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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Guillermo GASIO y María C. SAN ROMAN.


La Conquista del Progreso, 1874-1880.
Ed. Astrea, Buenos Aires, 1984, pp. 7-38.

Capítulo Primero.
La candidatura de Avellaneda y las elecciones de 1874.

Las bases de la vida política


Desde los comienzos del año 1873, el país se preparaba para la quinta renovación
presidencial en sus veintiún años de vida constitucional. Dadas las modalidades
que asumía la actividad política en esta época, la elección de un nuevo
presidente creaba un clima de lucha cívica permanente que envolvía todas las
esferas de la vida social.

“...Poco después de instalado un nuevo presidente se comienza a examinar las


opiniones de los gobernadores sobre los candidatos probables para la presidencia
venidera. Los amigos íntimos del presidente desempeñan en este balance un
papel importante. La influencia presidencial empieza a hacerse sentir poco a
poco en favor de los gobernadores,. cuyas opiniones electorales halagan, y en
contra de aquellos que manifiestan o dejan sospechar ideas contrarias”.(1)

Esto en lo que concierne a las actividades de las capas dirigentes de los distintos
grupos políticos. Y hablamos de grupos, no de partidos, porque los distintos
candidatos eran sostenidos por agrupaciones que distaban mucho de parecerse a
los pardos políticos modernos. Desde el punto de vista ideológico no existan
diferencias de fondo, siendo los motivos fundamentales del enfrentamiento la
exaltación de una u otra personalidad política relevante y con ciertas dotes de
caudillo, unida a la defensa y veneración de sus actividades políticas pasadas.
Este carácter marcadamente personalista reducía la estructura partidaria a
círculos de amigos que actuaban de acuerdo con formas dictadas más por lo
emotivo y la conveniencia política del momento, que por una programática
concreta.

Esto explica el manejo político basado en un ¡permanente juego de negociaciones


pre y post electoraIes, que, en definitiva, daba el triunfo al candidato que
hubiese elegido más hábilmente sus alianzas. Por supuesto, la cosecha enriquecía
no sólo al candidato en cuestión y a su círculo inmediato de amigos, sino también
a los caudillejos y seguidores que habían trabajado por su candidatura en las
ciudades y centros rurales. De manera tal que la elección de un gobernador o de
un presidente aparejaba cambios en la administración pública desde los niveles
más bajos de las municipalidades hasta los más altos de los ministerios.

Un elemento de importancia a tener en cuenta era el hecho de que sólo una


minoría de la población, calculada aproximadamente en una décima parte,
intervenía en la vida política. Iniciada la campaña electoral, personas influyentes
en las parroquias de la ciudad y de la campaña, vinculadas a ese núcleo de amigos
políticos del candidato, instalaban el comité parroquial que centralizaba las
actividades tendientes a reclutar electores y fuerzas de choque para el. día de la
elección. Era importante también conseguir la adhesión del juez de paz y del
comisario del lugar, lo cual constituía la garantía del triunfo. En las zonas rurales,
los contingentes se engrosaban con la peonada que cada hacendado o estanciero
aportaba, ya como electores pasivos, ya como elementos armados para
amedrentar a la oposición.

La propaganda oral y escrita del candidato era un aspecto fundamental a tener en


cuenta. La prensa jugaba aquí un rol vital. En este sentido el político y el
periodista eran una misma persona. Aparte de los periódicos tradicionales que
respondían a los grupos políticos locales, solían surgir durante las campañas
electorales, y a veces por el tiempo que éstas duraran, publicaciones periódicas
en apoyo de un nuevo candidato, partido o alianza electoral. Todos ellos
contaban con buenos redactores, la mayoría de las veces los propietarios del
periódico y hasta los mismos candidatos, cuando no figuras prominentes del
oficialismo, que se ocupaban diariamente de exaltar al candidato en cuestión,
tanto como de desprestigiar a los contrarios, haciendo uso y abuso de la libertad
de expresión. Casi todos estos órganos de prensa mantenían relación permanente
con otras provincias a través de publicaciones locales del mismo color político o
de corresponsales adictos. Esto les permitía brindar a los lectores un panorama
general de la situación del candidato en el resto del país, que, casualmente,
siempre era sumamente halagüeña. Un habilísimo manejo del rumor político
constituía un arma eficaz y nada despreciable, sobre todo en la última etapa de
la campaña electoral.

Las candidaturas
En la época que nos ocupa, Buenos Aires marcaba el ritmo de la vida política
nacional: “en su doble carácter de asiento de las autoridades de la Nación, así
como de la capital de la provincia, era el centro principal donde las referidas
luchas se han desarrollado, lo que obligaba a los políticos y a todos sus
habitantes a vivir en continua preocupación electoral, puesto que, terminada
una elección nacional, debían preocuparse de otra provincial, y así constante y
sucesivamente”.(2)

Esta característica se unía al predominio que la ciudad-puerto había tenido desde


los tempranos días de la Patria en los destinos políticos de las restantes
provincias, y que seguía manteniendo. El apoyo de la opinión pública porteña era
casi imprescindible para el triunfo de una candidatura a nivel nacional. La
historia venía demostrando que un porteño podía dominar los distintos círculos
políticos provinciales e imponer un poder ejecutivo fuerte a toda la República,
por las armas o mediante el gobierno de procónstdes como entonces se les
llamaba a los gobernadores digitados desde el salón presidencial, mientras que
los presidentes provincianos necesitaban del apoyo de por lo menos uno de los
grupos políticos en que se dividía la sociedad porteña para sobrellevar con éxito
su gestión. Aun así, Sarmiento necesitó aguzar su ingenio para contemporizar con
la oposición porteña sin por ello perder su autoridad de ejecutivo.

