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Un camino para palestinos e

israelíes

09ene 2011
Noam Chomsky

Mientras el Gobierno de Israel sigue dedicado con


intensidad a la expansión de asentamientos ilegales,
también trata de resolver dos problemas: una campaña
de deslegitimación –esto es, de objeciones a sus
crímenes y negativa a participar en ellos– y una campaña
paralela de legitimación de Palestina.
La deslegitimación, que está progresando rápidamente, dio un paso adelante el pasado mes
de diciembre por una petición de Human Rights Watch a EEUU para “suspender la
financiación a Israel en una cantidad equivalente al coste de lo invertido por Israel en
apoyar los asentamientos” y para vigilar las contribuciones a Israel, por parte de
organizaciones estadounidenses exentas de impuestos, que vulneren las leyes
internacionales, “incluyendo las prohibiciones contra la discriminación”, lo que abarcaría un
amplio abanico de actividades. Amnistía Internacional ya había exhortado a la imposición de
un embargo de armas contra Israel.
El proceso de legitimización de Palestina también dio un gran paso hacia adelante en
diciembre cuando Argentina, Bolivia y Brasil reconocieron el Estado palestino (Gaza y
Cisjordania), con lo que el número de países que lo apoyan asciende a más de un centenar.
El abogado internacional John Whitbeck estima que los estados que reconocen a Palestina
representan en torno al 80-90% de la población mundial, mientras que el porcentaje de los
que reconocen a la República de Kosovo supone entre el 10 y el 20%. EEUU reconoce a
Kosovo, pero no a Palestina. En consecuencia, como escribe Whitbeck en Counterpunch,
mientras los medios de comunicación “actúan como si la independencia de Kosovo fuera un
hecho, dan por supuesto que la independencia de Palestina es una aspiración que nunca
podrá alcanzarse sin el consentimiento estadounidense e israelí”, lo que refleja el
funcionamiento habitual del poder en el concierto internacional.
Dada la escala de los asentamientos de Israel en Cisjordania, durante más de una década se
ha argumentado que el consenso internacional respecto a una solución de dos estados es ya
imposible, o cuando menos una equivocación (aunque, evidentemente, la mayor parte del
mundo no está de acuerdo). En consecuencia, quienes se interesan por los derechos de los
palestinos deberían reclamar que Israel tome el poder de la totalidad de Cisjordania y que
ello sea seguido por una lucha anti-apartheid al estilo sudafricano, lo que daría lugar a la
plena ciudadanía de la población árabe.
Este argumento da por hecho que Israel accedería a esta ocupación. Sin embargo, es mucho
más probable que Israel continúe desarrollando los programas de anexión de zonas de
Cisjordania –aproximadamente la mitad del área– y no acepte ninguna responsabilidad por
el resto, defendiéndose así del “problema demográfico” –demasiados no judíos en un Estado
judío– y endureciendo al mismo tiempo el aislamiento de la sitiada Gaza del resto de
Palestina.
Merece la pena analizar una analogía entre Israel y Sudáfrica. Una vez implantado el
apartheid, los nacionalistas sudafricanos reconocieron que se estaban convirtiendo en parias
internacionales. En 1958, sin embargo, el ministro de Asuntos Exteriores informó al
embajador de EEUU de que la condena de la ONU y otras protestas internacionales les
preocupaban muy poco en tanto Sudáfrica estuviera apoyada por la potencia mundial
dominante, EEUU. En los años setenta, las Naciones Unidas declararon un embargo de
armas, seguido de campañas de boicot y de retirada de inversiones. La reacción de
Sudáfrica tenía como objetivo calculado encolerizar a la opinión internacional. En un gesto
de desprecio hacia la ONU y hacia el presidente Jimmy Carter –que se abstuvo de reaccionar
para no alterar unas negociaciones que se mostraban inútiles–, Sudáfrica emprendió una
oleada de asesinatos contra el campamento de refugiados de Cassinga, en Angola, justo
