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¿Hay una revolución en Chile?

No deja de ser interesante que voces a favor y en contra de las demandas levantadas
o visibilizadas en las las calles, en el contexto del estallido social, hablen de una
revolución en marcha en Chile. Unos, para ensalzar su utopía de un Chile nuevo que
nacerá después de las llamas; otros, relevando sus miedos a que existan cambios en
el país, un país que ha sido exitoso en tal o cual indicador internacional, cosa que no
tendría que ser dilapidada. Pero, ¿estamos en un contexto revolucionario en Chile? A
mi juicio, pienso que hay, a lo menos, tres razones para decir que no:

Lo que tenemos es el ensalzamiento de la ritualidad festiva. Y como diría uno de mis


profesores en la Universidad, “las revoluciones se miden después del día de la
jarana”. Ha sido increíble la masividad de varias de las movilizaciones, algunas con
más de un millón de personas sólo en Santiago, en la hoy denominada “Plaza de la
Dignidad”. Allí se han encontrado personas de distintos acervos e ideas políticas,
sectores sociales, niveles educativos e, inclusive, equipos de fútbol. Colores, música,
gritos de consignas, performances, disrupción y violencia como repertorio de lucha.
¿Qué es eso sino expresión erótica politizada, donde la pulsión individual se expresa
en diversas experiencias de éxtasis? Es el paso de “la alegría” al goce. Pero, si se me
permite parafrasear a Tomás Moulian cuando refiere a la experiencia de la Unidad
Popular, la fiesta no tiene la fuerza de limitar el drama. Las fiestas se acaban cuando
hay fracaso o derrota, o la conjunción de ambas. ¿Los distintos movimientos que
expresan sus ideas y sentimientos en las calles tendrán idea respecto a qué hacer en
caso de una derrota plausible? O, aún más, ¿tendrán idea de lo que vendría después
del triunfo posible?

Lo que tenemos es el protagonismo del panfleto que se convierte en sentido común.


Esto demuestra, en forma periférica, que mucho del discurso crítico respecto del
marxismo cultural emanado de cierta derecha liberal, no es más que un muñeco de
paja, porque si sólo ocupáramos una lógica gramsciana, debiésemos señalar que el
sentido común produce conformismo, entonces, no puede llamarse pensamiento
crítico a una idea o conjunto de ellas que no puede pasar por el cedazo de la
sospecha cuestionadora. Resulta interesante que mucho de lo que se autodenomina
pensamiento crítico hoy no es más que discurso estático, no susceptible de crítica,
porque introducir prismas, fisuras o rupturas teóricas es “fascismo”, de “derecha” o
funcional a las clases dominantes. Eso hace que mucho del discurso “progresista” sea
simplemente un nuevo conservadurismo, en el que hay mucho miedo. Decir algo
contra lo políticamente correcto, desde un cuestionamiento epistemológico hasta el
acto de reírnos de nosotros mismos, en un momento en que el espíritu de funa
pende en el aire, limita la acción y fortalece el autoritarismo de la voz más fuerte y
más radical, que no necesariamente es aquella que se condice con la realidad actual
y con la que se anhela construir. Un movimiento social que apela a la configuración
de cambios estructurales no puede perder de vista la transversalidad incluyente, so
pena de seguir produciendo un constructo propio de una modernidad radicalizada,
donde el sujeto autónomo es cada vez más individuo. Si hay más “yo” que “nosotros”,
la lógica de consumo mercantil se mantiene incólume, incluso, en las relaciones
humanas.

Lo que tenemos es la sacralización de la violencia. Dos cosas por decir: a) existe una
diferencia entre agresividad y violencia (una más instintiva y otra que desarrolla una
racionalidad), y entre violencia reactiva y violencia estructural; y b) existe un uso
legítimo de la violencia, específicamente en dos asuntos: en aquella que ha sido
delegada a los institutos armados, para que monopolizándola, la usen
discrecionalmente en la defensa de la soberanía nacional y para la conservación del
estado de derecho (lo que claramente se dilapida cuando se ocupa en forma
abusiva, violando los derechos de la población, ya sea a personas inocentes o a
quienes se les pueda imputar un delito); como también en la autodefensa del pueblo
frente a un tirano y sus esbirros, es decir, en un contexto en el que no existe estado
de derecho. A la luz de aquello, y considerando las acciones en el espacio público
desde el 18 de octubre, podemos ver que existe más agresividad que violencia, una
profusión mayor de la violencia reactiva, junto con altas dosis de espontaneidad.
Quemar y destruir todo no es sinónimo de revolución, porque la revolución no es
sólo violencia, sino, por sobre todo, transformación. Y para que exista transformación
debe haber proyecto. Y yo pregunto, ¿dónde está el proyecto de cambio? La
sacralización de la violencia, que pasa del uso como repertorio de acción colectiva a
la configuración litúrgica de la misma, no mide las consecuencias. Y no hablo acá de
la acción policial, hablo de si dicha violencia suma o resta a la causa que se dice
defender. Además, el uso de la violencia como método de acción en unos, hace que
también aparezca en otros, desde el sujeto que dispara en una manifestación en
Reñaca, hasta aquellas organizaciones neofascistas que marchan por las calles -hasta
ahora sólo del Barrio Alto-, premunidos de bastones retráctiles y gritando cuestiones
aberrantes para nuestra conciencia histórica, como eso de ir a buscar “los huesitos al
estadio nacional”.

Aquí en Chile no hay revolución… lo que hay es incertidumbre. ¿Cómo terminará


todo esto? No sé. Pero lo que no quiero, es que termine en un conflicto fratricida, con
uso de la violencia armada, donde nuevamente los/as perdedores sean los mismos
de siempre, la mayoría de la población. Y eso, no conduce a la parálisis de quienes
pensamos en la necesidad de un Chile distinto, de quienes anhelamos cambios para
nuestra sociedad en el entendimiento que la paz tiene como base la justicia. Por el
contrario, debemos esforzarnos por caminar como protagonistas en el cambio
constitucional que siente las bases para el ejercicio renovado de la política, y aquello,
por primera vez en democracia en nuestros más de 200 años de vida republicana.
¿Estamos conscientes de la fuerza del cambio que tenemos en un horizonte muy
cercano?

Luis Pino Moyano.

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