Ahora, como seis años antes, Buenos Aires volvía a vivir el enfrentamiento de
mitristas y alsinistas, antiguas fracciones del Partido Liberal, separadas desde
1862 a raíz del problema de la federalización de Buenos Aires. En aquellos años,
los nacionalistas o mitristas habían sostenido el proyecto de federalizar todo el
territorio de la provincia; pero un sector del partido, más celoso en la defensa de
los intereses bonaerenses, se había opuesto a ello levantando la bandera de la
autonomía provincial. Alrededor de su líder, Adolfo Alsina, habían constituido un
partido aparte.

“...Alto, musculoso, de facciones enérgicas y modales sueltos..., como todos los


grandes caudillos populares, Alsina amaba en su actuación la iniciativa resuelta e
impetuosa que impone a los partidarios, con la llaneza cordial que les atrae y
encadena...”.(3)

“...no tenía pasado respecto de los partidos políticos tradicionales en su país. Su


abuelo había sido federal; su padre había sido toda la vida unitario. Pero él
entendió que no debía vivir a la sombra de las opiniones de su abuelo y de su
padre, sino de las suyas propias. Más que unitario fue porteño, en la acepción
más radical... Con una ecuanimidad digna de un político de alto vuelo, había
cavado la fosa en que enterró el pervertido principio del ostracismo y del olvido
a que los gobiernos condenaban a sus adversarios, pues se había atraído a las
filas del Partido Autonomista a hombres principales del Partido Federal y
llevádolos a las bancas legislativas por la fuerza del voto que contaba por
entonces...”.(4)

Mitre, “por el contrario, tenía tradición unitaria... Como presidente de la


República subordinó la entidad de las provincias a la suprema entidad de la
Nación, actuando de modo que... fuese de la Capital, del gobierno presidencial,
la regla general a la cual todas ellas debían someterse”.(5)
Ambos eran caudillos a su manera. Mitre “contaba con el poderoso auxilio del
elemento conservador del país, que ambiciona más el orden, la estabilidad y el
crédito, aunque le cueste un poco más caro el gobierno, que las convulsiones
consiguientes a toda innovación, por sencilla y justa que parezca. Ésta era, pues,
la situación del partido mitrista al empezar la contienda. La mayoría del
comercio, tanto nacional como extranjero, le proporcionaba su apoyo material y
moral, según las circunstancias”.(6) En su programa hablaba de respetar la
Constitución; difundir la enseñanza a todos los niveles; extender las vías férreas,
el telégrafo y la navegación de los ríos interiores; promover y proteger la
inmigración, y dar residencia definitiva a las autoridades nacionales. Eran blanco
de los ataques de la oposición los desaciertos políticos de su gestión presidencial.
Se lo acusaba de haber llevado a los pueblos a una lucha fratricida, de haberse
vendido a la Corte del Brasil, de ser el candidato de los proveedores de caballos y
de forrajes del ejército argentino en la funesta guerra contra el Paraguay.
Cuando se aludía a su partido, se lo llamada el partido de los proveedores.

Alsina representaba “el partido popular, los desheredados por la fortuna, los
pobres, en una palabra. Había sabido captarse las más vivas simpatías entre esa
clase de la sociedad; y el entusiasmo que su solo nombre producía, demostraba
evidentemente que se hallaba en la categoría de ídolo de una gran parte de los
menesterosos”.(7) Su programa también hablaba de solucionar el problema de la
capital de la República, de amparar la inmigración, fomentar la educación y
promover medidas de progreso; pero su acento estaba puesto en afianzar las
autonomías provinciales promulgando una legislación clara sobre intervenciones
federales a las provincias, organizando definitivamente las milicias provinciales y
limitando el derecho de veto que tenía el Ejecutivo nacional, lo cual implicaba
restarle recursos que lo convirtieran en un poder ejecutivo fuerte y centralista.
Se diría, y así lo comprendían sus seguidores, que a través de la defensa de la
autonomía de la provincia de Buenos Aires, defendía también la totalidad de las
autonomías provinciales.

“Mitre contaba con la mayoría de los sufragios de la primera sociedad porteña;


Alsina, con las simpatías populares, entre cuyas filas siempre había figurado. La
juventud estudiantil, los intelectuales, la muchachada bulliciosa y expansiva,
simpatizaba con Alsina”.(8)

Cada uno, también a su manera, utilizaba distintos métodos para atraerse al


electorado: “Mitre actuando por intermedio de sus principales amigos; Alsina
actuando ala par de sus amigos..., acudiendo con su palabra vibrante y sus
alientos de varón fuerte a todas partes donde se ventilaban los intereses de su
partido”.(9) “Era tal su popularidad, que gentes del pueblo, y de humilde
condición social, querían verlo, hablarle, tocarlo, y lo esperaban donde fuera
posible conseguirlo”.(10) Para sustraerse a tales manifestaciones, cuentan sus
contemporáneos que solía entrar y salir de su casa, en la calle Potosí (hoy Alsina),
acurrucado en el fondo de su carruaje, para hacer creer que el coche salía o
entraba desocupado.
Las posibilidades de triunfo para ambos se cifraban en grupos de partidarios más
o menos numerosos diseminados en las trece provincias. En algunas contaban con
los círculos gubernistas: tal era el caso de Santiago del Estero, donde los
hermanos Taboada parecían seguir respondiendo al vencedor de Pavón, y de San
Juan, donde muy a pesar de Sarmiento los mitristas eran todavía numerosos.
Alsina, en cambio, se sabía más o menos fuerte en Catamarca, donde el Partido
Autonomista tenía cierto arraigo. Pero para ambos, el verdadero terreno de lucha
era Buenos Aires: su ciudad y su campaña.

