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http://www.cce.co.cu/Art&Conf/33%20CLIO%20EN%20LA%20ENCRUCIJADA.pdf
CLÍO EN LA ENCRUCIJADA*
IURI M. LOTMAN
* Iuri M. Lotman, «Klio na rasput'e», en I. M. Lotman, Izbrannye stat'i, t. II, Tallinn, Aleksandra,
1992, páginas 464-171. [N. del T.]. Este trabajo se publicó por primer vez en Nashe nasledie, 5 (1988),
páginas 1-4. [Trad. esp., en I. M. Lotman, La semiosfera. II. Semiótica de la cultura, del texto, de la conducta y
del espacio (selecc. y trad. D. Navarro), Madrid, Cátedra páginas 244-254.]
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Los romanos decían: «Nomen est omen» —«El nombre es presagio». Este
proverbio, que se remonta, al parecer, a Plauto, inexplicablemente se justifica en la
cronología histórica. La cronología histórica es convencional: las fronteras de los
siglos, de las décadas, los conceptos de «principio de siglo», «fin de siglo», son
determinados por el punto de partida del conteo adoptado en tal o cual cultura,
diríase, completamente externo respecto a los acontecimientos históricos. Sin
embargo, tanto los historiadores como las personas en su práctica cotidiana saben
que la diferencia de una década respecto de otra, la «fisonomía del siglo», son cosas
reales, y las personas que se sienten iniciadoras de un siglo no se parecen a aquellas a
las que les toca hacer el balance del mismo.
Pero, desde luego, el asunto no está sólo ni tanto en las fechas. La realización
del balance histórico está ligada inevitablemente a la pregunta: «¿Adónde vas?» La
historia es una mirada al pasado desde el futuro, una mirada a lo ocurrido desde el
punto de vista de una idea sobre la «norma», la «ley», el «código» —sobre lo que
eleva el suceso al rango de hecho histórico y hace percibir los acontecimientos como
poseedores de sentido. A esto se ha de agregar que el fundamento de la ciencia
histórica se asienta en la idea de la regularidad [zakonomernost'] del proceso histórico.
Pero la propia idea de la regularidad de los acontecimientos pertenece al
pensamiento científico en su conjunto y también está sometida a cambios. En su
forma extendida inconscientemente (podríamos decir, de la vida cotidiana científica),
perteneciente no tanto al dominio de las ideas, como a la esfera de la psicología de
los científicos, la idea de regularidad se formó bajo la influencia de los éxitos en las
ciencias naturales en los siglos XVII-XVIII.
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La química se basaba en la idea de las regularidades unívocas. La reacción
química es semejante a una ecuación matemática: lo que está anotado en la parte
izquierda —los participantes de la reacción— puede ser la causa de un solo y único
efecto: el resultado que se anota en la parte derecha de la ecuación. En la probeta los
acontecimientos transcurren en el tiempo, pero la descripción de los mismos,
registrada en una hoja de papel, tiene un carácter puramente espacial: allí donde el
resultado del proceso está predeterminado unívocamente, el tiempo, de hecho, deja
de desempeñar el papel decisivo. El futuro se deriva predeciblemente de lo
precedente. Estos dos rasgos —la repetibilidad del proceso y la predecibilidad de su
resultado— empezaron a ser considerados como propiedades inalienables de la
causalidad como tal.
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sistema que alcanzó en el sujeto pensante el punto más alto de su desarrollo de
tomar conciencia de sus propias leyes ineludibles, y no el momento de la elección.
Por eso el acto del autoconocimiento era concebido como el fin de la historia,
mientras que, si entendemos la conciencia como elección de un camino, ese acto
resulta el principio de una etapa completamente nueva de la historia.
