Você está na página 1de 10

1

EISEJUAZ, DE SARA GALLARDO


Ed. Agea, año 2000. Tapa dura con sobrecubierta. Tamaño 21,5 x 13,5 cm. Prólogo de
Elena Vinelli. antidad de páginas: 148
Casi desconocida por el gran público por el lugar marginal que ocupa en el canon
literario actual (se editó sólo una vez, en 1971), la novela Eisejuaz confirma el decir de
su autora, Sara Gallardo: «Escribir es un oficio absurdo y heroico» (1977). Si las más
de las escritoras escapan al canon de la literatura argentina, este hecho no se debe
específicamente ni a los escritores ni a ellas mismas, sino al circuito difuso que dibujó
la historia de las instituciones bajo el dominio de una cultura masculina que,
sistemáticamente, hubo de privilegiar el hacer del varón. Y no cualquier hacer ni
cualquier varón, porque también el del escritor es un oficio absurdo y heroico, por lo
menos en la Argentina. Sin embargo, las operaciones de exclusión se han ejercido y
ensañado históricamente con las mujeres, cerrándoles el acceso político y público y
estrechando el círculo del «reconocimiento social» sobre el espacio cerrado del hogar
sin cuarto propio. Entonces, son cuestiones referidas al poder y a la construcción social
de ambos géneros las que hicieron que esa diferenciación cultural fuera objeto de
desigualdad; situación que alcanza, también, en el campo de la literatura, a los textos
cuya autora sea una mujer; no es dable asignar esa situación de desigualdad a lo que
se dio en llamar «escritura femenina».
La novela Eisejuaz viene a contradecir la concepción dicotómica que opone la «escritura
femenina» a la «escritura masculina» como si hubiese, en la escritura misma, ciertos
rasgos de diferenciación sexual. Es la construcción sociocultural de los géneros la que
viene a diferenciar la subjetividad femenina de la masculina, a través de unos rasgos
—social e históricamente variables— que no son inherentes a la escritura sino anteriores
y posteriores a dicha práctica, y que pueden o no ser asignados al sujeto ficcional que
ha sido creado en un texto. Ya lo había hecho notar Virgina Woolf: la escritura literaria
escapa a toda atribución sexual y ostenta su neutralidad; (el Orlando sería el modelo
de la transexualidad de la escritura o de la hibridez sexual desde la que el sujeto que
está escribiendo puede hacer hablar a mujeres y hombres; el lenguaje, aunque siempre
social, en la medida en que participa del mundo de la ficción, escapa a la determinación
del género respecto de su autoría). La escritura excede los campos definidos de lo que
puede ser una escritura femenina o masculina. Más bien la lengua hace al otro y lo hace
personaje, sea masculino o femenino.
Así lo hace la escritora en Eisejuaz, desde el momento en que crea una subjetividad
masculina que es, a su vez, un sujeto trágico. Un indio que oye voces que vienen de
otro lado (de las nubes, del viento, del avión, del río, de su corazón, etc.). Un sujeto
múltiple que se refiere a sí mismo como «yo», «Eisejuaz», «Éste También», que se
nombra a sí mismo como un yo y como otredad. Es un creyente, con vocación de
místico, que no entiende lo que oye pero obedece a esas voces que le indican su
destino: las voces-otras o su propia voz múltiple y tercerizada. Obedece entonces a
esas voces sacralizadas y oraculares que se oponen a lo que él mismo desea ser, y vive
en esa tensión entre lo que ordenan las voces y lo que su mínima sociedad espera de
él. Un destino que repugna a los suyos y a él mismo, y al que acepta, leal a su creencia,
aunque entrañe una aparente traición a las tradiciones de su pueblo. Semejante a la
tensión de Abraham frente a la voz divina que le ordena matar al primogénito, Eisejuaz
se debate entre su destino humano, para el que le fue dada la fuerza, y su destino
místico, más allá de que no lo entienda.
Conciencia mística (o psicótica) de un indio mataco cuya figura se torna indisociable del
lenguaje que lo construye, la novela está centrada en la construcción de esa voz y, en
2

