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El deseo de saber
«Todos los hombres desean por naturaleza saber»1. Con estas palabras co-
menzaba Aristóteles la Metafísica, y con ellas hemos comenzado este libro.
Para Aristóteles era el punto de partida que, más que demostrar, constata y
acompaña con ejemplos. Hoy esta frase no es generalmente admitida si no se le
añaden muchas matizaciones; no me refiero, naturalmente, a que los alumnos de
bachillerato o de enseñanza primaria y secundaria no faciliten la tarea de los
profesores; me refiero, sobre todo, al hecho de que, con mucha frecuencia, se
confunde el deseo de enseñar la verdad con la manipulación, con falta de tole-
rancia y con una intromisión injustificada en la intimidad de las personas.
En una cultura que ha perdido el sentido de la verdad, todo se ha equiparado
a «opinión»: nadie puede decir, salvo que sea un intolerante, que sus opiniones son
más verdaderas que las de los demás; si esto es así, y de hecho lo es, no cabe la po-
sibilidad de intentar sacar a nadie del error, por muy burdo que éste sea. Como he-
mos visto ya, la única solución posible ante la discrepancia, es la votación, la opi-
nión de la mayoría: lo que hemos llamado «democratización de la verdad».
Desde cierto punto de vista, ante la disparidad de teorías, da la impresión
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de que no hay otra salida razonable que estar siempre del lado de la mayoría.
Decir que uno tiene la verdad es, cuando menos, una petulancia. Pero desde otra
perspectiva las cosas se ven de otra manera. Es posible, en efecto, que en algu-
nos casos, llegue a resultar costoso o difícil alcanzar la verdad en temas «lími-
te», como es el caso de la existencia de Dios, que es el tema central del agnosti-
cismo. Pero en la vida diaria las cosas son de otro modo: en líneas generales
todos sabemos qué hemos de hacer a diario: a qué hora hemos de levantarnos si
queremos llegar puntuales al trabajo, que hemos de asearnos por respeto a los
demás y para facilitar la convivencia, que debemos trabajar seriamente, vivien-
do la justicia, siendo leales a la propia empresa, ayudando a los compañeros,
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etc.; sabemos también a qué hora comemos y que, salvo enfermedad, hemos de
evitar los caprichos en las comidas, pues una familia no es un restaurante en el
que cada cual come a la carta; que en las relaciones familiares hay que pensar
en los demás, etc., etc. La enumeración podría llenar páginas, pero no hace fal-
ta. Es un hecho, que no requiere demasiados argumentos, que hay que ser fiel a
la palabra dada, que hay que cumplir los propios deberes, etc. En la práctica, en
lo cotidiano, todos sabemos, con seguridad y en muchos detalles, qué es el bien
y el mal, la verdad y el error. En estos casos no es necesario ni aconsejable ha-
cer un referéndum cada pocos minutos.
Pero, al mismo tiempo, cuando se antepone la libertad a la verdad, cuando
se incurre en el agnosticismo, los conflictos con los demás y con las propias
obligaciones pueden ser continuos. La razón está en que la misma noción de
«obligación» o «deber» pierde su sentido. Un agnóstico no tiene que ser leal a
su mujer, sus hijos, su empresa, sus amigos..., sino a sí mismo. Y la lealtad a sí
mismo no es otra cosa que hacer en cada momento lo que quiera hacer, aunque
se oponga a lo que decidió cinco minutos antes.
Cuando la libertad se considera como un valor absoluto desligado de la ver-
dad, la intimidad se convierte en un reducto exclusivo de la persona que nadie
tiene derecho a violar. La intimidad no es ya un tesoro que uno puede y debe en-
tregar, porque ahora el amor ha dejado de ser entrega a los demás; el amor, como
dijera Kant, ha pasado a ser egoísmo, una pasión descontrolada que nos impide
ser dueños de nosotros mismos2; el amor, en definitiva, se ha vuelto sospechoso
porque amar es desear y todo deseo esconde dentro de sí un interés inconfesable.
Quizá esto explique por qué las virtudes tradicionales se han vuelto sospe-
chosas y han sido sustituidas por otras. Hoy se habla mucho de tolerancia y so-
lidaridad, pero no suenan bien virtudes como la templanza, la fortaleza, la leal-
tad, la humildad, la caridad, la pobreza, la castidad, la sencillez... Y sin embargo
se trata de virtudes que aparecen en autores paganos como Platón y Aristóteles.
¿Qué opinión merecen hoy las páginas que este último autor dedicó, por ejem-
plo, a la temperancia? El motivo por el que las virtudes tradicionales han sido
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sustituidas por otras nuevas es, desde mi punto de vista, porque aquéllas iban di-
rigidas todas ellas a un mismo fin, a saber: que el hombre se gobernara por la ra-
zón, o sea, por la verdad. Hoy, en cambio, se valora más que cada cual se go-
bierne por sí mismo, sea como sea; por eso se considera «más justa» a la
persona solidaria que a la que vive la fidelidad y la lealtad.
