Você está na página 1de 5

RAZÓN

(del latín ratio, cálculo y, en sentido derivado, razón, explicación, justificación, argumentación,
teoría) Es el término con que la tradición filosófica latina ha traducido el griego logos (8`(@H),
que fundamentalmente significa justificación o explicación (mientras que el logos que pasó a
la tradición teológica fue traducido como Verbum: «Al principio ya existía la Palabra»: Juan
1,1). Básicamente, su sentido lo determina la definición aristotélica de hombre como «animal
racional» (ver texto ). Razón es, así, la característica definitoria que distingue al hombre del
ser viviente sensible (animal). La expresión que utiliza Aristóteles posee cierta vaguedad
que permite traducirla también como «animal dotado de lenguaje», o «animal que da razón
de las cosas»; la referencia al lenguaje hace suponer, ya en el mismo Aristóteles, que la
racionalidad humana tiene relación con la naturaleza comunitaria del hombre, por lo que es
también un «animal social» o «animal político» (zoon politikon). El poder dar cuenta de las
cosas, porque se las comprende y porque se posee palabra para expresarlo, apunta hacia la
naturaleza social de la razón humana y a la característica interna de la razón, que consiste en
la comprensión de algo que está más allá del conocer inmediato de lo sensible, para llegar a
saber de todo ello a través de los conceptos, las ideas y los razonamientos; esto es, a través del
pensamiento. Como núcleo de la racionalidad y expresión de la naturaleza humana, los distintos
sistemas filosóficos han dejado en su manera de entender la razón la huella peculiar de sus ideas
centrales o problemas fundamentales.
Heráclito señala por vez primera el carácter universal de la razón; Platón y Aristóteles
distinguen en ella una doble función: la discursiva (diánoia) y la intuitiva (nous), y Aristóteles,
además, pone en la razón, como capacidad del animal social que habla, la definición de hombre
(ver texto ); los estoicos fundan su ética en la consonancia entre razón, virtud y naturaleza; la
filosofía escolástica sigue, por un lado, la distinción clásica entre razón y entendimiento y, por el
otro, se esfuerza trabajosamente por armonizar la fe con la razón y viceversa (ver texto ). La
filosofía moderna, con Descartes, ve en ella, identificada con el pensar, la esencia misma del
hombre, y la capacidad de penetrar en la esencia oculta de las cosas, incluida la del mismo
sujeto que piensa (ver texto ). Los empiristas ingleses se interesan por los límites de la razón
humana, que hacen coincidir con la experiencia, hasta el límite de no ver en ella ninguna
sustancia: la razón es la capacidad de interpretar la observación y la experiencia (ver texto ). La
distinción que establece Kant entre razón teórica, razón pura y razón práctica y la propiedad que
atribuye al sujeto de participar activamente en la constitución (a priori) de aquello mismo que
conoce (ver texto ), supone una orientación y un giro radical a la filosofía. El idealismo alemán,
del que la dialéctica de Hegel es el principal exponente, aprovechando la idea romántica del
devenir, constituye a la razón -idea o pensamiento- en origen y sustancia de la historia; es
razón, sujeto que piensa y al mismo tiempo cosa pensada, idea, sustancia, naturaleza e historia,
y hasta sistema completo del todo; las palabras de Hegel, «lo que es racional es real, y lo que es
real es racional» (ver cita), son eco de aquellas de Parménides, según las cuales «ser y pensar
son lo mismo». El marxismo recurre a la razón dialéctica no para entender la lógica abstracta de
las ideas, sino para comprender las contradicciones de la realidad, y con ellas la marcha y el
sentido de la historia y la sociedad. Al idealismo absoluto de Hegel suceden, en contra o al
margen del mismo, por un lado la razón que ha de construirse sobre la ciencia y, por el otro, la
razón que ha de integrar lo «irracional»: el positivismo de Comte, el vitalismo de Nietzsche y el
inconsciente de Freud. La «crítica a la razón histórica», de Dilthey, que establece un distingo
entre razón científica y razón histórica, entre entender y comprender, es también un intento de
integrar en lo racional las vivencias humanas, y la vida misma, menos penetrables por el
entendimiento (en este mismo contexto, ha de verse la razón vital, de Ortega y Gasset). A
comienzo de los años treinta del presente siglo, el neopositivismo, movido por los recientes
cambios científicos de la física, insta a una nueva comprensión de la razón, basándose en el
empirismo y la lógica moderna. La racionalidad neopositivista excluye del alcance de la razón la
metafísica, la mística, la teología, el sentimiento, etc., y reduce lo que tiene sentido a lo que es
expresable en enunciados tautológicos o verificables.
Frente a esta «razón científica» y a la importancia que ha de darse a los «hechos», surge,
en el panorama filosófico europeo, la reacción de la fenomenología de Husserl, y luego del
existencialismo. En ambos casos, la razón es ante todo «conciencia»: la fenomenología insiste
en la intencionalidad de la conciencia y el existencialismo en la vivencia de la propia existencia
como dato primordial de la conciencia.
TEXTOS
Aristóteles: el hombre, el único animal que tiene logos
“La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro
animal gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo
el hombre, entre los animales, posee la palabra [lógon de mónon ánthropos ékhei tôn zôon].
La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tiene también otros animales [...].
En cambio la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y
lo injusto. Y esto es propio de los humanos frente a los demás animales : poseer de modo
exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y de lo injusto, y las demás apreciaciones.
La participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciudad.”
Política, I, 1553 a (Alianza, Madrid 1991, p. 43-44).
Tomás de Aquino: razón y entendimiento
La razón y el entendimiento no pueden ser en el hombre potencias distintas; lo que claramente
se echará de ver si se consideran sus respectivos actos. En efecto, entender consiste en la simple
aprehensión de la verdad inteligible; raciocinar, en cambio, es discurrir de un concepto a otro
concepto para conocerla. [...] Está claro, por tanto, que el raciocinar con respecto al entender es
como moverse con respecto al reposar o como el adquirir es al poseer: lo primero es propio del
ser imperfecto; lo segundo del ser perfecto. [...]
Ahora bien, es indudable que el reposo y el movimiento no se reducen a potencias diversas, sino
a una y la misma potencia [...], puesto que en virtud de un mismo principio se mueve localmente
una cosa y o permanece quieta en un lugar.
Suma de teología, I, c. 79, a.8 (en C. Fernández, Los filósofos medievales, BAC, Madrid 1980, vol. 2, p. 564-565).