ese sentido, se entreteje en sincronía con la tradición de Juan Rulfo, de Joáo Guimaraes
Rosa, de Augusto Roa Bastos, de Clarice Lispector; una poética que consigue recuperar
en el habla (que protagonizan indígenas o campesinos) una experiencia intensa e
interna de un sujeto inocente, cuyo mundo es el de la subjetividad del personaje que
construye su lenguaje y, a su vez, el del lenguaje del mismo que hace su subjetividad.
Una novela que se apropia y pervierte las innovaciones formales de la novela europea
y norteamericana, de Joyce y Faulkner, y se recrea en la oralidad indígena y bilingüe,
ficción plena de acentos prehispánicos.
Luego, el sentido no se cierra en la novela: así como Henry James en Otra vuelta ele
tuerca creó una subjetividad femenina de la que resulta indecidible decir si ve fantasmas
porque los hay o porque los crea desde su conciencia psicótica y, con ello, James
construye la bisagra de k ambigüedad de los lectores que se baten entre dos tradiciones
literarias (de los siglos XVIII al XX) y lleva —sin inocencia— al límite de lo indecidible
la conciencia fantasmagórica del lector (de cualquier clase de fantasmas que hablemos,
siempre los seguimos llamando fantasmas); es decir, pone una trampa en la que cae
tanto el lector-creyente postgótico como el «avisado» y descreído lector postfreudiano,
con lo que iguala a ambos desde una escritura en la que caen entrampados dos siglos
de lectores —«inocentes» y «avisados»— a los que no les queda otra alternativa que
incrustarle algún sentido a lo que les es contado; y entonces, James, en un doble
movimiento, supera o cierra o denuncia la impostura de dos siglos.
Así, Sara Gallardo crea una subjetividad masculina de la que decidir si es mística o
psicótica (oye las voces del Señor y de sus mensajeros o terceriza sus múltiples voces
subjetivas) implica más al lector (a su ideología, supuestos y marcas culturales) que al
personaje mismo y a la autora. Ambos personajes son, por decir así, inocentes y,
ambos, trágicos y creyentes; ambos contradicen con la unicidad de su creencia el
espacio que abren a la duda del lector o al espejo de la «comprensión» del lector
creyente. En ambos casos, la unicidad de la creencia de los personajes se construye y
se paga con el alto precio de la escisión: escindidos ellos mismos en el «yo» y el «ellos»:
las figuras fantasmales que ve la institutriz de James; las voces sacras o sacralizadas
que oye(n) Lisandro Vega (Eisejuaz, Éste También, el comprado por el Señor, el del
camino largo; yo, Agua Que Corre, inmortal). Y ése no es el único precio que pagan los
inocentes de toda inocencia: la institutriz paga con la muerte del niño al que cuida y
ama (sea que lo mate, sea que se lo arrebate un fantasma); Eisejuaz paga con la
pérdida del destino que había soñado para sí, que había sido augurado por su madre y
esperado por la mínima sociedad de su tribu. Eisejuaz se debate entre la pérdida de su
destino —la traición a su pueblo que conlleva el acto de servidumbre que dirige al más
vil y andrajoso de todos los «señores»—, y la salvación de su pueblo que deviene del
acto incomprensible para el que su Señor le compra las manos. «Te digo: [dice al Señor]
Es difícil cumplir en este mundo de sombras».
El íntimo grupo de escritores allegados a Sara Gallardo reconocieron siempre —
entonces y ahora— la excelencia de esta novela y muchos de ellos se lo hicieron saber,
más allá de que ella no terminara de creerles. El 1° de diciembre de 1971, desde El
Paraíso, Manuel Mujica Láinez le escribe:
Querida Sara: Esta mañana terminé la lectura de tu novela «Eisejuaz», que me mandó,
con otras, la Editorial Sudamericana, y de inmediato sentí la necesidad urgente de
enviarte unas líneas de felicitación muy entusiasta y muy sincera. ¡Qué libro extraño y
bello has logrado!
No imagino cómo se te ocurrió, ni cómo te atreviste a emprenderlo. ¡Qué audacia! Todo
se ajusta en él a k perfección: la psicología del con¬movedor —tan humano y santo—
3

indio mataco; la atmósfera en la cual se desarrolla su vida; los personajes que lo rodean
encabezados por el infernal Paqui; el idioma con el cual Eisejuaz narra su historia
terrible y absurda, una lengua que implica una verdadera creación, que manejas
admirablemente de un extremo al otro del libro, y que me temo sea contagiosa. Ojalá
la gente comprenda lo valioso de tu texto. Ojalá —como me sucedió a mi— atraviese,
deje atrás, la sorpresa, la desazón de las primeras páginas y, una vez adaptada a las
exigencias de un relato que hubiese perdido notablemente si no hubiera sido redactado
así, se interne en la singularidad alucinante del mundo que te adeudamos. No sé —lo
ignoro casi todo de la literatura latinoamericana— si en otro país de nuestro continente
han intentado nada, por ese mismo y peligroso camino. Aquí, tengo k certidumbre de
que no existe nada en el tipo de tu libro, el cual será seguramente imitado […]. Nos
llenaremos, por causa tuya, de confesiones indias. Aunque, ¡quién sabe! No es tan fácil.
[…]
En fin, me despido saturado, gracias a ti, de imágenes nuevas y quedo en compañía de
un héroe mitad ángel y mitad monstruo que, en el medio de la mediocridad intelectual
que nos rodea, se alza con la robustez de un testimonio.
Te abrazo. Manucho
[Carta inédita, facilitada por Paula Pico]
Sara Gallardo nace en Buenos Aires en 1931. Recorre los espacios de la literatura desde
la biblioteca familiar y como corresponsal de revistas o columnista de diarios, sea en
compañía de su primer esposo, Pico Estrada, o de su segundo esposo, H. A. Murena.
Desde muy joven se inicia en el nomadismo: una mujer errática que se desplaza de
Buenos Aires a Europa (1949), América Latina (1960), Medio Oriente (1965), norte de
la Argentina (1968), Cataluña y Provenza (1971). Para ese entonces ya ha publicado
sus novelas Enero (1958), Pantalones azules (1963, Tercer Premio Municipal en el 64),
Los galgos, los galgos (1968, Primer Premio Municipal 69 y Premio Ciudad de Necochea
de la VI Fiesta Nacional de las Letras, de cuyo jurado participan Leopoldo Marechal,
Aldo Pellegrini y Juan Carlos Ghiano). Eisejuaz es de 1971. Cuando muere Murena se
aísla con sus hijos en Cruz Grande y en un lugar de El Paraíso (la casa que le ofrece
Manuel Mujica Láinez en La Cumbre, Córdoba). Allí encuentra, hojean¬do Eisejuaz, la
frase que había olvidado: «Un animal solitario termina devorándose a sí mismo». Si la
escritura es también una clave de la experiencia secreta de su autor, entonces ella sabe
oírla, sabe que es la puerta de un viaje y vuelve a partir: se instala —siempre con sus
hijos— en Barcelona (1977), Suiza (1980) y Roma (1982) sin poder sujetar en un solo
espacio su «cuerpo de mil vidas». Publica el libro de cuentos El país del humo (1977) y
la novela La rosa en el viento (1979). Errática, nómade, cosmopolita, vive de lo que le
llega en suerte o de los caminos que le abren sus amigos y amigas escritores: casi
siempre se gana la vida escribiendo para diarios y revistas (entre otros, La Nación). De
esos trabajos elige los que publica en las Páginas de Sara Gallardo (1987). Y escribe.
La escritura se lleva puesta a cualquier lugar del mundo y ella anda de una parte a otra
sin asiento fijo; ser escritora es para ella una fatalidad, una misión, un des¬tino
inevitable. Muere en forma imprevista en brazos de los suyos cuando los visita en
Buenos Aires, en 1988.
Elena Vnelli

La experiencia Eisejuaz. Por Mariana Docampo

“Dije a aquel Paqui: —Procurá no morirte.”


