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El capitán Barbalechuga

Había una vez un capitán pirata al que


todos llamaban Barbalechuga. En realidad,
no tenía ninguna lechuga en la barba, ni
tampoco tenía la barba de color verde. A
este pirata le llamaban Barbalechuga
porque era vegetariano y no había día que
no comiera una o dos veces ensalada de
lechuga.

Barbalechuga comía todo tipo de verduras


y frutas, legumbres y tofu. Y siempre había
muchos alimentos de estos en el barco,
aunque los otros piratas preferían comer
otras cosas como carne y pescado. Además, Barbalechuga también comía
cereales, huevos y leche.

Los piratas de vez en cuando se burlaban de su capitán y le escondían el


tofu y las legumbres para hacerlo rabiar. Pero le respetaban, porque aunque
estaba un poco más flacucho de lo normal en un pirata, era un pirata
valiente y fuerte.

Un día, sin saber cómo, la carne y el pescado en salazón de las despensas


del barco desaparecieron, y no había manera de que los peces picaran el
anzuelo.

Alguien había robado la comida a los piratas del Capitán Barbalechuga y


había asustado a los peces. Y estaban en alta mar, sin viento para navegar.

- ¿Qué haremos ahora? -se lamentaban los piratas.

Estaban muy lejos de cualquier puerto, y sin viento, el barco no podía


avanzar.
Barbalechuga les ofreció compartir su comida, pero los piratas dijeron que
preferían seguir esperando a que algún pez picara. Mientras tanto, fueron
comiendo cereales, huevos y leche, pero pronto se acabó.

Viendo a sus hombres cada vez más débiles, Barbalechuga decidió preparar
él mismo algo de comer para todos usando sus verduras y legumbres.
Cuando los piratas se encontraron con aquel festín, ni se lo pensaron. En un
abrir y cerrar de ojos se lo comieron todo.

- ¡Uhm, qué bueno está esto! -decían mientras devoraban la comida.

Al día siguiente, Barbalechuga volvió a preparar la comida, y los piratas


volvieron a comer con apetito, y enseguida recuperaron las fuerzas.

A los pocos días volvió el viento y pudieron navegar, por lo que


emprendieron viaje al puerto más cercano para reponer víveres.

Entonces, a alguien se le ocurrió preguntar:


- ¿Qué hemos estado comiendo estos días?
- La comida del Barbalechuga -respondió el capitán.
- ¿En serio? -dijeron los piratas, todos a la vez?
- Vaya, no era tan mala ¿verdad? -preguntó Barbalechuga.
- Carguemos más legumbres, frutas y verduras entonces! -dijeron los
piratas.
- Un momento, ¿No os gustaron las hamburguesas? -dijo el capitán.
- ¡Nos encantaron! -dijeron los piratas.
- Pues vais a tener que cargar más tofu entonces -dijo el capitán.

Los piratas se miraron los unos a los otros, extrañados. Después de unos
segundos, se echaron a reír y dijeron:
- ¡Más tofu!

Y así fue como los piratas del capitán Barbalechuga empezaron a comer de
todo. Y, aunque no le quitaron el mote a su capitán, dejaron de burlarse de
él.

De la comida robada nunca se supo nada, aunque hay quien piensa que fue
el propio capitán quien la escondió, cansado de burlas sobre su forma de
comer, para darles una lección. Pero eso, solo son rumores.

El niño verde
Era el primer día de curso en Villanormal, un pueblo normal
y corriente en el que nada ni nadie destacaba sobre lo
demás. Y es que en Villanormal existía una ley de normalidad, en la que se
decía cómo tenían que ser las cosas para que fueran normales.

Un día llegó al pueblo una mujer extraña. Había heredado la casa de una tía
abuela lejana y había decidido irse a vivir allí. Pero como no era como los
demás, la gente no le dirigía la palabra, y se apartaba de su camino al
pasar.

Poco a poco, la gente empezó a ser más y más antipática con ella. La mujer
estaba muy enfadada, pues no entendía qué pasaba.
Solo un niño, Tito, el hijo del alcalde, era amable con ella.