René Descartes: el hombre, sustancia que piensa


Puesto que ya sé que todas las cosas que concibo clara y distintamente pueden ser producidas
por Dios tal y como las concibo, me basta con poder concebir clara y distintamente una cosa
sin otra, para estar seguro de que la una es diferente de la otra, ya que, al menos en virtud de
la omnipotencia de Dios, pueden darse separadamente, y entonces ya no importa cuál sea la
potencia que produzca esta separación, para que me sea forzoso estimarlas como diferentes. Por
lo tanto, como sé de cierto que existo y, sin embargo, no advierto que convenga necesariamente
a mi naturaleza o esencia otra cosa que ser cosa pensante, concluyo rectamente que mi esencia
consiste sólo en ser una cosa que piensa, o una sustancia cuya esencia o naturaleza toda consiste
sólo en pensar.
Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación VI (Alfaguara, Madrid 1977, p. 65-66).
David Hume: la mente no es una sustancia (Empirismo ingles)
Descartes mantenía que el pensamiento era la esencia de la mente; no este o aquel pensamiento,
sino el pensamiento en general. Lo cual parece ser absolutamente ininteligible, puesto que
todo aquello que existe es particular. Y, por lo tanto, han de ser nuestras diversas percepciones
particulares las que compongan la mente. Digo que compongan la mente, no que pertenecen
a ella. La mente no es una sustancia, en la que inhieran las percepciones. Esta noción es tan
ininteligible como la noción cartesiana de que el pensamiento o la percepción en general es la
esencia de la mente. No tenemos idea alguna de sustancia de ningún género, puesto que sólo
tenemos ideas de lo que se deriva de alguna impresión, sea material o espiritual. No conocemos
nada sino cualidades y percepciones particulares. En lo que se refiere a nuestra idea de cuerpo,
un melocotón, por ejemplo, es sólo la idea de un particular sabor, color, figura, tamaño,
consistencia, etc. Así, nuestra idea de mente es sólo la idea de percepciones particulares, sin la
noción de cosa alguna a la que llamamos sustancia, sea simple o compuesta.
Compendio de un tratado de la naturaleza humana (Revista Teorema, Valencia 1977, p. 25).