4

(primera oración de Eisejuaz)

El año de la aparición de Eisejuaz fue 1971. Ese mismo año, Clarice Lispector publicaba en
Brasil Felicidad Clandestina. Poco tiempo después, en 1977, cuando la escritora brasileña daba
a luz sus últimos textos, Gallardo abría esa extraña caja de resonancias que es El país del
Humo, continuador, en muchos puntos, de su libro anterior, y producto de esa experiencia.
¿Qué une a estas dos escritoras además de su contemporaneidad? Creo yo que ambas
coinciden en un punto: van abriendo malezas en una tierra inexplorada: las fisuras de la razón.
El lenguaje, en ambas, es siempre experimental. Es una búsqueda constante y obsesiva casi,
y supone un adentrarse en tierras desconocidas y muchas veces inhóspitas. Cualquier
subversión del lenguaje es peligrosa porque pone en riesgo la comprensión del mundo tal cual
lo percibimos, pone en riesgo los sistemas de interpretación, la creencia en nuestra propia
cordura que acaso no sea sino una mera convención del lenguaje. La exploración de nuevas
posibilidades gramaticales permite intuir destellos de otros ordenamientos, realidades distintas,
o formas de percibir un mismo todo. Sara Gallardo se aventura en este terreno con la lengua
criolla y todo el imaginario patrio, y como primera instancia realiza un desplazamiento de su yo
narrativo de mujer a varón. Que Eisejuaz, al igual que tantos otros de los personajes de
Gallardo, sea un varón supone un primer extrañamiento de sí como escritora. Como si solo
vaciada de su género, pudiera asomarse a ciertas zonas desconocidas de su propio ser. El
narrador de Eisejuaz no solo es hombre sino indio, y esto lo constituye históricamente como
“otredad” respecto de la lengua patria, y no puede ser sino un misterio para el centro que ésta
implica. Desde esta perspectiva, un indio, ubicado siempre “afuera” de la cultura, solo puede
ser narrado en una lengua “otra”, inventada e inasible en un punto, única capaz de aproximarse
a él sin falsearlo, de expresar su singularidad y su incógnita respecto del “centro” que constituye
la lengua castellana. Un último gesto de Gallardo en esta aventura del lenguaje: Eisejuaz no
solo es hombre e indio, sino que además está loco, delira: “Yo soy Eisejuaz, Éste También, el
comprado por el Señor, el del camino largo”. La locura, en principio, es la soledad del lenguaje.
La escritura de la locura implica romper con ciertas coordenadas semánticas y gramaticales.
Gallardo no escribe la locura desde afuera sino que se inscribe en ella, en su fisura ligüística,
la explora con la palabra. Eisejuaz es un fuera del lenguaje y sin embargo habla, cuenta su
historia. ¿Qué otra lengua podría expresarlo que la poética, y en este caso, aquella cercana a
las tradiciones orales más antiguas, en donde las palabras multiplican sus posibilidades
semánticas? Eisejuaz es un nuevo territorio de la lengua, una zona difícil de acceder como el
impenetrable chaqueño, y en la cual adentrarse supone dejar atrás formas de leer y razonar,
preconcepciones del mundo y de los ordenamientos, categorías de “normalidad”, cánones
literarios. Una vez rotas las coordenadas todo es posible, y la palabra se desplaza en el texto
sin argumento, sin progresión, como un universo flotante de significaciones cruzadas,
laberínticas. El indio, solo y desconectado del lazo social que haría comprensible su habla,
extiende su red para quienes puedan entrar. Perdido el temor, depuestos los prejuicios, con la
voluntad de quien avanza alumbrándose, los lectores podemos transitar este territorio. Eisejuaz
no puede ser sino un libro marginal, como su autora, que a pesar de la clase social privilegiada
a la que pertenecía (o acaso a causa de ella), eligió correrse de sí y de las prerrogativas de
sentirse en el centro para adentrarse en “lo otro”, en ese misterio que suponen los otros y en
cuyo fondo común estamos todos. El trabajo de extrañación de sus textos expresa su
preocupación por correrse del “falso centro”, de asomarse al misterio de la vida, a su
profundidad, a la amenaza de la muerte. La marginalidad tiene siempre algo de intocable, de
“pureza original”. Cualquier voz puede sobrevolar una obra marginal, pero no la alcanza, ni la
aprehende. Y en ese punto se mantiene siempre vigente, siempre secreta, escrita para pocos,
para iniciados. Los cuentos de El país del humo tienen el magnetismo de las piedras preciosas.
Están distribuidos, como poemas, cortos o largos en este libro complejo y extraño, sin
5