La intimidad es intangible; la intimidad ha de guardarse siempre para uno
mismo y perderla es perder todo. La libertad es, por eso, un valor subjetivo que
ha de ser defendido continuamente; la libertad no se entrega, ni siquiera libre-
mente; la libertad se reserva siempre como algo exclusivo que puede vivirse al
2. KANT, I., Crítica de la Razón Práctica, trad. Emilio Miñana y Villagrasa y Manuel García Mo-
rente, 3.ª ed., Espasa Calpe, Madrid, 1984, I, I, 3, 120 s.
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a) La evidencia cartesiana
El Discurso del Método comienza con una declaración «democrática» ver-
daderamente llamativa: «El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo,
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pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que, aun los más des-
contentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya
tienen». Pero más asombrosa aún es la razón por la que Descartes defiende esta
opinión: «en lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien
esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso...
es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de
nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino
tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no
consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo
principal es aplicarlo bien»3.
En realidad Descartes ha encerrado en esta breve frase buena parte de su
pensamiento. Es sabido que para él la lógica no tiene valor alguno pues, como
nominalista, no considera válido más que el conocimiento intuitivo: para no
errar se requiere estar siempre vigilante, de modo que ningún contenido men-
tal se adelante a la atención, a la voluntad, que será quien controlará el valor de
cada idea. Conocer es estar despierto, asistir a todo lo que ocupe la mente, de
modo que las ideas no arrastren al pensamiento a asentir. Y ello porque ningu-
na idea es evidente por sí misma o en sí: lo evidente es siempre evidente «para»
el pensamiento. Las ideas, en sí mismas, distraen nuestra atención y nos indu-
cen continuamente al error; por eso «aplicar bien» el pensamiento es estar des-
pierto, analizarlo todo, no fiarse de la objetividad. No se trata de que la reali-
dad pueda engañarnos; la realidad, para Descartes, es siempre incognoscible;
lo contenido en las ideas no es la realidad sino, si acaso, la esencia o naturale-
za, los atributos de la realidad, los cuales nunca se identifican con ella.
Esto explica suficientemente lo que ha venido en llamarse «las aversiones
de Descartes»: en primer lugar, el conocimiento sensible; no se trata sólo ni
principalmente de que los sentidos nos engañen, sino de que «a la pregunta ¿en
virtud de qué hay sensación?, Descartes responde: en virtud de una cosa exter-
na, pero en todo caso no dentro del alcance de la actitud vigilante, sino a espal-
das de ella (cfr. 6.ª Meditación). Por lo cual, la sensación escapa a mi control y
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5. Ibídem, 39-40.
6. Ibídem, 44-45.
7. Ibídem, 46.
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con su propio esfuerzo. Hay que tener en cuenta que, en la práctica, lo mismo es
desechar la tradición que descalificar la enseñanza, incluida la de los propios lo-
gros. Al menos en este punto Descartes era consecuente: «mis designios no han
sido nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar so-
bre un terreno que me pertenece a mí sólo. Si, habiéndome gustado bastante mi
obra, os enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar a na-
die que me imite»8. Imitarle significa romper con todo y emprender una labor
personal en la que no cuenta más que aquello que uno mismo consiga porque
«la multitud de votos no es una prueba que valga para las verdades algo difíci-
les de descubrir, porque más verosímil es que un hombre solo dé con ellas que
no todo un pueblo», por eso «no podía yo elegir a una persona cuyas opiniones
me parecieran preferibles a las de los demás, y me vi como obligado a empren-
der por mí mismo la tarea de conducirme»9.
Hace falta estar muy encerrado en sí mismo, valorar más lo propio por ser
propio que lo ajeno aunque esté avalado por mil razones, para afirmar que «un
niño que sabe aritmética y hace una suma conforme a las reglas, puede estar se-
guro de haber hallado, acerca de la suma que examinaba, todo cuanto el huma-
no ingenio pueda hallar»10. La actitud de Descartes es muy llamativa: cuando
uno está cierto, no es necesario consultar con los demás, no hace falta confron-
tar la propia opinión; pero, en cambio, siempre es preciso desconfiar de la de los
demás porque, por no ser propia, no merece que se le preste asentimiento. Sólo
el propio examen, la evidencia subjetiva, tiene verdadero valor probatorio; por
eso todo ha de ser examinado por uno mismo ya que la propia mirada es la úni-
ca que puede proporcionarnos una auténtica seguridad. Lo recibido, lo transmi-
tido, es, en principio, dudoso. La razón última de semejante actitud no es, des-
de luego, la arrogancia o un cierto complejo de superioridad ante los demás; el
motivo es mucho más débil desde el punto de vista objetivo, aunque muy con-
tundente desde la óptica subjetiva: «y esto fue bastante para librarme desde en-
tonces de todos los arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las
conciencias de esos espíritus débiles y vacilantes que, sin constancia, se dejan
arrastrar a practicar como buenas las cosas que luego juzgan malas»11. Descar-
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tes busca seguridad, certeza, no ser engañado nunca; de este modo, si se comete
un error nunca será culpable, pues, como es natural, todos tenemos obligación
de seguir los dictados de la propia conciencia y, en ese caso, la ignorancia y el
error serán siempre involuntarios. Una vez más hemos chocado contra una vo-
luntad que es como un muro, una voluntad firme e inconmovible que además ha
tomado —o al menos eso cree— todas las medidas (¿razonables?) para no equi-
vocarse nunca.