Aparte de los colosos de Buenos Aires, dos candidaturas se habían levantado,


iniciando sus trabajos electorales en el Interior. Una de ellas proclamaba a
Manuel Quintana, y contaba con el apoyo del general José Miguel Arredondo,
quien, aprovechando su situación de jefe de la frontera sur, combinaba sus
funciones específicas con giras proselitistas. A pesar de ser ésta una candidatura
muerta antes de nacer, como se opinaba en los círculos políticos bonaerenses, los
periódicos alsinistas se preocupaban por dejar bien sentado que Quintana
pertenecía en realidad al alsinismo, y que su candidatura era apoyada por un
grupo de autonomistas minoritario, por cierto, con el único fin de traicionar al
partido y dividirlo.

La cuarta candidatura, también nacida en el Interior, era la del tucumano Nicolás


Avellaneda. Hijo de Marco Avellaneda, ex gobernador de Tucumán en tiempo de
Rosas y víctima de las sangrientas luchas civiles, había vivido en el exilio hasta
1850, año en que volvió a su provincia para marchar enseguida a Córdoba, en
cuya Universidad se había graduado de abogado. Siete años más tarde, su familia
había decidido que abandonara nuevamente a Tucumán y viajara a Buenos Aires,
en busca de una carrera que no podía ofrecerle su pago chico. Aquí se vinculó
rápidamente a las familias más importantes de la sociedad porteña. Actuó en
periodismo, y se graduó de doctor en leyes. Como ya hemos dicho, la carrera
periodística era también la carrera política: en 1860 se lo elegía para ocupar una
banca en la Legislatura bonaerense. Seis años más tarde subía Adolfo Alsina como
gobernador de la provincia y le ofrecía el ministerio de Gobierno, cargo al que
renunciaría para aceptar el de Ministro de Culto e Instrucción Pública en la
presidencia de Sarmiento: ya estaba camino al estrellato.

A pesar de su ininterrumpida y destacada actividad en el mundo político porteño,


su candidatura había comenzado a tomar cuerpo entre sus antiguos condiscípulos
de Córdoba y en el círculo político que capitaneaba José Posse en Tucumán. En
Buenos Aires, aunque tenía “cierto prestigio en una parte de la juventud
estudiosa, y un buen número de amigos de posición espectable, no podía disponer
de elementos suficientes para constituir una fuerza electoral de regular
importancia”.(11) Andrés Egaña, uno de los más acaudalados hacendados de la
provincia de Buenos Aires, había prestado su casa para que un grupo de amigos
del tucumano organizara la fundación del comité electoral en la ciudad. Pero lo
cierto era que aun en los momentos culminantes de la campaña electoral, la
prensa bonaerense no mostraba signos de tomar muy en serio su candidatura. El
Nacional, órgano del Partido Alsinista, se refería a ella usando siempre
diminutivos, suponemos que haciéndose eco de la broma generalizada respecto
de su estatura. “...su baja estatura y su endeblez física eran proverbiales entre
estos porteños que, por lo regular, blasonan de gentil apostura y gallardía: de
ahí los motes populares de chingolo y taquito, etcétera, con que sus mismos
amigos, y sin intención denigrante, le designaban”.(12) Es que “tuvo Avellaneda
la costumbre de hacer agregar a su calzado tacos excesivos, que descomponían la
línea correcta de su cuerpo, dándole una inclinación forzada, y obligándole a
mesurar su marcha, al apoyarse cadenciosamente sobre cada una de sus
plantas”.(13) “...aparecía así como alguien casi femenino en una sociedad que
consideraba la virilidad como un galardón”.(14)

Rasgos físicos aparte, se lo acusaba de ser la candidatura oficialista, el niño


mimado del Presidente; de haber preparado su campaña a través de su ministerio
sembrando escuelas en el interior del país para conquistar adherentes.
Documentos de la época atestiguan que “había sabido conquistarse el aprecio y
simpatías de un crecido círculo formado por el elemento oficial... Su trato dulce
y afable, tal vez algo exagerado, le atrajo la benevolencia de una parte del
clero... Los elementos de lucha eran, pues, los que el poder oficial le
proporcionaba, unido ,al contingente clerical que pudo atraerse
personalmente”.(15)

El apoyo oficial, si lo hubo, fue sutilmente orquestado por el genio político de


Sarmiento. Aquí es necesario dedicar un breve espacio a evaluar el tino político
del sanjuanino. Dejando de lado su obra de gobierno, sus dotes de estadista
pueden resumirse en la habilidad con que supo manejarlas relaciones entre
provincianos y porteños. Cómo capitalizó desde los comienzos de su gestión su
situación de figura neutral en las desavenencias políticas posteriores a Caseros,
para conjugar su autoridad d e ejecutivo con su extracción provinciana. Cómo
supo volcar en su favor gran parte de los gobiernos de provincia, sin trasformar
por ello su imagen en la del despótico avasallador de autonomías provinciales. No
era un secreto para nadie que Avellaneda contaba con la admiración y estima del
Presidente de la República; pero de nada hubiera valido esto, si se hubiera
gestado un clima de hostilidad hacia la conducta de Sarmiento en el Interior.

En realidad, la oposición de los grupos políticos porteños tenía razones más


profundas que las acusaciones antes enunciadas. La propaganda de los
avellanedistas recalcaba en el objetivo de poner fin a las divisiones localistas y
constituir un partido de raigambre netamente nacional, que, dejando de lado
antiguos antagonismos, iniciara un programa de despegue en lo económico y de
definitiva organización en lo político. Dignos representantes de la generación del
80, sus prosélitos constituían ya la corriente que llevaría al poder a Roca,
compartiendo ideas sobre la organización definitiva del país que denotaban una
nueva mentalidad.