precedentes en la literatura argentina, y que ofrece un lenguaje propio en toda la dimensión que
esto implica, lenguaje que es la construcción de una realidad “otra”, hija de la experiencia
Eisejuaz. En el paisaje magnético de ¡Pero en la isla! “el sol salió y los bambúes y los árboles;
y el calor empezó a volver voluptuoso el mundo. Había una magnolia en el centro y en la
magnolia un sonido incomparable. Calló sobre el hocico del león una piña incrustada de semillas
rojas”. Las descripciones, a la manera del Gilgamesh, actúan narrativamente, el paisaje no es
escenario sino argumento y hace progresar el relato, los animales hablan con lengua humana.
Las coordenadas están rotas. Sara Gallardo abrió con sus libros una zona del discurso. Trazó
un camino y dejó huellas y pistas para ser seguida. Pero asusta, si, desgarra un poco, angustia
si no se está tranquilo. Se la puede leer en completa sobriedad, o en medio de una borrachera,
y siempre hay algo que es idéntico, hay cierta construcción irrompible, vigas, estructuras de
fondo, conductos que nadie hasta ahora se animó en lengua criolla. Sara Gallardo es “otra
cosa”, siempre será “otra cosa”, se corrió del centro, y vaga libremente por el lenguaje. Lispector
tiró una soga, Gallardo no, aunque sí, al igual que la otra, dejó la puerta abierta. Se la sigue o
se la abandona; ella completó su obra.
Una anécdota que está al inicio de la historia de mi propia escritura. Tengo una tía cuyo
hermano fue el primer marido de Sara Gallardo. Debo a esta tía mis primeros contactos con el
“afuera familiar” que completa todo acto de escritura, las primeras conversaciones literarias, la
primera entrevista con un editor. Cuando mi tía supo que yo escribía, en mi adolescencia, me
nombró a Sara Gallardo, y siguió nombrándola cada vez que nos vimos, me preguntaba si la
conocía, si la había leído. Yo no la conocía, después estudié letras y tampoco la conocí, y luego
la encontré, porque la busqué con voluntad. La leí exigente, prejuiciosa, confundida. No la
entendí, no me gustó, y guardé todos sus libros en una caja con una sensación de fraude. Pero
los libros que han sido escritos con sinceridad esperan para ser leídos, tienen vida propia, y van
por otras manos, hasta que encuentran un día la disposición del corazón necesaria para ser
recibidos, y entonces se revelan. Esto me pasó con esta obra de aquella a quien llamo mi
“parienta política”. El lazo familiar es débil al punto de ser casi falso, la filiación literaria
comienza, pero estaba latente, y tuve anuncios, ahora lo entiendo.

A propósito de Eisejuaz, de Sara Gallardo, por Ana Catania


Somos en el mundo a través del lenguaje. Existimos, a diferencia del animal, porque podemos hablar.
Nuestro modo de ser-en-el-mundo está atravesado por un modo determinado del habla que no es sino
una convención: la que nos permite ser-con-otros y hacer de los objetos que nos rodean, incluso de la
propia naturaleza, nuestras herramientas para (sobre)vivir.
Martin Heidegger afirma, sin embargo, que hay un lenguaje, un modo del habla, que al permanecer
más alejado, más cerca del Ser se mantiene. Hay un decir primigenio, original, que es capaz de “decir al
Ser” o “nombrar lo Sagrado”: el decir poetizante. El poeta – y pensemos aquí en Holderlin, Rilke, Trakl–
es quien, al mantenerse más retirado, más adelantado es (o está). El poeta es esa clase de hombre que
permanece más cercano a la palabra que convoca el llamado del Ser: palabra inicial o palabra venidera,
en camino.
Pero, ¿qué sucede con el lenguaje cuando el mundo, tal como lo conocemos, deja de ser un lugar
seguro y útil; se vuelve ajeno? ¿Cuando nos encontramos escindidos, expulsados por fuera de los
límites? ¿Qué sucede con aquel hombre que es extraño en esta tierra, un extranjero de sí mismo, de su
patria, de su identidad? ¿Qué lenguaje, qué habla, puede dar cuenta de esa experiencia? Y es que hay
algo insuficiente y precario en nuestro decir. Pensemos, sino, en la sociedad actual, histerizada por el
6

ruido, el chisme, las habladurías, la avidez de novedad, la publicidad, la tecnología. A pesar de


acercar(nos), cuánto (nos) alejan.

Hay dos sujetos que encarnan la posibilidad de revelar y ocultar, a la vez, la inmediatez del Ser del
lenguaje: el poeta y el místico. La palabra debe, forzosamente, culminar en pensar poetizante o en
silencio definitivo. “Atardecer de las palabras, buscador de manantiales en el silencio”, subraya el poeta
judío rumano Paul Celan haciéndose eco de Heidegger quien, en De Camino al Habla, sostiene que sólo
se acerca el hombre a lo verdaderamente esencial, aquello que hemos olvidado y que nos reclama,
entrando a través del silencio.
Tanto Heidegger como Celan, abatidos por la imposibilidad de acudir al llamado del Ser a través del
lenguaje, optaron por: el primero, entregarse al ostracismo de su cabaña en Todtanauberg, un claro en
el bosque donde aún latía una mínima esperanza, la de restituir la primordial energía de esa palabra
venidera. El segundo, arrojarse al río Sena: el silencio final, el acto más revolucionario y trasgresor del
habla –¿cómo decir el suicidio?–.

En las márgenes del lenguaje – siempre al borde–, en ese precipicio al vacío, no sólo se encuentran los
místicos y los pensadores poetizantes, sino también cierta voz narrativa que consigue recuperar en el
habla local una experiencia intensa y reveladora del Ser. Debemos nombrar aquí a Juan Rulfo, João
Guimarães Rosa, Augusto Roa Bastos, Clarice Lispector, y a quien nos convoca: la novelista argentina
Sara Gallardo (1931-1988).

