noemí Uriarte Rebaudi................................................................................ 355
La distinción esencia-acto de ser y su relación con el ser y la nada,
en homenaje a J. R. Courrèges - Gabriel J. Zanotti............................ 367
Darwin y las constantes de la biofilosofía en el pensamiento de
Etienne Gilson - Ignacio Aguinalde........................................................... 375
La similitudo Dei según el esse humanum, link entre la formalidad
del vestigium Dei y la de la imago Dei: una lectura de la Lectura
romana de Tomás de Aquino - Santiago Argüello.................................... 387
La reconciliación de la conciencia kierkegaardiana - María J. Binetti..... 399
Aportes de la epistemología contemporánea a las relaciones
ciencia-fe - Chistián C. Carman................................................................. 409
Razón e Imaginación en C. S. Lewis - Leonardo Caviglia............................ 429
Índice 567

La irrealidad de la aptitud de lo posible en la Teoría del Objeto


Puro de Millán Puelles - José Félix Cerrone............................................. 443
Existencia y optimidad en Leibniz: una encrucijada entre
necesitarismo y arbitrarismo - Agustín Ignacio Echavarría................... 457
La ley natural como memoria del bien según santo Tomás
- Martín F. Echavarría................................................................................. 473
La contradicción y la dialéctica hegeliana en la concepción de
Rosmini - Juan F. Franck............................................................................ 485
Bien ontológico y bien moral en el pensamiento de San Máximo
el Confesor. Las nociones de “preferencia” y “uso” - Álvaro
Perpere Viñuales........................................................................................... 495
Santo Tomás deudor de Platón y Aristóteles en la composición
de las substancias - Thomas Rego............................................................. 505
Universidad, relativismo y verdad: desafíos para una educación
del sujeto - María Carolina Riva Posse....................................................... 517
“De la abundancia del corazón habla la boca”. La afectividad y
el conocimiento en Santo Tomás de Aquino - Patricia Schell............... 525
Heisenberg y su interpretación filosófica de la física cuántica
- Ignacio A. Silva.......................................................................................... 533
Los autores....................................................................................................... 545
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Telefax: 4954-7700 / 4954-7300
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Mayo de 2007

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