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Para lograr la duda universal, es decir, para desconfiar de todos los datos
recibidos del exterior y no controlados por el sujeto, Descartes tuvo que aban-
donar la razón, los motivos razonables para dudar: es cierto que, a veces, los
sentidos nos engañan, pero ¿es razonables dudar siempre de ellos?; es verdad
que los sueños pueden ser muy vivos, pero ¿es razonable pensar que quizá no
podamos nunca distinguir la vigilia del sueño?; sin embargo, la hipótesis del ge-
nio maligno, que puede hacer que nos engañemos incluso en lo que se nos pre-
senta como evidente, indica de un modo preciso el alcance de la duda cartesia-
na, y la razón es que «para conducir la empresa de la duda con la irreductible
obstinación que exige la investigación de lo indudable no es suficiente a la vo-
luntad las razones que le ofrece el entendimiento. Este camino lógico debe ser
abandonado. Es preciso librar a la voluntad de la sujeción del entendimiento».
Dicho de otro modo: por más «razones» que podamos tener para dudar, nunca
serán suficientes para satisfacer el propio deseo de seguridad, para llegar tan le-
jos como desea Descartes; objetivamente las razones son poco drásticas: son de-
masiado razonables, cuando lo que se precisa es algo mucho más radical. Por
eso Descartes «inventa» la hipótesis del genio maligno, ya que pensar que Dios
pueda engañarnos no es suficiente: «el Dios burlador es una idea del entendi-
miento. Por poco verosímil que pueda ser, es a ella a quien en último extremo
recurre el entendimiento para dar a nuestra voluntad alguna razón para dudar...
Pero, es la inverosímil colisión de la mentira y de la omnipotencia la que, ha-
ciendo de este modo frágil la duda que fundan, obligan a Descartes a invertir el
sistema de la duda y a no hacer depender nuestra voluntad de las razones del en-
tendimiento. Desde entonces, sin que nuestro entendimiento tenga que buscar
ninguna razón más para dudar, nuestra voluntad va a determinarse con una ab-
soluta espontaneidad»12.
Si la duda no es razonable, ¿por qué ha de serlo lo que obtengamos a par-
tir de ella? Sólo una «razón» puede justificar una respuesta afirmativa a esta
pregunta: porque lo que se obtenga depende sólo de mí, porque «para mí» es in-
dudable, porque lo controlo y lo veo con mis propios ojos, porque esta eviden-
cia es mía, no prestada ni recibida de fuera.
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12. GRIMALDI, N., L’experience de la pensée dans la philosophie de Descartes,Vrin, París, 1978,
231-232.
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gira la distinción entre la antigüedad y la era moderna. Este derecho ha sido ex-
presado en su infinitud por el cristianismo y ha sido constituido como principio
real y general de una nueva forma del mundo»18. En muy pocas palabras Hegel
ha sido capaz de sintetizar en qué consiste la novedad del pensamiento moder-
no, en qué se diferencia de la tradición; y lo valora en su justa medida, como
«principio real» de un modo nuevo de ver y valorar la realidad. Pero, como va-
mos viendo una y otra vez, sólo hoy se han sacado las últimas consecuencias de
este hecho.
c) La libertad de pensamiento
Una vez más estamos ante cuestiones de matiz pero muy importantes;
porque lo que hoy se incluye en la libertad de pensamiento es algo distinto de
lo que, en principio, pudiera pensarse. Todos tendemos a defendernos ante la
propaganda abusiva y manipuladora, pero no se trata de eso. O mejor, se trata
de que todo tipo de conocimientos constituyen una propaganda, de modo que
se ha igualado la actividad comercial de un vendedor de lavadoras con la de
quien desea ayudarnos a salir del error buscando exclusivamente nuestro bien
y sin pretender lograr ningún beneficio de ello. En otros términos, la verdad es
ahora ideología.