Aparece, entones, Eisejuaz, el personaje de su novela homónima (publicada en 1971 por Editorial
Sudamericana, reeditada por Cuenco del Plata en 2013): una subjetividad masculina que es, a su vez,
sujeto trágico. Un indio mataco, Lisandro Vega, que ha sido privado de mundo, ha perdido todo lo que
lo enraizaba a la tierra (su familia, un trabajo, su hogar, la dignidad). En este nuevo modo de ser-en-el-
mundo, desde una disposición ex(c)tática, arrojada – retomando a Heidegger, deberíamos decir: el modo
más auténtico de encontrarse–, Eisejuaz oye voces que vienen de otro lado (las voces del Señor y de sus
mensajeros, los animales, o sus múltiples voces subjetivas), que lo interpelan, lo convocan, y lo extrañan:
“Cinco veces habló una voz para descorazonarme”. Un sujeto múltiple que se refiere a sí mismo como
“el comprado por el Señor”, “el del camino largo”, “Éste También” ; que se nombra a sí mismo como un
yo pero también como una otredad, porque, al fin y al cabo, su experiencia de ser no puede decirse de
modo unívoco ni con palabras familiares. Nuevamente la imposibilidad del lenguaje. Para contar el
extrañamiento, Sara Gallardo debe servirse de una lengua singular, que sea pura novedad y creación.
Nuestro personaje, este narrador narcótico, debe mantenerse alejado (del mundo, de sí mismo) para
llegar a lo más cercano: Dios, lo Sagrado. Todo ese transcurrir, traducido en un peregrinar hacia la
fundación de un nuevo orden, configura un espacio narrativo en el que conviven las dudas, los miedos,
la desesperación, los lugares, los tiempos, los personajes, en un sistema de fuerzas en donde lo divino
se manifiesta en lo profano. A la espera del mensaje de Dios, de esa palabra inicial o palabra venidera
(“Sólo un Dios podrá salvarnos”, profetiza Heidegger en una entrevista al diario Der Spiegel en 1976),
Eisejuaz ha dado por seguras señales inciertas. Finalmente lo Sagrado se le revela, se le manifiesta en el
7

silencio. Ese Dios permanece alejado, en la cercanía, en la intimidad; terriblemente en silencio: “No hubo
contestación”, se compadece (y nosotros con él).
Alejado de la sociedad, arrojado a un claro en la selva chaco-salteña: así ex(c)siste Lisandro Vega. ¿Y
cómo se encuentra en este mundo? Callando. Callar, no hablar, “nada decir”, es lo que más hace. Y lo
hace a imagen y semejanza del Dios al que invoca. La narrativa de Sara Gallardo transcurre siempre sobre
esta orilla: donde se prefiere el no decir al decir. Forma y contenido en la novela se corresponden.
Eisejuaz admite: “Se me pegó la lengua”. Y entendemos que aquí está hablando, también, de la novela
en sí misma. Porque ésta surge de una lengua que nos expulsa continuamente, para luego traernos de
vuelta; que se nos pega porque es indisociable de la subjetividad que la produce. Una lengua inusitada
que se adquiere en la extrañeza, al límite de lo que se calla.

Le adeudamos a Sara Gallardo, a esta audaz y extraña escritora, que nos provoca diciendo: “Escribir
es un oficio absurdo y heroico” (1977), la voz singular y alucinante de este indio mataco, mitad ángel
mitad demonio; de este arrojado, abandonado de mundo; de esta conciencia mística (o psicótica), cuyo
rumiar no nos abandona porque “sepan que Agua Que Corre es inmortal y los seguirá siempre”.

Ana Catania

La persistencia de un origen: el caso de Eisejuaz (1971), de Sara


Gallardo, y Fuegia
(1991), de E. Belgrano Rawson
Carolina Grenoville
UBA - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET)
Introducción
Tanto en “La cautiva” como en “El matadero”, de Esteban Echeverría, la narración de las acciones se halla precedida
por la configuración de un espacio racional, abstracto y homogéneo. La intuición perspectiva del espacio con que
se abre el poema circunscribe un lugar propio en ese espacio recorrido por los otros para ordenar, por el momento,
imaginariamente, la distribución de sus elementos. La visión desde la cordillera sobrevuela el territorio a la manera
de un ojo celeste, reconociendo el lugar que algún día coincidiría con el Estado argentino. Por otra parte, el croquis
de la localidad que se describe en “El matadero” para que el lector pueda percibir el espectáculo “a un golpe de
ojo” (Echeverría, 1983: 103) cumple una función análoga al instaurar también un corte entre un lugar propio y uno
ajeno en el interior de la ciudad de Buenos Aires. El croquis, manifestación de una racionalidad urbanística, no es
solo el producto de un estado del saber geográfico, sino que también forma parte del ritual de conquista y fundación
de esa pequeña república todavía gobernada por el juez del matadero, signo a escala reducida, a su vez, de lo que,
siguiendo el texto, ocurría en el país.
La visión en perspectiva con que se abren los dos textos funciona como un modo de contener el rebase de límites
que se narrará a continuación (el festín, la resbalosa), una vez que los textos se hayan sumergido en las acciones
que se desarrollan dentro del cuadro. Asimismo, esta mirada concibe una utopía según la cual a cada sujeto le
corresponde un sitio propio y distinto dentro de un esquema de relaciones muy preciso que, por ese entonces, solo
hallaba un lugar en la imaginación literaria. La práctica panóptica, en suma, anticipa un control efectivo sobre los
cuerpos que allí habitan y proyecta, gracias a este proceso abstractivo y totalizador, un futuro en donde las
contradicciones y luchas heredadas del período colonial han sido superadas (o eliminadas). No es el espacio el lugar
desde el cual se piensa el futuro, sino que es el futuro ideado lo que modela el espacio.
8

