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La abnegación por medio de la oración

Todo predica en el alma que se ha entregado a Dios, todo


concurre a hacer su vida fecunda: su acción, su oración y su
ejemplo. Todo en ella está impregnado de Dios. Lo divino
desborda en ella por todas partes y se derrama sobre las almas
que la rodean.

Una sencilla oración del alma pura tiene más poder con Dios que
los sacrificios y súplicas de millares de almas ordinarias. Dijo Jesús
a una santa: «Tus amigos son los míos; amo a quienes tú amas,
pídeme que les colme de bienes».
A veces se complace Dios en comunicar a toda una nación
especiales auxilios, extraordinarias ocasiones de conversión y de
salvación. Se comprueban por momentos, en tal o cual región,
corrientes de gracias, inexplicables movimientos hacia la verdad,
cambios profundos y súbitos retornos de la opinión hacia la
Iglesia y la religión. Nadie, al parecer, se explica tales
transformaciones; por el contrario, todo parece excluir nuestros
cálculos. Más en cualquier rinconcito del mundo vive un alma
entregada al amor de Jesús y ruega por la humanidad y por tal
nación en particular.

¡Desgraciado del mundo, si ya no hubiera en él santos! No habría


poder alguno capaz de detener el brazo vengador de la divina
Justicia. Tan solo el corazón sencillo que ruega a Dios aplaca su
cólera y provoca sus misericordias.
Antiguamente el pueblo hebreo hubiera sido mil veces aniquilado
por Jahvéh, si Moisés, el más manso de los hombres, no hubiera
intercedido por él. «Déjame -decía Dios a su siervo-, no me
importunes más, que te haré caudillo de una nación más
poderosa que ésta». Pero Moisés rogaba, importunaba y Dios era
vencido.
¡Queridas almas, entregadas por completo al amor de Jesús!,
rogad por nosotros pecadores, rogad por las naciones infieles,
rogad por los pueblos católicos que han caído en la apostasía,
rogad por la unión de las iglesias, rogad por el mundo, haced
violencia a Dios, que Él no sabe rehusaros nada. No hay influencia
alguna sobre los negocios de la humanidad que sea comparable a
la vuestra, debido a la sublime manera de entregaros a la causa
del bien.

El alma debe dedicarse, con cierta como predilección, a este


apostolado de la oración, que ha de considerar misión y vocación
suya. No todos pueden predicar, enseñar, dejar la familia y la
patria para acudir en busca de las almas extraviadas, pero todos
pueden orar.

Hay quienes dedicaron exclusivamente su existencia a este


apostolado de la súplica y quienes, para mejor ejercerlo, se
encerraron dentro de los muros o detrás de la rejas de algún
claustro; no todos pueden imitar esos ejemplos heroicos. Sin
embargo, todos pueden de corazón y voluntariamente consagrar
su vida a la oración por los pecadores y ofrecer con esta mira a
Dios sus trabajos, penas, dificultades y contrariedades. Así es
como se trueca toda su existencia en oración y todas las fibras de
su ser se transforman en súplica.
Hay momentos escogidos en que Jesús llama al alma más cerca
de su Corazón para volcar sobre ella la sobreabundancia de su
ternura; instantes deliciosos que toda alma pura ha gustado y que
el divino Maestro se complace en multiplicar y prolongar a
medida que el corazón se entrega y purifica cada vez más.
Aproveche el alma estos deliciosos momentos, que entonces es
ella, más que en tiempo alguno, poderosa sobre el Corazón del
divino Maestro. Dios quiere que se le pida para poder perdonar al
mundo pecador, y Él mismo provoca estos gemidos inenarrables
del alma para que le aten las manos prestas ya al castigo.

¡Alma pura!, cuando en las horas del profundo recogimiento estés


cerca de Jesús, olvídate de ti misma, olvida tus propios intereses,
que están seguros en el Corazón del Maestro. Piensa sólo en el
mundo, en las almas que en él se pierden, en los incalculables
pecados que en él se cometen, y ruega al divino Redentor que
tenga piedad de su pueblo. Haz violencia a su Corazón, abraza sus
divinos pies y no le dejes marchar hasta que te haya escuchado.
Ofrécete por la Cristiandad culpable y, como Judit, librarás la
ciudad santa de los enemigos que le cercan.
R. P. José Schrijvers, El don de sí, Editorial El Perpetuo Socorro,
1954, págs. 201-204

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