Sin embargo, más tarde la falta de desarrollo de las ciencias humanas —que sólo
hacia fines del siglo XIX y principios del siglo XX comenzaron a adquirir rasgos de la
ciencia tales como la investigación de los métodos propios, la atención al aparato de
la descripción científica, la revaloración crítica de su experiencia, la búsqueda de su
puesto en el sistema general de las ciencias— condujo a que la cuestión de la
influencia de los factores materiales sobre los espirituales y de los procesos objetivos
sobre la expresión subjetiva de los mismos fuera sometida a un examen reiterado y
profundo, mientras que los movimientos contrarios o atraían sólo a los seguidores
tardíos de la metodología romántica, o tenían un carácter puramente declarativo. Así,
por ejemplo, si nos limitamos a la ciencia patria, podemos señalar una situación
paradójica: es como si se sobrentendiera que el historiador puede ser un diletante en
cuestiones de psicología o lingüística históricas. Lo mismo puede decirse también de
otras «ciencias del hombre». Es como si la historia de las instituciones sociales, de la
lucha de las fuerzas sociales, de las corrientes ideológicas, hubiera abolido la historia
de los hombres, asignándoles el papel de figurantes en el drama universal de la
humanidad. No se niega, desde luego, la importancia de ellos, pero recuerda un
programa teatral en el que frente a los papeles están escritos varios nombres de
intérpretes que con igual éxito pueden desempeñar un mismo papel en el marco de la
pieza. «La historia escogió como su intérprete para un determinado papel a N. N.,
pero su curso no cambiaría si en el lugar de él se hallara Z. Z. Los matices que
introduciría otro intérprete del papel tienen relación con la casualidad, pero la
historia se ocupa de procesos regulares.» Aunque raramente alguien en la actualidad
formula precisamente así sus ideas, y se recurre, por regla general, a un «recuento»
ecléctico de propiedades individuales de personalidades históricas, como en las
revistas antiguas se coloreaba a mano la tirada de estampas en blanco y negro, el
fundamento del método es, a pesar de todo, precisamente ése.
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«lo individual». Se piensa que, para que devenga objeto del análisis histórico, el
hombre debe ser considerado como «representante» —de «la oposición boyarda» o de
«la gente del burgo» 1 , del «barroco» o del «romanticismo». En cambio, lo que lo hace
distinto de los «representantes» de esa misma categoría, se halla fuera de la ciencia
histórica y, en el mejor de los casos, puede ser entregado a los especialistas de
psicopatología o inscrito en el nebuloso dominio de las «particularidades
individuales».
Cuando en los años 30 del siglo XIX los historiadores europeos declararon que
el objeto de la historia es el estudio de las regularidades históricas, Nikolai Polevoi se
entregó, con el ardor del neófito, a esa idea:
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En respuesta, Pushkin, con la combinación de sensatez y profundidad que era
propia de él, escribió:
2 A. S. Pushkin, Poln. sobr. soch., en 16 tomos, Moscú, 1949, t.11, pág. 127.
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Imaginemos un experimento mental: el inventor del telar, o el astrónomo que
descubrió un nuevo cometa, murió en la niñez, sin haber realizado su
descubrimiento. Es del todo evidente que esos descubrimientos y construcciones
serán realizados tarde o temprano por otros hombres. Eso ocurrirá más tarde o más
temprano, pero el cauce de la corriente histórica no cambiará por eso. Pero si
hubieran muerto en la niñez Dante, Pushkin o Dostoievski, no sólo nunca habrían
sido escritas sus obras, sino que también la historia de Italia y Rusia —en resumidas
cuentas, la historia, por lo menos, de Europa— habría empezado a correr en otra
dirección. Podemos decir que en las esferas de la historia en que los hombres
desempeñan el papel de partículas de gran tamaño insertas en el movimiento
browniano de gigantescos procesos suprapersonales, las leyes de la causalidad se
presentan en sus formas simples, podemos decir: mecánicas. En cambio, allí donde
la historia se presenta como una enorme multitud de alternativas, la elección entre las
cuales se realiza mediante la fuerza intelectual y volitiva del hombre, es necesaria la
búsqueda de fórmulas nuevas y más complejas de la causalidad.