Bajo el espacio objetivado, abstracto y totalizador que configura el croquis –el espacio visto–, se encuentran los
practicantes ordinarios de la localidad del matadero. El relato de Echeverría se vuelve entonces realista para dar
cuenta de todas las contaminaciones subjetivas de este espacio empírico donde las clases bajas se salen
permanentemente de lugar. En contraposición con la construcción visual, el texto instaura otro tipo de espacialidad
que exhibe el movimiento de los cuerpos. La identificación de la zona y de los elementos que la componen
constituye un modo de legitimar la violencia implicada en el establecimiento de límites geográficos, pero sobre
todo político-jurídicos y ético-sociales.
De igual modo, la muerte de los tres custodios de la civilización (el unitario en “El matadero” y María y Brián en
“La cautiva”) permite restaurar la ley del lugar que es violentado con la acción de la conquista. La cruz y el ombú
en “La cautiva” son, ante todo, los símbolos del espacio ganado a la barbarie. “De la lápida al cadáver, un cuerpo
inerte siempre parece fundar, en Occidente, un lugar y hacerlo en forma de tumba” (De Certeau, 1996: 130). La
tumba es al cuerpo lo que el mapa al territorio: la señalización de un sitio propio, pero también su asesinato, su
reducción al mero estar ahí de un muerto.
538 Departamento de Letras
La reescritura de un origen
En más de un sentido, Fuegia recupera los procedimientos de la novela realista y de los discursos de la formación
del Estado nacional del siglo XIX, pero con el objeto de desmantelar sus presupuestos ontológicos. La tercera
persona narrativa se convierte aquí en el espacio de articulación de la representación de una serie de personajes
provenientes de lugares distintos: Inglaterra, Escocia, Buenos Aires y Tierra del Fuego. Y la descripción distanciada
y detallada del paisaje y de los sujetos convive en pie de igualdad con otras formas de la representación. El espacio
topográfico y las entidades de raza que configuran la mirada positivista del blanco, sobre todo de los ingleses, a la
hora de caracterizar a los otros y su “hábitat” –los fueguinos, parrikens o canaleses–, no logran subsumir, como
ocurría en los textos de Echeverría, la experiencia inmediata subjetiva. Los sujetos y los espacios se van perfilando
simultáneamente a partir de prácticas habituales, acciones excepcionales (los núcleos narrativos que hacen avanzar
el relato) y modos de andar. Las tribus desde esta otra perspectiva ya no resultan espacios culturales cerrados e
incomunicables. Se trata, por el contrario, de representar la articulación de diferencias culturales. El único lugar
estable que configura la novela es Abingdon, la misión del reverendo Dobson. Este enclave de la civilización se
construye a partir del punto de vista arquetípico del discurso colonizador –la observación distanciada y el régimen
de la semejanza–, que anticipa la apropiación violenta de esa región en la que luego se centrará la novela. En el
boceto de la misión que el matrimonio prepara en su juventud desde Inglaterra1 y en la visión en perspectiva de ese
sitio2, el espacio informe y heterogéneo se presenta como susceptible de ser modelado en función de un esquema
de relaciones sociales preexistente. La llegada de los europeos a Tierra del Fuego trastoca por completo el modo de
vida de los habitantes del lugar. Dentro de la misión, los fueguinos deberán adaptarse a los usos y costumbres del
mundo civilizado, desde la adopción de un nombre cristiano y una nueva religión hasta la sustitución del quillango
por vestimenta europea. Fuera de ella, se verán igualmente privados de circular libremente por la región y
confinados a aquellas zonas que el blanco generosamente le concede.
En este sentido, Abingdon constituye la contraimagen del pabellón de Sudamérica en la Exposición Universal de
París, donde Bongard exhibe a los parrikens y los hace actuar su identidad. La reconstrucción arbitraria y casi
carnavalesca del hábitat y estilo de vida del grupo de aborígenes americanos de acuerdo con las expectativas del
público europeo es, en alguna medida, análoga a la reconstrucción a escala reducida de la civilización en el extremo
sur de América. Solo que allí como acá serán los blancos los que les impongan a los fueguinos un papel que actuar
y una función que cumplir dentro de una sociedad que imaginan y proyectan a su antojo. Cuando la muestra parisina
ya está por concluir, su autor logra finalmente que los indios hagan lo que él pretende: “El espectáculo fue
mejorando, hasta que un día Bongard consiguió que los propios caníbales atendieran las mesas con sus ponchos
bolivianos” (Belgrano Rawson, 2005: 25). Ahora bien, cuando la “educación” no logra sus objetivos, que los indios
se vean rebajados al estado de servidumbre, se los extermina o se los condena a la extinción, como en América. El
nuevo modo de producción ligado a la cría de ganado ovino no guarda un lugar para estos sujetos que se resisten a
respetar los límites que marca el alambrado. Como si se tratara de la plaga de algún insecto, los europeos declaran
a los parrikens “calamidad nacional”.
1 “Charlaron del futuro viaje a Sudamérica. Dobson dibujó la misión sobre el papel de los bollos. Había un grupo de canaleses
entonando sus himnos y un paquebote en el horizonte.
Los canaleses figuraban como ‘naturales amistosos’ en todas las publicaciones del almirantazgo, de modo que agregó un nativo
haciendo cabriolas. Su mujer le suplicó
que dibujara una huerta. Dobson puso la huerta y metió algunas ovejas. Estuvo tentado de añadir un cementerio, pero desistió
a último momento. Ella estudió bien el dibujo y
concluyó que nada faltaba. Trató vanamente de hallarle algún parecido con su aldea de Sussex” (Belgrano Rawson, 2005: 66).
9