En agosto de 1873, Avellaneda decidía renunciar al Ministerio, y declaraba: “Con


mi separación del Ministerio quiero apartar toda sospecha de injerencia oficial
en los trabajos que promuevan mis correligionarios políticos”.(16) Tal decisión no
fue bien vista por su grupo, y como lo revelara luego en sus Memorias, fue algo
difícil de decidir: “...En agosto dejé el Ministerio, después de tres días
destinados a preparar esta resolución para mí suprema. La adopté tomando
inspiración en mi consejo y desoyendo la opinión de todos mis amigos, que era
adversa. Ellos creían que mi separación del Ministerio comprometía mi
candidatura presidencial”.(17)

Junto a la aceptación de la renuncia del Ministro, Sarmiento firmaba la


destitución del general Arredondo de su puesto en la frontera, lo cual le quitaba
la posibilidad de usar su situación como arma electoral. La prensa opositora se
hacía eco de estos hechos, y alababa la decisión de Sarmiento, sin dejar de hacer
notar que se confirmaban las denuncias del General hacedor de candidaturas. En
cuanto a la renuncia de Avellaneda, se la juzgaba “tardía y obligada por la fuerza
de los sucesos que han llegado a hacer insostenible su posición de ministro y
candidato”.(18)

Se abría así uno de los períodos más vibrantes en las luchas por el poder político.
Mitre, respaldado por la burguesía porteña; Alsina, con el mismo respaldo, pero
con un tinte de incipiente populismo; Avellaneda, el primer candidato si bien
oficialista que contaba con el apoyo del Interior, lo que le daba el carácter de
primera candidatura nacional.

Las elecciones
El calendario electoral del año 74 se iniciaba en febrero con elecciones en todas
las provincias para renovar la Cámara de Diputados nacional. En total debían
elegirse 45 nuevos representantes, de los cuales 13 correspondían a la provincia
de Buenos Aires. Estas elecciones eran doblemente importantes, por serla Cámara
de Diputados uno de los jueces únicos de las elecciones presidenciales, y por
constituir un cateo que permitiría vaticinar los resultados de la contienda
presidencial de abril. Esto último fue, como veremos luego, causante de
modificaciones de importancia en las candidaturas.

Mitristas y alsinistas crearon en Buenos Aires un clima de lucha tal, que ya nadie
dudaba que las parroquias se convertirían en verdaderos campos de batalla el día
de la elección. La Prensa daba un cuadro verdaderamente alarmante del
ambiente electoral en la ciudad: “...Cada bando se ha dividido r en batallones
con sus compañías y su oficialidad. En cada comité se encontrará hoy el general
en jefe, constituyéndose en cuartel general, de donde se impartirán las
órdenes”.(19)

Las crónicas detalladas que relataron lo ocurrido ese día en cada parroquia o
juzgado de paz, demostraron que el fraude estuvo a la orden del día, tanto en la
ciudad como en la campaña. Desde robar los padrones hasta impedir por las
armas que los votantes del partido contrario se acercaran a las urnas, todos los
grupos políticos hicieron del fraude la regla de juego: “...en el fondo no podía
asegurar ninguna de las fracciones que su conciencia se hallaba perfectamente
limpia”.(20)

En Balvanera y en Concepción, mitristas y alsinistas se acusaron mutuamente de


haberse atrincherado en las azoteas vecinas para disparar contra los opositores
que iban a votar. En Belgrano se formaron dos mesas escrutadoras, una de cada
color político. En Navarro, las autoridades locales pusieron las fuerzas de
seguridad al servicio de uno de los dos bandos, y reclutaron gente armada, entre
la cual figuraba un tal Juan Moreira. De nada habían valido las medidas de
seguridad que los gobiernos nacional y provincial de común acuerdo habían
previsto, tales como apostar en los lugares claves de la ciudad varios cuerpos del
ejército de línea, o haber destacado en cada parroquia un comisario
extraordinario a cargo de fuerzas policiales. Cuando se produjeron los conflictos,
varias de estas fuerzas tomaron partido por uno de los bandos...

Los resultados de las elecciones de febrero demostraron a los enconados


adversarios porteños que, salvo alguna que otra provincia, sus posibilidades de
triunfo no pasaban más allá del arroyo del Medio.

Casi todo el Interior había respondido a los círculos que apoyaban la candidatura
de Avellaneda. Pellegrini, que por estos tiempos se iniciaba en la lucha política,
escribiría más tarde: “El que triunfe en Buenos Aires, triunfará en la República,
se nos decía, y lo creímos. Pero llegaron las elecciones de diputados al Congreso,
y para inmenso estupor nuestro, resultó que el Interior tenía opinión propia, que
era contraria a la de Buenos Aires, que esa opinión era mayoría y que esa
mayoría iba a elegir presidente de la República a uno de nuestros talentos: al
brillante y sagaz estadista doctor Nicolás Avellaneda”.(21)