18. HEGEL, Grundlinien der Philosophie des Rechts, Suhrkamp, Frankfurt, 1970, VII, & 124, 233.
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He dicho antes que muchos profesores no quieren ser educadores sino ense-
ñantes, es decir, meros transmisores de conocimientos científicos. Enseñar mate-
máticas, física, química, biología, etc., no es un peligro para la subjetividad por-
que sus verdades son neutras, no influyen casi nada —o pueden fácilmente ser
neutralizadas— en las propias convicciones. El problema son las humanidades.
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más que el reflejo del dominio de unos hombres sobre otros, de la sustitución de
la ética por las ideologías. Por eso, y a pesar de que es y seguirá siendo un gra-
ve problema, el dominio de la técnica sobre la vida humana no es un «verdade-
ro problema» más que en la práctica, pues en la teoría la ciencia y la técnica es-
tán siempre bajo el control de la voluntad.
Podemos concluir, pues, que la mentalidad del «enseñante» es la de quien
no cree en la verdad, la de aquella persona para la que toda verdad es siempre
sospechosa porque no hay más verdad que la que cada uno desee poseer. La ver-
dad, por tanto, no puede enseñarse, la verdad no tiene «derechos» sobre el error,
la verdad tampoco puede difundirse. Con esto se quiere decir, no sólo que no
quepa transmitirla; no, la cuestión es más radical. Lo que quiere decirse es que
hacer prosélitos, tener discípulos, es manipular, entrometerse en la voluntad aje-
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do» que las demostraciones no nos convencen, que a la hora de actuar podemos
hacerlo al margen y en contra de los dictados de la razón, cosa, por otro lado,
evidente.
Por eso los argumentos del voluntarismo son inanes. «Sólo desde el inte-
rior del Tao mismo se tiene autoridad para modificar el Tao. Esto es lo que indi-
caba Confucio cuando dijo “es inútil aceptar consejo de quienes siguen un Ca-
mino distinto” (Anales de Confucio, XV.39). Por la misma razón Aristóteles
advirtió que sólo aquellos que hubieran sido correctamente educados podrían
20. LEWIS, C.S., La abolición del hombre, ed. Encuentro, Madrid, 1990, 48. El autor llama Tao a
la «ley natural, moral tradicional, principios básicos de la razón práctica o fundamentos últimos»: ibí-
dem.
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estudiar ética: para el hombre corrupto, el que es ajeno al Tao, el auténtico pun-
to de partida de esta ciencia es invisible (cfr. Eth. Nic. 1095 B, 1140 B, 1141 A).
Puede ser hostil pero nunca crítico: no sabe lo que está en discusión... Una men-
te abierta es útil en los asuntos que no conciernen a las cuestiones últimas. Pero
una mente abierta respecto a las cuestiones últimas que plantean tanto la Razón
Teórica como la Razón Práctica es una idiotez. Si un hombre mantiene una po-
sición abierta frente a estas cuestiones, por lo menos debe mantener la boca ce-
rrada, pues sobre ellas nada podrá decir: desde fuera del Tao no hay un funda-
mento para criticar el propio Tao ni para criticar ninguna otra cosa»21.
Ante la verdad no cabe una actitud previa que no sea la de pura apertura a
un don gratuito; pretender «usar» la verdad para fines predeterminados es adul-
terarla, rebajarla y rebajarse uno mismo. «Someter la verdad al criterio de cer-
teza constituye un error. El error no es sino la paralización de la verdad: cogito,
sum, como principio de la filosofía, y en virtud de él sólo ideas claras y distin-
tas. Pero la verdad no está destinada a aquietar la sospecha o la duda sino a mo-
vilizar»22. El amor a la verdad no es la sospecha ante el posible error; el amor es
un acto libre que excluye toda intención de control: amar la verdad es abrirse a
la realidad, asombrarse, acogerla como es, sin pretender controlarla. «En el or-
den antropológico el encuentro con la verdad es operativo: saca fruto de la ver-
dad encontrada; veritatem facientes in careitate, dice San Pablo. La operati-
vidad en cuestión, aunque no quepa sin la verdad, es aportada por la libertad. La
razón no está ya por encima de la libertad, sino que la libertad se hace cargo de
la verdad»23. Ponerse al servicio de la verdad no es abdicar de la propia libertad,
no es dejar de ser autónomos; porque primero hay que abrirse libremente a ella:
«lo que mueve en el encuentro con la verdad es generosidad pura. Es obvio que
no cabe generosidad sin libertad»24. La pretensión de estar siempre en nuestras
manos, de no depender de nadie, cierra el horizonte, lo encapota y nubla la vida.
La verdad no está para usarla —eso es la verdad práctica— sino para acogerla
como el don que da sentido a la vida.
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