2 “Un fuego encendido desde siempre, varias vacas encerradas, una verja pintada de rojo, los canteros de malvones y un
perfume a café que llegaba hasta el muelle. Visto desde
cubierta, podía confundirse con un paisaje irlandés y era una tentación para cualquiera” (Belgrano Rawson, 2005: 17).
IV CONGRESO INTERNACIONAL DE LETRAS 539
Con la muerte del reverendo, Abingdon adquiere el cariz de un paisaje fantasmagórico. La viuda vive sumida en
sus recuerdos, ya prácticamente no quedan canaleses en la misión y ningún barco escoge ese sitio para hacer una
parada. La presencia espectral de la viuda, que perdura como un único rastro del sueño de colonización, refuerza
los vínculos entre este enclave colonial y el museo, sitio por antonomasia donde exhibir la naturaleza muerta. La
viuda, al igual que esas piezas pertenecientes a lugares remotos que los museos exhiben a modo de botín, no solo
recuerda el paso del blanco, sino que también manifiesta el fracaso de un tipo de relación con los nativos y con la
tierra que no se redujera al saqueo de las riquezas naturales. A modo de antítesis de la Exposición Universal, en la
que se encuentran mezclados en la multitudinaria metrópoli representantes de todas las naciones y los pueblos,
Abingdon persiste como un lugar vaciado, museo fantasma que conserva los despojos de un proyecto civilizador.
La novela renuncia luego a esta descripción distanciada del paisaje para cederle el lugar a otro modo de
espacialización: el recorrido. En este punto, Fuegia se detiene en todas aquellas acciones violentas (el relato de la
violación de Camilena y Lelwacen a manos de los loberos, la consecuente venganza de Tatesh, el marido de
Camilena, y, finalmente, la matanza de Lackawana) tendientes a un mismo fin: el borramiento de los fueguinos del
mapa, anunciado desde el comienzo mismo de la novela (Belgrano Rawson, 2005: 16). El acercamiento del punto
de vista (la tercera persona pasa a asumir la focalización de los distintos protagonistas del relato) y la construcción
de un espacio empírico a partir de la narración de acciones acaban por configurar una suerte de des-identidad que
señala tanto el destino trágico de estos sujetos como la imposibilidad de recuperar el pasado. La descripción
totalizadora, clara y distinta del mundo civilizado, en donde a cada cual le corresponde un papel propio, se
contrapone con la narración acelerada, fragmentaria y confusa del avance de esta familia de fueguinos hacia la
muerte.
Una estética delincuente
Eisejuaz se abre con una focalización enunciadora, es decir, con un uso singular del sistema lingüístico y del sistema
urbanístico. El acto de habla y la práctica del espacio en el umbral del texto introducen al lector abruptamente en
un escenario completamente extraño. “Dije a aquel Paqui: -Procurá no morirte. A la tarde te ayudaré. Había llovido
mucho por esos días y los camiones no podían entrar en el pueblo” (Gallardo, 2000: 13). La descripción distanciada
del espacio y los sentidos propios del lenguaje público que encontrábamos en el comienzo de los textos de
Echeverría y también de Fuegia son sustituidos por la sucesión acelerada de acciones, que espacializan ante todo
lugares practicados, y por una manera de hablar desviada del lugar común desde un punto de vista semántico, pero
también lógico-sintáctico.3 En efecto, la novela de Sara Gallardo opta por el punto de vista de un indio mataco y
místico, para, desde esa voz, describir un itinerario que se halla determinado a un tiempo por una experiencia
mística, pero también por un sistema de convenciones culturales ajeno, la ley del blanco. Eisejuaz se presenta desde
un comienzo sujeto a un destino que le impedirá, pese a haber nacido para jefe de su comunidad, cumplir con este
mandato social. Su destino místico le exige ponerse al servicio de Paqui, una “carroña blanca”, como lo llaman los
matacos, que se dedicaba a trasquilar indias para vender su pelo en Salta y que hacia el final, valiéndose de lo que
vivió y presenció junto a Eisejuaz, estafa a indios y blancos haciéndose pasar por un sanador. Su destino humano
lo va empujando paulatinamente a los márgenes de la ciudad, donde se verá obligado a convivir precisamente con
lo que la ciudad desecha. En definitiva, tanto la experiencia mística
3 Estas desviaciones se manifiestan en numerosos recursos como, por ejemplo, el uso de la doble negación: “Nadie no habló”
(Gallardo, 2000: 140); del pronombre reflexivo: “Se
vamos a morir” (p. 14); o los problemas de cohesión y coherencia textual que surgen de la violación de las reglas de conexión,
redundancia y relevancia: “Yo soy Eisejuaz, Este
También, el del camino largo, el comprado por el Señor. Paqui está aquí. Ya sale el sol. Ya sale el tren. La campana del tren,
la campana del franciscano” (p. 21).
540 Departamento de Letras
como la racionalidad propia de la ciudad confluyen en un mismo derrotero. Paralelamente al relato del itinerario
místico, el texto traza otro recorrido, el de la historia, que asume aquí un carácter hostil y mítico y se presenta a los
ojos de Eisejuaz como un destino ineluctable. La irrupción de la palabra divina y la palabra del blanco reúne todos
los momentos de la existencia del protagonista en una nueva continuidad signada por la relación con el Otro (Dios
o la “civilización”). La revelación de un destino místico4 lo lleva a Eisejuaz a interpretar, a la manera de un
semiólogo, cada suceso como un signo de este nuevo camino. El instante místico, por lo tanto, no se reduce al
presente de su acontecer, sino que se refiere también a otros eventos en el pasado5 o por venir6 que serán leídos bajo
esta nueva interpretación. Algo similar ocurre con la dominación del blanco, que no se limita a imponer su ley al
10