En Buenos Aires, mitristas y alsinistas se adjudicaron el triunfo. Oficialmente,


sólo el 2 de marzo se dieron a conocer los cómputos del escrutinio practicado por
la Legislatura de la provincia: “...Masas tumultuarias de partidarios se agolparon
a las puertas de acceso a la Legislatura: el recinto de las leyes, los pasillos, las
antesalas y el antiguo patio, estaban atestados de gente que destempladamente
exigía soluciones favorables. Mitristas y autonomistas se confundían en su
propósito de ejercer presión sobre los encargados de practicar el escrutinio. Fue
necesario que el batallón número 6 de línea ocupase la casa de la Legislatura y
desalojase a las turbas que habían pretendido hacerlo suyo. A eso de las cuatro
de la tarde, de en medio de esa ola humana estacionada en la calle, salieron
algunos tiros de revólver seguidos de gritos y de amenazas de muerte. Por un
instante aquello fue como un caos donde todo se revolvía. Cuando fuerzas de la
policía acudieron para disolver la muchedumbre, se vio que tres ciudadanos
yacían sin vida en el pavimento”.(22)

La Legislatura proclamó electos los diputados de la lista alsinista. La única


esperanza que les quedaba a los mitristas era que la Cámara de Diputados no
aceptara los diplomas, y fallara en favor de sus candidatos.

“En el desarrollo de la contienda, pronto se vio con claridad que estaban en


favor del doctor Avellaneda todas las probabilidades de la mayoría numérica;
pero el mismo candidato se dio cuenta de que sin un sólido apoyo en Buenos
Aires, su gobierno sería muy difícil y acaso imposible. Comprendió entonces que
todas sus conveniencias estaban en que su partido procurara un acuerdo con
alguno de los otros, siendo el más indicado para eso el del doctor Alsina, pues ya
habían actuado juntos bajo la misma bandera en la lucha electoral anterior.

Cuando el doctor Alsina se dio cuenta, a su vez, de los inconvenientes que se


oponían a su triunfo, pensó también en la posibilidad de un arreglo con el doctor
Avellaneda, con quien sus amistosas relaciones no se habían interrumpido del
todo, aunque en los últimos tiempos debieron enfriarse naturalmente, a causa de
sus encontrados intereses políticos”.(23)

...El Partido Autonomista en masa, con pocas excepciones, acompañó a su jefe,


mirando en la fusión lo de patriotismo aparte un acto de buena política.

Otras pocas defecciones en el partido avellanedista sólo parecían explicables por


razones personales: así la del doctor José C. Paz, propietario de La Prensa, hasta
entonces presidente del comité provincial (donde lo reemplazó el mismo Alsina),
que se pasó con armas y bagajes a las filas mitristas...”.(24)

El jefe autonomista no sólo renunció a su candidatura, sino que además tomó él


personalmente la dirección de los trabajos electorales, para lo cual presentó la
renuncia a la vicepresidencia de la Nación.

En un manifiesto al pueblo de la República declaraba que por patriotismo y por


prudencia renunciaba a su candidatura, por cuanto las elecciones de febrero le
habían demostrado que todo esfuerzo por el triunfo sería estéril. Explicaba luego
las razones que lo llevaban a ofrecerle sus votos a Avellaneda:

“...Aquí cumple a mi lealtad declarar que para renunciar a mi candidatura, y


para ofrecer mi apoyo al doctor Avellaneda, no ha precedido ni pactos, ni
alianzas, ni transacciones.

La única base que he convenido... es constituir, unidos sus amigos y los míos...,
un gran partido nacional, que atraiga a su centro los elementos dispersos de los
otros, que gobierne con la Constitución en la mano, y que, fuerte por su origen
por los elementos viriles que lo constituyan, sea capaz de consolidar la paz, de
fomentar el progreso, y de garantir la libertad en todas y cada una de las
provincias argentinas... Dividiéndose el sufragio entre tres candidaturas, se
debilitaría estérilmente la fuerza de opinión que debe acompañar al primer
magistrado... Por normal que sea la época que una nación atraviese, conviene
que la primera autoridad del país suba rodeada por el mayor número de
voluntades. Privarle de los votos de Buenos Aires, citando éstos no pueden
modificar, en mi provecho, el resultado final de la elección; negarle el concurso
de la opinión del pueblo de Buenos Aires, casi indispensable para gobernar con
eficacia, sería sacrificar a sentimientos apasionados los intereses del país”.(25)

Tal el manifiesto que sellaba una alianza que se perpetuaría, si bien con
modificaciones en sus cuadros, en el futuro Partido Autonomista Nacional, que
llevaría a la presidencia a Julio A. Roca seis años después.
Evidentemente, pensar en un partido con características nacionales sin el apoyo
de por lo menos uno de los círculos políticos bonaerenses, era tan absurdo como
tildar de nacional a un candidato porteño que no contara con un genuino apoyo
del Interior. Dejando de lado si el renunciamiento de Alsina encerraba o no un
propósito patriótico, evaluemos su actitud como la de un habilísimo político que
podía mirar más allá del futuro inmediato, y, en virtud de esa visión, promovía
una apertura política que tendía a trasformar el tradicional cuadro de
antagonismos pasados. Tres años más tarde, Avellanada diría de Alsina: “...Era el
jefe de un partido popular y encontró que su papelera estrecho. Había por fin
comprendido que las soluciones de partido no son un interés supremo, y mucho
menos un dogma; y que si es bueno el partido, es mejor la patria”.(26)

El 22 de marzo se hacía la proclamación formal en el Teatro Variedades. La nueva


fórmula se integraría con Nicolás Avellaneda para la presidencia, y Mariano
Acosta, hombre del autonomismo porteño y en ese entonces gobernador de
Buenos Aires, para la vicepresidencia.