- Te tratan así porque eres diferente -le dijo el niño-. Para ellos no eres
normal. Pero a mí… A mí me encantaría ser diferente.
- ¿Cómo de diferente? -preguntó la mujer.
- Me encantaría ser un niño verde -dijo Tito.
- ¿Y que haría tu padre entonces? -preguntó la mujer.
- Supongo que no le quedaría más remedio que cambiar la ley de
normalidad para que no me echaran del pueblo -dijo el niño, riendo solo de
pensarlo.
- Yo puedo ayudarte si quieres -dijo la mujer-. Soy bruja. Estoy jubilada, pero
todavía puedo hacer hechizos interesantes.
- ¡Claro!
- De acuerdo. Mañana, antes de ir a clase, ven a verme a casa y haré el
hechizo.

A la mañana siguiente, Tito se pasó por casa de la bruja, que lo convirtió en


un niño verde. Y así se fue el niño al colegio, tan contento y como si no
pasase nada raro.

Cuando entró en el colegio, los profesores se pusieron muy nerviosos, le


riñeron, y quisieron expulsarlo de allí, así que llamaron de inmediato a su
padre, que no sabía dónde meterse. ¡Su propio hijo, violando la ley de
normalidad! Eso era algo que no podía soportar.

Una niña se levantó de la mesa y se dirigió a Tito:


- Me gusta tu nuevo estilo. Yo también estoy harta de ser normal. Dime
cómo lo has conseguido, porque yo quiero ser rosa.

Otro niño se levantó gritando que él quería ser rojo, y luego otro diciendo
que quería ser violenta, y otro diciendo que quería tener la piel de lunares.

Tito, muy satisfecho, le dijo a su padre:


- Me parece papá, que vas a tener que eliminar la ley de normalidad, porque
si no este pueblo se va a quedar sin niños.

Ese día el alcalde cambió la ley y, desde entonces, lo normal en Villanormal


es que cada uno elija ser como quiera y que todos se acepten tal y como
son.

La que no para de trabajar es la bruja, que ahora es la persona más


importante del pueblo.

 
El silencio de tu voz

- ¿Y tú cuando vas a hablar?.- Le preguntaba


insistentemente su madre.

Y la respuesta era la mirada intensa de unos ojos


azules grandes, redondos, ansiosos de ver y de
experimentar cosas. Sus labios inmóviles
parecían querer captar palabras que volaban
como mariposas que no querían posarse en ellos.

Y esta pregunta se la hacía una y otra vez su madre cuando se quedaban


solos y una mirada expresaba más que todas las palabras de un diccionario.

Aprendió durante años a convivir con el silencio de su voz, a hablarle y no


encontrar respuesta, a interpretar sus gestos, sus movimientos porque para
ella tenían todo el significado del mundo.

Soñó durante mucho tiempo con un amanecer lleno de esperanzas que


hiciera salir de su cabecita todas las palabras dormidas. Y confió mucho en
que de verdad llegara ese día en el que venciera el miedo a ese silencio que
durante tanto tiempo le había acompañado, fielmente como lo hace un
buen amigo.
Pasó el tiempo, casi seis años y surgieron las primeras palabras. Y salieron
vestidas de fiesta, de colores, hermosas como quien estrena su libertad por
primera vez. Pasó el tiempo y esas palabras que andaban solitarias por una
cabecita desordenada fueron enriqueciéndose, uniéndose, relacionándose
en un laberinto al que todavía había que ordenar.

Y su madre insistentemente se preguntaba el porqué de la dificultad del


lenguaje en su hijo mientras soñaba con un amanecer que le diera esas
respuestas que desde hacía tanto tiempo buscaba.

La niña que hablaba con las manos


Había una vez un cole lleno de niños y niñas muy juguetones. La clase de
los pequeños estaba llena de cosas divertidas: muñecos, pelotas, bloques,
libros, pinturas y muchas cosas más. Todos los niños jugaban, cantaban y
reían alegres.

Un día llegó al cole una niña nueva. Se llamaba Adela. Adela sonreía mucho,
pero no hablaba nada. Nada de nada.

Los demás niños miraban a Adela con curiosidad. Hablar no hablaba nada,
pero hacía unas cosas raras con las manos. Lo más raro de todo es que la
mamá de Adela, cuando dejaba a la niña en el cole, le hacía también cosas
muy raras con las manos.

Anita se acercó a Adela por la espalda y le dijo:

-¡Hola!

Pero Adela no respondió. Anita se fue llorando porque la niña nueva no le


hacía caso.

Adela se dio la vuelta y vio a Anita llorar. A Adela no le gustó ver a la niña
llorar y fue a estar con ella.

-¡Quita, tonta! -le gritó Anita-. Y deja de hacer cosas raras con las manos.

Adela se puso a llorar y se escondió en un rincón.


