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Viendo a sus hombres cada vez más débiles, Barbalechuga decidió preparar
él mismo algo de comer para todos usando sus verduras y legumbres.
Cuando los piratas se encontraron con aquel festín, ni se lo pensaron. En un
abrir y cerrar de ojos se lo comieron todo.
Los piratas se miraron los unos a los otros, extrañados. Después de unos
segundos, se echaron a reír y dijeron:
- ¡Más tofu!
Y así fue como los piratas del capitán Barbalechuga empezaron a comer de
todo. Y, aunque no le quitaron el mote a su capitán, dejaron de burlarse de
él.
De la comida robada nunca se supo nada, aunque hay quien piensa que fue
el propio capitán quien la escondió, cansado de burlas sobre su forma de
comer, para darles una lección. Pero eso, solo son rumores.
El niño verde
Era el primer día de curso en Villanormal, un pueblo normal
y corriente en el que nada ni nadie destacaba sobre lo
demás. Y es que en Villanormal existía una ley de normalidad, en la que se
decía cómo tenían que ser las cosas para que fueran normales.
Un día llegó al pueblo una mujer extraña. Había heredado la casa de una tía
abuela lejana y había decidido irse a vivir allí. Pero como no era como los
demás, la gente no le dirigía la palabra, y se apartaba de su camino al
pasar.
Poco a poco, la gente empezó a ser más y más antipática con ella. La mujer
estaba muy enfadada, pues no entendía qué pasaba.
Solo un niño, Tito, el hijo del alcalde, era amable con ella.
- Te tratan así porque eres diferente -le dijo el niño-. Para ellos no eres
normal. Pero a mí… A mí me encantaría ser diferente.
- ¿Cómo de diferente? -preguntó la mujer.
- Me encantaría ser un niño verde -dijo Tito.
- ¿Y que haría tu padre entonces? -preguntó la mujer.
- Supongo que no le quedaría más remedio que cambiar la ley de
normalidad para que no me echaran del pueblo -dijo el niño, riendo solo de
pensarlo.
- Yo puedo ayudarte si quieres -dijo la mujer-. Soy bruja. Estoy jubilada, pero
todavía puedo hacer hechizos interesantes.
- ¡Claro!
- De acuerdo. Mañana, antes de ir a clase, ven a verme a casa y haré el
hechizo.
Otro niño se levantó gritando que él quería ser rojo, y luego otro diciendo
que quería ser violenta, y otro diciendo que quería tener la piel de lunares.
El silencio de tu voz
Un día llegó al cole una niña nueva. Se llamaba Adela. Adela sonreía mucho,
pero no hablaba nada. Nada de nada.
Los demás niños miraban a Adela con curiosidad. Hablar no hablaba nada,
pero hacía unas cosas raras con las manos. Lo más raro de todo es que la
mamá de Adela, cuando dejaba a la niña en el cole, le hacía también cosas
muy raras con las manos.
-¡Hola!
Adela se dio la vuelta y vio a Anita llorar. A Adela no le gustó ver a la niña
llorar y fue a estar con ella.
-¡Quita, tonta! -le gritó Anita-. Y deja de hacer cosas raras con las manos.
-Anita, no digas esas cosas -dijo la maestra-. Adela no oye, ni tampoco sabe
hablar. Es sordomuda. Su manera de comunicarse es a través de gestos con
las manos. A eso vamos a jugar hoy.
El espantador de tormentas
Dicen que cuando alguien canta mal el cielo llora de
pena. Pues esto no es exactamente lo que ocurría
cuando Ben cantaba. Pero será mejor que empiece la
historia desde el principio.
El día que debutó el coro todo el barrio acudió al concierto. Todo el mundo
aplaudió y aplaudió, y pidieron que cantaran otra canción y otra más,
porque estaban entusiasmados. La verdad es que algo había que hacer
mientras pasaba la gran tormenta que estaba cayendo.