Salvo en Tucumán, donde unos cuantos avellanedistas se pasaron al mitrismo, el


resto de las provincias dio su votos a la nueva fórmula. “La actitud de Alsina en el
mes de marzo causó honda impresión en los partidarios de Mitre. Prácticamente
decretaba la derrota de éste en su aspiración de ocupar por segunda vez la
presidencia de la República”.(27) El diario La Nación combatió la alianza usando
las mismas armas que le daba el enemigo. En el número del 19 de marzo se
preguntaba ingenuamente cómo los alsinistas invocaban las autonomías
provinciales y daban sus elementos al grupo político que llevaba la bandera de la
federalización en sus manos.(28)

El 12 de abril tuvieron lugar las elecciones. “...Salvadas las exageraciones


partidarias, eran en general tan ciertas las imputaciones de violencia, cohecho,
falsificación, etcétera, que mutuamente se arrojaban los adversarios, como
absurdos los certificados de cívica pureza que cada grupo a sí mismo se otorgaba.
La elección en Buenos Aires, ganada contra el partido en el gobierno..., era
prueba bastante de que no reinaba allí la obstrucción o fraude electoral que los
adversarios pintaban a brocha gorda”.(29)

Hubo que esperar hasta el 21 de julio para que la Cámara de Diputados, que ya
contaba en sus bancas con la mayor parte de los nuevos representantes, se
decidiera a tratar sobre tablas el espinoso problema de los diplomas de los
diputados bonaerenses electos en febrero: “...Desde la una de la tarde estaba
lleno el local, y aun las galerías del edificio; y lo estaba de tal modo, que
algunos tuvieron que subir a las azoteas y entrar por las claraboyas para poder
asistir al debate”.(30) “...La barra contaba con numerosos ejemplares del hoy
casi extinguido tipo llamado compadrito, cuya característica indumentaria, de
chambergo, saco de paño negro, pantalón hasta la altura del botín elástico y de
taco alto, era completada por el clásico clavel rojo tras la oreja. No faltaba
tampoco el matón de barrio, personaje de melena esponjada y relumbrosa, que
apestaba a sus vecinos con su tufo a bebida y acre olor a tabaco negro”.(31)
Fue presentado el informe de la comisión que entendía en el caso, según el cual
debía darse el triunfo a los candidatos alsinistas, si bien la comisión deploraba las
irregularidades y las visibles actitudes fraudulentas que hubo en la contienda. Los
alsinistas fueron aceptados por 44 votos contra 17.(32)

El 6 de agosto, reunidos en asamblea los diputados y senadores nacionales,


efectuaron el escrutinio de las elecciones presidenciales. Fue proclamada la
fórmula Avellaneda-Acosta por el voto de 146 electores, correspondientes a las
provincias de Córdoba, Corrientes, Catamarca, Jujuy, Mendoza, La Rioja, Salta,
Santa Fe, San Luis y Tucumán. La fórmula Mitre-Torrent obtuvo 79 votos,
correspondientes a los electores de San Juan, Buenos Aires y Santiago del Estero.
En esta última provincia, uno de los electores votó por la fórmula avellanedista,
según Groussac, “para salvar las apariencias del sometimiento de los electores de
Santiago al cacicazgo de los Taboada”.(33)

“Apartando como entidades electoralmente poco computables, así la dudosa


influencia clerical como la insignificante cooperación escolar..., quedaría, a mi
ver, como única explicación acertada la que, Hecha abstracción del electo y de
las parcialidades electoras, mostrara el triunfo como surgido a su hora del oscuro
fondo nacional, bajo un impulso menos razonado que instintivo. La verdadera
organización federalista del país, de que la designación de la capital no fue sino
el símbolo concreto, no eran, después de tanto ensayo malogrado, los porteños
Mitre o Alsina quienes habían de realizarla; tampoco caudillos litorales a lo
Urquiza, si los hubiera... El consenso general entendía vagamente ser necesaria,
para el caso único, y la condición única de quien a la vez provinciano y porteño
como el que más resumía, en verdad, por sus ideas, sus afectos, su variada
parentela y su índole personal, los elementos flotantes cuya condensación daría
fisonomía definitiva ala República”.(34)

Dejando de lado la validez del término federalista para conceptuar la


organización definitiva de nuestro país, los conceptos vertidos por Groussac
encierran la genuina visión de un contemporáneo y la verdad irrevocable de que
sólo un presidente apoyado por la mayoría de las provincias, incluidos sectores
políticos porteños, pudo haber puesto fin al dilema de la capital de la República.

La revolución mitrista
Agotados todos los medios legales para afianzar su poder político en la provincia
de Buenos Aires, los mitristas decidieron ir a la insurrección armada. Los amigos
políticos del general Mitre, todos ellos figuras relevantes del tradicional partido,
formaron un comité revolucionario que de inmediato empezó a preparar el
movimiento que debía estallar el 12 de octubre, día en que el flamante
Presidente asumiera el mando.

“...El elemento mitrista joven casi no tenía entrada en las decisiones del Comité
Revolucionario... Era un partido semi aristocrático, a quien se acusaba de
gobernar siempre con las mismas personas. No admitía entre sus dirigentes a los
jóvenes... Todavía figuraban entre los más antiguos muchos de los estancieros y
tenderos del Buenos Aires del 52”.(35) En parte, “por eso la revolución se planeó
en base al concurso de los cuerpos de línea, pues se contaba con varios jefes
amigos de Mitre dentro del ejército, que podrían sublevar las fuerzas bajo su
mando; pero se sabía que la gente del partido no saldría a la calle a empuñar las
armas. La mayoría de los revolucionarios creía que... con la simple participación
de algunos cuerpos de línea a favor de Mitre... y el paisanaje de la provincia de
Buenos Aires se triunfaría”.(36) Se volvía así a hacer uso de los mecanismos
utilizados en los años 20. La acción sincronizada de los generales Arredondo, en el
Interior; Rivas, en Buenos Aires, con los hermanos Taboada en Santiago del
Estero, más los voluntarios civiles que reclutaría José C. Paz en los partidos de la
campaña bonaerense, se vería apoyada por las cañoneras Paraná y Uruguay en el
río de la Plata.