Poco después, la maestra llamó a todos los niños para hacer un juego.

-¿Dónde está Adela? -preguntó la maestra.

Todos los niños señalaron al lugar donde se había escondido la niña.

-Esa tonta no se entera de nada -dijo Anita.

-Anita, no digas esas cosas -dijo la maestra-. Adela no oye, ni tampoco sabe
hablar. Es sordomuda. Su manera de comunicarse es a través de gestos con
las manos. A eso vamos a jugar hoy.

Anita se sintió muy mal por haberse metido con


Adela.

-Anita, veta a buscarla -dijo la maestra-. Tócale el


hombro y, cuando se gire, sonríes y le haces un
gesto con las manos para que te acompañe.

Anita hizo lo que le pidió la maestra. Adela se


puso muy contenta y fue con Anita de la mano.

-¿Podríamos aprender a hablar con Adela con las


manos? -preguntó Anita.

-Por supuesto -dijo la maestra-. Todos juntos vamos a aprender el lenguaje


de signos, que es como se llama eso que Adela hace con las manos.

El espantador de tormentas
Dicen que cuando alguien canta mal el cielo llora de
pena. Pues esto no es exactamente lo que ocurría
cuando Ben cantaba. Pero será mejor que empiece la
historia desde el principio.

Ben era un niño al que le gustaba mucho cantar, pero


todo el mundo le decía que lo hacía muy mal. Los
compañeros y vecinos de Ben se burlaba de él diciéndole
cosas como: "¡Deja de cantar, que llueve!". Pero a Ben le
daba lo mismo. Él seguía cantando sin parar a todas horas.

Un día en el barrio se organizó un coro. A Ben le pareció la oportunidad


perfecta para aprender a cantar mejor, así que empezó a ensayar todas las
tardes en su casa a pleno pulmón. Pero como lo hacía tan mal, no pasó la
prueba de acceso. Ben se quedó muy decepcionado, tanto, que dejó de
cantar.

El coro empezó a ensayar enseguida, y en un par de semanas se anunció el


primer concierto. Tanta rapidez no era de extrañar. Fueron días en los que
tampoco podían hacer otra cosa que no fuera ensayar, porque no dejaba de
llover.

El día que debutó el coro todo el barrio acudió al concierto. Todo el mundo
aplaudió y aplaudió, y pidieron que cantaran otra canción y otra más,
porque estaban entusiasmados. La verdad es que algo había que hacer
mientras pasaba la gran tormenta que estaba cayendo.

Como la tormenta no cesaba, el público ya casi se había aprendido las


canciones de tanta repetición, así que el director decidió proponer un juego
a la gente para que cantase con el coro. Todos estaban entusiasmados,
incluso Ben, que decidió romper su silencio y cantar de nuevo.

Cuando empezaron a cantar, Ben se emocionó y empezó a cantar más


fuerte que nadie. Ante aquel espanto, la gente se cayó de inmediato, pero
el muchacho siguió cantando.

- ¡Eh! ¡Ha dejado de llover! -gritó alguien desde la entrada de la sala.


- ¡Gracias al cielo! -dijeron todos los presentes, que salieron corriendo de
allí.

Cuando Ben salió, la gente lo estaba esperando.

- Gracias Ben -le dijo una niña pequeña-. Gracias a lo mal que has cantado
has conseguido espantar a la tormenta.

Desde entonces, cuando es necesario que deje de llover la gente le pide a


Ben que cante para espantar la tormenta y ya nadie se mete con él.
Y así fue como aquella ciudad se convirtió en la única del mundo que
contaba con el único espantador de tormentas del mundo.
La tortuga y el monstruo
Papá tortuga y Tortuguito caminaban todas las
mañanas dos horas a un ritmo lento en busca de hojas
para comer ellos mismos y para llevar al resto de su
familia.

Un buen día que Papá tortuga estaba muy cansado


porque el día anterior se había dado un golpe en el
caparazón, Tortuguita, que tenía muchas ganas de salir solo un día a por
comida porque ya se creía mayor, se escapó y salió a por hojas por el
bosque.

Caminó y caminó hasta que terminó completamente perdido. Cuando se dio


cuenta empezó a llover sin parar y se desató una tormenta de esas con
rayos y truenos así que decidió meterse en una cueva para evitar que
pudiera caerse en un charco patas arriba y todo fuera a peor.

