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La lectura del libro XI de las Confesiones de Agustín de Hipona me ha permitido afrontar una de las

reflexiones clásicas sobre el tiempo.


Su estructura de diálogo íntimo dirigido retóricamente al dios cristiano de la época me ha facilitado
un acercamiento en su contexto histórico: rescatar la filosofía griega clásica para fundamentar la
religión cristiana, un ejemplo de sincretismo para hacer compatible la fe y la razón, subordinando a
esta última.
En el libro XI de las Confesiones parece que se hace una crítica de la idea vulgar sobre el tiempo; sin
embargo, una lectura reposada permite ver cómo se analiza la experiencia del tiempo, de su fluir,
como un paso de momentos definidos por el ‘ahora’.
El análisis rechaza la visión vulgar del tiempo mostrando una paradoja: está compuesto por el
pasado, el presente y el futuro, pero el pasado no lo podemos concretar porque ya no es; el futuro aún
no ha llegado; y el presente aparece como siempre divisible y por lo tanto sin extensión, llevando a
plantear que el tiempo tiende a no ser y el presente no puede ser constante ya que entonces
equivaldría a eternidad:
“Lo único que digo con seguridad es que sé que si nada pasara, no habría tiempo pasado, y si nada viniera, no habría
tiempo futuro, y si nada existiera, no habría tiempo presente. Pero esos dos tiempos, el pasado y el futuro, ¿cómo pueden
existir, si el pasado ya no existe y el futuro todavía no existe? En cuanto al presente, si siempre fuera presente y no llegara
a ser pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad. Y si el presente, para ser tiempo, necesita que llegue a ser pasado,
¿cómo decimos que existe el presente, si su razón de ser consiste en dejar de ser, de modo que en realidad no podemos
decir que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no existir?” (Confesiones, XI, Capítulo XIV, 17).

Me parece que la paradoja se usa como un recurso retórico, un recurso interesado para llevarnos a un
callejón sin salida: no nos permite hablar de unidad temporal ni detenernos en el pasado, ni en el
presente ni en el futuro.
Se pueden separar las dos soluciones que Agustín de Hipona da a esa aparente paradoja:
La primera se enfoca a mostrar que la idea de tiempo contiene un presente triple (presente de lo
pasado, presente de lo presente y presente de lo futuro) que existe (está presente) por la acción o
extensión del alma o del espíritu: existe y lo podemos medir.
La segunda se enfoca hacia la relación del tiempo con el movimiento. Refuta la idea de que el tiempo
sea movimiento de los cuerpos porque el movimiento se mide en el tiempo. El tiempo nos ofrece una
unidad de medida para los movimientos. Agustín de Hipona pone el ejemplo de recitar versos: al
comparar las sílabas largas con las breves medimos su duración; la sensación de que son largas y
breves es variable y por eso necesitamos algo invariable al compararlas:
“Deus creator omnium: Dios creador de todo. Este verso consta de ocho sílabas, alternando las sílabas breves y las sílabas
largas. Las cuatro breves -la primera, la tercera, la quinta y la séptima- duran un solo tiempo con respecto a las cuatro
largas -la segunda, la cuarta, la sexta y la octava-. Cada una de las sílabas largas dura doble tiempo con respecto a cada
una de las sílabas breves. Las pronuncio y las repito y compruebo que es así en cuanto me permite sentirlas claramente el
oído. Si tengo un oído fino, puedo medir la sílaba larga por la breve y advierto que la larga dura justamente el doble.
Pero cuando se pronuncia una sílaba detrás de otra, si la primera es breve y la segunda larga ¿cómo podré detener la
breve y cómo podré aplicarla a Ia medida de la larga para comprobar que la larga dura exactamente el doble siendo así que
la larga no empieza a sonar hasta que no termina de sonar la breve? Y la propia sílaba larga, ¿la mido como presente,
siendo así que no puedo medirla más que cuando ha terminado? Su terminación es su tránsito hacia el pasado. Entonces,
¿qué es lo que mido? ¿Dónde está la sílaba breve con la cual mido? ¿Dónde está la larga que quiero medir? Ambas
sonaron, desaparecieron, pasaron y ya no existen. Y sin embargo, puedo medirlas y respondo con absoluta confianza que
puede uno tener un oído experimentado y sabe que la sílaba breve dura un tiempo y la larga dos tiempos. Y esto no podría
hacerse más que porque las sílabas han pasado y han terminado de ser pronunciadas.
Por consiguiente, no son esas sílabas, que ya no existen, las que mido. Mido algo de mi memoria que permanece fijo en
ella.
En ti, alma mía, mido yo el tiempo. No me importunes que así es. No te aturdas con la multitud de tus sensaciones. En ti,
vuelvo a repetir, mido yo el tiempo. La sensación que en ti producen las cosas que pasan y que permanece cuando han
pasado, es lo que yo mido como presente. No mido las cosas que han pasado para causar esa sensación. Cuando mido el
tiempo, mido esa sensación Luego o esta sensación es el tiempo o yo no puedo medir el tiempo”. (Confesiones, XI,
Capítulo XXVII, 35).