- Gracias Ben -le dijo una niña pequeña-. Gracias a lo mal que has cantado
has conseguido espantar a la tormenta.
Cuando entró en la cueva empezó a darse cuenta de que no era tan mayor
de lo que creía porque estaba… ¡Muerto de miedo! Oía ruidos extraños de
pisadas, gritos de animales, estaba todo tan oscuro… Decidió taparse los
ojos con las patas cuando sintió que algo le picaba. Se dio lentamente la
vuelta y gritó:
- ¡¡Un monstruo!!
En esos momentos sólo podía abrazarse muy fuerte a Señor Otto, su viejo
oso de peluche, y pedirle ayuda. Era muy valiente. Mientras el niño le
apretujaba bajo el edredón y cerraba los ojos con fuerza, no dudaba en
enfrentarse a los monstruos y pelear con nobleza toda la noche hasta lograr
encerrarlos nuevamente en el armario. Cuando terminaba, apoyaba una
silla contra el pomo del armario para que no pudieran abrirla otra vez.
Noche tras noche Álvaro suplicaba a su mamá que dejase la luz del cuarto
encendida. Pero su mamá abría el armario y ante el asombro de Álvaro,
metía la cabeza dentro, luego los brazos y el tronco, para que el niño
comprobase que no había ningún peligro. Finalmente movía las perchas con
la ropa de un lado a otro y le decía:
- ¿Ves cariño? No hay sombras tenebrosas aquí.
- ¡Sí las hay, mami!
El dragón vegetariano
Poco a poco, las burlas fueron cada vez más frecuentes. Al principio, el
dragón vegetariano se defendía, y les pedía que respetaran su decisión.
Pero ninguno le hacía caso, así que acabó cansándose y, simplemente, no
les decía nada.
- Gracias amigo. Nos has cuidado y nos has curados con tus verduritas, a
pesar de todo lo que nos hemos reído de ti .
- ¡No son tan malas, eh! - dijo el dragón sonriente.
- ¡Desde luego que no! - dijeron todos los dragones a la vez.
- Su madera me será mucho más útil - pensó el dueño del jardín -. Al menos
me servirá para avivar la chimenea en invierno.
Pero justo cuando el jardinero iba a empezar a cortar el árbol, llegaron los
niños que solían jugar cerca de él y le pidieron que parase.
Poco a poco, la vida alrededor del árbol se fue haciendo cada vez más
alegre. Todo iba bien hasta que un día un niño se apoyó en su tronco y el
árbol.. ¡gruñó de nuevo! Todos se apartaron asustados, hasta que el
pequeño tuvo una idea:
- A ver, árbol, si estás enfadado gruñe una vez, si estás contento, gruñe dos
veces.
El árbol gruñó dos veces. Todos los niños estaban sorprendidos con aquel
descubrimiento.
- Si te gusta que estemos aquí gruñe una vez, y si no, gruñe dos veces.
Desde entonces hay siempre mucha actividad alrededor del árbol, que no
ha vuelto a decir nada para que no se vayan los pájaros ni dejen de crecer
las flores. Aunque de vez en cuando emite su curioso gruñido como forma
de decir a los niños lo mucho que le gusta que jueguen con él.
Naím estaba cada día más triste porque Luda no quería leer con él y le
estropeaba los libros cuando se los enseñaba. Y Luda cada día se mostraba
más nerviosa porque apenas salía a correr.
Un día la maestra le preguntó a Naím por qué estaba tan triste y de tan mal
humor. Naím le contestó:
- Luda no quiere aprender a leer, sólo quiere salir a la calle a jugar.
- Pero Naím, eso es normal -dijo la maestra -. A los perros les gusta correr y
jugar. La lectura es para las personas.
- Pero señorita Lucía -dijo uno de los niños dirigiéndose a la maestra -, a mí
también me gusta jugar y correr, y no soy un perro.