Cuando entró en la cueva empezó a darse cuenta de que no era tan mayor
de lo que creía porque estaba… ¡Muerto de miedo! Oía ruidos extraños de
pisadas, gritos de animales, estaba todo tan oscuro… Decidió taparse los
ojos con las patas cuando sintió que algo le picaba. Se dio lentamente la
vuelta y gritó:
- ¡¡Un monstruo!!

Pero el monstruo en vez de abrir sus enormes fauces y comerse a


Tortuguito empezó a llorar. Tortuguita se tranquilizó y lo miró extrañado:

- ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?


- No. Porque cada vez que entra alguien en la cueva se asusta y se va o
como mucho se quedan conmigo dos días y también se marchan.
- ¿Pero y por qué se marchan de la cueva? – preguntó extrañado Tortuguito
– Yo sé que me he ido de mi casa, pero si no he vuelto es porque no sé
volver.
- No lo sé. Creo que se marchan porque les falta el elemento mágico. –
suspiró el monstruo-.
- ¿El elemento mágico? ¿Y cuál es ese? Igual puedo encontrarlo para que se
lo des a los próximos que se pasen por esta cueva.
- La tolerancia tortuga. El ser capaz de no dar tanta importancia a todas las
cosas que no te gustan de los demás. Y pensar que tú también tienes cosas
que no gustan y que es una forma de convivir.
- Oh vaya... está bien. Lo tendré en cuenta. Me quedaría contigo pero creo
que mi papá me estará esperando. Pero tranquilo, prometo venir a visitarte
de vez en cuando. – Sonrió Tortuguita mientras le daba un abrazo-.

El abrazo de la pequeña tortuga emocionó mucho al monstruo pues era la


primera vez que recibía uno, y se despidió de éste con lágrimas en los ojos
pero esta vez de felicidad.

Las sombras tenebrosas del armario


Álvaro tenía mucho miedo a la oscuridad. Sabía que al
llegar la medianoche salían las sombras tenebrosas
del armario a pasear por su cuarto. Eran unas
criaturas feas y oscuras, con dedos puntiagudos y
uñas afiladas y con un olor nauseabundo.

Al salir del armario crecían y crecían llegando a un


tamaño descomunal que les permitía llegar hasta el
techo. Entre risas burlonas se pasaban la noche
asustándolo, entrando en sus sueños y provocándole terribles pesadillas de
esas que te sobresaltan y te despiertan en medio de una noche silenciosa y
helada.

En esos momentos sólo podía abrazarse muy fuerte a Señor Otto, su viejo
oso de peluche, y pedirle ayuda. Era muy valiente. Mientras el niño le
apretujaba bajo el edredón y cerraba los ojos con fuerza, no dudaba en
enfrentarse a los monstruos y pelear con nobleza toda la noche hasta lograr
encerrarlos nuevamente en el armario. Cuando terminaba, apoyaba una
silla contra el pomo del armario para que no pudieran abrirla otra vez.

Noche tras noche Álvaro suplicaba a su mamá que dejase la luz del cuarto
encendida. Pero su mamá abría el armario y ante el asombro de Álvaro,
metía la cabeza dentro, luego los brazos y el tronco, para que el niño
comprobase que no había ningún peligro. Finalmente movía las perchas con
la ropa de un lado a otro y le decía:
- ¿Ves cariño? No hay sombras tenebrosas aquí.
- ¡Sí las hay, mami!

La más pequeña de la familia de sombras tenebrosas había crecido


escuchando decir al resto de las sombras: "Las sombras tenebrosas del
armario tenemos como misión asustar a los niños y crearles pesadillas" Pero
la pequeña de las sombras no estaba muy segura de querer seguir ese
camino. Ella prefería hacer todo lo contrario: hacer reír a la gente.

Cuando llegó el gran día de comenzar a trabajar con el resto de la familia de


las sombras, la pequeña sombra tenebrosa intentó complacer a sus padres
y asustar a Álvaro. Pero cuando vio su carita, sus ganas de hacer feliz a los
demás fueron más fuertes, y se colocó un bigote postizo y una brillante
nariz roja antes de comenzar a contar chistes y cuentos pasando la noche
junto a Álvaro y al Señor Otto, mientras el resto de su familia trataban en
vano de asustar al niño.

Todos estaban muy enfadados porque su pequeña no quería asustar a


nadie.
- Papá, mamá, abu, yo no quiero asustar a nadie... ¿Por qué no me
entendéis?
- Nuestra familia pertenece a uno de los linajes más antiguos y respetados
en el mundo del terror- Dijo su papá muy serio.
- Cierto. No podemos permitir que nuestra hija no quiera seguir la tradición
familiar- Comentó entre sollozos su mamá.