Immanuel Kant: revolución copernicana


Ocurre aquí como en los primeros pensamientos de Copérnico. Éste, viendo que no conseguía
explicar los movimientos celestes si aceptaba que todo el ejército de estrellas giraba alrededor
del espectador, probó si no obtendría mejores resultados haciendo girar al espectador y dejando
las estrellas en reposo. En la metafísica se puede hacer el mismo ensayo, en lo que atañe a la
intuición de los objetos. Si la intuición tuviera que regirse por la naturaleza de los objetos, no
veo cómo podría conocerse algo a priori sobre esa naturaleza. Si, en cambio, es el objeto [...] el
que se rige por la naturaleza de nuestra facultad de intuición, puedo representarme fácilmente
esta posibilidad.
Crítica de la razón pura, Prólogo de la segunda edición, BXVIII (Alfaguara, Madrid 1988, 6ª ed., p. 21).
Hegel : romanticismo y dialéctica
“Lo que es racional, es real; y lo que es real es racional (…). La Filosofía (…) asegura el juicio
que nada es real sino la idea”G. W. Hegel, “Filosofía del derecho”, Prefacio, Claridad, Bs. As. 1968, p. 34
Auguste Comte: saber para prever
Ahora bien: considerando el destino constante de estas leyes, se puede decir, sin ninguna
exageración, que la verdadera ciencia, lejos de estar formada de simples observaciones, tiende
siempre a dispensar, en lo posible, de la exploración directa, sustituyendo ésta por esa previsión
racional, que constituye, en todos los aspectos, el carácter principal del espíritu positivo [...].
Una previsión tal, consecuencia necesaria de las relaciones constantes descubiertas entre los
fenómenos, no permitirá nunca confundir la ciencia real con esa vana erudición que acumula
inútilmente hechos sin aspirar a deducir unos de otros. Este gran atributo de todas nuestras sanas
especulaciones es tan importante para su utilidad efectiva como para su propia dignidad; pues
la exploración directa de los fenómenos cumplidos no bastaría para permitirnos modificar su
cumplimiento si no nos condujera a preverlo convenientemente. De suerte que el verdadero
espíritu positivo consiste, sobre todo, en ver para prever, en estudiar lo que es para deducir lo
que será, según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales.
Discurso sobre el espíritu positivo, Orbis, Barcelona 1980, p. 115-116.
Friedrich Nietzsche: la Voluntad de Poder y la causalidad
Aun admitiendo que no nos sea dado nada «real» fuera de nuestro mundo de deseos y pasiones;
que no podamos alcanzar «realidad» más alta o más profunda que la de nuestros instintos --
pues el pensamiento no expresa más que la relación de nuestros instintos entre sí--, ¿no sería
lícito aventurar esa pregunta: «Este mundo dado, no bastaría para comprender, a partir de lo que
es semejante, el mundo que se llama mecánico (o material)»? No quiero decir comprenderlo
como una ilusión, una «apariencia», una «representación», en el sentido de Berkeley o de
Schopenhauer, sino como una realidad del mismo orden que nuestras pasiones mismas, un
mundo en el que se haya englobado en una poderosa unidad todo lo que en el proceso orgánico
se ramifica y se diferencia (y, por lo tanto, se afina y se debilita), como una especie de vida
instintivamente en la que todas las funciones orgánicas: autorregulación, nutrición, secreción,
cambios orgánicos, se hallan sintéticamente ligadas y confundidas entre sí, en resumen, una
forma previa de vida. No sólo es lícito aventurar esa pregunta, sino que lo exige la conciencia
de nuestro método. No admitir diversas clases de causalidad, hasta que no se haya intentado
resolver por medio de una sola, sin haberla llevado hasta sus últimos límites (hasta el absurdo,
si así puede decirse), es una exigencia moral del método a la que no tenemos el derecho
de sustraernos; es verdad «por definición», como dicen los matemáticos. La cuestión, en
fin, estriba en saber si consideramos la voluntad como realmente actuante, si creemos en la
causalidad de la voluntad; si es así --y en el fondo es eso lo que implica nuestra creencia en la
causalidad--, estamos obligados a hacer esa experiencia, a plantear por hipótesis como única
causalidad la de la voluntad. La «voluntad», naturalmente, no puede obrar más que sobre
una «voluntad», y no sobre una materia (sobre los «nervios», por ejemplo); en una palabra, hay
que llegar a plantear que siempre que se constatan «efectos», es que una voluntad obra sobre
una voluntad, y que todo proceso mecánico, en la medida en que manifiesta una fuerza actuante,
revela precisamente una fuerza voluntaria, un efecto de la voluntad. Suponiendo, por último,
que se llegase a explicar toda nuestra vida instintiva como el desarrollo interno y ramificado de
una forma fundamental única de la voluntad --de la voluntad de poder, es mi tesis--; suponiendo
que se pudiesen reducir todas las funciones orgánicas a esa misma voluntad de poder, y que ésta
encerrase en sí, por lo tanto, la solución del problema de la procreación y de la nutrición --es un
mismo y único problema--, habríamos adquirido el derecho de llamar a toda energía, cualquiera
que fuese, voluntad de poder. El universo visto desde dentro, el mundo definido y designado por
su «carácter inteligible», sería justamente «voluntad de poder», y nada más.
Más allá del bien y del mal, § 36. De la selección de textos En torno a la Voluntad de Poder, Península, Barcelona 1973,
p.122-123.
Sigmund Freud. La agresividad y la cultura: instinto de vida e instinto de muerte