“...Dentro de la ciudad se creía contar con un batallón del que el Gobierno no


sospechaba. Algunos oficiales y clases habían sido tocados por elementos civiles.
Oportunamente la unidad se levantaría en armas y tendría la misión de marchar
hacia Palermo para reducir al Colegio Militar... Desde San José de Flores,
guerrilleros armados perturbarían toda fuerza gubernista que por allí
apareciese... Además, dos grupos de civiles de 200 hombres cada uno, provistos
de armas de precisión, secundarían dentro de la ciudad la acción de ese
cuerpo”.(37)

Contra lo que se había planeado, el movimiento tuvo que adelantar su fecha. El


24 de setiembre, parte de los planes habían sido descubiertos, y el comité decidió
actuar. José C. Paz escribió entonces el último editorial de La Prensa, en el que
anunciaba a la ciudadanía la decisión de tomar las armas como último recurso.
Instantes después, partía a la campaña para organizar los elementos civiles que
actuarían junto a los batallones sublevados.

El Gobierno nacional respondió de inmediato con todos sus elementos de poder.


Las Cámaras lo apoyaron en forma casi unánime, y fue declarado el estado de
sitio en todo el país. El Congreso lo facultó desde los primeros momentos a tomar
los medios necesarios para sofocar la revuelta. El general Martín de Gainza 
entonces, ministro de Guerra y Marina se puso incondicionalmente a las órdenes
del Ejecutivo. En la ciudad “se hicieron públicos los bandos de los gobiernos
nacional y provincial. El pregonero vieja institución colonial los leyó en
presencia de muchos curiosos que se agolpaban en la plaza de la Victoria.
Encuadraba la ceremonia la escolta presidencial, el batallón 5º de línea, otra
mitad del mismo tipo que había venido de los cuarteles de Palermo, y algunas
piezas de artillería.

“Durante todo el día 25 y parte del 26,las tropas permanecieron en dicha plaza
con sus armas en pabellón. El 25 a la tarde, la ciudad presentaba un aspecto
inusitado. Patrullas del ejército y policiales recorrían las calles céntricas en
diversas direcciones. Practicáronse arrestos. Empezóse a cumplir el decreto de
movilización. Por todas partes se observaban ciudadanos que se dirigían a los
cuarteles, a fin de incorporarse a la Guardia Nacional”.(38)
“...En su inmensa mayoría los simpatizantes de Mitre que esperaban ser
organizados y dirigidos en la Capital y suburbios quedaron en la ciudad, y
muchos de ellos fueron incorporados en las filas de la Guardia Nacional,
movilizada para combatir la revolución”.(39) El mando de todas las fuerzas de las
milicias de Buenos Aires le fue dado a Adolfo Alsina.

En el Interior, el general Arredondo se sublevó ren Villa Mercedes y recibió el


apoyo de las milicias de San Luis, cuyo Gobernador se pronunció en favor de la
revolución. En marcha hacia el norte, Arredondo pensaba recibir refuerzos de los
Taboada. Como éstos no llegaron, decidió entonces tomar a Mendoza y San Juan.
La primera se rindió después de resistir por las armas, en el combate de Santa
Rosa. San Juan lo hizo sin presentar lucha; pero el pueblo sanjuanino no apoyó el
movimiento como se esperaba. En síntesis, Arredondo debió enfrentar con muy
pocos hombres a las tropas nacionales, que al mando del coronel julio A. Roca lo
derrotaron en el segundo combate de Santa Rosa, el 6 de diciembre de 1874.

En la provincia de Buenos Aires, las cosas no fueron mejor para los


revolucionarios. El general Rivas contaba con la segura adhesión del coronel
Borges, comandante en jefe de la frontera noroeste de la provincia; pero este
jefe decidió a último momento entregar las fuerzas bajo su mando a sus
superiores. Esto restó a los revolucionarios, no sólo un buen número de soldados,
sino también la posibilidad de manejarse con armamento moderno.

El 12 de octubre asumía Avellaneda. Al mediodía, en el recinto del Congreso por


entonces, situado en las calles Balcarce y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen)
prestaba el juramento de práctica.

En su discurso hacía un somero relato de los últimos acontecimientos, y


desarrollaba luego sus objetivos de gobierno. La revolución era para él una
cuestión superada. “...Cumplida esta ceremonia..., Avellaneda se dirigió a la
Casa Rosada, donde lo esperaba Sarmiento. En su trayecto, seguido por un
centenar de partidarios, la tropa rindió los honores de práctica. El Presidente
saliente lo recibió con un afectuosa sonrisa y un abrazo. Enseguida, acomodados
los asistentes en el salón principal del palacio gubernativo, Sarmiento pronunció
un enérgico discurso”. Entre otros conceptos, expresó: “Vuestra elevación al
mando supremo debía suscitar este levantamiento de caudillejos con
charreteras, pues que ya el poncho es de mal gusto entre nosotros. Sois el primer
presidente que no sabe disparar una pistola, y entonces habéis debido incurrir en
el desprecio soberano de los que han manejado armas para elevarse con ellas y
hacerse los árbitros del destino de su Patria... Este bastón y esta banda os
inspirarán luego lo que debéis hacer. Es la autoridad y el mando. Mandad y seréis
obedecido”.(40)