El abuelo observaba la escena pensativo. Era muy tradicional y vivía


apegado a las costumbres. No le gustaba la decisión de su nieta. Pero
finalmente les dijo:
- No todos somos iguales y no hay nada de malo en ello. Hay que querer a
cada uno tal y como es. Así que si decides hacer reír en lugar de asustar, yo
te seguiré queriendo igual.

Así que todos aceptaron su decisión.

El dragón vegetariano

Había una vez un dragón que sólo comía verduras


porque era un dragón vegetariano.

Los demás dragones le miraban de reojo y se reían a


escondidas de él cuando le veían utilizar su llama para hacer a la brasa
berenjenas y calabacines, o para calentar el puchero donde hacía unos
excelentes guisos con patatas, puerros y zanahorias.

- Este dragón es muy tonto - decía el líder de los dragones


- ¡Con lo buena está la carne recién cazada, con un buen fogonazo para que
quede bien asada! - decía otro dragón.
- Sí, definitivamente, este dragón es muy tonto - empezaban a decir todos
los dragones a coro, riéndose cada vez más.

Poco a poco, las burlas fueron cada vez más frecuentes. Al principio, el
dragón vegetariano se defendía, y les pedía que respetaran su decisión.
Pero ninguno le hacía caso, así que acabó cansándose y, simplemente, no
les decía nada.

Un día iba el dragón vegetariano en busca de verdura al huerto cuando se


encontró a varios de los dragones que tanto se reían de él tirados en el
suelo con muy mala cara.

- ¿Qué os ha pasado? ¿Estáis enfermos?


- Creo que la carne que hemos comido estaba mala - dijo con un hilito de
voz uno de los dragones.
- No os preocupéis. Ahora mismo os preparo un caldito de verduras y seguro
que mejoráis - dijo el dragón vegetariano.

El dragón cuidó de sus compañeros y les dio de comer hasta que se


encontraron mejor. Cuando el líder tuvo fuerzas para hablar le dio al dragón
vegetariano:

- Gracias amigo. Nos has cuidado y nos has curados con tus verduritas, a
pesar de todo lo que nos hemos reído de ti .
- ¡No son tan malas, eh! - dijo el dragón sonriente.
- ¡Desde luego que no! - dijeron todos los dragones a la vez.

Desde entonces, todos los dragones respetan al dragón vegetariano, que de


vez en cuando les obsequia con alguno de sus guisos vegetales. Los demás
dragones se lo comen todo con mucho gusto, porque han descubierto que la
verdura está muy rica y le sienta muy bien. Aunque lo que todavía no saben
es que la carne que les hizo enfermar no es que estuviera mala, sino que
comieron demasiada.
El árbol gruñón

Había una vez un árbol muy grande y frondoso que


vivía en un jardín. Pero en este árbol no había nidos ni
se posaban los pájaros a cantar, ni tampoco se
acercaban los niños a jugar en él o a sentarse bajo sus
ramas para estar a la sombra. Ni siquiera las flores
querían crecer cerca de él. Y todo porque aquel árbol
era muy gruñón.

Un día, el dueño del jardín decidió que ya era hora de


cortar aquel árbol que no servía para nada. Ni se podía
aprovechar su sombra, ni se podían plantar flores cerca, ni había pajaritos
que cantaran para alegrar el jardín. Así que llamó al jardinero para que
cortara el árbol.

- Su madera me será mucho más útil - pensó el dueño del jardín -. Al menos
me servirá para avivar la chimenea en invierno.

El árbol gruñón se asustó mucho cuando vio venir al jardinero con la


motosierra, dispuesto a acabar con él y empezó a gruñir todo lo fuerte que
pudo.

Pero justo cuando el jardinero iba a empezar a cortar el árbol, llegaron los
niños que solían jugar cerca de él y le pidieron que parase.

- Déjalo, por favor no lo cortes. No queremos que se lleven este árbol de


aquí.
- Pero si no sirve para nada
- A nosotros nos gusta verlo aquí, aunque a él no le guste que nos
acerquemos - dijo el mayor de los niños del grupo.
- ¿Qué está pasando aquí? - dijo el dueño del jardín.
- No queremos quedarnos sin el árbol - dijo otro de los niños -. Seguro que si
le da otra oportunidad al árbol nos dejará jugar con él a partir de ahora.
- Bueno, dejaremos que el árbol se quede - dijo el dueño del jardín -. Pero si
en unas semanas no han crecido las flores cerca y los pájaros no han hecho
sus nidos en él lo mandaré cortar.
Los niños decidieron ayudar al árbol y plantaron flores a su lado. También
hicieron casitas para pájaros y nidos para animarlos a quedarse allí.