El término libido puede seguir aplicándose a las manifestaciones del Eros para discernirlas
de la energía inherente al instinto de muerte. Cabe confesar que nos resulta mucho más difícil
captar este último y que, en cierta manera únicamente lo conjeturamos como una especie de
residuo o remanente oculto tras el Eros, sustrayéndose a nuestra observación toda vez que
no se manifieste en la amalgama con el mismo. En el sadismo, donde desvía a su manera
y conveniencia el fin erótico, sin dejar de satisfacer por ello el impulso sexual, logramos
el conocimiento más diáfano de su esencia y de su relación con el Eros. Pero aun donde
aparece sin propósitos sexuales, aun en la mas ciega furia destructiva, no se puede dejar de
reconocer que su satisfacción se acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al
yo la realización de sus más arcaicos deseos de omnipotencia. Atenuado y domeñado, casi
coartado en su fin, el instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la
satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio sobre la Naturaleza. Dado que, en efecto,
hemos recurrido principalmente a argumentos teóricos para fundamentar el instinto de muerte,
debemos conceder que no está al abrigo de los reparos de idéntica índole; pero, en todo caso, tal
es como lo consideramos en el estado actual de nuestros conocimientos. La investigación y la
especulación [futuras nos suministran, con seguridad, la decisiva claridad al respecto.