Naím estaba cada día más contento, aunque no se sentía del todo
satisfecho porque Luda seguía sin interesarse por la lectura.
Durante muchos días, Naím jugó con Luda a este juego, utilizando pelotas
de diferentes colores y tamaños y ambos lo pasaron muy bien.
Naím no consiguió que Luda aprendiera a leer como las personas, pero
aprendió a aceptar que sus deseos e intereses no son más importantes que
los de los demás, y que preocupándose por lo que quieren los otros se
pueden encontrar soluciones divertidas para todos.
La cabaña encantada
Érase una vez, en una aldea soleada, una cabaña muy
pequeña en la que nadie vivía. Estaba muy descuidada y
abandonada y todos los habitantes de la aldea decían que
era una cabaña encantada.
Nadie se atrevía a entrar y a todos les daba miedo. Nunca nadie tuvo valor
de acercarse y siempre hablaban de ello.
De entre todos los niños, había uno que se llamaba Julián del que siempre
se burlaban porque era muy miedoso. Julián estaba cansado de que lo
trataran así y aunque nunca decía mentiras, pensó que si les hacía creer
que él había entrado en la cabaña dejarían de reírse de él y creerían que
era un verdadero héroe.
Así que un día, Julián inventó una historia y fue a contársela al resto de
niños de la aldea.
- Soy el primero que ha entrado en la cabaña encantada.¡Soy el más fuerte
y valiente de toda la aldea!i
- ¿Ah sí? ¡Ja! Eso habrá que verlo - le contestó uno de los niños de la aldea
Juan sacó de dentro una valentía que nunca antes había demostrado para
contestarles. Pero no se daba cuenta de que se estaba metiendo en un
buen lío...
- Podéis venir conmigo a la cabaña. Si es que estáis dispuestos claro… - dijo
Juan
Julián estaba asustado. Él sólo quería que los niños de la aldea dejaran de
meterse con él y ahora no sabía qué iba a hacer. Si reconocía que les había
mentido se reirían aún más de él. Su única esperanza es que los niños no
acudieran a su cita en la cabaña.
Se hizo un gran silencio. Después uno por uno reconocieron que ellos
también estaban asustados. Al final, el más mayor pidió en nombre de
todos perdón a Julián porque no se habían portado bien riéndose de él
cuando a ellos también les daba miedo entrar en la cabaña.
Poco a poco, el marcianito le fue cogiendo el gusto a eso de meterse con los
demás. Y así, el marcianito iba de planeta en planeta metiéndose con los
que él creía que eran peores que él.
La noticia de que un marcianito abusón iba por ahí metiéndose con todo el
que podía llegó a todos los rincones del universo. Cucuruchaqris, el gran
señor de todas las galaxias, también se enteró. Y decidió poner fin a las
andanzas del marcianito abusón.
Ese mismo día, el marcianito salió de paseo. Y al primero que vio que no le
gustó le dijo:
-¡Eh, tú, gordo! ¿A qué no sabes quién es el más molón de todo el universo?
El marcianito fue a pedir perdón a todas las personas con las que se había
metido aquella tarde. Y volvió a ser el que había sido.
Y lo mejor de todo es que, para calmar los ánimos, les fue diciendo a todos
que tenían otras cualidades maravillosas: una bella sonrisa, unas bonitas
manos, un hermoso cabello…. Y, según lo decía, todas esas cualidades iban
apareciendo en él.
Y así fue como el marcianita molón aprendió una gran lección y se convirtió,
ahora sí, en el marcianito más molón de todo el universo.
El robot lazarillo
- Eres alérgico a los perros -le dijo el médico-. Pero no te preocupes. Tengo
la solución.
- No quiero ninguna solución -dijo Michael. Quiero a mi perro.
A los padres de Michael les pareció una idea fabulosa, aunque el niño no
quería saber nada de aparatos raros de esos.
El robot también se rió con ganas. Y el perro parecía también muy contento.
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