Poco a poco, la vida alrededor del árbol se fue haciendo cada vez más
alegre. Todo iba bien hasta que un día un niño se apoyó en su tronco y el
árbol.. ¡gruñó de nuevo! Todos se apartaron asustados, hasta que el
pequeño tuvo una idea:
- A ver, árbol, si estás enfadado gruñe una vez, si estás contento, gruñe dos
veces.

El árbol gruñó dos veces. Todos los niños estaban sorprendidos con aquel
descubrimiento.

- Si te gusta que estemos aquí gruñe una vez, y si no, gruñe dos veces.

Y el árbol gruñó una sola vez.

- Vaya...parece que no habíamos entendido lo que el árbol nos quería decir-


dijo el dueño del jardín, que lo había visto todo desde la ventana.

Desde entonces hay siempre mucha actividad alrededor del árbol, que no
ha vuelto a decir nada para que no se vayan los pájaros ni dejen de crecer
las flores. Aunque de vez en cuando emite su curioso gruñido como forma
de decir a los niños lo mucho que le gusta que jueguen con él.

El niño que quería enseñar a leer a su perrita

Había una vez un niño, de nombre Naim, que quería


llevar a su perra Luda a la escuela para que aprendiera
a leer. La maestra le dijo que al colegio no podían ir
animales y le dijo que si quería que la perrita
aprendiera a leer tendría que enseñarle él mismo.

Naím decidió que así lo haría y, cuando llegaba del


colegio, se sentaba con Luda y le enseñaba a leer. Pero la perrita no tenía
ganas de sentarse a ver libros. Lo que le apetecía era salir a correr al
parque detrás de la pelota o ir al campo a enterrar huesos y coger palos.

Naím estaba cada día más triste porque Luda no quería leer con él y le
estropeaba los libros cuando se los enseñaba. Y Luda cada día se mostraba
más nerviosa porque apenas salía a correr.

Un día la maestra le preguntó a Naím por qué estaba tan triste y de tan mal
humor. Naím le contestó:
- Luda no quiere aprender a leer, sólo quiere salir a la calle a jugar.
- Pero Naím, eso es normal -dijo la maestra -. A los perros les gusta correr y
jugar. La lectura es para las personas.
- Pero señorita Lucía -dijo uno de los niños dirigiéndose a la maestra -, a mí
también me gusta jugar y correr, y no soy un perro.

Toda la clase estalló en una carcajada. Incluso Naím se echó a reír.


- Tienes razón, Alfonso -dijo la maestra cuando todos se calmaron-. A lo
mejor si Naím saliera a jugar y a correr con Luda la perrita tendría más
interés por aprender a leer.

Naím aceptó la propuesta de su maestra, y empezó a sacar a Luda a jugar


todos los días. La perrita estaba encantada. Le gustaba mucho salir al
parque por las tardes e ir al campo los fines de semana.

Naím estaba cada día más contento, aunque no se sentía del todo
satisfecho porque Luda seguía sin interesarse por la lectura.

Una tarde en el parque a Naím se le ocurrió por casualidad que podría


intentar enseñar a Luda a leer mientras jugaban a lanzar y recoger la
pelota. El niño cogió dos pelotas, una roja y otra blanca. Primero lanzaba la
roja y le decía: "Luda, trae la pelota roja". Luego le lanzaba la blanca y le
decía: "Luda, trae la pelota blanca". Después le lanzaba las dos y le pedía
que recogiera solo una de ellas, y así hasta que Luda aprendió a diferenciar
los dos colores.

Cuando Luda aprendió esto, Naím escribió en la pelota roja la letra A y en la


blanca la letra E. Le enseñó varias veces las pelotas, asociando el color con
cada letra. Y empezó de nuevo. Le lanzaba la pelota roja y le decía: "Luda,
trae la letra A". Y luego le lanzaba la blanca: "Luda, trae la letra E".

Durante muchos días, Naím jugó con Luda a este juego, utilizando pelotas
de diferentes colores y tamaños y ambos lo pasaron muy bien.