El 25 de octubre, el general Mitre, que desde los comienzos de la revolución se


había establecido en Montevideo para reclutar gente y abastecerse de
armamento, desembarcaba en el Tuyú con 150 hombres. Poco después se reunía
con el general Rivas, que había logrado incorporar a sus fuerzas algunos
regimientos de guardias nacionales y 1.500 hombres armados alanza de la tribu
del cacique Cipriano Catriel “...El cacique ostentaba un grado otorgado por el
Gobierno, como premio a la colaboración prestada en la pacificación del
desierto. Venía a la cabeza de sus guerreros, con su uniforme de coronel
argentino. Adornaba su frente una vincha roja con estrellas blancas. En el brazo
portaba un poncho pampa, y montaba un espléndido caballo tordillo, con
montura y riendas adornadas con platería”.(41)

A partir de este momento, y a pesar dé la incorporación de civiles y milicianos


que fueron agregándose a las fuerzas revolucionarias, éstas se vieron precisadas a
realizar una suerte de peregrinaje por la provincia, para evitar el enfrentamiento
con las fuerzas regulares. Estas marchas y contramarchas, en determinado
momento, se convirtieron en una retirada hacia el sur. El plan era rodear la
provincia por el oeste, para sublevarlos partidos del norte. Entre civiles, milicias
e indios, Mitre sumaba unos 5.000 hombres dispuestos a la lucha. Su armamento
era deficiente: facones, boleadoras y lazos, algunos fusiles a chispa y tacuaras en
cuyas puntas habían enastado cuchillos o tijeras de esquilar. Sólo contaban con
unos 1.500 fusiles y 400 carabinas, de las cuales pocos soldados conocían el
manejo.

El 26 de noviembre tuvo lugar en La Verde estancia situada en el partido de 25


de Mayo el combate decisivo. Allí había concentrado sus tropas el teniente
coronel José Inocencio Arias, uno de los jefes gubernistas. Eran en total unos 900
hombres bien armados. La desproporción numérica era notoria. Sin embargo, las
tropas de Arias, parapetadas en el casco de la estancia, usaron una audaz
estrategia para hacer frente a un enemigo superior en número, y volcar así la
suerte de las armas en su favor.

A partir de esta derrota, los revolucionarios se retiraron hacia Junín, donde


debieron capitular.

En menos de tres meses la revolución había sido , aplastada, “lo que significaba
que no había contado con el calor popular y el deseo vehemente de llevarla a
cabo hasta el final”.(42) Durante los meses siguientes fueron sofocados pequeños
focos rebeldes que estallaron en Jujuy y en Corrientes. Todos los cabecillas de
esta intentona, desde los generales Mitre y Rivas, y hasta el grado de coronel,
fueron juzgados por un consejo de guerra, que los condenó a destierro.

El balance de los hechos dio a los mitristas un saldo evidentemente negativo. A la


poca popularidad que tenían en las provincias, se sumaba ahora la pérdida de San
Juan y Santiago del Estero, que les habían sido tradicionalmente adictas.

Avellaneda, por su parte, computaba el saldo positivo de haber consolidado su


investidura presidencial. Ahora le quedaba la difícil tarea de mantenerla.

Notas:
1. J. N. Matienzo, El gobierno..., pp. 229-30.
2. F. Armesto, Mitristas y alsinistas...
3. P. Groussac, Los que pasaban, p. 108.
4. A. Saldías, Un siglo de instituciones..., tomo II, pp. 220-21.
5. Ibidem, p. 221.
6. Anónimo, Revolución argentina..., p. 8.
7. Ibidem, pp. 10-11.
8. F. Armesto, Mitristas y alsinistas, p. 40.
9. A. Saldías, Un siglo de instituciones..., p. 221.
10. F. Armesto, Mitristas y alsinistas..., pp. 40-41.
11. M. M. Zorrilla, Recuerdos..., tomo 1, p. 59-60.
12. P. Groussac, Los que pasaban, p. 152.
13. B. J. Montero, Nicolás Avellaneda, p. 135.
14. Th. T. McGann, Argentina..., p. 21.
15. Anónimo, Revolución argentina..., p. 9.
16. Diario El Pueblo, Buenos Aires, 22.VIII.1873.
17. N. Avellaneda, Notas..., pp. 335-36.
18. Diario El Pueblo, Buenos Aires, 20.VIII.1873.
19. Diario La Prensa, Buenos Aires, 1.11.1874.
20. Anónimo, Revolución argentina..., p. 12.
21. C. Pellegrini, Candidatura presidencial, p. 249.
22. A. Saldías, Un siglo de instituciones..., p. 228.
23. M. M. Zorrilla, Recuerdos..., p. 65.
24. P. Groussac, Los que pasaban, pp. 181-82.
25. Diario El Nacional, Buenos Aires, 17.III.1874.
26. B. J. Montero, Nicolás Avellaneda, p. 188.
27. E. H. Civitati Bernasconi, Entre dos presidencias, p. 36.
28. Diario La Nación, Buenos Aires, 19.III.1874.
29. P. Groussac, Los que pasaban, p. 184-85.
30. Diario La Tribuna, Buenos Aires, 20-21.VII.1874.
31. F. Armesto, Mitristas y alsinistas..., p. 201-202.
32. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados Nacional, año 1874, tomo I,
p. 363 y ss.
33. P. Groussac, Los que pasaban, p. 185.
34. Ibidem, p. 186-87.
35. E. H. Civitati Bernasconi, Entre dos presidencias, p. 46.
36. Ibidem, p. 44.
37. Ibidem, pp. 70-71.
38. Ibidem, p. 149.
39. Ibidem, p. 123.
40. Ibidem, pp. 248-49.
41. Ibidem, p. 232.
42. Ibidem, p. 349.

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