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FICHA DE LA CÁTEDRA
La subjetividad es rica y compleja, no puede entenderse separada del contexto social, cultural y
económico de cada sujeto.
Podemos afirmar que uno de los caracteres que más nos interesa resaltar reside en la tendencia
a la individualización de nuestra sociedad contemporánea. Esto significa que el imaginario social
propone un proceso de construcción del sujeto social múltiple, individualizado, inconstante, móvil
y fluido, que se contrapone con los modelos convencionales, rígidos y disciplinarios tradicionales.
Esto supone entonces que no existe un único modo de ser niño, niña y adolescente, sino que
existen múltiples maneras de construir la identidad y atravesar esas vicisitudes vitales. Por eso
tendemos a hablar de “infancias” y “adolescencias” en plural, caracterizadas por diversidad de
condiciones, contextos y alternativas.
La primera conclusión que podemos formular de estas consideraciones iniciales es que la
subjetividad es una construcción. No es una herencia, ni algo dado desde el nacimiento, sino el
resultado de un complejo proceso de conformación y estructuración. Esa construcción es
inseparable del universo simbólico histórico-social instituido e instituyente de cada época. La
cultura que antecede a cada individuo (con las variaciones que se advierten en los diversos grupos
o segmentos sociales) propone determinados valores y significados que se van transmitiendo y
asimilando paulatinamente (y cuyos vehículos son la familia, las instituciones sociales como la
escuela, los medios de comunicación y el Estado, para mencionar solamente los más importantes).
Tomamos aquí el concepto de “imaginario social” en el sentido en que ha sido trabajado por
Cornelius Castoriadis (1986) en términos de las instituciones de lo simbólico (histórico-social) que
circunscriben dominios (educativos, jurídicos, científicos) caracterizados por sus discursos y
regulaciones específicas, pero subordinados por principios generales de normatividad humana. Su
eficacia se palpa en el proceso de socialización del viviente humano en su advenimiento como
sujeto. Esta noción de “imaginario social” remite a un conjunto de representaciones y discursos
que en cada momento histórico y en cada sociedad determinada definen la construcción de un
tipo específico de “sujeto social”. Esto quiere decir que cada contexto histórico moldea y
determina a los sujetos que se despliegan bajo la dominancia de esas significaciones imaginarias.
Así por ejemplo, se habla de la “subjetividad moderna”, o de la “subjetividad en las culturas
musulmanas”, e incluso de la “subjetividad en la Grecia Clásica” o en “Latinoamérica en la época
de la colonia”. Estas representaciones acerca de lo que “es” un sujeto para una determinada
sociedad y qué rasgos o caracteres lo definen, va conformando la experiencia subjetiva de cada
quien a partir del influjo de múltiples dispositivos y procedimientos sociales que se encarnan en
instituciones (la familia, la escuela, los medios de comunicación, las instituciones jurídicas, entre
otras).
Cornelius Castoriadis
Lo que venimos remarcando nos permite afirmar que no puede pensarse a la subjetividad
individual como un fenómeno aislado, autónomo, sólo definido por características
singulares, sino que tiene que concebirse en los entrecruzamientos con los contextos
históricos (sistemas de normas, valores y significaciones dominantes en una sociedad en un
período definido). Estos imaginarios a su vez adoptan especificidades en función de otras variables
como clase social, proveniencia, género o etnia. Y además se modifican y transforman con el paso
del tiempo, lo cual va generando nuevas y diversas experiencias subjetivas.
Pongamos un ejemplo para ilustrar estas consideraciones, tomando la categoría de “género”.
Con este término se define en las Ciencias Sociales al conjunto de enunciados, roles y atributos
que se asignan diferencialmente a varones y mujeres en una determinada cultura. Esto implica
que cada sociedad en un tiempo histórico determina prohibiciones y prescripciones que
diferencian lo “masculino” de lo “femenino”. Ciertos roles o caracteres se cualifican como
“propios” de la femineidad: crianza, sensibilidad, debilidad, pasividad. Otros, como específicos de
la masculinidad: potencia, productividad, provisión material, actividad, fuerza. Estos atributos no
son relativos a una “esencia” de varones o mujeres, sino el resultado de operaciones discursivas
que categorizan, desigualan, distinguen y visibilizan. Estos enunciados se transmiten desde los
primeros tiempos de la vida de un individuo y proceden de diversas fuentes (las expectativas de
los padres sobre los hijos o hijas, la repartición cultural de roles en la escuela, la oferta lúdica de
juguetes, la selección de colores para la vestimenta, entre muchas otras). Desde estos parámetros,
cada sujeto va conformando una determinada “identidad de género”, ubicándose en alguno de
estos conjuntos en los que se biparte el mundo sexuado: un nene construye un sentimiento de ser
varón por adecuación a estas expectativas sociales; una niña conforma su femineidad por
referencia a esas prescripciones.
La subjetividad va moldeándose de esta manera, delineando modalidades específicas de pensar,
sentir, vincularse, experimentar el cuerpo. Ciertos estereotipos van operando en la consolidación
de estas subjetividades “tradicionales” (pero queda cierto margen para otras alternativas,
innovadoras o contraculturales). Se esperará que una niña sea de determinada manera: sumisa,
obediente, cariñosa, cuidadosa, prolija, entre otras. Del varón se admitirá que sea agresivo,
desobediente, fuerte, autónomo, para solamente enunciar algunos caracteres prescriptos. La
escuela, puede advertirse, ejerce una función reproductora de numerosas de estas atribuciones.
Corresponde que señalemos dos advertencias: por una parte que muchos de estos enunciados
tradicionales pueden ser condición de sufrimiento en niñas y niños que no responden a esos
estereotipos, sobre todo si son excesivamente rígidos y ahogan la singularidad subjetiva; por otra,
que los imaginarios sociales van mutando a lo largo de los procesos históricos, lo cual hace
también que se modifiquen las experiencias subjetivas de los individuos que se conforman en
momentos diferentes (así por ejemplo notamos que el modo con el cual nuestras niñas de hoy se
viven a sí mismas como mujeres, dista mucho de la experiencia que tuvieron sus madres o
abuelas, y adoptan atributos que en otro momento hubieran sido motivo de rechazo o
inadecuación).
Con este ejemplo, que refiere a una de las dimensiones de la subjetividad en la que se registra
el influjo de las determinaciones de los imaginarios sociales, hemos tratado de mostrar que no
podemos aspirar a una comprensión del sujeto sin referencia a los contextos (históricos,
culturales, sociales, políticos) en los que se construyen.
Podemos avanzar haciendo aún una precisión más: si bien es cierto que la subjetividad, en su
dimensión social, se construye históricamente, hay ciertos procesos psíquicos que son de carácter
universal y no se ven modificados por las variaciones de época. Por ejemplo, los mecanismos
psíquicos que permiten que un niño o una niña configuren un “yo”, o que se instale la represión
originaria que funda lo Inconciente, son logros generales propios del modo humano de
constituirnos, necesarios para una estructuración subjetiva saludable. Esas conquistas psíquicas
corresponden a un orden de necesidad que trasciende las mutaciones históricas (y diríamos que se
han dado regularmente a lo largo de la historia de la humanidad, tanto en los niños y niñas del
Siglo X como en los que pueblan actualmente nuestras escuelas).
A estos procesos remite la noción de constitución psíquica, que el Psicoanálisis ha expuesto
para dar cuenta de los mecanismos y trabajos psíquicos fundacionales de carácter permanente,
que no se ven subordinados a modelos sociales y que se sostienen teóricamente como la base
universal de la organización de la vida anímica o psiquismo.