cuando el “grupo de contacto” encabezado por Carter estaba a punto de presentar un
acuerdo para Namibia. La similitud con el comportamiento actual de Israel es sorprendente:
por ejemplo, el ataque contra Gaza en 2009 y contra la Flotilla de la Libertad en mayo de
2010.
Cuando el presidente Reagan tomó posesión en 1981, dio un apoyo pleno a los crímenes
internos de Sudáfrica y a la depredación asesina en países vecinos. Estas políticas se
justificaban en el marco de la guerra contra el terrorismo que Reagan había declarado al
llegar a la presidencia. En 1988, el Congreso Nacional de Nelson Mandela fue designado
como “uno de los grupos terroristas más importantes” (de hecho, el propio Mandela no fue
excluido de la “lista de terroristas” de Washington hasta 2008). Sudáfrica se mostraba
desafiante, e incluso triunfal: sus enemigos internos estaban aplastados y disfrutaba del
apoyo sólido del único Estado que importaba en el sistema global. Poco después, la política
estadounidense cambió. Muy probablemente los guardianes de los intereses empresariales
de EEUU y Sudáfrica se dieron cuenta de que les iría mejor si se ponía fin al lastre del
apartheid. Y este no tardó en desplomarse.
Sudáfrica no es el único caso reciente en el que la retirada del apoyo de EEUU a crímenes ha
generado un progreso significativo.
¿Puede haber una transformación semejante en Israel que abra el camino hacia un arreglo
diplomático? Entre los impedimentos más arraigados se encuentran los estrechos vínculos
militares y de los servicios de inteligencia entre EEUU e Israel. El apoyo mayor a los
crímenes de Israel proviene del mundo de los negocios. La industria tecnológica
estadounidense está estrechamente integrada en su contraparte israelí. Por citar sólo un
ejemplo, el mayor fabricante mundial de chips, Intel, está actualmente estableciendo su
centro de producción más avanzado en Israel.
Un cable estadounidense revelado por Wikileaks señala que las industrias militares Rafael,en
Haifa, son consideradas vitales para los intereses de EEUU debido a la producción de
bombas de racimo; Rafael ya había desplazado algunas operaciones a EEUU para tener
mejor acceso a la ayuda y mercado estadounidenses. También hay un poderoso lobby
israelí, aunque, por supuesto, mucho menos influyente que los lobbies militar y de negocios.
También intervienen factores culturales. El sionismo cristiano es muy anterior al sionismo
judío y no se limita a la tercera parte de la población de EEUU que cree en la verdad literal
de la Biblia. Cuando el general británico Edmund Allenby conquistó Jerusalén en 1917, la
prensa nacional declaró que él era Ricardo Corazón de León, que finalmente había rescatado
la Tierra Santa de manos de los infieles. En consecuencia, el siguiente paso es que los judíos
regresen a la tierra que les fue prometida por el Señor. Dando voz a un punto de vista
común de la élite, Harold Ickes, secretario del Interior de Franklin Roosevelt, describió la
colonización de Palestina como un logro “sin comparación en la historia de la raza humana”.
También existe una simpatía instintiva por una sociedad de colonizadores que se percibe
como una reproducción de la propia historia de EEUU, que supuestamente llevó la
civilización a la tierras que los nativos, no merecedores de ellas, habían estado
desaprovechando; doctrinas profundamente arraigadas a lo largo de siglos de colonialismo.
Para desatascar este conflicto será necesario desmontar la ilusión reinante de que EEUU es
“un honesto intermediador” que trata desesperadamente de reconciliar a adversarios
enconados y reconocer que las negociaciones serias se tendrían que dar entre el dúo EEUU-
Israel y el resto del mundo. Si los centros de poder de EEUU se ven forzados por la opinión
popular a abandonar las políticas que han seguido a lo largo de las últimas décadas, muchas
perspectivas que parecen remotas se podrían tornar repentinamente posibles.

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