En todo lo que sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que la tendencia agresiva es una
disposición instintiva innata y autónoma del ser humano; además, retomo ahora mi afirmación
de que aquélla constituye el mayor obstáculo con el que tropieza la cultura. En el curso de
esta investigación se nos impuso alguna vez la intuición de que la cultura sería un proceso
particular que se desarrolla sobre la humanidad, y aún ahora nos subyuga esta idea. Añadiremos
que se trata de un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a condensar en una unidad
vasta, en la humanidad, a los individuos aislados. luego a las familias, las tribus, los pueblos
y las naciones. No sabemos por qué es preciso que sea así: aceptamos que es, simplemente, la
obra del Eros. Estas masas humanas han de ser vinculadas libidinalmente, pues ni la necesidad
por sí sola ni las ventajas de la comunidad de trabajo bastarían para mantenerlas unidas. Pero
el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra
uno, se opone a este designio de la cultura. Dicho instinto de agresión es el descendiente y
principal representante del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros y que con él
comparte la dominación del mundo. Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos
resultará impenetrable; por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de
vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la especie humana. Esta lucha es,
en suma, el contenido esencial de la misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida
brevemente como la lucha de la especie humana por la vida. ¡Y es este combate de los Titanes
el que nuestras nodrizas pretenden aplacar en su «arrorró del Cielo» !
El malestar en la cultura, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1968, vol. III p.45-46.
Wilhelm Dilthey: ciencias del espíritu
El conjunto de las ciencias que tienen por objeto la realidad histórico-social es englobado en
esta obra bajo el nombre de ciencias del espíritu. [...]
Por ciencia entiende el uso del lenguaje un conjunto de proposiciones cuyos elementos
son conceptos; es decir, perfectamente determinados, constantes en todo el complejo de
pensamiento y universalmente válidos, cuyas relaciones están fundadas, en el cual, por último,
las partes está unidas en una totalidad, con el fin de comunicación, porque una parte constitutiva
de la realidad es pensada en su integridad mediante esta combinación de posiciones, o bien está
regulada por ella una rama de la actividad humana. Designamos, por tanto, con la expresión
ciencia todo conjunto de hechos espirituales en que se encuentran las notas mencionadas,
y al que, por consiguiente, se aplica, por lo común el nombre de ciencia [...]. Estos hechos
espirituales, que se han desarrollado históricamente en la humanidad, y a los que se ha dado,
según un uso lingüístico general, la denominación de ciencias del hombre, de la historia, de la
sociedad, constituyen la realidad que queremos no dominar, sino, ante todo, comprender. [...]
El conjunto de los hechos espirituales que caen bajo este concepto de ciencia suele dividirse en
dos miembros, uno de los cuales se designa con el nombre de ciencia natural; para el otro no
existe, lo que es bastante sorprendente, ninguna denominación universalmente reconocida. Yo
me adhiero al uso terminológico de aquellos pensadores que denomina ciencias del espíritu esa
otra mitad del globus intellectualis. En primer lugar, esta denominación -y no en escasa medida
por la amplia difusión de la Lógica de J. St. Mill- ha llegado a ser habitual y generalmente
comprensible. En segundo lugar, comparada con todas las demás denominaciones inadecuadas
entre las que se puede elegir, parece la menos inadecuada. Expresa con suma imperfección el
objeto de este estudio. Pues, en este mismo, los hechos de la vida espiritual no están separados
de la unidad vital psicofísica de la naturaleza humana. Una teoría que quiere describir y analizar
los hechos histórico-sociales no puede prescindir de esa totalidad de la naturaleza humana y
limitarse a lo espiritual. Pero aquella expresión comparte este defecto con todas las demás
que se han empleado : ciencias de la sociedad (sociología), ciencias morales, históricas, de la
cultura; todas estas denominaciones padecen el mismo defecto: ser demasiado estrechas en
relación con el objeto que han de expresar. Y el nombre elegido aquí tiene al menos la ventaja
de designar adecuadamente el círculo central de hechos, desde el cual, en realidad, se ha visto la
unidad de estas ciencias, se ha trazado su contorno, se ha llevado a cabo su delimitación frente a
las ciencias de la naturaleza, aunque todavía de un modo tan imperfecto.
Introducción a las ciencias del espíritu, Alianza, Madrid 1980, p. 39-40.

Você também pode gostar