Naím no consiguió que Luda aprendiera a leer como las personas, pero
aprendió a aceptar que sus deseos e intereses no son más importantes que
los de los demás, y que preocupándose por lo que quieren los otros se
pueden encontrar soluciones divertidas para todos.

La cabaña encantada
Érase una vez, en una aldea soleada, una cabaña muy
pequeña en la que nadie vivía. Estaba muy descuidada y
abandonada y todos los habitantes de la aldea decían que
era una cabaña encantada.

Nadie se atrevía a entrar y a todos les daba miedo. Nunca nadie tuvo valor
de acercarse y siempre hablaban de ello.

De entre todos los niños, había uno que se llamaba Julián del que siempre
se burlaban porque era muy miedoso. Julián estaba cansado de que lo
trataran así y aunque nunca decía mentiras, pensó que si les hacía creer
que él había entrado en la cabaña dejarían de reírse de él y creerían que
era un verdadero héroe.

Así que un día, Julián inventó una historia y fue a contársela al resto de
niños de la aldea.
- Soy el primero que ha entrado en la cabaña encantada.¡Soy el más fuerte
y valiente de toda la aldea!i
- ¿Ah sí? ¡Ja! Eso habrá que verlo - le contestó uno de los niños de la aldea

Juan sacó de dentro una valentía que nunca antes había demostrado para
contestarles. Pero no se daba cuenta de que se estaba metiendo en un
buen lío...
- Podéis venir conmigo a la cabaña. Si es que estáis dispuestos claro… - dijo
Juan

El más mayor de los chicos dio un paso al frente y le contestó


- Mañana mismo. Tú irás delante y nosotros detrás. Y así veremos si dices o
no la verdad

Julián estaba asustado. Él sólo quería que los niños de la aldea dejaran de
meterse con él y ahora no sabía qué iba a hacer. Si reconocía que les había
mentido se reirían aún más de él. Su única esperanza es que los niños no
acudieran a su cita en la cabaña.

Llegó el día siguiente. Todos estaban junto a la puerta de la cabaña. Julián


cogió aire muy fuerte y se metió las manos en los bolsillos para que nadie
viese que le temblaban de puro miedo. No tenía otra opción que entrar pero
sabía que no iba a ser capaz y estaba muy asustado. Todos los niños
permanecían a unos cuantos pasos de él amontonados en un grupo.

Julián estaba a punto de poner su pie en la cabaña cuando se dio cuenta de


algo:
- Un momento. Dijisteis que vendríais detrás de mi y estáis ahí mirando. Si
vosotros no pasáis, yo tampoco.

Los chicos empezaron a ponerse nerviosos, ninguno quería entrar


porque todos tenían el mismo miedo que Julián y hubo uno que hasta salió
corriendo.
- ¿Veis? Vosotros tampoco sois tan valientes. Si no sois capaces de entrar
no deberíais burlaros de mí llamándome miedica.

Se hizo un gran silencio. Después uno por uno reconocieron que ellos
también estaban asustados. Al final, el más mayor pidió en nombre de
todos perdón a Julián porque no se habían portado bien riéndose de él
cuando a ellos también les daba miedo entrar en la cabaña.

Acabaron haciéndose amigos y Julián entendió que no tenía por qué


avergonzarse por ser como era.

Una lección para el marcianito


abusón

Había una vez una marcianito que se creía muy


molón. Aunque molar, lo que se decía molar, no
molaba nada. Lo que hacía era molestar a todo el mundo y meterse con los
más débiles.

Poco a poco, el marcianito le fue cogiendo el gusto a eso de meterse con los
demás. Y así, el marcianito iba de planeta en planeta metiéndose con los
que él creía que eran peores que él.

La noticia de que un marcianito abusón iba por ahí metiéndose con todo el
que podía llegó a todos los rincones del universo. Cucuruchaqris, el gran
señor de todas las galaxias, también se enteró. Y decidió poner fin a las
andanzas del marcianito abusón.

Cucuruchaqris salió al encuentro del marcianito y le dio un regalo.

-Este brebaje te convertirá en el más molón de los habitantes de todas las


galaxias -dijo Cucuruchaqris.

-Ya soy el más molón de todo el universo, Cucuruchaqris -dijo el marcianito.

-Ya, pero con eso todo el mundo te reconocerá como tal.

Convencido, el marcianito se tomó el brebaje. Lo que no sabía es que lo que


se había tomado no iba a causar el efecto que él esperaba.