Agustín de Hipona, al reflexionar sobre el tiempo, al analizar cómo es la noción vulgar del tiempo y
cuáles son sus limitaciones e incoherencias nos lleva al callejón sin salida de la experiencia de la
medida del tiempo y lo hace al preguntarse retóricamente qué la condiciona. Hábilmente, nos ofrece
una puerta para salir, la que el autor buscaba con la retórica: es el espíritu lo que unifica y conjuga
los tres momentos temporales. El espíritu nos permite la triple actividad de la memoria de lo
ocurrido, la atención a lo que ocurre y la espera de lo que puede ocurrir.
Agustín de Hipona utiliza el fecundo recurso de contraponer el tiempo del reloj con la vivencia
subjetiva del tiempo. El tiempo como experiencia vital de los sujetos que marca lo que se vive en el
presente, la interpretación del pasado y la proyección que hacemos hacia el futuro. La memoria está
al servicio de quien recuerda y no de lo recordado. Lo que esperamos del futuro depende de cómo
hemos vivido el presente y el pasado y lo que necesitamos y/o tememos.
Agustín de Hipona recurre a la clásica consideración binaria del tiempo (kairos-chronos)
distinguiendo entre tiempo subjetivo y objetivo; distinción que se ha presentado en la historia del
pensamiento y en la de la literatura con formas diversas: tiempo histórico/tiempo mesiánico; tiempo
continuo/interrupción del tiempo; tiempo biográfico/tiempo conceptual; tiempo mecánico/impulso
vital.
Me da la impresión de que en este texto Agustín de Hipona busca justificar, desde su planteamiento
cristiano sobre el ser humano como ser vivo espiritual, que por ello es el único ser que puede percibir
el tiempo, que puede darle un significado. Y este planteamiento encaja sin dificultad con el enfoque
teológico cristiano en el que el tiempo es un instrumento con el que su dios va a llevar a cabo su
voluntad de salvar a la humanidad.
Para la mirada actual es menos problemático que en la época del autor, establecer una igualdad, una
equivalencia o incluso una dialéctica, entre el espíritu (o el alma) y el tiempo, entre la psique y el
tiempo, entre la subjetividad individual y el tiempo. Ese es el elemento que más me ha llamado la
atención porque de ahí se puede llegar a que el tiempo es una fuente de sentido para la vida.
Me gusta poner en relación esta idea de que el tiempo es fuente de sentido para la vida con la toma
de decisiones, con su momento moral; y me gusta porque la preocupación moral tiene interés para la
epistemología. Y hago esa puesta en relación deteniéndome en el momento de la toma de decisiones
que nos muestra el mito de la caverna de Platón en el que las personas que están encadenadas de
espaldas a la luz, cuando las desencadenan y tienen que elegir entre seguir avanzando y quedar
cegadas o mirar hacia lo que hasta ese momento les tranquilizaba y daba seguridad. El momento de
la toma de decisiones es moral (e incluso político, religioso o místico según el punto de vista) y está
profundamente entrelazado con lo vivido por el sujeto, con el sentido que le atribuye a lo vivido.

Este ejercicio de lectura de un texto clásico sobre el tiempo me permite bucear en los esfuerzos del
autor para tratar un concepto importante como es el del tiempo y hacerlo con respeto. Sin duda en la
historia de la filosofía sus esfuerzos han podido quedar aparcados, ser superados o incluso disueltos,
pero es un rica ocupación seguir el rastro de sus esfuerzos por esclarecerlo. Pienso que es muy
instructivo analizar las rutas que se han explorado, pensar el contexto y los objetivos a partir de los
que nacen sus problemáticas al margen del balance final y global tras un buen número de siglos. Y,
desde la modestia de un estudiante de los primeros cursos, tengo la sensación que he leído un texto
muy importante en la historia de la filosofía o por lo menos en la del concepto de tiempo ya que es
plausible su influencia posterior en muchos autores, desde Kant hasta incluso Heidegger.
Leer hoy este libro XI de las Confesiones de San Agustín nos permite reflexionar sobre esas
manifestaciones del espíritu: cómo la memoria puede convertirse en olvido o en excitación, la
atención en distracción o en actuación y la espera en renuncia o en movilización. Preguntase por el
tiempo es preguntarse por el ser humano; es preguntarse por sus percepciones, sus sensaciones, sus
sentimientos; por su posibilidad de elegir, de querer y de rechazar; por la posibilidad de la libertad y
de la emancipación humanas.
"En cualquier caso, la vida de la sociedad exige un orden cualquiera, un orden relativo, hasta el
punto de que si deja de lograrse el orden socialista se impondrá de nuevo más duramente, por
reacción, el anti-orden burgués. Eso determina la inevitabilidad de luchar contra el tiempo". Manuel
Sacristán, El orden y el tiempo.
es mérito de este último escrito de Sacristán, en mi opinión, el haber esbozado la particular importancia que en
aquel singular centro de anudamiento de relaciones que fue el hombre Gramsci tuvieron los conceptos de
«orden» y «tiempo», la aspiración a un orden intelectual y moral colectivo, a un orden nuevo, y la percepción del
tiempo desde la tajante negación voluntarista contenida en Il grido del popolo (el pensamiento revolucionario
niega el tiempo como factor de progreso) a la trágica afirmación final del mismo como simple pseudónimo de la
vida (una referencia, ésta última, que también para Sacristán, quien cuando escribía esto sabía que tenía los días
contados, cobraba un significado muy preciso).

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