presente y al futuro del pueblo dominado. Es la desvalorización del pasado de los matacos lo que permite imponer
una historia dentro de la cual ellos deberán interpretar el papel de siervos:
Esto que te cuento me lo contó Doña Eulalia, que es dueña del hotel. Donde están las vías y los galpones antes no había nada.
Vino a acampar allí gente de los nuestros, a mirar a aquellos que hacían el hotel, que hacían el tren. Los jefes agarraban a sus
hijas y las traían, las mostraban. Las mujeres de nosotros abrían las piernas, se señalaban, chillaban, se movían. Allí los blancos:
“Bueno; vos”; o: “Ésa”, o: “Aquélla”. Y venían, contentas. Contentos sus maridos, sus padres. (...)
Al hombre joven lo van criando en una ley nueva. (...) “Esto no se hace. Esto se debe hacer. Aquí hay remedio. Aquí hay
alimento. Esto está mal, o enferma, o mata”. Con los años, aquel pueblo se hace fuerte, bueno. Pinche de cocina en el hotel,
pensé: “Nací jefe y es para eso. Nadie no elige el pueblo en que nació, ni su hora, ni su cuerpo, ni el alma que lo habita. El
pueblo mío es bruto, anda bestia, confundido. Para eso nací. Y voy a cumplir”. (...) “Ya terminó la hora de nosotros en el
monte, ya terminó el monte y todo bicho del monte. Es la hora del blanco. El camino del paisano tendrá que pasar por allí”.
(Gallardo, 2000: 125-126)
La tensión de las dos voces que articulan la novela se torna en este pasaje evidente: la civilización ha logrado
convencer a este mataco de que su integración a la sociedad blanca, sin importar cómo, ha logrado arrancarlo del
estado de barbarie en que se hallaba. Y es nuevamente en la configuración del espacio donde mejor se observa esta
enajenación cultural. A diferencia de lo que ocurre en otras zonas de la novela, la plaza principal del pueblo es
percibida en escorzo, como a través de una ventana. Y la intuición perspectiva del espacio, al igual que en los otros
textos, no solo establece límites, sino que también concibe una utopía. Solo que aquí el espacio objeto de deseo
pertenece al otro y la utopía asume la forma de la sumisión a un tejido social inmodificable:
Allí la fiesta patria en la plaza del pueblo, con la música grande del soldado, del que dice: “Vayan al cine”, y tantos para
aplaudir, tantos de las escuelas con delantales blancos. El intendente que habla fuerte y la campana del franciscano sonando.
Allí la bandera. El cura allí, doña Eulalia, el turco, el doctor, el rico, en el palco del color celeste y blanco. El hombre joven
con su delantal en la fila con los que aprenden en la escuela. Y el paisano parado lejos, mirando. (Gallardo, 2000:86)
Pero para el momento en que Eisejuaz inicia el último tramo de su camino –presente de la enunciación–, el sueño
de hallar un lugar dentro de la sociedad blanca forma parte del pasado.
4 “Pero lavando las copas en el hotel me habló Él mismo. Tenía dieciséis años; recién casado estaba con mi mujer. El agua
salía por el desagüe con su remolino. Y el Señor de pronto,
en ese remolino. ‘Lisandro, Eisejuaz, tus manos son mías, dámelas’. Yo dejé las copas. ‘Señor, ¿qué puedo hacer?’ ‘Antes del
último tramo te las pediré’” (Gallardo, 2000: 18).
5 “Ahora sé. He comprendido las palabras que oí. Vendrá uno que me mande el Señor. Y a ese entregaré mis manos” (Gallardo,
2000: 65).
6 “Y pasé dos años preparándome, hablando con el Señor, esperando el día escrito por él, la llegada de aquel que me
anunciaron, ese a quien debía entregar las manos” (Gallardo,
2000: 67).
La visión en perspectiva del lugar por excelencia de la civilización, la plaza principal, no constituye aquí una visión
en prospectiva, como ocurría en “La cautiva”, “El matadero” y también en Fuegia, sino que se inscribe en otro
tiempo, el tiempo del duelo: se trata de un proyecto que ha sido. Por lo tanto, vedado su ingreso a los carriles
“normales” de la sociedad capitalista, Eisejuaz está condenado a moverse. En contraposición con el sueño de la
estabilidad del sitio propio, Eisejuaz hasta en sueños no para de correr:
Siempre corriendo, Eisejuaz, Este También, buscando. Viajando. Viniendo en bicicleta de Tartagal. Subiendo al ómnibus, al
tren. Buscando, Este También, por sitios nuevos, por calles, por un pueblo. Buscando en el monte, al otro lado de un río.
Corriendo, buscando a su mujer. (Gallardo, 2000: 47)
Es gracias al modo singular de andar de Eisejuaz que la novela configura espacios cuyas fronteras son siempre
provisorias en una clara contraposición con la rigidez y precisión con que los garantes del orden demarcan límites
y excluyen lo que amenaza con perturbarlos. Las muertes de Paqui y de Eisejuaz, con las que culmina su recorrido
y se cierra el texto, lejos de fundar un lugar, señalizan fundamentalmente su ausencia.
Bibliografía
Belgrano Rawson, Eduardo. 2005. Fuegia. Buenos Aires, Seix Barral.
De Certeau, Michel. 1996. La invención de lo cotidiano. I. Artes de hacer. México, Universidad Iberoamericana.
Echeverría, Esteban. 1983. La cautiva. El matadero. Buenos Aires, Abril.
Gallardo, Sara. 2000. Eisejuaz. Barcelona, Agea.

Você também pode gostar