Ese mismo día, el marcianito salió de paseo. Y al primero que vio que no le
gustó le dijo:

-¡Eh, tú, gordo! ¿A qué no sabes quién es el más molón de todo el universo?

Y en cuanto lo dijo, el marcianito engordó tanto que se le reventó el


pantalón. Muy avergonzado, el marcianito corrió a esconderse.

Pero según iba a su nave, se encontró con otro extraterrestre. Y le dijo:

-¿Tú que miras, con esa cara tan fea?

Y al momento al marcianito le empezaron a salir ampollas y bultos en la


cara. Y echó a correr. Pero no había llegado todavía a su destino cuando vio
que alguien venía hacia él.
-Deja de mirarme y vete a casa a esconder esos pies de elefante que tienes.

En cuanto lo dijo, el marcianito vio cómo sus pies se convertían en patas de


elefante. Entonces, ató cabos.

El marcianito fue a pedir perdón a todas las personas con las que se había
metido aquella tarde. Y volvió a ser el que había sido.

Y lo mejor de todo es que, para calmar los ánimos, les fue diciendo a todos
que tenían otras cualidades maravillosas: una bella sonrisa, unas bonitas
manos, un hermoso cabello…. Y, según lo decía, todas esas cualidades iban
apareciendo en él.

Y así fue como el marcianita molón aprendió una gran lección y se convirtió,
ahora sí, en el marcianito más molón de todo el universo.
El robot lazarillo

Michael era un niño ciego. Cuando se hizo mayor


sus padres llevaron a casa un perro lazarillo para
que pudiera moverse solo por el pueblo, que era
muy tranquilo. A Michael le encantó la idea de
poder salir solo a comprar el pan, ir al colegio o
pasear por el parque a escuchar el canto de los
pájaros.

Pero cada vez que salía con su perro lazarillo,


Michael empezaba a estornudar y le lloraban los
ojos.

- Eres alérgico a los perros -le dijo el médico-. Pero no te preocupes. Tengo
la solución.
- No quiero ninguna solución -dijo Michael. Quiero a mi perro.

Michael estaba encantado con su perro, y no quería separarse de él. No


entendía qué era eso de la alergia. Además, prefería estar estornudando
todo el día a quedarse sin su nuevo amigo.

El médico les habló a los padres de Michael de un prototipo de robot


lazarillo que estaban diseñando en una estación espacial.

- Mi hermano es el jefe del equipo -dijo el médico-. Le diré que pueden


probar el modelo de robot lazarillo para niños con Michael, si os parece
bien. El de adultos funcionar a las mil maravillas.

A los padres de Michael les pareció una idea fabulosa, aunque el niño no
quería saber nada de aparatos raros de esos.

A los pocos días, el robot estaba en casa de Michael.


- ¡No lo quiero! -dijo Michael.

El robot, que estaba allí, se puso a llorar.

- Robot quiere Michael -dijo el aparato, con voz metálica.


- Pero si ni siquiera sabe hablar -se rió Michael.
- Robot aprender de Michael - dijo el robot.
- Sí, hombre, lo que me faltaba -dijo el niño.

Entonces, el robot se sentó y se apagó.


- ¿Se ha estropeado? -preguntó Michael.
- Eso parece -dijeron sus papás.

En ese momento, llegó el perro y le dio un lametazo al robot, que se


encendió al instante.

- Tú no Michael - dijo el robot.


- ¡Guau! - ladró el perro.
- ¡Guau! - repitió el robot

A Michael eso le encantó.


- ¡Qué chulo! -dijo Michael.

Michael escuchó como su perro y el robot se hablaban, o más bien, se


ladraban. Así que se acercó a disfrutar del juego con ellos.

- Robot querer amigos -dijo el robot.


- Michael también querer -dijo el niño, que se echó a reír por la gracia que le
había hecho su propia broma.

El robot también se rió con ganas. Y el perro parecía también muy contento.

- Robot tener sorpresa para Michael -dijo el robot.


- ¿De verdad? -preguntó el niño.
- Michael no estornudar en todo rato con perro - dijo el robot
- ¡Es verdad! - dijo el niño-. ¿Cómo lo has conseguido?
- Robot diseño especial para Michael -dijo el robot.

El robot estaba diseñado de tal manera que, cuando estaba presente,


Michael era inmune a la alergia. Y así fue como Michael consiguió no
separarse de su perro, tener un nuevo amigo y poder hacer cosas por sí
mismo.

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