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Por los caminos del Homosapiens

Manuel Zapata Olivella

¿Cómo expresar cualquier sentimiento amoroso, colérico y artístico de nuestra conducta?


¿O los contrapuestos afectos que envuelven las palabras, Dios y hombre, vida y muerte?
¿Y cuáles las estrategias conceptuales para distinguir, mezclar y expresar las emociones
psicoafectivas que nos inspiran los colores y tonalidades frente a un cuadro de Rembrandt,
Rivera o Leonardo?
¿Cómo derivar por los olores de un jardín lo que quieren decirnos el titilar de las estrellas
en lo alto del firmamento?
¡Aun más paradójico e inexplicable que podamos evocar durante el sueño onírico,
emociones y experiencias vividas en la vigilia!
La paleontología al escrutar los primeros pasos del Homosapiens, ha podido seguir paso a
paso las huellas anatómicas y fisiológicas que le permitieron el desarrollo de sus facultades
sensitivas y respuestas abstractas mediante el pensamiento.
De igual modo a partir de los gestos, aullidos y silbos, logró articular sílabas y palabras
hasta tejer el lenguaje que le permitiera conformar familias, hordas y clanes.
Todo ello después de alcanzar en las cavernas, todavía a oscuras, los fundamentos
indispensables para la creatividad material y espiritual de la cultura.
Observador insomne de la naturaleza y la vida, siempre enfrentado a las fieras, hambrunas,
enfermedades y climas rigurosos, le obligaron a inventar herramientas nunca antes
existentes: agujas con astillas de huesos; arcos y flechas, cachiporras de palo y piedra,
coberturas de pieles, etc.
Indudablemente el uso del fuego constituía el principal aliado para subsistir, como se ha
comprobado por las cenizas y piedras ahumadas en las primeras cuevas que habitó. Desde
luego también fue un recurso para protegerse de las bajas temperaturas y en sus excursiones
por la selva mediante antorchas flamígeras.
Pero su empleo debió ser el resultado de un largo proceso de creatividad inteligente y de
repetidos intentos, desde aprovechar y conservar las brasas de los incendios hasta la chispa
al frotar palos y piedras de pedernal.
En períodos posteriores y en distintos continentes los arqueólogos han podido deducir los
primeros atisbos de religiosidad del hombre primitivo, al excavar dólmenes y pictografías
en rocas ribereñas; templetes en altas cumbres y sarcófagos con restos humanos tatuados y
junto a ellos cadáveres de animales de caza y plantas comestibles petrificadas, indicios
ciertos de rendir cultos a la muerte y a una esperada vida de ultratumba.
Acucioso observador de los fenómenos naturales entendió los movimientos del sol, la luna,
los mares y ríos; la velocidad del relámpago y su compañero el trueno; las corrientes y
rumbos de los vientos; la sucesión de las noches y los días; las múltiples y cambiantes luces
de las auroras, crepúsculos y arco iris, pruebas inequívocas de poseer espíritus que los
animaban, razón por la cual las ciencias antropológicas lo consideraron como el primer
sistema de creencias empero mágicas al cual denominaron “animatismo”.
En esta nebulosidad de ideas mágicas, la siguiente aventura fue descubrir que los animales
también poseían un espíritu que les permitía rechazar movimientos autónomos para correr,
sujetar objetos con las manos, y sobre todo ayuntarse en parejas de distintos sexos para
copular y procrear hijos, según las diferentes especies: mamíferos, aves, peces, reptiles e
insectos.
Observó que, a diferencia de ellos, los árboles siempre en raíz en la tierra no se
desplazaban, pero al florecer esparcían semillas que arrastradas por el viento generaban
nuevos y abundantes bosques.
Sin mayores conjeturas, el hombre primigenio consideró que tanto los animales y árboles
poseían espíritus superiores a los que animaban los vientos, fuegos, noches y días; y
procedió a implorarles sus poderes, dando principio al toteísmo, término utilizado por la
antropología moderna.
Ansioso de proteger su vida y prole suplicante le pidió al feroz león le prestara sus garras
depredadoras.
Quiso también poseer las alas y ojos oteadores del halcón.
Al búfalo padrote envidió su falo fecundador.
Sintiéndose frágil por su desnudez, buscó protegerse con la doble coraza del rinoceronte
antidiluviano.
Para nadar en los ríos propuso obediencia al cocodrilo.
Y ávido de conocimiento al longevo y filósofo mamut, lo hizo su maestro en el arte de
rumiar la sabiduría.
Por aquellos tiempos, en el período paleoindio de América ya nuestros ancestros rendían
culto totémico al jaguar, la serpiente y la llama, al igual que a los árboles.
Aun más, en la tradición de los mayas, los propios hombres se consideraban creados por el
Dios Quetzalcoalt, la serpiente emplumada, con tallos y mazorcas de maíz.
Simultáneamente en África, los sudaneses del área subsahariana tenían como templo
sagrado al Caobabo de frondoso follaje en cuyas ramas dormían sus difuntos, pudiendo
conversar con ellos en noches de luna llena. Le daban gracias por sus cosechas y
nacimiento de los recién nacidos en la comunidad, ataviados de blanco y coronas de flores,