Ante todo señalaremos que esta cuestión tiene un carácter científico general, y
no solamente cientificoartístico. El túnel se está cavando por los dos extremos.
Mientras que la ciencia del hombre, en particular la semiótica de la cultura, busca
regularidades del proceso cultural y aspira a comprender la naturaleza de los
mecanismos antientrópicos de la historia, en el otro extremo del túnel se oyen
fuertes explosiones: aparecen los trabajos del químico y físico belga de origen ruso,
laureado con el Premio Nobel, Ilya Prigogine, dedicados a los procesos irreversibles
en la química y la física, el papel de la casualidad y la impredecibilidad en la estructura
del mundo como tal. El cuadro del mundo se complica de manera inaudita, y la
ciencia del arte, la culturología, y hasta la ciencia del hombre en su totalidad, se
convierten, de región de la periferia científica, en polígono metodológico de la
ciencia en general. Tiene lugar como un enroque: las causalidades que nos son
conocidas por la mecánica y son ilustradas con el despliegue de alguna sola
regularidad dominante, que excluyen la casualidad del dominio del examen científico
o la arrinconan por completo en el dominio de la estadística, pretendían representar
la estructura del mundo en su totalidad, y a la «caprichosa» esfera de la creación
individual le asignaban benévolamente un rinconcito entre las rarezas y monstruos
de un museo de curiosidades mundial. ¿No ocurrirá pronto que los conceptos
acostumbrados de lo regular resultarán, al igual que la física newtoniana, un caso
particular, y lo que parecía periferia se revelará como un principio estructural
universal?
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en que no se puede predecir el desarrollo ulterior. Aquí entran en acción el intelecto
y la personalidad del hombre que realiza la elección. Ésos son los «minutos fatales»,
según Tiútchev, o los momentos de bifurcación, según Prigogine 3 . Por consiguiente,
el intelecto del hombre no sólo refleja pasivamente la realidad exterior, sino que
también es un factor activo de la vida histórica y cósmica. De ahí el papel —histórico
y cósmico— de la cultura humana, de esa inteligencia colectiva de la humanidad. De
ahí también el papel de la culturología.
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desarrollo ulterior puede ir con igual probabilidad por varias direcciones) se conecta
un aparato de fluctuación: de amputación de unas variantes y elección de otras. Eso
libra de automatismo la evolución y le permite al científico formular la conclusión:
«La irreversibilidad y la inconstancia están estrechamente ligadas: el tiempo
irreversible, orientado, puede aparecer sólo porque el futuro no está contenido en el
presente» 7 , más exactamente: está contenido en él como una de las posibilidades. El
«guión férreo» —sueño de Eisenstein— no es una ley para los sistemas evolutivos, la
historia entre ellos. Uno de los efectos del viraje general del pensamiento científico
consiste en que al historiador le empiezan a interesar los acontecimientos no por sí
mismos, sino sobre el fondo de un campo de posibilidades no realizadas. Para el
historiador, los caminos no recorridos son tan reales como los recorridos. Y lo que
provocó la realización de unos y la no realización de otros, empezando por el granito
de arena que cambió la dirección de una avalancha, se vuelve un hecho histórico.
Pero, desde luego, avanza a uno de los primeros puestos la idea de que en la esfera
de la historia el momento de la fluctuación es realizado por el hombre en
dependencia de su comprensión del mundo, su pertenencia a una tradición cultural,
su inserción en el complejo de una semiótica social. Clío se presenta no como una
pasajera en un vagón que rueda por los rieles de un punto a otro, sino como una
peregrina que va de encrucijada en encrucijada y escoge un camino.
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elección, el destino, los principios humanos: la razón y la conciencia. El cruce de
caminos concede una elección al que llega. Clío salió al cruce de caminos.
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