se los presentaban bailando al son de retumbantes tamboras o “lincas”.
Con el devenir de los tiempos concebirían el mayor prodigio de la imaginación: deificar a
los propios humanos, dando origen a las mitologías y religiones.
Se calcula que aproximadamente quince o más siglos antes de nuestra Era, en la
Mesopotamia, istmo entre Asia y África a orillas del mar Mediterráneo, convivieron los
pueblos más antiguos del Orbe, atraídos por la fertilidad y las tierras bañadas por los
caudalosos ríos Nilo en la vertiente africana y el Tigris y el Éufrates en la asiática.
Allí intercambiaron las primeras experiencias culturales logradas por los hombres dispersos
en los distintos ambientes de la naturaleza: agricultura, pesca, pastoreo, metalurgia,
artesanías, edificaciones, etc.
Ámbito propio donde los diversos lenguajes entretejieron y unificaron mitologías, cultos
religiosos, alfabetos matemáticos y astronómicos. Placenta de las ulteriores civilizaciones
de la antigüedad.
Entre sus pobladores figuraban descendientes directos del Homosapiens africano: nilóticos,
etíopes y kennatas de los Grandes Lagos Victoria (Olde Way), inventores de las primeras
herramientas.
Así mismo descienden los zulúes de Sudáfrica.
Entre los más industriosos se destacaban los egipcios, babilónicos, asirios y fenicios.
Del continente euro-asiático procedían pobladores griegos, romanos, celtas, ibéricos,
tartesios.
Entre los primigenios habitantes del Asia, figuraban indios, persas, mongoles, chinos y
japoneses.
Y desde luego, nativos del océano Índico, indostaníes, malayos y negritos, seguramente los
más antiguos pobladores de América.
Si bien es cierto que siglos más tarde en las plazas y calles de Atenas, Roma y el Cairo
disertaban filósofos, legisladores y matemáticos y en el armazón de esta Arcada de dioses,
musas, ninfas y sátiras, las ambiciones obnubilaron a los césares, faraones, reyes y
príncipes, quienes validos de legiones y caballerías armadas de corazas férreas y espadas de
acero, conquistaron a pueblos pacíficos y religiosos para esclavizarlos a nombre de sus
divinidades.
Desde la chispa de pedernal a la desintegración atómica y los viajes interplanetarios
Si hemos sido extremadamente prolijos en esta historia del Homosapiens desde su
primigenia barbarie, ha sido sólo para resaltar que tales prodigios y oprobios fratricidas
fueron perpetrados sin que los más avanzados científicos conocieran la dinámica cerebral
generadora de las potencias abstractas del pensamiento.
Sin embargo, mucho más sorprendente y terrorífico es constatar que hoy, cuando se conoce
la estructura y fisiología de las neuronas cerebrales, igual en todos los hombres, llevados
por delirio de grandeza y poder, hayamos convertido nuestro planeta en sepulturas de las
modernas civilizaciones.
Aunque las hojas de la historia parecieran adentrarse a nuestros pasos, la verdad es que
hace tan sólo 100 años y unos cuantos días atrás, en 1906 fue cuando el sabio español
Santiago Ramón y Cajal, sorprendió al mundo científico al anunciar que había hallado el
método para identificar las células nerviosas o neuronas de la corteza gris del cerebro,
altamente especializadas en las funciones del pensamiento. Tras analizar los complejos y
microscópicos fenómenos involucrados en el proceso, los denominó por vez primera: arco
reflejo monosináptico, lo que le valió el Premio Nóbel de la Academia de Ciencias de
Suecia (Fisiología humana, Bernardo Houssay).
Apenas cuatro años antes, el fisiólogo ruso Ivan Pavlov había sido galardonado con igual
distinción por su experimento sobre los reflejos condicionados e incondicionados de la
actividad nerviosa de los hemisferios.
Tales aportes convulsionaron las ideas filosóficas, religiosas y científicas de milenios de
historia, reduciendo las especulaciones metafísicas sobre el don divino de la inteligencia, a
las dimensiones microscópicas observadas en una placa ácida con reactivos químicos.
A estos sorprendentes descubrimientos no tardaron en sumarse los ensayos del médico
Segismundo Freud, quien ya basado en pruebas anatómicas y fisiológicas, formuló su
“Teoría Psicoanalítica del Consciente y el Inconsciente” ubicándolos respectivamente en
las neuronas de la corteza cerebral y en los núcleos del hipotálamo.
Las interpretaciones freudianas de los complejos incestuosos de Edipo y Electra, tomados
de los dramas míticos de la literatura griega, sintieron el rechazo de la Iglesia Católica que
veía socavados los fundamentos consuetudinarios de la Familia Sagrada.
A su vez los médicos que defendían la patología organicista, consideraron el psicoanálisis
como un renacer de la brujería bajo el ropaje seudocientífico.
Se replanteaba, pues, la vieja encrucijada entre el conocimiento empiromágico que había
nutrido la sabiduría de los pueblos a través de la historia, enfrentando al pensamiento
filosófico y religioso de la praxis cultural y científica.
Un dilema ontogénico que se recrea en cada niño que nace al convertirse en un nuevo
demiurgo cuando inventa sus primeras palabras para reconstruir la realidad a imagen y
semejanza de sí mismo.

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